Un Dia Perfecto - Ira Levin
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Ira Levin
Un día perfecto
ePUB v2.0
adruki 19.07.11
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Título original: This perfect day
Ira Levin, 1970.
Traducción: Domingo Santos
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Primera parte
Crecimiento
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1
Las blancas losas de cemento de la ciudad, las más gigantescas rodeadas por las
menos grandes, daban paso en su centro a una amplia plaza de suelo rosa, un patio de
recreo donde doscientos niños pequeños jugaban y se ejercitaban bajo el cuidado de
una docena de supervisores vestidos con monos blancos. La mayor parte de los niños,
desnudos, bronceados y de pelo negro, se arrastraban por el interior de cilindros rojos
y amarillos, se columpiaban o hacían calistenia de grupo; pero en un rincón
sombreado donde estaban grabados los cuadros de una rayuela, había cinco niños
sentados en un apretado y tranquilo círculo, cuatro escuchaban y uno hablaba.
—Atrapan animales, se los comen y se ponen sus pieles —decía el que hablaba,
un niño de unos ocho años—. Y..., y hacen algo que llaman «pelear». Significa que se
hacen daño unos a otros a propósito, utilizando las manos o piedras o cualquier otra
cosa. No se quieren ni se ayudan.
Sus oyentes permanecían sentados con los ojos muy abiertos.
—Pero tú no puedes quitarte la pulsera. Es imposible. —dijo una niña más
pequeña que el niño que hablaba. Tiró de su pulsera con un dedo para mostrar lo
fuertes que eran los eslabones.
—Puedes, si tienes las herramientas adecuadas —dijo el niño—. Nos la quitan el
día del eslabón, ¿no?
—Sólo por un segundo.
—Pero nos la quitan, ¿no?
—¿Dónde viven? —preguntó otra niña.
—En la cima de las montañas —dijo el niño—, en cuevas profundas, en lugares
donde no podamos encontrarles.
—Tienen que estar enfermos —murmuró la primera niña.
—Claro que lo están —dijo el niño con una sonrisa—. Eso es lo que significa
«incurable»: enfermo. Por eso los llaman incurables, porque están muy, muy
enfermos.
El más pequeño, un niño de unos seis años, exclamó:
—¿No reciben sus tratamientos?
El niño mayor le miró burlonamente.
—¿Sin sus pulseras? —dijo—. ¿Viviendo en cuevas?
—Pero ¿cómo se ponen enfermos? —preguntó la niña de seis años—. Reciben
sus tratamientos hasta que escapan, ¿no?
—Los tratamientos —sentenció el niño mayor— no siempre funcionan.
La niña de seis años se lo quedó mirando.
—Sí lo hacen —aseguró.
—No, no lo hacen.
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—Vaya por Dios —dijo una supervisora acercándose al grupo con una pelota de
balonvolea bajo cada brazo—, ¿no estáis sentados demasiado juntos? ¿A qué estáis
jugando, a Quién Cogió el Conejito?
Los niños se apartaron rápidamente unos de otros y se separaron en un círculo
más amplio..., excepto el niño de seis años, que siguió donde estaba, sin moverse. La
supervisora le miró con curiosidad.
Un campanilleo de dos notas sonó por los altavoces.
—A ducharos y a vestiros —dijo la supervisora, y los niños se pusieron de pie de
un salto y se alejaron corriendo.
—¡A ducharos y a vestiros! —gritó la supervisora a un grupo de niños que
jugaban a pasarse la pelota cerca de allí.
El niño de seis años se puso en pie, su expresión era de turbación y disgusto. La
supervisora se acuclilló ante él y observó preocupada su rostro.
—¿Qué te ocurre? —preguntó.
El muchacho, cuyo ojo derecho era verde en lugar de castaño, la miró y entornó
los ojos.
La supervisora dejó caer las pelotas de balonvolea, volvió la muñeca del niño
para mirar su pulsera y lo sujetó suavemente por los hombros.
—¿Qué es lo que te pasa, Li? —preguntó—. ¿Perdiste en el juego? Perder es lo
mismo que ganar; ya lo sabes, ¿no?
El niño asintió.
—Lo importante es divertirse y hacer ejercicio, ¿correcto?
El niño asintió de nuevo y trató de sonreír.
—Bien, eso está mejor —dijo la supervisora—. Eso está un poco mejor. Ahora ya
no te pareces tanto a un viejo monito triste.
El niño sonrió.
—Dúchate y vístete —dijo la supervisora con alivio. Hizo dar media vuelta al
niño y le dio una cariñosa palmada en el trasero—. Vamos, venga.
El niño, al que a veces llamaban Chip pero más a menudo Li —su nombre era Li
RM35M4419—, apenas dijo nada durante la comida, pero su hermana Paz no dejó de
charlotear, y ninguno de sus padres notó su silencio. Pero cuando los cuatro se
sentaron en los sillones frente al televisor, su madre le echó una mirada más atenta y
le preguntó:
—¿Te encuentras bien, Chip?
—Sí, estoy bien —dijo el niño.
La madre se volvió hacia el padre.
—No ha dicho una palabra en toda la velada —dijo.
—Estoy bien —protestó Chip.
—Entonces, ¿por qué estás tan callado? —quiso saber su madre.
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—Silencio —dijo el padre. La pantalla había parpadeado y estaba encontrando los
colores correctos.
Cuando hubo pasado la primera hora y los niños se preparaban para irse a la
cama, la madre de Chip fue al cuarto de baño y observó a su hijo mientras éste
terminaba de lavarse los dientes y quitaba su cepillo del tubo vibrador.
—¿Qué te pasa? —quiso saber—. ¿Dijo alguien algo acerca de tu ojo?
—No —respondió él, y enrojeció.
—Enjuágalo —ordenó ella.
—Ya lo hice.
—Enjuágalo.
Chip enjuagó su cepillo y se puso de puntillas para meterlo en su encaje en el
estante.
—Jesús estuvo hablando —dijo—. Jesús DV, durante el recreo.
—¿Sobre qué? ¿Sobre tu ojo?
—No, no fue sobre mi ojo. Nadie dice nada de mi ojo.
—Entonces, ¿sobre qué?
Se encogió de hombros.
—Sobre miembros que..., que se ponen enfermos y... abandonan la Familia. Que
escapan y se arrancan las pulseras.
Su madre le miró con cierto nerviosismo.
—Incurables —dijo.
Él asintió, pero la actitud de ella y el hecho de que conociera la palabra le
pusieron más nervioso.
—¿Es verdad? —preguntó.
—No —dijo ella—. No, no lo es. Llamaré a Bob. Él te lo explicará. —Se dio la
vuelta y se apresuró a salir del cuarto de baño, deslizándose por detrás de Paz, que
entraba abrochándose el pijama.
En la sala de estar el padre de Chip dijo:
—Dos minutos más. ¿Ya están en la cama?
—Uno de los niños habló a Chip de los incurables —dijo la madre.
—Odio.
—Voy a llamar a Bob. —Se dirigió al teléfono.
—Ya son más de las ocho.
—Vendrá —aseguró ella. Tocó con su pulsera la placa del teléfono y leyó el
nombre escrito en rojo en una tarjeta metida bajo el borde de la pantalla—: Bob
NE20G3018. —Aguardó, frotándose nerviosamente las manos—. Sabía que algo le
preocupaba —murmuró—. No dijo una sola palabra en toda la tarde.
El padre de Chip se levantó de su silla.
—Yo hablaré con él —dijo, y se dirigió al cuarto de los niños.
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—¡Deja que Bob lo haga! —exclamó la madre de Chip—. Mete a Paz en la cama,
¡todavía está en el cuarto de baño!
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—Jesús dijo que hacían algo llamado «pelear».
Bob desvió por un instante la vista, luego volvió a mirarle.
—«Actuar agresivamente» es una forma mejor de decirlo —señaló—. Sí, lo
hacían.
Chip alzó los ojos hacia él.
—Pero ¿ahora están muertos? —preguntó.
—Sí, todos están muertos —dijo Bob—. Hasta el último de ellos. —Alisó el pelo
de Chip—. Eso fue hace mucho, mucho tiempo —dijo—. Nadie se comporta de ese
modo hoy.
—Hoy sabemos más de medicina y de química —asintió Chip—. Los
tratamientos funcionan.
—Exacto —dijo Bob—. Y no olvides que en aquellos días había cinco
computadores separados. Una vez que uno de esos miembros enfermos abandonaba
su continente natal, quedaba completamente desconectado.
—Mi abuelo ayudó a construir UniComp.
—Sé que lo hizo, Li. Así pues, la próxima vez que alguien te hable de los
incurables, recuerda dos cosas: una, los tratamientos son mucho más efectivos hoy; y
dos, tenemos a UniComp velando por nosotros en todos los lugares de la Tierra. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo —dijo Chip, y sonrió.
—Veamos qué dice de ti —señaló Bob. Cogió el telecomp y lo abrió sobre sus
rodillas.
Chip se sentó en la cama y se acercó a él, tirando hacia arriba de la manga de su
pijama para dejar al descubierto su pulsera.
—¿Crees que conseguiré un tratamiento extra? —preguntó.
—Si lo necesitas, sí —dijo Bob—. ¿Quieres conectarlo?
—¿Yo? —exclamó Chip—. ¿Puedo?
—Naturalmente —dijo Bob.
Chip apoyó cautelosamente el índice y el pulgar sobre el interruptor. Lo accionó.
Inmediatamente se encendieron unas pequeñas luces, azul, ámbar, que Chip miró
sonriente.
Bob, que lo estaba observando, sonrió a su vez.
—Toca —dijo.
Chip apoyó la pulsera contra la placa del escáner, y la luz azul se volvió roja.
Bob tecleó algo. Chip observó el rápido movimiento de sus dedos. El consejero
siguió tecleando, finalmente pulsó el botón de respuesta y apareció una línea de
símbolos verdes en la pantalla y una segunda línea debajo de la primera. Bob estudió
los símbolos. Chip lo observó atentamente.
El consejero miró a Chip de reojo.
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—Mañana a las 12.25 —dijo con una sonrisa.
—¡Estupendo! —exclamó Chip—. ¡Gracias!
—Gracias a Uni —dijo Bob mientras apagaba el telecomp y cerraba la tapa—.
¿Quién te habló de los incurables? ¿Jesús qué?
—DV33 algo —dijo Chip—. Vive en el piso veinticuatro.
Bob hizo chasquear los cierres del telecomp.
—Probablemente estará tan preocupado como tú —dijo.
—¿También podrá conseguir un tratamiento extra?
—Si lo necesita, sí. Avisaré a su consejero. Ahora a dormir, hermano, mañana
tienes que ir a la escuela. —Bob cogió el libro de historietas de Chip y lo dejó sobre
la mesilla de noche.
Chip se acostó y se abrazó sonriente a su almohada. Entonces Bob se puso en pie,
apagó la lámpara, revolvió el pelo de Chip una última vez, se inclinó y le besó en la
nuca.
—Te veré el viernes —dijo Chip.
—Exacto —dijo Bob—. Buenas noches.
—Buenas noches, Bob.
Los padres de Chip se levantaron ansiosamente cuando Bob entró en la sala de
estar.
—Está bien —les dijo—. Ahora ya está prácticamente dormido. Recibirá un
tratamiento extra mañana durante la hora del almuerzo, probablemente un poco de
tranquilizante.
—Es un alivio —murmuró la madre de Chip.
—Gracias Bob —dijo el padre.
