La Rebelión de Los Idiotas

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La rebelión de los idiotas

Ensayo sobre los temores de la razón y la razón de nuestros


temores.

Milton O. Castro Ch. 20-04-2020

El presente ensayo hace parte de un conjunto de reflexiones que he querido


presentar, en torno a las experiencias propias del relacionamiento con el saber y por
tanto con el poder, que no dejan de aparecer como relaciones contradictorias y en
muchas ocasiones difusas. Debo confesar que en el ámbito personal, para mí,
actuar en el mundo era mucho más sencillo cuando me paraba sobre la fe de mis
convicciones, racionales o no, desde la premisa de mi superioridad moral, queriendo
imponer “el bien” y “la felicidad”. Las que muy probablemente, me dotaban de un
valor del cual hoy no puedo disfrutar, una valentía que a estas alturas de mi
existencia, sólo puedo denominar como absurdamente inocente. Hoy el juicio sobre
mis acciones pasadas, me llevan a reflexionar sobre las motivaciones e impulsos
que sirvieron de guía en aquellos tiempos que ya parecen lejanos, pues sus
distancias pueden medirse en décadas.

La acción consciente y racionalizada, frente a la acción inconsciente e irracional, no


parecen instancias tan diferentes ni tan contradictorias como podría pensarse en un
primer momento. Ya lo decía Nietzsche en el texto ‘Así habló Zaratustra’ “no ha sido
jamás la compasión la que ha salvado a las víctimas, sino el arrojo de los valientes
lo que lo ha hecho”. En ese sentido añoro los tiempos en que, con muy poca
ilustración o comprensión sobre los problemas, eramos capaces de arrojarnos a las
llamas para no perecer como víctimas o para salvar a quienes podíamos ver con
claridad, que estaban a punto de convertirse en tales, o a quienes ya habían sido
convertidas en dichas víctimas. Pero algo que no extraño en la actualidad, es la
poca eficiencia de nuestras acciones en esas desesperadas jornadas, donde el
amor por la vida era una función directamente proporcional al desprecio de nuestras
propias existencias y la capacidad de ponerlas en juego, de apostarlas sin pensar,
sabiendo el bajo grado de probabilidad que teníamos de preservarlas. Este capítulo
de nuestras vidas bien podría titularse ‘El temor a la muerte’, uno de los temores
que muy probablemente deban ser abordados más adelante al profundizar el tema
de la soberanía.

El temor a disentir.
Quiero empezar este abordaje sobre los temores de la razón, revisando uno de los
aspectos que parecen extenderse con extremada rapidez, como si de un incendio
en un bosque seco se tratara. El temor a las ideas y expresiones disidentes, las
expresiones que nos interpelan y nos disputan la solidez de nuestras
argumentaciones. Las proyecciones racionales no son simples diferencias
ideológicas, como no lo es una diferencia en la codificación de las cadenas
genéticas. Los patrones culturales se estructuran desde el mundo de lo social, pero
se realizan individualmente. La homogeneización cultural propia de la producción
industrial de la cultura, intenta eliminar todo aquello que no pueda ser asimilado por
el sistema capitalista, aquello que no pueda ser convertido en producto consumible
y comerciable. No pensar de una determinada manera, poco a poco se va
convirtiendo en un "no pensar" en general.

Cuando los tiempos actuales te reclaman ser ingrávido e intrascendente, liviano,


líquido, fluido e incluso en ocasiones vacuo, para poder ser tolerado o admitido,
entiendes que algo ha cambiado profundamente, o que por lo menos, se han
reforzado las trazas de esas prácticas sociales que se asemejan a las
enfermedades auto-inmunes, que en el intento de combatir un determinado agente
externo, terminará atacando las propias células que conforman el organismo que
pretenden defender. De esta forma se van dejando ver las formas más burdas de la
contención social de las diferencias, en donde la eliminación del otro aparece como
única salida, en una lucha trascendental entre la vida y la muerte.

Esas formas en las que hoy se expresa el temor al disenso, son formas que en otros
tiempos requerían maquillaje para, por lo menos, intentar suavizarles el rostro
durante su presentación social. Por otra parte en otros tiempos la evidencia de la
expresión de esas diferencias no podía quedar registrada ni en la extensión ni el
detalle ni la inmediatez con que ahora es posible. Tiempos en dónde los consensos
mayoritarios reclaman evitar esos ruidos molestos que implican las versiones o las
“opiniones y prácticas que nos incomodan”, que nos “insultan”, que nos “intoxican”.
Tiempos y espacios en dónde la grupalidad ha "ganado la facultad de segmentar" de
tal forma la espacialidad social, que esta se acomoda rápidamente, permitiendo que,
un grupo determinado puede darse el lujo de refundarse permanentemente a partir
de la ​exclusión adaptativa como principio. Hoy es tan “económico” como posible,
conformar un mismo grupo con las mismas unidades (personas) que le conforman,
menos la persona molesta e incómoda (aclarando que efectivamente ya nunca será
el mismo grupo), aquella que resulta intolerable para nuestra “preciada opinión” y
por lo tanto representa un riesgo para nuestras convicciones más profundas sobre lo
bueno, lo malo, lo correcto, lo justo o lo injusto, lo humano o lo divino.

Más allá de las bondades “en ahorro de esfuerzos” o en “economizar desgastes


innecesarios” que el actual modelo comunicativo y del patrón organizacional ha
posibilitado por las telecomunicaciones y la sociabilidad mediada, no alcanzamos a
notar cómo esas pequeñas pérdidas en cada nueva “adaptación-sanción” ejercida
desde nuestro régimen de exclusión, aquel donde todos somos el soberano virtual,
quien tiene la potestad de decretar la muerte simbólica y la eliminación digital del
otro. Eliminaciones que se están vendiendo como grandes ahorros de “energía
individual y social”, las mismas que nos acercan cada vez más a una sociedad
homogénea que se pretende fuerte, pero que efectivamente, ha sido fuertemente
debilitada. Por el temor a ser eliminado del espacio digital-virtual, se va legitimando
el miedo a disentir, el cual crece por el costo social que deben pagar quienes
decidan pensar críticamente, puesto que más allá de la amenaza, nos debemos
enfrentar a la realidad de ser rechazados(as) y excluidos(as), por expresar nuestros
pensamientos y nuestras opiniones pues la nuevas espacialidad digital te será
restringida como lo ha sido la espacialidad del territorio, el costo será mucho más
alto si decides defender esas “raras ideas”.

Este efecto de la acción social, se parece mucho al proceso de selección artificial


realizado por los seres humanos al momento de realizar el cultivo o la modificación
de los ecosistemas. La pérdida de diversidad cultural y de la biodiversidad, tienen
patrones comunes. Las industrias culturales al igual que la agro-industria, intentan
imponer patrones de producción y de consumo, que además de presentarse como
únicos posibles, intentan esconder a toda costa, el costo real, tanto individual como
social, que implica mantener e incrementar esos patrones o modelos de producción
y de consumo. Es inocultable que en nuestras interacciones eco-sistémicas, los
costos ambientales son insostenibles para el ecosistema planetario. Tan solo el
indicador de extinción de especies, nos señala efectivamente que estamos ante un
proceso de extinción masiva presentada en muy pocas ocasiones en la historia
planetaria, más allá de quien lo señale, si los ecologistas de alto consumo europeos
desde sus tratados científicos y análisis detallados de los crecientes cúmulos de
datos, o los indígenas empobrecidos de las naciones periféricas a quienes ni
siquiera una base cultural se les reconoce y su saber milenario solo pueda ser
etiquetado como misticismo e ignorancia.

Ahora bien, la eliminación sistemática del disenso que viene ocurriendo en los
diversos entornos de los sistemas sociales, parece que no ha sido bien
dimensionado aún. La paradoja de la ilustración1 y los modelos de dominación
1
Esta paradoja se presenta cuando el acceso a la cultura se convierte en domesticación y no en
ampliación de las libertades individuales-sociales. Se expresa de diferentes maneras, la primera de
ellas es la que aparece en quien tiene la posibilidad de pertenecer a la franja de población ilustrada,
pero pierde la capacidad de rebelarse e indignarse, convirtiéndose en alguien conservador(a), que
velará por el sostenimiento del “statu quo” por temor a esa masa de “ignorantes” que “sólo pueden
llevarlos a un estadio de barbarie previo a la gloriosa cultura ilustrada de la modernidad, si se les
permitiese tomar decisiones a esa masa de ignorantes”. Por otro lado, esta paradoja también se
expresa en la incapacidad del ejercicio de la autonomía por parte de una persona sometida a la
exclusión del mundo social, el mismo que posibilita el acceso la riqueza, al desarrollo cognitivo y a la
diversidad cultural existente. Una persona reducida a su condición animal, regida por los impulsos de
sus instintos y sus más básicas pasiones. Esta persona jamás podrá disfrutar de los beneficios (por
escasos que sean) que nos puede brindar el “logos”, el conocimiento o la inserción al mundo de la
cultura, que paradójicamente, surge como parte de un proceso de castración y de represión de esa
forma “animal” de existencia, siendo precisamente este aspecto el que nos distingue como especie,
racional ejercidos de múltiples maneras, tanto desde los regímenes burocráticos
como los tecnocráticos de la modernidad y la contemporaneidad, parecen darle la
legitimidad suficiente a un fenómeno social que bien puede calificarse como “la
rebelión de los(as) idiotas”. Este aspecto correspondiente al poder de la nominación
y la clasificación social que se disputan los grupos que se denominan como
“expertos” lo he abordado previamente en un artículo que lleva por nombre ‘Las
clasificaciones sociales a partir del discurso experto’(2013), en donde se presentan
algunas de las problemáticas que afectan al conjunto social, al permitir que la
racionalidad científica se imponga como modelo de dominación desde la nueva
inquisición, que implica la legitimación indiscutida de la racionalidad tecnocientífica
contemporánea, frente a la cual se deben proponer modelos de resistencia y
emancipación.

