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La ciudad de las viudas

Por Martín Caparrós

Amanece en Vrindavan, corre una brisa todavía: no más de 35 grados. Las calles son angostas y
sinuosas y sucias como calles indias; al alba, son de los animales. Es la hora de los monos. Las
vacas comen de la basura, los perros comen de la basura, los chanchos, las cabras, las ratas que
no veo comen de la basura, pero los monos se despliegan: copan el suelo y las alturas. Es su
momento; de a poco, con el calor, las personas van a recuperar su territorio. Para empezar, pasan
tres hare krishna cantando con megáfono; pasa una moto, la primera bocina. Los monos tienen
los culos rojos como culo de mono.

El olor no es tan fuerte todavía. Dos muchachos con escobas de ramas hacen como que barren,
pero no quieren engañar a nadie. Pasa un grupo de diez o doce peregrinas cantando como si su
dios se hubiera ido. Un señor, más allá, quema su montoncito de basura: el humo es negro y
graso. Los monos gritan, trepan, mandan. Cuatro señores empiezan el día con sus tes con leche;
el kiosco es una tarima de madera donde se sienta el dueño con las piernas cruzadas: a su
izquierda tiene una olla grande donde hierve el té sobre un calentador de querosén; alrededor
varias ollitas para recalentar y los cuencos de arcilla: el dueño es como un dios menor en medio
de sus trastos. Una mona con monito pide un té; el dueño no la mira. El aire es perezoso.

De pronto pasa algo: un mono acaba de robarse la cartera de una peregrina; después del
manotazo, rápido, preciso, sale chillando y se sube a una pared de tres metros de alto, se sienta
sobre el borde, mira. La señora y sus amigas gritan todas; el mono las mira. Uno de los señores
del té dice que lo que quiere el mono es negociar: que hay que darle otra cosa para que entregue
la cartera. Una mujer le da un billete de diez rupias —20 centavos de dólar— y el señor le
compra al dueño de los tes dos paquetes de galletitas dulces. Vuelve, se los tira al mono, que las
atrapa como quien no quiere la cosa, sentado en su pared, desdén de mono. El mono come, llega
una mona, le convida; guarda en su mano izquierda muy firme la cartera. Las diez señoras miran
desde abajo, comentan; la mona lo mira; el mono se pavonea con sus galletas, su cartera; la mona
le ofrece el culo rojo, el mono se lo husmea. No parece dispuesto a entregar nada. Abre la
cartera, la husmea, saca estampitas que deben ser de Krishna; tira una estampita y las señoras
gritan. Las señoras empiezan a desesperar. El señor pide otras diez rupias, compra más galletitas.
Se las tira: el mono ve pasar y caer un paquete; agarra el otro más desdeñoso todavía y lo abre
para romper las galletitas en pedazos. Los pedazos van cayendo a la calle: se juntan pajaritos, los
dispersa un cuervo. El mono sigue hurgando en la cartera; las señoras gritan. Entonces aparece
un mono más grande, más culirrojo que el ladrón; el mono huye a los saltos, la cartera en la
mano. Las señoras gritan más y mejor, un perro ladra pero no quiere galletitas, un pájaro
precioso de cuerpo gris, cabeza roja y antifaz naranja persigue a dos gorriones. Se ve que la
belleza no le alcanza. Al fin llega otro perro que sí come galletas.

Trato de no pensar que todo es una metáfora de nada.

Vrindavan es una de las ciudades más sagradas del hinduismo: el lugar donde, cuentan, el señor
Krishna pasó buena parte de su infancia, preparándose para ser un gran dios. Vrindavan está en
Uttar Pradesh, a 100 kilómetros de Agra y su Taj Mahal, a 200 de Delhi. Vrindavan tiene 50.000
habitantes y docenas de templos: algunos en sus calles retorcidas, otros en las afueras entre

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campos, otros junto al río con escaleras que bajan hasta el agua; algunos hacen de templos, otros
de conventillos.

Como todo en la India, Vrindavan rebosa de gentes y animales. Abundan, por supuesto, vacas,
pero lo realmente peligroso son los monos. Los chanchos y las cabras están en minoría, y los
perros, por alguna razón, se ven gordos y prósperos. Las viudas no, pero también están por todas
partes. Busco el templo donde se reúnen y sigo a dos, una más vieja y una casi joven. Camino 30
metros detrás; ellas hacen como que no lo notan. Con el sol, los olores aumentan, recrudecen. Al
doblar una esquina un mono se me tira encima, la boca bien abierta, los colmillos: es fea la
sensación de dejar de ser comedor y ser comida. Las viudas se dan vuelta, alertadas por los gritos
–del mono–. La más vieja me pregunta en una especie de inglés si necesito algo. Le digo que
querría hablar con ellas. El mono se retira derrotado.

Aruthi dice que a ella no le importa:

—A mí no me importa, me voy a morir pronto, así que no me importa.

Dice Aruthi, viuda, y no suena triste o asustada: más bien orgullosa.

—Pero la pobre Moubani todavía no se tranquiliza. Acaba de llegar, lleva unos meses; todavía
se acuerda demasiado.

Moubani tiene un sari blanco gris clarito, las manos cuidadas todavía: se ve que viene de otra
vida. Pero no habla —es lo habitual— una palabra de inglés: no nos entendemos. Aruthi sí habla,
aunque no tanto. Aruthi tiene la cara puro hueso escondida dentro de su chal blanco —que fue
blanco—. Tiene algún diente, labios muy oscuros, pero una chispa de picardía en los ojos: que la
otra todavía se acuerda demasiado, dice, y acá nos traen para olvidar. Podría decir para
olvidarnos pero –creo, la traducción siempre traiciona– que no: dice para olvidar.

Aruthi y Moubani son dos viudas de Vrindavan: dos de las quince, veinte mil viudas que recorren
las calles de esta ciudad antigua buscando un plato de comida. Su hambre tiene un origen raro.

En la India es malo, entre tantas otras cosas, ser una viuda. Lo fue, brutalmente, durante muchos
siglos: cuando moría un señor, los indios solían cremar con él a la señora. La costumbre se
llamaba satí, y cuando los malvados colonizadores ingleses decidieron prohibirla, hacia 1830,
hubo sublevaciones. Hasta bien entrado el siglo XX siguió habiendo casos, más o menos
clandestinos, de quemazón de viudas; es probable que todavía quede alguno. Pero, aún sin fuego,
ser viuda sigue siendo un mal destino: se supone que fue el karma de la mujer que mató a su
marido, y eso las condena al ostracismo. No pueden casarse de nuevo, no pueden trabajar, no
pueden nada. Muchas se quedan solas, sin recursos, y otras, peor, tienen familia pero la molestan.

—Pobrecita, ella creía que su hijo la iba a cuidar hasta su muerte. Vos sabés cómo era, cómo
sigue siendo en muchos casos: la madre del esposo es la verdadera dueña de la casa, impone su
poder a la nuera, la obliga a hacer lo que quiere. Así fue durante mucho tiempo. Ahora todo eso
está cambiando; ahora, cada vez más, ganan las nueras.

Me dijo, en Delhi, la amiga que me habló por primera vez de las viudas de Vrindavan. Me
hablaba de una viuda de una familia de campesinos pobres: que vivían en una choza —propiedad

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de la viuda— con un solo cuarto, el matrimonio y sus tres hijos, y que la viuda dormía afuera
para no molestar, pero igual molestaba. Hasta que un día, su hijo le dijo que juntara lo que
necesitara para un viaje largo, porque la iba a llevar a conocer a Krishna. Y que la trajo aquí, a
Vrindavan, porque es un privilegio morirse aquí, y la dejó aquí para siempre.

Más o menos así son todas las historias: algunas, pocas, vienen por propia voluntad; a las demás
las dejan. Quince, veinte mil mujeres abandonadas para morirse en una ciudad vieja. Quince,
veinte mil que la recorren como almas en pena, como panzas vacías.