—Gracias a Uni —dijo Bob. Se dirigió al teléfono—. Quiero que ayuden también
al otro chico —indicó—, el que le dijo... —apoyó su pulsera en la placa del teléfono.
Al día siguiente, después del almuerzo, Chip bajó por las escaleras mecánicas
desde su escuela hasta el medicentro, tres pisos más abajo. Su pulsera, en contacto
con el escáner de la entrada del medicentro, produjo un parpadeante y verde «sí» en
el indicador, y otro parpadeante y verde «sí» en la puerta de la sección de terapia, y
otro parpadeante y verde «sí» en la puerta de la sala de tratamientos.
Cuatro de las quince unidades estaban en mantenimiento, por lo que la cola era
bastante larga. Sin embargo, no tardó en subir los escalones infantiles e introdujo el
brazo, después de subirse la manga, en el interior de una abertura circular con los
bordes forrados de caucho. Mantuvo el brazo inmóvil mientras el escáner del interior
encontraba y se aferraba a su pulsera y el disco de infusión se aplicaba cálido y liso
contra la suave blandura de la parte superior de su brazo. Los motores zumbaron
dentro de la unidad, los líquidos gotearon. La luz azul encima de su cabeza se volvió
roja, entonces el disco de infusión hormigueó, zumbó, cosquilleó en su brazo;
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finalmente la luz se volvió azul de nuevo.
Aquel mismo día, más tarde, en el patio de juegos, Jesús DV, el niño que le había
hablado de los incurables, buscó a Chip y le dio las gracias por ayudarle.
—Gracias a Uni —dijo Chip—, conseguí un tratamiento extra. ¿Tú también?
—Sí —dijo Jesús—. Y también los otros chicos y Bob UT. Fue él quien me lo
dijo.
—Me asustó un poco —reconoció Chip— pensar en miembros poniéndose
enfermos y escapando.
—A mí también —admitió Jesús—. Pero ya no ocurre. Eso fue hace mucho,
mucho tiempo.
—Los tratamientos son mejores ahora —dijo Chip.
—Y tenemos a UniComp velando por nosotros en toda la Tierra.
—Tienes razón —dijo Chip.
Apareció una supervisora y los empujó hacia un círculo de niños que estaban
jugando a pasa la pelota, era un círculo enorme de cincuenta o sesenta niños y niñas,
a un dedo de distancia unos de otros, que ocupaba más de una cuarta parte del
bullicioso patio de recreo.
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Su abuelo le había dado el nombre de Chip. Había dado a todos los miembros de
su familia nombres extra que eran distintos de los suyos auténticos: a la madre de
Chip, que era su hija, la llamaba Suzu en lugar de Anna; el padre de Chip, que
pensaba que la idea del abuelo era estúpida, era Mike, no Jesús, y Paz era Sauce,
nombre con que ella se negaba a tener nada que ver.
—¡No! ¡No me llames así! ¡Me llamo Paz! ¡Soy Paz KD37T5002!
Papá Jan era extraño. Parecía extraño, naturalmente; todos los abuelos tenían sus
peculiaridades distintivas: unos cuantos centímetros que les hacían parecer demasiado
altos, aunque también había abuelos que eran demasiado bajos, una piel demasiado
clara o demasiado oscura, orejas grandes, nariz aguileña. Papá Jan era más alto y de
piel más oscura de lo normal, sus ojos eran grandes y saltones y tenía dos manchas
rojizas en su canoso pelo. Pero no sólo era extraño por su apariencia, sino también
por lo que decía; eso era lo más curioso en él. Siempre estaba diciendo cosas con voz
enérgica y entusiasmo, y sin embargo a Chip le daba la impresión de que no creía en
absoluto en ellas, de que, de hecho, quería decir precisamente todo lo contrario. Sobre
la cuestión de los nombres, por ejemplo:
—¡Maravilloso! ¡Estupendo! —decía—. ¡Cuatro nombres para los chicos y
cuatro para las chicas! ¿Qué puede haber más libre de fricciones, más igual para
todos? Aun así todo el mundo llamará a sus hijos como Cristo, Marx, Wood o Wei,
¿no?
—Sí —decía Chip.
—¡Por supuesto! —decía Papá Jan—. Y si Uni proporciona cuatro nombres para
los chicos, ha de dar también cuatro para las chicas, ¿no? Escucha. —Hacía pararse a
Chip, se agachaba, hablaba cara a cara con él y sus saltones ojos bailaban como si
estuviera a punto de echarse a reír. Era día de fiesta e iban al desfile, el día de la
Unificación o el Aniversario de Wei o lo que fuera; Chip tenía siete años—. Escucha,
Li RM35M26J449988WXYZ —decía Papá Jan—. Escucha, voy a decirte algo
fantástico, increíble. En mis días, ¿me escuchas?, ¡en mis días había más de veinte
nombres distintos sólo para los chicos! ¿No lo crees? Por el Amor de la Familia, es
verdad. Estaban Jan, John, Amu y Lev. ¡Higa y Mike! ¡Tonio! ¡Y en tiempos de mi
padre había mucho más aún, quizá cuarenta o cincuenta! ¿No es ridículo? ¿Todos
esos nombres distintos, cuando los miembros en sí son exactamente iguales e
intercambiables? ¿No es la cosa más estúpida que hayas oído nunca?
Chip, confuso, asentía, tenía la sensación de que Papá Jan quería decir
precisamente todo lo contrario, que de alguna forma no era estúpido y ridículo tener
cuarenta o cincuenta nombres distintos sólo para los chicos.
—¡Míralos! —decía Papá Jan. Tomaba a Chip de la mano y seguían andando,
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después cruzaban el parque de la Unidad hacia el desfile del Aniversario de Wei—.
¡Exactamente iguales! ¿No es maravilloso? El mismo pelo, los mismos ojos, la
misma piel, la misma forma; chicos y chicas, todos iguales. Como guisantes en una
olla. ¿No es espléndido? ¿No es tope velocidad?
Chip enrojecía (no su ojo verde, no era igual que los demás).
—¿Qué significa «guisantes en una olla»?
—No lo sé. —respondía Papá Jan—. Cosas que solían comer los miembros antes
de las galletas totales. Sharya acostumbraba a decirlo.
Era supervisor de construcción en EUR55131, a veinte kilómetros de ’55128,
donde vivían Chip y su familia. Los domingos y días de fiesta iba hasta allí y les
visitaba. Su esposa, Sharya, se había ahogado al hundirse el barco turístico en que
viajaba en 135, el año que nació Chip; su abuelo no volvió a casarse.
Los otros abuelos de Chip, la madre y el padre de su padre, vivían en MEX10405,
y los veía solamente cuando le telefoneaban por sus cumpleaños. Eran extraños, pero
no tanto como Papá Jan.
La escuela era agradable y jugar era agradable. El Museo Pre-U era agradable,
aunque algunas de las cosas que se exhibían le asustaban, las «lanzas» y las
«pistolas», por ejemplo, y la «celda de prisión» con su «convicto» vestido con un
traje a rayas y sentado en un camastro sujetándose la cabeza entre las manos, sumido
en un inmóvil pesar que se prolongaba mes tras mes. Chip lo contemplaba siempre —
se escabullía del resto de la clase si tenía que hacerlo— y, una vez lo había mirado, se
alejaba de él rápidamente.
Los helados, los juguetes y los libros de historietas también eran agradables. En
una ocasión, cuando Chip tocó con su pulsera la etiqueta de un juguete en el escáner
de un centro de suministros, el indicador parpadeó rojo, «no», y tuvo que devolver el
juguete, un juego de construcción, a la cesta de objetos rechazados. No comprendió
por qué Uni lo había rechazado; era el día correcto y el juguete entraba en la
categoría correcta.
—Tiene que haber alguna razón, querido —le dijo el miembro que estaba detrás
de él—. Llama a tu consejero y averígualo.
Lo hizo, y resultó que el juguete le había sido negado sólo por unos días, no por
completo; él había estado incordiando a un escáner en alguna parte, tocándolo con su
pulsera una y otra vez, y ahora Uni le enseñaba que no debía volver a hacerlo. Aquel
parpadeante no rojo fue el primero que recibió en su vida por algo que le importaba,
no simplemente por meterse en la clase equivocada o ir al medicentro el día que no
correspondía; le dolió y le entristeció.
Los cumpleaños eran agradables, y las Navidades y las Marxvidades y el día de la
Unificación y los Aniversarios de Wood y Wei. Más agradables aún, porque eran
menos frecuentes, resultaban sus días del eslabón. El nuevo eslabón era más brillante
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que los otros, y seguía siendo más brillante durante días y días y días; y luego, un día,
se acordaba y miraba, y sólo había viejos eslabones, todos iguales e indistinguibles.
Como guisantes en una olla.
En la primavera de 145, cuando Chip tenía diez años, él, sus padres y Paz
obtuvieron un viaje a EUR00001 para ver UniComp. Estaba a más de una hora de
camino de autopuerto a autopuerto, y era el viaje más largo que Chip recordaba haber
hecho nunca, aunque según sus padres había volado de Mex a Eur cuando tenía sólo
año y medio, y de EUR20140 a ’55128 unos meses más tarde. Hicieron el viaje a
UniComp un domingo de abril, junto con una pareja que había cumplido ya los
cincuenta (los extraños abuelos de alguien, ambos de piel más clara que lo normal,
ella con el pelo cortado de una forma irregular) y otra familia, cuyos hijos, un niño y
una niña también, tenían un año más que Chip y Paz. El otro padre condujo el coche
desde el desvío de EUR00001 al autopuerto cerca de UniComp. Chip miró con
interés mientras el hombre accionaba la palanca y los botones del coche. Resultaba
curioso moverse lentamente sobre ruedas de nuevo después de haber volado a toda
velocidad.
Hicieron fotos fuera de la cúpula de mármol blanco de UniComp más blanca y
más hermosa de lo que era en los reportajes y en la televisión, del mismo modo que
las montañas con los picos cubiertos de nieve más allá eran más majestuosas, el lago
de la Hermandad Universal más azul y extenso y se unieron a la cola de la entrada,
tocaron el escáner de admisión y entraron en el curvo vestíbulo blancoazulado. Un
sonriente miembro vestido de azul pálido les indicó la hilera de ascensores. Fueron
hacia allá, y de pronto Papá Jan se unió a ellos, sonriendo ante su sorpresa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el padre de Chip mientras Papá Jan
besaba a su hija. Le habían dicho que les había sido concedido el viaje, pero no les
había dicho nada de que él también lo hubiera solicitado.
Papá Jan besó al padre de Chip.
—Oh, simplemente decidí daros una sorpresa, eso es todo —explicó—. Quería
contar a mi amigo —apoyó una ancha mano sobre el hombro de Chip— algunas
cosas más sobre Uni de las que cuentan los auriculares. Hola, Chip. —Se inclinó y le
besó en la mejilla, y Chip, sorprendido de ser la razón de que Papá Jan estuviera allí,
le devolvió el beso.
—Hola, Papá Jan —dijo.
—Hola, Paz KD37T5002 —dijo Papá Jan gravemente, y besó a Paz. Ella le
devolvió el beso y dijo hola.
—¿Cuándo pediste el viaje? —preguntó el padre de Chip.
—Unos pocos días después que vosotros —dijo, sin apartar la mano del hombro
de Chip. La cola avanzó unos metros, y ellos se movieron con ella.
—Pero tú estuviste aquí hace sólo cinco o seis años, ¿no? —dijo la madre de
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Chip.