Lo primero que debo señalar es que el ubicarse en esta categoría (idiota), es tan
solo una cuestión de perspectiva y simplemente tiene la función de servir de lente
de aumento, al fenómeno social de la ignorancia en los entornos
individuales-sociales. La ignorancia se convierte en el fundamento reprochable de
un comportamiento “inadecuado”, hasta el punto de convertir en un(a) verdadero(a)
idiota a cualquier persona (por supuesto incluyéndome en esa categoría) en
infinidad de campos. Los dominios del saber en un determinado campo, se
convierten en fragmentos cerrados del campo de la cultura. Es indudable que entre
más intento conocer, más crece la sensación de mi infinita ignorancia, que llevado al
ejercicio de su representación matemática me indica que: entre más conozco más
ignoro o por lo menos, más crece la conciencia sobre todo aquello que aún ignoro.
Mientras mi intento por conocer a lo largo de la vida, perfectamente se puede
representar en una gráfica de campana de Gauss, la certeza de mi ignorancia se
parece a una función exponencial creciente. En su expresión filosófica la frase “sólo
sé que nada sé”, cobra un peso aplastante para quienes hemos apostado nuestra
vida al ejercicio de la razón y quienes hemos perseguido esa efímera ilusión del
conocimiento, o las alucinaciones emanadas de una tenue ilustración.

El discurso experto se reclama la soberanía de eliminación sistemática del discurso


ignorante, permitiendo la construcción de formas de clasificación social con unas
brechas aparentemente insalvables de conocimiento. Se presenta de forma similar a
la comparación entre las fortunas desorbitadas de “los más ricos”, y nuestras
escasas propiedades o poco abultados tesoros expresados en sus formas
monetarias. No se concibe la riqueza como el resultado de la acción colectiva, sino

dentro del gran conjunto de formas de existencia biológica que nos sustenta, del cual dependemos y
que tampoco podemos negar como base constitutiva de nuestra existencia. La conciencia de la
ilustración se transforma en pérdida de conexión con nuestra existencia biológica y en un tipo de
domesticación que se vuelve voluntaria al generar la creencia de superioridad por el acceso al
conocimiento científico-técnico, pero una existencia biológica sin acceso al conocimiento y la cultura,
nos condena a ser bestias temerosas y agresivas, fácilmente domesticables.
que este orden social quiere revestirle de sus formas individuales exclusivamente, al
igual que se hace con la apropiación del capital, se acumula individualmente la
riqueza que es producida socialmente. El miedo a disentir se refuerza con la
realidad aplastante de la homogeneización, pero se construye a partir de una
distorsión del fenómeno que le sustenta. La sociedad capitalista hace sentir al
conjunto de sujetos sociales, que es el capitalista el legítimo poseedor del capital.
Esto lo hace invirtiendo la realidad del proceso financiero, haciendo creer al
pequeño productor-consumidor que su labor es insuficiente e irrelevante. Le
distorsiona la perspectiva ocultando la realidad cruda que enseña, que no es el(la)
capitalista quien financia a la clase trabajadora, son los(as) trabajadores(as) quienes
financian al(la) capitalista.

De la misma forma, la riqueza cultural en su forma social, y cognitiva en su forma


individual, es presentada como una construcción de corte individual, donde existen
unos(as) superdotados(as) “sabelotodo” al lado de unas mayorías ignorantes, que al
parecer no cumplen ningún papel y pueden ser sacados de la ecuación en cualquier
momento. Ilusión que se desdibuja cuando la maquinización y automatización de la
producción no puede ser consumida y se deprecia a merced de su propio éxito
productivo. No se puede pensar producción sin consumo, ni se puede creer que la
producción industrial de la ciencia y la cultura, puede desprenderse del núcleo social
que le dio origen. Los grandes laboratorios, las universidades prestigiosas, los
grandes centros de investigación, no pueden existir si dejan de cumplir una función
social.

Esa creciente homogeneización social evidenciada en los grandes consorcios


comunicativos, tecnológicos e informáticos contemporáneos, es un desarrollo que
se sustenta precisamente en la inmensa diversidad social que requiere ser traducida
e interconectada. Son ese conjunto de pequeñas diferencias socio-culturales y
cognitivas las que sustentan esos conglomerados homogeneizantes, de la misma
forma en que los grandes cúmulos financieros son el resultado de las pequeñas
cantidades que reposan en nuestros efímeros acumulados monetarios.

Ese llamado a la renuncia de nuestras míseras participaciones monetarias, se


parece a los llamados hechos por los pastores de las iglesias, que les enseñan a
sus feligreses a renunciar a los bienes terrenales, eso sí solicitando insistentemente,
que estos deben se dados a la iglesia para fortalecer la obra de dios en la tierra, en
cabeza de sus “santas existencias”. La rebelión de los idiotas arriba señalada,
además de ser masiva y permanente, es más legítima de lo que los “sectores
ilustrados” podemos sospechar, puesto que es precisamente la rebelión de quienes
se saben explotados y oprimidos en un sistema que ha invertido los valores,
apropiando individualmente lo que se ha producido colectivamente. Ese pensar
diferente, ese disentir que hoy ha logrado venderse como un miedo real a disentir, a
ser diferente a comportarse diferente, es precisamente el tesoro sobre el que se
construyen todos los demás tesoros. El saber propio, su defensa y su
aprovechamiento colectivo es el recurso en disputa. Al igual que los centavos que
reposan en nuestros bolsillos, aislados son simplemente la expresión de nuestras
miserias e ignorancias, pero juntos, organizados y bien administrados son las
fortunas que hoy alimentan el vicio y el despilfarro de quienes los parasitan.

