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¿CÓMO REBELARSE?

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JACQUES-ALAIN MILLER**2*

 “¿Cómo rebelarse?” Este título, con el que Catherine Clément me ha


interpelado. Lo recibí como un oráculo, es decir, como indiscutible y como
un enigma a la vez. No pedí ni aclaraciones, ni explicaciones, ni comenta-
rios a Catherine Clément. Obedezco, dócil a su pedido –en todo caso, hay
uno que no se rebela–. No sé nada del contexto donde se inscribe este tema
que me fue propuesto e ignoro qué puede esperar el auditorio que ustedes
conforman. Para sostener mi propósito no tengo más que estas tres pala-
bras seguidas de un signo de interrogación, que lanzo como una botella al
mar, sin la más mínima idea de lo que sucederá.
 

*1 Conferencia pronunciada por J.-A. Miller el 8 de abril de 2010, en la Universidad


Popular del Quai Branly (París), concebida y animada por Catherine Clément. Esta
alocución se inscribe en el marco de un ciclo titulado Apostrofe: ¿Es así como viven los
hombres? Texto original en francés establecido por Pascal Fari, no revisado por el autor.
**2 Jacques-Alain Miller. Psicoanalista en París, Francia. Analista Miembro de la Es-
cuela (AME) de la École de la Cause freudienne, la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis,
la New Lacanian School, la Nueva Escuela Lacaniana, la Escuela de la Orientación La-
caniana, la Escola Brasileira de Psicanálise y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis,
Director del Instituto del Campo Freudiano, Director del Departamento de Psicoa-
nálisis de la Universidad París VIII. Responsable del establecimiento del texto de los
Seminarios de Jacques Lacan. Fundador y Delegado General de la Asociación Mundial
de Psicoanálisis (1992-2002).

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Sin mediación
Una botella al mar no está mal para lo que es una rebelión, porque, en
realidad, en su punto de origen no se delibera; se experimenta, se hace.
Para acercarse a partir de categorías que podrían ser cuestionables, pero
que no dejan de ser comunes, la rebelión es del registro de la emoción más
que de la razón deliberativa.
 Tomar en serio el tema de la rebelión me ha hecho recordar la curiosa
novela de Anatole France, una chifladura que se titula La Rebelión de los
ángeles. Abre con el misterio de una imponente biblioteca donde los libros
desaparecían inexplicablemente, hasta que nos enteramos que es un ángel
rebelde el que los roba. “Esto es lo que más falta le hace a nuestro pueblo
[…]. Él no piensa”.1 Es por eso, dice este primer ángel –seguido de muchos
otros que se agitan en los distritos quinto y sexto hasta el Boulevard de
Rochechouart– que debería liberar los cielos por la ciencia.
 Esta cita indica que la rebeldía está en disyunción al saber; es sin me-
diación. La rebeldía propiamente dicha no piensa y se distingue en esto
de la subversión, empresa de largo aliento que demanda el conocimiento
profundo del orden que se trata de arruinar, derribar. La imagen de la
subversión es aquella de la famosa Vieille Taupe,2 que cava en las sombras,
explota la duración y le da tiempo al tiempo, si me permiten decirlo así.
La rebelión tampoco es la revolución. Esto fue, durante el siglo pasado,
el lugar común a partir del cual se oponía rebeldía y revolución: la rebel-
día es sin mediación, mientras que la revolución es una larga elaboración,
amplia, diversificada, que requiere soportar durante mucho tiempo la
configuración del orden inédito que se trata de instaurar.
Subversión y revolución se inscriben entonces en la duración. La re-
belión, no. Para aislarla en su punto extremo y en eso que tiene de más
original, diría que se juega en el instante, es un sobrecogimiento.3 Para
emplear una palabra un poco cargada de sentido, su esencia es un “no”
instantáneo.

1 France, A., La rebelión de los ángeles.  Payot et Rivages, París, 2010, p.103. 
2 La Vieille Taupe  es originalmente una librería ultraizquierdista dirigida por un
colectivo militante del mismo nombre, inaugurado en París en septiembre de 1965.
Esta librería cerró sus puertas en 1972.
3 (N. del T.) Pavor, asombro, conmoción, impresión.

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El encuentro de un imposible de soportar.


