Falso Profeta - AJ Quinnell
Falso Profeta - AJ Quinnell
Falso Profeta - AJ Quinnell
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A.J. Quinnell
Falso profeta
ePub r1.0
Titivillus 19.07.18
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Título original: The madhi
A.J. Quinnell, 1997
Traducción: Alicia Steimberg
Retoque de cubierta: Titivillus
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De acuerdo con los integristas musulmanes Mahoma dijo que uno de sus
descendientes, el Imán de Dios, que colmaría el mundo de equidad y justicia,
llevaría el nombre de al-Mahdi.
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Estos relatos están, quizá, lejos de la historia, donde generalmente se lee que tal rey
envió a tal general a tal guerra, y que en tal día hicieron la guerra o la paz, y que éste
venció a este otro, o éste a aquél, y luego se dirigió a otro lugar. Pero yo escribo lo
que merece ser registrado.
BAYHAQI TARIK.
(Siglo VI).
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LIBRO UNO
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aquella estructura. No se trataba de una casa ni de una residencia campestre ni de un
palacio, sino de una curiosa mezcolanza entre esas tres cosas. Los suaves reflectores
daban un relieve sombrío a otras columnas dóricas y todo se perfilaba a la orilla de un
ancho río. Era como una gran torta blanca… una brusca intrusión en la jungla que la
rodeaba, pero de una extraña y arrogante elegancia. Sintió una profunda curiosidad
mientras avanzaba otra vez con el coche por el sendero hasta llegar a los pies de una
ancha escalinata coronada por unas enormes puertas de teca. Estas se abrieron
mientras él bajaba del coche y otro malayo vestido con un sarong apareció ante él sin
mostrar sorpresa alguna por su presencia, bajó la escalinata y le saludó con una
sonrisa.
—Soy Hawke, Morton Hawke; tal vez debería haber mandado un mensaje.
El malayo hizo una inclinación y preguntó:
—¿Trae usted equipaje, Tuan?
Hawke asintió y fue a decir que no deseaba molestar, pero el malayo pasó junto a
él, sacó del coche una pequeña maleta y luego, con otra sonrisa, comenzó a subir los
escalones. Hawke se encogió de hombros y lo siguió.
Una vez que se encontró bajo aquella ducha anticuada, los fuertes chorros de agua
caliente le ayudaron a quitarse el polvo del viaje y a volver a la realidad. El malayo lo
había conducido a una gran habitación para huéspedes en el primer piso, con un bar y
un balde lleno de cubos de hielo. Mientras Hawke observaba la habitación y el
paisaje iluminado por la luna sobre el río, el malayo dejó la maleta junto a la cama
con dosel, se acercó al bar, sirvió tres dedos de Canadian Club en un vaso alto, y
agregó dos cubos de hielo y un chorro de soda. Se lo ofreció al asombrado
norteamericano, a la vez que le dijo:
—La cena se servirá a las 21:00 en la terraza de enfrente, Tuan. Ahora mismo
desharé su maleta y le plancharé el traje. Volveré en media hora. —De manera que
Hawke bebió su copa y luego se duchó mientras se preguntaba cómo sabría el
«Decano» no sólo que él vendría sino cuál era su bebida preferida.
—La información es poder. —Pritchard se enjugó los labios con una servilleta
muy blanca y contempló con benevolencia a su invitado, sentado a la mesa frente a él
—. Y mi querido Hawke, yo me dedico al poder… porque de lo contrario uno no
estaría en esta profesión. —Hawke tragó el pollo que masticaba e hizo un gesto
afirmativo. Había hablado poco durante la cena, primero porque estaba hambriento y
la comida era deliciosa, y segundo, porque prefería dejar hablar a Pritchard.
El viejo obviamente estaba disfrutando entregándose a una mezcla de ironía y
cinismo.
Ambos componían un cuadro incongruente, aunque elegante, sentados solos en
aquella amplia terraza, donde el negro de sus esmóquines contrastaba con el blanco
del mantel de hilo irlandés y con el brillo de la luna reflejado sobre los vasos de
cristal. Pritchard era un hombre mayor, de cortos cabellos plateados, con el rostro
tostado y surcado por el sol y la edad, de ojos negros, hundidos, bajo unas cejas casi
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blancas y muy pobladas, y una nariz… larga y ganchuda, el rasgo dominante de su
fisonomía, que lo asemejaba a un pájaro. Su cuello largo y delgado emergía del
anticuado cuello de palomita de la camisa y el esmoquin de solapas anchas colgaba
de su cuerpo encorvado y anguloso. Para Hawke evidentemente parecía un pájaro, tal
vez un ave de rapiña… un buitre. Un buitre que se hubiese vuelto remilgado en
cuanto a qué debía elegir para comer. Era curioso que Hawke lo visualizara así
porque él mismo tenía la apariencia que indicaba su nombre, la de un halcón. Era un
hombre maduro, con una energía y una actitud que constantemente proclamaban
desdén por el paso de los años. De rasgos marcados, en él se destacaban sus ojos
penetrantes, y sus cabellos de color negro azabache, demasiado cortos para la moda.
Si Pritchard era un cuervo, Hawke era realmente un halcón; un halcón de constitución
fuerte, vigorosa, con brazos y dedos largos. Dejó su tenedor y un sirviente apareció
entre las sombras para retirar los platos. Se hizo un silencio, pero un silencio extraño,
contra el ruido de fondo de una noche tropical: el parloteo de los grillos, los chillidos
de los pájaros nocturnos, la repentina intrusión de la llamada nerviosa de otro animal
a un congénere. Pritchard hizo un gesto y apareció una muchacha, empujando un
pequeño carrito. Hawke se quedó sin aliento al verla. No medía más de un metro
cincuenta y sólo llevaba puesto un sarong atado a la cintura. Tenía la piel oscura, de
un color cobre brillante y pequeños pechos erguidos, perfectamente formados. Pero lo
que más le maravilló fue su rostro. Un rostro que se alojó en las profundidades de su
cerebro y que en los meses siguientes afloraría en su imaginación. Un rostro joven de
exquisitas proporciones, sin una sola arista… sólo curvas, que se fundían unas en
otras. Ojos oblicuos pero grandes. Ojos que expresaban humor y labios llenos,
torneados. El cabello negro azulado le caía hasta la cintura.
—¿Un coñac… un cigarro?
Con un gran esfuerzo Hawke volvió su atención hacia Pritchard y asintió. La
muchacha encendió un fósforo y lo acercó a la mecha de una pequeña lámpara de
aceite, luego tomó tres grandes copas y las calentó sobre la llama, moviendo los
dedos con estudiada gracia. Cogió una botella oscura, sin marca, pero muy vieja, y
sirvió medidas de color ámbar en las tres copas. Colocó dos de ellas frente a los
hombres. La tercera quedó sobre el carrito. Los ojos de Hawke siguieron todos sus
movimientos cuando abrió una caja de caoba y sacó de ella un gran cigarro Carlos y
Carlos, lo acercó a su oído, y lo hizo girar entre sus palmas. Satisfecha, tomó un
pequeño cortaplumas de plata y cortó la punta; luego lo acercó a la llama, haciéndolo
girar para calentarlo rítmicamente entre sus delicados dedos. Hawke levantó los ojos
hacia su rostro, vio que ella lo observaba, con un aire travieso en sus ojos de
almendra, y de pronto, sus acciones, sus dedos que hacían girar lentamente el cigarro,
adquirieron el más profundo erotismo. Hawke, que se enorgullecía de controlar
siempre sus reacciones en cualquier situación, en ese momento no pudo dejar de
cometer torpezas, como un chico, mientras ella bajaba la cabeza, cerraba suavemente
los labios sobre un extremo del cigarro y hacía rotar el otro ante la llama. El aroma a
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tabaco de La Habana se extendió por la terraza. Entonces la muchacha con su larga
cabellera enmarcándole el rostro, tomó la tercera copa, sumergió la punta del cigarro
en el coñac y, con su primera sonrisa, se lo ofreció al norteamericano. Éste se
estremeció para sentirse al instante paralizado. Trató de extender la mano, pero no
pudo. La sonrisa de la muchacha se hizo un poco más ancha y al tiempo que levantó
el brazo, para poner el cigarro en los labios de Hawke, rozándole levemente la mejilla
con los dedos. En ese instante su perfume se impuso por encima del aroma del
tabaco.
—Sé que le gusta la música.
Las palabras penetraron en él y Hawke volvió a centrar su atención en Pritchard.
El viejo lo miraba, evidentemente divertido.
En ese momento la muchacha se dispuso a preparar otro cigarro y Hawke trató de
eliminarla de su visión y de su mente.
—Sí… bien… sí, sí… mucho.
Pritchard sonrió.
—Beethoven, creo, es su favorito.
Volvió a hacer un gesto y al instante los sentidos de Hawke se vieron de nuevo
afectados. Desde el otro lado del ancho y oscuro rio llegaron los acordes iniciales de
la Quinta Sinfonía de Beethoven. El sonido, su volumen y su riqueza, eran
imponentes. Todos los insectos, los pájaros y los mamíferos de la jungla se quedaron
mudos de repente, incapaces de competir con aquella majestuosa música o
simplemente invitados a guardar silencio por ella.
Hawke sacudió la cabeza con aire dubitativo, como si no pudiera creerlo.
Pritchard tomó el cigarro que en ese momento le entregaba la muchacha e hizo un
gesto con la mano indicando hacia el río.
—Tengo ocho altavoces de cien amperios instalados en la jungla, especialmente
construidos por Lansing para mí. —Sonrió—. Me gusta hacer un poco de sobremesa.
La música ayudaba. Después de irnos veinte minutos Hawke ya había logrado
controlarse del todo, a pesar de que la muchacha permanecía allí, sentada junto a
Pritchard, rodeándole la cintura con un brazo y con la cabeza apoyada en su hombro;
pero podía mirarla sin perder la compostura. Según él la muchacha debía de ser una
mezcla de malaya y china y no le pareció que tuviera más de quince o dieciséis años,
aunque sabía por experiencia que era difícil calcular la edad de las mujeres asiáticas.
Cuando se levantó para volver a llenarle el vaso, Hawke se mantuvo impasible, con
los ojos entrecerrados para escuchar la música, agradeciéndole el servicio con apenas
una inclinación de cabeza. Se sentía un poco irritado consigo mismo porque había
decidido presentar a Pritchard el rostro más indiferente.
Pritchard le despertaba emociones contradictorias. Como experto moderno y muy
especializado, no debía de ver en aquel viejo nada más que un pintoresco
anacronismo. Una antigüedad para admirar con mesurada devoción. Pero, a pesar de
su edad y de su entorno seudocolonial, Hawke sentía por él una curiosa proximidad.
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En un intento para volver a poner los pies sobre la tierra y aferrarse a la realidad,
Hawke revisó su propia posición. Como director de Operaciones de la CIA podía
considerarse el espía en activo más importante del mundo libre, un puesto que había
alcanzado después de treinta años de absoluta dedicación. Eso, y un don innato para
la supervivencia… tanto en el campo de las operaciones secretas como en los
elegantes corredores de la política de la compañía. Y sin embargo había sobrevivido
sin convertirse en un adulador de la autoridad y conservando cierta independencia
mental… el rasgo del potro criado en el corral bien construido.
Pero el potro que llevaba dentro lo había inducido a visitar a Pritchard. Era el
final de un viaje satisfactorio. El nuevo conservadurismo de Washington había
ordenado quitarle el bozal a la CIA. La Agencia ya no era un paria. De pronto, y de
forma gratificante, el Congreso y la Casa Blanca habían visto la luz. No se puede
combatir el incendio de un bosque con una cantimplora de agua tibia. Las comisiones
de vigilancia de pronto se habían disuelto, anulado las leyes restrictivas y votado
grandes fondos adicionales. Para coronar todo esto, el director de la CIA había vuelto
a aparecer en la lista de invitados de las más exigentes anfitrionas de Washington.
Para Hawke todo eso había significado un período de intensa actividad. Y así,
mientras el director asistía a las fiestas, Hawke se marchó a Asia para visitar todos los
centros: a despertar una vez más al gigante dormido; a activar proyectos archivados
durante mucho tiempo; a reanimar a los agentes cansados y desilusionados, y a
aquilatar a la oposición demasiado confiada.
Malasia era el último lugar de este recorrido. Dos noches antes, durante una cena
en el Hotel Merlin, el hombre de la CIA allí destinado le mencionó a Pritchard y le
preguntó si lo conocía.
Hawke le contestó que no, aunque sabía muchas cosas de él, como todos los
funcionarios importantes de Inteligencia de las otras grandes potencias.
Sencillamente, Pritchard era una leyenda, pero lo más fascinante era quizá su
condición de verdadero enigma.
Al parecer había nacido en Inglaterra, o eso se pensaba, y había hecho su
aparición en la década de los años treinta, en Oriente Medio, trabajando para un
oscuro departamento del Ministerio de Guerra Británico. Y así, mientras las potencias
europeas maniobraban y adulaban para obtener influencias en ese volátil tablero de
ajedrez, Pritchard aparecía y desaparecía. Siempre se advertía su presencia cuando se
movía una pieza importante… o cuando se la eliminaba. Siempre se esfumaba en el
momento del jaque mate.
Tras el estallido de la guerra desapareció. Todos los rumores apuntaban a que
había perdido ascendiente con las autoridades británicas en El Cairo y llegado incluso
a cometer el entonces pecado mortal de casarse con una mujer árabe, que le dio un
hijo. Eso no se hacía. Uno podía imitar a los nativos… pero no hasta ese punto. De
manera que perdió influencia y su sombra dejó de proyectarse en los portales del
Shepheard’s Hotel o el British Club. Pero en 1944 el gobierno turco recibió un día
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una lista de todos los agentes alemanes que había en el país. Eran tantos que ese
gobierno vacilante decidió no unirse al Eje. Por lo que parecía, Pritchard no había
estado inactivo. Después de la guerra se trasladó más hacia el este y allí comenzó el
enigma. Cuando el muy elogiado Servicio de Inteligencia Británico empezó a abrirse
por las costuras, Pritchard se volvió cada vez más sospechoso. Por lo que parecía, no
había frecuentado los mejores sectores de la Universidad de Oxford, ni tenido los
mejores profesores, e incluso, algunos de sus amigos pertenecían a una dudosa
centroizquierda. Es posible que, si hubiese mostrado las más leves tendencias
homosexuales, o desplegado un alto grado de intelecto, un MI6 asustado lo habría
arrinconado silenciosamente. Pero, por el contrario, lo destinaron de nuevo a Saigón
y pronto comenzó a trabajar para los franceses que estaban de ese lado. Hawke
recordaba haber leído en un archivo un comentario supuestamente hecho por
Pritchard en aquella época: «Al fin y al cabo, los franceses no son exactamente como
los rusos… y el valor de la libra ya no es el que era».
Luego se trasladó a lo que entonces eran las Indias Orientales Holandesas y
permaneció allí hasta que los rebeldes ganaron la guerra y nació Indonesia. Se creía
que los holandeses quizá habían utilizado sus servicios del mismo modo que los
británicos, pero sucedieron dos acontecimientos que llevaron a poner en duda dicha
hipótesis. En primer lugar, ganaron los rebeldes y, en segundo, el presidente Sukarno,
recientemente instalado, le regaló una pequeña, pero provechosa plantación de
caucho al sur de Sumatra.
Los británicos seguían conservándolo, presumiblemente porque sabía algo que los
otros ignoraban. Después de eso viajó mucho. Pasó un tiempo en Japón, luego en las
Filipinas, y varios años en Taiwán, ostensiblemente trabajando para el MI6. Nadie
supo qué había sido de su mujer árabe y de su hijo, porque llevaba una vida de
solterón empedernido.
Fue en Taiwán donde la CIA sospechó por primera vez que también había
prestado sus servicios al KGB. Esta organización era muy activa en Taiwán, desde
donde trataba en vano de perturbar a China, y Hawke había visto varios informes que
indicaban que Pritchard estaba en contacto con conocidos agentes de el KGB. Fue
entonces cuando la CIA presionó al MI6, lo que llevó a que el enigma se volviera más
profundo. Al principio los británicos no estuvieron dispuestos siquiera a discutir el
asunto, pero a medida que se intensificó la presión en las más altas esferas, cedieron y
un importante burócrata del MI6 llegó a Langley con un gran portafolio lleno de
tarjetas. Hawke fue uno de los tres funcionarios de la CIA a quienes se permitió
revisar esas tarjetas, mientras el inglés con traje a rayas los contemplaba… con la
actitud de un detective de tienda que vigila a un hippie en la sección de joyería.
El archivo contenía detalles de informes hechos por Pritchard a lo largo de los
años. Los informes sobrepasaban lo imaginable. Pritchard no sólo había estado
trabajando como agente doble para los franceses, los holandeses, los japoneses, los
rusos y varios otros gobiernos, sino también como triple para varias organizaciones
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opuestas a esos gobiernos. Lo único que los informes no podían probar era su lealtad
para con los británicos.
Hawke hizo entonces dos preguntas: ¿Por qué toleraban los británicos tanta
duplicidad? Y, ¿cómo se lo había hecho Pritchard para vivir tanto tiempo? El inglés
encogió sus elegantes hombros y respondió que todos los informes presentados por
Pritchard habían resultado ser exactos y útiles; y en cuanto a lo de «vivir tanto
tiempo», tal vez los informes que presentaba a esos otros gobiernos habían sido igual
de buenos.
En definitiva, Pritchard era una rara avis: el espía maestro, contratado en todo el
ámbito internacional y protegido por sus conocimientos y por la naturaleza
indiscriminada de sus lealtades.
Hawke se sorprendió a sí mismo recomendando al entonces director que, lejos de
restringir las actividades de Pritchard, la CIA debería agregarse a la lista de
correspondencia del espía. Su consejo fue escuchado y a lo largo de los años muchos
funcionarios importantes de la CIA desarrollaron cierto afecto por Pritchard y una
admiración por sus siempre imaginativos informes. Pero Hawke nunca llegó a
conocerlo en persona, porque poco después de esos acontecimientos lo
promocionaron a jefe del Directorio Sudamericano y pasó seis años tratando de
mantener en el poder a dictaduras poco populares. Cuando finalmente volvió a
Washington como director de Operaciones y a una masiva acción de retaguardia
contra los plañideros liberales en su propio país, Pritchard ya se había retirado a la
jungla de Malasia… era el decano de su profesión y un anciano muy rico.
La cuerda llevó la sinfonía a su último movimiento y la mente de Hawke regresó
a Washington y al informe que presentaría al director diciendo que su viaje había
probado que la eficacia de la compañía en el Sudeste de Asia podía fortalecerse
rápidamente. Sólo se necesitaría devolver al trabajo de oficina a dos jefes locales para
los que él ya había encontrado buenos reemplazos. Después de un año esperaba tener
un núcleo de células activasen Vietnam, Laos y Camboya. Una perspectiva
satisfactoria. Luego se dirigiría a Oriente Medio. Una gran parte del presupuesto de la
compañía se dedicaba a esa área y, pese a todo, los resultados seguían siendo
desalentadores.
Se puso a pensar en varias estratagemas hasta que la sinfonía concluyó con sus
majestuosos acordes y la jungla se quedó en silencio. Luego, poco a poco, se
reiniciaron los ruidos nocturnos.
—Muchas gracias —dijo Hawke—. Ha sido una velada muy agradable e
interesante.
Pritchard inclinó la cabeza.
—A mí me ha gustado. Un viejo solitario como yo siempre aprecia la compañía.
¿Quiere tomar una última copa?
Sin esperar respuesta dio unas palmaditas a la muchacha que se puso de pie y
sirvió más coñac en las copas. Pritchard le dijo unas palabras en malayo y ella sonrió,
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tomó la tercera copa, se acercó a él y bebió un sorbo mirando impasible a Hawke por
encima del borde.
—¿Cómo le fue el viaje?
Una vez más el norteamericano tuvo que obligarse a prestarle atención.
—Muy bien. Necesitamos ponemos al día. Usted me entiende.
—Por supuesto; pero ahora la mayor responsabilidad recaerá sobre su persona. —
Sus ojos se entrecerraron mientras pensaba—. No será demasiado difícil. Por
supuesto, tendrá que reemplazar a Braden en Yakarta. —Sonrió—. Y Raborn,
lamentablemente, ha sucumbido al demonio de la bebida, de manera que tendrá que
irse. Es una lástima. En su época era bueno.
Hawke no le devolvió la sonrisa. Sentía un pinchazo de irritación y preguntó:
—¿Cuánto hace que se ha retirado usted?
Pritchard se encogió de hombros.
—Ah, cinco años. Pero uno se mantiene en contacto. De vez en cuando la gente
viene aquí a ver esta vieja curiosidad… como ha venido usted.
La irritación de Hawke se disipó.
—Sin duda, vienen de todas partes, ¿no?
—Sí, claro. La semana pasada tuve el placer de cenar con Koslov. A propósito, si
alguna vez lo recibe usted, le gusta mucho Chopin.
Hawke no pudo menos que sonreír. Uri Koslov era el jefe de todas las
operaciones del KGB en el Sudeste Asiático.
—¿De manera que aun después de jubilado usted mantiene abiertas sus opciones?
El rostro de Pritchard pareció ponerse serio, pero había un destello de travesura
en sus ojos.
—Señor Hawke, le contaré un secreto. Usted sabe guardar un secreto, ¿verdad?
—Sí, había un inconfundible destello en esos ojos oscuros—. Bien —prosiguió—. De
hecho, nunca trabajé para los rusos. En todo caso alguna vez me quedé con un
pequeño depósito, pero es como tener un abogado y no usarlo nunca.
—¿Nunca?
Pritchard sacudió la cabeza.
—Tal vez ellos ya supieran lo que yo podía decirles.
Hawke decidió afinar su propia aguja.
—Pero un espía nunca se retira del todo.
El viejo sonrió ante el pinchazo.
—Koslov sólo venía por la comida… y por Chopin. Probablemente le habían
hablado de mi sistema de audio.
Mientras Hawke digería estas últimas palabras, Pritchard hizo sentar suavemente
a la muchacha en sus rodillas y le acaricio el pecho izquierdo con expresión ausente.
Luego vio los ojos del norteamericano fijos en él y dijo con aire distante:
—Lamentablemente, a mi edad, lo único que me queda es una caricia. ¿Qué tal en
Oriente Medio?
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El brusco cambio de tema sacudió de nuevo los sentidos de Hawke. Más tarde
recordaría cómo, durante toda la velada, el Decano lo había mantenido
constantemente en jaque. Por un momento se preguntó si el viejo espía tendría
poderes telepáticos.
—¿A qué se refiere?
—Bien, ahora que ha concluido su viaje de inspección, debe usted tenerlo muy
presente.
—Como todo el mundo; esa zona debe de haber causado más noches de insomnio
en Washington que todas las prostitutas telefónicas de la ciudad.
Pritchard arqueó una ceja con asombro y comentó:
—Por lo que sé de Washington debe de ser un logro importante. Entonces, ¿qué
hará usted al respecto? —Una sonrisa—. Respecto a Oriente Medio, quiero decir.
Hawke se puso de pie, se acercó con su copa a la barandilla de la terraza y se
quedó allí contemplando el río. Se había movido en parte para apartar sus ojos de la
visión de los dedos huesudos de Pritchard sobre el pecho de aquella muchacha, y en
parte para poder pensar. Era posible que esa visita tuviera incluso un motivo
inconsciente: la necesidad de arrancar unas cuantas pautas a la sólida experiencia de
Pritchard. Sabía que durante los próximos meses la mayor parte de sus horas de
trabajo estarían dedicadas a mantener la posición de su país en Oriente Medio, que se
había vuelto casi desesperada después de años de mala gestión, políticas torpes y falta
de fuerza de voluntad. Regresó a la mesa.
—Obviamente nos ocuparemos de elevar el nivel de nuestra actividad… en toda
el área.
Pritchard retiró su mano del pecho de la muchacha e hizo un gesto gráfico.
—Entonces, en lugar de tener un par de miles de agentes, que anden por allí sin
hacer ni conseguir nada, tendrán ustedes cuatro o cinco mil haciendo lo mismo.
Hawke volvió a sentir el pinchazo.
—De todas maneras, seguiríamos siendo pocos, comparados con los rusos.
—Es verdad —asintió Pritchard—. Pero los rusos han obtenido algunos
resultados últimamente… al menos en su política básica de desestabilización.
La aguja decididamente había penetrado hasta el fondo, ya que la voz de Hawke
adoptó un tono defensivo.
—Han tenido el campo bastante despejado. Nosotros hemos estado fuera de
combate durante cuatro largos años. Pero ahora se ha acabado. El KGB, y los otros,
descubrirán pronto que la compañía ha vuelto a trabajar.
Pritchard sonrió con expresión cínica.
—Todos estamos encantados, mi querido muchacho, pero le repito que el solo
esfuerzo, por más encomiable que sea, no será suficiente.
—Obviamente no. Sin duda usted debe tener una solución simple para este grave
problema con el que todos nos enfrentamos…
—Podría hacer una sugerencia. —Pritchard señaló con un gesto la silla vacía—.
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¿Por qué no se sienta y escucha? —Sonrió con gran encanto—. Sería una lástima que
sólo hubiera venido hasta aquí para comer y escuchar a Beethoven.
Hawke vaciló un momento y luego volvió a la mesa.
La muchacha se levantó de las rodillas de Pritchard, sirvió más coñac, volvió a
acomodarse y contempló enigmáticamente al visitante.
—La religión.
Hawke tuvo que llamar de nuevo al orden a su cerebro.
—¿Qué quiere decir con eso?
Pritchard se inclinó hacia delante y dijo con mucha seriedad:
—La religión, señor Hawke, es la única solución para su problema fundamental.
—Ah, ya veo, lo que usted quiere decir es que todos deberíamos rezar para que el
problema desapareciera.
Por primera vez una sombra de irritación cruzó el rostro de Pritchard.
—Es usted un hombre inteligente, Hawke, lo sé. También sé que usted inspira
gran respeto a sus dignos colegas… y a la nueva administración. Me ha pedido una
sugerencia y yo voy a ofrecérsela. Así que hágame el favor de escuchar seriamente a
un viejo que aún no chochea.
Hawke se sintió avergonzado. No dijo nada, y se limitó a asentir con expresión
comprensiva aceptando el suave reproche.
—La religión es la clave —prosiguió Pritchard—. El Islam en todas sus formas y
variaciones. —Sus ojos se entrecerraron y su voz se hizo más profunda por lo que
Hawke tuvo que inclinarse hacia delante para poder escuchar sus palabras.
—La mayoría de los analistas cree equivocadamente que los cismas del Islam
trabajan para los intereses de las grandes potencias, que sirven para dividir a los
estados islámicos del mundo, y que eso es bueno. Señalan la guerra entre Irán e Iraq.
La tensión entre Egipto y Libia, entre Jordania y Siria, etcétera. —Sacudió la cabeza
—. Pero se equivocan. No comprenden que el Islam no es como las otras religiones.
No es como el cristianismo, ni como el judaismo o el budismo. Difiere en algo
fundamental: es una religión que exige total obediencia a sus fieles. Obediencia no
sólo a los principios religiosos, sino a las reglas que gobiernan todas las horas de
vigilia y de sueño. Es una religión agresiva, joven, en expansión, la única religión
importante en el mundo que podría describirse así. La misma palabra «Islam»
significa sumisión.
Hawke tuvo que interrumpirlo.
—Comprendo muy bien todo eso y no puedo pensar en nada más terrorífico que
un Islam unido. Su poder sería inmenso.
Pritchard levantó una mano.
—Permítame continuar. Realmente su poder sería inmenso. Pero ese poder podría
ser controlado.
—¿Por quién? —preguntó Hawke con incredulidad.
—Por ustedes… por Occidente. No sonría. Usted me ha pedido una solución
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simple y yo se la estoy dando.
Hawke se guardó la sonrisa y preguntó con indiferencia:
—¿Quiere usted decir que lo primero que tenemos que hacer es organizar la
unidad de la religión islámica? Eso sería infinitamente más difícil que unir, digamos,
a los católicos y a los protestantes. ¿Y luego que haríamos, invadirlos?
—Exactamente.
—¿Cómo?
—Subvirtiendo.
Una vez más apareció una nota de sarcasmo en la voz de Hawke.
—Entonces unimos el Islam, lo tomamos por subversión, y así efectivamente
controlamos a mil millones de musulmanes en los cuarenta y cinco países islámicos
del mundo. —Sentía una creciente impaciencia. Después de todo, quizás el viejo
chocheaba—. Bien, es una idea espléndida, señor Pritchard, y por cierto muy simple.
La única preguntita que queda es: ¿y cómo lo haremos?
Pritchard ignoró el sarcasmo. Tomó un sorbo de coñac y respondió:
—Pues con un milagro.
Hawke se echó a reír.
—¿Un milagro? No me cabe la menor duda.
Pritchard levantó de nuevo la mano y acalló la risa del norteamericano.
—¿Está usted diciéndome que un país que ha desarrollado las armas nucleares,
que ha llevado al hombre a la Luna —una leve sonrisa—… y que ha construido
Disneylandia, no podría producir un verdadero milagro A-UNO, registrado por
Lloyd’s?
Hawke trató de mantenerse serio.
—Digamos que podríamos; pero ¿cuál sería el propósito?
Pritchard se recostó en el respaldo de su silla, acarició de nuevo el pecho de la
muchacha y dijo:
—El milagro haría auténtica, sin ninguna duda, la llegada del nuevo Mahdi. —
Miró a Hawke directamente a los ojos—. Le hablaré de él.
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Hawke se dio otra ducha. La necesitaba por varias razones: primera porque, la noche
era calurosa; segunda porque había bebido demasiado; y tercera y la más importante,
porque su cerebro estaba en desorden. Puso la cabeza directamente bajo el chorro,
cerrando lentamente la canilla del agua caliente hasta dejar pasar sólo la fría. Le fue
bien. Luego salió de la bañera, se envolvió en una gran toalla, entró en el dormitorio,
se sirvió un gran vaso de agua fría y, una vez más, contempló el río oscuro.
Habían pasado horas desde que Pritchard dejara caer la palabra religión en medio
de la velada. Horas durante las cuales Hawke había dicho muy poco, interrumpiendo
ocasionalmente con una pregunta, pero sintiéndose cada vez más intrigado y
asombrado por el conocimiento y la gran imaginación del viejo.
Pritchard había pensado en todo. El golpe que terminaría con todos los golpes,
señaló con complacencia, sería el de la inteligencia. Hawke estuvo de acuerdo.
—Sería como tener de empleado al papa —comentó.
—Mejor aún —insistió Pritchard—. El Mahdi manejaría todo el poder. Los jefes
de los estados islámicos se verían obligados a inclinarse ante su autoridad, bajo la
amenaza de verse derrocados por un levantamiento popular.
Luego explicó el fundamento místico que hacía creer a todo musulmán en la
llegada de un nuevo profeta. Señaló que desde la muerte de Mahoma había habido
docenas de falsos profetas.
Los británicos, en el mejor momento del imperialismo, debieron luchar contra dos
de ellos, a los que mataron. Y recientemente la familia gobernante de Arabia Saudí
había ejecutado a un joven fanático y a la mayor parte de sus seguidores por atreverse
a creer que él era el elegido.
Hawke sintió crecer su interés y comentó que hasta el ayatollah Khomeini era
considerado por algunos el nuevo Mahdi. Pritchard asintió, sonrió y citó a otro
ayatollah que había dicho, por cierto, que algún día llegaría el nuevo Mahdi, pero no
en un Jumbo de Air France.
Luego Pritchard bosquejó el estado actual del Islam, su juventud y su vigor. Hace
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cincuenta años sólo existían cuatro estados islámicos. Ahora ya había cuarenta y
cinco. Y a fines de siglo más de la mitad de la población del África negra sería
musulmana. Por esas mismas fechas, Rusia tendrá más de sesenta millones de
musulmanes en sus regiones Sur y Este. Ni siquiera el comunismo podía retardar su
crecimiento, o su control sobre muchos de los recursos naturales del mundo,
especialmente el petróleo. El ochenta por ciento de las reservas petroleras del mundo,
se hallaban en los estados islámicos.
Pritchard insistió en que el peligro para el Oeste estaba en el Estado del Islam
incontrolado.
«Es peor que un potro en un jardín —fue su analogía—. Un ser enorme,
indisciplinado, corriendo de acá para allá». La tan esperada llegada del Mahdi lo
cambiaría todo. Extraería orden del caos.
Pritchard sonrió y dijo:
—Hasta podría llegar a decir que el precio actual del petróleo es un signo
evidente de usura, lo que nos favorecería, ya que el Corán es muy duro con los
usureros. Sí, el sura nueve dice: «Ese día sufrirán el fuego de Jahannam y sus frentes
y sus costados y sus espaldas quedarán marcados: esto es lo que habéis atesorado
para vosotros; probad ahora lo que estabais atesorando». Muy adecuado, ¿no le
parece? Tal vez los fuegos del Jahannam serán encendidos con crudo árabe.
Fue entonces cuando Hawke puso toda su atención. Aunque no era hombre de
una gran imaginación, su trabajo le había enseñado a aceptar que no había nada
imposible cuando se trataba de engañar a todo un pueblo durante mucho tiempo. Pero
el lado práctico de su carácter se impuso.
—¿Exactamente cómo? —quiso saber—. Estoy de acuerdo en lo de poder hacer
un «milagro» con el que tal vez estableceríamos al nuevo Mahdi. Pero ¿y los
detalles? ¿Cómo elegirlo? ¿Cómo construirlo? Y, sobre todo, ¿cómo controlarlo? —
¿Habría pensado Pritchard en todo eso?
En su cabeza se concentraban todos los aspectos del plan: desde la difusión de
rumores en todo el mundo musulmán, hasta la selección del individuo basada en su
historia y en su imagen personal. El principal problema, señaló, sería ejercer un
control total sobre el Mahdi una vez que éste fuera proclamado.
Se trataba de un punto que Hawke y sus expertos tendrían que elaborar. Sin duda,
no era imposible para una organización como la CIA elegir a un individuo y luego
controlarlo incluso en las operaciones más delicadas. Pasó a describir los efectos
generales en caso de que el Mahdi fuera, en efecto, proclamado; la forma en que sería
posible, etapa por etapa, influir en la política de todos los estados islámicos,
provocando incluso la caída de gobiernos desfavorables para Occidente. En la
actualidad había un resurgimiento masivo del fundamentalismo islámico y basta los
gobiernos totalitarios como el de Siria, Libia y Arabia Saudí estaban librando ya una
acción de retaguardia contra extremistas tales como los de la Hermandad Musulmana,
cuya sola finalidad era una vuelta a la rígida ley islámica en todos los aspectos de la
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vida. Irán había sido el primer ejemplo y el más significativo. Pritchard señaló que,
con un Mahdi controlado, incluso Irán tendría que acatar las órdenes. Hawke
escuchaba en silencio, aunque sin poder evitar que sus años de formación se
impusieran, como observó Pritchard cuando le vio echar una incómoda mirada a la
muchacha, sentada en silencio y soñolienta sobre sus rodillas. Él sonrió y le dijo a
Hawke que no se preocupara. Le aseguró que sólo hablaba malayo y que además no
era musulmana.
