Mandocas Dulces de Anís
Mandocas Dulces de Anís
Mandocas Dulces de Anís
-Querida nieta, hoy cumples 15 años y comienzas tu camino sola, como maga
blanca aprendiz.
-¡Qué maravilla abuelo!, no me lo esperaba… y lo abrazó
-¿Ya sabes cuál va a ser tu nombre de maga blanca?, preguntó
-No abuelo, aún no lo sé. Estoy tan emocionada, que creo que voy a llorar. Voy
a salir a caminar a ver que me inspira
-Cuando vayamos al río ya debes saber tu nombre. ¿Quieres que te ayude?,
volvió a preguntar
-No abuelito. Es un nombre que me va a acompañar, así que voy a buscarlo yo
misma, contestó
Y así la joven que ya no era niña, salió a caminar por el bosque mágico. Trataba de
recordar este día especial, a su madre. No recordaba mucho de ella, pero siempre que
la pensaba, recordaba al anís. El anís es una semilla que viene desde el oriente
asiático hasta la costa del mediterráneo oriental. De allí lo deben haber traído los
padres de su mamá que venían de Europa. El anís al cocinarse suelta unos aceites
muy aromáticos que sirven para aliviar los gases que se forman en las tripas de las
personas. Su abuelo Jencaaz, también sabía hacer bebidas que están prohibidas a los
niños.
-Hola mamá, no te recuerdo mucho hoy; debo escoger un nombre para ser
maga, susurró, entre lágrimas.
En ese momento pasó por encima de su cabeza como a diez metros, una hermosa
águila blanca, que no es usual en este bosque. Ella dijo,
-ahhh una Aglo…Y ella sabía que ese era un nombre en alguna lengua
extrajera que no recordaba bien, pero en cuyo nombre logró identificarse plenamente.
-Asi es. Me llamaré Agloj, como decir, Olga al revés, y con la jota que es la voz
en plural de las águilas y además es la jota de Josefina
-Excelente nombre hija; dijo como quién no necesita tener más explicaciones
porque sabe más de lo que aparenta
El recuerdo del olor y del sabor al anís no se había ido de su cabeza. Ya quería
preparar algo con las semillas que tenía su abuelo en la cocina. Con el recuerdo del
anís, llegó a su memoria una frase: “Mandocas dulces de anís” y pudo recordar a su
madre preparándolas en algún lugar del estado Zulia, muy lejos de donde vivían
ahora.
Con ese recuerdo revisó la cocina y pudo entender que tenía casi todos los
ingredientes, al menos, el anís. Colocó sobre la mesa harina de maíz, harina de trigo,
semillas de anís, vainilla, sal y una pasta negra que salía del proceso de la caña de
azúcar que se llamaba, melaza de caña. Tomó una hoja de papel y escribió todo lo
que se le ocurría, (así hacer los magos blancos y dulces; que se dejan llevar por la
inspiración y por la intuición).
Comparó lo que estaba escrito en el papel con los ingredientes que estaban sobre la
mesa y validó. Faltaban cosas y así salió a ver que le ofrecía la naturaleza, no sin
antes tomar el balde para el ordeño. Primero, buscó un plátano muy maduro en el
sembradío, (aquel que tiene la concha negra pero es maduro por dentro), y consiguió
uno perfecto. Luego recogió un huevo fresco de gallina de las jaulas, y de allí se fue
directo a la vaca. Olga sabía ordeñar; lo aprendió muy chica de su abuelo. Con dos
maños en las ubres, cantó nuevamente, en una secuencia rítmica, tanto de quién
ordeña y canta , como del sonido que produce el chorro, al caer en el tobo de metal.
Regresó a la casa y volvió a verificar lo que tenía con lo que estaba escrito. Antes de
hacer la preparación, Agloj, tuvo que hacer queso cortado, para sustituir el que tenía el
mago en la nevera.
Agloj también trituró el plátano maduro hasta hacer una pasta. Es así, como mezcló
primero los sólidos, las dos harinas, el anís, la sal, un poco de azúcar y revolvió. Luego
colocó el huevo, el queso, más o menos una taza, la taza de leche tibia, el plátano en
compota, y amasó hasta obtener una masa que no se pegaba en los dedos. Tuvo que
agregar un poco de harina adicional, para que no se pegara tampoco en la vieja tabla
de madera de su abuelo. La tabla estaba teñida de sueños y esperanzas; por eso, era
tan bueno amasar en ella.
Las mandocas de anís son como un abrazo, un sello, una alianza; es un compromiso.
Alivia, alegra, agradece.
Ella tomó una porción y recordó sus juegos de niña con plastilina haciendo tiras de
masa. Una a una las amasó, las estiró y suavemente la dobló y cerró como quién
abraza. Tenía al final, todas tenían forma de lazo.
Colocó en el fuego un sartén con aceite muy caliente y las frió hasta que se pusieron
doradas, crujientes y aromáticas. El olor era fantástico, tanto, que Jencaaz fue hasta
la cocina a conocer del hecho.
Jencaaz cerró los ojos como para contener las lágrimas. Respiró profundo y le dijo que
no tenía nada que decir, aun sin abrir los ojos.
Las mandocas dulces de anís, quedaron doradas, crujientes por fuera y blanditas por
dentro. El sabor del plátano, el maíz y el anís estaba en equilibrio mágico, como debía
ser.
Las colocó en una bandeja con servilletas de papel para retirar la grasa, a la vez que
las espolvoreó con azúcar molida. Ese día, Jencaaz invitó a los vecinos, que no eran
magos, para compartir la magia de la primera receta sola, de su nieta. Con las
cantidades que usó, la joven maga obtuvo 30 mandocas.
Ese día también, el cielo estuvo de fiesta.
Agloj recogió la cocina, la limpió y arregló; también volvió a colocar el queso cortado
que iba a sustituir. Pero dejó olvidada su nota donde escribió los ingredientes de la
receta. Esa noche, su abuelo Jencaaz, que fue a la cocina a tomar agua, la vió brillar
en la oscuridad; la leyó en voz baja, como susurrando, pues sabía que al leerla, lo iba
a encantar: