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microalmas

Juan Solá

Buenos Aires, 2016


Corrección:
Ilustración de tapa: Iván Fojo

Solá, Juan
Microalmas – 1º ed. – Árbol Gordo Editores,
Buenos Aires 2016. 65 p.; 21 x 15 cm

ISBN 978-987-33-9429-4

I. Literatura fantástica infantil I. Título


CDD 863.9282

Árbol Gordo Editores

Avenida Eva Perón 1823 (1406) Ciudad Autónoma


de Buenos Aires – Argentina

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723


Impreso en Argentina
ISBN 978-987-33-9429-4
1º Edición – Este libro se terminó de imprimir en mayo de
2016, en los talleres gráficos de Impresión Editorial, Pilar,
Buenos Aires, Argentina.
Acerca del autor
Juan Solá nació en La Paz, provincia de
Entre Ríos, el 24 de enero de 1989, pero pronto
su familia se trasladó a la ciudad de Resistencia
(Chaco) donde completó sus estudios. Desde
temprana edad Solá demostró su amor por las
letras. Con sólo seis años recibió la medalla de
Honor Al Mérito, entregada por Lotería Chaqueña
a personajes destacados de la cultura provincial
tras haber sido galardonado con el primer puesto
en su categoría durante la Feria Provincial del
Libro en la ciudad de Corrientes y luego de que la
Sociedad Argentina de Escritores lo destacara
como es escritor más joven del Chaco. Asimismo,
sus textos fueron recopilados en una antología
publicada por Editorial Pensamiento En Red en el
año 1999 bajo el título “Cuentos Para Compartir”.
Ese mismo año recibió un premio en la Ciudad de
Buenos Aires por su obra “Carta a un amigo que
se equivocó de aventura” en el marco del
certamen literario organizado por la
SEDRONAR. Durante su adolescencia, Juan
comenzó a incursionar en el género fantástico y
escribió varias novelas aún inéditas. Se mudó a
Buenos Aires para cursar sus estudios superiores,
interesado en diversas ramas de las ciencias
sociales y las artes. Estudió edición, periodismo y
cine. Actualmente lleva adelante su propio
proyecto editorial.
Temo que aquel para quien he escrito este libro ya no
exista. Entonces, dedico estas letras al holograma eterno de
lo que alguna vez amé.
My letters to you
are greater and more important than both of us.
Light is more important than the lantern,
the poem more important than the notebook,
and the kiss more important than the lips.
My letters to you
are greater and more important than both of us.
They are the only documents
where people will discover
your beauty
and my madness.

Nizar Qabbani
8 de octubre

Recién cuando el avión comenzó el descenso la


maqueta iluminada se convirtió en una ciudad de
verdad. Manuel vio por la ventanilla cómo las casas
iban llenándose de personas y las venas eléctricas de
Brasilia de autos. El horizonte limpio anunciaba buen
clima.

Ahí estaba Augusto, sentado en la sala de


desembarques con los ojos clavados en el cristal que
los separaba. Cuando se vieron, todo eso que ya había
pasado antes volvió a ocurrir: ese vuelco en el corazón,
esos ojos llenos de luz, esas sonrisas a la distancia que
precedían al abrazo fuerte y al beso honesto.

-Te extrañé-, murmuró Manuel, sin dejar de


abrazarlo.

Se habían visto por primera vez un cinco de


septiembre frío; siempre hace frío en Buenos Aires. Se
citaron en la puerta del Centro Cultural a las seis.
Augusto había llegado dos minutos tarde. Una
campera negra de cuero le caía sobre los hombros
flacos y llevaba unos jeans gastados. Los anteojos le
disimulaban el lunar que parecía de chocolate junto al
ojo izquierdo. Su bigote poblado se doblaba en las
puntas como los bigotes de los marineros, pero
Augusto no era ningún marinero. Augusto era apenas
un estudiante de arquitectura que había ido a pasar un
semestre a Buenos Aires para escaparse un poco de
una Brasilia saturada de calor y emociones. Al fin y al
cabo, se encontraron justo cuando ambos huían de
memorias dolorosas.

-Yo también te extrañé-, dijo Augusto, sin dejar


de abrazarlo.

-No te preocupes. Ahora estamos acá.

Tomaron la autopista que llevaba a Taguatinga,


al oeste de Brasilia. Hicieron silencio todo el camino
mientras en la radio sonaba un tema viejo que ya
habían escuchado muchas veces en Buenos Aires. No
se atrevían a interrumpir la música, más por miedo que
por cortesía. Llevaban tiempo sin verse y ocurre que
cuando los silencios se extienden demasiado ni los
amantes saben qué hacer con sus bocas más que
chocarlas torpemente evocando besos mejores.

Manuel miró por la ventanilla, preocupado.

-No hay luna-, dijo.

Augusto no respondió. A veces no respondía,


no porque no quisiera, sino porque no entendía. Su
español estaba oxidado, Manuel se dio cuenta de eso
en seguida pero le pareció simpático.
Esa noche no habría luna, ni tampoco la
siguiente o la otra.

Sin embargo, ellos ya habían visto otras lunas


antes. Una noche, cerca de las tres, Manuel sintió la
mano de Augusto acariciándole el pelo. Cafuné.

-Despertate-, le dijo.- Vamos a mirar el eclipse.

-¿Qué? ¿qué eclipse?

-Dale, vamos.

Manuel se levantó y se puso la campera.

Augusto vivía sobre Austria, frente a la


Biblioteca Nacional. Cruzaron la calle vacía y subieron
las escalinatas de cemento hasta la parte más alta del
playón, desde donde podía verse el cielo más o menos
limpio a pesar de los edificios y los árboles.

Ahí estaba la luna, colgando en el telón del


firmamento como una moneda vieja.

-Es hermosa-, dijo Augusto, respirando el aire


fresco de la noche de noviembre.

-Sí, es hermosa-, asintió Manuel.- Pero mirá…


se está moviendo. ¿Vamos a poder ver el eclipse?

Esa noche caminaron varias cuadras intentando


encontrar la luna ensombrecida, oculta entre los
plátanos altos y las tejas gastadas del Hospital
Rivadavia. Terminaron volviendo con los ojos vacíos.

Cruzando Las Heras, Manuel lo abrazó y le


sonrió como cada vez que Augusto estaba afligido.

-No te preocupes-, le dijo.- Ya habrá muchos


eclipses que podamos ver juntos.

Augusto tampoco respondió aquella vez. Sí,


había entendido, pero no estaba seguro. Y Manuel
sabía que Augusto no estaba seguro de muchas cosas,
pero igual lo abrazaba y le sonreía porque sabía que
aquel simple acto era mucho más poderoso que las
distancias y los aviones. La sonrisa de quien ama
siempre es poderosa.

-Necesitaba verte-, dijo Manuel cuando la


canción de la radio finalmente se detuvo.- Sentía esa
urgencia.

