El Capitulo de Ferneli PDF
El Capitulo de Ferneli PDF
El Capitulo de Ferneli PDF
H U G O C H A PA R R O V A L D E R R A M A
ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ
Gustavo Petro Urrego
Alcalde Mayor de Bogotá
SECRETARÍA DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE
Clarisa Ruiz
Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte
Yaneth Suárez Acero
Directora (e) Lectura y Bibliotecas
Olga Patricia Omaña Herrán
Mauricio Alberto García Segura
Dirección Lectura y Bibliotecas
BIBLORED
Mary Giraldo Rengifo
Directora General Biblored
IDARTES
Santiago Trujillo Escobar
Director General
Bertha Quintero Medina
Subdirectora de las Artes
Valentín Ortiz Díaz
Gerencia de Literatura
MINISTERIO DE CULTURA
Mariana Garcés Córdoba
Ministra de Cultura
María Claudia López Sorzano
Viceministra de Cultura
Enzo Rafael Ariza
Secretario General
Consuelo Gaitán Gaitán
Directora de la Biblioteca Nacional
ASOCIACIÓN DE AMIGOS DE LAS BIBLIOTECAS,
LA CULTURA Y LA EDUCACIÓN, BIBLOAMIGOS
Francisco Duque
Director Ejecutivo
Regina Isabel Martínez
Asistente Administrativa
EQUIPO BIBLIOTECA DIGITAL DE BOGOTÁ
Sandra Angulo y Patricia Miranda
Coordinación general
Guido Tamayo
Editor
Óscar Torres Duque
Jefe de investigación
Milena Ramírez, Santiago Ortiz y Karla Villamarín
Asistentes de investigación
Tangrama
Diseño gráfico y web
Fundación Karisma
Asesoría derechos de autor
Equipo Conservación y Digitalización de la Biblioteca Nacional
Digitalización
César Jaramillo
Revisión tipográfica
eLibros Editorial, Iván Correa
Diseño y producción eBook
Agradecimientos especiales a todos los autores e intelectuales que aportaron ideas y obras a este
proyecto por su confianza y generosidad.
Usted puede copiar, distribuir, ejecutar y comunicar públicamente la obra, siempre que no haga un
uso comercial ni la modifique. Para conocer el texto completo de la licencia visite
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co/
Todos los derechos reservados. Material de distribución gratuita con fines didácticos y culturales.
Queda estrictamente prohibida su reproducción total o parcial con ánimo de lucro, por cualquier
sistema o método electrónico sin autorización expresa para ello.
Contenido
Cubierta
Portada
Créditos
EL CAPÍTULO DE FERNELI
De la cartelera de Ferneli
Noticia
I
Nuevos indicios
II
El año de la peste
III
Los ministros del miedo
IV Comerás a tu prójimo
Archivo del Crimen
V
El gran sueño
Ferneli vuelto a visitar
Adivine el personaje – Solución
Para los protectores de los
Laboratorios Frankenstein,
Ernesto y Elvia,
y para el arcángel de los
mismos,
Genoveva-La-Mar
De la cartelera de Ferneli:
Uno de los casos tal vez más desconcertantes que se hayan dado nunca entre
la comunidad cinéfila de Bogotá, sucedió hace ya algunos años, en el mes de
julio de 1979, cuando David León, joven bogotano residente en el barrio La
Soledad, terminó colgándose en uno de los baños de su casa –parece que en
medio de un ataque de locura–, luego de asistir a una sesión fílmica en
lugares insospechados, vislumbrando apenas la luz del día. En aquel
entonces, la prensa capitalina sólo le dedicó al tétrico suceso un espacio
mínimo, absurdo, el de un clasificado, siendo presentada la noticia como otra
de las muchas tragedias policiales que caracterizan esta ciudad. Sin embargo,
el caso de David León, como se ha podido comprobar, estuvo rodeado de una
serie de circunstancias extrañas que nos han llevado a considerar este asunto
como algo más que una simple crónica roja.
Según palabras de su madre, María Helena Enciso vda. de León, David
llegó a su hogar el día 25 de julio de 1979, alrededor de la medianoche,
evidenciando un terrible cansancio y un estado de ánimo “que no puedo
calificar de menos que de abatimiento”.
“Sentado en la cama, a mi lado, sin dejar que encendiera la luz ya que,
según él, a esa hora sufría una extraña transformación, David me contó una
tras otra las películas que había visto en el día. Pero gracias a ese instinto que
a nosotras las madres nunca nos miente, ni nos falla, ni nos deja
abandonadas, noté que mi hijo atravesaba por una de sus crisis habituales,
espantosas, padeciendo un pánico que en cualquier momento podía llegar a
transformarse en la peor de las melancolías, algo en realidad temible. En la
oscuridad del cuarto apenas se escuchaba el hilo de voz que salía de la
maltrecha humanidad de mi hijo y, aunque no puedo decir que hablo con la
verdad en la mano, en un momento llegué a pensar que se encontraba
sollozando allí, entre las tinieblas, mientras intentaba hablar con dificultad,
entrecortadamente.
”Le pregunté si el recuerdo de su padre lo volvía a atormentar o, como él
decía, ‘retornaba de su tumba su desfigurado espectro’, como quedó mi
marido luego del accidente que le causó la muerte. No contestó a mi pregunta
y permaneció en silencio, pienso que tratando de calmarse, obligándome a
escuchar, de vez en cuando, un sonido entre gruñido y gemido, algo que
nunca antes había oído en mi hijo ni en mortal alguno de esta tierra. Por fin,
cuando tal vez el pobre no pudo aguantar más, sentí que se agachaba hasta
quedar su rostro cerca al mío, expeliendo un olor que no podría definir con
exactitud, dándome un beso que dejó en mí una sensación extraña, como si
me hubiera tocado, y siento tener que decirlo pero no puedo engañarme, una
especie de batracio enorme... Después salió de la habitación, lentamente,
como si se arrastrara, y fue al otro día cuando lo encontré muerto por su
propia mano en el baño donde decidió terminar sus días”.
Según las autoridades que se apersonaron en la residencia del occiso, la
fetidez que se respiraba en el lugar era insoportable. “Fue precisamente una
vecina la que nos llamó al pensar que el olor proveniente de la casa era a
todas luces sospechoso”, manifestó el coronel Sánchez Ferro, quien se
encargara en esa oportunidad de llevar a cabo la investigación.
Uno de los muchos aspectos que asombran de este caso, es la charca que
se encontró a los pies del ahorcado. Los laboratorios de la policía nunca
pudieron determinar qué tipo de sustancia era aquella que goteaba del
cadáver a la tina del baño, la cual presentaba una especie de parche un tanto
verdoso en la superficie sobre la que cayó el líquido.
En la declaración firmada que se encuentra en los archivos de la policía,
Moisés Leal, director del Departamento de Farmacología y Química y a quien
se le consultó acerca de la sustancia para tratar de establecer su naturaleza
específica, dejó consignado “que se trataba de una mezcla con alto porcentaje
de elementos alcalinos, fundamentalmente rubidio y cesio, a los que se
agregaban en cantidades inusitadas el hidróxido de aluminio, la simeticona
(metilpolisiloxano activado) y el hidróxido de magnesio, componentes estos
que nos permiten determinar el porqué de la textura lechosa del fluido en
cuestión. Así mismo, se encontraron ácidos en las sustancias tales como el
ácido arsénico y el ácido cianhídrico o prúsico, ambos bastante venenosos,
por lo que podríamos inferir que las funciones vitales del occiso se vieron
afectadas al ingerir este una sustancia altamente venenosa. Se logró
determinar igualmente la presencia en pequeñas cantidades de un líquido
incoloro y de olor picante, muy parecido al acido fórmico, aunque de
características radicalmente diferentes. Las reacciones que presentó la mezcla
en su exposición a la lámpara de Wood, dieron como resultado una
fluorescencia malva encontrada en la intersección de dos hilos de la tela del
pantalón que tenía puesto el cadáver. No podría definir con exactitud qué
clase de materia fue la que manó del cuerpo del occiso ya que en esta
sustancia hay una serie de incongruencias orgánicas incomprensibles desde
todo punto de vista en un medio ambiente como el que tiene el planeta. De la
misma forma, el hecho de que el líquido horadara unas pulgadas de la
superficie marmórea sobre la que se precipitó, y que a su vez el cuerpo no
presentara ni marcas ni quemaduras de ningún grado en la piel, nos permite
concluir que el individuo en cuestión tenía una constitución epidérmica capaz
de resistir altas temperaturas. Una muestra de miosina extraída del extensor
del dedo gordo de uno de los pies del cadáver, no se diluyó sino hasta
muchos días después de sumergida en una solución de agua acidulada con
ácido clorhídrico. Actualmente, la prioridad del Departamento de
Farmacología y Química, es la de establecer la naturaleza y composición del
fluido, por lo que este informe puede tener modificaciones sustanciales en la
medida en que la investigación arroje nuevos resultados”.
El doctor Leal fue retirado del caso. Sin embargo, el hombre de ciencia
siguió llevando a cabo, por iniciativa propia, una serie de experimentos para
intentar resolver el misterio que representa la composición química a la cual
se le ha llegado a atribuir su desaparición, acaecida en el laboratorio de la
policía ocho meses después del suicidio de David León. Según lo relató uno
de sus ayudantes, quien se encontraba trabajando en el mismo laboratorio a
avanzadas horas de la noche del 12 de marzo de 1980, “eran
aproximadamente las 00:30 cuando escuché un ruido de cristales rotos en la
dependencia en la que se encontraba trabajando el profesor Leal. Su puerta
estaba cerrada con llave, por lo que me limité a preguntarle si se encontraba
bien. La única respuesta que recibí del interior del cubículo, fue un silencio
un tanto estremecedor. Después de aguardar un rato, volví a llamar al
profesor, escuchando en esta oportunidad una suerte de gruñidos en medio de
los cuales alcancé a distinguir su voz pidiéndome que me marchara:
”–Aléjese de aquí... se lo suplico... no trate de entrar...
”Le pedí al profesor que me explicara lo que estaba sucediendo allí
dentro y él volvió a implorarme:
”–Por favor, si aprecia en algo su vida, abandone el edificio cuanto
antes, más tarde podría lamentarlo...
”La voz del profesor había cambiado perceptiblemente, sonaba rasposa,
jadeante, confundiéndose cada vez más con los extraños gruñidos cuyo
origen jamás podré saber con certeza a qué se debían.
”Cuando logré violentar la puerta me enfrenté a un espectáculo caótico:
el laboratorio estaba completamente destrozado, en la atmósfera se respiraba
un olor penetrante, altamente azufrado, que dificultaba la respiración... Una
sustancia viscosa se extendía por el piso, como si un molusco gigantesco se
hubiera arrastrado por el lugar, dejando un rastro que llegaba hasta una de las
ventanas superiores de la habitación... Allí vislumbré, en medio de las
sombras, una visión de pesadilla... Adherida contra el vidrio, agazapada entre
la pared y el ángulo que formaba esta con el techo, se encontraba una masa
amorfa que se contraía y alargaba al ritmo de su respiración inflando su piel
como si le faltara el aire... No tenía tronco ni extremidades... De color
cambiante, pasaba de ser una mancha violácea que se expandía, a una suerte
de gelatina opaca, oscura y desagradable. Un resuello quejumbroso, algo así
como un silbido apagado, llegaba hasta mis oídos cada vez que aquella cosa
se esponjaba, se hinchaba abriendo los poros y volvía a recogerse... En medio
de estas metamorfosis, y como si fuera una baba dentro de la baba, alcancé a
ver una hendidura diminuta desde la cual me sentí observado, como si el
engendro aquel me estuviera mirando con un ojillo minúsculo, estudiándome,
aguardando...
”A pesar del aturdimiento en el que me encontraba, llegué a percibir que
‘la cosa’ tenía vergüenza de sí misma, que no quería que la observara, como
si esto le produjera, al mismo tiempo, odio y temor... De su ‘cuerpo’ se
desprendió una sustancia que parecía corrosiva, extraña, como si fuera agua
regia, más violenta que el agua regia, que ardía por sí sola diluyendo lo que
encontraba a su paso... El vidrio se estaba quebrando y la atmósfera era cada
vez más pesada... Un gemido estridente y agudo me empezó a aturdir los
sentidos, como si alguien allí a mi lado estuviera padeciendo un espantoso
dolor... El sonido iba aumentando al mismo tiempo que la criatura se
inflaba... Su piel tomó nuevos tintes... Se me antojó que el esfuerzo la había
hecho palidecer... Que estaba tratando de huir... Parecía presionar con su
cuerpo la parte de la ventana que estaba en contacto con él... El muro, de
forma extraña e inexplicable, estaba siendo horadado... Todo parecía irreal...
Un ruido de cristales rotos suplantó la estridencia que me tenía atormentado,
y el silencio y un viento helado que inundó el lugar, fueron lo último que
sentí antes de caer por fin, totalmente desvanecido...”.
I
Ferneli dejó el periódico sobre sus rodillas, se miró en el espejo que tenía al
frente, cerró los ojos, contó hasta diez y se levantó de un salto. Desde su
apartamento veía la ciudad, allí, a sus pies, opaca y conmovedora bajo un
cielo que anunciaba lluvia. Recordó las branquias en el cuello moviéndose al
ritmo de su respiración, y de nuevo tal agalla le hizo gracia. Fue a la
biblioteca, escogió un libro y regresó con él al baño. Sentado, leyó; “Por una
parte, el hombre es semejante a muchas especies de animales en que pelea
contra su propia especie”, observa el etólogo Niko Tinbergen. “Pero por otra
parte, entre los millares de especies que pelean, es la única en la que la lucha
es destructora... El hombre es la única especie que asesina en masa, el único
que no se adapta a su propia sociedad”. Dejó escapar un suspiro de alivio,
releyó la frase y se retiró después de soltar el agua. El sonido fue apagándose
al otro lado de la puerta mientras Ferneli se paseaba por la habitación con un
dedo señalando la página del libro. “Otros niegan que el hombre sea una
criatura movida por instintos. Refutan la teoría de que la crueldad pueda
haber ayudado a la especie humana en tiempos remotos. El canibalismo es así
una deformación que, precisamente, amenaza con extinguirla. Las tendencias
destructivas brotan de una clase enfermiza de carácter. El canibalismo
aislado, el que se registra en medios sociales donde dichas acciones
contradicen las costumbres y la sensibilidad de la gente común, provendría de
una extrema patología necrofílica” (nota 2).
La lluvia empezaba a golpear en la ventana. La congestionada
humanidad de unos atletas y el paso solitario de algún auto ocasional, eran
los únicos movimientos perceptibles en la avenida. Pensó en el pánico, el
terror del parroquiano del teatro al sentir su rostro hecho una máscara.
Pasando de la imagen que veía en la pantalla a una oscuridad inmediata,
mudo, sin poder siquiera protestar cuando lo alcanzaba la muerte. Las partes
mutiladas parecían rituales, órganos de un sacrificio hecho en el lugar
equivocado, como si el sacerdote hubiera girado su mano en otro tiempo,
degollando con el cuchillo de obsidiana a un mortal que en el futuro no sabría
nunca a qué se debió la coincidencia.
Ferneli colocó la noticia en medio de otras similares que mostraban en
una cartelera una faceta variada del estilo al que había llegado la ciudad:
“Aumenta pánico infantil por noticieros de TV”, “Canibalismo urbano.
Mutilan víctimas de guerra entre bandas”, “Matar bailando. Asisten a reunión
cívica y son liquidados por pistoleros”, “Payaso se tira de un quinto piso”.
Abrió la llave de la ducha dejando que el chorro cayera sobre él, como si se
dopara, respirando debajo del agua mientras caía en estado de trance. Con los
brazos contra la pared, la cabeza entre ellos y el cuerpo inclinado en dirección
del agua, Ferneli se vio a sí mismo como un detective clásico trabajando en
un caso clásico recordando los gestos y el aroma del edificio de carne que
podía haber entrado en una oficina también clásica y también imaginaria, sin
anunciarse, abriendo la puerta sin ningún preámbulo y diciendo con voz
chillona al inicio de un ejercicio de estilo escrito alguna vez por Ferneli
parodiando a Kinsey Millhone y su serie de novelas: “Los motivos por los
que me encuentro aquí”, empezó sin ningún tipo de presentación la gorda que
me robaba el oxígeno, llenando la atmósfera de un olor agrio, “no son de su
incumbencia. He venido simplemente porque necesito ayuda, sin permitirle
que me haga preguntas, no demasiadas”. Miró con displicencia la oficina,
recorriéndola con la vista, dando unos pasitos con los que fácilmente
horadaría las cinco pulgadas de mi alfombra. De nuevo situó toda su masa
frente a mí. “Usted fija el pago, se pone a sí mismo un precio y yo indico de
qué se trata, cómo hacerlo y cuándo, para salir de todo esto con la mayor
rapidez”. Hasta el momento no había pronunciado palabra. Pero alcancé a
notar que tenía una cara mórbida, congestionada por una sucesión de noches
mal dormidas un rostro en el que se paseaba una arrogancia a punto de
quebrarse por el malestar y la dificultad que significaba para ella respirar
pausadamente. Ubicada en un mismo punto, empezó a balancearse
suavemente, apoyándose en uno y otro pie como si bailara. Lo único que le
faltaba era una pelota para equilibrar en la cabeza. “El trabajo debe hacerse
antes de la medianoche del jueves”. Miré mi calendario: martes. “Espero que
no esté comprometido. Que pueda disponer de su tiempo. Tampoco es un
trabajo difícil. Posiblemente algo de rutina”. Se posó suavemente en una silla
que crujió. Abrió las compuertas de una inmensa cartera y sacó un pañuelito
con el que intentó cubrirse el rostro antes de romper a llorar. Me moví
cautelosamente en dirección a la nevera, le serví un vaso de agua, y se lo
entregué viendo cómo desaparecía entre sus manos temblorosas, vaciando el
contenido que bajó por una garganta que convulsionaba. “Gracias” alcancé a
escuchar cuando todavía estaba atragantada. Aguardé a que se calmara del
todo para preguntarle: “Ahora, si puedo decir algo, ¿podría describirme con
todo detalle la raza, color y nombre al que responde su perro? ¿O tal vez se
trata de un caso de adulterio y desea algunas fotos? Si la respuesta es ninguna
de las anteriores, ¿tendría entonces que perseguir a su hija, enredada con
alguna banda psicodélica?”. Alcancé a notar que no le hacía mucha gracia,
pero estaba en desventaja. Intentó secar sus ojos perdidos en el fondo de su
cara, guardó el pañuelo y cerró la cartera. Abandonó el estilo con el que había
entrado, y me hizo el relato de su vida: Camila Palacios, madre de un niño
que murió a los pocos días, casada con magnate del café, contrabandista para
más señas, dedicada a la actividad textil, agobiada con la situación del país y
ahora confundida por la ama que le había descubierto a su marido. El
hombre, según comprendí en medio de su lloroso relato, quería acabar con
ella contratando a un pistolero. Bombardearla en su fábrica. Despejar el
panorama que para él significaba la gruesa humanidad de su señora. Pero el
matón, aprovechando el negocio y la renta de un buen negocio, la había
llamado entonces ofreciendo sus servicios a la dama, explicándole la
situación y advirtiéndole que si ella incrementaba la suma que su marido
ofrecía por un crimen que tendría que cometer por un simple asunto de
supervivencia, liquidaría al consorte de la dama que, en ese momento, en mi
oficina, estaba más confundida que nunca. Mientras Ferneli se frotaba con la
toalla, recordó el final de aquella historia. Sucedía en la clase de juzgados que
atendiera alguna vez asistiendo a los dramas y las farsas de audiencias
públicas donde hallaba los asuntos y los temas, las temáticas y el material en
bruto que luego usaría en sus relatos. Con el tiempo descubrió que en tales
casos, las costumbres vampirescas, los ritos cinerarios, el espectro de un
terror extraño, estaban presentes allí más que en cualquier otro mundo, real o
imaginario.
