Falso Profeta - AJ Quinnell

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De

acuerdo con los tradicionalistas musulmanes, Mahoma dijo que uno de


sus descendientes, que colmaría al mundo de equidad y justicia, llevaría el
nombre de al-mahdi. Esta novela es la historia del descabellado intento de
los servicios secretos occidentales de producir, tecnología mediante, un
«milagro» en pleno santuario de la Meca: la aparición del mesías ante
millones de fieles. Pero el servicio de espionaje soviético también interviene y
una serie de sorpresivos acontecimientos se suceden, hilvanando una trama
de intriga y vertiginosa acción.

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A.J. Quinnell

Falso profeta
ePub r1.0
Titivillus 19.07.18

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Título original: The madhi
A.J. Quinnell, 1997
Traducción: Alicia Steimberg
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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De acuerdo con los integristas musulmanes Mahoma dijo que uno de sus
descendientes, el Imán de Dios, que colmaría el mundo de equidad y justicia,
llevaría el nombre de al-Mahdi.

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Estos relatos están, quizá, lejos de la historia, donde generalmente se lee que tal rey
envió a tal general a tal guerra, y que en tal día hicieron la guerra o la paz, y que éste
venció a este otro, o éste a aquél, y luego se dirigió a otro lugar. Pero yo escribo lo
que merece ser registrado.

BAYHAQI TARIK.
(Siglo VI).

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LIBRO UNO

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1

Era una peregrinación. Un viaje para satisfacer el alma.


El hombre salió del camino principal Kuala Lampur-Penang para seguir por un
sendero de tierra que entraba en las profundidades de la jungla.
«Vaya bacía el río Klang —le habían dicho—, y luego doble a la izquierda. Lo
reconocerá en cuanto lo vea». Pensó que debía haber enviado un mensaje… tal vez
un mensaje oculto en una vara hueca, llevado por un mensajero vestido con un
taparrabos, pero el jefe de estación se rió y sacudió la cabeza. «Él ya debe saber que
usted está a punto de llegar. No se olvide el esmoquin. Siempre se viste para la cena».
A la luz de los faros, el sendero parecía estrecharse cada vez más mientras
serpenteaba entre árboles altos e imponentes. De vez en cuando un animal pequeño
cruzaba por la zona iluminada y la mente se le llenaba de dudas. ¿Habría doblado
bien? Y, de todas maneras, ¿qué estaba haciendo allí, en la espesura de la jungla
malaya? En realidad, lo que debería haber hecho era tomar el avión de la tarde a
Tokio y después de pernoctar, otro en dirección a Washington, hacia su hogar y hacia
Julia.
Pero allí estaba, en un campo mental magnético… llamado a encontrarse con el
decano de su profesión, y a presentarle sus respetos. Aun así, sus dudas siguieron
aumentando hasta que de pronto, dobló una curva y las luces de su coche iluminaron
dos columnas dóricas, blancas, y entre ellas un gigantesco portón negro de hierro
forjado. Frenó suavemente hasta detenerse. Debería haber mandado un mensaje… El
portón estaba cerrado a cal y canto, así que permaneció inmóvil sentado en el coche
unos instantes para tratar de tomar una decisión; cuando estaba a punto de bajar para
hacer una inspección más detallada, las puertas comenzaron a abrirse lentamente
hacia dentro y pudo percibir la silueta de un hombre de baja estatura vestido con un
sarong. Adelantó un poco el coche y el hombre hizo una reverencia y le indicó con un
gesto sumamente amable que entrara. Dentro la jungla se hacía más ordenada. Los
árboles y los arbustos eran más escasos. El sendero se convertía en un camino que
llevaba hacia un ancho río. Entonces volvió a frenar, porque frente a él se levantaba

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aquella estructura. No se trataba de una casa ni de una residencia campestre ni de un
palacio, sino de una curiosa mezcolanza entre esas tres cosas. Los suaves reflectores
daban un relieve sombrío a otras columnas dóricas y todo se perfilaba a la orilla de un
ancho río. Era como una gran torta blanca… una brusca intrusión en la jungla que la
rodeaba, pero de una extraña y arrogante elegancia. Sintió una profunda curiosidad
mientras avanzaba otra vez con el coche por el sendero hasta llegar a los pies de una
ancha escalinata coronada por unas enormes puertas de teca. Estas se abrieron
mientras él bajaba del coche y otro malayo vestido con un sarong apareció ante él sin
mostrar sorpresa alguna por su presencia, bajó la escalinata y le saludó con una
sonrisa.
—Soy Hawke, Morton Hawke; tal vez debería haber mandado un mensaje.
El malayo hizo una inclinación y preguntó:
—¿Trae usted equipaje, Tuan?
Hawke asintió y fue a decir que no deseaba molestar, pero el malayo pasó junto a
él, sacó del coche una pequeña maleta y luego, con otra sonrisa, comenzó a subir los
escalones. Hawke se encogió de hombros y lo siguió.
Una vez que se encontró bajo aquella ducha anticuada, los fuertes chorros de agua
caliente le ayudaron a quitarse el polvo del viaje y a volver a la realidad. El malayo lo
había conducido a una gran habitación para huéspedes en el primer piso, con un bar y
un balde lleno de cubos de hielo. Mientras Hawke observaba la habitación y el
paisaje iluminado por la luna sobre el río, el malayo dejó la maleta junto a la cama
con dosel, se acercó al bar, sirvió tres dedos de Canadian Club en un vaso alto, y
agregó dos cubos de hielo y un chorro de soda. Se lo ofreció al asombrado
norteamericano, a la vez que le dijo:
—La cena se servirá a las 21:00 en la terraza de enfrente, Tuan. Ahora mismo
desharé su maleta y le plancharé el traje. Volveré en media hora. —De manera que
Hawke bebió su copa y luego se duchó mientras se preguntaba cómo sabría el
«Decano» no sólo que él vendría sino cuál era su bebida preferida.
—La información es poder. —Pritchard se enjugó los labios con una servilleta
muy blanca y contempló con benevolencia a su invitado, sentado a la mesa frente a él
—. Y mi querido Hawke, yo me dedico al poder… porque de lo contrario uno no
estaría en esta profesión. —Hawke tragó el pollo que masticaba e hizo un gesto
afirmativo. Había hablado poco durante la cena, primero porque estaba hambriento y
la comida era deliciosa, y segundo, porque prefería dejar hablar a Pritchard.
El viejo obviamente estaba disfrutando entregándose a una mezcla de ironía y
cinismo.
Ambos componían un cuadro incongruente, aunque elegante, sentados solos en
aquella amplia terraza, donde el negro de sus esmóquines contrastaba con el blanco
del mantel de hilo irlandés y con el brillo de la luna reflejado sobre los vasos de
cristal. Pritchard era un hombre mayor, de cortos cabellos plateados, con el rostro
tostado y surcado por el sol y la edad, de ojos negros, hundidos, bajo unas cejas casi

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blancas y muy pobladas, y una nariz… larga y ganchuda, el rasgo dominante de su
fisonomía, que lo asemejaba a un pájaro. Su cuello largo y delgado emergía del
anticuado cuello de palomita de la camisa y el esmoquin de solapas anchas colgaba
de su cuerpo encorvado y anguloso. Para Hawke evidentemente parecía un pájaro, tal
vez un ave de rapiña… un buitre. Un buitre que se hubiese vuelto remilgado en
cuanto a qué debía elegir para comer. Era curioso que Hawke lo visualizara así
porque él mismo tenía la apariencia que indicaba su nombre, la de un halcón. Era un
hombre maduro, con una energía y una actitud que constantemente proclamaban
desdén por el paso de los años. De rasgos marcados, en él se destacaban sus ojos
penetrantes, y sus cabellos de color negro azabache, demasiado cortos para la moda.
Si Pritchard era un cuervo, Hawke era realmente un halcón; un halcón de constitución
fuerte, vigorosa, con brazos y dedos largos. Dejó su tenedor y un sirviente apareció
entre las sombras para retirar los platos. Se hizo un silencio, pero un silencio extraño,
contra el ruido de fondo de una noche tropical: el parloteo de los grillos, los chillidos
de los pájaros nocturnos, la repentina intrusión de la llamada nerviosa de otro animal
a un congénere. Pritchard hizo un gesto y apareció una muchacha, empujando un
pequeño carrito. Hawke se quedó sin aliento al verla. No medía más de un metro
cincuenta y sólo llevaba puesto un sarong atado a la cintura. Tenía la piel oscura, de
un color cobre brillante y pequeños pechos erguidos, perfectamente formados. Pero lo
que más le maravilló fue su rostro. Un rostro que se alojó en las profundidades de su
cerebro y que en los meses siguientes afloraría en su imaginación. Un rostro joven de
exquisitas proporciones, sin una sola arista… sólo curvas, que se fundían unas en
otras. Ojos oblicuos pero grandes. Ojos que expresaban humor y labios llenos,
torneados. El cabello negro azulado le caía hasta la cintura.
—¿Un coñac… un cigarro?
Con un gran esfuerzo Hawke volvió su atención hacia Pritchard y asintió. La
muchacha encendió un fósforo y lo acercó a la mecha de una pequeña lámpara de
aceite, luego tomó tres grandes copas y las calentó sobre la llama, moviendo los
dedos con estudiada gracia. Cogió una botella oscura, sin marca, pero muy vieja, y
sirvió medidas de color ámbar en las tres copas. Colocó dos de ellas frente a los
hombres. La tercera quedó sobre el carrito. Los ojos de Hawke siguieron todos sus
movimientos cuando abrió una caja de caoba y sacó de ella un gran cigarro Carlos y
Carlos, lo acercó a su oído, y lo hizo girar entre sus palmas. Satisfecha, tomó un
pequeño cortaplumas de plata y cortó la punta; luego lo acercó a la llama, haciéndolo
girar para calentarlo rítmicamente entre sus delicados dedos. Hawke levantó los ojos
hacia su rostro, vio que ella lo observaba, con un aire travieso en sus ojos de
almendra, y de pronto, sus acciones, sus dedos que hacían girar lentamente el cigarro,
adquirieron el más profundo erotismo. Hawke, que se enorgullecía de controlar
siempre sus reacciones en cualquier situación, en ese momento no pudo dejar de
cometer torpezas, como un chico, mientras ella bajaba la cabeza, cerraba suavemente
los labios sobre un extremo del cigarro y hacía rotar el otro ante la llama. El aroma a

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tabaco de La Habana se extendió por la terraza. Entonces la muchacha con su larga
cabellera enmarcándole el rostro, tomó la tercera copa, sumergió la punta del cigarro
en el coñac y, con su primera sonrisa, se lo ofreció al norteamericano. Éste se
estremeció para sentirse al instante paralizado. Trató de extender la mano, pero no
pudo. La sonrisa de la muchacha se hizo un poco más ancha y al tiempo que levantó
el brazo, para poner el cigarro en los labios de Hawke, rozándole levemente la mejilla
con los dedos. En ese instante su perfume se impuso por encima del aroma del
tabaco.
—Sé que le gusta la música.
Las palabras penetraron en él y Hawke volvió a centrar su atención en Pritchard.
El viejo lo miraba, evidentemente divertido.
En ese momento la muchacha se dispuso a preparar otro cigarro y Hawke trató de
eliminarla de su visión y de su mente.
—Sí… bien… sí, sí… mucho.
Pritchard sonrió.
—Beethoven, creo, es su favorito.
Volvió a hacer un gesto y al instante los sentidos de Hawke se vieron de nuevo
afectados. Desde el otro lado del ancho y oscuro rio llegaron los acordes iniciales de
la Quinta Sinfonía de Beethoven. El sonido, su volumen y su riqueza, eran
imponentes. Todos los insectos, los pájaros y los mamíferos de la jungla se quedaron
mudos de repente, incapaces de competir con aquella majestuosa música o
simplemente invitados a guardar silencio por ella.
Hawke sacudió la cabeza con aire dubitativo, como si no pudiera creerlo.
Pritchard tomó el cigarro que en ese momento le entregaba la muchacha e hizo un
gesto con la mano indicando hacia el río.
—Tengo ocho altavoces de cien amperios instalados en la jungla, especialmente
construidos por Lansing para mí. —Sonrió—. Me gusta hacer un poco de sobremesa.
La música ayudaba. Después de irnos veinte minutos Hawke ya había logrado
controlarse del todo, a pesar de que la muchacha permanecía allí, sentada junto a
Pritchard, rodeándole la cintura con un brazo y con la cabeza apoyada en su hombro;
pero podía mirarla sin perder la compostura. Según él la muchacha debía de ser una
mezcla de malaya y china y no le pareció que tuviera más de quince o dieciséis años,
aunque sabía por experiencia que era difícil calcular la edad de las mujeres asiáticas.
Cuando se levantó para volver a llenarle el vaso, Hawke se mantuvo impasible, con
los ojos entrecerrados para escuchar la música, agradeciéndole el servicio con apenas
una inclinación de cabeza. Se sentía un poco irritado consigo mismo porque había
decidido presentar a Pritchard el rostro más indiferente.
Pritchard le despertaba emociones contradictorias. Como experto moderno y muy
especializado, no debía de ver en aquel viejo nada más que un pintoresco
anacronismo. Una antigüedad para admirar con mesurada devoción. Pero, a pesar de
su edad y de su entorno seudocolonial, Hawke sentía por él una curiosa proximidad.

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En un intento para volver a poner los pies sobre la tierra y aferrarse a la realidad,
Hawke revisó su propia posición. Como director de Operaciones de la CIA podía
considerarse el espía en activo más importante del mundo libre, un puesto que había
alcanzado después de treinta años de absoluta dedicación. Eso, y un don innato para
la supervivencia… tanto en el campo de las operaciones secretas como en los
elegantes corredores de la política de la compañía. Y sin embargo había sobrevivido
sin convertirse en un adulador de la autoridad y conservando cierta independencia
mental… el rasgo del potro criado en el corral bien construido.
Pero el potro que llevaba dentro lo había inducido a visitar a Pritchard. Era el
final de un viaje satisfactorio. El nuevo conservadurismo de Washington había
ordenado quitarle el bozal a la CIA. La Agencia ya no era un paria. De pronto, y de
forma gratificante, el Congreso y la Casa Blanca habían visto la luz. No se puede
combatir el incendio de un bosque con una cantimplora de agua tibia. Las comisiones
de vigilancia de pronto se habían disuelto, anulado las leyes restrictivas y votado
grandes fondos adicionales. Para coronar todo esto, el director de la CIA había vuelto
a aparecer en la lista de invitados de las más exigentes anfitrionas de Washington.
Para Hawke todo eso había significado un período de intensa actividad. Y así,
mientras el director asistía a las fiestas, Hawke se marchó a Asia para visitar todos los
centros: a despertar una vez más al gigante dormido; a activar proyectos archivados
durante mucho tiempo; a reanimar a los agentes cansados y desilusionados, y a
aquilatar a la oposición demasiado confiada.
Malasia era el último lugar de este recorrido. Dos noches antes, durante una cena
en el Hotel Merlin, el hombre de la CIA allí destinado le mencionó a Pritchard y le
preguntó si lo conocía.
Hawke le contestó que no, aunque sabía muchas cosas de él, como todos los
funcionarios importantes de Inteligencia de las otras grandes potencias.
Sencillamente, Pritchard era una leyenda, pero lo más fascinante era quizá su
condición de verdadero enigma.
Al parecer había nacido en Inglaterra, o eso se pensaba, y había hecho su
aparición en la década de los años treinta, en Oriente Medio, trabajando para un
oscuro departamento del Ministerio de Guerra Británico. Y así, mientras las potencias
europeas maniobraban y adulaban para obtener influencias en ese volátil tablero de
ajedrez, Pritchard aparecía y desaparecía. Siempre se advertía su presencia cuando se
movía una pieza importante… o cuando se la eliminaba. Siempre se esfumaba en el
momento del jaque mate.
Tras el estallido de la guerra desapareció. Todos los rumores apuntaban a que
había perdido ascendiente con las autoridades británicas en El Cairo y llegado incluso
a cometer el entonces pecado mortal de casarse con una mujer árabe, que le dio un
hijo. Eso no se hacía. Uno podía imitar a los nativos… pero no hasta ese punto. De
manera que perdió influencia y su sombra dejó de proyectarse en los portales del
Shepheard’s Hotel o el British Club. Pero en 1944 el gobierno turco recibió un día

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una lista de todos los agentes alemanes que había en el país. Eran tantos que ese
gobierno vacilante decidió no unirse al Eje. Por lo que parecía, Pritchard no había
estado inactivo. Después de la guerra se trasladó más hacia el este y allí comenzó el
enigma. Cuando el muy elogiado Servicio de Inteligencia Británico empezó a abrirse
por las costuras, Pritchard se volvió cada vez más sospechoso. Por lo que parecía, no
había frecuentado los mejores sectores de la Universidad de Oxford, ni tenido los
mejores profesores, e incluso, algunos de sus amigos pertenecían a una dudosa
centroizquierda. Es posible que, si hubiese mostrado las más leves tendencias
homosexuales, o desplegado un alto grado de intelecto, un MI6 asustado lo habría
arrinconado silenciosamente. Pero, por el contrario, lo destinaron de nuevo a Saigón
y pronto comenzó a trabajar para los franceses que estaban de ese lado. Hawke
recordaba haber leído en un archivo un comentario supuestamente hecho por
Pritchard en aquella época: «Al fin y al cabo, los franceses no son exactamente como
los rusos… y el valor de la libra ya no es el que era».
Luego se trasladó a lo que entonces eran las Indias Orientales Holandesas y
permaneció allí hasta que los rebeldes ganaron la guerra y nació Indonesia. Se creía
que los holandeses quizá habían utilizado sus servicios del mismo modo que los
británicos, pero sucedieron dos acontecimientos que llevaron a poner en duda dicha
hipótesis. En primer lugar, ganaron los rebeldes y, en segundo, el presidente Sukarno,
recientemente instalado, le regaló una pequeña, pero provechosa plantación de
caucho al sur de Sumatra.
Los británicos seguían conservándolo, presumiblemente porque sabía algo que los
otros ignoraban. Después de eso viajó mucho. Pasó un tiempo en Japón, luego en las
Filipinas, y varios años en Taiwán, ostensiblemente trabajando para el MI6. Nadie
supo qué había sido de su mujer árabe y de su hijo, porque llevaba una vida de
solterón empedernido.
Fue en Taiwán donde la CIA sospechó por primera vez que también había
prestado sus servicios al KGB. Esta organización era muy activa en Taiwán, desde
donde trataba en vano de perturbar a China, y Hawke había visto varios informes que
indicaban que Pritchard estaba en contacto con conocidos agentes de el KGB. Fue
entonces cuando la CIA presionó al MI6, lo que llevó a que el enigma se volviera más
profundo. Al principio los británicos no estuvieron dispuestos siquiera a discutir el
asunto, pero a medida que se intensificó la presión en las más altas esferas, cedieron y
un importante burócrata del MI6 llegó a Langley con un gran portafolio lleno de
tarjetas. Hawke fue uno de los tres funcionarios de la CIA a quienes se permitió
revisar esas tarjetas, mientras el inglés con traje a rayas los contemplaba… con la
actitud de un detective de tienda que vigila a un hippie en la sección de joyería.
El archivo contenía detalles de informes hechos por Pritchard a lo largo de los
años. Los informes sobrepasaban lo imaginable. Pritchard no sólo había estado
trabajando como agente doble para los franceses, los holandeses, los japoneses, los
rusos y varios otros gobiernos, sino también como triple para varias organizaciones

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opuestas a esos gobiernos. Lo único que los informes no podían probar era su lealtad
para con los británicos.
Hawke hizo entonces dos preguntas: ¿Por qué toleraban los británicos tanta
duplicidad? Y, ¿cómo se lo había hecho Pritchard para vivir tanto tiempo? El inglés
encogió sus elegantes hombros y respondió que todos los informes presentados por
Pritchard habían resultado ser exactos y útiles; y en cuanto a lo de «vivir tanto
tiempo», tal vez los informes que presentaba a esos otros gobiernos habían sido igual
de buenos.
En definitiva, Pritchard era una rara avis: el espía maestro, contratado en todo el
ámbito internacional y protegido por sus conocimientos y por la naturaleza
indiscriminada de sus lealtades.
Hawke se sorprendió a sí mismo recomendando al entonces director que, lejos de
restringir las actividades de Pritchard, la CIA debería agregarse a la lista de
correspondencia del espía. Su consejo fue escuchado y a lo largo de los años muchos
funcionarios importantes de la CIA desarrollaron cierto afecto por Pritchard y una
admiración por sus siempre imaginativos informes. Pero Hawke nunca llegó a
conocerlo en persona, porque poco después de esos acontecimientos lo
promocionaron a jefe del Directorio Sudamericano y pasó seis años tratando de
mantener en el poder a dictaduras poco populares. Cuando finalmente volvió a
Washington como director de Operaciones y a una masiva acción de retaguardia
contra los plañideros liberales en su propio país, Pritchard ya se había retirado a la
jungla de Malasia… era el decano de su profesión y un anciano muy rico.
La cuerda llevó la sinfonía a su último movimiento y la mente de Hawke regresó
a Washington y al informe que presentaría al director diciendo que su viaje había
probado que la eficacia de la compañía en el Sudeste de Asia podía fortalecerse
rápidamente. Sólo se necesitaría devolver al trabajo de oficina a dos jefes locales para
los que él ya había encontrado buenos reemplazos. Después de un año esperaba tener
un núcleo de células activasen Vietnam, Laos y Camboya. Una perspectiva
satisfactoria. Luego se dirigiría a Oriente Medio. Una gran parte del presupuesto de la
compañía se dedicaba a esa área y, pese a todo, los resultados seguían siendo
desalentadores.
Se puso a pensar en varias estratagemas hasta que la sinfonía concluyó con sus
majestuosos acordes y la jungla se quedó en silencio. Luego, poco a poco, se
reiniciaron los ruidos nocturnos.
—Muchas gracias —dijo Hawke—. Ha sido una velada muy agradable e
interesante.
Pritchard inclinó la cabeza.
—A mí me ha gustado. Un viejo solitario como yo siempre aprecia la compañía.
¿Quiere tomar una última copa?
Sin esperar respuesta dio unas palmaditas a la muchacha que se puso de pie y
sirvió más coñac en las copas. Pritchard le dijo unas palabras en malayo y ella sonrió,

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tomó la tercera copa, se acercó a él y bebió un sorbo mirando impasible a Hawke por
encima del borde.
—¿Cómo le fue el viaje?
Una vez más el norteamericano tuvo que obligarse a prestarle atención.
—Muy bien. Necesitamos ponemos al día. Usted me entiende.
—Por supuesto; pero ahora la mayor responsabilidad recaerá sobre su persona. —
Sus ojos se entrecerraron mientras pensaba—. No será demasiado difícil. Por
supuesto, tendrá que reemplazar a Braden en Yakarta. —Sonrió—. Y Raborn,
lamentablemente, ha sucumbido al demonio de la bebida, de manera que tendrá que
irse. Es una lástima. En su época era bueno.
Hawke no le devolvió la sonrisa. Sentía un pinchazo de irritación y preguntó:
—¿Cuánto hace que se ha retirado usted?
Pritchard se encogió de hombros.
—Ah, cinco años. Pero uno se mantiene en contacto. De vez en cuando la gente
viene aquí a ver esta vieja curiosidad… como ha venido usted.
La irritación de Hawke se disipó.
—Sin duda, vienen de todas partes, ¿no?
—Sí, claro. La semana pasada tuve el placer de cenar con Koslov. A propósito, si
alguna vez lo recibe usted, le gusta mucho Chopin.
Hawke no pudo menos que sonreír. Uri Koslov era el jefe de todas las
operaciones del KGB en el Sudeste Asiático.
—¿De manera que aun después de jubilado usted mantiene abiertas sus opciones?
El rostro de Pritchard pareció ponerse serio, pero había un destello de travesura
en sus ojos.
—Señor Hawke, le contaré un secreto. Usted sabe guardar un secreto, ¿verdad?
—Sí, había un inconfundible destello en esos ojos oscuros—. Bien —prosiguió—. De
hecho, nunca trabajé para los rusos. En todo caso alguna vez me quedé con un
pequeño depósito, pero es como tener un abogado y no usarlo nunca.
—¿Nunca?
Pritchard sacudió la cabeza.
—Tal vez ellos ya supieran lo que yo podía decirles.
Hawke decidió afinar su propia aguja.
—Pero un espía nunca se retira del todo.
El viejo sonrió ante el pinchazo.
—Koslov sólo venía por la comida… y por Chopin. Probablemente le habían
hablado de mi sistema de audio.
Mientras Hawke digería estas últimas palabras, Pritchard hizo sentar suavemente
a la muchacha en sus rodillas y le acaricio el pecho izquierdo con expresión ausente.
Luego vio los ojos del norteamericano fijos en él y dijo con aire distante:
—Lamentablemente, a mi edad, lo único que me queda es una caricia. ¿Qué tal en
Oriente Medio?

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El brusco cambio de tema sacudió de nuevo los sentidos de Hawke. Más tarde
recordaría cómo, durante toda la velada, el Decano lo había mantenido
constantemente en jaque. Por un momento se preguntó si el viejo espía tendría
poderes telepáticos.
—¿A qué se refiere?
—Bien, ahora que ha concluido su viaje de inspección, debe usted tenerlo muy
presente.
—Como todo el mundo; esa zona debe de haber causado más noches de insomnio
en Washington que todas las prostitutas telefónicas de la ciudad.
Pritchard arqueó una ceja con asombro y comentó:
—Por lo que sé de Washington debe de ser un logro importante. Entonces, ¿qué
hará usted al respecto? —Una sonrisa—. Respecto a Oriente Medio, quiero decir.
Hawke se puso de pie, se acercó con su copa a la barandilla de la terraza y se
quedó allí contemplando el río. Se había movido en parte para apartar sus ojos de la
visión de los dedos huesudos de Pritchard sobre el pecho de aquella muchacha, y en
parte para poder pensar. Era posible que esa visita tuviera incluso un motivo
inconsciente: la necesidad de arrancar unas cuantas pautas a la sólida experiencia de
Pritchard. Sabía que durante los próximos meses la mayor parte de sus horas de
trabajo estarían dedicadas a mantener la posición de su país en Oriente Medio, que se
había vuelto casi desesperada después de años de mala gestión, políticas torpes y falta
de fuerza de voluntad. Regresó a la mesa.
—Obviamente nos ocuparemos de elevar el nivel de nuestra actividad… en toda
el área.
Pritchard retiró su mano del pecho de la muchacha e hizo un gesto gráfico.
—Entonces, en lugar de tener un par de miles de agentes, que anden por allí sin
hacer ni conseguir nada, tendrán ustedes cuatro o cinco mil haciendo lo mismo.
Hawke volvió a sentir el pinchazo.
—De todas maneras, seguiríamos siendo pocos, comparados con los rusos.
—Es verdad —asintió Pritchard—. Pero los rusos han obtenido algunos
resultados últimamente… al menos en su política básica de desestabilización.
La aguja decididamente había penetrado hasta el fondo, ya que la voz de Hawke
adoptó un tono defensivo.
—Han tenido el campo bastante despejado. Nosotros hemos estado fuera de
combate durante cuatro largos años. Pero ahora se ha acabado. El KGB, y los otros,
descubrirán pronto que la compañía ha vuelto a trabajar.
Pritchard sonrió con expresión cínica.
—Todos estamos encantados, mi querido muchacho, pero le repito que el solo
esfuerzo, por más encomiable que sea, no será suficiente.
—Obviamente no. Sin duda usted debe tener una solución simple para este grave
problema con el que todos nos enfrentamos…
—Podría hacer una sugerencia. —Pritchard señaló con un gesto la silla vacía—.

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¿Por qué no se sienta y escucha? —Sonrió con gran encanto—. Sería una lástima que
sólo hubiera venido hasta aquí para comer y escuchar a Beethoven.
Hawke vaciló un momento y luego volvió a la mesa.
La muchacha se levantó de las rodillas de Pritchard, sirvió más coñac, volvió a
acomodarse y contempló enigmáticamente al visitante.
—La religión.
Hawke tuvo que llamar de nuevo al orden a su cerebro.
—¿Qué quiere decir con eso?
Pritchard se inclinó hacia delante y dijo con mucha seriedad:
—La religión, señor Hawke, es la única solución para su problema fundamental.
—Ah, ya veo, lo que usted quiere decir es que todos deberíamos rezar para que el
problema desapareciera.
Por primera vez una sombra de irritación cruzó el rostro de Pritchard.
—Es usted un hombre inteligente, Hawke, lo sé. También sé que usted inspira
gran respeto a sus dignos colegas… y a la nueva administración. Me ha pedido una
sugerencia y yo voy a ofrecérsela. Así que hágame el favor de escuchar seriamente a
un viejo que aún no chochea.
Hawke se sintió avergonzado. No dijo nada, y se limitó a asentir con expresión
comprensiva aceptando el suave reproche.
—La religión es la clave —prosiguió Pritchard—. El Islam en todas sus formas y
variaciones. —Sus ojos se entrecerraron y su voz se hizo más profunda por lo que
Hawke tuvo que inclinarse hacia delante para poder escuchar sus palabras.
—La mayoría de los analistas cree equivocadamente que los cismas del Islam
trabajan para los intereses de las grandes potencias, que sirven para dividir a los
estados islámicos del mundo, y que eso es bueno. Señalan la guerra entre Irán e Iraq.
La tensión entre Egipto y Libia, entre Jordania y Siria, etcétera. —Sacudió la cabeza
—. Pero se equivocan. No comprenden que el Islam no es como las otras religiones.
No es como el cristianismo, ni como el judaismo o el budismo. Difiere en algo
fundamental: es una religión que exige total obediencia a sus fieles. Obediencia no
sólo a los principios religiosos, sino a las reglas que gobiernan todas las horas de
vigilia y de sueño. Es una religión agresiva, joven, en expansión, la única religión
importante en el mundo que podría describirse así. La misma palabra «Islam»
significa sumisión.
Hawke tuvo que interrumpirlo.
—Comprendo muy bien todo eso y no puedo pensar en nada más terrorífico que
un Islam unido. Su poder sería inmenso.
Pritchard levantó una mano.
—Permítame continuar. Realmente su poder sería inmenso. Pero ese poder podría
ser controlado.
—¿Por quién? —preguntó Hawke con incredulidad.
—Por ustedes… por Occidente. No sonría. Usted me ha pedido una solución

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simple y yo se la estoy dando.
Hawke se guardó la sonrisa y preguntó con indiferencia:
—¿Quiere usted decir que lo primero que tenemos que hacer es organizar la
unidad de la religión islámica? Eso sería infinitamente más difícil que unir, digamos,
a los católicos y a los protestantes. ¿Y luego que haríamos, invadirlos?
—Exactamente.
—¿Cómo?
—Subvirtiendo.
Una vez más apareció una nota de sarcasmo en la voz de Hawke.
—Entonces unimos el Islam, lo tomamos por subversión, y así efectivamente
controlamos a mil millones de musulmanes en los cuarenta y cinco países islámicos
del mundo. —Sentía una creciente impaciencia. Después de todo, quizás el viejo
chocheaba—. Bien, es una idea espléndida, señor Pritchard, y por cierto muy simple.
La única preguntita que queda es: ¿y cómo lo haremos?
Pritchard ignoró el sarcasmo. Tomó un sorbo de coñac y respondió:
—Pues con un milagro.
Hawke se echó a reír.
—¿Un milagro? No me cabe la menor duda.
Pritchard levantó de nuevo la mano y acalló la risa del norteamericano.
—¿Está usted diciéndome que un país que ha desarrollado las armas nucleares,
que ha llevado al hombre a la Luna —una leve sonrisa—… y que ha construido
Disneylandia, no podría producir un verdadero milagro A-UNO, registrado por
Lloyd’s?
Hawke trató de mantenerse serio.
—Digamos que podríamos; pero ¿cuál sería el propósito?
Pritchard se recostó en el respaldo de su silla, acarició de nuevo el pecho de la
muchacha y dijo:
—El milagro haría auténtica, sin ninguna duda, la llegada del nuevo Mahdi. —
Miró a Hawke directamente a los ojos—. Le hablaré de él.

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Hawke se dio otra ducha. La necesitaba por varias razones: primera porque, la noche
era calurosa; segunda porque había bebido demasiado; y tercera y la más importante,
porque su cerebro estaba en desorden. Puso la cabeza directamente bajo el chorro,
cerrando lentamente la canilla del agua caliente hasta dejar pasar sólo la fría. Le fue
bien. Luego salió de la bañera, se envolvió en una gran toalla, entró en el dormitorio,
se sirvió un gran vaso de agua fría y, una vez más, contempló el río oscuro.
Habían pasado horas desde que Pritchard dejara caer la palabra religión en medio
de la velada. Horas durante las cuales Hawke había dicho muy poco, interrumpiendo
ocasionalmente con una pregunta, pero sintiéndose cada vez más intrigado y
asombrado por el conocimiento y la gran imaginación del viejo.
Pritchard había pensado en todo. El golpe que terminaría con todos los golpes,
señaló con complacencia, sería el de la inteligencia. Hawke estuvo de acuerdo.
—Sería como tener de empleado al papa —comentó.
—Mejor aún —insistió Pritchard—. El Mahdi manejaría todo el poder. Los jefes
de los estados islámicos se verían obligados a inclinarse ante su autoridad, bajo la
amenaza de verse derrocados por un levantamiento popular.
Luego explicó el fundamento místico que hacía creer a todo musulmán en la
llegada de un nuevo profeta. Señaló que desde la muerte de Mahoma había habido
docenas de falsos profetas.
Los británicos, en el mejor momento del imperialismo, debieron luchar contra dos
de ellos, a los que mataron. Y recientemente la familia gobernante de Arabia Saudí
había ejecutado a un joven fanático y a la mayor parte de sus seguidores por atreverse
a creer que él era el elegido.
Hawke sintió crecer su interés y comentó que hasta el ayatollah Khomeini era
considerado por algunos el nuevo Mahdi. Pritchard asintió, sonrió y citó a otro
ayatollah que había dicho, por cierto, que algún día llegaría el nuevo Mahdi, pero no
en un Jumbo de Air France.
Luego Pritchard bosquejó el estado actual del Islam, su juventud y su vigor. Hace

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cincuenta años sólo existían cuatro estados islámicos. Ahora ya había cuarenta y
cinco. Y a fines de siglo más de la mitad de la población del África negra sería
musulmana. Por esas mismas fechas, Rusia tendrá más de sesenta millones de
musulmanes en sus regiones Sur y Este. Ni siquiera el comunismo podía retardar su
crecimiento, o su control sobre muchos de los recursos naturales del mundo,
especialmente el petróleo. El ochenta por ciento de las reservas petroleras del mundo,
se hallaban en los estados islámicos.
Pritchard insistió en que el peligro para el Oeste estaba en el Estado del Islam
incontrolado.
«Es peor que un potro en un jardín —fue su analogía—. Un ser enorme,
indisciplinado, corriendo de acá para allá». La tan esperada llegada del Mahdi lo
cambiaría todo. Extraería orden del caos.
Pritchard sonrió y dijo:
—Hasta podría llegar a decir que el precio actual del petróleo es un signo
evidente de usura, lo que nos favorecería, ya que el Corán es muy duro con los
usureros. Sí, el sura nueve dice: «Ese día sufrirán el fuego de Jahannam y sus frentes
y sus costados y sus espaldas quedarán marcados: esto es lo que habéis atesorado
para vosotros; probad ahora lo que estabais atesorando». Muy adecuado, ¿no le
parece? Tal vez los fuegos del Jahannam serán encendidos con crudo árabe.
Fue entonces cuando Hawke puso toda su atención. Aunque no era hombre de
una gran imaginación, su trabajo le había enseñado a aceptar que no había nada
imposible cuando se trataba de engañar a todo un pueblo durante mucho tiempo. Pero
el lado práctico de su carácter se impuso.
—¿Exactamente cómo? —quiso saber—. Estoy de acuerdo en lo de poder hacer
un «milagro» con el que tal vez estableceríamos al nuevo Mahdi. Pero ¿y los
detalles? ¿Cómo elegirlo? ¿Cómo construirlo? Y, sobre todo, ¿cómo controlarlo? —
¿Habría pensado Pritchard en todo eso?
En su cabeza se concentraban todos los aspectos del plan: desde la difusión de
rumores en todo el mundo musulmán, hasta la selección del individuo basada en su
historia y en su imagen personal. El principal problema, señaló, sería ejercer un
control total sobre el Mahdi una vez que éste fuera proclamado.
Se trataba de un punto que Hawke y sus expertos tendrían que elaborar. Sin duda,
no era imposible para una organización como la CIA elegir a un individuo y luego
controlarlo incluso en las operaciones más delicadas. Pasó a describir los efectos
generales en caso de que el Mahdi fuera, en efecto, proclamado; la forma en que sería
posible, etapa por etapa, influir en la política de todos los estados islámicos,
provocando incluso la caída de gobiernos desfavorables para Occidente. En la
actualidad había un resurgimiento masivo del fundamentalismo islámico y basta los
gobiernos totalitarios como el de Siria, Libia y Arabia Saudí estaban librando ya una
acción de retaguardia contra extremistas tales como los de la Hermandad Musulmana,
cuya sola finalidad era una vuelta a la rígida ley islámica en todos los aspectos de la

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vida. Irán había sido el primer ejemplo y el más significativo. Pritchard señaló que,
con un Mahdi controlado, incluso Irán tendría que acatar las órdenes. Hawke
escuchaba en silencio, aunque sin poder evitar que sus años de formación se
impusieran, como observó Pritchard cuando le vio echar una incómoda mirada a la
muchacha, sentada en silencio y soñolienta sobre sus rodillas. Él sonrió y le dijo a
Hawke que no se preocupara. Le aseguró que sólo hablaba malayo y que además no
era musulmana.
—Es virgen —explicó, y volvió a sonreír—, y eso es una religión mística en sí
misma.
Hawke tomó un sorbo de agua helada y dejó vagar su mente por las posibilidades.
El Decano había presentado el bosquejo de la operación. Podía imaginárselo sentado
allí, en su retiro, junto al río, noche tras noche planeando un ataque astuto y retorcido
contra la religión más vibrante y agresiva del mundo. Era cuestión de utilizar la
debilidad, individualizando los aspectos del Islam que fueran más vulnerables a la
tecnología moderna. Tal como Pritchard lo explicaba, el Islam era una religión que
desalentaba las ideas innovadoras y, por lo tanto, la ciencia. Había llegado a una etapa
de su desarrollo comparable a la Inquisición en España. Los fundamentalistas tenían
miedo de todas las desviaciones de la norma. Por lo tanto, el Islam miraba hacia
dentro y hacia atrás en busca de la pureza teológica, y evitando la innovación.
Ese aspecto, combinado con su fervor místico y la creencia en la llegada de un
nuevo profeta, el Mahdi, era el punto central de la estrategia de Pritchard.
Hawke había visto las trampas.
—¿Y si se descubre el plan? —preguntó—. La reacción en Oriente Medio sería
devastadora. Todos los estados islámicos cortarían la provisión de petróleo más
rápido de lo que una puta corta el don de sus encantos después de terminado el
trabajo.
Pritchard sonrió, irguió la cabeza y examinó críticamente a su invitado. Luego le
preguntó cuál era la primera lección que aprendían todos los agentes de inteligencia.
Mientras la mente de Hawke revisaba veinte años de entrenamiento, el mismo
Pritchard le proporcionó impaciente la respuesta.
—Siempre hay que dejar que otra agencia sirva de punta de lanza a las acciones
de uno. Y si las cosas se ponen mal, echarle la culpa… y desaparecer por el foro.
Hawke hizo un gesto de asentimiento y preguntó quién haría, en ese caso, de
punta de lanza. La sonrisa de Pritchard se volvió burlona.
—Hay dos candidatos —dijo—. Los israelíes y los británicos.
Tras pensar cuidadosamente en la cuestión, se había decidido por los británicos.
Expuso sus razones en secuencia lógica. En primer lugar, el Mossad, el Servicio de
Inteligencia de Israel, era demasiado astuto, y demasiado cínico, como para permitir
que lo utilizaran de cabeza de turco. Además, en el caso de que la operación fuera un
éxito fácilmente podrían llegar a alterar las reglas y al final quedarse con todos los
beneficios. Los británicos, en cambio, eran la punta de lanza ideal. Creían que tenían

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un conocimiento especial de Arabia y se hacían ilusiones románticas sobre su papel
en la historia de Oriente Medio. Podían hablar, y hablaban interminablemente de
Burton y Lawrence. Era curioso, señalaba Pritchard, que un país con el clima más
húmedo y más desagradable que pudiera imaginarse tuviera semejante empatía con
los desiertos de Arabia. Además, en el caso de que se descubriera el plan, los estados
islámicos podrían hacer poco contra Inglaterra. Al fin y al cabo, ellos tenían el
petróleo del mar del Norte, que les serviría por lo menos veinte años más. Además,
los norteamericanos podrían tirar de la cuerda.
Hawke hizo objeciones. Como la mayoría de los oficiales de inteligencia
norteamericanos sospechaba en gran medida de sus colegas británicos. Habían tenido
éxito durante la guerra y después de ella, aunque por poco tiempo, y en la actualidad
se hallaban en un estado lamentable. Estaban más acosados por los «topos» que
Windsor Great Park. Los contó con los dedos:
—Philby, Burgess, Maclean, Vassall, Blunt, y sólo Dios y el KGB saben cuántos
más… que todavía no han sido descubiertos.
Pero Pritchard no estuvo de acuerdo. Creía que el MI6 en particular, la rama
exterior de la Inteligencia británica, estaba ahora relativamente limpia, que se había
purgado a sí misma durante la década de los setenta y que estaría ansiosa por volver a
establecerse en la comunidad mundial de Inteligencia con un golpe espectacular. Su
posición también se había fortalecido últimamente con la firme política de la primera
ministra de Gran Bretaña. Pritchard comentó que la Dama de Hierro tenía agallas
suficientes para apoyar cualquier plan que contribuyera a la seguridad de Gran
Bretaña… por más arriesgado que fuera.
Hawke no estaba convencido, pero de todas maneras, era una discusión
académica. El plan, aunque bastante imaginativo, no sería fácil de presentar al
director, y menos aún al Presidente.
También se preguntó cuál sería la orientación y la amplitud de las lealtades de
Pritchard. Su mente volvió a todo lo que sabía sobre aquel hombre y finalmente
concluyó que cualesquiera que fuesen las lealtades de Pritchard estaban totalmente
contenidas dentro de él y restringidas al arte de su profesión. El hecho mismo de que
al retirarse se hubiese aislado de cualquier país y hubiese creado un pequeño entorno
para sí mismo demostraba que no deseaba conservar vínculos con sus antecedentes.
Fuera cuales fueran las emociones que había sentido en su vida, estaban cristalizadas
en el cinismo y el ejercicio de su intelecto introvertido.
Pritchard sorbió su coñac y dejó que el silencio continuara, un silencio que
permitió a Hawke seguir pensando e imaginando. Comenzó a construir la hipotética
presentación que podría hacerle al director. A responder mentalmente a las objeciones
inmediatas y obvias. Hasta pensó en las consecuencias, para su propia carrera, de un
éxito… o un fracaso. Pritchard se abstuvo de seguir hablando. Guardó silencio,
limitándose a mirar al río, y acariciar con aire ausente a la muchacha.
Finalmente, Hawke volvió a la realidad… Apartó su silla, se puso de pie y

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agradeció a su anfitrión esa velada memorable. Pritchard continuó en silencio,
limitándose a hacer una inclinación de cabeza. Hawke dio las buenas noches y se
dirigió hacia las puertas de hierro. Estaba a punto de desaparecer en las sombras
cuando lo detuvo la voz del viejo:
—Si acepta mi sugerencia —dijo—, hay un hombre, sólo uno, en el MI6 que
podría hacerlo.
Hawke desanduvo irnos pasos y salió de nuevo a la luz. Era un movimiento
significativo. Un deseo de hacer que las fantasías fueran menos irreales.
—Gemmel —dijo Pritchard—. Peter Gemmel. Es el jefe de Operaciones del
MI6… y especialista en cultura árabe. ¿Lo conoce?
Hawke negó con la cabeza.
—Mejor así —continuó Pritchard—. Es de la nueva camada… de los no
corruptos. —Una sonrisa—. Ni siquiera fue a Oxford o a Cambridge, pero tiene
cerebro y tesón… creo que a usted le gustaría.
—¿Y su padre? —preguntó Hawke—. ¿Su padre era también un arabista?
Pritchard se echó a reír… con una risa aguda de aprobación. Finalmente su
invitado mostraba talento y percepción. Los ojos de la muchacha se abrieron y soltó
una risita, distraída pero simpática.
La risa del viejo se acalló mientras sacudía lentamente la cabeza.
—Ni siquiera usted, señor Hawke, atribuiría los pecados de un hijo a su padre. —
Sonrió—. Pero si eso le hace sentirse más cómodo, creo que el padre de Gemmel era
minero. Como le dije, es de la nueva camada.
Hawke asintió, desapareció de nuevo en las sombras, y atravesó la puerta de
hierro.

Vació su vaso, se sirvió más agua, agregó cubos de hielo y se peinó un poco. Su
último comentario sobre el padre de Gemmel había sido una rápida respuesta para
demostrarle a Pritchard que no ignoraba nada sobre el mundo árabe ni sobre la
Inteligencia británica. Pritchard había mencionado a Philby. Kim Philby, tal vez el
más desagradable traidor de la historia de la Inteligencia británica. Un topo del KGB
que había destruido virtualmente la estructura de posguerra del MI6. Por
coincidencia, el padre de Philby, St. John Philby, había sido un famoso erudito y una
autoridad en cultura árabe e islámica. «Pero —pensó— el viejo tenía razón… no se
puede culpar a un padre muerto por los pecados del hijo».
Se volvió al oír un ruido y vio como la puerta se abría lentamente. Allí estaba la
muchacha, envuelta por la escasa luz. Dio un paso adelante y él vio que llevaba una
pequeña bandeja de plata. Sobre la bandeja había una toalla enrollada. Hawke
permaneció inmóvil mientras ella colocaba la bandeja sobre la mesa, sacudía la toalla
y la pasaba levemente por su rostro. La toalla estaba húmeda y fría como el hielo; se
la pasó suavemente por los ojos y las orejas, y luego por su pecho desnudo. Entonces,

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con una suave sonrisa, la volvió a poner en la bandeja y se acercó a la cama. Retiró la
sábana almidonada, se desprendió el sarong y lo dejó caer a sus pies. Era un
espejismo neblinoso, dorado, inmóvil; una vez más el cerebro de Hawke se perdió en
fantasías. Dejó el vaso y avanzó hacia él.
Meses después, una vida después, Hawke recordó que el viejo le había mentido:
la muchacha no era virgen.

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Julia Hawke era una mujer de caprichos caros y fugaces que, combinados con una
sobreabundancia de energía, la convertían en una persona con la que resultaba difícil
convivir. Sin embargo, tenía una virtud: era consciente de sus defectos y, a pesar de
su incapacidad para corregirlos, bacía todo lo posible por tratar de compensarlos de
otra manera. Se paseaba por la sala de estar de su elegante casa en un suburbio de
Washington mirando constantemente su reloj. Ya había hablado por teléfono con el
aeropuerto y sabía que el avión de su marido había aterrizado hacía media hora.
Seguramente ya había cumplido con las formalidades y en esos momentos se bailaba
en una limusina de la agencia que lo traería a casa. Ella jamás iba al aeropuerto a
recibirlo o a despedirlo porque siempre se emocionaba demasiado y sabía desde hacía
tiempo que eso molestaba a su marido, un hombre reservado que se sentía incómodo
incluso con las demostraciones de afecto ante sus amigos íntimos.
Ahora le esperaba, cada vez más nerviosa, porque sabía que él se enfurecería en
cuanto entrara en casa. El problema tenía que ver con el padre de ella, un rico
negociante de propiedades de Houston, Texas. Julia era hija única y su padre la había
mimado demasiado, jamás le había negado nada. Cuando comenzó la universidad, era
una joven muy malcriada, además de rubia, alta, hermosa y vivaz. Morton Hawke,
que por entonces cursaba el tercer año de ciencias políticas, la cortejó sin descanso
durante ocho meses hasta que ella aceptó sus propuestas de matrimonio. Fue un buen
matrimonio. Ella le dio un hijo dos años después y un año más tarde otro; dos
muchachos que se convirtieron en jóvenes inteligentes, atractivos e independientes.
Pero había un problema: el padre de Julia no consideró que con esta unión fuese a
ganar un hijo, sino simplemente a conservar una hija con un apéndice. Morton Hawke
provenía de un hogar humilde. Su abuelo había sido obrero metalúrgico en una
fábrica de Detroit y su padre había entrado en la misma fábrica y ascendido hasta
convertirse en supervisor de una línea de producción. Siempre tuvieron suficiente
dinero, pero nunca en exceso, y Morton se acostumbró a una vida sencilla. Fue a la
universidad con una beca pero después del primer año, descubrió que la vida

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académica era más estimulante y se concentró casi exclusivamente en sus estudios
hasta que conoció a Julia. Era además un hombre de altos y rígidos principios, y,
cuando Julia aceptó su propuesta, le explicó que después de la boda él la mantendría
y que tendrían que vivir de acuerdo con ello. Muy enamorada y totalmente ingenua
en cuanto a lo que significaba vivir con estrecheces económicas, Julia aceptó
alegremente la situación. Pero su padre no. Le gustaba mucho Morton Hawke y,
aunque no venía de una familia distinguida, aprobaba la pareja.
Los problemas comenzaron con el regalo de bodas del padre de Julia, una casa
pequeña pero muy bien amueblada en uno de los mejores suburbios de Houston.
Cuando Julia, encantada, le habló a Morton del regalo, él rechinó los dientes y fue a
montarle una escena al padre de ella. El viejo tejano tuvo que ceder finalmente ante
lo que creyó que sería una situación temporal, y Morton y Julia se mudaron a un
pequeño apartamento en el cuarto piso de un edificio en uno de los distritos menos
saludables de Houston. El mismo Morton lo decoró e instaló la pequeña cocina. Le
gustaba pintar las paredes, trabajar con madera, y ver los resultados de sus propios
esfuerzos. Julia pensaba que el apartamento era bonito, aprendió a cocinar, a manejar
la vieja máquina de lavar y a planchar las camisas de su marido. Aunque las
limitaciones de espacio y la relación con sus vecinos la deprimían a veces, la novedad
del matrimonio y el amor que sentían el uno por el otro la sostenían. Su optimismo le
decía que un año después él obtendría su título, tendría un empleo bien pagado, y ella
podría volver a vivir como siempre lo había hecho. También creía que con el tiempo
Morton cedería en sus principios y le permitiría recibir alguna ayuda de su padre.
Pero la prodigalidad de su padre no conocía la paciencia. Después de tres meses
Morton volvió a su casa una noche y encontró a algunos de los hijos de los vecinos
admirando un nuevo MG de color verde brillante. Un regalo para la niña. Hubo
lágrimas cuando Morton devolvió el coche, pero él se mostró insobornable y siguió
así años y años. Había sido reclutado directamente en la universidad por la CIA, pero
los reclutados de la agencia no recibían sueldos altos durante su período de
entrenamiento, y durante los años en que la joven pareja se vio obligada a trasladarse
de un lado para otro del país y, a la vez que formaba una familia, siguieron viviendo
modestamente, aunque el padre de Julia nunca abandonó sus esfuerzos por cambiar la
situación. Se asombró cuando Morton rechazó un empleo bien remunerado en su
propia compañía, aunque tener un yerno espía le daba cierto prestigio entre sus
amigos en su club privado. De manera que ese problema nunca cesó, aunque Morton
comenzó a ascender en la escala de la promoción y sus ingresos se incrementaron de
forma correspondiente. Pero por lo que respecta al padre de Julia, aunque Hawke se
convirtiera en director de la Agencia, su sueldo nunca sería suficiente para comprar
las cosas buenas que su niñita se merecía. La madre de Julia, en cambio, comprendía
y aprobaba la actitud de Morton y hacía lo posible por calmar las furias de su marido
cuando le devolvían hasta los regalos costosos que hacía a los nietos.
—Cincuenta dólares como máximo —estipuló Morton, y el padre de Julia

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respondió con asombrada indignación:
—Con cincuenta dólares no se compra siquiera ni una salida nocturna en
Lubbock, Texas.
Este principio de Morton siguió siendo una de las dos únicas nubes en el cielo
azul de la vida de Julia, y una de ellas se disipó cuando su marido comenzó a
ascender a los niveles más altos de su profesión y pudo comprarle ropa cara y, de vez
en cuando, algunas joyas. La otra nube era el síndrome «hágalo usted mismo». A
Hawke le encantaba arreglarlo todo, más o menos cada dos años volvía a decorar toda
la casa. El problema era que, a ese respecto, sólo contaba con el optimismo del
entusiasta aficionado y, si bien eso podría haber bastado para un pequeño
apartamento de recién casados, no era suficiente para una casa de cuatro dormitorios
en Washington, DC. Las amigas de Julia solían gastarle bromas al respecto, y le
sugerían, por ejemplo, que Morton dejara de ser un espía, para dedicarse a la
decoración de interiores. Así que al final Julia se rebeló, y cuando Morton partió en
su prolongado viaje de inspección al Sudeste Asiático, llamó a uno de los diseñadores
más importantes de Washington y redecoró la casa de punta a punta: las cortinas, las
alfombras, las lámparas del comedor, los azulejos de los baños, y una cocina
totalmente nueva. En medio del trabajo y del caos, la invadieron las dudas, sobre todo
cuando el presupuesto estimado por el diseñador resultó haber sido demasiado
optimista. Su hijo mayor, que había vuelto de la universidad, recorrió la casa, sacudió
la cabeza y dijo:
—Mamá, al viejo se le van a saltar todos los fusibles.
Lo dijo con una sonrisa, pero Julia sabía que era cierto, especialmente cuando
llegó la cuenta y más aún porque Morton le había dicho, con los ojos brillantes, que
lo primero que haría al volver a casa sería comenzar con la decoración.
Oyó el ruido del coche cuando se detuvo en el sendero de grava, se acercó
nerviosa a la puerta principal y la abrió. El conductor de la Agencia estaba abriendo
la puerta posterior y Morton bajó del coche con su portafolios en la mano. La saludó
con un gesto y una sonrisa, intercambió unas palabras con él y luego subió corriendo
la escalera, la abrazó y le dio un cálido beso. Ella había decidido no decir nada en
absoluto y dejar que lo descubriera por sí mismo. Entraron, cogidos de la cintura.
—¿Cómo te ha ido el viaje, querido?
—Muy bien, pero me alegro de estar de nuevo en casa.
—¿Estás muy cansado?
Él le oprimió la cintura.
—Sí, mucho. Pero con el cambio de horario seguramente no dormiré —le hizo un
guiño—, a menos que tú me canses todavía más.
Pasaron por el vestíbulo y por las amplias puertas que daban al cuarto de estar.
Las dos grandes arañas nuevas de cristal estaban encendidas.
—Te prepararé una copa —dijo Julia nerviosa; se acercó al bar y sirvió un vaso
del habitual Canadian Club con un chorro de soda. Morton la siguió hasta allí; ella le

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entregó la bebida y él bebió un gran trago.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó él—. ¿Muy ocupada?
—Ah, sí, he hecho un par de cosas. —Julia no lo entendía. Su marido había
pisado la nueva y espesa alfombra, pasado junto a los muebles tapizados de
terciopelo y parado junto a su bar favorito, ahora cubierto por un revestimiento de
madera natural, y, aunque ella sabía que Morton era un hombre agudamente
observador, no parecía haber advertido nada. Sólo entonces él se dio cuenta de la
mirada preocupada y desconcertada de Julia.
—¿Pasa alguna cosa? ¿Los muchachos están bien?
—Sí, están bien —respondió ella con cautela—. Debes de estar muy cansado,
Morton, ¿no te has dado cuenta de nada?
Él la miró con atención y entonces, con creciente impaciencia, ella dijo:
—La habitación, mira la habitación.
Los ojos de él recorrieron lentamente el lugar y luego, en silencio, tomó otro gran
trago de whisky.
Asintió con tranquilidad.
—Pensé que estarías muy ocupado —explicó ella apresuradamente—. Al fin y al
cabo, dijiste que tal vez tuvieras que ir pronto a Oriente Medio. —Lo miró ansiosa y
luego rió, aliviada, al ver que él esbozaba una sonrisa—. ¿No te importa? —preguntó
—. ¿Realmente no te importa?
—Claro que me importa —repuso él, sacudiendo la cabeza, asombrado—. Pero
¿qué diablos puedo hacer? —Luego una idea lo asaltó—. ¿Cuánto?
Julia tomó el vaso que él tenía en la mano y le sirvió otros tres dedos de Canadian
Club.
—¿Cuánto?
Le devolvió el vaso sin preocuparse en agregar soda.
—Bien, ha sido una remodelación total, incluso la escalera y los baños… y la
cocina.
—¿Cuánto?
—Veintitrés mil —dijo ella muy tranquila.
Morton se quedó sin aliento, pero antes de que pudiera decir algo se abrió la
puerta, aparecieron los dos chicos y lo saludaron cautelosamente, pero con afecto
haciéndole preguntas sobre su viaje, o al menos sobre las partes del viaje de las que él
podía hablar.
Más tarde, después de la cena, que Juba había preparado con mucho esmero en su
nueva cocina, subieron al dormitorio y, antes de que él tuviera tiempo de decir algo
más sobre el asunto, ella lo ayudó a quitarse la ropa y a acostarse. Durante la hora
siguiente Julia hizo todo lo posible para que Morton tuviera otras cosas en la cabeza.
Pero la estrategia era innecesaria, porque desde el momento en que salió de
Malasia, Morton Hawke se había llevado la preocupación consigo. Sus esfuerzos por
hacer desaparecer todos los pensamientos sobre la cena con Pritchard habían

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resultado inútiles. En el largo vuelo desde Tokio había visto dos películas y en el
descanso entre una y otra, mantenido una profunda conversación con un pasajero que
había sentado junto a él; un almirante retirado con ideas muy sólidas sobre la defensa,
y que coincidían en todo con las suyas. Pero a cada momento las imágenes volvían a
su cabeza. La casa como una gran torta blanca, el río ancho y oscuro, los envolventes
sonidos de Beethoven y aquel viejo cínico de cabellos canosos con su vivida
imaginación. El plan de Pritchard iba y venía en la mente de Hawke como una pelota
de tenis en un largo encuentro. Varias veces lo había descartado por parecerle del
todo ridículo, pero en cada oportunidad las increíbles posibilidades arrojaban de
nuevo la pelota hacia él. Hacía mucho que había decidido que la motivación de
Pritchard era simplemente el orgullo y la satisfacción profesional; un intento de
aplicar un golpe final de la inteligencia que coronaría una vida llena de grandes
logros. Inexorablemente, Hawke había comenzado, casi por un proceso de osmosis, a
absorber en sí mismo las motivaciones del viejo. Sin embargo, la sola idea de hablar
de semejante plan a su pragmático director le daba miedo.
Debía presentarse al director al día siguiente por la tarde, después de que su
secretaria hubiese pasado a máquina el informe manuscrito que traía en su
portafolios. Pensó que permitiría que el partido de tenis continuara en su mente unos
días más antes de decidir qué hacer.
Sus pensamientos volvieron a la muchacha de ojos almendrados y sintió una
punzada de arrepentimiento. Él no era un hombre promiscuo, pero sí viril y
reaccionaba fácilmente ante la belleza femenina. Además, era por naturaleza leal y
esa lealtad le creaba un sentimiento de culpabilidad, sentimiento que, en parte, había
acallado su respuesta ante la remodelación de la casa. Amaba a su esposa, a pesar de
que ella lo exasperaba constantemente, y sus pocas infidelidades pasadas siempre lo
habían perturbado de forma exagerada. Así pues, tendido en la cama con la cabeza de
Julia sobre un hombro y a pesar de los honores con que su mujer lo había recibido, se
mantenía despierto y preocupado.
Por su parte, Julia, acurrucada junto a él, se sentía contenta y desconcertada. La
había aliviado que él no se hubiera enfurecido en el momento mismo de entrar en
casa, pero percibía la preocupación de Morton y se preguntaba cual sería el motivo.
Durante la cena no había hablado mucho del viaje, sólo había dicho que, en general,
había ido bien, y le había transmitido los saludos que le enviaban varias personas que
ella conocía. Julia pensó que alguna otra cosa le preocupaba y por un momento se le
pasó por la cabeza la idea de que hubiera otra mujer, pero la descartó enseguida.
Después de veintidós años de matrimonio, creía conocer a su marido. Podía aceptar
un pecadillo ocasional siempre que eso no la colocara en una situación de
competencia. Sabía que, con sus reservas y sus principios, Morton no permitiría que
eso sucediera, de manera que por ahora prefería la serenidad de la ignorancia. Pero
era evidente que estaba preocupado por algo… Tal vez por algo de lo que hablaría
con ella más tarde. Julia se durmió profundamente.

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Eran las 03:00 cuando despertó. La lamparilla estaba encendida y Morton se
encontraba sentado en el borde de la cama de espaldas a ella. Había dos teléfonos en
la mesilla de noche. Uno era un teléfono normal, el otro de color verde y más grande,
estaba conectado directamente con la Agencia. Por este último era por el que estaba
hablando Morton. Juba escuchó cómo daba instrucciones para que en cuanto el
director entrara en la oficina por la mañana, se le concertara una entrevista urgente
con él en privado, y le pidieran que cancelara todas las otras citas hasta el almuerzo.
También ordenó que la carpeta de un tal James Vernon Pritchard estuviera sobre el
escritorio del director antes de que él llegara. Cortó la comunicación y volvió a
meterse bajo las mantas.
—¿No has dormido? —preguntó ella.
—No, no puedo. Todavía estoy funcionando mentalmente con trece horas de
adelanto respecto a Washington.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Una pastilla para dormir?
Él negó con la cabeza.
—No, Julia. Mañana por la mañana necesito estar muy despierto.
—¿Hay problemas?
Morton apenas sonrió.
—No, no son problemas. Digamos que le he dado una patada a una pelota y
espero que no haya salido del terreno de juego.
Ella ya había oído muchas veces esas frases enigmáticas, de manera que se limitó
a colocar su almohada en una posición más cómoda y volvió a dormirse.

* * *

El director escuchó durante cuarenta minutos sin cambiar de expresión y sin


intervenir ni una sola vez. Pero en cuanto terminó el monólogo abrió un archivo que
había frente a él y durante otros veinte minutos lo estudió en silencio, luego levantó
la mirada y dijo:
—Fui designado jefe de la Agencia hace seis meses. Durante este tiempo he oído
algunos planes increíbles, alocados, pero nada que se parezca a esto. Francamente,
Mort, si me lo hubiera traído otro me habría reído o lo habría enviado a un psiquiatra.
Hawke estaba irritado, no por la mención de los planes o los psiquiatras, sino
porque ya le había dicho al director que odiaba que lo llamaran «Mort». O bien se
había olvidado o lo bacía para demostrarle que desde su posición podía llamar a
cualquiera con el nombre que le viniera en gana. La fibra salvaje de Hawke salió a
relucir.
—Bien, Dan —dijo—, estoy seguro de que en seis meses te habrás dado cuenta
de que dirigir una agencia de Inteligencia no es muy distinto que dirigir un banco.
Daniel Brand había sido presidente de uno de los bancos más grandes del país y
era un viejo partidario del nuevo presidente. Su recompensa por ese apoyo fue el

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excelente cargo de director de la CIA. Miró a su subordinado inmediato con atención
durante unos segundos y luego sonrió.
—Lo primero que aprendí aquí, Mort, es que tú eres un hijo de puta. —Esbozó
una amplia sonrisa—. Probablemente por eso me gustas y probablemente por eso te
he escuchado mientras me hablabas de ese alocado plan.
—No es tan alocado como parece. Mi primera reacción fue igual que la tuya, pero
hace setenta y dos horas que le estoy dando vueltas.
—¿Y vas a decirme, que después de veinte años de experiencia en este trabajo, lo
ves factible?
—No estoy seguro —respondió Hawke—. Quizá sea aventurado, pero creo que
vale la pena prestarle atención.
Brand volvió a mirar la carpeta y luego le dio un golpecito con un dedo.
—Los datos de ese hombre están aquí —señaló—; según dicen, un espía maestro
que vive en la jungla, rodeado de sirvientes y enormes altavoces, probablemente
bebiendo demasiada ginebra y sufriendo alucinaciones. Pero, como estás aquí y
obviamente hablas en serio, supongo que tienes una opinión del todo diferente, o que
te has vuelto sentimental con un reverenciado miembro de tu profesión…
—No soy un hombre sentimental y Pritchard no tiene alucinaciones. A propósito:
bebe whisky de malta común, no ginebra.
—¿Y cuáles son sus lealtades? ¿Cuál es su motivo… es decir, su motivo
personal?
Hawke se encogió de hombros.
—Esas preguntas son muy difíciles de responder, y han ocupado mi mente todo el
tiempo. Creo que sus lealtades son sólo hacia sí mismo. El trabajo de toda su vida
tiende a demostrar eso. En cuanto al motivo, podría ser el orgullo. Presenta una idea
asombrosa. Es el tipo de hombre a quien le gusta ver sus ideas puestas en práctica.
Brand parecía escéptico.
—¿Una especie de culminación de su carrera?
—Exactamente. Con franqueza, Dan, no llegarás a tener una idea clara de ese
hombre con sólo mirar su expediente. Hay que conocerlo, hablar con él. No tiene la
misma visión de las cosas que nosotros. Es como si fuera un académico, tal vez un
matemático, que disfruta con una fórmula complicada.
—Eso lo acepto —afirmó Brand—, y, créeme, no me opongo al pensamiento puro
en este trabajo. El problema es: si no tiene lealtades, excepto consigo mismo, ¿por
qué habría de damos la idea a nosotros? ¿Por qué no a los británicos, incluso a los
rusos? Me has dicho que Uri Koslov fue a verlo recientemente.
—Sí —asintió Hawke—, yo le hice exactamente esa misma pregunta. Su
respuesta fue que los rusos harían ruido y serían demasiado obvios, además el
acontecimiento tendría que tener lugar en Arabia Saudí y nuestras relaciones son
infinitamente mejores que las de ellos allí. Por lo que se refiere a los británicos,
simplemente no tienen el dinero para llevarlo a cabo.

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—Pero él sugirió que los usáramos como punta de lanza, para que el fracaso
recaiga sobre ellos si las cosas van mal. Es un poco extraño viniendo de un inglés.
Hawke sacudió de nuevo la cabeza.
—No es nada extraño. Como te dije, sus lealtades son sólo para consigo mismo.
Trabajó para los británicos cuando le vino bien, lo mismo que para cualquier otro por
el mismo motivo, y su idea es muy razonable. Si nos atrapan desprevenidos, las
repercusiones serían terribles.
—¿Y cree que los británicos lo aceptarían? Y de ser así, ¿sería seguro? ¿No tienen
problemas con los «topos»?
Hawke sintió que el director empezaba a tener una actitud positiva. Al fin y al
cabo estaba pensando en la mecánica de la idea. La voz de Hawke tomó un tono de
raro entusiasmo.
—Sí, creo que los británicos aceptarían. En este momento la política anda bien en
ese país, y en cuanto al estado actual del MI6, nos sentimos bastante confiados.
Hicieron una buena limpieza en los últimos diez años. La mayor parte de la
penetración soviética fue en el Servicio de Contraespionaje, el MI5, y esa facción no
estará implicada en absoluto. Pritchard mencionó a un hombre llamado Gemmel. Es
director comisionado de Operaciones en el MI6. Pedí sus antecedentes a primera hora
de esta mañana y parece un hombre capaz. Además, es arabista y no está con el
sistema establecido.
Entonces el director se levantó de la silla y comenzó a pasearse por la espaciosa
oficina.
—Veamos cuáles son los riesgos. Si los riesgos pueden minimizarse haciendo que
los británicos den la cara, entonces no hay problema, porque los beneficios serían
increíbles. ¿Leíste el último Intelligence Digest sobre energía que enviamos al
Presidente? Los saudíes están totalmente en contra de nuestro almacenamiento de
petróleo. Nuestro Programa de Conversión Petrolera es muy optimista y lo mismo el
Programa de Extracción de Esquistos Bituminosos. Los árabes nos tienen cogidos por
las pelotas, y la cosa se pondrá mucho peor antes de que pueda mejorar. No quieren
que tengamos ninguna base militar en el Golfo y la verdad es que si algo anda mal en
la misma Arabia Saudí y cortan el suministro de petróleo, ese país tendrá una caída
industrial al lado de la cual la Gran Depresión parecerá un florecimiento económico.
—Dejó de pasearse y se volvió para encarar a Hawke—. De manera que por más loca
que parezca esa idea, si tiene éxito, habrá una posibilidad de que podamos manejar la
situación en esa área.
Hawke no respondió. Sabía que Brand estaba ya dispuesto a recorrer por lo
menos una parte del camino.
Su jefe comenzó a pasearse de nuevo.
—Es cuestión de vendérselo al Presidente y después mantener al Congreso fuera
del asunto. —Ahora Brand parecía estar hablando consigo mismo—. Primero tendré
que lograr que Cline esté de nuestro lado. Probablemente yo podría convencer al

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Presidente, pero él escucha a Cline tanto como a mí, tal vez más, y si Cline no está de
acuerdo lo convencerá para que no acepte el proyecto.
Se refería a Gary Cline, consejero de Seguridad Nacional del Presidente; un
hombre conocido por su cinismo, percepción y crueldad. Brand pasó a hablar del
Congreso.
—Sería casi imposible obtener una aprobación formal de la Junta de Control de
Inteligencia. Habría que hacer una aproximación no oficial, probablemente a Sam
Doole. Aunque hay mayor elasticidad, varios miembros de su grupo pondrían el grito
en el cielo si supieran que la CIA está implicada en un intento de subvertir toda una
religión.
Llegados a este punto Hawke finalmente intervino.
—Al menos la Mayoría Moral estaría de nuestro lado.
Brand le sonrió.
—Eso seguro. Probablemente estarían de acuerdo en usar armas nucleares en
todos los estados islámicos de la Tierra, pero es el Congreso el que debe
preocupamos y, en primer lugar, Cline.
—¿Quiere un informe por escrito? —preguntó Hawke.
—Por Dios, no —replicó Brand, sacudiendo vigorosamente la cabeza—. No
quiero nada por escrito, nada en absoluto. Nos moveremos con mucho cuidado y
cautela y si se nos da luz verde, tú personalmente irás a Londres y hablarás con el
MI6, pero nadie, absolutamente nadie debe saber nada sobre esta idea. —Miró su
reloj—. Lo primero que haré será concertar una entrevista con Cline para ver su
reacción. Entonces sabremos hasta dónde podemos llegar.
Hawke se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. Cuando ya estaba a punto de
salir, preguntó:
—¿Y mi viaje a Oriente Medio? Debo partir dentro de un par de semanas.
Brand se hallaba en el centro de la habitación, balanceándose sobre los talones.
—Mañana a estas horas sabré cuál ha sido la reacción de Cline, y entonces
veremos.
Hawke se volvió para marcharse, pero Brand agregó algo:
—A propósito, es una buena idea. Me alegro de que no hayas dudado en
explicármela. Bien hecho, Morton.
Hawke sonreía mientras recorría el pasillo en dirección a su oficina.

