René Lavand
René Lavand
René Lavand
El destino lo llevó a perder una de sus manos en un accidente. La otra fue suficiente para
ser uno de los magos más famosos de Latinoamérica. Perfil del argentino René Lavand, un
hombre que hace de la magia un arte.
Al acto de cortar y separar del cuerpo humano un miembro o una porción del mismo se lo
conoce como acto de amputar, y solo se realiza en casos extremos, cuando la vida del
paciente corre peligro.
Las lesiones producidas por aplastamiento, sin embargo, generan traumatismos tan
graves que la amputación resulta inevitable, ya que el tejido necrosado penetra en el
torrente sanguíneo, deviene altamente tóxico y, si no se actúa con rapidez, el sujeto
puede morir como consecuencia de una falla renal.
El síndrome del miembro fantasma —una figura mental que puede ser dolorosa o no y
provocar picazón o sensibilidad en una extremidad que ya no existe— ocurre solo cuando
la amputación se produce en miembros inferiores. La amputación de miembros
superiores, en cambio, presenta otras dificultades. La principal, la resistencia de los
pacientes. Puesto que las manos tienen un efecto gestual, perderlas equivale a sufrir la
amputación del rostro: a vivir con una máscara. En cualquier caso, y como se trata de una
operación de carácter mutilante, en la Argentina la Ley Nacional de Ejercicio Profesional
número 17.132 exige el consentimiento explícito y firmado del paciente.
No se sabe si alguien pidió el consentimiento del niño cuando, a los 9 años, fue amputado
de la mano derecha y equipado con un muñón de 11 centímetros a partir del codo.
No se sabe, tampoco, cómo empieza una vocación pero es probable que haya sido así: el
día de sus 9 años en que el niño levantó la toalla con que su madre le impedía ver las
curaciones y, allí donde recordaba una mano, el niño no vio nada.
Nada por aquí. Nada por allá. Ahora la ves. Ahora no la ves.
***
La casa es así.
Pero primero hay que llegar a la ciudad de Tandil, 375 kilómetros al sur de Buenos Aires, y
atravesarla, salir de ella, recorrer caminos de tierra, doblar, doblar otra vez, doblar otra
vez más y ver, a mano derecha, una cabaña en medio de un parque, un cartel que reza
Milagro Verde, un tinglado de enredaderas bajo el cual hay un Audi nuevo impecable,
árboles, árboles, los árboles, un hombre sentado frente a una mesa frente a la cabaña
bajo el tirante sol de la mañana, un hombre que bebe vino tinto, viste camisa clara, usa
corbatín, pantalones beige, zapatos blancos y enormes ojos acuosos —uno de párpado
caído—, cejas profusas y un bigote. La mano derecha —la mano— dentro del bolsillo del
pantalón.
La casa es así: una cabaña de troncos con una puerta estrecha a la que se accede por dos,
tres, cuatro escalones. Adentro, después del comedor —la mesa larga, el candelabro de
una sola vela—, después de la sala —sillas, sillones, un enorme panel de vidrio fijo— hay
un espacio pequeño y estas cosas: un paragüero con decenas de bastones, y en la pared
sombreros —boinas, texanos, gorras de cuero—, y en el piso compactos —Beethoven,
Mozart, Vivaldi, Bach—, y una mesa redonda cubierta por un tapete verde y, sobre la
mesa, mazos de cartas. Y, en todas partes, dibujos y fotos de una mano izquierda y del
hombre que, sentado frente a una mesa frente a la cabaña bajo el tirante sol del
mediodía, bebe vino tinto. A sus espaldas, sobre la puerta de entrada a la cabaña, este
cartel: "Podría vivir en una cáscara de nuez y sentirme rey del universo infinito".
