Jaramillo (1997) PDF

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Consideraciones sobre el conflicto

armado en el Medellín
de los años noventa

Ana María Jaramillo*

Mi propósito en este trabajo es presentar algunos puntos de


discusión sobre cultura política y conflictividades urbanas en Medellín,
en el marco de una investigación sobre el tema que actualmente
desarrolla la Corporación Región y, fundamentalmente, en relación
con la fase correspondiente al trabajo de campo.

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Después de la muerte de Pablo Escobar, la ciudad de Medellín
dejó de ser noticia para los medios de comunicación, en especial para
aquellos interesados en divulgar una versión sensacionalista sobre los
episodios de violencia protagonizados por el famoso patrón y por su
ejército de sicarios. Si bien es cierto que la muerte de Escobar ha
representado un alivio para la ciudad y para sus habitantes, que bien
podrían ser considerados como sobrevivientes de una época violenta
sin precedentes, ella no se ha constituido en un factor decisivo para la
pacificación de la ciudad. Aunque se verifica una disminución de los

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índices de muertes violentas, Medellín puede seguir siendo considera-


da como el ejemplo extremo de una ciudad que experimenta el recurso
generalizado a las vías de hecho para dar solución a los diversos tipos
de conflictos que tienen lugar en los ámbitos privados y públicos.
En relación con ese ambiente de violencia perviviente, quiero
hacer referencia en este texto al tema de la seguridad, un campo de
conflicto de gran importancia en las últimas décadas. Desde los años
sesenta y debido a factores como la construcción de numerosos barrios
de invasión en las laderas de la ciudad, la emergencia de la delincuen-
cia organizada y la amenaza comunista -a la que se le atribuía las
alteraciones que se generaban en el orden público-, el asunto de la
seguridad empezó a ser considerado como un problema de trascen-
dencia para las autoridades y para los grupos de poder local. Dos
décadas después, la inseguridad es reconocida como problema priori-
tario aún por los habitantes de barrios populares, aunque ahora se la
asocia con fenómenos de bandas, masacres, abusos de autoridad
cometidos por la fuerza pública, generalización del consumo y
comercio de droga y la consecuente aparición de una nueva clase
peligrosa: los viciosos, valorados como desechables.
En aquella década de 1960, la élite empresarial y las autoridades
locales -entre quienes predominaba una sensación de escepticismo en
relación con la eficacia de las reformas promovidas por el primer
gobierno del Frente Nacional en materia de justicia, control del orden
público y funcionamiento de la Policía Nacional-, tienden a depositar
su confianza en mecanismos tradicionales de control social, como
instancias de seguridad sometidas a la autoridad local (Departamento
de Seguridad y Control, por ejemplo), y también, en la promoción de
organizaciones de autodefensa con el concurso de las gentes de bien
(así, se crea la Defensa Civil y se promueven en los barrios comités de
seguridad que cuentan con el respaldo de las Juntas de Acción
Comuna!).
En el decenio de 1980 se observa un desprestigio generalizado de
la justicia y de las instituciones encargadas del control del orden

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público, incluido el Departamento de Seguridad y Control -ahora


denominado Departamento de Orden Ciudadano-, y la proliferación
de organizaciones de autodefensa que operan con o sin el consenti-
miento oficial. Este último tipo de organizaciones que actúa bajo el
control de actores armados dedicados a imponer seguridad mediante
el exterminio de todo aquel que sea considerado como amenaza, dirige
su acción al restablecimiento de un orden moral y social, interviniendo
en la solución de conflictos familiares o vecinales y, aún, en la
reglamentación de formas de comportamiento en la vida cotidiana
barrial.

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La construcción de seguridad y orden, mediante el concurso de
actores armados, ha hecho de los barrios populares un escenario de
guerras de baja intensidad, visibles en momentos límites, cuando se
producen enfrentamientos, operativos militares o policiales, masacres,
o, inclusive, cuando se logra un cese al fuego y se concretan pactos de
convivencia.
Aunque estas microguerras no son un fenómeno nuevo, en lo que
va de la presente década se han intensificado debido, al parecer, al
incremento de los niveles de competencia entre actores cada vez mas
fragmentados y portadores de un creciente interés por el control de
territorios y población. Por esto, es necesario advertir los cambios que
se han presentado en la situación de algunos actores armados en la
ciudad.
Ante el abandono de la función de seguridad propia del Estado,
el decenio de 1980 culmina con el auge de las milicias, las cuales se
,"', definen a sí mismas como una alternativa de las comunidades para
enfrentar a las bandas y a los delincuentes individuales. En 1994 se
produce un cambio en la actitud frente al Estado, en los grupos más
representativos de las milicias -los cuales controlan una amplia zona en
la Comuna Nororiental-. En ese año se realiza un proceso de negocia-
ción a partir del cual algunos grupos milicianos buscan una mayor