***
Que hacían sacrificios con su propia sangre unas veces, cortándose [las orejas] a
la redonda por pedazos, y allí los dejaban en señal. Otras veces se agujereaban las
mejillas, otras los bezos bajos, otras se sejaban partes de sus cuerpos, otras se
agujereaban las lenguas al soslayo por los lados, y pasaban por los agujeros pajas
con grandísimo dolor; otras, se arpaban lo superfluo del miembro vergonzoso,
dejándolo como las orejas, de lo cual se engañó el historiador general de las Indias
[Oviedo] diciendo que se circuncidían.
Otras veces hacían un sucio y penoso sacrificio: juntándose los que lo hacían en
el templo donde, puestos en rengla, se hacían sendos agujeros en los miembros
viriles al soslayo por el lado; y hechos, pasaban toda la más cantidad de hilo que
podían, quedando así todos asidos y ensartados; también untaban con la sangre de
todas estas partes al demonio, y el que más hacía, por más valiente era tenido; y sus
hijos desde pequeños en ello comenzaban a ocupar [se], y es cosa espantable cuán
aficionados eran a ello.
Las mujeres no usaban destos derramamientos, aunque eran harto santeras; mas
de todas las cosas que haber podían, que son: aves del cielo y animales de la tierra,
o pescados de la agua, y siempre les embadurnaban los rostros al demonio o con la
sangre de ellos.
Diego de Lauda, Relación de las cosas de Yucatán
***
***
***
***
***
Así se hacía la muerte sacrificial: con ella muere el cautivo o el esclavo, se llama
este “muerto divino”. Así lo subían delante del dios, lo van cogiendo de sus manos
y el que se llama colocador de la gente, lo acostaba sobre la piedra del sacrificio.
Y habiendo sido echado en ella, cuatro hombres lo estiraban de sus manos y pies.
Y luego, estando tendido, se ponía allí el sacerdote que ofrecía el fuego, con el
cuchillo con el que abrirá el pecho al sacrificado. Después de haberle abierto el
pecho, le quitaba primero su corazón, cuando aún estaba vivo, al que le había
abierto el pecho. Y tomando su corazón, se lo presentaba al Sol.
De Las palabras divinas sobre el ritual, el sacerdocio y los atavíos de los dioses,
versión de Miguel León Portilla
***
***
La discoteca no era un remanso de paz o un oasis para la contemplación.
Tampoco un lugar para morir de alegría. Un personaje con apariencia de estar
bordeando la ruina, le decía a otro en la entrada: “Vi a tu madre ayer pero la
vi muerta”. Una línea apropiada para acompañar el sonido metálico que
retumbaba adentro.
El ambiente era espeso. Una nata en la que se avanzaba con dificultad,
brillando solamente en ella el humo y los vapores que exudaba la multitud. Y
eso ya era algo. En la pista se desarrollaba un combate que podía ser una
danza, una invocación de fuerzas ocultas o un exorcismo con el cual todos
intentaban sacarse el demonio que los habitaba. Las siluetas se confundían
como fantasmas en la oscuridad. Poco a poco se fue acostumbrando a ella y
lo primero que vio con nitidez fue a un gordo del que tuvo primero una
sensación húmeda ya que lo estaba salpicando de sudor mientras aullaba:
“Soy un anticristo soy un anarquista, no sé lo que quiero, no sé lo que soy”.
En realidad viéndolo bien, el hombre no tenía más alternativa pronto se
aliviana de su desesperanza. Un infarto o la alegría que demostraba,
terminarían matándolo.
Ferneli alcanzó, luego de una breve batalla, una mesa ubicada al lado de
la pista. No sabía si el muchacho que se le acercó le estaba pidiendo que
bailara con él o si le estaba tomando el pedido. Le daba igual. Podía traerle
cerveza o sangre No se equivocó. Se esfumó entre las tinieblas y regresó con
un jarro milagrosamente lleno de algo que parecía la muestra gratis de un
muerto. No era una sustancia salada pero tampoco era dulce. Se transformaba
en arena cuando caía al estómago.
De vez en cuando, un miembro de aquella legión de apariencia desolada
se acercaba a Ferneli para pedirle un cigarrillo. Sus dientes relumbraban en la
oscuridad cuando sonreía agradecido y se marchaba de nuevo a bailar sobre
su propia lápida. La botica del Dr. Rock, pensó Ferneli mientras masticaba el
sabroso elixir.
Se había acostumbrado al sonido. No era Simpatía por el Diablo o El
fin, pero no estaba mal. Un cantante, a finales de los años 70, había
extremado el asunto afirmando que el rock and roll terminó con Little
Anthony and The Imperials. Pero ahora se trataba del temperamento de otra
época, que hablaba de otra maldad con otra inteligencia. Y allí estaba Ferneli
escuchándolo. Un estilo que se había convertido en el coto de caza de los
moralistas falsos y de los hombres de bien. En un muro de la discoteca,
Laurel y Hardy le sonreían bañados por una luz verde. Tal vez estuvieran de
acuerdo con él.
Terminó de beberse la masa y aguardó a que el muchacho volviera. Un
enano o tal vez un niño con vejez prematura, lo estaba mirando. Recostado
contra una columna, sostenía en su mano un vaso casi de su mismo tamaño.
Podía esconder una coctelera y varias botellas en el abultado copete que se
había arreglado para aumentar su estatura. Era un maniquí, otro de los
muertos vivientes que pasaban desapercibidos allí. No alzaba el vaso para
beber, no se inmutaba cuando alguien tropezaba con él, posiblemente no
respiraba. El único signo de vida que Ferneli percibía en el pequeño, era la
atención animal con la cual lo vigilaba. “No creo que sea Carmela”, pensó.
La puerta casi se rompe cuando entró un grupo de apariencia neonazi.
Traían estampada en la espalda de sus chaquetas un ave cayendo sobre su
presa. No en vano se llamaban con un nombre tradicional: “Buitres”. Ferneli
no supo si fue entre ellos, tras ellos o antes de que entraran los Buitres, que
venía, tal y como había anunciado, la dueña de la linda voz.
Carmela tenía la figura de una lolita nocturna. En su camiseta, Snoopy
escribía sentado en el techo de su perrera: “Era una noche oscura y
tempestuosa”. Tenía razón el autor. Y la causa era Carmela. Delgada, tenía
antenas por brazos y un cabello como para ahorcarse en él. Caminaba
arqueando un par de estacas que apenas llenaban sus pantalones. Era al
mismo tiempo frágil y enérgica. No tenía la apariencia de ser una vampirella,
una mujer que llenara su tina con la sangre de sus amantes, pero tampoco
tenía el aura de un ángel caído del cielo. Se llevó la mano al pelo, lo apartó
colocándolo a un lado, y Ferneli vio la palidez de su rostro. Un clásico del
terror.
Se dirigió a la barra, saludó a la dama que estaba tras ella, y se trepó en
una banca con la propiedad de alguien que conocía las costumbres, los
veteranos y la maldad del lugar. Arqueando su cuerpo por encima del
mostrador, Carmela atrajo a su amiga pasándole por los hombros uno de sus
bracitos. Gritándole en el oído, tratando de ser escuchada por encima del
estruendo, parecía interrogarla. Ella respondía con monosílabos, leves
movimientos de cabeza o gestos elocuentes que daban pie para que Carmela
prosiguiera con su cuestionario. Ferneli pensó que estaba averiguando por él.
Decidió aguardar un instante. El niño lo estaba mirando pero no le prestaba
atención. Estudiaba con cuidado los movimientos de Carmela, sintiéndose
algo así como un detective de quinta.
Cuando terminó la charla, ella bajó de la banca y se sentó en una mesa.
Saludó con un beso que hizo resplandecer de alegría al mesero, le echó un
vistazo al lugar y encendió un cigarrillo. El querubín le tomó el pedido, se
desvaneció y regresó después con un jarro de la pócima. Luego reinició su
desfile con el contoneo y la agilidad que le evitaban morir atropellado en la
pista.
Carmela se dio su tiempo. Se levantó a bailar y la forma como lo hizo
conmovió del todo a Ferneli. Parecía un ritual. Dejaba caer por delante su
mata de pelo, escondiendo por completo el rostro en él. Inclinaba levemente
la cabeza y se balanceaba suavemente al compás de su propio ritmo. El velo
de su cabello la hacía ver como un monje, un sacerdote reconcentrado en su
éxtasis, desplazándose en el aire con un vuelo casi imperceptible. Nadie se le
acercaba. Nadie la interrumpía o se atrevía a aullar a su lado. Nadie hubiera
rociado su bebida con sustancias extrañas que la hicieran alucinar o hicieran
de ella un ente. Era la paz del Tao entre aquella turbulencia. Algo fuera de
lugar.
Ferneli observó el espectáculo sintiendo un vacío interior. El mundo se
había detenido o marchaba lentamente. La música era suave, se podía
acariciar. Era una balada o un ruego, una súplica de compasión, una tonada
que en esos momentos Ferneli le habría cantado a la aparición de esa noche.
Se empezó a levantar de la mesa. La única luz que veía en ese local oscuro,
era la que despedía Carmela de su cuerpo incandescente. “Una noche oscura
y tormentosa”. Pero sus náufragos podrían consolarse dirigiéndose hacia ella.
Ferneli se tambaleaba. Pisaba una superficie inclinada y su cabeza era un
horno. Levitaba en una embriaguez que le parecía enfermiza y lo hacía sentir
eufórico. Estaba bajo el volcán, tratando de sostenerse. “Allí ardía un cerebro
intoxicado” (nota 5). Un borracho es un borracho es un borracho... Veía a
Snoopy, al mismo tiempo, distante y cercano. Estiró su mano para acariciar al
perro, para advertirle a Carmela que era a él a quien buscaba, para escuchar
de nuevo aquella voz intrigante. Antes de entrar en contacto con ella, cuando
ya Carmela se había detenido, mirándolo sorprendida, reconociéndolo y
extinguiéndose su luz, cuando la música volvió a ser la misma y el mundo
volvió a girar a su ritmo habitual, un personaje se atravesó en su camino, lo
tomó del brazo con una firmeza que no dejaba lugar a dudas, y lo arrastró
hasta el baño.
No sabía si volaba pero al frente de sus ojos un ave caía sobre su presa.
Creía estar en el cielo –o en el infierno–, con ella. La fuerza que lo llevaba
era invisible. La buscó a su alrededor al mismo tiempo que una sonrisa débil,
cretina, se curvaba en su cara. No veía al guardaespaldas, al matón o al
encargado de realizar tal trabajo. Una chispa se encendió en el centro de las
ruinas en las que se había convertido su mente. Miró hacia el Piso. La silueta
de un copete avanzaba como una proa maligna, navegando entre las tinieblas
a pasos cortos y seguros. Le hizo gracia a Ferneli. Su voluntad era nula.
Disfrutaba del paseo. Se creía una estrella protegida por su público. ¿Corría
algún peligro? La idea se diluyó en los gases de su cráneo de forma casi
inmediata. Ellos tenían razón, conocían sus motivos y no iban a hacerle daño.
De ningún modo. Posiblemente por eso, cuando llegaron al baño, intentaron
reanimarlo bajo un chorro de agua helada que casi lo paraliza. Una descarga
fría que lo alcanzó a estremecer, obligándolo a volver, parcialmente, en sí.
Al levantarse otra vez, se encontró con la encarnación de un demonio.
Podía ser una máscara, una calavera de azúcar, un anticipo del Día de todos
los muertos. También era el doble del Fantasma de la ópera. El rostro
deforme de Lon Chaney aterrando otra vez a Ferneli. Una careta de piel
agujereada por un vicio mal llevado. De la Ciudad de la Nieve él merecía el
trofeo, la Gran Nariz de Platino.
El hombre lo miraba al centro de los ojos, sin parpadear, exhibiendo una
mueca algo horripilante y engreída, semejante a una risa. Los Buitres...
Tenían la situación en sus manos y Ferneli despertaba de un sueño pasajero y
tóxico. “No sé si se han enterado”, dijo con voz de borracho. “Pero no
concedo entrevistas... Menos a esta hora”. La mancha violácea que invadía
aquella cara se congeló con la ira de alguien que espera vengarse. A la luz del
baño, Ferneli notó que la costra adherida a ese rostro, era una quemadura que
había dañado la piel. Estaba congelada en un gesto de sorpresa y desagrado.
“¿Acaso nos han presentado?”, balbuceó Ferneli.
Antes de que el hombre gozara de la oportunidad esperada, maltratando
sin compasión a Ferneli por la historia de su vida –buena, mala o peor–, una
voz rezongó en el abismo, chillando al nivel del piso. Era el pequeño de
nuevo. “El gran poder en empaque miniatura”, pensó Ferneli mientras trataba
de asociar la orden precisa que había dado el niño con su voz aguda, de
autómata, acompañada de los movimientos mecánicos de un muñeco de
cuerda. Lo salvó con un no dicho sin vacilaciones, manipulando la voluntad
de una criatura que de haber tenido algo de razón, no dudaría en patear al
canijo. Ferneli recordó el parlamento de una película. “Le doy el doble de lo
que él le paga si lo golpea...”. Riéndose, como un payaso sin juicio.
El pequeño ordenó con la arrogancia de un chef saboreando un manjar
insípido: “Sal a esa sopa”. Después tronó los dedos. Parecía el Dr. Fasman
hipnotizando a un cliente, tomando uno de sus brazos para comprobar la
rigidez propia de la catalepsia, subiendo su manga para dejar al descubierto la
piel, demostrando que allí no había trucos. “¿Podría decirme la hora?”, dijo
Ferneli al rey de las máscaras que lo miró con desprecio.
Le respondieron con un pellizco ligero y rápido. Una aguja entraba en su
piel como si la muerte lo acariciara por dentro. La ley de la gravedad estaba
mal formulada. Tenían que invertir los términos. Todo lo que baja puede
volver a subir. El remedio a toda depresión química se encontraba en otras
sustancias igualmente fuertes y estimulantes para el sistema nervioso. Judy
Garland supo de ello: pastillas para subir, pastillas para bajar. La fealdad se
paseó como una reina en su rostro, enloqueciendo a la niña que guardaría en
su cerebro el esqueleto apagado de una estrella juvenil destellando apenas en
ese pequeño infierno que sería y fue su cabeza. El resultado de una
popularidad temprana que no resistió el paso del tiempo. Y Ferneli estaba
probando el mismo manjar, los frutos tóxicos de una nación que se habían
convertido en símbolos de su caos, en emblemas de una comunidad que
condenaba el estado criminal en el que se hallaba y en la que muchos no
dejaban de aprovecharse de la situación para enriquecerse. El dinero de los
bancos o de las agencias de publicidad se colocaba entonces al servicio del
chantaje emocional al que se veía sometido un televidente que debía soportar
mensajes cursis o morbosamente trágicos. La realidad de un país honraba así
el lugar común de su “mala imagen”.
Ferneli sentía que regresaba de la tumba. Su cabeza se despejaba lenta
pero efectivamente. “¿Estamos de guasasa?”, le preguntó al Buitre mientras
lo inyectaba (nota 6). El baño estaba en silencio, como el remanso o el lugar
de descanso de los atletas de afuera. “¿A qué hora celebramos nuestra misa
negra?”. Estaba disfrutando de una percepción de la realidad extremadamente
lúcida, casi insoportable. En su cerebro empezaba a soplar la risa fresca de un
sahumerio producido en los mejores laboratorios clandestinos de la ciudad.
Se creía alguien superior a todos los que lo rodeaban, por lo menos más
rápido y diestro para salir de cualquier aprieto. “Todo el mundo es una
estrella hasta que no demuestra lo contrario”, pensó. Y quería prolongar esa
sensación de fortaleza sin tener que pasar a la práctica y descubrir que, en
realidad, de esa noche, sólo era una estrella fugaz que podía palidecer en
cualquier instante. El tiempo era infinito y era suyo, un concepto eterno que
él manejaba a su antojo. Tuvo la certeza de poder salir de allí. Alucinaba
imaginando que podía dar pasos gigantescos para huir de ese lugar,
escapando hasta un sitio desconocido en el que el recuerdo de ese momento
fuera el rasgo de un sueño que no deseaba volver a tener.