—Es virgen —explicó, y volvió a sonreír—, y eso es una religión mística en sí
misma.
Hawke tomó un sorbo de agua helada y dejó vagar su mente por las posibilidades.
El Decano había presentado el bosquejo de la operación. Podía imaginárselo sentado
allí, en su retiro, junto al río, noche tras noche planeando un ataque astuto y retorcido
contra la religión más vibrante y agresiva del mundo. Era cuestión de utilizar la
debilidad, individualizando los aspectos del Islam que fueran más vulnerables a la
tecnología moderna. Tal como Pritchard lo explicaba, el Islam era una religión que
desalentaba las ideas innovadoras y, por lo tanto, la ciencia. Había llegado a una etapa
de su desarrollo comparable a la Inquisición en España. Los fundamentalistas tenían
miedo de todas las desviaciones de la norma. Por lo tanto, el Islam miraba hacia
dentro y hacia atrás en busca de la pureza teológica, y evitando la innovación.
Ese aspecto, combinado con su fervor místico y la creencia en la llegada de un
nuevo profeta, el Mahdi, era el punto central de la estrategia de Pritchard.
Hawke había visto las trampas.
—¿Y si se descubre el plan? —preguntó—. La reacción en Oriente Medio sería
devastadora. Todos los estados islámicos cortarían la provisión de petróleo más
rápido de lo que una puta corta el don de sus encantos después de terminado el
trabajo.
Pritchard sonrió, irguió la cabeza y examinó críticamente a su invitado. Luego le
preguntó cuál era la primera lección que aprendían todos los agentes de inteligencia.
Mientras la mente de Hawke revisaba veinte años de entrenamiento, el mismo
Pritchard le proporcionó impaciente la respuesta.
—Siempre hay que dejar que otra agencia sirva de punta de lanza a las acciones
de uno. Y si las cosas se ponen mal, echarle la culpa… y desaparecer por el foro.
Hawke hizo un gesto de asentimiento y preguntó quién haría, en ese caso, de
punta de lanza. La sonrisa de Pritchard se volvió burlona.
—Hay dos candidatos —dijo—. Los israelíes y los británicos.
Tras pensar cuidadosamente en la cuestión, se había decidido por los británicos.
Expuso sus razones en secuencia lógica. En primer lugar, el Mossad, el Servicio de
Inteligencia de Israel, era demasiado astuto, y demasiado cínico, como para permitir
que lo utilizaran de cabeza de turco. Además, en el caso de que la operación fuera un
éxito fácilmente podrían llegar a alterar las reglas y al final quedarse con todos los
beneficios. Los británicos, en cambio, eran la punta de lanza ideal. Creían que tenían
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un conocimiento especial de Arabia y se hacían ilusiones románticas sobre su papel
en la historia de Oriente Medio. Podían hablar, y hablaban interminablemente de
Burton y Lawrence. Era curioso, señalaba Pritchard, que un país con el clima más
húmedo y más desagradable que pudiera imaginarse tuviera semejante empatía con
los desiertos de Arabia. Además, en el caso de que se descubriera el plan, los estados
islámicos podrían hacer poco contra Inglaterra. Al fin y al cabo, ellos tenían el
petróleo del mar del Norte, que les serviría por lo menos veinte años más. Además,
los norteamericanos podrían tirar de la cuerda.
Hawke hizo objeciones. Como la mayoría de los oficiales de inteligencia
norteamericanos sospechaba en gran medida de sus colegas británicos. Habían tenido
éxito durante la guerra y después de ella, aunque por poco tiempo, y en la actualidad
se hallaban en un estado lamentable. Estaban más acosados por los «topos» que
Windsor Great Park. Los contó con los dedos:
—Philby, Burgess, Maclean, Vassall, Blunt, y sólo Dios y el KGB saben cuántos
más… que todavía no han sido descubiertos.
Pero Pritchard no estuvo de acuerdo. Creía que el MI6 en particular, la rama
exterior de la Inteligencia británica, estaba ahora relativamente limpia, que se había
purgado a sí misma durante la década de los setenta y que estaría ansiosa por volver a
establecerse en la comunidad mundial de Inteligencia con un golpe espectacular. Su
posición también se había fortalecido últimamente con la firme política de la primera
ministra de Gran Bretaña. Pritchard comentó que la Dama de Hierro tenía agallas
suficientes para apoyar cualquier plan que contribuyera a la seguridad de Gran
Bretaña… por más arriesgado que fuera.
Hawke no estaba convencido, pero de todas maneras, era una discusión
académica. El plan, aunque bastante imaginativo, no sería fácil de presentar al
director, y menos aún al Presidente.
También se preguntó cuál sería la orientación y la amplitud de las lealtades de
Pritchard. Su mente volvió a todo lo que sabía sobre aquel hombre y finalmente
concluyó que cualesquiera que fuesen las lealtades de Pritchard estaban totalmente
contenidas dentro de él y restringidas al arte de su profesión. El hecho mismo de que
al retirarse se hubiese aislado de cualquier país y hubiese creado un pequeño entorno
para sí mismo demostraba que no deseaba conservar vínculos con sus antecedentes.
Fuera cuales fueran las emociones que había sentido en su vida, estaban cristalizadas
en el cinismo y el ejercicio de su intelecto introvertido.
Pritchard sorbió su coñac y dejó que el silencio continuara, un silencio que
permitió a Hawke seguir pensando e imaginando. Comenzó a construir la hipotética
presentación que podría hacerle al director. A responder mentalmente a las objeciones
inmediatas y obvias. Hasta pensó en las consecuencias, para su propia carrera, de un
éxito… o un fracaso. Pritchard se abstuvo de seguir hablando. Guardó silencio,
limitándose a mirar al río, y acariciar con aire ausente a la muchacha.
Finalmente, Hawke volvió a la realidad… Apartó su silla, se puso de pie y
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agradeció a su anfitrión esa velada memorable. Pritchard continuó en silencio,
limitándose a hacer una inclinación de cabeza. Hawke dio las buenas noches y se
dirigió hacia las puertas de hierro. Estaba a punto de desaparecer en las sombras
cuando lo detuvo la voz del viejo:
—Si acepta mi sugerencia —dijo—, hay un hombre, sólo uno, en el MI6 que
podría hacerlo.
Hawke desanduvo irnos pasos y salió de nuevo a la luz. Era un movimiento
significativo. Un deseo de hacer que las fantasías fueran menos irreales.
—Gemmel —dijo Pritchard—. Peter Gemmel. Es el jefe de Operaciones del
MI6… y especialista en cultura árabe. ¿Lo conoce?
Hawke negó con la cabeza.
—Mejor así —continuó Pritchard—. Es de la nueva camada… de los no
corruptos. —Una sonrisa—. Ni siquiera fue a Oxford o a Cambridge, pero tiene
cerebro y tesón… creo que a usted le gustaría.
—¿Y su padre? —preguntó Hawke—. ¿Su padre era también un arabista?
Pritchard se echó a reír… con una risa aguda de aprobación. Finalmente su
invitado mostraba talento y percepción. Los ojos de la muchacha se abrieron y soltó
una risita, distraída pero simpática.
La risa del viejo se acalló mientras sacudía lentamente la cabeza.
—Ni siquiera usted, señor Hawke, atribuiría los pecados de un hijo a su padre. —
Sonrió—. Pero si eso le hace sentirse más cómodo, creo que el padre de Gemmel era
minero. Como le dije, es de la nueva camada.
Hawke asintió, desapareció de nuevo en las sombras, y atravesó la puerta de
hierro.
Vació su vaso, se sirvió más agua, agregó cubos de hielo y se peinó un poco. Su
último comentario sobre el padre de Gemmel había sido una rápida respuesta para
demostrarle a Pritchard que no ignoraba nada sobre el mundo árabe ni sobre la
Inteligencia británica. Pritchard había mencionado a Philby. Kim Philby, tal vez el
más desagradable traidor de la historia de la Inteligencia británica. Un topo del KGB
que había destruido virtualmente la estructura de posguerra del MI6. Por
coincidencia, el padre de Philby, St. John Philby, había sido un famoso erudito y una
autoridad en cultura árabe e islámica. «Pero —pensó— el viejo tenía razón… no se
puede culpar a un padre muerto por los pecados del hijo».
Se volvió al oír un ruido y vio como la puerta se abría lentamente. Allí estaba la
muchacha, envuelta por la escasa luz. Dio un paso adelante y él vio que llevaba una
pequeña bandeja de plata. Sobre la bandeja había una toalla enrollada. Hawke
permaneció inmóvil mientras ella colocaba la bandeja sobre la mesa, sacudía la toalla
y la pasaba levemente por su rostro. La toalla estaba húmeda y fría como el hielo; se
la pasó suavemente por los ojos y las orejas, y luego por su pecho desnudo. Entonces,
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con una suave sonrisa, la volvió a poner en la bandeja y se acercó a la cama. Retiró la
sábana almidonada, se desprendió el sarong y lo dejó caer a sus pies. Era un
espejismo neblinoso, dorado, inmóvil; una vez más el cerebro de Hawke se perdió en
fantasías. Dejó el vaso y avanzó hacia él.
Meses después, una vida después, Hawke recordó que el viejo le había mentido:
la muchacha no era virgen.
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Julia Hawke era una mujer de caprichos caros y fugaces que, combinados con una
sobreabundancia de energía, la convertían en una persona con la que resultaba difícil
convivir. Sin embargo, tenía una virtud: era consciente de sus defectos y, a pesar de
su incapacidad para corregirlos, bacía todo lo posible por tratar de compensarlos de
otra manera. Se paseaba por la sala de estar de su elegante casa en un suburbio de
Washington mirando constantemente su reloj. Ya había hablado por teléfono con el
aeropuerto y sabía que el avión de su marido había aterrizado hacía media hora.
Seguramente ya había cumplido con las formalidades y en esos momentos se bailaba
en una limusina de la agencia que lo traería a casa. Ella jamás iba al aeropuerto a
recibirlo o a despedirlo porque siempre se emocionaba demasiado y sabía desde hacía
tiempo que eso molestaba a su marido, un hombre reservado que se sentía incómodo
incluso con las demostraciones de afecto ante sus amigos íntimos.
Ahora le esperaba, cada vez más nerviosa, porque sabía que él se enfurecería en
cuanto entrara en casa. El problema tenía que ver con el padre de ella, un rico
negociante de propiedades de Houston, Texas. Julia era hija única y su padre la había
mimado demasiado, jamás le había negado nada. Cuando comenzó la universidad, era
una joven muy malcriada, además de rubia, alta, hermosa y vivaz. Morton Hawke,
que por entonces cursaba el tercer año de ciencias políticas, la cortejó sin descanso
durante ocho meses hasta que ella aceptó sus propuestas de matrimonio. Fue un buen
matrimonio. Ella le dio un hijo dos años después y un año más tarde otro; dos
muchachos que se convirtieron en jóvenes inteligentes, atractivos e independientes.
Pero había un problema: el padre de Julia no consideró que con esta unión fuese a
ganar un hijo, sino simplemente a conservar una hija con un apéndice. Morton Hawke
provenía de un hogar humilde. Su abuelo había sido obrero metalúrgico en una
fábrica de Detroit y su padre había entrado en la misma fábrica y ascendido hasta
convertirse en supervisor de una línea de producción. Siempre tuvieron suficiente
dinero, pero nunca en exceso, y Morton se acostumbró a una vida sencilla. Fue a la
universidad con una beca pero después del primer año, descubrió que la vida
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académica era más estimulante y se concentró casi exclusivamente en sus estudios
hasta que conoció a Julia. Era además un hombre de altos y rígidos principios, y,
cuando Julia aceptó su propuesta, le explicó que después de la boda él la mantendría
y que tendrían que vivir de acuerdo con ello. Muy enamorada y totalmente ingenua
en cuanto a lo que significaba vivir con estrecheces económicas, Julia aceptó
alegremente la situación. Pero su padre no. Le gustaba mucho Morton Hawke y,
aunque no venía de una familia distinguida, aprobaba la pareja.
Los problemas comenzaron con el regalo de bodas del padre de Julia, una casa
pequeña pero muy bien amueblada en uno de los mejores suburbios de Houston.
Cuando Julia, encantada, le habló a Morton del regalo, él rechinó los dientes y fue a
montarle una escena al padre de ella. El viejo tejano tuvo que ceder finalmente ante
lo que creyó que sería una situación temporal, y Morton y Julia se mudaron a un
pequeño apartamento en el cuarto piso de un edificio en uno de los distritos menos
saludables de Houston. El mismo Morton lo decoró e instaló la pequeña cocina. Le
gustaba pintar las paredes, trabajar con madera, y ver los resultados de sus propios
esfuerzos. Julia pensaba que el apartamento era bonito, aprendió a cocinar, a manejar
la vieja máquina de lavar y a planchar las camisas de su marido. Aunque las
limitaciones de espacio y la relación con sus vecinos la deprimían a veces, la novedad
del matrimonio y el amor que sentían el uno por el otro la sostenían. Su optimismo le
decía que un año después él obtendría su título, tendría un empleo bien pagado, y ella
podría volver a vivir como siempre lo había hecho. También creía que con el tiempo
Morton cedería en sus principios y le permitiría recibir alguna ayuda de su padre.
Pero la prodigalidad de su padre no conocía la paciencia. Después de tres meses
Morton volvió a su casa una noche y encontró a algunos de los hijos de los vecinos
admirando un nuevo MG de color verde brillante. Un regalo para la niña. Hubo
lágrimas cuando Morton devolvió el coche, pero él se mostró insobornable y siguió
así años y años. Había sido reclutado directamente en la universidad por la CIA, pero
los reclutados de la agencia no recibían sueldos altos durante su período de
entrenamiento, y durante los años en que la joven pareja se vio obligada a trasladarse
de un lado para otro del país y, a la vez que formaba una familia, siguieron viviendo
modestamente, aunque el padre de Julia nunca abandonó sus esfuerzos por cambiar la
situación. Se asombró cuando Morton rechazó un empleo bien remunerado en su
propia compañía, aunque tener un yerno espía le daba cierto prestigio entre sus
amigos en su club privado. De manera que ese problema nunca cesó, aunque Morton
comenzó a ascender en la escala de la promoción y sus ingresos se incrementaron de
forma correspondiente. Pero por lo que respecta al padre de Julia, aunque Hawke se
convirtiera en director de la Agencia, su sueldo nunca sería suficiente para comprar
las cosas buenas que su niñita se merecía. La madre de Julia, en cambio, comprendía
y aprobaba la actitud de Morton y hacía lo posible por calmar las furias de su marido
cuando le devolvían hasta los regalos costosos que hacía a los nietos.
—Cincuenta dólares como máximo —estipuló Morton, y el padre de Julia
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respondió con asombrada indignación:
—Con cincuenta dólares no se compra siquiera ni una salida nocturna en
Lubbock, Texas.
Este principio de Morton siguió siendo una de las dos únicas nubes en el cielo
azul de la vida de Julia, y una de ellas se disipó cuando su marido comenzó a
ascender a los niveles más altos de su profesión y pudo comprarle ropa cara y, de vez
en cuando, algunas joyas. La otra nube era el síndrome «hágalo usted mismo». A
Hawke le encantaba arreglarlo todo, más o menos cada dos años volvía a decorar toda
la casa. El problema era que, a ese respecto, sólo contaba con el optimismo del
entusiasta aficionado y, si bien eso podría haber bastado para un pequeño
apartamento de recién casados, no era suficiente para una casa de cuatro dormitorios
en Washington, DC. Las amigas de Julia solían gastarle bromas al respecto, y le
sugerían, por ejemplo, que Morton dejara de ser un espía, para dedicarse a la
decoración de interiores. Así que al final Julia se rebeló, y cuando Morton partió en
su prolongado viaje de inspección al Sudeste Asiático, llamó a uno de los diseñadores
más importantes de Washington y redecoró la casa de punta a punta: las cortinas, las
alfombras, las lámparas del comedor, los azulejos de los baños, y una cocina
totalmente nueva. En medio del trabajo y del caos, la invadieron las dudas, sobre todo
cuando el presupuesto estimado por el diseñador resultó haber sido demasiado
optimista. Su hijo mayor, que había vuelto de la universidad, recorrió la casa, sacudió
la cabeza y dijo:
—Mamá, al viejo se le van a saltar todos los fusibles.
Lo dijo con una sonrisa, pero Julia sabía que era cierto, especialmente cuando
llegó la cuenta y más aún porque Morton le había dicho, con los ojos brillantes, que
lo primero que haría al volver a casa sería comenzar con la decoración.
Oyó el ruido del coche cuando se detuvo en el sendero de grava, se acercó
nerviosa a la puerta principal y la abrió. El conductor de la Agencia estaba abriendo
la puerta posterior y Morton bajó del coche con su portafolios en la mano. La saludó
con un gesto y una sonrisa, intercambió unas palabras con él y luego subió corriendo
la escalera, la abrazó y le dio un cálido beso. Ella había decidido no decir nada en
absoluto y dejar que lo descubriera por sí mismo. Entraron, cogidos de la cintura.
—¿Cómo te ha ido el viaje, querido?
—Muy bien, pero me alegro de estar de nuevo en casa.
—¿Estás muy cansado?
Él le oprimió la cintura.
—Sí, mucho. Pero con el cambio de horario seguramente no dormiré —le hizo un
guiño—, a menos que tú me canses todavía más.
Pasaron por el vestíbulo y por las amplias puertas que daban al cuarto de estar.
Las dos grandes arañas nuevas de cristal estaban encendidas.
—Te prepararé una copa —dijo Julia nerviosa; se acercó al bar y sirvió un vaso
del habitual Canadian Club con un chorro de soda. Morton la siguió hasta allí; ella le
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entregó la bebida y él bebió un gran trago.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó él—. ¿Muy ocupada?
—Ah, sí, he hecho un par de cosas. —Julia no lo entendía. Su marido había
pisado la nueva y espesa alfombra, pasado junto a los muebles tapizados de
terciopelo y parado junto a su bar favorito, ahora cubierto por un revestimiento de
madera natural, y, aunque ella sabía que Morton era un hombre agudamente
observador, no parecía haber advertido nada. Sólo entonces él se dio cuenta de la
mirada preocupada y desconcertada de Julia.
—¿Pasa alguna cosa? ¿Los muchachos están bien?
—Sí, están bien —respondió ella con cautela—. Debes de estar muy cansado,
Morton, ¿no te has dado cuenta de nada?
Él la miró con atención y entonces, con creciente impaciencia, ella dijo:
—La habitación, mira la habitación.
Los ojos de él recorrieron lentamente el lugar y luego, en silencio, tomó otro gran
trago de whisky.
Asintió con tranquilidad.
—Pensé que estarías muy ocupado —explicó ella apresuradamente—. Al fin y al
cabo, dijiste que tal vez tuvieras que ir pronto a Oriente Medio. —Lo miró ansiosa y
luego rió, aliviada, al ver que él esbozaba una sonrisa—. ¿No te importa? —preguntó
—. ¿Realmente no te importa?
—Claro que me importa —repuso él, sacudiendo la cabeza, asombrado—. Pero
¿qué diablos puedo hacer? —Luego una idea lo asaltó—. ¿Cuánto?
Julia tomó el vaso que él tenía en la mano y le sirvió otros tres dedos de Canadian
Club.
—¿Cuánto?
Le devolvió el vaso sin preocuparse en agregar soda.
—Bien, ha sido una remodelación total, incluso la escalera y los baños… y la
cocina.
—¿Cuánto?
—Veintitrés mil —dijo ella muy tranquila.
Morton se quedó sin aliento, pero antes de que pudiera decir algo se abrió la
puerta, aparecieron los dos chicos y lo saludaron cautelosamente, pero con afecto
haciéndole preguntas sobre su viaje, o al menos sobre las partes del viaje de las que él
podía hablar.
Más tarde, después de la cena, que Juba había preparado con mucho esmero en su
nueva cocina, subieron al dormitorio y, antes de que él tuviera tiempo de decir algo
más sobre el asunto, ella lo ayudó a quitarse la ropa y a acostarse. Durante la hora
siguiente Julia hizo todo lo posible para que Morton tuviera otras cosas en la cabeza.
Pero la estrategia era innecesaria, porque desde el momento en que salió de
Malasia, Morton Hawke se había llevado la preocupación consigo. Sus esfuerzos por
hacer desaparecer todos los pensamientos sobre la cena con Pritchard habían
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resultado inútiles. En el largo vuelo desde Tokio había visto dos películas y en el
descanso entre una y otra, mantenido una profunda conversación con un pasajero que
había sentado junto a él; un almirante retirado con ideas muy sólidas sobre la defensa,
y que coincidían en todo con las suyas. Pero a cada momento las imágenes volvían a
su cabeza. La casa como una gran torta blanca, el río ancho y oscuro, los envolventes
sonidos de Beethoven y aquel viejo cínico de cabellos canosos con su vivida
imaginación. El plan de Pritchard iba y venía en la mente de Hawke como una pelota
de tenis en un largo encuentro. Varias veces lo había descartado por parecerle del
todo ridículo, pero en cada oportunidad las increíbles posibilidades arrojaban de
nuevo la pelota hacia él. Hacía mucho que había decidido que la motivación de
Pritchard era simplemente el orgullo y la satisfacción profesional; un intento de
aplicar un golpe final de la inteligencia que coronaría una vida llena de grandes
logros. Inexorablemente, Hawke había comenzado, casi por un proceso de osmosis, a
absorber en sí mismo las motivaciones del viejo. Sin embargo, la sola idea de hablar
de semejante plan a su pragmático director le daba miedo.
Debía presentarse al director al día siguiente por la tarde, después de que su
secretaria hubiese pasado a máquina el informe manuscrito que traía en su
portafolios. Pensó que permitiría que el partido de tenis continuara en su mente unos
días más antes de decidir qué hacer.
Sus pensamientos volvieron a la muchacha de ojos almendrados y sintió una
punzada de arrepentimiento. Él no era un hombre promiscuo, pero sí viril y
reaccionaba fácilmente ante la belleza femenina. Además, era por naturaleza leal y
esa lealtad le creaba un sentimiento de culpabilidad, sentimiento que, en parte, había
acallado su respuesta ante la remodelación de la casa. Amaba a su esposa, a pesar de
que ella lo exasperaba constantemente, y sus pocas infidelidades pasadas siempre lo
habían perturbado de forma exagerada. Así pues, tendido en la cama con la cabeza de
Julia sobre un hombro y a pesar de los honores con que su mujer lo había recibido, se
mantenía despierto y preocupado.
Por su parte, Julia, acurrucada junto a él, se sentía contenta y desconcertada. La
había aliviado que él no se hubiera enfurecido en el momento mismo de entrar en
casa, pero percibía la preocupación de Morton y se preguntaba cual sería el motivo.
Durante la cena no había hablado mucho del viaje, sólo había dicho que, en general,
había ido bien, y le había transmitido los saludos que le enviaban varias personas que
ella conocía. Julia pensó que alguna otra cosa le preocupaba y por un momento se le
pasó por la cabeza la idea de que hubiera otra mujer, pero la descartó enseguida.
Después de veintidós años de matrimonio, creía conocer a su marido. Podía aceptar
un pecadillo ocasional siempre que eso no la colocara en una situación de
competencia. Sabía que, con sus reservas y sus principios, Morton no permitiría que
eso sucediera, de manera que por ahora prefería la serenidad de la ignorancia. Pero
era evidente que estaba preocupado por algo… Tal vez por algo de lo que hablaría
con ella más tarde. Julia se durmió profundamente.
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Eran las 03:00 cuando despertó. La lamparilla estaba encendida y Morton se
encontraba sentado en el borde de la cama de espaldas a ella. Había dos teléfonos en
la mesilla de noche. Uno era un teléfono normal, el otro de color verde y más grande,
estaba conectado directamente con la Agencia. Por este último era por el que estaba
hablando Morton. Juba escuchó cómo daba instrucciones para que en cuanto el
director entrara en la oficina por la mañana, se le concertara una entrevista urgente
con él en privado, y le pidieran que cancelara todas las otras citas hasta el almuerzo.
También ordenó que la carpeta de un tal James Vernon Pritchard estuviera sobre el
escritorio del director antes de que él llegara. Cortó la comunicación y volvió a
meterse bajo las mantas.
—¿No has dormido? —preguntó ella.
—No, no puedo. Todavía estoy funcionando mentalmente con trece horas de
adelanto respecto a Washington.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Una pastilla para dormir?
Él negó con la cabeza.
—No, Julia. Mañana por la mañana necesito estar muy despierto.
—¿Hay problemas?
Morton apenas sonrió.
—No, no son problemas. Digamos que le he dado una patada a una pelota y
espero que no haya salido del terreno de juego.
Ella ya había oído muchas veces esas frases enigmáticas, de manera que se limitó
a colocar su almohada en una posición más cómoda y volvió a dormirse.
* * *
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excelente cargo de director de la CIA. Miró a su subordinado inmediato con atención
durante unos segundos y luego sonrió.
—Lo primero que aprendí aquí, Mort, es que tú eres un hijo de puta. —Esbozó
una amplia sonrisa—. Probablemente por eso me gustas y probablemente por eso te
he escuchado mientras me hablabas de ese alocado plan.
—No es tan alocado como parece. Mi primera reacción fue igual que la tuya, pero
hace setenta y dos horas que le estoy dando vueltas.
—¿Y vas a decirme, que después de veinte años de experiencia en este trabajo, lo
ves factible?
—No estoy seguro —respondió Hawke—. Quizá sea aventurado, pero creo que
vale la pena prestarle atención.
Brand volvió a mirar la carpeta y luego le dio un golpecito con un dedo.
—Los datos de ese hombre están aquí —señaló—; según dicen, un espía maestro
que vive en la jungla, rodeado de sirvientes y enormes altavoces, probablemente
bebiendo demasiada ginebra y sufriendo alucinaciones. Pero, como estás aquí y
obviamente hablas en serio, supongo que tienes una opinión del todo diferente, o que
te has vuelto sentimental con un reverenciado miembro de tu profesión…
—No soy un hombre sentimental y Pritchard no tiene alucinaciones. A propósito:
bebe whisky de malta común, no ginebra.
—¿Y cuáles son sus lealtades? ¿Cuál es su motivo… es decir, su motivo
personal?
Hawke se encogió de hombros.
—Esas preguntas son muy difíciles de responder, y han ocupado mi mente todo el
tiempo. Creo que sus lealtades son sólo hacia sí mismo. El trabajo de toda su vida
tiende a demostrar eso. En cuanto al motivo, podría ser el orgullo. Presenta una idea
asombrosa. Es el tipo de hombre a quien le gusta ver sus ideas puestas en práctica.
Brand parecía escéptico.
—¿Una especie de culminación de su carrera?
—Exactamente. Con franqueza, Dan, no llegarás a tener una idea clara de ese
hombre con sólo mirar su expediente. Hay que conocerlo, hablar con él. No tiene la
misma visión de las cosas que nosotros. Es como si fuera un académico, tal vez un
matemático, que disfruta con una fórmula complicada.
—Eso lo acepto —afirmó Brand—, y, créeme, no me opongo al pensamiento puro
en este trabajo. El problema es: si no tiene lealtades, excepto consigo mismo, ¿por
qué habría de damos la idea a nosotros? ¿Por qué no a los británicos, incluso a los
rusos? Me has dicho que Uri Koslov fue a verlo recientemente.
—Sí —asintió Hawke—, yo le hice exactamente esa misma pregunta. Su
respuesta fue que los rusos harían ruido y serían demasiado obvios, además el
acontecimiento tendría que tener lugar en Arabia Saudí y nuestras relaciones son
infinitamente mejores que las de ellos allí. Por lo que se refiere a los británicos,
simplemente no tienen el dinero para llevarlo a cabo.
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—Pero él sugirió que los usáramos como punta de lanza, para que el fracaso
recaiga sobre ellos si las cosas van mal. Es un poco extraño viniendo de un inglés.
Hawke sacudió de nuevo la cabeza.
—No es nada extraño. Como te dije, sus lealtades son sólo para consigo mismo.
Trabajó para los británicos cuando le vino bien, lo mismo que para cualquier otro por
el mismo motivo, y su idea es muy razonable. Si nos atrapan desprevenidos, las
repercusiones serían terribles.
—¿Y cree que los británicos lo aceptarían? Y de ser así, ¿sería seguro? ¿No tienen
problemas con los «topos»?
Hawke sintió que el director empezaba a tener una actitud positiva. Al fin y al
cabo estaba pensando en la mecánica de la idea. La voz de Hawke tomó un tono de
raro entusiasmo.
—Sí, creo que los británicos aceptarían. En este momento la política anda bien en
ese país, y en cuanto al estado actual del MI6, nos sentimos bastante confiados.
Hicieron una buena limpieza en los últimos diez años. La mayor parte de la
penetración soviética fue en el Servicio de Contraespionaje, el MI5, y esa facción no
estará implicada en absoluto. Pritchard mencionó a un hombre llamado Gemmel. Es
director comisionado de Operaciones en el MI6. Pedí sus antecedentes a primera hora
de esta mañana y parece un hombre capaz. Además, es arabista y no está con el
sistema establecido.
Entonces el director se levantó de la silla y comenzó a pasearse por la espaciosa
oficina.
—Veamos cuáles son los riesgos. Si los riesgos pueden minimizarse haciendo que
los británicos den la cara, entonces no hay problema, porque los beneficios serían
increíbles. ¿Leíste el último Intelligence Digest sobre energía que enviamos al
Presidente? Los saudíes están totalmente en contra de nuestro almacenamiento de
petróleo. Nuestro Programa de Conversión Petrolera es muy optimista y lo mismo el
Programa de Extracción de Esquistos Bituminosos. Los árabes nos tienen cogidos por
las pelotas, y la cosa se pondrá mucho peor antes de que pueda mejorar. No quieren
que tengamos ninguna base militar en el Golfo y la verdad es que si algo anda mal en
la misma Arabia Saudí y cortan el suministro de petróleo, ese país tendrá una caída
industrial al lado de la cual la Gran Depresión parecerá un florecimiento económico.
—Dejó de pasearse y se volvió para encarar a Hawke—. De manera que por más loca
que parezca esa idea, si tiene éxito, habrá una posibilidad de que podamos manejar la
situación en esa área.
Hawke no respondió. Sabía que Brand estaba ya dispuesto a recorrer por lo
menos una parte del camino.
Su jefe comenzó a pasearse de nuevo.
—Es cuestión de vendérselo al Presidente y después mantener al Congreso fuera
del asunto. —Ahora Brand parecía estar hablando consigo mismo—. Primero tendré
que lograr que Cline esté de nuestro lado. Probablemente yo podría convencer al
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Presidente, pero él escucha a Cline tanto como a mí, tal vez más, y si Cline no está de
acuerdo lo convencerá para que no acepte el proyecto.
Se refería a Gary Cline, consejero de Seguridad Nacional del Presidente; un
hombre conocido por su cinismo, percepción y crueldad. Brand pasó a hablar del
Congreso.
—Sería casi imposible obtener una aprobación formal de la Junta de Control de
Inteligencia. Habría que hacer una aproximación no oficial, probablemente a Sam
Doole. Aunque hay mayor elasticidad, varios miembros de su grupo pondrían el grito
en el cielo si supieran que la CIA está implicada en un intento de subvertir toda una
religión.
Llegados a este punto Hawke finalmente intervino.
—Al menos la Mayoría Moral estaría de nuestro lado.
Brand le sonrió.
—Eso seguro. Probablemente estarían de acuerdo en usar armas nucleares en
todos los estados islámicos de la Tierra, pero es el Congreso el que debe
preocupamos y, en primer lugar, Cline.
—¿Quiere un informe por escrito? —preguntó Hawke.
—Por Dios, no —replicó Brand, sacudiendo vigorosamente la cabeza—. No
quiero nada por escrito, nada en absoluto. Nos moveremos con mucho cuidado y
cautela y si se nos da luz verde, tú personalmente irás a Londres y hablarás con el
MI6, pero nadie, absolutamente nadie debe saber nada sobre esta idea. —Miró su
reloj—. Lo primero que haré será concertar una entrevista con Cline para ver su
reacción. Entonces sabremos hasta dónde podemos llegar.
Hawke se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. Cuando ya estaba a punto de
salir, preguntó:
—¿Y mi viaje a Oriente Medio? Debo partir dentro de un par de semanas.
Brand se hallaba en el centro de la habitación, balanceándose sobre los talones.
—Mañana a estas horas sabré cuál ha sido la reacción de Cline, y entonces
veremos.
Hawke se volvió para marcharse, pero Brand agregó algo:
—A propósito, es una buena idea. Me alegro de que no hayas dudado en
explicármela. Bien hecho, Morton.
Hawke sonreía mientras recorría el pasillo en dirección a su oficina.
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El viento venía del norte, de los Pirineos, y aumentaba su velocidad al cruzar la costa
y llegar al Mediterráneo. Cuando alcanzó la isla de Mallorca soplaba ya a cincuenta
nudos e hizo que Xavier Sansó se sintiera muy desdichado.
Sansó estaba sentado en el atestado bar del Club de Mar de Palma bebiendo
brandy Soberano y contemplando lo que quedaba de su tripulación.
Tenía varias pasiones en la vida: su múltiple imperio comercial, su esposa y sus
hijos, su gran bodega, sus varias amigas, y sobre todo, las regatas de yates.
En uno de los muelles del club, su yate Sirah IV, tironeaba, impaciente, de sus
amarras. Ese barco era el orgullo de su vida, quince metros de suave velocidad, un
diseño Germán Frers construido en Barcelona bajo su propia mirada escrutadora. Las
regatas de yates son un deporte para fanáticos… fanáticos ricos… y a Xavier le
gustaba ganar. Al día siguiente comenzaba el Trofeo Pete Tomas, una competición
alrededor de las islas de Togamago y Cabrera para regresar después a Palma.
Normalmente, un viento fuerte y en ráfagas habría complacido a Xavier, porque el
Sirah IV era uno de los yates más grandes y más fuertes de la flota, pero esa noche
Xavier tenía problemas con la tripulación. Le gustaba correr con doce hombres, de
los cuales por lo menos la mitad fueran jóvenes corpulentos y fuertes que no pensaran
en otra cosa que no fuera esforzarse con los cabos y en cambiar las velas en cualquier
situación. Él era el primero que no podía gastar demasiada energía porque pesaba
unos ciento cincuenta kilos. Era, como se decía a sí mismo, «a la vez navegante y
lastre».
