Introducción A La Patrología Según Quasten

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Del Manual de J. Quasten tomo I.

Introducción

(corresponde a la unidad I)

Introducción.
Concepto e Historia de la Patrología.

La Patrología es aquella parte de la historia de la literatura cristiana que trata de los


autores de la antigüedad que escribieron sobre temas de teología. Comprende tanto
a los escritores ortodoxos como a los heterodoxos, aun cuando se ocupe
preferentemente de los que representan la doctrina eclesiástica tradicional, es decir,
de los llamados Padres y Doctores de la Iglesia. Se puede, pues, definir
la Patrología como la ciencia de los Padres de la Iglesia. Incluya en Occidente, a
todos los autores cristianos hasta Gregorio Magno (+ 604) o Isidoro de Sevilla (+
636), mientras que en Oriente llega generalmente hasta Juan Damasceno (+ 749).

El nombre de esta rama de la teología es reciente. El primero en usarlo fue Juan


Gerhard, quien lo empleó como título de su obra Patrología, publicada en 1653.
Mas la idea de una historia de la literatura cristiana en la que predomine el punto
de vista teológico es antigua. Empieza con Eusebio. En la introducción a
su Historia eclesiástica (I 1,1) dice que se propone tratar "de aquellos que, bien sea
de palabra o por escrito, fueron los mensajeros de la palabra de Dios en cada
generación: y asimismo de los nombres, número y época de aquellos que, llevados
por el deseo de innovación hasta los límites extremos del error, se proclamaron a sí
mismos introductores de la falsa gnosis." Efectivamente, enumera a todos los
escritores y escritos que él conoce y cita amplios pasajes de la mayor parte de ellos.
Por esta razón. Eusebio es una de las fuentes más importantes de la Patrología,
tanto más cuanto que se han perdido gran número de los escritos que él cita. Para
ciertos autores eclesiásticos constituye la única fuente de información.

Fue San Jerónimo el primero en componer una historia de la literatura teológica


cristiana. En su De viris illustribus se propone responder a aquellos paganos que se
mofaban de la mediocridad intelectual de los cristianos. Por eso enumera a los
escritores que honraron la literatura cristiana. Redactada en Belén, el año 392. a
ruegos del prefecto del Pretorio. Dexter. la obra de San Jerónimo está concebida al
estilo del De viris illustribus de Suetonio. Abarca desde Simón Pedro hasta el
mismo Jerónimo, de quien se mencionan los escritos anteriores al 392. En la lista
de nombres, que comprende 135 secciones, figuran también los autores indios
Filón y Josefo, el filósofo pagano Séneca y los autores herejes de la antigüedad
Cristiana. En las primeras 78 secciones, Jerónimo depende de la Historia
eclesiástica y de la Crónica de Eusebio de Cesárea, hasta el punto de reproducir
incluso los mismos errores de Eusebio. Cada sección contiene un bosquejo
biográfico y un juicio sobre los escritos del autor. Tan pronto como se publicó la
obra, San Agustín (Ep. 40) expresó a Jerónimo su disgusto por no haberse cuidado
de separar los escritores herejes de los ortodoxos. Constituyen un defecto más
grave las frecuentes inexactitudes que aparecen en el De viris illustribus y el que la
obra entera deje entrever las simpatías y antipatías del autor, como sucede, por
ejemplo, en las secciones que tratan de San Juan Crisóstomo y San Ambrosio. A
pesar de ello, la obra sigue siendo la fuente básica para la historia de la literatura
cristiana antigua. Para un cierto número de escritores eclesiásticos, como Minucio
Félix, Tertuliano, Cipriano, Novaciano y otros, es la única fuente de información
que poseemos. Durante más de mil años, todos los historiadores de la literatura
cristiana han considerado el De viris illustribus como la base de sus estudios y no
han intentado otra cosa que continuar la obra de Jerónimo.

Hacia el año 480, Genadio, sacerdote de Marsella, publicó bajo el mismo título una
continuación y adición muy útil, que en la mayor parte de los manuscritos aparece
como una segunda parte de la obra de San Jerónimo. Genadio era semipelagiano,
hecho que influye a veces en su manera de exponer las cosas. Por lo demás, se
muestra como hombre de extensos conocimientos y de juicio exacto. Su obra
continúa siendo de capital importancia para la historia de la literatura cristiana
antigua.