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El viento venía del norte, de los Pirineos, y aumentaba su velocidad al cruzar la costa
y llegar al Mediterráneo. Cuando alcanzó la isla de Mallorca soplaba ya a cincuenta
nudos e hizo que Xavier Sansó se sintiera muy desdichado.
Sansó estaba sentado en el atestado bar del Club de Mar de Palma bebiendo
brandy Soberano y contemplando lo que quedaba de su tripulación.
Tenía varias pasiones en la vida: su múltiple imperio comercial, su esposa y sus
hijos, su gran bodega, sus varias amigas, y sobre todo, las regatas de yates.
En uno de los muelles del club, su yate Sirah IV, tironeaba, impaciente, de sus
amarras. Ese barco era el orgullo de su vida, quince metros de suave velocidad, un
diseño Germán Frers construido en Barcelona bajo su propia mirada escrutadora. Las
regatas de yates son un deporte para fanáticos… fanáticos ricos… y a Xavier le
gustaba ganar. Al día siguiente comenzaba el Trofeo Pete Tomas, una competición
alrededor de las islas de Togamago y Cabrera para regresar después a Palma.
Normalmente, un viento fuerte y en ráfagas habría complacido a Xavier, porque el
Sirah IV era uno de los yates más grandes y más fuertes de la flota, pero esa noche
Xavier tenía problemas con la tripulación. Le gustaba correr con doce hombres, de
los cuales por lo menos la mitad fueran jóvenes corpulentos y fuertes que no pensaran
en otra cosa que no fuera esforzarse con los cabos y en cambiar las velas en cualquier
situación. Él era el primero que no podía gastar demasiada energía porque pesaba
unos ciento cincuenta kilos. Era, como se decía a sí mismo, «a la vez navegante y
lastre».
Pero tenía problemas con la tripulación. Dos de aquellos jóvenes fuertes y
corpulentos, tras haber abandonado sus puestos para pelearse, se habían hecho el
suficiente daño como para tener que quedarse unos días en la costa. Otro se había
escapado de su casa para participar en la regata, sin decirle una palabra a su esposa
que estaba embarazada de ocho meses, y apenas hacía una hora que la panza había
hecho su aparición en la puerta, seguida de su propietaria, para llevarse a su marido a
casa.

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De manera que la tripulación se había quedado reducida a nueve hombres. En
realidad, ocho y una muchacha. Una muchacha atractiva de ojos tristes, pero que era
buena para izar las velas. A Xavier le gustaba tener por lo menos una muchacha en su
tripulación… alguien a quien mirar en momentos de calma absoluta; pero, en ese
momento, mirarla sólo le recordaba su problema. Necesitaba hombres fuertes en la
cubierta de proa para poder ganar la regata más importante de la temporada.
Miró por todos lados; el bar estaba atestado y alegre, pero los hombres que se
encontraban allí ya se habían comprometido con otros barcos, o eran incapaces de
distinguir una cornamusa de un amantillo. Decidió que si el viento no disminuía a
Fuerza Uno o Dos por la mañana, todo estaría perdido. Suspiró e hizo una señal al
camarero para que le trajera otro Soberano. Tomar demasiado alcohol no le ayudaría,
pero tampoco le haría daño.
El camarero acababa de dejar el vaso frente a él cuando advirtió a un desconocido
que entraba en el bar desde el comedor. Un hombre vestido con un traje azul oscuro
muy elegante. Se movió entre la multitud hasta detenerse frente a su mesa.
—¿Señor Sansó?
Xavier asintió.
—He estado hablando con el camarero, y me ha dicho que usted necesita
tripulación para la regata de mañana.
La voz sonaba muy tranquila, el acento cortante e inglés, pero a pesar del
murmullo y el ruido de la estancia, pudo oír las palabras claramente. Xavier volvió a
asentir y el inglés dijo:
—Estoy de vacaciones y un poco aburrido. —Una pausa—. Si necesita más
hombres…
Xavier inclinó su cuerpo macizo hacia delante. El resto de su tripulación miraba
con interés. La muchacha de ojos tristes levantó su vaso y contempló
enigmáticamente al desconocido.
—No es un viaje de placer —le espetó Xavier con dureza—. Yo corro para ganar
y el pronóstico es de Fuerza Cinco a Seis.
El desconocido se encogió de hombros y no dijo una palabra.
—¿Experiencia? —preguntó Xavier.
—No mucha —repuso el inglés—. He hecho Sydney-Hobart dos veces, la Carrera
del Mar de la China Meridional una vez, y alguna que otra regata.
El hombre no parecía perturbado por el directo escrutinio de los otros ocho y de la
muchacha de ojos tristes. Tenía una actitud resuelta, y sus ojos no se apartaban en
ningún momento del rostro de Xavier.
—¿Qué edad tienes? —La pregunta fue hecha con brusquedad por un hombre
joven y musculoso que había sentado junto a la muchacha—. ¡Mierda! —El joven
puso los ojos en blanco y se volvió hacia Xavier—. Necesitamos hombres para la
cubierta de proa que puedan estar de pie día y noche y cambiar las velas, mojarse,
cansarse y poder usar sus músculos…, no un pastero.

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—¡Jaime! —lo regañó la muchacha, pero éste la ignoró e insistió, dirigiéndose a
Xavier—: Necesitamos músculos.
Xavier comenzó a decir algo, pero luego miró al hombre que se hallaba de pie
ante él… y sus palabras se interrumpieron. El desconocido miraba a Jaime de una
manera curiosa. Sus ojos no reflejaban nada amenazador, ni tampoco enfado, ni
sentimientos heridos, sólo impasibilidad y un dejo de condescendencia.
—¿Te crees más fuerte que yo? —La voz era muy monocorde, tranquila y clara.
Jaime se apoyó en el respaldo de su silla y contempló con desprecio al
desconocido. Era un hombre que medía un poco menos de un metro ochenta, con un
cuerpo liviano, casi delgado, y un traje de buen corte. Sus cabellos oscuros y cortos
coronaban un rostro anguloso, rosado de ojos grises y boca recta, con un hoyuelo en
el mentón.
Los ojos de Jaime se clavaron en las manos del desconocido y sonrió; eran las
manos de un hombre elegante: dedos largos y uñas muy bien recortadas.
—Pues sí —contestó Jaime con insolencia.
—Pruébalo.
Jaime se incorporó en su silla, porque notó un tono amenazador y echó una
mirada a Xavier, quien se limitó a encogerse de hombros, aunque por la expresión de
su cara parecía que comenzaba a disfrutar de aquello.
Jaime sonrió e hizo un gesto hacia la mesa que tenía frente a él y apoyó el codo
derecho en ella.
—Aquí en Mallorca —explicó—, nos gusta pulsear. —Se miró el brazo
musculoso y su enorme mano, mientras su sonrisa se ensanchaba y levantaba la
mirada con aire interrogativo.
El hombre de la tripulación sentado frente a Jaime se puso de pie y, en una
parodia de galantería, ofreció su silla al desconocido. En el bar se oyó un murmullo y
la gente se acercó a mirar. El desconocido aceptó la silla que le ofrecían y apoyó el
codo en la mesa. Las dos manos se unieron y hubo un breve movimiento de los dedos
mientras buscaban la posición.
—Bien —dijo Jaime, siempre con la sonrisa en los labios; luego su boca se apretó
mientras aplicaba la fuerza. La expresión del desconocido no se alteró en ningún
momento, pero sus ojos se entrecerraron aún más mientras miraba el rostro de Jaime.
Durante un minuto no sucedió nada.
Dos manos y dos brazos que parecían como esculpidos en la inmovilidad. Luego,
poco a poco, las venas comenzaron a sobresalir del cuello de Jaime al verse obligado
éste a ejercer más presión. Aún no había movimiento de brazos.
—¿Listo?
La voz del desconocido se mantenía serena, mientras Jaime alzaba la mirada para
observar aquellos ojos grises mostrando su desconcierto; Xavier se echó a reír.
Entonces los dedos delgados del desconocido comenzaron a apretar y el rostro de
Jaime se contorsionó de dolor; la mano le tembló y hubo un crujido audible, seguido

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por un golpe seco cuando el dorso de la mano de Jaime golpeó contra la mesa. Xavier
echó hacia atrás su cabezota y rió mirando al techo… Luego se hizo un silencio en
todo el bar y la muchacha de ojos tristes sonrió.
Lentamente, Jaime retiró la mano, con los dedos doblados como si estuvieran
agarrotados. Con la otra mano se los tocó e hizo un gesto de dolor; entonces se volvió
hacia Xavier y dijo con los dientes apretados.
—Creo que le vendrá bien. Me parece que este tío me ha roto la mano.
El enorme Xavier dejó escapar más risas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Gemmel —fue la respuesta—. Peter Gemmel.

* * *

En la madrugada, el Sirah IV rodeó el extremo norte de Cabrera. El viento cada vez


más intenso venía del este.
—Foque —gritó Xavier que estaba al timón y los hombres de la cubierta de proa,
envueltos en hules, buscaron a tientas algún lugar donde sostenerse y arrastrando sus
cuerpos exhaustos por la cubierta húmeda.
Había sido una noche terrible, fría para esa época del año, con olas desparejas y
malignas. Uno de los jóvenes tripulantes de Xavier se rompió un brazo durante la
guardia, después de resbalar en cubierta, pero éste en ningún momento pensó en
abandonar la carrera. La muchacha de los ojos tristes llevó abajo al herido y con la
ayuda de algunas tablillas de velas como soporte, le vendó el brazo y lo ayudó a
acostarse en una litera a sotavento.
—El tiempo —gruñó Xavier, contemplando la escotilla—. Es una carrera
maldita… si no puede levantar el peso de su cuerpo tal vez resulte útil aquí.
El joven permaneció acostado gimiendo con cada golpe que se producía en el
casco verde mientras avanzaban a saltos hacia el norte con fuertes vientos, y luego
enfilaban hacia el lugar de partida al amanecer. Lo que quedaba de la tripulación
cuando Xavier ordenó los cambios de velas en respuesta al viento no era más que un
grupo de autómatas helados y húmedos. En las últimas dos horas el viento había
disminuido, pero como Xavier deseaba exigir el máximo a su barco, mandó izar más
velas en el momento en que las otras ya estaban al límite de sus posibilidades.
Xavier no era sólo un experto en calcular la velocidad del viento; conocía a los
hombres y sus límites y mientras los miraba luchar con el foque sabía que ése sería el
último cambio de velas, así que rogó que el viento se mantuviera y lo llevara a bahía
de Palma y al final de la regata.
Sólo el inglés se mantenía aún firme y en el ritual de la cubierta de proa lo que
quedaba de la tripulación dependía inconscientemente de él, de quien aceptaban en
silencio sus tranquilas órdenes.
El foque subió hasta lo alto del mástil, la muchacha se arrodilló junto al manubrio

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e hizo girar la manivela y con un crujido se infló la vela multicolor. El Sirah IV enfiló
hacia la meta final.
Mientras la muchacha trabajaba en la manivela, izando la vela, observada sólo
por Xavier y Gemmel, los otros miembros de la tripulación permanecían sentados en
el suelo, encorvados, con la cabeza entre las rodillas. Xavier se adelantó y apoyó una
de sus manazas en el hombro de Gemmel y se lo oprimió por un instante… un gesto
de agradecimiento poco común. La muchacha levantó la mirada, y, por primera vez,
vio sonreír al desconocido, cuyos ojos y la boca cambiaron radicalmente, marcados
por el agotamiento. El mar estaba tranquilo; avanzaban con el viento. Los golpes
contra el casco habían cesado y también los gemidos que llegaban desde abajo.
Xavier se volvió y miró hacia la proa; sólo se veía la isla; ninguna vela. Sonrió a la
muchacha y dijo:
—Si gano esta regata con la mitad de la tripulación me emborracharé durante una
semana.
La muchacha le devolvió la sonrisa.
—¿Qué hay de nuevo?
Gemmel levantó la mirada al oír su voz. Ya había advertido antes el acento de la
joven.
—¿Eres holandesa? —preguntó.
Ella asintió y dijo:
—Xavier tenía razón. No ha sido un viaje de placer. ¿Por qué lo hacemos?
Xavier dio la respuesta.
—Es como el hombre que siempre usa zapatos dos números más pequeños de lo
que necesita. —Esperó la mirada interrogativa de Gemmel y continuó—: El único
placer de su vida es quitárselos por la noche.
Gemmel sonrió y preguntó:
—¿No tiene usted otros placeres?
Xavier dejó escapar una sonora carcajada:
—Muchos, amigo mío, muchos. —Se dio unas palmaditas en su vasto estómago
—. Buena comida, buen vino y mujeres. Pero yo soy el capitán; no tengo necesidad
de usar zapatos apretados.
—¿Y tú? —Preguntó la muchacha a Gemmel—. ¿Tienes otros placeres?
—Algunos, sí.
—¿Qué haces en Inglaterra? ¿Trabajas?
Él asintió.
—Investigo para un departamento de gobierno bastante aburrido.
—¿Por eso te gusta navegar? —Preguntó la muchacha—. ¿Para combatir el
aburrimiento?
—Tal vez. —La respuesta de Gemmel fue brusca… casi cortante, como para
evitar más preguntas, pero la muchacha tenía curiosidad.
—¿Y eso es todo lo que haces, trabajar y navegar? ¿Tienes barco?

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Gemmel negó con la cabeza.
—No. Y no navego mucho. Nuestro clima no nos lo permite durante la mayor
parte del año. —Vaciló y luego añadió—: Me gusta el ballet; es una especie de
afición.
Xavier lo miró asombrado.
—¿Usted baila?
Gemmel volvió a sonreír y sacudió la cabeza.
—No, yo miro y escucho. Me relaja y me estimula.
La muchacha que estaba ocupada con la manivela, se volvió y preguntó:
—¿Has visto algún ballet español?
Gemmel negó con la cabeza y dijo:
—No. Pero lo veré. Sé que Antonio y su grupo están en el Auditorium desde el
miércoles. He encargado que me compren una entrada. —Una pausa—. ¿Tú irás?
La muchacha hizo un gesto de negación.
—No pensaba ir. —Una pausa—. Pero me gustaría.
Gemmel echó una mirada a Xavier quien a su vez miró su reloj y luego se volvió
hacia la proa.
—Si ese maldito yate Todahesa no rodea Cabrera dentro de dos minutos
ganaremos con hándicap y además con honores. —Sonrió a Gemmel—. De manera
que pasaré una semana borracho. Puede llevar a la muchacha al ballet. Dios santo, yo
mismo les compraré las entradas.

El administrador del club vio cómo amarraban el Sirah IV y bajaban al hombre


accidentado a la ambulancia que había llamado por radio. Advirtió el cansancio de la
pequeña tripulación mientras los hombres realizaban las tareas necesarias para
despejar la cubierta. A lo lejos se veía el foque colorido del Todahesa. Habló por el
interfono y le dijo al camarero que atendía el bar:
—Será mejor que pidas otra caja de Soberano. Dentro de diez minutos Xavier
Sansó querrá nadar en él.
Luego bajó al muelle. La tripulación había comenzado a abandonar la
embarcación, arrojando el equipo al muelle. Buscó al inglés y le entregó un
telegrama.
—Señor Gemmel, esto llegó a su hotel anoche; lo han enviado aquí esta mañana.
Gemmel abrió el sobre y leyó el papel. La muchacha lo contemplaba en silencio.
Luego miró al camarero y preguntó:
—¿Cuándo sale el próximo vuelo para Londres?
—A las 13:45, señor.
Gemmel se volvió hacia la chica.
—Lo siento —dijo—. Tengo que tomar ese vuelo.
La atractiva boca de la joven expresó su descontento.

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—¿Hay problemas? —preguntó.
Gemmel sacudió la cabeza.
—Es mi jefe. Me necesita en Londres… con urgencia.
Ella asintió con desgana.
—¿Para una investigación?
—Más o menos —respondió.
Gemmel se despidió de la tripulación y de Xavier.
—Venga a navegar con nosotros en cualquier momento —dijo Xavier—. ¡En
cualquier momento! —Le palmeó la espalda y se dirigió al bar.
De manera que el camarero llamó a un taxi y Gemmel partió observado por los
tristes ojos de la muchacha.

Fue un almuerzo discreto en uno de los restaurantes más discretos de Washington,


uno de los pocos del mundo que siempre estaba controlado por expertos en aparatos
de escucha.
El maître solía alardear de que las cucarachas de la cocina tenían certificados de
seguridad aún más importantes que los de las pulgas de las alfombras de la Casa
Blanca. Los tres hombres estaban sentados ante una discreta mesa en un rincón
bebiendo un Martini helado doble. Iban vestidos con sobriedad: traje de calle y
corbata.
—Nada oficial, por supuesto —dijo uno de ellos.
—Por supuesto —respondió el que estaba sentado a su lado.
El tercero bebió de su Martini y asintió en silencio.
—Quiero decir que esto sólo es para examinar los procedimientos —continuó el
primero. Era maduro, hablaba con precisión y después de beber cada sorbo se secaba
los labios meticulosamente con su servilleta.
—Examinen todo lo que quieran —dijo el que se hallaba sentado junto a él.
Tenían más o menos la misma edad, pero un aspecto diferente; éste era un hombre
corpulento, alegre, que traspiraba ligeramente en la habitación caldeada. Se enjugó la
cara con un pañuelo de color azul oscuro y tomó un gran trago de Martini.
El tercer hombre era más joven, con una coronilla calva y un flequillo que le
daban aspecto de monje. Sus ojos inteligentes miraban con atención bajo las pálidas
cejas. Sus manos se movían sin cesar, ordenando los cubiertos, liando un cigarrillo,
sacudiéndose la ceniza del chaleco. Obviamente se trataba de alguien a quien le
gustaba mucho hablar, de manera que cuando escuchaba siempre parecía hacer una
especie de cumplido. Estaba escuchando.
—Esto es algo extraoficial.
—Por Dios, Dan —exclamó el hombre corpulento—, si fuera oficial estarías en la
Casa Blanca o yo en Langley. Prefieres tomar el atajo y ablandarme con un almuerzo.
Adelante. Me encanta la buena comida.

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El hombre meticuloso sonrió y dijo:
—Sam, los tiempos han cambiado. El último director ni siquiera te habría
saludado en la calle sin hacer llamar antes a los de la televisión a través de una
subcomisión de la Casa Blanca.
El hombre corpulento rió con ganas.
—No eres político —señaló—. Tienes que comprender las motivaciones. Un líder
de la revolución francesa dijo una vez: «Tengo que descubrir hacia dónde va mi
pueblo para poder guiarlo». Bien, por lo que respecta a los senadores de los Estados
Unidos hace mucho tiempo que aprendimos esa lección. El pueblo votó. Echaron a
los buenos y pusieron hijos de puta en su lugar. —Sonrió con una enorme simpatía—.
Por eso desean que nosotros seamos hijos de puta, y eso es lo que seremos. Ahora,
examinemos tus procedimientos.
En el otro extremo del restaurante había dos mujeres mayores. Estaban muy
satisfechas. Pertenecían a la alta sociedad de Washington y a menudo comían en ese
restaurante con la esperanza de ver a alguna personalidad destacada de la
Administración para después poder mencionar su nombre en alguna de las fiestas de
su grupo social. Hoy su espera había sido ampliamente recompensada, porque los tres
hombres eran Daniel Brand, Sam Doole y Gary Cline, respectivamente el director de
la Agencia Central de Inteligencia, el presidente de la Subcomisión del Senado para
Inteligencia Combinada, y el consejero de Seguridad Nacional del Presidente. Las
dos señoras gozaban de esa proximidad.
—No te gustará —decía el director.
—Compruébalo —respondió el senador.
—Queremos carta blanca.
—Te resultará difícil convencerme.
El director se encogió de hombros y miró a Cline, en busca de apoyo. Lo
consiguió.
—A mí me convencieron —dijo Cline al senador. Su voz adquirió un tono
reverencial—. Y yo convencí al Presidente no sólo de que el director debería tener
libertad de acción sino de que sería más prudente que el Presidente mismo no
conociera los detalles.
El senador mostró asombro.
—Créanme —continuó Cline—. El comentario del Presidente fue «no quiero otro
maldito incidente U2». Señalé que el único problema sufrido por Ike era tener que
admitir que estaba al tanto. Al Presidente le gustó. Pienso que hay que delegar.
El senador estaba impresionado, y lo demostraba.
—Bien —dijo—, si no quieren que mi comisión los moleste tendré que saber el
motivo.
Brand y Cline cambiaron un gesto de comprensión; el trato sería simple. Mientras
Doole obtuviera el poder personal de la información interna no haría intervenir a su
comisión.

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—Bien, la cosa es como sigue… —comenzó Brand, y los tres hombres se
aproximaron para hablar entre sí.

Las dos señoras iban por el tercer café. No se moverían de allí hasta que el grupo de
hombres del otro extremo del salón se separase. Era obvio que estaban discutiendo
algo importante. Cada vez que un camarero se aproximaba a la mesa la conversación
se interrumpía… una pausa impaciente hasta que el camarero se marchaba. El
director era quien más hablaba, en voz baja y monótona. Sólo una vez las señoras
alcanzaron a oír una palabra proveniente del grupo que creyeron comprender. Fue
cuando el senador se recostó en el respaldo de su silla y dijo algo que sonó como
«¡Mieeerda!». Obviamente habían oído mal.
El almuerzo terminó y los tres hombres se dirigieron a la entrada acompañados
por el obsequioso maître. Cuando pasaron junto a la mesa de las señoras éstas
sonrieron ávidamente y los miraron. Sólo Sam Doole, con instinto de político, las
saludó con una cortés inclinación de cabeza.
Afuera los tres hombres se detuvieron bajo el toldo a rayas y miraron las tres
limusinas negras que se acercaban al cordón.
—¿Crees que los ingleses aceptarán? —preguntó Doole.
El director sonrió.
—Puesto que pagaremos por ello, hay buenas probabilidades… además, creo que
la idea les resultará atractiva a sus mentes retorcidas. Perryman me dijo una vez que
prefieren la actividad cerebral; creo que fue un leve insulto.
—¿Quién es Perryman?
El director volvió a sonreír.
—Es el actual jefe del MI6; a los británicos les gusta mantener estas cosas en
secreto. De todas maneras, pronto lo sabremos. Hawke irá en avión esta noche para
verlo.
Tres chóferes uniformados mantenían abiertas las tres puertas traseras de los
coches; Doole se adelantó hacia el suyo. La voz de Cline lo detuvo.
—Ahora eres uno de los cuatro, senador.
—¿De los cuatro qué?
—De los cuatro que conocen los detalles de la operación. Nosotros tres y Hawke.
Doole obviamente se sentía complacido por ese título de exclusividad. Asintió
solemnemente y le dijo a Brand:
—La necesidad de saber, ¿eh? No te preocupes; está herméticamente cerrado,
Dan. ¿Me mantendrás informado?
Brand asintió y Doole subió a su limusina. Brand y Cline lo vieron alejarse.
—¿Has tomado alguna precaución? —preguntó Cline.
—Por supuesto —replicó Brand—. Hemos intervenido los teléfonos de su casa,
su oficina, el departamento de su amiga, el prostíbulo que visita los viernes por la

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noche, y los tres bares donde suele beber.
Cline sonrió y dijo:
—Debe de ser agradable tener finalmente vía libre.
—¡Por supuesto! —respondió reverentemente Brand.
—Avísame cuando llegue Hawke. El Presidente querrá saber que nuestros aliados
están con nosotros.
Subió a la limusina y, antes de que el chófer pudiera cerrar la puerta, agregó:
—Y eso es lo último que querrá saber hasta que todo haya terminado.

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Un grupo de niños jugaba en el edificio en construcción de una estación de servicio


en las afueras de Medina, se perseguían pasando por las aberturas de las puertas y las
ventanas. En menos de una hora llegarían los obreros y los obligarían a marcharse.
Jugaban a tocarse y correr. Un chico tenía que perseguir a los otros y tocar a uno de
ellos, cambiando así los papeles. El más pequeño se llamaba Vahira, que significa
«monje», pero su energía y su desenvoltura no se correspondían con el apelativo.
Tenía ocho años recién cumplidos y hacía poco que le permitían salir a jugar con sus
hermanos mayores y dos amigos de éstos. Estaba en cuclillas detrás de una pila de
bloques de hormigón, escuchando atentamente, porque su hermano mayor era el
perdedor y él no quería que ninguno de sus hermanos lo tocara… de alguna manera
estaba mal. Mientras escuchaba miraba el camino de tierra que llevaba a la ciudad y
los árboles y arbustos que daban color a esa comunidad oasis. Detrás de él, el camino
se perdía en el desierto marrón. Le llamó la atención la figura de un hombre que salía
caminando de la ciudad. Lo hacía de una manera curiosa, lenta pero decidida, como si
estuviera emprendiendo un largo viaje; Vahira no podía imaginar hacia dónde se
dirigía porque el camino llevaba hacia La Meca, a casi trescientos kilómetros de
distancia y a pesar de su corta edad el niño sabía que si seguía esa ruta lo único que
encontraría sería desierto. Cuando la figura se acercó, la atención de Vahira se
concentró. Vio a un hombre de unos cuarenta años, de altura media, vestido con la
túnica y las sandalias de cuero tradicionales. Sólo llevaba una cantimplora de cuero
de cabra colgada al hombro. Era corpulento, de piel clara, con grandes ojos negros,
nariz ganchuda y boca ancha de labios gruesos. Su actitud independiente y su paso
firme, pesado, atrajeron toda la atención del chico, que sólo salió de su
ensimismamiento cuando su hermano quitó de su lugar un trozo de hormigón suelto.
Salió corriendo de su escondite, detrás de la pila de bloques, después de emitir un
chillido y mirando por encima del hombro. Su hermano lo seguía de cerca y se
aproximaba cada vez más. Entonces Vahira pisó una piedra de canto, se torció el
tobillo y cayó, resbalando hasta el camino. Fue a caer a los pies del hombre con un

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grito de angustia.
Se le saltaron las lágrimas de dolor; además se había raspado las rodillas sobre la
arena apisonada del camino, pero antes de que sus hermanos y los otros chicos lo
rodearan, el hombre se arrodilló, puso un brazo bajo sus hombros y lo ayudó a
sentarse mientras, con voz profunda, pero en tono bajo, trataba de tranquilizarlo. El
chico se sintió mejor de inmediato cuando notó el contacto de él.
—Aprenderás —dijo el hombre— que la oveja que se vuelve para mirar atrás
termina en la panza del perro del desierto. —Le sonrió al niño—. O en el mejor de los
casos se tuerce un tobillo y no puede correr durante unos días.
Los otros chicos se acercaron más mientras el hombre se descolgaba la
cantimplora del hombro, desenroscaba el tapón y le lavaba con agua fresca la herida
de la rodilla.
—Tu madre tendrá que curártela bien. ¿Cómo te Damas? ¿Dónde vives?
El hermano mayor contestó por él:
—Es mi hermano, Vahira, vivimos allí. —Señaló con el mentón una casita
humilde en el límite de la ciudad.
El hombre volvió a tapar la cantimplora y levantó al chico en sus brazos con muy
poco esfuerzo; luego, seguido por los otros, lo llevó solemnemente hasta su casa.
—Su nombre es Abu Qadir —dijo el padre de Vahira en respuesta a la pregunta
de su hijo que miraba cómo aquel desconocido retomaba el camino. Cuando el tobillo
del chico estuvo vendado y la herida lavada, el hombre volvió a llenar su cantimplora
en el pozo y después de despedirse del muchacho, se marchó.
—Pero ¿adónde vas? —preguntó Vahira.
El hombre sonrió y dijo:
—Voy a oír el silencio y a buscarme a mí mismo. —Y siguió su camino.
—¿Adónde va? —repitió Vahira la pregunta, esta vez dirigida a su padre.
—Va a las cuevas de El Hafa.
—¿Es muy lejos?
—Dos días de viaje a pie.
El muchacho miró a la figura que se alejaba y dijo:
—Pero si no lleva comida.
—No —asintió su padre—. Se quedará allí tres o cuatro días y luego volverá.
—¿Sin comida?
—Sin comida… sólo beberá agua.
—Pero ¿por qué?
El padre suspiró.
—Porque eso es lo que desea hacer.
Era difícil responder a las preguntas de un niño de ocho años, sobre todo cuando
se referían a un hombre como ése, porque Abu Qadir, en cierto modo, era un místico
y un misterio. La mayoría de los habitantes de Medina lo conocían o sabían quién era
y lo trataban con bondad. Se decía que había nacido en Medina; era de ascendencia

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hachemita y su padre había sido al parecer un pequeño comerciante. Cuando Abu
Qadir era todavía un muchacho la familia se trasladó primero a Riyadh y luego a El
Cairo entre otros lugares. Hacía ocho años que había vuelto a Medina; sus padres y su
hermano menor habían muerto en un terremoto en Argelia, y el único pariente vivo
que le quedaba en Medina era una tía vieja y enferma, que apenas recordaba al
muchacho al que no había visto durante tantos años. La mujer vivía en una pequeña
casa semiderruida y subsistía de la caridad de la Mezquita. Cuando Abu Qadir
regresó, se fue a vivir con ella, reparó la casa y cuidó de cinco años, hasta que murió.
Era un hombre de pocas palabras, palabras que por lo general, expresaba en refranes
del Corán o en frases relacionadas con él, debido a su profunda religiosidad. Algunos
creían que era un simple y que sólo hablaba de esa manera porque se había aprendido
el Corán como una cotorra y no conocía nada más. Pero el Imán regañaba a aquellos
que hablaban de él así y señalaba que conocer el Corán significaba poseer los favores
de Alá, ya que seguir sus enseñanzas era una garantía de que algún día se llegaría al
paraíso.
Abu Qadir era un hombre que parecía necesitar poco. De tanto en tanto se ofrecía
para trabajar, ya fuera como pastor o como carpintero. Las posesiones no significaban
nada para él y las familias de Medina que tenían rebaños grandes o que necesitaban
un hombre que trabajara bien con las manos confiaban en él. Así pues, trabajaba
cuando quería por lo que tenía mucho tiempo libre para pasarlo en las cuevas de El
Hafa, o en la mezquita. A menudo visitaba la tumba de Mahoma, no sólo para orar
sino para permanecer allí en silenciosa meditación. Los guardias que protegían el
sagrado lugar lo conocían bien y nunca tenían que impedirle, como les sucedía con
otros, que se aproximara demasiado. Sin embargo, para muchos sólo era un simple y
un débil mental, aunque lo toleraban.
Una semana más tarde Vahira se encontraba junto al camino, al anochecer, y lo
vio aproximarse desde la distancia; el mismo paso firme y pesado. Cuando se acercó,
el muchacho le miró el rostro: estaba gris de fatiga y la cantimplora de cuero de cabra
parecía estar vacía. Vahira se puso de pie de un salto y echó a andar junto a él. Abu
Qadir miró el pie del chico.
—¿Tu tobillo está bien? —preguntó.
—Sí —dijo Vahira—. ¿Y las cuevas?
—Como siempre —replicó el hombre—. Como siempre.

En Londres hacía un día soleado, pero fresco, por eso, tanto Hawke como Gemmel se
vieron obligados a cubrirse con sus abrigos para poder pasear por Hyde Park.
Caminaron por la orilla del Serpentine y miraron a la gente que pescaba en
mangas de camisa como si fuera verano.
—Es extraordinario —dijo Hawke.
—¿El qué?

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—La forma en que trabaja la gente.
Lo dijo sin enojo, sólo con cierto asombro.
—¿A qué te refieres?
Hawke sonrió para que lo que iba a decir no sonara tan duro.
—Bien… como aficionados.
Gemmel le devolvió la sonrisa y siguieron avanzando por el sendero.
El norteamericano se apresuró para no quedarse atrás.
—No me interpretes mal.
—No, no —dijo Gemmel—. Es probable que dé esa impresión, pero sin duda tú
has trabajado antes con nuestro Departamento.
Hawke sacudió la cabeza.
—Nunca directamente; ni a un nivel tan elevado.
Llegaron a un banco y Gemmel hizo un gesto para que su acompañante se sentara
frente al lago.
Después de un breve silencio Gemmel dijo:
—Yo tampoco he trabajado nunca con vosotros, de manera que dime en qué
somos diferentes.
—Es una cuestión de enfoques. Imagina que se invirtieran nuestros roles y tú
vinieras a Washington con una propuesta similar a la que yo he traído aquí. —Miró a
Gemmel y recibió un gesto de asentimiento para continuar—. Bien, lo primero que
haríamos sería designar a un grupo de acción para estudiar el plan en todos sus
aspectos. En el grupo habría expertos capaces de un amplio espectro de inputs y
amplios feedbacks laterales.
Vio el desconcierto en la sonrisa de Gemmel y levantó la mano.
—Bien, olvida la jerga, pero el resultado sería que a mi director le darían varios
puntos de vista bien expuestos, varios esquemas diferentes a partir de los cuales
tomaría una decisión.
—¿Y el resultado? —preguntó Gemmel.
—El resultado —respondió enfáticamente Hawke—, sería que tendría un
cincuenta por ciento de posibilidades, o algo más, de llegar a la decisión correcta.
Gemmel asintió y dijo:
—Estoy de acuerdo.
—¿De veras?
—Por supuesto.
Hawke estaba desconcertado. Su rostro lo demostraba.
—¿Crees que soy desleal? —preguntó Gemmel, pero antes de que el
norteamericano pudiera replicar, dijo—: Espera, no contestes. Primero dime cómo
hemos acogido tu propuesta.
Hawke extendió las manos y soltó una risita.
—Perryman fue muy cortés. Me convidó a un vaso de su mejor jerez y escuchó
pacientemente. Luego me invitó a cenar a su casa.

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—Te compadezco. ¿Sirvió sopa de lentejas?
—¡Exactamente!
Gemmel le palmeó el hombro.
—No te preocupes. Lo hace con todos los norteamericanos. Una vez cenó en
Downing Street cuando el presidente Johnson estuvo aquí. En el menú había sopa de
lentejas y a Johnson le encantó. Desde entonces siempre ha creído que a todos los
norteamericanos les apasiona la sopa de lentejas. Adelante.
Hawke volvió a reír.
—No me interpretes mal. Fue muy agradable. Una noche llena de hospitalidad.
—¿Pero? —preguntó Gemmel.
—Eso es lo que hay. En toda la noche no habló ni una sola vez de la operación.
Ni siquiera la mencionó.
—Habría sido una grosería —intervino Gemmel—. Un caballero nunca mezcla
los negocios con el placer. Aun cuando haya sopa de lentejas.
—Muy bien —asintió Hawke—, pero necesito alguna reacción. Tengo que llevar
un informe. Cuando me acompañó a la puerta me dijo que tú ya hablarías conmigo y
que hasta entonces pensaría en el asunto.
—Ya veo. ¿A eso llamas trabajar como aficionados?
—Nosotros lo haríamos de otra forma.
De repente Gemmel se puso de pie.
—¿Volvemos? —preguntó.
Hawke se encogió de hombros, se levantó y otra vez echaron a andar.
—¿Cuánto tiempo —preguntó Gemmel— le llevaría a tu director recibir toda la
información, los feedbacks laterales y las objeciones?
—Una semana… diez días a lo sumo.
—Muy bien —dijo Gemmel—. Voy a ser indiscreto para que te tranquilices. Tu
primer encuentro con Perryman fue el miércoles a las 15:00 horas. Esa misma tarde a
las 17:00 me reuní con seis hombres: un experto del Ministerio de Relaciones
Exteriores, un representante del primer ministro, un cierto profesor de la Escuela de
Estudios Orientales y Africanos de Londres, nuestro jefe de control de Operaciones
en Oriente Medio y un servidor. —Se interrumpió y sonrió seductoramente—. ¡Ah!, y
nuestro experto en actividades internas de la CIA.
Hawke se había quedado sin habla, Gemmel lo tomó del brazo y siguieron por el
camino.
—Esa reunión —continuó— duró hasta las once de la noche, momento en que se
habló por teléfono con Perryman para hacerle una recomendación; creo que tú
acababas de irte. A las ocho de la mañana siguiente hubo otra reunión presidida por el
propio Perryman. No puedo decirte quiénes estaban presentes, y aunque pudiera
tampoco lo haría. A las 11:00 Perryman estaba en Downing Street 10 haciendo una
recomendación a la primera ministra. Creo que el secretario de Relaciones Exteriores
y el ministro de Energía se encontraban presentes. No puedo decirte cuál fue la

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recomendación, ni la decisión de la primera ministra. Lo único que puedo avanzarte
es que estoy aquí para que tengas una primera impresión del hombre que trabajará
contigo en caso de que cooperemos.
Hawke se detuvo.
—No me había dado cuenta —dijo a modo de disculpa—. Quiero decir, no había
ningún indicio…
—Bien, nosotros trabajamos de otra manera —respondió Gemmel, y mientras
echaba un vistazo a su reloj, siguió avanzando con el norteamericano por el camino.
—Te dejaré en Petworth House para tu encuentro con Perryman a las 16:00.
Entonces se te dará la respuesta. —Le sonrió para tranquilizarlo—. Exactamente
cuarenta y nueve horas después de haber hecho tu propuesta. —Su voz se volvió dura
—: ¿Trabajo de aficionados, señor Hawke?
Una vez más Hawke se detuvo y el inglés hizo lo mismo unos pasos más allá.
—De acuerdo —dijo éste—. No cometeré ninguna torpeza más, pero por qué es
todo tan improvisado, por qué no me dan un programa.
—Pues muy sencillo —explicó Gemmel—. Sospechas de nosotros, y tal vez con
razón. Tuvimos problemas, pero créeme, ya es agua pasada. Sin embargo, tu gente
nos subestima. No hay manera de que Perryman tenga una respuesta hasta que
analice cada aspecto de tu propuesta y hasta que la primera ministra apruebe su
decisión, ya que si las cosas marcharan mal la responsabilidad sería sólo nuestra.
Hawke asintió.
—Me parece bien —contestó—. Y si obtenemos el visto bueno, creo que
disfrutaré trabajando contigo.
—Muy bien. Siempre y cuando no me llames Pete. Ni mi peor enemigo lo hace.
—¿Qué tiene de malo el nombre? —preguntó Hawke mientras continuaban
caminando.
—Hay un famoso poema pornográfico supuestamente escrito por Rupert Brooks,
que trata sobre dos personajes de Río Grande que se encuentran con una dama
legendaria llamada Eskimo Nell.
—¿Cómo es? —preguntó Hawke.
—Consta de cuarenta y dos estrofas en las que continuamente aparecen dos
personajes a los que siempre se alude de la siguiente manera: «Dick el Tuerto con su
poderoso punzón» y «Pete con el revólver en la mano».
—¿Y?
—Pues que prefiero ser Dick.
Hawke echó atrás la cabeza y rió con ganas.
—Muy bien, si tú por tu parte no me llamas Mort, nos llevaremos muy bien.

Gary Cline atendió la llamada en la pista de tenis de la Casa Blanca donde había
estado jugando con el secretario de Prensa del Presidente en un vano intento por

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reducir su cintura. Jadeaba ligeramente mientras escuchaba al director de la CIA.
—Bien —comentó, cuando el director terminó—. Informaré al Presidente. ¿Cuál
fue la impresión general de Hawke?
—En realidad muy buena —contestó el director—. Por lo que me dijo hasta saben
tomar una decisión, y tienen sentido del humor.
—Si las cosas se ponen feas lo necesitarán —repuso Cline y colgó el auricular.

Perryman y Gemmel cenaron en un discreto club de Londres. Perryman era un


hombre mayor; iba vestido con el traje tradicional a rayas de los altos funcionarios
del Estado. Estuvieron sentados en una mesa de un rincón hablando de trivialidades
hasta que llegó el café.
Entonces Perryman comentó:
—Debo decir que Hawke se mostró muy dispuesto a colaborar.
—¿De veras? —respondió Gemmel con cortesía.
—Sí. Y te elogió mucho. Dijo que eras la clase de hombre que le vendría bien en
su equipo. —Perryman sonrió con astucia—. Creo que lo dijo como un cumplido.
Gemmel habló con seriedad.
—No debemos subestimar a Hawke. Tiene muy buenos antecedentes… y es un
hombre poderoso.
—Así es.
Perryman hizo una señal al camarero y pidió dos coñacs.
—En cualquier caso —señaló—, ellos proporcionarán todo el presupuesto y,
cualquiera que sea el resultado podremos quedarnos con lo suficiente para seguir
trabajando otros diez años.
—Pero no son tontos —dijo Gemmel—. Nada tontos.
—Estoy de acuerdo —respondió Perryman—. Pueden hacer lo que quieran con su
dinero.
Se interrumpieron cuando el camarero trago los coñacs y luego Gemmel
preguntó:
—¿Eso es todo? ¿Es la suma total de nuestros objetivos?
—No lo creo —repuso Perryman, mientras sorbía apreciativamente su coñac, y
continuó—: Necesitarás un buen equipo. ¿A quiénes quieres?
Gemmel lo pensó un momento, y luego dijo:
—Me gustaría contar con Alan Boyd como asistente inmediato. Es un hombre
práctico y habla bien el árabe.
Perryman arqueó una ceja:
—¿Nada más?
Gemmel se encogió de hombros.
—Bien, necesitaré los ayudantes habituales y el servicio de comunicaciones, y tal
vez tenga que llamar a ciertos expertos de vez en cuando… pero ellos sólo deben

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enterarse de lo que tienen que hacer. Boyd, sin embargo, tendrá que conocer del todo
la operación.
—Como te parezca —concedió Perryman—. Tienes absoluta libertad. A
propósito, me gustaría que fueras al Ministerio de Defensa a hablar con un hombre
llamado Clements. Erick Clements.
—¿Y?
—Bien, es un tipo importante, especialista en armas y sistemas dirigibles de
avanzada.
—¿Y?
Perryman hizo un ademán con el vaso en la mano.
—Bien, si los norteamericanos tienen que producir algún milagro espectacular, es
posible que tú puedas guiarlos para que usen algún material nuevo de ésos.
—¿Y?
—No seas obtuso, Peter, no te queda bien. Mientras ellos lo usan, nosotros
podemos aprender algo. De manera que habla con Clements; tal vez tenga algunas
ideas.
—Muy bien —asintió Gemmel—, pero no quiero ninguna interferencia que venga
de allí. A propósito, voy a necesitar a Cheetham… y con toda libertad.
El rostro de Perryman se puso grave.
—¿Crees que llegaremos a tanto?
—Sí, lo creo, y en más de una ocasión. Una operación como ésta puede tomarse
desagradable.
Perryman suspiró.
—Muy bien. Estará bajo tu control.
Hubo un breve silencio, y luego Perryman dijo:
—Quiero que emplees a Beecher. —Levantó la mano para acallar la inmediata
protesta—. A menor escala, por supuesto, y sin revelarle ningún detalle.
Gemmel se recostó en el respaldo de su silla y se puso a pensar.
—Entonces, ¿lo emplearás?
—Claro que sí, esta operación es perfecta para eso.
Entonces Perryman cambió de tema.
—¿Cómo te fueron esas vacaciones acortadas?
—Frías, agotadoras y húmedas.
Perryman se inclinó hacia delante con una sonrisa.
—No me digas. Parece que te mandé llamar justo a tiempo.

Cuando el portero les ayudó a ponerse sus abrigos Perryman comentó que Hawke
había sido muy efusivo con respecto a la eficiencia del Departamento.
—Le dije que tú habías formado un grupo de acción —dijo Gemmel.
—¿Qué es eso?

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—Algo que proporciona información y feedbacks que permiten hacer una
recomendación bien equilibrada a la primera ministra.
Perryman sonrió y tomó su paraguas bien plegado que le daba el portero.
—A estas alturas —dijo—, si esa buena señora tuviera la menor idea de lo que se
está cocinando, usaría mis intestinos como ligas.
Gemmel sonrió y dijo:
—Señor, como jefe del MI6, al menos debería usted conocer ese pequeño secreto.
Perryman arqueó las cejas y Gemmel agregó:
—Hace por lo menos siete años que usa pantys.
Los dos hombres salieron a la lluvia.

—Muy bien, ahora nos pondremos serios.


Los dos hombres que estaban del otro lado del escritorio dejaron de charlar y
miraron respetuosamente a Hawke.
Sólo hacía quince minutos que les habían dado los detalles generales de la
operación cuyo nombre en clave era «Espejismo». En un primer momento se
quedaron estupefactos, luego sorprendentemente divertidos. Ninguno de los dos era
religioso, Hawke siempre había evitado trabajar con hombres religiosos. De manera
que los había dejado charlar unos minutos, observándolos y evaluando sus
reacciones.
A su izquierda estaba sentado Leo Falk. Era miembro de la Oficina de
Investigación Estratégica de la CIA. Su especialidad era Oriente Medio y había hecho
un doctorado en estudios semíticos en la Universidad de Cornell.
Tenía poco más de sesenta años, cabello rubio, corto, piel cobriza y unos ojos azul
claro tras sus gafas sin armazón. Era el único del grupo que había tomado parte en
una guerra con los viejos OSS. Entre los agentes más jóvenes y menos respetuosos
Falk era conocido como «la Capa» y Hawke como «la Daga».
A la derecha de Hawke estaba Silas Meade, su asistente personal que, con sus
treinta y cinco años, era el más joven. Tenía una cara redonda, de expresión
concentrada, coronada por cabellos negros y lacios. Fumaba cigarrillos Kent, uno tras
otro durante casi todo el tiempo que estaba despierto.
—Bien —dijo Hawke—. Quiero que despejen sus escritorios y que deleguen todo
en sus asistentes.
—Mi asistente está enfermo —comentó Falk.
Hawke frunció el ceño.
—Por Dios, Leo, haz los arreglos que tengas que hacer para poderte dedicar por
entero a partir de las 08:00 de mañana a la operación Espejismo. Son órdenes del
director.
Falk se inclinó hacia delante y dijo:
—Estoy algo confundido, Morton. Sin duda es una operación importante, una de

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las más importantes… no, yo diría la más importante en la historia de la Agencia.
Pero si los británicos serán quienes la lleven virtualmente a cabo, ¿por qué hacen falta
dos hombres de primera línea aquí, atados tal vez durante muchos meses?
Hawke tomó un lápiz de la mesa y lo hizo girar entre sus dedos. Contempló a los
dos hombres y luego dijo con voz tranquila, pero con énfasis:
—Porque no voy a permitir que los británicos lo echen todo a perder. Es
demasiado importante. Voy a controlarlos a cada paso que den. Cada paso. Además,
nosotros ponemos el dinero y todo el apoyo técnico. Esta operación no puede fallar.
—Te cubres el culo —comentó Falk con una sonrisa.
Hawke le devolvió la sonrisa, pero con un dejo de malhumor.
—Todos nos jugamos el culo, Leo. Si esto anda mal tendremos que empezar a
mirar las ofertas de trabajo de todos los periódicos del país.
—A propósito —señaló Falk—, conozco a ese hombre, a Gemmel.
—¿Sí?
—Seguro; conoce su oficio. Estuvo en el grupo de enlace de la OTAN que fue
consejero en el acuerdo de Camp David. Los demás no hicieron otra cosa que perder
el tiempo, pero Gemmel proporcionó algunos datos útiles. Conoce Oriente Medio. —
Sonrió al recordar—. Predijo que en el momento en que se firmara el acuerdo, los
israelíes comenzarían a levantar campamentos sobre la Orilla Oeste a tal velocidad
que parecería que quisieran emular a Dios en los seis días que le llevó crear el
universo… y que no descansarían hasta el séptimo.
Hawke hizo un gesto de asentimiento.
—A mí también me gustó Gemmel. Es distinto de los maricones que suelen
encontrarse en el MI6. Él es la prueba de que se están volviendo más eficientes. Usan
métodos y sistemas modernos… y ya era hora. —Acercó su silla al escritorio—.
Ahora, escuchadme con atención, no tenemos mucho tiempo; hay mucho que hacer.
Durante la hora que siguió, les informó mientras Meade iba tomando nota. Les
dijo que de aquí a diez días se encontrarían con el equipo británico. Se había elegido
Lisboa como lugar de reunión, pues se pensaba que no era conveniente que los
británicos viajaran a Estados Unidos ni los norteamericanos a Gran Bretaña. Dentro
de esos diez días los equipos elaborarían las propuestas detalladas para dar forma a la
operación. Las propuestas incluirían al tipo de hombre que se elegiría como Mahdi.
Cómo ubicarlo y reclutarlo y, por encima de todo, cómo controlarlo. Ése era el
problema principal. Luego estaba el «milagro» en sí mismo. ¿Qué clase de milagro?
¿Cómo crearlo? ¿Y dónde, y cuándo debería tener lugar para que causara mayor
efecto?
Otro aspecto era el de la ubicación del equipo mismo. Tendría que ser en algún
lugar de Oriente Medio. Por último, Hawke habló de los procedimientos y de asuntos
de comunicación. El equipo debería aislarse del de la compañía de ahora en adelante.
Habría que mantener un mutismo absoluto. Si se necesitaba ayuda de expertos de
fuera, cosa que seguramente sucedería, esos contactos tendrían que ser individuales y

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totalmente secretos.
Hawke conocía su oficio y, mientras Meade inclinaba la cabeza sobre su
cuaderno, escuchó con atención. Finalmente se echó hacia atrás y preguntó:
—¿Algún comentario?
Falk habló primero.
—El control —dijo—. El control del hombre en cuestión. Vamos a crear
virtualmente un Dios en la Tierra. Una vez que esté ubicado en ese lugar, ¿cómo lo
controlaremos? ¿Cómo llevaremos las riendas?
—Ése es el problema esencial —asintió Hawke—. Debe ser simple y seguro. Por
encima de todo, nosotros debemos ser los que ejerzamos el control… y no los
británicos.
—Diez días no es mucho tiempo —comentó Falk—. Tratándose de partir esa
nuez.
—Pero ésa es tu área —señaló Hawke—. Estás en este equipo precisamente para
proporcionar esa respuesta. Asegúrate de que los británicos tengan sus propias ideas.
—Se volvió hacia Meade—. Silas, ¿cuál es tu impresión?
—Pensaba en el milagro —respondió Meade—. Tiene que ser un acontecimiento
espectacular, y público. —Sacudió la cabeza—. ¿Qué clase de happening podemos
ofrecer?
Falk resopló, divertido.
—No te preocupes, Silas. Si en este país puede elegirse a un actor
cinematográfico como presidente, seguro que podremos producir otro milagro.
Meade le puso el capuchón al lápiz y murmuró:
—Amén.

Mientras el Royal Ballet representaba Giselle en el London Coliseum, ante un


público numeroso y maravillado, Peter Gimmel, sentado en la fila diez de platea,
permanecía ausente, aunque la música era cada vez más imponente y los bailarines
desplegaban sus mejores dotes artísticas y técnicas.
«Diez días —pensaba—, y será mejor que estemos bien preparados».
Por la tarde él también había hablado con Alan Boyd, y ahora su mente revivía la
reunión. Como Hawke, se había asegurado de que Boyd no tuviese principios
religiosos profundos. En realidad, era ateo. Después del escepticismo vino una leve
forma de hilaridad. La idea era tan absurda que, al principio, no podía tomarse en
serio. Pero Boyd conocía bien el Islam y poco a poco a medida que fue captando las
implicaciones y las posibilidades del caso dejó de reír.
—¡Por Dios! —exclamó con tono reverente—. Menudo golpe.
Inmediatamente pensó en las cuestiones prácticas. Señaló el cinismo de los
norteamericanos al usar al M36 como punta de lanza. De esa forma, correrían muy
pocos riesgos, y en cambio cosecharían todos los beneficios.

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—Nosotros seríamos los perdedores —señaló—. Así los llaman: «perdedores».
Gemmel negó con la cabeza y dijo:
—No exactamente. Hay ciertas posibilidades. Podría irnos muy bien y
beneficiamos en ciertas áreas.
De nuevo, como Hawke, pasó a describir la forma en que trabajarían, e insistió en
el hecho de que los factores clave serian el control del posible Mahdi y la total
credibilidad del «milagro». En el encuentro en Lisboa diez días después ambas partes
presentarían sus propuestas, y de ellas saldría el plan final.
—El plan de juego —comentó Boyd.
Gemmel lo miró con el rostro inexpresivo.
—Así lo llaman: «plan de juego»; la expresión viene del fútbol americano.
Planean los movimientos de cada partido. Es como el ajedrez.
—Bien, será mejor que juguemos —asintió Gemmel—. He tratado de convencer
a Hawke de que el MI6 es una colmena de actividad y eficiencia, de manera que
dentro de diez días sería conveniente que tuviésemos un buen plan de juego.

Aunque el primer acto había llegado a su punto culminante, con toda la compañía en
el escenario y Giselle bailando su melancólico y bello solo, Gemmel no podía
concentrar su mente ni sus sentidos en la escena que se desplegaba ante sí. Pensaba
en Boyd, con el que trabajaría en estrecho contacto en los meses siguientes. Le
resultaba fácil identificarse con él porque Boyd también procedía de un hogar
humilde. Tenía poco más de cuarenta años; era un hombre corpulento y fornido que
había ganado una beca para la Manchester Grammar School y luego una del Estado
para la universidad de esa misma ciudad. También era un gran atleta, había jugado al
críquet y al rugby para la universidad. Tenía sentido del humor y una gran debilidad
por la cerveza fuerte de barril. Ocultaba un agudo e incisivo cerebro tras una
apariencia fanfarrona y Gemmel sobre todo apreciaba de él su sentido práctico de las
cosas. Su último trabajo importante había sido el del emirato del Golfo de Omán,
donde desempeñó un papel significativo en la victoria contra los rebeldes apoyados
por Yemen del Sur. Gemmel lo había elegido como ayudante sabiendo que, por más
esotérico y fantástico que fuese el proyecto, Alan Boyd tendría los pies firmemente
apoyados en el suelo.
Cuando se cerró el telón al finalizar el primer acto, de repente volvió a la realidad.
Se sintió algo irritado consigo mismo por no haber disfrutado el ballet, así que
mientras se encaminaba al bar decidió despejar su mente y permitirle descansar
durante el resto de la representación.
Una vez que entró en aquella estancia atestada de gente, se vio obligado a
concentrarse en asuntos no vinculados con su trabajo, porque pronto se vio arrastrado
a una discusión que mantenían varias personas miembros del London Ballet Circle.
Él mismo era miembro activo de la comisión de ese numeroso grupo de aficionados

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al ballet que dedicaban parte de su tiempo libre y su dinero a promocionar el ballet en
Gran Bretaña.
El punto que se trataba en cuestión eran las pésimas condiciones de las
bambalinas en el Coliseum. Los vestuarios para las estrellas eran más pequeños que
un armario y los bailarines tenían que arreglárselas con unas instalaciones que
habrían avergonzado a una prisión de máxima seguridad. El London Ballet Circle
había iniciado un plan de recolección de fondos para llevar a cabo algunas mejoras,
pero algunos miembros de la comisión opinaban que la mayor parte de ese dinero
habría que utilizarlo para sufragar un viaje del Royal Ballet a Sudamérica. Gemmel
se vio abordado por sir Patrick Fane, presidente de la comisión. Fane lo había estado
buscando, y le puso un whisky con soda en la mano.
—Peter, viejo amigo —dijo ansioso, llevándolo a un lado—. Afila tu cuchillo y
escucha.
Gemmel bebió un sorbo de whisky y escuchó cómo Fane le pedía su voto en la
próxima reunión de la comisión. Pensó que Fane era la clase de hombre que
probablemente disfrutaba de las reuniones de comisión más que del ballet mismo. Sin
embargo, tenía razón. Dentro de unos meses la compañía de ballet Maly de
Leningrado actuaría en el Coliseum. Presentarían la versión completa de La
Bayadère, nada menos, con más de cincuenta bailarines. ¿Cómo diablos los iban a
acomodar en 12 cajoneras detrás del escenario?
Gemmel asentía. ¿Es eso cierto? No comentó, aunque le habría gustado hacerlo,
que los bailarines rusos estaban acostumbrados en cierta medida a las
incomodidades… ya que si se quejaban pronto dejaban de bailar.
Se libró de él gracias al timbre que sonó anunciando el inicio del segundo acto y
se alejó prometiendo ocuparse profundamente del asunto.
—Pero, a propósito —le dijo a Fane, dejando el vaso vacío en el bar—, yo
habitualmente bebo vodka con tónica.
Sir Patrick vio a Gemmel alejarse, totalmente convencido de que acababa de
perder un voto.

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6

Haji Mastan podría haber vendido coches usados en cualquier lugar del mundo. Y no
precisamente porque tuviese el aspecto de vendedor de coches de segunda mano; ya
que parecía un animal bovino… una vaca satisfecha de ojos pardos. Tenía una cara
gorda, jocosa, sobre un cuerpo también rollizo. Sólo al examinarlo de cerca se
revelaba a través de sus ojos pardos su agilidad mental. Hablaba con lentitud y
siempre con cortesía, gesticulando mucho con sus brazos y sus dedos regordetes, y
finalmente siempre conseguía lo que quería.
Haji Mastan no vendía coches de segunda mano, sino cubiertas usadas,
renovadas, en la ciudad de Jeddah, sobre el mar Rojo. A medida que las grandes
ganancias petroleras saudíes estimulaban la marcha del progreso; progreso
identificado indiscutiblemente con la aparición de coches grandes, costosos y lujosos,
toda una industria crecía alrededor de ese nuevo medio de transporte. Se decía que el
padre y los antepasados de Haji Mastan habían comerciado con camellos, pero nadie
lo sabía con seguridad porque Haji era iraquí de nacimiento y había llegado a Jeddah
bacía quince años después de hacer la peregrinación a La Meca, a raíz de lo cual
cambió su nombre por el de Haji, que significa: «El que ha hecho la peregrinación».
Se decía que la familia había caído en desgracia con los gobernantes Ba’ath de Iraq,
lo que los había dispersado en diversos países de Oriente Medio. Su padre, con
mucha sensatez, había enviado a sus cuatro hijos varones a diferentes lugares, todos
con el suficiente capital como para emprender un pequeño negocio. Quizá alguno de
ellos, pensaba el padre, llegaría a tener éxito y podría sostener al resto de la familia, e
incluso a las generaciones venideras.
Al llegar a Jeddah, Haji encontró rápidamente su lugar. Invirtió su capital en el
equipo necesario para renovar cubiertas, compró un local en el sector Al Kandarah de
la ciudad, contrató un par de obreros y los envió a El Cairo para que aprendieran el
oficio. Su hermano, que había marchado a Egipto e invertido su capital en un
restaurante, supervisó el aprendizaje y se aseguró de que los dos hombres volvieran a
Jeddah para que cumplieran su contrato. De manera, que con esos dos hombres para

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hacer el trabajo, y Haji para conseguirlo, la pequeña empresa floreció
moderadamente. Al principio fue difícil, porque la mayoría de los saudíes, cuando
compraban un coche, no pensaban en que las gomas se fueran a gastar, y cuando así
sucedía, las compraban nuevas, o cambiaban de coche. Pero como era de esperar, los
coches nuevos se hicieron viejos y surgió un mercado de segunda mano dirigido al
sector menos pudiente de la sociedad. Ese nuevo mercado pronto descubrió que las
gomas se gastaban rápidamente por culpa de las carreteras mal asfaltadas del desierto
y que las cubiertas nuevas eran caras. Así fue cómo el negocio de Haji progresó e
incluso floreció cuando éste consiguió un contrato para renovar cubiertas con la gran
Compañía Petrolera Aramco, el consorcio saudí norteamericano que extrae el
petróleo del reino desierto.
Eso significó expansión, de manera que compró más máquinas y contrató a más
personal.
Todos sabían que Haji Mastan era un hombre profundamente religioso. Alababa a
Alá por su buena suerte y comentaba modestamente a sus amigos que su propia
habilidad para los negocios tenía poco que ver con su éxito, porque ¿acaso no estaba
todo en manos de Alá?
A esas impresionantes palabras había que sumar la devoción que demostraba
sentir por los cinco pilares del Islam: afirmaba constantemente la fe; pagaba el zakat
(impuesto para beneficencia) del veinte por ciento de sus ingresos y con frecuencia
entregaba más; oraba cinco veces al día con fervor; observaba el Ramadán, el mes de
ayuno, y, teniendo en cuenta que a Haji Mastan le encantaba comer, abstenerse desde
el amanecer hasta el atardecer era un auténtico sacrificio. Finalmente hacía la
peregrinación anual a La Meca, el Haj. Eso no le significaba un gran sacrificio, ya
que La Meca estaba a sólo cuarenta y cinco kilómetros baria el este y él podía viajar
allí cómodamente en su Mercedes con aire acondicionado.
Pero aun así, Haji Mastan era el modelo de comerciante árabe de éxito que podía
combinar el comercio con los dictados del corazón. Vivía modestamente, pero con
comodidad, y junto con su esposa y sus dos hijas lo único que esperaba del futuro era
tranquilidad.

Hawke se sentía sumamente molesto, y un poquito resentido. Bien, Pritchard había


presentado su ingeniosa idea, él había convencido al director, y éste al asesor de
Seguridad Nacional quien a su vez había hecho lo mismo con el Presidente. Pero
Pritchard había omitido un detalle esencial. ¿Cómo controlar al Mahdi? En ese punto
se había mostrado indeciso. «Debe de haber formas». —Dijo con ligereza—.
«Siempre es posible controlar a un hombre, de una manera u otra».
En ese momento, Hawke asintió comprensivo… Todo parecía muy razonable;
pero, después de diez días de haber realizado un esfuerzo mental continuo, ningún
miembro de su equipo —ni de los expertos consultados— había presentado un solo

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plan aceptable.
Ése era el motivo de que Hawke anduviera de un lado para otro en la suite del
Hotel Ritz de Lisboa, sintiéndose cada vez más avergonzado e irritado. Sólo faltaban
quince minutos para que él y su equipo se reunieran con los británicos y aún no tenía
una solución práctica. En el mejor de los casos los británicos se mostrarían corteses,
pero sin duda alguna desdeñosos. Falk, sentado en una butaca, miraba pasearse a
Hawke. Meade se encontraba en el sofá, con una pila de fichas junto a él, un
cuaderno encima de las rodillas, un cigarrillo en una mano y un lápiz en posición de
escribir en la otra.
—Tienes media docena de opciones —dijo Falk.
—¡Opciones! —Hawke se volvió hacia él, furioso—. Tengo media docena de
planes chiflados que van desde contratar actores sin trabajo hasta sobornar a un Imán.
—Alzó los brazos hacia el techo con exasperación—. Me han hablado de drogas que
producen cambios mentales, de coerción, extorsión y hasta de simple patriotismo. ¿Es
que nadie comprende que lo que queremos crear es un profeta? ¿Un hombre que
llegue a dominar la vida de mil millones de personas? Una vez que lo haga, una vez
que lo aclamen, ¿cómo podremos conseguir que no nos deje de lado? ¿Nos veremos
obligados a depender de las drogas o de la extorsión? ¿Qué hay que hacer para
extorsionar a un profeta?
Falk se inclinó hacia delante y dijo:
—Morton, créeme… la fuerza, el soborno, la extorsión, la coerción, escoge lo que
quieras, son las únicas formas. En mis buenos tiempos he dirigido mil agentes, lo sé.
Hawke interrumpió su paseo y lo miró con ira.
—¿Alguna vez has controlado al mensajero de Dios sobre la Tierra?
Falk se encogió de hombros.
—De todas maneras no será más que un hombre, Morton. Nosotros seremos los
que le daremos ese rango, pero independientemente de lo que piensen los creyentes,
únicamente seguirá siendo un hombre.
Hawke suspiró con irritación, pero Falk insistió.
—Dime, Morton, cuando tienes dos canicas verdes encerradas en el puño, ¿qué es
lo que tienes?
Hawke volvió su mirada hacia Meade y dijo:
—Dímelo tú, Leo.
—La atención total de un duende —contestó Falk y soltó una ronca carcajada.
Sólo él rió y lentamente logró controlarse.
—La fuerza, el poder, la coerción… es la única forma. —Miró a Meade en busca
de apoyo, pero éste se limitó a encogerse de hombros y a decir:
—Me gustaría pensar que podemos ser más sutiles.
—Estoy de acuerdo —señaló enfáticamente Hawke—, pero hasta ahora no hemos
producido nada que sea verdaderamente profundo.
—Diez días no es mucho tiempo —intervino Falk, a la defensiva—. Quizá los

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británicos tengan algunas ideas. Si es así, ¿cuál será tu actitud?
—Mucha cautela. Les permitiré que presenten sus sugerencias primero, y luego,
si tienen grandes y sutiles ideas, podré ser condescendiente y generoso. —Miró su
reloj—. Vamos.
Mientras se levantaba de su asiento, Falk dijo:
—Al menos tenemos algunas ideas para el milagro.
—¡Y tanto! —Gruñó Hawke con sarcasmo—. Hay de todo, desde separar las
aguas del mar Rojo hasta poner un halo rosado a Yasser Arafat. Vamos.
El Hotel Ritz de Lisboa es uno de los más grandes del mundo; su pequeña sala de
reuniones refleja el gusto y las comodidades de una era menos enloquecida. Una
mesa larga y pulida ocupa el centro de la habitación rodeada por sillas Luis XIV. Las
paredes están cubiertas con tapices que representan escenas de viajes, y una rica y
espesa alfombra se hunde agradablemente bajo los pies. En un extremo de la
habitación hay un pequeño bar; Gemmel y Boyd se encontraban junto a él hablando
de cosas triviales y bebiendo una copa, mientras dos hombres recorrían la habitación
con una especie de pequeño instrumental en las manos que producía chasquidos y
zumbidos. Cuando Hawke entró, seguido por Falk y Meade los dos hombres que
estaban junto al bar se volvieron.
Entonces Gemmel y Hawke miraron al mismo tiempo a los dos hombres del
instrumental.
—La habitación está limpia, señor —anunció uno de ellos a Gemmel.
—Muy bien, todo está perfecto, Morton —dijo el otro a Hawke.
Hubo un breve silencio y luego Hawke avanzó sonriente y con la mano extendida.
—Me alegro de verte, Peter.
Se hicieron las presentaciones pertinentes y se estrecharon las manos.
Gemmel sonrió a Falk y dijo:
—Me alegro de verte de nuevo y de que estés en esto.
—Lo mismo digo —respondió Falk, y pidió a Boyd, que lo miraba con la copa en
la mano—: Whisky con soda. Gracias.
Gemmel sirvió a Hawke un Canadian Club con un chorro de soda y dos cubitos
de hielo. Los okos desfilaron ante el bar y se sirvieron bebidas.
Finalmente, Hawke se volvió hacia los dos hombres que estaban en la puerta:
—Bien, creo que podemos comenzar. No dejen pasar a nadie, por favor.
Los dos hombres asintieron y salieron de la habitación, y los cinco que quedaron
se dirigieron a la mesa.
Es curiosa la forma que tiene la gente de aproximarse a una mesa de reuniones.
Primero buscan la tarjeta donde aparece escrito su nombre y, si no la hay, se miran
con indecisión, ya que la disposición de los asistentes alrededor de una mesa de
reuniones puede ser más crucial que una reunión en la Casa Blanca o una cena en el
Palacio de Buckingham. Son muchas las conferencias sobre la paz que se han
suspendido por este motivo. Pero en esta ocasión Hawke fue lo suficientemente

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diplomático y firme.
—Peter —dijo— ¿qué te parece si tú y Alan os sentáis a este lado? Leo y yo nos
pondremos en este otro, y Silas —dio una palmada a Meade en el hombro— puede
sentarse en el extremo y tomar nota cuando sea necesario.
Los dos hombres se sentaron y hubo un murmullo expectante mientras todos los
ojos se volvían hacia Hawke.
Hawke carraspeó y habló con lentitud y seguridad:
—Primero, para recapitular: el objetivo de esta reunión es formular un plan
detallado para seleccionar y aclamar a un nuevo profeta, el Mahdi, para la religión
islámica; definir la manera de hacerlo, o sea el «milagro»; y el método con que se
controlará al Mahdi y, a través de él, al Movimiento Panislámico.
Sus ojos recorrieron la mesa y los otros hombres asintieron solemnemente.
—Para ello —prosiguió—, debemos llegar a un acuerdo sobre los objetivos
generales de esta operación de Inteligencia, a la que hemos dado el nombre en clave
de «Espejismo», que luego someteremos a aprobación ante las altas esferas. —
Entonces miró directamente a Gemmel—. Peter —dijo—, en primer lugar, me
gustaría decirte que me alegro mucho —indicó a Meade y a Falk—, y hablo también
en nombre de los demás miembros del grupo, de que tú dirijas la operación desde
abajo.
Meade y Falk murmuraron su asentimiento y Hawke continuó:
—Queremos que sepáis que no tenemos intención de interferir en las acciones
diarias. Pero naturalmente, como nuestra agencia promueve y financia el plan,
necesitaremos estar muy bien informados.
Gemmel inclinó la cabeza indicando que lo había comprendido a la perfección y
todos los demás dieron muestras de estar de acuerdo.
—Bien —siguió Hawke, con creciente entusiasmo—. Ahora, después de una
profunda y experta consideración, nos resulta obvio que el elemento clave es la
selección y, sobre todo, el control permanente del hombre en sí… el Mahdi.
Sonrió a Gemmel, echó una mirada a Meade y a Falk, se inclinó hacia adelante y
dijo:
—Peter, obviamente nosotros contamos con algunas propuestas factibles. Sin
embargo, como vosotros seréis quienes estéis al frente, ¿por qué no nos comunicáis
primero vuestras ideas?
Gemmel asintió.
—Gradas, Morton. Pensamos que tenemos un plan simple pero eficaz. —Se
interrumpió y miró uno por uno a los tres norteamericanos—. El único problema —
continuó—, es que me temo que será un poco caro; y necesitaremos no uno, sino
dos… milagros.

