Magia y Felicidad

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Magia y felicidad1

(Por Giorgio Agamben)

Benjamin dijo una vez que la primera experiencia que el niño tiene del
mundo no consiste en que “los adultos son más fuertes, sino en su incapacidad de
magia”. La afirmación, hecha bajo el efecto de una dosis de veinte miligramos de
mescalina, no resulta por ello menos exacta. Es probable, de hecho, que la
invencible tristeza en la que se sumergen a veces los niños nazca de esa
conciencia de no ser capaces de magia. Aquello que podemos alcanzar a través
de nuestros méritos y de nuestra fatiga no puede, de hecho, volvernos
verdaderamente felices. Sólo la magia puede hacerlo. Esto no escapó al genio
infantil de Mozart, que en una carta a Bullinger vislumbró con precisión la
secreta solidaridad entre magia y felicidad: “Vivir bien y vivir felices son dos
cosas diversas y la segunda, sin algo de magia no la creería cierta. Por ello
debería suceder algo verdaderamente fuera de lo natural.”
Los niños, como las criaturas de las fábulas, saben perfectamente que para
ser felices es necesario tener de su lado al genio de la botella, tener en casa al
asno que caga monedas o la gallina de los huevos de oro. Y, en cada ocasión,
conocer el lugar y la fórmula vale más que entregarse honestamente a una tarea
para alcanzar un objetivo. Magia significa, precisamente, que nadie puede ser
digno de la felicidad, que, como sabían los antiguos, la felicidad consagrada al
hombre es siempre hybris, es siempre arrogancia y exceso. Pero si alguien
lograra doblegar a la fortuna con el engaño, si la felicidad no depende de aquello
que ese alguien es, sino de una nuez encantada o de un ábrete sésamo, entonces y
sólo entonces puede decirse verdaderamente beato.
Contra esta sabiduría pueril que afirma que la felicidad no es algo que
pueda merecerse, la moral ha lanzado desde siempre su objeción. Y lo ha hecho
con las palabras del filósofo que menos que cualquier otro ha comprendido la
diferencia entre vivir dignamente y vivir felices. “Aquello que en ti tiende con
ardor a la felicidad”, escribe Kant, “es la inclinación; aquello que luego somete
esta inclinación a la condición de que debes antes ser digno de la felicidad, es tu
razón.” Pero con una felicidad de la cual podemos ser dignos, nosotros (o el niño
en nosotros) no sabemos bien qué hacer. ¡Qué desastre si una mujer nos ama
porque lo merecemos! ¡Y qué aburrida la felicidad como premio de un trabajo
bien hecho!
Que el vínculo que estrecha magia y felicidad no es simplemente inmoral,
que puede más bien testimoniar una ética superior, se evidencia en la antigua
máxima según la cual quien se da cuenta de ser feliz ya ha dejado de serlo. Es
decir, que la felicidad tiene con el sujeto una relación paradojal. Aquel que es
feliz no puede saber que lo está siendo, el sujeto de la felicidad no es un sujeto,
no tiene la forma de una conciencia, aunque sea la buena consciencia. Y aquí la
magia hace valer su excepción, la única que permite a un hombre decirse y
saberse feliz. Quien goza por encanto de algo huye a la hybris implícita en la
conciencia de felicidad, porque la felicidad que sabe que está teniendo en cierto

1
Agamben, Giorgio; Profanazioni; Nottetempo; Roma; 2005.
sentido no es suya. Así Júpiter, que se une a la bella Alcmena asumiendo las
apariencias del consorte Anfitrión, no goza de ella como Júpiter. Ni siquiera, a
pesar de la apariencia, como Anfitrión. Su alegría pertenece toda al encanto, y se
goza concientemente y puramente sólo de aquello que se ha obtenido por las vías
transversales de la magia. Sólo el encantado puede decir sonriendo: “yo”, y
verdaderamente merecida es la felicidad que no soñaríamos merecer.
Es ésta la razón última del precepto según el cual hay sobre la tierra una
sola posibilidad de felicidad: creer en lo divino y no aspirar a alcanzarlo (una
variante irónica es, en una conversación de Kafka con Janouch, la afirmación de
que hay esperanza, pero no para nosotros). Esta tesis aparentemente ascética
deviene inteligible sólo si entendemos el sentido de aquel no para nosotros. No
quiere decir que la felicidad está reservada solamente a los otros (felicidad
significa justamente: para nosotros), sino que ella nos espera sólo en el punto en
el cual no nos estaba destinada, no era para nosotros. Es decir: por arte de magia.
En aquel punto, cuando se la hemos arrancado a la suerte, ella coincide
enteramente con nuestro sabernos capaces de magia, con el gesto mediante el
cual alejamos de una vez por todas la tristeza infantil.
Si es así, no hay otra felicidad que sentirse capaces de magia, entonces se
vuelve también transparente la enigmática definición que de la magia ha dado
Kafka, cuando escribió que si se llama a la vida con el nombre justo, ella viene,
porque “esta es la esencia de la magia, que no crea, sino llama.” Dicha definición
acuerda con la antigua tradición que cabalistas y nigromantes siguieron
escrupulosamente a cada momento, según la cual la magia es esencialmente una
ciencia de los nombres secretos. Toda cosa, todo ser tiene, de hecho, un nombre
distinto a su nombre manifiesto, un nombre escondido, al cual no puede dejar de
responder. Ser mago significa conocer y evocar este archinombre. De allí, las
interminables listas de nombres —diabólicos y angélicos— con los cuales el
nigromante se asegura el dominio sobre las potencias espirituales. El nombre
secreto es para él sólo el símbolo de su poder de vida y de muerte sobre la
criatura que lo porta.
Pero hay otra más luminosa tradición, según la cual el nombre secreto no
es tanto la cifra de la servidumbre de la cosa a la palabra del mago, sino, más
bien el monograma que marca su liberación del lenguaje. El nombre secreto era
el nombre con el cual la criatura era llamada en el Edén y, pronunciándolo, los
nombres manifiestos, toda la babel de los nombres, se cae a pedazos. Por ello,
según la doctrina, la magia llama a la felicidad. El nombre secreto es en realidad
el gesto con el cual la criatura es restituida a lo inexpresado. En última instancia,
la magia no es conocimiento de los nombres, sino gesto, desencantamiento del
nombre. Por ello el niño nunca está tan contento como cuando inventa su propia
lengua secreta. Su tristeza no proviene tanto de la ignorancia de los nombres
mágicos cuanto de su dificultad para desprenderse del nombre que le ha sido
impuesto. Ni bien lo logra, ni bien inventa un nuevo nombre, toma entre sus
manos el salvoconducto que lo conduce a la felicidad. Tener un nombre es la
culpa. La justicia es sin nombre, como la magia. Privada de nombre, beata, la
criatura golpea a la puerta del país de los magos, que hablan solo con gestos.
Traducción: Ariel Pennisi, 2006

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