El pequeño aguardaba, paseándose de un lado a otro. Era el chef
arrogante o el enfermero asesino. Cuando el Buitre, con un gesto de placer,
sacó bruscamente la aguja, examinó a Ferneli como estudiando una rata y su
reacción a la dosis. Tal vez lo alzaron o se trepó en el hombro de la criatura.
Su carita redonda fue otra alucinación. Ferneli vio cómo se aproximaba.
Después de bajarse, la imagen fue suplantada otra vez por la cara, la máscara
o el rostro del quemado. Antes de abrir la puerta, el graznido de la voz del
pequeño le taladró la cabeza. “¿Nos vamos?”. Una invitación y una orden que
hizo trastabillar a Ferneli, de vuelta al mundo exterior.
***
El caso de David León fue el primer indicio de una amenaza que empezó en
aquel entonces a invadir a la ciudad. A diferencia de otras noticias cuya
repercusión no va más allá de las expresiones de asombro o desconcierto que
siempre ocasiona todo suceso criminal, tanto la desaparición del joven León
como las extrañas circunstancias en las que se viera envuelto el doctor
Moisés Leal se convirtieron en motivo de animadas tertulias callejeras y
miedo permanente para aquellos que tomaban parte en ellas. La
incertidumbre que experimentaron desde entonces los residentes del barrio La
Soledad, donde viviera la familia León Enciso, se evidenciaba en los
testimonios de supuestos testigos que habían presenciado a altas horas de la
noche escenas escalofriantes. Ficción o realidad, la atmósfera reinante era de
terror.
Los crímenes que se sucedían en el barrio rebasaban cualquier audacia
antisocial de las que se registraban a diario en la prensa amarillista. El estado
en el que eran halladas las víctimas, su descomposición y, por supuesto, el
hedor que despedían, se convirtieron en sorpresas desagradables, poco gratas,
para los habitantes del que parecía ser el perímetro de acción de los
criminales, y para las autoridades que no lograban descifrar un misterio que
escapaba a su control.
La prensa también contribuyó a que el pánico aumentara. La publicación
de extraños reportajes y testimonios no menos delirantes, permitieron que la
fantasía de una morbosa opinión pública alcanzara vuelos tétricos
imaginando lo peor.
Fue una época de alarma. Los testigos que ofrecían pistas de algún valor
a las autoridades, pagaban con su propia vida un gesto que luego era
considerado como una temeridad innecesaria. A pesar de que la ciudadanía
rechazaba tal estado de las cosas, muchos cayeron en un mutismo que les
evitaba correr riesgos. “¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos actuar?”,
fueron las preguntas de moda.
Nadie podía asegurar el tiempo de vida que le restaba en una ciudad
donde el poder de un espectro oculto era mucho más contundente y efectivo
que el de un aparato policial impotente ante los hechos. De allí que fuera a
todas luces sospechoso el retiro del mencionado doctor Leal de un caso que
estaba investigando con buenos resultados. Su labor quedaría consignada en
un documento cuyo contenido era una esperanza para revelar parte del
misterio. No sobra anotar que en una entrevista concedida por el teniente
Jaime Valbuena para “terminar de una vez por todas con las injurias que
denigran injustamente a la policía”, el agente anotaba que la institución
“siempre ha procedido con toda rectitud”, declarando seguidamente que “al
interior del cuerpo armado nunca ha existido otro interés que el de velar por
la seguridad ciudadana”. La suerte del doctor Leal se desconoce hasta el
momento.
El único rastro que dejaban a su paso los agresores, era la sustancia que
manaba de los cadáveres, siendo este otro motivo de intriga para las
autoridades. De resto, los criminales lograban esfumarse del lugar de los
hechos como si se tratara de demonios invisibles.
De los informes confidenciales que guardaban con celo las autoridades,
uno de ellos alcanzaría la luz pública. La veracidad del documento es
indiscutible y se constituiría en una de las claves para descubrir a los
responsables de aquella serie de muertes trágicas. La comunidad, de una u
otra forma, estaba involucrada en acontecimientos como los que se presentan
a continuación. Las manifestaciones de protesta con las cuales se exigía una
rápida solución que frenara la tragedia, y la apatía y amnesia que esgrimieron
algunos sectores, indiferentes a las circunstancias mientras no los afectara
directamente, hablaron por sí solos. El autor del presente testimonio pidió que
se mantuviera su identidad bajo la más rigurosa y estricta reserva:
“Nos encontrábamos a eso de la medianoche del 14 de abril de 1980 en
un mirador de la carretera desde el cual se observa toda la ciudad. Por esos
días habían corrido rumores de ciertas apariciones celestes, tal vez platillos
espaciales, que atrajeron a una multitud intrigada con los supuestos
fenómenos. Después de permanecer allí un par de horas y cuando estábamos
pensando que todo se trataba de una estrategia publicitaria, escuchamos un
ruido proveniente del precipicio que bordea la carretera. No le prestamos
atención. En la radio, un boletín urgente alertaba a la ciudadanía sobre una
invasión de extraterrestres. Alguien se aprovechaba de la situación para
divertirse a costa nuestra y trataba de crear una tensión mayor a la que se
había vivido esa semana debido a las noticias que traían los periódicos. El
teatro radial era animado por un comentarista histérico que intentaba
convencernos de la autenticidad de su relato. Pero a esa hora de la noche
nadie creía seriamente en la existencia de otros mundos ni en la amenaza
verde que habitaba las tinieblas exteriores. Por eso mismo, no reparamos en
la especie de gemido que habíamos escuchado. Podía tratarse de un efecto
especial del programa o una mala pasada que nos jugaba el estado un tanto
festivo en el que nos encontrábamos en ese instante. Cada cual se dedicaba a
lo suyo, al plan que había trazado para disfrutar la noche lo mejor posible.
Sin embargo, cuando escuchamos el lamento por segunda vez y nos
percatamos que se había perdido la onda de la emisora y no lográbamos
sintonizar nada en el radio, decidimos salir a investigar. Veríamos entonces la
única aparición de esa noche, venida de otro mundo, y con ella tuvimos
suficiente. No se trataba de una idea publicitaria. Parecía el fantasma negro
creado por una mente desquiciada.
”Ubicados al borde del abismo, hicimos una apuesta para ver quién
descubría al bromista que estaba agazapado entre la oscuridad. Uno de
nosotros, con el arrojo típico de un borracho, decidió bajar por la pendiente
para colocar al patán en su sitio. Lo ayudamos a pasar por encima del muro
que nos protegía, y aguardamos. El hombre gritaba mientras descendía y
nosotros lo animábamos para que hiciera respetar la tranquilidad de esa
noche. Su voz se oía cada vez más distante y recuerdo que lo último que dijo
nos pareció el colmo de la gracia: ‘Huele a muerto’, gritó. Le respondimos
con burlas y comentarios de relajo que fueron interrumpidos al momento por
su voz angustiada, pidiéndonos auxilio. Aparentemente, el héroe padecía un
dolor insoportable, que lo estrangulaba, y después que escuchamos sus
aullidos, se sucedió un silencio sobrecogedor que nos paralizó. Apenas el
balanceo de los árboles movidos por un viento extrañamente apacible y el
roce de las hojas por las que se filtraba el aire fresco que soplaba, fueron el
comentario de una naturaleza que, al mismo tiempo, había creado las
criaturas más benignas y los engendros más aterradores. A partir de esa
noche, uno de ellos sería motivo de horribles pesadillas para los que
estábamos reunidos allí.
”Alguien llamó tímidamente al perdido esperando obtener una respuesta.
La quietud y la paz del momento eran intolerables por todo lo que
significaban. Decidimos bajar por el camino que había tomado nuestro amigo
para averiguar por su suerte. La pendiente era escabrosa y mientras
descendíamos, la poca claridad de esa noche quedaba sepultada por una
oscuridad espesa. Empezamos a sentir un olor extraño, como si nos
encontráramos en un cementerio de cuerpos insepultos. Producía náuseas. Era
la fetidez de la muerte en un paraje próximo al infierno. Un lugar en el que la
oscuridad de la noche parecía el techo de nuestra sepultura, la visión eterna
que tendríamos cuando nos enterraran vivos y tuviéramos conciencia exacta
de un funeral efectuado antes de tiempo. La vida sucumbía definitivamente
entre las tinieblas, en el punto donde alguien –o algo– masticaba, disfrutando
de un festín caníbal con un repertorio de ruidos que iban desde el placer más
hondo hasta la voracidad más desesperada. De repente, el telón translúcido de
una neblina opaca se levantó, hundiéndonos en una oscuridad aún más
tenebrosa que la anterior. Esperamos lo peor. Y se empezó a manifestar en la
superficie pantanosa y en exceso ardiente que estábamos pisando.
”Sentíamos cómo se derretía el piso, chapoteando mientras
resbalábamos. Tuve la idea, fatal y desafortunada, de alumbrarme con un
encendedor. La llama creció de forma considerable por su combustión con un
aire cargado de metano o algo similar, en extremo asfixiante. Dirigiendo la
antorcha hacia el lugar de donde provenían los ruidos, vi a la luz amarillenta
una masa que aún me resulta difícil describir.
”Era un pedazo informe de gelatina, un cieno viviente que absorbía los
restos de aquel a quien buscábamos. Estaba regada por el suelo, recubriendo
la base de los árboles, adhiriéndose a ellos como una flema repugnante. Su
volumen crecía a medida que devoraba a nuestro amigo, cuyo rostro se
moldeaba contra las paredes membranosas del enorme intestino que veía en
ese momento. Una máscara mortuoria, de chicle, que recordaré para siempre
como la imagen de una despedida inesperada.
”No sabría explicar por qué, pero sentí que aquella cosa me miraba. Me
recorrió una sensación de gelidez, un frío espectral con el que comprendí la
carencia de alma y emociones del engendro. Tal vez fuera la esencia del mal,
la representación de una idea abstracta y negativa, y me encontraba al frente
de ella esperando cualquier tipo de ataque que sería imposible repeler. Sin
embargo, la criatura empezó a retroceder, en silencio, sin dejar de vigilarme,
como un ciervo de piel rugosa al que hubieran sorprendido entre el bosque y
cuidara cada movimiento que hacía mientras se retiraba discretamente,
alejándose de una especie ajena a él.
”Cuando la criatura desapareció, el manto de neblina fue tras ella y la
luz de la llama se apagó, poco a poco, hasta convertirse en un leve
resplandor, luego una chispa y después nada. Estaba hipnotizado. Me sentía
petrificado y el cuerpo no me respondía. Recobrando paulatinamente la
conciencia, percatándome de mi soledad en aquel bosque, recordé el motivo
por el que me encontraba allí, abandonado de mis compañeros que habían
retornado de esa tumba horas antes de mi trance y de mi hipnosis, del sopor
al que fui escapando lentamente. Regresé a la carretera, ascendiendo con
dificultad, encontrándome con una multitud que ya empezaba a preocuparse,
tal vez dándome por muerto. Pensé que de aquella expedición era el único
sobreviviente, recordando el escalofrío que me recorrió al advertir mi
encuentro solitario con el monstruo. Pensé que solamente había permanecido
en el abismo sólo unos minutos pero me aseguraron que ya estaba a punto de
amanecer. Cada cual montó en su carro y retornamos a una ciudad en la que
aún vislumbro, en algunas de sus calles y con el mismo terror que padecí
entonces, los rasgos –si es que los tenía– de esa cosa parecida a un presagio”.
II
***
***
***
... la visión que los mexicanos tenían del universo dejaba poco lugar para el
hombre. El hombre está dominado por el sistema de los destinos, no le pertenece ni
su vida terrestre ni su supervivencia en el más allá, y su breve estancia sobre la
tierra está determinada en todas sus fases. Lo agobia el peso de los dioses y lo
encadena la omnipotencia de los signos. El mundo mismo donde él libra por poco
tiempo su combate sólo es una forma efímera, un ensayo más que sigue a otros
anteriores, precario como ellos y consagrado como ellos al desastre. Lo horrible y
lo monstruoso lo asedian, y los fantasmas y los prodigios le anuncian la desgracia.
Jacques Soustelle, La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la Conquista
***
El realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los pistoleros
pueden gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas de apartamentos y célebres
restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su dinero regentando burdeles;
en el que un astro cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y en el que ese
hombre simpático que vive dos puertas más allá, en el mismo piso, es el jefe de
una banda de controladores de apuestas; un mundo en el que un juez con una
bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a la cárcel a un hombre por
tener una botella de un litro en el bolsillo; en el que el alto cargo municipal puede
haber tolerado el asesinato como instrumento para ganar dinero, en el que ninguno
puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas
sobre las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar; un mundo en el
que uno puede presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero
retroceder rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a
nadie, porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas o a la policía
no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de la
defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público, frente a un
jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo más que un
ademán superficial para impedirlo.
No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en el que vivimos y ciertos
escritores de mente reacia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en él tramas
inteligentes y hasta divertidas. No es extraño que un hombre sea asesinado, pero a
veces resulta extraño que lo asesinen por tan poca cosa y que su muerte sea el sello
de lo que llamamos civilización. Y todo esto sigue sin ser suficiente.
***
***
***
Los demás muertos iban al Mictlan, o mundo inferior. Tenían que vencer varios
peligros antes de que pudieran continuar su vida allí, de tal manera que iban
provistos de amuletos y obsequios para el viaje, que duraba el sagrado número de
cuatro días. El caminante tenía que viajar entre dos montañas que amenazaban con
aplastarlo, escapar primero de una serpiente, después de un cocodrilo monstruoso;
cruzar 8 desiertos; subir 8 colinas, y soportar un viento helado que le arrojaba
piedras y cuchillos de obsidiana. Después llegaba a un ancho río que cruzaba
montado en un pequeño perro rojo, al que a veces se incluía en la tumba, junto con
los demás objetos funerarios, para este objeto. Finalmente, al llegar a su destino, el
viajero ofrecía obsequios al Señor de los Muertos, quien lo enviaba a una de nueve
diferentes regiones. Algunas versiones hacían que el muerto permaneciera durante
un período de prueba de cuatro años en los nueve infiernos, antes de que
continuara su vida en el Mictlan, cosa que, como en el Hades griego, carecía de
significación moral.
George Vaillant, La civilización azteca
***
***
***
Para que el sol alumbrase era necesario que comiese corazones y bebiese sangre,
y para ello hicieron la guerra, para que pudiese obtener corazones y sangre. Y
porque todos los dioses lo quisieron así, hicieron la guerra.
Joaquín García Icazbalceta, Historia de los mexicanos en sus pinturas, en mitos y
leyendas de los aztecas, mayas y muiscas de Walter-Krickeberg
***
***
El Flamingo era otro edén para agradecer los placeres de la vida. Parecía
una mezcla de cafetería, oasis para borrachos en tránsito hacia un estado más
lamentable que aquel en el que llegaban al sitio, y abrevadero para
adolescentes perdidos que buscaban en el lugar la salvación a sus
calamidades personales, aunque fuera por el lapso de una noche. Las
meseras, con gracia inexplicable y marchando como soldados en pleno
desfile, lograban esquivar las mesas al ritmo de una danza única, cargando
con bandejas que apoyaban en la clase de manos que teme un boxeador. Sin
excepción, cada una de las damas que se acercaba a tomar el pedido a los
clientes, forraba su constitución hercúlea y sus músculos a prueba de
impertinentes o trasnochadores que intentaran distraer el tedio con ellas, con
uniformes que en su tiempo pudieron ser un reflejo del color del cielo pero
que ahora tenían el tono del smog después de absorber durante años el polvo,
la suciedad y la lluvia ácida que frecuentemente lavaba –o por lo menos
esparcía– la mugre que descendía como una mortaja sobre el piso de baldosas
lo suficientemente negras para evidenciar un estilo.
Ferneli se sentó cerca de una ventanilla por donde salían, alcanzados por
una mano que podía pertenecer a un monstruo encerrado en la cocina, con
dedos casi tan largos como las uñas que se curvaban al final de los mismos,
los recipientes con las vitaminas que reanimarían a los habituales de una
noche prolongada y estimulante. El aroma que se esparcía por el local
contrastaba con la tristeza, los gestos huraños y la palidez de ciudadanos que
escasamente lograban ser tocados por los últimos rayos del sol, cuando
abandonaban sus oficinas en las horas del crepúsculo. De las vitrinas
ubicadas tentadoramente como un pasillo de honor a la entrada, desaparecían
las bandejas de pasteles que honraban una tradición de dulzura gastronómica
recordada por Ferneli como un patrimonio que era imaginario para él y
empezaba en pueblos ubicados al oriente de la ciudad, hundidos entre
montañas invernales de las que salían, en jornadas con ritmo de cruzada y a
lomo de mula, las artesas donde se cargaban los prodigios horneados en
panaderías caseras por las que caminaban muchachas pacientes viendo
transcurrir sus vidas en medio de faenas domésticas y anhelos frustrados por
la época.
Con lentitud placentera, la legión de zombis que compartían esa noche
un estado de ánimo similar a la derrota, mascaba los manjares aprovechando
la última migaja que rondara por sus bocas, moviendo las mandíbulas al
ritmo que les permitía una aparente fiebre reumática, irreversible y aguda.
“No sólo en las cañerías, basureros, focos de infección y cordones de
miseria existen ocho ratas por habitante”, pensó Ferneli recordando los datos
que arrojara una investigación sanitaria. Los engendros se multiplicaban
incluso en lugares que defendían una aparente respetabilidad tras una fachada
que simplemente ocultaba segundas intenciones. No era un espectáculo
agradable como no era agradable ninguna miseria humana. Pero al menos en
ese lugar, la fragilidad o la perversión de las víctimas de un malestar
rutinario, resultaban evidentes y a nadie le interesaba aparentar otra cosa.
Aun así, podían tener un sentido de la solidaridad mucho más arraigado que
otros grupos acomodados en su propio bienestar. Tampoco se trataba de
utilizar coartadas como amor al prójimo, caridad, contrición o ayudemos al
caído. Pero en ese medio eran conceptos más ciertos que en los púlpitos y las
catedrales donde una multitud de fervientes feligreses podían alcanzar trances
místicos y pasajeros, actuando luego sin comprometerse en exceso ni siquiera
con el vecino de banca. Muchos podían encontrarse incluso al borde de la
muerte o deseándola como una vía de escape. Y nadie utilizaba máscaras para
disimular lo que, según la clase de espíritus melindrosos o apáticos, podría
considerarse como una maldad sin límites, el desequilibrio sin fondo de la
alcantarilla social. No se vivía en un estado de jolgorio permanente, pero las
estrategias para tratar de alcanzarlo o suponer que también allí se podía
encontrar la alegría, eran otro recurso más para camuflar la miseria. Y esta
reunía a sus fieles, tarde o temprano, en una calle del susto, en un hotel
escondido donde el huésped se alojara a su propia cuenta y riesgo, en la clase
de baños donde una multitud vomita para restablecerse rápidamente y así
retornar a un baile que le causa malestar –o placer–. Los lugares prohibidos
que marcan a una ciudad, la dotan de personalidad y la convierten en símbolo
del último y definitivo eslabón al que ha llegado la especie, haciendo de su
ruina un motivo para celebrar.
Un profeta había escrito que todo era fantasía, un sueño, un mundo de
vastas emociones y pensamientos imperfectos (nota 18). Ferneli se
entusiasmó con la idea. Le parecía apropiada para la celebración que entonces
se suscitaba en el restaurante, con invitados orgullosos de lucir sus galas,
mostrándose en una actitud de espera. Abrigaban la ilusión de ser elegidos
para distraer con alguien el espectro de la soledad o algo semejante. Era una
exposición de cuadros, de imágenes cambiantes y móviles, superándose entre
sí o plegándose a los deseos de otro. Podían llevar camisetas con la figura de
Snoopy escribiendo sobre su perrera o mudarlas por otras, negras, sin figuras,
sin mangas, recortadas por un chaleco también negro, de lentejuelas doradas,
Que brillaran en medio de una noche oscura y tempestuosa y honraran un
estilo inolvidable: La fragilidad de un cuerpo al que sostenían dos zancos
recortados, hechos de una madera liviana. El esplendor del cabello
encerrando un rostro de palidez espantosa. El gesto de una sonrisa que
resultaba ambigua, a la vez generosa y distante. Moviéndose con soltura y
precaución. Arrastrando una silla, sacándola de la mesa, sentándose frente a
él, y preguntándole, con una voz que acentuaba la lividez de su piel:
–¿No era usted el borracho de ayer?
–Puede ser –le respondió Ferneli, aguantando la arrogancia de la
muchacha.
–De qué depende.
–De lo que esté interesada en buscar.
–¿O tal vez de lo que estoy interesada en saber...?
Ferneli midió las palabras. Sus dedos picotearon la mesa. Imitaron el
galope de un caballo raquítico, corriendo en las yemas de sus dedos. Estaba
sereno, no sabía cómo pero lo estaba, imperturbable y sereno. Era un
detective dándose tiempo para replicarle a la actriz de un programa televisivo
que nadie estaba filmando.
–También depende.
Carmela no parpadeaba. Si Ferneli era una imitación aceptable de algún
detective de quinta, un ejemplo de cómo se despojaba de una falsa inocencia
para ser algo así como un “duro” a su nivel, la muchacha era entonces una
vampiresa autentica –ni siquiera una vampiresa, simplemente un personaje
real que podía parecerse, inútilmente, a un ser literario–. Y tampoco se
trataba de eso. Esta no era la doncella tierna y dulce, con el corazón blando,
que le hablara por teléfono.
–Usted sabe... –dijo con la seguridad de un matón que se limpiara las
uñas antes de terminar con su víctima–. Nadie camina tranquilo cuando
alguien le sigue los pasos.
–También lo he pensado –replicó Ferneli evitando que se invirtieran los
términos de la charla y de la situación por la que estaba allí conversando con
la hija de Drácula–. Hablamos un mismo idioma, casi la misma jerga.
Carmela lo examinó. Parecía estudiar su quijada, intentando descubrir la
parte más quebradiza para encajarle un golpe. Su rostro despedía frío. Era la
encarnación de una momia resucitada hasta el cuello mientras su rostro
seguía petrificado en la muerte. Dejó caer en la mesa el cadáver macilento de
unas manos largas y transparentes, estaban forradas en cera, en una mortaja
cuarteada que en cualquier momento sería un rocío de polvo. Tomo el
cenicero que estaba en la mesa enganchándolo por una de sus esquinas con
un dedo como un garfio. Inclinando su rostro, ocultándolo en su capucha de
pelo, empezó a desplazar el cristal en círculos de un radio cada vez más
ancho. El roce de la madera con la base del cenicero, producía un ruido
semejante al de una serpiente con las escamas resecas reptando sobre una lata
de zinc. Un chispazo titilaba con el lustre de un amarillo sucio cuando el
cristal, en un punto del giro, reflejaba un fragmento de luz. Concentrándose
en el juego, hablando a través del ruido que le filtraba la voz, Carmela
enhebró una frase mascando cada palabra con la lentitud de un buey.
–Un encuentro casual o una feliz coincidencia. No me interesa cómo lo
quiera llamar...
Detuvo bruscamente el cenicero, aplastándolo con la misma mano que lo
había hecho girar. Ferneli pensó que la tela blanquecina, extendida como un
manto sobre el objeto, recubría una armazón de huesos, delgados como un
hilo, tal vez fracturados por el esfuerzo. Carmela levantó el rostro antes de
continuar.
–Podemos frecuentar los mismos lugares, la misma clase de gente,
incluso compartir aficiones o vicios similares. Pero no me interesan los
lugares, la gente o la forma como usted se divierta, mientras yo no esté en
ellos y siempre que no sea conmigo, ¿está claro?
“Una feliz coincidencia”. Para Ferneli, la alegría estaba en ese momento
oculta en un callejón, esperando caer sobre un parroquiano borracho que
llegara a dormir al resguardo de unas canecas. No estaba en ese lugar, mucho
menos en el gesto pétreo de Carmela esperando comprender un asunto que
era accidental para ellos –al menos en apariencia–. El temor a ser
perseguidos, al eco de pasos que seguían la misma ruta de un transeúnte en
una hora desolada por una calle vacía, era un síntoma de la ciudad. La
confianza era nula. La precaución, obsesiva. La distancia conveniente para
compartir una acera con alguien, era colocar una calle de por medio y
alcanzar la acera del frente antes de tener un encuentro con una muestra de
violencia elemental, un atraco o un fin miserable.
–Supongamos que aquí nadie sigue a nadie –dijo Ferneli suavizando su
voz y tomando el cenicero que la muchacha atrapaba en su mano–. Y nadie
somos usted y yo, y ninguno confía en el otro. Sabemos que alguien anda tras
nosotros, pero nadie, es decir, usted y yo, sabe quién es. ¿Pero quién o
quiénes son? Parece que nadie los conoce, aquí entre nos, y no estamos
seguros ni tenemos la certeza de señalar a ese quién. Así que los dos estamos
en la misma situación, ¿no es así?
Ferneli examinó el rostro de Carmela. Un brillo de perplejidad conmovía
sus ojos. El acertijo tenía para ella el mismo significado de un trabalenguas
resonando de forma monótona en un vacío de lenguaje sin ningún sentido. No
era exactamente el lenguaje de la época. Sólo la muestra de una gramática
para uso y abuso diario que había terminado por corromper el verdadero
sentido de palabras igualmente vacías. Y también en el habla cotidiana se
daban excepciones que confirmaban con su virtuosismo y belleza el estilo
generalizado de charlatanes empeñados en corromper, sin saberlo, las
palabras que les llenaban la boca. ¿El lenguaje como juego malabar? Sí,
como juego malabar jugado y conjugado por acróbatas únicos en un medio
donde la artritis parecía virus (nota 19). Pero nada de eso le interesaba a
Carmela.
–Si le gustan las adivinanzas por qué no escucha esta: ¿a quién cree que
bajaron con un espejo del monte? Porque a mí, en todo caso, no fue.
Ferneli advirtió que una expresión de engaño, una sensación de estafa y
rabia por ser ella la víctima de una trampa, desplazaba en el rostro de
Carmela el lugar que ocupara antes un ligero desconcierto. El jugueteo de
Ferneli fue para ella como un fuego artificial que se desvaneció tan rápido
como había empezado. Recuperó el cenicero, encendió un cigarrillo y
lanzando al rostro de Ferneli una bocanada de humo que lo alcanzó de lleno
volando a través de la mesa, le preguntó:
–¿Qué anda buscando? No vendo mercancía de ninguna clase, no alquilo
mi tiempo ni lo demás, y si esto no es suficiente, prefiero estar sola a estar
bien o mal acompañada.
Las meseras transitaban impulsadas por una propulsión histérica dejando
tras ellas una estela de aromas que marearían a un hambriento. En sus
hombros horizontales y planos, se podría colocar un vaso lleno de agua hasta
el borde y no se derramaría una gota. Dos hombres corpulentos no harían
entre ellos un pecho de las dimensiones que tenía el que ahora observaban a
la altura de los ojos. La mujer sostenía a escasos centímetros de sus senos
rocosos, recubiertos seguramente por una mata de pelo negra y sedosa, una
libreta que retorcía con nerviosismo. Estrujaba un lápiz que en la mano de un
niño sería gigantesco y que aquí se perdía entre dedos tan gruesos como el
brazo de un niño con la amenaza de romperlo en cualquier momento. Con
voz estentórea, y la angustia de llegar atrasada a su cita en el ring de un
campeonato de lucha, les dijo:
–Qué se toman.
Ambos levantaron la vista tratando de abarcar el extenso Panorama de
un cuerpo sin par. Si la situación se tornaba difícil con Carmela, Ferneli se
escudaría tras una de las descendientes de Aquiles que atendían el local.
También podría suceder que ellas prefirieran a Carmela. En ese caso estaba
perdido.
–Yo invito –Ferneli escuchó su voz como si estuviera a kilómetros y un
ventrílocuo lo estuviera haciendo hablar.
–¿Paga el caballero? –replicó Carmela arqueando las cejas con un gesto
afectado, que trataba de ser elegante, irónico.
La mesera se impacientaba y Ferneli lo sentía por el vaho que alcanzaba
a entibiar la mesa. Ordenaron el combustible necesario para evitar desfallecer
en una noche que podía prolongarse o terminar pronto, en un instante, de
manera imprevisible. El porvenir se presentaba con expectativas que eran
ambiguas y un tanto confusas, como la charla en la que se habían enfrascado
sin comprender ninguno de ellos por qué se encontraban allí, cuando apenas
se conocían y –lo que resultaba todavía más absurdo– cuando estaban
dispuestos a compartir una cena ligera sospechando que al menor descuido
uno de los dos podía regar veneno sobre los alimentos del otro.
El vehículo se retiró dirigiéndose a la ventanilla, gritando el pedido a
través de ella, acercándose a otra mesa, atendiendo el llamado no menos
sonoro del monstruo escondido en la cocina, y retornando al lugar donde el
par de comensales se veía empequeñecido, liliputiense, mientras la copia de
Gargamelle permanecía a su lado. La vajilla salía de sus manos con la misma
gracia de un ilusionista extrayendo de la nada ramos de flores, conejos, un
tazón de chocolate acompañado de pan, mantequilla y queso. El menú
principal del Flamingo. Batallando con un recibo diminuto que contrastaba
por su fragilidad con la fuerza y energía de la doncella, anotó allí el número
de mesa y la cantidad a la que ascendía la cuenta, dejando el papel refundido
entre los platos. Después se desvaneció, caminando con la misma Pesadez y
el mismo vigor de un buque navegando en la niebla, solitaria como otra de las
tantas “bellas mozas y de buen guargüero” que en el mundo habían.
Contribuyendo a la decoración del lugar, Carmela tiró el cigarrillo al
piso, lo restregó con el tacón del zapato, y antes de probar bocado, miró a
Ferneli con una mueca de agradecimiento pero también de desprecio.
–No piense que me ha reblandecido el cerebro –dijo–. He probado cosas
más fuertes y aquí estoy, totalmente sana, con buenos reflejos, y con mis
cinco o más sentidos intactos...
–La envidia de un animal –la interrumpió Ferneli tratando de vencer,
con un buen o mal chiste, la actitud de Carmela defendiéndose de lo que ella
suponía otra amenaza a su vida breve y, tal vez, feliz.
–Soy la reina del reino animal –respondió con arrogancia, inclinando
hacia atrás su cabeza, exhibiendo su quijada y enfatizando su afirmación con
el garfio recto y rígido de su índice, apuntando al techo en el extremo de su
mano alzada.
–La reina de los malditos –dijo Ferneli citando (nota 20).
–La reina de las tinieblas –continuó Carmela arrogándose el derecho de
ser consorte del Diablo.
No era descabellado. Lucifer se habría enamorado de ella condenándose
otra vez por siempre. Su imagen podía ser el vivo retrato de la desolación
pero aquel que compartiera con ella los mejores momentos de su existencia
no tendría tratos con la melancolía o la tristeza. Ferneli veía a Carmela –
aunque todo eso fuera falso y se tratara de una suposición para ennoblecer la
figura de la dama que tenía en frente–, como una presencia que sería
imprescindible en las buenas, inteligente en las malas y que nunca fallaría,
con seguridad, en las peores. Entonces recordó a Sara y llegó a la misma e
invariable conclusión a la que recurría cuando intentaba comparar inútilmente
aquella muchacha incomparable con cualquier otro mortal, descubriendo qué
significaba para él su encuentro con ella: “No es Sara pero tiene su belleza,
propia y auténtica”. Y la de Carmela era de estilo nocturno, pertenecía a una
noche que no se compadecía de los delirios que exaltaron a mortales frágiles
y pálidos, tuberculosos o tísicos, que encontraron en las tinieblas el tema de
una obra o por lo menos de una alucinación. Ferneli le hubiera entonado uno
de los himnos de la noche, le dedicaría una de sus estrofas y haría de ella un
matiz de la oscuridad como símbolo de la tragedia y la incertidumbre, del
vértigo y los placeres del caos, de la inclemencia del tiempo, una expresión
de la dicha brillando en la ruina. Era un alma fiel a sí misma y a los que ella
quisiera, que demostraba una dignidad a toda prueba aún en la forma como
manipulaba la vajilla, lenta y cuidadosamente. Y esto también hacía parte de
esa noche que inundaba la ciudad.
–Que Lilith se apiade de nosotros –dijo Ferneli como si entonara una
plegaria.
–Nada de trucos –replicó Carmela–. ¿Quién es Lilith?
“No es Sara pero tiene su belleza, propia y auténtica”, pensó de nuevo
Ferneli antes de responderle.
–Lilith es otra reina, la lechuza reina de los demonios de la noche.
–¿Los demonios de la noche? –preguntó Carmela mientras bebía el
último sorbo de su pocillo–. ¿Una pandilla o una discoteca?
–No importa.
–¿Cómo sabe qué me tiene que importar o no? –la palidez de Carmela
era una sombra blanquecina entre la oscuridad–. ¿Cómo quiere que confíe en
usted? Habla como si estuviera mal de la cabeza.
Carmela no estaba enterada de nada. No sabía nada de él, no conocía su
número de teléfono y Ferneli estaba con ella en el Flamingo por una
coincidencia que más parecía un sueño. Se preguntaba si el restaurante, la
avenida, las luces y el destello de los autos pasando al frente del restaurante,
vislumbrándose a través de la puerta como un film borroso, existían en
realidad o eran parte de la trama que se sucedía como un sueño. La muchacha
esperaba una respuesta y empezó a golpear con tintineo insistente y una
cucharita que bailaba en su mano, el borde de un pocillo manchado por una
costra de chocolate reseco. Quizás ni siquiera se llamaba Carmela. Pero
entonces quién era quién y quién era Carmela. Quién podía asegurar que
estaba bien de la cabeza en todo ese asunto...
–No se preocupe –dijo Ferneli con el mismo tono de voz que utilizaría
un médico con un paciente terminal dando el caso por perdido y esperando la
cancelación de su deuda–. Todo esto es una equivocación.
–¿Equivocación? –le preguntó Carmela adelantando su rostro y
colocando sus manos sobre la mesa para apoyar en ellas el peso de su cuerpo
inclinado–. Acá el único error es usted. Este no es su lugar. No sabe dónde se
metió ni por qué, y si lo sabe, no lo demuestra. Nada le funciona bien. Tiene
los cables cruzados y el cerebro en corto circuito. Se pueden quemar sus
nervios. Pero usted no sabe nada, tampoco se entera de nada y no sabe nada
de mí...
–Una situación estimulante, ¿no le parece? –la interrumpió Ferneli con
voz impostada, como si compartiera un vagón de tren con Watson y Holmes
tratando de establecer la identidad de un asesino–. Ninguno de los dos tiene
más culpabilidad que el otro en un crimen que no existe y ni usted ni yo
tenemos más ventajas que el otro. Además –concluyó Ferneli con una actitud
flemática–, ¿No recuerda usted quién dijo: “Sólo lo difícil es estimulante”?
(nota 21).
Carmela suspendió en el aire un fósforo que se iba retorciendo en la
punta, quemándose lentamente, ennegreciéndose a medida que la llama se
acercaba a sus dedos. El cigarrillo que pendía como una extensión
perpendicular de su rostro, igualmente pálidos el cilindro de tabaco y su tez,
estaba a punto de caer de la boca entreabierta de la muchacha. Ahora su gesto
era de completo asombro. La gama de emociones que ensombreciera su
palidez en la noche, se había estancado en ese punto. Los movimientos de
Carmela fueron paralelos al parlamento afectado de Ferneli. El inicio de la
frase coincidió con su regreso al espaldar de la silla, recostándose allí como
una diva cansada, como una estrella agotada por una vida al vaivén entre el
lujo y el tedio, ejecutando los actos plácidos y rituales, repetidos
incansablemente por todo fumador. No articulaba palabra, apenas respiraba.