Pero la frase de Shakespeare es así: "Podría vivir en una cáscara de nuez y sentirme rey del
universo infinito, si no fuera por mis malos sueños". Claro que el hombre conoce las
ventajas: una pequeña mutilación puede transformar algo en otra cosa. Puede
transformar, por ejemplo, a un niño común en un hombre extraordinario. A Héctor René
Lavandera, nacido en septiembre de 1928 en Buenos Aires, en René Lavand, habitante de
Tandil, experto en close up —magia de cerca: magia hecha con naipes y objetos
pequeños—, uno de los mejores del mundo en la especialidad de ilusiones con cartas y, si
no el mejor, al menos único. Porque, para hacer lo que hace, René Lavand tiene una sola
mano. La mano izquierda.
Hijo único de Antonio Lavandera y de Sara Fernández, viajante de comercio él, maestra
ella, el niño Héctor René Lavandera vivió con su familia en diversas direcciones de la
capital argentina. En alguna de todas su padre montó zapatería. En el año 1935, cuando el
niño tenía 7, llegó a Buenos Aires un mago llamado Chang y allá fue él, de la mano de su
tía Juana. Cuando apareció Chang sobre el escenario el niño quedó mudo y deseó que su
padre fuera Chang, que Chang fuera su padre, para aprender de él todos los trucos.
Durante semanas, durante meses, no se habló en esa casa de otra cosa: durante el
desayuno, Chang; durante el almuerzo, Chang; en la merienda y en la cena, Chang. Un
amigo de la familia se apiadó y le enseñó un juego de cartas que el niño obseso empezó a
practicar con unción. Poco después, la zapatería del padre se fundió y la pequeña familia
se mudó a Coronel Suárez, un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde esperaba, al
padre, otro trabajo. En febrero de 1937 tenía 9 años. Era carnaval, hacía calor, jugaba a
media cuadra de su casa cuando sus amigos dijeron "Vamos a cruzar la calle". Era un
desafío menor: no era un río, no era un abismo, no era subir una montaña: eran cinco
metros de asfalto. A él, al niño, le tenían prohibido cruzar la calle solo. Pero sus amigos
cruzaron y él pensó "También voy a cruzar". Y cruzó. Y entre él y el resto de su vida se
interpuso un varón rampante, 17 años a bordo del auto de su padre. Hubo maniobra
brusca, niño caído, neumático aplastando —aplastando: lesión gravísima— el antebrazo
derecho contra el cordón de la vereda. Sara, su madre, escuchó el golpe y pensó esto:
"Héctor cruzó la calle". Llegó corriendo. Cuando lo vio —niño caído— los vecinos la
ayudaron a no gritar, a llevarlo a la clínica que estaba justo enfrente. El médico de guardia
quiso amputarlo ya —lesión gravísima— a la altura del hombro. Una mujer, una vecina,
protestó: "Hay que esperar al doctor Patané". De modo que esperaron. El doctor Patané
llegó y le salvó el brazo: cortó la mano y dejó, a partir del codo, un muñón de 11
centímetros. El niño era diestro. La mano perdida: la mano derecha.
***
El parque es así: senderos que se bifurcan, árboles, setos. Al fondo, una casa de
huéspedes. En uno de los laterales, un vagón de tren antiguo, de madera. En la cabaña
principal, de troncos, un cartel —otro cartel— declama "La Strega: soñada, concebida y
diseñada por Nora y René". El hombre de ojos acuosos está, ahora, sentado en el interior
de esa cabaña, en el espacio con paragüero y mesa redonda cubierta por un tapete verde.
El codo izquierdo sobre la mesa, la mano erguida, anillo en el meñique: un timador que
quiere parecer un timador.
Se pone de pie, camina hasta la ventana. Dice algo acerca de esos árboles: que son árboles
viejos.
—Antes vivíamos en el centro, pero hace años que nos mudamos aquí con Nora. Ella fue la
que marcó el camino a la felicidad. Llevamos 25 años de luna de miel.
En el parque, un auto se detiene. Alguien abre una puerta, entra en la cabaña, atraviesa el
comedor, la sala. Una mujer alta, rubia, camisa blanca, anteojos de sol: Nora.