Esperando. Quien muere en Vrindavan no es tan privilegiado como quien muere en la ciudad
todavía más sagrada de Benares, pero habrá avanzado mucho en su intento de llegar al moksha,
el final de la rueda de las reencarnaciones, la disolución en la Unidad divina, la forma hindú del
paraíso: la muerte más definitiva. Morir aquí es un privilegio; morir, aquí, es un privilegio. Para
morir vinieron.

La viuda Aruthi, con palabras quebradas, me cuenta que era de un pueblo de Bengala, que nunca
fue a Calcuta, que ya lleva 13 o 14 años en Vrindavan, que ya le queda poco, que ahora está
tranquila.

—No como Moubani, pobre.

Dice, con una sonrisa desdentada, y me lleva hasta el templo, porque se lo he pedido. Una suerte,
al fin y al cabo, el ataque del mono.

Los hindúes adoran a sus dioses como nosotros alentamos a Boca: a los gritos, las manos arriba,
saltos, pogos, algarabía completa. Quizá sea porque también es difícil que sus dioses metan algún
gol, pero es lindo verlos sin esa rigidez virtuosa satisfecha que se ve en las iglesias del culto de
Roma. En todo caso, el templo Banke-Bihari es un quilombo de gritos, chiflidos, rumor, palmas;
personas de pie, personas de rodillas, personas sentadas, personas acostadas, personas dormidas,
personas pidiendo, personas dando, personas pintándose la cara, personas revoleando flores,
personas encendiendo fuegos, ventiladores, fuegos, guirnaldas, carteles luminosos, relojes, más
fuegos, personas que se tiran sobre el estrado para darles a unos sacerdotes dulcecitos y
guirnaldas de flores para que el dios que está detrás de una cortina los bendiga. Los sacerdotes no
paran: son máquinas incansables de bendecir dulcecitos, zelotas del azúcar consagrada. De tanto
en tanto descorren la cortina del altar —veloz, tipo exhibicionista pudoroso— y todos gritamos:
es el momento del gol del señor Krishna. Al cabo de seis o siete veces, el juego se vuelve
aburrido: ellos abren la cortina, nosotros le vemos la cara a dios, levantamos los brazos y
gritamos.

La viuda Aruthi me mira satisfecha, yo le pregunto dónde están las demás viudas. Ella me dice
ah, ese templo, nuestro templo –y que nos vamos–. No nos habíamos entendido: me trajo al
templo equivocado.

En la calle —caminamos un rato— cientos venden de todo, los monos van menguando, los
mendigos dicen mucho Krishna. Los caminantes tocan la cabeza de una vaca y se tocan la
propia: me imagino que comparten ideas. Mi intolerancia aumenta por momentos, temo que se
desborde. Cada vez soporto menos las supersticiones.

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En la India se prohibieron, hace casi 20 años, las ecografías prenatales: muchas parejas las usaban
para lo que la corrección política llamaba “abortos selectivos”: descartar el feto si era nena. La
prohibición se cumple poco: hay muchas clínicas privadas que lo hacen todavía. Hay algo que el
progreso indio está consiguiendo como nadie: usar la técnica más moderna al servicio de las
costumbres más arcaicas. Los abortos selectivos antes eran asesinatos en los primeros días; ahora
son más limpios y mejoran. En 1980 había en todo el país 104 nenes de menos de 6 años por
cada 100 nenas; en 2011 había 109, y en los estados más ricos, como Punjab y Haryana, la
relación llega a 125 nenes por cada 100 nenas. Es la misma idea del mundo que consigue que en
muchas casas indias cuando no hay comida para todos coman los varones.

La costumbre tiene, incluso, sus justificaciones: que los hombres, los que traen comida con su
trabajo en el campo, necesitan comer para reproducir esa fuerza de trabajo sin la cual todos se
quedarían definitivamente sin comer. La lógica productiva no impide que la costumbre sea
brutal: el hambre desnuda muchas cosas, pone sobre el tablero formas de la violencia que en
otras circunstancias seguirían escondidas.

Las viudas de Vrindavan son el producto más claro, más perfecto, de esa sociedad. Un digno
remate para su vida de mujeres indias: pasaron de ser una posesión de su familia a ser una de la
familia del marido, nunca tuvieron ninguna autonomía ni modo de ganarse la vida; cuando su
segundo y último dueño se murió, ya no fueron de nadie. O sí: del dios y de la muerte.