Quien nada sabe, nada teme.


Recuerdo cuando en los inicios de mi vida universitaria, nos enfrentamos
colectivamente al proceso de evaluación en la Facultad de ingeniería, en un tipo de
examen que implicaba todo un ejercicio de logística, así como una puesta en
escena de la autoridad docente. El miedo y los nervios se podían sentir inundando
el ambiente de los pasillos y las bibliotecas. Todo el mundo revisando sus apuntes y
consultando sus libros, intentando memorizar esas fórmulas que deberían servirnos
de pequeñas pero “seguras” balsas, de las cuales se nos dotaba para enfrentarnos
ante las turbulentas y profundas aguas que se alcanzaban a divisar en el horizonte.

Así se vivían en aquellos momentos esos rituales promovidos desde el “templo del
saber”, un misticismo pregonado por sus apóstoles, sacerdotes y sacerdotisas...
¡Los parciales conjuntos! Todos los niveles de matemáticas que se debían cursar en
aquel entonces (5 niveles) por quienes fuesen aspirantes al sufrido título de
Ingeniero(a), eran evaluados en un solo día y con una organización que envidiarían
muchos cuerpos de ejército contemporáneos. El disciplinamiento lucía con orgullo
sus garras. Más de once carreras con una base variable en un rango de 80-30
estudiantes por nivel, como evidencia irrefutable de esa pirámide que te presentaba
una alta probabilidad de ser excluido, en la medida en que se avanzaba en esa
difícil ruta. Todos(as) al unísono debíamos enfrentarnos a pruebas diseñadas por
los mismos sádicos que disfrutaban ver cómo nos estrellábamos contra el mundo,
los mismos quienes planeaban con frío cálculo, las trampas que seguramente
pisaríamos, las mismas que cercenarían nuestras aspiraciones al anhelado título.

Esa sensación de angustia con el pasar del tiempo dejó de sentirse de forma tan
intensa, al igual que dejan de sentirse esas cosquillas estomacales, que en la
adolescencia, anunciaban el encuentro con esa persona que solía colarse en tus
sueños. Con el pasar de los años y de las pruebas perdidas que se iban
acumulando como capas sedimentadas que se iban endureciendo. La sensación de
inseguridad en torno a esos procesos de evaluación que antaño nos hacían perder
el sueño, ahora se presentaban como una sensación de cierta picardía cínica, la
misma que nos llevó a modificar el refrán popular que decía: “el que nada debe
nada teme”, transformándolo en: el que nada sabe nada teme. Esta pequeña
modificación implicaba una desmitificación de esos rituales, que poco a poco
dejaban de ser el motivo principal para sentarse a estudiar.

La conciencia de la ignorancia, acompañada de un trabajo autónomo que empezaba


a tener resultados en la comprensión que se iba ganando, conforme se avanzaba en
el estudio de los temas presentados por los(as) docentes, configuraban lentamente
una nueva subjetividad, una donde el castigo por la pérdida de una materia o
asignatura, no era suficiente para hacerte estudiar, a pesar de que todavía
marcaban los tiempos de un proceso. El proceso se realizaba cada vez más por el
gusto que generaba empezar a resolver los problemas, y al poder lograr llegar a las
respuestas correctas, que por el peso del temor asociado a la pérdida, como a su
respectiva sanción social. De la misma forma en que el estudio dejó de ser una
exigencia externa que era evaluada, el trabajo ha venido transitando la misma ruta.
Más allá de la sanción social del empleo, que te asigna o te niega recursos (salario
e ingresos), he aprendido a realizar mi trabajo por el placer de trabajar, antes que
por la validación social de dicho trabajo. Lo interesante del asunto es que esto me
permitió convertir el estudio y el trabajo en algo agradable, placentero y
reconfortante, independientemente si me otorgan los títulos, o si me remuneran el
trabajo realizado.

A diferencia de los riesgos asumidos en la infancia sin la más mínima presencia de


la conciencia o la percepción de encontrarse en una situación riesgosa, esa
ausencia de vértigo que goza la perspectiva infantil, efectivamente sustenta otro
refrán popular que reza: la ignorancia es felicidad. Pero en la medida en que los
golpes y las consecuencias de las malas decisiones o la ausencia de cuidados, te
iban mostrando lo costoso que implicaba correr esos riesgos innecesarios, fue
apareciendo la conciencia sobre los riesgos presentes en muchas de las situaciones
más cotidianas. Efectivamente hoy, salvo que la diversión me impulse, rara vez
decido tomar riesgos innecesarios. He podido ver y sentir, cómo a mi generación, la
conciencia sobre el riesgo nos fue convirtiendo el seres conservadores, en personas
cargadas de temores, a diferencia del cinismo evidente, en quienes fueron ganando
cada vez más confianza en la impunidad de sus fechorías, sus atrocidades, sus
acciones inhumanas, sus “pecados” o incluso sus delitos de toda clase. Sin darme
cuenta del peso de la sanción social ejercida por la mayoría que aceptó el
disciplinamiento, me costó percibir cómo, hacer lo correcto se convirtió en el sello de
la mayor debilidad que alguien podía presentar.