Pero tenía problemas con la tripulación. Dos de aquellos jóvenes fuertes y
corpulentos, tras haber abandonado sus puestos para pelearse, se habían hecho el
suficiente daño como para tener que quedarse unos días en la costa. Otro se había
escapado de su casa para participar en la regata, sin decirle una palabra a su esposa
que estaba embarazada de ocho meses, y apenas hacía una hora que la panza había
hecho su aparición en la puerta, seguida de su propietaria, para llevarse a su marido a
casa.
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De manera que la tripulación se había quedado reducida a nueve hombres. En
realidad, ocho y una muchacha. Una muchacha atractiva de ojos tristes, pero que era
buena para izar las velas. A Xavier le gustaba tener por lo menos una muchacha en su
tripulación… alguien a quien mirar en momentos de calma absoluta; pero, en ese
momento, mirarla sólo le recordaba su problema. Necesitaba hombres fuertes en la
cubierta de proa para poder ganar la regata más importante de la temporada.
Miró por todos lados; el bar estaba atestado y alegre, pero los hombres que se
encontraban allí ya se habían comprometido con otros barcos, o eran incapaces de
distinguir una cornamusa de un amantillo. Decidió que si el viento no disminuía a
Fuerza Uno o Dos por la mañana, todo estaría perdido. Suspiró e hizo una señal al
camarero para que le trajera otro Soberano. Tomar demasiado alcohol no le ayudaría,
pero tampoco le haría daño.
El camarero acababa de dejar el vaso frente a él cuando advirtió a un desconocido
que entraba en el bar desde el comedor. Un hombre vestido con un traje azul oscuro
muy elegante. Se movió entre la multitud hasta detenerse frente a su mesa.
—¿Señor Sansó?
Xavier asintió.
—He estado hablando con el camarero, y me ha dicho que usted necesita
tripulación para la regata de mañana.
La voz sonaba muy tranquila, el acento cortante e inglés, pero a pesar del
murmullo y el ruido de la estancia, pudo oír las palabras claramente. Xavier volvió a
asentir y el inglés dijo:
—Estoy de vacaciones y un poco aburrido. —Una pausa—. Si necesita más
hombres…
Xavier inclinó su cuerpo macizo hacia delante. El resto de su tripulación miraba
con interés. La muchacha de ojos tristes levantó su vaso y contempló
enigmáticamente al desconocido.
—No es un viaje de placer —le espetó Xavier con dureza—. Yo corro para ganar
y el pronóstico es de Fuerza Cinco a Seis.
El desconocido se encogió de hombros y no dijo una palabra.
—¿Experiencia? —preguntó Xavier.
—No mucha —repuso el inglés—. He hecho Sydney-Hobart dos veces, la Carrera
del Mar de la China Meridional una vez, y alguna que otra regata.
El hombre no parecía perturbado por el directo escrutinio de los otros ocho y de la
muchacha de ojos tristes. Tenía una actitud resuelta, y sus ojos no se apartaban en
ningún momento del rostro de Xavier.
—¿Qué edad tienes? —La pregunta fue hecha con brusquedad por un hombre
joven y musculoso que había sentado junto a la muchacha—. ¡Mierda! —El joven
puso los ojos en blanco y se volvió hacia Xavier—. Necesitamos hombres para la
cubierta de proa que puedan estar de pie día y noche y cambiar las velas, mojarse,
cansarse y poder usar sus músculos…, no un pastero.
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—¡Jaime! —lo regañó la muchacha, pero éste la ignoró e insistió, dirigiéndose a
Xavier—: Necesitamos músculos.
Xavier comenzó a decir algo, pero luego miró al hombre que se hallaba de pie
ante él… y sus palabras se interrumpieron. El desconocido miraba a Jaime de una
manera curiosa. Sus ojos no reflejaban nada amenazador, ni tampoco enfado, ni
sentimientos heridos, sólo impasibilidad y un dejo de condescendencia.
—¿Te crees más fuerte que yo? —La voz era muy monocorde, tranquila y clara.
Jaime se apoyó en el respaldo de su silla y contempló con desprecio al
desconocido. Era un hombre que medía un poco menos de un metro ochenta, con un
cuerpo liviano, casi delgado, y un traje de buen corte. Sus cabellos oscuros y cortos
coronaban un rostro anguloso, rosado de ojos grises y boca recta, con un hoyuelo en
el mentón.
Los ojos de Jaime se clavaron en las manos del desconocido y sonrió; eran las
manos de un hombre elegante: dedos largos y uñas muy bien recortadas.
—Pues sí —contestó Jaime con insolencia.
—Pruébalo.
Jaime se incorporó en su silla, porque notó un tono amenazador y echó una
mirada a Xavier, quien se limitó a encogerse de hombros, aunque por la expresión de
su cara parecía que comenzaba a disfrutar de aquello.
Jaime sonrió e hizo un gesto hacia la mesa que tenía frente a él y apoyó el codo
derecho en ella.
—Aquí en Mallorca —explicó—, nos gusta pulsear. —Se miró el brazo
musculoso y su enorme mano, mientras su sonrisa se ensanchaba y levantaba la
mirada con aire interrogativo.
El hombre de la tripulación sentado frente a Jaime se puso de pie y, en una
parodia de galantería, ofreció su silla al desconocido. En el bar se oyó un murmullo y
la gente se acercó a mirar. El desconocido aceptó la silla que le ofrecían y apoyó el
codo en la mesa. Las dos manos se unieron y hubo un breve movimiento de los dedos
mientras buscaban la posición.
—Bien —dijo Jaime, siempre con la sonrisa en los labios; luego su boca se apretó
mientras aplicaba la fuerza. La expresión del desconocido no se alteró en ningún
momento, pero sus ojos se entrecerraron aún más mientras miraba el rostro de Jaime.
Durante un minuto no sucedió nada.
Dos manos y dos brazos que parecían como esculpidos en la inmovilidad. Luego,
poco a poco, las venas comenzaron a sobresalir del cuello de Jaime al verse obligado
éste a ejercer más presión. Aún no había movimiento de brazos.
—¿Listo?
La voz del desconocido se mantenía serena, mientras Jaime alzaba la mirada para
observar aquellos ojos grises mostrando su desconcierto; Xavier se echó a reír.
Entonces los dedos delgados del desconocido comenzaron a apretar y el rostro de
Jaime se contorsionó de dolor; la mano le tembló y hubo un crujido audible, seguido
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por un golpe seco cuando el dorso de la mano de Jaime golpeó contra la mesa. Xavier
echó hacia atrás su cabezota y rió mirando al techo… Luego se hizo un silencio en
todo el bar y la muchacha de ojos tristes sonrió.
Lentamente, Jaime retiró la mano, con los dedos doblados como si estuvieran
agarrotados. Con la otra mano se los tocó e hizo un gesto de dolor; entonces se volvió
hacia Xavier y dijo con los dientes apretados.
—Creo que le vendrá bien. Me parece que este tío me ha roto la mano.
El enorme Xavier dejó escapar más risas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Gemmel —fue la respuesta—. Peter Gemmel.
* * *
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e hizo girar la manivela y con un crujido se infló la vela multicolor. El Sirah IV enfiló
hacia la meta final.
Mientras la muchacha trabajaba en la manivela, izando la vela, observada sólo
por Xavier y Gemmel, los otros miembros de la tripulación permanecían sentados en
el suelo, encorvados, con la cabeza entre las rodillas. Xavier se adelantó y apoyó una
de sus manazas en el hombro de Gemmel y se lo oprimió por un instante… un gesto
de agradecimiento poco común. La muchacha levantó la mirada, y, por primera vez,
vio sonreír al desconocido, cuyos ojos y la boca cambiaron radicalmente, marcados
por el agotamiento. El mar estaba tranquilo; avanzaban con el viento. Los golpes
contra el casco habían cesado y también los gemidos que llegaban desde abajo.
Xavier se volvió y miró hacia la proa; sólo se veía la isla; ninguna vela. Sonrió a la
muchacha y dijo:
—Si gano esta regata con la mitad de la tripulación me emborracharé durante una
semana.
La muchacha le devolvió la sonrisa.
—¿Qué hay de nuevo?
Gemmel levantó la mirada al oír su voz. Ya había advertido antes el acento de la
joven.
—¿Eres holandesa? —preguntó.
Ella asintió y dijo:
—Xavier tenía razón. No ha sido un viaje de placer. ¿Por qué lo hacemos?
Xavier dio la respuesta.
—Es como el hombre que siempre usa zapatos dos números más pequeños de lo
que necesita. —Esperó la mirada interrogativa de Gemmel y continuó—: El único
placer de su vida es quitárselos por la noche.
Gemmel sonrió y preguntó:
—¿No tiene usted otros placeres?
Xavier dejó escapar una sonora carcajada:
—Muchos, amigo mío, muchos. —Se dio unas palmaditas en su vasto estómago
—. Buena comida, buen vino y mujeres. Pero yo soy el capitán; no tengo necesidad
de usar zapatos apretados.
—¿Y tú? —Preguntó la muchacha a Gemmel—. ¿Tienes otros placeres?
—Algunos, sí.
—¿Qué haces en Inglaterra? ¿Trabajas?
Él asintió.
—Investigo para un departamento de gobierno bastante aburrido.
—¿Por eso te gusta navegar? —Preguntó la muchacha—. ¿Para combatir el
aburrimiento?
—Tal vez. —La respuesta de Gemmel fue brusca… casi cortante, como para
evitar más preguntas, pero la muchacha tenía curiosidad.
—¿Y eso es todo lo que haces, trabajar y navegar? ¿Tienes barco?
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Gemmel negó con la cabeza.
—No. Y no navego mucho. Nuestro clima no nos lo permite durante la mayor
parte del año. —Vaciló y luego añadió—: Me gusta el ballet; es una especie de
afición.
Xavier lo miró asombrado.
—¿Usted baila?
Gemmel volvió a sonreír y sacudió la cabeza.
—No, yo miro y escucho. Me relaja y me estimula.
La muchacha que estaba ocupada con la manivela, se volvió y preguntó:
—¿Has visto algún ballet español?
Gemmel negó con la cabeza y dijo:
—No. Pero lo veré. Sé que Antonio y su grupo están en el Auditorium desde el
miércoles. He encargado que me compren una entrada. —Una pausa—. ¿Tú irás?
La muchacha hizo un gesto de negación.
—No pensaba ir. —Una pausa—. Pero me gustaría.
Gemmel echó una mirada a Xavier quien a su vez miró su reloj y luego se volvió
hacia la proa.
—Si ese maldito yate Todahesa no rodea Cabrera dentro de dos minutos
ganaremos con hándicap y además con honores. —Sonrió a Gemmel—. De manera
que pasaré una semana borracho. Puede llevar a la muchacha al ballet. Dios santo, yo
mismo les compraré las entradas.
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—¿Hay problemas? —preguntó.
Gemmel sacudió la cabeza.
—Es mi jefe. Me necesita en Londres… con urgencia.
Ella asintió con desgana.
—¿Para una investigación?
—Más o menos —respondió.
Gemmel se despidió de la tripulación y de Xavier.
—Venga a navegar con nosotros en cualquier momento —dijo Xavier—. ¡En
cualquier momento! —Le palmeó la espalda y se dirigió al bar.
De manera que el camarero llamó a un taxi y Gemmel partió observado por los
tristes ojos de la muchacha.
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El hombre meticuloso sonrió y dijo:
—Sam, los tiempos han cambiado. El último director ni siquiera te habría
saludado en la calle sin hacer llamar antes a los de la televisión a través de una
subcomisión de la Casa Blanca.
El hombre corpulento rió con ganas.
—No eres político —señaló—. Tienes que comprender las motivaciones. Un líder
de la revolución francesa dijo una vez: «Tengo que descubrir hacia dónde va mi
pueblo para poder guiarlo». Bien, por lo que respecta a los senadores de los Estados
Unidos hace mucho tiempo que aprendimos esa lección. El pueblo votó. Echaron a
los buenos y pusieron hijos de puta en su lugar. —Sonrió con una enorme simpatía—.
Por eso desean que nosotros seamos hijos de puta, y eso es lo que seremos. Ahora,
examinemos tus procedimientos.
En el otro extremo del restaurante había dos mujeres mayores. Estaban muy
satisfechas. Pertenecían a la alta sociedad de Washington y a menudo comían en ese
restaurante con la esperanza de ver a alguna personalidad destacada de la
Administración para después poder mencionar su nombre en alguna de las fiestas de
su grupo social. Hoy su espera había sido ampliamente recompensada, porque los tres
hombres eran Daniel Brand, Sam Doole y Gary Cline, respectivamente el director de
la Agencia Central de Inteligencia, el presidente de la Subcomisión del Senado para
Inteligencia Combinada, y el consejero de Seguridad Nacional del Presidente. Las
dos señoras gozaban de esa proximidad.
—No te gustará —decía el director.
—Compruébalo —respondió el senador.
—Queremos carta blanca.
—Te resultará difícil convencerme.
El director se encogió de hombros y miró a Cline, en busca de apoyo. Lo
consiguió.
—A mí me convencieron —dijo Cline al senador. Su voz adquirió un tono
reverencial—. Y yo convencí al Presidente no sólo de que el director debería tener
libertad de acción sino de que sería más prudente que el Presidente mismo no
conociera los detalles.
El senador mostró asombro.
—Créanme —continuó Cline—. El comentario del Presidente fue «no quiero otro
maldito incidente U2». Señalé que el único problema sufrido por Ike era tener que
admitir que estaba al tanto. Al Presidente le gustó. Pienso que hay que delegar.
El senador estaba impresionado, y lo demostraba.
—Bien —dijo—, si no quieren que mi comisión los moleste tendré que saber el
motivo.
Brand y Cline cambiaron un gesto de comprensión; el trato sería simple. Mientras
Doole obtuviera el poder personal de la información interna no haría intervenir a su
comisión.
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—Bien, la cosa es como sigue… —comenzó Brand, y los tres hombres se
aproximaron para hablar entre sí.
Las dos señoras iban por el tercer café. No se moverían de allí hasta que el grupo de
hombres del otro extremo del salón se separase. Era obvio que estaban discutiendo
algo importante. Cada vez que un camarero se aproximaba a la mesa la conversación
se interrumpía… una pausa impaciente hasta que el camarero se marchaba. El
director era quien más hablaba, en voz baja y monótona. Sólo una vez las señoras
alcanzaron a oír una palabra proveniente del grupo que creyeron comprender. Fue
cuando el senador se recostó en el respaldo de su silla y dijo algo que sonó como
«¡Mieeerda!». Obviamente habían oído mal.
El almuerzo terminó y los tres hombres se dirigieron a la entrada acompañados
por el obsequioso maître. Cuando pasaron junto a la mesa de las señoras éstas
sonrieron ávidamente y los miraron. Sólo Sam Doole, con instinto de político, las
saludó con una cortés inclinación de cabeza.
Afuera los tres hombres se detuvieron bajo el toldo a rayas y miraron las tres
limusinas negras que se acercaban al cordón.
—¿Crees que los ingleses aceptarán? —preguntó Doole.
El director sonrió.
—Puesto que pagaremos por ello, hay buenas probabilidades… además, creo que
la idea les resultará atractiva a sus mentes retorcidas. Perryman me dijo una vez que
prefieren la actividad cerebral; creo que fue un leve insulto.
—¿Quién es Perryman?
El director volvió a sonreír.
—Es el actual jefe del MI6; a los británicos les gusta mantener estas cosas en
secreto. De todas maneras, pronto lo sabremos. Hawke irá en avión esta noche para
verlo.
Tres chóferes uniformados mantenían abiertas las tres puertas traseras de los
coches; Doole se adelantó hacia el suyo. La voz de Cline lo detuvo.
—Ahora eres uno de los cuatro, senador.
—¿De los cuatro qué?
—De los cuatro que conocen los detalles de la operación. Nosotros tres y Hawke.
Doole obviamente se sentía complacido por ese título de exclusividad. Asintió
solemnemente y le dijo a Brand:
—La necesidad de saber, ¿eh? No te preocupes; está herméticamente cerrado,
Dan. ¿Me mantendrás informado?
Brand asintió y Doole subió a su limusina. Brand y Cline lo vieron alejarse.
—¿Has tomado alguna precaución? —preguntó Cline.
—Por supuesto —replicó Brand—. Hemos intervenido los teléfonos de su casa,
su oficina, el departamento de su amiga, el prostíbulo que visita los viernes por la
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noche, y los tres bares donde suele beber.
Cline sonrió y dijo:
—Debe de ser agradable tener finalmente vía libre.
—¡Por supuesto! —respondió reverentemente Brand.
—Avísame cuando llegue Hawke. El Presidente querrá saber que nuestros aliados
están con nosotros.
Subió a la limusina y, antes de que el chófer pudiera cerrar la puerta, agregó:
—Y eso es lo último que querrá saber hasta que todo haya terminado.
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grito de angustia.
Se le saltaron las lágrimas de dolor; además se había raspado las rodillas sobre la
arena apisonada del camino, pero antes de que sus hermanos y los otros chicos lo
rodearan, el hombre se arrodilló, puso un brazo bajo sus hombros y lo ayudó a
sentarse mientras, con voz profunda, pero en tono bajo, trataba de tranquilizarlo. El
chico se sintió mejor de inmediato cuando notó el contacto de él.
—Aprenderás —dijo el hombre— que la oveja que se vuelve para mirar atrás
termina en la panza del perro del desierto. —Le sonrió al niño—. O en el mejor de los
casos se tuerce un tobillo y no puede correr durante unos días.
Los otros chicos se acercaron más mientras el hombre se descolgaba la
cantimplora del hombro, desenroscaba el tapón y le lavaba con agua fresca la herida
de la rodilla.
—Tu madre tendrá que curártela bien. ¿Cómo te Damas? ¿Dónde vives?
El hermano mayor contestó por él:
—Es mi hermano, Vahira, vivimos allí. —Señaló con el mentón una casita
humilde en el límite de la ciudad.
El hombre volvió a tapar la cantimplora y levantó al chico en sus brazos con muy
poco esfuerzo; luego, seguido por los otros, lo llevó solemnemente hasta su casa.
—Su nombre es Abu Qadir —dijo el padre de Vahira en respuesta a la pregunta
de su hijo que miraba cómo aquel desconocido retomaba el camino. Cuando el tobillo
del chico estuvo vendado y la herida lavada, el hombre volvió a llenar su cantimplora
en el pozo y después de despedirse del muchacho, se marchó.
—Pero ¿adónde vas? —preguntó Vahira.
El hombre sonrió y dijo:
—Voy a oír el silencio y a buscarme a mí mismo. —Y siguió su camino.
—¿Adónde va? —repitió Vahira la pregunta, esta vez dirigida a su padre.
—Va a las cuevas de El Hafa.
—¿Es muy lejos?
—Dos días de viaje a pie.
El muchacho miró a la figura que se alejaba y dijo:
—Pero si no lleva comida.
—No —asintió su padre—. Se quedará allí tres o cuatro días y luego volverá.
—¿Sin comida?
—Sin comida… sólo beberá agua.
—Pero ¿por qué?
El padre suspiró.
—Porque eso es lo que desea hacer.
Era difícil responder a las preguntas de un niño de ocho años, sobre todo cuando
se referían a un hombre como ése, porque Abu Qadir, en cierto modo, era un místico
y un misterio. La mayoría de los habitantes de Medina lo conocían o sabían quién era
y lo trataban con bondad. Se decía que había nacido en Medina; era de ascendencia
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hachemita y su padre había sido al parecer un pequeño comerciante. Cuando Abu
Qadir era todavía un muchacho la familia se trasladó primero a Riyadh y luego a El
Cairo entre otros lugares. Hacía ocho años que había vuelto a Medina; sus padres y su
hermano menor habían muerto en un terremoto en Argelia, y el único pariente vivo
que le quedaba en Medina era una tía vieja y enferma, que apenas recordaba al
muchacho al que no había visto durante tantos años. La mujer vivía en una pequeña
casa semiderruida y subsistía de la caridad de la Mezquita. Cuando Abu Qadir
regresó, se fue a vivir con ella, reparó la casa y cuidó de cinco años, hasta que murió.
Era un hombre de pocas palabras, palabras que por lo general, expresaba en refranes
del Corán o en frases relacionadas con él, debido a su profunda religiosidad. Algunos
creían que era un simple y que sólo hablaba de esa manera porque se había aprendido
el Corán como una cotorra y no conocía nada más. Pero el Imán regañaba a aquellos
que hablaban de él así y señalaba que conocer el Corán significaba poseer los favores
de Alá, ya que seguir sus enseñanzas era una garantía de que algún día se llegaría al
paraíso.
Abu Qadir era un hombre que parecía necesitar poco. De tanto en tanto se ofrecía
para trabajar, ya fuera como pastor o como carpintero. Las posesiones no significaban
nada para él y las familias de Medina que tenían rebaños grandes o que necesitaban
un hombre que trabajara bien con las manos confiaban en él. Así pues, trabajaba
cuando quería por lo que tenía mucho tiempo libre para pasarlo en las cuevas de El
Hafa, o en la mezquita. A menudo visitaba la tumba de Mahoma, no sólo para orar
sino para permanecer allí en silenciosa meditación. Los guardias que protegían el
sagrado lugar lo conocían bien y nunca tenían que impedirle, como les sucedía con
otros, que se aproximara demasiado. Sin embargo, para muchos sólo era un simple y
un débil mental, aunque lo toleraban.
Una semana más tarde Vahira se encontraba junto al camino, al anochecer, y lo
vio aproximarse desde la distancia; el mismo paso firme y pesado. Cuando se acercó,
el muchacho le miró el rostro: estaba gris de fatiga y la cantimplora de cuero de cabra
parecía estar vacía. Vahira se puso de pie de un salto y echó a andar junto a él. Abu
Qadir miró el pie del chico.
—¿Tu tobillo está bien? —preguntó.
—Sí —dijo Vahira—. ¿Y las cuevas?
—Como siempre —replicó el hombre—. Como siempre.
En Londres hacía un día soleado, pero fresco, por eso, tanto Hawke como Gemmel se
vieron obligados a cubrirse con sus abrigos para poder pasear por Hyde Park.
Caminaron por la orilla del Serpentine y miraron a la gente que pescaba en
mangas de camisa como si fuera verano.
—Es extraordinario —dijo Hawke.
—¿El qué?
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—La forma en que trabaja la gente.
Lo dijo sin enojo, sólo con cierto asombro.
—¿A qué te refieres?
Hawke sonrió para que lo que iba a decir no sonara tan duro.
—Bien… como aficionados.
Gemmel le devolvió la sonrisa y siguieron avanzando por el sendero.
El norteamericano se apresuró para no quedarse atrás.
—No me interpretes mal.
—No, no —dijo Gemmel—. Es probable que dé esa impresión, pero sin duda tú
has trabajado antes con nuestro Departamento.
Hawke sacudió la cabeza.
—Nunca directamente; ni a un nivel tan elevado.
Llegaron a un banco y Gemmel hizo un gesto para que su acompañante se sentara
frente al lago.
Después de un breve silencio Gemmel dijo:
—Yo tampoco he trabajado nunca con vosotros, de manera que dime en qué
somos diferentes.
—Es una cuestión de enfoques. Imagina que se invirtieran nuestros roles y tú
vinieras a Washington con una propuesta similar a la que yo he traído aquí. —Miró a
Gemmel y recibió un gesto de asentimiento para continuar—. Bien, lo primero que
haríamos sería designar a un grupo de acción para estudiar el plan en todos sus
aspectos. En el grupo habría expertos capaces de un amplio espectro de inputs y
amplios feedbacks laterales.
Vio el desconcierto en la sonrisa de Gemmel y levantó la mano.
—Bien, olvida la jerga, pero el resultado sería que a mi director le darían varios
puntos de vista bien expuestos, varios esquemas diferentes a partir de los cuales
tomaría una decisión.
—¿Y el resultado? —preguntó Gemmel.
—El resultado —respondió enfáticamente Hawke—, sería que tendría un
cincuenta por ciento de posibilidades, o algo más, de llegar a la decisión correcta.
Gemmel asintió y dijo:
—Estoy de acuerdo.
—¿De veras?
—Por supuesto.
Hawke estaba desconcertado. Su rostro lo demostraba.
—¿Crees que soy desleal? —preguntó Gemmel, pero antes de que el
norteamericano pudiera replicar, dijo—: Espera, no contestes. Primero dime cómo
hemos acogido tu propuesta.
Hawke extendió las manos y soltó una risita.
—Perryman fue muy cortés. Me convidó a un vaso de su mejor jerez y escuchó
pacientemente. Luego me invitó a cenar a su casa.
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—Te compadezco. ¿Sirvió sopa de lentejas?
—¡Exactamente!
Gemmel le palmeó el hombro.
—No te preocupes. Lo hace con todos los norteamericanos. Una vez cenó en
Downing Street cuando el presidente Johnson estuvo aquí. En el menú había sopa de
lentejas y a Johnson le encantó. Desde entonces siempre ha creído que a todos los
norteamericanos les apasiona la sopa de lentejas. Adelante.
Hawke volvió a reír.
—No me interpretes mal. Fue muy agradable. Una noche llena de hospitalidad.
—¿Pero? —preguntó Gemmel.
—Eso es lo que hay. En toda la noche no habló ni una sola vez de la operación.
Ni siquiera la mencionó.
—Habría sido una grosería —intervino Gemmel—. Un caballero nunca mezcla
los negocios con el placer. Aun cuando haya sopa de lentejas.
—Muy bien —asintió Hawke—, pero necesito alguna reacción. Tengo que llevar
un informe. Cuando me acompañó a la puerta me dijo que tú ya hablarías conmigo y
que hasta entonces pensaría en el asunto.
—Ya veo. ¿A eso llamas trabajar como aficionados?
—Nosotros lo haríamos de otra forma.
De repente Gemmel se puso de pie.
—¿Volvemos? —preguntó.
Hawke se encogió de hombros, se levantó y otra vez echaron a andar.
—¿Cuánto tiempo —preguntó Gemmel— le llevaría a tu director recibir toda la
información, los feedbacks laterales y las objeciones?
—Una semana… diez días a lo sumo.
—Muy bien —dijo Gemmel—. Voy a ser indiscreto para que te tranquilices. Tu
primer encuentro con Perryman fue el miércoles a las 15:00 horas. Esa misma tarde a
las 17:00 me reuní con seis hombres: un experto del Ministerio de Relaciones
Exteriores, un representante del primer ministro, un cierto profesor de la Escuela de
Estudios Orientales y Africanos de Londres, nuestro jefe de control de Operaciones
en Oriente Medio y un servidor. —Se interrumpió y sonrió seductoramente—. ¡Ah!, y
nuestro experto en actividades internas de la CIA.
Hawke se había quedado sin habla, Gemmel lo tomó del brazo y siguieron por el
camino.
—Esa reunión —continuó— duró hasta las once de la noche, momento en que se
habló por teléfono con Perryman para hacerle una recomendación; creo que tú
acababas de irte. A las ocho de la mañana siguiente hubo otra reunión presidida por el
propio Perryman. No puedo decirte quiénes estaban presentes, y aunque pudiera
tampoco lo haría. A las 11:00 Perryman estaba en Downing Street 10 haciendo una
recomendación a la primera ministra. Creo que el secretario de Relaciones Exteriores
y el ministro de Energía se encontraban presentes. No puedo decirte cuál fue la
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recomendación, ni la decisión de la primera ministra. Lo único que puedo avanzarte
es que estoy aquí para que tengas una primera impresión del hombre que trabajará
contigo en caso de que cooperemos.
Hawke se detuvo.
—No me había dado cuenta —dijo a modo de disculpa—. Quiero decir, no había
ningún indicio…
—Bien, nosotros trabajamos de otra manera —respondió Gemmel, y mientras
echaba un vistazo a su reloj, siguió avanzando con el norteamericano por el camino.
—Te dejaré en Petworth House para tu encuentro con Perryman a las 16:00.
Entonces se te dará la respuesta. —Le sonrió para tranquilizarlo—. Exactamente
cuarenta y nueve horas después de haber hecho tu propuesta. —Su voz se volvió dura
—: ¿Trabajo de aficionados, señor Hawke?
Una vez más Hawke se detuvo y el inglés hizo lo mismo unos pasos más allá.
—De acuerdo —dijo éste—. No cometeré ninguna torpeza más, pero por qué es
todo tan improvisado, por qué no me dan un programa.
—Pues muy sencillo —explicó Gemmel—. Sospechas de nosotros, y tal vez con
razón. Tuvimos problemas, pero créeme, ya es agua pasada. Sin embargo, tu gente
nos subestima. No hay manera de que Perryman tenga una respuesta hasta que
analice cada aspecto de tu propuesta y hasta que la primera ministra apruebe su
decisión, ya que si las cosas marcharan mal la responsabilidad sería sólo nuestra.
Hawke asintió.
—Me parece bien —contestó—. Y si obtenemos el visto bueno, creo que
disfrutaré trabajando contigo.
—Muy bien. Siempre y cuando no me llames Pete. Ni mi peor enemigo lo hace.
—¿Qué tiene de malo el nombre? —preguntó Hawke mientras continuaban
caminando.
—Hay un famoso poema pornográfico supuestamente escrito por Rupert Brooks,
que trata sobre dos personajes de Río Grande que se encuentran con una dama
legendaria llamada Eskimo Nell.
—¿Cómo es? —preguntó Hawke.
—Consta de cuarenta y dos estrofas en las que continuamente aparecen dos
personajes a los que siempre se alude de la siguiente manera: «Dick el Tuerto con su
poderoso punzón» y «Pete con el revólver en la mano».
—¿Y?
—Pues que prefiero ser Dick.
Hawke echó atrás la cabeza y rió con ganas.
—Muy bien, si tú por tu parte no me llamas Mort, nos llevaremos muy bien.
Gary Cline atendió la llamada en la pista de tenis de la Casa Blanca donde había
estado jugando con el secretario de Prensa del Presidente en un vano intento por
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reducir su cintura. Jadeaba ligeramente mientras escuchaba al director de la CIA.
—Bien —comentó, cuando el director terminó—. Informaré al Presidente. ¿Cuál
fue la impresión general de Hawke?
—En realidad muy buena —contestó el director—. Por lo que me dijo hasta saben
tomar una decisión, y tienen sentido del humor.
—Si las cosas se ponen feas lo necesitarán —repuso Cline y colgó el auricular.
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enterarse de lo que tienen que hacer. Boyd, sin embargo, tendrá que conocer del todo
la operación.
—Como te parezca —concedió Perryman—. Tienes absoluta libertad. A
propósito, me gustaría que fueras al Ministerio de Defensa a hablar con un hombre
llamado Clements. Erick Clements.
—¿Y?
—Bien, es un tipo importante, especialista en armas y sistemas dirigibles de
avanzada.
—¿Y?
Perryman hizo un ademán con el vaso en la mano.
—Bien, si los norteamericanos tienen que producir algún milagro espectacular, es
posible que tú puedas guiarlos para que usen algún material nuevo de ésos.
—¿Y?
—No seas obtuso, Peter, no te queda bien. Mientras ellos lo usan, nosotros
podemos aprender algo. De manera que habla con Clements; tal vez tenga algunas
ideas.
—Muy bien —asintió Gemmel—, pero no quiero ninguna interferencia que venga
de allí. A propósito, voy a necesitar a Cheetham… y con toda libertad.
El rostro de Perryman se puso grave.
—¿Crees que llegaremos a tanto?
—Sí, lo creo, y en más de una ocasión. Una operación como ésta puede tomarse
desagradable.
Perryman suspiró.
—Muy bien. Estará bajo tu control.
Hubo un breve silencio, y luego Perryman dijo:
—Quiero que emplees a Beecher. —Levantó la mano para acallar la inmediata
protesta—. A menor escala, por supuesto, y sin revelarle ningún detalle.
Gemmel se recostó en el respaldo de su silla y se puso a pensar.
—Entonces, ¿lo emplearás?
—Claro que sí, esta operación es perfecta para eso.
Entonces Perryman cambió de tema.
—¿Cómo te fueron esas vacaciones acortadas?
—Frías, agotadoras y húmedas.
Perryman se inclinó hacia delante con una sonrisa.
—No me digas. Parece que te mandé llamar justo a tiempo.
Cuando el portero les ayudó a ponerse sus abrigos Perryman comentó que Hawke
había sido muy efusivo con respecto a la eficiencia del Departamento.
—Le dije que tú habías formado un grupo de acción —dijo Gemmel.
—¿Qué es eso?
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—Algo que proporciona información y feedbacks que permiten hacer una
recomendación bien equilibrada a la primera ministra.
Perryman sonrió y tomó su paraguas bien plegado que le daba el portero.
—A estas alturas —dijo—, si esa buena señora tuviera la menor idea de lo que se
está cocinando, usaría mis intestinos como ligas.
Gemmel sonrió y dijo:
—Señor, como jefe del MI6, al menos debería usted conocer ese pequeño secreto.
Perryman arqueó las cejas y Gemmel agregó:
—Hace por lo menos siete años que usa pantys.
Los dos hombres salieron a la lluvia.
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las más importantes… no, yo diría la más importante en la historia de la Agencia.
Pero si los británicos serán quienes la lleven virtualmente a cabo, ¿por qué hacen falta
dos hombres de primera línea aquí, atados tal vez durante muchos meses?
Hawke tomó un lápiz de la mesa y lo hizo girar entre sus dedos. Contempló a los
dos hombres y luego dijo con voz tranquila, pero con énfasis:
—Porque no voy a permitir que los británicos lo echen todo a perder. Es
demasiado importante. Voy a controlarlos a cada paso que den. Cada paso. Además,
nosotros ponemos el dinero y todo el apoyo técnico. Esta operación no puede fallar.
—Te cubres el culo —comentó Falk con una sonrisa.
Hawke le devolvió la sonrisa, pero con un dejo de malhumor.
—Todos nos jugamos el culo, Leo. Si esto anda mal tendremos que empezar a
mirar las ofertas de trabajo de todos los periódicos del país.
—A propósito —señaló Falk—, conozco a ese hombre, a Gemmel.
—¿Sí?
—Seguro; conoce su oficio. Estuvo en el grupo de enlace de la OTAN que fue
consejero en el acuerdo de Camp David. Los demás no hicieron otra cosa que perder
el tiempo, pero Gemmel proporcionó algunos datos útiles. Conoce Oriente Medio. —
Sonrió al recordar—. Predijo que en el momento en que se firmara el acuerdo, los
israelíes comenzarían a levantar campamentos sobre la Orilla Oeste a tal velocidad
que parecería que quisieran emular a Dios en los seis días que le llevó crear el
universo… y que no descansarían hasta el séptimo.