Sus ojos eran un par de gelatinas vidriosas enturbiadas por la confusión. Para
ella el mundo estaba en suspenso durante ese instante. Los segundos se
hubieran podido contar y habrían parecido un tiempo infinito, inabarcable y
estático. Ferneli se llevó instintivamente las manos al cuello, protegiéndose
las branquias cuando escuchó la exclamación de Carmela quejándose por el
calor de la llama chamuscándole los dedos. En la charla había perdido el
sentido de las proporciones. Tratando de mantener una actitud cordial, una
caballerosidad ingenua y tan absurda e ilógica como todo lo que se dijera en
esa mesa, le preguntó a la muchacha:
–¿Se lastimó?
Ella le devolvió una mirada que en las circunstancias apropiadas estaría
seguida de una paliza o un disparo.
–Si es un chiste –dijo al mismo tiempo que se levantaba–, cuando
regrese y lo encuentre, me lo va a pagar.
Ferneli sintió un vacío al escuchar la amenaza. Se ahondó con magnitud
abismal cuando empezó a convencerse que lo mejor era irse. Un duende y
Carmela eran algo similar. Igual de reales, igual de elusivos, igual de
fantásticos a un monstruo entrevisto en las tinieblas de un sueño. Un
fragmento de ficción que tenía en la ciudad, en el restaurante, en esa mesa
donde veía su mano, alzando un pocillo para terminar con los restos de su
propia cena, de una velada solitaria y confusa, los escenarios donde Ferneli
observaba el desarrollo de una trama que él inventaba de algún modo.
Pensó que las líneas del chocolate en el fondo de la taza presagiarían su
destino. Mientras contaba el dinero, se dirigía a la caja y cancelaba la cuenta,
se dijo a sí mismo un chiste para conjurar su suerte, se repitió una frase que le
endilgó a Carmela mientras la veía andar hacia el baño, soplándose la mano,
a punta de quebrarse por la fragilidad de sus huesos, demostrando que ella, en
realidad, tenía menos carne que un zancudo en las antenas pero también su
belleza, propia y auténtica, y eso estaba por encima de cualquier broma.
***
La acera brillaba con el resplandor del aviso donde la letra inicial del
Flamingo se estiraba como una guadaña de neón. Su trazo era retorcido, entre
gótico y amanerado. Podía ser también una alegoría de clavículas
entrecruzadas anunciando los sucesos Y desventuras por los que pasarían
aquellos que entraran o, aún peor, salieran de allí. La letra apropiada para
conformar un alfabeto de la muerte, para presentar un relato de asuntos
macabros o simplemente una de las tantas luces que ardían con calor eléctrico
en la ciudad siendo transformadas por Ferneli al antojo y capricho de sus
obsesiones.
Las calles podían ser entonces una representación del Infierno o el
Paraíso, de conceptos apropiados para un mundo de ciencia ficción o para el
reino de un poder ambiguo por el doble rostro que presentaba según la
ocasión, el suceso y la moral amplia o estrecha que esgrimieran sus elegidos.
Ferneli no pensaba alcanzar la gloria con la moneda que depositó en la
mano de un mendigo. Tampoco tenía una idea precisa de lo que significaba
con exactitud la palabra. Sentado bajo el parpadeo histérico y convulsivo que
manchaba su figura al abrigo de una de las letras del aviso a punto de
fundirse, el hombre se mecía atacado por espasmos, con un balanceo que
resultaba hipnótico, remedando un péndulo extraviado. No creía que los
elementos se confabularan de nuevo en su contra durante el resto de la noche.
Pero en el momento de agacharse para abandonar la moneda en la mano de
aquel bulto informe, sin principio ni fin, descubrió en su rostro una mueca
familiar con la que entonaba, al compás de su voz ronca y alcohólica, una
letanía conocida:
–Vivimos en los últimos tiempos... Gloria al Señor... El fin de todas las
cosas está cerca... Salve al Señor... Nos esperan tiempos tormentosos... Gloria
al Señor...
Un hilo de voz añejado por la permanencia del profeta en calles
irrespirables y nocturnas, invadidas por un frío corrosivo. Un canto que
Ferneli escuchó como algo tétrico, espantándose del todo cuando el hombre
se interrumpió de repente y el aire de muerte que le daba a sus ojos una
expresión imbécil y aterrada, se transformó en un brillo inteligente que
chispeó hasta encontrar los ojos de Ferneli para decirle con rapidez, alerta al
movimiento de la calle:
–Sé qué anda buscando. No me interesa pero váyase de acá lo más
rápido que pueda.
Guardó la moneda en su abrigo después de restregarla contra el
fragmento de oro que colgaba de su oreja y volvió a su balanceo persistente,
embrutecido, con el rasgo único de su letanía para evitar que lo pisaran o que
alguien orinara contra ese amasijo acurrucado a imagen y semejanza de una
idea a la que él siguió orando:
–El mundo está lleno de almas enfermas de pecado... Salve al Señor... El
pecado es la transgresión de la ley... Gloria al Señor... Guardemos los
mandamientos... Salve al Señor...
¿Para quién los mandamientos? Ferneli no comprendía sobre quién
podía recaer una ley que nadie respetaba y era un lujo de sabiduría para un
mundo que era considerado como el reino de la corrupción. Y en ellos
estaban resumidas una trayectoria y una civilización que había llegado a ese
punto, arruinada por sus propios prejuicios, condenada por designios que eran
el centro de gran parte de su vida, encerrada en una camisa de fuerza
prefabricada para todos desde una infancia sin mayor defensa que su propia
ingenuidad. El mundo de una civilización en el que Ferneli observaba cómo
los Mandamientos se hacían realidad con el verdadero culto de un tiempo
violento, profesado por personajes que sabían ejercer su propia ley, llamados
a través de las épocas de diversas formas –pandilleros, gánsteres, padrinos o
padres de la patria–, logrando hacer suya una ciudad como aquella donde un
transeúnte podía ser raptado por una cuadrilla de matones, obligándolo a
subir atropelladamente a un auto donde escuchaba el chirrido de las llantas
resbalando sobre el pavimento al mismo tiempo que tenía la última visión de
una muchacha saliendo de forma precipitada a la puerta de un restaurante
mientras un enano de mano diminuta sacaba un arma gigantesca por la
ventana para interrumpir definitivamente el balanceo inofensivo de un
mendigo.
***
***
Allá donde no hay muerte, allá donde ella es conquistada, que allá vaya yo.
Canto de Nezahualcóyotl. Versión de Miguel León-Portilla en Trece poetas del
mundo azteca
Todos los hombres son caníbales. En algunos funcionan las trabas impuestas por
la cultura, la moral, las religiones. Pero el impulso a devorar carne humana no
desaparece, queda latente. Resurgirá en el momento que menos se piensa. Esta
teoría, que sostienen ciertos especialistas, resulta chocante. Quizás sea falsa. Sin
embargo, la horrorosa lista de casos que aquí se relatan, ocurridos a todo lo ancho
del planeta y a todo lo largo de la historia, podría confirmarla. Pero más
probablemente se deba a un fallo de la biología de la especie. El hombre es un
animal enfermo.
***
Jugar con los pies de Sara. Recorrer con el dedo del pie que Ferneli
acercaba a sus pies, su forma alargada y suave. Rozar apenas sus bordes
acariciando su piel, avanzando lentamente, como un caracol. Deslizarse por
sus dedos, enroscarlos y seguir el rastro ondulado que le indicaba su tacto.
Detenerse y reposar reconociendo el relieve que se formaba en las yemas,
surcándolas hasta la piel de otro dedo. Encontrar la cabeza de un duende
sobresaliendo entre otras; la superficie redonda que el caracol trazaba
adhiriéndose un instante para luego abandonarla, cayendo por el declive que
se formaba entre un dedo y el dedo que dejaba atrás. Variando de textura y
forma, jugando con el orden de un pie que se repetía así, encogiéndose en los
dedos, desvaneciéndose, reduciéndose al tamaño de un bulbo diminuto hacia
el final de la hilera o del racimo de dedos que terminaban en él. Con el
tiempo tal vez se esfumara. En otra generación, pero ahora estaba allí, y
Ferneli regresó después de dibujar los dedos de aquel pie con su pie.
Devolviéndose otra vez, a paso de caracol, por la base de las ramas, de los
tallos que brotaban, como cabezas de hidra, de la planta del pie. Encajar
entonces su pie contra el arco del pie de Sara, temblando levemente como el
arco de una medialuna en el sueño, una medialuna reflejada en el agua de su
sueño, agitada por el leve cosquilleo que la perturbaba un instante. Descender
al talón y avanzar otra vez. Subir por su cuesta, dirigiendo los cuernos de un
dedo hecho caracol, hacia otra superficie que para él era semejante a una
duna. Alcanzando el tobillo, ganando su cima, deslizándose por su falda,
demasiado suave y demasiado lisa, resbalando por la duna. Apoyando al final
el dorso del caracol contra el dorso del pie de Sara, abandonándolo en un
sueño que la imaginaba a su lado, dormida, como su pie y el contacto de su
pie con el pie de Ferneli, solitario y cansado.
***
***
... tener como finalidad asegurar que la muerte divina sería inmediatamente
seguida de la resurrección divina.
George Frazer, La rama dorada
***
***
Sara se peinaba el cabello con un gesto que indicaba una furia apenas
contenida. Aspiraba el cigarrillo que alargaba su otra mano, tratando de
acabarlo de una sola pitada, larga y profunda. El humo se esparcía cayendo
en sus pulmones, viajando por el aire como un ciclón en miniatura. Sus labios
se torcían formando un semicírculo a través del que salía el chorro azuloso de
una nube de tabaco. Parecía un dragón atormentado defendiendo a una virgen
invisible que clamaba por la ayuda de san Jorge. Un dragón o el león de la
historia legendaria, iracundo por la espina enterrada en la almohada de su
pata. Ferneli jugaría al pastorcillo que aliviaba el dolor del animal,
extrayendo con cariño el aguijón, tratando de calmar la turbulencia que
asaltaba a Sara en ese instante.
“Vulgar y borracho”, rezaba el pie de foto. “La condesina se muestra
aterrada ante el comportamiento del escritor XX en su fiesta de bodas”.
La condesina era un gigante de grandes y hermosos ojos bovinos,
convertida en estrelleta de la crónica social, estrelleta de televisión con
aspecto de andar siempre en trance químico en la fiesta de disfraces de su
propia juerga. Y una estrella de televisión era cualquier estrella de televisión,
vanidosa, epidérmica y arrogante en el mejor de los casos, brillando con la
luz que le prestaba un público ingenuo y aburrido. Estrellas de televisión... La
etiqueta era una contradicción de términos en la ciudad cuando la mayoría
estaban pálidas o apagadas desde hacía mucho tiempo y se mantenían en la
pantalla por la inercia de un medio que no tenía cómo llenar su vacío
permanente. Animadores sin ningún componente visual –o cerebral–
agradable, eran sus reyes; doncellas semejantes a Barbie honraban a su igual
con reflexiones de plástico; galanes petrificados en los gestos repetidos a
través de diversos personajes y la forma impostada de hacer suya una
originalidad calcada entre todos, eran los representantes de un gremio en el
que los maricas parecían lesbianas y las lesbianas eran pesadilla y envidia de
gays sin dignidad que trataban de imitarlas. Y las excepciones, afortunadas y
hermosas, confirmaban con su talento, de forma casi escandalosa aunque no
se lo propusieran, la norma de una mediocridad que florecía en la actitud de
un grupo de supuestos nobles que apadrinaban el gusto bastardo de su
audiencia, pensando que estaban frente a cámaras cuando alguien se acercaba
a rozar su falta de humildad y su genio prescindible. Conocerlos, nunca jamás
era amarlos.
Un cilindro de ceniza se formó al final del cigarrillo mientras Ferneli
estudiaba la actitud “vulgar y borracha” de alguien que lejanamente se le
parecía. Una colilla que entre las manos de Sara se iba achicando,
manchándole los dedos con la misma tinta oscura que debía ennegrecerle los
pulmones. Pasando de su rostro en el periódico al rostro de Sara, Ferneli
aguardó su comentario, la frase que haría del ovillo de su historia un hilo
largo y delgado cuando fuera revelado su misterio. Antes de empezar a
deshacer como Penélope el tramado de un asunto que escondía, en el centro y
en el fondo de ese ovillo, el motivo de motivos de todas las razones que ya se
habían expuesto largamente, Sara espolvoreó un poco de ceniza sobre el
periódico, adelantando su brazo para mostrarle a un Ferneli impávido la
primera página de la edición.
“Atentado a periodista. Ignacio Palau en brazos de la muerte. Luego de
una serie de amenazas, etc., etc.”. El etcétera era el mismo y con el mismo
dramatismo de muchos otros casos que se habían registrado desde siempre en
la ciudad. Para Ferneli, la diferencia real y palpable era encontrarse con esa
noticia desde el lado de allá de la página, vislumbrando en su memoria el
recuerdo de un mendigo o de un predicador con rasgos semejantes al del
hombre que en la foto de un archivo del pasado –un pasado de apariencia más
alegre que el presente trágico de muchos–, sonreía desde la portada de aquel
vespertino.
Un rostro inteligente que espantó a Ferneli por la gracia de un Palau
disfrazado tras la máscara de otros personajes en otras circunstancias, y ahora
tras la máscara que copiaba levemente el rostro del lector que lo observaba.
El juego de los dobles continuaba como una celebración de Jekyll y Hyde, y
Ferneli era la víctima. La realidad, “inestable e impredecible”, proponía
nuevas reglas para el juego y su autor no estaba alerta. Padecía la
servidumbre de un azar irónico, transitando por su propio tablero imaginario.
Sara lanzó los dados y empezó a mover las fichas. Los vampiros podían
convertirse en ángeles, podían tal vez dejar de reflejarse ciegamente en los
espejos, el lado de allá y al lado de acá podían encontrarse y el misterio de la
trama resolverse mucho antes que Ferneli lo advirtiera. Apenas ordenaba la
vida de sus personajes. Era un simple espectador de sus propias decisiones y
estaba a su servicio. Buscó en el interior del vespertino el resto de la crónica.
“Se busca al sospechoso. Según testigos, un hombre de mediana edad,
bien presentado, se acercó al periodista, disparando a escasos centímetros de
su humanidad la carga de su ametralladora...”. –La moneda y el comercio de
los medios, pensó Ferneli. La imagen distorsionada de una realidad
distorsionada Para un lector desinformado–. “Según parece, el arma se
atascó, salvándose nuestro colega...” –¿Colega? En últimas, cada cual trataba
con una miseria que narraba sus historias a través de un redactor que las
manipulaba, según sus propios intereses y capacidad de juicio, de forma justa
o morbosa–. “El victimario se dio entonces a la fuga en un auto que tomó
rumbo desconocido hacia alguna parte en el norte de la ciudad. Las
investigaciones se han iniciado, y apenas se tienen pistas concretas sobre los
autores de este crimen...”.
Crimen execrable, crimen condenable, permitir su impunidad sería otro
crimen, bla, bla, bla... Ferneli conocía la oración que los diarios entonaban
implorando por la buena voluntad de una comunidad enferma. Una plegaria
que se había desprestigiado por su uso y abuso sin lograr el milagro necesario
para retornar al estado ideal de una paz en la que nadie creía. Desde tiempo
inmemorial estaba refundida en los anaqueles de las bibliotecas como un
vocablo reducido al diccionario, como una estrategia de campaña política,
como una sensación pasajera y momentánea mientras los encargados de darle
un sentido real a la palabra aprovechaban una confusión y un miedo que ya
eran habituales. El poder mantenía así un romance –nunca declarado– con los
espectros que condenaba públicamente, y la mansión palaciega donde tenían
lugar sus encuentros, era resguardada por una compañía de figurines militares
con aspecto de festín, encargados de ahuyentar a los curiosos atraídos por las
discusiones de ese matrimonio mal avenido o por los jadeos apagados que
seguían a los gritos de júbilo con los que celebraban sus convenios. Una
pregunta rondaba por las calles de la ciudad como un rumor insistente: el
poder, ¿para qué?
Para Ferneli se trataba de un juego de ruleta. Greenstreet señaló la
traición como un estigma, casi un seguro de vida, para sobrevivir en un
medio que se emparentaba cada vez más con el poder oficial, sin establecer
diferencias entre los supuestos bajos fondos del mundo criminal y un circo de
fenómenos que en el trono de gobierno se hallaban próximos a tocar fondo
entre su público, incrédulo y desconfiado. Vampirizaban una miseria a costa
de la cual también sobrevivían los matones de ciudades encerradas en su
propio callejón sin salida, prestándole un servicio a los dueños de un poder
que demostraba cómo el crimen, ciertamente, pagaba a todo nivel. Un juego
de ruleta en el que los nombres de personajes sentados a una mesa de
ministros, podían ser reemplazados por otros fácilmente intercambiables,
suplantados según las reglas de una traición veterana. Las fronteras entre la
celebridad de un bajo mundo y el teatrino de un gabinete donde podían
encontrar su lugar engendros brillantes, de historieta, como el Guasón o el
Pingüino, presididos por otro personaje de cómic, el desconcertante Acertijo,
se borraban por completo para un Ferneli admirador de Bob Kane y Bill
Finger –de sus cómics, sus secuaces y de la admirable estupidez de Batman.
La noticia de Palau fue otra respuesta que resolvió, en parte, las dudas
de Ferneli. En las páginas del vespertino –desde el atentado al periodista
hasta la fotografía de Ferneli abriendo su boca como un pez asfixiado–,
estaba la evidencia y el rostro múltiple de un miedo enfrentado a su modo por
cada uno de ellos. También representaba el dossier ocasional para iniciar la
investigación que tenía en Ferneli su principal sospechoso.