Al maître del restaurante del Hotel Ritz le gustaban los norteamericanos. No porque

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dieran buenas propinas… unos las daban y otros no… sino porque nunca se quejaban.
La verdad es que aunque no hubiera mucho de que quejarse en uno de los mejores
restaurantes de Europa, siempre había alguien que, lo hacía. Sobre todo, los franceses
y los italianos. El maître pensaba que los norteamericanos estaban tan ansiosos por
recibir un buen servido en su propio país que se quedaban mudos de admiración ante
lo que él les ofrecía. Pero esos tres norteamericanos de la mesa del rincón lo habían
desconcertado del todo. El conserje había hecho la reserva a nombre de un tal señor
Beckett. Diez minutos antes de que llegara el grupo, un hombre con gabardina
preguntó por la mesa del señor Beckett, se dirigió hacia ella con un portafolios grande
del cual salía un cable conectado a una pequeña ficha, dio tres vueltas a su alrededor,
y acto seguido sin dejar de saludarle, se marchó. Cuando llegaron el señor Beckett y
sus invitados el maître se sintió obligado a mencionar el incidente, pero el
norteamericano se limitó a sonreír y le puso un billete en la mano. Él se encogió de
hombros porque después de veinte años de oficio, ya nada le sorprendía.
—Costará un riñón —dijo Falk mientras masticaba un bocado de trucha ahumada.
—Pero es hermoso —respondió Meade—. ¡Hermoso!
Los dos miraron a Hawke, que estaba profundamente pensativo; no había tocado
su plato de ensalada del chef. De repente alzó la vista del plato y se los quedó
mirando.
—Todo depende del «discípulo» del Mahdi —dijo—. Él será nuestro hombre. —
Dio unos golpecitos en la mesa para enfatizar lo que decía—. Ese hombre será todo
nuestro, siempre nuestro, y solamente nuestro.
Falk asintió con entusiasmo.
—Cuando Gemmel presentó el plan, nos pareció estar oyendo música celestial;
sobre todo en el momento en que mencionó lo del «discípulo»… como una voz
angelical.
—¿Ese tipo es de confianza? —preguntó rápidamente Hawke—. ¿No tenéis
ninguna duda?
Falk sacudió la cabeza con impaciencia.
—Ninguna, Morton. Es perfecto. Hace años que lo plantamos, lo fertilizamos, lo
cubrimos con tierra abonada, y desde entonces lo venimos regando. Te digo que es
perfecto. Ni hecho a medida; pero costará un ojo de la cara.
Hawke asintió.
—Un poco más de doscientos millones, creo, pero, Leo, eso significa cincuenta
minutos de provisión de petróleo para todo Estados Unidos. Valdría la pena. —
Sacudió la cabeza, maravillado—. Os aseguro que la idea que han presentado es
realmente fantástica.
Se produjo un silencio como si todos los pensamientos volvieran a esa reunión.
Cuando Gemmel dijo que se necesitarían dos milagros se produjo un silencio
total, sólo roto por Hawke, que comentó:
—¿Entonces necesitaremos dos profetas?

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Gemmel sonrió y les explicó que la única forma de controlar al hombre en
cuestión sería hacerle creer que él era realmente el Mahdi y convencerlo también… o
más bien instruirlo… para que se dirigiera a una persona designada de antemano
como confidente y consejero. Esa persona estaría bajo «control». Gemmel hizo una
pausa esperando una reacción, pero no recibió ninguna y pasó a explicar que el
primer milagro sería sólo para el Mahdi elegido. En efecto, algo similar a la aparición
del arcángel Gabriel, como le sucedió a Mahoma. Gemmel ya había consultado con
algunos expertos la posibilidad de recrear semejante aparición y éstos le habían
asegurado que, mientras se contara con fondos ilimitados, se podría hacer hasta en
tecnicolor. El segundo milagro, que daría validez al Mahdi en todo el mundo
islámico, tendría que ser algo más espectacular.
Gemmel calló de nuevo; esta vez intervino Falk.
—El «discípulo», por supuesto, estaría preparado y esperando al Mahdi…
—Evidentemente —respondió Gemmel—. Y sería un hombre nuestro… de pico a
cabeza.
Falk frunció los labios, pensativo, y luego, con un gesto indicó a Gemmel que
continuara. Este así lo hizo, pero primero se disculpó ante Falk porque lo que iba a
decir era obvio para un arabista tan eminente. Sin embargo, la interrupción era
necesaria para que los otros pudieran apreciar las bondades de su propuesta. Falk
inclinó amablemente la cabeza y Gemmel continuó.
Les hizo un breve resumen histórico del Islam, desde Mahoma hasta la
actualidad. Explicó los cismas que habían dividido la religión a partir de la muerte del
cuarto califa. Describió la asombrosa expansión del Islam, primero por la conquista
en épocas tempranas, y luego por los misioneros, en tiempos más recientes.
Señaló que había un punto de unión entre todas las facciones del Islam: La Meca
y su Gran Mezquita seguían siendo el núcleo central de la religión y todo musulmán,
de cualquier nacionalidad o facción, ya fuera suní o chiita o sufí o israelí, estaba
obligado a hacer la peregrinación —el Haj— a La Meca. Así, todos los años más de
dos millones de musulmanes de más de setenta naciones llegaban a La Meca para los
ritos religiosos en masa más fervientes que se conocen.
—De manera que debe ser durante los cinco días del Haj —dijo Gemmel—
cuando se produzca el milagro, para que sea presenciado por todos los peregrinos que
luego lo esparcirán por el planeta y llevarán la palabra del Mahdi a todos los rincones
del mundo.
De nuevo hizo una pausa y también esta vez se produjo un silencio… un largo
silencio que les permitió a cada uno de ellos ejercitar sus propias fantasías.
Fue Hawke quien finalmente rompió ese silencio.
—Y el milagro mismo —dijo—. ¿Tenéis alguna idea al respecto?
—Sí —replicó Gemmel—. Pero ¿quizá queráis presentar las vuestras primero?
Hawke sacudió la cabeza.
—No, no, adelante, Peter. Hasta ahora tus ideas parecen muy prometedoras.

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Entonces Gemmel entró en detalles. Pidió a los presentes que se imaginaran la
escena.
En la tarde del penúltimo día del Haj la multitud sale de la Meca y entra en el
valle de Mina. Desde el mediodía hasta momentos antes del atardecer los peregrinos
miran la pequeña sierra rocosa de Arafat, oran y leen el Corán y escuchan sermones.
Algunos de ellos también hacen sacrificios: corderos o cabras, a veces incluso hasta
llegan a matar un camello. —La voz de Gemmel había bajado de tono y los demás se
inclinaron hacia delante para no perder palabra—. En ese momento —dijo él—,
nuestro hombre, del que ya habrán corrido numerosos rumores, rodeado por sus
seguidores, se trasladará al centro mismo del valle, y en medio de la multitud,
colocará un cordero muerto en el suelo. Sus seguidores abrirán un gran círculo
alrededor, y el futuro Mahdi gritará con todas sus fuerzas: «Oh Alá, recibe este
sacrificio».
La voz de Gemmel había bajado todavía más, y su tono era reverente. Los otros
se inclinaron hacia él, reflejando en sus rostros lo que imaginaban sus mentes.
—Entonces —siguió Gemmel—, de un cielo claro, azul, sin nubes surgirá un
vivido rayo verde de luz, claramente visible para los dos millones de peregrinos…
visible hasta Jeddah. El rayo verde alcanzará al cordero y lo desintegra convirtiéndolo
en humo.
Se apoyó en el respaldo de su silla, su voz retomó el tono normal y dijo a los allí
presentes:
—Y así es como el Mahdi será proclamado.
Falk fue el primero en recuperarse.
—¡Un rayo láser! —exclamó, con una sonrisa—. Desde un avión que vuele a
gran altura.
—Desde un satélite —respondió Gemmel—, desde muy alto en el espacio.
Hawke comenzó a comer.
—¿Crees que el milagro es factible? —preguntó Meade.
—¿Cuál de los dos?
—El segundo… el del rayo láser.
Meade se encogió de hombros.
—No sé mucho de láseres, pero Gemmel parecía confiado y creo que se ha hecho
asesorar por expertos.
Falk se limpió la boca con una servilleta y dijo:
—Recuerdo haber leído un informe del Departamento de Defensa, del sector
Investigaciones. Se han hecho grandes avances en los últimos años. En 1973 las
Fuerzas Aéreas enviaron una nave teledirigida con un prototipo de arma láser, y el
Ejército y la Marina tuvieron éxitos similares.
—Así es —interrumpió Meade—. Ya he visto el informe presentado por Richard
Airey. En 1978 la Marina derribó un misil antitanque TOW… Sólo diez pulgadas de
diámetro y viaja a mil quinientos kilómetros por hora.

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Hawke dejó su tenedor.
—Entonces probablemente sea factible —dijo—, pero tendrá que ser una
máquina muy grande y ponerla en el espacio puede ser un gran problema.
—Habrá que usar la lanzadera espacial —dijo Falk—; la NASA y el Pentágono
no lo aprobarán. Hace años que tienen ese programa.
Hawke sonrió con cinismo.
—Entonces habrá que ejercer la debida presión. Silas, quiero que tú te ocupes de
eso. Es posible que tengas que usar a Gary Cline para convencer a algunos. Y dentro
de las veinticuatro horas después de que regresemos a Washington quiero en mi
oficina con su maletín de trucos y todas las respuestas, al hombre más importante en
rayos láser del Departamento de Investigación DOD.
Meade asintió y anotó algo en su agenda. Hawke se volvió hacia Falk.
—Leo, tú trabajarás en el otro extremo. Tienes que poner en movimiento a
nuestro topo en Jeddah y hacer que comience a remover las cosas. Cuando el Mahdi
salga del desierto deberá tener un grupo de seguidores ya preparado. Pero lo primero
que tienes que hacer es entregar nuestro hombre a los británicos. Establece un pacto
con Boyd. Él lo dirigirá… al menos haz que así lo crea… aunque quiero que la
Agencia controle de cerca sus acciones.
Falk sonrió.
—No te preocupes, Morton, podemos controlar al discípulo…; está más limpio
que el interior de una botella de Listerine.
—Bien. —Hawke apartó su plato—. No quiero vacilaciones. —Sus ojos se
clavaron en la cabeza inclinada de Meade.
—¿Qué me dices, Silas?
Meade levantó la mirada y contestó:
—Amén, Morton, amén.
Gemmel y Boyd mantuvieron una conversación en la habitación del primero.
Boyd estaba sentado en la única silla que había y Gemmel en la cama.
—Creo que todo ha ido bastante bien.
Gemmel sonrió, a la vez que asentía.
—Por cierto, les ha gustado la idea del control a través de un discípulo, sobre todo
porque tienen un hombre por allí al que han tenido que mantener inactivo durante
quince años.
—Eso es bastante inteligente —comentó Boyd—. No sabía que a los
norteamericanos les gustaba esto, es decir, hacer planes a largo plazo.
Gemmel sonrió y dijo:
—Yo tampoco. En general les gustan los resultados rápidos.
—Entonces ahora nosotros nos hacemos cargo de él.
Gemmel asintió.
—Sí, en caso de que lo atrapen desprevenido. Pero eso es pura teoría, ya que
Hawke lo controlará de cerca, y si la operación tiene éxito descubriremos de pronto

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que el discípulo se toma decididamente antibritánico. —Se encogió de hombros y
miró su reloj—. Dentro de diez minutos —continuó—, me reuniré con Hawke en su
suite para ultimar algunos detalles. —Se puso de pie y preguntó—: ¿Dónde está
Beecher?
—La última vez que lo vi estaba en el bar.
Gemmel frunció el ceño.
—Por favor baja, y asegúrate de que esté razonablemente sobrio.

—Aquí caben tres habitaciones como la mía —comentó Gemmel, echando una
mirada a la suite.
Hawke que estaba preparando las bebidas en la pequeña barra de bar, sonrió.
—Hablaré con Perryman —dijo, mientras acercaba las bebidas y se sentaba en
una butaca—. Sugeriré que aumente tus dietas.
Gemmel sacudió la cabeza y sonrió.
—A Perryman le daría un ataque al corazón si se enterara de que pago cien libras
por una habitación.
Se hizo un breve silencio mientras los dos hombres, sentados ante la mesita, se
miraban.
—Confesaré lisa y llanamente —dijo de repente Hawke, al tiempo que Gemmel
arqueaba las cejas—, aunque no lo admitiría ante los demás que no teníamos ninguna
idea particularmente brillante para controlar al Mahdi o para el milagro. Con
franqueza, si vosotros no hubierais tenido ese estallido de genio el proyecto ya estaría
frustrado.
Gemmel estaba obviamente impresionado por la franqueza de Hawke, pero no
pudo resistir la necesidad de indagar un poco más.
—¿Quieres decir que tu grupo de acción te falló?
Hawke sonrió irónicamente.
—Eso creo. Es una suerte que no haya sucedido lo mismo con el tuyo.
Gemmel sacudió la cabeza.
—El hecho es, Morton, que son ideas de Perryman. A pesar de las apariencias es
un muchacho muy prudente.
—Así parece —repuso Hawke en voz baja—. Puedo decirte una cosa: me siento
mucho más confiado ahora que hace doce horas. Tal vez podamos llevar adelante esta
locura. —Inspiró profundamente y dijo—: Bien, ¿hablamos de los detalles?
Comenzaron a discutir los pasos siguientes. Acordaron encontrarse de nuevo de
aquí a una semana, esta vez en París, para evitar que los vieran juntos demasiado a
menudo en la misma ciudad. En realidad, Hawke habría preferido Bruselas o Bonn.
No le gustaba mucho París, pero Gemmel, curiosamente, insistió. Entre tanto Hawke
estudiaría la posibilidad de usar un rayo láser desde el espacio para efectuar el
milagro y, averiguaría también si podía estar listo en siete meses, que era justo la

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fecha en que tendría lugar la próxima peregrinación a La Meca. En caso contrario,
tendrían que esperar un año más.
Al mismo tiempo, Gemmel pondría en marcha la búsqueda del candidato. Tendría
que ser un árabe con historial impecable para que fuera aceptado por todas las
facciones de la fe islámica. El primer milagro y la «conversión» tendría que suceder
por lo menos tres meses antes que el Haj, así el candidato tendría el tiempo suficiente
para reunir un grupo de seguidores. Por supuesto él no se declararía abiertamente
Mahdi hasta el gran milagro, porque de otro modo el rey de Arabia Saudí
probablemente le haría cortar la cabeza, como había hecho con los pretendidos
Mahdis anteriores.
También estuvieron de acuerdo en que el MI6 iniciara una campaña de
desinformación en todo el mundo islámico. Se harían a correr rumores sobre la
llegada del Mahdi, rumores que irían en aumento hasta que el milagro en el valle de
Mina lo confirmara. Finalmente decidieron que ambos equipos establecerían bases en
Ammán, Jordania, a medida que avanzara la operación.
Casi habían terminado cuando se oyó un discreto golpe en la puerta. Los dos
hombres se miraron. Hawke se encogió de hombros, se puso de pie, y fue a abrir. Era
un hombre mayor, de pequeña estatura, que traía un sobre de color beige.
—Sé que el señor Gemmel está aquí.
—Ah, Beecher —dijo Gemmel—, pase.
Hawke se hizo a un lado y Beecher cruzó la habitación a grandes zancadas para
entregarle el sobre a Gemmel.
—Esto acaba de llegar de Londres, señor. No sé si es urgente. El señor Boyd me
informó que se encontraba usted aquí.
—Muy bien, Beecher, gracias —dijo Gemmel—. ¿Confirmó mis reservas para El
Cairo?
—Sí, señor, el vuelo es a las 22:00. He pedido un coche para las 20:30.
Gemmel abrió el sobre y leyó el breve mensaje que contenía.
Levantó la mirada y dijo:
—Muy bien, Beecher, gracias.
El hombre se volvió, hizo una inclinación de cabeza dirigida a Hawke y salió de
la habitación.
—¿Quién es ése? —preguntó Hawke mientras se sentaba—. ¿Es miembro de tu
equipo?
Gemmel hizo un gesto de negación.
—No, sólo es un mensajero. No sabe nada de la operación.
Hawke mostró un ligero alivio.
—Espero que no te moleste mi pregunta —dijo—, pero ¿le da?
—¿Le da a qué?
—Si le da a la botella. Huele a whisky que tumba.
Gemmel sonrió.

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—Probablemente sí. Creo que se pasa la mayor parte del tiempo en el bar. A decir
verdad, nunca había trabajado con él y cuando vuelva a Londres lo trasladaré a algún
otro departamento. En realidad, sólo le faltan un par de años para jubilarse. Perryman
es un poco blando en ese sentido… no le gusta despedir a nadie.
—Lo comprendo —convino Hawke—, pero un borracho en este asunto podría ser
un verdadero peligro. Tuve que despedir a uno hace un par de semanas… un hombre
que fue bueno en su época. No creas que fue fácil.
Gemmel hizo un gesto de comprensión y dejó el sobre en la mesa.
—¿Era importante? —preguntó Hawke.
Gemmel sonrió.
—Sí, muy importante. El Béjart Ballet actúa en París la semana que viene. Era
una nota de mi secretaria para avisarme que ha conseguido una entrada.
—¡Hijo de puta! —exclamó Hawke, y sonrió.

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7

Las oraciones de la tarde terminaron; los fíeles se pusieron de pie y enrollaron sus
alfombras. Algunos se quedaron a charlar, otros regresaron a sus casas o bien se
quedaron a tomar un café en los quioscos de la calle que rodeaban la mezquita.
El Imán habló con algunas personas que tenían problemas menores y luego fue a
reunirse con Haji Mastan que estaba sentado a la sombra de un alto muro. Antes de
las oraciones Haji le había dicho que quería hablar con él, que necesitaba consejo. El
Imán estaba contento, porque Haji Mastan era un pilar de la comunidad, un
benefactor de la mezquita y el hecho de que le pidiera consejo le llenaba de orgullo.
El Imán se sentó y los dos hombres hablaron tranquilamente un rato de problemas
mundanos. Finalmente guardaron silencio. El Imán esperó con paciencia, pero con
curiosidad, porque veía que Haji estaba profundamente preocupado, su rostro
habitualmente alegre se mantenía serio, y con los dedos tironeaba las mangas de su
túnica. Finalmente dijo:
—He tenido sueños.
El rostro del Imán demostró sorpresa, porque se había esperado algo de orden
práctico. Tal vez que le encargara la instrucción de uno de sus hijos, o que le hablara
de un problema de su negocio. Sabía que el Haji había vuelto recientemente de un
viqje a El Cairo.
—¿Sueños? —preguntó en tono inexpresivo.
—Sí, sueños, siempre los mismos.
—¿Qué clase de sueños?
Haji inspiró profundamente.
—Sueño con un hombre… con un hombre que camina por el desierto… un
hombre santo.
—¿Lo conoces?
Haji negó con la cabeza.
—Pero lo veo claramente y es siempre el mismo.
El Imán trató de concentrarse, trató de encontrar palabras que llevaran la

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conversación a un nivel práctico.
—¿Cómo sabes que es un santo?
—Lo sé, y ya está.
—Descríbemelo.
Durante un rato Haji guardó silencio, su rostro era una máscara de indecisión.
Luego miró al Imán a los ojos y dijo:
—Descríbeme a Mahoma, que Dios lo bendiga y lo salve.
El Imán se echó hacia atrás como si le hubieran dado una bofetada.
—¿Mahoma el Profeta?
Haji asintió con un leve gesto.
—¿Mahoma el Profeta? —preguntó el Imán—. ¿Lo ves en tus sueños?
—Veo a un hombre —dijo Haji—. A un hombre. ¿Puedes describírmelo?
El Imán inspiró profundamente.
—Eres un hombre instruido, Haji Mastan, ya debes saber qué aspecto tenía.
—Descríbeme al Mensajero de Dios.
Si hubiera estado hablando con cualquier otra persona el Imán habría desechado
el asunto con impaciencia, pero Haji Mastan no era un hombre a quien se pudiera
ignorar.
Lentamente el Imán recitó:
—Era un hombre fornido con nariz aguileña, grandes ojos negros y una boca
grande. Su piel era clara. Cuando se volvía lo hacía con todo el cuerpo. —El Imán se
interrumpió y dijo—: Pero todo esto ya lo sabes.
—Sí —suspiró Haji.
—Y en tus sueños ves a este hombre. No puedes saber la cara que tenía; nadie lo
sabe.
Haji sacudió la cabeza.
—Sólo conozco el rostro del hombre que veo en mis sueños, y ahora después de
haberlo soñado muchas noches lo conozco bien.
—¿Y qué hace?
—Camina por el desierto.
—¿Hacia dónde camina?
Durante un rato Haji no respondió. Estaba inmóvil como una piedra, con el rostro
endurecido y sin expresión.
—¿Hacia dónde camina? —repitió el Imán.
—Viene hacia aquí… hacia mí.
El Imán se echó hacia atrás y se cogió las rodillas. Le resultaba muy difícil
articular su próxima pregunta, pero finalmente lo hizo.
—¿Y qué, si… si viene… ese hombre de tus sueños?
Hubo otro silencio y cuando Haji finalmente habló su voz era tan baja que el
Imán apenas captaba las palabras.
—Si viene me llamará. Y yo iré.

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Ahora el tono del Imán se endureció.
—Haji Mastan. ¿Cómo puedes estar tan seguro de lo que harás a partir de un
sueño? ¿Cómo puedes conocer el futuro? ¿Te encuentras bien? ¿Tal vez anheles algo,
y tu mente se esté adelantando a ello?
—Hace seis meses —dijo Haji, hace seis meses que tengo estos sueños.
El Imán se encogió de hombros, la conversación lo hacía sentirse incómodo.
—¿Y qué consejo buscas?
—¿Debo decírselo a alguien? —preguntó Haji—. ¿A mi familia, a mis amigos?
El Imán sacudió la cabeza con vehemencia.
—¡No! —dijo—. Sabes bien adonde puede conducirte semejante revelación. ¡No
digas nada!
Haji no respondió, pero el Imán insistió.
—Los sueños sólo son sueños —dijo—. Tú eres un hombre respetado y sensato.
Si hablas de estas cosas la gente se reirá de ti, dirán que Haji Mastan se ha vuelto
loco.
—¿Tú también te reirás de mí?
—No, yo no.
Haji se levantó y se envolvió en su capa.
—Entonces seguiré tu consejo —dijo, mirando al Imán—. No hablaré de esto con
nadie. Se volvió y salió de la mezquita. Siguió el consejo del Imán y no habló del
asunto, pero conocía bien a su interlocutor y sabía que era un viejo locuaz.
De manera que el Imán habló, y al hablar, adornó y magnificó los sueños. Habló
en la mezquita, en la feria y en los cafés. Y nadie se rió, porque Haji Mastan era un
hombre serio y respetado.

Gemmel entró en la suite del hotel George V de París a las 20:00, y a las 21:30 a
Morton Hawke ya le había dado un ataque de rabia que repercutió a través del
Atlántico en el consejero de Seguridad Nacional del presidente, y también en los
oídos del secretario de Defensa.
La reunión comenzó en un clima agradable. Desde el momento en que se
saludaron fue obvio que Gemmel y Hawke estaban contentos de verse. Hawke había
traído a Leo Falk, a Silas Meade y a un cuarto hombre de poco más de cuarenta años,
que mostraba la actitud tranquila de alguien que confía totalmente en su capacidad
como experto en un campo particular. Hawke lo presentó con mucha formalidad.
—Peter, te presento a Elliot Wisner, director del Departamento de Tecnología de
Energía Dirigida de la Subsecretaría de Defensa para Investigación e Ingeniería.
Gemmel digirió las palabras y le estrechó la mano. Tomó una copa que le ofrecía
Meade, y los cuatro se sentaron alrededor de una mesa.
—¿Qué tal ha ido el viaje? —preguntó Hawke.
—Bien —respondió Gemmel—. Puede decirse que la cosa está en marcha.

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—Bien, muy bien —respondió Hawke—, pero francamente, Peter, tenemos
problemas en el otro extremo.
Gemmel bebió un sorbo de su vaso y guardó silencio.
—El hecho es —prosiguió Hawke—, que habíamos supuesto que cuando
presentaste tu propuesta para el «gran milagro» habías investigado a fondo la parte
técnica.
—Y eso hice. —La voz de Gemmel era decidida y directa.
—No lo parece.
Gemmel no respondió y Hawke se lo quedó mirando fijamente unos momentos.
Había aparecido la tensión. Hawke se inclinó hacia delante y dijo, señalando al cuarto
hombre con un movimiento de su brazo.
—Elliot está considerado nuestro principal experto en el arte de la tecnología con
láser. Ha estado en estrecho contacto con todos los aspectos del programa de
desarrollo de nuestro gobierno para el uso del láser. —Se recostó en el respaldo de su
silla y repitió—: ¿Así que, estamos de acuerdo en que se le puede considerar uno de
los principales expertos del mundo en tecnología con láser?
—Sí —respondió Gemmel.
Ahora fue Wisner el que se inclinó hacia delante.

—Gracias —dijo en voz alta y nasal—. Señor Gemmel, Morton me pidió que hiciera
este viaje para que usted oyera de primera mano por qué el incidente que usted
propone es físicamente imposible. —Hizo un gesto con la mano—. Permítame que le
diga, sin embargo, cuánto admiro la amplitud de su imaginación… de la visión… que
lo llevó a hacer esta sugerencia. —Hizo una pausa, pero Gemmel permaneció
impasible—. ¿Sabe usted algo del láser? —preguntó Wisner.
—Tengo el conocimiento de un lego —replicó Gemmel—, pero me he tomado el
trabajo de averiguar algunos detalles.
Wisner sonrió.
—Seguramente usted coincidirá conmigo en el hecho de que saber un poco puede
ser peligroso.
Gemmel suspiró audiblemente.
—Señor Wisner, ¿qué le parece si me dice de una vez por qué nuestra propuesta
es físicamente imposible?
Wisner se quedó desconcertado. Echó una mirada a Hawke y recibió un gesto de
apoyo.
—Comenzaremos por el principio —dijo.
En quince minutos les resumió el desarrollo de la tecnología del láser. Trató de
simplificarlo al máximo, describiendo un láser como una máquina que proyecta un
rayo de luz de un color particular. Incluso de un color en el extremo del espectro que
es invisible para el ojo humano. Explicó que un láser pulsátil puede vaporizar el

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metal porque se concentra en un lugar diminuto, tan pequeño como una millonésima
de metro con una potencia de diez mil millones de vatios. Se interrumpió para
escuchar la reacción de Gemmel y como no hubo ninguna continuó con su
disertación, señalando que un rayo láser viaja, naturalmente, con la velocidad de la
luz: ciento ochenta y seis millones de millas por segundo. Entonces, en efecto, la luz
del láser tarda seis millonésimas de segundo en recorrer un kilómetro y medio, y
durante ese tiempo un avión supersónico que volara a una velocidad que duplicara la
del sonido apenas habría avanzado medio centímetro.
A Wisner le encantaban las estadísticas y les dio unas cuantas. Habló del
desarrollo del láser. De cómo Einstein había presentado la teoría del láser casi
cincuenta años antes de que se construyera realmente el primer prototipo. De cómo
durante la década de los sesenta la tecnología se había acelerado hasta el punto de que
los Estados Unidos habían desarrollado láseres de gas, de alta energía e inmenso
poder.
En este punto echó una mirada a Hawke y dijo:
—Creo que no revelaré ningún secreto de Estado si digo que ya tenemos un láser
de cinco megavatios. Algo casi inimaginable hace diez años.
—Continúe, Elliot —indicó Hawke, algo malhumorado—. Si dice algo que no
deba ya se lo indicaré.
Wisner sonrió y volvió a Gemmel que, durante todo el tiempo, había estado
atento pero impasible.
—Su premisa básica —dijo Wisner—, es muy factible. Fácilmente podríamos
poner un láser en el espacio. No es un secreto que tanto nosotros como los rusos
estamos trabajando en sistemas transportados por satélites que puedan destruir otros
satélites y también destruir misiles intercontinentales que salgan de la atmósfera de la
Tierra para dirigirse a sus objetivos.
—Lo sabía —repuso Gemmel.
Wisner prosiguió, imperturbable.
—Sin embargo, esos sistemas no pueden funcionar en el espacio mismo. No
pueden funcionar en la atmósfera de la Tierra. ¿Comprende usted el porqué?
—Estoy seguro de que usted me lo dirá.
Wisner ignoró la nota de sarcasmo. Comenzaba a divertirse.
—Permítame que se lo explique en el contexto de su plan —apuntó—. Si
ponemos en el espacio un láser de gas CO2 de alta energía, es difícil pero no
imposible, usando la lanzadera espacial, pesaría alrededor de veinte toneladas. En un
momento determinado el láser podría enviar un rayo verde a un punto en la Tierra. —
Sonrió a Gemmel—. Supongo que han pensado en el color verde porque es el color
del Islam.
Gemmel asintió y Wisner se volvió hacia Hawke.
—Es interesante y, además, muy conveniente —señaló—, que el verde sea el
color más adecuado. Es el que menos se absorbe en la atmósfera de la Tierra. Lo

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usamos para comunicaciones con los satélites, también desde los submarinos, porque
pasa fácilmente a través del agua.
—Muy bien —gruñó Hawke—, ¿por qué no vamos al grano?
Wisner se volvió hacia Gemmel.
—El problema, señor Gemmel, es que se necesita que este rayo verde choque
contra un objeto pequeño, y debo decirle que desde el espacio eso es imposible.
—¿Por qué?
—Pues por la diversificación y la agitación. También recordará usted de su época
de estudiante, señor Gemmel, que cuando la luz pasa por materiales de diferente
densidad se desvía o refracta.
Ahora Gemmel se inclinó hacia delante, y sus ojos taladraron a Wisner.
—Recuerdo mi época de estudiante, y sé también que los sistemas de guía
avanzados pueden corregir la refracción.
—Es cierto —replicó Wisner—, pero no pueden corregir la influencia de las
nubes y la polución atmosférica que causan movimientos y diversificación del rayo.
Por ejemplo, cuando se usó por primera vez un láser para medir adecuadamente la
distancia de la Tierra a la Luna, resultó que el rayo se había expandido hasta un
diámetro de tres kilómetros y medio al llegar a la superficie de la Luna. El motivo fue
que el rayo había tenido que atravesar la atmósfera de la Tierra. —Hizo una pausa
para causar cierto efecto—. Por lo tanto, señor Gemmel, si proyectamos un láser
desde el espacio hasta la superficie de la Tierra, el rayo se ensanchará hasta un
diámetro de más de quinientos metros en el impacto… demasiado para lo que usted
se propone, supongo.
Wisner se recostó en el respaldo de su silla con aire satisfecho, y se produjo un
breve silencio. Hawke se encogió de hombros, miró a Gemmel y extendió los brazos
con resignación. Pero el inglés seguía mirando fijamente a Wisner.
—Supongo —dijo—, que ése es el motivo por el que el láser no es todavía un
arma adecuada para utilizarla desde el espacio.
—Exactamente —respondió Wisner—. Sería increíble, ya que si no fuera por el
efecto de la agitación y la diversificación podríamos tener rayos láser en el espacio
que derribaran cualquier cosa, desde portaaviones hasta tanques. Pero tal como son
las cosas estamos limitados a posibilidades de corto alcance dentro de la atmósfera de
la Tierra. En el espacio, por supuesto, cualquier cosa es posible.
Gemmel frunció los labios, profundamente sumergido en sus pensamientos. Los
otros esperaron su reacción.
—¿Entonces no ve ninguna posibilidad? —preguntó finalmente.
—Me temo que no. A menos que montemos el aparato en un avión que vuele a
gran altura. Hasta una altura de quince mil metros el efecto de diversificación sería
mínimo, sobre todo si el cielo está despejado, como podría muy bien suceder en el
desierto. —Su tono se tornó más optimista—. Tal vez en el momento de disparar el
rayo se podría situar el avión entre el sol y los observadores para volverlo así

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invisible.
Tanto Gemmel como Hawke negaron con la cabeza.
—Los radares —dijo Hawke—. Un radar saudí o los rusos. Sin duda lo
detectarían.
Otro silencio y luego Gemmel preguntó a Wisner:
—¿Entonces no hay solución para este problema de divergencia y agitación?
Wisner sonrió con condescendencia.
—Señor Gemmel, uno no puede discutir con las leyes básicas de la física. —
Extendió las manos—. Hasta los agentes de Inteligencia deben doblegarse a ello.
—Ha sido una buena idea, Peter —dijo Leo Falk con suavidad—, pero sólo en la
mesa de dibujo.
Gemmel apenas lo oyó, estaba sumergido en sus pensamientos. Luego,
bruscamente, levantó la mirada y dijo a Hawke:
—Morton, lo siento, pero debo hablar contigo… en privado.
—¿En privado?
—Si.
Hubo una repentina tensión mezclada con desagrado. Hawke echó una mirada a
Falk y se encogió de hombros.
—Bien, Peter, vayamos al dormitorio.
Los otros tres miraron con cierto resentimiento a Gemmel y a Hawke mientras
entraban en la otra habitación y cerraban la puerta tras ellos. Wisner se puso de pie y
se sirvió otra bebida.
—Creo que a nadie le gusta que le echen por tierra una buena idea —observó.

Hawke se sentó en la cama. Gemmel se quedó de pie, de espaldas a la puerta.


—Pensaba que este proyecto tenía prioridad uno.
—Y la tiene.
—¡Mentira!
Hawke inspiró profundamente para no perder el control de sí mismo.
—Tranquilízate, Peter —dijo—. Es lógico que te haya sentado mal, por eso traje a
Wisner conmigo… para que lo oyeras directamente de la boca del caballo.
—¡Dirás del culo del caballo!
Hawke sacudió la cabeza como para aclarársela y acto seguido estalló:
—¡Vete al diablo! ¿Adónde quieres ir a parar?
Gemmel lo miró con atención.
—O estás mintiendo tú, o está mintiendo él, o mentís todos a coro.
—¿Sobre qué?
Gemmel no respondió de inmediato. Sus ojos entrecerrados no se apartaban del
rostro de Hawke. Entonces dijo:
—Si la operación Espejismo tiene prioridad uno, eso quiere decir que puedes

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pasar por encima de cualquier otra agencia de gobierno, ¿verdad?
—Ya lo creo —respondió Hawke enfáticamente.
Hubo otro silencio mientras Gemmel elegía las palabras.
—Necesito saber basta dónde llega tu autoridad.
—Hasta las altas esferas arriba de todo.
Gemmel sonrió con acritud.
—¿Entonces puedes echar a alguien a patadas?
—Será mejor que te expliques —dijo Hawke con dureza.
Gemmel se acercó a la ventana y miró hacia fuera.
—Wisner ha hablado de divergencia y agitación —dijo, con la mirada fija en el
horizonte—. Pero yo sé que hace más de un año el programa de Alta Energía con
Láser DOD superó ese problema. Realizaron una prueba en Nevada el 12 de junio. La
prueba demostró que la divergencia había sido controlada hasta un coeficiente de
punto cero cero tres por ciento. —Se volvió para mirar a Hawke—. Lo cual significa
que un rayo láser verde, disparado desde un satélite al espacio llegaría a la superficie
de la Tierra con un radio de un poco menos de cinco metros… perfecto para nuestros
propósitos.
La boca de Hawke se abrió literalmente sola.
—Y por casualidad —continuó Gemmel—, fue Elliot Wisner quien dirigió esa
prueba.
Hawke se puso de pie.
—¿Y tú cómo diablos lo sabes? —preguntó indignado.
Gemmel sonrió.
—Ya te dije en Hyde Park que aunque tu gente nos desprecia, de vez en cuando
logramos reunir algunos hombres inteligentes. No sabemos cómo lo consiguieron,
pues como bien ha dicho él, va en contra de las leyes de la física, pero aunque el
problema subsiste, en los aspectos prácticos ya está controlado. Wisner lo sabe.
Prefiero pensar que tú no.
La boca de Hawke se endureció.
—No sólo no lo sé, sino que no me lo creo. —Se puso de pie—. Ya te he dicho
que nuestro proyecto tiene prioridad uno. ¿Crees que Wisner vendría aquí a decir un
montón de estupideces en mi presencia?
Gemmel ahondó aún más en la herida.
—Parece —dijo—, que hay problemas que tú y yo y, por cierto, tu director, no
conocemos.
Hawke mordió el anzuelo.
—En el DOD tengo libre acceso a todo —ladró—. Tal vez no comprendas lo que
eso significa.
Gemmel se limitó a encogerse de hombros.
—Bien, listo —dijo Hawke—, pronto lo sabremos. Tfe quedarás aquí con Falk y
Wisner, mientras yo voy a la embajada. Obtendré las respuestas. Luego tú y yo

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hablaremos de las leyes de la física.
Salió violentamente a la sala y los tres hombres miraron con consternación su
rostro lleno de rabia.
—¡Tú! —dijo señalando a Meade—. Ven conmigo. Leo, quédate aquí con Wisner
y Gemmel. No tardaré.

* * *

En realidad tardó cuarenta minutos, que para los tres hombres que se quedaron en la
suite fueron muy largos. En ese rato obviamente Gemmel no dijo nada significativo;
hablaron de trivialidades, de lo sucio que estaba París en la actualidad, y de lo caro
que resultaba vivir allí. Gemmel estaba tranquilo. Falk estallaba de curiosidad y
Wisner parecía un poco tenso. Para cuando apareció Hawke, los silencios ya se
habían vuelto incómodamente prolongados. Aunque sabía controlarse, parecía una
granada con la palanca trabada. En la mano izquierda traía una hoja de papel delgada
de color rosa.
Señaló con su índice derecho a Wisner y dijo en voz baja:
—Meade le espera abajo en un coche de la embajada. Le llevará al aeropuerto
para que tome el vuelo nocturno de la Pan Arn a Washington. Mañana a las 09:00
deberá presentarse en el Pentágono… al secretario del Mando Unificado.
Extendió la hoja de papel y Wisner la tomó, la leyó y asintió.
—Morton, usted sabe cómo es esto.
—Claro, Elliot —repuso Hawke con dureza—. Ahora permítame que yo le diga
cómo es. Dentro de cinco meses diseñará y supervisará la construcción de un láser. Y,
Elbot, si no está fisto y funcionando a tiempo, y entregado al Centro Espacial
Kennedy, bien empaquetado con un lazo, le haré picadillo.
Cuando Wisner se marchó, Hawke se sirvió cuatro dedos de Canadian Club y un
dedo de soda; poco a poco se calmó, le sirvió otro whisky a Falk, y trató de explicar a
Gemmel las rivalidades entre los distintos servicios y agencias.
—El maldito Pentágono —dijo—. Cuando se enteraron de que la compañía no
daría parte del tiempo que les habían destinado de la lanzadera espacial se pusieron
histéricos. Dios mío, ni que fuéramos la maldita KGB.
Vació su copa y se sirvió otra; de pronto los tres hombres echaron la cabeza atrás,
y se rieron con ganas.
—Cline sacó al presidente del Mando Unificado de una cena a la que estaba
invitado —dijo—. Espero que el hijo de puta tenga una indigestión.
Entonces se sentó, y se dirigió a Gemmel.
—La embajada tiene un gran sistema de comunicaciones. Mientras esperaba las
respuestas, el tipo que está a cargo de todo me lo ha explicado. ¿Sabes qué usan
actualmente para el material ultrasecreto?
Gemmel sacudió la cabeza y Hawke sonrió.

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—Rayos láser desde los satélites.

Mientras Elliot Wisner se disponía a partir desde el aeropuerto Charles De Gaulle,


Brian Beecher caminaba por el Victoria Embankment, en Londres, deteniéndose con
frecuencia para mirar hacia el oscuro Támesis, y contemplar las luces del tráfico que
avanzaba junto al río. Llevaba puesto un abrigo oscuro que le quedaba un poco
grande a su figura pequeña, insignificante y solitaria. Se detuvo una vez más. Un
remolque avanzaba por el río arrastrando tres barcazas, cargadas y hundidas en el
agua. Apenas distinguía sus formas a la luz que emitían los edificios de la orilla
opuesta. A sus espaldas el tránsito se dirigía, por un lado, hacia la City y por el otro
hacia el Parlamento. Sin embargo, había pocos peatones. Él permanecía inmóvil, sin
mirar a ningún sitio en concreto. A su izquierda había un gran cubo de basura,
encadenado a un ángulo de la gruesa pared de piedra. Después de quince minutos oyó
el pitido de la bocina de un coche que pasaba. Sonó dos veces y después dos veces
más. Beecher metió la mano en el bolsillo de su abrigo, sacó un pequeño sobre
marrón, lo dejó caer detrás del cubo, y siguió adelante. Una hora después, otro
hombre llegó al lugar. También llevaba puesto un abrigo oscuro, pero se trataba de
una persona algo más corpulenta, y aunque estaba sola, no transmitía impresión de
soledad. Al igual que Beecher se detuvo a contemplar el río para dirigirse después
hacia el cubo de la basura. Quince minutos más tarde, el mismo coche pasó detrás de
él y repitió los pitidos. Estaba claro. El hombre buscó detrás del cubo, cogió el sobre
y siguió caminando.

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LIBRO DOS

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8

Durante la noche había caído una fuerte nevada, por lo que una enorme máquina
quitanieves avanzaba por la ancha avenida, dejando dos muretes de nieve blanda en
las aceras. Moscú es una ciudad sin problemas de tránsito, ya que sólo tienen coche
las personas relativamente importantes. Este hecho ha llevado, como es lógico, a que
la ciudad cuente con uno de los Departamentos de limpieza de Nieve más eficientes
del mundo, para evitar así que las personas con una posición de poder sufran
cualquier impedimento por este motivo.
Vassili Gordik miró hacia abajo desde la ventana de su oficina del octavo piso y
vio doblar la esquina a la máquina quitanieves; luego se volvió.
—Entonces, ¿de qué se trata? —preguntó con su voz de bajo.
Los seis hombres y la mujer sentados alrededor de la mesa de reuniones lo
miraron con respeto y en silencio.
Era una oficina muy grande y muy bien amueblada. Aparte de la mesa de
conferencias, que dominaba el centro de la habitación, estaba el propio escritorio de
Gordik, grande y con tapa de cuero, y en un rincón algunos cómodos sillones y una
mesa para tomar café. En otro rincón había un bar bien surtido con cuatro bancos.
Todos los muebles eran pesados y de diseño seudoantiguo, lo que confería a la
estancia una atmósfera sólida y cómoda. La única nota discordante era una gran
pantalla que parecía de televisión, y que cubría la mitad de la pared que había frente
al escritorio.
—Entonces, ¿de qué se trata? —repitió Gordik, dirigiéndose a la mesa.
Los seis hombres parecían ansiosos. La mujer no. Obviamente a ella no le iban a
exigir ninguna respuesta. Tenía treinta y dos años, un rostro anguloso, pero atractivo,
y llevaba el pelo negro, cortado muy corto. Iba vestida con una falda de tweed de
color claro y un conjunto de cachemira celeste, adornado por un collar de grandes
perlas negras.
Gordik se ubicó a la cabecera de la mesa y suspiró.
—Alrededor de esta mesa están reunidos los que supuestamente son los mejores

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miembros de la Dirección de Investigación y Análisis del KGB. Hace dos días que
están estudiando la información y por su aspecto parecen un grupo de momias.
Desde ambos lados de la mesa los hombres lo miraron con solemnidad. La mujer
tenía los ojos fijos en la pequeña terminal de computadora que había en la mesa junto
a ella.
—Larissa —dijo Gordik—. ¿Tal vez tú tengas una respuesta?
Su tono se volvió sarcástico mientras su mirada recorría a los seis hombres.
—Al fin y al cabo, tú no eres una experta, tal vez tu cabeza no esté tan llena de
conocimientos y sabiduría como para que se te paralice la lengua.
Ella sonrió y la sonrisa ablandó las líneas severas de su rostro.
—Lo único que parece obvio —dijo ella—, es que se trata de una operación de
envergadura.
—¡Bien! ¡Bien! —exclamó Gordik—. Usemos eso como punto de partida. —Se
volvió hacia el hombre sentado a su derecha—. Lev, iré ascendiendo lentamente por
la escalera del intelecto. Como asistente mío, seguramente eres menos inteligente que
los otros que están reunidos hoy aquí. ¿Podrías agregar algo a la observación de
Larissa?
Lev Tudin también sonrió. Hacía cinco años que trabajaba para Gordik, y conocía
bien el estilo sarcástico de su jefe. También sabía que los allí presentes jamás
adelantarían una opinión. Era lo habitual en una burocracia rígida: no adelantarse
nunca a menos que fuera indispensable. Y especialmente no hacerlo cuando Vassili
Gordik presidía una reunión.
—Es una operación de envergadura vinculada con Oriente Medio —dijo.
Gordik suspiró.
—¡Brillante! No, lo digo en serio; no te desanimes. —Entonces el tono de su voz
se endureció—. Ahora, escúchenme todos. Después de cuarenta y ocho horas he
logrado obtener la escueta opinión de que se trata de una operación de envergadura
en Oriente Medio. Eso ya lo sabía hace cuarenta y siete horas y cincuenta y nueve
minutos.
Acercó su silla a la mesa.
—Ahora voy a recapitular —dijo—. Y luego ustedes me ofrecerán al menos un
pequeño segmento de los frutos de su materia gris. —Estiró los dedos y miró a la
mujer—. Larissa, muestra los nombres otra vez.
La mujer tocó las teclas y todos los hombres se volvieron a mirar la gran pantalla
de la pared. Aparecieron cinco nombres en dos grupos: Morton Hawke, Leo Falk y
Silas Meade en un grupo, Peter Gemmel y Alan Boyd en el otro.
—¡Formidable! —exclamó Gordik—. La crème de la crème. Bien, ¿qué nos dice
la composición? En primer lugar, que es una operación de envergadura. Ya es muy
importante que Falk tenga un segundo en la dirección de imo de los departamentos
más importantes de la CIA. No necesito decirles que Gemmel es jefe de Control de
Operaciones del MI6. Casualmente, tanto Falk como Gemmel son arabistas.

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Buscó en un bolsillo interno, extrajo un cigarro grueso y corto, sacó un pequeño
cortaplumas de plata de un bolsillo externo y le cortó la punta al cigarro. Tudin
acercó su encendedor y le ofreció fuego. Gordik aspiró el humo con satisfacción.
—Quince de abril —resumió—. Todos se reúnen en Lisboa en el Hotel Ritz.
Luego Gemmel viaja a El Cairo durante cuatro días. Se encuentra con Hawke, Falk y
Meade tres días después en París. Hubo otro norteamericano presente, del que no
sabemos su identidad. Esa reunión tuvo lugar en el George V. —Gordik sonrió
sarcásticamente—. Al menos tienen buen gusto para los hoteles. Entre tanto Boyd ha
desaparecido del mapa.
Se volvió hacia el hombre sentado a su izquierda, un tipo con gafas.
—Bien, Malin, ¿qué ves tú en esto?
Malin removió algunos papeles que había encima de la mesa, se puso bien las
gafas y habló con voz nerviosa y aguda.
—En primer lugar, descarto a Israel. Los norteamericanos no implicarían a los
británicos. Además, están convencidos de que el acuerdo egipcio-israelí es la única
solución. —Echó una mirada a las otras personas reunidas alrededor de la mesa
buscando alguna señal de apoyo y, como no recibió ninguna, se lanzó al ruedo—: Veo
tres áreas principales: primero, la desestabilización de Siria; segundo, un golpe de
venganza contra Irán; y, tercero, un ataque a la OLP… De nuevo un esfuerzo de
desestabilización.
Se echó hacia atrás, sacó un pañuelo blanco, se quitó las gafas y se puso a
limpiarlas.
—Nada brillante —dijo Gordik—, pero tampoco estúpido. Bien, ahora que hemos
comenzado, continuemos.
Pidió, una por una, sus opiniones a los otros cinco expertos. Todos fueron igual de
imprecisos, así que en la sala se hizo de nuevo el silencio, mientras Gordik se puso a
chupar pensativo su cigarro. Por último, Malin se aventuró a hablar.
—La información es muy limitada, camarada Gordik —dijo a la defensiva—. ¿Es
posible que nuestra fuente sea más precisa?
Gordik sacudió la cabeza.
—Nuestra fuente ha sido transferida a otro departamento. Podemos damos por
contentos con el hecho de que haya entrado en contacto con la operación.
—¿Está bajo sospecha? —preguntó Malin.
Gordik soltó un resoplido de escarnio.
—Lo dudo. Hace tiempo que está enamorado de una marca particular de whisky
escocés.
Malin se atrevió a preguntar:
—¿Entonces tenemos que depender de la información de un alcohólico?
Gordik lo contempló un buen rato, como un tigre contemplaría su comida. Malin
hundió la cabeza en el cuello.
Gordik rió.

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—Así es, y ellos se han dado cuenta rápido… o tal vez hayan sido los
norteamericanos. —Comenzó a pasearse de nuevo—. De todas maneras, es algo
pasado. Pero nosotros necesitamos presentar algo positivo, y no me voy a quedar ahí
sentado; repasemos lo que tenemos.
Durante la siguiente media hora examinaron las posibilidades. De vez en cuando
Larissa se volvía hacia la terminal del ordenador e introducía información. Al cabo de
un rato, llegaron a un consenso: los norteamericanos estaban montando y controlando
una operación cuya meta cual era un país o varios países de Oriente Medio, lo que
posiblemente afectaba la posición de los rusos en esa región. El hecho de que
estuvieran utilizando a los británicos como punta de lanza debía tener una explicación
vital. Obviamente si no estuvieran muy nerviosos por la posibilidad de verse
atrapados en una posición comprometida, no colaborarían con ellos en absoluto. Los
británicos, por otra parte, estaban acostumbrados a eso. En una secuencia lógica
eliminaron país tras país hasta quedarse con cinco posibilidades principales: Libia y
Siria, debido a la influencia de los rusos en esos países, y la OLP y el Líbano por su
conexión con un acuerdo de paz general en Oriente Medio. Por último… Arabia
Saudí. Los norteamericanos podían haber llegado a la conclusión de que la familia
gobernante no conservaría por mucho tiempo las riendas del poder y decidir
asegurarse a través de la CIA, el derecho de prioridad de una revolución y de
controlar ellos mismos cualquier movimiento hacia un gobierno más democrático o
popular.
—Al fin y al cabo —señaló Tudin—, debemos suponer que han aprendido
algunas lecciones después de lo que sucedió tras la caída del sha.
—Eso explicaría la presencia de los británicos —comentó Larissa—. Si la
operación se descubriera, ellos aparecerían como los únicos culpables. Y con su
petróleo tienen menos que perder.
Gordik se sirvió más whisky y, con el vaso en la mano, comenzó a pasearse de
nuevo por la habitación.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Me gusta la lógica de esto; además semejante
operación explicaría la calidad de las personas involucradas. De todas maneras, es
seguro que, con su nueva libertad, la CIA incrementará sus actividades en Oriente
Medio. No se quedarán sentados gimiendo por los Derechos Humanos y viendo cómo
su influencia se desintegra allí del todo. Así pues, hemos logrado aislar varias
posibilidades. Falta decidir cuál será nuestra respuesta.
Durante la hora siguiente hicieron diversas sugerencias, mientras el nivel de
whisky en la botella iba bajando. Tanto Gordik como Tudin podían ser bebedores
prodigiosos sin mostrar el más mínimo síntoma de embriaguez. Gordik decía que le
ayudaba a expandir su imaginación. Tudin callaba; simplemente le gustaba el whisky,
en especial el Chivas Regal.

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Gordik, por su naturaleza, atacaba, y aunque era obvio que vigilaría a todos los
individuos involucrados y pondría en estado de alerta a todas las estaciones del KGB
en Oriente Medio, Estados Unidos y Gran Bretaña, no se conformaba con eso. No,
tenía que saber más, por lo que poco a poco, la discusión se orientó hacia la forma y
los medios y, sobre todo, hacia la meta adecuada.
Una vez más Larissa proyectó los nombres en la pantalla, y cada individuo fue
discutido y analizado, y sus historiales mostrados uno a uno en la pantalla.
Finalmente, Gordik dijo:
—Tiene que ser uno de los británicos. No veo posibilidades de llegar a ninguno
de los norteamericanos. Además, la CIA es infinitamente más consciente de la
seguridad que el MI6… a pesar de los acontecimientos recientes.
—¿Boyd? —preguntó Tudin.
Gordik sonrió y sacudió la cabeza.
—No, Lev, apuntemos a la cumbre: Gemmel. Los tiempos cambian —indicó
finalmente Gordik con un suspiro—. Antes podíamos llamar por teléfono a Petworth
House y averiguar qué comería el primer ministro británico para el almuerzo, pero se
han encargado de poner veneno para ratas y nuestro pequeño alcohólico es el último
de una larga fila. —Sonrió con desgana—. Pero puede habernos entregado algo
importante en este caso. —Se puso de pie—. Eso es todo; traten de mantener sus
mentes activas, e infórmenme si se les ocurre algo.
Fue hasta el bar y, mientras los cinco hombres juntaban sus papeles y salían del
salón, sirvió Chivas Regal en tres vasos.
Mientras se cerraba la puerta Tudin y Larissa se acercaron a él y tomaron sus
vasos.
—No nos han servido de mucho —comentó Tudin.
—Es el sistema —respondió Gordik con una mueca—. Siempre que un jefe de
departamento quiere librarse de algún inservible lo envía a la Dirección de
Investigación y Análisis. La verdad es que no esperaba nada… sólo he hecho lo que
se espera de mí.
Bebió el contenido de su vaso y Larissa le sirvió otro. Hacía tres años que
trabajaba para Gordik. Anteriormente había sido programadora en el principal centro
de computación del KGB. La habían llamado para escribir un programa para el cotejo
de todas las transacciones financieras dentro de la organización. En ese momento
Gordik acababa de volver de su última misión para reorganizar la estructura interna
del KGB. Era un hombre activo que combinaba la fuerza con la imaginación. Durante
dos años empleó mano dura y se hizo varios enemigos, pero también impresionó al
sector del Politburó que supervisaba a la comunidad de Inteligencia soviética y, sin
hacer ruido, se construyó una sólida base de poder. Como recompensa le dieron el
deseado cargo de director de Operaciones de Ultramar. Lo único que lamentaba era

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que no había podido hacer nada significativo con respecto a la Dirección de
Investigación y Análisis. Poco después de terminar su programa, Larissa fue llamada
a la oficina de Gordik. En primer lugar, él la felicitó por su trabajo y luego la
interrogó durante una hora sobre sus antecedentes y experiencias. Una semana más
tarde Larissa fue trasladada a su departamento como asistente personal suya.
Tardó seis meses en enamorarse de él. No era fácil enamorarse de un hombre
como ése. En primer lugar, mantenía sus emociones muy controladas y su vida
privada bien custodiada. Después del primer encuentro ella arriesgó su posición
haciéndole un perfil de computadora. Así supo que había nacido en Riga cuarenta y
nueve años antes. Su padre y su madre habían participado en la Revolución; su padre
había detentado cargos importantes en el Ministerio de Agricultura, de manera que
Gordik pudo recibir una excelente educación. A diferencia de muchos oficiales de
primera del KGB no usó el ejército como punto de partida, sino que fue reclutado
directamente en la universidad, donde había obtenido un título en psicología. Después
de su entrenamiento pasó siete años como administrador de la Oficina Principal hasta
que finalmente logró entrar en Operaciones Secretas y obtuvo una misión en México.
Desde entonces su ascenso fue rápido y actuó en muchas partes del mundo,
terminando como director de Operaciones Secretas, primero para Oriente Medio y
luego para el Sudeste de Asia, antes de ser llamado a Moscú para ocupar este puesto
directivo.
Ella sabía que Gordik estaba casado y que tenía un hijo en la universidad y otro
en el ejército. Durante los últimos cinco años su esposa había pasado la mayor parte
del tiempo en la dacha que poseían cerca del mar Negro. Él casi nunca hablaba de su
mujer.
Larissa lo miró, sentado en uno de los taburetes del bar bebiéndose el whisky
pensativo; estaba muy lejos de allí. Era un hombre corpulento, sin exceso de peso,
pero que a primera vista parecía tenerlo, a pesar de sus hombros y su torso ancho, y
de su estatura de bastante más de un metro ochenta. Su tamaño y su fuerza se
disimulaban un poco, porque siempre usaba trajes italianos bien cortados. Su rostro
también era ancho, con boca y mandíbulas fuertes, y su principal atractivo eran sus
grandes ojos inteligentes. Tenía el cabello castaño oscuro, y, para un oficial ruso,
sorprendentemente largo. Desde que se hicieron amantes Larissa se lo cortaba cada
dos o tres semanas. Lo hacía muy bien y se había convertido en un ritual, después del
cual solían hacer el amor. A pesar de su corpulencia, Gordik era un amante dulce y
considerado. Le había conseguido a Larissa un apartamento pequeño, pero cómodo,
cerca de la oficina y, durante los primeros meses, le trajo varios regalos de sus viajes
al extranjero. Primero una minicadena Sony y un montón de casetes, que incluían en
igual proporción la música clásica que le gustaba a él, como el jazz moderno, que le
gustaba a ella. Luego un televisor en color y un vídeo, también con una buena
selección de películas, que intercambiaban con amigos que también viajaban a
Occidente. Más adelante, le regaló ropas y pequeñas joyas; era por naturaleza un

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hombre generoso. Por las noches ella le preparaba una comida simple, pero
imaginativa y después escuchaban un poco de música, alternando las preferencias de
ella con las de él. Larissa tenía el televisor y el aparato de vídeo en el dormitorio y
siempre acababan en la cama mirando una película o haciendo el amor, o las dos
cosas a la vez.
Ella mantenía su vida sabiamente dividida entre la oficina y la casa. En la oficina
era la perfecta secretaria y amable asistente; en casa, una compañera íntima. Gordik
todavía no le había dicho que la amaba, pero ella lo sabía. Se daba cuenta de que
lograba que él se relajara y eso la alegraba. Por supuesto la relación de ambos era
conocida por todos en el Departamento, y Gordik no la mantenía en secreto. Su
naturaleza, y su posición encumbrada, hacían que el secreto fuera innecesario. Pero
sólo Lev Tudin podía juzgar la profundidad de los sentimientos entre ellos dos porque
sólo cuando estaban los tres juntos Gordik se permitía las actitudes cómodas de la
familiaridad. Tudin era de hecho una versión joven de Gordik: también corpulento e
inteligente había entrado en el KGB directamente desde la universidad. Sin embargo,
no tenía la coordinación física de Gordik y, aunque su mente era aguda e inteligente,
su cuerpo no le acompañaba. Gordik y Larissa solían hacerle bromas al respecto de
vez en cuando, bromas que él se tomaba bien.
—Soy un jugador de ajedrez… no un atleta.
Jugaba bien, y el hecho de que Gordik fuese una de las pocas personas a quienes
no podía ganar habitualmente, agregaba otro elemento importante al respeto que
sentía por su jefe.
Levantó la mirada y vio los ojos de Gordik fijos en él.
—No me limitaré a esperar —dijo éste con énfasis—. No me quedaré aquí
sentado esperando a que suceda algo.
—¿Montarás una operación? —preguntó Tudin.
Gordik sonrió con desgana.
—Sí, eso haré, pero el único problema es, ¿qué tipo de operación… y contra
quién?
Larissa intervino:
—¿No hay posibilidades de que nuestra fuente pueda proveémos de más
información?
Gordik sacudió la cabeza, se puso de pie y comenzó a pasearse.
—No, lo han puesto a cargo de Jubilaciones y Bienestar; conocemos a todos los
jubilados del MI6 y precisamente lo que más nos interesa no es su bienestar.
Dejó de pasearse y miró a sus dos asistentes sentados ante el bar.
—Pero no deja de ser curioso —añadió—. Al fin y al cabo, los británicos deben
de saber que es un alcohólico y sin embargo le han permitido acercarse a algo tan
grande como esto, aunque sólo un instante.
—Tal vez sea una torpeza burocrática —sugirió Tudin—. Sucede con bastante
frecuencia, incluso aquí.

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Larissa y Tudin mostraron su sorpresa. Los dos sabían que Gordik sentía un gran
respeto, e incluso admiración por el inglés.
—Sí, lo sé —dijo Gordik con otra sonrisa—. Es duro, poco emotivo y muy
profesional. Tiene antecedentes intachables y, a simple vista, parece impenetrable. —
Hizo una pausa para que sus palabras hicieran efecto—. Pero ninguno de los dos sois
psicólogos y, aunque conocierais detalles de su vida, no podríais llegar a ninguna
conclusión. —Hizo un gesto a Larissa—. Proyéctalo otra vez.
Ella se acercó al ordenador y todos miraron la pantalla. Primero aparecieron una
serie de fotografías fijas, algunas claras; otras poco definidas. Luego una pequeña
secuencia de una filmación que mostraba a Gemmel saliendo de un edificio, cruzando
la calle y subiendo a un coche. Era en blanco y negro y obviamente había sido
tomada desde un lugar oculto y con película de baja calidad. Pese a todo, Larissa lo
encontró atractivo y seguro de sí mismo, y observó su paso tranquilo y su estructura
atlética. Luego apareció la fotografía de una mujer joven sonriente con el epígrafe:
Judith Gemmel. Casada con el sujeto el 14 de agosto de 1968. Muerta de parto junto
con su hijo prematuro, en 1971.
Más abajo aparecía la historia personal de Gemmel, que comenzaba con los
detalles de sus padres y sus fechas de nacimiento. Luego continuaba con la escuela y
la universidad, y una lista de sus logros académicos y deportivos. Era un buen
lingüista, hablaba fluidamente el árabe, el persa, el francés, el español y el ruso y
tenía amplios conocimientos de otras seis lenguas.
También se podía leer la fecha y la forma de su reclutamiento por el MI6 y su
historial en esa organización. En este apartado la información era más escasa y varios
códigos que revelaban las fuentes fueron eliminados de la pantalla. No era casual que
cada período correspondiera con el descubrimiento de un topo del KGB en la
comunidad de Inteligencia británica.
También había detalles sobre la vida privada de Gemmel. Sus aficiones e
intereses, el nombre de alguna novia ocasional y finalmente, la opinión de la
Dirección de Investigación y Análisis del KGB que confirmaba a grandes rasgos la
propia opinión de Gordik.
La pantalla se quedó en blanco y Gordik dijo:
—Muy notable, pero ahora busquemos alguna debilidad.
Extendió la mano izquierda y contó con los dedos.
—Uno: Gemmel es un profesional duro, nada emotivo. Dos: desde la muerte de
su esposa ha llevado una vida social tranquila, algo reservada. Tiene muy, muy pocos
amigos íntimos. Tres: sus únicas aficiones son la navegación y el ballet. Aficiones
curiosas en cierto modo… una muy activa y la otra muy pasiva. Podría decirse que la
del ballet es más curiosa que la otra, si no fuera por el simple hecho de que
Gemmel… Peter George Gemmel… —Gordik sonrió por lo que iba a decir— es en
lo íntimo un romántico, con un aspecto exterior de hierro forjado.
Tudin y Larissa se miraron y luego Tudin se echó a reír. Gordik no reaccionó,

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pero observó cuidadosamente a Larissa. Ella guardó silencio un buen rato y cuando la
risa de Tudin comenzó a calmarse hizo algunos movimientos afirmativos con la
cabeza.
—Ya ves, Lev —dijo Gordik en tono triunfal—, el análisis de un psicólogo
confirmado por la intuición de una mujer.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó Tudin.
—Sí, ahora lo veo. La navegación es un deporte romántico y el ballet es una
forma artística más romántica.
Larissa sonrió a Gordik.
—Pero, Vassili, no es por eso por lo que está de acuerdo contigo.
—¿No?
—No, tienes razón; es más bien por intuición. Lo veo en su rostro; en la forma en
que se mueve.
Tudin sonrió.
—¿Lo encuentras atractivo?
—Sí, muy atractivo. Puedo asegurarte que muchas mujeres… la mayoría de las
mujeres… lo encontrarían atractivo.
—¡Bien! —dijo Gordik con entusiasmo.
Tudin comenzó a sacudir la cabeza… no como gesto negativo, sino como si
estuviera mareado.
—¿Una «trampa romántica»? —preguntó a Gordik, que sonreía—. ¿Vas a poner
una trampa romántica al jefe de Control de Operaciones del MI6?
—Sí —respondió Gordik con firmeza—, pero una trampa romántica muy
especial. Una trampa que lo haría escalar los Urales y bajar por el otro lado
deteniéndose apenas para respirar.
—Por eso nunca ha vuelto a casarse —reflexionó Larissa—. Por eso nunca ha
tenido otra mujer. Es un romántico. Todavía ama a su esposa.
—Tal vez tengas razón, Larissa —respondió Gordik—. Pero diez años son
demasiado tiempo para seguir desviviéndose por una mujer. ¿No te parece, Lev?
—Demasiado tiempo —asintió solemnemente Tudin.

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9

La multitud que salía de la Ópera de París arrastró a Gemmel y a Hawke a la acera.


Esperaron a que no pasara ningún coche y cruzaron a la otra acera.
Gemmel tomó a Hawke del brazo y lo llevó a un pequeño café. Entraron
rápidamente para escapar del frío, se quitaron los abrigos, los colgaron de un
perchero junto a la puerta, buscaron una mesita en un rincón, y pidieron café y un
coñac.
—Me ha gustado —dijo Hawke—. De veras me ha gustado mucho.
—No has parado de moverte.
—Siempre me muevo mucho.
El camarero sirvió las bebidas y Gemmel echó su coñac en el café.
—Te seré sincero —dijo Hawke con seriedad—. Si no me hubiera gustado, me
habría ido al Crazy Horse Saloon o algo así, créeme.
Gemmel lo miró detenidamente y luego sonrió.
—Morton, te creo. No protestes más.
Hawke le devolvió la sonrisa y se relajó.
—Muy bien, pero quiero que me creas.
—Te creo. ¿Te ha sorprendido?
Hawke reflexionó un momento y luego asintió.
—Sí. Durante los primeros quince minutos me he preguntado qué diablos estaba
haciendo yo allí, pero luego de alguna manera la cosa me ha sojuzgado.
—Bien. —Gemmel estaba obviamente complacido—. Me habría gustado
introducirte en el ballet de una forma menos brusca. Algo clásico; pero el Béjart
Ballet es diferente, excitante, y además no quería que te aburrieras.
Hawke probó el coñac y luego, como Gemmel, lo echó en el café.
—Ahora creo que te comprendo un poco mejor.
—¿Sí?
—Sí. Las dos últimas horas has estado relajado y yo es la primera vez que te veo
así.

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En realidad, Hawke se estaba felicitando a sí mismo en secreto. Había enviado a
Falk de vuelta a Estados Unidos para vigilar a Wisner, mientras que él se había
quedado irnos días más en París para conocer mejor a Gemmel.
—Iré al ballet contigo —le dijo, y éste rió.
—En el improbable caso de que consigas una entrada, no te gustará.
Pero Hawke llamó al embajador, que utilizó su influencia secuestrando el mejor
palco del teatro, y, para mayor sorpresa de su compañero, encima le gustó.
—Hoy he hablado con Falk desde la embajada —dijo.
—¿Cómo andan las cosas? —preguntó Gemmel.
—Tengo que reconocer que Wisner, una vez que recibió la orden de las altas
esferas realmente se ha movido. Falk dice que se ocupa del asunto como si se tratara
de un desafío personal. Ya ha reunido a su equipo, que ayer viajó a California. La
planta número Cuarenta y Dos de las Fuerzas Aéreas de Palmdale construirá el láser.
Parece que no hay mayores problemas. Sin embargo, está el factor crucial de la
dirección.
—Comprendo —dijo Gemmel—. Al fin y al cabo, tiene que acertar a un corderito
desde una distancia enorme.
—Es completamente factible y tú lo sabes. El problema es que tendremos que
conocer la ubicación precisa del blanco de antemano, o bien introducir con
anterioridad un dispositivo dentro del animal para atraer al rayo; necesitaríamos un
cordero más grande de lo que tú te imaginas.
Gemmel sonrió.
—Morton, un cordero no puede ser más grande, ya que entonces se trataría de una
oveja. Déjame pensar un momento.
Gemmel se apoyó en el respaldo de su asiento, anticipándose a los
acontecimientos que tendrían lugar en el valle de Mina durante el Haj. Imaginó la
gran multitud, tal vez más de dos millones y medio de personas.
Entre tanto Hawke echó una mirada a la sala atestada. No le importaba la
seguridad… aparatos de escucha y cosas así. Habían elegido el café al azar y en el
último momento. Vio a sus dos hombres de la sección de París. Uno estaba sentado
en un rincón leyendo un diario. El otro se encontraba cerca de la puerta tratando de
apartar sus ojos de una morena atractiva que estaba sentada en la mesa de al lado.
—No se puede hacer —dijo Gemmel y Hawke volvió a prestarle atención—. Me
refiero a decidir sobre la ubicación exacta. Habrá millones de personas moviéndose
por allí. Sólo podríamos definir un área aproximada de cuarenta manzanas.
—No serviría —dijo Hawke—. Lo que significa que tendremos que recurrir al
dispositivo de atracción y, en ese caso, Wisner sugiere que incorporemos un
mecanismo de destrucción que queme al cordero… o a la oveja. Eso facilita el diseño
del láser ya que no tendría que destruir nada.
—¿Qué tamaño tendría? Me refiero al dispositivo de atracción y al mecanismo.
—Lo sabremos en una semana o diez días, de manera que todavía tenemos

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tiempo, aunque según Wisner no más grande que una cajetilla de cigarrillos. Es
increíble lo que ha avanzado la tecnología miniaturizada.
—Entonces no habrá problemas. Lo único que haremos es buscar un cordero bien
hermoso.
Hawke consultó su reloj.
—Pasaré por la embajada y llamaré a Falk. En Los Ángeles deben de ser las seis
de la tarde. ¿Y cómo os va a vosotros?
Gemmel le informó sobre la búsqueda de candidatos para el Mahdi. Se habían
puesto como fecha límite para tomar una decisión final el 30 de junio y para el asunto
del milagro el 31 de julio. Eso les daría tres meses para poder crear un grupo de
seguidores.
Entre tanto los agentes de la misión trabajaban en la puesta en marcha de un
programa de desinformación. Gemmel dijo que en cualquier momento saldrían a la
luz los rumores y las evidencias de la llegada del Mahdi: en Indonesia, Marruecos, y
particularmente en la gran medialuna islámica de Oriente Medio. El momento era
perfecto. Sería el año 1400 del Islam y en el folclore y la mitología islámicos existían
muchos presagios sobre la llegada del nuevo profeta que purificaría la religión y
terminaría con los cismas.
Después de pedir más café y coñac pasaron a discutir el traspaso del «topo» de la
CIA en Jeddah al control de Boyd.
—Lo ha hecho muy bien —dijo Hawke—. Como sabes, ya ha empezado la
partida.
—Sí —replicó Gemmel—. Boyd opina que es perfecto.
Finalmente, Gemmel lanzó su ataque y Hawke sonrió; hacía rato que lo esperaba.
—Estaba pensando —dijo Gemmel, como el que no quiere la cosa—, que sería
una buena idea si tuviéramos un enlace en tu lado… es decir, en el departamento de
trabajos manuales.
Hawke utilizó el mismo tono y respondió:
—¿Quieres decir en California? ¿En lo del láser?
—Exactamente; al fin y al cabo, a medida que se aproxime el momento,
necesitaremos comunicación directa.
Hawke sonrió.
—Olvídalo, Peter. Como bien sabéis ya hemos controlado el problema de la
divergencia, y eso es todo lo que vais a saber…
—¡Vamos, Morton!
Hawke siguió sonriendo.
—Hoy Falk me ha adelantado algo. Wisner está incorporando un mecanismo de
destrucción en el satélite que contiene el láser. Con una diferencia de segundos
respecto a ese rayo verde que iluminará al cordero, se producirá una explosión en el
espacio y todos los fragmentos iniciarán un viaje sin fin por el cosmos. Bajo las
órdenes directas del presidente del Mando Unificado.