Tiene menos valor la obra De viris illustribus de San Isidoro de Sevilla, escrita


entre el 615 y el 618. Viene a representar otra continuación de la obra de Jerónimo.
Dedica una atención especial a los teólogos españoles.

El discípulo de Isidoro, Ildefonso de Toledo (+ 667), escribió una continuación


parecida; pero su De viris illustribus es de carácter local y nacional. Quiere, ante
todo, glorificar a sus predecesores en la sede de Toledo. Solamente ocho de las
catorce biografías se refieren a escritores, y el único autor no español que
menciona es Gregorio Magno.

Hasta fines del siglo XI no hubo ningún nuevo intento de poner al día la historia de
la literatura cristiana. El cronista benedictino Sigeberto de Gembloux, en Bélgica
(+ 1112), acometió esta tarea en su De viris illustribus (ML 160,547-588).
Primeramente trata de los escritores eclesiásticos antiguos, siguiendo muy de cerca
a Jerónimo y a Genadio; compila luego escasos datos biográficos sobre teólogos
latinos de la alta Edad Media; no menciona a ningún autor bizantino. Honorio de
Autún, hacia el año 1122, compuso un compendio algo parecido, De Luminaribus
Ecclesiae (ML 172,197-234). Unos años más tarde, hacia el 1135, el Anónimo de
Melk publicó su De scriptoribus ecclesiasticis (ML 213,961-984). Su lugar de
origen parece ser Pruefening, cerca de Ratisbona, y no Melk, en la baja Austria,
donde se descubrió el primer manuscrito de esta obra. El De scriptoribus
ecclesiasticis del abad Juan Tritemio es una fuente de información mucho mejor.
Esta obra, compuesta hacia el año 1494, proporciona detalles biográficos y
bibliográficos sobre 963 escritores, algunos de los cuales no son teólogos. Tritemio
mismo toma de Jerónimo y de Genadio todo lo que trae de los Padres.

En Oriente, el De viris illustribus de Jerónimo fue conocido muy pronto gracias a


una traducción griega atribuida comúnmente a Sofronio, quien, según San
Jerónimo (De vir. ill. 134), tradujo al griego varios de sus escritos. Esta versión, sin
embargo, parece de fecha posterior. Ha servido de fuente a una revisión anónima
del Onomatologos de Hesiquio de Mileto (por el año 550), utilizado, a su vez, por
Focio y Suidas.

Antes de ser nombrado patriarca de Constantinopla, Focio compuso


el Myriobiblon o Biblioteca, magnífica fuente de datos en la que se nos da cuenta
de casi 280 obras paganas y cristianas. Su hermano Tarasio le había pedido un
resumen de cada una de las obras que se leyeron o discutieron, durante su ausencia,
en el círculo cultural o academia privada que se reunía habitualmente en casa de
Focio. Redactada antes del 858, la Biblioteca no trata de clasificar las diferentes
obras según su contenido o forma literaria. El autor se contenta con escribir sus
resúmenes en el orden en que la memoria le va presentando las obras; hace notar
en la introducción que, "si ello pareciera preferible, no sería en manera alguna
difícil describir bajo rúbricas distintas los acontecimientos históricos y los
(escritos) que tratan sobre temas diferentes. Pero, como esto no aportaría ninguna
ventaja, no hemos intentado establecer discriminaciones y nos hemos limitado a
escribir estos (resúmenes) conforme acudían a nuestra memoria." De acuerdo con
el número de volúmenes leídos por Focio, su Biblioteca se componía de 280
secciones, a las que alude generalmente con el nombre de Códices. Algunos
capítulos contienen descripciones más o menos detalladas, otros añaden largos
fragmentos seguidos de una critica literaria y precedidos, a veces, de indicaciones
biográficas. El autor da pruebas de poseer una vasta erudición y de ser un espíritu
muy agudo e independiente en sus juicios. Sin este trabajo, muchos escritos
clásicos y patrísticos se habrían perdido completamente o serian totalmente
desconocidos.