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atención del Estado, que se manifieste en inversión social para las


comunidades ubicadas en sus zonas de influencia, en su proyección
como actores políticos y en el reconocimiento institucional de su labor
de vigilancia. Este proceso culmina con la creación de una cooperativa
de vigilancia: Coosercom.
Sin embargo, por circunstancias que deberán ser objeto de
otro análisis, los resultados finales del proceso poco tienen que ver
con lo finalmente pactado. El fracaso de este proceso no ha
implicado una total pérdida de la vigencia política del proyecto
miliciano, pero sí su mayor fragmentación. Actualmente se evi-
dencia una expansión de las milicias que no estuvieron involucradas
en aquel proceso de negociación, la aparición de otros grupos que
se presentan como milicianos y, también, algunos intentos de
reconstitución de las milicias que hicieron parte de los acuerdos
de reinserción.
Lo anterior insinúa la existencia de un panorama heterogéneo
que, por su naturaleza, demuestra cómo la expansión de los grupos
milicianos no puede ser considerada simplemente la materialización
del proyecto de construcción de una guerrilla urbana. En el caso de
Medellín es necesario tener en cuenta, además, que el surgimiento de
las milicias fue resultado no sólo de planes de proyección urbana de
fuerzas pertenecientes a la Coordinadora Nacional Guerrillera (CNG), !
sino de la iniciativa propia de pobladores y de exmilitantes de la misma
guerrilla.
Este panorama heterogéneo se evidencia en la diversa amplitud
y localización de los territorios urbanos con presencia de los grupos
milicianos, así como en los variables márgenes de legitimidad que
éstos han logrado. La presencia de las milicias es predominante en
zonas periféricas, precisamente donde actúan bandas delincuenciales
que, paradójicamente, constituyen el principal factor de contención a
la expansión miliciana. En relación con la legitimidad de las milicias,
mientras en la zona nororiental un sector de la población manifiesta su
descontento con los grupos reinsertados (por medio de denuncias

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presentadas a diversas instancias del Estado), en otros lugares la


población se muestra satisfecha con su presencia.
b De otro lado, las bandas también presentan algunos cambios. La
desarticulación de la estructura militar al servicio de Pablo Escobar dio
lugar a una recomposición de las bandas. La desaparición de algunas
de ellas se ha compensado con la aparición de otras, no menos
poderosas, dedicadas al secuestro, al sicariato o al robo de vehículos.
Este es el caso de la banda La Terraza, cuyo epicentro es el barrio
Manrique y que cuenta con ramificaciones en diferentes sitios del Area
Metropolitana. Se afirma que está conformada por mas de un centenar
de jóvenes, incluidos quienes cuentan con una experiencia adquirida
en la guerrilla, en el narcotráfico o en las milicias, lo cual pone de
manifiesto un campo fluido de relaciones entre diversos actores de
violencia.
Igualmente, puede advertirse la existencia de alianzas entre
bandas, así como el surgimiento de algunos grupos de barrio que
operan al servicio de bandas mas poderosas. Recientemente se denun-
cia la aparición de alianzas de bandas con paramilitares, para combatir
a sus principal enemigo: las milicias.
De otra parte, se ha dado un desplazamiento de bandas hacia lo
social, a partir, en buena medida, del clima propiciado por pactos de
convivencia impulsados por la Iglesia, por algunas organizaciones
sociales y por programas de la administración municipal. Ello ha
permitido que algunas bandas sigan el camino de las milicias en su
búsqueda de legitimidad social, mediante la prestación de servicios de
vigilancia en sus respectivas zonas de influencia y como intermediarios
ante algunas instancias del Estado. Por esta vía, algunos integrantes de
bandas se han proyectado como líderes sociales y promotores de
convivencia, pero igual que en el caso de los milicianos de Coosercom,
el accionar público los hace vulnerables ante sus enemigos.
En esta zona gris, en donde los grupos referidos no tienen el perfil
de bandas pero tampoco el de guerrillas, surgen algunos grupos de
autodefensa que han logrado, en medio de la confrontación entre