Hawke hizo un gesto de asentimiento.
—A mí también me gustó Gemmel. Es distinto de los maricones que suelen
encontrarse en el MI6. Él es la prueba de que se están volviendo más eficientes. Usan
métodos y sistemas modernos… y ya era hora. —Acercó su silla al escritorio—.
Ahora, escuchadme con atención, no tenemos mucho tiempo; hay mucho que hacer.
Durante la hora que siguió, les informó mientras Meade iba tomando nota. Les
dijo que de aquí a diez días se encontrarían con el equipo británico. Se había elegido
Lisboa como lugar de reunión, pues se pensaba que no era conveniente que los
británicos viajaran a Estados Unidos ni los norteamericanos a Gran Bretaña. Dentro
de esos diez días los equipos elaborarían las propuestas detalladas para dar forma a la
operación. Las propuestas incluirían al tipo de hombre que se elegiría como Mahdi.
Cómo ubicarlo y reclutarlo y, por encima de todo, cómo controlarlo. Ése era el
problema principal. Luego estaba el «milagro» en sí mismo. ¿Qué clase de milagro?
¿Cómo crearlo? ¿Y dónde, y cuándo debería tener lugar para que causara mayor
efecto?
Otro aspecto era el de la ubicación del equipo mismo. Tendría que ser en algún
lugar de Oriente Medio. Por último, Hawke habló de los procedimientos y de asuntos
de comunicación. El equipo debería aislarse del de la compañía de ahora en adelante.
Habría que mantener un mutismo absoluto. Si se necesitaba ayuda de expertos de
fuera, cosa que seguramente sucedería, esos contactos tendrían que ser individuales y
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totalmente secretos.
Hawke conocía su oficio y, mientras Meade inclinaba la cabeza sobre su
cuaderno, escuchó con atención. Finalmente se echó hacia atrás y preguntó:
—¿Algún comentario?
Falk habló primero.
—El control —dijo—. El control del hombre en cuestión. Vamos a crear
virtualmente un Dios en la Tierra. Una vez que esté ubicado en ese lugar, ¿cómo lo
controlaremos? ¿Cómo llevaremos las riendas?
—Ése es el problema esencial —asintió Hawke—. Debe ser simple y seguro. Por
encima de todo, nosotros debemos ser los que ejerzamos el control… y no los
británicos.
—Diez días no es mucho tiempo —comentó Falk—. Tratándose de partir esa
nuez.
—Pero ésa es tu área —señaló Hawke—. Estás en este equipo precisamente para
proporcionar esa respuesta. Asegúrate de que los británicos tengan sus propias ideas.
—Se volvió hacia Meade—. Silas, ¿cuál es tu impresión?
—Pensaba en el milagro —respondió Meade—. Tiene que ser un acontecimiento
espectacular, y público. —Sacudió la cabeza—. ¿Qué clase de happening podemos
ofrecer?
Falk resopló, divertido.
—No te preocupes, Silas. Si en este país puede elegirse a un actor
cinematográfico como presidente, seguro que podremos producir otro milagro.
Meade le puso el capuchón al lápiz y murmuró:
—Amén.
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—Nosotros seríamos los perdedores —señaló—. Así los llaman: «perdedores».
Gemmel negó con la cabeza y dijo:
—No exactamente. Hay ciertas posibilidades. Podría irnos muy bien y
beneficiamos en ciertas áreas.
De nuevo, como Hawke, pasó a describir la forma en que trabajarían, e insistió en
el hecho de que los factores clave serian el control del posible Mahdi y la total
credibilidad del «milagro». En el encuentro en Lisboa diez días después ambas partes
presentarían sus propuestas, y de ellas saldría el plan final.
—El plan de juego —comentó Boyd.
Gemmel lo miró con el rostro inexpresivo.
—Así lo llaman: «plan de juego»; la expresión viene del fútbol americano.
Planean los movimientos de cada partido. Es como el ajedrez.
—Bien, será mejor que juguemos —asintió Gemmel—. He tratado de convencer
a Hawke de que el MI6 es una colmena de actividad y eficiencia, de manera que
dentro de diez días sería conveniente que tuviésemos un buen plan de juego.
Aunque el primer acto había llegado a su punto culminante, con toda la compañía en
el escenario y Giselle bailando su melancólico y bello solo, Gemmel no podía
concentrar su mente ni sus sentidos en la escena que se desplegaba ante sí. Pensaba
en Boyd, con el que trabajaría en estrecho contacto en los meses siguientes. Le
resultaba fácil identificarse con él porque Boyd también procedía de un hogar
humilde. Tenía poco más de cuarenta años; era un hombre corpulento y fornido que
había ganado una beca para la Manchester Grammar School y luego una del Estado
para la universidad de esa misma ciudad. También era un gran atleta, había jugado al
críquet y al rugby para la universidad. Tenía sentido del humor y una gran debilidad
por la cerveza fuerte de barril. Ocultaba un agudo e incisivo cerebro tras una
apariencia fanfarrona y Gemmel sobre todo apreciaba de él su sentido práctico de las
cosas. Su último trabajo importante había sido el del emirato del Golfo de Omán,
donde desempeñó un papel significativo en la victoria contra los rebeldes apoyados
por Yemen del Sur. Gemmel lo había elegido como ayudante sabiendo que, por más
esotérico y fantástico que fuese el proyecto, Alan Boyd tendría los pies firmemente
apoyados en el suelo.
Cuando se cerró el telón al finalizar el primer acto, de repente volvió a la realidad.
Se sintió algo irritado consigo mismo por no haber disfrutado el ballet, así que
mientras se encaminaba al bar decidió despejar su mente y permitirle descansar
durante el resto de la representación.
Una vez que entró en aquella estancia atestada de gente, se vio obligado a
concentrarse en asuntos no vinculados con su trabajo, porque pronto se vio arrastrado
a una discusión que mantenían varias personas miembros del London Ballet Circle.
Él mismo era miembro activo de la comisión de ese numeroso grupo de aficionados
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al ballet que dedicaban parte de su tiempo libre y su dinero a promocionar el ballet en
Gran Bretaña.
El punto que se trataba en cuestión eran las pésimas condiciones de las
bambalinas en el Coliseum. Los vestuarios para las estrellas eran más pequeños que
un armario y los bailarines tenían que arreglárselas con unas instalaciones que
habrían avergonzado a una prisión de máxima seguridad. El London Ballet Circle
había iniciado un plan de recolección de fondos para llevar a cabo algunas mejoras,
pero algunos miembros de la comisión opinaban que la mayor parte de ese dinero
habría que utilizarlo para sufragar un viaje del Royal Ballet a Sudamérica. Gemmel
se vio abordado por sir Patrick Fane, presidente de la comisión. Fane lo había estado
buscando, y le puso un whisky con soda en la mano.
—Peter, viejo amigo —dijo ansioso, llevándolo a un lado—. Afila tu cuchillo y
escucha.
Gemmel bebió un sorbo de whisky y escuchó cómo Fane le pedía su voto en la
próxima reunión de la comisión. Pensó que Fane era la clase de hombre que
probablemente disfrutaba de las reuniones de comisión más que del ballet mismo. Sin
embargo, tenía razón. Dentro de unos meses la compañía de ballet Maly de
Leningrado actuaría en el Coliseum. Presentarían la versión completa de La
Bayadère, nada menos, con más de cincuenta bailarines. ¿Cómo diablos los iban a
acomodar en 12 cajoneras detrás del escenario?
Gemmel asentía. ¿Es eso cierto? No comentó, aunque le habría gustado hacerlo,
que los bailarines rusos estaban acostumbrados en cierta medida a las
incomodidades… ya que si se quejaban pronto dejaban de bailar.
Se libró de él gracias al timbre que sonó anunciando el inicio del segundo acto y
se alejó prometiendo ocuparse profundamente del asunto.
—Pero, a propósito —le dijo a Fane, dejando el vaso vacío en el bar—, yo
habitualmente bebo vodka con tónica.
Sir Patrick vio a Gemmel alejarse, totalmente convencido de que acababa de
perder un voto.
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Haji Mastan podría haber vendido coches usados en cualquier lugar del mundo. Y no
precisamente porque tuviese el aspecto de vendedor de coches de segunda mano; ya
que parecía un animal bovino… una vaca satisfecha de ojos pardos. Tenía una cara
gorda, jocosa, sobre un cuerpo también rollizo. Sólo al examinarlo de cerca se
revelaba a través de sus ojos pardos su agilidad mental. Hablaba con lentitud y
siempre con cortesía, gesticulando mucho con sus brazos y sus dedos regordetes, y
finalmente siempre conseguía lo que quería.
Haji Mastan no vendía coches de segunda mano, sino cubiertas usadas,
renovadas, en la ciudad de Jeddah, sobre el mar Rojo. A medida que las grandes
ganancias petroleras saudíes estimulaban la marcha del progreso; progreso
identificado indiscutiblemente con la aparición de coches grandes, costosos y lujosos,
toda una industria crecía alrededor de ese nuevo medio de transporte. Se decía que el
padre y los antepasados de Haji Mastan habían comerciado con camellos, pero nadie
lo sabía con seguridad porque Haji era iraquí de nacimiento y había llegado a Jeddah
bacía quince años después de hacer la peregrinación a La Meca, a raíz de lo cual
cambió su nombre por el de Haji, que significa: «El que ha hecho la peregrinación».
Se decía que la familia había caído en desgracia con los gobernantes Ba’ath de Iraq,
lo que los había dispersado en diversos países de Oriente Medio. Su padre, con
mucha sensatez, había enviado a sus cuatro hijos varones a diferentes lugares, todos
con el suficiente capital como para emprender un pequeño negocio. Quizá alguno de
ellos, pensaba el padre, llegaría a tener éxito y podría sostener al resto de la familia, e
incluso a las generaciones venideras.
Al llegar a Jeddah, Haji encontró rápidamente su lugar. Invirtió su capital en el
equipo necesario para renovar cubiertas, compró un local en el sector Al Kandarah de
la ciudad, contrató un par de obreros y los envió a El Cairo para que aprendieran el
oficio. Su hermano, que había marchado a Egipto e invertido su capital en un
restaurante, supervisó el aprendizaje y se aseguró de que los dos hombres volvieran a
Jeddah para que cumplieran su contrato. De manera, que con esos dos hombres para
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hacer el trabajo, y Haji para conseguirlo, la pequeña empresa floreció
moderadamente. Al principio fue difícil, porque la mayoría de los saudíes, cuando
compraban un coche, no pensaban en que las gomas se fueran a gastar, y cuando así
sucedía, las compraban nuevas, o cambiaban de coche. Pero como era de esperar, los
coches nuevos se hicieron viejos y surgió un mercado de segunda mano dirigido al
sector menos pudiente de la sociedad. Ese nuevo mercado pronto descubrió que las
gomas se gastaban rápidamente por culpa de las carreteras mal asfaltadas del desierto
y que las cubiertas nuevas eran caras. Así fue cómo el negocio de Haji progresó e
incluso floreció cuando éste consiguió un contrato para renovar cubiertas con la gran
Compañía Petrolera Aramco, el consorcio saudí norteamericano que extrae el
petróleo del reino desierto.
Eso significó expansión, de manera que compró más máquinas y contrató a más
personal.
Todos sabían que Haji Mastan era un hombre profundamente religioso. Alababa a
Alá por su buena suerte y comentaba modestamente a sus amigos que su propia
habilidad para los negocios tenía poco que ver con su éxito, porque ¿acaso no estaba
todo en manos de Alá?
A esas impresionantes palabras había que sumar la devoción que demostraba
sentir por los cinco pilares del Islam: afirmaba constantemente la fe; pagaba el zakat
(impuesto para beneficencia) del veinte por ciento de sus ingresos y con frecuencia
entregaba más; oraba cinco veces al día con fervor; observaba el Ramadán, el mes de
ayuno, y, teniendo en cuenta que a Haji Mastan le encantaba comer, abstenerse desde
el amanecer hasta el atardecer era un auténtico sacrificio. Finalmente hacía la
peregrinación anual a La Meca, el Haj. Eso no le significaba un gran sacrificio, ya
que La Meca estaba a sólo cuarenta y cinco kilómetros baria el este y él podía viajar
allí cómodamente en su Mercedes con aire acondicionado.
Pero aun así, Haji Mastan era el modelo de comerciante árabe de éxito que podía
combinar el comercio con los dictados del corazón. Vivía modestamente, pero con
comodidad, y junto con su esposa y sus dos hijas lo único que esperaba del futuro era
tranquilidad.
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plan aceptable.
Ése era el motivo de que Hawke anduviera de un lado para otro en la suite del
Hotel Ritz de Lisboa, sintiéndose cada vez más avergonzado e irritado. Sólo faltaban
quince minutos para que él y su equipo se reunieran con los británicos y aún no tenía
una solución práctica. En el mejor de los casos los británicos se mostrarían corteses,
pero sin duda alguna desdeñosos. Falk, sentado en una butaca, miraba pasearse a
Hawke. Meade se encontraba en el sofá, con una pila de fichas junto a él, un
cuaderno encima de las rodillas, un cigarrillo en una mano y un lápiz en posición de
escribir en la otra.
—Tienes media docena de opciones —dijo Falk.
—¡Opciones! —Hawke se volvió hacia él, furioso—. Tengo media docena de
planes chiflados que van desde contratar actores sin trabajo hasta sobornar a un Imán.
—Alzó los brazos hacia el techo con exasperación—. Me han hablado de drogas que
producen cambios mentales, de coerción, extorsión y hasta de simple patriotismo. ¿Es
que nadie comprende que lo que queremos crear es un profeta? ¿Un hombre que
llegue a dominar la vida de mil millones de personas? Una vez que lo haga, una vez
que lo aclamen, ¿cómo podremos conseguir que no nos deje de lado? ¿Nos veremos
obligados a depender de las drogas o de la extorsión? ¿Qué hay que hacer para
extorsionar a un profeta?
Falk se inclinó hacia delante y dijo:
—Morton, créeme… la fuerza, el soborno, la extorsión, la coerción, escoge lo que
quieras, son las únicas formas. En mis buenos tiempos he dirigido mil agentes, lo sé.
Hawke interrumpió su paseo y lo miró con ira.
—¿Alguna vez has controlado al mensajero de Dios sobre la Tierra?
Falk se encogió de hombros.
—De todas maneras no será más que un hombre, Morton. Nosotros seremos los
que le daremos ese rango, pero independientemente de lo que piensen los creyentes,
únicamente seguirá siendo un hombre.
Hawke suspiró con irritación, pero Falk insistió.
—Dime, Morton, cuando tienes dos canicas verdes encerradas en el puño, ¿qué es
lo que tienes?
Hawke volvió su mirada hacia Meade y dijo:
—Dímelo tú, Leo.
—La atención total de un duende —contestó Falk y soltó una ronca carcajada.
Sólo él rió y lentamente logró controlarse.
—La fuerza, el poder, la coerción… es la única forma. —Miró a Meade en busca
de apoyo, pero éste se limitó a encogerse de hombros y a decir:
—Me gustaría pensar que podemos ser más sutiles.
—Estoy de acuerdo —señaló enfáticamente Hawke—, pero hasta ahora no hemos
producido nada que sea verdaderamente profundo.
—Diez días no es mucho tiempo —intervino Falk, a la defensiva—. Quizá los
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británicos tengan algunas ideas. Si es así, ¿cuál será tu actitud?
—Mucha cautela. Les permitiré que presenten sus sugerencias primero, y luego,
si tienen grandes y sutiles ideas, podré ser condescendiente y generoso. —Miró su
reloj—. Vamos.
Mientras se levantaba de su asiento, Falk dijo:
—Al menos tenemos algunas ideas para el milagro.
—¡Y tanto! —Gruñó Hawke con sarcasmo—. Hay de todo, desde separar las
aguas del mar Rojo hasta poner un halo rosado a Yasser Arafat. Vamos.
El Hotel Ritz de Lisboa es uno de los más grandes del mundo; su pequeña sala de
reuniones refleja el gusto y las comodidades de una era menos enloquecida. Una
mesa larga y pulida ocupa el centro de la habitación rodeada por sillas Luis XIV. Las
paredes están cubiertas con tapices que representan escenas de viajes, y una rica y
espesa alfombra se hunde agradablemente bajo los pies. En un extremo de la
habitación hay un pequeño bar; Gemmel y Boyd se encontraban junto a él hablando
de cosas triviales y bebiendo una copa, mientras dos hombres recorrían la habitación
con una especie de pequeño instrumental en las manos que producía chasquidos y
zumbidos. Cuando Hawke entró, seguido por Falk y Meade los dos hombres que
estaban junto al bar se volvieron.
Entonces Gemmel y Hawke miraron al mismo tiempo a los dos hombres del
instrumental.
—La habitación está limpia, señor —anunció uno de ellos a Gemmel.
—Muy bien, todo está perfecto, Morton —dijo el otro a Hawke.
Hubo un breve silencio y luego Hawke avanzó sonriente y con la mano extendida.
—Me alegro de verte, Peter.
Se hicieron las presentaciones pertinentes y se estrecharon las manos.
Gemmel sonrió a Falk y dijo:
—Me alegro de verte de nuevo y de que estés en esto.
—Lo mismo digo —respondió Falk, y pidió a Boyd, que lo miraba con la copa en
la mano—: Whisky con soda. Gracias.
Gemmel sirvió a Hawke un Canadian Club con un chorro de soda y dos cubitos
de hielo. Los okos desfilaron ante el bar y se sirvieron bebidas.
Finalmente, Hawke se volvió hacia los dos hombres que estaban en la puerta:
—Bien, creo que podemos comenzar. No dejen pasar a nadie, por favor.
Los dos hombres asintieron y salieron de la habitación, y los cinco que quedaron
se dirigieron a la mesa.
Es curiosa la forma que tiene la gente de aproximarse a una mesa de reuniones.
Primero buscan la tarjeta donde aparece escrito su nombre y, si no la hay, se miran
con indecisión, ya que la disposición de los asistentes alrededor de una mesa de
reuniones puede ser más crucial que una reunión en la Casa Blanca o una cena en el
Palacio de Buckingham. Son muchas las conferencias sobre la paz que se han
suspendido por este motivo. Pero en esta ocasión Hawke fue lo suficientemente
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diplomático y firme.
—Peter —dijo— ¿qué te parece si tú y Alan os sentáis a este lado? Leo y yo nos
pondremos en este otro, y Silas —dio una palmada a Meade en el hombro— puede
sentarse en el extremo y tomar nota cuando sea necesario.
Los dos hombres se sentaron y hubo un murmullo expectante mientras todos los
ojos se volvían hacia Hawke.
Hawke carraspeó y habló con lentitud y seguridad:
—Primero, para recapitular: el objetivo de esta reunión es formular un plan
detallado para seleccionar y aclamar a un nuevo profeta, el Mahdi, para la religión
islámica; definir la manera de hacerlo, o sea el «milagro»; y el método con que se
controlará al Mahdi y, a través de él, al Movimiento Panislámico.
Sus ojos recorrieron la mesa y los otros hombres asintieron solemnemente.
—Para ello —prosiguió—, debemos llegar a un acuerdo sobre los objetivos
generales de esta operación de Inteligencia, a la que hemos dado el nombre en clave
de «Espejismo», que luego someteremos a aprobación ante las altas esferas. —
Entonces miró directamente a Gemmel—. Peter —dijo—, en primer lugar, me
gustaría decirte que me alegro mucho —indicó a Meade y a Falk—, y hablo también
en nombre de los demás miembros del grupo, de que tú dirijas la operación desde
abajo.
Meade y Falk murmuraron su asentimiento y Hawke continuó:
—Queremos que sepáis que no tenemos intención de interferir en las acciones
diarias. Pero naturalmente, como nuestra agencia promueve y financia el plan,
necesitaremos estar muy bien informados.
Gemmel inclinó la cabeza indicando que lo había comprendido a la perfección y
todos los demás dieron muestras de estar de acuerdo.
—Bien —siguió Hawke, con creciente entusiasmo—. Ahora, después de una
profunda y experta consideración, nos resulta obvio que el elemento clave es la
selección y, sobre todo, el control permanente del hombre en sí… el Mahdi.
Sonrió a Gemmel, echó una mirada a Meade y a Falk, se inclinó hacia adelante y
dijo:
—Peter, obviamente nosotros contamos con algunas propuestas factibles. Sin
embargo, como vosotros seréis quienes estéis al frente, ¿por qué no nos comunicáis
primero vuestras ideas?
Gemmel asintió.
—Gradas, Morton. Pensamos que tenemos un plan simple pero eficaz. —Se
interrumpió y miró uno por uno a los tres norteamericanos—. El único problema —
continuó—, es que me temo que será un poco caro; y necesitaremos no uno, sino
dos… milagros.
Al maître del restaurante del Hotel Ritz le gustaban los norteamericanos. No porque
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dieran buenas propinas… unos las daban y otros no… sino porque nunca se quejaban.
La verdad es que aunque no hubiera mucho de que quejarse en uno de los mejores
restaurantes de Europa, siempre había alguien que, lo hacía. Sobre todo, los franceses
y los italianos. El maître pensaba que los norteamericanos estaban tan ansiosos por
recibir un buen servido en su propio país que se quedaban mudos de admiración ante
lo que él les ofrecía. Pero esos tres norteamericanos de la mesa del rincón lo habían
desconcertado del todo. El conserje había hecho la reserva a nombre de un tal señor
Beckett. Diez minutos antes de que llegara el grupo, un hombre con gabardina
preguntó por la mesa del señor Beckett, se dirigió hacia ella con un portafolios grande
del cual salía un cable conectado a una pequeña ficha, dio tres vueltas a su alrededor,
y acto seguido sin dejar de saludarle, se marchó. Cuando llegaron el señor Beckett y
sus invitados el maître se sintió obligado a mencionar el incidente, pero el
norteamericano se limitó a sonreír y le puso un billete en la mano. Él se encogió de
hombros porque después de veinte años de oficio, ya nada le sorprendía.
—Costará un riñón —dijo Falk mientras masticaba un bocado de trucha ahumada.
—Pero es hermoso —respondió Meade—. ¡Hermoso!
Los dos miraron a Hawke, que estaba profundamente pensativo; no había tocado
su plato de ensalada del chef. De repente alzó la vista del plato y se los quedó
mirando.
—Todo depende del «discípulo» del Mahdi —dijo—. Él será nuestro hombre. —
Dio unos golpecitos en la mesa para enfatizar lo que decía—. Ese hombre será todo
nuestro, siempre nuestro, y solamente nuestro.
Falk asintió con entusiasmo.
—Cuando Gemmel presentó el plan, nos pareció estar oyendo música celestial;
sobre todo en el momento en que mencionó lo del «discípulo»… como una voz
angelical.
—¿Ese tipo es de confianza? —preguntó rápidamente Hawke—. ¿No tenéis
ninguna duda?
Falk sacudió la cabeza con impaciencia.
—Ninguna, Morton. Es perfecto. Hace años que lo plantamos, lo fertilizamos, lo
cubrimos con tierra abonada, y desde entonces lo venimos regando. Te digo que es
perfecto. Ni hecho a medida; pero costará un ojo de la cara.
Hawke asintió.
—Un poco más de doscientos millones, creo, pero, Leo, eso significa cincuenta
minutos de provisión de petróleo para todo Estados Unidos. Valdría la pena. —
Sacudió la cabeza, maravillado—. Os aseguro que la idea que han presentado es
realmente fantástica.
Se produjo un silencio como si todos los pensamientos volvieran a esa reunión.
Cuando Gemmel dijo que se necesitarían dos milagros se produjo un silencio
total, sólo roto por Hawke, que comentó:
—¿Entonces necesitaremos dos profetas?
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Gemmel sonrió y les explicó que la única forma de controlar al hombre en
cuestión sería hacerle creer que él era realmente el Mahdi y convencerlo también… o
más bien instruirlo… para que se dirigiera a una persona designada de antemano
como confidente y consejero. Esa persona estaría bajo «control». Gemmel hizo una
pausa esperando una reacción, pero no recibió ninguna y pasó a explicar que el
primer milagro sería sólo para el Mahdi elegido. En efecto, algo similar a la aparición
del arcángel Gabriel, como le sucedió a Mahoma. Gemmel ya había consultado con
algunos expertos la posibilidad de recrear semejante aparición y éstos le habían
asegurado que, mientras se contara con fondos ilimitados, se podría hacer hasta en
tecnicolor. El segundo milagro, que daría validez al Mahdi en todo el mundo
islámico, tendría que ser algo más espectacular.
Gemmel calló de nuevo; esta vez intervino Falk.
—El «discípulo», por supuesto, estaría preparado y esperando al Mahdi…
—Evidentemente —respondió Gemmel—. Y sería un hombre nuestro… de pico a
cabeza.
Falk frunció los labios, pensativo, y luego, con un gesto indicó a Gemmel que
continuara. Este así lo hizo, pero primero se disculpó ante Falk porque lo que iba a
decir era obvio para un arabista tan eminente. Sin embargo, la interrupción era
necesaria para que los otros pudieran apreciar las bondades de su propuesta. Falk
inclinó amablemente la cabeza y Gemmel continuó.
Les hizo un breve resumen histórico del Islam, desde Mahoma hasta la
actualidad. Explicó los cismas que habían dividido la religión a partir de la muerte del
cuarto califa. Describió la asombrosa expansión del Islam, primero por la conquista
en épocas tempranas, y luego por los misioneros, en tiempos más recientes.
Señaló que había un punto de unión entre todas las facciones del Islam: La Meca
y su Gran Mezquita seguían siendo el núcleo central de la religión y todo musulmán,
de cualquier nacionalidad o facción, ya fuera suní o chiita o sufí o israelí, estaba
obligado a hacer la peregrinación —el Haj— a La Meca. Así, todos los años más de
dos millones de musulmanes de más de setenta naciones llegaban a La Meca para los
ritos religiosos en masa más fervientes que se conocen.
—De manera que debe ser durante los cinco días del Haj —dijo Gemmel—
cuando se produzca el milagro, para que sea presenciado por todos los peregrinos que
luego lo esparcirán por el planeta y llevarán la palabra del Mahdi a todos los rincones
del mundo.
De nuevo hizo una pausa y también esta vez se produjo un silencio… un largo
silencio que les permitió a cada uno de ellos ejercitar sus propias fantasías.
Fue Hawke quien finalmente rompió ese silencio.
—Y el milagro mismo —dijo—. ¿Tenéis alguna idea al respecto?
—Sí —replicó Gemmel—. Pero ¿quizá queráis presentar las vuestras primero?
Hawke sacudió la cabeza.
—No, no, adelante, Peter. Hasta ahora tus ideas parecen muy prometedoras.
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Entonces Gemmel entró en detalles. Pidió a los presentes que se imaginaran la
escena.
En la tarde del penúltimo día del Haj la multitud sale de la Meca y entra en el
valle de Mina. Desde el mediodía hasta momentos antes del atardecer los peregrinos
miran la pequeña sierra rocosa de Arafat, oran y leen el Corán y escuchan sermones.
Algunos de ellos también hacen sacrificios: corderos o cabras, a veces incluso hasta
llegan a matar un camello. —La voz de Gemmel había bajado de tono y los demás se
inclinaron hacia delante para no perder palabra—. En ese momento —dijo él—,
nuestro hombre, del que ya habrán corrido numerosos rumores, rodeado por sus
seguidores, se trasladará al centro mismo del valle, y en medio de la multitud,
colocará un cordero muerto en el suelo. Sus seguidores abrirán un gran círculo
alrededor, y el futuro Mahdi gritará con todas sus fuerzas: «Oh Alá, recibe este
sacrificio».
La voz de Gemmel había bajado todavía más, y su tono era reverente. Los otros
se inclinaron hacia él, reflejando en sus rostros lo que imaginaban sus mentes.
—Entonces —siguió Gemmel—, de un cielo claro, azul, sin nubes surgirá un
vivido rayo verde de luz, claramente visible para los dos millones de peregrinos…
visible hasta Jeddah. El rayo verde alcanzará al cordero y lo desintegra convirtiéndolo
en humo.
Se apoyó en el respaldo de su silla, su voz retomó el tono normal y dijo a los allí
presentes:
—Y así es como el Mahdi será proclamado.
Falk fue el primero en recuperarse.
—¡Un rayo láser! —exclamó, con una sonrisa—. Desde un avión que vuele a
gran altura.
—Desde un satélite —respondió Gemmel—, desde muy alto en el espacio.
Hawke comenzó a comer.
—¿Crees que el milagro es factible? —preguntó Meade.
—¿Cuál de los dos?
—El segundo… el del rayo láser.
Meade se encogió de hombros.
—No sé mucho de láseres, pero Gemmel parecía confiado y creo que se ha hecho
asesorar por expertos.
Falk se limpió la boca con una servilleta y dijo:
—Recuerdo haber leído un informe del Departamento de Defensa, del sector
Investigaciones. Se han hecho grandes avances en los últimos años. En 1973 las
Fuerzas Aéreas enviaron una nave teledirigida con un prototipo de arma láser, y el
Ejército y la Marina tuvieron éxitos similares.
—Así es —interrumpió Meade—. Ya he visto el informe presentado por Richard
Airey. En 1978 la Marina derribó un misil antitanque TOW… Sólo diez pulgadas de
diámetro y viaja a mil quinientos kilómetros por hora.
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Hawke dejó su tenedor.
—Entonces probablemente sea factible —dijo—, pero tendrá que ser una
máquina muy grande y ponerla en el espacio puede ser un gran problema.
—Habrá que usar la lanzadera espacial —dijo Falk—; la NASA y el Pentágono
no lo aprobarán. Hace años que tienen ese programa.
Hawke sonrió con cinismo.
—Entonces habrá que ejercer la debida presión. Silas, quiero que tú te ocupes de
eso. Es posible que tengas que usar a Gary Cline para convencer a algunos. Y dentro
de las veinticuatro horas después de que regresemos a Washington quiero en mi
oficina con su maletín de trucos y todas las respuestas, al hombre más importante en
rayos láser del Departamento de Investigación DOD.
Meade asintió y anotó algo en su agenda. Hawke se volvió hacia Falk.
—Leo, tú trabajarás en el otro extremo. Tienes que poner en movimiento a
nuestro topo en Jeddah y hacer que comience a remover las cosas. Cuando el Mahdi
salga del desierto deberá tener un grupo de seguidores ya preparado. Pero lo primero
que tienes que hacer es entregar nuestro hombre a los británicos. Establece un pacto
con Boyd. Él lo dirigirá… al menos haz que así lo crea… aunque quiero que la
Agencia controle de cerca sus acciones.
Falk sonrió.
—No te preocupes, Morton, podemos controlar al discípulo…; está más limpio
que el interior de una botella de Listerine.
—Bien. —Hawke apartó su plato—. No quiero vacilaciones. —Sus ojos se
clavaron en la cabeza inclinada de Meade.
—¿Qué me dices, Silas?
Meade levantó la mirada y contestó:
—Amén, Morton, amén.
Gemmel y Boyd mantuvieron una conversación en la habitación del primero.
Boyd estaba sentado en la única silla que había y Gemmel en la cama.
—Creo que todo ha ido bastante bien.
Gemmel sonrió, a la vez que asentía.
—Por cierto, les ha gustado la idea del control a través de un discípulo, sobre todo
porque tienen un hombre por allí al que han tenido que mantener inactivo durante
quince años.
—Eso es bastante inteligente —comentó Boyd—. No sabía que a los
norteamericanos les gustaba esto, es decir, hacer planes a largo plazo.
Gemmel sonrió y dijo:
—Yo tampoco. En general les gustan los resultados rápidos.
—Entonces ahora nosotros nos hacemos cargo de él.
Gemmel asintió.
—Sí, en caso de que lo atrapen desprevenido. Pero eso es pura teoría, ya que
Hawke lo controlará de cerca, y si la operación tiene éxito descubriremos de pronto
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que el discípulo se toma decididamente antibritánico. —Se encogió de hombros y
miró su reloj—. Dentro de diez minutos —continuó—, me reuniré con Hawke en su
suite para ultimar algunos detalles. —Se puso de pie y preguntó—: ¿Dónde está
Beecher?
—La última vez que lo vi estaba en el bar.
Gemmel frunció el ceño.
—Por favor baja, y asegúrate de que esté razonablemente sobrio.
—Aquí caben tres habitaciones como la mía —comentó Gemmel, echando una
mirada a la suite.
Hawke que estaba preparando las bebidas en la pequeña barra de bar, sonrió.
—Hablaré con Perryman —dijo, mientras acercaba las bebidas y se sentaba en
una butaca—. Sugeriré que aumente tus dietas.
Gemmel sacudió la cabeza y sonrió.
—A Perryman le daría un ataque al corazón si se enterara de que pago cien libras
por una habitación.
Se hizo un breve silencio mientras los dos hombres, sentados ante la mesita, se
miraban.
—Confesaré lisa y llanamente —dijo de repente Hawke, al tiempo que Gemmel
arqueaba las cejas—, aunque no lo admitiría ante los demás que no teníamos ninguna
idea particularmente brillante para controlar al Mahdi o para el milagro. Con
franqueza, si vosotros no hubierais tenido ese estallido de genio el proyecto ya estaría
frustrado.
Gemmel estaba obviamente impresionado por la franqueza de Hawke, pero no
pudo resistir la necesidad de indagar un poco más.
—¿Quieres decir que tu grupo de acción te falló?
Hawke sonrió irónicamente.
—Eso creo. Es una suerte que no haya sucedido lo mismo con el tuyo.
Gemmel sacudió la cabeza.
—El hecho es, Morton, que son ideas de Perryman. A pesar de las apariencias es
un muchacho muy prudente.
—Así parece —repuso Hawke en voz baja—. Puedo decirte una cosa: me siento
mucho más confiado ahora que hace doce horas. Tal vez podamos llevar adelante esta
locura. —Inspiró profundamente y dijo—: Bien, ¿hablamos de los detalles?
Comenzaron a discutir los pasos siguientes. Acordaron encontrarse de nuevo de
aquí a una semana, esta vez en París, para evitar que los vieran juntos demasiado a
menudo en la misma ciudad. En realidad, Hawke habría preferido Bruselas o Bonn.
No le gustaba mucho París, pero Gemmel, curiosamente, insistió. Entre tanto Hawke
estudiaría la posibilidad de usar un rayo láser desde el espacio para efectuar el
milagro y, averiguaría también si podía estar listo en siete meses, que era justo la
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fecha en que tendría lugar la próxima peregrinación a La Meca. En caso contrario,
tendrían que esperar un año más.