—Uni sabe quienes lo montaron —dijo Papá Jan con una sonrisa—. Obtenemos
favores especiales.
—Eso no es cierto —dijo el padre de Chip—. Nadie obtiene favores especiales.
—Bien, de todos modos, aquí estoy —dijo Papá Jan, y dirigió su sonrisa hacia
Chip—. ¿No es así, muchacho?
—Sí —dijo Chip, y le devolvió la sonrisa.
Papá Jan había ayudado a construir UniComp cuando era joven. Había sido su
primera tarea.
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devolvieron la sonrisa, luego se dieron la vuelta y siguieron adelante.
Papá Jan miró a su alrededor, con sus saltones ojos brillantes, mientras su boca
conservaba la sonrisa. Las aletas de su nariz se dilataban y contraían con su
respiración.
—Bueno, finalmente podrás ver UniComp. ¿Excitado?
—Sí, mucho —dijo Chip.
Avanzaron con la cola.
—No te lo reprocho —dijo Papá Jan—. ¡Es maravilloso! Es una experiencia que
se produce sólo una vez en la vida, ver la máquina que te clasificará y te asignará
todos tus trabajos, que decidirá dónde vivirás y si te casarás o no con la chica con que
quieras casarte; y, si lo haces, si tendrás hijos o no, y cuántos, y cómo se llamarán si
los tienes... Claro que estás excitado; ¿quién no lo estaría?
Chip, turbado, miró a Papá Jan, que, aún sonriendo, le dio una palmada en el
hombro cuando llegó su turno de entrar en el pasillo.
—¡Míralo bien! —dijo—. ¡Contempla los displays, contempla Uni, contémplalo
todo! ¡Ahí lo tienes ante tus ojos, míralo!
Había una hilera de auriculares, igual que en un museo; Chip tomó uno y se lo
puso. La extraña actitud de Papá Jan lo ponía nervioso, y lamentaba no estar un poco
más adelante, con sus padres y Paz. Papá Jan se puso también un auricular.
—Me pregunto qué nuevos hechos interesantes vamos a oír —dijo, y se echó a
reír. Chip desvió la mirada de él.
Su nerviosismo y su sensación de inquietud desaparecieron cuando contempló la
pared que resplandecía con un millar de parpadeantes miniluces. La misma voz del
ascensor habló en su oído y le dijo, mientras las luces se lo mostraban, cómo
UniComp recibía de su red de enlaces en todo el mundo los impulsos de microondas
de todos los innumerables escáners, telecomps y dispositivos telecontrolados; cómo
evaluaba esos impulsos y enviaba otros en respuesta a la red de enlaces y las fuentes
de interrogación.
Sí, estaba excitado. ¿Había algo más rápido, más inteligente, más universal que
Uni?
El siguiente panel de pared mostraba cómo trabajaban los bancos de memoria; un
haz de luz parpadeaba sobre un cuadrado entrecruzado de metal, haciendo que partes
de él resplandecieran y otras quedaran en la oscuridad. La voz habló de haces de
electrones y parrillas superconductoras, de áreas cargadas y no cargadas que se
convertían en portadoras de síes o noes de diferentes bits de información. Cuando era
planteada una cuestión a UniComp, dijo la voz, éste analizaba los bits relevantes...
No lo comprendió, pero eso aún lo hizo más maravilloso: ¡Uni sabía todo lo que
tenía que saber, y lo sabía de una forma tan mágica, tan incomprensible!
Y el siguiente panel era de cristal, no una pared, y allí estaba: UniComp. Dos
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hileras gemelas de moles de metal de diferentes colores, como las unidades de
tratamiento, sólo que más bajas y pequeñas, algunas rosas, otras pardas, otras
naranjas; y, entre ellas, en la amplia habitación iluminada por una luz rosa suave, diez
o doce miembros vestidos con monos azul pálido, que sonreían y charlaban entre sí
mientras leían indicadores y diales en las aproximadamente treinta unidades y
anotaban lo que leían en tablillas de plástico de un hermoso azul pálido. Había una
cruz dorada, una hoz en la pared del fondo y un reloj con una inscripción donde se
leía: «Dom 12 abr 145 A.U., 11.08.» La música se infiltró en el oído de Chip y
aumentó de volumen: Hacia fuera, hacia fuera, interpretada por una enorme
orquesta, de una forma tan emocionante, tan mayestática, que sus ojos se llenaron de
lágrimas de orgullo y felicidad.
Hubiera podido quedarse allí durante horas, contemplando aquellos alegres y
atareados miembros y aquellos impresionantemente brillantes bancos de memoria,
escuchando Hacia fuera, hacia fuera y luego Una poderosa Familia; pero la música
disminuyó de volumen (en el momento en que las 11.10 se convirtieron en las 11.11)
y la voz, suavemente, consciente de sus sentimientos, les recordó que había otros
miembros esperando y les pidió que avanzaran por favor hacia la siguiente exhibición
más adelante en el pasillo. Se apartó, reacio, del panel de cristal de UniComp, junto
con otros miembros que se secaban discretamente los ojos y sonreían y asentían con
la cabeza. Les sonrió, y ellos le sonrieron a él.
Papá Jan sujetó su brazo y lo condujo al otro lado del pasillo, hasta una puerta
provista de un escáner.
—Bien, ¿te ha gustado? —preguntó.
Chip asintió.
—Eso no es Uni —dijo Papá Jan.
Chip lo miró.
Papá Jan le quitó el auricular del oído.
—¡Eso no es UniComp! —dijo en un intenso susurro—. ¡Esas cajas rojas y
naranjas de ahí dentro no son reales! ¡Son juguetes, para que la Familia venga a
contemplarlos y se sienta alegre y feliz con ellos! —Sus saltones ojos se acercaron
mucho a Chip; diminutas gotitas de saliva salpicaron la nariz y mejillas del niño—.
¡Está más abajo! —dijo—. ¡Hay tres niveles debajo de éste, y allí es donde está!
¿Quieres verlo? ¿Quieres ver el auténtico UniComp?
Chip sólo pudo seguir mirándolo.
—¿Quieres, Chip? —insistió Papá Jan—. ¿Quieres verlo? ¡Puedo mostrártelo!
Chip asintió.
Papá Jan soltó su brazo y se enderezó. Miró alrededor y sonrió.
—De acuerdo —dijo—, vamos por aquí.
Sujetó a Chip por el hombro y le hizo retroceder por donde habían venido, pasado
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el panel de cristal atestado de miembros que miraban al otro lado, y el parpadeante
haz de luz de los bancos de memoria, y la pared repleta de miniluces y...
—Disculpe, por favor.
—... la cola de miembros que esperaban para entrar y hacia otra parte del
vestíbulo que estaba más oscura y vacía, y donde un monstruoso telecomp se
inclinaba, roto y suelto, de su panel de pared, y había dos camillas azules depositadas
en el suelo una al lado de la otra, con almohadas y mantas azules dobladas encima.
Había una puerta en el rincón con un escáner a su lado, pero cuando se acercaron
a ella Papá Jan echó hacia abajo el brazo de Chip.
—El escáner —dijo Chip.
—No —respondió Papá Jan.
—¿No es aquí donde...?
—Sí.
Chip miró a Papá Jan, y éste lo empujó más allá del escáner, abrió la puerta, lo
metió dentro y siguió tras él, dejando que el automático de la puerta la cerrara
lentamente a sus espaldas con un suave silbido.
Chip, estremecido, miró a su abuelo.
—Todo está bien —dijo Papá Jan secamente; luego, no tan secamente, con cariño,
cogió la cabeza de Chip con ambas manos y repitió—: Todo está bien, Chip. No te
pasará nada. Lo he hecho montones de veces.
—Pero no hemos preguntado —observó Chip, aún temblando.
—Todo está bien —repitió Papá Jan—. Mira: ¿a quién pertenece UniComp?
—¿Pertenece?
—¿De quién es ese computador?
—Es... de toda la Familia.
—Y tú eres un miembro de la Familia, ¿no?
—Sí...
—Bien, entonces es en parte tu computador, ¿no? Te pertenece, no al revés: tú no
le perteneces a él.
—¡Pero se supone que debemos pedir las cosas! —exclamó Chip.
—Chip, por favor, confía en mí —dijo muy seriamente Papá Jan—. No vamos a
coger nada, ni siquiera vamos a tocar nada. Sólo vamos a mirar. Ésa es la razón de
que yo haya venido aquí hoy, para mostrarte al auténtico UniComp. Quieres verlo,
¿no?
Al cabo de un momento, Chip dijo:
—Sí.
—Entonces no te preocupes; todo está bien. —Papá Jan le miró
tranquilizadoramente a los ojos; luego soltó su cabeza y tomó su mano.
Estaban en un descansillo, del que partían unas escaleras hacia abajo.
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Descendieron cinco o seis tramos —hacía frío—, y Papá Jan se detuvo y detuvo a
Chip.
—Espera aquí —dijo—. Volveré en unos segundos. No te muevas.
Chip contempló ansiosamente a Papá Jan mientras éste volvía escaleras arriba
hasta el descansillo, abría la puerta para mirar, y luego salía rápidamente. La puerta
se cerró tras él.
Chip empezó a temblar de nuevo. Había cruzado un escáner sin tocarlo, y ahora
estaba solo en una fría y silenciosa escalera..., y ¡Uni no sabía dónde estaba!
La puerta se abrió de nuevo, y Papá Jan regresó con unas mantas azules en el
brazo.
—Hace mucho frío aquí —dijo.
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—Porque está muerto —dijo Papá Jan, pero entonces negó con la cabeza—. No,
no lo sé —rectificó—. Si no están fríos, casi al punto de la congelación, no
funcionan; no sé por qué. Cuando trabajé aquí, todo lo que sabía hacer era poner las
cosas allá donde se suponía que debían estar sin romperlas ni estropearlas.
Caminaron lado a lado por otro corredor: «R20», «R22», «R24».
—¿Cuántos hay? —quiso saber Chip.
—Mil doscientos cuarenta en este nivel, mil doscientos cuarenta en el nivel de
abajo. Y eso es sólo por ahora; hay el doble de espacio que éste preparado y
aguardando detrás de esa pared oriental, para cuando la Familia crezca. Otros pozos,
otro sistema de ventilación ya en su lugar...
Descendieron al siguiente nivel inferior. Era igual que el de arriba, excepto que
había columnas de acero en dos de las intersecciones y cifras rojas en vez de negras
en los bancos de memoria. Caminaron junto a «J65», «J63», «J61».
—La mayor excavación que hubo nunca —dijo Papá Jan—. El mayor trabajo que
se haya emprendido nunca, construir un computador para anular los cinco viejos.
Cuando tenía tu edad, cada noche había noticias sobre ello. Imaginé que no sería
demasiado tarde para ayudar cuando cumpliera los veinte años, siempre que
consiguiera las calificaciones requeridas. Así que lo solicité.
—¿Lo solicitaste?
—Eso es lo que he dicho —murmuró Papá Jan, con una sonrisa y un gesto de
asentimiento—. Hacían caso de estas cosas en aquellos días. Así que le pedí a mi
consejero que solicitara a Uni..., bueno, no era Uni entonces, era EuroComp, de todos
modos, le pedí que lo solicitara, y lo hizo, y Cristo, Marx, Wood y Wei, lo conseguí:
042C; trabajador de la construcción, tercera clase. Primer trabajo, aquí. —Miró
alrededor, aún sonriendo, los ojos brillantes—. Iban a bajar estos bloques por los
pozos, uno a uno —dijo, y se echó a reír—. Me senté ahí una noche, pensando, e
imaginé la forma en que podía hacerse el trabajo con ocho meses de antelación si
perforábamos un túnel desde el otro lado del monte Amor —señaló con el pulgar por
encima de su hombro— y los entrábamos por allí sobre ruedas. EuroComp no había
pensado en esa sencilla idea. ¡O quizá no tenía demasiada prisa de que le arrebataran
la memoria! —Se echó a reír de nuevo.