—Querida, ella se va a quedar a comer con nosotros.
La mesa se pone afuera, bajo los árboles. Lavand come con un implemento que es, a la
vez, tenedor y cuchillo. Alguien dirá algo sobre el polen —sobre el exceso de polen— y
acabarán, entre los dos, una botella. Ella se irá a su trabajo como inspectora de colegios
rurales. Él, a dormir la siesta. Dos horas, por reloj.
***
La rehabilitación del niño duró un año. No hay precisiones al respecto, pero se sabe que la
baraja lo entretuvo. Primero, las cartas se caían en tropel de aquella mano torpe, tan
izquierda. Insistió con tesón, se impuso disciplinas arduas: jugar ping pong, pelota paleta.
Pero lo de las cartas le costaba sangre. Aferrar, evadir, dar, levantar, ocultar, esconder,
escanciar: sangre. Creció. Tenía 14 cuando su madre consiguió un puesto de maestra lejos
de Coronel Suárez y se mudaron, entonces, a Tandil. No hay recuerdos tristes de aquella
adolescencia. Colegio, amigos; un padre que le dijo "Al primero que le diga manco de
mierda le rompe la cara, que yo lo saco de la comisaría"; un hombre llamado Leonardi,
aficionado a la magia, que le enseñó algunos trucos y le regaló el libro Cartomagia, de Joan
Bernat y Fábregas, en el que confirmó lo que sabía: las técnicas, todas, eran para magos
de dos manos: nadie había pensado que podía haber, alguna vez, un mago de una mano
sola. Pero insistió y, para cuando terminó el colegio, su mano respondía más o menos
dócil y obediente. En 1955, cuando tenía 18, su padre murió de cáncer y el peso de las
deudas, de la casa y de la madre cayeron sobre él. Salió a buscar empleo y consiguió uno
en el Banco Nación. Pasó allí los siguientes 10 años de su vida. En algún momento conoció
a una mujer llamada Sara Dellaqua y se casaron. Tuvieron dos hijas: Graciela, Julia. En
1960 ganó una competencia de ilusionismo y le ofrecieron debutar en Buenos Aires. Dos
teatros —Tabarís, El Nacional— lo incluyeron en sus espectáculos de varietés. Se rebautizó
René Lavand, con una sofisticación un tanto demodé que por entonces tenía sentido: lo
francés era, de lo elegante, lo mejor. Se calzó el frac, el moño al cuello, bigote fino y,
reclinado sobre su lado izquierdo, con el aire provocador y displicente que le daba la mano
derecha siempre en el bolsillo, hizo furor. En 1961 viajó a Estados Unidos y se presentó en
el Ed Sullivan Show y en el programa de Johnny Carson. En 1965 ya era imparable: hizo
una temporada en Ciudad de México y sus giras latinoamericanas empezaron a ser
frecuentes. El público se rendía ante esa mano que acometía los lomos de los naipes como
si fueran vértebras, que arrancaba ases de las honduras de los mazos, que reinaba sobre
aquellos bordes y dominaba las cartas difíciles, las profundas cartas, mientras una voz
magnética en la que tremolaban el coraje, la violencia o la emoción ahogada contaba la
historia de un viejo tramposo del sur de Estados Unidos, de un mago oriental encerrado
en una mazmorra, de un tahúr obligado por su mujer a ganar una fortuna antes de la
medianoche.
Su fama creció en el círculo áulico de ilusionistas del mundo. Dai Vernon, el mago
canadiense que fue uno de los mejores del mundo, lo llamó "La leyenda". Y Channing
Pollock, uno de los ilusionistas americanos más exquisitos, le regaló una foto dedicada que
decía "Dios debe quererte mucho, por eso te hizo hermoso".
***
Son las cinco de la tarde y René Lavand repasa sin ganas un álbum de fotos: se lo ve de
frac, galera, mezcla de David Niven y Mandrake, sosteniendo barajas, un cigarro. Se lo ve,
después, mayor, mirando con malicia, ni rastro de inocencia, corbatín de gánster, el traje
blanco.