Pero solemos creer que tenemos que respetar estas costumbres, igual que nos acostumbramos,
en nombre de la diversidad y la tolerancia, a que ciertos musulmanes convenzan a sus mujeres de
que solo sus maridos pueden verlas y entonces no salgan a la calle sin taparse hasta los ojos con
censuras de tela negra.

Alguien me dijo, en estos días muchas veces que la India es la sociedad más maleable: que los
indios consiguen adaptarse a cualquier cosa. Y me quedé sin saber si lo decía como un mérito.

Ahora, media mañana, las viudas están por todas partes: en cualquier rincón, en cualquier calle
piden limosnas, ofrecen agua de un cántaro de arcilla a cambio de una rupia, se buscan la vida —
mientras esperan que se acabe—. Son mujeres chiquitas, flaquitas, reducidas a su mínima
expresión: son un recuerdo —y nadie las recuerda—. Casi todas tienen el pelo rapado, como
deben las viudas. Muchas usan el sari blanco que les corresponde; algunas pocas se rebelan o no
tienen. Unas caminan tiesas como un palo; otras van encorvadas sobre su bastón o sobre sí
mismas o sobre la esperanza que perdieron. Las que pueden viven de a siete u ocho en un
cuartito; muchas, en la calle. Y todas las mañanas, miles se reúnen en el templo Sri Bhagwan
Bhajan a cantar bhajans para Krishna.

Ahora, miles están sentadas en un patio cubierto, paredes de mosaico blanco sucio, un altar al
fondo, otro en el medio; las viudas cantan, tocan los címbalos, dormitan, charlan entre ellas,
piensan quién sabe qué. Estas canciones son lo único que las separa del hambre final. Vienen
cada mañana y cantan cuatro o cinco horas; a cambio les dan un plato de arroz con un poco de
dal. A veces les dan unas monedas: cuatro, cinco rupias. La religión se muestra aquí sin disfraces,
demasiado desnuda: vení, cantale al dios; a cambio te damos la comida. El hambre ayuda tanto a
la creencia.

El templo, al entrar, parece chico, pero después se extiende: a un costado hay otra nave y otro

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patio y enfrente una más grande; todo lleno de mujeres de blanco. Las más jóvenes parecen más
tristes: miran como si buscaran algo todavía. Las más viejas parecen más allá de cualquier busca.
Las que cantan parecen más felices; las calladas se ven enfurruñadas. Una me mira torva, como si
la ofendiera, les dice algo a otras dos: tres me miran torvas y se dicen cosas. Me siento en un
rincón, escucho un rato: soy el único hombre. El único que puede salir de aquí hacia alguna
parte: que tiene adónde ir. Algunas están tan flacas que maravilla que estén vivas; otras se ven tan
vivas que maravilla que estén aquí para morirse. Es una eutanasia lenta, prolongada: las traen a un
lugar donde la única salida son las llamas de unos pocos troncos, la salvación de disolverse.

La viuda Aruthi me dice, poco más o menos, que las que se quejan son unas desagradecidas:

—¿Dónde se van a morir mejor que acá, tan cerca del señor Krishna?

Dice, y que es cierto que son pobres y no siempre consiguen la comida que quieren, pero que al
señor Krishna le gusta más así, que él las va a recibir con los brazos abiertos.

—¿Y no sufren el hambre?

La viuda Aruthi me mira con una especie de desprecio. Para distraerla, le pregunto si sabe dónde
puedo encontrar alguna viuda de campesino suicidado –que era, al fin y al cabo, la razón que me
trajo– y ella no entiende mi pregunta. Se la repito, la varío; al fin me dice que sabe que hay
algunas pero no sabe cómo podría encontrarlas. Me dice que va a ver, que si acaso me avisa. Es
una forma amable de desligarse, y yo la acepto. Después me pide diez rupias y yo le doy 50, y me
siento una mierda. Monos chillan desde el techo, pero no creo que me quieran decir nada.

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