Sara encendió otro cigarrillo. No exhalaba el humo con la calma que
siempre demostraba saboreando lentamente un vapor sagrado y ritual para
ella. Aun así, el resuello que salía de su pecho acompañando los aros de
humo, se estaba apaciguando. Empezaba a opacarse tras el gesto concentrado
de su rostro, desplazando el nerviosismo o la ira. Ferneli la siguió desde la
mesa, con sus manos aferradas a la primera edición, fragmentaria y
escandalosa, de su capítulo. No podía controlar su publicación y ahora se veía
en esa foto, al otro lado de su propio umbral, como otra ficha más de su
Archivo del Crimen.
Vislumbrando una solución que fuera afortunada, Sara empezó a
reconstruir los hechos y sucesos desde el principio, tratando de evitar que la
historia de Ferneli fracasara en el momento clásico de la explicación del
misterio, siempre definitiva para Holmes, para Christie, incluso para
Hammett, mostrando y demostrando las razones por las cuales trajinaba con
un ambiente viciado por el enrarecimiento de sus personajes.
Tomándose su tiempo, restregó la colilla en el cristal de un cenicero
luego de encender con ella un nuevo cigarrillo. Se paseaba con el riesgo de
chocar contra la lámpara que colgaba del techo, rozando su cabeza de forma
amenazante cuando pasaba a su lado. Se detuvo en el centro de la habitación
recibiendo una luz que le caía sesgadamente. Proyectaba en su rostro las
sombras romboidales de un mimbre trenzado en el que Ferneli incrustaba
murciélagos, alacranes, arañas que convulsionaban con un temblor
permanente, esqueletos y toda la parafernalia de un horror de caucho que
podía conseguirse en los supermercados a través de las promociones
organizadas por revistas baratas que hacían del miedo una entretención
adolescente con el sabor de una hamburguesa– “sus amigos morirán de
envidia cuando lo vean con su camiseta de Texas Chainsaw Massacre 2 o su
saco de Evil Dead II. ¡Y cuando aparezca con una deslumbrante camiseta de
Predator o The Fly... bueno, no seremos responsables!”.
Recorriendo con sus dedos la textura de un esqueleto gelatinoso, Sara
estremeció la osamenta del muñeco con un pastorejo que indicaba su apatía –
o su leve simpatía– por esa clase de horror. El suyo no era el miedo de una
máscara de látex, de una jugarreta publicitaria diseñada para extender un film
mediocre a lo largo de una serie que podía ser interminable. Su horror era
real, sin el encanto del horror lírico que hiciera de Karloff y Lugosi las
criaturas despreciadas en el cine de los años 30 por una especie rutinaria en
sus costumbres, temerosa de la forma como seres que vivían en una oscuridad
utilizada en la pantalla para sugerir maldad o perversión, podían ser el retrato
animado del lado oscuro que reprimían los rituales de clan, las convenciones
gregarias o la vida en rebaño.
Su horror, y el horror que padecía Ferneli a pesar suyo, secaba el alma
de sus víctimas sometiéndolas a un miedo perpetuo. La ciudad no albergaba
criminales de salón. Y aquellos que estuvieran bendecidos por la suerte,
corrían los mismos riesgos de una tribu clandestina que ejercía su propia ley
condenando a sus culpables, persiguiendo a sus traidores, castigando a los
dueños de fortunas amasadas gracias a favores secretos que luego serían la
evidencia del crimen.
Greenstreet y Strasser... Sus modelos existían más allá de la ficción y
esta siempre se correspondía, de alguna forma, con la realidad. Los matones
no dispararon en vano y el equívoco con el gemelo de Ferneli –aunque esta
pareciera una estrategia narrativa para ajustar las piezas y las pistas de la
historia– tal vez los había colocado, a él y a Sara, en la mira de sus
perseguidores. Robar el cilindro fue una proeza sin sentido. “Es inútil... Está
cometiendo un error”. La advertencia de Greenstreet, pronunciada durante la
faena asmática que le hiciera padecer Ferneli, tenía la calidez de las
venganzas. Impulsado por un terror ciego, Ferneli escapó de la fiesta con el
mejor regalo, sin pensar en las razones de un hurto innecesario. Apenas se
trataba de una joya con valor sentimental para el gordo. Su embrión, el
artífice de su poder, permanecía a su lado como una reliquia consentida que
le hablaba de su genio criminal y su fortuna. Otros como él decoraban los
portales de su imperio con la momia de un avión petrificado recordándoles
por siempre un primer vuelo triunfal. Coleccionaban autos de gánsteres,
legendarios antes y después de su muerte; carretas provenientes de un mundo
de vaqueros y asaltantes; especies de faunas exóticas que paseaban en sus
jardines y ofrecían el espectáculo de un reino que sus dueños gobernaban sin
fronteras. Adornaban las mesas de sus salas con las piedras lunares extraídas
de las arcas del gobierno o llegaban al extremo de viajar hacia un
observatorio perdido entre las montañas europeas con deseos de comprar, a
precios realmente astronómicos, el brillo de una estrella que sería bautizada
con sus nombres. Un fragmento de universo era apenas un simple y vano
reconocimiento al esfuerzo de sus vidas y aumentaba al infinito y para
siempre el toque de una vanidad asombrosa.
La del gordo era una joya que inundaba su alma de cariño, traspasando
una capa de manteca que vencía únicamente tal criatura. Desataba en su
interior una pasión –y un rencor– de melodrama. Tal vez su reacción al robo
y al maltrato de Ferneli, llegaría a un absurdo difícilmente imaginable.
Acercándose a la mesa, deslumbrando a un Ferneli que observaba la
estatura de su dama elevarse al frente suyo mientras recorría con sus manos
los objetos, pasando de uno a otro, llevando entre sus dedos una tea
encendida y humeante, apoyando el tentáculo de un índice en la hoja superior
del manuscrito y trepando hasta alcanzar, como una araña, la cima del
montículo de hojas, caminando lentamente en el papel y estirando otra vez,
en el borde de las hojas, la pata alargada de otro dedo posándose en el frío de
la máquina, trayendo a su lado el resto de la mano, bajando por las teclas,
presionando levemente el escalón de cada una moviéndose a su paso,
despegando desde allí en un vuelo que llegó hasta la mejilla de Ferneli
estremecido al contacto de su rostro con la mano –suave y tibia como el
cuerpo de un conejo–, Sara interpretó, concluyendo en ese gesto, un nuevo
preludio de infinita comprensión y paciencia, anunciando así la continuación
de la trama y el cariño que en el resto de la trama sería para Ferneli –con todo
lo que esto pudiera significar– un sortilegio y un emblema para imaginarla
hasta el fin y asumir sus consecuencias al lado de su dama.
Pensar que aquellos eran sus años felices, una prolongación de la
infancia en un tiempo turbulento, a través de un juego que Amaban en serio
como ningún otro juego de la infancia, fue Para Ferneli un consuelo que
desdibujó por un instante los espectros con los que él mismo se espantaba.
Años felices en los que el temor o la melancolía hacían que Ferneli se
aferrara aún más al mundo que representaba Sara, un mundo que significaba
su propio antídoto para la desesperanza.
Una sensación de calidez permanecía en su rostro cuando Sara hojeó el
manuscrito. El filo de las hojas sonaba en su pulgar como una lluvia suave y
monótona. Doblándose levemente en el aire, pasaban como un mazo de
naipes gigantesco y blando. La imagen no era en vano. La suerte de sus
personajes, y de él con ellos, estaba allí cifrada. Y Sara, con la última versión
del manuscrito en sus manos y luego de mirar a Ferneli con el brillo de una
comprensión que en ningún momento era complaciente o resignada,
abandonó la mesa sentándose en un rincón del estudio a leerlo. El transcurso
y los giros que tomara la situación, serían mucho más claros para Sara
después de esa nueva lectura: la noticia de Palau, el rostro asombrado de
Ferneli y su vínculo con un mayor Strasser que podía involucrar a Ferneli en
otro asesinato, los pasos que debían seguir desde ese instante y que estaban
decididos desde siempre por el genio de un azar parecido a un ángel de la
guarda monstruoso, persiguiéndolos sin descanso, proyectando sobre ellos la
peor de sus sombras, obligándolos a actuar con cautela.
Leyó hasta que la masa de una nata oscura reposó sobre las hojas. El ala
del ángel o el vuelo de un vampiro acechando en secreto, volando sobre las
palabras que se perdían para Sara en un crepúsculo incierto, se esfumaron con
un ruido cada vez más apagado. Escondiéndose en las primeras tinieblas de
una noche que empezaba con presagios, tal vez aterrados con la luz de una
lámpara encendida por Sara al mismo tiempo que prendía la tea de su dedo
número once, el ángel y el engendro de alas membranosas fueron a sentarse
en los hombros de Ferneli. Su peso era ligero, casi flotante, pero suficiente
para que su víctima asistiera a la visión de otra pesadilla memorable.
Sentado en su mesa, veía cómo Sara anotaba con un lápiz, al margen de
las hojas, comentarios no exactamente a propósito del estilo de Ferneli o de
los posibles errores de construcción gramatical de los que nadie, nunca,
estaría exento. Su silueta era una sombra recortada en la ventana del estudio y
apenas lo alcanzaba el haz de luz que caía sobre Sara. El cabello de su dama
resplandecía como un milagro al fondo del estudio. Las páginas hacían un
rumor casi imperceptible cayendo una tras otra después de su lectura. Era
Sara vuelta a visitar. Su historia narrada otra vez en vísperas de un desenlace
que ninguno de los dos podía prever.
El sueño continuaba entrando lentamente en las sombras de la pesadilla.
Las criaturas arañaban rasgando suavemente los hombros de Ferneli.
Temblaban con la misma inquietud de dos niños fascinados al suponer el
grito de miedo de un adulto al que piensan espantar. Las paticas –o las
garras– del ángel y el vampiro, se clavaban apenas en su carne y Ferneli
aguardaba con ellos la reacción de Sara.
Adivinaba los personajes, comprendía los guiños, y la historia que se
hallaba tras la historia, era para ella un espejo en el que su imagen se veía
nítida y hermosa, salvadora para un Ferneli angustiado con el aliento que
soplaban en sus branquias las dos criaturas. No podía soportar, ni siquiera
imaginándolo, que Sara padeciera el rigor de una tragedia. Pero el sueño
transcurría y sus leyes eran parte de un destino inviolable e invariable.
Ferneli despertó definitivamente a la vigilia de su sueño luego de
escuchar, casi entre brumas, el sonido de la risa que causaba en Sara ciertos
pasajes de la historia en los que se reconocía como uno de los comodines
principales del juego. Extendió la mano hacia el teléfono que lo conectaba
con el-mundo-más-allá-de-su-ventana, y encontró bajo su mano la mano de
Sara levantando el auricular y atendiendo la llamada.
De sus hombros despegó un aleteo, aliviando a Ferneli de una opresión
que aturdía su cerebro y las sombras de su sueño. Con el timbre del teléfono
las criaturas se ahuyentaron escapando por el aire con un ruido similar a una
carcajada seca y solapada, dejando que el azar se encargara de la suerte de
Ferneli, prolongando el terror que ellas iniciaran, al fin y al cabo, ya se había
dicho, la pesadilla es, ante todo, la sensación del horror (nota 30).
La voz de Sara actuó como un sedante para Ferneli. Sobre las páginas
del periódico se proyectaba su sombra larga y tenue obrando como un
conjuro que opacaba las noticias, velando el misterio de una imagen en la que
Ferneli parecía pronunciar un “¡Oh! No...” exagerado y teatral o alzando con
elegancia, en la fotografía de la portada, una copa en un brindis familiar antes
de partir la torta de una boda o de alguna celebración por el estilo. También
era Ferneli vuelto a visitar, observándose a sí mismo en dos Fernelis irreales
y a pesar de todo indelebles como dos pruebas decisivas que podrían
inculparlo. No era la víctima ni el asesino. Pero hallarse de tal manera en las
garras de un duende caprichoso, era un riesgo cuando en la ciudad, cualquier
paso en falso, traía como consecuencia un castigo a la torpeza de quien lo
cometiera.
Apoyando el auricular en su hombro, dejando que su cabello se
precipitara en el vacío al inclinar la cabeza, sosteniendo en una mano el
manuscrito y la estrategia de un plan que no podía fallar, Sara replicaba con
monosílabos a las instrucciones que una voz profunda y firme le impartía al
otro lado de la línea. Tomando una hoja, se agachó para escribir en ella un
nombre y una dirección. Ferneli se replegó en la silla, como un fantasma
sorprendido en la oscuridad, cuando Sara encendió la lámpara que estaba en
la mesa, sumando más luz a la luz que iluminaba el estudio. El resplandor
inicial que le cegara los ojos era el resplandor al que siempre estaría sometido
otro personaje de otra aventura, el director general, condenado a los destellos
de una fotofobia inclemente –“Félix tuvo dificultad en ubicar al director
general en la vasta penumbra del despacho sin ventanas, voluntariamente
sombrío, donde los escasos focos parecían dispuestos para deslumbrar al
visitante y proteger al director general, cuya fotofobia era bien conocida. Al
cabo, Félix pudo distinguir el reflejo de los anteojos ahumados, unos pince-
nez que sólo el Director General se atrevía a usar. Como que habían sido el
trademark del villano número uno de la historia moderna de México,
Victoriano Huerta. Pero el Director General tenía la excusa de sufrir
fotofobia” (nota 31).
Luego colgó, miró a Ferneli, y le dijo:
–No era necesario torear a Greenstreet como una vaca de faena, como
tampoco era necesario robarle su juguete.
Sara aspiró largamente el cigarrillo y dejó escapar el humo rociando sus
palabras con los restos que guardaban sus pulmones. Dejando que su rostro se
ocultara tras la nube azulosa de su cigarrillo, continuó hablándole a un
Ferneli en suspenso.
–La muerte de Strasser también se pudo evitar pero nos quita un peso de
encima... Además, ya es un hecho: se trató de un accidente que tal vez pase
como un simple y vulgar infarto.
Acomodarlo a un lío de celos entre las condesas de la fiesta, era
descabellado pero resultaba posible. Una posibilidad demasiado simple y
fácil para ser creíble. Y aun así, las paradojas más excéntricas eran posibles
en esa historia (nota 32).
–También parece –dijo Sara señalando el teléfono–, que Palau está fuera
de peligro.
Todos los Palau el Palau: el Palau de la prensa, el Palau de Greenstreet y
el Palau de Ferneli confundido.
–Nada más.
El Hammett de Ferneli imaginó que Sara, y él, lo sabrían todo si todo
estuviera escrito. Pero así la historia se convertiría en un juego matemático y
tedioso, sin sorpresas, anunciando su final como el resultado de una ciencia
exacta.
–Palau se puede esconder o viajar o pasar de incógnito y aguardar una
tregua. Puede tomar un avión, despedirse de la ciudad y anunciarlo en la
prensa, asegurando a los que crean la noticia que escribirá a una distancia
prudente, dentro o fuera del país.
Ferneli aceptó. Esconder a Palau por un tiempo mientras los ánimos, de
la clase que fueran y del lado que estuvieran, se apaciguaran un tanto.
Sara apagó el cigarrillo, revisó el manuscrito y concluyó su monólogo,
mientras Ferneli leía lo que había escrito en la hoja, con un “de resto, me
parece que está bien” que lo animó a proseguir.
***
***
Moviéronse entre las cuatro luces; entre los cuatro niveles de estrellas. El mundo
no estaba iluminado. No había día, no había noche, no había luna. Ellos
percibieron entonces que llegaría el amanecer; el amanecer llegó.
Libros de Chilam Balam
Mi amigo, mi niño, mi niño precioso, aquel por quien todo vive, ¿acaso
tendré que irme, que regresar otra vez, que regresar a la tierra y al sufrimiento
en la tierra? ¿Cómo en el canto esperar que sólo tú me destruyas cuando yo
he de morir? Tu corazón es un libro, un dibujo, un canto precioso con
templos, con aves que enroscan sus plumas, con rayos de sol y de luna, un
libro que cuenta y que es mi designio, que anuncia y que narra el que es mi
designio. Y allí ya me veo, ya entiendo, ya avanzo otra vez, buscando la
guerra florida, la víctima o el amigo de la guerra florida, el nuevo guerrero
que caiga a la tierra y muera en la tierra cuando el puñal, en mi mano, gire en
su pecho y arranque el corazón de su pecho: Su muerte florida, su muerte en
la tierra, su muerte narrada en tu canto precioso... Y ya avanzo, ya voy, ya me
acerco... Tú lo has narrado, tú lo has contado, tú lo has dicho, como ahora,
como en el canto, “que aún por breve tiempo te dé yo placer”. Y que en mi
muerte, como en el canto, broten las flores, y broten en mi tiempo y sean las
doradas flores de mil pétalos... Que mi muerte sea un don, una ofrenda, que
de nuevo la sangre haga volar al sol y que mi sangre o la sangre de la víctima
o del amigo de la guerra florida, inunde de luz el sitio donde yo muera, que
sea para ti, mi amigo, mi niño, aquel por quien todo vive, el lugar donde
broten de la destrucción las flores.
***
Querida Marchita:
Cosmología es Magia, es Ley y Sabiduría. Por ella nos regimos y nos dirigimos
hacia nuestros seres queridos, amigos o enemigos. Es Magia y es Ritmo y su Ritmo
nos afecta y nos mueve o nos conmueve, y es debido a él que somos o no, tú bien
lo has dicho. Pero reflexiona y atiende, orienta tu vida: ¿Qué son para ti, qué
desearías y cómo las ves, la Felicidad o la Dicha? Cosmología es Universo y
Universo de Universos todo Universo se guía por ella. Y sus reglas, olvidarlas,
pueden causar sufrimiento, dolor, inalcanzables quimeras. Así que atiende, medita
y reflexiona antes de responderte a ti misma. Tu orientación es precisa y me
despido de ti como citaba un colega: “La siembra es libre pero la cosecha será
obligatoria” (nota 39).