Augusto apartó los ojos del camino un segundo


y lo miró en silencio. Manuel ya había aprendido hacía
tiempo el lenguaje misterioso de los ojos de Augusto.
Demora

Se levantó a las ocho. Tenía todo el tiempo del


mundo para llegar puntual, pero aun así decidió
demorarse lo más posible. Se cepilló los dientes seis
veces, regó las plantas otras ocho. Todavía tenía
tiempo. Repasó los muebles, tendió la cama tres veces.
Tomó treinta y siete mates fríos. Caminó hasta el subte
contando las baldosas (dos veces, ida y vuelta).
Después contó los escalones hasta la puerta de entrada
y por último contó los cuadraditos en el sensor de la
tarjeta magnética. Sus pies se arrastraron hasta el
escritorio. Encendió la computadora y pensó, afligido,
que aún no era lo suficientemente tarde, que no
recordaba con exactitud cuántas baldosas había entre
el subte y su casa.
Bondi
Lo injusto de enamorarse es no saber lo que le
pasa al otro. Es difícil de explicar, pero se parece
mucho a esperar el bondi en una esquina donde no
sabés si hay parada. Y ahí estás vos, solo, muerto de
frío, con los brazos cruzados y los ojos fijos en la calle
que baja hasta el centro. Y ves el colectivo a quince
cuadras y te ponés contento, pero al mismo tiempo te
preocupa estar en la esquina equivocada. Y el colectivo
está a diez cuadras y tratás de encontrar algún indicio
de que estás esperando en el lugar correcto. Ocho
cuadras. A ver si no parará más allá. Cinco. Dos.
Levantás el brazo, estás jugado. Todo parece indicar
que estás parado en el lugar que corresponde, pero
todavía te incomoda esa amarga ficción en la que ves
pasar el colectivo, ignorándote, mientras todavía tenés
el brazo levantado y esa cara de imbécil.
La urgencia

¿Dónde estás? ¿No ves que me empiezan a


temblar las piernas si no sé nada? ¿No ves que agarro
el cuaderno y escribo para calmarme? No puedo fumar
un cigarrillo más. Tengo los dedos manchados de
tabaco. ¿Dónde estás?

Ahí empieza el ruido. Primero se oye despacito,


como de lejos. Es el ruido de una radio mal
sintonizada en la habitación de al lado en un hostal
mugriento. Las voces se escuchan cada vez con más
claridad hasta que el aparato sintoniza restos de una
conversación vieja. No puedo dejar de mover las
piernas. Me levanto y recorro el dormitorio, como si
estuviera esperándote.

Ahí nomás me acuerdo que no sé dónde estás y


siento las piedras aplastándome el pecho y me duele la
panza y no puedo dejar de mover las piernas. ¿Dónde
estás? No puedo tomar una copa más de vino. Veo
borroso. Me acosté de mi lado de la cama. ¿Dónde
estás?

Ojalá pudiera preguntarte dónde estás.


Espasmo

Ahí van los zombies del amor, arrastrando los


pies, mirando la pantalla del celular con los ojos
clavados en una foto, en un avatar, en una última
conexión. No los culpen. Les rescato el optimismo, les
recato esas ganas de enamorarse. Les rescato esa
seguridad visceral con la que dieron el primer beso,
con la que dijeron te amo, con la que supieron que no
soportarían que no fuera para siempre, pero igual se
animaron.

Lo que ocurre es que la ciudad se hizo


demasiado grande como para encontrar el amor a la
vuelta de la esquina, en el café de Malabia o en un
departamentito sobre Humahuaca. Los zombies se
maquillaron y posaron para la foto que luego usarían
en alguno de esos sitios llenos de torsos y rostros,
donde uno puede elegir amantes como quien escoge
yogurt en la góndola del supermercado sin prestarle
atención a la fecha de vencimiento.

El zombie quería un espasmo de amor y aceptó


las reglas del juego. Quería sentirse vivo. Salió a cenar,
se rio en la plaza, agarró una mano en el cine, tuvo
vergüenza de sacarse el calzoncillo por primera vez,
desayunó en cama ajena, se lavó los dientes con el
dedo, se tomó un bondi con la ropa de anoche, se
tomó un vino un martes en un bar y faltó al trabajo y
se tomó el tiempo para detener todo el ruido de la
ciudad y amar un rato. Un ratito, por lo menos.
Porque el zombie no fue siempre zombie. El zombie
se vuelve zombie cuando lo muerde la tragedia: una
desaparición, una mudanza repentina, un regreso, una
trompada, un mensaje sin respuesta, un ex novio que
regresa, un descubrir que no quiere tener hijos, un
descubrir que odia los animales. Cómo vas a odiar los
animales.

Y ahí está el zombie, arrastrando los pies,


mirando la pantalla del celular con los ojos clavados en
una foto, en un avatar, en su última publicación, en su
última conexión.

Aun así le banco las ganas de enamorarse. Le


banco las ganas de enamorarse a cualquiera.
Enamorarse es como el primer rayo del sol que te pega
en la cara cuando salís del subte una mañana de
invierno. Al fin y al cabo, uno no es culpable de lo
que ama, sino de lo que perdona.
Subte

Me gusta el subte porque es como el


cumpleaños de quince de una prima lejana al que
todos se ven obligados a ir aunque nadie tenga ganas.
En él converge la mezcla más exótica de seres, una
suerte de feria llena de colores y ruidos y voces
estridentes y alguna que otra imagen triste.

Los pibes se metieron al vagón a los gritos. Eran


tres y ninguno tenía más de ocho años. Eran flaquitos
y chabacanos, maleducados sin maldad, medio pillos
pero compañeros.

Uno solo tenía zapatillas, el más chiquito. Y


cuando digo chiquito no hablo de la cantidad de años,
sino de la cantidad de costillas que le conté sobre la
piel desnuda.

El más chiquito tenía las zapatillas y también las


tarjetitas. Las fue repartiendo mientras hablaba a los
gritos y otro le respondía, también a los gritos, y el
tercero le gritaba a la gente que por favor les tiraran
una moneda, que Dios los bendiga.

Una señora se tapó los oídos.

Recién cuando pasaron en retirada escuché


hablar al nene que tenía sentado enfrente. Él también
habrá tenido unos ocho años.
-¡Mamá! ¿Por qué gritan los nenes?-, preguntó
exaltado, sin sacarles los ojos de encima. Eran ojos de
asombro. ¡Qué libres son los nenes que pueden jugar
en el subte!, habrá pensado.

-Porque son negros-, dijo la madre, y sentí como


si un árbol se hubiera desplomado sobre mi pecho.

Pensé que había escuchado mal y presté


atención. No sé por qué tuve miedo.

-Porque son negros. Y cuando crezcan, van a ser


ladrones. Vos tenés que tener mucho cuidado con esos
chicos, ¿sabés?

La cara del nene cambió como cambia la luz de


la tarde cuando es verano y son las ocho menos diez y
hay sol, y de repente son las ocho y todo se ha puesto
oscuro. Sus ojos se apagaron y los ratoncitos de
curiosidad que espiaban desde las pupilas se atacaron
entre ellos. Sus cejas se torcieron hacia adelante y sus
labios se convirtieron en una línea recta y severa. Creo
que hasta se le cayó un poco de magia de los bolsillos.

-¿Sabés?

-Sí, mamá.

No entiendo muy bien lo que me ocurrió a mí.


Se me aceleró el corazón y mi garganta se puso rígida.
Quería salir del tren aunque estuviera en movimiento.
Quería ser yo el que gritara ahora, pero me pareció
más virtuoso el silencio de quien sabe que nunca se
humilla a alguien delante de sus hijos.

Tuviste la oportunidad de sembrar una semilla


de amor, pero preferiste perpetuar el odio. Elegiste
enseñar a tener miedo.

Podría haberte perdonado la falsa misericordia


de quien observa y murmura “pobrecitos”, pero
masticaste tanta bronca que ya ni siquiera sabés hacer
eso.

Ay, nene, ojalá que alguien te explique que ese


día tu madre estaba enfurecida y que los chicos de la
calle no se juntan para jugar, sino porque tienen
miedo. Los chicos de la calle no gritan porque son
negros, gritan porque son invisibles.
9 de octubre

Parecían flotar sobre la mañana tibia mientras el


auto se deslizaba en dirección al oeste. Encontraron la
cabaña alquilada sólo después de consultar el mapa
varias veces y pedir indicaciones otras tantas. Ahí
estaba la casita de ladrillos, adentrándose en espiral
rumbo al corazón del monte. Había sido decorada con
el buen gusto de la modestia. Manuel pensó que en su
casa de Buenos Aires había demasiados muebles.