De pronto dejó de reír. Chip lo miró, y observó por primera vez que su pelo era
completamente blanco ahora. Las manchas rojizas que tenía unos años antes habían
desaparecido por completo.
—Y aquí están ahora —siguió Papá Jan—: todos en su lugar, arrastrados sobre
ruedas por mi túnel y trabajando ocho meses antes de lo que lo hubieran hecho de
otro modo. —Miraba los bancos junto a los que pasaban como si le desagradaran.
—¿No te... gusta UniComp? —preguntó Chip.
Papá Jan guardó silencio por unos instantes.
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—No, no me gusta —dijo al fin, y carraspeó—. No puedes discutir con él, no
puedes explicarle cosas...
—Pero lo sabe todo —dijo Chip—. ¿Qué hay que explicarle o discutir con él?
Se separaron para pasar junto a una columna cuadrada de acero y volvieron a
reunirse al otro lado.
—No lo sé —dijo Papá Jan—. No lo sé. —Siguió andando, la cabeza baja, el
entrecejo fruncido, la manta envuelta en torno al cuerpo—. Escucha —dijo—, ¿hay
alguna clasificación que desees más que cualquier otra? ¿Cualquier trabajo que te
gustaría especialmente?
Chip miró inseguro a Papá Jan y se encogió de hombros.
—No —dijo—. Quiero la clasificación que obtenga, aquélla para la cual sea más
apto. Y los trabajos que llegue a realizar, que sean aquellos que la Familia necesite
que haga. De todos modos, sólo hay un trabajo: ayudar al desarrollo de...
—«Ayudar al desarrollo de la Familia a través del universo» —citó Papá Jan—.
Lo sé. A través del universo UniComp unificado. Vamos —dijo—, volvamos arriba.
No puedo seguir por más tiempo en este frío ambiente.
—¿No hay otro nivel? —dijo Chip, azarado—. Dijiste que...
—No podemos —respondió Papá Jan—. Hay escáners ahí, y miembros por todos
lados que verían que no los tocamos y se apresurarían a «ayudarnos». Además, no
hay nada especial que ver allí; el equipo de recepción y transmisión y las plantas
refrigeradoras.
Se dirigieron de vuelta a las escaleras. Chip se sentía deprimido. Por alguna
razón, había decepcionado a Papá Jan; y, peor aún, no estaba bien querer discutir con
Uni y no tocar los escáners y decir palabrotas.
—Deberías decir a tu consejero —murmuró, mientras empezaban a subir por las
escaleras— de qué quieres discutir con Uni.
—No deseo discutir con Uni —dijo Papá Jan—. Sólo quiero poder discutir con él
si quiero hacerlo.
Chip no pudo seguir aquel argumento.
—Deberías decírselo de todos modos —murmuró—. Quizá obtuvieras un
tratamiento extra.
—Es lo más probable —admitió Papá Jan; y, al cabo de un momento, añadió—:
De acuerdo, se lo diré.
—Uni lo sabe todo sobre todo —dijo Chip.
Subieron por el segundo tramo de escaleras, y se detuvieron en el descansillo de
arriba para doblar las mantas. Papá Jan terminó primero. Observó cómo Chip acababa
de doblar la suya.
—Ya está —dijo Chip, palmeando el bulto azul contra su pecho.
—¿Sabes por qué te di el nombre de Chip? —preguntó Papá Jan.
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—No —dijo Chip.
—Es una antigua palabra en un viejo idioma, el inglés. Quiere decir «astilla». Y
hay un viejo dicho que dice: «De tal palo, tal astilla.» Quiere decir que un niño es
como sus padres o sus abuelos.
—Oh.
—No quiero decir que seas como tu padre, o siquiera como yo —se apresuró a
decir Papá Jan—. Quiero decir que eres como mi abuelo. Por tu ojo. Él también tenía
un ojo verde.
Chip se agitó, inquieto, deseoso de que Papá Jan terminara de hablar para poder
salir afuera, donde pertenecían.
—Sé que no te gusta hablar de ello —dijo Papá Jan—, pero no es nada de lo que
haya que avergonzarse. Ser un poco diferente de los demás no es una cosa tan
terrible. Los miembros acostumbraban a ser diferentes unos de otros antes, no puedes
llegar a imaginar cuánto. Tu tatarabuelo fue un hombre muy valiente y muy capaz. Se
llamaba Hanno Rybeck, nombres y números estaban separados entonces, y fue uno de
los cosmonautas que ayudaron a construir la primera colonia en Marte. Así pues, no
debes avergonzarte de tener un ojo verde como él. Hoy en día trastean con los genes,
disculpa mi lenguaje, pero quizá se olvidaron algunos de los tuyos; quizá tengas algo
más que un ojo verde, quizá tengas también algo de la valentía y la habilidad de mi
abuelo. —Empezó a abrir la puerta, pero se volvió para mirar de nuevo a Chip—.
Trata de desear algo, Chip —dijo—. Inténtalo un día o dos antes de tu próximo
tratamiento. Entonces es cuando resulta más fácil; desear cosas, preocuparse por las
cosas...
Cuando salieron del ascensor al vestíbulo al nivel del suelo, los padres de Chip y
Paz estaban aguardándoles.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó el padre de Chip; y Paz, que sujetaba entre
sus manos un banco de memoria naranja en miniatura (no auténtico, por supuesto)
añadió:
—¡Os hemos estado esperando mucho rato!
—Estuvimos viendo a Uni —dijo Papá Jan.
—¿Todo el tiempo? —exclamó el padre de Chip.
—Todo el tiempo.
—Se suponía que teníais que seguir avanzando y dejar que otros miembros
ocuparan su turno.
—Tú debías hacerlo —dijo Papá Jan con una sonrisa—. Mi auricular dijo: «Jan,
viejo amigo, qué alegría verte de nuevo. Tú y tu nieto podéis quedaros y mirar
durante todo el tiempo que queráis.»
El padre de Chip se dio la vuelta, sin sonreír.
Fueron a la cantina, pidieron galletas y cocas —excepto Papá Jan, que no tenía
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hambre— y lo llevaron todo a la zona de jira detrás de la cúpula. Papá Jan señaló el
monte Amor a Chip y le habló un poco más de la perforación del túnel, lo cual
sorprendió al padre de Chip..., un túnel para llevar hasta allá abajo treinta y seis
bancos de memoria no tan grandes. Papá Jan le explicó que había más bancos en un
nivel inferior, pero no dijo cuántos ni lo grandes que eran, ni lo frío y muerto que
estaba todo allí. Chip tampoco dijo nada. Le produjo una extraña sensación saber que
había algo que él y Papá Jan conocían y que no decían a los demás; les hacía
diferentes de los otros, y en cierto modo más parecidos entre sí, al menos un poco...
Cuando terminaron de comer, fueron al autopuerto y se dirigieron a la cola de
peticiones. Papá Jan permaneció junto a ellos hasta que estuvieron cerca de los
escáners; entonces se fue, explicando que esperaría y volvería a casa con dos amigos
de Riverbend que visitarían Uni más tarde. «Riverbend» era el nombre que él daba a
’55131, donde vivía.
Cuando Chip volvió a ver a Bob NE, su consejero, le habló de Papá Jan; le contó
que a su abuelo no le gustaba Uni, y que deseaba discutir con él y explicarle cosas.
Bob sonrió y dijo:
—Eso ocurre a veces con miembros de la edad de tu abuelo, Li. No es nada por lo
que debas preocuparte.
—Pero ¿no puedes decírselo a Uni? —preguntó Chip—. Quizá pueda conseguir
un tratamiento extra, o uno más fuerte.
—Li —dijo Bob, y se inclinó por encima del escritorio—, los distintos productos
químicos que os administramos en vuestros tratamientos son muy preciosos y
difíciles de obtener. Si los miembros más viejos recibieran toda la cantidad que a
veces necesitan, puede que no hubiera suficiente para los miembros jóvenes, que en
realidad son los más importantes para la Familia. Y, si quisiéramos fabricar todos los
productos químicos necesarios para satisfacer a todo el mundo, tal vez tuviéramos
que dejar de lado trabajos más importantes. Uni sabe qué hay que hacer, cuánto existe
de cada cosa y cuánto de cada cosa necesita cada cual. Tu abuelo no se siente
realmente infeliz, te lo prometo. Sólo es un poco excéntrico, como lo seremos todos
nosotros cuando alcancemos los cincuenta años.
—Utiliza esa palabra —dijo Chip—. P-ejem-ejem-ejem-ejem-r.
—«Pelear» —sonrió Bob—. Los miembros viejos lo hacen a veces. Realmente no
quieren decir nada con ella. Las palabras no son «sucias» por sí mismas; son las
acciones que representan las palabras llamadas sucias las que son ofensivas. Los
miembros como tu abuelo usan sólo las palabras, no las acciones. No es muy
agradable, pero no es una auténtica enfermedad. ¿Y qué hay contigo? ¿Alguna
fricción? Dejemos a tu abuelo a su propio consejero por ahora.
—No, ninguna fricción —dijo Chip, al tiempo que pensaba en que había pasado
un escáner sin tocarlo y que había estado en un lugar donde Uni no había dicho que
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podía estar, y que ahora de pronto no deseaba decir a Bob nada de aquello—.
Ninguna fricción en absoluto —aseguró—. Todo está a tope de velocidad.
—Muy bien —dijo Bob—. Toca. Te veré el próximo viernes, ¿de acuerdo?
Más o menos una semana más tarde, Papá Jan fue transferido a USA60607. Chip,
sus padres y Paz fueron al aeropuerto en EUR55130 a despedirle.
En la sala de espera, mientras los padres de Chip y Paz contemplaban a través del
cristal cómo los miembros abordaban el avión, Papá Jan se separó un poco con Chip
y le miró fijamente, con una cariñosa sonrisa en los labios.
—Chip ojoverde —dijo. Chip frunció el entrecejo e intentó disimularlo—, pediste
un tratamiento extra para mí, ¿verdad?
—Sí —dijo Chip—. ¿Cómo lo sabes?
—Oh, lo sospeché, eso es todo —dijo Papá Jan—. Cuida mucho de ti mismo,
Chip. Recuerda de quién eres una astilla arrancada y lo que te dije acerca de intentar
desear algo.
—Lo haré —dijo Chip.
—Ya están subiendo los últimos —dijo el padre de Chip.
Papá Jan les besó a todos y se unió a los miembros que salían. Chip se dirigió al
cristal y miró; vio a Papá Jan caminar en la creciente oscuridad hacia el avión, un
miembro anormalmente alto, balanceando su bolsa de viaje al extremo de su brazo
colgante. En la escalerilla se dio la vuelta y saludó con la mano —Chip le devolvió el
saludo, esperando que Papá Jan pudiera verlo—, luego se giró de nuevo y apoyó la
muñeca de la mano que sostenía la bolsa de viaje sobre el escáner. El verde parpadeó
en respuesta a través de la oscuridad y la distancia, y Papá Jan dio un paso hacia la
escalerilla, y ésta lo transportó suavemente hacia arriba.