“No sea sapo(a)”; “No se meta en lo que no le importa”; “no patee la lonchera”;
“agache la cabeza”; “usted coma callado”; “el que se mete a redentor, termina
crucificado”; “el que manda, manda, aunque mande mal”; “el que peca y reza,
empata”; “si puede hacer plata honestamente, haga plata. Si no, haga plata”… Esta
pequeña selección de expresiones populares altamente difundidas y enraizadas en
la base de “valores” sociales, contrastan con la limpieza comportamental que se
predica en los estándares de conducta convertidos en textos ceremoniales. Estos
perviven como las momias de los antiguos reyes, una muestra del poder y la
grandeza de los poderosos, que simplemente esconde la realidad de la mortaja que
cubre una carne putrefacta, así yacen estos testimonios momificados en normas
jurídicas o morales, envueltos en su mortaja, vaciados completamente de su
contenido. Ya sea en su forma de norma moral consagrada como “texto sagrado”, o
como norma jurídica consagrada en la constitución o la ley, estas normas
tranquilizan la conciencia de quien las lee o consulta, pero en la cotidianidad de
nuestro conjunto social se presentan desprovistas de sentido. Así como se habla de
una doble moral, se debería hablar de una doble normativa del poder.

De ahí que la pérdida de referencia nos haga imposible establecer la posibilidad de


un juicio al qué apegarnos con certeza, puesto que dicho juicio va a depender del
lugar que se asuma en esos dos (a veces más) esquemas de valores, que aunque
relativos, contradictorios u opuestos, tienen un amplio margen de aplicación
individual-social.

Todo juicio, toda verdad, toda perspectiva se torna válida, pero al mismo tiempo
falseable y controvertible. El juicio racional que emana del sistema jurídico o moral,
debería llevarnos al ejercicio de la justicia. Lamentablemente se ha convertido en un
artilugio que opera por lo general en favor de los(as) poderosos(as). El sentido
común, que como bien se afirma “es el menos común de los sentidos”, es una estela
difusa de valores entreverados, con acuerdos parciales, que pueden cambiar a la
velocidad y el designio de las opiniones, cualificadas o no, que bien podrían
agruparse y graficarse como transacciones mercantiles de la bolsa de valores de los
sistemas financieros. La opinión pública es el actual escenario de tortura pública,
donde se ejecutan las más crueles sentencias y donde se presentan las más
grandes injusticias, como el alimento para una muchedumbre hambrienta de carne
putrefacta, sedienta de sangre y ansiosa de venganza. No resulta difícil demostrar
cómo la imagen del( de la) otro(a) ha sido deformada hasta el absurdo, permitiendo
llenar las producciones cinematográficas de la cultura popular (pop), de seres
convertidos en zombis, todos deambulando en busca de cerebros frescos con los
cuales saciar el único instinto de vida que les queda.

Esta situación social depredadora de la razón, ha llevado a algunas corrientes


filosóficas de la contemporaneidad a categorizar sus configuraciones en torno a
nociones como la liquidez (Bauman), la ingravidez o levedad (Kundera), el nihilismo
y la desconfianza en el progreso (Nietzsche, Schopenhauer, Cioran), la pérdida del
discernimiento propio en función del procedimiento jurídico (Hannah Arendt), la
condición biológica, animal e instintiva que nos fundamenta (Freud, Maturana), a
presentarnos lo frágil que resulta mantener el equilibrio racional. La irracionalidad, la
locura (la historia de la locura de Foucault), la simulación y la renuncia a la realidad
como nueva forma de la realidad social (Jean Baudrillard), aparecen como
explicaciones plausibles, al sinsentido que implica vivir en una sociedad del
desarraigo (pérdida de la referencia histórica pasada), de la incertidumbre y
desesperanza sobre el porvenir (pérdida de la referencia de proyección de futuro), y
la pérdida de toda soberanía (pérdida de referencia sobre nuestra capacidad de
decidir).

Permitirse construir un refugio para una entidad difusa como lo es la memoria hoy
en día, requiere poder hacer una semblanza de aquello que alguna vez fue,
recodificado desde una perspectiva presente. Un eco que no responderá una cosa
diferente a lo que hayamos pronunciado. Un acceso a los sucesos de un pasado
que no solo se va e irá perdiendo en la distancia, sino que exige un constante
trabajo y una ardua elaboración en el intento de mantenerlo actual en el ejercicio de
la memoria. Este proceso mental y emocional es sumamente difícil, así como
también resulta bastante costoso.

Recordar implica de cierta forma, reforzar la emoción y el conjunto de sensaciones


que dieron lugar a aquellos recuerdos. Situarlos en la memoria y poder acceder a
esas memorias de forma sistemática, es un proceso mental que requiere de método.
Ya nos advertía Gabriel García Márquez en su obra ‘Cien años de soledad’, del
costo que debe pagar una sociedad sin memoria, aquella condenada a sufrir la
enfermedad del insomnio, un olvido casi voluntario, para no tener que revivir el
horror de la masacre, de la crueldad de la guerra, de la condena a una vida sin
sentido.