Es, además, indispensable al historiador de la literatura cristiana primitiva


el Diccionario que compuso hacia el año 1000 el lexicógrafo Suidas de
Constantinopla. Monumento de erudición bizantina, nos brinda importantes datos
sobre gran número de obras patrísticas.

Existe, finalmente, en la literatura siríaca un Catálogo de autores eclesiásticos,


compuesto hacia el año 1317-18 por Ebedjesu bar Berika, el último gran escritor
nestoriano. Contiene noticias muy interesantes sobre literatura cristiana primitiva.

El humanismo dio origen a un período de renovado interés por la literatura


cristiana antigua. Contribuyeron en gran manera a acrecentar este interés, por una
parte, la tesis de los reformadores de que la Iglesia católica había perdido la
tradición de los Padres, y, por otra, las decisiones a que se llegó en el concilio de
Trento. El De scriptoribus ecclesiasticis liber unus, del cardenal Belarmino, que va
hasta el año 1500, aparece en 1613. Siguieron dos obras francesas:
las Mémoirespour servir à I’histoire ecclésiastique des six premiers siècles, de L.
S. Le Nain de Tillemont (París 1693-1712), en 16 volúmenes, y
la Histoire générale des auteurs sacrés et ecclésiastiques, de R. Ceillier (París
1729-1763). Esta última obra comprende 23 volúmenes y estudia todos los
escritores eclesiásticos anteriores a 1250.

La inauguración de una nueva era para los estudios de la literatura cristiana antigua
quedó patente, sobre todo, con las primeras grandes colecciones y excelentes
ediciones particulares de textos patrísticos, que aparecieron en los siglos XVI y
XVII. El siglo XIX ensanchó el campo de esta literatura con un gran número de
nuevos descubrimientos, sobre todo de textos orientales. Se dejó sentir la necesidad
de nuevas ediciones críticas. Las Academias de Viena y de Berlín emprendieron
ediciones críticas de una serie latina y otra griega de los Santos Padres, mientras
que los eruditos de lengua francesa empezaron la edición crítica de dos grandes
colecciones de literatura cristiana oriental. Además, la mayor parte de las
Universidades fundaron cátedras de Patrología.

El siglo XX se ha preocupado, sobre todo, de la historia de las ideas, conceptos y


términos de la literatura cristiana, y de la doctrina de los autores eclesiásticos.
Además de eso, los papiros de Egipto recientemente descubiertos han permitido a
los sabios recuperar muchas obras patrísticas que se habían perdido.

Los "Padres de la Iglesia."

Estamos acostumbrados a llamar "Padres de la Iglesia" a los autores de los


primeros escritos cristianos. Antiguamente la palabra "padre" se aplicaba al
maestro, porque, en el uso de la Biblia y del cristianismo primitivo, los maestros
son considerados como los padres de sus alumnos. Así, por ejemplo, San Pablo,
en su Primera carta a los Corintios (4:15), dice: "Porque, aunque tengáis diez mil
preceptores en Cristo, sin embargo no tenéis muchos padres, puesto que quien os
engendró en Jesucristo, por el Evangelio, fui yo." Ireneo declara (Adv. haer.
4,41,2): "Cuando una persona recibe la enseñanza de labios de otro, es llamado
hijo de aquel que le instruye, y éste, a su vez, es llamado padre suyo." Clemente de
Alejandría observa (Strom. 1,1,2-2,1): "Las palabras son las hijas del alma. Por eso
llamamos padres a los que nos han instruido..., y todo el que es instruido es, en
cuanto a su dependencia, hijo de su maestro."

En la antigüedad cristiana, el oficio de enseñar incumbía al obispo. Así, pues, el


título de padre le fue aplicado primeramente a él. Las controversias doctrinales del
siglo IV motivaron ulteriores desarrollos. El uso de la palabra "padre" alcanzó una
mayor extensión; se hizo extensivo a escritores eclesiásticos, siempre que fueran
reconocidos como representantes de la tradición de la Iglesia. San Agustín, por
ejemplo, enumera a Jerónimo entre los testigos de la doctrina tradicional del
pecado original, aunque no fuera obispo (Contr. Jul. 1,7,34).

