Decimos Nuestra Tierra
Decimos Nuestra Tierra
Decimos Nuestra Tierra
Salvador Novo
Decimos “Nuestra tierra”, como pueden decirlo los árboles que un día fueron una semilla llevada
por el viento al seno oscuro y dulce, al seno silencioso, a la germinación humilde, a la gota del
agua, a la caricia del sol; como los árboles que años después tendieron su brazo a la aventura, su
arrullo al nido, su saludo al día, sus hojas a los cielos y su fruto a los hombres. Decimos “Nuestra
tierra”, porque en ella se afirman nuestras hondas raíces. Nuestra tierra es la infancia para
siempre grabada en el recuerdo. La que nos dio palabras y sonrisas para el viaje del mundo; la que
nos hizo conocer la aurora como al alcance de la tierna mano, sobre el monte vecino; la que
encendió la estrella de la tarde a contemplar los juegos infantiles y el regreso al hogar de los
silencios; la que en la noche limpia, en la noche profunda, puso en el corazón, ya para siempre,
cantar de grillos y fulgor de estrellas. No es la ciudad, la anónima, la enorme; la que llena de gritos
la ambición de la máquina; de la que huyeron árboles y pájaros; la que cierra los ojos a la Luna; la
que hacina a los hombres, los iguala, los frustra; la que el reloj preside con su látigo doble. No es la
ciudad; la prisa, la congoja, la luz mentida, el día tenebroso, el oro oculto, el fruto embalsamado,
la poesía en las rejas de los libros, el agua muda y ciega, y opresa y derrotada, ya no río, ni lago, ni
lluvia, ni caricia, ni espejo. No es ésta, nuestra tierra donde la tierra ha sido sepultada, desterrada,
olvidada y cubierta con mármoles de asfalto. “Nuestra tierra”, decimos, y pensamos en la dulce
provincia, y nuestras venas se llenan con el jugo violento del recuerdo. Es la provincia. Mírala
viajero: desde el avión, si quieres. El avión no la toca. Se mira allá, como una flor caída de pétalos
dispersos. Los dedos de tu iglesia te señalan y los techos recatan las cunas y los sueños. Ése era
todo el mundo: su sol el sol sobre los muros blancos; su mar el río claro, su música las aves, su
misterio la noche perforada de estrellas, su muerte el cementerio vecino, donde acaso nuestros
padres rindieron su tierra a nuestra tierra. La primera palabra, el primer paso, la primera sonrisa;
tender la mano y recibir la mano; hundir las manos en la dulce tierra, recibir el bautismo de su río,
morder el fruto, perseguir el viento, vivir en libertad, llenos de gozo de descubrir el mundo a cada
instante. El hogar, con arcilla levantado; la escuela en que aprendimos a entonar nuestras voces
en el múltiple coro ya para siempre; en que aprendimos a formar con las manos la roda de los
hombres y a llamarnos amigos por decirnos hermanos. La iglesia humilde, su campana clara, la
comunión en lengua sin pecado, la plaza dominguera y bulliciosa, la serenata tibia, la cómplice
sonrisa, el saludo, la carta, la esperanza. Y ¡quedarse, provincia, en tu regazo! Y tras las altas rejas
de una abierta ventana ¡concertar una cita con la vida en idilio romántico! Has sido tú, provincia
generosa, quien dio rostro a la patria con el suyo; quien dispersó a los hombres, Madre fecunda, a
trabajar por ella; a engrandecerla al repetir tu canto, a decir tu palabra y tu sonrisa. Mérida o
Guanajuato, Mazatlán o Saltillo, Torreón o Puebla, o Morelia o Querétaro, por donde quiera el
corazón que guarda tu imagen, tu latido, tu perfume, vuelve a hallarse en tu clima, reza en tus
templos, vibra en tus campanas, reconoce el amor de tus ventanas, sueña en tus noches plácidas,
vaga en tus calles recobrada infancia y haya en el rostro amigo y en la sonrisa clara al hermano que
aguarda a sus hermanos. Madre común y santa; decimos “Nuestra Tierra”, porque ella nutre al
árbol de la patria.
LA SANGRE DERRAMADA
RACION A UN NO NACIDO