Al mismo tiempo, Gemmel pondría en marcha la búsqueda del candidato. Tendría
que ser un árabe con historial impecable para que fuera aceptado por todas las
facciones de la fe islámica. El primer milagro y la «conversión» tendría que suceder
por lo menos tres meses antes que el Haj, así el candidato tendría el tiempo suficiente
para reunir un grupo de seguidores. Por supuesto él no se declararía abiertamente
Mahdi hasta el gran milagro, porque de otro modo el rey de Arabia Saudí
probablemente le haría cortar la cabeza, como había hecho con los pretendidos
Mahdis anteriores.
También estuvieron de acuerdo en que el MI6 iniciara una campaña de
desinformación en todo el mundo islámico. Se harían a correr rumores sobre la
llegada del Mahdi, rumores que irían en aumento hasta que el milagro en el valle de
Mina lo confirmara. Finalmente decidieron que ambos equipos establecerían bases en
Ammán, Jordania, a medida que avanzara la operación.
Casi habían terminado cuando se oyó un discreto golpe en la puerta. Los dos
hombres se miraron. Hawke se encogió de hombros, se puso de pie, y fue a abrir. Era
un hombre mayor, de pequeña estatura, que traía un sobre de color beige.
—Sé que el señor Gemmel está aquí.
—Ah, Beecher —dijo Gemmel—, pase.
Hawke se hizo a un lado y Beecher cruzó la habitación a grandes zancadas para
entregarle el sobre a Gemmel.
—Esto acaba de llegar de Londres, señor. No sé si es urgente. El señor Boyd me
informó que se encontraba usted aquí.
—Muy bien, Beecher, gracias —dijo Gemmel—. ¿Confirmó mis reservas para El
Cairo?
—Sí, señor, el vuelo es a las 22:00. He pedido un coche para las 20:30.
Gemmel abrió el sobre y leyó el breve mensaje que contenía.
Levantó la mirada y dijo:
—Muy bien, Beecher, gracias.
El hombre se volvió, hizo una inclinación de cabeza dirigida a Hawke y salió de
la habitación.
—¿Quién es ése? —preguntó Hawke mientras se sentaba—. ¿Es miembro de tu
equipo?
Gemmel hizo un gesto de negación.
—No, sólo es un mensajero. No sabe nada de la operación.
Hawke mostró un ligero alivio.
—Espero que no te moleste mi pregunta —dijo—, pero ¿le da?
—¿Le da a qué?
—Si le da a la botella. Huele a whisky que tumba.
Gemmel sonrió.
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—Probablemente sí. Creo que se pasa la mayor parte del tiempo en el bar. A decir
verdad, nunca había trabajado con él y cuando vuelva a Londres lo trasladaré a algún
otro departamento. En realidad, sólo le faltan un par de años para jubilarse. Perryman
es un poco blando en ese sentido… no le gusta despedir a nadie.
—Lo comprendo —convino Hawke—, pero un borracho en este asunto podría ser
un verdadero peligro. Tuve que despedir a uno hace un par de semanas… un hombre
que fue bueno en su época. No creas que fue fácil.
Gemmel hizo un gesto de comprensión y dejó el sobre en la mesa.
—¿Era importante? —preguntó Hawke.
Gemmel sonrió.
—Sí, muy importante. El Béjart Ballet actúa en París la semana que viene. Era
una nota de mi secretaria para avisarme que ha conseguido una entrada.
—¡Hijo de puta! —exclamó Hawke, y sonrió.
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Las oraciones de la tarde terminaron; los fíeles se pusieron de pie y enrollaron sus
alfombras. Algunos se quedaron a charlar, otros regresaron a sus casas o bien se
quedaron a tomar un café en los quioscos de la calle que rodeaban la mezquita.
El Imán habló con algunas personas que tenían problemas menores y luego fue a
reunirse con Haji Mastan que estaba sentado a la sombra de un alto muro. Antes de
las oraciones Haji le había dicho que quería hablar con él, que necesitaba consejo. El
Imán estaba contento, porque Haji Mastan era un pilar de la comunidad, un
benefactor de la mezquita y el hecho de que le pidiera consejo le llenaba de orgullo.
El Imán se sentó y los dos hombres hablaron tranquilamente un rato de problemas
mundanos. Finalmente guardaron silencio. El Imán esperó con paciencia, pero con
curiosidad, porque veía que Haji estaba profundamente preocupado, su rostro
habitualmente alegre se mantenía serio, y con los dedos tironeaba las mangas de su
túnica. Finalmente dijo:
—He tenido sueños.
El rostro del Imán demostró sorpresa, porque se había esperado algo de orden
práctico. Tal vez que le encargara la instrucción de uno de sus hijos, o que le hablara
de un problema de su negocio. Sabía que el Haji había vuelto recientemente de un
viqje a El Cairo.
—¿Sueños? —preguntó en tono inexpresivo.
—Sí, sueños, siempre los mismos.
—¿Qué clase de sueños?
Haji inspiró profundamente.
—Sueño con un hombre… con un hombre que camina por el desierto… un
hombre santo.
—¿Lo conoces?
Haji negó con la cabeza.
—Pero lo veo claramente y es siempre el mismo.
El Imán trató de concentrarse, trató de encontrar palabras que llevaran la
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conversación a un nivel práctico.
—¿Cómo sabes que es un santo?
—Lo sé, y ya está.
—Descríbemelo.
Durante un rato Haji guardó silencio, su rostro era una máscara de indecisión.
Luego miró al Imán a los ojos y dijo:
—Descríbeme a Mahoma, que Dios lo bendiga y lo salve.
El Imán se echó hacia atrás como si le hubieran dado una bofetada.
—¿Mahoma el Profeta?
Haji asintió con un leve gesto.
—¿Mahoma el Profeta? —preguntó el Imán—. ¿Lo ves en tus sueños?
—Veo a un hombre —dijo Haji—. A un hombre. ¿Puedes describírmelo?
El Imán inspiró profundamente.
—Eres un hombre instruido, Haji Mastan, ya debes saber qué aspecto tenía.
—Descríbeme al Mensajero de Dios.
Si hubiera estado hablando con cualquier otra persona el Imán habría desechado
el asunto con impaciencia, pero Haji Mastan no era un hombre a quien se pudiera
ignorar.
Lentamente el Imán recitó:
—Era un hombre fornido con nariz aguileña, grandes ojos negros y una boca
grande. Su piel era clara. Cuando se volvía lo hacía con todo el cuerpo. —El Imán se
interrumpió y dijo—: Pero todo esto ya lo sabes.
—Sí —suspiró Haji.
—Y en tus sueños ves a este hombre. No puedes saber la cara que tenía; nadie lo
sabe.
Haji sacudió la cabeza.
—Sólo conozco el rostro del hombre que veo en mis sueños, y ahora después de
haberlo soñado muchas noches lo conozco bien.
—¿Y qué hace?
—Camina por el desierto.
—¿Hacia dónde camina?
Durante un rato Haji no respondió. Estaba inmóvil como una piedra, con el rostro
endurecido y sin expresión.
—¿Hacia dónde camina? —repitió el Imán.
—Viene hacia aquí… hacia mí.
El Imán se echó hacia atrás y se cogió las rodillas. Le resultaba muy difícil
articular su próxima pregunta, pero finalmente lo hizo.
—¿Y qué, si… si viene… ese hombre de tus sueños?
Hubo otro silencio y cuando Haji finalmente habló su voz era tan baja que el
Imán apenas captaba las palabras.
—Si viene me llamará. Y yo iré.
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Ahora el tono del Imán se endureció.
—Haji Mastan. ¿Cómo puedes estar tan seguro de lo que harás a partir de un
sueño? ¿Cómo puedes conocer el futuro? ¿Te encuentras bien? ¿Tal vez anheles algo,
y tu mente se esté adelantando a ello?
—Hace seis meses —dijo Haji, hace seis meses que tengo estos sueños.
El Imán se encogió de hombros, la conversación lo hacía sentirse incómodo.
—¿Y qué consejo buscas?
—¿Debo decírselo a alguien? —preguntó Haji—. ¿A mi familia, a mis amigos?
El Imán sacudió la cabeza con vehemencia.
—¡No! —dijo—. Sabes bien adonde puede conducirte semejante revelación. ¡No
digas nada!
Haji no respondió, pero el Imán insistió.
—Los sueños sólo son sueños —dijo—. Tú eres un hombre respetado y sensato.
Si hablas de estas cosas la gente se reirá de ti, dirán que Haji Mastan se ha vuelto
loco.
—¿Tú también te reirás de mí?
—No, yo no.
Haji se levantó y se envolvió en su capa.
—Entonces seguiré tu consejo —dijo, mirando al Imán—. No hablaré de esto con
nadie. Se volvió y salió de la mezquita. Siguió el consejo del Imán y no habló del
asunto, pero conocía bien a su interlocutor y sabía que era un viejo locuaz.
De manera que el Imán habló, y al hablar, adornó y magnificó los sueños. Habló
en la mezquita, en la feria y en los cafés. Y nadie se rió, porque Haji Mastan era un
hombre serio y respetado.
Gemmel entró en la suite del hotel George V de París a las 20:00, y a las 21:30 a
Morton Hawke ya le había dado un ataque de rabia que repercutió a través del
Atlántico en el consejero de Seguridad Nacional del presidente, y también en los
oídos del secretario de Defensa.
La reunión comenzó en un clima agradable. Desde el momento en que se
saludaron fue obvio que Gemmel y Hawke estaban contentos de verse. Hawke había
traído a Leo Falk, a Silas Meade y a un cuarto hombre de poco más de cuarenta años,
que mostraba la actitud tranquila de alguien que confía totalmente en su capacidad
como experto en un campo particular. Hawke lo presentó con mucha formalidad.
—Peter, te presento a Elliot Wisner, director del Departamento de Tecnología de
Energía Dirigida de la Subsecretaría de Defensa para Investigación e Ingeniería.
Gemmel digirió las palabras y le estrechó la mano. Tomó una copa que le ofrecía
Meade, y los cuatro se sentaron alrededor de una mesa.
—¿Qué tal ha ido el viaje? —preguntó Hawke.
—Bien —respondió Gemmel—. Puede decirse que la cosa está en marcha.
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—Bien, muy bien —respondió Hawke—, pero francamente, Peter, tenemos
problemas en el otro extremo.
Gemmel bebió un sorbo de su vaso y guardó silencio.
—El hecho es —prosiguió Hawke—, que habíamos supuesto que cuando
presentaste tu propuesta para el «gran milagro» habías investigado a fondo la parte
técnica.
—Y eso hice. —La voz de Gemmel era decidida y directa.
—No lo parece.
Gemmel no respondió y Hawke se lo quedó mirando fijamente unos momentos.
Había aparecido la tensión. Hawke se inclinó hacia delante y dijo, señalando al cuarto
hombre con un movimiento de su brazo.
—Elliot está considerado nuestro principal experto en el arte de la tecnología con
láser. Ha estado en estrecho contacto con todos los aspectos del programa de
desarrollo de nuestro gobierno para el uso del láser. —Se recostó en el respaldo de su
silla y repitió—: ¿Así que, estamos de acuerdo en que se le puede considerar uno de
los principales expertos del mundo en tecnología con láser?
—Sí —respondió Gemmel.
Ahora fue Wisner el que se inclinó hacia delante.
—Gracias —dijo en voz alta y nasal—. Señor Gemmel, Morton me pidió que hiciera
este viaje para que usted oyera de primera mano por qué el incidente que usted
propone es físicamente imposible. —Hizo un gesto con la mano—. Permítame que le
diga, sin embargo, cuánto admiro la amplitud de su imaginación… de la visión… que
lo llevó a hacer esta sugerencia. —Hizo una pausa, pero Gemmel permaneció
impasible—. ¿Sabe usted algo del láser? —preguntó Wisner.
—Tengo el conocimiento de un lego —replicó Gemmel—, pero me he tomado el
trabajo de averiguar algunos detalles.
Wisner sonrió.
—Seguramente usted coincidirá conmigo en el hecho de que saber un poco puede
ser peligroso.
Gemmel suspiró audiblemente.
—Señor Wisner, ¿qué le parece si me dice de una vez por qué nuestra propuesta
es físicamente imposible?
Wisner se quedó desconcertado. Echó una mirada a Hawke y recibió un gesto de
apoyo.
—Comenzaremos por el principio —dijo.
En quince minutos les resumió el desarrollo de la tecnología del láser. Trató de
simplificarlo al máximo, describiendo un láser como una máquina que proyecta un
rayo de luz de un color particular. Incluso de un color en el extremo del espectro que
es invisible para el ojo humano. Explicó que un láser pulsátil puede vaporizar el
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metal porque se concentra en un lugar diminuto, tan pequeño como una millonésima
de metro con una potencia de diez mil millones de vatios. Se interrumpió para
escuchar la reacción de Gemmel y como no hubo ninguna continuó con su
disertación, señalando que un rayo láser viaja, naturalmente, con la velocidad de la
luz: ciento ochenta y seis millones de millas por segundo. Entonces, en efecto, la luz
del láser tarda seis millonésimas de segundo en recorrer un kilómetro y medio, y
durante ese tiempo un avión supersónico que volara a una velocidad que duplicara la
del sonido apenas habría avanzado medio centímetro.
A Wisner le encantaban las estadísticas y les dio unas cuantas. Habló del
desarrollo del láser. De cómo Einstein había presentado la teoría del láser casi
cincuenta años antes de que se construyera realmente el primer prototipo. De cómo
durante la década de los sesenta la tecnología se había acelerado hasta el punto de que
los Estados Unidos habían desarrollado láseres de gas, de alta energía e inmenso
poder.
En este punto echó una mirada a Hawke y dijo:
—Creo que no revelaré ningún secreto de Estado si digo que ya tenemos un láser
de cinco megavatios. Algo casi inimaginable hace diez años.
—Continúe, Elliot —indicó Hawke, algo malhumorado—. Si dice algo que no
deba ya se lo indicaré.
Wisner sonrió y volvió a Gemmel que, durante todo el tiempo, había estado
atento pero impasible.
—Su premisa básica —dijo Wisner—, es muy factible. Fácilmente podríamos
poner un láser en el espacio. No es un secreto que tanto nosotros como los rusos
estamos trabajando en sistemas transportados por satélites que puedan destruir otros
satélites y también destruir misiles intercontinentales que salgan de la atmósfera de la
Tierra para dirigirse a sus objetivos.
—Lo sabía —repuso Gemmel.
Wisner prosiguió, imperturbable.
—Sin embargo, esos sistemas no pueden funcionar en el espacio mismo. No
pueden funcionar en la atmósfera de la Tierra. ¿Comprende usted el porqué?
—Estoy seguro de que usted me lo dirá.
Wisner ignoró la nota de sarcasmo. Comenzaba a divertirse.
—Permítame que se lo explique en el contexto de su plan —apuntó—. Si
ponemos en el espacio un láser de gas CO2 de alta energía, es difícil pero no
imposible, usando la lanzadera espacial, pesaría alrededor de veinte toneladas. En un
momento determinado el láser podría enviar un rayo verde a un punto en la Tierra. —
Sonrió a Gemmel—. Supongo que han pensado en el color verde porque es el color
del Islam.
Gemmel asintió y Wisner se volvió hacia Hawke.
—Es interesante y, además, muy conveniente —señaló—, que el verde sea el
color más adecuado. Es el que menos se absorbe en la atmósfera de la Tierra. Lo
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usamos para comunicaciones con los satélites, también desde los submarinos, porque
pasa fácilmente a través del agua.
—Muy bien —gruñó Hawke—, ¿por qué no vamos al grano?
Wisner se volvió hacia Gemmel.
—El problema, señor Gemmel, es que se necesita que este rayo verde choque
contra un objeto pequeño, y debo decirle que desde el espacio eso es imposible.
—¿Por qué?
—Pues por la diversificación y la agitación. También recordará usted de su época
de estudiante, señor Gemmel, que cuando la luz pasa por materiales de diferente
densidad se desvía o refracta.
Ahora Gemmel se inclinó hacia delante, y sus ojos taladraron a Wisner.
—Recuerdo mi época de estudiante, y sé también que los sistemas de guía
avanzados pueden corregir la refracción.
—Es cierto —replicó Wisner—, pero no pueden corregir la influencia de las
nubes y la polución atmosférica que causan movimientos y diversificación del rayo.
Por ejemplo, cuando se usó por primera vez un láser para medir adecuadamente la
distancia de la Tierra a la Luna, resultó que el rayo se había expandido hasta un
diámetro de tres kilómetros y medio al llegar a la superficie de la Luna. El motivo fue
que el rayo había tenido que atravesar la atmósfera de la Tierra. —Hizo una pausa
para causar cierto efecto—. Por lo tanto, señor Gemmel, si proyectamos un láser
desde el espacio hasta la superficie de la Tierra, el rayo se ensanchará hasta un
diámetro de más de quinientos metros en el impacto… demasiado para lo que usted
se propone, supongo.
Wisner se recostó en el respaldo de su silla con aire satisfecho, y se produjo un
breve silencio. Hawke se encogió de hombros, miró a Gemmel y extendió los brazos
con resignación. Pero el inglés seguía mirando fijamente a Wisner.
—Supongo —dijo—, que ése es el motivo por el que el láser no es todavía un
arma adecuada para utilizarla desde el espacio.
—Exactamente —respondió Wisner—. Sería increíble, ya que si no fuera por el
efecto de la agitación y la diversificación podríamos tener rayos láser en el espacio
que derribaran cualquier cosa, desde portaaviones hasta tanques. Pero tal como son
las cosas estamos limitados a posibilidades de corto alcance dentro de la atmósfera de
la Tierra. En el espacio, por supuesto, cualquier cosa es posible.
Gemmel frunció los labios, profundamente sumergido en sus pensamientos. Los
otros esperaron su reacción.
—¿Entonces no ve ninguna posibilidad? —preguntó finalmente.
—Me temo que no. A menos que montemos el aparato en un avión que vuele a
gran altura. Hasta una altura de quince mil metros el efecto de diversificación sería
mínimo, sobre todo si el cielo está despejado, como podría muy bien suceder en el
desierto. —Su tono se tornó más optimista—. Tal vez en el momento de disparar el
rayo se podría situar el avión entre el sol y los observadores para volverlo así
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invisible.
Tanto Gemmel como Hawke negaron con la cabeza.
—Los radares —dijo Hawke—. Un radar saudí o los rusos. Sin duda lo
detectarían.
Otro silencio y luego Gemmel preguntó a Wisner:
—¿Entonces no hay solución para este problema de divergencia y agitación?
Wisner sonrió con condescendencia.
—Señor Gemmel, uno no puede discutir con las leyes básicas de la física. —
Extendió las manos—. Hasta los agentes de Inteligencia deben doblegarse a ello.
—Ha sido una buena idea, Peter —dijo Leo Falk con suavidad—, pero sólo en la
mesa de dibujo.
Gemmel apenas lo oyó, estaba sumergido en sus pensamientos. Luego,
bruscamente, levantó la mirada y dijo a Hawke:
—Morton, lo siento, pero debo hablar contigo… en privado.
—¿En privado?
—Si.
Hubo una repentina tensión mezclada con desagrado. Hawke echó una mirada a
Falk y se encogió de hombros.
—Bien, Peter, vayamos al dormitorio.
Los otros tres miraron con cierto resentimiento a Gemmel y a Hawke mientras
entraban en la otra habitación y cerraban la puerta tras ellos. Wisner se puso de pie y
se sirvió otra bebida.
—Creo que a nadie le gusta que le echen por tierra una buena idea —observó.
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pasar por encima de cualquier otra agencia de gobierno, ¿verdad?
—Ya lo creo —respondió Hawke enfáticamente.
Hubo otro silencio mientras Gemmel elegía las palabras.
—Necesito saber basta dónde llega tu autoridad.
—Hasta las altas esferas arriba de todo.
Gemmel sonrió con acritud.
—¿Entonces puedes echar a alguien a patadas?
—Será mejor que te expliques —dijo Hawke con dureza.
Gemmel se acercó a la ventana y miró hacia fuera.
—Wisner ha hablado de divergencia y agitación —dijo, con la mirada fija en el
horizonte—. Pero yo sé que hace más de un año el programa de Alta Energía con
Láser DOD superó ese problema. Realizaron una prueba en Nevada el 12 de junio. La
prueba demostró que la divergencia había sido controlada hasta un coeficiente de
punto cero cero tres por ciento. —Se volvió para mirar a Hawke—. Lo cual significa
que un rayo láser verde, disparado desde un satélite al espacio llegaría a la superficie
de la Tierra con un radio de un poco menos de cinco metros… perfecto para nuestros
propósitos.
La boca de Hawke se abrió literalmente sola.
—Y por casualidad —continuó Gemmel—, fue Elliot Wisner quien dirigió esa
prueba.
Hawke se puso de pie.
—¿Y tú cómo diablos lo sabes? —preguntó indignado.
Gemmel sonrió.
—Ya te dije en Hyde Park que aunque tu gente nos desprecia, de vez en cuando
logramos reunir algunos hombres inteligentes. No sabemos cómo lo consiguieron,
pues como bien ha dicho él, va en contra de las leyes de la física, pero aunque el
problema subsiste, en los aspectos prácticos ya está controlado. Wisner lo sabe.
Prefiero pensar que tú no.
La boca de Hawke se endureció.
—No sólo no lo sé, sino que no me lo creo. —Se puso de pie—. Ya te he dicho
que nuestro proyecto tiene prioridad uno. ¿Crees que Wisner vendría aquí a decir un
montón de estupideces en mi presencia?
Gemmel ahondó aún más en la herida.
—Parece —dijo—, que hay problemas que tú y yo y, por cierto, tu director, no
conocemos.
Hawke mordió el anzuelo.
—En el DOD tengo libre acceso a todo —ladró—. Tal vez no comprendas lo que
eso significa.
Gemmel se limitó a encogerse de hombros.
—Bien, listo —dijo Hawke—, pronto lo sabremos. Tfe quedarás aquí con Falk y
Wisner, mientras yo voy a la embajada. Obtendré las respuestas. Luego tú y yo
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hablaremos de las leyes de la física.
Salió violentamente a la sala y los tres hombres miraron con consternación su
rostro lleno de rabia.
—¡Tú! —dijo señalando a Meade—. Ven conmigo. Leo, quédate aquí con Wisner
y Gemmel. No tardaré.
* * *
En realidad tardó cuarenta minutos, que para los tres hombres que se quedaron en la
suite fueron muy largos. En ese rato obviamente Gemmel no dijo nada significativo;
hablaron de trivialidades, de lo sucio que estaba París en la actualidad, y de lo caro
que resultaba vivir allí. Gemmel estaba tranquilo. Falk estallaba de curiosidad y
Wisner parecía un poco tenso. Para cuando apareció Hawke, los silencios ya se
habían vuelto incómodamente prolongados. Aunque sabía controlarse, parecía una
granada con la palanca trabada. En la mano izquierda traía una hoja de papel delgada
de color rosa.
Señaló con su índice derecho a Wisner y dijo en voz baja:
—Meade le espera abajo en un coche de la embajada. Le llevará al aeropuerto
para que tome el vuelo nocturno de la Pan Arn a Washington. Mañana a las 09:00
deberá presentarse en el Pentágono… al secretario del Mando Unificado.
Extendió la hoja de papel y Wisner la tomó, la leyó y asintió.
—Morton, usted sabe cómo es esto.
—Claro, Elliot —repuso Hawke con dureza—. Ahora permítame que yo le diga
cómo es. Dentro de cinco meses diseñará y supervisará la construcción de un láser. Y,
Elbot, si no está fisto y funcionando a tiempo, y entregado al Centro Espacial
Kennedy, bien empaquetado con un lazo, le haré picadillo.
Cuando Wisner se marchó, Hawke se sirvió cuatro dedos de Canadian Club y un
dedo de soda; poco a poco se calmó, le sirvió otro whisky a Falk, y trató de explicar a
Gemmel las rivalidades entre los distintos servicios y agencias.
—El maldito Pentágono —dijo—. Cuando se enteraron de que la compañía no
daría parte del tiempo que les habían destinado de la lanzadera espacial se pusieron
histéricos. Dios mío, ni que fuéramos la maldita KGB.
Vació su copa y se sirvió otra; de pronto los tres hombres echaron la cabeza atrás,
y se rieron con ganas.
—Cline sacó al presidente del Mando Unificado de una cena a la que estaba
invitado —dijo—. Espero que el hijo de puta tenga una indigestión.
Entonces se sentó, y se dirigió a Gemmel.
—La embajada tiene un gran sistema de comunicaciones. Mientras esperaba las
respuestas, el tipo que está a cargo de todo me lo ha explicado. ¿Sabes qué usan
actualmente para el material ultrasecreto?
Gemmel sacudió la cabeza y Hawke sonrió.
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—Rayos láser desde los satélites.
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LIBRO DOS
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Durante la noche había caído una fuerte nevada, por lo que una enorme máquina
quitanieves avanzaba por la ancha avenida, dejando dos muretes de nieve blanda en
las aceras. Moscú es una ciudad sin problemas de tránsito, ya que sólo tienen coche
las personas relativamente importantes. Este hecho ha llevado, como es lógico, a que
la ciudad cuente con uno de los Departamentos de limpieza de Nieve más eficientes
del mundo, para evitar así que las personas con una posición de poder sufran
cualquier impedimento por este motivo.
Vassili Gordik miró hacia abajo desde la ventana de su oficina del octavo piso y
vio doblar la esquina a la máquina quitanieves; luego se volvió.
—Entonces, ¿de qué se trata? —preguntó con su voz de bajo.
Los seis hombres y la mujer sentados alrededor de la mesa de reuniones lo
miraron con respeto y en silencio.
Era una oficina muy grande y muy bien amueblada. Aparte de la mesa de
conferencias, que dominaba el centro de la habitación, estaba el propio escritorio de
Gordik, grande y con tapa de cuero, y en un rincón algunos cómodos sillones y una
mesa para tomar café. En otro rincón había un bar bien surtido con cuatro bancos.
Todos los muebles eran pesados y de diseño seudoantiguo, lo que confería a la
estancia una atmósfera sólida y cómoda. La única nota discordante era una gran
pantalla que parecía de televisión, y que cubría la mitad de la pared que había frente
al escritorio.
—Entonces, ¿de qué se trata? —repitió Gordik, dirigiéndose a la mesa.
Los seis hombres parecían ansiosos. La mujer no. Obviamente a ella no le iban a
exigir ninguna respuesta. Tenía treinta y dos años, un rostro anguloso, pero atractivo,
y llevaba el pelo negro, cortado muy corto. Iba vestida con una falda de tweed de
color claro y un conjunto de cachemira celeste, adornado por un collar de grandes
perlas negras.
Gordik se ubicó a la cabecera de la mesa y suspiró.
—Alrededor de esta mesa están reunidos los que supuestamente son los mejores
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miembros de la Dirección de Investigación y Análisis del KGB. Hace dos días que
están estudiando la información y por su aspecto parecen un grupo de momias.
Desde ambos lados de la mesa los hombres lo miraron con solemnidad. La mujer
tenía los ojos fijos en la pequeña terminal de computadora que había en la mesa junto
a ella.
—Larissa —dijo Gordik—. ¿Tal vez tú tengas una respuesta?
Su tono se volvió sarcástico mientras su mirada recorría a los seis hombres.
—Al fin y al cabo, tú no eres una experta, tal vez tu cabeza no esté tan llena de
conocimientos y sabiduría como para que se te paralice la lengua.
Ella sonrió y la sonrisa ablandó las líneas severas de su rostro.
—Lo único que parece obvio —dijo ella—, es que se trata de una operación de
envergadura.
—¡Bien! ¡Bien! —exclamó Gordik—. Usemos eso como punto de partida. —Se
volvió hacia el hombre sentado a su derecha—. Lev, iré ascendiendo lentamente por
la escalera del intelecto. Como asistente mío, seguramente eres menos inteligente que
los otros que están reunidos hoy aquí. ¿Podrías agregar algo a la observación de
Larissa?
Lev Tudin también sonrió. Hacía cinco años que trabajaba para Gordik, y conocía
bien el estilo sarcástico de su jefe. También sabía que los allí presentes jamás
adelantarían una opinión. Era lo habitual en una burocracia rígida: no adelantarse
nunca a menos que fuera indispensable. Y especialmente no hacerlo cuando Vassili
Gordik presidía una reunión.
—Es una operación de envergadura vinculada con Oriente Medio —dijo.
Gordik suspiró.
—¡Brillante! No, lo digo en serio; no te desanimes. —Entonces el tono de su voz
se endureció—. Ahora, escúchenme todos. Después de cuarenta y ocho horas he
logrado obtener la escueta opinión de que se trata de una operación de envergadura
en Oriente Medio. Eso ya lo sabía hace cuarenta y siete horas y cincuenta y nueve
minutos.
Acercó su silla a la mesa.
—Ahora voy a recapitular —dijo—. Y luego ustedes me ofrecerán al menos un
pequeño segmento de los frutos de su materia gris. —Estiró los dedos y miró a la
mujer—. Larissa, muestra los nombres otra vez.
La mujer tocó las teclas y todos los hombres se volvieron a mirar la gran pantalla
de la pared. Aparecieron cinco nombres en dos grupos: Morton Hawke, Leo Falk y
Silas Meade en un grupo, Peter Gemmel y Alan Boyd en el otro.
—¡Formidable! —exclamó Gordik—. La crème de la crème. Bien, ¿qué nos dice
la composición? En primer lugar, que es una operación de envergadura. Ya es muy
importante que Falk tenga un segundo en la dirección de imo de los departamentos
más importantes de la CIA. No necesito decirles que Gemmel es jefe de Control de
Operaciones del MI6. Casualmente, tanto Falk como Gemmel son arabistas.
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Buscó en un bolsillo interno, extrajo un cigarro grueso y corto, sacó un pequeño
cortaplumas de plata de un bolsillo externo y le cortó la punta al cigarro. Tudin
acercó su encendedor y le ofreció fuego. Gordik aspiró el humo con satisfacción.
—Quince de abril —resumió—. Todos se reúnen en Lisboa en el Hotel Ritz.
Luego Gemmel viaja a El Cairo durante cuatro días. Se encuentra con Hawke, Falk y
Meade tres días después en París. Hubo otro norteamericano presente, del que no
sabemos su identidad. Esa reunión tuvo lugar en el George V. —Gordik sonrió
sarcásticamente—. Al menos tienen buen gusto para los hoteles. Entre tanto Boyd ha
desaparecido del mapa.
Se volvió hacia el hombre sentado a su izquierda, un tipo con gafas.
—Bien, Malin, ¿qué ves tú en esto?
Malin removió algunos papeles que había encima de la mesa, se puso bien las
gafas y habló con voz nerviosa y aguda.
—En primer lugar, descarto a Israel. Los norteamericanos no implicarían a los
británicos. Además, están convencidos de que el acuerdo egipcio-israelí es la única
solución. —Echó una mirada a las otras personas reunidas alrededor de la mesa
buscando alguna señal de apoyo y, como no recibió ninguna, se lanzó al ruedo—: Veo
tres áreas principales: primero, la desestabilización de Siria; segundo, un golpe de
venganza contra Irán; y, tercero, un ataque a la OLP… De nuevo un esfuerzo de
desestabilización.
Se echó hacia atrás, sacó un pañuelo blanco, se quitó las gafas y se puso a
limpiarlas.
—Nada brillante —dijo Gordik—, pero tampoco estúpido. Bien, ahora que hemos
comenzado, continuemos.
Pidió, una por una, sus opiniones a los otros cinco expertos. Todos fueron igual de
imprecisos, así que en la sala se hizo de nuevo el silencio, mientras Gordik se puso a
chupar pensativo su cigarro. Por último, Malin se aventuró a hablar.
—La información es muy limitada, camarada Gordik —dijo a la defensiva—. ¿Es
posible que nuestra fuente sea más precisa?
Gordik sacudió la cabeza.
—Nuestra fuente ha sido transferida a otro departamento. Podemos damos por
contentos con el hecho de que haya entrado en contacto con la operación.
—¿Está bajo sospecha? —preguntó Malin.
Gordik soltó un resoplido de escarnio.
—Lo dudo. Hace tiempo que está enamorado de una marca particular de whisky
escocés.
Malin se atrevió a preguntar:
—¿Entonces tenemos que depender de la información de un alcohólico?
Gordik lo contempló un buen rato, como un tigre contemplaría su comida. Malin
hundió la cabeza en el cuello.
Gordik rió.
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—Así es, y ellos se han dado cuenta rápido… o tal vez hayan sido los
norteamericanos. —Comenzó a pasearse de nuevo—. De todas maneras, es algo
pasado. Pero nosotros necesitamos presentar algo positivo, y no me voy a quedar ahí
sentado; repasemos lo que tenemos.
Durante la siguiente media hora examinaron las posibilidades. De vez en cuando
Larissa se volvía hacia la terminal del ordenador e introducía información. Al cabo de
un rato, llegaron a un consenso: los norteamericanos estaban montando y controlando
una operación cuya meta cual era un país o varios países de Oriente Medio, lo que
posiblemente afectaba la posición de los rusos en esa región. El hecho de que
estuvieran utilizando a los británicos como punta de lanza debía tener una explicación
vital. Obviamente si no estuvieran muy nerviosos por la posibilidad de verse
atrapados en una posición comprometida, no colaborarían con ellos en absoluto. Los
británicos, por otra parte, estaban acostumbrados a eso. En una secuencia lógica
eliminaron país tras país hasta quedarse con cinco posibilidades principales: Libia y
Siria, debido a la influencia de los rusos en esos países, y la OLP y el Líbano por su
conexión con un acuerdo de paz general en Oriente Medio. Por último… Arabia
Saudí. Los norteamericanos podían haber llegado a la conclusión de que la familia
gobernante no conservaría por mucho tiempo las riendas del poder y decidir
asegurarse a través de la CIA, el derecho de prioridad de una revolución y de
controlar ellos mismos cualquier movimiento hacia un gobierno más democrático o
popular.
—Al fin y al cabo —señaló Tudin—, debemos suponer que han aprendido
algunas lecciones después de lo que sucedió tras la caída del sha.
—Eso explicaría la presencia de los británicos —comentó Larissa—. Si la
operación se descubriera, ellos aparecerían como los únicos culpables. Y con su
petróleo tienen menos que perder.
Gordik se sirvió más whisky y, con el vaso en la mano, comenzó a pasearse de
nuevo por la habitación.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Me gusta la lógica de esto; además semejante
operación explicaría la calidad de las personas involucradas. De todas maneras, es
seguro que, con su nueva libertad, la CIA incrementará sus actividades en Oriente
Medio. No se quedarán sentados gimiendo por los Derechos Humanos y viendo cómo
su influencia se desintegra allí del todo. Así pues, hemos logrado aislar varias
posibilidades. Falta decidir cuál será nuestra respuesta.