Vicente de Leríns, en su Conmonitorio de 434, llama "Padres," indistintamente, a


todos los escritores eclesiásticos, sea cual fuere su grado jerárquico:

En el caso de que surgiera alguna nueva cuestión sobre la cual no se haya dado aún
tal decisión, habría que recurrir a las opiniones de los santos Padres, al menos de
aquellos que, en sus épocas y lugares, permanecieron en la unidad de comunión
y de fe y fueron tenidos por maestros reconocidos. Y todo lo que ellos hubieren
defendido, en unidad de pensamientos y de sentimientos, tendría que ser
considerado como la doctrina verdadera y católica de la Iglesia, sin ninguna duda o
escrúpulo (c.29,1). La posteridad no debería creer nada más que lo que la venerable
antigüedad de los Padres ha profesado unánimemente en Cristo (c.33,2).

Este principio de Vicente de Leríns demuestra la importancia que se daba ya a la


"prueba de los Padres."

La primera lista de escritores eclesiásticos aprobados o rechazados como Padres de


la Iglesia se encuentra en el Decretum Gelasianum de recipiendis et non
recipiendis libris, del siglo VI. Después de mencionar a algunos de los más
importantes Padres, prosigue el texto:

Item opuscula atque tractatus omnium patrum orthodoxorum, qui in nullo a


sanctae ronanae ecclesiae consortio deviarunt, nec ab eius fide vel praedicatione
seiuncti sunt, sed ipsius communicationis per gratiam Dei usque in ultimum diem
vitae suae fuere participes, legendos decernit (Romana ecclesia) (c.4,3).

Hoy día hemos de considerar como "Padres de la Iglesia" solamente a los que
reúnen estas cuatro condiciones necesarias: ortodoxia de doctrina, santidad de
vida, aprobación eclesiástica y antigüedad. Todos los demás escritores son
conocidos con el nombre de ecclesiae scriptores o scriptores ecclesiastici,
expresión acuñada por San Jerónimo (De vir. ill., pról.; Ep. 112,3). El título de
"Doctor de la Iglesia" no es idéntico al de "Padre de la Iglesia": a algunos de los
doctores de la Iglesia les falta la nota de antigüedad, pero, en cambio, tienen,
además de las tres notas características de doctrina orthodoxa, sanctitas vitae y
approbatio ecclesiae, los dos requisitos de eminens eruditio y expressa
Ecclesiae declaratio. En el Occidente, Bonifacio VIII declaró (1298) que deseaba
que Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno fueran considerados
como egregii doctores ecclesiae. Estos cuatro Padres han sido llamados también
"los grandes Padres de la Iglesia." La Iglesia griega venera solamente a tres
"grandes maestros ecuménicos": Basilio el Grande, Gregorio de Nacianzo y
Crisóstomo, mientras que la Iglesia romana añade a estos tres San
Atanasio, contando de esta manera cuatro grandes Padres de Oriente y cuatro de
Occidente.
Aunque los Padres de la Iglesia ocupan un puesto importante en la historia de la
literatura griega y latina, su autoridad en la Iglesia católica se basa en motivos
totalmente distintos. Lo que da tan gran importancia a los escritos y opiniones de
los Padres es la doctrina de la Iglesia que considera la Tradición como fuente de
fe. La Iglesia considera infalible el unanimis consensus Patrum cuando versa sobre
la interpretación de la Escritura (Vatic. sess.3 c.2). El cardenal Newman pone bien
de relieve la importancia de este consensus y su diferencia con las opiniones
privadas de los Padres, cuando dice:

"Sigo a los Padres de la antigüedad, pero no porque crea que en este punto
concreto les asiste la autoridad que tienen cuando se trata de doctrinas o preceptos.
Cuando hablan de doctrinas, hablan de ellas como de doctrinas universalmente
admitidas. Dan testimonio de que tales doctrinas son aceptadas, no sólo aquí o allí,
sino en todas partes. Nosotros aceptamos las doctrinas que ellos enseñan de esta
manera, no sólo porque ellos las enseñan, sino porque dan testimonio de que en su
tiempo las profesaban todos los cristianos, y en todas partes. Los tomamos como
informadores honrados, mas no como una autoridad suficiente en sí mismos, aun
cuando también tengan ellos cierta autoridad. Si, por ejemplo, afirmaran estas
mismas doctrinas, pero dijeran: "éstas son nuestras opiniones; las hemos sacado de
las Escrituras y son verdaderas," podríamos dudar en aceptarlas de sus manos.
Podríamos afirmar perfectamente que tenemos tanto derecho como ellos para
deducirlas de la Escritura; que las deducciones de la Escritura son meras opiniones;
que, si nuestras deducciones coincidieran con las suyas, sería debido a una
afortunada coincidencia; pero que, en caso contrario, no podemos evitarlo: hemos
de seguir nuestras propias luces. Indudablemente, nadie tiene derecho a imponer a
otro sus propias opiniones en materia de fe. Es cierto que el ignorante tiene un
claro deber de someterse a los que están mejor informados, y que es justo que el
joven se pliegue por un tiempo a las enseñanzas de los que son más viejos que él;
pero, fuera de eso, la opinión de un hombre no os mejor que la de otro. Pero no es
éste el caso en lo que respecta a los Padres de la antigüedad. Ellos no hablan de
sus opiniones personales. No dicen: "Esto es verdad, porque nosotros lo vemos en
la Escritura" — sobre esto podría haber discrepancias de opinión —, sino: "Esto es
verdad, porque de hecho es afirmado y fue siempre afirmado por todas las Iglesias,
desde el tiempo de los Apóstoles hasta nuestros días, sin interrupción." Se trata
aquí de una simple cuestión de testimonio, es decir, de saber si ellos dispusieron de
los medios necesarios para conocer que tal doctrina había sido profesada y seguía
siendo profesada de esta manera; porque si era la creencia unánime de tantas y tan
independientes Iglesias a la vez, y eso porque la consideraban transmitida por los
Apóstoles, indudablemente no podía menos de ser verdadera y apostólica"
(Discussions and Arguments II 1).

Obras Generales Sobre la Doctrina de los Padres.

Las enseñanzas de los Padres contribuyeron enormemente al desarrollo de la


doctrina de la Iglesia. Muchos de ellos desempeñaron un papel de primer orden en
las controversias que precedieron a la definición de los dogmas. La historia de la
literatura cristiana de la antigüedad está, pues, íntimamente relacionada con la
historia de los dogmas.

Ediciones de la Literatura Cristiana Antigua.

I. Las primeras ediciones impresas de la literatura cristiana antigua no pueden ser


consideradas como ediciones críticas, pues no existían normas científicas para la
selección de los manuscritos. Sin embargo, muchas de estas primeras ediciones son
hoy muy valiosas, porque se ha perdido el manuscrito en que se basaba su texto.

II. De todas las ediciones impresas antiguas de la literatura cristiana primitiva que
aparecieron a partir del siglo XVI, sólo una colección conserva aún su valor critico:
la publicada por los benedictinos franceses de San Mauro en los siglos XVII y
XVIII. La Congregación fue fundada en París en 1618. Atrajo a sus filas a eruditos
como Lucas d'Achéry, Mabillon, Thierry, Ruinart, Maran, Montfaucon y Martène.
Algunas de sus ediciones patrísticas no han sido superadas aún. Se editan los textos
griegos juntamente con su traducción latina y se añaden excelentes índices a cada
volumen.

III. La colección más completa de textos patrísticos es la Patrologiae cursus


completus, editada por el sacerdote J. P. Migne (+ 1875). Reimprime todos los
textos que habían sido publicados hasta entonces, a fin de ponerlos a disposición
de los teólogos y hacerlos accesibles al mayor número posible de estudiosos.
Desgraciadamente, la edición de Migne tiene muchos errores tipográficos. Por eso
mismo, es mejor siempre usar las ediciones más antiguas que reproduce Migne, si
es que no han aparecido aún ediciones críticas modernas. Ello no obstante, la
Patrología de Migne sigue siendo, para muchos escritos patrísticos, el único texto
disponible.

IV. A las Academias de Berlín y Viena les cabe el honor de haber empezado dos
series de obras patrísticas que se esfuerzan en conjugar la exactitud filológica con
la integridad del texto. Ambas series, la griega y la latina, están en curso de
publicación.