En el coche de vuelta Chip permaneció sentado en silencio, pensando que iba a
añorar a Papá Jan y sus visitas de los domingos y fiestas. Era extraño, porque era un
miembro viejo tan peculiar y diferente. Sin embargo, Chip se dio cuenta de pronto,
era por eso precisamente por lo que iba a echarle de menos; porque era peculiar y
diferente, y nadie más podría llenar su lugar.
—¿Qué te pasa, Chip? —preguntó su madre.
—Voy a añorar a Papá Jan —murmuró.
—Yo también —admitió ella—. Pero lo veremos por teléfono de tanto en tanto.
—Es bueno que se haya ido —dijo el padre de Chip.
—Quiero que no se vaya —dijo de pronto Chip—. Quiero que sea transferido de
vuelta aquí.
—Eso es muy poco probable —reconoció su padre—, y es mejor así. Era una
mala influencia para ti.
—Mike —dijo la madre de Chip.
—No empieces con esas tonterías —dijo el padre de Chip—. Mi nombre es Jesús,
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y el suyo Li.
—Y el mío es Paz —dijo Paz.
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3
Chip recordó lo que le había dicho Papá Jan, y en las semanas y meses que
siguieron pensó a menudo en desear algo, en desear hacer algo, del mismo modo que
Papá Jan, a los diez años, había deseado ayudar a construir Uni. Muchas noches
permanecía despierto durante una hora o así, meditando sobre todas las distintas
ocupaciones que había, todas las diferentes clasificaciones que conocía: supervisor de
construcción como Papá Jan, técnico de laboratorio como su padre, físico de plasmas
como su madre, fotógrafo como el padre de un amigo; médico, consejero, dentista,
cosmonauta, actor, músico. Todos esos trabajos le parecían muy iguales, pero antes
de poder desear realmente uno tenía que elegirlo. Resultaba extraño pensar en ello:
buscar, elegir, decidir. Le hacía sentirse pequeño, pero al mismo tiempo le hacía
sentirse también grande.
Una noche pensó que podía ser interesante planear grandes edificios, como
aquellos otros pequeños que había erigido con un juego de construcción que había
tenido hacía mucho tiempo (el que había hecho parpadear el rojo no de Uni). Chip
estuvo pensando en todo esto la noche antes de un tratamiento, pues recordó que Papá
Jan había dicho que ése era un buen momento para desear cosas. A la noche siguiente
planear grandes edificios no le pareció en absoluto diferente de cualquier otra
clasificación. De hecho, la idea misma de desear una clasificación en particular le
pareció estúpida y pre-U aquella noche, y se durmió inmediatamente.
La noche antes de su siguiente tratamiento pensó de nuevo en planear edificios —
edificios de las formas más diversas, no las tres únicas habituales—, y se preguntó
por qué lo interesante de la idea había desaparecido de su cabeza el mes antes. Los
tratamientos servían para prevenir enfermedades y para relajar a los miembros que
estaban tensos y para impedir que las mujeres tuvieran demasiados hijos y que a los
hombres les saliera pelo en el rostro; ¿por qué tenían que hacer que una idea
interesante pareciera no interesante? Pero eso era lo que hacían, un mes, y al
siguiente mes, y al siguiente.
Sospechó que pensar en tales cosas podía ser una forma de egoísmo; pero si así
era, se trataba de una forma menor —que implicaba sólo una hora o dos de tiempo de
sueño, nunca de tiempo de escuela o de televisión— que no valía la pena mencionar a
Bob NE, del mismo modo que no le mencionaría un nerviosismo momentáneo o un
sueño ocasional. Cada semana, cuando Bob le preguntaba si todo iba bien, él
respondía que sí: tope velocidad, nada de fricción. Cuidaba mucho de no «pensar en
desear» demasiado a menudo ni demasiado tiempo; así pues, siempre dormía todo lo
necesario, y por las mañanas, mientras se aseaba, observaba su rostro en el espejo
para asegurarse de que su aspecto era el correcto. Lo era..., excepto por supuesto su
ojo.
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En 146 Chip y su familia, junto con la mayor parte de los miembros de su
edificio, fueron transferidos a AFR71680. El edificio donde fueron alojados era
completamente nuevo, con una moqueta verde en lugar de gris en los pasillos,
pantallas de televisión más grandes, y muebles mullidos pero no ajustables.
Había mucho a lo que acostumbrarse en ’71680. El clima era un poco más cálido,
y los monos más ligeros de peso y claros de color; el monorraíl era viejo y lento y se
estropeaba con frecuencia; y las galletas totales venían envueltas en un papel verdoso
y su sabor era salado y no del todo bueno.
El nuevo consejero de Chip y su familia era Mary CZ14L8584. Era una mujer un
año mayor que la madre de Chip, aunque parecía unos cuantos años más joven.
Una vez se acostumbró a la vida en ’71680 —la escuela, al menos, no era distinta
—, Chip reanudó su pasatiempo de «pensar en desear». Ahora veía que había
diferencias considerables entre las clasificaciones, y empezó a preguntarse cuál le
adjudicaría Uni cuando llegara el momento. Uni, con sus dos niveles de fríos bloques
de acero, su vacía dureza llena de ecos... Deseó que Papá Jan lo hubiera llevado hasta
el nivel más inferior, donde estaban los miembros. Hubiera sido más agradable pensar
en ser clasificado por Uni y algunos miembros en lugar de por Uni solo; si le dieran
una clasificación que no le gustaba, y en ella estuvieran implicados miembros, sería
posible explicarles...
Papá Jan llamaba dos veces al año; pedía poder hacerlo más a menudo, decía,
pero eso era todo lo que se le concedía. Parecía más viejo, sonreía tensamente. Estaba
siendo reedificada una sección de USA60607, y él estaba al cargo. A Chip le hubiera
gustado decirle que estaba intentando desear algo, pero no podía con los demás de pie
junto a él delante de la pantalla. En una ocasión, cuando la llamada estaba a punto de
terminar, dijo:
—Lo estoy intentando.
Y Papá Jan sonrió como lo hacía antes y exclamó:
—¡Ése es mi chico!
Cuando terminó la llamada, el padre de Chip quiso saber:
—¿Qué estás intentando?
—Nada —dijo Chip.
—Tienes que haber querido decir algo —señaló su padre.
Chip se encogió de hombros.
Cuando Mary CZ vio a Chip de nuevo, se lo preguntó también.
—¿Qué quisiste decir a tu abuelo con que lo estabas intentando? —preguntó.
—Nada —dijo Chip.
—Li —murmuró Mary, y le miró con ojos de reproche—. Dijiste que lo estabas
intentando. ¿Intentando qué?
—Intentando no echarle de menos —respondió Chip—. Cuando fue transferido a
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Usa, le dije que lo añoraría, y él me dijo que debía intentar no hacerlo, que los
miembros eran todos iguales, y que de todos modos llamaría siempre que pudiera.
—Ah —dijo Mary, sin dejar de mirar a Chip, ahora insegura—. ¿Por qué no lo
dijiste desde un principio? —quiso saber.
Chip se encogió de hombros.
—¿Y lo echas de menos?
—Sólo un poco —respondió Chip—. Estoy intentando que no ocurra.
Empezó el sexo. Era más agradable aún que pensar en desear algo. Aunque le
habían enseñado que los orgasmos eran extremadamente placenteros, no había tenido
la menor idea de la insoportable delicia de las sensaciones acumuladas, el éxtasis de
alcanzar el clímax, y la satisfacción vacía y fláccida de los momentos posteriores.
Nadie había tenido ninguna idea, ninguno de sus compañeros y compañeras de clase;
no hablaban de ninguna otra cosa, y de buen grado no se hubieran dedicado a ninguna
otra cosa. Chip apenas podía pensar en las matemáticas y la electrónica y la
astronomía, y mucho menos en las diferencias entre clasificaciones.
Al cabo de unos meses, sin embargo, todo se calmó y, acostumbrado ya al nuevo
placer, le adjudicaron su momento adecuado, el sábado por la noche, dentro del
esquema de la semana.
Un sábado por la tarde, cuando Chip había cumplido ya los catorce, fue en
bicicleta con un grupo de amigos a una espléndida playa de arena blanca a pocos
kilómetros al norte de AFR71680. Allí nadaron, saltaron, se empujaron, chapotearon
entre las olas, cuya espuma era rosada al sol poniente, encendieron un fuego en la
arena y se sentaron alrededor, envueltos en mantas. Comieron galletas, bebieron y
tomaron unos dulces y crujientes trozos de coco recién abierto. Un chico puso
canciones, no demasiado buenas, en una grabadora, luego, mientras el fuego se
convertía en brasas, el grupo se separó en cinco parejas, cada uno envuelto en su
propia manta.
La chica con que estaba Chip era Anna VF. Después de su orgasmo —el mejor
que Chip hubiera tenido nunca, o eso le pareció—, se sintió lleno, con una sensación
de ternura hacia ella. Deseó tener algo que pudiera darle como prueba de ello, como
la hermosa concha que Karl GG había dado a Yin AP, o la grabadora de Li OS, que
arrullaba suavemente a quienquiera que fuese la muchacha con que estaba acostado.
Chip no tenía nada para Anna, ninguna concha, ninguna canción; nada en absoluto,
excepto, quizá, sus pensamientos.
—¿Te gustaría tener algo interesante en que pensar? —preguntó, tendido de
espaldas, rodeándola con sus brazos.
—Mmm... —dijo ella, y se arrimó más contra él. Tenía la cabeza apoyada sobre
su hombro, los brazos sobre su pecho.
Él la besó en la frente.
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—Piensa en todas las distintas clasificaciones que existen —dijo.
—¿Mmm...?
—E intenta decidir cuál escogerías si tuvieras la oportunidad de elegir una.
—¿Elegir una? —murmuró ella.
—Exacto.
—¿Qué quieres decir?
—Escoger una. Tenerla. Estar en ella. ¿Qué clasificación te gustaría más?
Médico, ingeniero, consejero...
Ella apoyó la cabeza en su mano y le miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué quieres decir? —repitió.
Él dejó escapar un ligero suspiro y explicó:
—Vamos a ser clasificados, ¿correcto?
—Correcto.
—Supón que no lo fuéramos, que tuviéramos que clasificarnos nosotros mismos.
—Oh, vamos, esto es una tontería —dijo ella, trazando dibujos con un dedo sobre
su pecho.
—Es interesante pensar en ello.
—Jodamos de nuevo —dijo de pronto ella.
—Espera un momento —interrumpió él—. Piensa simplemente en todas las
distintas clasificaciones. Supón que fuéramos nosotros quienes...
—No quiero hacerlo —dijo ella, dejando de dibujar—. Eso es estúpido. Y
enfermizo. Somos clasificados; no hay nada que pensar al respecto. Uni sabe lo que
todos nosotros...
—Oh, olvídate de Uni —dijo Chip—. Simplemente piensa por un minuto que
estuviéramos viviendo en...
Anna se apartó de él y se echó sobre su estómago, la nuca vuelta hacia el rostro
de él.
—Lo siento —dijo Chip.
—No. Yo lo siento —dijo ella— por ti. Estás enfermo.
—No, no lo estoy —exclamó él.
Ella guardó silencio.
Chip se sentó y miró desesperanzado su rígida espalda.
—Se me escapó —dijo en voz baja—. Lo siento.
Ella guardó silencio.
—Fue sólo una palabra, Anna —murmuró.