—Todas las técnicas que uso son técnicas de tahúr. Jugué, por plata, entre mis 18 y mis 22
años. Pero cuando empecé a aprender técnicas de jugador de ventaja, dejé.
—Yo podría vivir en cualquier lugar del mundo, pero todo hombre debe tener un lugar al
que volver. Y Tandil es mi vértice. Y Nora. Nora es la labradora de mi alma, como decía
Ortega y Gasset. La conocí cuando yo tenía 55 y ella 35. ¿Vamos a caminar al parque? Los
árboles son más importantes que la baraja.
Cuando camina —cuando se sienta, cuando conduce—, lleva la mano en el bolsillo y, por
causa de esa mano en el bolsillo, parece estar en otra parte, pensando en otra cosa.
—A mí no me gusta estar solo. He pasado algunos momentos de soledad, entre una mujer
y la siguiente. Fueron momentos terribles, pero los he olvidado. El olvido es la mejor
condición del ser humano.
Se detiene, levanta algo del suelo. Un diente de león que se deshace. El parque está, como
siempre, tranquilo.
***
Graciela Lavandera es la hija mayor de Lavand. Tiene 51 años, es psicóloga. Está tendida
en una reposera, en el parque.
—Él y mamá se llevaban pésimo. Mamá era muy difícil. Y papá fue el héroe de mi infancia.
Es un hombre de una valentía enorme. Nunca lo oí quejarse del accidente. Quizás porque
por la pérdida de la mano devino René Lavand y entonces quejarse de la mano sería como
quejarse de su vida.
***
Cuando José Fosco era chico —tiene 27— solía pasar en bicicleta por la puerta de Milagro
Verde, fascinado por aquel hombre. Tímido y sin vocación aparente, este varón joven de
modos antiguos encontró hace 11 años la excusa para acercarse a él.
—Vine a hacerle una nota para una revista local. Y nunca dejé de venir. Él me llama su
discípulo. Me gusta pensar cosas para él, estar en el laboratorio viendo cómo se puede
mejorar una composición, un juego.
Durante años, René Lavand practicó esgrima. Suele decir que eso fue lo que le dio
elegancia sobre el escenario. José Fosco prefiere pensar que eso fue lo que lo hizo
implacable.
***
Lavand va y viene del comedor a la cocina, enciende una vela. Todos los días, a la hora del
almuerzo y de la cena, enciende una vela, pone la mesa y descorcha un vino.
—Discípulos he tenido pocos. Lo primero que hago, cuando viene alguien a verme para
que le enseñe, es escucharlo, ver cómo camina, cómo se sienta, cómo saluda. Pero yo no
puedo enseñarle nada. Solo mostrarle. Andrés Segovia estaba tres meses para sacar un
acorde. Esto es lo mismo.
Le gusta citar nombres como esos: Segovia, Beethoven, Rubinstein, Pavarotti. Y como
estos: Borges, Unamuno, Ortega y Gasset, José Ingenieros, autores de los que no ha leído
casi nada, nombres que están ahí, intercalados en sus historias, para crear la ilusión de
que es un gran lector, hombre cultísimo.
***
Son las dos de la mañana de un lunes, Buenos Aires. En un cabaré de la calle Corrientes un
hombre se levanta la camiseta hasta el cuello, muestra la espalda y dice:
—Mirá.