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bandas y milicias, el control de pequeños territorios. Estas autodefensas


renuncian a toda pretensión de expansión; sólo tienen interés en hacer
respetar su espacio y en prestar servicios de vigilancia sin tener que
recurrir a la limpieza social. No hay siquiera en ellos un interés por
intervenir en la solución de conflictos familiares o vecinales. La
constante presión ejercida por lasbandas, que losconsideran milicianos,
o por las milicias, que definen a sus integrantes como bandidos, hace
difícil esperar la supervivencia de estos grupos, tal y como están
configurados actualmente. En el accionar de estos grupos -inmersos en
procesos que se encuentran en una fase incipiente-, se adivina una
perdida de fronteras entre lo delincuencial y lo político, lo cual es
importante considerar ante la eventualidad de nuevos procesos de
negociación en la ciudad.

III
La permanencia de actores armados en los barrios no sólo es el
fruto de su capacidad de intimidación sobre la población; ello tiene
mucho que ver con el deterioro de los lazos primarios de sociabilidad ,
y con la generación de un clima de desconfianza y de rivalidades
mutuas entre vecinos de una misma cuadra, entre barrios y entre '
líderes sociales. La presencia del actor armado es entonces requerida
por el servicio de vigilancia que presta en el barrio o por la demanda
de sujetos particulares que necesitan protección contra alguna ame-'
naza cercana. Lo que es reconocido como protección, puede conver-
tirse, sin embargo, un momento después, en su contrario. Ejemplo de
ello es la actitud de algunos pobladores que hace algunos años fueron
una base de apoyo para las milicias y que ahora prefieren respaldar a
otros actores, debido al descontento con el pago de vacunas, con las
restricciones a la movilidad o con las amenazas frecuentes.

IV
El ambiente de desconfianza en los barrios, agravado por la
acción de algunos actores armados, ha tenido un impacto negativo

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sobre el tejido social, aunque no ha logrado eliminar la existencia de
una variada red de organizaciones comunitarias. En el decenio de
1980, en medio de las masacres, de los atentados terroristas y de las
desapariciones forzadas, lasjuntas de acción comunal, las organizacio-
nes culturales y deportivas, las asociaciones mutuales, los grupos
religiosos y las organizaciones no gubernamentales continuaron fun-
cionando. No se puede pasar por alto la vigencia de una tradición
asociativa promovida por la Iglesia y por la élite empresarial desde la
primera mitad del siglo XX, ni la incidencia positiva de estrategias
promotoras de participación impulsadas por algunas secretarías de la
administración municipal y por la Consejería Presidencial para Medellín.
No obstante, estos grupos se mantienen en una situación de
fragmentación y de divorcio con respecto a la esfera política, lo cual
limita sus posibilidades de proyección social y política y los hace más
vulnerables a presiones ejercidas por actores armados que se propo-
nen la "toma" de estas organizaciones o la obstaculización de su
funcionamiento mediante amenazas o asesinatos.

v
Los límites entre la guerra y la paz también se han hecho mas
fluidos. La confrontación armada tiene como contrapartida las perma-
nentes transacciones entre amigos y enemigos y el establecimiento de
pactos de convivencia que se han hecho cada vez más frecuentes en
los barrios de la ciudad. En este proceso se ha ampliado una red de
intermediarios, ligados o no a entidades sociales o gubernamentales,
convertidos en expertos en el arte de traer y llevar mensajes, de crear
escenarios de encuentro y de tratar de garantizar la vigencia de unos
pactos cuyo denominador común es el respeto de los territorios y la
interrupción de actividades delictivas en la misma zona. Estos pactos,
aunque frágiles y parciales, han creado un ambiente de convivencia en
algunos barrios, pero al mismo tiempo han generado un incremento de
la inseguridad en las zonas que no quedan cubiertas por éstos y que se
convierten en escenario para la realización de robos, secuestros o
asesinatos por parte de las bandas.