—Estás enfermo —dijo ella.
—Oh, odio —exclamó.
—¿Ves lo que quiero decir?
—Anna, mira —dijo—. Olvídalo. Olvídalo todo, ¿quieres? Simplemente olvídalo.
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—Insinuó su mano entre los muslos de ella, pero Anna los apretó fuertemente,
bloqueándole el camino.
—Vamos, Anna —suplicó él—. Vamos: dije que lo sentía, ¿no? Jodamos de
nuevo. Primero te chuparé un poco, si quieres.
Al cabo de un rato, ella relajó sus muslos y permitió los avances de Chip.
Luego se volvió, se sentó y le miró fijamente.
—¿Estás enfermo, Li? —preguntó.
—No —dijo, y consiguió reír—. Por supuesto que no —aseguró.
—Nunca había oído nada así —dijo ella—. «Clasificarse uno mismo.» ¿Cómo
podríamos hacerlo? ¿Cómo sabríamos lo suficiente para hacerlo?
—Es sólo algo que pienso algunas veces —dijo él—. No muy a menudo. De
hecho, casi nunca.
—Es una idea tan... tan curiosa —dijo ella—. Suena..., no sé..., como pre-U.
—No volveré a pensar nunca más en ello —prometió él. Alzó su mano derecha y
la pulsera resbaló hacia abajo en su brazo—. Por el amor de la Familia —dijo—.
Vamos, acuéstate y te chuparé un poco.
Ella se tendió sobre la manta, pero su expresión era preocupada.
A la mañana siguiente, a las diez menos cinco, Mary CZ llamó a Chip y le pidió
que fuera a verla.
—¿Cuándo? —preguntó Chip.
—Ahora.
—De acuerdo —dijo—. Voy ahora mismo.
—¿Para qué querrá verte en domingo? —quiso saber su madre.
—No tengo ni idea —respondió Chip.
Pero sí lo sabía. Anna VF había llamado a su consejero.
Bajó por las escaleras mecánicas, abajo, abajo, abajo, preguntándose cuánto
habría dicho Anna, y qué diría él. De pronto sintió el deseo de echarse a llorar y decir
a Mary que estaba enfermo y que era un egoísta y un mentiroso. Los miembros que
subían por las escaleras mecánicas se mostraban relajados, sonrientes, contentos, en
armonía con la alegre música de los altavoces; nadie excepto él se sentía culpable e
infeliz.
Las oficinas de los consejeros estaban extrañamente silenciosas. Miembros y
consejeros conferenciaban en algunos cubículos, pero la mayoría de ellos estaban
vacíos, los escritorios ordenados, las sillas aguardando. En un cubículo, un miembro
vestido con un mono verde permanecía inclinado sobre un teléfono, al que estaba
haciendo algo con un destornillador.
Mary estaba de pie sobre su silla colocando unos adornos de Navidad en lo alto
del cuadro Wei dirigiéndose a los quimioterapeutas. Había más adornos sobre el
escritorio, un carrete rojo y otro verde, y el telecomp de Mary estaba abierto a su
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lado, junto con una taza-termo de té.
—¿Li? —dijo, sin volverse—. Has sido rápido. Siéntate.
Chip se sentó. En la pantalla del telecomp brillaban líneas de símbolos verdes. El
botón de respuesta se mantenía apretado con un pisapapeles de recuerdo de
RUS81655.
—Quietos ahí —dijo Mary a los adornos y, sin dejar de mirarlos, bajó de la silla.
Los adornos se quedaron en su sitio.
Hizo girar la silla y sonrió a Chip mientras la acercaba al escritorio y se sentó.
Contempló la pantalla del telecomp y, sin dejar de mirarla, tomó la taza-termo de té y
dio un sorbo. Volvió a dejarla sobre el escritorio, miró a Chip y sonrió.
—Un miembro dice que necesitas ayuda —indicó—. La chica con la que jodiste
ayer por la noche, Anna —miró la pantalla— VF35H6143.
Chip asintió.
—Dije una palabra sucia —admitió.
—Dos —rectificó Mary—, pero eso no importa. Al menos no relativamente. Lo
que importa son algunas de las otras cosas que dijiste, cosas acerca de decidir qué
clasificación escoger si no tuviéramos a UniComp para hacer ese trabajo.
Chip apartó la vista de Mary y de los carretes de adornos navideños rojos y
verdes.
—¿Piensas a menudo en estas cosas, Li? —preguntó Mary.
—Sólo a veces —respondió Chip—. En la hora libre o por la noche; nunca en la
escuela o durante la televisión.
—La noche también cuenta —dijo Mary—. Entonces es cuando se supone que
debes dormir.
Chip la miró y no dijo nada.
—¿Cuándo empezó? —quiso saber ella.
—No lo sé —respondió él—. Hace algunos años. En Eur.
—Tu abuelo —apuntó ella.
Chip asintió con la cabeza.
Ella observó la pantalla, luego miró de nuevo a Chip, severamente.
—¿Nunca se te ha ocurrido —dijo— que «decidir» y «escoger» son
manifestaciones de egoísmo? ¿Actos de egoísmo?
—Alguna vez lo he pensado, quizá sí —admitió Chip, con los ojos fijos en el
borde del escritorio, pasando suavemente un dedo a lo largo de él.
—Vamos, Li —dijo Mary—. ¿Para qué estoy yo aquí? ¿Para qué son los
consejeros? Para ayudarnos, ¿no?
Él asintió en silencio con la cabeza.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿O a tu consejero en Eur? ¿Por qué esperaste,
perdiste horas de sueño y preocupaste a esa pobre Anna?
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Chip se encogió de hombros, sin dejar de mirar su dedo que se deslizaba arriba y
abajo por el borde del escritorio.
—Era, en cierto modo..., interesante —dijo.
—«En cierto modo, interesante» —repitió Mary—. También hubiera podido ser
en cierto modo interesante pensar en el tipo de caos pre-U que tendríamos ahora si
realmente escogiéramos nuestras propias clasificaciones. ¿Has pensado alguna vez en
ello?
—No —dijo Chip.
—Bien, pues hazlo. Piensa en un centenar de millones de miembros decidiendo
ser actores de televisión y ninguno decidiendo trabajar en un crematorio.
Chip alzó la vista hacia ella.
—¿Estoy muy enfermo? —preguntó.
—No —dijo Mary—, pero hubieras terminado estándolo de no ser por la ayuda
que te ha prestado Anna. —Levantó el pisapaleles de la tecla de respuesta del
telecomp, y los símbolos verdes desaparecieron de la pantalla—. Toca —dijo.
Chip tocó con su pulsera la placa del escáner, y Mary empezó a teclear.
—Te han sido hechos centenares de tests desde tu primer día en la escuela —dijo
la consejera—, y UniComp conserva los registros de los resultados de todos ellos,
hasta el último. —Sus dedos revoloteaban sobre la docena de teclas negras—. Has
tenido centenares de reuniones con tus consejeros —siguió—, y UniComp sabe todo
también acerca de ellas. Sabe qué trabajos tienen que hacerse y quiénes hay para
hacerlos. Lo sabe todo. Así pues, ¿quién va a hacer una clasificación mejor y más
eficiente, tú o UniComp?
—UniComp, Mary —dijo Chip—. Lo sé. Realmente no deseaba elegir por mí
mismo; era sólo..., sólo pensar en esa posibilidad, eso es todo.
Mary terminó de teclear y pulsó el botón de respuesta. La pantalla se llenó de
símbolos verdes. Mary dijo:
—Ve a la sala de tratamientos.
Chip se puso en pie de un salto.
—Gracias —dijo.
—Gracias a Uni —respondió Mary, y desconectó el telecomp. Cerró la tapa y
accionó los cierres.
Chip dudó.
—¿Estaré bien? —preguntó.
—Perfecto —dijo Mary. Sonrió tranquilizadoramente.
—Lamento haberte hecho venir en domingo —dijo Chip.
—No te preocupes —dijo Mary—. Por una vez en mi vida voy a tener mis
adornos de Navidad listos antes del 24 de diciembre.
Chip salió de las oficinas de los consejeros y entró en la sala de tratamientos. Sólo
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funcionaba una unidad, pero únicamente había tres miembros en la cola. Cuando
llegó su turno, metió su brazo tan hondo como pudo en la abertura orlada de caucho,
y sintió, agradecido, el contacto del escáner y el cálido hocico del disco de infusión.
Deseaba que el hormigueo-zumbido-cosquilleo durara largo rato, que lo curara
completamente y para siempre, pero fue más corto de lo habitual, y le preocupó que
pudiera haber una interrupción en las comunicaciones entre la unidad y Uni o una
escasez de productos químicos dentro de la propia unidad. En una tranquila mañana
de domingo ¿era posible que el servicio de asistencia fuera un tanto descuidado?
Dejó de preocuparse, sin embargo, y mientras subía por las escaleras mecánicas
se sintió mucho más tranquilo por todo: por sí mismo, por Uni, por la Familia, por el
mundo y el universo.
Lo primero que hizo cuando llegó al apartamento fue llamar a Anna VF y darle
las gracias.
A los quince años fue clasificado 663D —taxonomista genético, cuarta clase— y
transferido a RUS41500 y a la Academia de Ciencias Genéticas. Aprendió genética
elemental, técnicas de laboratorio y teoría de modulación y trasplante. Fue a patinar, a
jugar a fútbol, al Museo Pre-U y al Museo de los Logros de la Familia. Tuvo una
amiga llamada Anna de Jap y luego otra llamada Paz de Aus. El jueves 18 de octubre
de 151, él y todos los demás de la academia permanecieron levantados hasta las
cuatro de la madrugada para contemplar el despegue de la Altaira, luego durmieron y
holgazanearon durante medio día de fiesta extra.
Una noche sus padres llamaron inesperadamente.
—Tenemos malas noticias —dijo su madre—. Papá Jan murió esta mañana.
La tristeza se apoderó de él, y debió reflejarse en su rostro.
—Tenía sesenta y dos años, Chip —dijo su madre—. Disfrutó de su vida.
—Nadie vive eternamente —agregó su padre.
—Sí —dijo Chip—. Había olvidado lo viejo que era. ¿Cómo estáis vosotros?
¿Todavía no ha sido clasificada Paz?
Después de hablar un rato con ellos salió a dar un paseo, aunque la noche era
lluviosa y eran casi las diez. Fue al parque. Todo el mundo estaba saliendo ya.
—Quedan seis minutos —le dijo un miembro con una sonrisa.
No le importó. Deseaba que le lloviera encima, empaparse. No sabía por qué,
pero lo deseaba.
Se sentó en un banco y aguardó. El parque estaba vacío; todos los demás se
habían ido. Pensó en Papá Jan diciéndole cosas que eran lo opuesto a lo que quería
decir, y luego diciendo lo que realmente quería decir allá abajo en el interior de Uni,
apretadamente envuelto en una manta azul.
En el respaldo de un banco al otro lado del camino alguien había garabateado con
tiza roja «PELEA A UNI.» Alguien más —o quizá el mismo miembro enfermo,
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avergonzado— lo había tachado con tiza blanca. Empezó a llover, y la tiza empezó a
disolverse; tiza blanca, tiza roja, manchando de descendentes goterones rosados el
respaldo del banco.
Chip volvió el rostro hacia el cielo y lo mantuvo firmemente alzado bajo la lluvia,
intentando imaginar que, como estaba tan triste, lo que corría por su rostro eran
lágrimas.