Si busco el resorte de la rebelión, lo que me viene, lo que creo percibir,
es que se trata de un encuentro inesperado, azaroso, que sorprende al suje-
to: el encuentro de un imposible de soportar. Este término que introduzco
aquí puede ser lo que haya inspirado a Catherine Clément a proponer este
tema de la rebeldía a alguien que trabaja como psicoanalista. De hecho
¿quiénes recurren a un psicoanalista sino aquellos que se enfrentan con
un imposible bastante intenso y virulento de soportar? Eso es lo que se
necesita para romper con la inercia de toda paciencia, ya que la paciencia
quiere decir: “lo que se soporta”. Luego, en un momento dado, encontra-
mos lo imposible de soportar que se vuelve de una incandescencia tal que
los empuja a dirigirse, como se dice, a pedir un analista.
Sin embargo, en el caso del psicoanálisis ese encuentro no suscita nin-
guna rebelión: cuando uno se vuelve, como decimos, paciente de un aná-
lisis, ese imposible de soportar se encuentra en el interior de uno mismo.
Hay rebelión solo si se coloca ese insoportable en el exterior, en el mundo,
en un Otro, en los otros. Si uno no puede manejarse con un Otro, con los
otros –tratar con un padre, una madre o los hermanos, por ejemplo–, es
posible que esta impotencia lo lleve hacia un análisis. De una manera ge-
neral, buscamos una terapia cuando comprobamos ser nosotros mismos
la sede de una intensa rebeldía interior. Una parte de nosotros mismos es
insurgente y se rebela contra su propio pensamiento o su propio cuerpo.
Hay ideas que se rebelan, que hacen a su capricho, que se os imponen, así
como también hay partes del cuerpo propio que pueden hacer su propio
camino, si puedo decirlo así.
Aclaro de inmediato que rechazo toda idea de terapeutizar la rebeldía.
La rebeldía debe ser respetada como tal, en su sentido y su dignidad. La
rebeldía se consagra a un “no” que eleva hasta la incandescencia el poder
de lo negativo que –al menos según algunos filósofos– sería la dignidad
de la humanidad. Sin embargo, el animal también puede rebelarse, en
particular cuando nos apropiamos de él, salvaje, para domesticarlo, para
hacerlo entrar en el orden humano, es decir, darle un amo.
En este sentido, admiro que Catherine Clément no me haya pregunta-
do “¿por qué rebelarse?”, sino “¿cómo rebelarse?”. Razones para rebelarse
no faltan, hay en abundancia. Es lo que entraña el dicho famoso –no pue-
do dejar de citarlo– de ese rey filósofo llamado Mao Tsé-Tung: “Siempre

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hay razones para rebelarse”. Dejo de lado el contexto de esta acción, don-
de según parece este maestro usó esta rebelión para propósitos que le eran
propios, aquellos para consolidar el poder –el poder revolucionario o su
propio poder, según las interpretaciones–.
Pero tomemos esta palabra por lo que dice: la rebeldía es siempre le-
gítima, en el sentido de que ella se verifica a sí misma, ella lleva a cabo su
propia tesis, su autoafirmación, aunque sea ex nihilo. Da testimonio de un
imposible que nadie puede juzgar. Pues falta saber que eso que es inso-
portable para uno, el otro lo soportara con paciencia. Es incluso sobre el
fondo de la paciencia general, de la rutina, que se alza la rebelión singular
y su resplandor.

Sacrificio y estructura de la apuesta


El título que me ha propuesto Catherine Clèment me ha hecho leer otro
libro, El hombre rebelde, de Albert Camus, quien cree que tiene que formu-
lar una modalidad colectiva de la rebeldía bajo la forma: “yo me rebelo,
luego, somos”.4  Tal como considera, toda rebelión se llevaría a cabo en
nombre de la humanidad y se inscribe en un horizonte de humanidad. En
términos hegelianos diríamos que la rebeldía “tiene inmediatamente en sí
misma el universal”. Pero esta virtualidad que ella lleva en sí misma no
asegura que la rebelión colectivice efectivamente en nuestra época. Camus
no lo ignora, porque más adelante en su obra, habiendo desplazado su
sinopsis, escribe que “El movimiento de rebelión, en su origen, se inte-
rrumpe de pronto. No es sino un testimonio sin coherencia.5
Retengo el término testimonio. El rebelde es, en efecto, un testigo, in-
cluso potencialmente un mártir, de su rebelión. De lo contrario es sólo un
protestón, un cascarrabias incómodo por el curso del mundo, y donde la
insurrección no va más lejos que en manifestar su mal humor. ¿Qué es
lo que distingue –me pregunto– al rebelde del protestón? El rebelde da
prueba de lo imposible, mientras que el gruñón no muestra nada más que
incesantemente su impotencia. Él no paga más que con palabras, con pala-
bras vacías, con un blablá sin consecuencias, mientras que el rebelde paga