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—Eso es comprensible.
—Ya lo creo. Tú ocúpate de tu parte, Peter, y nosotros nos ocuparemos de la
nuestra. ¿De acuerdo? ¿Y la próxima reunión?
—Han pensado que Madrid sería un buen lugar y la fecha ha quedado fijada para
dentro de seis semanas, momento en que la operación Espejismo ya andará sobre
ruedas.
—Supongo que en Madrid hay una buena compañía de ballet —insinuó Hawke
con una sonrisa.
—Así es —rió Gemmel—, y me la perdí la última vez que estuve en España.

Un grupo de colegialas con uniformes blancos y azules miraba con admiración y en


silencio desde la puerta de la habitación. Había unos treinta bailarines haciendo sus
ejercicios de rutina, pero todas las chicas observaban a una en particular, una mujer
joven que practicaba sola en la barra. Llevaba medias y malla de lana negra, color
que contrastaba decisivamente con la piel blanca de sus hombros y de sus brazos.
Tenía un rostro magro, anguloso, pero de proporciones tan perfectas que no parecía
demasiado delgado. Su cabello negro azabache estaba recogido en una cola de
caballo que oscilaba con gracia mientras ella practicaba fouettés.
Las muchachas procedían de la Escuela de Ballet del Estado de Leningrado y
cada una de ellas deseaba nada menos que convertirse, algún día, en primera
bailarina. Por ello era comprensible que ignoraran a los otros bailarines y sólo se
dedicaran a contemplar a Maya Kashva, la mujer de negro, que era la primera
bailarina de la Compañía de Ballet Maly de Leningrado y, a sus veinticuatro años,
una de las estrellas de ballet más jóvenes de toda Rusia. Su profesor les había dicho a
las niñas que después de las prácticas podrían conocerla personalmente e incluso, tal
vez hablar con ella, a lo que todas respondieron con un estremecimiento de
entusiasmo.
Pero la ilusión no tardó en desaparecer, ya que a los pocos minutos entró otro
profesor en la habitación, se acercó a la joven y le dijo:
—Maya, el director quiere verte en su despacho.
El rostro de la bailarina mostró sorpresa.
—¿Ahora? ¿Durante el ensayo? ¿Para qué?
—No tengo ni idea. Sin duda es urgente.
Con una leve mueca de irritación Maya se acercó a una silla, tomó un suéter
negro y se lo puso mientras caminaba con gracia a la vez natural y aprendida por la
amplia sala. El grupo de colegialas se hizo a un lado, y, al pasar junto a ellas, el rostro
de la bailarina perdió su irritación y sonrió, derritiendo una docena de jóvenes
corazones.
El director contempló el rostro ansioso del otro lado de su escritorio.
—Créeme, Maya, no lo sé. El ministro de Cultura me ha llamado por teléfono

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hace media hora. Un avión viene de Moscú hacia aquí para recogerte. Un avión
especial. Dentro de dos horas debes estar en el aeropuerto.
—Pero ¿por qué?
El director sonrió.
—La verdad es que no lo sé. Si lo supiera te lo diría. Sólo me han comunicado
que estarías en Moscú alrededor de una semana… de manera que te perderás por lo
menos tres funciones.
—¿Y la gira? —Preguntó Maya con desesperación.
Él sonrió.
—Tranquilízate, pequeña. Se lo pregunté. Dijeron que sin duda irás.
Aquel exquisito rostro se animó un poco.
—Vamos —dijo el director—, no puede ser tan grave. Tal vez quieran que hagas
publicidad…, unas fotos.
—Te lo habrían dicho.
Él asintió pensativo.
—Sí, supongo que sí. Pero nunca se sabe. Obviamente alguien muy importante
quiere verte. No envían aviones especiales por cualquier cosa.

Todo comenzó en la ciudad indonesia de Makasar, en las islas Sulawese. Una semana
después había cruzado el estrecho Sumba hasta Java y la capital, Yakarta.
—El Elegido vendrá. Vendrá en la época del Haj.
Esos rumores, esos presagios, no eran una cosa nueva. Ni para el Islam ni para
otras religiones basadas en la Palabra de Dios, trasmitida por los mortales. Para
muchos pasaría inadvertido, pero aquellos que viajasen entre las islas oirían repetir el
mismo rumor centenares de veces… y siempre en la misma dirección… desde
Sumatra a Borneo, e incluso hasta Bali. «El Elegido vendrá al Haj». La población
islámica de Indonesia alcanza los cien millones por lo que el rumor comenzó a
filtrarse rápidamente.
En Pakistán salió del Punjab y en una semana se vio repetido y magnificado en
las costas del Océano Índico.
En Afganistán causó preocupación entre la jerarquía rusa de la «ocupación». En
una de las habituales reuniones semanales el consejero político sacó el tema. Lo hizo
con cautela, porque los asistentes eran militares que se ocupaban de hechos, no de
rumores. Pero el comandante de las tropas soviéticas reaccionó con desdén.
—Lo que faltaba —dijo dando un respingo—. Los rebeldes ya creen que están
librando una guerra santa… una Jiahad, así que sólo falta que salga un «Profeta», que
les diga que deben luchar aún más.
Los gobernantes militares de Turquía también se intranquilizaron. El suyo fue el
primer Estado islámico que, bajo Ataturk, renunció al Corán como instrumento de
gobierno. Las oleadas que llegaban desde Irán ya sacudían los cimientos de la

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estructura secular. Se dieron instrucciones para que todos los rumores fueran cortados
de cuajo. Los gobernantes militares nunca consideraron que esas instrucciones
pudieran tener un efecto contrario al deseado.
Irán mismo proporcionaba el caldo de cultivo más favorable. La mayoría de los
creyentes eran shiítas y una de las creencias fundamentales de esa secta es que, algún
día, el hijo del asesinado cuarto califa reaparecería como salvador del Islam. El
momento era propicio.
En toda la medialuna islámica los rumores comenzaron casi simultáneamente, lo
mismo que en el sur del Sahara y entre las fanáticas sectas musulmanas del norte de
Nigeria.
En el Haj se convirtió en una contraseña. Muchos de los fieles… y también
algunos de los curiosos que no habían pensado anteriormente en hacer el
peregrinaje… estaban ya decididos a llevarlo a cabo.
Había particular preocupación en el reino de Arabia Saudí y en Siria. La familia
gobernante de Arabia Saudí se consideraba guardiana de los lugares sagrados en La
Meca y en Medina y últimamente se había visto muy afectada cuando un grupo de
fundamentalistas religiosos, conducidos por un autotitulado Mahdi, tomó por asalto la
Gran Mezquita en La Meca y la ocupó varios días antes de ser capturado en un asalto
sangriento. Era de esperar que en el aniversario 1400 del Islam hubiera una escalada
de actividades por parte de los fanáticos; la Guardia del Palacio y la Policía Religiosa
estaban alertas ante la aparición de nuevas aberraciones religiosas.
En Siria el gobierno enfrentaba el problema de la Hermandad Musulmana, el
«Ikhwan», una sociedad secreta no sólo fundamentalista sino también dispuesta a
derrocar al gobierno por la violencia. La Hermandad había matado a miembros del
ejército y de la policía, a funcionarios del gobierno e incluso a consejeros rusos. Era
intolerable pensar que su fervor religioso pudiera intensificarse por la aparición de un
nuevo profeta.
Si los Estados islámicos hubieran mantenido una forma de comunicación más
estrecha, se habría hecho evidente que el comienzo simultáneo de los rumores era
más que una pura coincidencia. Pero la mayoría de los observadores lo atribuían al
advenimiento del aniversario.

Gordik estaba estupefacto. Después de veinticinco años como oficial del KGB
dudaba de que algo pudiera realmente sorprenderlo. Pero allí estaba, en su oficina,
totalmente atónito frente a Maya Kashva, que se hallaba sentada en el borde de una
silla, mirándolo con sus grandes ojos negros y asustados.
Larissa y Lev Tudin se hallaban frente a frente en la mesa de reuniones. Sus
rostros reflejaban el asombro de Gordik. Gordik levantó los brazos y exclamó:
—¡No lo creo!
—Es verdad —repuso Maya en voz baja.

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—¿Virgen? —rugió Gordik, y ella asintió y bajó los ojos como si estuviera
avergonzada.
—¡No me lo creo! —repitió Gordik y miró a Tudin, quien se echó a reír.
Entonces Maya se puso a llorar y Larissa se acercó a ella para consolarla. Miró
con furia a Gordik.
—Por supuesto que es verdad.
—¿Virgen a los veinticuatro años?
—¿Y por qué no?
Gordik miró de nuevo a Tudin, quien levantó los brazos con resignación.
—Una especie de «golondrina». —La señaló, se puso de pie, fue hasta el bar y
miró a Gordik arqueando una ceja.
—Adelante —dijo Gordik, con tono desesperado—, y sírveme uno a mí
también… uno grande.
Gordik estaba perplejo. La entrevista había comenzado muy bien. Él había
sentido una ola de confianza desde el momento mismo en que la joven bailarina había
entrado en su oficina. Su belleza, su gracia, su vulnerabilidad, hacían un impacto
inmediato. No podía imaginar que ningún hombre normal pudiera rechazar a una
criatura así. Especialmente si ella le pedía que le proporcionara protección y
consuelo.
Le explicó con suavidad lo que se requería, y luego, cuando ella comenzó a
protestar, aplicó la presión necesaria. Le recordó la posición que había ocupado su
padre como alto oficial en la rama militar del KGB, la que le había abierto las
puertas, primero para inscribirse en la mejor Escuela de Ballet estatal de Rusia, y
luego para ser aceptada por la compañía de Ballet Maly a la edad poco habitual de
dieciséis años.
Luego vio el fuego que había en ella cuando se enfureció y defendió su talento, y
su intenso trabajo. La muchacha señaló fríamente que había miles, decenas de miles
de hijas de importantes funcionarios del gobierno que tenían la ambición de triunfar
en su profesión.
—Una docena… más o menos —señaló con desprecio— han tenido el talento y la
voluntad para llegar a la cumbre.
Gordik la escuchó, pero insistió en que la posición de su padre la había ayudado
mucho. Ella tenía una deuda, tanto con su padre como con su país.
Entonces Maya no pudo controlar sus emociones. Dijo que su padre jamás habría
permitido una cosa así. Se habría horrorizado.
Gordik estuvo de acuerdo con ella, pero el padre de Maya, lamentablemente,
estaba muerto y otros tenían la tarea de lograr la seguridad del Estado, de la Madre
Rusia. Él lo sentía, pero era inevitable. Además, no había para tanto. Lo único que se
le pedía es que desertara en Londres en el próximo viaje. El hecho era bastante
normal entre los bailarines rusos. Ella debía ponerse a las órdenes de un hombre, de
un oficial británico. Debido a las circunstancias era muy probable que él se mostrara

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comprensivo. Ella debía ganarse su confianza y su afecto, además de obtener cierta
información. Después de haber cumplido esa misión podría decidir entre quedarse en
Occidente y continuar su carrera allí, o volver a la Unión Soviética y asegurarse un
futuro profesional glorioso, y la eterna gratitud de su gobierno.
A Gordik le llevó dos horas vencerla, alternando las amenazas con la seducción.
Finalmente ella pareció someterse y preguntó débilmente:
—¿Entonces debo acostarme con ese hombre? ¿Irme a la cama con él?
Gordik asintió.
—Creo que será necesario.
—¿Y si no le gusto? —lo dijo con una ingenua ansiedad teñida de aprensión.
Gordik la estudió un largo rato y luego miró a Tudin.
—¿Qué te parece, Lev? ¿Hay alguna posibilidad de que no le guste?
—Obviamente —respondió Lev—. Es casi tan probable como que Stalin se
reencarne en el perrito galés de la reina de Inglaterra.
Gordik observó de nuevo a la muchacha y luego dijo con satisfacción.
—Aún menos, supongo.
Maya había estado mirando a Larissa en busca de apoyo femenino, pero el rostro
de ella se mostraba inexpresivo. Finalmente, Maya le preguntó a Gordik:
—¿Entonces debo seducir a ese hombre?
—Por supuesto.
—¿Como si fuera una prostituta?
Larissa intervino:
—Señorita Kashva, considérelo como le parezca. Pero no es una vergüenza
prostituirse por el propio país. Por un país que le ha dado tanto.
Otro silencio, y luego Maya dijo con tranquilidad, casi como si hablara consigo
misma:
—Pero una prostituta tiene habilidad… debe tenerla… y experiencia. Yo no tengo
esas habilidades. Ni siquiera sabría cómo comenzar.
Gordik sentía que estaban progresando.
—Mi querida señorita Kashva, créame que eso no será un problema. No es un
hombre sin atractivos. —Miró irónicamente a Larissa—. Me lo han asegurado. Usted
sólo tendrá que tratarlo como seguramente ha tratado a otros hombres. A otros
amantes.
En ese momento la primera bailarina dejó caer la bomba, cuando dijo con un
tímido desafío:
—Pero, camarada Gordik, yo nunca he tenido un amante.
—¿Ninguno?
Ella negó con su hermosa cabeza.
—¿Ninguno? —repitió él—. ¿O sea, que se ratifica en lo de que es usted virgen?
Ella asintió de nuevo con la cabeza y lo miró con inquietud.

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Tudin cruzó la habitación y le dio un vaso de whisky a Gordik quien bebió un gran
trago y suspiró con cansancio.
Maya se estaba enjugando los ojos con el pañuelo de Larissa.
—Larissa —dijo Gordik—, llévatela y dale un té o cualquier otra cosa.
Larissa la tomó del brazo y la condujo, todavía sollozando, hasta la puerta.
Mientras la puerta se cerraba tras ellas, Gordik preguntó a Tudin:
—Bien, ¿qué piensas, Lev?
—Creo que debemos enviarla a la Escuela de Golondrinas.
Gordik hizo una mueca.
—Si me hubieran hecho caso ese lugar ya estaría cerrado hace años.
Tudin cogió la botella y volvió a llenar el vaso de su jefe.
—Por otra parte —señaló—, han tenido sus éxitos, pero no puedo hacerme a la
idea de enviar a una muchacha totalmente inexperta a semejante misión. Por lo
menos necesita saber cómo bajarle la cremallera de los pantalones.
—Tal vez tengas razón —respondió Gordik sombrío—. Pero tendrá que hacer un
curso acelerado. La compañía Maly sale para Occidente dentro de tres semanas, y en
ese tiempo estará ocupada en aprender otra clase de habilidades.
—¿Y el control? —preguntó Tudin—. Al fin y al cabo, ella es joven e
impresionable. El patriotismo solo no será suficiente.
Gordik suspiró.
—Lo sé. El control será a través de su madre. Están muy unidas. La situación se
le mostrará con toda claridad. O lo hace lo mejor que pueda o su relación con su
madre se acabará.
Tudin conocía a su jefe. Sorbió su bebida y miró a Gordik enigmáticamente. Éste
le devolvió la mirada y dijo con irritación:
—¡Está bien, está bien! Recurriré al engaño. Tú lo sabes y Larissa lo adivinará,
pero nuestra joven bailarina no. Así que hará lo que yo le diga. Pensó un momento y
luego dijo: —Además de la vara le mostraré una zanahoria. Si se porta bien, si tiene
éxito, y si decide quedarse en Occidente, permitiré que su madre se reúna con ella.
¿Qué te parece?
Tudin sonrió, pero no respondió y Gordik resopló con irritación.
—Bien, sé lo que estás pensando. Té estás preguntando cómo alguien tan blando
como yo ha podido llegar a ocupar este puesto.
La sonrisa de Tudin se agrandó.
—No exactamente —dijo—. Pensaba si Gemmel sería tan blando como tú.
Gordik estaba a punto de responder cuando se abrió la puerta y Larissa hizo pasar
a Maya. La muchacha se veía más compuesta, pero todavía nerviosa.
—Creo que sería útil —dijo Larissa con firmeza—, que Maya viera alguna
fotografía del sujeto.
Se acercó al ordenador con cara de preocupación.
Gordik asintió y los tres la miraron mientras pensaba en las teclas que debía tocar.

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Todos los ojos se volvieron hacia la pantalla gigante. Larissa había elegido la
fotografía que a ella más le había impresionado de él. Era un primer plano de la
cabeza y los hombros de Gemmel, ligeramente borrosos por la ampliación. La mitad
de su rostro estaba oscurecida y sus ojos entrecerrados, miraban hacia la izquierda.
—Lo conozco —dijo Maya, y todos se volvieron hacia ella, y, aunque el piso de
la oficina estaba cubierto por una gruesa alfombra, si hubiera caído un alfiler se
habría oído en medio de aquel silencio. Gordik fue el primero en reaccionar.
—¿Cómo dice?
—Pues que lo conozco. Se llama Gemmel… Peter Gemmel.
—¿Cómo?
Maya lo miró ansiosa y él ablandó su voz.
—¿Cómo es posible que lo conozca, señorita Kashva?
—Fue en Bruselas —respondió ella con vacilación—. Cuando viajamos a
Occidente hace tres años. Entonces yo sólo era bailarina del coro, pero también había
ensayado el papel de Olga Lanov, para Paquita. Ella se puso enferma y yo la sustituí
en la última función. Fue… fue una gran oportunidad para mí, y lo hice bien.
Después de la función hubo una recepción y él estaba allí. Me lo presentaron como
una persona importante dentro de los círculos de ballet londinenses. Hablaba muy
bien el ruso.
—¿De qué hablaron? —preguntó Tudin.
—Ah, sólo de ballet. Sabe mucho. Dijo que era una lástima que no visitáramos
Londres.
—¿Te gustó? —preguntó Larissa en voz baja.
Maya bajó los ojos.
—Sí, era… sabía mucho. Y me dijo cuánto le había gustado mi actuación y que
algún día yo sería una gran bailarina.
—¿Qué más? —preguntó Gordik, con gran curiosidad.
—Eso es todo.
—¿Eso es todo?
—Sí. El camarada Savich se acercó y me llevó a otra parte.
—¿Quién es Savich?
Tudin interrumpió.
—Yarov Savich, oficial de Control de Viajes del Ministerio de Cultura. Uno de
los nuestros.
Gordik asintió lentamente.
—Ya veo.
—Me dijo que tuviera cuidado —continuó Maya—. Que Gemmel era un espía
occidental. No le creí.
—¿Eso dijo? —preguntó ominosamente Gordik.
—Sí. Creo que estaba celoso. Durante todo el viaje me… me molestó… —
Levantó la vista hacia Larissa—. ¿Usted sabe a qué me refiero?

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Larissa asintió con simpatía y Gordik echó una mirada a Tudin, que se acercó a la
mesa, sacó un lápiz, y tomó nota.
—¿A Gemmel le gustó usted? —preguntó Gordik—. Al fin y al cabo, las mujeres
se dan cuenta.
Después de un rato Maya respondió tímidamente.
—Creo que sí.
—¿Sólo lo cree?
Ella lo miró directamente a los ojos.
—Sí, le gusté.

Gordik saboreaba su cuarto whisky. Estaba sentado en un taburete del bar con los
talones apoyados en la barra inferior. Él mismo había diseñado aquel mueble, y los
taburetes perfectos para su altura, y la barra que había casi a la altura del suelo era de
bronce pulido. Creía en la máxima de que un buen bar, un buen taburete y un buen
apoyo para los pies constituían el cincuenta por ciento de la degustación de un buen
whisky escocés.
—Es una hermosa coincidencia —señaló Tudin desde detrás del bar.
—Hermosa, sí —replicó Gordik—, y por cierto una coincidencia. Al fin y al
cabo, Gemmel viaja mucho por su trabajo. Es natural que, si es un fanático del ballet,
haya ido a una actuación de una compañía tan famosa como la Maly. También es
natural que siendo miembro de una comisión del Círculo de Ballet de Londres haya
sido invitado a una recepción donde cualquier hombre con sangre en las venas, espía
o no, habría hecho todo lo posible por trabar conversación con la exquisita señorita
Kashva.
—Sí, es hermoso.
Las dos mujeres se habían marchado dos minutos antes. Larissa debía acompañar
a la bailarina a la suite de su hotel, quedarse con ella esa noche y por la mañana
llevarla a la Escuela de Golondrinas donde también se quedaría. «Puedes aprender
algo», le había dicho Gordik en un aparte, con una sonrisa. Ella le informaría
constantemente de los progresos de Maya.
Gordik había hecho pasar a la muchacha por todo el espectro de las emociones,
describiéndole primero los beneficios y las recompensas del patriotismo,
informándole luego de que su madre sería su «invitada» en la dacha que él poseía en
el campo durante el tiempo que durara el viaje y, finalmente, prometiéndole reunirlas,
aunque la bailarina decidiera quedarse en Occidente. Maya lloró, imploró, y
finalmente cedió. No por nada su padre había sido oficial de primera del KGB. Maya
comprendía bien la realidad.
—¿Piensas que resistirá? —preguntó Tudin.
—Vale la pena correr el riesgo —replicó Gordik—. Es más dura de lo que parece.
No sé mucho de ballet, pero lo que sí sé es que no se llega a primera bailarina a los

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veinticuatro años sólo con talento… o por tener un padre importante. Hay que ser
dura y decidida.
Tudin se sirvió más whisky.
—¿Entiendo que el camarada Savich no viajará con la compañía en su gira a
Londres?
Gordik sonrió con cinismo.
—La única gira a la que se enviará a ese idiota lujurioso e indiscreto será a un
espectáculo de títeres a Siberia.

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10

Perryman y Gemmel estaban sentados en un banco en Hyde Park, el mismo banco


que Gemmel había ocupado con Hawke varias semanas antes. Acababan de disfrutar
de un buen almuerzo en el Hyde Park Hotel, pero, según su costumbre, Perryman
había declinado hablar de negocios durante la comida.
—Daremos un paseo después del almuerzo —dijo, palmeándose su respetable
estómago—. Es bueno para mantener la figura.
Así que caminaron hasta el lago, encontraron un banco desocupado y Gemmel
pudo hablarle por fin de los progresos de la operación Espejismo. Le explicó que en
la próxima reunión de Madrid los norteamericanos informarían sobre cómo andaba el
asunto del satélite láser y los británicos sobre la búsqueda del candidato.
—¿Cuántas alternativas presentaréis vosotros? —preguntó Perryman.
—Más o menos una docena, de las cuales dos o tres serán realmente serias.
—¿Y tú confías en el resultado?
—Razonablemente —respondió Gemmel—. Por suerte Falk está bien calificado
para respaldamos en lo que a las buenas razones se refiere.
—Esperemos que así sea —dijo Perryman—. Es una lástima que Hawke no haya
querido contar con un hombre de los nuestros en el proyecto del láser.
Gemmel sonrió.
—No esperábamos que aceptara. Francamente me habría asombrado si lo hubiera
hecho. Sin embargo, la propuesta sirvió para aclarar un poco las cosas. Nada más de
lo que esperábamos.
—¿Qué te parece él?
Gemmel pensó muy bien lo que iba a decir y luego contestó.
—Es bueno. Mejor de lo que parece. Le gusta mostrarse duro y audaz, pero,
créeme, es astuto… y experimentado. Además, es agradable trabajar con él, ya que no
adopta el papel habitual de «hermano mayor».
—¿Entonces te gusta?
Gemmel no vaciló.

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—Sí, me gusta. Nos llevamos bien, y supongo que es algo más que respeto
mutuo.
Perryman se quedó un poco sorprendido, ya que desde que conocía a Gemmel, y
observaba y alentaba su progreso, nunca lo había visto hacer amistades profundas,
fuera de su trabajo o dentro de él, y menos todavía después de la muerte de su esposa
lo que lo había llevado a mostrarse aún más reconcentrado. Era curioso, pues, que ese
norteamericano corpulento y voraz hubiese sido capaz de abrir aunque sólo fuera
ligeramente su exterior pétreo.
—Y el proyecto en sí, ¿qué te parece?
Gemmel volvió a pensarse lo que iba a decir antes de responder.
—Al principio me pareció un sueño incoherente. Una hermosa idea que no podía
tener sustancia. Era como entrar en el País de las Maravillas de Alicia… una
experiencia encantadora, pero sin base.
—¿Y ahora?
—Bien, una vez que hemos empezado a introducir rayos láser y satélites y
lanzaderas espaciales, y a enviar a nuestro hombre de campo y a comenzar a abrir
archivos… bien, el País de las Maravillas comenzó a adoptar una forma más
mundana.
Perryman resopló.
—Yo no diría que los rayos láser y los satélites son cosas mundanas.
—No, no lo son —asintió Gemmel—, pero en cierto modo esto se ha convertido
en una operación más. De soñador he tenido que convertirme en administrador, de
manera que tiendo a pensar más en el trabajo escrito y en el trabajo de campo que en
los aspectos más esotéricos.
—¿Y los problemas morales?
—No me preocupan en absoluto. Soy un agente de Información. Los problemas
morales dejaron de importarme hace mucho tiempo.
Perryman le echó una mirada llena de escepticismo. Se hizo un breve silencio, y
luego Gemmel preguntó:
—¿Te mantienes en contacto con Pritchard?
—Ah, sí. Está ansioso por seguir el proyecto lo más de cerca que le sea posible.
Eso despertó la curiosidad de Gemmel.
—¿Y su conexión personal? —preguntó—. ¿Y el control que llevará a cabo si
ponemos esto en marcha?
Perryman vaciló un momento, y luego decidió ser al menos un poco directo.
—Su «conexión personal», como tú dices, es toda la base de su motivación. Su
deseo es lograr un último gran golpe, y el hecho de que el instrumento de ese logro
sea de su propia creación le dará una satisfacción enorme. Al fin y al cabo, hace unos
veinte años que está planeando la operación.
Gemmel escuchó esas palabras y pensó que nunca comprendería a Pritchard.
Nunca comprendería cómo un hombre podía dejar de lado todas las emociones de la

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familia por su profesión. Él no habría podido hacerlo, aunque, desde la muerte de su
esposa, había adoptado una devoción similar por su trabajo, pero si ella hubiese
vivido, jamás la hubiera dejado por nada.
Cambió de tema.
—¿Has informado a la primera ministra?
—Sí —replicó brevemente Perryman—. Sólo sobre los detalles más generales.
Insistí en que ella siguiera el ejemplo del presidente de Estados Unidos y mantuviera
una postura de virtuosa inocencia.
—¿Puedo saber cuál fue su reacción?
Perryman saboreó la respuesta.
—Autorizó una inmediata intensificación de la exploración del petróleo en el mar
del Norte.

El Range Rover con camuflaje del desierto se encontraba detrás de una colina marrón
y arenosa. No llevaba ninguna placa ni otros distintivos, sólo una alta y delgada
antena. Los dos hombres estaban tendidos sobre una lona en lo alto de la colina. Uno
de ellos tenía un par de potentes prismáticos ante sus ojos. El otro yacía de espaldas,
protegiéndose los ojos del sol de la tarde con la mano. Habían colocado un pequeño
toldo de tela… no para protegerse del calor, sino para evitar que se recalentaran las
cámaras y las lentes tan caras que habían traído consigo. Los hombres estaban
acalorados, cansados y sucios, porque hacía tres días que se arrastraban por ese
desolado lugar. El Range Rover tenía aire acondicionado, pero se habían prohibido
poner el motor en marcha.
El hombre que tenía los prismáticos los bajó y se pasó el brazo por los ojos.
—Por Dios, qué calor de mierda —dijo exasperado.
Su compañero tendido de espaldas le replicó con igual desesperación.
—George, si vuelves a decir eso una vez más te daré una patada en los huevos.
George gruñó, volvió a levantar los prismáticos y acto seguido se tensó.
—Ahí viene, Terry. Ahí viene.
Terry se puso boca abajo y miró por encima de la colina. Luego extendió una
mano, eligió una lente de telefoto y la colocó en una cámara Nikon F3.
Por el visor veía claramente al hombre que rodeaba la colina que se alzaba ante
él. Llevaba la vestimenta tradicional, las sandalias de cuero, y una cantimplora
también de cuero colgada del hombro.
Terry lo miró a la luz del sol poniente, eligió el filtro adecuado y lo ajustó a la
lente. Luego el motor de la Nikon se puso en marcha y, paso a paso, hizo una
secuencia de fotos de aquel hombre. Cuando llegó a la entrada de la cueva, el primer
rollo ya se había terminado y mientras el fotógrafo lo cambiaba con mano rápida y
experta, el árabe se puso en cuclillas y tomó un trago de la cantimplora. De nuevo se
puso en funcionamiento el mecanismo de la Nikon. Terry quería sacar por lo menos

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media docena de rollos antes de que se esfumara la buena luz y el hombre
desapareciera dentro de la cueva. Los observadores conocían la cueva mejor que
nadie porque habían pasado un día entero observando y midiendo cuidadosamente su
cavernoso interior. También sabían que tendrían que soportar el sol durante dos o tres
días más, porque ése era el tiempo que a Abu Qadir le gustaba dedicar a la
meditación.
Durante la segunda noche Terry descubrió súbitamente qué era lo que le llamaba
la atención. Había tomado todas las fotografías que necesitaban y estaban sentados en
la parte posterior del Range Rover jugando a las cartas cuando miró a George y le
dijo:
—A ese tipo le pasa algo.
—Por supuesto —replicó George—. Está loco. Cualquiera que venga a un lugar
como éste y se pase el día con el culo apoyado en el suelo y sin comer es porque está
como una cabra.
Terry sacudió la cabeza.
—No, no es eso. Se supone que es un hombre muy santo. Viene aquí a meditar y
a estar en comunión con Alá, o lo que sea. Pero, George, nunca reza. Tú has visto a
todos los otros árabes. Cinco veces por día desenrollan sus alfombras, miran hacia La
Meca, y se arrodillan, pero este estúpido nunca lo hace. Y hay algo más. Tengo la
sensación de que sabe que estamos aquí.
—No seas chiflado.
—No, en serio. En primer lugar, nunca mira hacia el cerro. Debo de haberle
tomado quinientas fotografías y te apuesto que no hay una sola de ellas en la que esté
mirando hacia la cámara.
George apartó los ojos de los naipes y lo miró con curiosidad.
—¿Estás seguro?
—Sí —respondió Terry—. Mira, es mi trabajo. He tomado fotografías de
centenares de personas para la empresa. Siempre subrepticiamente. Te digo, George,
que este tipo sabe que lo observan.
—Pero no puede habernos visto.
Terry sacudió la cabeza.
—No, no nos ha visto. Simplemente sabe o siente que estamos aquí.
—Bien —dijo George—. De una u otra forma no me importa. Hemos hecho
nuestro trabajo. Yo sólo quiero salir de este maldito lugar. —Arrugó la nariz—. No sé
quién huele peor, si tú o yo. Sólo quiero darme un baño caliente y beberme una
cerveza finía.

En Jeddah, Haji Mastan estaba hablando de nuevo con el Imán a la sombra del muro
de la mezquita. Mientras hablaba el Imán lo escuchaba absorto, porque en las últimas
semanas se habían oído continuos rumores y especulaciones. Mucho más ruido que el

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que podría haber generado el Imán por sí mismo. Los viajeros comunes que llegaban
de Sudán y Egipto y del interior habían repetido los mismos rumores.
—El Elegido llegará en la época del Haj.
—Dejaré mi negocio —dijo Haji Mastan al Imán.
—¿Darás un paso tan importante? —preguntó el Imán sin aliento—. ¿Estás tan
seguro?
Haji miró al Imán a los ojos y repuso simplemente:
—Él vendrá, y me llamará y ese día no tendré lazos que me detengan. Nada
impedirá que lo siga y haga lo que él ordene.
—¿Venderás tu negocio?
Haji sacudió la cabeza.
—Ya he comprado y vendido bastante. Regalaré mi negocio a mis empleados.
Ellos recibirán el fruto de su trabajo. Yo ya he ganado lo suficiente para mis
necesidades y las de mi familia.
El Imán estaba realmente impresionado, porque desde siempre Haji Mastan
estaba considerado un hombre con buen ojo para los negocios. Cierto que nunca
había obtenido ganancias excesivas ni se había enriquecido desmesuradamente, pero
regalar su negocio era la evidencia de que se había producido un cambio profundo en
su interior.
—¿Tus sueños te dicen cuándo vendrá el Elegido?
Haji negó con la cabeza.
—Pero dentro de mí sé que será pronto. Y estaré preparado.
El Imán prosiguió, hablando con tranquilidad:
—Escucha mi consejo, Haji Mastan, y cuídate. Las autoridades están muy
preocupadas por los rumores. La Policía Religiosa hace muchas preguntas. Incluso
sobre ti… y tus sueños.
—Lo sé —respondió solemnemente Haji—. Ya me han interrogado y a mi familia
también. Pero no pueden castigar a un hombre por tener sueños.
—Eso es verdad —agregó el Imán—. Pero te ruego que tengas cuidado.
—No temas —respondió Haji. Cuando vengan responderé a todas sus preguntas.

* * *

La Escuela de Golondrinas estaba en una gran dacha situada en unas lomas cubiertas
de bosques a irnos sesenta y cinco kilómetros al nordeste de Moscú.
A fines de la década de los cincuenta, el KGB había logrado atrapar al embajador
francés en Moscú. Era un hombre que se dejaba llevar fácilmente por los encantos
femeninos y habían usado a una hermosa joven actriz para ponerlo en toda una serie
de situaciones comprometidas. Fue una operación perfecta, seguida por muchas otras,
basadas por lo general, en la seducción de secretarios de edad madura que trabajaban
para gobiernos de Occidente.

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Estas operaciones llegaron a conocerse como «trampas románticas» y las
agentes… o seductoras, como «golondrinas». La estrategia se había extendido tanto
que a fines de la década de los sesenta el KGB abrió una escuela especial para
entrenar «golondrinas» tanto en el aspecto psicológico como físico de la seducción.
El personal consistía en un director, un psicólogo y cuatro instructores… dos
hombres y dos mujeres. Nunca había más de tres o cuatro alumnos residentes en un
momento dado, creándose así la relación ideal. Larissa le explicó todo esto a Maya,
mientras recorrían la campiña cubierta de bosques en una gran limusina negra.
Estaban separadas del conductor por una pantalla de vidrio. Maya tenía sus dudas,
por lo que bombardeó a Larissa con sus preguntas. ¿Cuánto tiempo tendría que
quedarse? ¿Qué era exactamente lo que tendría que hacer? ¿Y a quién?
A ese respecto era poco lo que Larissa podía decirle, porque ya que el director
había recibido las instrucciones directamente por teléfono y ya habría preparado un
amplio programa. No obstante, le dijo que no se preocupara. En la escuela tenían
mucha experiencia, y seguramente lo harían todo con tacto y comprensión.
Aunque era verdad que tenían mucha experiencia el director cuando vio acercarse
la limusina desde su ventana del piso alto, sintió un estremecimiento de ansiedad.
—Una semana —le había dicho Gordik por teléfono—, y esa muchacha tiene que
ser capaz de convertir a un monje en una masa temblorosa de deseo.
El problema era que, en todos sus años de experiencia, la escuela nunca había
tenido que vérselas con una virgen. En realidad, la mayoría de sus almonas tenían
gran experiencia y su paso por la escuela podía más bien describirse como un curso
de posgrado. El director se había reunido con la psicóloga y con el instructor
principal, Georgi Bragin, a quienes comunicó la total inexperiencia y extrema
ansiedad de la muchacha.
El psicólogo explicó que, en ese caso, el primer criterio era conseguir que se
relajara y se sintiera completamente cómoda. El director le habló del problema de
tiempo. Seis días a lo sumo, o mejor dicho, cinco noches. También señaló que Vassili
Gordik se la tenía jurada a la escuela desde hacía mucho y que un fracaso en esta
misión podría tener graves consecuencias para todos ellos. Georgi Bragin y la
psicóloga se enzarzaron de inmediato en una discusión. Bragin proponía introducir
cuanto antes a la muchacha en la sexualidad. Según su experiencia cualquiera que
todavía fuese virgen a los veinticuatro años necesitaba alguna forma de electroterapia.
Después de eso podrían enseñarle algo útil en el poco tiempo que tenían. El psicólogo
se opuso. Eso podría ocasionar un trauma y tener un efecto regresivo. Señaló que el
aspecto físico de la seducción no era más importante que el aspecto mental. Él y
Bragin se miraron con furia. Ya habían discutido eso muchas veces.
Nada de lo que dijesen resolvía el problema, pero como tenían poco tiempo el
director apoyó las propuestas de acción de Bragin. Mientras los dos hombres
discutían, estudió al instructor principal. Era un hombre de poco más de cuarenta
años, esbelto, moreno, de mediana estatura, con rostro aguileño y ojos profundos e

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intensos. Mientras hablaba gesticulaba mucho y con elocuencia. Tenía dedos largos,
elegantes… manos de pianista.
Su actividad profesional había comenzado con la seducción de una asistente
administrativa en la sede de la OTAN en Bruselas. Entonces tenía veintisiete años.
Ella estaba soltera y tenía cuarenta y seis. Durante cinco años Bragin la tuvo
totalmente controlada hasta que al final la descubrieron tratando de fotografiar
documentos en la oficina del comandante en jefe de Control.
Su siguiente tarea fue en las Naciones Unidas en Nueva York. Esa vez consiguió
seducir a un total de tres secretarias, entre ellas, la secretaria del director financiero
de las Naciones Unidas, lo que permitió que durante los siguientes dos años el KGB
tuviera acceso a todos los presupuestos y estimaciones de la ONU mucho antes que el
secretario general. La delegación rusa pudo aplicar así presiones para su propio
beneficio financiero antes de que los otros miembros supieran lo que estaba pasando.
Esa tarea terminó cuando expiró el contrato del director financiero y él regresó a su
país, Holanda. La secretaria, que no era muy apreciada en el departamento, perdió su
trabajo y a su amante.
Bragin logró otros éxitos menores como agregado cultural de la embajada en
varios países del Tercer Mundo. Sus blancos eran generalmente secretarias de otras
embajadas que estaban aburridas de sus limitadas expectativas sociales. Hacía cinco
años lo habían llamado de nuevo a Moscú donde lo nombraron instructor en la
Escuela de Golondrinas. Dos años después fue promovido a instructor principal. Le
gustaba su trabajo y pensaba que se insistía demasiado en los aspectos psicológicos.
—La psicología acaba a la altura del cuello —solía decir—. Para Freud habría
sido un sujeto difícil.
El director terminó diciendo que en primer lugar entrevistaría a la nueva alumna y
luego tomaría una decisión. En cualquier caso, no habría problema con respecto a las
designaciones del personal. En esos momentos sólo había otros dos alumnos, y los
dos eran hombres, que estaban en manos de las instructoras femeninas, así que el
instructor principal podría dedicarle toda su atención.
La contempló mientras bajaba del coche y seguía a la otra mujer hasta la entrada.
Observó su flexible andar de bailarina y también su aprensión mientras miraba
nerviosa a su alrededor.

—Creo que se equivoca —dijo bruscamente Larissa al director.


A él sólo le había llevado diez minutos decidirse por el curso de acción de Bragin.
A simple vista, la belleza y personalidad de Maya Kashva lo había convencido de que
ella no tendría dificultad alguna en hacer lo que a él le gustaba denominar «la
conexión». No podía haber muchos hombres heterosexuales en ninguna parte que se
resistiesen a sus encantos durante mucho tiempo. El problema que quedaba por
resolver, tal como lo percibía él en su visión un poco restringida de la vida, era

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proporcionarle la habilidad para seguir adelante con «la conexión».
De manera que llamó a una empleada para que condujera a la bailarina a su
habitación. Explicó su decisión a Larissa, y ella la objetó.
—Tenemos muy poco tiempo —contestó él—. En circunstancias normales la
retendríamos aquí tres meses.
—¿A qué se deberá su poca experiencia? —preguntó Larissa con sarcasmo.
El director suspiró.
—Créame, puede haber una docena de razones, que van desde la homosexualidad
hasta la frigidez. Al menos eliminaremos estas posibilidades dentro de las
veinticuatro horas.
—¿Arrojándola directamente a la cama con un hombre?
El director se mostró irritado y dijo con dureza:
—Por favor, no nos crea tan poco inteligentes.
—¿Ha tenido en alguna otra ocasión una mujer tan ingenua y sin ninguna
experiencia sexual?
—Claro que sí —mintió él tranquilamente—. Y créame que tenemos instructores
hábiles. Naturalmente un caso tan importante será manejado por el camarada Bragin,
nuestro instructor principal. Será a la vez amable y persuasivo. —Sonrió jocosamente
—. Será una experiencia que ella recordará con placer, y podría decirle que con
gratitud.
Larissa se mostraba escéptica, pero recordó su propia experiencia de iniciación a
manos de un torpe estudiante de ingeniería: decidió no discutir más.

Se encontraron a la hora del almuerzo. Bragin estaba sentado solo a una mesa puesta
para tres. Los otros instructores y los alumnos se encontraban sentados en el otro
extremo de la habitación. Levantaron la mirada con curiosidad cuando entraron
Larissa y Maya para dirigirse directamente a la mesa de Bragin. Luego todos le
miraron. No se relamía exactamente, pero ningún gato contempló nunca un plato de
crema fresca con mayor interés. Se levantó de su silla y dio la mano a Maya.
—Bragin… pero por favor llámeme Georgi; y usted, por supuesto, es la famosa
Maya Kashva. Es un honor.
Ella le estrechó la mano formalmente, él le acercó una silla y saludó a Larissa.
Habían sido presentados antes en la oficina del director.
Al recordar ese almuerzo, a Larissa le resultaba difícil encontrar algún fallo en la
estrategia de aproximación de Bragin… En pocos minutos fue obvio que Maya lo
trataba como a cualquiera de sus admiradores. Correctamente, pero a distancia. Él no
se esforzó mucho por cambiar la situación y dirigió su atención y encanto hacia
Larissa, quien sintió la fuerza de ese encanto y de su personalidad. Pensó que él era
un animal macho muy poderoso. Su propia reacción hacia él, si no hubiese estudiado
su ficha, habría sido amable e interesada. Un hombre con quien se podría tener una

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aventura fascinante, pero nada más. Se daba cuenta de que le prestaba atención a ella
en un intento por despertar la combatividad femenina en Maya. Fracasó. Maya se
entretenía con la comida del plato y escuchaba la conversación con poca atención.
Bragin percibió rápidamente la dirección del viento y abandonó esa estrategia
particular para pasar insensiblemente a otra. Sugirió que él y Maya dieran un paseo
por el jardín por la tarde, ya que era un hermoso día de primavera. ¿O tal vez
preferiría jugar al tenis? Maya negó con la cabeza. No jugaba al tenis. ¿Alguna otra
cosa entonces? Había una piscina de agua caliente, y una mesa de ping-pong… ¿le
gusta practicar algún deporte?, preguntó él.
—Yo bailo —respondió Maya y Larissa no pudo dejar de soltar una carcajada.
Bragin la miró con fugaz irritación, pero se mostró impertérrito. Maya podría ser
una bailarina de primera, pero antes de que terminara la noche él, Georgi Bragin, la
tendría, blanda y complaciente, entre sus brazos.
De manera que, después del almuerzo, los dos salieron a pasear, mientras Larissa
se fue a nadar y luego a su habitación. Habló por teléfono con Gordik, quien le pidió
noticias ansioso. Era demasiado pronto, respondió ella, pero pensaba que esta
golondrina sólo volaría con dificultad. Ya le llamaría mañana. Cortó la comunicación
y decidió que para ella sería una semana aburrida. No querían que se acercara a
Maya. El director le explicó que su presencia sólo complicaría las cosas. Ahora todo
dependía de Bragin. A pesar suyo, Larissa tuvo que aceptar.

La habitación de Bragin podía describirse como suntuosa. Tenía una gran sala de
techo alto, con profundos sillones de terciopelo y un bar bien provisto. El dormitorio
era aún más grande, con una cama gigante con dosel y las cortinas corridas.
Maya estaba sentada en el borde de su asiento, bebiendo de una gran copa de
coñac francés. El coñac venía después de dos vasos de vodka antes de la cena y
media botella de borgoña para acompañarla, pero aún no había perdido el control de
sí misma, aunque estaba a punto de hacerlo.
Bragin, sentado frente a ella, encorvado, la miraba con una mezcla de frustración
e irritación. Habían caminado dos horas esa tarde… mucho más de lo que él pensaba,
y le dolían las piernas. Varias veces había tratado de persuadirla de que se sentaran en
algún lugar bonito y hablaran, o simplemente admiraran el paisaje, pero ella se había
negado resueltamente y había seguido avanzando con su paso largo y elástico hasta
que él perdió la dignidad al tener que correr detrás de ella, jadeando incluso un poco
por el esfuerzo.
Durante la cena Maya apenas le había dirigido la palabra. Sabía, o parecía saber,
poco del mundo, y las anécdotas e historias de él rebotaban en su rostro hermoso pero
impasible. Él no sabía casi nada de ballet, de manera que no podía acercarse a ella en
esa dirección. Finalmente, recurrió a ablandarla con la bebida y eso también hirió su
vanidad. Nunca había necesitado de ese recurso para bajar las defensas de una mujer.

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Pero hasta eso fracasó y, mientras la miraba, tan tiesa y erguida, se dio cuenta de que
sólo podría apoyarse en la técnica física. Sabía que no llegaría a su mente, pero
confiaba en poder estimular su cuerpo.
Se inclinó hacia delante y dijo secamente:
—Señorita Kashva, escúcheme.
Ella levantó los ojos, ligeramente desconcertada.
—Usted comprende claramente la situación. Soy instructor principal aquí. Usted
es una alumna. Tal vez no desee estar aquí. Estoy seguro de que no lo desea. Sin
embargo, eso no tiene nada que ver conmigo. —Su voz se endureció—. Bien, todo
este asunto me está aburriendo un poco. He tratado de hacerlo lo más agradable
posible… pero debo cumplir con mi trabajo, y usted no colabora, y hay poco tiempo.
De manera que ahora comenzaré a instruirla.
Se detuvo para observar su reacción, pero la expresión de Maya no cambió.
Georgi continuó con frialdad:
—Vaya al dormitorio, quítese la ropa… toda… y acuéstese en la cama. Estaré allí
dentro de diez minutos.
Ella no vaciló. Dejó su vaso, se puso de pie sin mirarlo, y entró en el dormitorio,
cerrando la puerta tras de sí.
Bragin dejó escapar una maldición para sus adentros, luego se acercó al bar y se
sirvió otra bebida. Lentamente logró controlarse, y hasta se rió un poco de sí mismo.
No fracasaría.
Ella había apartado totalmente las sábanas y estaba tendida en medio de la cama
como una estatua de marfil blanco. Él se acercó y la miró durante un largo instante. A
menudo durante su carrera había tenido que hacer el amor con mujeres poco
atractivas, algunas nada atractivas. Pero a lo largo de toda su vida había conocido
muchas mujeres hermosas y cuando en una determinada ocasión necesitaba visualizar
a otra mujer, tenía una amplia galería donde elegir. Sin embargo, al ver el cuerpo de
Maya Kashva supo que en el futuro su cerebro sólo conjuraría su forma. No era un
aspecto bello, sino una totalidad. No vio pechos perfectos ni una cintura pequeña ni
largos miembros simétricos ni pies pequeños delicados y arqueados, ni siquiera el
pequeño y delicado triángulo arqueado en lo alto de sus muslos. Sólo la totalidad de
la imagen como si sus ojos hubieran perdido el poder de concentrarse en un objeto
único.
Inspiró profundamente y dijo:
—Mírame.
Maya volvió la cabeza sobre la almohada y lo miró desvestirse. Bragin dejó caer
sus ropas una por una sobre la alfombra, sin apartar nunca los ojos de ella, deseando
que reaccionara, que viera en él lo que él había visto en ella. Sabía que tenía un
hermoso cuerpo, atlético. Había visto su efecto en incontables mujeres, pero en Maya
no podía juzgarlo. Vio los ojos de ella que se clavaban en el centro de su cuerpo, en
su creciente erección. ¿Había siquiera un atisbo de curiosidad?

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Se tendió junto a ella y pasó las manos sobre su cuerpo. La piel era suave como la
panza de un gatito, pero se percibían los músculos duros bajo esa suavidad. Sentir la
fuerza en ella lo excitó aún más.
Buscó áreas de sensibilidad. Rozó los pequeños pezones, respiró sobre ellos y
sintió excitación al verlos erguirse. Pasó una mano por el vientre de la muchacha y
deslizó sus dedos por la seda negra entre sus muslos. Ella se estremeció
involuntariamente y él se apartó un momento, confiando en el resultado final.
Mentalmente ya había descartado las posibilidades que preocupaban al director. No
era una lesbiana y si era frígida… tenía la misma frigidez de Venus. Luego apartó al
director de su mente. Era para él solo, al diablo con todo y con todos. Durante un rato
sus manos y sus labios jugaron sobre el cuerpo de Maya. El instinto le indicaba que
se moviera con la mayor paciencia. Recibía dos señales en conflicto: una, los leves
pero perceptibles movimientos del cuerpo de la muchacha… que le decían sí; la
otra… una sacudida ocasional, casi una retirada de su contacto… que le decían no.
Pero su paciencia tenía un límite, que se le imponía a través de su propio cuerpo y
su imaginación. Maya era virgen, un ser intocado, no mancillado. Él sería el primero.
Atrajo el rostro de Maya hacia el suyo y le tocó los labios. Ella trató de apartarse,
pero él la abrazó fuertemente. Los labios de Maya se abrieron apenas. Su otra mano
bajó hasta los muslos de la muchacha y de nuevo intentó separarlos. Luego, de una
sacudida, ella se apartó.
No le importaba, no pensaba. La retuvo por un hombro y la atrajo hacia él, trató
de forzar su boca sobre los labios de Maya, pero ella se resistió, y de nuevo el instinto
de Georgi le dijo que se había acercado mucho… muchísimo.
Pero no le importaba. Él iba a ser el primero… sucediera lo que sucediese. Echó
hacia atrás la cabeza y se miraron. Vio una boca apretada y ojos que gritaban no. Ella
sólo vio lujuria. Lucharon. Él era fuerte y ella también. Bragin trató de forzar su
rodilla entre los muslos de Maya. Ella se retorció, apartándose, y él intentó sostener
sus dos muñecas con una sola mano. No pudo; una muñeca se le escapó y las uñas le
arañaron la cara. Gritó mientras ella se liberaba.
Maya casi había llegado a la puerta, pero él saltó de la cama y llegó allí primero.
Había furia mezclada con lujuria en sus ojos y la arrinconó. Ella trató de esquivarlo,
pero Georgi la retuvo por la muñeca, se afirmó sobre sus piernas y la obligó a
enfrentarlo.
Maya hizo una graciosa pirueta apoyándose en un pie y el otro ascendió con sus
dedos de bailarina en punta y la fuerza y la velocidad de diez mil horas de práctica…
y se clavó como un bisturí en los testículos de Georgi.

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11

Minutos después de medianoche Larissa se aproximó a la puerta de su apartamento.


Oyó los obsesivos compases del segundo movimiento del quinto Concierto para
piano de Beethoven. Mala señal. Gordik siempre escuchaba esa pieza cuando estaba
de mal humor. Una vez le había explicado que cuando Beethoven comenzó a
componerlo mantenía una apasionada aventura con una princesa Hohenzollern. El
conmovedor primer movimiento ilustraba su alegría por la relación, pero cuando
compuso el segundo ella ya lo había dejado por otro hombre, lo que se expresó en
una penetrante agonía. El tono decidido del tercer movimiento era la afirmación del
compositor ante la evidencia de que la vida continúa… y al diablo con las mujeres.
Larissa tenía la llave en una mano y la maleta en la otra, pensó en volver a la calle
y dar varias vueltas a la manzana, al menos hasta que comenzara el tercer
movimiento, pero luego, encogiéndose de hombros y con resignación, puso la llave
en la cerradura y entró.
Él estaba tendido en el sofá, con los pies levantados y los ojos fijos en el cielo
raso. Volvió la cabeza para mirarla de nuevo y luego se concentró de nuevo en la
música y en el techo. Larissa dejó caer su maleta junto a la puerta, entró en la cocina
y se preparó una taza de café. En el momento en que salió a la sala con la taza en la
mano, estaba a punto de terminar el tercer movimiento. Gordik dirigía con una mano
la orquesta con aire ausente. Cuando sonó el último compás dejó caer la cabeza y la
miró con ojos entrecerrados.
—Imagínate —dijo—. Imagínate abandonar a un hombre que podía escribir esta
música.
—A lo mejor tenía mal aliento.
Gordik resopló y se incorporó.
—Típica reacción de una mujer.
Ella sacudió la cabeza.
—Créeme, Vassili, no es lo que tú piensas. Lo he descubierto esta noche.
Él la miró atentamente y advirtió su agotamiento. Su expresión se suavizó… pero

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sólo un poco.
—Ah, sí, estaba pensando en ofrecer a Maya Kashva al Dínamo de Moscú —dijo
—; tal vez pueda meter algunos goles.
Larissa no sonrió. Sentía una creciente irritación. Había llegado la hora de decir
unas cuantas verdades. Fue hasta la ventana, contempló la calle escasamente
iluminada y por encima de su hombro dijo:
—Crees que, porque me entiendes a mí, entiendes a todas las mujeres, y te
equivocas. Me entiendes sólo porque te amo, y con ese amor te revelo todo mi ser.
Se volvió. Él la observaba con atención.
—Con tu ego —prosiguió ella—, y con tu educación y tu experiencia, también
piensas que comprendes a la mayoría de los hombres. Es posible, pero no a todos.
Él suspiró.
—Bien, soy un cerdo machista bisexual. Ahora, vamos al grano.
—Eso haré. Iré al grano, pero primero dime qué has decidido hacer con Maya.
Gordik se encogió de hombros.
—Lo ha decidido ella misma. Es difícil que Gemmel le abra su corazón si tiene
que cuidarse la bragueta.
—No tendrá que hacerlo —dijo ella con sarcasmo—. Ahora escucha las dos cosas
que voy a decirte. En primer lugar, ella está enamorada de Gemmel… al menos en su
imaginación.
Gordik se incorporó para decir algo, pero ella levantó la mano.
—¡Espera! ¡Escucha! Ella sólo lo ha visto una vez. Hace tres años… durante
poco más de cinco minutos. Sin embargo, en el momento en que vio su foto… una
foto borrosa, mal definida… lo reconoció y lo recordó.
—Eso prueba que tiene buena memoria.
Larissa negó con la cabeza.
—No tiene buena memoria. He estado hablando con ella estos dos últimos días.
Apenas recuerda los nombres de las personas que bailaron en esa gira, o de las demás
personas que le presentaron, sin embargo, el nombre y el rostro de Gemmel los
recordó al instante. —De nuevo levantó una mano cuando él trató de interrumpirla—.
Ella te dijo que a él le gustaba ella. Lo dijo enfáticamente. Era una expresión de
deseo. Si conocieras a las mujeres, Vassili, sabrías que siempre pueden imaginarse
que le gustan a un hombre… si quieren gustarle.
Ahora él la miraba atentamente.
—Bien, continúa.
—En segundo lugar —continuó ella—, trata de ponerte en el lugar de él. Una
bailarina soviética deserta en una gira. Nada extraño. Pero ésta… una bailarina muy
hermosa… va directamente a su puerta. No importa que él sea conocido en los
círculos de ballet. Su primera reacción será la de un agente de Investigación:
sospecha. Y su primera sospecha será que ella es una golondrina, y que le estamos
tendiendo una trampa romántica. Entonces la hace investigar, no encuentra nada y tal

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vez, sólo tal vez, se sienta atraído, e incluso se enamore de ella. Pero siempre, Vassili,
siempre tendrá la duda en el fondo de su mente. A ti te pasaría lo mismo.
Vassili asentía lentamente y la voz de ella se hizo más aguda con la excitación:
—Pero luego él le hace el amor, y ella no le da un puntapié en las pelotas. No; se
somete, y él descubre que ella es virgen. ¿Qué pensará? Dime, Vassili, ¿qué pensará?
Gordik le sonreía.
—Pensará en nuestra manera de trabajar, que conoce muy bien. Pensará en los
cuidados que tenemos y que él comprende bien. Pensará en nuestra Escuela de
Golondrinas, que conoce a la perfección. Y, sí, Larissa, pensará: «Ellos jamás, jamás
cargarían una trampa romántica con una muchacha sin experiencia… una virgen».
—Exactamente —declaró ella en tono triunfal, pero luego vaciló al ver la
expresión pensativa de Gordik.
—Pero puede haber dos problemas —señaló él—. En primer lugar, si tienes razón
y ella realmente está enamorada de él… o se enamora de él… ¿seguirá adelante con
la operación? ¿Nuestro control sobre su madre será suficiente influencia?
—Es un riesgo que hay que correr —admitió ella—, pero creo que sí. Está muy
unida a su madre, sobre todo desde la muerte de su padre. Y obviamente tú, lo que
tienes que hacer es presionar a la madre y asegurarte de que ella a su vez presione a
su hija.
—Muy bien —concedió Gordik—. Es un riesgo aceptable. Pero ahora, el segundo
problema. ¿Cómo estará él seguro de que ella es virgen? Es decir, ¿está intacta? Ni
siquiera puedo imaginar lo que sucede dentro de una bailarina de ballet… saltando
todo el tiempo de esa manera, abriéndose de piernas y todo lo demás.
Larissa sonrió.
—Es una primera bailarina… no una muchacha del coro. Y, sí, está intacta. Ella
me lo dijo y podemos comprobarlo fácilmente.
Ahora Gordik se puso de pie y comenzó a pasearse por la habitación, mientras su
cerebro trabajaba activamente.
—Bien, lo intentaremos. Tienes tres semanas para trabajar con ella. Tú y Lev.
Dejad todo lo demás. ¡Todo! Debe estar muy bien preparada. —Sonrió—. En todo,
menos en lo físico.
Bruscamente su rostro se puso serio como si recordara algo.
—A propósito —dijo—, hemos identificado al cuarto norteamericano en la
reunión de París. Un tal Elliot Wisner.
—¿Y quién es Elliot Wisner? —preguntó ella, dirigiéndose a la cocina.
—El experto norteamericano en láser más importante.
Ella se detuvo en la puerta de la cocina y se volvió.
—¿Láser?
—Sí. De hecho, en la aplicación del láser a los sistemas de armas.
—¿Entonces qué diablos…? —preguntó.
—Exactamente. ¿Qué diablos puede tener que ver él en una operación dirigida a

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Oriente Medio? —Sacudió la cabeza—. No lo sé, pero tenemos que descubrirlo. Lo
que sí sé es que han emprendido una carrera desesperada con Occidente para
desarrollar el primer sistema viable de armas con láser, y que al final se han quedado
atrás.
Hubo un silencio reflexivo. Luego él dijo:
—Si haces café, tomaré uno.
Mientras ella llenaba el filtro, oyó de nuevo la música; era el Oscar Peterson Trío.
Ella sonrió. Vassili estaba contento.

Si Gordik hubiera estado presente, habría aprobado el lugar elegido para la tercera
reunión. Se trataba del hotel Villa Magna de Madrid, y si bien no tenía la reputación
ni la categoría del Ritz de Lisboa, o del George V de París, era sumamente cómodo.
La reunión tuvo lugar en la sala de conferencias del hotel enmascarada como una
conferencia de ventas de una de las más conocidas sociedades anónimas británicas.
Tanto el equipo norteamericano como el inglés estaban en su mejor momento, con el
agregado de Elliot Wisner del lado de los norteamericanos. Se respiraba un ambiente
de camaradería e interés cuando todos se dirigieron a ocupar sus asientos. Los
británicos habían distribuido unas carpetas grandes de color marrón atadas con un
lazo verde, y Wisner había colocado en una pared una pantalla pequeña como las que
se utilizan para proyectar películas en casa. Se encontraba ante la pared en un
extremo de la mesa con el proyector de diapositivas frente a él. Meade ocupaba el
otro extremo y Gemmel y Hawke se hallaban sentados uno frente al otro con sus
asistentes a los lados.
—Morton, tenemos que dejar de reunimos de esta manera —dijo Gemmel con
solemnidad.
—Sí —sonrió Hawke—. Mi esposa está empezando a sospechar. ¿Cómo es tu
suite?
Gemmel hizo una señal de aprobación.
—Muy palaciega; ¿estás seguro de que no aparecerá en las cuentas del tesoro de
su majestad?
Falk intervino en la conversación.
—No hay peligro; lo hemos puesto bajo el cargo «Servicio de toallas».
—¿«Servicio de toallas»?
—Claro —respondió Falk con una sonrisa seductora—. Es un eufemismo para
denominar los gastos devengados para proporcionar compañía femenina a los
representantes de los países amigos… y, ocasionalmente, enemigos.
—Una gran tajada del presupuesto de la compañía —intervino irónicamente
Meade.
Gemmel echó una mirada a Boyd.
—Cuando nos vayamos —dijo con seriedad—, contaré las toallas. —Sonrió a

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Hawke—. Morton, te estamos agradecidos.
Por la mañana al irse a inscribir en el hotel con sus falsas identidades, el gerente
les informó de que cumplía instrucciones de un tal señor Beckett que era el nombre
supuesto de Hawke. En la suite había un bar bien provisto y, apoyada contra una
botella de Chivas Regal, una nota que decía: «Bienvenidos al nuevo mundo».
—No es necesario —contestó Hawke—. Lo he hecho para dejar de sentirme
culpable. —Echó una mirada a la mesa y cambió el tono de la conversación.
—Caballeros, ¿pasamos a los negocios?
Todos estuvieron de acuerdo en que Wisner hablara en primer lugar y, mientras
Meade hacía girar su sillón, éste se acercó al proyector de diapositivas con el aire de
un mago que está a punto de hacer aparecer un conejo. Pero a pesar de la teatralidad,
Gemmel estaba seguro de que iban a presenciar algo impresionante, y no se equivocó.
En la pantalla aparecieron una serie de fotografías en color que Wisner analizaba y
explicaba con tranquilidad. La primera mostraba un área de la superficie de la Tierra,
un área árida, no habitada.
—El valle de Mina —recitó la voz de Wisner—, tomado desde un satélite de
Información hace siete días. —Alzó el puntero, señaló la pantalla y oprimió un botón.
Un punto de luz pequeño y brillante apareció en la pantalla y se deslizó para indicar
primero la colina de Arafat y luego otros rasgos sobresalientes.
La siguiente fotografía era del mismo valle, pero algo más oscura y manchada.
—Fines de septiembre, el año pasado. Durante el Haj. Lo que están viendo es un
área de siete kilómetros cuadrados y medio, invadida por dos o tres millones de
peregrinos.
El proyector hizo otro ruidito, y apareció una vista ampliada de unas veinte
personas agrupadas en círculo, rodeando un montículo oscuro. Un hombre se
inclinaba sobre el montículo.
—El mismo día en la órbita siguiente. El área que se ve aquí es de ciento veinte
metros cuadrados, tomados desde un ángulo de ochenta y dos grados.
El círculo de luz se trasladó hasta el montículo oscuro.
—Acaban de sacrificar un camello.
—¿Esto está tomado desde un satélite? —preguntó Boyd con incredulidad.
El proyector hizo un clic, y apareció de nuevo la primera foto, pero esta vez con
un pequeño disco negro cerca del centro. El círculo de luz se acercó a él.
—Esto es un radio de ciento cincuenta metros. Comprendemos lo problemático
que será controlar a la multitud, pero por razones técnicas y topográficas
preferiríamos que el blanco se hallara dentro de esta área.
Otro clic. Otra foto.
—La Gran Mezquita de La Meca. El objeto negro —el círculo de luz se movió—
es la Kaaba, donde se guarda un meteorito, la reliquia más sagrada de la fe islámica.
Señor Gemmel, esta foto y las seis que aparecerán a continuación no tienen relación
con mi parte del proyecto. Las elegí para que ustedes las vieran. Tengo copias.

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Gemmel se volvió e hizo una inclinación de cabeza en agradecimiento.
—No se permite entrar a los no creyentes en La Meca —continuó Wisner con
tono complaciente—, pero supongo que cuando promulgaron esa ley no pensaron en
los satélites.
—Claro que no —dijo Falk con sarcasmo—. Eso fue hace unos mil trescientos
años.
Wisner replicó con una serie de clics que proyectaron más fotografías detalladas
de La Meca y de los alrededores, con lo que terminó su exposición, aunque aún le
quedaban algunas explicaciones más.
Entonces se dirigió directamente a Gemmel, y le dijo que el peso combinado del
satélite y del láser sería de unos veintidós mil kilogramos.
—Excelente —dijo Gemmel.
—Sí, así es, señor Gemmel. Pero ¿por qué?
—Pues porque si se lanza hacia el este desde Cabo Cañaveral, opuesto a
Vandenburg, la lanzadera espacial puede colocarse lo suficientemente alta para una
órbita geostàtica.
Wisner se sentía obviamente desilusionado al ver que le habían robado su bomba.
Echó una mirada a Gemmel con los ojos entrecerrados, y explicó a los otros que una
órbita geostàtica es aquélla en que el satélite giraba a la misma velocidad de la
rotación de la Tierra, permaneciendo por lo tanto estacionaria en un punto dado sobre
la superficie de ésta… en ese caso el Valle de Mina. Por lo tanto, sería más fácil
dirigir y retener el rayo láser en el blanco.
Finalmente, Wisner informó que el aparato de atracción y destrucción, que sería
colocado dentro de la oveja muerta, mediría aproximadamente veinticinco
centímetros por quince y por ocho.
De nuevo intervino Boyd:
—¿Nada más?
—Sí, señor Boyd. Será algo sofisticado y simple a la vez. Sofisticado porque debe
hacerse en miniatura, pero simple en su función. Contendrá un aparato incendiario
pequeño que tiene una célula fotoeléctrica activada por el rayo láser. Emitirá una
radioseñal a la que se ligará el sistema de guía del láser. Así, el rayo láser viajará por
el rayo radial y alcanzará a la oveja.
Se sentó con aire satisfecho.
Gemmel le dirigió los habituales agradecimientos y luego preguntó:
—¿La construcción de la unidad se está haciendo en el tiempo establecido?
—Sí —replicó enfáticamente Wisner—. Planeamos el lanzamiento para el 1 de
octubre.
—No te preocupes —dijo Hawke—, no fallaremos. Bien, ¿y vosotros?
—Todo está en las carpetas —respondió Gemmel, y seis pares de manos
comenzaron a desanudar seis cintas verdes.
Dentro de las carpetas había once fichas de color beige. Cada una de ellas tenía

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unas cuantas fotografías grapadas a la tapa interior.
—Estas son las fichas de once posibles candidatos para el papel de Mahdi —
explicó Gemmel—, resultado de una intensa búsqueda que ha abarcado todo el
mundo árabe. No hemos considerado Estados islámicos no árabes porque es
improbable que un árabe acepte un Mahdi no árabe.
Hawke echó una mirada a Falk, quien asintió con un gesto.
—Creemos que tres de ellos son particularmente adecuados —continuó Gemmel
—. No indicaré cuáles son hasta que hayáis estudiado las fichas. Será interesante ver
si llegáis a las mismas conclusiones que nosotros.
Hawke hojeaba distraídamente las fichas.
—El hecho es que Leo —indicó a Falk con el pulgar—, es nuestro especialista en
temas del Islam. Tendremos que aceptar su opinión.
Falk también miraba las fichas.
—Peter, obviamente esto es sólo un resumen. Supongo que podremos ver
informes más detallados si es necesario.
—Por supuesto, Leo. Tendrás a tu disposición toda la información con la que
contamos. —Gemmel miró a Hawke—. Morton, mientras tú lees las fichas nosotros
prepararemos las bebidas.
Gemmel y Boyd se acercaron al bar y sirvieron bebidas para todos. Luego dejaron
a los norteamericanos en la mesa y se dirigieron de nuevo al bar. Durante media hora
hubo un gran silencio, sólo interrumpido por el ruido de los papeles y el de los
cubitos de hielo que chocaban contra el vidrio y el de algún que otro chorro ocasional
de soda. Finalmente, Hawke apiló sus fichas, echó una mirada a Falk y a Meade e
hizo un gesto afirmativo a Gemmel, quien se acercó de nuevo con Boyd a la mesa.
Falk también había apilado sus fichas, a excepción de tres que dejó extendidas
por el lado de la fotografía. Al sentarse, Gemmel las miró y sonrió.
—¿He dado en el blanco? —preguntó Falk.
—Sí. Y de los tres, ¿cuál prefieres?
Falk apretó los labios y estudió las fotos mientras Gemmel lo observaba con
atención.
—Sería cuestión de tirar a cara o cruz —dijo finalmente—, entre el pastor de
Medina y el beduino de Al Jizah.
Gemmel sonrió de nuevo y le dijo a Hawke:
—Es agradable que el pronóstico de uno sea confirmado por un experto tan
eminente.
Obviamente Hawke se sintió complacido por ese cumplido dirigido a un miembro
de su equipo. Su voz asumió un tono reverencial:
—El Mahdi debe ser alguien que puedan aceptar todas las facciones y
nacionalidades que componen el Islam. Por lo tanto, sus creencias y sus prácticas son
importantes en extremo, ya que no pueden estar abiertas a interpretación. En el Islam
hay un registro de lo que se recuerda que dijo Mahoma. Se llama Hadith o

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«Tradiciones». Obviamente gran parte de ellas son pura invención para adecuarse a
las creencias de una facción u otra. Aun así, el Hadith representa una importante
fuente para la ley islámica. Luego está la entidad legal total llamada Sharía, tomada
del Corán, el Hadith y las tradiciones de los cuatro califas bien guiados… es decir,
los primeros cuatro. El Sharía por su parte, también está abierto a la interpretación de
las diferentes sectas musulmanas. De manera que cualquier Mahdi que basara parte
de sus creencias en el Hadith o en el Sharía tendría problemas de interpretación.
Hizo un gesto a Gemmel.
—A ello se debe que Peter sólo haya seleccionado candidatos cuyas creencias se
basan únicamente en el Corán, ya que como sabéis, el Corán está considerado por
todos los musulmanes, perfecto e inviolado y ciertamente no abierto a
interpretaciones, aunque algunos de los suras tiendan a contradecirse entre sí. El
Corán es mucho más importante para la fe islámica que, digamos, la Biblia para la
cristiandad o la Torah para el judaismo.
Miró las fotos que terna ante sí.
—Además, estos dos caballeros son árabes hachemitas. Como veis, Peter, en un
nuevo esfuerzo por hacer al Mahdi aceptable para todo el Islam, ha restringido su
búsqueda a hombres que se parezcan a Mahoma lo más posible, tanto en su aspecto
físico como en su entorno. Mahoma era un hachemita de la tribu Qurash, como estos
dos candidatos. Quedó huérfano a los seis años —indicó la fotografía—: estos dos
hombres son huérfanos. De niño, Mahoma cuidaba los camellos de su tío. Una tarea
que recordaba en su edad adulta como señal del favor divino. «Alá nunca envió un
profeta que no fuese un pastor», decía a sus seguidores. —Señaló de nuevo una de las
fotografías—. Es pastor. Con el paso de los años, Mahoma fue comerciante, manejó
los negocios de una viuda rica, Khadijah, con quien más tarde se casó. —Señaló la
otra fotografía—. El beduino es comerciante, aunque no tenga mucho éxito.
Finalmente, los dos se parecen a Mahoma físicamente. Son de estatura media y
fornidos. Tienen narices ganchudas, ojos negros y boca grande y, para ser árabes, piel
clara.
Le dirigió una sonrisa a Gemmel, que se hallaba sentado frente a él.
—Pero ahí terminan los parecidos: porque Mahoma, aunque supuestamente
analfabeto, era muy inteligente, enérgico, elocuente y decidido, mientras que estos
dos hombres no parecen tener muchas luces.
Se volvió hacia Hawke.
—Básicamente, eso es todo. Les daré un informe completo cuando Peter me
entregue todos los detalles.
Hawke miró las dos fotografías y luego miró a Gemmel:
—¿Cuál de los dos prefieres?
Gemmel se encogió de hombros.
—Realmente hay pocas diferencias. —Se inclinó hacia delante y señaló una de
las fotografías—. La única ventaja que presenta éste es que a menudo sale solo a

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meditar por lo que podría ser más fácil organizar el «milagro» individual que lo
convenza de que él es el Mahdi.
—Es una buena razón —asintió Falk—. Mahoma solía salir solo a meditar en el
desierto. Fue allí donde se le apareció el arcángel Gabriel. —Miró enigmáticamente a
Gemmel—. ¿Estás pensando en hacer algo similar?
Gemmel asintió.
—Sí.
—A propósito, Peter —dijo Hawke—, me gustaría estar presente cuando ocurra.
—¿Crees que sería prudente? —preguntó Gemmel tan tranquilo—. Pensaba que
no queríais que se os viera.
Hawke le sonrió.
—Podría ir con identidad británica. El caso es que nunca he presenciado un
milagro.
—Como quieras. —Gemmel no parecía preocupado—. Si todo va bien, ese
acontecimiento tendrá lugar dentro de tres o cuatro semanas.
Hawke se inclinó hacia Falk y empujó una tarjeta hacia él. Estudió el rostro en la
fotografía durante largo rato. Los otros lo observaban. Era como si tratara de ver a
través del papel lo que había en la cabeza de aquel hombre.
—Es un buen rostro —dijo finalmente y miró a Gemmel—. Un rostro honesto.
Volvió la ficha y leyó: «Abu Qadir… pastor y carpintero».