-Es hermosa-, dijo Augusto, dejando el bolso


sobre la cama.

-En mi casa hay demasiados muebles-,


respondió Manuel.- Hay más muebles que momentos
con vos, creo.

-Los momentos necesarios.

-Los momentos necesarios nunca son


suficientes.

Augusto se sentó en la cama.

-Es incómoda-, sentenció.- Extraño tu cama de


Buenos Aires.

- Y yo te extraño allá.
Augusto bajó la vista y suspiró en un gesto que
intentaba disimular una pena. El silencio se extendió
hasta volverse pesado como el calor del monte.

-Cuando te vi llegar allá, en el aeropuerto… No


sé cómo explicarte lo que me pasó. Fue raro y fue
lindo. No sé qué estoy haciendo. Sabía todo lo que me
iba a costar decirte que te amo, porque te amo, pero
ahora es distinto.

-¿Vos pensás que yo quiero ser tu novio?-,


interrumpió Manuel.

Augusto levantó los ojos brillantes y tristes.

-Sí-, respondió.

Manuel lo rodeó con el brazo.

-¿En serio pensás que yo quiero ser tu novio? ¿Y


atarte? ¿Y ponerme entre vos y tus proyectos?
¿Permitir que dejes de crear? Si me encanta verte crear.
Y creer. No me atrevo a demorarte. Crecé, como
crecen las plantas. Yo no podría arrancarte de la tierra
y llevarte conmigo porque tarde o temprano morirías.
Y yo quiero que crezcas, que eches raíces fuertes y
florezcas con la belleza que yo ya vi antes. Y si me das
permiso, puedo venir cada tanto a ver cuánto has
crecido. Te puedo regalar anécdotas sencillas, te puedo
hacer reír un rato. Este amor no desapareció, sólo ha
mutado en algo mucho más fuerte, más hermoso, más
sano. Algo que ya no necesita etiquetas para saberse
real. Hay demasiadas vidas por delante como para
detenernos a llorar por lo que esta no ha podido
darnos. Yo supe que lo nuestro iba a ser triste y
hermoso desde el primer segundo, supe que esa
sonrisa me iba a salvar. Si me preguntaras qué somos,
te diría que somos la suma de las voluntades que nos
habitan en este momento. A eso no podemos ponerle
nombre, lo convertiríamos en algo demasiado simple.
De este amor no me duele nada, ni siquiera la
memoria de otras noches en que la ficción nos hizo
creer en la eternidad del instante. Ahora soy
importante, tan importante como para atestiguar esta
pena honesta, esta consecuencia de haber escuchado
tu verdad, de intentar entre los dos eternizar el sentir
que muta. Por fin entendimos que en realidad lo que
importa es el amor, no la forma que adopta para que
podamos experimentarlo.

El abrazo de Augusto lo atrapó justo cuando el


corazón iba a salírsele por la boca. Hasta los bichos del
monte hicieron silencio para escucharlos llorar.
Condición humana

-Te juro que no te voy mentir nunca, pero te


advierto que eso va a lastimarte-, dijo Atilio, apoyando
el mate sobre la mesita.

Carmen lo agarró y volvió a cebarlo.

-La verdad libera y la libertad no lastima-,


respondió.

Unos años después se encontraron en la plaza


de siempre.

-Te avisé que la verdad te iba a doler.

-No me duele tu verdad-, respondió Carmen.-


Lo que duele es esta inmunda condición humana que
me hace preferir que me hubieras mentido.
Tren

-Se informa a los señores pasajeros que la Línea


B se encuentra interrumpida debido a un
arrollamiento. Una persona se tiró a las vías, señores.
Se suicidó.

-¡La puta madre!-, gritó el pibe.- ¿No se podía


matar en otro horario?

Lo miré y sólo pude hacer silencio.

Desalojé el vagón mezclado entre los otros y


arrastré los pies hasta la salida con el alma pesada
como este cielo de tormenta. Las palabras del tipo
retumbaban en mi cerebro, algo se me había roto
adentro.

Me asusté. Me asustó esa indiferencia y ese


apuro egoísta que pretende justificar la crueldad.

Abandoné Estación Pasteur y anduve muchas


cuadras con la lluvia helada sobre el lomo y un nudo
en la garganta. Me ardían los ojos, pero nadie se dio
cuenta. Nunca nadie se da cuenta.

Esta tarde a mí también me atropelló un tren.


Ruido

Cuando tenés ataques de ansiedad, amar puede


ser una trampa. El corazón se acelera como esa vez
que me subí a la vuelta al mundo en un parque de
diversiones, con el cielo limpio sobre la cabeza y el
concreto que se acerca y se aleja con la velocidad de
las alas de un pájaro que escapa. Tus piernas se
mueven todo el tiempo (aunque estés sentado) y tu
panza no se llena de mariposas, sino de ratas que
corren como locas en rueditas de metal oxidado que
hacen mucho ruido. Querés decir todo al mismo
tiempo porque los segundos de silencio angustian y
sentís como si las orejas te ardieran de la nada. Te
tiemblan las manos cuando armás un cigarrillo y te
tiemblan los ojos cuando mirás una foto y te tiembla la
voz cuando decís un nombre y tu cabeza se llena de
luz y de ruido, como si tu cerebro fuera una playa de
una ciudad balnearia donde todas las noches se festeja
el Año Nuevo.
Los perros

A veces pienso que somos como los perros.


Crecí en un barrio donde había muchos perros.
Todo el mundo tenía uno. Nosotros teníamos como
seis.
Cuando iba a tomar el colectivo, uno de mis
perros siempre me acompañaba y por el camino se
cruzaba con todos los otros. La mayoría nos ladraba
porque no conocían a mi perro.
Pero, cada tanto, aparecía uno que nos movía la
cola y se quedaba jugando con nosotros. No nos
conocía, pero se acercaba sin miedo y a veces hasta le
ladraba a los otros perros, como invitándolos a jugar,
como avisándoles que no había peligro.
Hay que ser ese perro.
Nina

Volvía caminando y pasé junto a una piba y su


pibito, que revolvían la basura y clasificaban con
paciencia los reciclables. Me vuelvo cuando escucho
que alguien la llama:
-¡Nina!-, dijo el cincuentón de pelo blanco,
acomodándose la bufanda. -¡Nina! ¿Sos vos?
Nina apartó la vista del trabajo y cuando miró al
hombre se le llenaron los ojos de lágrimas.
-¡Doctor!-, dijo Nina. Salió corriendo y lo abrazó
fuerte, como abrazo yo a mi papá cuando no nos
vemos hace mucho.
-Nina, ¿pero qué te pasó?
(A esa altura yo simulaba esperar en la puerta de
un edificio.)
A Nina lo que le pasó es que el papá del pibe la
echó, la dejó en la calle, sin un peso, sin un pañal, sin
una lata de leche. Había una Nina nueva, una que
seguro no tenía hijos ni el cuerpo que tienen las
mujeres que han parido.
-Pero, no entiendo... ¿por qué no me buscaste?
¿por qué no me avisaste?
Nina trabajaba en la casa del doctor, pero un día
apareció este muchacho con más promesas que buenas
intenciones. La casilla donde se fueron a vivir era
inmensa, tan grande como para entraran todos los
sueños de Nina.
Después llegó el nene. El doctor que no lo
conocía lo abrazaba como si fuera uno de sus nietos,
mientras la madre hablaba de años que no habían sido
buenos. No dejaba de llorar y el pibito le preguntaba
mami qué te pasa un poco asustado.
-¿Por qué no me buscaste, Nina?
-Porque me daba vergüenza-, confesó ella,
mirando el piso y secándose los mocos con la campera
vieja.
-Juntá tus cosas y acompañame, tengo el auto
acá a la vuelta-, dijo el doctor, sonriendo.- Quedate
tranquila, ya te vamos a encontrar algo.
Sonreí y me alejé calle arriba, contento porque
Nina y su pibito esa noche se habían reencontrado con
el ángel de la guarda. Contento porque, después de un
día desesperanzador, en un rinconcito oscuro de Villa
Crespo recordé que la magia sí existe.
Usted

-Berta, venga.