4 Camus, A., El hombre rebelde. Losada, Buenos Aires, 2005, p. 30.


5 Ibíd., p. 126.

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con su persona, y esto es hasta las últimas consecuencias, es decir que él


pone –al menos virtualmente, potencialmente– su vida en la balanza.
¿Cómo rebelarse? Reflexionando sobre eso, no he encontrado verda-
deramente más que una sola respuesta a esta cuestión enigmática: sacri-
ficándose a sí mismo. Nos rebelamos sacrificándonos a nosotros mismos.
No hay rebelión que merezca este nombre sin un sacrificio de uno mismo.
La seriedad de la rebelión se mide a partir del sujeto de esta. Aquel que la
soporta –”el hombre rebelde” en los términos de Camus– pone en juego,
esencialmente, una pérdida que se trata de: pérdida de bienes, de su bien-
estar, de su libertad y, en el límite, de su vida. Con esta breve observación
puedo llegar hasta decir que toda rebelión se abre sobre un horizonte de
muerte. En ese sentido, una vía conduce, eminentemente, de la rebelión
al heroísmo. Los rebeldes se constituyen de buena gana en la materia de
los grandes gestos heroicos, en los que figuran junto a los caballeros, a
los grandes generales, quienes en sí no son rebeldes. En el heroísmo le-
gendario, los grandes defensores del orden establecido están cerca de los
rebeldes.
El acto de rebeldía podría responder a una estructura que no es sin
analogía a la apuesta de Pascal. Podríamos hablar de la apuesta de la re-
belión –que implica, en efecto, que podemos poner en juego la vida, hacer
de la vida una apuesta, reunirla como una unidad elemental, una ficha
que podemos lanzar sobre el tablero de juego en vista de una retribución.
En Pascal, se trata de ganar lo que llama “una infinidad de vidas infinita-
mente felices que ganar”,6 a condición de que el partenaire exista. El cual
es para Pascal nada menos que Dios, el dios de la vida, el dios de Abra-
ham, de Isaac y Jacob. Parece que podemos reconocer la estructura de esta
apuesta, pero jugando con el Dios de otra escritura sagrada, en el acto
suicida de estos terroristas cuyo sacrificio capta regularmente la atención
de las noticias mundiales de este siglo. En el fondo, también juegan su
partida: por su acto sacrificial piensan ganar una retribución destinada a
serles pagada en otro lugar, traducido como un paraíso, descripto en otros
términos que el de Pascal.
Inspirándome en esta estructura, diría incluso que esta apuesta redo-
blada de Pascal se jugaba en el siglo pasado con una divinidad cuya exis-

6 Pascal, B., Pensamientos. Gredos, Madrid, 2012, p. 151.

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tencia no fue menos dudosa y que fue llamada la historia, o el sentido de
la historia. La retribución que se espera –lo he constatado– ya no se evoca
hoy sino con un tono sarcástico, como ocurre en “Les lendemains qui chan-
chent”, versión laica colectivizada de la fórmula pascaliana que he citado:
“una infinidad de vidas infinitamente felices”. Para la memoria, recuerdo
que “Les lendemains qui chanchent”7 es el título dado a la autobiografía pós-
tuma de un resistente, fusilado por los alemanes en el monte Valeriano.
Gabriel Peri era miembro de un partido que quería ser revolucionario,
el Partido Comunista francés, del cual, todavía en el siglo XXI, existe un
vástago notablemente distinto de aquel. Un partido revolucionario, como
una religión militante, da, en efecto, por partenaire  un gran Invisible, es
decir, un gran Otro; vuestro sacrificio sirve para demostrar y consolidar
su existencia. Porque sacrificamos nuestra vida por él, tiene posibilidades
de existir, sea bajo la forma de la divinidad, sea bajo la forma del sentido
de la historia. Pero esto supone ser miembro de un partido o adherirse,
creer en una religión. Si existe el acto puro de rebelión ¿podemos aislarlo,
extraerlo de esta estructura de la apuesta de Pascal, de esta relación con el
gran partenaire, e incluso también de toda ideología de la esperanza?
La rebelión, como tal, no tiene fe, no especula sobre el porvenir, brilla
en el instante. Se da enteramente en el encuentro de lo que llamamos lo
imposible de soportar y en la decisión, el acto, se sigue inmediatamente, sin
tiempo muerto. Falta entonces, creo, extraer la rebelión de esta estructura
de la apuesta y adelantar que ella es un arrebato. Ese viaje de éxtasis te
atrapa –como una ficha, dije– como un todo reunido y condensado en la
unidad de tu ser, y de este hacia y para la muerte.
Cierto, en la rebelión esta muerte se presenta de muy buen grado como
la muerte del otro, no la del gran Otro de la apuesta neo-pascaliana, sino
del hombre que está enfrente de uno: el hombre indignante, si puedo de-
cirlo así, aquel que os domina, os desposee, os priva de lo que os pertenece
por derecho. Es él, el partenaire del acto de rebelión. En el acto puro de re-
belión, comúnmente alegamos haber encontrado una injusticia o el espec-
táculo de la injusticia –porque el rebelde no es necesariamente el oprimi-
do, puede ser muy bien el privilegiado que se solidariza con el oprimido–.
Sin duda podemos considerar el sentimiento de injusticia como un afecto

7 Les Lendemains qui chantent es una autobiografía de Gabriel Péri, ex diputado co-
munista fusilado por los nazis en 1941 en Mont-Valérien.