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12

Vassili Gordik y Maya Kashva iban caminando por el parque Gorky. El cielo estaba
claro, pero hacía mucho frío y los dos llevaban pesados abrigos de piel, botas
forradas y sombreros. A cierta distancia a su izquierda algunos patinadores se
deslizaban rítmicamente por una pista de hielo al aire libre.
Hacía media hora que caminaban. El breve período de entrenamiento de Maya
había terminado. Cuatro días después la compañía de ballet Maly comenzaría su gira
por Europa Occidental y un mes más tarde llegarían a Londres para ofrecer las
últimas representaciones. Durante ese rato Gordik había hablado con ella en voz baja
y en tono distraído, haciéndole preguntas y respondiendo a las suyas. Quería evaluar
el estado mental y la disposición de la muchacha. Se sentía tranquilo porque, bajo esa
actitud indiferente, ella mostraba tener una mente incisiva y absorbente. Le había ido
bien en su entrenamiento, cosa que sorprendió a sus instructores.
—¿Y si él no está allí? —preguntó Maya—. En Londres, quiero decir.
—Estará —respondió Gordik—. Ha aceptado una invitación a una recepción en el
hotel. De todas maneras, si no estuviese en Londres por alguna razón, usted adoptará
la estrategia alternativa. No se preocupe, Maya. Lev Tudin estará cerca de usted y la
mantendrá informada.
Un grupo de niños pasó corriendo junto a ellos; el más pequeño resbaló en el
hielo, cayó sentado y se echó a llorar. Maya lo ayudó a levantarse, lo consoló, y luego
lo envió con los demás. Se quedó mirándolo mientras el chico corría detrás de los
otros, y después se volvió hacia Gordik.
—Yo sólo soy una apuesta —dijo—. Ustedes no tienen muchas esperanzas. Me
envían porque hay escasas probabilidades de que pueda enterarme de algo. ¿No es
así?
Gordik no vaciló.
—Es exactamente así. Con sinceridad, le doy sólo un diez por ciento de
probabilidades de descubrir algo y sólo un cincuenta por ciento de probabilidades de
acercarse a Gemmel a la primera. Será difícil, Maya. Si lo logra, y si se acerca a él, ya

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habremos logrado mucho.
Ella se apartó de él y contempló a los patinadores, con el rostro inmóvil. Gordik
podía sentir su lucha interior. Cuando Maya habló no volvió la cabeza para mirarlo.
—Camarada Gordik, mi padre era muy parecido a usted. Hasta se parecía un poco
físicamente. Era un hombre honesto consigo mismo y con nosotros, su familia. Pero
en su trabajo, y a causa de su trabajo, tema que mentir mucho, incluso a su familia;
pero en esas ocasiones yo siempre sabía que mentía… aunque yo era pequeña no
podía ocultármelo. —Inspiró profundamente y luego preguntó en voz muy baja—:
Usted me dijo que si yo me esforzaba, aunque fracasara, permitiría a mi madre
reunirse conmigo. ¿Es eso cierto?
Se volvió y su rostro pequeño y muy blanco, enmarcado por la piel oscura en sus
grandes ojos negros, muy abiertos, lo miró atentamente.
—Es cierto, Maya. Usted debe comprender que no tengo el poder de protegerla si
usted abandona su misión, pero sí el deber, y los medios, de enviar a su madre si
usted tiene éxito, aunque fracase al intentarlo.
Se miraron feamente en un silencio total. Él era consciente de que todo quedaba
suspendido en ese momento. Bruscamente ella se adelantó y pasó su brazo por el de
él, y luego iniciaron de nuevo la marcha.
—Usted es igual a mi padre.
Él digirió esa enigmática declaración, pero antes de que pudiera esclarecerla
Maya continuó.
—¿Y si se enamora de mí, pero no me dice nada?
Él sonrió.
—Maya, el amor es sinónimo de confianza. Por supuesto que él no la llevará a
Petworth House ni le abrirá sus archivos. Todo lo que necesitamos es una indicación,
incluso una orientación vaga, para poder concentramos en un área particular.
Sabemos que él dirige un proyecto crítico que podría tener graves implicaciones para
nuestro país. Eso es todo, así que cualquier otra información, por insignificante que
sea, podría resultar vital. Usted está muy bien informada. Sabe exactamente qué
buscar y qué escuchar.
Gordik se detuvo y la miró, estudiando su rostro, evaluándolo, y luego volvió a
sonreír.
—No esperamos milagros, Maya. Pero tengo fe en usted. Bien, mañana cenará
con su madre en mi dacha. Ella también tiene fe en usted. Todos estamos seguros de
que lo hará lo mejor que pueda.
Siguieron caminando hasta el sendero, y la figura diminuta de Maya se vio aún
más empequeñecida por la enorme silueta de Gordik.

En el Stadthall de Viena la banda de rock Blue Crystal terminó su último número y el


público expresó ruidosamente su entusiasmo.

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Hacia el centro y al fondo de la gigantesca sala de conciertos Mick Williams se
encontraba sentado ante su consola de sonido. No miraba el escenario, sólo las luces
centellantes y sus dedos que ajustaban y equilibraban los controles y fusionaban las
salidas individuales de los cinco instrumentistas.
Era delgado, de cabello rizado y tenía poco más de treinta años. Estaba muy
cansado. Ese era el último número del último concierto de una gira de seis semanas
que había abarcado treinta ciudades. Estaba harto de cambiar constantemente de
habitación de hotel y de las autopistas idénticas por las que viajaban por toda Europa
las dos enormes caravanas. Esa noche supervisaría por última vez la carga de las
veinte toneladas de equipo de sonido y de iluminación y al día siguiente saldrían
hacia Londres, a casa, donde podrían descansar. Pero primero se emborracharía.
Cogería una borrachera de aúpa. Miró al escenario, al guitarrista Speedy King. Lo
llamaban «Speedy» porque se movía con la gracia de un dinosaurio que hubiese
tomado sedantes. Mick tenía una relación especial con Speedy tanto en lo
concerniente a la música como a la bebida. Con una sonrisa se inclinó hacia delante y
movió un control para disminuir el volumen, y el ritmo vibrante del bajo adquirió una
intensidad aún más profunda. Volvió a mirar el escenario, y a pesar de la distancia,
alcanzó a ver la sonrisa con que le respondía Speedy. Sí, esa noche lo harían.
Sentado dos filas detrás de la consola de sonido, un poco a la izquierda, Peter
Gemmel observó divertido el intercambio de miradas entre el encargado de sonido y
el guitarrista. Vestía un polo negro, chaqueta deportiva color beige; estaba totalmente
fuera de lugar entre aquel público joven y excitado. Pero para su sorpresa, le había
gustado el concierto. Su secretaria había puesto los ojos en blanco cuando él le pidió
que hiciera la reserva.
—No es exactamente El lago de los cisnes, ¿sabe?
—Estoy ampliando mis horizontes —contestó él—. Y resérveme primera clase
para Viena. Si Perryman chilla, dígale que al tío Sam le gusta que sus subordinados
viajen cómodos.
De manera que disfrutó de un buen almuerzo en el vuelo, tomó una suite en el
Sacher Hotel y hasta le gustó el concierto. Había absorbido parte de la excitación y la
exuberancia y su buen oído había sabido apreciar las sutilezas y las armonías de la
música. Todo eso se intensificó al observar a Mick Williams manejando el sonido con
habilidad y con obvio placer.
El número terminó, el público aplaudió y Gemmel comenzó a avanzar hacia la
salida.
Dos horas más tarde Mick Williams observaba a los hombres que cargaban la
última maleta en la caravana, cerraban las puertas de acero y ponían el candado. Dejó
escapar un suspiro de satisfacción; estaba a punto de ir a buscar su chaqueta cuando
una voz lo detuvo.
—Señor Williams, ¿puedo hablar un momento con usted?
Se volvió. Era el desconocido bien vestido que le había rondado durante la última

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media hora.
—¿De qué se trata?
—Sólo serán unos minutos. Hay un bar al otro lado del camino. ¿Podríamos
tomar una copa?
Mick sacudió la cabeza. «Obviamente este tipo busca una invitación para la fiesta
del fin de la gira. Probablemente trata de redescubrir su juventud perdida, —pensó
Mick, mientras observaba su indumentaria y peinado del hombre—. Seguramente
piensa que el lugar estará lleno de chicas, alcohol y drogas».
—Imposible —contestó con brusquedad—. Estoy cansado y no tengo tiempo.
—Se trata de un trabajo, señor Williams.
—No conseguirá ningún trabajo. —Mick se apartó un poco. El hombre lo siguió.
—No comprende. Soy yo el que le estoy ofreciendo un trabajo a usted. Será sólo
por un par de semanas y sé que estará libre por lo menos un mes. Le pagaremos bien.
Mick se irritó.
—Márchese, ¿quiere? Claro que estaré libre un mes, pero eso es lo que necesito.
—Se apartó de nuevo.
—Es un trabajo por quince mil libras.
Mick se detuvo en seco y se volvió poco a poco.
—¡Quince de los grandes! ¿Por dos semanas de trabajo?
El hombre asintió.
—¿Quién es usted? —preguntó Mick con suspicacia—. ¿Y qué es ese trabajo de
mierda? Sólo soy el encargado de sonido, muchacho.
—Sé exactamente lo que usted es. El mejor de Europa en su especialidad. En
cuanto al trabajo y quién soy yo, tomemos esa copa y se lo diré.
Condujo a Mick, que ya no protestaba, a la acera de enfrente y entraron en el bar.

La casa de campo de Gordik situada en medio de grandes bosques era espaciosa y


cómoda, como correspondía a un miembro importante del sistema. Maya había
llegado una hora antes desde Moscú en la limusina de Gordik. Sentada ante la mesa
de la cocina, observaba a su madre atareada en preparar una comida. Estaba
totalmente agotada, porque durante los últimos días había hecho un curso intensivo
de espionaje. Se encontraba también preparada para el inevitable interrogatorio que
seguiría a su deserción y su inmediato contacto con Gemmel. Durante muchas horas,
diferentes equipos de especialistas en interrogatorios le habían hecho todas las
preguntas que podrían hacerle. Al principio cometía error tras error, pero a medida
que pasaban los días observaba que sus respuestas se tornaban casi automáticas.
—Es necesario que responda a la perfección —insistía Gordik—. Si la cogen en
el menor detalle ése será el resquicio por el que ellos introducirán una cuña para
lograr abrirla. Seguramente la interrogarán en un lugar llamado Mendley. Es una casa
de campo que hay al sur de Inglaterra. Tal vez le parecerán mansos y fáciles, pero,

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Maya, son muy inteligentes y usted nunca deberá bajar la guardia.
Terminaron con ella por esa tarde y Maya sintió una extraña satisfacción por el
progreso que había hecho. Tomó una copa en la oficina de Gordik donde también se
hallaban Lev y Larissa, y todos la felicitaron.
—Tiene un talento natural como actriz —dijo Tudin—. Se convertirá en una
buena agente. Es una lástima que no la hayan reclutado hace un par de años.
—Es cierto —asintió Gordik y, con cierto humor, dijo a Tudin—: Comienza a
buscar otras bailarinas con talento, nunca se sabe cuándo podríamos utilizarlas. —A
Maya le comentó—: Mañana volverá usted a Leningrado a reunirse con la compañía,
pero esta noche irá a mi dacha. Su madre ya está allí esperándola. Se lo he explicado
todo.
—¿Todo? —preguntó Maya con sorpresa.
—Sí —replicó Gordik con suavidad—. Lo pensé mucho y decidí contarle todo.
Al fin y al cabo, ella es la viuda de un importante oficial de Información y comprende
estos asuntos. Además, es una dama muy enérgica y patriótica. Creo que verá usted
que ella no desaprueba totalmente lo que usted hace.
La madre de Maya la recibió en la puerta de la dacha, la abrazó amorosamente y
le preguntó cómo se encontraba, pero sin mencionar en ningún momento el viaje que
haría su hija. Maya la observaba, mirando los recipientes humeantes, y se preguntaba
qué estaría pensando. Siempre habían estado muy unidas, particularmente desde la
muerte de su padre, y habían hablado con toda libertad. Sin embargo, ahora, de
pronto era como si se hubiese corrido una cortina que separara sus sentimientos,
como si hubiera una tercera persona en la habitación que inhibiera la conversación.
Más tarde, una vez terminada la comida y mientras tomaban el café, la cortina se
descorrió bruscamente. Durante la comida habían hablado de trivialidades, y Maya se
sintió enfriar gradualmente, a la vez que sus emociones parecieron apretarse dentro
de ella cada vez más. Pero luego, de pronto, mientras su madre miraba la taza de café
medio vacía, se le llenaron los ojos de lágrimas que rodaron por sus mejillas. Maya se
puso de pie de un salto y corrió junto a ella, la tomó en sus brazos y durante diez
minutos madre e bija lloraron juntas.
Por fin Maya dijo entrecortadamente:
—Preferiría que no te lo hubiese dicho… quiero decir, todo lo que tengo que
hacer.
La madre enjugó sus lágrimas y sacudió la cabeza.
—No, Maya, es mejor así. De todas maneras, habría sospechado lo peor.
—Es horrible, mamá, pero no tengo otra opción. Debo hacerlo lo mejor que
pueda.
La madre se puso de pie, fue a buscar la cafetera y volvió a llenar las tazas. Ya
había logrado controlarse. Era una mujer alta, majestuosa, con cabellos que
comenzaban a encanecer y un rostro todavía hermoso. Gordik tenía razón, porque el
rostro mostraba una gran fortaleza de carácter y en sus ojos crecía una rígida

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determinación. Con un gesto indicó a su hija que se sentara a la mesa frente a ella, y
Maya obedeció y escuchó sin interrupción mientras su madre hablaba.
La madre habló de su vida, de su posición dentro del sistema, de los dos abuelos
de Maya que habían sido activistas durante la Revolución y marxistas hasta la
médula: del padre de Maya, que había trabajado y luchado para ascender en la
jerarquía y lo que eso había significado para ella y para su hija. Por lo tanto,
pertenecían a la élite y durante tres generaciones lo habían aprovechado. La vida de la
familia se volvió más cómoda que la de las masas. Incluso iban de vacaciones a su
propia dacha en el mar Negro, comprar bebida y comida en lugares especiales y tener
todas las comodidades de la vida en un país en el que la mayoría de la gente tenía
muy pocas. Ella misma había entrado en el partido comunista a la edad de diecinueve
años y, aunque nunca había obligado a Maya a hacer lo mismo, esperaba que su hija
se lo sugeriría algún día. Finalmente se trataba de una cuestión de gratitud, de pagar
las propias deudas. El camarada Gordik había sido explícito y franco. Necesitaban a
Maya para una importante tarea y todas las consideraciones especiales debían quedar
de lado. Ella le había dicho al camarada Gordik que su familia cumpliría con su deber
como siempre lo había hecho. Su voz temblaba de emoción mientras le explicaba —
como lo hiciera con Gordik— que no era necesario presionar a Maya a través de ella.
Comprendía las razones de esa circunstancia y las aceptaba; pensaba que su hija
debía actuar sólo en interés del Partido y del país. Amaba a Maya y le producía
mucho dolor el sacrificio que tendría que hacer. Ese dolor no era más grande que su
lealtad a un sistema que les había dado todo.
Maya nunca la había oído hablar tan dramáticamente y se daba cuenta de que era
por la emoción y la tristeza que debía expresar. Siempre supo que su madre tenía una
gran fuerza, pero nunca habría creído que pudiera ahogar su afecto por su hija con
lealtades que, para Maya, parecían extrañas. Comenzó a discutir, a decir que ella no
le debía nada al sistema, que su talento era innato y que no le importaban la política
ni el patriotismo. Entonces estalló la ira de su madre. Le habló de los resortes que su
padre había tenido que mover para colocarla en la mejor posición y aprovechar así su
talento, de la presión clandestina que había llegado a ejercer sobre el director de la
Compañía de Ballet Maly para asegurarse de que Maya no sólo fuese invitada a
entrar en la compañía sino de que en su carrera fuese ayudada y promocionada.
Luego redujo a Maya a un estado de conmoción y lágrimas al decirle que durante su
primera gira a Occidente estaba dispuesto que Olga Lanov, cuyo papel ella había
estudiado, se enfermara antes de la última función para dar a Maya la oportunidad de
convertirse en heroína. Era algo que nunca le había dicho, un secreto que se habría
llevado a la tumba, pero en ese momento, Maya debía comprender la deuda que tenía
y quién era la deudora.
Finalmente, Maya dejó de llorar. Después de semanas de intenso esfuerzo mental,
todo eso era demasiado. Se levantó de la mesa y se fue a su cuarto, se quitó la ropa y
estuvo varias horas sin dormir mientras las palabras de su madre, con todas sus

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implicaciones, se agolpaban en su mente. A las 04:00 oyó crujir los resortes del
colchón en la habitación de al lado. Saltó de la cama, se puso una bata, fue a la
habitación de su madre y encendió la luz. Su madre tenía la cabeza apoyada en la
almohada, los ojos abiertos y enrojecidos. Se miraron durante un largo rato, luego
Maya apagó la luz se metió en la cama junto a su madre, apoyó la cabeza contra su
pecho y la abrazó; antes de dormirse, le dijo que haría todo lo que fuese necesario.

Hawke no entendía nada de lo que oía, pero trataba que su expresión fuera lo más
inteligente posible y observaba atentamente a Elliot Wiener que señalaba las diversas
partes en el modelo, y a la vez que nombraba contenedores de CO2, lentes de
colimación, activadores de alto voltaje, etcétera. El modelo estaba en escala de uno
por veinte y Hawke trataba de imaginarse el tamaño real del láser. Era casi tan grande
como su dormitorio; se maravilló ante los avances científicos que permitirían elevarlo
a treinta y seis mil kilómetros en el espacio y luego colocarlo en posición y dirigirlo
con tanta exactitud como para chocar con un objeto en la Tierra dentro de un radio de
cinco metros. De nuevo trató de seguir la disertación de Wisner, pero éste hablaba
sobre el espectro electromagnético y Hawke abandonó el intento y echó una mirada a
la habitación.
Se hallaba en el área de Seguridad de la planta número cuarenta y dos de las
Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Palmdale, California. Hawke estaba
haciendo una gira de inspección para controlar el progreso de la construcción del
láser, y, como era de esperar, Wisner se sentía a sus anchas en su propio campo.
Aparte de Hawke, Wisner y Meade, que se mostraba francamente aburrido, había
otros dos hombres en la habitación… ambos vestidos con las batas blancas y con la
expresión de superioridad propia de entender de lo que estaba hablando Wisner.
Hawke se daba cuenta de que tenía que hacer una pregunta inteligente.
—¿Y el sistema de control de la divergencia? —preguntó.
Wisner sonrió a los otros dos científicos y dio unos golpecitos a una prominencia
en forma de barril que sobresalía del tubo del láser.
—Está aquí. Francamente, Morton, tal vez usted haya podido seguir mis
explicaciones hasta ahora, pero esta unidad y los principios subyacentes son mucho
más difíciles de entender. Sin embargo, intentaré explicárselo si lo desea. —En el
rostro de Meade apareció una expresión consternada y Hawke sonrió y dijo:
—No, déjelo, Elliot. Siempre que la maldita cosa funcione.
—Ah, funcionará, Morton, funcionará.
Hawke miró su reloj con un gesto de impaciencia y Wisner añadió:
—Bien, esto será todo por el momento. Ahora iremos a ver a la gente de
telemétrica.
Todos se pusieron de pie y Hawke estrechó la mano a los dos científicos a la vez
que les murmuró algo sobre «buen trabajo» y «seguir adelante» y luego él y Meade

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siguieron a Wisner hacia la salida.
Junto a la puerta había un guardia de seguridad uniformado, que les controló sus
tarjetas rojas de identificación y tomó nota en un cuaderno. Luego entraron en un
ascensor, bajaron dos pisos y atravesaron otro corredor hasta llegar al siguiente
control de seguridad. Después de mirar su cuaderno, el guardia les hizo entrega de
unas tarjetas de identificación azules.
—Seguridad por compartimentos estancos —dijo Wisner con gran soltura
mientras los hacia pasar por una puerta, y Hawke dirigía una muy elocuente mirada a
Meade.
Entraron en una gran habitación pintada de blanco. A un lado estaban las consolas
de los ordenadores y a otro, una mesa de dibujo. Dos hombres, también de bata
blanca y tarjetas azules, trabajaban ante las mesas. Wisner se los presentó como
Gordon Ranee y Vie Raborn. Luego dio otra pequeña conferencia sobre telemétrica y
sobre la forma en que el satélite que contenía el láser estaría conectado por dos
ordenadores, uno a bordo y otro en tierra, que se comunicarían entre sí por medio de
señales de radio. Señaló a Ranee con una mano y dijo:
—Gordon es uno de los principales expertos de la NASA en telemétrica. Ayudó a
diseñar todos los sistemas para las misiones Apolo. ¿Tienes algo que añadir, Gordon?
—No, Elliot, lo has explicado perfectamente.
A Hawke le vino algo a la cabeza que no llegó a definir del todo ya que Wisner
siguió explicando el diseño del aparato transmisor y el mecanismo de destrucción que
también estaban a cargo de Ranee y Raborn; un juego de niños para ellos, ya que las
técnicas empleadas eran muy simples. De todos modos, su trabajo no estaría
terminado hasta dentro de diez días; entonces volverían a Houston.
Otra vez hubo apretones de manos, Hawke murmuró sus felicitaciones y salieron.
Una hora después mientras se encontraban almorzando en la cantina, Hawke pudo
formalizar la idea que antes le había venido a la cabeza. Dejó el tenedor y le preguntó
rápidamente a Wisner:
—Ese muchacho… el de telemétrica. ¿De dónde es?
—¿Cuál de ellos?
—Ranee. ¿De dónde es?
Wisner parecía desconcertado.
—¿Ranee? Ya se lo dije, es un hombre de la NASA, su lugar de trabajo es
Houston… el Centro Espacial Johnson.
Hawke sacudió la cabeza.
—No, antes de eso. ¿Dónde nació? Quiero decir que parece tener acento
británico.
—Ah —asintió Wisner—. Bien, era británico. Entró en la NASA en 1960 cuando
los británicos abandonaron su proyecto del misil Blue Streak, Muchos científicos y
técnicos entraron entonces, más o menos una docena o más.
Hawke echó una mirada a Meade y luego dijo, con frialdad:

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—¿Y fue usted quien lo puso en ese proyecto?
Wisner se mostró irritado.
—Mire, Morton, hace más de quince años que es ciudadano norteamericano.
Muchos de esos muchachos se quedaron aquí y adquirieron la ciudadanía. Tiene una
autorización de ustedes. Puede comprobarlo.
—Lo haré. Por supuesto que lo haré. —Echó una mirada a Meade, que sacó su
cuaderno y tomó nota.
—¿Hay otros en su misma situación? —preguntó Hawke.
—Aquí no —respondió Wisner—. Pero todavía hay tres o cuatro en la NASA.
Por favor, Morton, comprenda la situación. Esos muchachos desempeñaron un gran
papel ayudándonos a poner a Armstrong en la Luna. Caramba, si hasta tuvieron
menciones del Presidente.
Hawke se inclinó hacia delante y dijo con contundencia:
—Elliot, escúcheme. Una de las razones por las que los británicos participan en
este proyecto, y se exponen por nosotros, es que les encantaría descubrir cómo se ha
llegado a controlar el problema de la divergencia del láser. ¿Ya se ha olvidado de esa
pequeña farsa en París, Elliot?
Wisner comenzó a protestar, pero Hawke levantó una mano.
—Y Gemmel ya ha intentado colocamos un enlace aquí para espiar y creo que no
abandonará la idea.
Wisner se hizo oír, y estaba furioso:
—Está usted predicando a los convertidos. Yo trabajé en esto. Durante años.
¿Piensa que lo pondría en peligro? —Hizo un gesto señalando alrededor—. Ya han
comprobado los sistemas de seguridad con que contamos. Todo está dividido en
compartimentos estancos, Ranee sólo tiene permiso para entrar en la zona azul, y eso
es todo. No hay forma de que pueda acercarse al láser, ni a las aulas de diseño, ni a la
oficina donde trabajan los secretarios, de manera que olvídese del problema, Morton.
—¿Su trabajo no le pone en contacto con nada?
Wisner suspiró.
—Ya se lo he dicho… sólo se dedica a la telemétrica. Diseña el sistema de señales
que controla el satélite… eso es todo.
—¿Y el aparato transmisor?
—Sí, y ese aparato estará a treinta y seis mil kilómetros de distancia del maldito
láser.
Hawke suspiró.
—Muy bien, Elliot, tranquilícese. ¿Dice usted que habrán terminado dentro de
dos semanas?
—A lo sumo. Y no tendrán más contacto con el proyecto. Ni siquiera saben para
qué lo están diseñando. No saben que hay un láser involucrado. Ya se lo dije; estamos
divididos en compartimentos.
Hawke se sintió más seguro, y pidió otra bebida. Sin embargo, mientras él y

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Meade salían en el coche por la puerta principal, le dijo a su asistente que volviera a
investigar a cada uno de los miembros del equipo de Wisner.

Sonó el intercomunicador en el escritorio de Gemmel y la voz de su secretaria le dijo


que había llegado el señor Cheetham. Él le indicó que lo hiciera pasar, y que sirvieran
té. Luego abrió un cajón y sacó dos carpetas.
Cheetham era un hombre de edad indefinida, de baja estatura y cabellos rubios.
Tenía un bigote fino, y, como algunos de sus compatriotas, no se preocupaba por
afeitarse el vello que le crecía en la parte superior de sus mejillas, lo que le daba un
aire ligeramente cómico.
Estaba sentado frente a Gemmel, leyendo y mirando las fotografías de las
carpetas. De vez en cuando levantaba su taza y tomaba un sorbo de té. Después de
cada sorbo se enjugaba inconscientemente los labios con un pañuelo blanco.
Cuando cerró las carpetas Gemmel preguntó:
—¿Alguna pregunta, Ray?
Cheetham negó con la cabeza.
—No, parecen estar completas.
—Tienen que parecer auténticos accidentes.
—No te preocupes, lo parecerán. Muchas gracias por el té. —Se puso de pie y se
dirigió hacia la puerta.
—Esos hombres no son malos, Ray —dijo Gemmel.
Cheetham se volvió.
—Eso no facilita las cosas, como tú sabes.
Gemmel extendió las manos.
—Perdón, he dicho una estupidez. Este asunto no me gusta nada.
Cheetham sonrió sin alegría.
—Por lo menos, al final, conseguiremos una pensión.
Salió, cerrando la puerta silenciosamente tras él.

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LIBRO TRES

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13

Era la típica recepción de las que se dan para las compañías de ballet en gira. La lista
de invitados estaba compuesta por un grupo de aficionados que se saludaban entre
ellos con gran familiaridad, y un gran grupo de arribistas que estaban allí para tratar
de elevarse en la escala social mientras bebían gratis.
Pero para Lev Tudin era estimulante. Se trataba de su primer destino en ultramar,
como oficial de Control de la Gira de la Compañía Maly. Gordik había decidido que
Lev estuviese cerca cuando la golondrina iniciase el vuelo.
La compañía había cumplido compromisos en Copenhague, Bonn, Bruselas y
París, y Tudin lo había pasado muy bien. La única dificultad se presentó en la última
noche que pasaron en París cuando le despertaron a medianoche para informarle de la
desaparición de uno de los jóvenes bailarines de sexo masculino, que temían que
hubiese desertado. Pero al final lo encontraron en un bar de homosexuales en
Montmartre y lo llevaron de vuelta a casa. Era la primera noche que pasaban en
Londres y a la mañana siguiente la compañía iniciaría una semana de actuaciones en
el Coliseo. Tudin pensó que era un nombre extraño para un teatro. Evocaba visiones
de la elite romana contemplando a los cristianos destrozados por leones y tigres. Sus
ojos recorrieron la gran sala, observando a los diversos bailarines de la compañía. No
había ningún león entre ellos, pero observó a una joven bailarina del coro que hacía
una noche en Bruselas, había resultado ser una tigresa.
Apenas veía a Maya Kashva porque su diminuta figura estaba rodeada por un
grupo de admiradores. Su presencia causaba sensación en todos los lugares donde
actuaba la compañía, porque era su primera gira completa como primera bailarina y
su reputación la había precedido fuera de Rusia. Hasta ese momento había recibido
una extraordinaria acogida y, aunque los críticos de Londres eran conocidos por su
dureza, Tudin llegó a la conclusión de que la actuación de Maya derretiría también
sus corazones.
Entre las personas que la rodeaban vio a su propia gente. Tres en total. Dos
hombres y una mujer. Habían sido cuidadosamente preparados para los

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acontecimientos que vendrían, lo mismo que Maya. El único participante que faltaba
era el hombre en cuestión. Tudin miró su reloj y sintió un estremecimiento de
ansiedad. El puesto del KGB en Londres había confirmado que Gemmel estaba en la
ciudad esa mañana. Lo habían visto salir de su casita y entrar en Petworth House.
Pero hacía casi una hora que había comenzado la recepción y la mayoría de los
invitados ya estaban allí.
Por fin Gemmel apareció en la puerta, y Tudin dejó escapar un suspiro entre
dientes, cosa que siempre hacía en momentos de alivio. Le vio cruzar la habitación
hacia el bar, deteniéndose de vez en cuando para saludar a sus conocidos. Tudin
volvió a mirar al grupo que rodeaba a Maya, se cruzó con la mirada de uno de sus
hombres e hizo un gesto casi imperceptible hacia Gemmel, que se encontraba junto al
bar. El hombre asintió y Tudin se apoyó en la pared, bebió un sorbo de su copa y
observó cuidadosamente la escena que se desarrollaba.
Tardaron quince minutos en conseguir que Maya y Gemmel tuvieran un contacto
casual. En primer lugar, los ayudantes de Tudin redujeron el grupo de personas que
rodeaba a Maya. El gerente del Coliseo fue cortésmente llamado por el director de la
Compañía para discutir los ensayos de la mañana siguiente. Luego la mujer que
escribía para el Dancing Times y el Guardian se puso a conversar animadamente con
el corresponsal de la agencia Tass en Londres. Lentamente, uno por uno, el grupo
quedó disuelto, dejando a Maya sola con los dos ayudantes de Tudin. Los tres,
charlando, se acercaron al bar donde Gemmel conversaba con sir Patrick Fane, sin
quitarle el ojo de encima a la bailarina que en esos momentos se aproximaba hacia
ellos.
A pesar de estar en el otro extremo de la sala Tudin pudo oír la voz aguda y nasal
de Sir Patrick que hacía las presentaciones.
—Peter, querido, ¿conoces a la señorita Kashva…?
Gemmel dijo algo que Tudin no alcanzó a oír, sonrió y extendió la mano, y Maya
la estrechó con toda tranquilidad.
Momentos más tarde sir Patrick fue llamado por alguna otra persona y Gemmel y
Maya se quedaron solos. Conversaron durante diez minutos y, a los ojos de Tudin, el
pequeño círculo de la alfombra que ellos pisaban se convirtió en un tablero de
ajedrez. Cuando algún otro invitado entraba en ese círculo, él o ella eran hábilmente
interceptados por un ruso. Era como un ballet en sí mismo y Tudin vio que Gemmel
no se percataba en absoluto de ello, porque toda su atención estaba concentrada en
Maya. Tudin la observaba con fascinación, como la había observado en la media
docena de recepciones a las que habían asistido. Comenzaba a comprender por qué la
muchacha estaba virtualmente intacta. Tenía una actitud distante y remota con los
hombres; su rostro mostraba poca expresión, ante cualquier cosa que se le dijese.
Sabía que entre los miembros de la compañía se la conocía como «el iceberg». No era
una falta de respeto, porque en el escenario su danza tenía un calor y una pasión que
ilustraban claramente la profundidad de sus sentimientos. Pensó que tal vez la música

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los desatara; la música y su interpretación física de ella. Tal vez todas sus emociones
se concentraran en su actuación, y no dejaran nada para la relación personal. Durante
el último mes había visto a docenas de hombres atractivos y apuestos intentar romper
las reservas de Maya…; todos habían fracasado.
De manera que se dedicó a observarla atentamente. Al principio, pensó que su
relación con Gemmel no era más que un puro artificio, pero luego se dio cuenta de las
diferencias casi imperceptibles.
Maya era de pequeña estatura y en general le gustaba estar a cierta distancia de
las personas con quienes hablaba. Además, raramente miraba a un hombre
directamente a la cara durante largo tiempo; siempre volvía la mirada hacia un lado
mientras él le hablaba.
Pero con Gemmel, Tudin advirtió que ella se quedaba cerca, su hombro casi
tocaba el brazo de él, y aunque su rostro conservaba su habitual expresión de
distancia lo miraba, y sus ojos nunca se apartaban del de él. Eso no lo habría notado
nadie que observara la escena, pero Tudin sentía la intimidad del momento. Luego
vio sonreír a Gemmel, meter la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y darle
algo. Ella lo miró y luego lo puso en su bolso y muy formalmente se dieron la mano,
ella se apartó y Gemmel se acercó al bar. Tudin se apartó de la pared y, sin mirar a su
alrededor, se dirigió hacia la puerta.
Maya entró en la habitación veinte minutos después, cerró la puerta y se apoyó en
ella. Tudin se sentó en la cama y la miró con los ojos entrecerrados.
—Se va esta noche —dijo ella en un tono tranquilo y triste.
—¿Adónde?
Ella negó con la cabeza.
—No me lo ha dicho. No ha querido decírmelo; un viaje de negocios.
—¡Mierda! —Exclamó con gran fervor; Tudin la miró de nuevo; ella sonreía con
aire endiablado.
—Pero volverá dentro de cuatro o cinco días y espera estar aquí para la última
función.
—¡Pequeña bruja! No me hagas eso.
Se puso de pie, cruzó la pequeña habitación hasta la cómoda y se sirvió un whisky
grande. Ella fue hasta la única silla que había y se sentó.
—¿Quieres algo? —preguntó él, señalando la botella.
—Me gustaría tomar champaña.
Tudin sonrió, levantó el auricular del teléfono y pidió una botella de Moet et
Chandon; luego volvió a sentarse en la cama.
—Entonces cuéntame, pequeña, cuéntame todo.
Ella cruzó sus elegantes piernas, saboreando la impaciencia de él.
—Me invitó a cenar o, como él dijo, «a tomar algo» después de la última función.
—¿Y?
—Entonces le dije que eso sería muy difícil, porque ya tenía un compromiso, pero

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que si podía romperlo… le llamaría por teléfono.
—¿Y?
—Entonces me dio una tarjeta con el número de teléfono y la dirección de su
casa.
Abrió su cartera, sacó la tarjeta y se la pasó a Tudin, que leyó: «Peter Gemmel, 14
Burley Mews, Chelsea SW3 tel: 352-9911».
Tudin comenzó a dejar salir el aire entre sus dientes. Levantó la mirada y le
sonrió.
—Perfecto. Perfecto. ¿De qué más habéis hablado?
—Ah, sólo de ballet. Él me recordó nuestra conversación en Bruselas hace tres
años. Me dijo que había seguido mi carrera y que le alegraba que su predicción se
hubiera cumplido.
Tudin asentía, satisfecho.
—Obviamente le gustas. Para un hombre en su posición… invitarte a cenar…
seguramente le gustas.
—Lev, no seas tonto. Es un entusiasta del ballet. Todos me invitan a cenar… y a
mucho más. ¿Por qué él habría de ser diferente?
—Él es diferente, Maya. Pero, dime, ¿cómo te sientes con él ahora? —Su voz
asumió un tono de fingida severidad—. ¿Te sentirás inclinada a darle un puntapié en
una parte delicada de su persona?
Ella movió y negó lentamente con la cabeza.
—No, Lev. Peter Gemmel no es la clase de hombre al que yo desearía darle
puntapiés.
Tudin quedó sorprendido, no por las palabras de Maya, sino por una puñalada de
envidia. Era algo que había estado creciendo inexorablemente en él. En realidad se
produjo en el mismo momento en que la vio por primera vez en el despacho de
Gordik. Tudin era un hombre muy inteligente, con motivaciones políticas, y nunca en
su vida se había enamorado de nadie. En cierto modo, se trataba de su única
inseguridad, porque se veía a sí mismo como un tipo ñaco, torpe y, aunque sabía ver
la belleza, nunca podía llegar a creer que un sentimiento profundo de su parte por una
mujer pudiese ser correspondido. Durante la gira se había sentido cada vez más
atraído por Maya y, cuando estaba a punto de comenzar la misión, sus emociones le
habían llevado a un caos total. Por un lado, le excitaban las posibilidades de la
misión. Pero, por otro, la idea de que Maya se entregara a otro hombre le resultaba
sumamente penosa, en especial después de haberlos visto juntos y haber reconocido
en ella los sentimientos que ya tenía por Gemmel.
Seguramente su rostro dejó traslucir sus pensamientos porque de pronto ella le
dijo:
—Lev, ¿por qué estás tan triste?
Él sacudió la cabeza.
—No estoy triste, Maya, sólo estaba pensando.

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La sonrisa de ella fue dulce y comprensiva.
—No, no te creo. Te he estado observando este último mes y sé lo que estás
pensando.
Él estaba a punto de decir algo, pero ella levantó la mano y dijo:
—Es mejor no decir nada, Lev, pero quiero que sepas que el hecho de que estés
en esta gira y que ahora te encuentres aquí conmigo me ha hecho las cosas mucho
más fáciles. Desearía que también te quedaras en Londres después. Sería un consuelo
saber que estás cerca.
—Me gustaría —dijo él—, pero es imposible. Tenemos que seguir los
procedimientos normales; los británicos sospecharían si yo me quedara. —Logró
sonreír—. Pero pensaré en ti… todos pensaremos en ti… y no sólo en tu misión, o en
el éxito que puedas tener. —Se sintió muy incómodo por el tono de su propia voz y se
obligó a hacer volver la conversación al ámbito de negocios—. ¿No has olvidado las
palabras del código y sus implicaciones?
Ella sonrió débilmente.
—No, Lev, está todo en mi cabeza y, especialmente, «Botas de piel». Espero que
no haga demasiado calor porque de lo contrario la conversación podría parecer
ridícula.
—¿Estás nerviosa? —preguntó él.
—No, ya he superado esa etapa. Me he comprometido y seguiré adelante, pase lo
que pase.
Se hizo un silencio, roto por alguien que llamaba a la puerta. Lev se puso de pie y
abrió. Entró el camarero con el champaña.

* * *

Morton Hawke estaba orgulloso de su buena vista y decidido a ver el campamento.


Dividió en sectores el valle y las sierras bajas que había más allá y los estudió uno a
uno. Tres grandes caravanas, le había dicho Gemmel, y dos tiendas de campaña… a
la vista y dentro de los tres kilómetros y medio de distancia. Hawke completó su
examen. Nada.
—¿Bien? —preguntó Gemmel desde atrás.
—Espera.
Hawke empezó de nuevo con el primer sector. Comenzaban a dolerle los ojos por
el esfuerzo y el resplandor del sol, pero era un hombre decidido y, si hubiera un
campamento grande que alojaba a doce hombres y una gran cantidad de equipo, sin
duda terminaría por distinguirlo.
Pero después de diez minutos no había conseguido ver nada y la voz de Gemmel
ya se tomaba impaciente.
—¿Y bien?
Hawke se volvió y sacudió la cabeza.

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—¿Estás seguro de que está al nivel del suelo?
Gemmel sonrió y subió al asiento del conductor del Land Rover.
—Vámonos.
Bajaron por la pendiente arenosa y por el valle; Hawke no dejaba de escudriñar la
zona con los ojos entrecerrados, pero sólo cuando llegaron a las sierras bajas del lado
más distante apareció como por arte de magia el campamento ante él. Tres enormes
caravanas que formaban un triángulo y, en el medio, dos tiendas. Todo estaba pintado
de un color marrón moteado y el campamento cubierto con una red de camuflaje.
—Mis felicitaciones a tu experto en camuflaje —dijo Hawke—. Si no es que
alguien se presenta aquí por casualidad, es del todo seguro.
Dos hombres levantaron una punta de la red y el Land Rover avanzó por debajo
de ella. Gemmel señaló un pequeño detector que giraba lentamente sobre una de las
caravanas.
—Un radar Doppler para detectar la presencia de intrusos —dijo—. Funciona
noche y día, de manera que no habrá apariciones accidentales.
Hawke hizo un gesto de aprobación.
—Me gusta. Me gusta mucho.
Bajaron del Land Rover mientras Alan Boyd salía de una de las caravanas.
Después de estrechar la mano de Hawke se volvió hacia Gemmel.
—Partió de Medina ayer por la mañana, de manera que llegará a la cueva
aproximadamente a las 16.00 de hoy. —Miró su reloj—. Faltan poco más de tres
horas. —Entró de nuevo en la caravana seguido por Gemmel y Hawke; en el interior
había aire acondicionado.
—Ésta es nuestra Central de Operaciones y Centro de Comunicaciones —explicó
Boyd a Hawke.
En un extremo de la caravana había un equipo de radio y la pantalla de radar
Doppler. Una operadora sentada frente a ella observaba la luz parpadeante.
En el centro de la sala había una mesa con sillas y un refrigerador de agua en un
rincón. Una de las paredes estaba cubierta por varios mapas. Gemmel iba a decir algo
cuando Hawke levantó una mano para pedir silencio. Todos escucharon atentamente,
pero lo único que oyeron fue un zumbido bajo.
—El que ha insonorizado esta unidad generadora —dijo Hawke— ha hecho un
gran trabajo.
—Gracias. —Gemmel señaló por una pequeña ventana las otras dos caravanas—.
Ésa hace las veces de dormitorio y almacén y esta otra contiene el equipo de sonido y
otros elementos.
Se volvió y se acercó a los mapas de la pared. Uno mostraba en detalle el área
sudeste de Medina. Gemmel señaló una chincheta azul.
—Aquí está la cueva. —Su dedo trazó una línea y se detuvo en una de las colinas
—. El camión del sonido está conectado con la cueva por un cable múltiple apenas
enterrado bajo la arena y que entra en ella por la parte posterior del techo. —Bajó un

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poco el dedo y señaló un diagrama de la cueva—. Exactamente aquí.
—¿Y dónde están los altavoces y todo lo demás?
—Eso te lo explicará Williams.
—¿Williams?
—Es nuestro experto en sonidos… un hombre de primera, créeme. —Gemmel se
volvió hacia Boyd—. ¿A propósito, y cómo se ha adaptado a todo esto?
Boyd sonrió.
—Como un niño en una juguetería.
—¿En qué trabaja normalmente? —preguntó Hawke.
—Es músico de rock.
—¿Músico de rock?
—Claro. Cuando vio la cueva por primera vez dijo: «Aquí se podría dar un
concierto fantástico».
Hawke quedó desconcertado. Se volvió hacia Gemmel.
—¿Es seguro?
—No te preocupes —respondió Gemmel—. Ha firmado la Ley de Secretos
Oficiales y después de esto lo vigilaremos de cerca.
—¿Pero es el tipo adecuado para un trabajo como éste?
—Dime, Hawke —preguntó Gemmel—, ¿algo de lo que has visto hasta ahora te
ha parecido mal?
—No —respondió Hawke—. La verdad es que no.
—Entonces también te gustará Mick Williams, y el numerito que ha preparado.

* * *

Abu Qadir durmió bien esa primera noche, al menos hasta una hora antes del
amanecer Había recogido algunas ramas para encender un fuego a la entrada de la
cueva, ya que las noches del desierto eran frías. Los únicos ruidos que se podían oír
en toda la noche era el crujir de las rocas que se movían y se asentaban con el rápido
descenso de la temperatura. Pero eso no perturbó el sueño de Abu Qadir porque eran
los ruidos del desierto y él estaba acostumbrado a ellos. Sin embargo, una hora antes
del amanecer, algo perturbó su sueño. Se despertó y se quedó muy quieto, expectante;
había oído una voz o algo parecido. Una voz lejana que lo llamaba por su nombre. Se
quedó en silencio durante unos minutos, pero, al no oír nada más, se incorporó para
acercar nuevas ramas sobre los rescoldos; hacía mucho frío. Luego oyó de nuevo la
voz; no parecía venir de afuera, sino del interior de su cabeza, como si llegara a sus
oídos desde el centro. Era una voz baja y clara, una voz que hacía eco en su cerebro,
y que dijo dos veces: «Abu Qadir. Abu Qadir».
Se sentó lentamente, apretó sus rodillas contra el pecho y las rodeó con los
brazos.
No se movió cuando salió el sol, y no oyó nada más. Permaneció así sentado

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hasta mucho después del amanecer, luego extendió la mano para tomar su
cantimplora y bebió un poco de agua. Entonces salió y se paseó delante de la cueva
durante muchas horas, deteniéndose sólo de vez en cuando para tomar un trago y, una
vez, para hacer sus necesidades. Antes del atardecer recogió más madera para hacer
fuego. Se sentó junto al fuego y no se movió más, con la mirada fija en la entrada de
la cueva. Parecía no notar que estaba oscureciendo. No durmió en absoluto, y
permaneció allí sentado inmóvil como las rocas que lo rodeaban. De nuevo se dejó
oír la voz antes del amanecer, pero esta vez no sólo pronunció su nombre.
Mick Williams estaba sentado sobre un sillón giratorio montado sobre ruedecillas.
Llevaba puestos unos téjanos desteñidos, gastados, un chaleco viejo y un par de botas
camperas. Sus ojos se movían constantemente desde la pequeña pantalla roja
montada en un punto alto de la pared hasta el equipo y las pantallas de lectura que
formaban un semicírculo alrededor. Gemmel, Boyd y Hawke estaban de pie detrás de
él. Había altavoces en cada uno de los ángulos superiores de la caravana. Hawke
sabía que eran monitores J. B. Lansing. Sabía para qué servían todos aquellos
aparatos, porque esa tarde Williams se lo había explicado con pasión durante más de
dos horas. Le había mostrado el magnetófono múltiple que transmitiría doce canales
paralelos de mensajes hablados; la mezcladora de treinta y dos canales que accionaba
las funciones de la cinta dejando veinte canales para procesar los efectos sonoros
especiales. Esos efectos y el equipo que los producía eran formidables.
Durante toda la tarde Williams se lo demostró grabando primero la voz de Hawke
y cambiando totalmente su timbre, dándole un movimiento descorporizado y
haciendo que se torciera y doblara a medida que el sonido viajaba por todo el
camión… Había momentos en que parecía llegar como un eco desde kilómetros de
distancia, y en otros, girar dentro de su propia cabeza. Williams le explicó que en la
cueva el efecto sería aun mejor. La acústica era fantástica. Había colocado ocho
monitores JDL en el techo, así que el árabe oiría una voz que le llegaría como con el
viento… un susurro en su oído, en su cabeza, que se movería con él. Una voz que no
venía ni se dirigía a ninguna parte… una voz que no podía pertenecer a un mortal.
Una docena de micrófonos ultrasensibles le permitirían, por su parte, no sólo oír al
árabe y seleccionar las vías adecuadas, sino incluso poder alimentar cualquier
reacción de la voz a través de su conjunto de armonizadores, ecualizadores y
moduladores, y de esa manera provocar en él una mayor desorientación.
También fijadas al techo de la cueva había dos cámaras de televisión de circuito
cerrado. En el monitor se podía ver ahora de forma vaga la silueta del hombre
sentado. Si se levantaba o se movía, Williams podía mover a su vez el sonido…
rodearlo de él, mezclar el de un altavoz con otro.
Finalmente había un proyector de hologramas que producía, con el uso del láser,
una imagen tridimensional. En ese caso sería una forma vaga, fantasmagórica,
suspendida en el centro de la oscura cueva.
Cuando la disertación terminó Hawke sintió un creciente optimismo, pero

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también la necesidad de hacer una pregunta.
—¿No hay peligro de que se produzcan ruidos raros?
Williams le echó una mirada como para avergonzarlo.
Gemmel sonrió y dijo:
—Morton, el equipo ha sido probado una y otra vez. Mick ha creado uno de los
sistemas más sofisticados que existen.
Hawke quedó convencido y felicitó al técnico en sonido, que se limitó a
encogerse de hombros y a señalar que con un presupuesto como el que le había dado
podía hacerse cualquier cosa.
—¿Cuánto? —preguntó Hawke a Gemmel.
—Con el transporte y todo el equipo, alrededor de un millón de dólares.
Hawke asintió discretamente. No hay milagros baratos. Pero eso era poco
comparado con lo que vendría dentro de un par de meses.
Hawke miró, por encima del hombro de Williams, el monitor de televisión y vio
la vaga forma de un hombre sentado que estaba a punto de ser depositario de una
revelación. Por el rabillo del ojo observó a Gemmel que miraba su reloj.
—Adelante —murmuró en voz baja, mientras las manos de Williams se
acercaban para oprimir los botones. Una de las gigantescas cintas magnéticas
comenzó a girar lentamente, las estrías de luz parpadearon, indicando diversos
niveles, y la voz salió por los altavoces.
—¡Abu Qadir! ¡Abu Qadir!
Cuatro pares de ojos vieron cómo Abu Qadir se tensaba y se sentaba muy
erguido. La voz siguió susurrando y Gemmel se acercó a Hawke y, apenas en un
susurro, le tradujo las palabras del árabe al inglés.
Hawke estaba hipnotizado, sus ojos no se apartaban de la pantalla. La voz de
Gemmel asumió una cadencia rítmica, hipnótica, mientras traducía la poesía del
lenguaje del Corán.

Recita en el nombre del Señor que creó


Al hombre de la sangre coagulada,
¡Recita! Tu Señores maravillosamente bueno
Quien por la pluma ha enseñado a la humanidad cosas
que no sabía… porque era ciega.

Hawke había podido oír una traducción de las cintas enviada a Falk una semana
antes. Sabía que las palabras iniciales eran las mismas que el arcángel Gabriel le
había dirigido a Mahoma en el año 612. Las palabras que dieron origen a una vasta y
vibrante religión que se extendería por todo el mundo.
Pero las palabras que susurraba Gemmel en su oído no habían sido oídas antes.
Hablaban de la desolación del Islam, de la corrupción y la desviación, del
pensamiento y la conducta heréticos. Una deformación y abuso de la Palabra de Dios
transmitida a través de su profeta Mahoma. Ahora, a través de su mensajero Abu
Qadir, la palabra sería oída de nuevo, oída por creyentes y no creyentes, hasta que

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todos creyeran y adoraran a la Luz de las Revelaciones de Mahoma.
En este punto Abu Qadir se puso de pie y se volvió lentamente. Sus rasgos no se
distinguían en el monitor, pero de pronto se oyó su voz por los altavoces del camión,
una voz temblorosa, gimiente. Gemmel se puso tenso. Se sabía de memoria las doce
opciones diferentes registradas en el magnetófono múltiple e hizo su elección casi de
inmediato.
—Número siete —dijo.
En un instante Williams oprimió un botón y luego otro. Un canal quedó mudo y el
siguiente se puso en marcha.
En el oído de Hawke la voz de Gemmel sonaba tensa mientras seguía con la
traducción.

¿No te encontró huérfano y te dio un nombre?


¿No te encontró en error y te guió hacia la verdad?
Ahora sólo oirás la Palabra,
Porque has sido bendecido y repetirás
la Palabra en la Tierra.
De manera que todos puedan acceder y en ese día.
Todos los que crean entrarán en el Paraíso.
Ahora tú abrirás sus mentes y sus oídos.

Pero la figura de Abu Qadir seguía inmóvil en la pantalla.


Gemmel indicó otro número y los dedos de Williams se movieron y pusieron en
funcionamiento otra cinta. Entonces el técnico se volvió y preguntó sin mostrar el
más mínimo nerviosismo:
—¿Holograma?
—Espere —dijo Gemmel, y continuó traduciéndole las palabras a Hawke. Abu
Qadir estaba recibiendo instrucciones. Iría a Jeddah y allí encontraría
«compañeros»… Ashab, y encontraría «exiliados»… Muhajirun y «ayudantes»…
Ansar. Sobre todo, encontraría a un hombre que se convertiría para él en lo que Umar
fue para Mahoma. Ese hombre le reconocería y lo seguiría de inmediato y le
aconsejaría y asistiría en los asuntos seculares como Umar había aconsejado y
asistido a Mahoma.
Durante diez minutos más observaron la figura roja y rígida de Abu Qadir que
permanecía inmóvil, escuchando la voz, Williams parecía estar sentado ante la
consola de sonido de un concierto de rock. No comprendía las palabras y no parecían
importarle mucho, pero tocaba sus instrumentos y el sonido se convertía en una cosa
viva, cambiando de altura y de tonalidad, moviéndose a través de los altavoces,
susurrando y crujiendo y llenando la caravana y la cueva; luego de repente, la voz se
interrumpió, y la traducción susurrada por Gemmel terminó con las palabras:

Ahora verás, oh Mensajero.

Su voz se agudizó:

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—Holograma, Mick.
Williams se inclinó hacia delante y oprimió un botón; todos miraron la pantalla.
—No lo verás —dijo Gemmel—. No aparecerá en la pantalla.
—¿Y eso? —susurró Hawke.
—Él sólo verá una forma vaga, pero en el estado en que se encuentra y a sus ojos
esa forma tomará la imagen del arcángel Gabriel.
—¿Y qué es lo que verá?
—Lo que quiera ver. ¡Ahora mira!
Abu Qadir se movió. Su cabeza se ladeó y sus brazos se elevaron lentamente con
las palmas hacia arriba, los dedos estirados, luego bruscamente cayó de rodillas y
después sobre su pecho, con los brazos siempre extendidos… la postura de la total
sumisión y obediencia.
—¡Basta!
La voz de Gemmel salió como un grito, Williams apartó sus ojos de la pantalla y
oprimió botones y, en la caravana, se oyeron muchas exhalaciones de aire. Entonces
Hawke le dio a Gemmel una palmada en la espalda y después a Williams que sonreía
y a Alan Boyd, que se frotaba la cara con las manos.
—Desconecte. Ya está.
Williams tocó un botón. La pantalla se quedó en blanco y se hizo un silencio total
en la caravana, mientras los otros se volvían de nuevo para mirar a Gemmel.
Este bajó los ojos, inspiró profundamente y dijo en voz baja:
—Todo bien, lo sé. La operación, ha tenido éxito. Pero en la cueva hay un
hombre. Un hombre simple, sin educación. —Se encogió de hombros resignadamente
—. De manera que nos hemos gastado un millón de dólares para hacerle creer que es
un mensajero de Dios. Lo hacemos porque pensamos que es necesario… pero esto no
nos hace sentimos más héroes.
Hubo un silencio molesto y luego Hawke dijo un poco cáusticamente:
—¿No eras ateo?
Gemmel sonrió sin ganas.
—Lo soy. Todos lo somos, de otro modo no estaríamos aquí. —Miró fijamente a
Hawke—. Morton, no me preocupa en absoluto el hecho de si esto es o no un
sacrilegio. Pero hemos desviado eficazmente la mente de un hombre. Dentro de un
par de meses, saldrá a proclamarse profeta frente a dos millones y medio de personas.
Lo hará con total y ciega confianza porque el arcángel Gabriel le dijo que ese día
Dios estará con él. —Su voz se endureció y dio un golpecito a Hawke en el pecho
con el índice—. Pero si vosotros no os aseguráis de que Dios esté presente ese día,
dos millones y medio de personas harán pedazos a ese pobre diablo.
—No te preocupes —sonrió Hawke—. Dios trabaja de formas extrañas y, en estos
últimos tiempos, científicas. Él, o Elliot Wisner, se pronunciarán. Bien, ¿qué te parece
un whisky doble?
Gemmel sacudió la cabeza.

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—No puedo, Morton. Estás en un estado islámico fundamentalista. El Corán
prohíbe totalmente el alcohol.
—¿No has traído nada?
—Y tanto que no —respondió Gemmel señalando el equipo—. Ya sería grave que
nos atraparan con todo esto, sólo faltaría un cajón de whisky: sería como agregar el
insulto a la injuria.
—¡Vete al infierno! —espetó Hawke y Alan Boyd sonrió irónicamente.
—Si nos equivocamos, y resulta que después de todo hay un Dios, allí es
exactamente a donde iremos a parar todos.

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14

En el Coliseum de Londres la orquesta atacó la obertura de La Bayadère; Maya


Kashva, vestida con un turbante y una túnica en el papel de Lycra, miró por una
abertura del telón y observó a Peter Gemmel que tomaba asiento en la fila diez de
platea. Parecía cansado y consumido, como ella había notado esa tarde al hablar con
él por teléfono. Tudin le dijo a Maya que habían visto a Gemmel entrar en su casa y
ésta le llamó por teléfono una hora después. Él respondió con voz soñolienta, pero se
despejó al oírla. Maya le preguntó por el viaje y Peter respondió que muy bien. Luego
le explicó que no podría cenar con él. Había tratado de solucionarlo, pero la cosa se
había puesto difícil, sobre todo porque era la última noche de la compañía antes de
volver a Rusia y en momentos así ciertas personas se ponían nerviosas por lo que
toda la compañía debía estar presente en la fiesta de final de gira. Ella esperaba que él
lo comprendiera. Peter le aseguró que así era y que, en todo caso, la vería actuar.
Hubo una larga pausa, y luego él preguntó:
—¿Está usted ahí, Maya?
—Sí —respondió ella con suavidad—. Peter, esta noche tú serás mi único
público. Bailaré para ti.
Cortó la comunicación.

Mientras avanzaba la representación, Gemmel comenzó a creer que lo que le había


dicho era verdad. Sabía muy bien que un gran bailarín era capaz de proyectar su
actuación hacia cada persona del público, pero eso era distinto. Maya Kashva bailaba
solamente para él, y bailaba con perfección mezclada con pasión. La línea divisoria
entre la técnica y la emoción se borraba y la intensidad de Maya se trasmitía al resto
de la compañía y a todo el público, pero el único receptor de su pasión estaba sentado
en la fila diez de platea y la absorbía y se fundía con ella; se movía al mismo ritmo,
sentía con ella, y, finalmente, en el crescendo, se vaciaba y se agotaba. Cuando el
público irrumpió en aplausos y trasmitió su adoración al escenario, él se puso de pie y

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salió, al vestíbulo y luego a la calle, a la noche húmeda y fría, caminó los seis
kilómetros y medio hasta su casa, se preparó una taza de café cargado, se sirvió un
coñac y se hundió en un sillón tratando de encontrarse a sí mismo.

Había muy poco espacio en aquel vestuario atestado, tanto para las flores como para
los admiradores, que llenaban el estrecho pasillo, produciendo un gran griterío.
Maya se sentía tranquila pero agotada. Sentada de espaldas al espejo, desplomada
en una silla, apenas veía u oía ese alboroto. Revivía la actuación, movimiento por
movimiento. Cualquier cosa que sucediese quedaría para siempre grabada en su
mente y en su cuerpo. Había sido una ocasión excepcional en la que los
acontecimientos y las circunstancias se habían combinado para producir ese toque
final en el alma de una artista. Maya Kashva sabía que en el futuro podría bailar muy
bien, pero nunca mejor, y también sabía que uno de los ingredientes que producían en
ella ese estado era el hombre a quien tendría que mentir, y tal vez destruir. Pero no le
importaba; durante las dos últimas horas le había hecho un regalo que sólo ella podía
hacer.
Lev Tudin se detuvo en la puerta y la miró a través de la multitud. Experimentaba
un sinfín de emociones: tensión por lo que estaba por venir, emoción por lo que había
visto en el escenario, y cierta tristeza, porque instintivamente comprendía qué había
producido semejante actuación.
La vio levantar los ojos, mirarlo, y hacer un gesto afirmativo; él comenzó a hacer
salir a la gente. Cuando se cerró la puerta detrás del último admirador, ella hizo girar
su silla y comenzó a quitarse el maquillaje. Tudin permaneció junto a la puerta,
observando su rostro a través del espejo. Pudo ver que ella lo miraba…
—Maya —dijo en voz baja—. Te he visto actuar una docena de veces en el
último mes. Pero esta noche has bailado. No tengo palabras para decirte qué hermosa
estabas. Nunca lo olvidaré. Te lo agradezco.
Ella le dedicó una débil sonrisa.
—Tal vez haya sido la última vez, Lev.
Él sacudió la cabeza.
—Pero ¿qué dices? Sería un disparate.
Ella hizo girar de nuevo la silla y lo miró con el rostro blanco por la crema
limpiadora.
—Ahora todo eso ha terminado —suspiró—. Pronto seré una golondrina que
busca un nido.
Él habló con dureza:
—Has bailado para él.
—Sí, Lev. He bailado para él. Tal vez eso es todo lo que puedo hacer por él. Tal
vez es todo lo que desea de mí.
Él inspiró profundamente.

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—Ya veremos. Se han hecho todos los preparativos. Abandonarás la fiesta
alrededor de medianoche y saldrás por una puerta lateral del hotel. Está todo
controlado; siempre hay muchos taxis en el Strand, incluso a esa hora. Le enseñarás
la tarjeta al conductor. Sólo es un viaje de media hora.
—No —murmuró ella—. Es un viaje para toda la vida.

Gemmel estaba sentado en un sillón de cuero en su pequeña sala de estar. Dos de las
paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo y en un rincón había
un Nakamiehi estéreo. Los demás objetos de la habitación reflejaban también su
personalidad: un carrito con botellas de whisky de malta, vodka polaco, coñac
Gennessy XO, jerez La Ina, y un juego de vasos de cristal Waterford.
De una pared colgaban dos reproducciones de Miró y en una mesita había una
escultura Rendo de un caballo encabritado, pero a pesar de tanto abigarramiento, la
habitación era agradable, un lugar donde se vive. Los libros no se encontraban
dispuestos uniformemente como simples objetos decorativos, y los almohadones
estaban distribuidos al azar en los sillones de cuero, en el sofá e incluso por el suelo.
En el revistero había un ejemplar de la revista Yacht-ing Monthly. Una buena
alfombra persa que, en otros tiempos, habría estado colgada en una pared, daba calor
a la estancia.
Era la típica habitación de un hombre soltero, ni rico ni pobre, pero con
posibilidades de permitirse ciertos caprichos, y a quien le gustaba estar cómodo a su
manera.
Pese a todo, en ese momento Gemmel no estaba cómodo. Su breve siesta de la
tarde no le había servido para recuperarse de su largo vuelo desde Amán y del cambio
de horario. Eso, añadido al impacto emocional de aquella misma noche, se
combinaban para hacerlo sentir inquieto. Puso una sinfonía de Schubert y se sirvió
otro coñac, pero ni lo tocó; cinco minutos después también desconectó el aparato, no
se podía concentrar en la música.
Estuvo sentado durante más de una hora, durmiéndose y despertándose mientras
las impresiones llenaban su mente: una cueva oscura, luces verdes que parpadeaban
en una consola, una muchacha, pequeña, ágil y liviana, que bailaba dentro de su
cerebro; la arena calcinada por el sol en un valle desierto, la muchacha que bailaba, la
imagen indefinida, enmarcada, de un hombre arrodillado; una muchacha que
bailaba… y el timbre de la puerta que sonaba.
Llovía con fuerza y, aunque se protegía bajo el pequeño pórtico, sus cabellos
negros se habían mojado durante el breve recorrido que había efectuado desde el taxi
hasta la puerta de la casa. Gemmel vio cómo el taxi se alejaba por el estrecho
sendero; luego miró de nuevo a la muchacha, cubierta con un impermeable, con los
cabellos húmedos, el rostro pálido y esos grandes ojos asustados.
Movió los labios como si fuera a hablar, pero no emitió ningún sonido. El

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golpeteo de la lluvia subrayaba el silencio, y entonces ella se llevó las manos a la cara
y comenzó a llorar convulsivamente. Peter extendió una mano, la hizo entrar y cerró
la puerta dejando fuera la noche fría y húmeda.

En Langley, Virginia, eran cinco horas más temprano. Daniel Brand se hallaba en su
oficina leyendo la última página del informe detallado de Hawke. Éste, sentado al
otro lado del escritorio, tenía un delgado cigarro entre sus dedos y una expresión
expectante en el rostro. Leo Falk se hallaba junto a él. Él también había estado
leyendo el informe, pero ya había terminado.
Brand por fin acabó, cerró la carpeta, la arrojó sobre su escritorio, se apoyó en el
respaldo de su silla y contempló a Hawke a través del humo del cigarro.
—Me sorprendes, Morton.
—¿Tú crees?
—Sí. —Brand indicó el informe—. Es lírico. Me refiero a cómo lo has redactado.
—¿Lírico?
—Sí, como algo sacado de Las mil y una noches.
Hawke se echó hacia adelante y dijo exaltado:
—Y es así como fue, Dan, créeme, así fue. Tendrías que haberlo visto.
Brand resopló, volvió a tomar el informe, eligió una página y leyó en voz alta:
—«La operación ha sido planeada y llevada a cabo con la máxima precisión.
Ningún detalle, por más insignificante que fuese, ha sido pasado por alto, ninguna
contingencia ha quedado sin contemplar. El resultado satisfactorio se ha conseguido
por el altísimo nivel de profesionalidad». —Volvió a arrojar el informe sobre el
escritorio y echó una mirada a Falk—: Morton solía decir que los ingleses eran un
atajo de viejas.
—Y muchos todavía lo son —contestó Hawke—, pero este equipo es de primera
y Gemmel, en particular, es un operador excelente. Tendrías que haberlo visto.
Falk dio un golpecito a la carpeta que tenía sobre sus rodillas.
—Pero no dijiste que se había mostrado un poco extraño al final.
Hawke pensó un momento y luego contestó:
—Él lo planeó y lo organizó… brillantemente. Es fuerte y muy inteligente y todo
su equipo lo respeta muchísimo, casi le tienen reverencia…
—¿Pero?
Hawke extendió las manos.
—No estoy seguro. Al final estaba como afectado… emocionalmente.
El director señaló el informe.
—Parece que tú también. He leído varios de tus informes. Ésta es la primera vez
que detecto una levísima emoción.
La voz de Hawke adquirió un tono defensivo.
—Bien, debo admitirlo. No pude evitar sentirme conmovido. Quiero decir, ver a

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un tipo que tiene una visión y todo eso. Pero yo no lo manifesté, mientras que
Gemmel sí.
—¿Crees que tiene dudas? —Preguntó Brand.
—No, no lo creo, sólo pienso que es un ser humano y que por primera vez lo
mostró.
Brand meditó profundamente, meciéndose en su sillón. Luego volvió a sonreír.
—Tal vez es un poquito más sensible que tú, Morton. Quizás hasta se pueda jugar
al póquer con él.
—Eso fue lo que yo pensé y después de estarme cuarenta y ocho horas en ese
maldito desierto había perdido ochocientos dólares.
Brand dejó escapar una carcajada sonora y Hawke sonrió y continuó:
—No es un chico, Dan, y ahora espera que nosotros actuemos. ¿Cómo andan
Wisner y todo su equipo?
—Wisner muy bien y su equipo ha trabajado con precisión… ningún
contratiempo.
—¿Incluso el chico inglés?
El rostro de Brand se puso serio.
—Incluso él. Pero, para que lo sepas. Dos días después de volver a Houston salió
en su embarcación, solo, a pescar en el golfo durante todo el día. Parece que mientras
estaba fuera se produjo algún escape de gas en el barco. Seguramente hubo un corto
circuito o algo así, y a siete kilómetros y medio de la costa, saltó por los aires.
Se prodigo un largo silencio mientras Hawke miraba fijamente al director. Brand
sacudió la cabeza y dijo:
—No, Morton. Ha sido un accidente. Nosotros no haríamos una cosa así. Yo no lo
permitiría. El tipo tenía el visto bueno. Todo estaba en orden.
—En ese caso —dijo Hawke—, lo lamento por él y por mis sospechas. Es que
Gemmel, en cierto modo, me preocupa. Es como si esta operación fuera un anexo de
alguna otra cosa que no entiendo. Me gusta ese tipo y respeto su profesionalidad, nos
llevamos bien, pero siempre tengo la sensación de que se guarda algo.
Brand se inclinó hacia delante y apoyó los codos en el escritorio.
—¿Crees que los británicos intentarán sacar alguna ventaja?
En ese momento intervino Falk:
—No veo cómo. El candidato para el Mahdi fue seleccionado conjuntamente y al
azar. La idea de controlarlo a través de un discípulo fue brillante y vino precisamente
de los británicos, aunque nosotros controlamos al discípulo y por lo tanto al Mahdi.
—Todo parece perfecto —asintió Hawke—, pero esos tipos son capaces de
cualquier tipo de triquiñuelas.
El director meditó unos momentos y luego le dijo a Falk:
—Creo que me gustaría conocer a ese hombre, a Gemmel. ¿Puedes pedirle que
venga aquí?
—Por supuesto —replicó Hawke un poco sorprendido—. Pero en un principio

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habíamos decidido encontramos en terreno neutral.
—Bien, estoy demasiado ocupado para salir del país ahora —repuso Brand con
firmeza—, y, al fin y al cabo, no será nada extraño que un oficial de alto grado en la
organización de Información de uno de nuestros aliados haga una visita a
Washington. —Dio un golpecito al informe—. Decididamente quiero conocerlo,
Morton. A ver si puedes arreglarlo.