... "Pero la india les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio
no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno,
sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido.
Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia,
empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el
nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y
aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin
pasado.” (García M., 2001) De la misma forma que el cerebro utiliza la
memoria para dar lugar a aquello que damos por llamar cognición, la cual es
fundamental para construir una noción de conocimiento, los grupos sociales
inscriben en la cultura, por medio de las instituciones, esa memoria que le
permite funcionar en su conjunto. Afirmar que se tiene el conocimiento que
permite por ejemplo, montar una bicicleta, es la certeza de haberlo
experimentado. Es haber realizado todos los pasos que requiere esa
actividad, permitiéndole al cuerpo adquirir las memorias que permiten
mantener el equilibrio, a partir de mantenerse en movimiento bajo un conjunto
de condiciones en los que es posible tal actividad.”
En todo caso, ese saber sólo es posible si se lleva a la acción presente de montar
una bicicleta y poder pedalear. En caso contrario esa memoria nos habla de una
habilidad que se vivió o experimentó, pero que ya no es realizable por nuestro
cuerpo, a pesar del recuerdo que intenta convertir esa memoria en una posibilidad
de acción viva. En realidad, ese saber que no puede ser ratificado por la acción, se
ha traducido en un no saber, en una carga cognitiva densa que nos empuja al
abismo de la nostalgia. No se puede afirmar que se cuenta con un conocimiento, si
este no puede transformase en una acción presente. Por tal razón el ejercicio de la
memoria es un trabajo que busca mantener un orden preexistente que debe
realizarse en la actualidad, de otra manera es tan solo un difuso destello del pasado.

No podremos reafirmar nuestra existencia renunciando a existir, ni nuestra libertad


renunciando a decidir autónomamente, ni nuestra vida delegando en los aparatos
cibernéticos la simulación de la realidad por el temor a la muerte, ni nuestra
individualidad por temor a fundirnos en cuerpos colectivos institucionales que nos
homogeneizan y nos funden como ladrillos en un muro. Probablemente esa
individualidad se haya convertido en un espejismo como en algún momento la idea
de dios lo fue (o lo es) para las sociedades religiosas, tal vez al igual que el secreto
que tan juiciosamente escondía Zaratustra, (dios ha muerto) que implicaba empezar
a pensar un mundo sin esa noción tan útil para los sistemas de dominación, marque
la pauta para dejar fluir una verdad costosa, tal vez ha llegado el momento en que
se deba revelar el secreto mejor guardado de nuestros días, (la muerte del
individuo) para poder retomar libremente la búsqueda del ser en colectivo y el ser en
sociedad, para poder pensar el mundo sin las cargas que demanda esas nociones
que se niegan a morir.

Pero... ¿Qué es un océano... si no, una gran convención de gotas? ¿Qué es el


capital sino otra cosa diferente a la suma de todas nuestras capacidades
productivas? ¿Qué es el conocimiento y la cultura sino la suma de todas nuestras
pequeñas certezas, convicciones, aprendizajes, sueños y esperanzas
transformadas en ideas? Disfrutar de lo pequeño, personal e individual, es lo que
nos permitirá disfrutar lo inmenso de ser en colectivo. El desconocimiento de
nuestra singularidad es lo que nos impide enfrentar nuestra increíble identidad con
el entorno del que se nos ha enseñado a diferenciarnos, del cual se nos quiere
aislar, una diferenciación que dentro de este sistema perverso, debe traducirse en
superioridad. Esta perturbación y distorsión de nuestra perspectiva, es hoy nuestra
mayor amenaza. ¿Cuál es el miedo que puede sentir la gota de convertirse en
arroyo? ¿Cual puede ser el miedo del arroyo en convertirse en río?¿Cuál entonces
debe ser el temor del río de convertirse en mar o en océano? y por último... ¿Cuál
es el temor de esa substancia de saberse parte de un universo?
El temor a la muerte (el ejercicio de la soberanía)
Pocos aspectos de la existencia humana tienen tanta relevancia como el tema de la
conservación de la vida, que por lo general se opone a su escenario último de
terminación denominado muerte. Ese temor a la muerte que en la humanidad se
torna en conciencia de la muerte, más allá del impulso biológico programado
genéticamente en torno al problema de la auto-conservación. El estudio de la
soberanía como concepto central de lo político, pasa por la exploración de su
aparición como concepto en la historia de la humanidad, pero también del sentido
asignado a este en diferentes momentos, pero todavía más importante del sentido
asignado en el presente como parte del ejercicio político actual.

En una de sus definiciones etimológicas, la palabra soberanía se divide en dos


partes: sober y omnia, que significaría sobre todo. En ese sentido la asignación
dada por el lenguaje político apunta a el poder o la autoridad que se encunetra por
encima de todas las demás. Ahora bien, los tratados existentes sobre el tema
versan sobre los momentos en los cuales el cambio de sujeto autorizado para el
ejercicio de la soberanía, especialmente en el tránsito de las monarquías dinásticas
a los regímenes republicanos de la modernidad política que sustenta racionalmente
los actuales ordenamientos institucionales de los Estados Nacionales
contemporáneos, no es suficiente la base argumental esgrimida, para que su
aceptación sea generalizada.