Hace años, René Lavand modificó un clásico juego de close up llamado "Agua y aceite":
tres cartas rojas y tres cartas negras que, dispuestas una y otra vez de forma alternada,
terminan siempre juntas, enfiladas: rojas por un lado, negras por el otro. Si el lugar común
que sostiene a la magia dice que es posible que sucedan cosas como esas porque la mano
es más rápida que la vista, Lavand metió el dedo en esa llaga e hizo lo contrario: exacerbó
la lentitud de esa composición de apariencia sencilla, llamó a esa técnica "lentidigitación"
y logró algo que los ilusionistas consideran una obra de arte: su versión de "Agua y aceite",
llamada "No se puede hacer más lento", en la que, con una sola mano y lentitud de iglesia
y de incensario, hace que las tres cartas negras y las tres cartas rojas terminen
magnéticamente unidas entre sí, una y otra vez, y cada vez más lento. Por dentro,
mientras lo hace, Lavand es una máquina certera, un engranaje, un centurión sudando por
su vida. Pero lo que se ve es esto: su mano líquida, reptante. La infinita gracia.
***
—La belleza de lo simple. Tic, tac. Y si podemos hacer tic, mejor. Hay quien dijo que
cuanto más suave la caricia, más penetra. Yo digo que cuanto más lento el movimiento,
más impacta.
Sobre la mesa con tapete verde, Lavand despliega un maletín con lo que necesita para
viajar por el mundo: 30 gramos de barajas, poco más.
—En este maletín está toda la composición de "No se puede hacer más lento". El talco, la
glicerina para cuando se seca la mano. Y la baraja española. Eso es todo.
En su libro René Lavand, la belleza del asombro (editorial Páginas) escribe respecto a sus
cartas dadas (aquellas que, como dice la palabra, se dan): "No sé si yo hubiera podido
aprender esta técnica leyéndola en un libro. Tampoco sé si hubiera llegado a creer en el
autor respecto a la posibilidad de su realización. Brindo por tu voluntad y, si lo logras con
una sola mano, llegarás a prescindir de la otra. Tu cerebro ordenará a un solo brazo".
—Las cartas dadas son más difíciles que nada. La mezcla y las dadas mías no las hace nadie
en el mundo. Para hacerlas, hay que perder una mano primero.
De pronto, un ruido: la cabaña se estremece. Lavand camina hasta la sala, pausado, como
quien sabe qué va a encontrar.
Parado frente al enorme panel de vidrio dice que les pasa siempre.
***
Atardece así: las primeras luciérnagas, un perro, los ruidos de las cosas cuando las cosas se
retiran. Cuando el sol evapore las copas de los árboles, cuando el parque sumerja sus
copas en las trompas tumefactas del final de la tarde, Lavand hablará de París en invierno,
de los amigos, que casi ya no quedan, de su madre, que antes de morir pidió los aros.
—Los aros.
Después, llorará dos veces. Breve, casi seco: el pañuelo, del bolsillo a sus ojos, una medusa
en la tarde que apenas ilumina. Llorará, primero, recordando a su padre: el modo en que
su padre temía un destino cruel para ese hijo empeñado en lo imposible: en ser el mago
de una mano sola. Llorará, después, recordando a una mujer que no eligió. Que dejó ir.
Bajo el polen fecundo: la voz cae. (La historia del muerto que resucitó en la costa)
***
En torno a la cabaña hay pequeñas estatuas de gnomos. Hay, también, dos mandíbulas de
ballena, un sector de pasto impecable, un banco. Nora se sienta en ese banco y dice:
—Él era un manco que hacía trucos y me sedujo. Es un hombre demandante, pero se
arregla solo. Ni te acordás que no tiene una mano.
Ojos entrecerrados, camisa blanca, sobre su falda el gato: adormilado por las caricias
lentas.
—¿Algo más?
Eso es todo.
***
Lavand conduce el Audi rumbo al centro. Para poner los cambios cruza el brazo por
delante del cuerpo. El gesto es rápido, preciso.
Durante la espera en un semáforo saca un papel del bolsillo: su lista de tareas: fotocopias,
un quiosco, farmacia. La lista no toma mucho tiempo: media hora por el centro y una
blasfemia —breve— a la hora de sacar el auto del estacionamiento porque ha quedado
difícil: encajonado.
Hace una pausa, dobla, dobla otra vez. A 20 metros, la entrada a su cabaña. Entra por el
camino estrecho, estaciona debajo del tinglado de enredaderas.