Durante la hora siguiente hicieron diversas sugerencias, mientras el nivel de
whisky en la botella iba bajando. Tanto Gordik como Tudin podían ser bebedores
prodigiosos sin mostrar el más mínimo síntoma de embriaguez. Gordik decía que le
ayudaba a expandir su imaginación. Tudin callaba; simplemente le gustaba el whisky,
en especial el Chivas Regal.
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Gordik, por su naturaleza, atacaba, y aunque era obvio que vigilaría a todos los
individuos involucrados y pondría en estado de alerta a todas las estaciones del KGB
en Oriente Medio, Estados Unidos y Gran Bretaña, no se conformaba con eso. No,
tenía que saber más, por lo que poco a poco, la discusión se orientó hacia la forma y
los medios y, sobre todo, hacia la meta adecuada.
Una vez más Larissa proyectó los nombres en la pantalla, y cada individuo fue
discutido y analizado, y sus historiales mostrados uno a uno en la pantalla.
Finalmente, Gordik dijo:
—Tiene que ser uno de los británicos. No veo posibilidades de llegar a ninguno
de los norteamericanos. Además, la CIA es infinitamente más consciente de la
seguridad que el MI6… a pesar de los acontecimientos recientes.
—¿Boyd? —preguntó Tudin.
Gordik sonrió y sacudió la cabeza.
—No, Lev, apuntemos a la cumbre: Gemmel. Los tiempos cambian —indicó
finalmente Gordik con un suspiro—. Antes podíamos llamar por teléfono a Petworth
House y averiguar qué comería el primer ministro británico para el almuerzo, pero se
han encargado de poner veneno para ratas y nuestro pequeño alcohólico es el último
de una larga fila. —Sonrió con desgana—. Pero puede habernos entregado algo
importante en este caso. —Se puso de pie—. Eso es todo; traten de mantener sus
mentes activas, e infórmenme si se les ocurre algo.
Fue hasta el bar y, mientras los cinco hombres juntaban sus papeles y salían del
salón, sirvió Chivas Regal en tres vasos.
Mientras se cerraba la puerta Tudin y Larissa se acercaron a él y tomaron sus
vasos.
—No nos han servido de mucho —comentó Tudin.
—Es el sistema —respondió Gordik con una mueca—. Siempre que un jefe de
departamento quiere librarse de algún inservible lo envía a la Dirección de
Investigación y Análisis. La verdad es que no esperaba nada… sólo he hecho lo que
se espera de mí.
Bebió el contenido de su vaso y Larissa le sirvió otro. Hacía tres años que
trabajaba para Gordik. Anteriormente había sido programadora en el principal centro
de computación del KGB. La habían llamado para escribir un programa para el cotejo
de todas las transacciones financieras dentro de la organización. En ese momento
Gordik acababa de volver de su última misión para reorganizar la estructura interna
del KGB. Era un hombre activo que combinaba la fuerza con la imaginación. Durante
dos años empleó mano dura y se hizo varios enemigos, pero también impresionó al
sector del Politburó que supervisaba a la comunidad de Inteligencia soviética y, sin
hacer ruido, se construyó una sólida base de poder. Como recompensa le dieron el
deseado cargo de director de Operaciones de Ultramar. Lo único que lamentaba era
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que no había podido hacer nada significativo con respecto a la Dirección de
Investigación y Análisis. Poco después de terminar su programa, Larissa fue llamada
a la oficina de Gordik. En primer lugar, él la felicitó por su trabajo y luego la
interrogó durante una hora sobre sus antecedentes y experiencias. Una semana más
tarde Larissa fue trasladada a su departamento como asistente personal suya.
Tardó seis meses en enamorarse de él. No era fácil enamorarse de un hombre
como ése. En primer lugar, mantenía sus emociones muy controladas y su vida
privada bien custodiada. Después del primer encuentro ella arriesgó su posición
haciéndole un perfil de computadora. Así supo que había nacido en Riga cuarenta y
nueve años antes. Su padre y su madre habían participado en la Revolución; su padre
había detentado cargos importantes en el Ministerio de Agricultura, de manera que
Gordik pudo recibir una excelente educación. A diferencia de muchos oficiales de
primera del KGB no usó el ejército como punto de partida, sino que fue reclutado
directamente en la universidad, donde había obtenido un título en psicología. Después
de su entrenamiento pasó siete años como administrador de la Oficina Principal hasta
que finalmente logró entrar en Operaciones Secretas y obtuvo una misión en México.
Desde entonces su ascenso fue rápido y actuó en muchas partes del mundo,
terminando como director de Operaciones Secretas, primero para Oriente Medio y
luego para el Sudeste de Asia, antes de ser llamado a Moscú para ocupar este puesto
directivo.
Ella sabía que Gordik estaba casado y que tenía un hijo en la universidad y otro
en el ejército. Durante los últimos cinco años su esposa había pasado la mayor parte
del tiempo en la dacha que poseían cerca del mar Negro. Él casi nunca hablaba de su
mujer.
Larissa lo miró, sentado en uno de los taburetes del bar bebiéndose el whisky
pensativo; estaba muy lejos de allí. Era un hombre corpulento, sin exceso de peso,
pero que a primera vista parecía tenerlo, a pesar de sus hombros y su torso ancho, y
de su estatura de bastante más de un metro ochenta. Su tamaño y su fuerza se
disimulaban un poco, porque siempre usaba trajes italianos bien cortados. Su rostro
también era ancho, con boca y mandíbulas fuertes, y su principal atractivo eran sus
grandes ojos inteligentes. Tenía el cabello castaño oscuro, y, para un oficial ruso,
sorprendentemente largo. Desde que se hicieron amantes Larissa se lo cortaba cada
dos o tres semanas. Lo hacía muy bien y se había convertido en un ritual, después del
cual solían hacer el amor. A pesar de su corpulencia, Gordik era un amante dulce y
considerado. Le había conseguido a Larissa un apartamento pequeño, pero cómodo,
cerca de la oficina y, durante los primeros meses, le trajo varios regalos de sus viajes
al extranjero. Primero una minicadena Sony y un montón de casetes, que incluían en
igual proporción la música clásica que le gustaba a él, como el jazz moderno, que le
gustaba a ella. Luego un televisor en color y un vídeo, también con una buena
selección de películas, que intercambiaban con amigos que también viajaban a
Occidente. Más adelante, le regaló ropas y pequeñas joyas; era por naturaleza un
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hombre generoso. Por las noches ella le preparaba una comida simple, pero
imaginativa y después escuchaban un poco de música, alternando las preferencias de
ella con las de él. Larissa tenía el televisor y el aparato de vídeo en el dormitorio y
siempre acababan en la cama mirando una película o haciendo el amor, o las dos
cosas a la vez.
Ella mantenía su vida sabiamente dividida entre la oficina y la casa. En la oficina
era la perfecta secretaria y amable asistente; en casa, una compañera íntima. Gordik
todavía no le había dicho que la amaba, pero ella lo sabía. Se daba cuenta de que
lograba que él se relajara y eso la alegraba. Por supuesto la relación de ambos era
conocida por todos en el Departamento, y Gordik no la mantenía en secreto. Su
naturaleza, y su posición encumbrada, hacían que el secreto fuera innecesario. Pero
sólo Lev Tudin podía juzgar la profundidad de los sentimientos entre ellos dos porque
sólo cuando estaban los tres juntos Gordik se permitía las actitudes cómodas de la
familiaridad. Tudin era de hecho una versión joven de Gordik: también corpulento e
inteligente había entrado en el KGB directamente desde la universidad. Sin embargo,
no tenía la coordinación física de Gordik y, aunque su mente era aguda e inteligente,
su cuerpo no le acompañaba. Gordik y Larissa solían hacerle bromas al respecto de
vez en cuando, bromas que él se tomaba bien.
—Soy un jugador de ajedrez… no un atleta.
Jugaba bien, y el hecho de que Gordik fuese una de las pocas personas a quienes
no podía ganar habitualmente, agregaba otro elemento importante al respeto que
sentía por su jefe.
Levantó la mirada y vio los ojos de Gordik fijos en él.
—No me limitaré a esperar —dijo éste con énfasis—. No me quedaré aquí
sentado esperando a que suceda algo.
—¿Montarás una operación? —preguntó Tudin.
Gordik sonrió con desgana.
—Sí, eso haré, pero el único problema es, ¿qué tipo de operación… y contra
quién?
Larissa intervino:
—¿No hay posibilidades de que nuestra fuente pueda proveémos de más
información?
Gordik sacudió la cabeza, se puso de pie y comenzó a pasearse.
—No, lo han puesto a cargo de Jubilaciones y Bienestar; conocemos a todos los
jubilados del MI6 y precisamente lo que más nos interesa no es su bienestar.
Dejó de pasearse y miró a sus dos asistentes sentados ante el bar.
—Pero no deja de ser curioso —añadió—. Al fin y al cabo, los británicos deben
de saber que es un alcohólico y sin embargo le han permitido acercarse a algo tan
grande como esto, aunque sólo un instante.
—Tal vez sea una torpeza burocrática —sugirió Tudin—. Sucede con bastante
frecuencia, incluso aquí.
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Larissa y Tudin mostraron su sorpresa. Los dos sabían que Gordik sentía un gran
respeto, e incluso admiración por el inglés.
—Sí, lo sé —dijo Gordik con otra sonrisa—. Es duro, poco emotivo y muy
profesional. Tiene antecedentes intachables y, a simple vista, parece impenetrable. —
Hizo una pausa para que sus palabras hicieran efecto—. Pero ninguno de los dos sois
psicólogos y, aunque conocierais detalles de su vida, no podríais llegar a ninguna
conclusión. —Hizo un gesto a Larissa—. Proyéctalo otra vez.
Ella se acercó al ordenador y todos miraron la pantalla. Primero aparecieron una
serie de fotografías fijas, algunas claras; otras poco definidas. Luego una pequeña
secuencia de una filmación que mostraba a Gemmel saliendo de un edificio, cruzando
la calle y subiendo a un coche. Era en blanco y negro y obviamente había sido
tomada desde un lugar oculto y con película de baja calidad. Pese a todo, Larissa lo
encontró atractivo y seguro de sí mismo, y observó su paso tranquilo y su estructura
atlética. Luego apareció la fotografía de una mujer joven sonriente con el epígrafe:
Judith Gemmel. Casada con el sujeto el 14 de agosto de 1968. Muerta de parto junto
con su hijo prematuro, en 1971.
Más abajo aparecía la historia personal de Gemmel, que comenzaba con los
detalles de sus padres y sus fechas de nacimiento. Luego continuaba con la escuela y
la universidad, y una lista de sus logros académicos y deportivos. Era un buen
lingüista, hablaba fluidamente el árabe, el persa, el francés, el español y el ruso y
tenía amplios conocimientos de otras seis lenguas.
También se podía leer la fecha y la forma de su reclutamiento por el MI6 y su
historial en esa organización. En este apartado la información era más escasa y varios
códigos que revelaban las fuentes fueron eliminados de la pantalla. No era casual que
cada período correspondiera con el descubrimiento de un topo del KGB en la
comunidad de Inteligencia británica.
También había detalles sobre la vida privada de Gemmel. Sus aficiones e
intereses, el nombre de alguna novia ocasional y finalmente, la opinión de la
Dirección de Investigación y Análisis del KGB que confirmaba a grandes rasgos la
propia opinión de Gordik.
La pantalla se quedó en blanco y Gordik dijo:
—Muy notable, pero ahora busquemos alguna debilidad.
Extendió la mano izquierda y contó con los dedos.
—Uno: Gemmel es un profesional duro, nada emotivo. Dos: desde la muerte de
su esposa ha llevado una vida social tranquila, algo reservada. Tiene muy, muy pocos
amigos íntimos. Tres: sus únicas aficiones son la navegación y el ballet. Aficiones
curiosas en cierto modo… una muy activa y la otra muy pasiva. Podría decirse que la
del ballet es más curiosa que la otra, si no fuera por el simple hecho de que
Gemmel… Peter George Gemmel… —Gordik sonrió por lo que iba a decir— es en
lo íntimo un romántico, con un aspecto exterior de hierro forjado.
Tudin y Larissa se miraron y luego Tudin se echó a reír. Gordik no reaccionó,
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pero observó cuidadosamente a Larissa. Ella guardó silencio un buen rato y cuando la
risa de Tudin comenzó a calmarse hizo algunos movimientos afirmativos con la
cabeza.
—Ya ves, Lev —dijo Gordik en tono triunfal—, el análisis de un psicólogo
confirmado por la intuición de una mujer.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó Tudin.
—Sí, ahora lo veo. La navegación es un deporte romántico y el ballet es una
forma artística más romántica.
Larissa sonrió a Gordik.
—Pero, Vassili, no es por eso por lo que está de acuerdo contigo.
—¿No?
—No, tienes razón; es más bien por intuición. Lo veo en su rostro; en la forma en
que se mueve.
Tudin sonrió.
—¿Lo encuentras atractivo?
—Sí, muy atractivo. Puedo asegurarte que muchas mujeres… la mayoría de las
mujeres… lo encontrarían atractivo.
—¡Bien! —dijo Gordik con entusiasmo.
Tudin comenzó a sacudir la cabeza… no como gesto negativo, sino como si
estuviera mareado.
—¿Una «trampa romántica»? —preguntó a Gordik, que sonreía—. ¿Vas a poner
una trampa romántica al jefe de Control de Operaciones del MI6?
—Sí —respondió Gordik con firmeza—, pero una trampa romántica muy
especial. Una trampa que lo haría escalar los Urales y bajar por el otro lado
deteniéndose apenas para respirar.
—Por eso nunca ha vuelto a casarse —reflexionó Larissa—. Por eso nunca ha
tenido otra mujer. Es un romántico. Todavía ama a su esposa.
—Tal vez tengas razón, Larissa —respondió Gordik—. Pero diez años son
demasiado tiempo para seguir desviviéndose por una mujer. ¿No te parece, Lev?
—Demasiado tiempo —asintió solemnemente Tudin.
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En realidad, Hawke se estaba felicitando a sí mismo en secreto. Había enviado a
Falk de vuelta a Estados Unidos para vigilar a Wisner, mientras que él se había
quedado irnos días más en París para conocer mejor a Gemmel.
—Iré al ballet contigo —le dijo, y éste rió.
—En el improbable caso de que consigas una entrada, no te gustará.
Pero Hawke llamó al embajador, que utilizó su influencia secuestrando el mejor
palco del teatro, y, para mayor sorpresa de su compañero, encima le gustó.
—Hoy he hablado con Falk desde la embajada —dijo.
—¿Cómo andan las cosas? —preguntó Gemmel.
—Tengo que reconocer que Wisner, una vez que recibió la orden de las altas
esferas realmente se ha movido. Falk dice que se ocupa del asunto como si se tratara
de un desafío personal. Ya ha reunido a su equipo, que ayer viajó a California. La
planta número Cuarenta y Dos de las Fuerzas Aéreas de Palmdale construirá el láser.
Parece que no hay mayores problemas. Sin embargo, está el factor crucial de la
dirección.
—Comprendo —dijo Gemmel—. Al fin y al cabo, tiene que acertar a un corderito
desde una distancia enorme.
—Es completamente factible y tú lo sabes. El problema es que tendremos que
conocer la ubicación precisa del blanco de antemano, o bien introducir con
anterioridad un dispositivo dentro del animal para atraer al rayo; necesitaríamos un
cordero más grande de lo que tú te imaginas.
Gemmel sonrió.
—Morton, un cordero no puede ser más grande, ya que entonces se trataría de una
oveja. Déjame pensar un momento.
Gemmel se apoyó en el respaldo de su asiento, anticipándose a los
acontecimientos que tendrían lugar en el valle de Mina durante el Haj. Imaginó la
gran multitud, tal vez más de dos millones y medio de personas.
Entre tanto Hawke echó una mirada a la sala atestada. No le importaba la
seguridad… aparatos de escucha y cosas así. Habían elegido el café al azar y en el
último momento. Vio a sus dos hombres de la sección de París. Uno estaba sentado
en un rincón leyendo un diario. El otro se encontraba cerca de la puerta tratando de
apartar sus ojos de una morena atractiva que estaba sentada en la mesa de al lado.
—No se puede hacer —dijo Gemmel y Hawke volvió a prestarle atención—. Me
refiero a decidir sobre la ubicación exacta. Habrá millones de personas moviéndose
por allí. Sólo podríamos definir un área aproximada de cuarenta manzanas.
—No serviría —dijo Hawke—. Lo que significa que tendremos que recurrir al
dispositivo de atracción y, en ese caso, Wisner sugiere que incorporemos un
mecanismo de destrucción que queme al cordero… o a la oveja. Eso facilita el diseño
del láser ya que no tendría que destruir nada.
—¿Qué tamaño tendría? Me refiero al dispositivo de atracción y al mecanismo.
—Lo sabremos en una semana o diez días, de manera que todavía tenemos
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tiempo, aunque según Wisner no más grande que una cajetilla de cigarrillos. Es
increíble lo que ha avanzado la tecnología miniaturizada.
—Entonces no habrá problemas. Lo único que haremos es buscar un cordero bien
hermoso.
Hawke consultó su reloj.
—Pasaré por la embajada y llamaré a Falk. En Los Ángeles deben de ser las seis
de la tarde. ¿Y cómo os va a vosotros?
Gemmel le informó sobre la búsqueda de candidatos para el Mahdi. Se habían
puesto como fecha límite para tomar una decisión final el 30 de junio y para el asunto
del milagro el 31 de julio. Eso les daría tres meses para poder crear un grupo de
seguidores.
Entre tanto los agentes de la misión trabajaban en la puesta en marcha de un
programa de desinformación. Gemmel dijo que en cualquier momento saldrían a la
luz los rumores y las evidencias de la llegada del Mahdi: en Indonesia, Marruecos, y
particularmente en la gran medialuna islámica de Oriente Medio. El momento era
perfecto. Sería el año 1400 del Islam y en el folclore y la mitología islámicos existían
muchos presagios sobre la llegada del nuevo profeta que purificaría la religión y
terminaría con los cismas.
Después de pedir más café y coñac pasaron a discutir el traspaso del «topo» de la
CIA en Jeddah al control de Boyd.
—Lo ha hecho muy bien —dijo Hawke—. Como sabes, ya ha empezado la
partida.
—Sí —replicó Gemmel—. Boyd opina que es perfecto.
Finalmente, Gemmel lanzó su ataque y Hawke sonrió; hacía rato que lo esperaba.
—Estaba pensando —dijo Gemmel, como el que no quiere la cosa—, que sería
una buena idea si tuviéramos un enlace en tu lado… es decir, en el departamento de
trabajos manuales.
Hawke utilizó el mismo tono y respondió:
—¿Quieres decir en California? ¿En lo del láser?
—Exactamente; al fin y al cabo, a medida que se aproxime el momento,
necesitaremos comunicación directa.
Hawke sonrió.
—Olvídalo, Peter. Como bien sabéis ya hemos controlado el problema de la
divergencia, y eso es todo lo que vais a saber…
—¡Vamos, Morton!
Hawke siguió sonriendo.
—Hoy Falk me ha adelantado algo. Wisner está incorporando un mecanismo de
destrucción en el satélite que contiene el láser. Con una diferencia de segundos
respecto a ese rayo verde que iluminará al cordero, se producirá una explosión en el
espacio y todos los fragmentos iniciarán un viaje sin fin por el cosmos. Bajo las
órdenes directas del presidente del Mando Unificado.
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—Eso es comprensible.
—Ya lo creo. Tú ocúpate de tu parte, Peter, y nosotros nos ocuparemos de la
nuestra. ¿De acuerdo? ¿Y la próxima reunión?
—Han pensado que Madrid sería un buen lugar y la fecha ha quedado fijada para
dentro de seis semanas, momento en que la operación Espejismo ya andará sobre
ruedas.
—Supongo que en Madrid hay una buena compañía de ballet —insinuó Hawke
con una sonrisa.
—Así es —rió Gemmel—, y me la perdí la última vez que estuve en España.
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hace media hora. Un avión viene de Moscú hacia aquí para recogerte. Un avión
especial. Dentro de dos horas debes estar en el aeropuerto.
—Pero ¿por qué?
El director sonrió.
—La verdad es que no lo sé. Si lo supiera te lo diría. Sólo me han comunicado
que estarías en Moscú alrededor de una semana… de manera que te perderás por lo
menos tres funciones.
—¿Y la gira? —Preguntó Maya con desesperación.
Él sonrió.
—Tranquilízate, pequeña. Se lo pregunté. Dijeron que sin duda irás.
Aquel exquisito rostro se animó un poco.
—Vamos —dijo el director—, no puede ser tan grave. Tal vez quieran que hagas
publicidad…, unas fotos.
—Te lo habrían dicho.
Él asintió pensativo.
—Sí, supongo que sí. Pero nunca se sabe. Obviamente alguien muy importante
quiere verte. No envían aviones especiales por cualquier cosa.
Todo comenzó en la ciudad indonesia de Makasar, en las islas Sulawese. Una semana
después había cruzado el estrecho Sumba hasta Java y la capital, Yakarta.
—El Elegido vendrá. Vendrá en la época del Haj.
Esos rumores, esos presagios, no eran una cosa nueva. Ni para el Islam ni para
otras religiones basadas en la Palabra de Dios, trasmitida por los mortales. Para
muchos pasaría inadvertido, pero aquellos que viajasen entre las islas oirían repetir el
mismo rumor centenares de veces… y siempre en la misma dirección… desde
Sumatra a Borneo, e incluso hasta Bali. «El Elegido vendrá al Haj». La población
islámica de Indonesia alcanza los cien millones por lo que el rumor comenzó a
filtrarse rápidamente.
En Pakistán salió del Punjab y en una semana se vio repetido y magnificado en
las costas del Océano Índico.
En Afganistán causó preocupación entre la jerarquía rusa de la «ocupación». En
una de las habituales reuniones semanales el consejero político sacó el tema. Lo hizo
con cautela, porque los asistentes eran militares que se ocupaban de hechos, no de
rumores. Pero el comandante de las tropas soviéticas reaccionó con desdén.
—Lo que faltaba —dijo dando un respingo—. Los rebeldes ya creen que están
librando una guerra santa… una Jiahad, así que sólo falta que salga un «Profeta», que
les diga que deben luchar aún más.
Los gobernantes militares de Turquía también se intranquilizaron. El suyo fue el
primer Estado islámico que, bajo Ataturk, renunció al Corán como instrumento de
gobierno. Las oleadas que llegaban desde Irán ya sacudían los cimientos de la
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estructura secular. Se dieron instrucciones para que todos los rumores fueran cortados
de cuajo. Los gobernantes militares nunca consideraron que esas instrucciones
pudieran tener un efecto contrario al deseado.
Irán mismo proporcionaba el caldo de cultivo más favorable. La mayoría de los
creyentes eran shiítas y una de las creencias fundamentales de esa secta es que, algún
día, el hijo del asesinado cuarto califa reaparecería como salvador del Islam. El
momento era propicio.
En toda la medialuna islámica los rumores comenzaron casi simultáneamente, lo
mismo que en el sur del Sahara y entre las fanáticas sectas musulmanas del norte de
Nigeria.
En el Haj se convirtió en una contraseña. Muchos de los fieles… y también
algunos de los curiosos que no habían pensado anteriormente en hacer el
peregrinaje… estaban ya decididos a llevarlo a cabo.
Había particular preocupación en el reino de Arabia Saudí y en Siria. La familia
gobernante de Arabia Saudí se consideraba guardiana de los lugares sagrados en La
Meca y en Medina y últimamente se había visto muy afectada cuando un grupo de
fundamentalistas religiosos, conducidos por un autotitulado Mahdi, tomó por asalto la
Gran Mezquita en La Meca y la ocupó varios días antes de ser capturado en un asalto
sangriento. Era de esperar que en el aniversario 1400 del Islam hubiera una escalada
de actividades por parte de los fanáticos; la Guardia del Palacio y la Policía Religiosa
estaban alertas ante la aparición de nuevas aberraciones religiosas.
En Siria el gobierno enfrentaba el problema de la Hermandad Musulmana, el
«Ikhwan», una sociedad secreta no sólo fundamentalista sino también dispuesta a
derrocar al gobierno por la violencia. La Hermandad había matado a miembros del
ejército y de la policía, a funcionarios del gobierno e incluso a consejeros rusos. Era
intolerable pensar que su fervor religioso pudiera intensificarse por la aparición de un
nuevo profeta.
Si los Estados islámicos hubieran mantenido una forma de comunicación más
estrecha, se habría hecho evidente que el comienzo simultáneo de los rumores era
más que una pura coincidencia. Pero la mayoría de los observadores lo atribuían al
advenimiento del aniversario.
Gordik estaba estupefacto. Después de veinticinco años como oficial del KGB
dudaba de que algo pudiera realmente sorprenderlo. Pero allí estaba, en su oficina,
totalmente atónito frente a Maya Kashva, que se hallaba sentada en el borde de una
silla, mirándolo con sus grandes ojos negros y asustados.
Larissa y Lev Tudin se hallaban frente a frente en la mesa de reuniones. Sus
rostros reflejaban el asombro de Gordik. Gordik levantó los brazos y exclamó:
—¡No lo creo!
—Es verdad —repuso Maya en voz baja.
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—¿Virgen? —rugió Gordik, y ella asintió y bajó los ojos como si estuviera
avergonzada.
—¡No me lo creo! —repitió Gordik y miró a Tudin, quien se echó a reír.
Entonces Maya se puso a llorar y Larissa se acercó a ella para consolarla. Miró
con furia a Gordik.
—Por supuesto que es verdad.
—¿Virgen a los veinticuatro años?
—¿Y por qué no?
Gordik miró de nuevo a Tudin, quien levantó los brazos con resignación.
—Una especie de «golondrina». —La señaló, se puso de pie, fue hasta el bar y
miró a Gordik arqueando una ceja.
—Adelante —dijo Gordik, con tono desesperado—, y sírveme uno a mí
también… uno grande.
Gordik estaba perplejo. La entrevista había comenzado muy bien. Él había
sentido una ola de confianza desde el momento mismo en que la joven bailarina había
entrado en su oficina. Su belleza, su gracia, su vulnerabilidad, hacían un impacto
inmediato. No podía imaginar que ningún hombre normal pudiera rechazar a una
criatura así. Especialmente si ella le pedía que le proporcionara protección y
consuelo.
Le explicó con suavidad lo que se requería, y luego, cuando ella comenzó a
protestar, aplicó la presión necesaria. Le recordó la posición que había ocupado su
padre como alto oficial en la rama militar del KGB, la que le había abierto las
puertas, primero para inscribirse en la mejor Escuela de Ballet estatal de Rusia, y
luego para ser aceptada por la compañía de Ballet Maly a la edad poco habitual de
dieciséis años.
Luego vio el fuego que había en ella cuando se enfureció y defendió su talento, y
su intenso trabajo. La muchacha señaló fríamente que había miles, decenas de miles
de hijas de importantes funcionarios del gobierno que tenían la ambición de triunfar
en su profesión.
—Una docena… más o menos —señaló con desprecio— han tenido el talento y la
voluntad para llegar a la cumbre.
Gordik la escuchó, pero insistió en que la posición de su padre la había ayudado
mucho. Ella tenía una deuda, tanto con su padre como con su país.
Entonces Maya no pudo controlar sus emociones. Dijo que su padre jamás habría
permitido una cosa así. Se habría horrorizado.
Gordik estuvo de acuerdo con ella, pero el padre de Maya, lamentablemente,
estaba muerto y otros tenían la tarea de lograr la seguridad del Estado, de la Madre
Rusia. Él lo sentía, pero era inevitable. Además, no había para tanto. Lo único que se
le pedía es que desertara en Londres en el próximo viaje. El hecho era bastante
normal entre los bailarines rusos. Ella debía ponerse a las órdenes de un hombre, de
un oficial británico. Debido a las circunstancias era muy probable que él se mostrara
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comprensivo. Ella debía ganarse su confianza y su afecto, además de obtener cierta
información. Después de haber cumplido esa misión podría decidir entre quedarse en
Occidente y continuar su carrera allí, o volver a la Unión Soviética y asegurarse un
futuro profesional glorioso, y la eterna gratitud de su gobierno.
A Gordik le llevó dos horas vencerla, alternando las amenazas con la seducción.
Finalmente ella pareció someterse y preguntó débilmente:
—¿Entonces debo acostarme con ese hombre? ¿Irme a la cama con él?
Gordik asintió.
—Creo que será necesario.
—¿Y si no le gusto? —lo dijo con una ingenua ansiedad teñida de aprensión.
Gordik la estudió un largo rato y luego miró a Tudin.
—¿Qué te parece, Lev? ¿Hay alguna posibilidad de que no le guste?
—Obviamente —respondió Lev—. Es casi tan probable como que Stalin se
reencarne en el perrito galés de la reina de Inglaterra.
Gordik observó de nuevo a la muchacha y luego dijo con satisfacción.
—Aún menos, supongo.
Maya había estado mirando a Larissa en busca de apoyo femenino, pero el rostro
de ella se mostraba inexpresivo. Finalmente, Maya le preguntó a Gordik:
—¿Entonces debo seducir a ese hombre?
—Por supuesto.
—¿Como si fuera una prostituta?
Larissa intervino:
—Señorita Kashva, considérelo como le parezca. Pero no es una vergüenza
prostituirse por el propio país. Por un país que le ha dado tanto.
Otro silencio, y luego Maya dijo con tranquilidad, casi como si hablara consigo
misma:
—Pero una prostituta tiene habilidad… debe tenerla… y experiencia. Yo no tengo
esas habilidades. Ni siquiera sabría cómo comenzar.
Gordik sentía que estaban progresando.
—Mi querida señorita Kashva, créame que eso no será un problema. No es un
hombre sin atractivos. —Miró irónicamente a Larissa—. Me lo han asegurado. Usted
sólo tendrá que tratarlo como seguramente ha tratado a otros hombres. A otros
amantes.
En ese momento la primera bailarina dejó caer la bomba, cuando dijo con un
tímido desafío:
—Pero, camarada Gordik, yo nunca he tenido un amante.
—¿Ninguno?
Ella negó con su hermosa cabeza.
—¿Ninguno? —repitió él—. ¿O sea, que se ratifica en lo de que es usted virgen?
Ella asintió de nuevo con la cabeza y lo miró con inquietud.
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Tudin cruzó la habitación y le dio un vaso de whisky a Gordik quien bebió un gran
trago y suspiró con cansancio.
Maya se estaba enjugando los ojos con el pañuelo de Larissa.
—Larissa —dijo Gordik—, llévatela y dale un té o cualquier otra cosa.
Larissa la tomó del brazo y la condujo, todavía sollozando, hasta la puerta.
Mientras la puerta se cerraba tras ellas, Gordik preguntó a Tudin:
—Bien, ¿qué piensas, Lev?
—Creo que debemos enviarla a la Escuela de Golondrinas.
Gordik hizo una mueca.
—Si me hubieran hecho caso ese lugar ya estaría cerrado hace años.
Tudin cogió la botella y volvió a llenar el vaso de su jefe.
—Por otra parte —señaló—, han tenido sus éxitos, pero no puedo hacerme a la
idea de enviar a una muchacha totalmente inexperta a semejante misión. Por lo
menos necesita saber cómo bajarle la cremallera de los pantalones.
—Tal vez tengas razón —respondió Gordik sombrío—. Pero tendrá que hacer un
curso acelerado. La compañía Maly sale para Occidente dentro de tres semanas, y en
ese tiempo estará ocupada en aprender otra clase de habilidades.
—¿Y el control? —preguntó Tudin—. Al fin y al cabo, ella es joven e
impresionable. El patriotismo solo no será suficiente.
Gordik suspiró.
—Lo sé. El control será a través de su madre. Están muy unidas. La situación se
le mostrará con toda claridad. O lo hace lo mejor que pueda o su relación con su
madre se acabará.
Tudin conocía a su jefe. Sorbió su bebida y miró a Gordik enigmáticamente. Éste
le devolvió la mirada y dijo con irritación:
—¡Está bien, está bien! Recurriré al engaño. Tú lo sabes y Larissa lo adivinará,
pero nuestra joven bailarina no. Así que hará lo que yo le diga. Pensó un momento y
luego dijo: —Además de la vara le mostraré una zanahoria. Si se porta bien, si tiene
éxito, y si decide quedarse en Occidente, permitiré que su madre se reúna con ella.
¿Qué te parece?
Tudin sonrió, pero no respondió y Gordik resopló con irritación.
—Bien, sé lo que estás pensando. Té estás preguntando cómo alguien tan blando
como yo ha podido llegar a ocupar este puesto.
La sonrisa de Tudin se agrandó.
—No exactamente —dijo—. Pensaba si Gemmel sería tan blando como tú.
Gordik estaba a punto de responder cuando se abrió la puerta y Larissa hizo pasar
a Maya. La muchacha se veía más compuesta, pero todavía nerviosa.
—Creo que sería útil —dijo Larissa con firmeza—, que Maya viera alguna
fotografía del sujeto.
Se acercó al ordenador con cara de preocupación.
Gordik asintió y los tres la miraron mientras pensaba en las teclas que debía tocar.
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Todos los ojos se volvieron hacia la pantalla gigante. Larissa había elegido la
fotografía que a ella más le había impresionado de él. Era un primer plano de la
cabeza y los hombros de Gemmel, ligeramente borrosos por la ampliación. La mitad
de su rostro estaba oscurecida y sus ojos entrecerrados, miraban hacia la izquierda.
—Lo conozco —dijo Maya, y todos se volvieron hacia ella, y, aunque el piso de
la oficina estaba cubierto por una gruesa alfombra, si hubiera caído un alfiler se
habría oído en medio de aquel silencio. Gordik fue el primero en reaccionar.
—¿Cómo dice?
—Pues que lo conozco. Se llama Gemmel… Peter Gemmel.
—¿Cómo?
Maya lo miró ansiosa y él ablandó su voz.
—¿Cómo es posible que lo conozca, señorita Kashva?
—Fue en Bruselas —respondió ella con vacilación—. Cuando viajamos a
Occidente hace tres años. Entonces yo sólo era bailarina del coro, pero también había
ensayado el papel de Olga Lanov, para Paquita. Ella se puso enferma y yo la sustituí
en la última función. Fue… fue una gran oportunidad para mí, y lo hice bien.
Después de la función hubo una recepción y él estaba allí. Me lo presentaron como
una persona importante dentro de los círculos de ballet londinenses. Hablaba muy
bien el ruso.