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VI
Este cotidiano discurrir de la guerra y de la paz no ha sido un
fenómeno extraño al Estado. Por el contrario, éste ha permanecido
presente, sólo que como un actor mas y realizando un papel contradic-
torio.
En el ámbito departamental, el gobernador Alvaro Uribe Vélez
inició su administración con una propuesta de pedagogía de la
tolerancia, que perdió peso ante la puesta en marcha de las Asocia-
ciones de Vigilancia Rural (Convivir), que expandieron su radio de
acción a la ciudad de Medellín. Esta iniciativa, se contrapone a los
objetivos de los programas de convivencia formulados por la Alcaldía
y por la Oficina de Reinserción del gobierno nacional con sede en la
ciudad. El Estado tampoco ha sido, pues, ajeno a una dinámica de
fragmentación y de enfrentamientos entre diversas instancias, lo que
ha limitado su eficacia y ha contribuido a la proyección de una imagen
negativa: la del Estado "faltón", que se rige por sus propios intereses
y no por los del bien común. Y;..\( ,(,\Jw.
No menos problemática ha sido la intervención de otras dos J

instancias institucionales cercanas a los conflictos barriales: el Ejército


y la Policía. Todo parece indicar que estas dos fuerzas no han podido
sustraerse totalmente a las lógicas del conflicto. A partir del decenio de \
1980 el Ejército intenta una nueva forma de intervención en el
conflicto armado en los barrios, con la instalación de bases militares en
algunos de los lugares mas afectados por la confrontación entre bandas
o entre bandas y milicias. Tal iniciativa contó con el respaldo de los
habitantes de estos barrios. Aunque en un principio se creo un clima
de apaciguamiento, con el tiempo la estrategia, en algunos lugares, se
ha convertido en un motivo de zozobra, dada la tendencia a la
parcialización del Ejército en favor de las bandas y en contra de las
milicias.
Con respecto a la Policía habría que preguntarse sobre el impacto
que han tenido las estrategias de modernización de esta entidad en sus

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formas de actuación y en la legitimidad de su acción. Aunque la


demanda social por la presencia policial sigue siendo una constante y
se han puesto en prácticas nuevas estrategias de acercamiento entre
los jóvenes y la Policía, en los habitantes de los barrios populares
predomina una imagen negativa producida por los atropellos cometi-
dos en operativos, por el cobro de impuestos a los expendios de droga
o por el contrabando de armas. La Policía es vista como amiga o
enemiga, según las alianzas que establezca con los demás actores de
la guerra: bandas, milicias, paramilitares o escuadrones de la muerte.
El Estado, igualmente, ha hecho presencia en los barrios median-
te la gestión de las inspecciones de policía y, mas recientemente, de las
comisarías de familia, en la resolución pacífica de conflictos cotidia-
nos. Pese a la competencia establecida por los actores armados,
algunos sectores de la población no han dejado de acudir a este tipo
de instancias, sobre todo para la atención de problemas que requieren
ciertos trámites legales. Contrariamente a lo que se puede pensar,
Medellín se destaca por ser la ciudad en la que los delitos son
denunciados con mayor frecuencia ante las autoridades, no obstante
que al mismo tiempo presenta los más altos índices de temor en
relación con esa actividad de denuncia.'

VII
Ahora bien, el panorama descrito hasta el momento no es
exclusivo de los barrios populares de la ciudad. En el campo conflictivo
de la inseguridad es posible establecer similitudes entre éstos barrios
y los de clase media y alta. Los habitantes tradicionales del exclusivo
sector de El Poblado, por ejemplo, coinciden con los habitantes de los
barrios de la Comuna Nororiental en denunciar la aparición de los
expendios de droga, de bandas y de viciosos, como un factor de

1. Véase: Mauricio Rubio. Inseguridad y conflictos en las ciudades colombianas.


Santafé de Bogotá, Cede - Universidad de los Andes, 1996.

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deterioro del entorno barrial, como una grave amenaza en su vida


cotidiana. Estos barrios también se identifican porque, para enfrentar
sus respectivos problemas de seguridad, apelan a la autodefensa, a
través del servicio de la vigilancia privada, más que a las autoridades
legalmente constituidas. Tampoco se puede olvidar que numerosos
barrios de clase media y alta fueron afectados en la época de
persecución contra Pablo Escobar, tanto por atentados terroristas,
como por los operativos del bloque de búsqueda. Estas similitudes, de
algún modo, contribuyen a desvirtuar la imagen de una ciudad
bifurcada, en la que una parte de la población vive al margen y otra
en los marcos del orden y de la ley.
Por todo lo anterior, considero prioritario insistir en la creación de
una conciencia pública en torno a problemas que siendo públicos
tienden a ser asumidos como un asunto privado. Se requiere la
construcción de un consenso en torno a unas estrategias de conviven-
cia que tengan en cuenta las particularidades del conflicto armado en
las ciudades. La negociación con la guerrilla o con los paramilitares, sin
duda sería un factor desactivante del conflicto armado en la ciudad,
pero tampoco sería condición suficiente.

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