Vomitar hubiera sido elocuente. Rasgar la carta del último de los
Buzones Astrológicos y hacer del folletín un rompecabezas que se hundiera
en la constelación del inodoro, girando en las cañerías, perdiéndose entre
otras estrellas por siempre jamás, no pasaría de ser un acto simbólico,
personal e inútil, cuando una multitud de lectores veía allí sus problemas
supuestamente resueltos, lloraba en público con seudónimos no menos
lacrimosos o interpretaba sus dramas o los dramas de una vida hechos a la
medida de quienes los padecían con dolor auténtico, pasión profunda y
plácido llanto. Además, Sara y Ferneli aguardaban, en una próxima entrega,
la frase o el guiño que en uno de tales Buzones decidiría sus destinos.
Saldrían en un viaje, no precisamente de placer, hacia el lugar donde se
encontraba la Bestia, la criatura, el embrión gordo y desarrollado del gordo
que dejara a su paso un rastro desolado y lúgubre. Acorralada ante el mar,
perseguida por una legión de reporteros –fantasiosos, justos o simplemente
chiflados y escandalosos– y por los rumores de una opinión pública que ya la
había sentenciado, imaginándola en algún lugar del país por los estragos que
siempre la acompañaban, sólo se tenía de ella un perfil incierto y difuso que
la describía como “un mal público”, una calamidad, un desastre nacional,
encajándole la clase de rótulos que explicaban de algún modo las tragedias
permanentes e imperturbables que asolaban a una nación. No era una criatura
como Cthulhu, como un primordial o un monstruo hundido y dormido en el
mar del tiempo, pero Ferneli, recordando esa clase de engendros, elaboró su
propia versión, al estilo de las masas repugnantes y babosas que
empantanaban los relatos de escritores venerados como artistas de lo
escalofriante. El suyo era así un espectro entre los espectros y no era una
aparición exclusiva de sus pesadillas: sus visiones hacían parte de un horror
colectivo, tolerado con la dificultad o la resignación de alguien condenado a
un vicio; un horror que asaltaba a una comunidad estafada en su buena fe por
una violencia sin límite. Y la escritura –exorcismo, conjuro o terapia–,
permitía aniquilar a los peores demonios o, por lo menos, colocarlos en su
sitio, aunque fuera en el mundo imaginario y real de los libros.
Así que la siembra era libre pero la cosecha obligatoria. La frase
resplandecía con el brillo de una máxima, destellando para Sara en la
columna que del drama hacía melodrama y comunicaba en secreto –a sus
interesados, a sus interesadas–, soluciones, consejos, respuestas, aliviando la
tristeza de almas solitarias, en pena, camufladas tras un seudónimo anónimo.
Y Sara, atendiendo la bondad y la prosa, la extrema sabiduría del gurú o la
gurú, de la matrona o la sicofanta psiquiatra, releía el proverbio intentando
capturar su sentido, la profunda reflexión que intentaba ser un aliento, un
estímulo, una compañía para esa agostada marchita.
No había misterio, ni siquiera detective, se repetía Ferneli mientras Sara
hojeaba el diario, siguiendo instrucciones previas. La entrega secreta del
mensaje en clave había seguido a la entrega del arma en la noche. Eficiencia
en una entrega inmediata que llevó a Sara de aquel Buzón Astrológico a
buscar y encontrar en el diario el siguiente mensaje:
***
Con la sombra del eclipse esfumándose del sol, los hedores de la peste
empezaron a entibiarse y sus muertos, transportados por los deudos,
desfilaron en una procesión que parecía interminable por las calles del país.
Emisarios del gobierno, tratando de encontrar la ayuda necesaria para
restaurar en la república el orden perdido y aliviar la desolación de la
tragedia, aceptaron los trueques más descabellados y las condiciones más
ventajosas consignadas en contratos pergeñados para beneficio de sus
autores. Palabras como territorialidad con su música larga y farragosa o
soberanía, fueron manoseadas en los escritorios y desvirtuadas en los hechos
que demostraban las intenciones reales de los documentos, algunos de ellos
estudiados en pomposas y grandilocuentes reuniones presidenciales en las
que se hablaba de una buena voluntad dudosa.
Al interior del país, las viudas y los hijos de las viudas, los amigos
investidos de un luto que lograba impregnarlo todo, los soldados que en las
noches eran espantados por sus propios recuerdos, los dolientes de fantasmas
que tenían como único consuelo reaparecer noche tras noche con su cuerpo
translúcido a ajustar ya inútilmente las cuentas con sus asesinos, prolongaron
la ilusión del eclipse al ser ellos mismos sombras entre las sombras agobiadas
por el peso de los ataúdes.
El millar de funerales y la extravagante cantidad de entierros oficiados
por los ministros del miedo, trastornó las memorias más prodigiosas,
impotentes ante un fenómeno que rebasaba todos los cálculos, siempre
aproximados, sobre la real y estrambótica dimensión de la tragedia.
Una contabilidad macabra de hechos y sucesos, de cifras y censos, de
recuentos que resultaban ser nada ante un horror que destruía sin compasión
los rescoldos del alma de sus víctimas, pasó a integrar y a incrementar los
archivos más que extensos de un crimen inabarcable y hereditario como una
tara genética en la historia del país.
Un diario publicó, hacia el final de uno de los años del eclipse, la
estadística de la barbarie en los días transcurridos por aquel entonces: 365
días de muertos oficiales o muertos relegados a las listas de las fosas
comunes, muertos sepultados con o sin honras fúnebres, muertos memorables
o simplemente muertos olvidados bajo la incógnita y el misterio de ser
muertos desconocidos entre los muertos. Un conteo exhaustivo que jamás se
agotaría o que apenas agotaba el tema.
Luego de aclarar los juegos retóricos con los que el gobierno intentaba
explicar la situación, el autor de la columna sentenciaba a su lector,
concluyendo de forma salomónica, ácida y mordaz, con un comentario que
explicaba la tragedia y la forma como esta se asumía a lo largo y ancho del
país –del país que se consideraba el país oficial, vislumbrándose a través de
su ignorancia la existencia de un país secreto o remoto del que nadie, o muy
pocos, tenían noticia hasta el momento–. Al registro de las fechas, los lugares
y los muertos, agregaba el periodista: No sé qué lecciones se puedan sacar de
todo esto. Tal vez alguna lección de geografía (nota 43).
O tal vez, para algunos lectores, ninguna lección. Pero la sombra que
empezó a desvanecerse lentamente sobre un país ruinoso, aún permanecía en
sus habitantes y en los muertos que seguían acompañando a sus dolientes. Y
nadie, nunca, podría negar que aquella había sido otra generación entre las
generaciones que estarían condenadas en la historia a vivir bajo el estigma de
la muerte.
V (nota 44)
***
Uno de los ojos de Ferneli veló durante toda la noche el sueño del otro.
Al malestar del insomnio se sumó el malestar de un día que anunciaba con su
sol la inclemencia de un tiempo caluroso, agobiando con su rayo a la ciudad.
Enrumbarse hacia la playa, convertirse en la pareja ideal de turistas, y
deambular con sus pieles blanquecinas y lechosas, curtidas por el clima que
encerraban las montañas sepultadas y lejanas bajo un diluvio permanente,
transformó aquella misión en las vacaciones más tradicionales y placenteras
que recordara Ferneli, por lo menos hasta el momento.
Confundidos en la masa de turistas, refugiados y escondidos entre rollos
y rodillos, gordos, gordas y mantecas, grasas y carnes calibradas en
gimnasios o echadas definitivamente a perder por la flacidez sedentaria de
horas de oficina, Sara y Ferneli pasaban casi tan anónimos como el resto de
bañistas entre aquel espectáculo de horror. La especie estaba allí, sin posturas
vergonzantes, exponiendo su fealdad o su deformidad, reflejando con lujo de
detalles el deterioro que dejaba el tiempo en cuerpos vanidosos,
prematuramente envejecidos, abandonados para siempre de una juventud
malgastada.
Un efebo como un oso, más que un úrsido, recostaba con orgullo su
figura de gimnasio en la base de la torre –esquelética y vacía– de un supuesto
salvavidas, siempre ausente. Mientras Sara entraba al mar, Ferneli lo advirtió
y lo miró, evitando intimidarse por sus músculos. Recostándose en la arena,
juagándose a chorros con un protector que resbalaba por su piel, alérgica y
sensible a casi todo, evitando procurarse la apariencia de un camarón llagado,
Ferneli observó disimuladamente –o eso fue lo que pensó– al Atlas de la
playa. El oso, el mamífero carnívoro y carnoso, observaba obsesivo la figura
alucinante de Sara sumergiéndose y flotando en el mar –para Ferneli, un
juego comprensible de miradas y buceos admirados ya que Sara siempre era
para él admirable monumento–, desviando por momentos, el oso, el
mamífero carnívoro y carnoso, su mirada de la figura de Sara hacia la figura
de Ferneli, aburrido de porteros y coquetos transvestidos.
Balanceando una lata de cerveza en el extremo de una garra similar a
una mano, el modelo se acercó hasta Ferneli. Caminaba suavemente, con el
tacto de un oso enfurecido y cojo, chispeando y salpicando con sus pasos la
arena que cubrió a Ferneli cuando el hombre estuvo a un paso. Escuchó el
golpe seco de la lata acolchándose en la playa, descendiendo de la mano de
aquel oso a la arena, alejándose después de recubrirla con el manto de una
camiseta que tenía, por supuesto, la figura de Snoopy escribiendo en su
perrera.
Sara conocía el laberinto y sus salidas, sus recodos y sus trampas.
Regresando de su baño, de su hermosa inmersión en un mar ahora sagrado,
despejó los enigmas de Ferneli. Si el final estaba cerca, la espiral vertiginosa
de la historia, sus últimos sucesos y sus hechos se estaban sucediendo con
más vértigo que en el resto de toda su aventura.
El oso se desvaneció en el aire, moviéndose con rapidez, como un
prodigio sin explicación y cuya explicación, en ese momento, ya no tendría
ningún sentido. La trama avanzaba y se destejía por sí sola, y los giros del
laberinto se iban estrechando cada vez más.
La lata pesaba de una forma extraña. Podía ser su contacto a través de la
camiseta. Pero aquella lata no tenía cerveza, no contenía líquido, casi no
pesaba y estaba cerrada pero encerraba un material distinto al que siempre se
encontraba en una lata de cerveza.
Sara recibió de manos de Ferneli el nuevo paquete entre todos los
paquetes de los que ya habían acusado recibo. Colocándolo en su bolso, una
versión más tropical de su bolso anterior, bolso playero, Sara continuaba,
llenando de confianza a Ferneli, avanzando en los pasillos de su propio
laberinto. Y allí podía estar –mientras Sara se secaba sentada en la playa, se
envolvía en una bata y levantaba la belleza de su cuerpo y su estatura–, el
mendigo del arete y la risa desquiciada, mendigo al que Sara no prestó
atención, fue indiferente como apenas podía serlo la vendedora de frutas que
trataba de escurrirse de su lado, de su aliento pestilente, de su risa y su
sonrisa enfermizas, opacadas por sus ojos coagulados, enturbiados por noches
como la noche anterior.
Saliendo de la playa, el mendigo saludó, no con sonrisas, con una mueca
extraña y a distancia, a Sara y a Ferneli abandonando el lugar, olvidando el
resplandor de su arete, la máscara que recubría el que tal vez fuera su rostro
oculto tras la máscara. Al volverse en el asiento de otro taxi, vieron cómo
mantenía la postura reverente de una venia dieciochesca, extraña en tal playa
donde el hombre parecía un ser de otro tiempo, abandonado a la peor de las
suertes.
***
***
***
***
***
***
Podía estar levitando. Veía las estrellas y casi podía tocarlas. Se movía
con ligereza, respirando con sus pulmones llenos de un gas que lo hacía sentir
como un globo a punto de alzar el vuelo. Los vapores tóxicos se habían
disipado en la atmósfera. Sólo quedaba la noche y un frío que humedecía la
piel. Nadaba en un letargo que suspendía sus sentidos, lo hundía en un sueño
plácido, le permitía disfrutar la paz de los muertos. Era una momia de vuelta
al sepulcro, cargada por los arqueólogos que habían tenido la suerte de
perturbar su descanso. Apenas abría los ojos y se dejaba llevar escuchando el
golpe de su cuerpo contra el suelo helado de una tumba. Un intenso
escalofrío lo revivió parcialmente. El mundo giraba avanzando en el marco
de una ventana. A sus oídos llegó una conversación que no era del todo
extraña. Reconocía las voces. Por lo menos una de ellas. Giró con dificultad
su cabeza descubriendo un punto de oro que relumbraba, prendido como un
arete al lóbulo de una oreja. Su resplandor se apagaba por la que era o podía
ser la caricia de una mano. La ventana se inclinaba. Descendían rápidamente
por una curva infinita que se perdía en el camino. El auto se niveló. Entraron
a una avenida. Viajaba acostado en el centro de un caleidoscopio móvil. Sus
luces brillaban con una frecuencia exacta y hasta sus ojos llegaba la luz
amarilla de los focos de la ciudad. Tenía una visión más nítida. Más allá del
parpadeo de los postes, el cielo palidecía. Veía amanecer en el trópico. El
auto se detuvo y el nombre del arete bajó, abrió la puerta trasera y acomodó a
su invitado, sentándolo como si fuera un borracho, imitando a un borracho.
Sufrió un ligero vértigo. Regresaba de la nada y había resucitado. Transitaban
de nuevo por una vía a la orilla del mar. Había pasado por ella en una vida
anterior, en un instante perdido en el pozo de una memoria oscura, confusa.
Recordaba a grandes rasgos la ciudad y su playa. Recorrieron un largo tramo,
avanzaron entre una jungla de hoteles, se detuvieron de nuevo y el hombre se
esfumó llevando en su oreja el arete, despidiéndose con un incomprensible
hasta pronto. El auto giró en la avenida, se devolvió por la playa y penetró en
la ciudad. Pasaron por un arco que vislumbró vagamente, adentrándose en las
calles antiguas que resguardaban murallas recordadas también vagamente.
Frenando ante una casona, colgando sus restos de un hombro al que apenas
alcanzaba por una cuestión de centímetros y una estatura perceptiblemente
diferente, caminó con dificultad, tropezando a través de kilómetros, llegando
hasta un lugar donde un sonido metálico y un comentario burlesco,
antecedieron la marcha hacia su habitación. Poco antes de que el sol brillara,
el cuerpo de Ferneli se hundió en la suavidad de un lecho mullido, acogedor,
tibio, cayendo esta vez, definitivamente, en un sueño profundo, dorado, un
mundo en el que todo era posible.
***
Después Ferneli empezó: “Noticia. Uno de los casos tal vez más
desconcertantes que se hayan dado nunca entre la comunidad cinéfila de
Bogotá...”.
El gran sueño
Los siguientes son algunos de los textos de la cartelera de Ferneli con base en
los cuales él escribió su novela. Según el director de los Laboratorios
Frankenstein, vecino del autor y quien le ayudara a corregir el borrador
definitivo, la publicación a modo de apéndice de esta selección de artículos,
recortes y noticias, ayudarán a comprender al lector los motivos por los que
El capítulo... fue escrito. Así pues, aquí empiezan, Showtime!
Nota 12. “Nada puede ser más entretenido que el hecho de sentir miedo.
De ahí el éxito de las novelas y los films de terror”.
De un libro para algunos apócrifo, para otros bíblico, libro de libros
debido a un erudito en toda ficción de horror y su historia, gran libro de
horror. Adivine el personaje.
Nota 13. “Era el momento apropiado para repetir las palabras con las
que finalizara su relato un cronista legendario de la peste: ‘Cien mil almas se
llevó/ ¡Pero yo sobrevivo!’ ”.
Cronista legendario de la peste, el cronista de la peste entre las pestes del
siglo XVII en Londres. Además de su libro sobre la peste, siempre tendremos
en él al creador y recreador de una historia que ha mostrado en el tiempo las
venturas y desventuras’ del hombre civilizado retornando al mundo salvaje,
la civilización por hacer. Un relato también legendario como aquel de la
peste, relato respetablemente honrado en novelas no menos honrosas como
La piedra lunar de Wilkie Collins. Adivine el personaje.
Nota 18. “Un profeta había escrito que todo era fantasía, un sueño, un
mundo de vastas emociones y pensamientos imperfectos”.
Ferneli reconoce sus deudas, alaba sus influencias, las agradece. Un
mundo de vastas emociones y pensamientos imperfectos debido, no
exactamente a un profeta, a un escritor que ha hecho del género policíaco un
género que muestra, según afirmación de un crítico, a la fiera sin la máscara
de las fieras. Mandrake, Morel, Lucia McCartney, Lima Prado, Guedes,
Delfina Delamare, El Cobrador, como ecos, a su modo y su manera de
Raymond Chandler; la literatura policíaca y el molde que permite describir la
violencia que padece, no sólo en la página libresca, su lector. Adivine el
personaje.
Nota 19. “¿El lenguaje como juego malabar? Sí, como juego malabar
jugado y conjugado por acróbatas únicos en un medio donde la artritis
parecía virus”.
Su juego malabar es juego único. Su lenguaje, una guaracha –¡qué gran
guaracha!–. Y en El lenguaje como juego malabar, título de una entrevista
concedida con su gracia malabar, sin par, declaró cómo “toda literatura es una
peleada suma de veces y de voces consumidas y consumadas con el propósito
de continuar el acuerdo o continuar el desacuerdo”. Su suma, su verbo, es
entonces juego, juego que gusta por su sabor, siendo el verbo, en sus manos,
el verbo hecho gracia como éxito fenomenal, musical, gran verbo y gran
guaracha. Adivine el personaje.
Nota 21. “Además –concluyó Ferneli con una actitud flemática–, ¿no
recuerda usted quién dijo: ‘Sólo lo difícil es estimulante’?”
Cita de un personaje monumental, monumental en su prosa, en su verbo
y en su físico, monumental en los grandes y grandiosos tabacos que ensartaba
en su boca, monumental en sus novelas, novelas de gran peso, novelas y
ensayos de un peso pesado, monumental en sus relatos barrocos. Personaje
querido por la amistad que mantuvo con ese otro gran personaje de Ferneli,
su gran amigo imaginario, el mejor amigo. Adivine el personaje.