V. Una nueva edición, completa y crítica, de los Padres de la Iglesia ha sido


iniciada por los monjes benedictinos de la abadía de San Pedro de Steenbrugge, en
Bélgica, en colaboración con la casa Brepols de Turnhout y París:
el Corpus Christianorum. Esta nueva colección comprenderá, además de los
escritos patrísticos propiamente dichos, los textos conciliares, hagiográficos y
litúrgicos; las inscripciones funerarias, bulas, etc.; en una palabra, todo lo que resta
de los monumentos escritos de los ocho primeros siglos del cristianismo. Los
textos de este "nuevo Migne" se publicarán según las mejores ediciones existentes.
Están en proyecto tres series: latina, griega y oriental, si bien, de momento, todo el
esfuerzo editorial está concentrado en la serie latina. Dom E. Dekkers, con la
colaboración de Aem. Gaar, de la Comisión del C. S. E. L., publicó, a modo de
introducción, en Clavis patrum latinorum (SE III 1951), una visión de conjunto de
todo el plan. Esta obra constituye la clave de toda la serie: enumera, según el orden
de publicación en el Corpus Christianorum, todos los textos latinos desde los
orígenes del cristianismo en Occidente hasta el Renacimiento carolingio. Los
textos se imprimirán según la edición indicada en la Clavis, pero corregidos y
revisados con la ayuda de manuscritos y trabajos críticos que en ella se mencionan.
Cuando no exista un texto satisfactorio, el Corpus Christianorum presentará una
edición completamente nueva. La serie latina constará de 2.348 obras o
fragmentos, comprendidos en 175 volúmenes de formato octavo-real de unas 600 a
800 páginas cada uno. La primera parte del primer volumen se publicó en 1953.
Hasta la fecha van publicados 17 tomos.

La Lengua de los Padres.

Desde el punto de vista lingüístico, el cristianismo fue un movimiento griego


hasta finales del siglo II. Durante los primeros siglos del Imperio, el griego se
había extendido por todo el Mediterráneo. La civilización y la literatura
helenísticas habían conquistado de tal manera el mundo romano, que apenas había
una ciudad en Occidente en la que no se hablara corrientemente el griego. Incluso
en Roma, en el África del Norte y en las Galias, el uso del griego prevaleció hasta
el siglo III. Por tal razón, el griego debe considerarse como la lengua original de
la literatura patrística. Fue suplantada parcialmente en Oriente por el siríaco, el
copto y el armenio, y completamente por el latín en Occidente.

Ni los autores del Nuevo Testamento ni los Padres griegos escriben en griego
clásico, sino que lo hacen en la Koiné, que podría muy bien definirse como una
mezcla del ático literario y del lenguaje popular, que llegó a ser la lengua de todo
el mundo helénico desde el siglo III antes de Jesucristo hasta el fin de la
antigüedad cristiana, es decir, hasta principios del siglo VI después de Jesucristo.

La literatura cristiana latina empezó por traducciones de la Biblia, que


debieron de aparecer durante el siglo II. Hasta hace unos años era opinión común
que la cuna del latín eclesiástico fue el África del Norte; que
las Actas de los mártires de Scillium (ca.180) representaban el más antiguo
documento cristiano en latín, y que fue especialmente Tertuliano quien creó la
terminología eclesiástica del Occidente. Actualmente, en cambio, se afirma con
más probabilidad que en esta cuestión la influencia de Roma no ha sido valorada
suficientemente. Más de cuarenta años antes de que Tertuliano escribiera sus obras
y treinta años antes de que se redactaran las Actas de los mártires de Scillium,
había empezado en la comunidad cristiana de Roma el proceso de transición del
griego al latín, como lo prueba el Pastor de Hermas. Además, la Epístola de
Clemente Romano a los Corintios fue traducida al latín en Roma durante la
primera mitad del siglo II. El texto de esta versión, publicada por G. Morin en
1894, deja entrever que el traductor utilizó una versión latina del Antiguo
Testamento ya existente. Parece, por tanto, que el latín eclesiástico tuvo sus
principios en Roma, y no en el norte de África.

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