Berta salió de la pieza secándose las manos con


el repasador. Nicasio estaba sentado en la galería,
mirando la siesta.

-¿Qué pasa?

-¿Por qué se casó conmigo, Berta?

Berta quedó tan desconcertada con la pregunta


que al principio pensó que había escuchado mal.

-No entiendo-, respondió.

-Eso, Berta. ¿Por qué se casó conmigo?

-¿Qué le pasa? ¿Está borracho?

-¿Por qué se casó conmigo, Berta? Si usted era


guapa y yo no tenía un peso. Y para colmo, le prometí
que iba a tenerlo algún día y acá nos tiene. Mire la
pieza, Berta, se está cayendo a pedazos y yo no tengo
ni fuerzas para hacerle un revoque. Mire el campo ahí
enfrente, Berta. No es Buenos Aires. ¿Se acuerda
cuando le dije que la iba a llevar a Buenos Aires? ¿Por
qué me creyó, Berta? ¿Por qué no se fue cuando se dio
cuenta que nunca íbamos a ir a Buenos Aires? ¿Por
qué no se fue cuando se dio cuenta de que todos los
hijos que le hacía se le morían, Berta? ¿Por qué aceptó
esta miseria, este rancho en el medio del monte, el
barro, el calor y los mosquitos?

Berta le acarició la cabeza plateada y lo envolvió


en una sonrisa misericordiosa.

-Porque tenía la esperanza de que todo


mejorara-, respondió.- Y cuando eso ocurriera, yo iba
a estar acá con usted Nicasio, para compartirlo.
Binario

Las camas están hechas para dos, incluso las más


pequeñas. Tres en una cama no se hace, no se dice, no
se usa. Elija a uno y que el otro duerma en el piso, en
el patio, en otra casa. En otro corazón. Porque al
corazón se lo pueden romper en mil pedazos, porque
eso es sano. Está de moda. Pero elegir dividir el
corazón no se hace, no se dice, no se usa. Dividir es
más barato que romper, pero romper es lo que se
estila. Las camas están hechas para dos. Uno es muy
poco pero tres son demasiados.

El código es binario. El código es estricto.

Quiere tener un hijo pero todavía no tiene con


quién. Tenerlo sola es muy poco, tenerlo de a tres es
demasiado. Quiere formar una familia, pero todavía no
tiene con quién. Usted solo no es nada, pero tres son
demasiados. Tres son multitud, porque vienen
acompañados de las armas de miles de soldados de la
moral. Armas como los cuchillos, que hacen más daño
que ruido.

El amor es de a dos hasta que aparece alguna


puta que no sabe contar, leí una vez. Y usted no puede
enamorarse también de la puta. No vale amar a la puta.

El amor es de a dos porque digo yo, porque lo


dice mi madre, porque lo dijo mi abuela y a mi abuela
se lo dijo su madre que era una santa y jamás se atrevió
a mirar a otro hombre o mujer.

Porque el matrimonio es de a dos, no de a tres


ni de a cinco. Así manda el Dios que me crio. Ámense
los unos a los otros, pero de a dos, porque los
números impares incomodan (salvo que hablemos de
pecados capitales.) Dígale Dios o como quiera, lo
importante es que mande y que usted le crea y que no
se anime. Animarse es otra forma de pecado.

Los amores únicos también son como cuchillos


que hacen más daño que ruido.

Elija a uno solo y ámelo para siempre. Y mejor


que elija bien, porque vas a ponerle sobre los hombros
la carga de serlo todo. Cantante y matemático, pintor y
administrador, esposo y hermano, esposa y amiga, que
cocine como una madre y coja como una puta y se
vista como una princesa y lo defienda como una
guerrera. Todo ella sola. ¿Todo ella sola?

A mí me gusta cómo besa Sergio y cómo me


abraza Rosario y cómo me sonríe Julián, pero tengo
que elegir, porque las camas están hechas para dos. Las
camas y las leyes del imaginario colectivo. Adán y Eva.
Eva y Perón. Romeo y Julieta. Pinky y Cerebro. El que
cocina y el que lava. Batman y Robin, hasta que se
metió la puta de Batichica.
Amor de a tres no es amor, es lujuria. Qué me
importa lo que usted sienta. No es amor porque yo
digo. Qué me importa que se necesiten. Qué me
importa que sean tres personas diferentes y que cada
uno sea tan especial para los otros. Elija, todo no se
puede. Porque yo digo. Yo mando. Mando sobre su
cama y sobre su corazón y sobre cómo entiende el
amor.

Yo mando.

El problema con los que mandan es que sólo


saben contar hasta dos.

¿A quién ama más, a su mamá o a su papá?


Tiene que elegir, no vale decir que a los dos por igual.
El amor es de a dos, ¿escuchó? Tampoco vale decir
que son dos personas distintas y que cada uno es
hermoso a su manera. Y ni se le ocurra hablar de lo
que cada uno puede darle individualmente. No puede
tener a los dos. Quiero que elija a uno. ¿A quién quiere
más, a su mamá o a su papá?

Escoja uno: un dios, un amigo, un solo


hermano. No puede amar a todos. No puede amar, ni
siquiera, a dos.
10 de octubre

Manuel se despertó temprano, preparó mate y se


sentó en la galería. Eran casi las nueve y el monte
estaba tranquilo. Los árboles brillaban tanto que creyó
ver un tipá de hojas plateadas y un naranjo en flúo.

La tarde que se habían conocido los árboles


también brillaron un poco.

Con el primer beso vino el permiso de amarse


rápido y Manuel no tuvo miedo. Augusto se reía cada
día más y de a poco se fueron olvidando del motivo
por el cual estaban tan solos cuando se encontraron.
Se creyeron el cuento de la media naranja porque en el
fondo no se permitían aceptar que ya habían nacido
completos y que aquello no era más que el
comportamiento caprichoso de los amantes apurados,
la necesidad egoísta de curar la propia alma
contemplando la belleza del otro. Cien días hermosos
metamorfoseados en memoria, capítulo de libro de
autor desconocido.

Aun así, había sido real y Manuel se había


aferrado a eso como se aferra al muro la hiedra que
trepa para contemplar el jardín vecino y cuando
finalmente llega a la cima descubre un páramo
desierto. En el fondo, ese amor mutado le dolía un
poco.
Salieron para el pueblo después de las once.
Pirinópolis lucía hermosa ese mediodía, con sus calles
adoquinadas y las aberturas de las casas pintadas de
colores, enmarcando las siluetas morenas de las
vecinas que suspiraban en los alféizares. Atravesaron
una feria y comieron en un restaurant cerca de las
cascadas. Augusto apenas hizo comentarios durante el
resto de la tarde.

Bebieron cerveza todo el camino de regreso a la


cabaña y para cuando llegaron habían decidido que
sería buena idea hacer un picnic bajo las estrellas.

El horizonte púrpura proyectaba la silueta de los


árboles bajos y las curuyas que volaban sobre el campo
a oscuras.

-No hay luna-, comentó Manuel.

Augusto sirvió dos copas de vino y brindaron


por la inmensidad que colgaba sobre ellos. Las estrellas
brillaban tanto que la luna ausente ya no importaba y
pudieron verse sonriendo en la penumbra, rodeados
de monte. Evocaron días comunes y el sabor de
alguna cena y siguieron bebiendo y hablaron de un
atardecer sin luz en Mar Del Plata y de una playa
ancha en Río de Janeiro.