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4
Al inicio de su tercer y último año en la academia Chip tomó parte en un
complicado intercambio de cubículos de dormitorio organizado para situar a
cualquiera interesado cerca de su amigo o amiga. En su nuevo lugar estaba a dos
cubículos de distancia de una tal Yin DW; y al otro lado del pasillo había un miembro
más bajo de lo normal llamado Karl WL, que solía llevar consigo una libreta de
dibujo de tapas verdes y que, aunque respondía de inmediato a los comentarios, raras
veces iniciaba una conversación.
Aquel Karl WL tenía en sus ojos una expresión de insólita concentración, como si
estuviera buscando y a punto de hallar las respuestas a difíciles preguntas. En una
ocasión Chip lo vio deslizarse fuera de la sala tras el inicio de la primera hora de
televisión y no volver a entrar hasta después del final de la segunda; y una noche en
el dormitorio, después de apagarse las luces, vio un débil resplandor filtrarse a través
de la manta de la cama de Karl.
Un sábado por la noche —en realidad a primera hora de la mañana del domingo
—, mientras Chip regresaba silenciosamente del cubículo de Yin DW al suyo, vio a
Karl sentado al otro lado del pasillo. Estaba a un lado de su cama, en pijama, con la
libreta inclinada hacia una lamparilla en la esquina del escritorio y trabajando en él
con febriles movimientos de la mano. La lente de la lamparilla estaba cubierta de tal
modo que sólo arrojaba un pequeño haz de luz.
Chip se acercó y preguntó:
—¿Ninguna chica esta semana?
Karl se sobresaltó y cerró la libreta. En la mano tenía un carboncillo.
—Perdona, te he sobresaltado —dijo Chip.
—No importa —respondió Karl, de cuyo rostro apenas eran visibles la barbilla y
los pómulos—. Terminé temprano. Paz KG. ¿No te has quedado toda la noche con
Yin?
—Ronca —dijo Chip.
Karl dejó escapar un pequeño sonido regocijado.
—Yo acabo de regresar —dijo.
—¿Qué estás haciendo?
—Sólo algunos diagramas genéticos —dijo Karl. Alzó la cubierta del cuaderno y
mostró la primera página. Chip se acercó, se inclinó y miró: secciones transversales
de genes en el emplazamiento B3, cuidadosamente dibujadas y sombreadas, hechas a
pluma.
—Intenté hacer algunos con carboncillo, pero no funciona —dijo Karl. Cerró de
nuevo la libreta y depositó el carboncillo en el escritorio; apagó la lamparilla—. Que
duermas bien —dijo.
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—Gracias —respondió Chip—. Tú también.
Fue a su cubículo y tanteó su camino hasta la cama, preguntándose si realmente
Karl habría estado dibujando diagramas, porque con carboncillo parecía que casi no
valía la pena intentarlo. Probablemente debiera comentar con su consejero, Li YB, la
actitud de Karl y su comportamiento ocasional tan poco habitual en un miembro, pero
decidió aguardar un poco, hasta estar seguro de que Karl necesitaba realmente ayuda
y que no iba a malgastar el tiempo de Li YB, el de Karl y el suyo. No había motivos
para mostrarse alarmista.
El Aniversario de Wei fue unas pocas semanas más tarde. Después del desfile
Chip y otros doce estudiantes salieron a divertirse un poco por la tarde en los Jardines
de Recreo. Remaron durante un rato y luego pasearon por el zoo. Cuando se
reunieron junto a la fuente, Chip vio a Karl WL sentado en la barandilla frente al
recinto de los caballos, con el cuaderno sobre sus rodillas, dibujando. Chip se
disculpó ante el grupo y se dirigió hacia él.
Karl le vio llegar y, sonriéndole, cerró la libreta.
—¿Verdad que fue un desfile estupendo? —dijo.
—Fue realmente tope velocidad —admitió Chip—. ¿Estás dibujando los
caballos?
—Intento hacerlo.
—¿Puedo ver?
Karl le miró fijamente a los ojos por un momento y luego dijo:
—Desde luego, ¿por qué no? —Hojeó rápidamente el cuaderno, lo abrió más o
menos a la mitad, dobló hacia atrás la parte superior y dejó que Chip contemplara un
garañón encabritado que llenaba toda la página, dibujado con enérgicos trazos al
carboncillo. Los músculos destacaban bajo la reluciente piel, los ojos brillaban
salvajes, las patas delanteras parecían estremecerse. El dibujo sorprendió a Chip por
su vitalidad y energía. Nunca había visto un dibujo de un caballo que se pareciera a
aquél. Buscó palabras, y sólo pudo murmurar:
—Esto es... estupendo, Karl. ¡Tope velocidad!
—No es muy exacto —admitió Karl.
—¡Sí lo es!
—No, no lo es —dijo Karl—. Si fuera exacto, yo estaría ahora en la Academia de
Arte.
Chip miró los caballos que había en el recinto, y luego el dibujo de Karl; después
observó de nuevo a los caballos, y vio que sus patas eran más gruesas, sus pechos
menos amplios.
—Tienes razón —reconoció, y miró de nuevo el dibujo—. No es exacto. Pero
es..., de algún modo, es mejor que exacto.
—Gracias —dijo Karl—. Así es como quería que fuera. Todavía no lo he
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terminado.
Chip le miró y dijo:
—¿Has hecho otros?
Karl volvió la página anterior y le mostró un león sentado, orgulloso y atento. En
la esquina inferior derecha de la página había una «A» con un círculo a su alrededor.
—¡Maravilloso! —dijo Chip. Karl volvió otras páginas; había dos ciervos, un
mono, un águila planeando, dos perros olisqueándose mutuamente, un leopardo
agazapado.
Chip se echó a reír.
—¡Has captado a todos los animales del zoo! —dijo.
—No, ¡qué va! —murmuró Karl.
Todos los dibujos tenían la «A» con el círculo en la esquina.
—¿Qué significa? —preguntó Chip.
—Los artistas acostumbraban firmar sus obras, para saber de quién era cada una.
—Entiendo —dijo Chip—. Pero, ¿por qué una A?
—Bueno —murmuró Karl, y fue volviendo las páginas una a una—. Quiere decir
Ashi. Así es como me llama mi hermana. —Volvió al caballo, añadió una línea de
carboncillo en su vientre, y observó los caballos del recinto con una mirada de
concentración, que ahora tenía un objeto y una razón.
—Yo también tengo un nombre extra —dijo Chip—. Chip. Me lo puso mi abuelo.
—¿Chip?
—Es antiguo, idioma inglés, o eso me dijo mi abuelo, aunque nunca había oído
que existiera ese idioma. Significa «astilla del viejo tronco». Se supone que me
parezco al abuelo de mi abuelo. —Observó a Karl perfilar las líneas de las patas
traseras del caballo y se apartó ligeramente de su lado—. Será mejor que vuelva con
mi grupo —dijo—. Esos dibujos son tope velocidad. Es una lástima que no fueras
clasificado como artista.
Karl le miró.
—No lo hicieron —dijo—, así que sólo dibujo los domingos, los días de fiesta y
durante la hora libre. Nunca dejo que interfiera con mi trabajo o cualquier otra cosa
que se suponga que debo estar haciendo.
—Exacto —dijo Chip—. Te veré en el dormitorio.
Aquella tarde, después de la televisión, Chip volvió a su cubículo y encontró en
su escritorio el dibujo del caballo. Karl, desde su cubículo, le dijo:
—¿Lo quieres?
—Sí —dijo Chip—. Gracias. ¡Es estupendo! —El dibujo tenía aún más vitalidad
y energía que antes. En su esquina inferior derecha había una «A» en un círculo.
Chip clavó el dibujo con chinchetas en el tablero de notas detrás de su escritorio
y, cuando terminaba de hacerlo, apareció Yin DW para devolverle el ejemplar de
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Universo que le había pedido prestado.
—¿Dónde has conseguido esto? —preguntó.
—Lo ha hecho Karl —dijo Chip.
—Es muy bonito, Karl —reconoció Yin—. Dibujas muy bien.
Karl, que se estaba poniendo el pijama, respondió:
—Gracias. Me alegra que te guste.
Yin se dirigió a Chip y le susurró en voz casi inaudible:
—Está completamente desproporcionado. Pero déjalo. Es muy considerado de tu
parte haberlo puesto aquí.
A veces, durante la hora libre, Chip y Karl iban juntos al Pre-U. Karl hacía
bocetos del mastodonte y del bisonte, de los hombres de las cavernas con sus pieles
de animales, de los soldados y marineros en sus incontables uniformes distintos. Chip
vagaba por entre los primeros automóviles, cajas fuertes, esposas y «televisores».
Estudiaba los modelos e imágenes de los antiguos edificios: los campanarios y
contrafuertes de las iglesias, los torreones de los castillos, las casas grandes y
pequeñas con sus ventanas y sus puertas llenas de cerraduras. Las ventanas, pensaba,
debían ser lo mejor de esas construcciones. Debía ser agradable, hacer que uno se
sintiera mejor, el poder mirar el mundo desde la habitación o el lugar de trabajo; y
por la noche contemplar una casa con sus hileras de ventanas iluminadas, debía ser un
espectáculo atractivo, incluso hermoso.
Una tarde Karl acudió al cubículo de Chip y se detuvo al lado de su escritorio,
con las manos convertidas en puños a sus costados. Chip alzó la vista hacia él, pensó
que sufría un ataque de fiebre o algo peor; su rostro estaba enrojecido y sus
entrecerrados ojos miraban de una forma extraña. Pero no, era furia lo que lo
embargaba, una furia como Chip nunca había visto antes, una furia tan intensa que,
cuando intentó hablar, Karl pareció incapaz de modular las palabras.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ansiosamente Chip.
—Li —dijo Karl—. Escucha. ¿Me harás un favor?
—¡Por supuesto! ¡Claro que sí!
Karl se inclinó hacia él y susurró:
—Pide un cuaderno para mí, ¿quieres? Acabo de pedir uno y me ha sido
denegado. ¡Tienen quinientos de ellos, una pila así de alta, y me lo han negado!
Chip se lo quedó mirando.
—Pide uno, ¿quieres? —dijo Karl—. Cualquiera puede desear dibujar un poco
durante su tiempo libre, ¿no? Ve ahora, ¿de acuerdo?
Trabajosamente, Chip dijo:
—Karl...
Karl le miró, su furia desapareció y entonces se enderezó.
—No —dijo—. No, yo..., simplemente perdí la calma, eso es todo. Lo siento. Lo
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siento, hermano. Olvídalo. —Dio una palmada a Chip en el hombro—. Ya estoy bien.
Lo pediré de nuevo dentro de una semana o dos. Supongo que he estado dibujando
demasiado últimamente. Uni lo sabe mejor que yo. —Se alejó pasillo abajo, en
dirección a los lavabos.
Chip se volvió de nuevo al escritorio y apoyó los codos en él, sujetándose la
cabeza entre las manos, tembloroso.
Eso fue un martes. Las reuniones de Chip con su consejero eran los wooderles por
la mañana a las 10.40, y esta vez le hablaría a Li YB de la enfermedad de Karl. Ya no
era cuestión de sentirse alarmista; de hecho, había sido un error por su parte aguardar
tanto tiempo como lo había hecho. Hubiera debido decirle algo al primer signo
evidente. Cuando vio a Karl saltarse la televisión (para dibujar, por supuesto), o
incluso cuando observó la mirada poco usual en los ojos de Karl. ¿Por qué odio había
aguardado? Podía oír ya a Li YB reprochándole suavemente:
—No has sido un buen guardián de tu hermano, Li.