—¿De qué hablaron? —preguntó Tudin.
—Ah, sólo de ballet. Sabe mucho. Dijo que era una lástima que no visitáramos
Londres.
—¿Te gustó? —preguntó Larissa en voz baja.
Maya bajó los ojos.
—Sí, era… sabía mucho. Y me dijo cuánto le había gustado mi actuación y que
algún día yo sería una gran bailarina.
—¿Qué más? —preguntó Gordik, con gran curiosidad.
—Eso es todo.
—¿Eso es todo?
—Sí. El camarada Savich se acercó y me llevó a otra parte.
—¿Quién es Savich?
Tudin interrumpió.
—Yarov Savich, oficial de Control de Viajes del Ministerio de Cultura. Uno de
los nuestros.
Gordik asintió lentamente.
—Ya veo.
—Me dijo que tuviera cuidado —continuó Maya—. Que Gemmel era un espía
occidental. No le creí.
—¿Eso dijo? —preguntó ominosamente Gordik.
—Sí. Creo que estaba celoso. Durante todo el viaje me… me molestó… —
Levantó la vista hacia Larissa—. ¿Usted sabe a qué me refiero?
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Larissa asintió con simpatía y Gordik echó una mirada a Tudin, que se acercó a la
mesa, sacó un lápiz, y tomó nota.
—¿A Gemmel le gustó usted? —preguntó Gordik—. Al fin y al cabo, las mujeres
se dan cuenta.
Después de un rato Maya respondió tímidamente.
—Creo que sí.
—¿Sólo lo cree?
Ella lo miró directamente a los ojos.
—Sí, le gusté.
Gordik saboreaba su cuarto whisky. Estaba sentado en un taburete del bar con los
talones apoyados en la barra inferior. Él mismo había diseñado aquel mueble, y los
taburetes perfectos para su altura, y la barra que había casi a la altura del suelo era de
bronce pulido. Creía en la máxima de que un buen bar, un buen taburete y un buen
apoyo para los pies constituían el cincuenta por ciento de la degustación de un buen
whisky escocés.
—Es una hermosa coincidencia —señaló Tudin desde detrás del bar.
—Hermosa, sí —replicó Gordik—, y por cierto una coincidencia. Al fin y al
cabo, Gemmel viaja mucho por su trabajo. Es natural que, si es un fanático del ballet,
haya ido a una actuación de una compañía tan famosa como la Maly. También es
natural que siendo miembro de una comisión del Círculo de Ballet de Londres haya
sido invitado a una recepción donde cualquier hombre con sangre en las venas, espía
o no, habría hecho todo lo posible por trabar conversación con la exquisita señorita
Kashva.
—Sí, es hermoso.
Las dos mujeres se habían marchado dos minutos antes. Larissa debía acompañar
a la bailarina a la suite de su hotel, quedarse con ella esa noche y por la mañana
llevarla a la Escuela de Golondrinas donde también se quedaría. «Puedes aprender
algo», le había dicho Gordik en un aparte, con una sonrisa. Ella le informaría
constantemente de los progresos de Maya.
Gordik había hecho pasar a la muchacha por todo el espectro de las emociones,
describiéndole primero los beneficios y las recompensas del patriotismo,
informándole luego de que su madre sería su «invitada» en la dacha que él poseía en
el campo durante el tiempo que durara el viaje y, finalmente, prometiéndole reunirlas,
aunque la bailarina decidiera quedarse en Occidente. Maya lloró, imploró, y
finalmente cedió. No por nada su padre había sido oficial de primera del KGB. Maya
comprendía bien la realidad.
—¿Piensas que resistirá? —preguntó Tudin.
—Vale la pena correr el riesgo —replicó Gordik—. Es más dura de lo que parece.
No sé mucho de ballet, pero lo que sí sé es que no se llega a primera bailarina a los
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veinticuatro años sólo con talento… o por tener un padre importante. Hay que ser
dura y decidida.
Tudin se sirvió más whisky.
—¿Entiendo que el camarada Savich no viajará con la compañía en su gira a
Londres?
Gordik sonrió con cinismo.
—La única gira a la que se enviará a ese idiota lujurioso e indiscreto será a un
espectáculo de títeres a Siberia.
El Range Rover con camuflaje del desierto se encontraba detrás de una colina marrón
y arenosa. No llevaba ninguna placa ni otros distintivos, sólo una alta y delgada
antena. Los dos hombres estaban tendidos sobre una lona en lo alto de la colina. Uno
de ellos tenía un par de potentes prismáticos ante sus ojos. El otro yacía de espaldas,
protegiéndose los ojos del sol de la tarde con la mano. Habían colocado un pequeño
toldo de tela… no para protegerse del calor, sino para evitar que se recalentaran las
cámaras y las lentes tan caras que habían traído consigo. Los hombres estaban
acalorados, cansados y sucios, porque hacía tres días que se arrastraban por ese
desolado lugar. El Range Rover tenía aire acondicionado, pero se habían prohibido
poner el motor en marcha.
El hombre que tenía los prismáticos los bajó y se pasó el brazo por los ojos.
—Por Dios, qué calor de mierda —dijo exasperado.
Su compañero tendido de espaldas le replicó con igual desesperación.
—George, si vuelves a decir eso una vez más te daré una patada en los huevos.
George gruñó, volvió a levantar los prismáticos y acto seguido se tensó.
—Ahí viene, Terry. Ahí viene.
Terry se puso boca abajo y miró por encima de la colina. Luego extendió una
mano, eligió una lente de telefoto y la colocó en una cámara Nikon F3.
Por el visor veía claramente al hombre que rodeaba la colina que se alzaba ante
él. Llevaba la vestimenta tradicional, las sandalias de cuero, y una cantimplora
también de cuero colgada del hombro.
Terry lo miró a la luz del sol poniente, eligió el filtro adecuado y lo ajustó a la
lente. Luego el motor de la Nikon se puso en marcha y, paso a paso, hizo una
secuencia de fotos de aquel hombre. Cuando llegó a la entrada de la cueva, el primer
rollo ya se había terminado y mientras el fotógrafo lo cambiaba con mano rápida y
experta, el árabe se puso en cuclillas y tomó un trago de la cantimplora. De nuevo se
puso en funcionamiento el mecanismo de la Nikon. Terry quería sacar por lo menos
En Jeddah, Haji Mastan estaba hablando de nuevo con el Imán a la sombra del muro
de la mezquita. Mientras hablaba el Imán lo escuchaba absorto, porque en las últimas
semanas se habían oído continuos rumores y especulaciones. Mucho más ruido que el
* * *
La Escuela de Golondrinas estaba en una gran dacha situada en unas lomas cubiertas
de bosques a irnos sesenta y cinco kilómetros al nordeste de Moscú.
A fines de la década de los cincuenta, el KGB había logrado atrapar al embajador
francés en Moscú. Era un hombre que se dejaba llevar fácilmente por los encantos
femeninos y habían usado a una hermosa joven actriz para ponerlo en toda una serie
de situaciones comprometidas. Fue una operación perfecta, seguida por muchas otras,
basadas por lo general, en la seducción de secretarios de edad madura que trabajaban
para gobiernos de Occidente.
Se encontraron a la hora del almuerzo. Bragin estaba sentado solo a una mesa puesta
para tres. Los otros instructores y los alumnos se encontraban sentados en el otro
extremo de la habitación. Levantaron la mirada con curiosidad cuando entraron
Larissa y Maya para dirigirse directamente a la mesa de Bragin. Luego todos le
miraron. No se relamía exactamente, pero ningún gato contempló nunca un plato de
crema fresca con mayor interés. Se levantó de su silla y dio la mano a Maya.
—Bragin… pero por favor llámeme Georgi; y usted, por supuesto, es la famosa
Maya Kashva. Es un honor.
Ella le estrechó la mano formalmente, él le acercó una silla y saludó a Larissa.
Habían sido presentados antes en la oficina del director.
Al recordar ese almuerzo, a Larissa le resultaba difícil encontrar algún fallo en la
estrategia de aproximación de Bragin… En pocos minutos fue obvio que Maya lo
trataba como a cualquiera de sus admiradores. Correctamente, pero a distancia. Él no
se esforzó mucho por cambiar la situación y dirigió su atención y encanto hacia
Larissa, quien sintió la fuerza de ese encanto y de su personalidad. Pensó que él era
un animal macho muy poderoso. Su propia reacción hacia él, si no hubiese estudiado
su ficha, habría sido amable e interesada. Un hombre con quien se podría tener una
La habitación de Bragin podía describirse como suntuosa. Tenía una gran sala de
techo alto, con profundos sillones de terciopelo y un bar bien provisto. El dormitorio
era aún más grande, con una cama gigante con dosel y las cortinas corridas.
Maya estaba sentada en el borde de su asiento, bebiendo de una gran copa de
coñac francés. El coñac venía después de dos vasos de vodka antes de la cena y
media botella de borgoña para acompañarla, pero aún no había perdido el control de
sí misma, aunque estaba a punto de hacerlo.
Bragin, sentado frente a ella, encorvado, la miraba con una mezcla de frustración
e irritación. Habían caminado dos horas esa tarde… mucho más de lo que él pensaba,
y le dolían las piernas. Varias veces había tratado de persuadirla de que se sentaran en
algún lugar bonito y hablaran, o simplemente admiraran el paisaje, pero ella se había
negado resueltamente y había seguido avanzando con su paso largo y elástico hasta
que él perdió la dignidad al tener que correr detrás de ella, jadeando incluso un poco
por el esfuerzo.
Durante la cena Maya apenas le había dirigido la palabra. Sabía, o parecía saber,
poco del mundo, y las anécdotas e historias de él rebotaban en su rostro hermoso pero
impasible. Él no sabía casi nada de ballet, de manera que no podía acercarse a ella en
esa dirección. Finalmente, recurrió a ablandarla con la bebida y eso también hirió su
vanidad. Nunca había necesitado de ese recurso para bajar las defensas de una mujer.
Si Gordik hubiera estado presente, habría aprobado el lugar elegido para la tercera
reunión. Se trataba del hotel Villa Magna de Madrid, y si bien no tenía la reputación
ni la categoría del Ritz de Lisboa, o del George V de París, era sumamente cómodo.
La reunión tuvo lugar en la sala de conferencias del hotel enmascarada como una
conferencia de ventas de una de las más conocidas sociedades anónimas británicas.
Tanto el equipo norteamericano como el inglés estaban en su mejor momento, con el
agregado de Elliot Wisner del lado de los norteamericanos. Se respiraba un ambiente
de camaradería e interés cuando todos se dirigieron a ocupar sus asientos. Los
británicos habían distribuido unas carpetas grandes de color marrón atadas con un
lazo verde, y Wisner había colocado en una pared una pantalla pequeña como las que
se utilizan para proyectar películas en casa. Se encontraba ante la pared en un
extremo de la mesa con el proyector de diapositivas frente a él. Meade ocupaba el
otro extremo y Gemmel y Hawke se hallaban sentados uno frente al otro con sus
asistentes a los lados.
—Morton, tenemos que dejar de reunimos de esta manera —dijo Gemmel con
solemnidad.
—Sí —sonrió Hawke—. Mi esposa está empezando a sospechar. ¿Cómo es tu
suite?
Gemmel hizo una señal de aprobación.
—Muy palaciega; ¿estás seguro de que no aparecerá en las cuentas del tesoro de
su majestad?
Falk intervino en la conversación.
—No hay peligro; lo hemos puesto bajo el cargo «Servicio de toallas».
—¿«Servicio de toallas»?
—Claro —respondió Falk con una sonrisa seductora—. Es un eufemismo para
denominar los gastos devengados para proporcionar compañía femenina a los
representantes de los países amigos… y, ocasionalmente, enemigos.
—Una gran tajada del presupuesto de la compañía —intervino irónicamente
Meade.
Gemmel echó una mirada a Boyd.
—Cuando nos vayamos —dijo con seriedad—, contaré las toallas. —Sonrió a
Vassili Gordik y Maya Kashva iban caminando por el parque Gorky. El cielo estaba
claro, pero hacía mucho frío y los dos llevaban pesados abrigos de piel, botas
forradas y sombreros. A cierta distancia a su izquierda algunos patinadores se
deslizaban rítmicamente por una pista de hielo al aire libre.
Hacía media hora que caminaban. El breve período de entrenamiento de Maya
había terminado. Cuatro días después la compañía de ballet Maly comenzaría su gira
por Europa Occidental y un mes más tarde llegarían a Londres para ofrecer las
últimas representaciones. Durante ese rato Gordik había hablado con ella en voz baja
y en tono distraído, haciéndole preguntas y respondiendo a las suyas. Quería evaluar
el estado mental y la disposición de la muchacha. Se sentía tranquilo porque, bajo esa
actitud indiferente, ella mostraba tener una mente incisiva y absorbente. Le había ido
bien en su entrenamiento, cosa que sorprendió a sus instructores.
—¿Y si él no está allí? —preguntó Maya—. En Londres, quiero decir.
—Estará —respondió Gordik—. Ha aceptado una invitación a una recepción en el
hotel. De todas maneras, si no estuviese en Londres por alguna razón, usted adoptará
la estrategia alternativa. No se preocupe, Maya. Lev Tudin estará cerca de usted y la
mantendrá informada.
Un grupo de niños pasó corriendo junto a ellos; el más pequeño resbaló en el
hielo, cayó sentado y se echó a llorar. Maya lo ayudó a levantarse, lo consoló, y luego
lo envió con los demás. Se quedó mirándolo mientras el chico corría detrás de los
otros, y después se volvió hacia Gordik.
—Yo sólo soy una apuesta —dijo—. Ustedes no tienen muchas esperanzas. Me
envían porque hay escasas probabilidades de que pueda enterarme de algo. ¿No es
así?
Gordik no vaciló.
—Es exactamente así. Con sinceridad, le doy sólo un diez por ciento de
probabilidades de descubrir algo y sólo un cincuenta por ciento de probabilidades de
acercarse a Gemmel a la primera. Será difícil, Maya. Si lo logra, y si se acerca a él, ya
Hawke no entendía nada de lo que oía, pero trataba que su expresión fuera lo más
inteligente posible y observaba atentamente a Elliot Wiener que señalaba las diversas
partes en el modelo, y a la vez que nombraba contenedores de CO2, lentes de
colimación, activadores de alto voltaje, etcétera. El modelo estaba en escala de uno
por veinte y Hawke trataba de imaginarse el tamaño real del láser. Era casi tan grande
como su dormitorio; se maravilló ante los avances científicos que permitirían elevarlo
a treinta y seis mil kilómetros en el espacio y luego colocarlo en posición y dirigirlo
con tanta exactitud como para chocar con un objeto en la Tierra dentro de un radio de
cinco metros. De nuevo trató de seguir la disertación de Wisner, pero éste hablaba
sobre el espectro electromagnético y Hawke abandonó el intento y echó una mirada a
la habitación.
Se hallaba en el área de Seguridad de la planta número cuarenta y dos de las
Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Palmdale, California. Hawke estaba
haciendo una gira de inspección para controlar el progreso de la construcción del
láser, y, como era de esperar, Wisner se sentía a sus anchas en su propio campo.
Aparte de Hawke, Wisner y Meade, que se mostraba francamente aburrido, había
otros dos hombres en la habitación… ambos vestidos con las batas blancas y con la
expresión de superioridad propia de entender de lo que estaba hablando Wisner.
Hawke se daba cuenta de que tenía que hacer una pregunta inteligente.
—¿Y el sistema de control de la divergencia? —preguntó.
Wisner sonrió a los otros dos científicos y dio unos golpecitos a una prominencia
en forma de barril que sobresalía del tubo del láser.
—Está aquí. Francamente, Morton, tal vez usted haya podido seguir mis
explicaciones hasta ahora, pero esta unidad y los principios subyacentes son mucho
más difíciles de entender. Sin embargo, intentaré explicárselo si lo desea. —En el
rostro de Meade apareció una expresión consternada y Hawke sonrió y dijo:
—No, déjelo, Elliot. Siempre que la maldita cosa funcione.
—Ah, funcionará, Morton, funcionará.
Hawke miró su reloj con un gesto de impaciencia y Wisner añadió:
—Bien, esto será todo por el momento. Ahora iremos a ver a la gente de
telemétrica.
Todos se pusieron de pie y Hawke estrechó la mano a los dos científicos a la vez
que les murmuró algo sobre «buen trabajo» y «seguir adelante» y luego él y Meade
Era la típica recepción de las que se dan para las compañías de ballet en gira. La lista
de invitados estaba compuesta por un grupo de aficionados que se saludaban entre
ellos con gran familiaridad, y un gran grupo de arribistas que estaban allí para tratar
de elevarse en la escala social mientras bebían gratis.
Pero para Lev Tudin era estimulante. Se trataba de su primer destino en ultramar,
como oficial de Control de la Gira de la Compañía Maly. Gordik había decidido que
Lev estuviese cerca cuando la golondrina iniciase el vuelo.
La compañía había cumplido compromisos en Copenhague, Bonn, Bruselas y
París, y Tudin lo había pasado muy bien. La única dificultad se presentó en la última
noche que pasaron en París cuando le despertaron a medianoche para informarle de la
desaparición de uno de los jóvenes bailarines de sexo masculino, que temían que
hubiese desertado. Pero al final lo encontraron en un bar de homosexuales en
Montmartre y lo llevaron de vuelta a casa. Era la primera noche que pasaban en
Londres y a la mañana siguiente la compañía iniciaría una semana de actuaciones en
el Coliseo. Tudin pensó que era un nombre extraño para un teatro. Evocaba visiones
de la elite romana contemplando a los cristianos destrozados por leones y tigres. Sus
ojos recorrieron la gran sala, observando a los diversos bailarines de la compañía. No
había ningún león entre ellos, pero observó a una joven bailarina del coro que hacía
una noche en Bruselas, había resultado ser una tigresa.
Apenas veía a Maya Kashva porque su diminuta figura estaba rodeada por un
grupo de admiradores. Su presencia causaba sensación en todos los lugares donde
actuaba la compañía, porque era su primera gira completa como primera bailarina y
su reputación la había precedido fuera de Rusia. Hasta ese momento había recibido
una extraordinaria acogida y, aunque los críticos de Londres eran conocidos por su
dureza, Tudin llegó a la conclusión de que la actuación de Maya derretiría también
sus corazones.
Entre las personas que la rodeaban vio a su propia gente. Tres en total. Dos
hombres y una mujer. Habían sido cuidadosamente preparados para los
* * *
* * *
Abu Qadir durmió bien esa primera noche, al menos hasta una hora antes del
amanecer Había recogido algunas ramas para encender un fuego a la entrada de la
cueva, ya que las noches del desierto eran frías. Los únicos ruidos que se podían oír
en toda la noche era el crujir de las rocas que se movían y se asentaban con el rápido
descenso de la temperatura. Pero eso no perturbó el sueño de Abu Qadir porque eran
los ruidos del desierto y él estaba acostumbrado a ellos. Sin embargo, una hora antes
del amanecer, algo perturbó su sueño. Se despertó y se quedó muy quieto, expectante;
había oído una voz o algo parecido. Una voz lejana que lo llamaba por su nombre. Se
quedó en silencio durante unos minutos, pero, al no oír nada más, se incorporó para
acercar nuevas ramas sobre los rescoldos; hacía mucho frío. Luego oyó de nuevo la
voz; no parecía venir de afuera, sino del interior de su cabeza, como si llegara a sus
oídos desde el centro. Era una voz baja y clara, una voz que hacía eco en su cerebro,
y que dijo dos veces: «Abu Qadir. Abu Qadir».
Se sentó lentamente, apretó sus rodillas contra el pecho y las rodeó con los
brazos.
No se movió cuando salió el sol, y no oyó nada más. Permaneció así sentado
Hawke había podido oír una traducción de las cintas enviada a Falk una semana
antes. Sabía que las palabras iniciales eran las mismas que el arcángel Gabriel le
había dirigido a Mahoma en el año 612. Las palabras que dieron origen a una vasta y
vibrante religión que se extendería por todo el mundo.
Pero las palabras que susurraba Gemmel en su oído no habían sido oídas antes.
Hablaban de la desolación del Islam, de la corrupción y la desviación, del
pensamiento y la conducta heréticos. Una deformación y abuso de la Palabra de Dios
transmitida a través de su profeta Mahoma. Ahora, a través de su mensajero Abu
Qadir, la palabra sería oída de nuevo, oída por creyentes y no creyentes, hasta que
Su voz se agudizó:
Había muy poco espacio en aquel vestuario atestado, tanto para las flores como para
los admiradores, que llenaban el estrecho pasillo, produciendo un gran griterío.
Maya se sentía tranquila pero agotada. Sentada de espaldas al espejo, desplomada
en una silla, apenas veía u oía ese alboroto. Revivía la actuación, movimiento por
movimiento. Cualquier cosa que sucediese quedaría para siempre grabada en su
mente y en su cuerpo. Había sido una ocasión excepcional en la que los
acontecimientos y las circunstancias se habían combinado para producir ese toque
final en el alma de una artista. Maya Kashva sabía que en el futuro podría bailar muy
bien, pero nunca mejor, y también sabía que uno de los ingredientes que producían en
ella ese estado era el hombre a quien tendría que mentir, y tal vez destruir. Pero no le
importaba; durante las dos últimas horas le había hecho un regalo que sólo ella podía
hacer.
Lev Tudin se detuvo en la puerta y la miró a través de la multitud. Experimentaba
un sinfín de emociones: tensión por lo que estaba por venir, emoción por lo que había
visto en el escenario, y cierta tristeza, porque instintivamente comprendía qué había
producido semejante actuación.
La vio levantar los ojos, mirarlo, y hacer un gesto afirmativo; él comenzó a hacer
salir a la gente. Cuando se cerró la puerta detrás del último admirador, ella hizo girar
su silla y comenzó a quitarse el maquillaje. Tudin permaneció junto a la puerta,
observando su rostro a través del espejo. Pudo ver que ella lo miraba…
—Maya —dijo en voz baja—. Te he visto actuar una docena de veces en el
último mes. Pero esta noche has bailado. No tengo palabras para decirte qué hermosa
estabas. Nunca lo olvidaré. Te lo agradezco.
Ella le dedicó una débil sonrisa.
—Tal vez haya sido la última vez, Lev.
Él sacudió la cabeza.
—Pero ¿qué dices? Sería un disparate.
Ella hizo girar de nuevo la silla y lo miró con el rostro blanco por la crema
limpiadora.
—Ahora todo eso ha terminado —suspiró—. Pronto seré una golondrina que
busca un nido.
Él habló con dureza:
—Has bailado para él.
—Sí, Lev. He bailado para él. Tal vez eso es todo lo que puedo hacer por él. Tal
vez es todo lo que desea de mí.
Él inspiró profundamente.
Gemmel estaba sentado en un sillón de cuero en su pequeña sala de estar. Dos de las
paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo y en un rincón había
un Nakamiehi estéreo. Los demás objetos de la habitación reflejaban también su
personalidad: un carrito con botellas de whisky de malta, vodka polaco, coñac
Gennessy XO, jerez La Ina, y un juego de vasos de cristal Waterford.
De una pared colgaban dos reproducciones de Miró y en una mesita había una
escultura Rendo de un caballo encabritado, pero a pesar de tanto abigarramiento, la
habitación era agradable, un lugar donde se vive. Los libros no se encontraban
dispuestos uniformemente como simples objetos decorativos, y los almohadones
estaban distribuidos al azar en los sillones de cuero, en el sofá e incluso por el suelo.
En el revistero había un ejemplar de la revista Yacht-ing Monthly. Una buena
alfombra persa que, en otros tiempos, habría estado colgada en una pared, daba calor
a la estancia.
Era la típica habitación de un hombre soltero, ni rico ni pobre, pero con
posibilidades de permitirse ciertos caprichos, y a quien le gustaba estar cómodo a su
manera.
Pese a todo, en ese momento Gemmel no estaba cómodo. Su breve siesta de la
tarde no le había servido para recuperarse de su largo vuelo desde Amán y del cambio
de horario. Eso, añadido al impacto emocional de aquella misma noche, se
combinaban para hacerlo sentir inquieto. Puso una sinfonía de Schubert y se sirvió
otro coñac, pero ni lo tocó; cinco minutos después también desconectó el aparato, no
se podía concentrar en la música.
Estuvo sentado durante más de una hora, durmiéndose y despertándose mientras
las impresiones llenaban su mente: una cueva oscura, luces verdes que parpadeaban
en una consola, una muchacha, pequeña, ágil y liviana, que bailaba dentro de su
cerebro; la arena calcinada por el sol en un valle desierto, la muchacha que bailaba, la
imagen indefinida, enmarcada, de un hombre arrodillado; una muchacha que
bailaba… y el timbre de la puerta que sonaba.
Llovía con fuerza y, aunque se protegía bajo el pequeño pórtico, sus cabellos
negros se habían mojado durante el breve recorrido que había efectuado desde el taxi
hasta la puerta de la casa. Gemmel vio cómo el taxi se alejaba por el estrecho
sendero; luego miró de nuevo a la muchacha, cubierta con un impermeable, con los
cabellos húmedos, el rostro pálido y esos grandes ojos asustados.
Movió los labios como si fuera a hablar, pero no emitió ningún sonido. El
En Langley, Virginia, eran cinco horas más temprano. Daniel Brand se hallaba en su
oficina leyendo la última página del informe detallado de Hawke. Éste, sentado al
otro lado del escritorio, tenía un delgado cigarro entre sus dedos y una expresión
expectante en el rostro. Leo Falk se hallaba junto a él. Él también había estado
leyendo el informe, pero ya había terminado.
Brand por fin acabó, cerró la carpeta, la arrojó sobre su escritorio, se apoyó en el
respaldo de su silla y contempló a Hawke a través del humo del cigarro.
—Me sorprendes, Morton.
—¿Tú crees?
—Sí. —Brand indicó el informe—. Es lírico. Me refiero a cómo lo has redactado.
—¿Lírico?
—Sí, como algo sacado de Las mil y una noches.
Hawke se echó hacia adelante y dijo exaltado:
—Y es así como fue, Dan, créeme, así fue. Tendrías que haberlo visto.
Brand resopló, volvió a tomar el informe, eligió una página y leyó en voz alta:
—«La operación ha sido planeada y llevada a cabo con la máxima precisión.
Ningún detalle, por más insignificante que fuese, ha sido pasado por alto, ninguna
contingencia ha quedado sin contemplar. El resultado satisfactorio se ha conseguido
por el altísimo nivel de profesionalidad». —Volvió a arrojar el informe sobre el
escritorio y echó una mirada a Falk—: Morton solía decir que los ingleses eran un
atajo de viejas.
—Y muchos todavía lo son —contestó Hawke—, pero este equipo es de primera
y Gemmel, en particular, es un operador excelente. Tendrías que haberlo visto.
Falk dio un golpecito a la carpeta que tenía sobre sus rodillas.
—Pero no dijiste que se había mostrado un poco extraño al final.
Hawke pensó un momento y luego contestó:
—Él lo planeó y lo organizó… brillantemente. Es fuerte y muy inteligente y todo
su equipo lo respeta muchísimo, casi le tienen reverencia…
—¿Pero?
Hawke extendió las manos.
—No estoy seguro. Al final estaba como afectado… emocionalmente.
El director señaló el informe.
—Parece que tú también. He leído varios de tus informes. Ésta es la primera vez
que detecto una levísima emoción.
La voz de Hawke adquirió un tono defensivo.
—Bien, debo admitirlo. No pude evitar sentirme conmovido. Quiero decir, ver a
Gemmel entró en la sala de estar con una taza de café humeante. La puso en la mesa
frente a Maya y se sentó al otro lado. Le había dado una toalla con la que ella se
había cubierto la cabeza, como si fuera un turbante; la actuación de Maya volvió a
inundarle los sentidos. Ella se inclinó hacia delante, tomó la taza con las dos manos y
sorbió el café, mirándolo con aprensión.
—¿Y así sin más, ha salido por la puerta? —preguntó él.
Ella asintió.
—Primero he ido al lavabo. Allí he dejado mi abrigo colgado detrás de un
armario. Ya conocía el camino hasta la entrada lateral del hotel y como había mucha
gente, simplemente me he escabullido.
Gemmel se puso de pie y fue hasta el carrito de las bebidas. Sirvió dos vasos de
coñac, le entregó uno a ella y luego volvió a sentarse. Maya vertió un poco en su café
y luego levantó la mirada y vio la expresión torturada en la cara de él. Luego Gemmel
sonrió para sí mismo, tomó un sorbo de su vaso y dijo:
—Maya, hay dos cosas que debo saber inmediatamente. Primero, por qué ha
desertado, y, segundo, por qué ha venido a verme a mí.
Ella respondió fácilmente a la primera pregunta: era lo mismo que contestaban
casi todos los bailarines o escritores que desertaban de los países del Este… la
búsqueda de la libertad artística… frente a las fuertes restricciones de la cultura
soviética, la conformidad de la expresión. Ella amaba a su país, pero en primer lugar
era una artista y ansiaba cierto espacio para evolucionar en libertad. Puso como
ejemplos a Nureyev y Baryshnikov, y cómo sus talentos se expandieron y florecieron
en Occidente; Baryshnikov llegó a bailar en Broadway con bastón y sombrero de
paja.
Gemmel lo entendía perfectamente. A sus veinticuatro años ya había llegado a sus
límites creativos en Rusia. En el futuro tendría que bailar sólo un repertorio limitado
aprobado por el sistema. Para Gemmel no era una sorpresa que un talento tan
brillante buscara campos más amplios.
Ante la segunda pregunta Maya vaciló: había acudido a él por una multitud de
razones, algunas prácticas, algunas caprichosas. No hablaba inglés y él hablaba el
ruso con fluidez. Sabía dónde vivía y que no estaba casado. Además, a él le
interesaba el ballet y podía comprender sus motivos. Simplemente, había sentido un
vínculo de simpatía… un vínculo muy claro. Sabía que estaría sola y que necesitaría
* * *
Salió de la habitación y pocos momentos después ella oyó el tintineo del teléfono que
él estaba usando. Diez minutos después fue hasta la mesa de bebidas y se sirvió más
coñac. Esta vez lo bebió puro.
Pasó más de media hora hasta que él regresó. Ella lo miró ansiosamente mientras
él se sentaba.
Peter habló con suavidad, pero muy seriamente:
—Maya, escúcheme atentamente. En situaciones normales, si alguien deserta del
Bloque del Este el procedimiento es directo. Va al Ministerio del Interior a pedir asilo
político, que generalmente se le concede. Luego pide la residencia permanente, aquí o
en algún otro país de su elección. En su caso, es un poco distinto.
—¿Por qué?
—Pues porque usted ha acudido directamente a mí. —Sonrió brevemente—. Y no
es porque yo sea un agente de Información. Es sólo que las circunstancias lo hacen
diferente.
Levantó su vaso, lo vació y luego se acercó a la mesa y se sirvió más. Por encima
del hombro dijo:
—Maya, dentro de unos minutos vendrán a recogerla irnos agentes para llevarla a
una casa en el campo donde la interrogarán durante unos días.
* * *
El hombre entró en la mezquita mientras los fieles estaban orando. El Imán lo vio por
el rabillo del ojo, y dijo haberlo reconocido, y también lo que había dentro de él. Él
desenrolló su alfombra y luego avanzó hacia uno de los grifos abiertos en el muro de
la mezquita, donde se lavó las manos y los pies. Haji Mastan todavía no se había
percatado de su presencia porque estaba arrodillado orando. El Imán observó al
hombre cuando volvió a su alfombra para rezar. El parecido era notable. Sólo podía
ser aquel que había entrado en los sueños de Haji Mastan.
Entonces se produjo el momento de la confirmación. Cuando las plegarias
terminaron y los fieles se dispusieron a abandonar el recinto Haji Mastan enrolló su
Hawke llevaba puesto un delantal de cocina, atado alrededor del cuello, con un
motivo que representaba la cabeza de un jovial Longhom. Estaba envuelto en humo
detrás del asador, dando la vuelta a los trozos de carne con un tenedor y bebiendo
Canadian Club en un vaso alto. Sus dos hijos, que estaban a su lado, también con
sendos vasos en la mano, le criticaban cada movimiento que hacía. Gemmel se
hallaba sentado ante la larga mesa de caballete, con Julia, la novia del hijo mayor, y
otras dos parejas.
—Le encanta hacer el asado —dijo Julia—. Es una de las pocas veces en que
realmente se relaja. —Sonrió con tristeza—. Las otras es cuando está decorando la
casa.
Gemmel rió.
—Sí, me lo ha contado. Lo que usted debería hacer es construir una pequeña casa
de huéspedes en el jardín y dejarlo hacer en ella lo que le diera la gana.
—Es una excelente idea, Peter.
—¿O por qué no dejar que la construya él mismo? —intervino la mujer que
estaba a la derecha de Gemmel—. Eso lo mantendría ocupado durante años.
Era la esposa de un general de dos estrellas que tenía un cargo en el Pentágono y
había alquilado la casa vecina. La otra pareja era más joven, de más o menos unos
treinta y cinco años. Él era socio de uno de los más prestigiosos bufetes de
Washington, y aparentemente le esperaba un futuro político. Su esposa era atractiva,
vivaz y, según Gemmel, muy ambiciosa pero, a pesar de todo, le resultaba agradable
hablar con ella; era una mujer encantadora. El general mismo encajaba en el molde de
lo que Gemmel pensaba que debía ser un oficial de primera del Pentágono. Su
lenguaje estaba condimentado con neologismos… producto de la unión de las
características militares con el manejo de los ordenadores.
Pero a pesar de estar rodeado de desconocidos, Gemmel se sentía relajado. Su
reunión con el director de la CIA por la tarde había salido muy bien, o al menos eso le
había dicho Hawke.
Hawke trajo una bandeja con carne asada a la mesa y ensartó el trozo más grande
para ponerlo en el plato de Gemmel. Éste lo miró con asombro.
—¿Piensas que me voy a comer todo esto? Es media vaca.
—Pasará como si fuera agua —repuso Hawke con una sonrisa— mientras tengas
buena lubricación. —Hizo un gesto a uno de sus hijos que se inclinó y sirvió vino en
el vaso de Gemmel.
—Despacio —rió Gemmel—. Tengo que volar mañana temprano.
—La única forma de viajar —intervino el general—, es estando borracho.
Siempre que hago un viaje largo me gusta subir al avión en ese estado y bajar aún
peor. —Sonrió abiertamente—. Por eso trato de viajar en aviones civiles.
Hawke se sentó y le dio una palmada al general en la espalda.