-Tengo algo para vos-, dijo Manuel, poniéndose


de pie. Fue hasta el baúl y sacó un paquete enorme de
su bolso.
-No, ¿qué compraste?-, protestó Augusto,
mientras rompía el papel de regalo.

Sacó el telescopio y lo dejó sobre el pasto y


también sobre el pasto dejó las palabras que se le
amontonaron en la boca. Ay, Manuel, decía
conmovido. Ay, Manuel, por qué me amás tanto,
habrá pensado.

-Pensé que iba a haber luna y que podíamos


verla de cerca, me salió mal…

-¿Quién sos, Manuel?-, dijo Augusto.

-¿Qué?

-¿Quién sos? ¿De dónde saliste, Manuel? ¿Qué


hacemos acá sentados, bajo todo esta enormidad
luminosa, tomando este vino, amándonos así aunque
sepamos que no se puede, que vamos a volver a estar
lejos? ¿Quién sos? ¿Dónde nos vimos antes, que estar
acá se siente tan cotidiano?

-Me gustaría que las cosas fueran diferentes,


Augusto.

-Me gusta que las cosas sean así, Manuel. Así es


mejor.

Manuel sabía que sí, pero no se animaba a esa


resignación inmunda del soldado que vuelve de la
guerra herido y prisionero, con la cabeza gacha y los
ojos fijos en sus propias manos, atadas y llenas de
sangre.

-Nosotros nos conocemos de antes-, murmuró.

-¿De antes?-, preguntó Augusto.- ¿Antes


cuándo?

-Una vez leí que somos polvo de estrellas, el


Universo expresándose a sí mismo bajo la forma de un
ser humano por un instante diminuto. Alguna vez
fuimos una estrella brillante, de las que usan los
viajeros en el desierto para encontrar su norte; la clase
de estrella a la que una madre le reza pidiéndole que su
hijo vuelva pronto de la guerra o a la que un anciano
nombró como a su difunta esposa porque la extrañaba
demasiado. Una de esas estrellas que hace a los
hombres levantar la vista y sonreírle al cielo. Creo que
vos y yo fuimos, alguna vez, parte de la misma estrella.
De ese antes nos conocemos.

Augusto sonrió y acaso tembló un poco, no lo


dijo.

-¿Me enseñás a usar el telescopio?-, preguntó


luego, y Manuel – otra vez –se secó las lágrimas,
respiró profundo y lo amó.

Lo amó como siempre, pero esta vez consciente


del instante efímero.
El vino y la virgencita

Quién te va a querer así, puta y trompeada, me


dijo. Me dolían los brazos y las piernas, los ojos y las
costillas. Me abrazó y me pidió que hiciera silencio y el
olor a vino barato me entró por la nariz y se mezcló
con el olor a óxido de la sangre seca.

Me dolían los dedos y las rodillas, pero lo que


más me dolía era él. Él me dolía tanto que cuando vi
mi reflejo en el espejo sucio del dormitorio comencé a
llorar de nuevo.

Quién te va a querer así, puta y moqueando, me


dijo.

La virgencita apoyada en la cómoda me miraba.


Ella también estaba llorando. Qué estás haciendo,
Corina, me dijo la virgencita.

Cerré los ojos y tenía puesto el vestidito rosado


y las alitas de hada y no estaba volando, pero casi,
porque iba a caballo sobre los hombros de papá, que
corría por la plaza y gritaba ¡vamos, hada Corina,
mové las alas, tenés que aprender a volar sola! Y miro
para abajo y ahí está esa barba colorada y esa risa que
es enorme y esa voz grave que me decía que nunca me
iba a pasar nada malo.
Qué estás haciendo, Corina, me dije, y Carlos
me agarró del cuello y me pidió que no llore más, que
nadie me iba a querer así, puta y arrugada.

Fui hasta el ropero y lo escuché reírse cuando


vio que me ponía el vestido, que me quedaba como
una remera cortita, y las alas de hada. Ya tenía quién
me quiera así, puta, trompeada, moqueando y libre.
Libre para siempre.

Carlos quiso alcanzarme, pero el vino no lo dejó.


El vino o la virgencita, no sé. Escuché a los mocosos
en el tren riéndose de mis alas, pero no me importó
nada. Mis alas eran hermosas y yo también, a pesar de
los veinte años que había esperado para aprender a
volar.
El hornero

El hornero apareció acurrucado entre mis ramas


secas la mañana después de la tormenta. Yo estaba
más cerca de ser leña que monte, pero la imagen del
animal herido me conmovió tanto que elegí no morir.

Dijo que venía de lejos, escapando de las flechas


de un hombre que le habían rozado las alas. Estiré mis
ramas tanto como pude y le fui llevando agua de lluvia
y frutos frescos que robé de otros árboles. El pájaro
comía en silencio. Por las noches, torcía mi tronco
para que pudiera anidar protegido del viento frío.

Yo quería salvarlo.

Madre Tierra, susurré, dame fuerzas. Dame


alimento y dame agua, que hay un hornero herido
entre mis ramas y me urge oírlo cantar.

Cuando pudo moverse me pidió prestados unos


gajos y se pasó la siesta dándole forma a su nido. Yo lo
observaba maravillado. Me enamoré de las manchas
café entre sus plumas y alrededor de sus ojos. Me fui
quedando dormido y esa noche soñé con el campo
ancho y caliente que lo había visto nacer.

La melodía me despertó y el sol apenas


iluminaba el monte. Abrí los ojos y estiré las ramas y
¡cuánta felicidad! el pájaro estaba de pie y le cantaba al
cielo.
Buenos días, dijo el hornero.
Buenos días, respondí.
Saltó y batió las alas, intentando volar. Lo atrapé
una y otra vez mientras le pedía que hiciera fuerza. Yo
quería verlo apoyar las patas sobre las ramas invisibles
del viento.
Poco tiempo después se animó a bajar. Juntó
barro con el pico y el nido se volvió hermoso,
redondo como una fruta o más bien como el mismo
sol, porque también era luminoso y tibio, tan tibio que
reverdecí y ya no estaba muerto, ya no quería ser leña.
Quería ser árbol de tronco grueso, quería ser casa.

Buenos días, dijo el hornero.


Buenos días, respondí.
Me temo que hoy he de partir, silbó. Mis alas
están curadas y el verano se está acercando. Hay
muchas cosas que quiero ver y ahora puedo hacerlo
porque he sanado. Me salvaste la vida, árbol. Volveré a
mi tierra y le contaré a los míos sobre vos. Les hablaré
de tus ramas fuertes que me cobijaron y de las frutas y
el agua que me regalaste. Te recordaré hasta el último
día y me aseguraré de que los que me aman, te amen
también a vos.
Batió las alas y levanté los ojos para verlo
alcanzar el cielo. Era tan hermoso que no quería que
se fuera. No quería perder la excusa que había
encontrado para no ser leña, la razón piadosa que me
había hecho sobrevivir. Yo deseaba esa libertad suya
que ahora me lastimaba tanto y no dije nada. Los
árboles tristes sólo sabemos hacer silencio.
El hornero se fue para siempre. El nido entre
mis ramas permaneció deshabitado, testigo de tierra
del pájaro que alguna vez quise y ahora era memoria.
Madre Tierra, susurré, dame fuerzas. Dame
alimento y dame agua, que hay un hornero libre en
algún lugar del monte y me urge oírlo cantar otra vez.
Fuego