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primario: la justicia como un absoluto antropológico. Decimos por cierto


que Jacques Derrida, experto en deconstrucción, tenía por excepción a la
justicia como un elemento no deconstructible.
No obstante, igualmente si admitimos que toda rebelión es suscitada
por el espectáculo intolerable de injusticia ¿la justicia es ella la última pa-
labra del asunto?  Podemos decirlo, pero podemos también sospechar que
la justicia será una última barrera a franquear para acceder a la verdad de
la rebelión. Es el caso de la justicia distributiva: a cada uno su derecho. El
derecho no es un dato primitivo, es relativo a un discurso, está forjado, se
pliega, es una ficción. La sabiduría de los religiosos como revolucionarios
es posponer hacia más adelante el reino de la justicia distributiva, el casti-
go de los malvados y la recompensa de los buenos.
La rebelión, por el contrario, es el Juicio final, inmediatamente en el
presente, por lo que es el sujeto mismo el condenado. Si la rebelión apunta
al Otro, el privador, la trayectoria de su flecha alcanza y perfora al sujeto
mismo, puesto que se trata de su propia vida con la que hace una apuesta.
Es él quien se sacrifica y se separa de lo que es la raíz de la existencia.
Por esta razón, la rebelión es una estructura en espejo: no alcanzo al
otro más que sacrificándome a mí mismo. La agresión repentina que este
otro suscita, es uno mismo el que la padece. Lo que Camus llama “el mo-
vimiento de rebelión”, regresa, se cierra en bucle sobre el rebelde que la
inició. Es decir que la rebelión está trabajada por el suicidio, ella siempre
está a instancias del suicidio. Cuando el hombre rebelde llega a percibir la
verdadera naturaleza de su imposible de soportar, descubre, asustado, de
que tiene su propio rostro.

Una rebelión advertida…


Ese movimiento de retorno es constitutivo de todo lo que podemos lla-
mar legítimamente la rebelión. Esto no significa que este retorno se vuelva
efectivo. El sujeto no es afectado más que virtualmente. En la actualidad
no le resulta imposible a la rebelión escapar a la reversión. De entrada,
sucede que la rebelión triunfa. Pero, como regla, el rebelde generalmente
se convierte en aquello contra lo que luchó. Toma el lugar del privador,
del opresor contra el que se rebeló. Si no es mártir, será amo. Esto es lo
que Camus enfatiza en su retórica del hombre rebelde: algunos rebeldes

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serán mártires para que otros sean amos. Parece que hay una fatalidad,
una maldición de la rebelión.
Ahora bien, ¿cómo rebelarse de la buena manera? O, en definitiva, ¿te-
nemos que pensar que siempre hay razones para someterse? Determinar
cómo rebelarse de la buena manera es lo que uno podría esperar de un
psicoanalista, al menos de un psicoanalista como debería ser, es decir, ha-
biendo aislado su imposible de soportar como sujeto, y habiendo tomado
alguna distancia con eso intolerable. Para rebelarse de la buena manera,
conviene estar advertido de la reversión de la rebelión y de su relativi-
dad. Conviene además estar advertido de la relatividad de lo imposible
de soportar: es el de cada uno, y cada persona con el suyo, no pudiendo
así coincidir con el propio más que por encontrarse. Conviene estar igual-
mente lo suficientemente advertido del efecto de sobrecogimiento en que
puede poneros el espectáculo de lo insoportable, suficientemente adver-
tido para no dejarse engullir y poder marcar el paso. Si el espectáculo de
lo imposible de soportar anima la rebelión, es que coincide con el teatro
más íntimo –aquel que Freud llamó el fantasma–, y que un goce es allí
encontrado. La rebelión en nombre de la justicia es a menudo habitada
por una rebelión causada por el goce, por una envidia de goce [jalousie de
jouissance],8 diría. De esta jalousie de jouissance conviene estar en guardia
si queremos rebelarnos de la buena manera, es decir, sin llevarlo a cabo en
el modo suicida.
 
 
Traducido por Tomas Piotto. Revisión: Mariam Martín
Revisión: Comité editorial Bitácora Lacaniana
El texto, no revisado por el autor, se publica con su amable autorización.

8 (N. del T) La jalousie de jouissance es condensado en un neologismo de J. Lacan “ja-


louissance” (Seminario XX, p 121), para dar cuenta del goce de los celos o de la envidia,
es decir cuando el otro tiene o guarda el objeto que es para el sujeto el objeto más pre-
ciado. Es traducido “celosgoce”.

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