—Y es por esto por lo que, si alguna vez nos vemos obligados a poner en marcha
nuestras Fuerzas de Despliegue Rápido, tardaremos cuarenta y ocho horas en
encontrar a este tipo para que se haga cargo.
La conversación pasó a Oriente Medio, pero Gemmel advirtió que nunca se
mencionaba a la CIA. Escuchó con interés y notó que los tres norteamericanos tenían
ideas muy similares sobre política exterior. Ideas que encajaban perfectamente con la
nueva Administración. En una palabra: era el momento de ponerse duros. Los rusos,
o cualquier otro comunista, sólo respetaban a los adversarios que podían enfrentarlos.
Luego elogiaron enormemente a la primera ministra británica y la describieron como
la única jefa con cojones de la Europa actual. Gemmel se vio obligado a participar en
la conversación después de que Hawke le lanzara unas cuantas preguntas. Mientras
hablaba y escuchaba, la carne fue desapareciendo hasta que su plato quedó limpio.
—Ya ves, no era tanto —dijo Julia—. Come un poco más.
Gemmel sacudió firmemente la cabeza.
—No comeré durante una semana, pero realmente estaba bueno. —Y le dijo a
Hawke—: Tienes talentos ocultos.
Los dos hijos y la novia del mayor se pusieron de pie y comenzaron a despejar la
mesa; entonces la esposa del abogado le dijo a Gemmel:
—Sé que eres un experto en ballet. ¿Qué sabes de la bailarina que acaba de
desertar?
Gemmel trató de mantener el rostro inexpresivo, pero Hawke notó una leve
reacción.
—¿Es buena? —preguntó Hawke—. ¿La has visto bailar?
—Sí, la he visto bailar dos veces. Está entre las seis mejores bailarinas del
mundo.
—¿Se quedará en Gran Bretaña? —preguntó Julia.
—No lo sé —respondió Gemmel—. Sé que aún no lo ha decidido.
* * *
Era el cuarto día y Maya Kashva todavía estaba asustada. Mientras avanzaban por el
campo, oscuro y húmedo, se había repetido constantemente que una gran bailarina de
ballet debe ser también una gran actriz. También recordaba las palabras de Vassili
Gordik al separarse de ella.
«Hay sólo tres cosas que debes tener presente: no pudiste bailar durante el último
mes en Rusia por una distensión en un ligamento. Desertaste por tu arte. Fuiste a
La rueda de prensa fue todo un éxito. Durante los primeros minutos, mientras se
encendían las luces en la sala y los fotógrafos la llamaban por su nombre para obtener
mejores ángulos, Maya se puso muy nerviosa. Pero una vez que comenzaron las
preguntas olvidó todo su nerviosismo. La intérprete, enviada por el Ministerio del
Interior, era una mujer de baja estatura y muy simpática, que la ayudó a sentirse
cómoda.
—No se preocupe —le dijo—. Yo sólo traduciré las preguntas que usted quiera
responder.
De manera que explicó con soltura aprendida sus razones para desertar y se quejó
de no poder ponerse en contacto con su madre; también dijo que aún no había
decidido cuál sería el curso preciso de su futura carrera. Las primeras preguntas de
los periodistas locales fueron más personales, pero con la ayuda de la intérprete,
Maya pudo poner una cortina de humo espesa pero encantadora. Se hospedaba en
casa de unos amigos y necesitaba tiempo para adaptarse al ambiente. Sonrió
dulcemente y pidió a los periodistas que por favor respetaran su vida privada ya que
estaba pasando por un momento muy difícil. Estuvo de acuerdo en que el tiempo no
era bueno, pero en Rusia a veces hasta en verano hacía frío. Pensaba que Londres era
una ciudad maravillosa, pero, no, no podía hacer comentarios sobre los hombres
porque hasta el momento había conocido a muy pocos.
Finalmente, los corresponsales que cubrían las secciones de espectáculos de los
periódicos empezaron a hacer preguntas relacionadas con el ballet y los periodistas
de la prensa del corazón se alejaron. Después de otra media hora la conferencia
concluyó con una breve declaración en la que Maya expresaba su gratitud al gobierno
y al pueblo británico por darle asilo y demostrar así su generosidad. Acto seguido el
funcionario del Ministerio del Interior la acompañó a otra estancia con expresión
agradecida y le dio una taza de té.
Dos días después sonó el teléfono en casa de Peter Gemmel mientras estaban
comiendo y tras una breve conversación, él la llamó y le entregó el auricular con una
Maya salió de la cocina con la cafetera y dos tazas puestas en una bandeja. Gemmel
estaba junto al aparato estereofónico poniendo un disco. Ella se detuvo, sorprendida,
cuando salieron los primeros acordes en los altavoces.
—¿Qué es eso?
Él sonrió.
—Lo he puesto para variar. Es un grupo que se llama Blue Crystal.
Maya dejó la bandeja sobre la mesita y fue a buscar el coñac y dos vasos.
—Me gusta —dijo—, pero no creía que te interesara esa clase de música.
—He querido ampliar mis horizontes.
Maya sirvió el café y el coñac, se acomodó en un sillón y se puso a leer un libro
de frases en inglés. Peter por su parte cogió los periódicos de la mañana que no había
tenido oportunidad de leer, ya que habían salido muy temprano.
Estuvieron diez minutos en silencio y luego, bruscamente, Peter dejó el periódico
sobre la mesa, se puso de pie y quitó la música.
Maya lo miró con curiosidad. El rostro de él estaba sombrío.
—¿Qué te sucede?
Él hizo un gesto como para indicar que no tenía importancia.
—No es nada. Mira, creo que saldré a caminar un rato. Me duele un poco la
cabeza. Tal vez el aire fresco me despeje.
Maya se puso de pie de un salto.
—¿Te acompaño?
—No, Maya. No tardaré.
Cuando Peter se fue, ella se quedó mirando la puerta con expresión dolorida y
desconcertada. Luego miró el periódico abierto. Había una pequeña nota encabezada
por una pequeña fotografía. Si Maya hubiera sabido inglés se habría enterado de la
muerte accidental de un técnico de sonido llamado Mick Williams. El músico se
había salido de la carretera con su nuevo Porsche, a más de ciento cincuenta
kilómetros por hora y chocado contra una pared de ladrillos.
Dos horas después Maya oyó la llave en la cerradura. Gemmel asomó la cabeza y
la vio acurrucada en un sillón, mirándolo ansiosamente.
El Consejo de Seguridad del Palacio del Reino de Arabia Saudí se reúne todos los
miércoles por la mañana en Riyadh, para tratar temas importantes de Defensa y
Relaciones Internacionales. Compuesto por cuatro príncipes de la familia gobernante
y seis personas comunes, que podrían describirse como tecnócratas, su función es
informar y aconsejar al Rey y al poderoso príncipe de la corona.
Entre esos plebeyos se encontraba Mirza Farruki, director del Servicio de
Información de Arabia Saudí, que ese miércoles por la mañana se veía obligado a
informar sobre los aspectos de seguridad de varias tensiones religiosas que se sentían
en todo el reino.
Hacía mucho tiempo que había problemas en la provincia oriental, donde
habitaba una gran minoría shiíta. El año anterior, ya se habían producido serias
revueltas que sólo habían podido sofocarse con mucho derramamiento de sangre. Se
temía que en el período cercano al Haj se produjeran más levantamientos. Mirza
Farruki no estaba demasiado preocupado, porque esos problemas estaban localizados,
y reflejaban en gran medida las tensiones que existían en todo Oriente Medio entre
las comunidades shiíta y zunita. Ya había mandado reforzar las fuerzas de seguridad
local, y Farruki informó al Consejo que la situación estaba controlada.
Luego habló de los rumores que se habían extendido por todo el reino y por todos
los estados islámicos referentes a la llegada de un Mahdi, que sería proclamado en el
Haj.
En un principio Mirza Farruki no se había preocupado demasiado por esos
rumores y sus implicaciones ya que no era nada raro que se hablara de un Mahdi en
las ferias o en las mezquitas del reino. Pero, en esa ocasión, los rumores habían
persistido y se habían intensificado, y lo más importante, no parecían tener una fuente
común. Sus averiguaciones habían demostrado que habían comenzado casi
simultáneamente en países tan diversos como Indonesia y Nigeria. Y siempre decían
lo mismo: que el Mahdi aparecería en el Haj.
Tan grande era el interés y las expectativas que se habían creado que se preveía
que este año acudirían a La Meca un veinte por ciento más de peregrinos de lo que
normalmente se esperaba. Los rumores habían comenzado tres meses antes; al
principio sólo corrían de boca en boca, pero después sucedió algo que dio ímpetu a
Alan Boyd se sentía desconcertado. Sabía que Gemmel estaba de permiso, pero le
parecía extraño, por decir algo, que se tomara vacaciones tan cerca de la culminación
del proyecto. Llegó a Londres desde Jeddah… donde había estado revisando las
cuerdas que controlaban a Haji Mastan, cuerdas que pasaban por sus propios dedos a
otros invisibles.
Al llegar a Petworth House le dijeron que no informara a Gemmel sino a
Perryman mismo. La reunión no había servido para disipar su desconcierto. Perryman
se limitó a señalar que Gemmel estaba cansado y que necesitaba un descanso; el
secreto de todo era saber delegar, y que él se sentiría muy honrado de ocupar su lugar.
Escuchó sus informes y comunicó a su vez que los norteamericanos cumplían
normalmente con su programa y que el satélite láser pronto sería transportado desde
Palmdale a Cabo Cañaveral para unirlo a la lanzadera espacial Atlantis.
Sólo más tarde cuando entró en el bar, y anduvo un rato por los pasillos de
Petworth House, se enteró de lo de la hermosa bailarina rusa que después de desertar
había acudido directamente a Peter Gemmel y que ahora vivía en su casa. Su
desconcierto creció, porque Boyd lo conocía bien, y semejante comportamiento era
completamente extraño a su carácter.
* * *
Maya estiró el cuello para mirar el interior de la cúpula de la catedral de San Pablo.
—Es hermoso —le dijo a Gemmel, que estaba junto a ella—. Pero en Rusia
tenemos muchas cúpulas.
Él sonrió, la tomó del brazo, salieron de la catedral y bajaron la gran escalinata.
Esa hermosa mañana soleada la había dedicado a enseñarle la City, la parte de
Londres que contiene el distrito financiero y muchos edificios históricos.
—Un nido del capitalismo —le dijo, mientras caminaban irnos minutos y
llegaban hasta la imponente fachada del Bank of England. Maya estaba intrigada por
el «mensajero» que se hallaba de pie ante la puerta de entrada, un gigante que llevaba
capa y sombrero de copa.
Maya estuvo callada durante toda la cena y apenas probó la comida. Después de un
rato él dejó de intentar levantarle el ánimo y puso un concierto de Beethoven para
llenar el silencio.
—¿Vas a trabajar esta noche? —preguntó Maya.
Peter negó con la cabeza.
—No, me he cansado con esos paseos por Londres. —Hizo un gesto hacia el
tocadiscos—. Cuando termine me iré a la cama.
Maya llevó la bandeja a la cocina, preparó café y lo sirvió en dos tazas. Luego
abrió su cartera y sacó un maquillaje compacto. Con una cucharita raspó algunos
gramos del polvo y lo mezcló en el café de una de las tazas.
El concierto terminó, Gemmel vació su taza de café y le sonrió; Maya, estaba
sentada frente a él ante la mesita.
—No estoy demasiado cansado para hacer el amor.
La sonrisa de Maya fue débil, casi patética, y él se puso de pie, la obligó a hacer
lo mismo y la besó.
—Trata de no pensar en ello, Maya. Tu madre se pondrá bien. Llámala otra vez
dentro de unos días. Ya verás.
Gemmel desconectó el estéreo y apagó las luces. La llevó a la cama y comenzó a
acariciarla. Extrañamente ella no respondía y Peter vio que tenía los ojos húmedos.
Luego comenzaron a pesarle los párpados y no recordó nada más de esa noche.
Gemmel se despertó con un terrible dolor de cabeza. Era casi mediodía y sentía frío
hasta la médula de los huesos. Con gran dificultad se liberó de aquel frío y rígido
abrazo.
Esa vez Perryman había elegido Regent’s Park. Él y Gemmel caminaban con la típica
postura corporal inglesa… Las manos enlazadas en la espalda, los torsos ligeramente
inclinados hacia delante, y volviéndose el uno al otro mientras conversaban.
Durante media hora Perryman había estado informando a Gemmel sobre las tres
reuniones que habían tenido lugar esa misma mañana: la primera entre él y Gordik, la
segunda con Hawke y la tercera con los dos a la vez.
—¿Qué te ha parecido Gordik? —preguntó Gemmel.
—Bastante civilizado. —El rostro de Perryman mostró un leve asombro—. Creo
que estaba auténticamente afectado por la muerte de la señorita Kashva. A propósito,
rechazó mi ofrecimiento de permitirles acceso al post mortem. Dijo que era
totalmente innecesario.
Miró el rostro perturbado de Gemmel y cambió rápidamente de tema.
—Hawke, sin embargo, ha estado un poco más difícil.
—Me lo imagino.
—Sí… bien, tiene razón en algo. Se han gastado una gran cantidad de dinero y
supongo que su puesto estaba en juego.
Gemmel sonrió un instante.
—Pero ¿ganaste tú?
* * *
Más tarde, al salir del dormitorio, el médico del hotel le dijo a Gordik:
—En unos minutos recobrará la conciencia.
Gordik lo acompañó hasta la puerta, luego volvió al bar y sirvió otra bebida a
Gemmel. Obviamente el asunto le divertía.
—No se puede negar —dijo con una sonrisa—, que el hecho de que un ruso tenga
que preservar la paz entre aliados occidentales es algo totalmente nuevo.
—Ha sido una estupidez —dijo Gemmel—. Pediré disculpas. Creo que debería
abandonar totalmente este asunto.
—Espero que no. Yo tenía muchas ganas de trabajar con usted y, casualmente,
con Hawke. Creo que seremos un formidable triunvirato. ¿Cree que sería mejor que
los dejara a los dos solos un rato?
—Sí —replicó Gemmel.
Gordik apuró el contenido de su vaso y se puso de pie.
—Llámenme cuando hayan terminado —dijo—. Estaré abajo, en el bar. —Sonrió
sarcásticamente—. En el bar americano.
Mientras la puerta se cerraba tras él Gemmel tomó un vaso, sirvió tres dedos de
Canadian Club, agregó un solo cubito de hielo y un chorro de soda. Se abrió la puerta
Nunca se había visto una multitud así en la mezquita Ibn Tulun de El Cairo. Al
menos nadie lo recordaba. Pero hacía días que circulaba el rumor: Abu Qadir había
cruzado el mar Rojo desde Jeddah y el viernes asistiría a las plegarias de la tarde.
Aunque muchos se mostraban escépticos, no dejaban de sentir curiosidad.
Llegó una hora antes del atardecer con media docena de seguidores que le
abrieron paso entre la multitud. Se hizo un silencio mientras él, con paso lento y
deliberado, avanzaba hacia los baños abiertos con sus fuentes y manantiales, y se
lavaba las manos y los pies. Durante las plegarias no pareció percibir a la multitud,
pero después se movió entre la gente y muchos se acercaron para tocarlo, o sólo para
estar junto a él. Cuando finalmente habló fue breve y sólo los que estaban cerca
pudieron oír su voz, pero las palabras fueron rápidamente repetidas por todo el lugar.
—Yo sólo soy portador de buenas nuevas para la gente que cree.
Entonces comenzó con una cita del sura 7 del Corán. Su mensaje era simple: se
veía un cambio a lo lejos. Pronto todo se aclararía. Debía llegar una señal. Él, Abu
Qadir, haría su peregrinaje a La Meca y allí la esperaría. Se reuniría con sus amigos
en Taif y cruzaría el desierto hasta La Meca, y durante el Haj todo se tomaría claro.
Dejó de hablar, y la multitud le abrió paso y salió de la mezquita. Muchos de los
allí presentes se sintieron profundamente impresionados por sus palabras, y
prometieron hacer el mismo viaje a través del mar, y luego a través del desierto.
Abu Qadir pasó dos días más en El Cairo rezando y hablando en muchas de las
mezquitas de la ciudad. Haji Mastan no se movía de su lado, y sólo lo dejó dos horas
para ir a visitar a su hermano. Un hombre que hablaba perfectamente el árabe, pero
que no era árabe le estaba esperando para entregarle una pequeña caja de acero
apenas más grande que una cajetilla de cigarros con unas cuantas llaves y botones a
un lado.
* * *
Sobre la mesa había tres objetos formando un triángulo: un Corán, una daga curva
con funda de plata y un revólver; se trataba de un Tokarev que el hombre que se
hallaba sentado a la cabecera le había quitado a un agente del KGB cuando lo asesinó
hace dos años en Damasco. Aquel hombre era Sami Zahaby, el líder de un grupo de
la Hermandad Musulmana, una sociedad secreta fundada en la década de los años
treinta por Hassan al-Banna en Egipto, y dedicada a purgar a todos los gobiernos
islámicos de cualquier desviación de la ley y práctica del Corán. Una sociedad cuyos
miembros estaban preparados para asesinar incluso a los jefes de Estado que no se
sometían a la ley islámica fundamentalista. Los otros cuatro miembros de este grupo
minoritario se encontraban reunidos en una gran casa en el zoco de Amán, que
Al amanecer levantaron las tiendas y una enorme columna de peregrinos bajó las
cuestas de las colinas hasta la seca llanura del desierto. Ala cabeza de la columna,
Abu Qadir caminaba con paso decidido. A su izquierda iba Ibn Sahl y a su derecha
Haji Mastan. Al final venían los viejos y los enfermos, montados en camellos. Entre
ellos se hallaba una frágil mujer de más de sesenta años que llevaba consigo una gran
bolsa con todas sus pertenencias. Su nieto de doce años caminaba junto al camello.
La columna se extendía más de un kilómetro y medio junto a la autopista de seis
carriles, y muchos de los Mercedes, Lincoln y Cadillac que pasaban por allí reducían
la velocidad para que sus pasajeros con aire acondicionado pudieran contemplar el
espectáculo.
Mirza Farruki pasó en un Range Rover del servicio de Seguridad saudí, y, a través
de sus binoculares, observó a los que encabezaban la marcha y al hombre que había
sido la causa de su creciente insomnio.
En Amán, Hawke, Gordik y Gemmel se hallaban en ese mismo momento detrás del
Más tarde esa misma noche Hawke se hallaba tendido en la cama. Estaba
mentalmente cansado, pero no podía conciliar el sueño. Se imaginaba a Abu Qadir
conduciendo a sus seguidores por el desierto hacia La Meca. Entre ellos se
encontraban sus propios agentes y los de los rusos y los británicos. Cada vez les
llegaban informes con cifras más espectaculares sobre la cantidad de peregrinos que
se encontraban en La Meca y allá arriba en el espacio, ya estaba esperando, el satélite
que contenía el rayo láser más avanzado que jamás se hubiese construido. Por un
momento se permitió pensar en las implicaciones morales y se dio cuenta de que
estaba dirigiendo un esfuerzo para perpetrar uno de los mayores actos de estafa que
jamás se hubieran llevado a cabo en el mundo. Por suerte no era un hombre emotivo
ni romántico y sus pensamientos estaban dirigidos en gran medida a las técnicas de su
profesión, así que sólo pensaría en los beneficios que se derivarían de ese acto de
estafa. Él era fundamentalmente un patriota y creía sin ningún cuestionamiento que lo
que hacía era por el bien de su país y de su pueblo. También creía que las acciones de
los países ricos en petróleo de Oriente Medio eran básicamente egoístas. No podía
comprender que ellos sólo actuaran para conservar sus propias identidades nacionales
y sus propias aspiraciones. Pensaba que él mismo y toda la operación Espejismo
asestarían un golpe a favor de lo que él concebía como la civilización. Su naturaleza
era tan evidente que fácilmente podría abrazar la máxima jesuíta según la cual el fin
justifica los medios.
Una vez más repasó la secuencia de acontecimientos que culminaría en el valle de
Mina el jueves siguiente, y su memoria lo llevó de nuevo a la jungla malaya; al viejo
espía de cabellos blancos cuya mente fértil había puesto en movimiento esa cadena de
los acontecimientos. Mentalmente pensó en lo que podía salir mal y se consoló con el
hecho de que, hasta el momento, la operación se estaba realizando con una
naturalidad cronométrica. Incluso había llegado a aceptar la presencia de los rusos.
Perryman tenía razón. Había vastas áreas de colaboración potencial. Con el Mahdi
instalado y controlado por la CIA y el KGB sería una cuestión muy simple de
* * *
Pasaron diecisiete minutos antes de que Gordik recibiera la llamada telefónica desde
la embajada, lo que enrareció de inmediato la atmósfera que se respiraba en la
residencia. Gordik se sentía desvalido y lo primero que hizo fue informar a Hawke y
a Gemmel, quienes convocaron al instante una reunión de emergencia. Pasó otra hora
más hasta que comenzó a aclararse la situación, una situación que irritó sobremanera
a Hawke. Tanto él como Gemmel se pusieron en contacto de inmediato con la central
de Amán. Los atónitos dirigentes de la CIA y del MI6 local se enfrentaron de pronto
con el hecho de que dos de sus más importantes oficiales estaban en la ciudad y,
además, implicados en una operación en colaboración con el KGB. Se les informó
que dos agentes del KGB habían sido secuestrados y recibieron órdenes de tratar de
averiguar sin demora quiénes eran los secuestradores. Mientras se ponían en contacto
con sus agentes, Gordik, Hawke y Gemmel estudiaron todas las posibilidades. En
circunstancias normales cada uno habría sospechado del servicio de Información de
los otros. Lógicamente eso se descartó de inmediato, lo mismo que el servicio de
Información del gobierno jordano. No era precisamente amor lo que había entre
Rusia y Jordania, pero era impensable que los jordanos secuestraran un coche de la
embajada a plena luz del día. Fue Gemmel quien finalmente dio con la solución
correcta y John Masterson, el residente local del MI6, la confirmó.
—Los Hermanos Musulmanes —dijo Gemmel, mientras colgaba el teléfono—.
Nos hemos podido infiltrar y nuestro agente asegura que el secuestro ha sido llevado
a cabo por ellos. —Le dedicó una larga y atenta mirada a Gordik—. La cuestión es,
Vassili, ¿querían a Tudin o al otro hombre que viajaba en el coche? ¿Quién es y por
qué podrían querer secuestrarlo?
Gordik se apoyó en el respaldo de su silla, y pensó a toda velocidad. Ya sabía que
el conductor del coche era Zhukov y que éste había actuado de manera muy
contundente en la lucha contra la Hermandad en Siria. Así que el hecho de que Tudin
se encontrara en el coche sólo era un hecho accidental ya que los Hermanos no teman
conocimiento de él ni de su misión. Su objetivo había sido con toda seguridad
Zhukov y Tudin era simplemente una recompensa adicional.
Decidió explicarlo todo y les hizo un breve resumen de los hechos principales.
Hawke apartó su silla y se puso a pasear por la habitación, soltando maldiciones.
—Un coche de mierda —dijo con amargura—. Un coche de mierda pone en
peligro toda la operación. —Sacudió la cabeza, frustrado—. Y nada menos que por la
* * *
Masterson tardó una hora y media descubrir dónde tenían los Hermanos Musulmanes
a Zhukov y a Ibelin. Llegó a la residencia con expresión de preocupación y un mapa
de Amán a gran escala. De inmediato convocaron una reunión en la que estuvieron
presentes Gordik, Gemmel, Falk, Masterson, el jefe local de la CIA y el delegado del
KGB. El norteamericano se llamaba Johnson, un hombre serio con gafas, de cerca de
cincuenta años. El ruso era más joven, de baja estatura y más bien gordo. Se llamaba
Lev Tudin había pasado por todo el espectro del miedo y llegado al punto en que
podía apartarse de sí mismo y examinarlo. En primer lugar, el pánico irracional del
secuestro en sí y luego el dolor físico de unos golpes salvajes cuando los sacaron del
coche, los hicieron andar por las callejuelas del zoco y los encerraron en el sótano.
Nunca había experimentado violencia física y su mente no podía acompañar la agonía
de estar atado de pies y manos sobre el suelo de hormigón mientras tres hombres
pateaban su cuerpo desde todos los ángulos. Pensó que nada podía compararse con el
dolor, la humillación y el desvalimiento.
Pero, durante las últimas dos horas, había llegado a darse cuenta de que estaba
equivocado porque había presenciado el interrogatorio a Zhukov. Los primeros
Gemmel y Boyd estaban a ochenta metros de distancia de ese sótano bebiendo tacitas
de café negro muy cargado. La noche era muy fría lo que les permitió cubrirse la
cabeza sin llamar la atención con las capuchas de sus trajes. A ambos lados había
vendedores que voceaban sus mercancías. Justo enfrente un artesano trabajaba
objetos de plata en la puerta de un pequeño comercio. Hacía diez minutos que estaban
allí, hablando en árabe y observando a los guardias que, distraídamente en apariencia,
rodeaban la casa al final de la calle. Había otros dos apoyados contra una pared a sólo
diez metros de distancia.
Ellos habían llegado al café por un camino indirecto, deteniéndose a comprar un
corte de tela a un vendedor ambulante. La tela estaba entre los dos, sobre la mesita.
Bajo su túnica llevaban pesados cinturones de cuero, y en los cinturones seis
granadas explosivas, un Colt 1911 y una metralleta Scorpion. Los norteamericanos
les habían dado las granadas y los Colt y los rusos las Scorpion. Eran el arma ideal
para un combate a corta distancia, ya que sólo tenían diez pulgadas y media de largo
y la culata plegada, y disparaban con un ritmo de setecientas vueltas por minuto.
Cuando les entregaron el equipo y escucharon a uno de los rusos explicarles el
mecanismo de la Scorpion y la manipularon, Gemmel sintió una ola de confianza. Si
podían superar el cerco y entrar en la casa tendrían una posibilidad. Además,
contaban con otra ventaja. Unos minutos antes de salir de la villa, Masterson había
recibido una llamada telefónica de uno de sus agentes para decirle que la contraseña
actual de los Hermanos Musulmanes era «la daga en el Corán». No pudo asegurarles
que eso bastara para permitirles pasar. Tal vez hubiera otras contraseñas.
Gemmel se bebió el café, miró su reloj y dijo a Boyd en árabe:
—Dentro de dos minutos los otros estarán en sus puestos.
—¿Tratamos de superar a estos dos? —preguntó Boyd, haciendo un minúsculo
movimiento de cabeza hacia los dos guardias que estaban apoyados en la pared.
—Sí, pero si no resulta utiliza la Scorpion; yo saldré corriendo hacia la puerta.
Los segundos parecían pasar audiblemente.
Gemmel miró de nuevo a Boyd y sintió otra ola de confianza. Su cara grande,
petulante, estaba impasible; sus dedos sostenían la taza de café sin el menor
La Meca y las colmas que la rodean estaban cubiertas de un mar blanco. Más de tres
millones de personas provenientes prácticamente de todo el mundo habían descartado
sus ropas tradicionales, para realizar el baño ritual y vestirse con las dos simples
sábanas blancas del peregrinaje islámico. Todos eran iguales a sus propios ojos, así
como a los ojos de Dios. Príncipes y mendigos, hombres y mujeres, negros y blancos,
morenos y amarillos.
Una sensación de profunda alegría llenaba la atmósfera. Durante tres días
siguieron el ritual tradicional del Haj. Caminaron en círculos alrededor de la Kaaba
diciendo en voz alta: «Labbaik, Alauma Labbaik… Aquí estoy, oh Alá, aquí estoy, oh
Alá».
Luego desfilaban por la Kaaba y besaban la piedra negra entrando en un estado de
consagración ritual. Por las noches había muchos festejos y buen humor. Era un gran
mar en movimiento de las naciones: gestes venidas de las montañas paquistaníes,
pescadores de las aguas del Pacífico frente a las costas de Indonesia, altos y
agraciados miembros de la tribu Ibo de Nigeria; un gran segmento de humanidad,
unidos en la ceremonia religiosa más ferviente y extendida de la Tierra.
Pero, a pesar del tumulto y del aparente caos, las gentes tenían ahora algo más
desde que Abu Qadir y sus seguidores entraron en la ciudad por la puerta Mila. Pero
éstos no sólo eran objeto de la atención de la multitud, sino también de la de Mirza
Farruki y su batallón de agentes de seguridad, y de la atención de seis agentes que
nada tenían que ver con Mirza Farruki. Tres de esos agentes llevaban diminutos
trasmisores de radio, manufacturados en tres países distintos, pero, con señales
suficientemente poderosas como para ser recogidas por sofisticados receptores en
Jeddah y transmitidos a receptores aún más sofisticados en el centro de
comunicaciones de la residencia de Amán.
Y de este modo, como muy pocos no creyentes antes que ellos, pudieron seguir
íntimamente el proceso del Haj a medida que se aproximaba el día de la Fiesta del
Sacrificio.
Llegó el día, y toda la mañana el mar de peregrinos salió de La Meca para entrar en el
valle de Mina como una gran marea. Algunos llevaban corderos, cabras y ovejas;
otros conducían camellos. Muchos de los animales más pequeños ya estaban muertos,
habían sido sacrificados en una ceremonia ritual frente a la Gran Mezquita, los demás
gemían como si conociesen su destino.
A pesar de la multitud y de la aglomeración Abu Qadir caminaba en un espacio
que sus seguidores habían formado, un círculo cerrado y móvil alrededor de él. Haji
Mastan caminaba detrás de él llevando un cordero muerto; le seguía Ibn Sahl tirando
de un joven y valioso camello que ofrecería en sacrificio, porque durante el viaje
desde Taif y los días que siguieron, el viejo beduino se había visto profundamente
afectado por la presencia de Abu Qadir.
En las primeras horas de la tarde la multitud se extendió y se ubicó como una
gigantesca ameba en el valle y al pie de las colinas. Los peregrinos habían realizado
la ceremonia ritual de apedrear al demonio, y luego miraron hacia la colina de Arafat
y ofrecieron plegarias. Mirza Farruki se había ubicado cerca del círculo de seguidores
que rodeaban a Abu Qadir, Haji Mastan e Ibn Sahl. Podía ver claramente a los tres,
prosternados para sus plegarias. Otros ojos observaban también al trío en vez de
mirar al suelo seco, mientras de sus bocas surgían comentarios dirigidos a diminutos
micrófonos ocultos.
En la villa de Amán, Hawke, Gordik y Gemmel escuchaban maravillados los 108
informes que les llegaban. El aire estaba cargado de tensión mientras 108 agentes
describían la escena, con voces temblorosas ante el drama que se desarrollaba. Los
informes estaban interrumpidos por los 108 tonos pausados del operador de télex
norteamericano que leía las señales de Houston.
Hawke miró el reloj digital de la pared y dijo:
—Dentro de tres minutos, Haji Mastan pasará un dedo por una ranura abierta en
el estómago de ese cordero y accionará el interruptor del receptor. El satélite recibirá
Sesenta segundos después Gordik dijo con el mayor de los sarcasmos, mientras
miraba la máquina de télex y resoplaba con fuerza:
—¿Todo? ¿Y ésta es la tecnología norteamericana de la que hacen tanto alarde,
señor Hawke? ¿O es una trampa?
Hawke no contestó. Estaba escuchando los informes que llegaban del valle de
Mina.
* * *
Las plegarias habían cesado; era el momento de los sacrificios. Entonces se hizo un
silencio total en el valle y todos los ojos se volvieron hacia el círculo gigante y a los
tres hombres que se hallaban en él. Ibn Sahl comenzó a avanzar con su camello, pero
Abu Qadir levantó una mano para detenerlo. Haji Mastan elevó el cordero con una
mano apoyada bajo el vientre y, lentamente, caminó y lo puso en el centro del círculo
vacío. Hubo un murmullo expectante y luego se elevó la voz de Ibn Sahl, que hablaba
en voz alta a Abu Qadir:
—No está bien, oh Rasul, que hagas una ofrenda tan insignificante—. Su brazo se
movió, llevando hacia delante la cabeza del camello.
—Hazme el honor, oh Rasul, de ofrecer este camello que es el orgullo de mi
rebaño.
Pero Abu Qadir sacudió la cabeza y con voz clara y dominante, dijo:
—Hermano mio, no es el valor del sacrificio lo que importa, sino la devoción y la
Abu Qadir levantó lentamente los brazos por encima de su cabeza y resonó su voz:
—¡Alá! Me has llamado a través de tu ángel Gabriel y aquí estoy.
La multitud murmuró y se acercó todavía un poco más forcejeando contra los
brazos enlazados. Mirza Farruki comenzó a abrirse camino con actitud decidida hacia
el círculo, haciendo señales a sus agentes. Por fin podría actuar.
—Que los creyentes sean testimonio de tu señal.
La voz de Abu Qadir resonó en todo el valle y la multitud se inclinó hacia delante
con total expectación.
—Negativo —dijo el operador del télex con voz de pánico—. Houston informa
Un sirviente malayo salió de las sombras con una segunda botella de Château
Margaux y volvió a llenar tres copas.
—Es asombroso lo bien que soporta el viaje —comentó Perryman, saboreando el
buqué.
—Viaja en la bodega climatizada de un Jumbo jet —señaló Pritchard, de mal
humor—, uno de los pocos beneficios de la tecnología moderna. Se volvió hacia el
oko vestido con esmoquin. Cuéntamelo otra vez, Peter, me habría gustado estar allí
para ver las caras de Gordik y Hawke.
Gemmel se apoyó en el respaldo de su silla y, echando una mirada irónica a
Perryman, dijo:
—Fue un desespero. Un auténtico desespero. Había metros de mensajes de télex
cubriendo el suelo y Hawke seguía murmurando: «¿Cómo diablos…?» y Gordik
hablaba por radio con Moscú.
Los ojos de Pritchard estaban entrecerrados mientras visualizaba la escena.
—¿Y cuando Haji Mastan apareció en Jeddah con el aparato transmisor?
Gemmel sonrió.
—Más desesperación. Especialmente cuando les dijo que él se había convertido al
Islam. Que el Mahdi lo había perdonado por su duplicidad y que le ofrecía la
redención y una posibilidad de ir al paraíso.
—¿Y Gordik? ¿Cómo se lo tomó?
Gemmel se encogió de hombros.
—Tenía su propio equipo en Jeddah. Finalmente interrogaron a Haji Mastan y se
convencieron de que era sincero. También hicieron analizar el aparato transmisor
junto con los norteamericanos. Era el único y auténtico.
Pritchard suspiró con satisfacción y Perryman dijo:
—Por supuesto que el satélite y el láser se autodestruyeron. La lanzadera todavía
estaba en órbita, pero veinte minutos después del acontecimiento ya no encontró
señales de él.