Fuimos con los chicos a pasar unos días a la casa


de fin de semana de Valentino. Llegamos a Escobar en
el 194 y nos bajamos en el centro. Ahí estaba él, que
me vio pasar fumando y se apuró a detenerme.
-¿Me convidás fuego?-, me preguntó.
Mientras lo miraba sacarse el cigarrillo armado
de la oreja me acordé que tenía un encendedor de más
en la mochila. Lo saqué y se lo di, sonriendo.
-Te lo regalo.
Noté cómo aquel gesto sencillo lo había
conmovido.
-Gracias… gracias. Muchas gracias. Sos muy
amable-, dijo, y la voz le temblaba.
Le respondí que de nada y murmuré un chau,
pero antes de poder voltearme volví a escucharlo.
-Esperá… ¿por las dudas sabés cómo llegar a la
ruta 26 desde acá?
Tenía los rulos alborotados y quizá alguna
angustia encarcelada en la garganta. Me miró como te
mira un nene que se ha perdido en la playa cuando ya
se está haciendo de noche y hay mosquitos. Tenía los
ojos pardos y húmedos, ojos que yo sabía que estaban
pidiendo un abrazo aunque la boca no dijera nada.
Temo que quien se conmueve con un pequeño gesto
de amabilidad haya otrora soportado demasiado odio,
contemplado demasiadas cosas tristes. La mochila
armada a las apuradas que le colgaba del hombro
habrá atestiguado el momento en que pudo más el
hartazgo y la necesidad de encontrar la ruta.
-No tengo idea para dónde es-, le dije.- Pero
ojalá que el fuego del encendedor te ayude a encontrar
el camino.
Él se quedó en silencio y yo me fui rápido.
Perdoname. Yo sé que necesitabas un abrazo, me di
cuenta, pero no me animé.
No abrazamos a desconocidos. Nos educan para
la distancia cautelosa, la mirada fría, el ignorar sin
remordimiento. No importa cuánto brillen tus ojos o
tiemble tu voz.
Ojalá hayas encontrado el camino a la Ruta 26.
Ojalá que te hayas encontrado con alguien
menos cobarde que te haya dado ese abrazo que me
pediste sin decir nada.
El rosario

Nada lo había perturbado tanto como el día que


su abuela le regaló el rosario. Se lo puso alrededor del
cuello con la solemnidad del verdugo que viste con la
horca la garganta del pecador.
La abuela dijo que ahora Dios podría ver todo lo
que él hacía. Todo.
Mateo bajó la vista y ahí estaba Jesús
crucificado. La figurilla diminuta había sido tallada con
tanta precisión que hasta pudo distinguir la luz que se
le escapaba de los ojos tristes. Se preguntó si así lucían
todos los hombres a los que Dios observa.
Ese día trató de portarse lo mejor posible, más
por miedo que por convicción. La idea de tener al ser
más poderoso de todo el universo (más poderoso que
cualquiera de los Thundercats) mirándolo todo el
tiempo lo asfixiaba.
Tenía mucho en qué pensar pero no se animaba.
La abuela no le había dicho si Dios también podía leer
sus pensamientos. Tenía vergüenza hasta de hacer pis.
Rezó antes de comer y le pidió a Dios que si
podía leerle la mente, que le diera una señal. Aunque
fuera una chiquita, porque tenía muchas cosas en la
cabeza y poco tiempo para resolverlas.
No hubo señales.
Mateo se metió a la cama porque su madre había
dicho que era tarde, pero no se durmió ni un ratito,
como la noche que se había quedado levantado
esperando a los Reyes.
Pensó mucho y lloró porque se acordó de
muchas cosas que en realidad eran lindas pero que no
podría hacer más porque Dios lo estaba mirando.
El sol lo encontró con el guardapolvo puesto
para ir a la escuela. Se preparó la chocolatada y se hizo
dos panes con manteca.
La mañana estaba fresquita. Pedaleó a toda
velocidad, entrecerrando los ojos, porque le gustaba
imaginarse que estaba yendo a la escuela montado en
el lomo de Falkor.
¡Hola, Mateo! le gritó Nicolás cuando lo vio
llegar y vino corriendo rápido para mostrarle los
dibujos que había hecho para el comic que habían
inventado sobre un niño con superpoderes llamado
Matt Thompson que combatía contra los monstruos
que habitan en las casas embrujadas.
-Pará-, dijo Mateo, y se agarró fuerte el rosario.-
No nos podemos juntar más.
La cara de Nicolás se oscureció de repente.
-¿Por qué? ¿Qué te pasa?
-Porque tengo esto que me dio mi abuela y
ahora Dios me puede ver siempre.
Nicolás examinó el rosario, artefacto misterioso
que podía controlar la mente de su amigo. Estaba
embrujado, probablemente.
-¿Te lo podés sacar un ratito?-, le pidió.
-No sé-, dijo Mateo.- Me parece que no.
-¡Dale!-, insistió su amigo.- Así nos podemos
despedir.
Dudó un instante hasta que finalmente lo hizo y
entonces Nicolás se abalanzó sobre él, lo abrazó muy
fuerte y le dio un beso en el cachete.
-Te voy a extrañar mucho-, le susurró.
Sonó la campana y Nicolás salió corriendo.
La historieta quedó tirada ahí, en el patio
húmedo de la escuela, justo en la parte en que Matt
Thompson conoce a su nuevo superamigo, Nick
Powers, que viene a ayudarlo a luchar contra un
monstruo demasiado grande para él solo.
Hoy no

Hoy no. Hoy no me empuje en las escaleras ni


me diga hijo de puta al oído en el subte. No se enoje si
ocupo mucho espacio, mi mochila está llena de
cuadernos. Hoy no me insulte, no trate de asaltarme.
No me pegue, no se ría de cómo camino, no me
estruje contra el vidrio del colectivo lleno. Hoy no me
grite al oído que tiene calor ni aproveche mi silencio
para entablar conversación. No me sonría ni me pida
por favor, no me diga gracias ni buenas noches. Hoy
no lo escucho, no puedo. Mi mochila está llena de
cuadernos y los cuadernos están llenos de razones por
las que hoy no podré defenderme.
Entre los párpados y las pupilas

Lo que se extraña es siempre pretérito. Se


extraña una película en blanco y negro donde los
fotogramas son todos maravillosos. Se extraña la
evocación que viene después de esa foto hallada por
casualidad en el cajón de la cocina. Un antes verde,
cada vez más lejano y diminuto. Cada vez más seco. Se
extraña lo que ya no es. Extrañar es, probablemente,
convertir al otro en un extraño.

Quise que fueras la memoria que salva, el


pasado tibio, la sonrisa espontánea al encontrar esa
imagen de nosotros sonriendo con la playa de telón.
Serendipia misteriosa.

Mutaste en holograma doloroso. Deviniste en


héroe con capa, tu superpoder es hacerme invisible.

Necesitamos que duela porque inventamos


formas demasiado retorcidas de demostrar que
estamos vivos. Una sonrisa, por ejemplo, vale más
cuando llega después del llanto. Si la felicidad fuera un
estado constante, mataríamos sólo para recordar
cuánto nos entusiasma el sufrimiento.

Por favor, desaparecé. Tu ausencia me hará


menos sabio, pero tu presencia me agota.
El pecho arde como arde el insecto que se
arrimó al fuego para saberse vivo un instante antes de
morir. El libro debe volver a la repisa, demasiado
polvo ha juntado sobre la mesa de luz.

No quiero cerrarle los ojos a lo maravilloso sólo


para permitirme reencontrar tu imagen velada en el
espacio que sobra entre los párpados y las pupilas.
La semilla

Lucas soltó la pala y se puso las manos en la


cintura. Levantó la cabeza y miró el cielo inmenso. El
sol hirviendo le apretaba el cráneo y se sintió una
hormiga bajo la lupa de un mocoso que se escapó al
patio mientras sus padres dormían la siesta.

Ahí nomás estaba la casilla de chapa. Caminó


hasta allá, secándose la transpiración con las mangas
de la camisa, apretando los dientes.