Nota 23. “Aparte del título de un libro que dudosamente habría cruzado
por los ojos, la existencia y el mundo de Greenstreet (‘El cerco se estrecha, el
poder sagaz de los sabuesos y de la mente amenaza de hora en hora’), no
sabía a qué se estaba refiriendo el gordo nombrando un par de emblemas
perseguidos como una ilusión por muchos y alcanzados en realidad por
pocos”.
Otro poder y otra gloria, el poder y la gloria –aquí ya se dijo todo– de un
lector que encontrará, en este y en otros libros, el mundo de un escritor que
conjura con su oficio sus fantasmas personales –su otro yo, la religión, el
amor el miedo o la mezquindad, y un etcétera que abarca otros fantasmas–,
encontrando además el autor, en la redacción de sus libros, las vías de escape
que luego recuerda Ferneli, a su modo, en su Capítulo..., prolongando en él
esta idea: “Escribir es una forma de terapia; a veces me pregunto cómo se las
arreglan todos los que no escriben, componen o pintan para escapar de la
locura, la melancolía, el terror pánico inherente a la situación humana. Auden
observó: ‘El hombre tiene tanta necesidad de escapar como del alimento y el
sueño profundo’”. Adivine el personaje.
Nota 27. “Y la realidad para Hammett, según uno de sus críticos, era
inestable e impredecible, y cada cual debía estar alerta para reaccionar a sus
ironías”.
En su biografía de Hammett, Julian Symons recalca la agudeza que ha
convertido a este crítico en uno de los críticos más inteligentes de Hammett.
Adivine el personaje.
Nota 30. “De sus hombros despegó un aleteo, aliviando a Ferneli de una
opresión que aturdía su cerebro y las sombras de su sueño. Con el timbre del
teléfono las criaturas se ahuyentaron escapando por el aire con un ruido
similar a una carcajada seca y solapada, dejando que el azar se encargara de
la suerte de Ferneli, prolongando el terror que ellas iniciaran, al fin y al cabo,
ya se había dicho, la pesadilla es, ante todo, la sensación del horror”.
Borges, Dante, Shakespeare, Poe, Wordsworth y muchos otros, supieron
del horror y de la opresión del horror en el sueño. En una de las noches de sus
Siete noches, Borges se refiere a este aspecto del mundo imaginario. Adivine
el personaje.
Nota 31. “El resplandor inicial que le cegara los ojos era el resplandor al
que siempre estaría sometido otro personaje de otra aventura, el director
general, condenado a los destellos de una fotofobia inclemente –‘Félix tuvo
dificultad en ubicar al director general en la vasta penumbra del despacho sin
ventanas, voluntariamente sombrío, donde los escasos focos parecían
dispuestos para deslumbrar al visitante y proteger al director general, cuya
fotofobia era bien conocida. Al cabo, Félix pudo distinguir el reflejo de los
anteojos ahumados, unos pince-nez que sólo el director general se atrevía a
usar. Como que habían sido el trademark del villano número uno de la
historia moderna de México, Victoriano Huerta. Pero el director general tenía
la excusa de sufrir fotofobia’”.
De una novela dedicada, por estricto orden de desaparición, a la
memoria de Conrad Veidt, Sydney Greenstreet, Peter Lorre y Claude Rains.
En ella encontraría Ferneli un guiño para comprender su historia: “–Para ti, se
inició de veras en un taxi, ¿recuerdas?, ese fue el momento del vuelco, Félix,
ese paso insensible de la realidad a la pesadilla, esa rendija por la que se cuela
cuanto parece cierto y seguro en tu vida para volverse incierto, inseguro y
fantasmagórico. ¿Crees que puedes regresar impunemente a la situación
anterior, recobrar la realidad que perdiste para siempre, volver a ser el oscuro
burócrata, tenorio y marido que se llama Félix Maldonado?”. Adivine el
personaje.
Nota 34. “Amor, humor, dolor, ira, heroísmo, miedo, disgusto, asombro,
tranquilidad. ¿Acaso las nueve fases de la danza hindú no reflejan el ánimo
de su protagonista en el transcurso de la aventura y en lo que resta aún de
ella?”.
The Basic Nine Moods of the lndian Classical Dance, explicadas por el
rostro y la gracia proverbiales de Sanjukta Panigrahi.
Nota 35. “Las nueve fases de la danza hindú...”. El director de los
Laboratorios presagió a su modo el transcurso de aquella noche, las variantes
y sorpresas que reflejarían la aventura narrada por la bella entre las bellas
apaciguando su alma hacia el final de la danza. Su rostro era entonces la luna
creciente anunciada por un rey de otro siglo, rey sevillano que fuera un
fantasma, condenado a extrañar mientras deambulaba por jardines decorados
con fuentes, la imagen de un rostro que desvanecía su imagen en el aire de
otra noche y otro tiempo”.
Rey-poeta de Sevilla, salvador de El Halcón Gris, famoso bandido de la
vida sevillana en el siglo XI, escritor y descriptor del sueño amoroso:
Nota 37. Acerca del grafiti que se ve en tal página, y sobre otros grafitis,
recordemos la palabras, palabras imaginarias, palabras de ficción o palabras
reales, escritas por Lou Reed y John Cale en su disco-homenaje a su amigo
Andy Warhol, Songs for Drella; palabras que dicen en “Trouble with
classicists” (The trouble with a classicist he looks at a tree/ That’s all he sees,
he paints a tree), refiriéndose a los artistas anónimos y callejeros después de
hablar de los clasicistas, los impresionistas, los surrealistas, así:
I like the druggy downtown kids who spray paint walls and trains
1 like their lack of training, their primitive technique
I think sometimes it hurts you when you’re afraid to be called a fool
The trouble with classicists is...
Nota 40. ¿La viva imagen de Sara? Una imagen de Sara, un fragmento
de la imagen de Sara, oficiando el rito que el lector, fácilmente, reconoce, a
imagen y semejanza de Sara.
Nota 41. “El silencio que siguió al rumor con el que Santiago cerró la
puerta, precipitó a Ferneli en una melancolía sin fondo, enorme, donde cabía
holgadamente y aún sobraba espacio para Sara y otros amigos. Una
melancolía que lo obligó a mirar su apartamento, la biblioteca, la mesa donde
reposaba su máquina de escribir, la ciudad, como si le doliera el título de un
libro que le había dejado una sensación no menos melancólica y triste, “sobre
un mundo a punto de desvanecerse”: Adiós a todo eso.
Adiós a todo eso no un clásico como otros –sus mitos griegos–, pero el
autor reconoce que tal título se convirtió en una locución proverbial, “y
constituye mi única contribución al Diccionario de citas familiares de
Bartlett”. Su gramática poética, su lunatismo y su amor a la Diosa Blanca,
han colocado por siempre a la poesía –y al mito poético– de su lado, como
sinónimo de su nombre. Adivine el personaje.
Nota 42. “De cierta manera, Ferneli estaba agradecido con Sara, con su
historia, con el relato que había enriquecido su visión de la ciudad
eternamente resplandeciente bajo la lluvia. Y siempre, claro está, la llevaría
consigo. Pero ahora, cuando llegaban al aeropuerto en medio de un
crepúsculo que parecía el umbral hacia otro destino, hacia otra clase de
mundo tal vez con los mismos monstruos –de hecho con los mismos
monstruos–, se repitió a sí mismo, con innegable placer pero también con el
cariño y la tortuosa tristeza de un amor difícil y escasamente correspondido,
el título de aquel libro que renacía en su memoria de forma sospechosamente
coincidencial: Adiós a todo eso”
Primero el crepúsculo, de nuevo, según Juan-Eduardo Cirlot y su
Diccionario: “Tanto en el matutino como en el vespertino, corresponde a la
escisión, a la grieta que une y separa a un tiempo los contrarios. Frazer cuenta
una curiosa estratagema mítica: Indra jura que no matará al demonio Namuni
ni de día ni de noche; le mata de madrugada, entre dos luces. El crepúsculo se
distingue, pues, por esa indeterminación y ambivalencia, que lo emparenta
con la situación espacial del ahorcado y de lo suspendido, entre el cielo y la
tierra. Respecto al crepúsculo vespertino, se identifica con Occidente (el lugar
de la muerte). Por ello dice Donteville que no es por azar que Perseo va hacia
el Oeste para apoderarse de la cabeza de Gorgona; y Hércules para llegar al
jardín de las Hespérides, pues, el lugar (y la hora) del ocaso, por ser el
extremo terminal de un proceso (asimilable al signo zodiacal Piscis) es
también el origen de un ciclo nuevo. Según la leyenda, Merlín enterró al sol
en Mont Tombe; en Occidente cayó herido el rey Arturo, donde fue curado
por el hada Morgana (de Morgen, mañana)”.
Ahora una cita que place y complace, un poema ya clásico y más que
clásico, de Constantinos Cavafis –¿lo adivinó ya el lector?–, celebrado por
Lawrence Durrell en su Cuarteto y que en palabras de una traductora para
siempre cortazariana, Aurora Bernárdez, dice para ilustración de lo que dice
Ferneli sobre su ciudad, a la que siempre, claro está, llevará consigo:
La ciudad
Te dices: Me marcharé
a otra tierra, a otro mar,
a una ciudad mucho más bella de lo que esta
pudo ser o anhelar...
Esta ciudad donde cada paso aprieta el nudo corredizo,
un corazón en un cuerpo enterrado y polvoriento.
¿Cuánto tiempo tendré que quedarme,
confinado en estos tristes arrabales
del pensamiento más vulgar? Dondequiera que mire
se alzan las negras ruinas de mi vida.
Cuántos años he pasado aquí
derrochando, tirando, sin beneficio alguno...
No hay tierra nueva, amigo mío, ni mar nuevo,
pues la ciudad te seguirá,
por las mismas calles andarás interminablemente,
los mismos suburbios mentales van de la juventud a la vejez,
y en la misma casa acabarás lleno de canas...
La ciudad es una jaula.
No hay otro lugar, siempre el mismo
puerto terreno, y no hay barco
que te arranque a ti mismo. ¡Ah! ¿No comprendes
que al arruinar tu vida entera
en este sitio, la has malogrado
en cualquier parte de este mundo?
Nota 43. “Un diario publicó, hacia el final de unos de los años del
eclipse, la estadística de la barbarie en los días transcurridos por aquel
entonces: 365 días de muertos oficiales o muertos relegados a las listas de las
fosas comunes, muertos sepultados con o sin honras fúnebres, muertos
memorables o simplemente muertos olvidados bajo la incógnita y el misterio
de ser muertos desconocidos entre los muertos. Un recuento exhaustivo que
jamás se agotaría o que apenas agotaba el tema.
Luego de aclarar los juegos retóricos con los que el gobierno intentaba
explicar la situación, el autor de la columna sentenciaba a su lector,
concluyendo de forma salomónica, ácida y mordaz, con un comentario que
explicaba la tragedia y la forma como esta se asumía a lo largo y ancho del
país –del país que se consideraba el país oficial vislumbrándose a través de su
ignorancia la existencia de un país secreto o remoto del que nadie, o muy
pocos, tenían noticia hasta el momento–. Al registro de las fechas, los lugares
y los muertos, agregaba el periodista: No sé qué lecciones se puedan sacar de
todo esto. Tal vez alguna lección de geografía”.
En El Espectador, diciembre 18 de 1988:
Memorándum
De Antonio Caballero
Este año que termina ha sido para Colombia el año de las matanzas. No
hablemos de los millares de asesinatos individuales de civiles, ni de los cientos de
choques armados entre guerrilla y Ejército. Es el año de las matanzas colectivas: 65
con más de cinco víctimas, para un total de 569 muertos. No se cuentan los
heridos.
Va la lista:
Envigado, Antioquia, 8/1/88: 8 muertos.
San Pablo, Bolívar, 11/1/88: 6 muertos.
Puerto Nare, Antioquia, 21/1/88: 8 muertos.
Puerto Sogamoso, Santander, 1/2/88: 9 muertos.
Cuatro Bocas, Santander, 3/2/88: 6 muertos.
Bajo Putumayo, Casanare, 16/2/88: 7 muertos.
Pinialito, Meta, 21/2/88: 14 muertos.
Sierra Perijá, Cesar, 25/2/88: 8 muertos.
Bucaramanga, Santander, 28/2/88: 5 muertos.
Sierra Nevada, Cesar, 1/3/88: 8 muertos.
Chigorodó, Antioquia, 2/3/88: 6 muertos.
Currulao, Antioquia, 4/3/88: 20 muertos.
Mejor Esquina, Córdoba, 3/4/88: 38 muertos.
Villanueva, Casanare, 4/4/88: 5 muertos.
Coquitos, Antioquia, 11/4/88: 25 muertos.
Villanueva, Casanare, 11/4/88: 6 muertos.
Rosas, Cauca, 18/4/88: 5 muertos.
Chaparral, Tolima, 18/4/88: 5 muertos.
Valledupar, Cesar, 24/4/88: 5 muertos.
Bogotá, 10/5/88: 5 muertos.
Yarí, Caquetá, 10/5/88: 6 muertos.
Arboledas, N. Santander, 17/5/88: 5 muertos.
Itagüí, Antioquia, 22/5/88: 5 muertos.
La Fortuna. Magdalena Medio, 24/5/88: 6 muertos.
Medellín, Antioquia, 26/5/88: 5 muertos.
San Vicente, Santander, 29/5/88: 12 muertos.
Belén de los Andaquíes, Caquetá, 6/6/88: 5 muertos.
Andes, Antioquia, 7/6/88: 5 muertos.
Bucaramanga, Santander, 10/6/88: 13 muertos.
San Rafael, Antioquia, 14/6/88: 18 muertos.
Paniquita, Cauca, 24/6/88: 7 muertos.
Bogotá, 1/7/88: 6 muertos.
Puerto Parra, Santander, 4/7/88: 6 muertos.
Otanche, Boyacá, 4/7/88: 11 muertos.
El Castillo, Meta, 5/7/88: 17 muertos.
Pivijay, Magdalena, 6/7/88: 5 muertos.
Medellín, Antioquia, 11/7/88: 5 muertos.
Ciénaga, Magdalena, 11/7/88: 6 muertos.
San Vicente, Santander, 20/7/88: 12 muertos.
Chaparral, Tolima. 21/7/88: 5 muertos.
Puerto Libertador, Córdoba, 22/7/88: 8 muertos.
Yacopí, Cundinamarca, 22/8/88: 9 muertos.
Saiza, Córdoba, 23/8/88: 11 muertos.
Medellín, Antioquia, 28/8/88: 5 muertos.
El Tomate, Córdoba, 30/8/88: 16 muertos.
Puerto López, Meta, 30/8/88: 6 muertos.
Olaya, Nariño, 9/9/88: 5 muertos.
San Andrés, Córdoba, 9/9/88: 5 muertos.
Cali, Valle, 15/9/88: 6 muertos.
Villarrica, Tolima, 27/9/88: 5 muertos.
Turbo, Antioquia, 30/9/88: 5 muertos.
Medellín, Antioquia, 14/10/88: 7 muertos.
Cubaral, Meta, 18/10/88: 5 muertos.
Medellín, Antioquia, 19/10/88: 5 muertos.
Rionegro, Antioquia, 20/10/88: 5 muertos.
El Guarne, Antioquia, 22/10/88: 5 muertos.
El Peñol, Cundinamarca, 23/10/88: 5 muertos.
El Castillo, Meta, 6/11/88: 5 muertos.
Barranca, Santander, 10/11/88: 6 muertos.
Segovia, Antioquia, 11/11/88: 43 muertos.
Los Córdobas, Córdoba, 13/11/88: 7 muertos.
Barranca, Santander. 17/11/88: 5 muertos.
Granada, Meta, 21/11/88: 5 muertos.
Canalete, Córdoba. 25/11/88: 5 muertos.
Puerto Valdivia, Antioquia, 5/12/88: 7 muertos.
En total, ya se dijo, sesenta y cinco matanzas. De tres de ellas los responsables
han sido los grupos guerrilleros (las Farc en Puerto Nare y Villanueva, y el EPL en
Saiza); de cuatro (Envigado, Medellín, Cali, El Guarne), la mafia del narcotráfico.
De las 58 restantes, esas “fuerzas oscuras” de que habla a veces al presidente
Barco, y que el general Guerrero Paz acaba de reconocer finalmente como grupos
paramilitares.
No sé qué lecciones se puedan sacar de todo esto. Tal vez alguna lección de
geografía.
Galimatazo Jabberwocky
En un film titulado La dama del cine de Shangai, la trama giraba alrededor del
relato de Chuang Tzu acerca del hombre que soñaba ser mariposa y la mariposa
que soñaba ser Chuang Tzu, sorprendiéndose ambos al despertar ya que no les era
posible averiguar si era Chuang Tzu quien soñaba ser mariposa o era la mariposa
que soñaba ser Chuang Tzu.
Luego de la proyección del film, Ferneli releyó la anécdota de Tzu y otras
historias y enseñanzas del Tao según Tzu. El filósofo descifraría entonces, con un
texto proverbial, la historia de Ferneli, entre el sueño y la realidad.
Decía Chuang Tzu:
“Los que sueñan que están bebiendo en un banquete, al despertar al amanecer,
lloran de pena. Al contrario, los que sueñan que están llorando, al amanecer se
encuentran que están divirtiéndose en una cacería en el campo. Cuando sueñan no
saben que sueñan. En el mismo sueño tratan de interpretar y comprender sus
sueños. Al despertarse ven que no ha sido más que un sueño. Sólo con un gran
despertar se puede comprender el gran sueño que vivimos. Los estúpidos se creen
despiertos. Presumen ser una vez reyes y otra pastores. Ciertamente, Confucio, y tú
con él, los dos estáis soñando. Yo, que digo que vosotros soñáis, sueño también.
Esto tiene por nombre misterio”.
(Agradecemos los servicios prestados en la traducción a Carmelo Elorduy en Lao
Tse y Chuang Tzu. Dos grandes maestros del taoísmo).
Y como en el viejo pregón
aquí me voy,
aquí me despido,
aquí digo adiós...
O hasta pronto...
Y mañana, sí, mañana,
a gozar...
Este es el punto final.