Gemmel entró en la sala de estar con una taza de café humeante. La puso en la mesa
frente a Maya y se sentó al otro lado. Le había dado una toalla con la que ella se
había cubierto la cabeza, como si fuera un turbante; la actuación de Maya volvió a
inundarle los sentidos. Ella se inclinó hacia delante, tomó la taza con las dos manos y
sorbió el café, mirándolo con aprensión.
—¿Y así sin más, ha salido por la puerta? —preguntó él.
Ella asintió.
—Primero he ido al lavabo. Allí he dejado mi abrigo colgado detrás de un
armario. Ya conocía el camino hasta la entrada lateral del hotel y como había mucha
gente, simplemente me he escabullido.
Gemmel se puso de pie y fue hasta el carrito de las bebidas. Sirvió dos vasos de
coñac, le entregó uno a ella y luego volvió a sentarse. Maya vertió un poco en su café
y luego levantó la mirada y vio la expresión torturada en la cara de él. Luego Gemmel
sonrió para sí mismo, tomó un sorbo de su vaso y dijo:
—Maya, hay dos cosas que debo saber inmediatamente. Primero, por qué ha
desertado, y, segundo, por qué ha venido a verme a mí.
Ella respondió fácilmente a la primera pregunta: era lo mismo que contestaban
casi todos los bailarines o escritores que desertaban de los países del Este… la
búsqueda de la libertad artística… frente a las fuertes restricciones de la cultura
soviética, la conformidad de la expresión. Ella amaba a su país, pero en primer lugar
era una artista y ansiaba cierto espacio para evolucionar en libertad. Puso como
ejemplos a Nureyev y Baryshnikov, y cómo sus talentos se expandieron y florecieron
en Occidente; Baryshnikov llegó a bailar en Broadway con bastón y sombrero de
paja.
Gemmel lo entendía perfectamente. A sus veinticuatro años ya había llegado a sus
límites creativos en Rusia. En el futuro tendría que bailar sólo un repertorio limitado
aprobado por el sistema. Para Gemmel no era una sorpresa que un talento tan
brillante buscara campos más amplios.
Ante la segunda pregunta Maya vaciló: había acudido a él por una multitud de
razones, algunas prácticas, algunas caprichosas. No hablaba inglés y él hablaba el
ruso con fluidez. Sabía dónde vivía y que no estaba casado. Además, a él le
interesaba el ballet y podía comprender sus motivos. Simplemente, había sentido un
vínculo de simpatía… un vínculo muy claro. Sabía que estaría sola y que necesitaría

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alguien con quien poder hablar y que le diera apoyo moral.
—¿Ha habido alguna otra razón? —preguntó él, y ella miró su taza de café medio
vacía. Se produjo un silencio mientras ella obviamente trataba de tomar una decisión.
Por último inspiró profundamente, levantó la cabeza y lo miró directamente a los
ojos.
—Sí. Sabía que usted era un hombre importante en su gobierno. En el sistema de
aquí.
Él la miró fijamente a los ojos y de pronto la conversación tomó un giro diferente.
Se convirtió en una entrevista en la que quien interroga guarda silencio a la
expectativa de que surja una respuesta. Ella se encogió de hombros y se lanzó:
—Sabía que usted era un agente de Información. —Lo miró con desafío.
La siguiente pregunta de él se resumió en una sola palabra.
—¿Cómo?
Ella le recordó su primer encuentro en Bruselas tres años antes y le dijo que
Savich, el oficial de control, se lo había advertido.
—¿Y en esta ocasión? —preguntó él—. ¿Quién se lo ha dicho en esta ocasión?
Ella negó con la cabeza.
—No.
—Maya, perdóneme un momento —le indicó con un gesto la mesa de las bebidas
—. Sírvase si quiere.

* * *

Salió de la habitación y pocos momentos después ella oyó el tintineo del teléfono que
él estaba usando. Diez minutos después fue hasta la mesa de bebidas y se sirvió más
coñac. Esta vez lo bebió puro.
Pasó más de media hora hasta que él regresó. Ella lo miró ansiosamente mientras
él se sentaba.
Peter habló con suavidad, pero muy seriamente:
—Maya, escúcheme atentamente. En situaciones normales, si alguien deserta del
Bloque del Este el procedimiento es directo. Va al Ministerio del Interior a pedir asilo
político, que generalmente se le concede. Luego pide la residencia permanente, aquí o
en algún otro país de su elección. En su caso, es un poco distinto.
—¿Por qué?
—Pues porque usted ha acudido directamente a mí. —Sonrió brevemente—. Y no
es porque yo sea un agente de Información. Es sólo que las circunstancias lo hacen
diferente.
Levantó su vaso, lo vació y luego se acercó a la mesa y se sirvió más. Por encima
del hombro dijo:
—Maya, dentro de unos minutos vendrán a recogerla irnos agentes para llevarla a
una casa en el campo donde la interrogarán durante unos días.

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Gemmel se volvió y vio los ojos asustados de ella.
—No le pasará nada, pero debe usted decirles la verdad… todo.
El miedo de ella aumentó. Hacía girar el vaso entre sus dedos, su boca comenzó a
temblar.
—No le pasará nada —repitió él con suavidad—. Pero es necesario. No se
preocupe, Maya. No le harán daño. De hecho, hasta es agradable.
La miró mientras ella trataba de controlarse.
—¿Usted estará allí?
—No, eso no es posible.
—¿Debo ir?
Él suspiró.
—Sí, Maya. Aunque saliera ahora mismo de aquí y se fuera a una comisaría a
pedir asilo acabaría en esa casa de campo.
—¿Porque vine a verlo directamente a usted?
Él asintió.
—¿Le he causado muchos problemas?
—En absoluto. Creo que comprendo por qué vino a mí. Pero debo asegurarme.
—¿No me enviarán de vuelta? —La pregunta estaba cargada de ansiedad.
—No, si dice usted la verdad.
Ella lo miró, desconcertada.
—Pero ¿qué puedo decirles? ¿Qué querrán saber? —Maya volvió la cabeza al oír
un coche que se acercaba a la casa y los golpes en la puerta.
Gemmel se puso de pie para ir a abrirla y le dijo:
—Querrán saberlo todo.
A simple vista los dos hombres parecían amenazadores, allí, de pie, en la escasa
luz del pórtico, con sus impermeables oscuros, pero, cuando los vio a la luz de la
habitación y saludaron amablemente a Gemmel, Maya se tranquilizó un poco. Uno de
ellos tenía poco más de treinta años, un rostro redondo y alegre con una sonrisa fácil.
El otro era de baja estatura y bastante mayor. Cuando se quitó el abrigo, Maya vio
que llevaba un viejo cardigan al que le faltaba un botón. Gemmel le presentó al más
joven como el señor Bennett y al mayor como el señor Grey. Mientras les servía
bebidas, hablaron con Maya del mal tiempo que estaba haciendo. Los dos se
expresaban perfectamente en ruso.
Una vez que todos estuvieron cómodamente sentados, el señor Bennett sacó dos
papeles del bolsillo de su chaqueta y se los pasó a Maya, explicándole que uno era
una petición de asilo político, y el otro una declaración conforme a que ella los
acompañaba por propia voluntad. Maya vio que los dos estaban escritos en inglés y
en ruso, y mientras leía el texto en su idioma, el señor Grey le dijo a Gemmel en
inglés:
—El pánico ya se ha desatado en la embajada rusa, señor. Corridas, coches que
llegan y se van, no seremos los únicos que no dormiremos esta noche.

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—Trátenla bien —dijo Gemmel—. Está asustada y muy afectada.
—Sí, señor. Supongo que eso es propio de todos los artistas.
Gemmel sonrió.
—De algunos más que de otros. Pero ésta es muy joven.
Maya había terminado de leer y Bennett le pasó un lápiz. Ella levantó la mirada
hacia Gemmel y éste le hizo un gesto afirmativo. Sólo entonces firmó los papeles.
Todos se levantaron y Gemmel la ayudó a ponerse el abrigo. De pronto Maya
dijo:
—¿Y la ropa? No tengo nada que ponerme.
—No se preocupe, señorita —intervino solícitamente el señor Grey—. Tenemos
todo lo que usted necesita en Mendley; y después podrá hacer algunas compras.
Maya miró ansiosa a Gemmel y él la tomó del brazo y la acompañó hasta la
puerta.
—Todo irá bien, Maya. Se lo prometo. La veré dentro de unos días.
Gemmel se quedó en la puerta mirando el coche negro mientras se alejaba. Al
llegar a la esquina del callejón vio el rostro blanco de Maya que lo miraba por la
ventanilla del asiento trasero.

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15

—Como una paloma mensajera.


Perryman se apartó de la ventana y del paisaje húmedo y gris. Desde su asiento,
frente al gran escritorio, Gemmel extendió las manos en un gesto sin palabras.
Estaban en la oficina de Perryman y éste mostraba una actitud cínica. Volvió a su
escritorio, se sentó y miró a Gemmel con expresión enigmática.
—Pero es demasiado obvio —dijo Gemmel—. Incluso para el KGB.
Perryman se echó hacia atrás en su silla, apoyó los dedos en la mesa y miró al
techo, que necesitaba por lo menos una mano de pintura.
—Posiblemente —dijo—, aunque en raras ocasiones son lo bastante sutiles. Pero
¿por qué directamente a ti?
Ahora Gemmel se puso de pie y se acercó a la ventana. El paisaje era igual de
depresivo y todavía oscurecía más su estado de ánimo.
—Entonces, ¿qué han obtenido hasta ahora? —preguntó.
—Muy poco —respondió Perryman—. Grey dice que la actitud de la muchacha
es positiva, pero que hay algunos elementos que preocupan. En primer lugar, su padre
era un encumbrado personaje del KGB; en segundo, durante un mes antes de este
viaje ella estuvo ausente de la compañía. Según dice, tuvo una distensión en un
ligamento y estuvo descansando con su madre.
—Es posible —intervino Gemmel—. Las primeras bailarinas en Rusia tienen un
programa terrible.
—De manera que es posible —concedió Perryman—. Sin embargo, desde su
deserción ha sido imposible verificar dónde se encuentra la madre. Nuestra gente en
Moscú no sabe nada y ella trató de hablarle por teléfono desde Mendley, pero parece
que la línea ha sido desconectada.
—Eso es normal.
—De acuerdo, pero no es normal que las bailarinas rusas que desertan vayan
directamente a ver al jefe de Control de Operaciones del MI6.
Gemmel se volvió y suspiró.

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—¿Y eso la convierte automáticamente en una golondrina?
Perryman se inclinó hacia adelante, abrió una carpeta que había en su escritorio y
estudió la ficha grapada en la solapa interior de la tapa.
—La convierte automáticamente en una sospechosa. Al fin y al cabo, es muy
guapa. —Echó una mirada a Gemmel.
—La mayoría de las bailarinas lo son; es parte de su profesión.
—Es cierto —dijo Perryman enigmáticamente—. Por eso yo prefiero la ópera;
créeme, casi todas las prime donne tienen un físico tan poco atractivo como su
temperamento.
Gemmel volvió a suspirar.
—Sin embargo, podría haber otras razones.
—Dímelas.
—Bien, ella me conocía. Nos encontramos dos veces. No habla inglés y sabía que
yo hablaba ruso, y… —hizo una pausa mientras Perryman se inclinaba hacia delante
para observarlo atentamente.
—Continúa, Peter.
—Bien… bien, había empatía entre nosotros.
—¿De verdad?
—Sí.
Perryman dijo casi para sí mismo.
—Después de dos breves encuentros que no duraron más de diez minutos,
separados por tres años, ¿tú vas y detectas «empatía»?
Gemmel se echó hacia atrás en su asiento y dijo pensativo:
—No es algo que uno «detecte». Está ahí o no está. El hecho es que existe, y que
ésa sería una explicación alternativa.
—Pero el momento, Peter. Hace dos meses; el momento es muy obvio.
—La gira de conciertos se planeó hace dieciocho meses.
Perryman admitió ese punto.
—Es cierto, pero el KGB puede ser muy flexible. ¿Quieres un jerez?
Gemmel asintió y Perryman se acercó a una mesa con bebidas que había en el
rincón.
—Entonces, ¿qué hacemos con esto? —preguntó Gemmel a Perryman, mientras
éste le daba la espalda.
—Procederemos en consecuencia. —Perryman se volvió y trajo los dos vasos al
escritorio—. No esperábamos nada tan obvio, pero a menudo hemos sobrestimado al
KGB. —Sonrió con tristeza—. Algo que ellos rara vez hacen con nosotros.
—¿Entonces cómo debo proceder personalmente? —preguntó Gemmel con
suavidad, y se produjo un silencio incómodo.
—Dos meses —dijo finalmente Perryman—. Entonces tendrá lugar el
acontecimiento… ¿se está haciendo todo de acuerdo con el programa?
—Sí —respondió Gemmel—. Ahora la responsabilidad es de los

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norteamericanos. Mañana vuelo a Washington un par de días para trabajar en los
detalles finales de la central conjunta en Amán. Parece que el director, la CIA, quiere
examinarme. Boyd controla al discípulo en Jeddah. Todos los otros aspectos están en
marcha. Hay muchos rumores, y los medios de comunicación comienzan a
recogerlos… con un poco de estímulo. Para octubre ya habrá una atmósfera de gran
expectativa.
—¿Y los norteamericanos se portan bien?
—Hasta cierto punto. Se les notó mucho que querían mantener el control del
discípulo. Boyd ostensiblemente lo dirige, pero tienen todo un equipo de campo en
Jeddah, y no están allí precisamente para tomar el sol.
—Tampoco por la bebida y la diversión —dijo Perryman con una sonrisa—. Pero
eso era de esperar. No; lo importante es que, durante el próximo mes estés, en cierto
modo, en compás de espera.
—¿Entonces?
—Entonces, averigüemos si la señorita Kashva es realmente una golondrina… un
asunto que puede ser muy agradable.
—¿Y si no lo es?
—Entonces tendremos que desviar de ella nuestra mirada y tú quedarás libre para
examinar los parámetros de la «empatía».
Gemmel lo miró atentamente.
—¿Cuándo terminarán con ella?
—Dentro de dos o tres días… cuando tú vuelvas de Washington. A propósito,
aquí todos la encuentran simpática.
—¿Sí?
—Ya lo creo, Grey dice que es encantadora, seductora e inteligente. Que su
actitud ante el interrogatorio es natural y directa.
—¿Entonces?
—Entonces todos piensan que es una golondrina… pero una golondrina
simpática.

* * *

El hombre entró en la mezquita mientras los fieles estaban orando. El Imán lo vio por
el rabillo del ojo, y dijo haberlo reconocido, y también lo que había dentro de él. Él
desenrolló su alfombra y luego avanzó hacia uno de los grifos abiertos en el muro de
la mezquita, donde se lavó las manos y los pies. Haji Mastan todavía no se había
percatado de su presencia porque estaba arrodillado orando. El Imán observó al
hombre cuando volvió a su alfombra para rezar. El parecido era notable. Sólo podía
ser aquel que había entrado en los sueños de Haji Mastan.
Entonces se produjo el momento de la confirmación. Cuando las plegarias
terminaron y los fieles se dispusieron a abandonar el recinto Haji Mastan enrolló su

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alfombra y se volvió para salir, pero algo lo inmovilizó en el lugar donde se
encontraba. Sus miradas se habían encontrado a través de la multitud y como relató el
Imán, una extraña atmósfera descendió sobre los fieles. De uno en uno todos se
quedaron mirando a aquellos dos hombres; se separaron abriendo un pasillo y Haji
Mastan avanzó para detenerse ante el hombre al que dirigió las siguientes palabras:
—En el nombre de Alá, el Todopoderoso, TM has venido.
Él extendió una mano, la puso sobre el hombro de Haji Mastan, lo miró
profundamente a los ojos y dijo:
—He venido a encontrarme contigo.
Luego dejó caer la mano, avanzó hasta la entrada de la mezquita y Haji Mastan lo
siguió.

Hawke llevaba puesto un delantal de cocina, atado alrededor del cuello, con un
motivo que representaba la cabeza de un jovial Longhom. Estaba envuelto en humo
detrás del asador, dando la vuelta a los trozos de carne con un tenedor y bebiendo
Canadian Club en un vaso alto. Sus dos hijos, que estaban a su lado, también con
sendos vasos en la mano, le criticaban cada movimiento que hacía. Gemmel se
hallaba sentado ante la larga mesa de caballete, con Julia, la novia del hijo mayor, y
otras dos parejas.
—Le encanta hacer el asado —dijo Julia—. Es una de las pocas veces en que
realmente se relaja. —Sonrió con tristeza—. Las otras es cuando está decorando la
casa.
Gemmel rió.
—Sí, me lo ha contado. Lo que usted debería hacer es construir una pequeña casa
de huéspedes en el jardín y dejarlo hacer en ella lo que le diera la gana.
—Es una excelente idea, Peter.
—¿O por qué no dejar que la construya él mismo? —intervino la mujer que
estaba a la derecha de Gemmel—. Eso lo mantendría ocupado durante años.
Era la esposa de un general de dos estrellas que tenía un cargo en el Pentágono y
había alquilado la casa vecina. La otra pareja era más joven, de más o menos unos
treinta y cinco años. Él era socio de uno de los más prestigiosos bufetes de
Washington, y aparentemente le esperaba un futuro político. Su esposa era atractiva,
vivaz y, según Gemmel, muy ambiciosa pero, a pesar de todo, le resultaba agradable
hablar con ella; era una mujer encantadora. El general mismo encajaba en el molde de
lo que Gemmel pensaba que debía ser un oficial de primera del Pentágono. Su
lenguaje estaba condimentado con neologismos… producto de la unión de las
características militares con el manejo de los ordenadores.
Pero a pesar de estar rodeado de desconocidos, Gemmel se sentía relajado. Su
reunión con el director de la CIA por la tarde había salido muy bien, o al menos eso le
había dicho Hawke.

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—Ya sabes cómo es esto, Peter —le explicó mientras volvían en coche a
Washington—. Ahora que la operación está en marcha el director quiere meter el
dedito en el pastel. Libra una constante batalla en la Casa Blanca contra otros
consejeros del Presidente, y si la cosa sale bien, le pondrán en la cumbre, y él es un
hijo de puta muy ambicioso.
Gemmel se sorprendió ante la soltura con que Hawke hablaba de su superior, ya
que era un hombre bastante reservado; pero después se dio cuenta del cumplido que
le hacía y también de la amistad que con ello le demostraba. Sabía que después del
primer milagro en el desierto se había ganado completamente su respeto. Respeto al
que también se unía ahora una amistad, reforzada cuando Hawke le convidó a comer
a su casa para que conociera a su familia y a algunos amigos.
Gemmel asintió con ciertas reservas. No se le daban muy bien las fiestas sociales
y no estaba seguro de encajar en una barbacoa típicamente americana.
Sus temores no tenían fundamento. Cuando entró en la casa fue saludado
cálidamente por Julia y los dos hijos de Hawke. Y más tarde, mientras Morton
preparaba el asado, antes de que llegaran los demás invitados, Gemmel se quedó a
solas con Julia en la cocina, y, con la franqueza que caracteriza a los habitantes de ese
país, ésta le dijo simplemente que estaba muy contenta de que su marido lo hubiera
invitado a casa para que la conociese.
—No es normal —dijo—. Casi nunca mezcla el trabajo con la familia. —Sonrió
seductora—. Supongo que eso es lo normal, por el tipo de trabajo que hace, así que es
un verdadero placer tenerte con nosotros.
Gemmel murmuró algo cortés y ella lo estudió un momento.
—Tampoco es normal —agregó—, que haga amigos en su trabajo. Siempre se
mantiene muy distante.
—Bien, tenemos que trabajar en estrecho contacto —respondió Gemmel, un poco
incómodo—, de manera que es mejor que nos llevemos bien.
—Tú eres igual de reservado —sonrió ella—. ¿Sabes por qué le gustas?
Gemmel sólo pudo encogerse de hombros.
—Los dos os parecéis mucho —continuó Julia—. Él me lo djjo. Me dijo que tú
venías de una familia muy pobre y que llegaste al lugar donde estás por tu propia
iniciativa.
Gemmel sonrió.
—Parece que haya estado leyendo mi ficha.
—Y sin duda tú has leído la suya. ¿Sabías que yo vengo de una familia muy rica?
Él asintió.
—¿Y sabías que Morton nunca ha aceptado un centavo de mi padre, hasta el día
de hoy, y que tampoco nos ha permitido a mí ni a los chicos aceptarlo?
—No lo sabía, Julia. Pero concuerda con lo que sé de su carácter y con las
razones de que me guste como persona.
Oyeron ruido de voces fuera y Julia acompañó a Gemmel para presentarle a los

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otros invitados.

Hawke trajo una bandeja con carne asada a la mesa y ensartó el trozo más grande
para ponerlo en el plato de Gemmel. Éste lo miró con asombro.
—¿Piensas que me voy a comer todo esto? Es media vaca.
—Pasará como si fuera agua —repuso Hawke con una sonrisa— mientras tengas
buena lubricación. —Hizo un gesto a uno de sus hijos que se inclinó y sirvió vino en
el vaso de Gemmel.
—Despacio —rió Gemmel—. Tengo que volar mañana temprano.
—La única forma de viajar —intervino el general—, es estando borracho.
Siempre que hago un viaje largo me gusta subir al avión en ese estado y bajar aún
peor. —Sonrió abiertamente—. Por eso trato de viajar en aviones civiles.
Hawke se sentó y le dio una palmada al general en la espalda.
—Y es por esto por lo que, si alguna vez nos vemos obligados a poner en marcha
nuestras Fuerzas de Despliegue Rápido, tardaremos cuarenta y ocho horas en
encontrar a este tipo para que se haga cargo.
La conversación pasó a Oriente Medio, pero Gemmel advirtió que nunca se
mencionaba a la CIA. Escuchó con interés y notó que los tres norteamericanos tenían
ideas muy similares sobre política exterior. Ideas que encajaban perfectamente con la
nueva Administración. En una palabra: era el momento de ponerse duros. Los rusos,
o cualquier otro comunista, sólo respetaban a los adversarios que podían enfrentarlos.
Luego elogiaron enormemente a la primera ministra británica y la describieron como
la única jefa con cojones de la Europa actual. Gemmel se vio obligado a participar en
la conversación después de que Hawke le lanzara unas cuantas preguntas. Mientras
hablaba y escuchaba, la carne fue desapareciendo hasta que su plato quedó limpio.
—Ya ves, no era tanto —dijo Julia—. Come un poco más.
Gemmel sacudió firmemente la cabeza.
—No comeré durante una semana, pero realmente estaba bueno. —Y le dijo a
Hawke—: Tienes talentos ocultos.
Los dos hijos y la novia del mayor se pusieron de pie y comenzaron a despejar la
mesa; entonces la esposa del abogado le dijo a Gemmel:
—Sé que eres un experto en ballet. ¿Qué sabes de la bailarina que acaba de
desertar?
Gemmel trató de mantener el rostro inexpresivo, pero Hawke notó una leve
reacción.
—¿Es buena? —preguntó Hawke—. ¿La has visto bailar?
—Sí, la he visto bailar dos veces. Está entre las seis mejores bailarinas del
mundo.
—¿Se quedará en Gran Bretaña? —preguntó Julia.
—No lo sé —respondió Gemmel—. Sé que aún no lo ha decidido.

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La conversación giró en tomo a los artistas rusos desertores en general.
—Es un indicio muy claro —dijo la esposa del general—, de que su sistema no
funciona. Pertenecen a la elite de su país y aun así se van. Ningún artista occidental
haría eso.
Gemmel dijo:
—Seguramente vendrán por los bistecs.
Todos se rieron y la novia de uno de los muchachos apareció con un enorme
pastel de manzana y un recipiente con crema. Gemmel se sorprendió a sí mismo de
ver cómo se comía una porción grande.
Más tarde tomaron café y licores. El hijo mayor anunció que se iba con su novia a
una discoteca, y el menor subió a su habitación a estudiar. Después de unos minutos
las otras dos parejas se despidieron y se marcharon, y Julia se fue a la cocina, dejando
solos a Hawke y a Gemmel en el patio, con media botella de buen coñac. Bebieron y
hablaron una hora más, principalmente sobre la operación Espejismo. Hawke
controlaba firmemente su excitación, pero hasta Gemmel la percibía. Discutieron la
instalación de la central de campo en Amán y, en particular, la red de comunicaciones
que les permitiría seguir los acontecimientos durante el Haj minuto a minuto.
La amistad había hecho que se convirtiera en una discusión entre iguales y
finalmente Gemmel decidió aprovechar la situación. Hawke había servido dos
medidas más de coñac cuando Gemmel le dijo:
—Es obvio, Morton, que en el momento de la culminación nosotros deberemos
retroceder al fondo… me refiero al MI6.
Hawke tomó un sorbo de su vaso y le miró fijamente.
—Evidentemente que sí. Pero me imagino que ya lo sabías. Ahora bien, puedo
decirte dos cosas. En primer lugar, si la operación tiene éxito, el manejo del control
quedará a cargo del Consejo de Seguridad del Presidente. En segundo lugar, la
influencia del Mahdi se utilizará principalmente contra los rusos.
—Si se hace a la descarada podría llegar a ser peligroso —señaló Gemmel—. Al
fin y al cabo, el KGB es formidable y no dejará nada por remover con tal de
contrarrestar la situación.
—Es cierto —asintió Hawke—, y yo espero que podamos ser sutiles y que no
aprovechemos nuestra ventaja en exceso ni demasiado rápido. —Se encogió de
hombros resignadamente—. Pero, como te dije, ya no estará en mis manos. Sólo
puedo prometer que haré todo lo posible para que no se vuelvan demasiado
ambiciosos y, además, trabajaré todo lo que pueda para que tú y tu gente entréis de
lleno en el cuadro.
Gemmel sabía que Hawke era sincero y que veía claramente los peligros de la
eventualidad de que los norteamericanos se volvieran demasiado agresivos con la
ventaja que les daría el Mahdi. Eso le hizo pensar de nuevo en Pritchard, allá en la
jungla malaya, y se maravilló del ingenio y la sutileza de aquel hombre.
Minutos después Julia salió al patio; Gemmel miró su reloj y se puso de pie.

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—Sólo me quedan seis horas de sueño —dijo.
Hawke se puso de pie, se acercó al teléfono, marcó un número y dijo unas
palabras. Acto seguido le comunicó a Gemmel:
—Un coche de la Agencia vendrá a buscarte dentro de dos minutos. Estarás de
regreso a tu hotel dentro de un cuarto de hora.
Julia fue a buscar su abrigo mientras él terminaba su coñac y caminaban hasta la
puerta delantera.
—Lo he pasado muy bien, Julia —dijo Gemmel—, la comida ha sido excelente.
No trates mal al cocinero, no puedes permitirte perderlo.
Julia sonrió y lo besó cálidamente en la mejilla.
—No dejes de venir a vemos siempre que vengas a Washington. Aunque Morton
no esté, serás bienvenido. —Sonrió—. Nunca se sabe, la comida podría ser aún
mejor. —Se volvió y salió al mismo tiempo que una gran limusina negra se detenía
en el sendero.
—Entonces, nuestro próximo encuentro será en Amán —dijo Hawke—. ¿Cuándo
piensas salir de Londres?
—Pasarán por lo menos tres semanas —respondió Gemmel—. He decidido
tomarme un par de semanas libres. Necesito un descanso.
Hawke se mostró un poco sorprendido y Gemmel continuó:
—Todo está funcionando, Morton, y hasta que comience el Haj no tengo mucho
que hacer. Boyd controla a Haji Mastan —sonrió sarcásticamente—, con un poco de
ayuda; y el láser y su lanzamiento está en vuestras manos.
—Muy bien —dijo Hawke—. Que descanses. Cuando lleguemos a Amán con
toda seguridad estaremos muy ocupados.
El chófer de la Agencia mantenía abierta la puerta de la limusina. Los dos
hombres se estrecharon las manos y Hawke le dio una palmada a Gemmel en el
hombro.
—Ha sido un placer tenerte aquí, Peter. Te veré en Amán.
—En Amán —respondió Gemmel, con una sonrisa. Subió al coche y Hawke lo
miró mientras se alejaba. Pensó que era muy propio del carácter de Gemmel tener la
sangre fría de tomarse en el momento de más tensión un par de semanas de
vacaciones.

* * *

Era el cuarto día y Maya Kashva todavía estaba asustada. Mientras avanzaban por el
campo, oscuro y húmedo, se había repetido constantemente que una gran bailarina de
ballet debe ser también una gran actriz. También recordaba las palabras de Vassili
Gordik al separarse de ella.
«Hay sólo tres cosas que debes tener presente: no pudiste bailar durante el último
mes en Rusia por una distensión en un ligamento. Desertaste por tu arte. Fuiste a

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Gemmel porque sentías una corriente de simpatía. En todos los otros asuntos diles
absolutamente la verdad. Y no te asustes si se enfadan».
Se hallaba ante la ventana de su habitación mirando hacia el hermoso jardín. El
sol había hecho una de sus raras apariciones, y los arbustos estaban en flor. Sonrió al
recordar la reacción de ellos ante su enojo. Se había enojado principalmente por
impaciencia, porque ellos la habían tratado amablemente: el señor Bennett y el señor
Grey, la cocinera y el ama de llaves. Incluso los guardias a quienes el señor Grey
llamaba personal «extra». Pero las preguntas habían sido interminables y, por culpa
del cansancio, cometió algunos pequeños errores, tal vez naturales. Así que el sábado,
antes de su partida de Rusia, su madre había preparado pollo, y no carne… ¿y qué? Y
el avión había salido de Leningrado hacia Moscú a las 15:20 y no a las 14:20… ¿y
qué?
Pero ellos insistieron en los errores y le hicieron preguntas desconectadas que la
confundieron; finalmente estalló en un ataque de furia y les gritó. El señor Grey se
mostró imperturbable, siempre apoyado en el respaldo de su silla y dejando que toda
la ira de Maya cayese sobre él, mientras Bennett se mostraba auténticamente
consternado, en particular al oír algunas de las interjecciones de ella. «Bien —pensó
Maya—, si quieres ser un experto en lengua rusa, tendrás que aceptar lo malo junto
con lo bueno».
La enviaron a su habitación y el ama de llaves le llevó un té y le sonrió con
simpatía conspiratoria; Maya decidió que perder los estribos había sido una buena
idea.
Por cierto, a la mañana siguiente las cosas fueron más fáciles; el señor Grey la
llevó a caminar por el jardín y le explicó que la casa era del período Reina Ana y que
había sido la residencia de campo de una familia noble arruinada. Los impuestos y lo
que debían pagar por la sucesión finalmente los obligó a venderla al gobierno.
—Nosotros no ejecutamos a nuestra aristocracia —le dijo con una suave sonrisa
—. Sencillamente los estrangulamos con impuestos.
Ella preguntó cuánto tiempo tendría que quedarse y Grey le contestó que no se
preocupase, que todo terminaría pronto. Luego ella preguntó por Gemmel, como
hacía constantemente, y él le dio la respuesta estereotipada: el señor Gemmel estaba
en contacto con ellos, pero no podía involucrarse.
Le preguntó qué pensaba hacer, una vez que le concedieran la residencia
permanente, ya que todas las compañías de ballet de Gran Bretaña y muchas de
ultramar estaban haciendo averiguaciones a marchas forzadas.
Entonces Maya le cogió del brazo, mientras caminaban junto a un pequeño lago
artificial.
—Por lo menos durante un mes no haré nada. Primero quiero conocer su país,
verlo, y su gente. Luego decidiré.
El señor Grey sonrió y preguntó:
—¿No se oxida? Es decir, si no practica.

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Ella rió, soltó el brazo de Grey e hizo una pirueta por el sendero de grava frente a
él, que se quedó inmóvil, mirándola gravemente, y luego ella se detuvo y dijo con
seriedad:
—Sí, señor Grey, me oxidaré, y chirriaré y me pondré vieja si me retienen aquí
mucho tiempo más.
Grey volvió a sonreír y caminó más rápido para alcanzarla; Maya le dio el brazo
de nuevo, y siguieron caminando. Ella sintió que Grey le tenía simpatía.
Miró el jardín y decidió que más tarde saldría de nuevo a caminar y si, a la
mañana siguiente, le hacían más preguntas, volvería a tener un ataque, de manera que
hasta en Moscú Vassili Gordik oiría sus gritos. Entonces vio venir un coche por el
sendero. Un coche viejo, con estribos anticuados y grandes luces delanteras. Se
detuvo en la puerta y Peter Gemmel descendió de él; Maya se asomó por la ventana y
lo llamó por su nombre agitando la mano. Él miró hacia arriba con una sonrisa y le
devolvió el saludo.

—¿Así que tuvo un ataque de nervios?


—Sí, a usted también le habría dado.
—¿Ha sido horrible?
Maya no respondió de inmediato. Necesitaba pensarlo. Avanzaban por un
estrecho sendero hacia Londres. A pocos kilómetros había una ruta por la que podrían
haber ido más rápido, pero Gemmel quería mostrarle el campo. Ella se había
enamorado inmediatamente del coche, un Lagonda 1930 y Maya decidió que se
adecuaba a la personalidad de él, y así se lo dijo.
—¿Usted quiere decir que es viejo, pero razonablemente bien conservado? —
preguntó Gemmel con una sonrisa.
Ella sacudió la cabeza.
—No, lo que quiero decir es que tiene estilo, y es sólido. No como los coches
modernos que parecen tarros de plástico hechos en serie.
Maya se acomodó en el asiento de cuero y lo miró de reojo, sin prestar atención al
paisaje.
—¿De veras ha sido tan terrible? —repitió él.
—En realidad no, pero me han hecho un millón de preguntas. Creían que yo era
una espía que venía a poner en peligro su gobierno y a convertirlos a todos en buenos
comunistas… al menos a usted.
Él sonrió.
—¿Es usted una buena comunista?
Ella hizo una mueca.
—Yo soy bailarina, Peter. Por favor, no me haga más preguntas.
Continuaron en silencio unos minutos y luego le preguntó:
—¿Qué sucederá ahora?

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Peter miró su reloj.
—Deberíamos llegar a Londres en más o menos una hora. Antes de que cierren
los comercios, para que usted tenga tiempo de comprar algunas ropas y todo lo que
necesite.
—Pero no tengo dinero.
—No se preocupe, Maya. El Círculo de Ballet ha decidido adelantarle mil libras.
—Apartó sus ojos del camino para mirarla, y sonrió al ver el rostro sorprendido de
ella—. Para eso están, además confían en que una vez que usted comience a bailar de
nuevo, no tardarán en recuperarlo.
Ella digirió sus palabras y luego preguntó:
—¿Y después de hacer las compras? ¿Qué haremos?
—Bien, usted elige. Ir al hotel que le he reservado o, si no quiere estar sola,
hospedarse en casa de una amiga mía. Es una bailarina del Royal Ballet. Tiene un
apartamento grande en Chelsea y le encantará recibirla.
—¿Es su novia? —preguntó ella en voz baja.
—Sólo una amiga.
—No me gusta la opción.
—¿Por qué no?
—Porque prefiero estar con usted. ¿Es eso posible? ¿O se sentiría usted molesto?
Él no respondió. Se concentró en el camino.
—¿O es por su trabajo? —preguntó ella con tristeza—. Después de todo, usted no
confía en mí.
Él sacudió la cabeza.
—No, Maya, no es eso. Pero usted apenas me conoce. Usted es muy joven y mi
amiga tiene su edad. Estoy seguro de que estará más cómoda allí. Ella le presentará
gente, la ayudará a decidir lo que quiere hacer.
Volvió a mirarla, pero ella ya se había vuelto a mirar el paisaje por la ventanilla.
Prosiguieron en silencio algunos kilómetros y luego él la oyó sollozar y se volvió a
mirarla. Entonces se detuvo a un lado de la carretera; extendió una mano y la obligó a
volverse…; vio las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

Mientras arrojaba los paquetes sobre la cama en la habitación de huéspedes, Maya se


movía por la casita como un gato que inspecciona sus nuevos dominios. Pasó un dedo
por un estante que necesitaba un plumero. Curioseó por la cocina, abriendo y
cerrando armarios, inspeccionando el homo; también echó una ojeada al dormitorio
de Peter, advirtiendo el desorden casual y miró con aprobación el baño que era más
grande de lo que podía suponerse con una bañera que parecía una pequeña piscina;
luego se reunió con Peter en el dormitorio de los invitados, donde él estaba sacando
sábanas de un armario.
—Viene una criada tres veces por semana —dijo, pero usted tendrá que hacerse la

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cama.
—Por supuesto —respondió ella con ligereza—. No se olvide que vengo de un
país socialista que se opone a esa explotación.
Gemmel sonrió.
—No me repita esas tonterías. Como «artista del Estado» seguramente la
mimaban y la llenaban de comodidades. ¿Sabe cocinar?
—Por supuesto que sí. Me enseñó mi madre. Era muy severa.
Al mencionar a su madre, la boca de Maya adquirió una expresión de tristeza.
—¿Está preocupada por ella? —preguntó él, y ella asintió en silencio.
—Es muy normal —dijo Peter con suavidad—. Por un tiempo no podrán ponerse
en contacto. Ellos lo impedirán. Trataremos de averiguar dónde está —agregó
alentadoramente, y el rostro de Maya se iluminó un poco.
—¿Quiere que cocine para usted esta noche?
—No, esta noche cenaremos fuera, en algún lugar tranquilo, para que no la
reconozcan. Su foto ha aparecido en todos los diarios, y son muchos los que buscan
historias por interés personal.
—Me disfrazaré —dijo ella alegremente—. Me pondré una peluca rubia y gafas
oscuras.
—No hará nada de eso —sonrió Gemmel—. Sería como ponerse un gran cartel.
De todas maneras, no será necesario.
Y no lo fue, ya que cenaron en un pequeño restaurante francés a la vuelta de la
esquina. Obviamente allí le conocían bien, por lo que le buscaron una mesa en un
reservado; un lugar íntimo. Como era de esperar durante la primera media hora hubo
una cierta tensión; eso es lo más normal cuando dos personas que sienten un vínculo
entre ambas están juntas por primera vez, tratando de averiguar algo de la vida del
otro… lo que le gusta o le disgusta, sus expectativas y sus ambiciones… Gemmel,
sabiendo que la muchacha lo había pasado mal los últimos tres días, no deseaba
preguntar mucho y ella, de pronto, se sintió tímida y nerviosa. Pero, a medida que la
comida avanzaba, y después de un par de vasos de vino, Maya se relegó y comenzó a
sentirse bien. Habló de la primera época de su vida como bailarina, y de los años de
entrenamiento y práctica. Peter se sintió fascinado de poder conocer el sistema de
selección y filtrado que permitía canalizar a los mejores talentos desde tan corta edad.
Supo que una vez que una bailarina estaba en ese camino, todo lo demás en su vida
debía subordinarse a su arte. Le sorprendió un poco que, a pesar de su restringido
estilo de vida, Maya tuviera un buen conocimiento del mundo y de los
acontecimientos que la rodeaban. Estaba muy interesada por conocer la vida en Gran
Bretaña, y en Occidente en general; él le dijo que se tomaría dos semanas de
vacaciones, y que la llevaría a conocerlo todo. Pero antes tendría que asistir a una
rueda de prensa. Los medios de comunicación clamaban por alguna noticia y no
dejarían de presionar hasta que la obtuvieran. Además, así le facilitaría las cosas al
Ministerio del Interior, ya que los rusos arrojaban octavillas de protesta como

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caramelos, además de insinuar que se trataba de un secuestro y coerción. Un experto
del Ministerio del Interior estaría a su lado para darle un informe e intentar que la
entrevista fuera lo menos traumática posible.
Mientras tomaban el postre, Gemmel comenzó a hablar un poco de sí mismo. De
los primeros años de su vida en una comunidad minera de Yorkshire. De su padre que
había pasado treinta años en las minas y cuya ambición de toda la vida había sido que
su hijo asistiera a la universidad y nunca viese el fondo de una mina.
—¿Y lo consiguió? —preguntó ella.
—Sí. Un año después de mi graduación murió en un desprendimiento junto con
otros quince hombres. Un mes después decidí bajar a una de las minas más profundas
de Yorkshire, en Pontefract. Me pasé el día allí, a tres kilómetros de profundidad. —
Se encogió de hombros irónicamente—. Quería saber.
Maya se inclinó hacia él y cubrió su mano con la suya.
—Al menos vio su ambición realizada, Peter —dijo con suavidad—. ¿Ha estado
casado alguna vez?
Él le habló brevemente de su esposa y de las circunstancias de su muerte y luego,
con una sonrisa, comentó que los episodios significativos de su vida no servían para
una conversación alegre. Pero ella hizo un enfático gesto de negación. Tenía la
peculiar alma rusa que nunca puede saborear la felicidad sin contrastarla con la
tragedia y la tristeza. Esos episodios agregaban profundidad al carácter. La muerte de
su propio padre había intensificado su amor por su madre y, en cierto modo, esa
pérdida había agregado una dimensión a su danza, le había dado más intensidad en el
aspecto emocional.
Entonces empezaron a hablar de cosas más superficiales. Maya le preguntó en
qué más, aparte del ballet, ocupaba su tiempo libre, y él habló de la navegación.
Mientras describía la sensación de un yate moviéndose sólo azotado por el viento, el
ruido de una fuerte ola chocar contra la proa y el sonido del agua inundando el casco
en una noche tranquila, ella notó que se relajaba.
—¿Podemos hacerlo? —preguntó Maya con ansiedad; él sonrió y dijo:
—¿No se marea?
—No lo sé. Nunca lo he intentado.
—¿Nunca?
Ella sacudió la cabeza.
—Peter, siempre he estado muy ocupada.
—Muy bien. Un amigo mío tiene un Dragón. Se lo pediré prestado por un día.
—¿Los Dragones nadan? —preguntó ella con picardía.
Él sonrió.
—Dragón es un tipo de yate. En la actualidad está bastante anticuado, pero sigue
siendo un buen barco.
—Me parece que le gustan las cosas antiguas.
Él lo pensó, y dijo:

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—No siempre. Pero estamos tan preocupados por progresar que tendemos a dejar
de lado nuestras mejores posesiones, y aun nuestros mejores hábitos.
Hizo una señal al camarero para que trajera la cuenta y le preguntó:
—¿Está cansada?
Ella asintió.
—Hoy ha sido un día muy intenso, y ayer no dormí bien.
Recorrieron caminando la corta distancia hasta la casa, y, mientras él abría con su
llave la puerta de entrada, Maya dijo con ansiedad:
—Peter, en esa esquina hay un coche estacionado con dos personas dentro.
Él la hizo pasar y cerró la puerta.
—No se preocupe —dijo—. Se quedarán ahí toda la noche, y las próximas noches
también.
—¿Son su gente?
—Más o menos.
Abrió una pequeña caja de metal que había empotrada en la pared junto a la
puerta y le mostró la llave.
—Ve, esto es una alarma antirrobo. Si por la mañana sale a caminar antes de que
yo me levante, asegúrese de que la llave está desconectada.
—No saldré sin usted.
Él sonrió.
—Maya, aquí está usted completamente segura. La gente la cuidará.
Fueron a la sala de estar.
—¿Quiere un café? —preguntó Peter.
Ella negó con la cabeza y él sintió que estaba incómoda.
—Maya, generalmente yo trabajo un par de horas antes de acostarme.
—¿Tan tarde? —preguntó ella.
—Sí, supongo que es un reloj mental. Me concentro mejor hacia la medianoche.
Hubo un silencio y los dos se miraron, de pie en el centro de la habitación. Luego
ella se acercó a él y le miró a la cara.
—Peter, gracias… por todo. Prometo no molestar ni estorbar. Sólo necesito un
poco de tiempo para adaptarme.
Tomó el rostro de él con las dos manos y lo besó muy suavemente en los labios.
Un leve toque, nada más; luego se volvió y salió de la habitación. Él se quedó donde
estaba durante largo rato, mirando la puerta por donde ella había salido, con una
expresión un poco desconcertada. Finalmente sacudió la cabeza, se acercó al carrito
de las bebidas y se sirvió una copa de coñac. Luego puso un casete en el
magnetófono, oprimió un botón, y los suaves sonidos del Peer Gynt de Grieg llenaron
la habitación. Entonces apartó una hilera de libros de uno de los estantes de la
librería. El hueco reveló una placa de acero de irnos setenta centímetros por treinta de
alto, con una manija a un costado. Junto a la placa de acero había un cuadro de quince
centímetros de ancho de algo que parecía plástico negro. Y sobre él una pequeña

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llave. Gemmel movió la llave y apoyó la palma de la mano derecha contra el cuadro
negro. Se produjo un zumbido apenas perceptible y una serie de clics. Movió la
manija de acero y la placa se abrió revelando una profunda caja fuerte. Sacó varios
cuadernos gruesos atados con cinta verde y, junto con su vaso de coñac, se los llevó a
la mesa.
En el piso de arriba, Maya se encontraba ya acostada. Apenas oía la música. Sus
ojos recorrían el pequeño dormitorio. En la pared había dos reproducciones de
paisajes de Turner. Las cortinas que cubrían las ventanitas eran de color azul oscuro
con un fino dibujo amarillo. El papel de la pared era marrón oscuro, estampado, y
todos los muebles, viejos. La cabecera de la cama era de caoba y de cada ángulo
salían cuatro pequeños postes. Las mesitas de noche y la cómoda eran de palo de
rosa.
Maya pensó que le gustaba aquella habitación. Era cálida. Y también que no
dormiría mucho tiempo en ella aunque cuando se trasladara, a pocos metros de allí,
no lo haría principalmente por Vassili Gordik… ni por la Madre Rusia.

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La rueda de prensa fue todo un éxito. Durante los primeros minutos, mientras se
encendían las luces en la sala y los fotógrafos la llamaban por su nombre para obtener
mejores ángulos, Maya se puso muy nerviosa. Pero una vez que comenzaron las
preguntas olvidó todo su nerviosismo. La intérprete, enviada por el Ministerio del
Interior, era una mujer de baja estatura y muy simpática, que la ayudó a sentirse
cómoda.
—No se preocupe —le dijo—. Yo sólo traduciré las preguntas que usted quiera
responder.
De manera que explicó con soltura aprendida sus razones para desertar y se quejó
de no poder ponerse en contacto con su madre; también dijo que aún no había
decidido cuál sería el curso preciso de su futura carrera. Las primeras preguntas de
los periodistas locales fueron más personales, pero con la ayuda de la intérprete,
Maya pudo poner una cortina de humo espesa pero encantadora. Se hospedaba en
casa de unos amigos y necesitaba tiempo para adaptarse al ambiente. Sonrió
dulcemente y pidió a los periodistas que por favor respetaran su vida privada ya que
estaba pasando por un momento muy difícil. Estuvo de acuerdo en que el tiempo no
era bueno, pero en Rusia a veces hasta en verano hacía frío. Pensaba que Londres era
una ciudad maravillosa, pero, no, no podía hacer comentarios sobre los hombres
porque hasta el momento había conocido a muy pocos.
Finalmente, los corresponsales que cubrían las secciones de espectáculos de los
periódicos empezaron a hacer preguntas relacionadas con el ballet y los periodistas
de la prensa del corazón se alejaron. Después de otra media hora la conferencia
concluyó con una breve declaración en la que Maya expresaba su gratitud al gobierno
y al pueblo británico por darle asilo y demostrar así su generosidad. Acto seguido el
funcionario del Ministerio del Interior la acompañó a otra estancia con expresión
agradecida y le dio una taza de té.
Dos días después sonó el teléfono en casa de Peter Gemmel mientras estaban
comiendo y tras una breve conversación, él la llamó y le entregó el auricular con una

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leve sonrisa.
—Han vuelto a conectar el teléfono de su madre. Nuestra gente finalmente ha
podido comunicar y ahí la tiene. No me mencione, por favor, ni diga nada de su
estancia en Mendley.
Maya tomó el teléfono con alegría y lloró un poco mientras el pollo a la cazuela
que había preparado se enfriaba lentamente.

Media hora después de cortar la comunicación, Gordik, Tudin y Larissa escucharon


una grabación de la conversación. Oyeron como su madre le preguntaba si tenía
suficiente ropa de abrigo y ésta respondía: «Sí, pero echo de menos mis botas de
piel». Gordik miró triunfalmente a Lev y Larissa, y le hizo una señal a Larissa para
que volviera a poner esa parte de la cinta. Después de escucharla de nuevo, sirvió
cuatro grandes whiskies e hicieron un brindis por su golondrina.
Paralelamente en Pentworth House, el señor Grey y el señor Bennett escuchaban
una cinta de la misma conversación pero, a diferencia de Gordik, no percibieron
significado alguno en el hecho de que Maya echara de menos sus botas de piel. En
realidad, no encontraron nada significativo en toda la conversación. Más tarde,
mientras Bennett hacia el té, Grey habló por teléfono con Perryman y le informó de
lo ocurrido.
Perryman tenía como invitados a cenar al jefe de la rama de la CIA en Londres y
a su esposa. Mientras él hablaba por teléfono, el norteamericano vació rápidamente la
mayor parte de su sopa de lentejas en el plato de su esposa.

Después de recalentar el pollo a la cazuela, Maya le contó a Gemmel lo que había


hablado con su madre. Lo que sucedía era de esperar: interrogatorios y actitudes muy
desagradables, que habían llevado a acusar a su madre, dijo Maya, de estimularla en
actitudes antisocialistas. Su hija había sido una desagradecida con todos los
beneficios recibidos del Estado y del socialismo.
A pesar de todo Maya sonrió y le explicó que su madre era una mujer muy fuerte
y que tenía contactos suficientes para asegurarse que no le hirieran la vida
insoportable. Quizá con el tiempo podría traerla a Occidente. ¿No cree? Él no quiso
comprometerse, ya que todo dependía del futuro clima político. Pero, en cualquier
caso, su madre era relativamente joven y gozaba de buena salud.
Para Maya, haber hablado con su madre era casi un final perfecto para un día
perfecto. Por la mañana temprano había preparado el desayuno a Gemmel, algo que
ahora hacia rutinariamente. Él siempre tomaba huevos con tocino, con dos tostadas
casi quemadas. Lo único que variaba en ocasiones era la preparación de los huevos, a
veces poché, otras revueltos o fritos. Ella escuchaba esas explicaciones sin entender
una palabra, mientras él le mostraba cómo se hacían y comentaba con una sonrisa:

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—Si quiere poner de buen humor a un inglés es esencial que los huevos de su
desayuno estén preparados a la perfección.
De manera que ella aprendió rápidamente a hacer huevos poché, huevos revueltos
y huevos fritos.
—¿Es tan importante? —preguntó ella mientras le servía el desayuno esa mañana,
y él le contó la historia de dos hombres solteros que habían compartido un
apartamento durante seis meses.
Uno de ellos era tranquilo, perezoso y bastante dejado; sólo tomaba por las
mañanas copos de maíz. El otro era estudioso, pulcro y detallista, y hacía de los
preparativos de su desayuno un verdadero ritual. Siempre tomaba huevos pasados por
agua, que había que cocinar exactamente cuatro minutos… ni un segundo más, ni uno
menos. Hasta tenía dos relojes por si uno le fallaba durante esa crítica operación.
Cada mañana, mientras rompía la cáscara del primer huevo, levantaba la mirada con
expresión de triunfo y decía: «Este es el aspecto que debe tener un huevo cuando está
a punto».
»Después de varios meses su compañero llegó a sentirse tan irritado con todo eso
que se levantaba por la noche, entraba sigilosamente en la cocina, sacaba los huevos
de la nevera y los hervía entre uno a diez minutos.
»De ahí en adelante la vida del que comía huevos se desmoronó. Todas las
mañanas seguía su procedimiento habitual y todas las mañanas los huevos le salían
mal. Lo intentó todo… primero controlar los relojes, luego comprar los huevos en
otra tienda; llegó incluso a hacérselos traer directamente de la granja. Su compañero
de piso, que era un sádico, de vez en cuando abandonaba sus fechorías, lo que le
permitía gozar de tarde en tarde de un pequeño respiro.
»Pero luego volvía a las andadas: una mañana los huevos salían blandos, a la
siguiente duros como piedras. El pobre hombre quedó destrozado. No podía
concentrarse en su trabajo, se peleó con su novia, y comenzó a beber en exceso.
Finalmente dejó de dormir por las noches y así terminó el drama.
—¿Qué sucedió? —preguntó Maya sin aliento.
Gemmel le explicó que una noche oyó un ruido en la cocina, fue a investigar, y
atrapó a su compañero con las manos en la masa.
—¿Y qué hizo?
—Lo mató a sartenazos.
—No.
—Sí. Y lo juzgaron en Old Bailey.
—¿En Old Bailey?
—Sí, es el tribunal de delitos mayores más importante de Gran Bretaña.
Maya lo miró con los ojos muy abiertos. Gemmel seguía muy serio.
—¿Y qué sucedió? —preguntó ella, espantada.
—Lo indultaron.
—¿Lo indultaron?

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—Sí, el juez sabía cuáles son las prioridades y dijo que era un caso de «homicidio
justificado».
Maya lo miró atentamente y luego, al ver temblar las comisuras de los labios de
Gemmel, le arrojó un panecillo.
Cuando terminó de comerse el pollo preguntó con fingida seriedad:
—¿Y mañana qué? Poché, revueltos o fritos.
Él le sonrió:
—Revueltos… y el pollo estaba delicioso.
Maya hizo una inclinación de cabeza y comenzó a quitar los platos de la mesa. Él
la contempló mientras se movía y pensó que incluso en una acción tan prosaica tenía
una fluidez y una gracia que alegraban la vista. En los tres últimos días había pensado
que era la mujer más hermosa que había conocido en toda su vida. No era una belleza
natural, de aquellas que hacía volver la cabeza, sino algo todavía más extraordinario.
El movimiento de una mano, o de su mentón, o la forma como se sentaba, o se daba
vuelta, o se estiraba y bostezaba cuando estaba cansada: una belleza felina, no
perturbada por aristas duras ni movimientos bruscos.
Aquella mañana se habían levantado temprano para ir a un pequeño embarcadero
cerca de Hamble. Hacía un día perfecto, de los que se dan con poca frecuencia en
Inglaterra. Caluroso, pero fresco, ya que corría una leve brisa. Mientras él preparaba
el yate comentó que el viento podría haber sido un poco más fuerte, pero que, como
era la primera salida de Maya, era preferible así.
Navegaron por el río hasta el mar abierto y se quitaron la ropa para quedarse en
traje de baño. Maya llevaba un pequeño bikini negro y Peter tuvo dificultades para
concentrarse en las velas mientras ella se movía explorando el barco y comentándolo
todo. En cierto momento una embarcación más grande pasó junto a ellos navegando
hacia el río; en la cubierta delantera había varías muchachas tomando sol sin la parte
de arriba del bikini. Él sonrió ante el asombro de Maya y le explicó que en la
actualidad era más bien la regla que la excepción. Ella se miró sus pechos apenas
cubiertos, sacudió enfáticamente la cabeza y sonrió con timidez.
—Yo seguiré siendo anticuada —dijo, y Peter no supo si se sentía complacido o
ligeramente desilusionado.
Bajó las velas a unos tres kilómetros de la costa y, mientras navegaban a la deriva,
Maya abrió la cesta del pícnic y destapó la botella de vino. Se sentían bien cuando
estaban juntos, y no encontraban necesario llenar los silencios con palabras ociosas.
Después del almuerzo ella se tendió a tomar sol en la cubierta, mientras él se
dedicaba a pescar con la esperanza de atrapar alguna caballa.
En el viaje de vuelta Maya tomó el timón y Peter le dio algunas instrucciones
sobre navegación. Ella tenía una habilidad natural y en pocos minutos aprendió a
aprovechar el viento y a sentir el barco, y su rostro animado demostraba lo mucho
que eso la entusiasmaba.
De regreso a Londres se detuvieron en un pequeño pub de las afueras y Peter le

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dio a beber por primera vez cerveza inglesa. Ella tomó un sorbo, hizo una mueca, y la
gente del bar rió. Luego alguien la reconoció por una foto de los periódicos y tuvo
que firmar una docena de servilletas de papel. El muchacho que atendía el bar se
escabulló por unos instantes y regresó con una botella de vodka helada; Maya les
enseñó un brindis en ruso y cómo beber la copa de un solo trago. Era a la vez tímida
y alegre, y mientras Gemmel traducía sus comentarios a los allí presentes, advirtió en
ella el aura que rodea a una personalidad natural. Cuando salieron, todos los que
estaban en el bar les acompañaron hasta el aparcamiento para despedirse de ellos, y a
hacer un último brindis.

Maya salió de la cocina con la cafetera y dos tazas puestas en una bandeja. Gemmel
estaba junto al aparato estereofónico poniendo un disco. Ella se detuvo, sorprendida,
cuando salieron los primeros acordes en los altavoces.
—¿Qué es eso?
Él sonrió.
—Lo he puesto para variar. Es un grupo que se llama Blue Crystal.
Maya dejó la bandeja sobre la mesita y fue a buscar el coñac y dos vasos.
—Me gusta —dijo—, pero no creía que te interesara esa clase de música.
—He querido ampliar mis horizontes.
Maya sirvió el café y el coñac, se acomodó en un sillón y se puso a leer un libro
de frases en inglés. Peter por su parte cogió los periódicos de la mañana que no había
tenido oportunidad de leer, ya que habían salido muy temprano.
Estuvieron diez minutos en silencio y luego, bruscamente, Peter dejó el periódico
sobre la mesa, se puso de pie y quitó la música.
Maya lo miró con curiosidad. El rostro de él estaba sombrío.
—¿Qué te sucede?
Él hizo un gesto como para indicar que no tenía importancia.
—No es nada. Mira, creo que saldré a caminar un rato. Me duele un poco la
cabeza. Tal vez el aire fresco me despeje.
Maya se puso de pie de un salto.
—¿Te acompaño?
—No, Maya. No tardaré.
Cuando Peter se fue, ella se quedó mirando la puerta con expresión dolorida y
desconcertada. Luego miró el periódico abierto. Había una pequeña nota encabezada
por una pequeña fotografía. Si Maya hubiera sabido inglés se habría enterado de la
muerte accidental de un técnico de sonido llamado Mick Williams. El músico se
había salido de la carretera con su nuevo Porsche, a más de ciento cincuenta
kilómetros por hora y chocado contra una pared de ladrillos.
Dos horas después Maya oyó la llave en la cerradura. Gemmel asomó la cabeza y
la vio acurrucada en un sillón, mirándolo ansiosamente.

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—Deberías haberte acostado.
—¿He hecho algo que te haya molestado? ¿Estás enfadado?
—No, Maya, créeme, sólo quería salir a caminar, a pensar un poco.
Ella se incorporó y se puso de pie.
—¿Quieres un café?
—No, gracias. Creo que trabajaré un rato.
Maya miró su reloj. Eran casi las doce de la noche. Las dos noches anteriores, lo
había visto abrir la curiosa caja fuerte colocando la mano contra la placa negra.
Supuso que se trataba de un nuevo tipo electrónico programado para abrirse sólo por
contacto. Él siempre lo hacía distraídamente; luego ponía las carpetas que sacaba
sobre la mesa y trabajaba mientras ella leía un libro o escuchaba música.
—¿Todavía te duele la cabeza?
—No.
Ella se acercó y le puso una mano en la frente.
—No tienes fiebre.
Durante un momento se miraron en silencio. Luego Peter le apartó la mano,
enlazó sus dedos con los de ella y la besó. No fue un beso de «buenas noches» como
los que le había dado hasta ahora. No un beso rápido para empezar a conocerse. Fue
el resultado de tres días de mutua atracción física y mental y duró bastante. Su otro
brazo la rodeó y la acercó a su cuerpo, y ella se puso de puntillas, apoyó la mano en
su nuca y se apretó contra él. Cuando se separaron ella lo miró y apoyó la cabeza
contra el cuello de Peter.
Él murmuró entre los cabellos de Maya:
—Me resulta imposible no tocarte si te quedas más tiempo aquí. Tendrás que irte,
o no me podré aguantar.
Ella respondió en voz baja:
—No me iré.
Entonces Peter la cogió de la mano y la llevó a su dormitorio donde lentamente,
casi con reverencia, le quitó la ropa y la tendió en la cama. Volvió a besarla y sus
labios recorrieron los contornos del rostro de la muchacha.
La boca y la piel de Maya parecían vibrar bajo su contacto y, mientras Peter
bajaba la mano, el cuerpo de ella se arqueaba, expectante, buscando la mano de él.
Peter se apartó y la miró, mientras se desabotonaba la camisa. Los ojos de Maya
no sostenían la mirada de él; apartaba la cabeza y volvía a mirarlo. Su rostro reflejaba
deseo e incertidumbre, y Peter sabía que no era el simple preludio dramático de una
mujer que muestra una falsa inseguridad.
Se tendió junto a ella y le acarició los pechos, los besó y volvió a contemplarla.
Los labios de Maya estaban abiertos, pero tenía los ojos fuertemente cerrados.
—Maya, mírame.
Ella obedeció; Peter sintió su aliento cálido en la cara.
—Debes estar segura. No quiero que te entregues a mí por gratitud.

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Lentamente, ella negó con la cabeza, moviendo sus largos cabellos negros sobre
la almohada blanca.
—No, Peter. Sigue, por favor, sigue.
Entonces él besó de nuevo sus pechos y bajó una vez más la mano. Ella se arqueó
para recibirla y él la cerró sobre su pubis, y sintió su calor… Luego, de pronto, Peter
levantó la cabeza y miró los ojos cerrados de Maya, con una expresión de profundo
asombro.
—¡Maya!
Ella abrió los ojos. Sus ojos ansiosos.
Y Peter le preguntó entrecortadamente:
—¿Tú nunca…? ¿Es la primera…?
Maya asintió en silencio y, sin aliento, él se puso de espaldas y se quedó rígido,
mirando el techo.
Pasaron unos minutos, tras los cuales Maya se incorporó, se apoyó en un codo y
lo miró a la cara.
—¿Qué pasa? ¿Es algo terrible?
—No, por supuesto que no es terrible. Pero… estoy sorprendido.
—¿Entonces no me quieres?
Peter volvió la cabeza y vio las lágrimas que asomaban a sus ojos. Ella miró su
rostro dominado por una mezcla de desconcierto y ternura.
—Sí, te deseo, Maya, pero…
—Pero ¿qué? —El tono de ella se tornó amargo—. ¿No soy lo suficientemente
experimentada para ti? ¿Nunca has estado con una virgen?
Peter sonrió.
—Hace mucho tiempo que no me sucedía. Mucho tiempo.
—Me haces sentir muy rara… sólo por el hecho de no haberme entregado a nadie,
de haberme mantenido virgen hasta encontrar a un hombre al que pudiera amar.
Ante esa palabra él se volvió a mirarla.
—¿Estás diciendo que me amas?
—Hace tres años que te amo. —Maya lo dijo con tanta sencillez y absoluta
convicción que Peter no pudo encontrar la sombra de una duda en su mente.
—¿Desde aquel breve encuentro?
—Sí —dijo enfáticamente ella, todavía con cierto enojo—. ¿Eres tan estúpido y
tan ciego que no te has dado cuenta?
—¿Ha tenido eso que ver de alguna manera con tu deserción?
La furia de ella estalló. Se sentó en la cama, con los cabellos en desorden y sus
negros ojos en llamas.
—¡Por supuesto que sí!
—¿Y tu arte?
—¡Eso también! ¿Es que no puede haber más de una razón? ¿Las dos razones no
pueden ser parte una de la otra? ¿No me viste bailar? ¿No me viste bailar sólo para ti?

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¿No lo sentiste?
Él le sonrió, y luego lanzó una carcajada, extendió los brazos y la oprimió contra
su pecho, la besó y le dijo:
—Sí, lo vi, señorita primera bailarina, y después salí del teatro y volví a casa, y
cuando llegué supe que te amaba. No pude trabajar, y me quedé pensando en ti; sabía
que pocas horas después subirías al avión y te marcharías, y que no volvería a verte
jamás.
Ella sonrió, encantada y crédula.
—Podrías haber venido a Rusia.
Peter volvió a reír.
—Es cierto, pero me habrían encerrado durante un período mucho más largo que
tres días. —Su voz se tomó severa—. Bien. ¿Vamos a estar hablando toda la noche, o
quieres dejar de ser una curiosidad antropológica?
Maya no respondió; se tendió de espaldas y lo atrajo hacia ella. Él procedió con
cautela, maravillado, besando sus labios y su rostro, y luego bajando a sus pechos, y
más abajo, recorriendo con sus manos los costados de su cuerpo para al final separar
suavemente sus piernas. Ella estaba dispuesta y expectante, pero le resultaba difícil
dejar de lado años de represión. Peter entró en ella suavemente, pero Maya era muy
sensible y cada vez que trataba de penetrarla un poco más, se apartaba, ansiosa pero
asustada, como un pichón que vacilara en el borde del nido, probando sus delicadas
alas pero con miedo de lanzarse a lo desconocido. Él se apartó y la miró, puso una
mano contra su mejilla y dijo:
—Espera un momento.
Saltó de la cama, bajó desnudo el corto tramo de la escalera hasta la sala de estar,
buscó en un montón de discos, eligió uno y lo puso.
Cuando apareció de nuevo en la puerta del dormitorio, Maya oyó los sonidos de
Paquita de Minkus flotar por en la habitación. La música con la que él la había visto
bailar por primera vez. Maya sonrió, extendió los brazos y él fue hacia ella, que había
perdido ya toda su inseguridad. Esta vez ella no se apartó, sino que se alzó hacia él,
gritó y mantuvo los ojos abiertos, observando el rostro de Peter, aferrada a sus
hombros, clavándole los dedos en la carne y ofreciéndose de nuevo hasta que la
penetró; entonces ella lloró de alivio y placer y le besó la cara.
Peter trató de contenerse. De mantenerla sensible unos momentos más, pero no
pudo, y no fue necesario porque el rostro de la muchacha reflejaba la liberación final
de su cuerpo y gemía en la estremecida culminación mientras él llegaba también a la
suya.
Hacía mucho que el disco había terminado cuando se separaron. Él permaneció
abrazado a ella, susurrando palabras cariñosas y escuchando las de ella. Luego tuvo
otra erección y jugó lentamente con el cuerpo de Maya como con un instrumento,
como si ella bailara para la música de él.
Finalmente, Peter se separó y la miró y vio la sábana manchada de sangre, volvió

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a besarla, y dijo, sonriendo:
—La señora de la limpieza viene mañana.
De manera que se levantaron y lavaron juntos la sábana y la colcha que había
debajo y las pusieron a secar sobre el radiador. Se sentaron desnudos en uno de los
grandes sillones de cuero y bebieron coñac. Escucharon de nuevo a Minkus y Maya
se estremeció y se sentó en las rodillas de él y lo acarició. Mientras el sol iluminaba
las ventanas hicieron otra vez el amor y Maya le susurró al oído que pensaba trabajar
duro para ponerse a su altura.

El Consejo de Seguridad del Palacio del Reino de Arabia Saudí se reúne todos los
miércoles por la mañana en Riyadh, para tratar temas importantes de Defensa y
Relaciones Internacionales. Compuesto por cuatro príncipes de la familia gobernante
y seis personas comunes, que podrían describirse como tecnócratas, su función es
informar y aconsejar al Rey y al poderoso príncipe de la corona.
Entre esos plebeyos se encontraba Mirza Farruki, director del Servicio de
Información de Arabia Saudí, que ese miércoles por la mañana se veía obligado a
informar sobre los aspectos de seguridad de varias tensiones religiosas que se sentían
en todo el reino.
Hacía mucho tiempo que había problemas en la provincia oriental, donde
habitaba una gran minoría shiíta. El año anterior, ya se habían producido serias
revueltas que sólo habían podido sofocarse con mucho derramamiento de sangre. Se
temía que en el período cercano al Haj se produjeran más levantamientos. Mirza
Farruki no estaba demasiado preocupado, porque esos problemas estaban localizados,
y reflejaban en gran medida las tensiones que existían en todo Oriente Medio entre
las comunidades shiíta y zunita. Ya había mandado reforzar las fuerzas de seguridad
local, y Farruki informó al Consejo que la situación estaba controlada.
Luego habló de los rumores que se habían extendido por todo el reino y por todos
los estados islámicos referentes a la llegada de un Mahdi, que sería proclamado en el
Haj.
En un principio Mirza Farruki no se había preocupado demasiado por esos
rumores y sus implicaciones ya que no era nada raro que se hablara de un Mahdi en
las ferias o en las mezquitas del reino. Pero, en esa ocasión, los rumores habían
persistido y se habían intensificado, y lo más importante, no parecían tener una fuente
común. Sus averiguaciones habían demostrado que habían comenzado casi
simultáneamente en países tan diversos como Indonesia y Nigeria. Y siempre decían
lo mismo: que el Mahdi aparecería en el Haj.
Tan grande era el interés y las expectativas que se habían creado que se preveía
que este año acudirían a La Meca un veinte por ciento más de peregrinos de lo que
normalmente se esperaba. Los rumores habían comenzado tres meses antes; al
principio sólo corrían de boca en boca, pero después sucedió algo que dio ímpetu a

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los rumores significando una clara amenaza.
En todo el Islam los medios de comunicación recogieron los hechos y les dieron
publicidad, agregándole así mayor credibilidad.
Después había aparecido un hombre que, sin hacer ningún tipo de llamamiento,
había arrastrado a un gran número de seguidores.
En ese momento intervino uno de los príncipes para preguntar si se conocía la
identidad del hombre y, por qué no se lo había detenido.
Mirza Farruki respondió que, si bien la identidad del hombre les era conocida, no
lo habían podido detener porque no había infringido ninguna ley, ni religiosa ni de
ningún otro tipo. El problema era que, a pesar de haber generado rápidamente un
grupo de seguidores, ni él ni esa gente hablaban de la llegada de un Mahdi, ni
alentaban a otros a hacerlo. El hombre simplemente se trasladaba de un pueblo a otro,
de una ciudad a otra, orando en las diversas mezquitas y dando sermones… todos los
cuales contenían únicamente citas directas del Corán. Mirza Farruki respondió que no
podía arrestar a un hombre por citar el Corán, ni podía impedir que se trasladara de
un lugar a otro, porque no había cometido ningún crimen. Un aspecto inquietante del
asunto era que el hombre en cuestión, conocido como Abu Qadir, fuera aceptado y
bien recibido tanto por la comunidad zunita como por la shiíta, y que sus seguidores
pertenecían a ambas sectas, e incluso a otras.
Otro príncipe deseó saber cuántas personas formaban ese grupo de seguidores.
Mirza Farruki le dijo que era difícil de cuantificar. Normalmente se trasladaba
seguido de unas cincuenta personas, entre las que se encontraba un tal Haji Mastan,
un rico y respetado comerciante de Jeddah que había abandonado su negocio para
seguir al profeta.
Sin embargo, en cada lugar que visitaba Abu Qadir, parecía haber un grupo de
seguidores locales que rápidamente hacían correr la noticia de su llegada, asegurando
así la presencia de grandes multitudes que acudían a escuchar sus sermones.
En dos ocasiones Abu Qadir fue minuciosamente interrogado por la policía
religiosa. A la última, acudió incluso un destacado oficial del Servicio de Seguridad.
Estos interrogatorios fueron extremadamente difíciles y frustrantes, porque Abu
Qadir, lo mismo que Haji Mastan, jamás decían una sola palabra que no estuviera
sacralizada en el Corán. Parecía conocer a la perfección los seis mil versos,
aproximadamente, que lo componían.
Luego le preguntaron a Mirza Farruki qué pensaba hacer respecto a ese asunto, y
él tuvo que admitir que sus opciones se limitaban simplemente a observar, esperar y
escuchar. Si Abu Qadir, a través de la palabra o de los hechos, llegara a insinuar que
pretendía ser un Mahdi, inmediatamente lo arrestarían y lo juzgarían por ofensas
contra las leyes religiosas, castigadas con la muerte por decapitación.
Se sabía que él y muchos de sus seguidores harían el Haj a La Meca. Había
rumores de que se reunirían en Taif, a setenta kilómetros al sudeste, e irían a pie a La
Meca por el desierto, ignorando la gran autopista de seis carriles construida por el

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gobierno para trasladar hasta allí a los jefes islámicos del Estado que habían asistido a
la última Conferencia Islámica.
Mirza Farruki aseguró al Consejo que su Servicio controlaría constantemente el
peregrinaje. Si no sucedía nada espectacular durante los cinco días del Haj como él
esperaba, los seguidores de Abu Qadir se dispersarían rápidamente, y el problema
también.
El Consejo quedó satisfecho con las explicaciones de Mirza Farruki y pasó a
discutir la compra pendiente a los Estados Unidos de cuatro escuadrones más de
F-16.