No aguantaba más.

Iba a decirle al patrón que estaba podrido, que


había estudiado dieciséis años. Que le habían dicho
que estudiara porque así no iba a ser pobre como su
padre. Iba a decirle al patrón que le diera un lápiz, no
una pala. Que se había cansado de la pala. Que se
había cansado de respirar viento caliente.

Un segundo antes de que su puño cayera sobre


la puerta se detuvo. Se acordó del olor de la lana tibia
cuando el sol del invierno cae sobre ella, atravesando
la ventana sucia del departamento de un mujer de ojos
oliva que extraña a sus nietos y teje para esperarlos.

No golpeó.
Se sacó el casco de la cabeza y abandonó el lugar
en silencio. No se tomó el colectivo, caminó. Caminó
debajo de una siesta amarilla y caliente hasta que llegó
a la casa.

Entró en silencio. Eran las tres y adentro estaba


fresco.

En la cocina, sobre un plato viejo, había una


milanesa de pollo y una pila de ensalada. Antes de
comer se metió a la pieza donde ellas dormían con el
ventilador de pie encendido.

-¿Cómo le fue, mijo?-, murmuró la madre, que


lo había escuchado llegar un rato antes y se quedó
tranquila.

Lucas no respondió. Se acostó entre ella y su


hermana, que tenía el vientre inflado como un globo
porque adentró dormía un gurisito que iba a nacer.

Acarició al sobrino despacito y sonrió.

-Vos tenés que estudiar, sobrino- susurró.- Vos


no vas a ser pobre como tu tío.
La muerte de la Reina

Ahí está. Escuchá cómo suena el hielo cuando el


vodka le cae encima. Me llevo el vaso a la boca y ¡ay!
arde. Arde como una llaga en la garganta, porque el
vodka es baratísimo. Arde cuando llega al estómago y
arde cuando me saco el vaso de la boca y se me
humedecen los labios. Me limpio con la manga del
buzo porque no me importa si se ensucia. A nadie le
importa si el buzo se ensucia.

Puse los dedos sobre la Olivetti vieja y fue como


si las teclas no pesaran nada. Con ritmo militar, la
máquina iba marcando las letras sobre el papel. El 17
de noviembre es el día que elegí para la muerte de Sara
Soler, tipeé.

Necesito otro vaso. Doble. Azoté la puerta del


freezer, que hizo un ruido sordo, como una silla que
cae sobre una alfombra. Solté los cubos de hielo
dentro del vaso y ¡ay! cómo me entusiasma ese sonido.
Son como campanitas, como las notas más agudas de
un xilofón. Inclino la botella despacito. Apoyo el pico
sobre el borde del vaso, noto que me tiembla un poco
la mano. El vodka toma impulso desde el fondo, como
una ola encerrada en un útero de vidrio. Y ahí viene,
como el mar que llega a la playa descontrolado,
vertiéndose dentro del vaso y ¡cling! las campanitas y
¡ay! cómo arde. Cuando trago, mi pecho se pone
eléctrico y los músculos de la garganta se relajan. No
podría gritar aunque quisiera. Mi cuerpo es blando
pero espeso, como una ciénaga. Suelto el vaso vacío a
escasos centímetros de la mesa de pino y el sonido es
como un balazo.

Ese día me senté a esperarla en la plaza, tipeé.


La vi salir con el pañuelo rojo alrededor del cuello y
unas gafas de sol parecidas a esas que usa Audrey
Hepburn es Breakfast At Tiffany’s. Hasta tenía el
cabello recogido. Me puse de pie y la seguí. Dobló en
Suipacha en dirección a Santa Fe y me asusté cuando
pensé que estaba a punto de subirse a un taxi. El
semáforo la habilitó a cruzar y también crucé yo,
invisible en un mar de oficinistas. Sara Soler lucía
hermosa como siempre. Yo no quería matarla.

Agarro el vaso y maldigo al notar que está vacío.


Me pongo de pie rezongando, con el cuerpo
adormecido (excepto los dedos) y saco el vodka de la
heladera. Miro la etiqueta. Creo que ni siquiera el
nombre es ruso. El Chino lo vende a veinte pesos, yo
debo ser el único que lo lleva. Saco hielo suficiente y
me llevo todo a la mesa. ¡Pum! hace la botella cuando
la apoyo. ¡Clank! Hace la cubetera. A través del envase
transparente veo la imagen enmarcada de una
pasionaria en flor que tengo colgada en la pared.
¡Cling! hace el hielo que cae dentro del vaso y cómo
me gusta ese sonido, que es como el sonido que hacen
esos adornos de caracoles mecidos por el viento que
cruza las galerías de las casas al costado de la playa. El
vodka se acomoda en el vaso, reptando entre los
cubos, como una serpiente o más bien como una
sombra gris y borrosa. ¡Ay! mi garganta y ¡ay! mi
estómago, y la gota de vodka que se resbala desde la
comisura izquierda rueda hasta este buzo sucio. Siento
que mis muslos se hacen blandos y se desparraman
sobre la silla. ¡Crack! hace la espalda y ¡crack! hace el
cuello. Sonrío, no sé por qué. Sonrío para nadie y con
el ceño fruncido. Qué sonrisa siniestra.

La vi encender la luz del departamentito del


primer piso minutos después de que entrara al edificio,
tipeé. Agarró el teléfono. Ocho y veinte. Si había algo
que amaba de Sara Soler era su puntualidad hasta para
la costumbre. Seguramente ordenaría comida chatarra
y se pasaría un par de horas frente al televisor,
olvidándose de todo. Olvidándose también de mí,
probablemente. Sara Soler, temo que te olvides de mí,
por eso tengo que matarte.

La marca del vaso sobre la madera y sobre otras


tantas marcas secas me robó la concentración.
Decenas de hologramas de testigos de vidrio por toda
la mesa. Me sentí avergonzado. Y ¡ay! el carbón líquido
rodando por mi garganta, ensombreciendo mi voz que
ya es ronca y débil. Pero cuando el cuerpo se
adormece, la voz ya no importa tanto mientras los
dedos se sigan moviendo. Un, dos, un, dos, la Olivetti
le daba latigazos de hierro al papel. Y suenan el vodka
y las campanitas de hielo. Luego el rostro se pone
caliente, hierve, y los ojos se van cerrando y la boca
empieza a salivar.

Tengo su pedido, tipeé. Vi a Sara Soler salir del


edificio, desconcertada porque la comida solía llegar
entre las nueve y las nueve y media. La agarré tan
fuerte como pude y le cubrí la boca para que no
gritara. Callate la boca, le dije. Me la llevé al ascensor,
que era como una jaula de pájaros gigante. Ahí estaba
ese pobre pichoncito, mirándome con un horror que
nada tenía que ver con esos otros ojos que se ponían
brillantes cuando, acostada junto a mí, un rato antes
del amanecer, me pedía que le leyera otro poema. Son
hermosos los ojos de Sara Soler cuando le leen
poemas. Ahí viene la Reina, le murmuré al oído. Con
sus manos tibias como el sol en sus trenzas. Ahí viene
la Reina, con sus dientes blancos que muerden
duraznos que sangran sobre sus labios. Miren a la
Reina, recité. Miren cómo sonríe y enciende la casa,
oigan cómo murmura una canción de sirena. Miren
cómo el Rey mira a la Reina, que ahora se puso en el
cuello el pañuelo rojo de seda. ¡Oh, maravillosa Reina!
Escogiste la horca perfecta.
Un retorcijón en el estómago me acobardó.
Serví más vodka dentro del vaso sin hielo y continué
escribiendo.

La jaula llegó al primer piso y la Reina y yo


entramos al departamentito, que estaba apenas
iluminado por ese velador junto a la ventana por
donde la observé cenar tantas noches.