Al igual que sucede en otros campos del conocimiento, cuando se trabajan desde
los conceptos, estos nunca aparecen solos, por ejemplo en la física el concepto de
materia no puede desligarse de otros como espacio, energía, o masa. Estos últimos
a su vez se ligan a otros conceptos constituyendo una red intrincada que crecen en
la medida que se intenta construir una representación mental sobre la realidad, en
este caso del mundo físico y sus particularidades. La soberanía aparecerá por tanto,
ligada a nociones como la auto-determinación, la voluntad general, el Estado, las
leyes o los sistemas normativos, el territorio, la población, así como un conjunto de
categorías derivadas como la soberanía alimentaria, la soberanía territorial, la
soberanía económica, la soberanía política, la soberanía individual, entre muchas
otras.

En terminos de las actuales configuraciones conceptuales en torno al uso del


concepto, aparece desde el enfoque de la biopolítica el problema de la
determinación sobre la vida y la muerte, siendo este aspecto uno de los más
relevantes para el estudio del fenómeno. Es soberano quien puede definir sobre la
vida y la muerte no sólo de sí mismo(a), sino de otras personas u otros seres
vivientes. El poder de la muerte se construye principalmente desde la eficacia
simbólica que se liga a esa posibilidad de un ejercicio de ese tipo de soberanía entre
humanos.

En este punto es importante detenerse a mirar qué es lo que convierte a ese


ejercicio de poder (la muerte del(de la) otro(a)), en el fundamento de la estructura
política contemporánea. No se puede entender como poderoso al matarife del
matadero municiapl encargado del "sacrificio" de los animales que van a ser
despiezados y vendidos en partes apra el consumo humano. No se le ve a este
personaje como el ser más poderoso del territorio, a pesar del ejercicio de la muerte
convertido en profesión. De la misma forma el sicario, o el delincuente barrial que
puede quitar la vida de su víctima, ya sea por encargo por una remuneración
económica como en el caso del sicario, o como resultado de una "orden" que
ejecuta un soldado, o como circunstancia inesperada del acto delincuencial. En
ninguno de estos casos se entendería que estos sujetos son altamente poderosos,
es más se sabe que estos conjuntos de roles los ocupan por lo general las personas
más vulnerables, con bajos niveles educativos y generalmente en condición de
pobreza.

Estas pequeñas referencias a situaciones que nos hablan de la muerte y


específicamente el asesinato como parte de la acción social, deberían poner en
cuestión esa relación existente entre la soberanía y su relación con la muerte, que
ocasiona la emergencia del poder político. Esto sería así, si se mirara de forma
aislada el fenómeno de la acción concreta del asesinato, por tal razón se hace
necesario mirar no la acción espećifica sino el sistema y el dispositivo social que
tiene como desenlace el asesinato como instancia ultima del ejercicio de la
soberanía.

En una de las obras maestras del año 1982, Blade Runner del director Ridley Scott,
en uno de sus diálogos finales que marcan parcialmente el cierre dramático de la
película el replicante "inhumano" le plantea a su contrincante "humano" encargado
de asesinarle: “Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que
significa ser esclavo”. Como bien lo señala Foulcaut en su libro 'Vigilar y Castigar',
en su capítulo sobre el cuerpo de los condenados, la función de la muerte pública no
tiene como finalidad matar al individuo condenado, puesto que esa ejecución puede
llevarse en el más impune de los silencios, alejando ese sufrimiento de la escena
pública, pero resulta que la muerte y la ejecución publica se realizaba precisamente
para lograr colocar en las cabezas, en las mentes de las personas el temor a la
muerte, a merced de la orden impartida por el soberano.

El matarife encargado de matar la vaca, el cerdo, el cordero, el pollo, el pez, pro


medio del acto de quitar la vida no tiene por objetivo generar miedo al ser vivo que
sufrirá de manos de su verdugo el fin de su existencia. Esa es la gran diferencia con
los ejercicios de la violencia que amenazan o ejecutan la matanza, en este segundo
caso el objetivo de la eliminación es un objetivo secundario, peusto que el objetivo
primario perseguido es al obediencia, es la aceptación de un poder externo, es la
renuncia precisamente al ejercicio de la soberanía externa, es el poder camuflado
de soberanía, que busca precisamente despojarte de ella.

El miedo a pensar por sí mismo es uno de los mejores resultados del proceso de
colonización en los denominados países tercermundistas. El miedo que siente un(a)
académico(a) a hablar desde sus propios términos, sin utilizar la autoridad de otros
autores(as), por lo general europeos o norteamericanos o de autores(as)
latinoamericanos formados en sus instituciones educativas, es un temor profundo
que marca la dependencia cultural al que hemos sido sometidos durante estos
largos cinco siglos de colonización. La sofisticación que ha logrado el proceso de
eliminación del(de la) otro(a), inicia con los procesos de exclusión y de desigualdad
persistente, al que ya se presenta como una situación completamente normal.