Alan Boyd se sentía desconcertado. Sabía que Gemmel estaba de permiso, pero le
parecía extraño, por decir algo, que se tomara vacaciones tan cerca de la culminación
del proyecto. Llegó a Londres desde Jeddah… donde había estado revisando las
cuerdas que controlaban a Haji Mastan, cuerdas que pasaban por sus propios dedos a
otros invisibles.
Al llegar a Petworth House le dijeron que no informara a Gemmel sino a
Perryman mismo. La reunión no había servido para disipar su desconcierto. Perryman
se limitó a señalar que Gemmel estaba cansado y que necesitaba un descanso; el
secreto de todo era saber delegar, y que él se sentiría muy honrado de ocupar su lugar.
Escuchó sus informes y comunicó a su vez que los norteamericanos cumplían
normalmente con su programa y que el satélite láser pronto sería transportado desde
Palmdale a Cabo Cañaveral para unirlo a la lanzadera espacial Atlantis.
Sólo más tarde cuando entró en el bar, y anduvo un rato por los pasillos de
Petworth House, se enteró de lo de la hermosa bailarina rusa que después de desertar
había acudido directamente a Peter Gemmel y que ahora vivía en su casa. Su
desconcierto creció, porque Boyd lo conocía bien, y semejante comportamiento era
completamente extraño a su carácter.

* * *

Maya estiró el cuello para mirar el interior de la cúpula de la catedral de San Pablo.
—Es hermoso —le dijo a Gemmel, que estaba junto a ella—. Pero en Rusia
tenemos muchas cúpulas.
Él sonrió, la tomó del brazo, salieron de la catedral y bajaron la gran escalinata.
Esa hermosa mañana soleada la había dedicado a enseñarle la City, la parte de
Londres que contiene el distrito financiero y muchos edificios históricos.
—Un nido del capitalismo —le dijo, mientras caminaban irnos minutos y
llegaban hasta la imponente fachada del Bank of England. Maya estaba intrigada por
el «mensajero» que se hallaba de pie ante la puerta de entrada, un gigante que llevaba
capa y sombrero de copa.

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Regresaron cogidos del brazo, pasaron ante la catedral y se dirigieron a la calle
Old Bailey y al Old Bailey mismo. Entonces él le señaló la figura de una estatua
femenina con los ojos vendados que sostenía la balanza de la justicia.
—¿De manera que es aquí donde indultaron al que comía huevos para el
desayuno? —Sonrió y tiró del brazo de Peter—. ¿Podemos entrar?
Mientras avanzaban por los corredores abovedados, Maya se volvía para mirar a
los abogados con peluca y toga que caminaban apresuradamente y con aire
importante.
Gemmel le explicó que había veintitrés juzgados en el edificio, y, que aparte de
ocuparse de los crímenes importantes, también impartían justicia sobre casos menores
ocurridos en la misma City. Se detuvieron en la puerta del Juzgado Número
Diecisiete. En ese momento había un juicio y, siguiendo un impulso, él la tomó del
brazo, entraron y se sentaron en los bancos del público. Maya miró con fascinación al
asistente del juzgado que ordenaba a todos ponerse en pie y después a un viejo juez
vestido con una toga color escarlata que ocupaba su lugar con gran dignidad en el
estrado. El asistente leyó las acusaciones y Gemmel susurró la traducción al oído de
Maya.
Era un caso menor de fraude contra el propietario de una agencia de viajes de
poca monta. Maya estudió al acusado sentado en el banquillo y decidió que sin duda
era culpable. Llevaba un traje escocés chillón, el cabello grasiento le llegaba casi
hasta los hombros, y sus ojos habrían detectado una moneda a mil metros de
distancia. Pero tenía un abogado muy rápido que no se perturbó en absoluto por la
actitud intimidatoria del fiscal. El abogado encontró una trampa legal, que magnificó
hasta tal punto que finalmente intervino el juez, en primer lugar, para amonestar al
fiscal por llevar un caso mal preparado al juzgado y causar así una pérdida de tiempo,
y después para sobreseerlo.
—Pero el hombre era culpable —exclamó Maya mientras salían—. Obviamente
lo era.
Gemmel se sintió un poco molesto, y la llevó a un pub de la acera de enfrente,
The Magpie and Stunt. Se acomodaron en el salón del piso de arriba, y allí le explicó
que lo llamaban Juzgado Número Diez desde la época en que Old Bailey sólo tenía
nueve juzgados.
Escogieron una mesa del rincón y Peter trajo un vaso de vino blanco para ella y
un whisky para él. Maya estaba extrema, miraba a su alrededor nerviosa. En el bar
había viejos poemas enmarcados en la pared, y el lugar tenía un aspecto de total
desorden. Peter le contó algo de su historia. En el siglo XIX los prisioneros
condenados a muerte a menudo eran llevados allí desde la prisión de Newgate para su
última comida antes de la ejecución. Había un túnel que conectaba el pub con la
prisión. Por aquel entonces, la gente reservaba las mesas junto a las ventanas para
poder ver mejor las ejecuciones en la horca que se realizaban a la entrada de la
prisión.

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—¿En el juzgado todo era igual? —preguntó ella—. Quiero decir igual que ahora,
con el juez y los abogados disfrazados.
Entonces él le habló un poco del derecho consuetudinario británico y de la forma
en que se había desarrollado. Notó, sin embargo, que ella estaba algo molesta y
supuso que sería por culpa del caso que acababa de presenciar. Comenzó a defender
el sistema, señalando que aunque tal vez el hombre era culpable, en algunas
ocasiones la ley era débil y maleable. Entonces Maya negó con la cabeza, se le
llenaron los ojos de lágrimas, y él se quedó totalmente confundido.
—El fiscal —dijo— no ha podido hacer nada. El juez más o menos lo ha llamado
estúpido.
Gemmel guardó silencio, sin poder comprender lo que le pasaba, y entonces
Maya advirtió su desconcierto y cubrió la mano de él con la suya, explicándole cuán
profundamente la había afectado el episodio. Sin duda el hombre era culpable, y en
Rusia automáticamente lo habrían enviado a prisión… con o sin abogado inteligente.
Sólo porque el demandante y el juez eran parte del mismo equipo. Un juez en Rusia
nunca podía criticar a un fiscal o a un policía. Sería como darse una puñalada a sí
mismo por la espalda. Pero ella acababa de ver en Old Bailey una clara demostración
de que el brazo de la ley y el árbitro de la ley estaban totalmente separados. No
importaba que el pequeño delincuente saliera en libertad. Era hermoso que eso
sucediese, y hermoso que el viejo juez hubiese dicho al fiscal que no le hiciera perder
el tiempo.
—No son los edificios, Peter —dijo Maya—, ni las ropas anticuadas ni el
lenguaje. Es sólo que si un pequeño delincuente como ése puede entrar en semejante
lugar y salir libre, entonces todos tienen la posibilidad de ser libres.
Él pensó en lo que ella acababa de decir, y entendió la lógica de su argumentación
y la impresión profunda que ese pequeño episodio podía producir en alguien
habituado a un sistema totalitario que jamás podría admitir un error.
Almorzaron en un lugar pequeño y luego él la llevó a ver la Tbrre de Londres, el
Parlamento, y el palacio de Buckingham. Tendría que haberse sentido como un guía
turístico, pero ella se mostraba curiosa y sus preguntas eran poco comunes. ¿Cuánto
ganaba un miembro del Parlamento? ¿Era cierto que podía trabajar además en otra
cosa? ¿Realmente la reina no tenía poder? ¿Era muy rica? ¿Y cómo podía permanecer
imparcial cuando había un gobierno de izquierdas en el poder? Él le respondió de
forma amplia… sorprendido, pero complacido por el giro de sus preguntas y por la
visión que las estimulaba. Finalmente volvieron a casa a toda prisa porque ella había
pedido una comunicación para hablar con su madre y se habían olvidado de la hora.
Al entrar en el callejón le comentó que ya no estaban los hombres que vigilaban la
casa.
—Ya no —dijo él—. Todo eso pertenece al pasado. Creo que los rusos han
renunciado definitivamente a ti.

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La llamada telefónica no fue lo que ella esperaba. Maya habló con su madre durante
diez minutos, pero cuando volvió a la sala Peter vio que hacía mala cara.
Su madre estaba triste, la echaba mucho de menos y sus amigas ya no iban a
visitarla por temor a disgustar a las autoridades. Se sentía sola.
Él trató de consolarla, diciéndole que todo eso pasaría pronto, que era muy
normal y predecible. Pero estaba muy afectada y se fue triste a la cocina a preparar la
cena. Peter sólo pudo encogerse de hombros y poner música con la esperanza de que
se le pasara.
Una vez más, en Moscú, Gordik, Tudin y Larissa escucharon una grabación de la
conversación; cuando terminó, Larissa apagó el aparato y Gordik hizo un gesto de
satisfacción y dijo:
—Ha quedado lo suficientemente claro. Ella lo habrá comprendido.
—¿No crees que la aprietas demasiado? —preguntó Tudin—. Sólo hace diez días.
Él alzó las manos en un gesto de «¿qué podemos hacer?».
—Es imposible saberlo. Pero tengo la sensación de que no tenemos mucho
tiempo. Además, si ella ha de enterarse de algo, es más probable que lo haga ahora en
la primera época del romance… mientras las defensas de él estén bajas.
Tudin no estaba convencido, y pensaba que lo que hacía Gordik era empujar a
Maya a hacer sus movimientos antes de que la influencia de Gemmel se volviese
demasiado fuerte.
—De todas maneras —continuó Gordik—, han retirado la vigilancia de su casa.
Al menos la vigilancia activa. Lo único que tenemos que hacer es correr el riesgo.
En Petworth House el señor Bennett desconectó el aparato, miró al señor Grey y
dijo enfáticamente:
—Botas de piel.
El señor Grey estudiaba una transcripción de la conversación anterior. Asintió
lentamente.
—Sí, es verdad que nuestros veranos son notablemente malos, pero ni una madre
preocupada insistiría tanto, especialmente una madre rusa. Vuelve a poner esa parte.
El señor Bennett puso en marcha el aparato y oyeron a la madre expresar su
preocupación porque Maya pudiera pasar frío: «¿has comprado ya las botas de piel?».
Maya respondía que no, que había estado muy ocupada, pero que pronto las
compraría. Además, decía que hacía calor y que por favor no se preocupara más. Pero
la madre insistía. Sólo se tranquilizó cuando supo que Maya tenía la ropa adecuada, y
que incluía botas de piel.
El señor Bennett desconectó de nuevo el aparato y dijo:
—La persiguen. Apenas diez días y ya la están persiguiendo.
El señor Grey estaba inmerso en sus pensamientos. Pensamientos irritados.
—Si al menos Perryman nos permitiera conocer el cuadro completo —dijo
eventualmente—. Quiero decir, sería útil que supiéramos qué es lo que busca… en
qué está trabajando Peter.

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—Bien, para que el KGB esté tan impaciente, debe ser algo muy grande.
—Indudablemente —asintió Grey con amargura—. Y parecen saber mucho más
que nosotros.
Se acercó al teléfono y marcó el número de Perryman.

Maya estuvo callada durante toda la cena y apenas probó la comida. Después de un
rato él dejó de intentar levantarle el ánimo y puso un concierto de Beethoven para
llenar el silencio.
—¿Vas a trabajar esta noche? —preguntó Maya.
Peter negó con la cabeza.
—No, me he cansado con esos paseos por Londres. —Hizo un gesto hacia el
tocadiscos—. Cuando termine me iré a la cama.
Maya llevó la bandeja a la cocina, preparó café y lo sirvió en dos tazas. Luego
abrió su cartera y sacó un maquillaje compacto. Con una cucharita raspó algunos
gramos del polvo y lo mezcló en el café de una de las tazas.
El concierto terminó, Gemmel vació su taza de café y le sonrió; Maya, estaba
sentada frente a él ante la mesita.
—No estoy demasiado cansado para hacer el amor.
La sonrisa de Maya fue débil, casi patética, y él se puso de pie, la obligó a hacer
lo mismo y la besó.
—Trata de no pensar en ello, Maya. Tu madre se pondrá bien. Llámala otra vez
dentro de unos días. Ya verás.
Gemmel desconectó el estéreo y apagó las luces. La llevó a la cama y comenzó a
acariciarla. Extrañamente ella no respondía y Peter vio que tenía los ojos húmedos.
Luego comenzaron a pesarle los párpados y no recordó nada más de esa noche.

Maya dobló la esquina y siguió caminando deprisa. La calle estaba desierta, a


excepción de un borracho que se encontraba en la acera de enfrente y que avanzaba a
tumbos, sin percibir nada de lo que le rodeaba. Pero a pesar de todo, Maya esperó
junto a la cabina telefónica roja hasta que el hombre desapareció de su vista. Luego
miró nerviosa a su alrededor y se deslizó dentro de la cabina. Sabía cómo usar el
teléfono. Lo había practicado en una réplica exacta en Moscú. Marcó el número y
sólo oyó un timbrazo antes de que respondieran. Colocó la moneda, dijo dos frases,
colgó el receptor y volvió apresuradamente a la casa.
Ellos llegaron veinte minutos más tarde. Eran tres. Mientras los hacía entrar la
saludaron con cortesía y deferencia. Llevaban ropa oscura y guantes y miraban
alrededor con interés mientras pasaban a la sala de estar. Ella ya había sacado los
libros. Los hombres miraron la caja fuerte y ella les explicó como funcionaba.
La escalera era estrecha así que tuvieron muchos problemas para bajarlo, como

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Maya, los había tenido para ponerle el pijama. Uno de ellos resbaló y casi dejó caer la
cabeza. Maya le dirigió un insulto en un susurro. Primero colocaron la mano
izquierda de Gemmel contra la placa negra y no sucedió nada, pero maniobraron con
su cuerpo laxo y consiguieron poner su palma derecha; se oyó un zumbido y una serie
de clics, se movió la manija y la puerta de la caja fuerte quedó abierta.
Tardaron cuarenta minutos en fotografiar todos los documentos y, mientras Maya
los observaba, sentada en una silla, se preguntaba por qué habrían traído una sola
cámara. Gemmel estaba desplomado en un sillón frente a ella, pero evitaba mirarlo.
Uno de los hombres sostenía la pequeña y poderosa linterna, mientras otro volvía
las páginas y el tercero fotografiaba… tres tomas de cada página. Cada dos por tres
tenía que cambiar el rollo y en una de esas ocasiones el que volvía las hojas se acercó
al carrito de las bebidas para servirse una copa; entonces la voz fría de Maya lo
detuvo:
—No toquen nada. Hagan lo que tengan que hacer y váyanse.
El hombre se encogió de hombros y se reunió con los otros y la cámara comenzó
a fotografiar otra vez.
Maya colocó los libros en su lugar mientras los hombres subían a Gemmel al
dormitorio. Cuando bajaron ella ya estaba junto a la puerta abierta de la casa.
Uno de ellos dijo, solemnemente:
—Camarada Kashva, tengo instrucciones del camarada Gordik para que venga, si
lo desea, con nosotros. Estará de vuelta en Moscú mañana por la noche.
La miraron con curiosidad, observaron su rostro pálido, consumido, ella negó con
la cabeza, y los hombres se fueron. Maya volvió a la sala de estar, conectó el estéreo
y puso un disco en el plato. Luego se sirvió un coñac grande y se acurrucó en un
sillón para escuchar Paquita. Durante un rato su rostro estuvo inexpresivo, después la
música llegó a su culminación y sus mejillas blancas se humedecieron de lágrimas.
Cuando la música terminó se sirvió más coñac y volvió a poner el disco; ya no le
quedaban más lágrimas.
Su mente había repasado todas las alternativas de su situación. El amor a su país,
el amor a su madre y, finalmente, el amor a Gemmel. No encontraba forma de
reconciliarlos. Había descartado fácilmente la opción de volver a Rusia, pero no
deseaba vivir sin Gemmel. Era como si hubiese estado destinada a él desde su
nacimiento. Su alma melancólica le decía que si trataba de vivir sin él, la existencia
no tendría sentido.
Encontró un lápiz y papel, se sentó ante la mesa y escribió durante unos minutos.
Estaba ligeramente ebria por el coñac y su letra era desigual. Dejó el papel sobre el
disco negro que había puesto en el tocadiscos, luego fue a la cocina y llenó un vaso
de agua tibia. Poco a poco dejó caer todo el contenido del maquillaje compacto en el
vaso, y miró hacia delante mientras removía el agua hasta que ésta quedó totalmente
clara. Se llevó el vaso al dormitorio y lo colocó sobre la mesita de noche. Acto
seguido y con mucho esfuerzo, logró quitarle el pijama a Gemmel. Le costó trabajo

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porque él estaba laxo y pesado y Maya estaba ebria y las lágrimas le impedían ver
bien. Durante largo rato estuvo mirando el cuerpo desnudo de Gemmel; después, de
repente, se puso de pie, se desvistió, tomó el vaso y, con gran determinación, se lo
bebió de un solo trago.
Se acostó junto a él, moldeando su cuerpo contra el suyo y enlazando sus piernas
con las de él, lo rodeó con sus brazos y hundió la cara en su cuello.

Gemmel se despertó con un terrible dolor de cabeza. Era casi mediodía y sentía frío
hasta la médula de los huesos. Con gran dificultad se liberó de aquel frío y rígido
abrazo.

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17

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?


Gordik golpeaba rítmicamente la mesa, mientras Tudin, Larissa y los cinco
hombres de la Dirección de Investigación y Análisis seguían inexpresivos.
Gordik miró con furia al hombre con gafas que estaba a su izquierda.
—¿Por qué, Malin?
Malin sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se quitó las gafas y se puso a
limpiarlos.
—¿Bien? —insistió Gordik con irritación, y Malin hizo algo totalmente extraño
en él. Tal vez porque estaba cansado. Llevaban dos horas sentados, y empezaba a
dolerle la espalda por culpa de la ciática. Tal vez decidió que, a los sesenta años de
edad, bien podía retirarse. En todo caso, perdió la paciencia y lanzó su mirada al
asombrado Gordik.
Qué quería exactamente el camarada, comenzó a decir sarcásticamente. ¿Nunca
estaba satisfecho? Habían recibido una migaja de información y con ella habían
construido toda una panadería. Hace dos meses sólo tenían conocimiento de un rumor
sobre una importante y muy próxima operación de la sección de Investigación
occidental. Y a esas alturas el camarada ya tenía hasta los últimos detalles de esa
operación. Una gran artista soviética acababa de arriesgar todo para obtenerla. Había
sido una operación extraordinariamente brillante con más éxito del que cualquiera
podía soñar. Y, sin embargo, el camarada Gordik seguía igual de insatisfecho y
suspicaz, incapaz de aceptar lo obvio; seguía buscando ratones por todos los rincones.
Bien, ¡él, Yuri Malin, era un analista, no un cazador de roedores!
Terminó de hablar con su rostro muy cerca del de Gordik, los ojos encendidos por
la furia y la boca temblorosa. Los otros lo miraban, fascinados.
Lentamente Gordik se acercó hasta que su cara quedó a pocos centímetros de la
nariz de Malin y le dijo apretando los dientes:
—Lev, por favor ve hasta el bar y sírvele un whisky grande al camarada Malin. —
Luego se echó a reír y le dio una palmada en el hombro—. ¡Por fin —dijo—, hablas

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con el corazón y no sólo con la cabeza!
Malin miró nervioso a su alrededor. Su furia había desaparecido y no estaba
seguro de si Gordik era sincero o simplemente jugaba con él. Pero luego vio sonreír a
Larissa y comenzó a tranquilizarse.
Gordik llamó a Tudin al bar y le indicó que preparara bebidas para todos, se
recostó en el respaldo de su silla y dijo:
—Sí, ha sido una operación brillante, con un éxito que supera con mucho nuestras
expectativas. Pero, camaradas, sospecho que Gemmel estaba preparado.
—No tiene sentido —dijo Tudin, pasando las bebidas—. Como ejercicio de
desinformación no tiene sentido.
Malin bebió un trago de su whisky y, envalentonado, volvió a hablar.
—Tal vez haya un objetivo. Tal vez deseaban convencemos de que los
norteamericanos han controlado realmente el problema de divergencia del láser. Es
decir, no tiene sentido poseer un arma potencialmente sofisticada si el adversario de
uno no la conoce. No lo tiene, si el arma se ha de usar como elemento de persuasión.
—Es cierto —concedió Gordik—. Nuestros expertos en láser consideran muy
improbable que los norteamericanos hayan superado el problema de la divergencia;
pero, si es así, es un acontecimiento de importancia trascendental.
Uno de los otros hombres sacudió la cabeza.
—Si realmente los británicos lo esperaban y no estoy convencido de que así
fuera, no sería por esa razón. Al fin y al cabo, si ellos, o los norteamericanos, desean
informamos de la existencia de armas tan importantes podrían hacerlo a través de una
demostración convincente. Además, la información que viene de Oriente Medio
tiende a confirmar que la operación, tal como está descrita, realmente se está llevando
a cabo y avanza hacia su culminación.
—Eso también es cierto —asintió Gordik. Su voz tomó un tono de admiración—.
Qué concepto. ¡Tomar el Islam! ¿Qué clase de mente podría pensar en eso? ¿Y por
qué arriesgarlo, aun pasando información errónea?
—Bien, tal vez no lo esperaban —se aventuró a decir Larissa. Hubo un silencio
mientras todos pensaban en esa posibilidad, y acto seguido Gordik se encogió
resignadamente de hombros y le contestó:
—Tal vez tengas razón. No sobreestimemos a los británicos. Yo me habría
contentado con que nuestra golondrina descubriese la más pequeña información. El
hecho de que nos haya entregado todos los detalles no significa que los hayan dejado
ahí para eso.
—¿Entonces qué curso de acción adoptaremos? —preguntó Tudin.
Gordik bebió un sorbo de whisky pensativo y dijo:
—Eso es algo que decidirán las altas esferas, pero parece haber dos opciones. O
lo exponemos ahora o esperamos a ver qué sucede sobre la mesa, para ver si
realmente los norteamericanos han controlado el problema de la divergencia.
Malin hizo una objeción:

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—¿Y correr el riesgo de que proclamen al Mahdi? Con dos millones y medio de
observadores será difícil evitarlo. No importa lo que digamos o hagamos.
Gordik estaba a punto de responder cuando uno de los teléfonos de su escritorio
sonó de forma estridente. El teléfono azul, que lo conectaba directamente con su jefe,
el director del KGB. Se acerco al escritorio, levantó el receptor y dijo:
—Gordik.
Escuchó durante dos minutos, mientras su rostro registraba un creciente asombro.
Entonces respondió:
—Sí, señor. —Colgó el auricular y lo miró durante largo rato.
Luego, sin volverse, espetó:
—La reunión ha terminado.
Todos los que se hallaban sentados alrededor de la mesa se miraron
desconcertados; entonces los cinco hombres del Departamento de Investigación y
Análisis se pusieron de pie y salieron. Mientras se cerraba la puerta, Gordik se volvió
hacia Larissa y Tudin y dijo sombríamente:
—El MI6 ha enviado un comunicado en el que nos notifican la muerte de Maya
Kashva. Se ha suicidado.
Los rostros de Larissa y Tudin parecían tallados en piedra.
—Además —añadió Gordik—, me han invitado personalmente a una reunión con
Perryman, una reunión en Londres.
—¿Qué cifra has mencionado? —preguntó Hawke dándose la vuelta.
—Cincuenta y dos millones coma siete —contestó Wisner.
Hawke miró por la ventana el paisaje como una escultura que rodeaba la central
de la CIA y murmuró:
—Y todo por un imbécil.
—Podría haber sido peor —dijo Wisner.
Hawke se volvió para mirarlo y para mirar también a Falk y a Meade, que estaban
sentados alrededor de la mesa.
—Quiero decir que si hubiéramos lanzado la cosa ustedes habrían tenido que
agregar otros ciento veinte millones a la cuenta.
Todos tenían la expresión de estar asistiendo a un funeral, y en cierto modo así
era, porque el propósito de la reunión iba a ser enterrar la operación Espejismo lo más
rápidamente posible. El director había sido bastante explícito.
—No dejen ningún rastro… ni siquiera el olor del pedo de un agente.
Ya se habían enviado instrucciones para retirar el equipo de campo de Jeddah, y
el Servicio de Información de un Estado cliente de los Estados Unidos había recibido
el pago y la información para eliminar a Haji Mastan. No era conveniente dejar Ubre
y contando cosas raras a un topo descontento. Él era el único lazo con la CIA y, por lo
tanto, cuando el KGB destapara el asunto todos los funcionarios norteamericanos
declararían estupefacta y digna ignorancia. Los británicos, por supuesto, que se las
arreglaran como pudieran.

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Hawke volvió a ocupar su asiento y, mientras se sentaba exhalando un suspiro,
sonó uno de los teléfonos de su escritorio. El verde.
Sólo habló su interlocutor; pero el rostro de Hawke reflejaba su asombro mientras
murmuraba «Sí, señor», a frecuentes intervalos. Cuando cortó, los tres hombres que
estaban sentados a la mesa se habían inclinado hacia él con gran ansiedad.
Falk comentaría más tarde que nunca había visto a Hawke tan estupefacto, pero
eso era porque no había estado presente la noche anterior, cuando recibió la noticia de
Londres.
Hawke se repuso con esfuerzo.
—Leo —dijo rápidamente—, solucionemos los aspectos más urgentes. Llama por
teléfono para detener el ataque a Haji Mastan. Y el equipo de campo deberá
permanecer en Jeddah hasta nuevo aviso.
—¿La operación continúa? —preguntó Wisner sin poder dar crédito a sus propias
palabras.
—Digamos que queda en suspenso durante cuarenta y ocho horas. Ha habido una
reunión del Consejo de Seguridad Nacional y se han presentado una o dos
sugerencias. Yo salgo inmediatamente para Londres, donde tendré una reunión con
Perryman… y con Vassili Gordik.
Sólo Wisner preguntó quién era Vassili Gordik.
Hawke sonrió con desgana.
—Es mi igual en el KGB.

Esa vez Perryman había elegido Regent’s Park. Él y Gemmel caminaban con la típica
postura corporal inglesa… Las manos enlazadas en la espalda, los torsos ligeramente
inclinados hacia delante, y volviéndose el uno al otro mientras conversaban.
Durante media hora Perryman había estado informando a Gemmel sobre las tres
reuniones que habían tenido lugar esa misma mañana: la primera entre él y Gordik, la
segunda con Hawke y la tercera con los dos a la vez.
—¿Qué te ha parecido Gordik? —preguntó Gemmel.
—Bastante civilizado. —El rostro de Perryman mostró un leve asombro—. Creo
que estaba auténticamente afectado por la muerte de la señorita Kashva. A propósito,
rechazó mi ofrecimiento de permitirles acceso al post mortem. Dijo que era
totalmente innecesario.
Miró el rostro perturbado de Gemmel y cambió rápidamente de tema.
—Hawke, sin embargo, ha estado un poco más difícil.
—Me lo imagino.
—Sí… bien, tiene razón en algo. Se han gastado una gran cantidad de dinero y
supongo que su puesto estaba en juego.
Gemmel sonrió un instante.
—Pero ¿ganaste tú?

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—Bueno, sí. Pero estaba indignado y resentido. Ya había recibido instrucciones
bastante explícitas en Washington.
Con anterioridad Perryman le había explicado el resultado de las otras reuniones,
mencionando que se habían hecho contactos iniciales en los más altos niveles tanto
en Moscú como en Washington, y comentado que era verdaderamente impresionante
con cuánta rapidez podían organizarse las cosas cuando uno trataba con gente en
posición de tomar decisiones rápidas, en especial cuando estaban en juego intereses
nacionales de primer orden.
Los rusos habían comprendido inmediatamente la lógica. La operación Espejismo
se aproximaba a su culminación y sus objetivos coincidían a la perfección con los
propios intereses soviéticos. Simplemente se trataba de hacer un negocio razonable y
reconocer el terreno común.
—Había kilómetros y kilómetros de terreno común —comentó Perryman.
En primer lugar, Rusia tendría a fines de siglo entre cincuenta y sesenta millones
de musulmanes en su propia frontera del sur y del este. Al mismo tiempo se
convertiría en un importador de petróleo de los estados islámicos de primera
importancia, y los precios cada vez mayores serían desastrosos para las frágiles
economías del bloque del Este. Acorto plazo estarían empantanados en Afganistán, y
un aspecto del negocio era que, si la operación Espejismo triunfaba, los Estados
Unidos permitirían al Mahdi usar su influencia para hacerles la vida más fácil. A
cambio, ayudaría a los norteamericanos a restablecer su influencia en Irán, dejando a
los rusos fuera del cuadro. En realidad, se habían demarcado zonas de influencia en
todo el Oriente Medio. Era, según dijo Perryman, una repetición de la historia en el
momento en que, en el siglo XVI, el papa de entonces arbitrara una disputa entre
España y Portugal dividiendo virtualmente el mundo entre ellas.
Los norteamericanos habían visto los beneficios y reconocido que, con los rusos
como socios, habría pocas probabilidades de que el complot se descubriera. Perryman
preguntó, un poco cáusticamente, cuánto tiempo le habría llevado al KGB eliminar a
Haji Mastan, especialmente habiendo tantos agentes de la CIA en Jeddah. Los
norteamericanos también habían visto la ventaja de dar a los rusos una espectacular
demostración de primera mano de su nueva tecnología con el láser. Las futuras
conversaciones de la SALT serían mucho más fáciles si los norteamericanos
negociaban a partir de una posición de fuerza.
De manera que se llegó a un trato y, por primera vez en la historia, la CIA y el
KGB se convertirían en aliados.
—Una perspectiva que da miedo, bien mirada —dijo Perryman—. Pero en este
caso es bastante adecuada.
—¿Y dónde quedamos nosotros? —preguntó Gemmel—. Quiero decir en lo que
se refiere a la operación.
—Bien, obviamente, nosotros iremos en el asiento de atrás. Los norteamericanos
«dirigirán» a Haji Mastan. —Sonrió—. Con un equipo de contacto ruso, por

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supuesto. Se ha decidido que enviarán uno a la central de campo en Amán, para
controlar las etapas finales. Nuestra posición será la del honesto intermediario que
interactúa entre las dos partes.
A pesar de su estado depresivo, Gemmel tuvo que sonreír al oír la terminología de
Perryman. Desde la caída del Imperio, incontables políticos británicos habían tratado
de poner a Gran Bretaña en el papel del honesto intermediario.
—¿Y yo en qué posición quedo? —preguntó.
Llegaron a una bifurcación del sendero. Por un lado, se iba al zoológico y por el
otro a una zona de juegos. Perryman hizo un gesto hacia la zona de juegos infantiles y
caminaron hacia allá en silencio. Encontraron un banco y se sentaron.
—Tu posición —dijo Perryman con firmeza— quedó claramente definida en la
tercera reunión. Continuarás en la operación como nuestro principal representante.
—¿Has tenido que batallar mucho?
Perryman negó con la cabeza.
—Realmente no. Gordik estaba muy tratable.
—¿Y Hawke?
—Menos. Dijo algunas groserías sobre el MI6 y nuestra seguridad. Yo sentí en su
actitud una fuerte motivación personal. Obviamente se siente traicionado por un
«amigo», de manera que es natural que su desilusión sea mucho mayor. La verdad, se
quedó un tanto sorprendido cuando le dije que no te habían despedido en el acto.
—¿Y Gordik?
Perryman sonrió.
—El camarada Gordik es un hombre astuto. En nuestra primera reunión insinuó
que todos sabíamos lo de la golondrina, que le habíamos preparado el nido, por así
decirlo.
—¿Y?
Perryman sonrió con complacencia.
—Lo miré de una forma que me pareció enigmática y sabia al mismo tiempo.
Creo que acerté, porque abandonó la cuestión. Sin duda cree que nos encanta nuestro
papel de intermediarios honestos y que lo usaremos en un esfuerzo por ganar
influencia entre las dos superpotencias… y por supuesto, cosechar los
correspondientes beneficios del resultado de la operación.
Gemmel sonrió y preguntó:
—¿Entonces cuál es el próximo paso?
—Otra reunión —replicó rápidamente Perryman—. Solamente vosotros tres. Esta
noche en la suite de Gordik en el Hotel Savoy. Debo decir que, tratándose de un
ferviente comunista, a Gordik le gusta vivir bien. —Echó una mirada irónica a
Gemmel—. Pero ésa parece ser la característica de la mayoría de los agentes de
Información en la actualidad.
Gemmel no parecía estar escuchando. La zona de juegos estaba desierta, a
excepción de un hombre y sus dos hijos pequeños… un niño de unos tres años y otro

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de cinco. El hombre llevaba un traje de oficina a rayas, tenía el pelo encanecido y una
expresión ansiosa mientras corría de uno a otro lado, columpiando a uno de los niños
y esperando a que el otro bajara por el tobogán.
Aparte de las voces agudas de los niños, no se oía nada más.
Luego Perryman preguntó en voz baja.
—¿La amabas, Peter?
Gemmel asintió, sin apartar los ojos de la zona de juegos y de los dos niños.
—Lo siento de veras.
Gemmel se volvió hacia él, y luego volvió a mirar el patio de juegos.
—Sólo te pido que no digas nada referente a cascar huevos para hacer tortillas.
Perryman no respondió a eso y unos minutos después Gemmel comenzó a hablar
de nuevo, en voz baja y monótona, como si hablara consigo mismo.
—Ya sé, ya sé… tendría que haberme dado cuenta. Además, le doblaba la edad…
pero, no pude evitarlo. No pude evitarlo. No pude contenerme… no quise. Sabía
quién era. Estaba preparado, pero acariciaba la remota posibilidad de que
estuviéramos equivocados; de que el enfoque viniera de una dirección diferente. —
Sacudió la cabeza como si quisiera aclararse las ideas—. Hace tanto tiempo… y ella
era tan hermosa… en todo sentido. No podrías creer lo hermosa que era.
—Creo que sí —dijo Perryman con suavidad—. Un año después de la muerte de
mi esposa… de eso ya hace ocho me sentía muy deprimido. Supongo que por fin lo
había aceptado, y, además, en ese momento atravesábamos una situación muy difícil
en la oficina. En realidad, yo estaba haciendo tu trabajo. Creo que tú estabas en
Berlín con el caso Becker.
Gemmel asintió. Estaba un poco sorprendido por el tono familiar que empleaba
Perryman.
—Bien, un día —continuó Perryman—, decidí tomarme un descanso. Lo hablé
con Henderson y él estuvo de acuerdo. —Sonrió al recordarlo—. Era a fines de
septiembre, hacía un tiempo muy malo, húmedo. Yo me encontraba paseando por
Oxford Street y entré en la primera agencia de viajes que vi. Les dije que me
reservaran un pasaje para cualquier lugar del mundo donde hiciera sol… me daba
igual, donde fuera, siempre que no tuviera que esperar… y me enviaron a Grecia…
Mykonos. Bien, el hotel no era muy bueno, pero se encontraba sobre una playa
rocosa. Era temporada baja y por lo tanto no había casi nadie… la mayor parte de los
huéspedes eran gente mayor, principalmente escandinavos, menos una muchacha
joven, de unos veinte años, una finlandesa. Había llegado un día antes que yo. —
Echó una mirada a Gemmel y, al ver su obvio interés, continuó—. Yo tenía una
habitación con terraza que daba a la playa, y la primera semana me pasé la mayor
parte de los días sentado allí, leyendo. La chica siempre tomaba baños de sol justo
debajo de mi terraza. Llevaba un bikini diminuto, sin la parte de arriba… y era
extraordinariamente hermosa. Aunque parezca curioso; ninguno de los empleados del
hotel la molestaba. Irradiaba un aire de soledad, casi como si llevara un cartel que

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dijera: «No tocar». ¿Me entiendes?
—Sí, te entiendo perfectamente.
—Bien, durante esa primera semana —continuó Perryman—, vi cómo el sol
ponía su piel de color dorado. Tenía largos cabellos de un color rubio muy claro, que
se aclaraban más todavía a medida que se oscurecía su piel. Después de un tiempo me
resultó imposible apartar mis ojos de ella. Era un poco incómodo; me sentía como
alguien que espía por el ojo de la cerradura. —Sonrió—. Allí estaba yo, un hombre
de cincuenta años que se comportaba como un adolescente.
—¿Qué sucedió? —preguntó Gemmel lleno de curiosidad.
—Bien, el sábado por la noche me vestí… con esmoquin, etcétera. Es algo que la
gente rara vez hace hoy día, pero venía una pequeña banda a tocar después de la cena
y yo no estaba seguro de que la gente iría bien vestida. —Volvió a sonreír mientras su
mente vagaba por el pasado—. Me sentí un poco tonto cuando entré en el bar ya que
nadie se había arreglado. La muchacha estaba sentada en el bar, sola. Llevaba puestos
irnos pantalones y una blusa. Pedí una bebida y advertí que me miraba y sonreía.
Puedo asegurarte que me sentí muy orgulloso. Entonces ella vació su copa y me dijo:
—Por favor, pídame otra copa. Volveré enseguida.
Se levantó y se fue. De manera que le pedí la copa, aunque ella tardó en regresar.
En realidad, todos se habían ido a cenar y yo comenzaba a pensar que me había
dejado plantado. En ese mismo momento entró. Al principio no la reconocí. Se había
puesto un vestido de noche negro y un collar de plata. Se había recogido los cabellos
y llevaba un pequeño bolso de noche con lentejuelas. Estaba exquisita. No se
preocupó por su bebida, simplemente me tomó del brazo y dijo: «¿Vamos a comer?».
Fue una cena maravillosa.
—¿Y luego? —preguntó Gemmel.
—Pasamos dos semanas maravillosas. Extraordinarias. —Inspiró profundamente
y suspiró—. El hecho es, Peter, que yo estaba completamente fascinado. Nunca traté
de comprenderlo. Por supuesto, no me olvidé de quien era yo. Consideré todas las
posibilidades. Al fin y al cabo, ella era finlandesa, y yo el número dos del MI6 y… en
ese momento… muy vulnerable emocionalmente.
—¿Hiciste algún control?
—No. Sinceramente, ni siquiera pensé en ello. —Se volvió hacia él—. De manera
que ya ves, Peter, que hay momentos en que todos bajamos la guardia.
—¿Alguna vez volviste a verla?
—No. Supuse que se trataba de algo pasajero y no insistí. Ella tampoco. —Su
expresión era irónica—. No era una golondrina, pero, créeme Peter, que entiendo un
poco cómo te sientes.
Miró su reloj y se puso de pie.
—Será mejor que nos vayamos, o llegarás tarde a tu reunión.

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Gemmel efectivamente, llegó un poco tarde. Un embotellamiento en Leicester Square
lo retrasó. Pero en el Savoy no tuvo dificultades para aparcar el coche. El portero
uniformado admiró el Lagonda y le indicó con un gesto uno de los pocos espacios
que quedaban libres en la entrada. Mientras subía en el ascensor al cuarto piso trató
de pensar en el saludo que le dedicaría a Gordik. En todo caso estaba decidido a
controlarse.
Pulsó el timbre y momentos después se abrió lentamente la puerta; los dos
hombres se miraron con cautela. Luego Gordik se apartó y Gemmel entró en el
pequeño recibidor.
—Creo que no necesitamos presentamos —dijo Gordik con una cautelosa sonrisa
—. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros debe de haber estudiado con frecuencia las
fotografías del otro.
—Así es —asintió Gemmel con sequedad—. ¿Ha llegado Hawke?
—Sí, está tomando una copa en la sala de estar.
Gordik echó a andar hacia una puerta cerrada, pero la voz dura de Gemmel lo
interrumpió.
—Antes de entrar, querría hacerle una pregunta.
Gordik se volvió y la atmósfera se llenó de tensión.
—Pregunte.
—¿Sabía usted que ella era virgen?
—Sí, lo sabía. —Gordik estudió el rostro de Gemmel mientras encajaba la
respuesta. Notó las arrugas de agotamiento alrededor de los ojos y detectó el rígido
control que Gemmel ejercía sobre sí mismo.
—Señor Gemmel —dijo—, bien, permítame decirle algo antes de que entremos, y
luego, aunque no podamos borrar el asunto de nuestras mentes, no necesitaremos
volver a hablar de ella. Ni por un momento llegué a pensar que Maya pudiera llegar a
suicidarse. Tampoco quiero decir que, si se me hubiese pasado por la cabeza esa
posibilidad, no la habría enviado. En nuestro trabajo usted y yo tenemos que llevar a
cabo tareas desagradables. Pero lo cierto es que su muerte me ha afectado
profundamente, lo mismo que a mis colaboradores más directos. Hacía poco tiempo
que la conocía, pero el suficiente para sentir un afecto por ella más grande del que yo
mismo creía. También puedo decirle que le prometí que se le permitiría a su madre
que se reuniese con ella si decidía quedarse en Occidente. Me crea o no, es una
promesa que habría cumplido.
Gemmel inspiró profundamente.
—De manera que envió una golondrina virgen. No podía imaginarme que
llegaran a ser tan sutiles.
Gordik sonrió.
—No tenía opción, señor Gemmel. Primero la envié a nuestra «Escuela de

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Golondrinas» pero Maya le dio un puntapié tan fuerte al instructor principal en su
única parte valiosa, que se ha visto obligado a buscarse otro trabajo.
Gemmel trató de sonreír, pero no pudo. Indicó la puerta, Gordik la abrió y le hizo
un gesto para que pasara.
Había un bar completo con tres taburetes junto a la gran ventana. Hawke estaba
sentado en uno de ellos mirando al río. Se volvió cuando los otros entraron, echó una
fría mirada a Gemmel y luego volvió a mirar el paisaje.
Gordik rodeó el mueble del bar y dijo:
—Creo que no son necesarias las presentaciones. Si nuestros datos son correctos
usted bebe whisky con soda, señor Gemmel. —Tomó una botella de Chivas Regal y
comenzó a servir la bebida.
Gemmel se acomodó en un taburete y dijo:
—Hola, Morton.
Hawke seguía mirando por la ventana y, sin volver la cabeza, dijo con frialdad:
—Bien, «Pete», lo único que espero es que la cama haya sido lo suficientemente
blanda.
Gordik que estaba mirando a Gemmel vio cómo éste perdía el control; intentó
evitarlo, pero llegó tarde.
La mano derecha de Gemmel se movió con la rapidez de un rayo en el mismo
momento en que Hawke comenzaba a darse vuelta. Lo alcanzó en la parte izquierda
de la mandíbula y lo dejó inconsciente antes de caer sobre la alfombra.

* * *

Más tarde, al salir del dormitorio, el médico del hotel le dijo a Gordik:
—En unos minutos recobrará la conciencia.
Gordik lo acompañó hasta la puerta, luego volvió al bar y sirvió otra bebida a
Gemmel. Obviamente el asunto le divertía.
—No se puede negar —dijo con una sonrisa—, que el hecho de que un ruso tenga
que preservar la paz entre aliados occidentales es algo totalmente nuevo.
—Ha sido una estupidez —dijo Gemmel—. Pediré disculpas. Creo que debería
abandonar totalmente este asunto.
—Espero que no. Yo tenía muchas ganas de trabajar con usted y, casualmente,
con Hawke. Creo que seremos un formidable triunvirato. ¿Cree que sería mejor que
los dejara a los dos solos un rato?
—Sí —replicó Gemmel.
Gordik apuró el contenido de su vaso y se puso de pie.
—Llámenme cuando hayan terminado —dijo—. Estaré abajo, en el bar. —Sonrió
sarcásticamente—. En el bar americano.
Mientras la puerta se cerraba tras él Gemmel tomó un vaso, sirvió tres dedos de
Canadian Club, agregó un solo cubito de hielo y un chorro de soda. Se abrió la puerta

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del dormitorio y apareció Hawke. El lado izquierdo de su cara estaba muy hinchado y
comenzaba a aparecer el hematoma, pero caminó con firmeza, casi con agilidad hasta
el bar y se sentó en uno de los taburetes. Gemmel le acercó la bebida. Él se la tomó,
echó un gran trago e hizo girar el vaso pensativamente entre sus dedos. Luego miró
atentamente a Gemmel y dijo:
—Creo que todo esto te ha afectado demasiado.
—Sí, pero he cometido un grave error y otro más cuando te he pegado.
Hawke inspiró profundamente.
—Muy bien. No me disculpo por lo que te he dicho. Era inevitable. —Se frotó la
mandíbula y, con dificultad, logró sonreír—. Pero debería habértelo dicho desde el
otro extremo de la habitación.
Por un momento Gemmel no pudo responder. Se sentía invadido por un intenso
sentimiento de gratitud hacia aquel hombre. Gratitud por su generosidad y por la
dimensión de su carácter. Decidió explicarle todo lo que pudo.
—Lo siento de veras, Morton. Las cosas se pusieron muy confusas. Sé que es
difícil de entender. Tal vez algún día lo harás. Pero no por eso me tendrás más
simpatía. El hecho es que por una vez he sido vulnerable. Tú me conoces poco y la
amistad que hemos hecho significa mucho para mí. Nunca me ha sido fácil tener
amigos. Sabes lo que es este trabajo. Uno se obsesiona con el secreto; y vive su vida
en compartimientos; vive en un mundo diferente al de todos los demás; simplemente
es distinto.
Hawke escuchaba con total atención, fascinado ante las emociones de un hombre
que vivía casi totalmente dentro de sí mismo.
—Para ti es todo un poco más fácil —prosiguió Gemmel—. Tienes una familia.
Les he conocido. Puedes volver a tu casa del trabajo, apartar tu mente de él y vivir
como un ser humano normal. Te enfadas con tu mujer porque ella cambia la
decoración de la casa, pero yo os he visto juntos y, después de todos estos años, creo
que tu amor por ella es igual que el primer día. Habéis tenido hijos, dos chicos, de los
que puedes sentirte orgulloso. Yo también tuve todo eso. Las mismas esperanzas y
expectativas. El mismo camino en línea recta frente a mí. Cuando ese camino se
truncó, una gran parte de mi vida se acabó con él. Es como si te operaran el cerebro, y
te quitaran las zonas que te producen satisfacción. Eso es lo que me ha hecho
vulnerable. De pronto me encontré de nuevo con un futuro emocional, frente a un
camino recto. Todos mis sentimientos habían estado en una especie de celda… una
condenada celda. Y en ese momento tenía la posibilidad de recuperar algo. La puerta
no tema llave. Yo había estado años en esa celda, desde la muerte de mi esposa,
sentado mentalmente en un banco, pasando mis días frente a una puerta cerrada con
llave. Cuando la puerta se abrió quedé consternado… asustado. La vi abrirse y vi luz
afuera. Y después de todos estos años tuve miedo de levantarme y salir. Miedo de
permitir que mis emociones se enfrentaran otra vez al mundo. Pero, Morton, tenía
que levantarme y salir de esa celda… tenía que hacerlo. Por supuesto que hice

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controlar a la muchacha. Tenía sospechas, pero las hice a un lado, traté de ignorarlas.
—Levantó la mirada hacia Hawke y dejó de hablar, sintiéndose de pronto muy
molesto como sólo un hombre introvertido puede sentirse cuando abre su mente y sus
sentimientos a otra persona… aunque se trate de un amigo.
Hawke estaba conmovido y le contestó:
—Lo has arriesgado todo. La mejor oportunidad que puede tener un agente de
Información. Pusiste todo en esa línea, Peter. Yo pensaba que sabía lo que era el
amor, pero tal vez me equivocaba. No podría imaginarme a mí mismo haciendo eso.
—No creo que tengas que hacerlo nunca —dijo Gemmel, con un dejo de
amargura en la voz—. Pero, Morton, te agradezco que al menos hayas tratado de
comprenderme. Ahora la cuestión está en si queréis que yo continúe en el proyecto.
Al fin y al cabo, ahora mismo podrías llamar a Perryman y decirle que te he pegado
un puñetazo y me eliminará de inmediato.
Hawke negó con la cabeza.
—Digamos que esto nunca ha pasado. Pero, Peter, ahora la situación ha
cambiado. TÚ te quejaste en Washington del papel secundario que desempeñaría tu
gente si la operación Espejismo tenía éxito. Supongo que te das cuenta de que ahora
tendrás que aceptarlo. Si los rusos están involucrados tendremos que dirigir la
operación con ellos. Ya he enviado instrucciones a nuestra gente en Jeddah para que
asuman el control directo de Haji Mastan a partir de Boyd. Los rusos designarán sus
propios hombres para que trabajen con los nuestros. De ahora en adelante sólo
obraréis como meros observadores. —Miró su reloj y comenzó a hablar más deprisa
—. ¿Dónde está ese ruso? Será mejor que nos ocupemos de los detalles.
Gemmel se acercó al teléfono mientras decía:
—Está tomando una copa en el bar americano.
Cinco minutos más tarde Gordik volvió a entrar en la suite. Miró inquisitivamente
a los dos hombres mentados en el bar y luego su rostro esgrimió una sonrisa.
—¿Han hecho las paces? —Sin esperar respuesta se dirigió al mueble bar, se
sirvió una copa y llenó los otros vasos. Luego miró el morado de la mandíbula de
Hawke y dijo—: Podría haber sido peor.
Hawke logró sonreír.
—Citando a Jack Dempsey, «olvidé bajar la cabeza». Bien, ¿hablamos del
trabajo?
Pasaron a los aspectos técnicos. Era una discusión extraña pero estimulante, en la
que ninguno deseaba revelar demasiado con demasiada rapidez, y sin embargo todos
estaban curiosamente ansiosos por probar la habilidad y posibilidades de sus
respectivas organizaciones.
Gordik preguntó por Haji Mastan y los otros agentes árabes que había sobre el
terreno. Suponía que todos eran cristianos encubiertos y, cuando se lo confirmaron,
admitió que sus propios agentes árabes procedían de estratos similares.
—Por supuesto, ustedes usan árabes pertenecientes a la fe ortodoxa griega. Odian

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al Islam, y tienen un rico terreno de reclutamiento en el Líbano, y partes de Irán en
Iraq. Tuvimos suerte al encontrar nuestros propios cristianos árabes en Rusia.
—¿Cuál es la posición de ustedes en Arabia Saudí? —preguntó Hawke, y Gordik
sonrió con cierta complacencia.
—Digamos que estamos bien provistos, señor Hawke. Por cierto, tendremos una
buena representación en el Haj, y estaremos en comunicación al instante.
Luego discutieron varios aspectos sobre el establecimiento de la base central en
Jordania. Habían preparado una gran villa amurallada en las afueras de Amán. Gordik
advirtió que llevaría con él a Lev Tudin y a una secretaria, y a media docena de
especialistas en comunicaciones y seguridad.
—Al fin y al cabo, Jordania no es precisamente un estado cliente nuestro —dijo,
con una sonrisa seductora.
A medida que la discusión avanzaba, Gemmel se sentía lentamente empujado al
fondo, y recordaba las palabras de Hawke. Se había convertido en un elemento
secundario dentro de la corriente principal de la operación.
Cuando concluyeron con todos los puntos importantes, Gordik llenó los vasos e
hicieron un brindis por la cooperación y luego otro: por el éxito de la operación
Espejismo.

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LIBRO CUATRO

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18

Nunca se había visto una multitud así en la mezquita Ibn Tulun de El Cairo. Al
menos nadie lo recordaba. Pero hacía días que circulaba el rumor: Abu Qadir había
cruzado el mar Rojo desde Jeddah y el viernes asistiría a las plegarias de la tarde.
Aunque muchos se mostraban escépticos, no dejaban de sentir curiosidad.
Llegó una hora antes del atardecer con media docena de seguidores que le
abrieron paso entre la multitud. Se hizo un silencio mientras él, con paso lento y
deliberado, avanzaba hacia los baños abiertos con sus fuentes y manantiales, y se
lavaba las manos y los pies. Durante las plegarias no pareció percibir a la multitud,
pero después se movió entre la gente y muchos se acercaron para tocarlo, o sólo para
estar junto a él. Cuando finalmente habló fue breve y sólo los que estaban cerca
pudieron oír su voz, pero las palabras fueron rápidamente repetidas por todo el lugar.
—Yo sólo soy portador de buenas nuevas para la gente que cree.
Entonces comenzó con una cita del sura 7 del Corán. Su mensaje era simple: se
veía un cambio a lo lejos. Pronto todo se aclararía. Debía llegar una señal. Él, Abu
Qadir, haría su peregrinaje a La Meca y allí la esperaría. Se reuniría con sus amigos
en Taif y cruzaría el desierto hasta La Meca, y durante el Haj todo se tomaría claro.
Dejó de hablar, y la multitud le abrió paso y salió de la mezquita. Muchos de los
allí presentes se sintieron profundamente impresionados por sus palabras, y
prometieron hacer el mismo viaje a través del mar, y luego a través del desierto.
Abu Qadir pasó dos días más en El Cairo rezando y hablando en muchas de las
mezquitas de la ciudad. Haji Mastan no se movía de su lado, y sólo lo dejó dos horas
para ir a visitar a su hermano. Un hombre que hablaba perfectamente el árabe, pero
que no era árabe le estaba esperando para entregarle una pequeña caja de acero
apenas más grande que una cajetilla de cigarros con unas cuantas llaves y botones a
un lado.

Un gigantesco Galaxy C5A de las Fuerzas Aéreas de Transporte aterrizó en la pista

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13 del Kennedy Space Center. La lanzadera espacial Atlantis estaba acoplada a una
grúa gigante con la compuerta de carga abierta. El C5A se detuvo al otro lado de la
grúa y el personal de seguridad se acercó para acordonar toda la zona.
Una hora más tarde, Elliot Wisner y algunos hombres de su equipo pudieron ver
cómo la grúa depositaba con suavidad ese enorme ingenio en el interior de la Atlantis.
El remolque Kenworth retrocedió poco a poco hasta quedar acoplado, y luego, sobre
sus noventa ruedas, se alejó transportando la lanzadera hacia los puentes gigantescos
de la zona de lanzamiento.

Obviamente Hawke era quien dirigía toda la operación: su figura dominante y


agresiva, caminaba por la residencia, controlándolo todo, desde el espesor de los
colchones hasta las numerosas literas, y las conexiones del equipo de
telecomunicaciones.
Gordik, por su lado, parecía alguien a quien no se ha convidado a una fiesta, que
se divierte con todo y no se preocupa por las miradas resentidas del dueño de casa y
de los invitados.
Todos habían llegado en un Hércules de las Fuerzas Aéreas norteamericanas…
protegidos por un equipo de apoyo militar de los Estados Unidos. Hasta los rusos
iban vestidos con uniformes de las Fuerzas Aéreas norteamericanas, pero al llegar al
lugar, todos se pusieron ropa de civil, a excepción de Gordik, que se había ido al bar
improvisado para lucir el uniforme de coronel, con sus medallas y condecoraciones.
La residencia era de tres pisos llenos de recovecos, y se alojaban allí treinta y dos
personas. Tenía un enorme comedor en la planta baja y un área de recepción que
Hawke llamaba «el lugar de recreo». Meade se había responsabilizado de adecuar el
lugar y había controlado que hubiera abundante provisión de alcohol. Le daba igual
que se tratara de un estado islámico. Justo al lado del «lugar de recreo» estaba el
Centro de Comunicaciones, donde se encontraban sofisticados equipos de radio y
télex. Los rusos también habían traído su propio equipo, pero ni siquiera lo sacaron,
porque no tardaron en descubrir que el equipo norteamericano era compatible con el
suyo. Los tres técnicos en comunicaciones de los tres equipos establecieron pronto
una buena relación de trabajo, y el lugar quedó conectado con Moscú, Londres,
Washington, el Kennedy Space Center en Florida, el Johnson Space Center en
Houston, y una serie de estaciones que había sobre el terreno.
El equipo norteamericano ocupaba el resto de la planta baja y la mayor parte del
primer piso, los rusos el segundo y los británicos un par de habitaciones en lo que
había sido el sector del servicio doméstico.
Todos se habían reunido en el «lugar de recreo». Leo Falk estaba detrás del bar,
sirviendo bebidas y flirteando con Larissa, que era la única mujer del grupo. Llevaba
una blusa Lanvin y una falda Givenchy, y atraía las miradas de casi todos los
hombres. Gordik y Meade, también en el bar, se habían sumergido en una profunda

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conversación. Tudin se encontraba inmerso en una partida de ajedrez con otro ruso.
Gemmel y Boyd permanecían sentados en un rincón.
—Me gustaría saber lo que está sucediendo —dijo Boyd con resentimiento.
—Lo sabrás, Alan, con el tiempo.
—Bien, no comprendo —continuó Boyd—. Me envían a Taif con un paquete
sellado e instrucciones para que se lo entregue a un tal Maqbul Saddiqi después de
identificarme. Y resulta que el tal Maqbul es sólo un chico de doce años. Realmente,
Peter, ¿de qué va esto?
Gemmel emitió algunos sonidos para aplacarlo y se salvó de que le hiciera más
preguntas gracias a que Hawke entró en la habitación y pidió silencio dando unas
palmadas. Todas las conversaciones se interrumpieron.
—Sólo un pequeño inciso —dijo en voz alta, y luego bajó ligeramente la voz—.
Ahora que todos estamos instalados quiero dejar establecidas algunas reglas de
comportamiento. —Hizo un gesto hacia Gordik—. Ya las he discutido con el
camarada Gordik y estamos de acuerdo. Aunque esta casa es segura y nuestra propia
gente mantiene la vigilancia externa durante las veinticuatro horas, es necesario que
seamos discretos. Por lo que se refiere a las autoridades jordanas somos parte de la
Misión de Ayuda Militar Norteamericana, por lo que algunos de nosotros trabaremos
con los jordanos todos los días en esa vigilancia. No obstante, somos demasiados
como para pasar desapercibidos; así pues, hemos decidido que nadie saldrá de aquí
hasta que la operación se haya completado dentro de seis días. La única excepción
serán dos servicios diarios de limusina entre la embajada norteamericana y la
embajada rusa. —Y volvió a señalar a Gordik—. Es obvio que los rusos querrán
mantener sus propios contactos con Moscú y nosotros deseamos hacer lo mismo con
Washington. El hecho de que tengamos un equipo conjunto que maneja nuestro
sistema de comunicaciones aquí significa, en cierto sentido, que cada grupo está
leyendo la correspondencia del otro. —Sonrió sarcásticamente—. No hay nada que
ocultar.
Entonces se dirigió a Gemmel:
—Peter, espero que no te moleste usar las comunicaciones de nuestra embajada.
Francamente, cuanto menos tráfico haya entre la villa y nuestras embajadas, mejor.
—No hay ningún problema, Morton —asintió Gemmel—. No creo que tengamos
mucho que enviar o recibir.
—Bien. —Hawke se frotó ligeramente las manos—. Ahora hablemos de cosas
más mundanas. Hay un boletín junto a la sala de comunicaciones donde se han
anotado las horas de las comidas. Por favor traten de ser puntuales. Estamos
utilizando cocineros del ejército norteamericano que tratarán de cocinar al gusto de
todo el mundo. —Y apareció otra sonrisa en sus labios—. Me han dicho que el
camarada cabo Brady hace un borscht bastante malo. En términos generales les
agradecería que todos, excepto el personal de comunicaciones, se vayan a dormir no
más tarde de medianoche. También se ha decidido que las únicas bebidas alcohólicas

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que se sirvan en la casa estén aquí, en el «lugar de recreo». —Hizo una pausa y
preguntó—: ¿Alguna duda?
—Sólo una —dijo Gordik—. ¿La cuenta atrás para el lanzamiento de la lanzadera
espacial continúa sin problemas?
—Sí —replicó enfáticamente Hawke—. Como usted sabe, estas cosas son
rutinarias y no creemos que se presente ningún problema. En cualquier caso, se le
mantendrá perfectamente informado.
—¿Qué noticias hay de Taif? —preguntó Gemmel.
—Ya ha acudido mucha gente. Abu Qadir y Haji Mastan llegaron ayer con su
habitual grupo de seguidores, pero nuestros agentes nos han informado esta mañana
de que a las afueras de la ciudad ya se han reunido dos y tres mil peregrinos y que se
espera que este número aumente considerablemente en los próximos tres días.
Además, las ventas anuales de camellos también se realizan en esta época, por lo que
muchos comerciantes probablemente se unirán al peregrinaje de Abu Qadir. ¿Algo
más? —Sus ojos recorrieron la habitación, pero no había más preguntas y, con una
leve inclinación de cabeza, volvió al centro de comunicaciones.
—Me siento como un escolar —dijo Boyd, y Gemmel rió.
—Es su manera de hablar, yo lo conozco y puedo decirte que por dentro está muy
excitado y que trata de no demostrarlo. Si esto sale bien se reforzará de una manera
indiscutible su posición en Washington.
—Eso está muy bien para Hawke —comentó Boyd con sarcasmo—. Pero
nosotros nos hemos quedado al margen. Tengo la sensación de que sólo estamos aquí
porque ellos nos lo permiten. Es un poco injusto, Peter… al fin y al cabo… hicimos
la mayor parte del trabajo al principio.
—Era inevitable —dijo Gemmel y lo tocó ligeramente en el hombro—. No te
preocupes, Alan, de una manera u otra nos beneficiaremos.
—Espero que así sea —señaló Boyd de mal humor, y miró su reloj—. De todas
maneras, me voy a tomar una copa antes de cenar. —Y se dirigió al bar.

* * *

Sobre la mesa había tres objetos formando un triángulo: un Corán, una daga curva
con funda de plata y un revólver; se trataba de un Tokarev que el hombre que se
hallaba sentado a la cabecera le había quitado a un agente del KGB cuando lo asesinó
hace dos años en Damasco. Aquel hombre era Sami Zahaby, el líder de un grupo de
la Hermandad Musulmana, una sociedad secreta fundada en la década de los años
treinta por Hassan al-Banna en Egipto, y dedicada a purgar a todos los gobiernos
islámicos de cualquier desviación de la ley y práctica del Corán. Una sociedad cuyos
miembros estaban preparados para asesinar incluso a los jefes de Estado que no se
sometían a la ley islámica fundamentalista. Los otros cuatro miembros de este grupo
minoritario se encontraban reunidos en una gran casa en el zoco de Amán, que

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pertenecía a un comerciante rico que había sido Hermano durante los últimos treinta
años.
Zahaby estaba de buen humor, lo cual, en él, era bastante raro. Durante los
últimos tres años había operado en Siria y participado en las matanzas y
levantamientos que casi habían derrocado al gobierno de ese país y que sólo se
habían podido sofocar con la más salvaje represión. Más de mil miembros de la
Hermandad fueron arrestados y encarcelados en prisiones sirias. Doscientos cuarenta
de ellos ejecutados sumariamente. Pero debido a la tensión existente entre Jordania y
Siria, el gobierno jordano ayudó a la Hermandad ofreciéndole un santuario a sus
miembros. Zahaby se escapó milagrosamente de la persecución y llegó a Jordania
para algo que él esperaba sería un breve descanso. Mientras tanto asumió el liderazgo
del grupo y, aunque el gobierno jordano no le había propuesto ningún plan, él
siempre estaba buscando alguna forma de atacar a los sirios o a sus mentores, los
rusos. En realidad, era un hombre que odiaba estar inactivo y hacía meses que su
impaciencia crecía. Varias veces había pasado ante la embajada soviética en el distrito
Jabal y visto por lo menos a dos hombres que se movían por allí y que, según él, eran
agentes del KGB. Uno de ellos ya había servido durante dos años en Damasco como
principal consejero de la organización de Seguridad siria… una organización que
había diezmado las filas de la Hermandad.
De manera que Zahaby formuló un plan, en el mejor de los casos, para secuestrar
a ese oficial y, en el peor para matarlo. Ese hombre trabajaba ahora bajo el nombre de
Zhukov, y era nominalmente agregado militar asistente. Durante las últimas tres
semanas Zahaby había vigilado de cerca la embajada rusa y sabía qué coche solía
usar. La próxima vez que el coche saliera de la embajada, él atacaría:.
Zahaby era un hombre de poco más de treinta años, en realidad el miembro más
joven del grupo, al que todos respetaban tanto por su intelecto como por su
agresividad. Le escuchaban con respeto mientras él desarrollaba su plan y los instruía
en sus papeles. Algunos miembros de la Hermandad habían planeado robar dos
coches más, que estarían estacionados cerca de la embajada, cerca de la tercera vuelta
o el tercer círculo tal como se llama a esas configuraciones de caminos en Jordania.
De este modo, en cuanto el coche de Zhukov entrara en el círculo quedaría atrapado
entre los coches de la Hermandad. Una vez lo hubieran secuestrado, tenían cuatro
rutas posibles para escapar. En primer lugar, lo llevarían a su casa en del zoco donde
más de cien simpatizantes y activistas de la Hermandad cerrarían la zona mientras él,
Zahaby, obtenía las respuestas que necesitaba. Los simpatizantes del servicio de
Seguridad jordano se asegurarían de que la búsqueda del ruso no tuviera éxito.
Zahaby deseaba saber, sobre todo, qué planes tenían los sirios para contener a la
Hermandad en ese país, en los que con toda seguridad Zhukov había tomado parte.
La reunión terminó y los cuatro hombres extendieron las manos y las colocaron
sobre el Corán.
—Son los designios de Alá —dijo Zahaby con vehemencia.

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—Así sea —repitieron los demás a coro.

Cinco beduinos se encontraban sentados alrededor de una fogata. Una verdadera


ciudad de tiendas había crecido a las afueras de Taif. Algunas eran las viviendas
tradicionales de los nómades del desierto; otras, refugios improvisados levantados por
la gente que se uniría al Haj de Abu Qadir en La Meca.
Los beduinos habían matado y cocinado un cordero y, después de la comida,
bebieron tacitas de café dulce, negro, y contaron cuentos y chistes.
Uno de ellos se inclinó hacia delante, echó un poco más de estiércol de camello
seco al fuego, y dijo:
—Cuando A’isha, la hija de Talha, fue dada en matrimonio a Mus’ab, él le dijo:
«Por Dios, esta noche te mataré de pasión». La tomó una vez y luego se durmió y no
despertó hasta el amanecer. Cuando ella lo sacudió por la mañana, le dijo: «Despierta,
asesino». Todos se rieron y entonces otro explicó:
—Un hombre le dijo a una mujer: «Me gustaría probarte, para saber quién tiene
mejor sabor, si tú o mi mujer». Y ella respondió: «Pregúntaselo a mi marido, él nos
ha probado a las dos».
Más risas, que bruscamente se silenciaron cuando los hombres levantaron la
mirada y vieron las figuras de Abu Qadir y Haji Mastan de pie junto a la luz del
fuego. Comenzaron a levantarse un poco avergonzados, pero Abu Qadir extendió la
mano con la palma hacia abajo y les dijo:
—No os mováis, hermanos míos.
Miró la cafetera apoyada en una piedra junto al fuego y uno de ellos preguntó con
vacilación:
—¿Nos harás el honor de tomar un café, Rasul?
Los otros observaron la reacción de Abu Qadir con interés porque Rasul
significaba apóstol… El Enviado. Haji Mastan miró ansiosamente alrededor, porque
había muchos hombres de la Policía Religiosa en el campamento. Pero Abu Qadir
sonrió e hizo un gesto afirmativo; le hicieron un sitio junto al fuego y sirvieron dos
tazas de café.
Abu Qadir tomó un sorbo de su taza y dijo:
—Hacéis un buen café y contáis buenos chistes. Ahora oíd éste: «Un hombre
escribió a su amada: Envíame una visión de ti en mis sueños. Ella respondió:
Envíame diez denarios e iré en persona».
Los beduinos se rieron y uno de ellos se atrevió a preguntar:
—¿Alguna vez has estado casado, Rasul?
Una vez más Haji Mastan miró hacia las sombras nervioso, mientras Abu Qadir
sacudía la cabeza.
—No, hermano, pero se acerca el Haj y sin duda es tiempo de pensar en esas
cosas.