Quise agarrar la botella de vodka y la tiré sobre


la mesa y ahí nomás maldije a mi madre. Un poco cayó
sobre mis cuadernos y puso grises las hojas de una
edición de bolsillo de Alicia En El País De Las
Maravillas. Agarré el vaso con tanta fuerza que hasta
pensé en el cuello frágil de Sara Soler envuelto en el
pañuelo de seda rojo y los ojos se me llenaron de
lágrimas. Y ¡cling! el hielo y ¡ay! mi estómago. Media
botella de vodka y aún no lo suficientemente en paz,
pensé. Escuché los fuegos artificiales y me arrimé a la
ventana. Cuando consulté el reloj descubrí que eran las
doce en punto.

La metí en el dormitorio sin sacarle la mano de


la boca y la tiré sobre la cama. Aún aterrorizada, Sara
Soler lucía preciosa. Ojalá pudiera explicarle cuánto
miedo siento. Porque yo no quiero que Sara se muera,
pero tampoco quiero que se olvide de mí. No sé cómo
llegamos hasta aquí si hasta hace unos meses
tomábamos vino bajo las estrellas en una terraza llena
de plantas que traje del litoral.

¡Ay! mi garganta.

Enredé el pañuelo entre mis dedos, robándome


el espacio que sobraba entre él y el cuello blanco y
delgado de Sara Soler. Aprieto fuerte y cierro los ojos.
Soy un león y Sara es un antílope. Siento su cuerpo
temblando debajo del mío, retorciéndose como un
insecto alcanzado por el certero golpe de un zapato.
Sara Soler era un insecto. Aferro las piernas a los
flancos de la cama y uso mi mano libre para sujetar el
brazo que no conseguí atrapar debajo de mi propio
cuerpo. Abro los ojos y me encuentro con los suyos.
No eran ojos de insecto ni ojos de antílope, eran los
ojos pardos de Sara Soler.

¡Mierda! La A de la Olivetti volvió a fallar y el


latigazo de hierro quedó a medio camino entre la
máquina y la hoja. El vaso estaba vacío y todo aquello
me pareció excusa suficiente para darle un puñetazo a
la mesa. Sirvo más y ¡ay! mi garganta. Vuelvo a servir y
¡cling! el hielo y ¡pum! la botella contra la mesa. Me
limpió la boca con el buzo, lo huelo y me doy asco.

Ahí estaban sus ojos y ahí estaba yo y mi mano


envuelta en el pañuelo rojo de seda. Pobre Sara Soler.
Por favor, murmuro, no te olvides de mí. Aprieto el
pañuelo con fuerza y vuelvo a cerrar los ojos y soy
león y ella es antílope e insecto y escucho el ¡crac! y su
cuerpo deja de moverse.

¡Ay! mi garganta. Ya casi no hay vodka. Se me


retuerce el estómago y más se me retuerce el alma,
porque Sara ya no se mueve y yo tampoco quiero
moverme. Repentinamente mi cuerpo se hizo de
piedra y lo que quedaba de vodka no llegó al vaso
antes de bajar por mi garganta. Suelto la botella. Ese
nombre ni siquiera es ruso, pienso. Otros veinte pesos
me ha costado matar a Sara Soler.

La dejo sobre la cama y salgo corriendo del


departamento, llevándome las llaves. En la calle, el
viento que me pega en la cara me tranquiliza.

Antes de cruzar saco la billetera y cuento el


dinero que me queda. Veinte pesos, susurro aliviado,
sabiendo que mañana tendré que volver a matar a Sara
Soler.
Ausente

Yo quiero intimidad real.

No me malinterprete, esos brazos sudados


alrededor mío también son hermosos, pero yo quiero
otra cosa.

Quiero una habitación tibia y un ventilador en la


cara. Quiero levantarme al baño y tropezar con mi
ropa y saber que me está mirando, pero no importa.
Quiero reírme aunque mis dientes estén torcidos y
saber que usted sólo se fija en cómo aprieto los ojos y
abro la boca para dejar salir la garganta. Quiero que
usted prefiera el trueno de la carcajada antes que el
rayo que se dibuja en el filo de mi mandíbula.

Quiero encontrar su mano, entredormido, una


siesta cualquiera en la casa del morro. Despertarme y
preparar el mate y arrimarme a la pieza para verlo
dormir. Cebar y verlo dormir.

Quiero esa intimidad de los que se duermen en


paz.

Quiero que en las alacenas haya miel y usted me


pregunte siempre si al té le pone miel o azúcar porque
sabe que algunos días prefiero el azúcar.
Quiero la emoción del presente. Ese saberse
dichoso y dejar los relojes para después, porque qué
importan las horas cuando las pupilas están llenas de
una imagen suya, tirado sobre la arena, escribiendo.

Quiero que un sábado de lluvia nos quedemos


en la galería, iluminados por una vela porque se cortó
la luz, y que usted me lea.

Quiero la intimidad de quien apoya su cabeza


en un regazo y ve que el rostro del otro se ha puesto al
revés y es divertido sin dejar de ser hermoso.

Regresé al tren.

Levanté la cabeza y miré fijo a la mujer que


viajaba frente a mí. Tenía la mirada perdida, estaba en
otro lado, ensimismada en sus quieros. Me pregunté
en qué estaría pensando. Sonreía y sobre ella flotaba
una nube naranja brillante.

Más allá había un señor con la mirada clavada en


un mensaje del celular. Sobre él flotaba otra nube, una
más bien marrón oscuro.

Alcé aún más la vista y la que flotaba sobre mí


era amarilla.
Todos bajamos en Bolívar. Eran casi las dos de
un miércoles caliente y ahí nomás la estación se
inundó de hombres y mujeres anónimos con nubes de
todos colores flotando sobre ellos. Éramos un montón
de almas mirando el vacío, sosteniendo maletines,
acomodándonos las corbatas.

La imagen me entristeció. Al fin y al cabo,


éramos un mar de cobardes.
7 de mayo

Manuel lo vio por casualidad.

Cruzaba Avenida de Mayo y en la puerta de Café


Tortoni estaba Augusto mostrándole el edificio a
alguien que le sostenía la mano y le sonreía.

Recordó la vez que habían ido a Café Tortoni y


de las explicaciones sobre arquitectura que ahora debía
estar repitiendo para impresionar a alguien más.
Recordó cómo suena su voz cuando dice “increíble”.
Recordó cómo sonreía cuando algo lo conmovía.
Recordó lo lindo que era sostenerle la mano.

Augusto lo vio por casualidad.

Se puso nervioso y Manuel también, pero


cuando dos miradas que se extrañan se encuentran así,
por casualidad, algo grandioso debe suceder.

Manuel se acercó con la sonrisa más ancha que


pudo y los brazos extendidos. Le dio un abrazo tan
fuerte que el acompañante le soltó la mano y dio un
paso atrás, que es lo que hace la gente cuando
atestigua el final de un relato maravilloso.
Lo rodeó con sus brazos un rato largo y sintió
que se le ablandaban las piernas. Sintió el latido del
corazón de Augusto, siempre demasiado rápido, sobre
su pecho.

-El amor mutó-, murmuró Manuel.

Le sonrió y se alejó caminando sin mirar atrás.

Pasó frente a una vidriera y se detuvo a ver unos


libros y ahí estaba su reflejo en el cristal. Tenía cara de
cuando te tomás una cerveza fría en la terraza un 17 de
diciembre a las seis de la tarde y es viernes y estás
descalzo como esos nenes que vuelven cansados de la
playa, envueltos en toallas enormes, sacando galletitas
de un paquete de surtidas que se mojan cuando meten
la mano y no se pueden calzar porque tienen los pies
llenos de arena y se ríen con la cara colorada. Así de
lindo había sido conocerlo.

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