La exploración ficticia que se ha realizado en las últimas décadas desde el séptimo


arte, ha convertido a la muerte en una realidad de simulación que pareciera nunca
va a tocar nuestras puertas, simepre el protagonista sobrevive y es fácil ver la
sensación de placer generalizada cuando el acto violento pretende redimir en
nombre del bien y de la justicia, a partir del ejercicio del asesinato como mecanismo
de resolución. Esta situación presentada en la última película de la serie Avengers
clasificada como familiar e infantil, se condensa en un acto de salvajismo donde el
personaje (héroe) Thor, de un solo tajo decapita al personaje (villano) Thanos.
Acción que en lugar de generar un impacto reprochable a un personaje que se
supone encarna la justicia y la bondad, se logra sentir en la sala de cine una
sensación liberadora que estalla en forma de carcajada colectiva al ver rodar la
cabeza del villano.

Se va construyendo una gradualidad de la exclusión en dónde siempre existirá un


nivel superior y un nivel inferior, que ha sido llevado también al espacio
cinematográfico en una película española del director Galder Gaztelu-Urrutia,
denominada como: 'El Hoyo'. El temor al descenso y el deseo de ascenso, son una
condición de la cual no es posible escapar una vez se ha entrado en el espacio
estructurado en 'el hoyo', que poco a poco terminará despojándote de cualquier
vestigio de humanidad, reduciendo a todos(as) a simples competidores incapaces
de cambiar "las reglas del juego".

En épocas de terror generalizado y normalizado, debemos superar nuestros


temores, sin llegar al punto de perder nuestro discernimiento, ni llegar a la
insensibilidad de tener que comer la carne del otro, ya sea en la disputa cotidiana
por el alimento, o en los rituales propuestos por las iglesias cristianas al comer el
cuerpo y la sangre del cristo redentor, para poder ser salvos. Convertir en alimento
los unos a los otros no debe ser la respuesta. Salir como el pequeño delincuente lo
hace en su cotidianidad, a buscar las presas incautas que traen sus pertenencias,
que por las reglas perversas de esta selva social pronto dejarán de pertencerle, para
ser feriadas por un ínfimo precio o del valor por el cual fue adquirido a merced de su
esfuerzo, de su astucia o de su cuna, en el primer ciclo de apropiación legítima de
sus atributos y beneficios.

Ese ritual violento se narra cotidianamente,al igual que hoy se infecta de miedo las
conciencias de las personas, en un experimento de aislamiento social sin
precedentes en la historia humana. Pero poco se habla, por el contrario se oculta
férreamente, el robo sistemático del delincuente de cuello blanco, el impuesto
imperceptible de la emisión monetaria, o el mismo diezmo que se sustrae al pobre
creyente quien sufre el asalto a sus pocas pertenencias en nombre de su fe.
Depositen todos sus valores en las autoridades, sean estas los gobiernos de
cualquier índole, las autoridades religiosas, o las autoridades académicas,
desconfíen de sus pares y sus congéneres, de su entorno y de su ecosistema,
desconfíen hasta de sus propias certezas, conéctense voluntariamente a la matriz
que todo lo sabe y todo lo puede. Tales son los llamados que nos hacen los
apóstoles del desastre, los profetas del Apocalipsis, los escuderos del capital.

Renuncie a su soberanía, no tema morir tema a la muerte que nosotros (el poder) le
podemos causar, no piense que nosotros(as) pensamos mejor y le proveemos un
pensamiento sencillo y fácil de utilizar. No viva, que nosotros(as) le proveeremos los
escenarios de simulación donde el riego de la muerte desaparece. Lo que nunca
dirán es el costo que se paga por esas "tentadoras" consignas. Una vida sin muerte,
una vida sin riesgo, una vida de simulación, una vida sin productividad, una vida
deleznable, sustituible, serializable, estandarizable... en últimas una no vida,
cargada de miedo, una vida de esclavitud y dependencia. Como diría Estanislao
Zuleta en el elogio de la dificultad,

"La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una


manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces
comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una
vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y por
tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada,
una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos
afortunadamente inexistentes."

La rebelión de los idiotas se puede resumir en en esa rebelión necesaria contra un


sistema de organización y producción del conocimiento en donde hemos sido
despojados de nuestro propio pensamiento, donde la riqueza de la cultura solo
puede vivirse a manera de simulacro, donde la idea de seguridad nos condena a
vivir en galpones humanos segmentados hasta el absurdo, sin posibilidad alguna de
auto-determinación o ejercicio de la soberanía individual y social, pues esta ha sido
falseada y reemplazada por un fetiche que convierte en divinidades a simple
mortales que son incapaces de reconocer su repugnante intrascendencia. El
despojo masivo de la razón, a nombre de los nuevos fetiches tecnológicos y la
nueva religiosidad proveniente de los templos en que se han convertido las
instituciones educativas, al igual que la institucionalidad tecnocrática en que ha
derivado la desviación burocrática del presente siglo. Una rebelión más que
deseable, necesaria.

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