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—Y de verlas —dijo otro con una gran sonrisa refiriéndose al hecho de que las
mujeres que normalmente usan velo tienen prohibido hacerlo durante el Haj, por lo
que es un buen momento para arreglar bodas. También es un buen momento para
hacer negocios, tanto de ámbito local como internacional, ya que durante los cinco
días se celebran muchos contratos en La Meca.
Los cinco beduinos eran comerciantes de camellos y habían ido a Taif en primer
lugar para asistir al tradicional mercado de camellos, antes de hacer el viaje a La
Meca.
El mayor de ellos preguntó:
—¿Es verdad, Rasul, que por la mañana caminarás hacia La Meca?
—Así es.
—¿No irás por el excelente camino que el rey, en su sabiduría, que Alá lo bendiga
y lo proteja, ha construido para hacer más cómodo el trayecto de algunos peregrinos?
Hubo un silencio expectante, porque el viejo beduino había hablado con un poco
de sarcasmo. El Estado se había gastado dos billones de dólares en construir docenas
de palacios para los jefes islámicos que habían asistido durante tres días a la reciente
Panislámica, así como un magnífico centro de conferencias, cuatro hoteles, y la gran
autopista de La Meca.
—Iré por el excelente camino —respondió simplemente, y luego, como para
responder una pregunta que no le hicieron, agregó—: Todos los pueblos del mundo
son hijos de Alá, pero Él, en su pecho, tiene un lugar especial para los árabes, y nos
ha hecho dos regalos. A través de su profeta Mahoma, que Alá lo bendiga y lo salve,
nos dio el Corán, y en segundo lugar, nuestra tierra; algunos fueron desagradecidos,
porque la tierra era estéril y nunca había sido cultivada, pero bajo la tierra nos entregó
aquello que es la herencia de todos los árabes.
Los beduinos escuchaban atentamente y también Haji Mastan, cuya expresión
demostraba una mezcla de fascinación y desconcierto.
—Y una herencia como ésta —continuó Abu Qadir—, no debe ser usada
descuidadamente, ni tampoco para glorificar a la humanidad. Alá el Misericordioso y
el Compasivo nos dice en el Corán: «¡Ah, vosotros que creéis! No agotéis vuestra
propiedad con vanidad».
Sus palabras fueron recibidas con un profundo silencio. Los beduinos se miraron
con gesto de comprensión y luego uno preguntó:
—¿Hablarás así en La Meca, Rasul?
Abu Qadir le puso una mano en el hombro.
—Después de la Fiesta del Sacrificio, hermano mío, hablaré de muchas cosas.
Miró al mayor de los beduinos.
—He venido aquí a buscarte porque me han dicho que tú eres Ibn Sahl, poseedor
de muchos camellos, tú y tus hermanos.
—Así es —replicó el viejo—. ¿Quieres hacerme el honor de viajar en uno de mis
camellos a La Meca?

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—Iré caminando —replicó Abu Qadir—, pero hay algunos entre nosotros que son
viejos y están enfermos.
Ibn Sahl se inclinó hacia delante y le dijo con sencillez:
—Son tus seguidores y nuestros hermanos y hermanas, Rasul. Te seguirán en
nuestros camellos, y aunque mis huesos son viejos, yo caminaré contigo a La Meca.
—Que Alá te bendiga y te proteja, Ibn Sahl. Caminarás junto a mí.
Se acomodó las vestiduras y se puso de pie, y todos hicieron lo mismo, se
acercaron a él y le tocaron la ropa; entonces él se alejó en la oscuridad con Haji
Mastan.

Al amanecer levantaron las tiendas y una enorme columna de peregrinos bajó las
cuestas de las colinas hasta la seca llanura del desierto. Ala cabeza de la columna,
Abu Qadir caminaba con paso decidido. A su izquierda iba Ibn Sahl y a su derecha
Haji Mastan. Al final venían los viejos y los enfermos, montados en camellos. Entre
ellos se hallaba una frágil mujer de más de sesenta años que llevaba consigo una gran
bolsa con todas sus pertenencias. Su nieto de doce años caminaba junto al camello.
La columna se extendía más de un kilómetro y medio junto a la autopista de seis
carriles, y muchos de los Mercedes, Lincoln y Cadillac que pasaban por allí reducían
la velocidad para que sus pasajeros con aire acondicionado pudieran contemplar el
espectáculo.
Mirza Farruki pasó en un Range Rover del servicio de Seguridad saudí, y, a través
de sus binoculares, observó a los que encabezaban la marcha y al hombre que había
sido la causa de su creciente insomnio.

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19

—Cincuenta y nueve segundos y contamos.


Rufus Cabell, director del Lanzamiento, no abandonaba su consola. Con un
promedio de un lanzamiento por mes, el procedimiento se había convertido para él en
algo rutinario. De manera que sólo miraba a la Atlantis por el monitor.
Pero sentía curiosidad por la carga: en primer lugar, porque había sido incluida en
el programa de la misión, rígidamente planeado, y después, porque la vigilaban todos
aquellos hombres de Seguridad desde que llegara de Palmdale… muchos más de los
habituales para el mero lanzamiento de un satélite de Inteligencia, si era verdad lo
que le habían dicho. Sabía que entraría en órbita geostàtica, en algún lugar de Oriente
Medio, pero no sabía exactamente dónde, porque, otra vez, saltándose los
procedimientos habituales, el control de la misión pasaría al Johnson Space Center en
Houston en cuanto la lanzadera se separara de su tanque de combustible externo.
En Houston, Elliot Wisner que se hallaba sentado ante un monitor en el centro de
control de la misión, oyó una voz que decía: «Treinta segundos y contamos». A
medida que pasaba cada segundo su excitación crecía… una excitación no sólo
causada por el lanzamiento, sino por el hecho de que pocos científicos en la historia
podían haber demostrado el resultado de su trabajo de forma tan espectacular y ante
un público tan numeroso como el que se estaba congregando en La Meca.
—Diez segundos y contamos.
Sin apartar sus ojos de la pantalla, Wisner sacó un pañuelo y se secó las palmas
de las manos, a la vez rezaba mentalmente para que no hubiera fallos de última hora.
Su plegaria fue escuchada. Las máquinas se encendieron, y las líneas de energía
externa se alejaron y, con su despegue característico, la lanzadera se elevó desde ese
mar de llamas amarillas. Wisner la vio describir una curva en el cielo, y sólo entonces
se permitió un suspiro de satisfacción.

En Amán, Hawke, Gordik y Gemmel se hallaban en ese mismo momento detrás del

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oficial de Comunicaciones observando la frecuencia informativa que aparecía en el
monitor. Cuando finalmente aparecieron las palabras: «separación del tanque de
combustible externo completa», Gordik dio un golpecito a Hawke en la espalda, y el
norteamericano le dedicó una amplia sonrisa.
—¡Dulce como la miel! —exclamó—. Veinte toneladas izadas allá arriba como
un jugador de defensa que hiciera un TD.
—«Touch-down»… fútbol norteamericano —explicó Gemmel al desconcertado
ruso, y luego todos frieron al lugar de recreo para anunciar a los allí reunidos el éxito
del lanzamiento.
Luego les dio otra información:
—Nuestros agentes sobre el terreno —dijo—, y eso incluye a los dos equipos, nos
han comunicado que en estos momentos hay diez mil peregrinos que siguen a Abu
Qadir desde Taif hacia La Meca.
Hubo murmullos de asombro y Hawke sonrió agriamente.
—También se estima que, dentro de las cuarenta y ocho horas, habrá un total de
tres millones de peregrinos en La Meca.
Más murmullos de asombro, y Falk exclamó en voz alta:
—Un veinticinco por ciento o más con respecto al año pasado. El incremento
habitual es de menos del diez por ciento.
—¿Lo atribuyes sólo a la operación Espejismo? —preguntó Tudin.
—No del todo —admitió Hawke—. Se celebra el comienzo del siglo XIV del
Islam y eso también debe de haber influido. Sin embargo, muchos de los peregrinos
provienen de nuestra propaganda operativa. —Miró a Gemmel—. Los británicos
hicieron un buen trabajo.
—¿Qué atmósfera se respira en La Meca? —preguntó Tudin.
—De mucha expectación —replicó Hawke—. Pero nuestros agentes también nos
han comunicado que hay muchos hombres de la Policía Religiosa y de Seguridad… y
que están muy nerviosos.
En ese momento Gordik tomó la palabra.
—Confío en que Abu Qadir no sea indiscreto, ya que sólo con que murmure la
palabra «Mahdi» las fuerzas de Seguridad saltarán sobre él más rápido que un gato
hambriento sobre un ratón bien cebado.
Hawke meneó la cabeza.
—No se preocupe. No dirá una sola palabra hasta el jueves a las 16:00 horas. Está
totalmente bajo el control de Haji Mastan.
Dio media vuelta para encaminarse al centro de comunicaciones, donde
retomaron la conversación. Gemmel se acercó al bar y aceptó la bebida que le ofrecía
Falk. Gordik y Meade empezaron a hablar sobre cierta información que no había
llegado a su destino.
Larissa miraba a Gemmel por el rabillo del ojo, y luego dijo en ruso:
—Me alegro de que se la hayas dado.

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Él se volvió hacia ella y sonrió ligeramente.
—No tendría que haberlo hecho. Fue poco profesional… y él no se lo merecía.
—Bien —dijo enigmáticamente ella—, no hay nada más aburrido que un
profesional de pies a cabeza. —Vació su copa y bajó del taburete—. Buenas noches,
señor Gemmel.
Echó una mirada a Gordik y salió de la habitación mientras Falk la observaba con
ansiedad. Lentamente todos los demás comenzaron a salir también, dejando sólo a
Gordik, Meade y Gemmel y a media botella de whisky en el bar. Cuando Gemmel
abandonó la sala, la conversación de los dos que se quedaron versó sobre
interruptores y la total inutilidad de los controles que se habían ubicado en las
embajadas.

Más tarde esa misma noche Hawke se hallaba tendido en la cama. Estaba
mentalmente cansado, pero no podía conciliar el sueño. Se imaginaba a Abu Qadir
conduciendo a sus seguidores por el desierto hacia La Meca. Entre ellos se
encontraban sus propios agentes y los de los rusos y los británicos. Cada vez les
llegaban informes con cifras más espectaculares sobre la cantidad de peregrinos que
se encontraban en La Meca y allá arriba en el espacio, ya estaba esperando, el satélite
que contenía el rayo láser más avanzado que jamás se hubiese construido. Por un
momento se permitió pensar en las implicaciones morales y se dio cuenta de que
estaba dirigiendo un esfuerzo para perpetrar uno de los mayores actos de estafa que
jamás se hubieran llevado a cabo en el mundo. Por suerte no era un hombre emotivo
ni romántico y sus pensamientos estaban dirigidos en gran medida a las técnicas de su
profesión, así que sólo pensaría en los beneficios que se derivarían de ese acto de
estafa. Él era fundamentalmente un patriota y creía sin ningún cuestionamiento que lo
que hacía era por el bien de su país y de su pueblo. También creía que las acciones de
los países ricos en petróleo de Oriente Medio eran básicamente egoístas. No podía
comprender que ellos sólo actuaran para conservar sus propias identidades nacionales
y sus propias aspiraciones. Pensaba que él mismo y toda la operación Espejismo
asestarían un golpe a favor de lo que él concebía como la civilización. Su naturaleza
era tan evidente que fácilmente podría abrazar la máxima jesuíta según la cual el fin
justifica los medios.
Una vez más repasó la secuencia de acontecimientos que culminaría en el valle de
Mina el jueves siguiente, y su memoria lo llevó de nuevo a la jungla malaya; al viejo
espía de cabellos blancos cuya mente fértil había puesto en movimiento esa cadena de
los acontecimientos. Mentalmente pensó en lo que podía salir mal y se consoló con el
hecho de que, hasta el momento, la operación se estaba realizando con una
naturalidad cronométrica. Incluso había llegado a aceptar la presencia de los rusos.
Perryman tenía razón. Había vastas áreas de colaboración potencial. Con el Mahdi
instalado y controlado por la CIA y el KGB sería una cuestión muy simple de

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resolver entre las dos supremas potencias. Un negocio que daría como resultado un
Oriente Medio estable que garantizaría precios para el petróleo a largo plazo y que
aflojaría la tensión en un área que con demasiada frecuencia había amenazado con
instigar un conflicto de gran envergadura. Esto le había hecho ascender de escalafón
en la CIA. Al fin y al cabo, los directores eran designados por razones políticas e iban
y venían con cada cambio de Administración. En un futuro previsible, él, Morton
Hawke, sería el rey de la organización. Era el sueño de cualquier agente de
Investigación. En ese momento soñaba despierto pero, ahora ya más tranquilo, se dio
la vuelta en la cama, acomodó su cabeza en la almohada y comenzó a soñar de
verdad.

* * *

Los grandes acontecimientos de la historia pueden ser causados o desbaratados por


los hechos más insignificantes. En ese caso fue un termostato automático. Ya se
habían gastado varios cientos de millones de dólares en la operación Espejismo y sin
embargo, el termostato en cuestión sólo valía unos cuantos dólares. Estaba instalado
en una limusina Volga de la embajada rusa en Amán, y, mientras el chófer ruso
recorría con Lev Tudin los últimos dos kilómetros hasta la embajada, sus ojos
observaban constantemente las señales de la temperatura. Hacía un mes que el coche
se recalentaba, pero la máquina burocrática del Servicio Exterior Soviético se movía
lentamente y todavía no había enviado el recambio. En cuanto llegaron al edificio de
la embajada y Tudin salió del coche para subir los escalones de la entrada, el chófer
levantó el capó y, con ayuda de un trapo, abrió el radiador, que dejó escapar mucho
vapor.
Tudin llevaba instrucciones de Gordik para el Centro de Moscú y tendría que
esperar una hora para controlar el mensaje en código y decodificar cualquier mensaje
que llegara. El personal de la embajada lo observaba con desconcierto, porque no era
común que un ruso anduviera por Amán. Ni siquiera el embajador estaba informado
de su misión. Había recibido instrucciones de Moscú informándole de que se estaba
dirigiendo una operación de importancia nacional desde Amán y que debía prestar
toda su colaboración a Vassili Gordik.
Ni siquiera el principal miembro del KGB, el general Zhukov, sabía más que el
embajador. Sin embargo, había tomado medidas para informarse dónde se alojaban
Gordik y su equipo y le asombró descubrir que estaban escondidos en una residencia
junto con agentes de Inteligencia británicos y norteamericanos muy importantes.
Vistas las circunstancias, había decidido usar su código personal para contactar con el
jefe del KGB, explicarle la situación y pedirle instrucciones. Las instrucciones fueron
breves y explícitas… en una palabra: no se meta en lo que no le importa.
Ese día Zhukov salió de la embajada al mismo tiempo que Lev Tudin. Le conocía
de haberle visto una vez en Moscú y mientras bajaban los escalones de la embajada

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cambiaron algunas frases de cortesía, y se despidieron. Pero cuando Zhukov estaba a
punto de subir a su coche advirtió al chófer de la embajada inmerso en una
conversación con Tudin y se acercó.
—Es el termostato, señor —explicó el chófer—. Creo que se ha averiado del todo
y dudo que pueda llevar de vuelta al camarada Tudin sin que tenga un accidente.
—No se preocupe —respondió Zhukov—. Yo voy hacia el edifìcio del
administrador residente y dejaré primero al camarada Tudin. —Observó la expresión
de sorpresa de éste y sonrió con complacencia—. No ponga esa cara —dijo—. No
conozco el propósito de su misión, pero como jefe de esta central, es natural que sepa
dónde se alojan ustedes. No es lejos del edificio del administrador residente. —Le
indicó su coche con un gesto.
Tudin se encogió de hombros y se sentó en el asiento delantero junto al
conductor. Salieron y pasaron junto a los guardias para entrar en la calle principal. Al
otro lado de la calle, desde la ventana de una casa, un árabe bajó sus prismáticos, se
acercó un pequeño trasmisor a la boca y oprimió un botón.
—Está saliendo —dijo—. Tiene un acompañante.
A menos de medio kilómetro de distancia, en uno de los caminos que se
aproximaban al tercer «círculo», Sami Zahaby recibió el mensaje y cogió la
ametralladora UZI que escondía entre los asientos del viejo Mercedes.
—Está saliendo —le repitió al Hermano sentado ante el volante, y miró su reloj
—. Son las 18:00. Ha terminado por hoy y va hacia su casa. Lleva un acompañante.
Con su mano izquierda levantó el transmisor, oprimió el botón y dio instrucciones
a los cuatro Hermanos que estaban esperando en un viejo Ford junto a un camino al
otro lado del tercer círculo.
Zhukov le explicaba a Tudin los rigores del Servicio en Oriente Medio, tratando
de averiguar con discreción qué es lo que hacía Gordik en la residencia. Estaba muy
intrigado; Gordik era su inmediato superior y no podía entender cómo había sido
posible montar una operación desde Jordania sin que él se enterara. Tudin se mostró
muy poco comunicativo y eso lo irritó. Tal vez a causa de esa irritación, bajó la
guardia y no fue tan observador como de costumbre. Al doblar la curva, cuando iba a
preguntarle a Tudin cuánto tiempo permanecerían en Amán, de pronto se dio cuenta
de que los seguía un Mercedes negro. Por el espejo retrovisor vio a dos árabes en el
asiento delantero, vestidos con las túnicas tradicionales y con la cabeza cubierta. La
alarma comenzó a sonar dentro de él y ya estaba a punto de apretar el acelerador
cuando un Ford azul oscuro se le cruzó delante. Frenó bruscamente, patinó y chocó
de costado contra el Ford, los dos coches se detuvieron. Vio bajar a cuatro hombres
del Ford y su mano derecha se metió bajo su chaqueta para buscar la pistola mientras
le gritaba una advertencia a Tudin.
Demasiado tarde. Llevaban las ventanas abiertas para soportar mejor el calor
bochornoso y, antes de que pudiera levantar su arma, se encontró con una metralleta
en la cara. Los otros dos asaltantes se colocaron en la ventanilla de Tudin,

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amenazándolo de la misma manera.
La operación fue rápida y fácil. Los dos rusos fueron sacados del coche y metidos
en el Mercedes en veinte segundos. El Ford gris había quedado inutilizado y sus
cuatro ocupantes se amontonaron en el asiento trasero del Mercedes sobre Zhukov y
Tudin. Otros coches se detuvieron, pero, antes de que ninguno de sus ocupantes
pudiera reaccionar, el Mercedes se alejó a toda velocidad.

Pasaron diecisiete minutos antes de que Gordik recibiera la llamada telefónica desde
la embajada, lo que enrareció de inmediato la atmósfera que se respiraba en la
residencia. Gordik se sentía desvalido y lo primero que hizo fue informar a Hawke y
a Gemmel, quienes convocaron al instante una reunión de emergencia. Pasó otra hora
más hasta que comenzó a aclararse la situación, una situación que irritó sobremanera
a Hawke. Tanto él como Gemmel se pusieron en contacto de inmediato con la central
de Amán. Los atónitos dirigentes de la CIA y del MI6 local se enfrentaron de pronto
con el hecho de que dos de sus más importantes oficiales estaban en la ciudad y,
además, implicados en una operación en colaboración con el KGB. Se les informó
que dos agentes del KGB habían sido secuestrados y recibieron órdenes de tratar de
averiguar sin demora quiénes eran los secuestradores. Mientras se ponían en contacto
con sus agentes, Gordik, Hawke y Gemmel estudiaron todas las posibilidades. En
circunstancias normales cada uno habría sospechado del servicio de Información de
los otros. Lógicamente eso se descartó de inmediato, lo mismo que el servicio de
Información del gobierno jordano. No era precisamente amor lo que había entre
Rusia y Jordania, pero era impensable que los jordanos secuestraran un coche de la
embajada a plena luz del día. Fue Gemmel quien finalmente dio con la solución
correcta y John Masterson, el residente local del MI6, la confirmó.
—Los Hermanos Musulmanes —dijo Gemmel, mientras colgaba el teléfono—.
Nos hemos podido infiltrar y nuestro agente asegura que el secuestro ha sido llevado
a cabo por ellos. —Le dedicó una larga y atenta mirada a Gordik—. La cuestión es,
Vassili, ¿querían a Tudin o al otro hombre que viajaba en el coche? ¿Quién es y por
qué podrían querer secuestrarlo?
Gordik se apoyó en el respaldo de su silla, y pensó a toda velocidad. Ya sabía que
el conductor del coche era Zhukov y que éste había actuado de manera muy
contundente en la lucha contra la Hermandad en Siria. Así que el hecho de que Tudin
se encontrara en el coche sólo era un hecho accidental ya que los Hermanos no teman
conocimiento de él ni de su misión. Su objetivo había sido con toda seguridad
Zhukov y Tudin era simplemente una recompensa adicional.
Decidió explicarlo todo y les hizo un breve resumen de los hechos principales.
Hawke apartó su silla y se puso a pasear por la habitación, soltando maldiciones.
—Un coche de mierda —dijo con amargura—. Un coche de mierda pone en
peligro toda la operación. —Sacudió la cabeza, frustrado—. Y nada menos que por la

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maldita Hermandad Musulmana. —Miró a Gordik directamente a los ojos—. ¿Sabe
usted quiénes son? ¿Sabe lo que representan?
Gordik asintió sombríamente.
—Lo sé muy bien. He dirigido muchas actividades contra ellos.
—Extraordinario —dijo burlonamente Hawke—. Entonces sabrá que no tienen
escrúpulos. Ahora dígame —prosiguió con dureza—, ¿cuánto aguantará Tudin? ¿Qué
experiencia tiene en este terreno? ¿Qué entrenamiento? —Miró el pequeño calendario
de su Rolex—. Sólo nos quedan setenta y dos horas. Abu Qadir está entrando en La
Meca en este mismo momento. ¿Aguantará?
La expresión de Gordik se tomó todavía más sombría.
—Creo que no. No tiene ninguna experiencia. Es un pensador, no un hombre de
acción. —Se encogió de hombros de forma elocuente—. En cuanto a su resistencia,
por supuesto, ha hecho los cursos normales, pero dudo que un entrenamiento pueda
preparar a un hombre para lo que le harán los Hermanos Musulmanes.
—¡Mierda! —Hawke escupió la interjección y comenzó a pasear de nuevo.
Gemmel adelantó un pie y acercó la silla de Hawke a la mesa.
—Siéntate, Morton —dijo con firmeza—. En estos momentos hay que pensar con
frialdad y claridad. Es cuestión de horas, no de días. Tenemos que sacar a Tudin, y
rápido.
Hawke se detuvo y lo miró, con una mezcla de frustración y furia en su rostro y
luego regresó a la mesa, se sentó y miró con enojo a Gordik.
—Tenemos una posibilidad —dijo Gemmel en tono tranquilizador—. Como ya os
he dicho, hemos podido infiltramos en la Hermandad Musulmana. Los británicos ya
nos enfrentamos a ellos en los años treinta, en Egipto, cuando el Estado era cliente
nuestro. Hasta puedo decirles que tácitamente los apoyamos cuando trataron de
asesinar al presidente Nasser en 1955.
Gordik y Hawke lo observaban atentamente.
—Es cierto —continuó— que últimamente nuestra influencia aquí ha declinado
considerablemente, pero siempre hemos tratado de conservar nuestros agentes en sus
puestos. Masterson es bueno; hace más de cuatro años que es residente del M16 aquí
y es muy experto. Tratará de descubrir dónde tienen a Tudin y luego sólo nos quedará
esperar. Una vez que lo sepamos podremos planear una intervención.

* * *

Masterson tardó una hora y media descubrir dónde tenían los Hermanos Musulmanes
a Zhukov y a Ibelin. Llegó a la residencia con expresión de preocupación y un mapa
de Amán a gran escala. De inmediato convocaron una reunión en la que estuvieron
presentes Gordik, Gemmel, Falk, Masterson, el jefe local de la CIA y el delegado del
KGB. El norteamericano se llamaba Johnson, un hombre serio con gafas, de cerca de
cincuenta años. El ruso era más joven, de baja estatura y más bien gordo. Se llamaba

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Kalinin.
Colgaron el mapa de una de las paredes de la habitación y Masterson comenzó su
informe. Era un hombre alto, erguido, de porte militar, de poco más de sesenta años.
Caminaba con ayuda de un bastón, debido a una herida que había recibido en la
pierna derecha durante la Segunda Guerra Mundial, en la que había comandado un
tanque en el desierto. Se sentía un poco nervioso ante aquella audiencia de hombres
tan importantes, sobre todo porque en los rostros de Hawke y Gordik se reflejaba una
gran impaciencia. Señaló con su bastón un punto en el mapa.
—Ésta es la casa de un comerciante llamado Salah Khalas. Es un conocido
simpatizante y posible miembro de la Hermandad Musulmana. La vivienda es grande
y está rodeada por un patio. Me han dicho que hay un gran sótano y supongo que es
allí donde tienen retenidos a los rusos.
Gordik miró su reloj, e inmediatamente su rostro se aflojó.
—Bien, excelente trabajo. Tenemos un equipo junto a la embajada. Los enviaré
de inmediato.
Masterson echó una mirada a Gemmel, que levantó la mano.
—Un momento, Vassili, déjele terminar.
—No es tan simple, señor. —Masterson se dirigió a Gordik y se sorprendió a sí
mismo por el trato deferente que le dedicaba a ese ruso, pero algo en el aspecto y la
posición del hombre así lo exigía—. Permítame que le explique —prosiguió—. La
casa está situada casi en el centro del zoco. Es un área densamente poblada. Las
calles son sumamente estrechas y, créame, habrá montones de Hermanos dentro y
fuera. Su equipo tendría que aproximarse a pie y no podría acercarse a más de
doscientos metros sin que se diera la alarma. Toda la zona es una ratonera y podrían
sacar a Zhukov y a Tudin y esconderlos en otro lugar en cuestión de minutos.
La cara de Gordik se alargó.
—Pero tenemos que arriesgamos —dijo—. No podemos quedamos aquí sentados
sin hacer nada.
Hawke intervino.
—¿Y las autoridades jordanas?
Gemmel respondió:
—No hay ninguna posibilidad. Seguramente ya están enteradas del secuestro y
sin duda esperan que la embajada rusa se ponga en contacto con ellos pero, aun así,
es muy poco lo que harán. —Miró a Gordik—. Usted ya sabe lo poco que les gustan
los rusos y su actual apoyo tácito a la Hermandad. Llevaría días conseguir que se
movieran y, aun así, en el mejor de los casos, no le pondrían mucho entusiasmo.
—Entonces, ¿qué haremos? —preguntó Gordik con impaciencia.
—Estoy seguro de que Masterson tiene algunas ideas —intervino Gemmel y
todos los ojos se clavaron en la nerviosa figura del inglés.
—Sólo veo una posibilidad —comenzó con vacilación. Y volvió a señalar con su
bastón un punto en el mapa—. Sería posible aproximarse a esta distancia de esos

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lugares. —Indicó tres puntos que formaban un triángulo alrededor del zoco—. Desde
allí será necesario que un grupo muy pequeño de hombres disfrazados de árabes
penetre en el zoco basta la casa e intente entrar. —Su voz se hizo más ágil y adquirió
un tono militar mientras detallaba su plan—. En cuanto se haya efectuado la entrada y
comiencen los disparos, el resto del equipo entrará rápidamente desde tres
direcciones diferentes. Tendrán que avanzar a balazos a través del zoco, en medio de
una verdadera batalla. Los hombres que ya hayan entrado en la casa tratarán de que
no maten a los rusos… y a sí mismos… hasta que llegue el resto del equipo. También
habrá que luchar para salir de allí. —De nuevo señaló con el bastón en el mapa—.
Nuestro transporte estará esperando aquí. —Bajó el bastón y dirigió una mirada
enigmática a Gordik, quien suspiró profundamente.
—Todo depende —dijo Gordik—, de que se pueda atravesar la pantalla de
defensa y entrar en la casa antes de que comience el verdadero tiroteo.
—Exacto —asintió Masterson.
—¿Qué le parece, Morton? —preguntó Gordik.
Hawke se encogió de hombros.
—De uno u otro modo, habrá derramamiento de sangre, pero tendremos que
intentarlo. —Miró a Gordik con dureza—. Y si el equipo de avance no logra entrar,
será difícil sacar a Tudin, y entonces tendrán que matarlo.
Gordik asintió.
—Estamos de acuerdo.
Ahora habló Johnson por primera vez.
—¿Quiénes estarán en el equipo de avance?
—¿Quiénes cree usted? —preguntó Hawke.
El hombre se encogió de hombros. Él también se sentía nervioso ante esa súbita
llamada a la acción.
—Tengo dos o tres hombres buenos. Pero, francamente, señor Hawke, es una
misión suicida. No me gustaría tener que enviarlos.
—Usted hará lo que se le diga —gruñó Hawke, y Johnson se echó hacia atrás,
avergonzado.
Gordik habló unas palabras en ruso con Kalinin quien replicó con dos frases
bruscas. Gordik dijo en inglés:
—Nosotros también tenemos algunos hombres buenos y es responsabilidad
nuestra; no tenemos reparos en ordenarles que vayan. —Volvió a mirar su reloj—.
Cuanto antes, mejor. Necesitamos ayuda para organizar los equipos de apoyo. —Miró
a Masterson—. ¿Cuántos piensa que necesitaremos?
—Por lo menos treinta —replicó Masterson—. Bien entrenados y armados.
Hawke comenzó a decir algo, pero Gemmel levantó una mano, se puso de pie, se
acercó al mapa y lo estudió de cerca unos momentos. Luego se volvió y miró
enigmáticamente a Alan Boyd.
—¿Qué te parecería un poco de actividad, Alan?

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—¿Sólo tú y yo?
Gemmel asintió.
—¿Y por qué no? —dijo Boyd con una leve sonrisa.
—Bien. —Gemmel se volvió hacia Gordik—. Seamos sensatos. Nadie podrá
meterse en el zoco ni acercarse a esa casa si no va vestido como un árabe, camina
como un árabe, y huele y habla como un árabe: pero sucede que aquí hay dos
personas que pueden hacerlo. Alan Boyd y yo. Al menos tenemos una posibilidad,
aunque sea pequeña.
En la habitación se hizo un silencio total mientras cada hombre consideraba las
palabras de Gemmel.
Eventualmente Gordik dijo:
—Es nuestra responsabilidad, no la de ustedes. Ha sido un error nuestro.
—La responsabilidad no tiene importancia —respondió Gemmel—. Toda la
operación está ahora en peligro. No hemos recorrido este largo camino para aceptar
que se vaya al cuerno… al menos no lo aceptaremos sin hacer antes todos los
esfuerzos posibles. Boyd y yo hablamos árabe a la perfección, los dos somos morenos
y los dos hemos pasado ya por árabes. Hemos trabajado juntos antes. Hay mejores
posibilidades con nosotros dos que con todo un grupo de personas que no actúen
bien. —Miró a Hawke en busca de apoyo, y lo consiguió.
—Creo que tienes razón, Peter. Lo que tenemos que hacer es aseguramos muy
bien de que estéis dentro lo menos posible. —Apartó su silla, se puso de pie y
examinó el mapa. Recorrió con el dedo el camino desde la casa hasta los tres puntos
que había señalado Masterson—. Por lo que veo los refuerzos pueden llegar en tres o
cuatro minutos. ¿Qué le parece? —le preguntó a Masterson.
—Es posible —asintió Masterson—. Si tenemos trece tipos ubicados en estos
puntos, al menos uno de ellos puede llegar a la casa en ese tiempo. Si es posible,
sugeriría que hubiese diez hombres en cada escuadrón de asalto. Necesitaremos que
por lo menos dos esperen con los transportes, de manera que, en total, serían treinta y
seis hombres. —Pensó un momento—. No puedo proporcionar más de seis o siete
aparte de mí mismo.
Gordik volvió a mantener una rápida conversación en ruso con el delegado del
KGB local.
—Podemos conseguir veinte. —Sonrió con desgana—. Eso significa entregarles a
ustedes todos nuestros agentes.
Hawke rió.
—Probablemente conozcamos a la mitad de ellos. De todas maneras, será un quid
pro quo. Nosotros proporcionaremos los catorce restantes. Bien, estudiemos los
detalles.
Gemmel levantó otra vez la mano.
—Dentro de una hora ya será oscuro y la mayoría de los árabes estarán cenando
media hora después de que oscurezca. Bien, esto lo hemos planeado como una

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operación militar y tenemos que recordar que habrá rusos, británicos y
norteamericanos en el equipo. Pero tiene que haber un solo jefe. —Hizo un gesto con
el pulgar—. Masterson habla ruso y árabe. Ha tenido experiencia militar y conoce la
zona mejor que nadie. Sugiero que él formule el plan y que se haga cargo de todo.
Además, sugiero que ustedes dos, Vassili y Morton, no se muevan de aquí.
Los dos hombres comenzaron a protestar, pero Gemmel lo argumentó de una
forma autoritaria y lógica. Señaló que la operación Espejismo estaba a punto de
entrar en la etapa final. Se les necesitaba allí para seguir controlándolo todo y
dirigiendo a los agentes sobre el terreno. Además, su presencia en el intento de
rescate no ayudaría mucho y incluso podría dar la sensación de un mando dividido. Él
y Boyd arriesgarían sus vidas en primera línea y se sentirían más confiados si
Masterson estaba al mando de la operación.
Hawke y Gordik tuvieron que aceptar, pero, Leo Falk hizo oír su voz por primera
vez.
—Olvidas algo, Peter —dijo, con el rostro muy tenso—. Yo también hablo árabe.
Me gustaría ir contigo y con Alan.
Gemmel negó con la cabeza.
—Gracias, Leo, pero la respuesta debe ser «no». Sí, hablas árabe a la perfección,
pero con mucho acento. Además, eres rubio y tienes la piel sonrosada y ojos azules.
Cualquiera que se acerque sabrá al instante que eres extranjero.
—Gemmel tiene razón, Leo —dijo Hawke—. Pero te lo agradezco.
—En ese caso —respondió Falk—, iré con uno de los grupos de apoyo.
—Eso no te lo puedo negar —confirmó Hawke—. Si Gordik y yo nos hemos de
quedar aquí ellos te necesitarán.
Masterson miró su reloj.
—Muy bien —dijo con mejor tono, y sin huellas de nerviosismo—. Si voy a estar
al mando de esto tendremos que comenzar ahora. Sugiero que me dejen elaborar los
detalles con Johnson y Kalinin.
Se oyó un ruido de sillas mientras todos se ponían de pie.

Lev Tudin había pasado por todo el espectro del miedo y llegado al punto en que
podía apartarse de sí mismo y examinarlo. En primer lugar, el pánico irracional del
secuestro en sí y luego el dolor físico de unos golpes salvajes cuando los sacaron del
coche, los hicieron andar por las callejuelas del zoco y los encerraron en el sótano.
Nunca había experimentado violencia física y su mente no podía acompañar la agonía
de estar atado de pies y manos sobre el suelo de hormigón mientras tres hombres
pateaban su cuerpo desde todos los ángulos. Pensó que nada podía compararse con el
dolor, la humillación y el desvalimiento.
Pero, durante las últimas dos horas, había llegado a darse cuenta de que estaba
equivocado porque había presenciado el interrogatorio a Zhukov. Los primeros

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golpes salvajes habían sido un mero calentamiento, un preludio para lo que vendría
después. El interés inmediato de Zahaby era, por supuesto, Zhukov, y cuando
terminaron los golpes iniciales, Tudin fue atado a una silla, y a Zhukov lo desnudaron
y comenzó la tortura. El sótano era una habitación grande. Una pesada puerta de
madera llevaba a una escalera que daba al patio. Habían tapado con gruesas mantas
todos los resquicios de la puerta para ahogar cualquier ruido.
Tudin había leído una vez una cita de Hemingway que decía: «si un hombre no
grita mientras lo torturan, no está sintiendo dolor». Zhukov sentía mucho dolor.
Zahaby usaba un instrumento improvisado pero eficaz. De un tablero eléctrico fijado
a la pared partían unos cables que iban a parar a una caja de madera a los pies de
Zhukov. La caja contenía un reostato. De la caja salían más cables conectados a unas
grapas fijadas al pene de Zhukov y a su labio inferior. Tardaron mucho en doblegarle.
Durante más de dos horas Zahaby y sus dos ayudantes aumentaron la potencia hasta
que Zhukov no pudo resistir más. De tanto en tanto le arrojaban cubos de agua, tanto
para revivirlo como para aumentar los efectos de la corriente. Dos veces Zahaby
efectuó cambios, retiró las grapas y aplicó otro instrumental. La primera vez le
quemó el brazo izquierdo y la pierna izquierda hasta el hueso con un soldador. La
segunda le cortó los dedos de la mano derecha uno por uno y le cauterizó los
muñones con alquitrán. Tudin no podía creer que un hombre pudiera ser tan fuerte ni
tan estoico, pero finalmente la electricidad le venció y ahora hacía cinco minutos que
hablaba.
Zahaby no se complacía con la tortura. Luchaba, como todos los Hermanos
Musulmanes, por lo que creía una guerra santa, una Jihad. Los rusos eran sus
enemigos. Centenares de Hermanos habían sido torturados en las prisiones sirias por
personal de seguridad entrenado y asesorado por ese hombre. Pero si bien no sentía
placer, tampoco tenía piedad, y un brillo de éxito apareció en sus ojos cuando Zhukov
comenzó a hablar y a murmurar nombres y lugares. Uno de los asistentes anotaba las
respuestas en un cuaderno.
Finalmente, Zahaby miró a Tudin y preguntó a Zhukov:
—¿Y este hombre? ¿Quién es y qué hace?
Hubo un silencio mientras Zhukov miraba a Ibelin con sus ojos llenos de
sufrimiento. Sacudió la cabeza.
—No lo sé. El embajador me dijo que lo llevara a mi casa para cenar. Eso es todo
lo que sé.
Los ojos de Tudin pasaron de Zhukov a Zahaby. Sentía como si su corazón se
hubiese expandido y los latidos llenaban todo su cuerpo. Lentamente Zahaby sacudió
la cabeza, luego fue hasta la caja de madera y movió la manija. El cuerpo de Zhukov
se arqueó contra las sogas que lo constreñían y una vez más sus gritos resonaron en el
sótano. Esa vez Zahaby calculó mal.
El hombre torturado, destrozado, ya estaba más allá del dolor y algo —su corazón
o su cerebro— se derrumbó. Zahaby cortó la corriente y uno de sus asistentes le tomó

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el pulso y movió la cabeza con exasperación.
—No importa —dijo Zahaby—. Ya tenemos lo suficiente como para dar a los
sirios un poco de su propia medicina. —Se volvió a mirar a Tudin y dijo en inglés—:
Ahora tendrás que hablar tú.
Tudin fingió que no sabía el idioma, pero seguramente sus ojos mostraban su
miedo, y Zahaby sonrió.
—Dudo de que sólo fueras un invitado a cenar.
Un asistente comenzó a separar el cuerpo de Zhukov de la silla mientras el otro se
aproximaba a Tudin. Tudin se encogió en la silla, temblando de miedo.

Gemmel y Boyd estaban a ochenta metros de distancia de ese sótano bebiendo tacitas
de café negro muy cargado. La noche era muy fría lo que les permitió cubrirse la
cabeza sin llamar la atención con las capuchas de sus trajes. A ambos lados había
vendedores que voceaban sus mercancías. Justo enfrente un artesano trabajaba
objetos de plata en la puerta de un pequeño comercio. Hacía diez minutos que estaban
allí, hablando en árabe y observando a los guardias que, distraídamente en apariencia,
rodeaban la casa al final de la calle. Había otros dos apoyados contra una pared a sólo
diez metros de distancia.
Ellos habían llegado al café por un camino indirecto, deteniéndose a comprar un
corte de tela a un vendedor ambulante. La tela estaba entre los dos, sobre la mesita.
Bajo su túnica llevaban pesados cinturones de cuero, y en los cinturones seis
granadas explosivas, un Colt 1911 y una metralleta Scorpion. Los norteamericanos
les habían dado las granadas y los Colt y los rusos las Scorpion. Eran el arma ideal
para un combate a corta distancia, ya que sólo tenían diez pulgadas y media de largo
y la culata plegada, y disparaban con un ritmo de setecientas vueltas por minuto.
Cuando les entregaron el equipo y escucharon a uno de los rusos explicarles el
mecanismo de la Scorpion y la manipularon, Gemmel sintió una ola de confianza. Si
podían superar el cerco y entrar en la casa tendrían una posibilidad. Además,
contaban con otra ventaja. Unos minutos antes de salir de la villa, Masterson había
recibido una llamada telefónica de uno de sus agentes para decirle que la contraseña
actual de los Hermanos Musulmanes era «la daga en el Corán». No pudo asegurarles
que eso bastara para permitirles pasar. Tal vez hubiera otras contraseñas.
Gemmel se bebió el café, miró su reloj y dijo a Boyd en árabe:
—Dentro de dos minutos los otros estarán en sus puestos.
—¿Tratamos de superar a estos dos? —preguntó Boyd, haciendo un minúsculo
movimiento de cabeza hacia los dos guardias que estaban apoyados en la pared.
—Sí, pero si no resulta utiliza la Scorpion; yo saldré corriendo hacia la puerta.
Los segundos parecían pasar audiblemente.
Gemmel miró de nuevo a Boyd y sintió otra ola de confianza. Su cara grande,
petulante, estaba impasible; sus dedos sostenían la taza de café sin el menor

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nerviosismo. Gemmel no podía pensar en ninguna otra persona en el mundo con
quien prefiriera estar en ese momento. Hasta sintió un poco de culpa de que Boyd
arriesgara su vida. Al fin y al cabo, a diferencia de él, Boyd no sabía exactamente qué
era lo que estaba en peligro. Luego apartó estos pensamientos de su mente, volvió a
mirar su reloj y le hizo una señal a su compañero. Se pusieron de pie y Gemmel
recogió el rollo de tela. Boyd había metido la mano distraídamente bajo su túnica.
Mientras caminaban por la callejuela los dos guardias se acercaron a ellos y les
cortaron el paso.
Gemmel miró directamente a uno de ellos a los ojos y dijo con autoridad:
—La daga en el Corán.
—¿A qué vienes? —preguntó uno de los hombres.
—Vamos a ver a Salah Khalas —respondió Gemmel.
—No está en la casa.
—Entonces esperaremos —dijo Gemmel, con fingida impaciencia en la voz.
—De eso nada —respondió el hombre con arrogancia—. No pasaréis de aquí. No
sin la contraseña que permite el acceso.
Gemmel se quedó helado cuando oyó que había otra contraseña.
—¿Qué es lo que queréis? —repitió el hombre, y Gemmel observó que su mano
se deslizaba rápidamente bajo la túnica.
Boyd no esperó. Por el rabillo del ojo Gemmel lo vio volverse ligeramente y
luego se oyó el ruido de la Scorpion. Se produjo un caos. Los dos guardias cayeron
bajo la lluvia de balas, y murieron al instante. Se oyeron gritos de los vendedores
ambulantes y de los transeúntes que buscaban refugio. Gemmel y Boyd saltaron hacia
delante, arrojaron al suelo el rollo de tela, y pusieron al descubierto sus armas. Boyd
era ambidextro, llevaba la metralleta en la mano izquierda y una granada en la
derecha. Al saltar sobre el cadáver de uno de los guardias juntó por un momento las
manos y quitó la espoleta. Más adelante otros cinco guardias protegían la puerta de
madera tallada de la casa. Comenzaron a verse armas. Boyd arrojó la granada y él y
Gemmel se tiraron al suelo, protegiéndose la cabeza con los brazos. Boyd siempre
había sido un deportista excelente y la granada chocó contra la parte superior de la
puerta, cayó al empedrado entre los cinco guardias y explotó. Gemmel fue el primero
en levantarse, y correr agachado para volver a disparar con su Scorpion. Abatió al
único hombre que aún estaba en pie, y la puerta quedó desprotegida ante ellos. Tenía
una enorme cerradura de acero y, mientras Gemmel la examinaba, Boyd tomó
posición dándole la espalda, de cara a la callejuela ahora desierta. A la izquierda uno
de los guardias se oprimía el vientre y gemía.
—Aléjate —gritó Gemmel y empujó a Boyd, levantó la Scorpion y disparó contra
la cerradura las balas que le quedaban.
Buscó bajo su túnica y sacó otro cargador. Lo colocó y luego dio un paso hacia
delante y con el pie derecho empujó la puerta, que se abrió, mostrando un gran patio
y dos hombres que lo cruzaban corriendo. Lanzó otra ráfaga de la Scorpion y ambos

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entraron en el patio, mirando a su alrededor. Boyd vio a un hombre en el techo justo a
tiempo. Empujó violentamente a Gemmel, que quedó boca abajo en el suelo mientras
una ráfaga de ametralladora enviaba balas que repicaban en las losas. El empujón
salvó la vida a Gemmel. Rodó sobre sí mismo, levantó la Scorpion, y disparó contra
el parapeto. Como respuesta oyó un leve grito y luego silencio. Gemmel miró hacia
atrás y vio a Boyd tendido boca abajo. Se arrastró hasta él.
—¿Estás herido, Alan?
La réplica llegó en voz baja y dolorida.
—Las dos piernas. Destrozadas.
Gemmel comenzó a levantar la túnica de Boyd para ver las heridas, pero Boyd
gritó:
—Déjame. Yo vigilaré la entrada. Entra tú.
Logró apoyarse sobre un codo, luego extrajo cuatro granadas más que tenía bajo
su estómago y las colocó en las losas junto a él.
—Ve Peter. Yo te cubriré la espalda.
Gemmel se volvió y sus ojos recorrieron el patio. Se detuvieron en la pesada
puerta trampa, en un ángulo, en el momento en que ésta comenzaba a levantarse.
Apareció una mano empuñando una pistola, se oyó un solo disparo y Gemmel se
apartó, sintiendo la quemadura de la bala en el hombro izquierdo. Devolvió el
disparo, mientras la puerta trampa se volvió a cerrar.
—Es el sótano —dijo Boyd a sus espaldas—. Allí deben de estar. ¡Ve Peter!
Gemmel cogió una granada, la preparó para arrojarla y se dirigió hacia la puerta
trampa. Al llegar oyó «fuego» a sus espaldas y luego el estallido de una granada. Se
volvió y vio a Boyd apuntando su Scorpion a la entrada del patio. Había dos
cadáveres más en la callejuela. Gemmel se dirigió hacia la puerta trampa, levantó el
pesado aro de hierro, lo alzó unos doce centímetros y deslizó por allí la granada.
En el sótano Zahaby se encontraba frente a la puerta, cubierta con una manta, con
su pistola Tokarev en la mano. El cadáver de Zhukov había sido arrojado a un rincón.
Tudin estaba desnudo, atado a la silla, con el rostro blanco, y las grapas eléctricas
conectadas a su labio inferior y a su pene. Los dos hombres que se encontraban de pie
detrás de él, tenían el miedo pintado en la cara y los ojos fijos en Zahaby. La
explosión voló la puerta y el Hermano Musulmán que estaba detrás de ella salió
despedido con la cara y la parte superior del cuerpo destrozados.
Zahaby gritó una orden y se puso en cuclillas, apuntando con la pistola a la
escalera. Sus dos ayudantes se apartaron cautelosamente de la silla y avanzaron hacia
la entrada. Uno de ellos miró por encima de su hombro y Zahaby le susurró una
palabra. Con un grito de «Insha Alá», los dos hombres corrieron hacia la escalera y
los dos murieron al pie de ella, abatidos por una lluvia de balas.
En esos momentos Tudin ya no sentía dolor ni miedo. Sólo tenía una intensa
sensación de vergüenza, porque hacía dos minutos, justo antes de que se oyeran los
primeros disparos, le había revelado al incrédulo Zahaby el asunto de la residencia y

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la operación Espejismo. Sólo había tardado diez minutos en ceder y no lograba
quitarse de la cabeza la imagen de Zhukov, que yacía muerto en un rincón. Él había
resistido dos horas. La mente torturada de Tudin sabía que se estaba intentando un
rescate. Pero ya era demasiado tarde para Zhukov. Zahaby, de nuevo en pie,
comenzaba a acercarse para poner a Tudin entre él y la puerta. Su mente comenzó a
funcionar de nuevo. Con un violento y doloroso esfuerzo se retorció en la silla para
darle la vuelta, y consiguió golpear a Zahaby, tirándolo al suelo. Zahaby lanzó una
maldición y cogió su arma con intención de utilizarla. Tudin ya estaba dispuesto a
morir, cuando Gemmel apareció rodando en la habitación, Por un segundo Zahaby
vaciló con el arma entre a quien de los dos disparar. Gemmel supo aprovechar ese
segundo para lanzar con la fuerza de las balas el cuerpo de Zahaby al otro lado de la
habitación yendo a caer junto a la figura desnuda y sin vida de Zhukov.

Gemmel se dormía y se despertaba. Habían pasado cuatro horas desde el exitoso


rescate. Curiosamente fue Leo Falk el primero en llegar al sótano. Vio a los cuatro
hombres muertos, el rostro compungido de Tudin y a Gemmel, que lo liberaba de sus
ligaduras; luego miró su reloj y dijo, jadeando pero con inmensa satisfacción:
—Dos minutos, cincuenta segundos. ¿Habló?
Gemmel cortó la última soga y ayudó a Tudin a ponerse de pie.
—Sí, habló, pero no importa. —Señaló a Zahaby y a los otros dos hombres con
un gesto—. Están muertos.
En el patio encontró a dos rusos que pusieron a Boyd en una camilla. Había
hombres armados por todo el lugar y desde el otro lado del muro llegaba de tanto en
tanto el ruido de armas automáticas. Minutos después comenzaron la retirada,
llevándose a los muertos y a los heridos con ellos. Tardaron ocho minutos en llegar a
los transportes. El asalto les costó cuatro bajas y dos heridos, y la salida tres muertos
más. La cantidad de muertos y heridos entre los rusos y los norteamericanos era más
o menos la misma. Todos los heridos, incluso Boyd, fueron llevados a la embajada
rusa. Gemmel trató de ir con él, pero Masterson se mostró muy decidido y militar, e
insistió en que debía volver inmediatamente a la residencia a dar su informe. Miró la
herida de su hombro y declaró que no era nada serio.
En la residencia el alivio de Hawke y Gordik se hizo evidente. Los dos se
deshicieron en felicitaciones. Hawke le sirvió un buen vaso de whisky, mientras
Gordik examinaba su hombro y daba a Larissa instrucciones para que le curase. Acto
seguido Gordik habló con la embajada y le dijo a Gemmel que el estado de Boyd,
aunque serio, no era crítico. En cuarenta y ocho horas saldría con los otros heridos
directamente hacia Moscú. Recibiría el mejor tratamiento posible antes de ser
enviado a Londres.
Mientras tanto, los embajadores británico, ruso y norteamericano trataban de
aplacar a las enfurecidas autoridades jordanas.

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—Para eso son nuestros embajadores —dijo Gordik con complacencia.
Finalmente, la bebida y las consecuencias de la acción resultaron demasiado para
Gemmel; lo llevaron a la cama mientras Gordik y Hawke volvían al centro de
comunicaciones.
—Todo se desarrolla según lo planeado —dijo Hawke con una sonrisa—. Abu
Qadir está en La Meca, y las multitudes lo siguen donde quiera que vaya. Lo
lograremos.
De manera que Gemmel se acostó en su pequeña habitación al fondo de la
residencia pero no pudo descansar bien.
Oyó un golpe en la puerta, ésta se abrió y apareció Larissa con una bandeja.
—No ha comido nada —le dijo—, pensé que tendría hambre.
Gemmel se incorporó, y sintió dolor en el hombro. Ella dejó la bandeja junto a la
cama y le arregló los almohadones. Había un gran plato humeante sobre la bandeja.
—Borsch —indicó con una sonrisa—, yo misma supervisé al cabo Brady
mientras lo preparaba, de manera que es auténtico.
De pronto Gemmel se sintió hambriento y Larissa puso la bandeja sobre sus
rodillas y lo observó mientras comía.
—Quería agradecerle —dijo ella—. Quiero mucho a Lev Tudin. Realmente no es
un hombre para operaciones como ésta. Es un pensador… pero es una buena persona
y lo habría echado de menos. Todos lo habríamos echado de menos.
—Lo pasó mal —dijo Gemmel—. Espero que no le afecte mucho.
Ella negó con la cabeza.
—Se recuperará. Por dentro es muy fuerte.
Durante un rato comió en silencio y entonces Larissa le dijo en voz baja:
—Y usted… ¿se recuperará?
Él le echó una mirada.
—No es la primera vez que hago una cosa así.
—No me refería a eso —dijo ella—. Me refería a Maya.
Otro silencio. Luego él dijo bruscamente:
—Eso también fue una operación más. Desde el punto de vista de ustedes, muy
exitoso. Como puede ver en este trabajo siempre hay alguien que recibe.
—Sí —asintió Larissa, poniéndose de pie—, pero eso no significa que debamos
machacar totalmente nuestros sentimientos.
Gemmel no respondió y ella se quedó mirándolo un momento desde la puerta y
luego agregó:
—Creo que comprendo lo que le sucedió a Maya en Londres; y por qué hizo lo
que hizo.
Tampoco esa vez hubo respuesta y Larissa salió cerrando la puerta
silenciosamente tras ella.

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20

La Meca y las colmas que la rodean estaban cubiertas de un mar blanco. Más de tres
millones de personas provenientes prácticamente de todo el mundo habían descartado
sus ropas tradicionales, para realizar el baño ritual y vestirse con las dos simples
sábanas blancas del peregrinaje islámico. Todos eran iguales a sus propios ojos, así
como a los ojos de Dios. Príncipes y mendigos, hombres y mujeres, negros y blancos,
morenos y amarillos.
Una sensación de profunda alegría llenaba la atmósfera. Durante tres días
siguieron el ritual tradicional del Haj. Caminaron en círculos alrededor de la Kaaba
diciendo en voz alta: «Labbaik, Alauma Labbaik… Aquí estoy, oh Alá, aquí estoy, oh
Alá».
Luego desfilaban por la Kaaba y besaban la piedra negra entrando en un estado de
consagración ritual. Por las noches había muchos festejos y buen humor. Era un gran
mar en movimiento de las naciones: gestes venidas de las montañas paquistaníes,
pescadores de las aguas del Pacífico frente a las costas de Indonesia, altos y
agraciados miembros de la tribu Ibo de Nigeria; un gran segmento de humanidad,
unidos en la ceremonia religiosa más ferviente y extendida de la Tierra.
Pero, a pesar del tumulto y del aparente caos, las gentes tenían ahora algo más
desde que Abu Qadir y sus seguidores entraron en la ciudad por la puerta Mila. Pero
éstos no sólo eran objeto de la atención de la multitud, sino también de la de Mirza
Farruki y su batallón de agentes de seguridad, y de la atención de seis agentes que
nada tenían que ver con Mirza Farruki. Tres de esos agentes llevaban diminutos
trasmisores de radio, manufacturados en tres países distintos, pero, con señales
suficientemente poderosas como para ser recogidas por sofisticados receptores en
Jeddah y transmitidos a receptores aún más sofisticados en el centro de
comunicaciones de la residencia de Amán.
Y de este modo, como muy pocos no creyentes antes que ellos, pudieron seguir
íntimamente el proceso del Haj a medida que se aproximaba el día de la Fiesta del
Sacrificio.

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Mirza Farruki ya había informado a Riyadh que había un extraordinario ambiente.
Los peregrinos hablaban abiertamente de la llegada del Mahdi y hasta había rumores
de que sería proclamado el día de la Fiesta del Sacrificio. Farruki había infiltrado a
varios de sus agentes entre los seguidores de Abu Qadir, y aunque entre la gente que
lo seguía ya lo llamaban Rasul, el propio Abu Qadir, y los que estaban cerca de él,
mantenían sus actitudes de simple y modesta devoción y no habían hecho nada que
alterara las leyes o costumbres religiosas.
Mirza Farruki concluyó su informe diciendo que en todo caso los acontecimientos
seguirían su propio curso. Si el día de la Fiesta del Sacrificio en el valle de Mina las
expectativas de los peregrinos no se veían colmadas, todos los rumores sobre la
llegada del Mahdi cesarían. Hasta cabía la posibilidad que su decepción y su enojo se
desahogaran en la persona de Abu Qadir y sus compañeros.

Llegó el día, y toda la mañana el mar de peregrinos salió de La Meca para entrar en el
valle de Mina como una gran marea. Algunos llevaban corderos, cabras y ovejas;
otros conducían camellos. Muchos de los animales más pequeños ya estaban muertos,
habían sido sacrificados en una ceremonia ritual frente a la Gran Mezquita, los demás
gemían como si conociesen su destino.
A pesar de la multitud y de la aglomeración Abu Qadir caminaba en un espacio
que sus seguidores habían formado, un círculo cerrado y móvil alrededor de él. Haji
Mastan caminaba detrás de él llevando un cordero muerto; le seguía Ibn Sahl tirando
de un joven y valioso camello que ofrecería en sacrificio, porque durante el viaje
desde Taif y los días que siguieron, el viejo beduino se había visto profundamente
afectado por la presencia de Abu Qadir.
En las primeras horas de la tarde la multitud se extendió y se ubicó como una
gigantesca ameba en el valle y al pie de las colinas. Los peregrinos habían realizado
la ceremonia ritual de apedrear al demonio, y luego miraron hacia la colina de Arafat
y ofrecieron plegarias. Mirza Farruki se había ubicado cerca del círculo de seguidores
que rodeaban a Abu Qadir, Haji Mastan e Ibn Sahl. Podía ver claramente a los tres,
prosternados para sus plegarias. Otros ojos observaban también al trío en vez de
mirar al suelo seco, mientras de sus bocas surgían comentarios dirigidos a diminutos
micrófonos ocultos.
En la villa de Amán, Hawke, Gordik y Gemmel escuchaban maravillados los 108
informes que les llegaban. El aire estaba cargado de tensión mientras 108 agentes
describían la escena, con voces temblorosas ante el drama que se desarrollaba. Los
informes estaban interrumpidos por los 108 tonos pausados del operador de télex
norteamericano que leía las señales de Houston.
Hawke miró el reloj digital de la pared y dijo:
—Dentro de tres minutos, Haji Mastan pasará un dedo por una ranura abierta en
el estómago de ese cordero y accionará el interruptor del receptor. El satélite recibirá

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la señal y, después de cinco minutos, el láser disparará su rayo y tres millones de
personas se cagarán encima.
Entonces la voz del operador de télex se elevó con tono de preocupación:
—Señor Hawke. Algo funciona mal. Tenemos un problema.

En Houston, Elliot Wisner estaba literalmente gritando al director de la misión:


—Tiene usted tres minutos, ¿me oye? Tres minutos.
El centro de control de la misión hormigueaba de actividad: docenas de técnicos
sentados ante hileras de equipos de computadora y telemetría realizaban febrilmente
108 procedimientos para subsanar el problema.
El director de la misión miraba alternativamente el reloj de pared y la hilera de
monitores que se hallaban ante él.
—No ha sucedido nunca —murmuró a Wisner—. Tañemos una falta de contacto
telemétrico total.
Un asistente se aproximó y le entregó un télex. Lo leyó y gritó:
—¡Ya sé! ¡Ya sé! Dígale que estamos haciendo todo lo que podemos.

Sesenta segundos después Gordik dijo con el mayor de los sarcasmos, mientras
miraba la máquina de télex y resoplaba con fuerza:
—¿Todo? ¿Y ésta es la tecnología norteamericana de la que hacen tanto alarde,
señor Hawke? ¿O es una trampa?
Hawke no contestó. Estaba escuchando los informes que llegaban del valle de
Mina.

* * *

Las plegarias habían cesado; era el momento de los sacrificios. Entonces se hizo un
silencio total en el valle y todos los ojos se volvieron hacia el círculo gigante y a los
tres hombres que se hallaban en él. Ibn Sahl comenzó a avanzar con su camello, pero
Abu Qadir levantó una mano para detenerlo. Haji Mastan elevó el cordero con una
mano apoyada bajo el vientre y, lentamente, caminó y lo puso en el centro del círculo
vacío. Hubo un murmullo expectante y luego se elevó la voz de Ibn Sahl, que hablaba
en voz alta a Abu Qadir:
—No está bien, oh Rasul, que hagas una ofrenda tan insignificante—. Su brazo se
movió, llevando hacia delante la cabeza del camello.
—Hazme el honor, oh Rasul, de ofrecer este camello que es el orgullo de mi
rebaño.
Pero Abu Qadir sacudió la cabeza y con voz clara y dominante, dijo:
—Hermano mio, no es el valor del sacrificio lo que importa, sino la devoción y la

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humildad con que se ofrece, porque, ¿acaso Alá no ve en el corazón de todos los
hombres y sabe lo que hay allí sin prestar atención a la vanidad?
Sus ojos recorrieron el círculo, las gentes que se agolpaban contra los brazos
enlazados de sus seguidores. Luego dio un paso adelante, tomó el cordero, lo levantó
y dijo con voz penetrante:
—Incluso este cordero, gordo y suculento, es una manifestación de vanidad.
Lentamente avanzó hacia un punto de la multitud, y sus ojos se fijaron en una
vieja y en su pequeño nieto, y en la esquelética cabra que ella había traído como
ofrenda. Sus seguidores se apartaron, y Abu Qadir dejó el cordero a los pies de la
mujer y dijo con suavidad:
—Madre, acepta esto con mi humildad y dame a cambio tu ofrenda para que Alá
nos bendiga a los dos.
Levantó la cabra flaca. Haji Mastan que estaba a su lado, con el rostro lleno de
pánico, le susurró algo al oído y lo tomó del brazo. Pero Abu Qadir lo empujó a un
lado y caminó con paso decidido hasta el centro del círculo donde dejó la cabra y,
lentamente, dio varios pasos hacia atrás y elevó sus ojos al cielo.
En Amán las voces transmitían vívidamente la escena a través de los altavoces del
centro de comunicaciones; Morton Hawke se desmoronó en una silla. Apenas parecía
oír al operador de télex que le informaba que Houston aún no había podido
restablecer contacto con el láser.
Gordik miraba a Hawke y a Gemmel como un espectador que sigue un partido de
tenis.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó.
Gemmel le proporcionó la respuesta.
—Si el láser funciona… y es un gran «si»… lo hará dentro de más o menos
sesenta segundos. El rayo alcanzará al cordero en una nube de humo verde, y
probablemente fulminará también a la vieja.
Gordik sonrió con desgana:
—Difícilmente podría tomarse como un acto de Alá, el Todopoderoso y
Compasivo.

Abu Qadir levantó lentamente los brazos por encima de su cabeza y resonó su voz:
—¡Alá! Me has llamado a través de tu ángel Gabriel y aquí estoy.
La multitud murmuró y se acercó todavía un poco más forcejeando contra los
brazos enlazados. Mirza Farruki comenzó a abrirse camino con actitud decidida hacia
el círculo, haciendo señales a sus agentes. Por fin podría actuar.
—Que los creyentes sean testimonio de tu señal.
La voz de Abu Qadir resonó en todo el valle y la multitud se inclinó hacia delante
con total expectación.
—Negativo —dijo el operador del télex con voz de pánico—. Houston informa

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que el contacto es negativo.
Hawke se había desplomado hacia delante con la cara hundida entre las manos.
Gordik lo miraba con fascinación, mientras todos sus instintos le informaban que
Hawke no ñngía y que no se trataba de una trampa.
Gemmel miró el reloj de la pared y dijo con suavidad:
—Ya ha pasado el tiempo, ya ha pasado hace rato. Alá ha querido proteger la vida
de la vieja; es compasivo.
—Pero no con Abu Qadir —dijo Gordik con dureza. Gracias a la tecnología
norteamericana, o a la falta de ella, o a 108 agentes incompetentes, la multitud hará
pedazos a su Mahdi.

Llega un momento en que la expectativa exige satisfacción, y esa exigencia fluyó


como una ola en tres millones de almas e inundó el círculo, llegando al hombre rígido
y a la cabra del sacrificio.
Lentamente Abu Qadir cayó de rodillas, una vez más levantó los brazos, miró
implorante al cielo y exclamó:
—¡Una señal, Alá! ¡Envíale una señal a tu Mahdi!
Tres millones de pares de ojos se levantaron hacia el claro cielo azul de la tarde y
en ese momento vieron una columna perfecta de trémula luz verde que bañaba el
valle, se centraba en la cabra flaca y la iluminaba durante dos segundos. Luego la
cabra se desintegró en una nube de humo verde que envolvió lentamente la figura
rígida de Abu Qadir.

Nada se movía en el valle… ni un grano de arena, ni una piedra, ni un arbusto seco,


ni un solo músculo entre los tres millones de peregrinos.
Mirza Farruki había llegado al círculo de seguidores, pero parecía una estatua de
sal lo mismo que sus agentes, y los otros agentes dispersos entre la multitud.
Haji Mastan, lleno de pánico, había logrado salir del círculo, abriéndose paso
entre la apretada multitud, pero al ver aquellos rostros se volvió y entró en un trance,
con la cabeza torcida hacia atrás y los brazos extendidos.
Abu Qadir fue el primero en moverse. El humo verde se había disipado, dejando
un pequeño agujero negro en la arena del desierto. Extendió las manos frente a él, y
lentamente las llevó hacia delante hasta quedar postrado.
Como un viento que sopla sobre un vasto campo de maíz, los peregrinos
siguieron su ejemplo hasta que el valle de Mina quedó alfombrado de cuerpos
blancos mirando hacia el centro.
Una palabra pronunciada en voz bajá, como un gemido, reverberaba hacia la
figura que se hallaba en el círculo: «Mahdi».

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Epílogo

Un sirviente malayo salió de las sombras con una segunda botella de Château
Margaux y volvió a llenar tres copas.
—Es asombroso lo bien que soporta el viaje —comentó Perryman, saboreando el
buqué.
—Viaja en la bodega climatizada de un Jumbo jet —señaló Pritchard, de mal
humor—, uno de los pocos beneficios de la tecnología moderna. Se volvió hacia el
oko vestido con esmoquin. Cuéntamelo otra vez, Peter, me habría gustado estar allí
para ver las caras de Gordik y Hawke.
Gemmel se apoyó en el respaldo de su silla y, echando una mirada irónica a
Perryman, dijo:
—Fue un desespero. Un auténtico desespero. Había metros de mensajes de télex
cubriendo el suelo y Hawke seguía murmurando: «¿Cómo diablos…?» y Gordik
hablaba por radio con Moscú.
Los ojos de Pritchard estaban entrecerrados mientras visualizaba la escena.
—¿Y cuando Haji Mastan apareció en Jeddah con el aparato transmisor?
Gemmel sonrió.
—Más desesperación. Especialmente cuando les dijo que él se había convertido al
Islam. Que el Mahdi lo había perdonado por su duplicidad y que le ofrecía la
redención y una posibilidad de ir al paraíso.
—¿Y Gordik? ¿Cómo se lo tomó?
Gemmel se encogió de hombros.
—Tenía su propio equipo en Jeddah. Finalmente interrogaron a Haji Mastan y se
convencieron de que era sincero. También hicieron analizar el aparato transmisor
junto con los norteamericanos. Era el único y auténtico.
Pritchard suspiró con satisfacción y Perryman dijo:
—Por supuesto que el satélite y el láser se autodestruyeron. La lanzadera todavía
estaba en órbita, pero veinte minutos después del acontecimiento ya no encontró
señales de él.

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—De manera que hay una confusión total —sonrió Pritchard.
—Sí —asintió Perryman—. Pero los norteamericanos no tardarán en descubrir
que el diseño de los circuitos telemétricos permitía interferencias y neutralizaciones.
Lo relacionarán con Ranee y con su muerte, y llegarán a la conclusión de que como él
también diseñó el aparato transmisor, pudo haber diseñado el otro, y sospecharán algo
gordo.
—Pero no pueden probar nada —dijo Pritchard con complacencia—. Y no
pueden hacer nada, tampoco los rusos, sin involucrarse. —Bebió un sorbo de vino y
dijo con satisfacción—: Una operación perfecta considerando los resultados. Hemos
vuelto a poner a Gran Bretaña en la liga de las superpotencias. Por cierto, los
norteamericanos descubrirán cómo lo hicimos, y también los rusos, pero no podrán
revertir la situación. El Mahdi ya está proclamado y reconocido en todo el mundo
islámico, particularmente en el área del Golfo… el punto crucial del poder mundial.
Es nuestro hombre, con todo lo que tiene. Los rusos y los norteamericanos tendrán
que venir a nosotros, con toda humildad. Por supuesto querrán bajar el precio del
petróleo, pero por ahora subirá, al menos hasta que se agoten nuestras propias
existencias; entonces bajarán con la misma rapidez. Para entonces, usando sus
ingresos por el petróleo, Gran Bretaña se convertirá de nuevo en una gran potencia
industrial. Ni los rusos ni los norteamericanos se atreverán a asesinar al Mahdi.
Imaginen el alboroto que eso causaría. Han quedado atrapados por esa situación.
Nosotros les daremos las salidas que creamos convenientes, según nuestros propios
intereses. Una vez más nos sentaremos a la cabecera de la mesa en las conferencias
mundiales. Antes de la Segunda Guerra Mundial éramos la única gran potencia en el
Golfo y durante treinta años nuestra posición se ha deteriorado hasta convertirse en
nada. Ahora, una vez más, tenemos el dominio y ellos no pueden hacer nada.
Miró a sus dos invitados con satisfacción.
—Desde el comienzo, cuando lanzamos a Abu Qadir hace quince años, hasta la
culminación, ha sido una operación perfecta. La más grande que se haya realizado.
Con un planeamiento meticuloso y una paciencia interminable. El resultado es
perfecto… simplemente perfecto.
—Ha habido víctimas inocentes —señaló Gemmel, y los otros dos levantaron la
mirada al oír el tono de su voz.
—Peter, siempre las hay —comentó Perryman con suavidad.
—Naturalmente —agregó Pritchard—. Pero en esta operación las bajas han sido
mínimas. Un experto en telemétrica y un ingeniero de sonido. A propósito, el primer
milagrito debe de haber sido algo digno de ver.
—Sí —confirmó Gemmel—. Abu Qadir tendría que haber recibido un Oscar;
pero no han sido los únicos que han perdido la vida.
—Ah, sí, se refiere a la bailarina —dijo Pritchard—. Por supuesto es una pena
que haya sucedido, pero era esencial que los rusos se involucraran; que se
convirtieran en parte del asunto, para que quedaran implicados y finalmente

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reconocieran nuestro golpe y sus resultados. Ya sabe usted cómo son, Peter, era
imprescindible hacerlos creer que habían entrado por su cuenta y no que habían sido
invitados. Sospechan mucho de las invitaciones. —Miró a Gemmel con atención—.
¿Usted se enamoró un poco de ella?
Gemmel no respondió, pero su rostro estaba sombrío.
—Un agente de Información —afirmó Pritchard con tono severo—, no puede
permitirse que esos sentimientos le distraigan. Todas las emociones personales deben
quedar en un plano secundario.
Gemmel suspiró.
—Obviamente, Pritchard, usted debe de ser el ejemplo perfecto. Al fin y al cabo,
hace quince años que no ve a Abu Qadir y seguramente nunca volverá a verlo.
—Es cierto —asintió él con solemnidad—, pero le he dado el mayor don que un
padre puede dar a un hijo: la total devoción de millones de personas.
Se volvió e hizo un gesto hacia las sombras.
Unos minutos después, desde el otro lado del oscuro río, llegaron los acordes
iniciales de El ocaso de los dioses de Wagner.

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A. J. QUINNELL (Nacimiento: 25 de junio de 1940, Nuneaton, Reino Unido),
(Fallecimiento: 10 de julio de 2005, Gozo, Malta).
Fue el seudónimo utilizado por el autor británico Philip Nicholson para firmar su obra
narrativa, dedicada íntegramente a las novelas de intriga y misterio. Nicholson fue un
viajero impenitente y muchas de sus historias albergan detalles, narraciones y
personajes secundarios que fue encontrando a lo largo de su vida.
Su obra más conocida es Hombre en llamas, que fue llevada al cine en varias
ocasiones, protagonizada por Marcus Creasy, un americano exmiembro de la Legión
Francesa, su personaje más conocido y que ha logrado un gran éxito en países como
Japón o la India, donde también se realizó una adaptación cinematográfica.

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