A primera hora de la mañana del wooderles, sin embargo, decidió recoger algunos
monos y el nuevo Genetista. Bajó al centro de suministros y recorrió los pasillos.
Tomó un Genetista y un montón de monos, y luego llegó a la sección de suministros
artísticos. Vio el montón de cuadernos de dibujo de tapas verdes; no había quinientos,
pero sí setenta u ochenta, y nadie parecía apresurarse a cogerlos.
Pasó de largo, y pensó que se estaba volviendo loco. Sin embargo, si Karl
prometía no dibujar cuando se suponía que no debía hacerlo...
Volvió sobre sus pasos —«Cualquiera puede dibujar un poco en su tiempo libre,
¿no?»—, y tomó un cuaderno y un paquete de carboncillos. Fue a la cola de control
más corta. Notó que su corazón latía apresurado en su pecho, sus brazos temblaban.
Inspiró tan profundamente como pudo; y otra vez, y otra.
Aplicó su pulsera al escáner, luego las etiquetas de los monos, del Genetista, del
cuaderno y de los carboncillos. Todo fue «sí». Dejó el sitio al siguiente miembro.
Regresó al dormitorio. El cubículo de Karl estaba vacío, la cama por hacer. Fue a
su propio cubículo y dejó los monos en el estante y el Genetista en el escritorio.
Sobre la primera hoja de la libreta escribió, con mano aún temblorosa: «Sólo en tu
tiempo libre. Quiero que me lo prometas.» Luego dejó el cuaderno y los carboncillos
sobre su cama y se sentó ante el escritorio para leer el Genetista.
Llegó Karl, entró en su cubículo y se puso a hacer la cama. Chip alzó la vista.
—¿Es tuyo eso? —preguntó.
Karl miró el cuaderno y los carboncillos sobre la cama de Chip.
—No es mío —añadió Chip.
—Gracias —dijo Karl. Se acercó y cogió ambas cosas—. Muchas gracias.
—Deberías poner tu nombre en la primera página —dijo Chip—, si lo vas
dejando todo por ahí de este modo.
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Karl fue a su cubículo, abrió el cuaderno y miró la primera página. Alzó los ojos
hacia Chip, asintió, levantó la mano derecha y moduló claramente con la boca, sin
pronunciar las palabras:
—Por el amor de la Familia.
Fueron juntos a las clases.
—¿Por qué tuviste que estropear una página? —preguntó Karl.
Chip sonrió.
—No estoy bromeando —dijo Karl—. ¿Nunca se te ocurrió escribir la nota en un
trozo de papel suelto?
—Cristo, Marx, Wood y Wei —dijo Chip.
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—Claro —dijo Karl, y le arrojó una libreta.
Eran casi todos bocetos del Museo Pre-U. Chip tomó uno de un hombre con cota
de malla y una ballesta al hombro, y otro de un mono rascándose.
Karl recogió la mayoría de las libretas y se dirigió al extremo del pasillo, a la
tolva de los desechos. Chip dejó el cuaderno sobre la cama de Karl y tomó otro.
En él había un hombre y una mujer desnudos de pie en un parque a las afueras de
una ciudad de piedra sin labrar. Eran más altos de lo normal, hermosos y
extrañamente dignos. La mujer era completamente distinta al hombre, no sólo
genitalmente, sino que su pelo era más largo, sus pechos más abundantes y poseía
una convexidad general más suave. Era un gran dibujo, pero algo en él inquietó a
Chip, sin que pudiera saber qué era.
Volvió otras páginas, otros hombres y mujeres; los dibujos se hacían más seguros
y enérgicos, hechos con menos líneas y más atrevidas. Eran los mejores dibujos que
Karl hubiera hecho nunca, pero en cada uno de ellos había algo inquietante, una falta,
un desequilibrio que Chip no conseguía definir.
De pronto le asaltó un estremecimiento.
No llevaban pulseras.
Volvió a mirarlos para comprobarlo, mientras el estómago se le anudaba
dolorosamente. Ni una pulsera. Ninguno de ellos las llevaba. Y no había ninguna
posibilidad de que los dibujos estuvieran inconclusos; en la esquina inferior derecha
de cada uno había una «A» con un círculo alrededor.
Volvió a dejar el cuaderno y fue a sentarse en su cama; observó a Karl cuando
regresó y tomó las otras libretas y con una sonrisa se las llevó.
Hubo un baile en el salón, pero fue corto y apagado a causa de lo ocurrido en
Marte. Más tarde Chip fue con su amiga al cubículo de ella.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.
—Nada —respondió.
Karl también se lo preguntó, por la mañana, mientras doblaban sus mantas.
—¿Qué te ocurre, Li?
—Nada.
—¿Sientes marcharte?
—Un poco.
—Yo también. Espera, dame tus hojas y las tiraré.
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—¿Actuando agresivamente?
—No, no —se apresuró a decir Chip—. Sólo de pie o sentados, jodiendo, jugando
con niños.
—¿Y bien?
Chip miró la lisa superficie del escritorio.
—No llevan pulseras —dijo.
Li YB no dijo nada. Chip le miró; le estaba contemplando fijamente. Al cabo de
un momento, Li YB dijo:
—¿Varios dibujos?
—Todo un cuaderno.
—Y ni una pulsera.
—Ninguna.
Li YB inspiró profundamente, luego dejó escapar el aliento entre los dientes en
una serie de rápidos silbidos. Miró su libreta de notas.
—KWL35S7497 —dijo.
Chip asintió.
Rompió el dibujo del hombre con la ballesta, que era agresivo, y rompió el del
mono también. Llevó los trozos a la tolva de los desechos y los dejó caer por ella.
Guardó las últimas cosas en su bolsa de viaje —sus recortes, el cepillo de dientes,
una foto enmarcada de sus padres y Papá Jan— y apretó para cerrarla.
La amiga de Karl se le acercó con la bolsa colgada del hombro.
—¿Dónde está Karl? —preguntó.
—En el medicentro.
—Bueno —dijo—. Dile adiós de mi parte, ¿quieres?
—Claro.
Se besaron en las mejillas.
—Adiós —dijo ella.
—Adiós.
Se alejó por el pasillo. Otros estudiantes, que ya no eran estudiantes, pasaron
junto a él. Le sonrieron y le dijeron adiós.
Miró alrededor, al ahora desnudo cubículo. El dibujo del caballo estaba aún en el
tablero de notas. Se acercó y lo observó; vio de nuevo el encabritado garañón, tan
vivo y salvaje. ¿Por qué no se había limitado Karl a dibujar los animales del zoo?
¿Por qué había empezado a retratar a seres humanos?
Una sensación cobró forma en Chip, cobró forma y creció; una sensación de que
había cometido un error hablándole a Li YB de los dibujos de Karl, aunque sabía por
supuesto que había obrado correctamente. ¿Cómo podía ser un error ayudar a un
hermano enfermo? No decirlo sí hubiera sido un error, callarse como había hecho
antes, dejar que Karl siguiera dibujando a miembros sin pulseras y que enfermara
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más y más. Finalmente hubiera terminado dibujando a miembros actuando de forma
agresiva. Peleando.
Por supuesto que había obrado correctamente.
Sin embargo, la sensación de que había cometido un error persistió, siguió
creciendo y creciendo irracionalmente hasta convertirse en culpabilidad.
Alguien se le acercó y Chip se volvió bruscamente, creyendo que era Karl que
venía a darle las gracias. Pero no, era alguien que se marchaba y pasaba junto a su
cubículo.
Eso iba a suceder: Karl regresaría del medicentro y le diría:
—Gracias por ayudarme, Li. Estaba realmente enfermo, pero ahora me siento
mucho mejor.
Y él diría:
—No me des las gracias a mí. Dáselas a Uni.
—No, no —insistiría Karl y le estrecharía la mano.
De pronto deseó no estar allí, no recibir el agradecimiento de Karl por haberle
ayudado. Cogió su bolsa de viaje y se apresuró por el pasillo..., se detuvo en seco,
inseguro de pronto, y regresó rápidamente. Tomó el dibujo del caballo colgado en el
tablero de notas, abrió su bolsa sobre el escritorio y metió el dibujo entre las páginas
de un cuaderno, volvió a cerrar la bolsa y se fue.
Bajó corriendo por las escaleras mecánicas, pidiendo disculpas al pasar junto a
otros miembros, temeroso de que Karl pudiera ir tras él. Corrió todo el camino hasta
el nivel inferior, donde estaba la ferroestación, y se puso en la larga cola para el
aeropuerto. Permaneció con la cabeza inmóvil, envarada, sin mirar ni una sola vez
hacia atrás.
Finalmente llegó al escáner. Lo miró durante unos instantes, luego lo tocó con su
pulsera. «Sí», parpadeó la luz verde.
Cruzó apresuradamente la puerta.
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Segunda parte
Despertar a la vida
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1
Entre julio de 153 y marx de 162, a Chip le asignaron cuatro trabajos: dos en los
laboratorios de investigación de Usa; uno muy breve en el Instituto de Ingeniería
Genética de Ind, donde asistió a una serie de conferencias sobre los más recientes
avances en inducción a la mutación; y un trabajo de cinco años en una planta de
quimiosintéticos en Chi. Fue ascendido dos veces en su clasificación, y en 162 era
taxonomista genético de segunda clase.
Durante esos años fue aparentemente un miembro normal y contento de la
Familia. Hacía bien su trabajo, participaba en los programas atléticos y recreativos de
su casa, tenía una actividad sexual semanal, llamaba mensualmente por teléfono y
visitaba dos veces al año a sus padres, estaba en su sitio y a su hora para la televisión
y los tratamientos y los encuentros con su consejero. No tenía ninguna inquietud que
informar, ni física ni mental.
Interiormente, sin embargo, distaba mucho de ser normal. La sensación de
culpabilidad con la que había abandonado la academia le había conducido a retraerse
ante su siguiente consejero, porque deseaba retener esa sensación que, aunque
desagradable, era la sensación más intensa que jamás había experimentado y,
sorprendentemente, una ampliación de su sensación de existir; y el hecho de
ocultársela a su consejero —de no informar de inquietud alguna y representar el papel
de un miembro contento y relajado— le había conducido a lo largo de los años a
retraerse de todos los que le rodeaban, una actitud general de cautelosa alerta. Todo le
parecía cuestionable: las galletas totales, los monos, la uniformidad de las
habitaciones y de los pensamientos de los miembros, y especialmente el trabajo que
realizaba, cuya finalidad sabía muy bien que no haría más que solidificar la
uniformidad universal. No había alternativas, por supuesto, ninguna alternativa
imaginable a nada, pero seguía encerrado en sí mismo y se hacía preguntas. Sólo en
los primeros días después de cada tratamiento era realmente el miembro que fingía
ser.
Únicamente una cosa en el mundo era indiscutiblemente correcta: el dibujo del
caballo de Karl. Lo enmarcó —no en un marco del centro de suministros sino en uno
que se hizo él mismo, con trozos de madera arrancados de la parte de atrás de un
cajón— y lo colgó en su habitación en Usa, en la de Ind y en la de Chi. Era mucho
mejor contemplarlo que contemplar Wei dirigiéndose a los quimioterapeutas o Marx
escribiendo o Cristo expulsando a los mercaderes.
En Chi pensó en casarse, pero se le dijo que no debía reproducirse y entonces
creyó que contraer matrimonio no tenía mucho sentido.
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transferido de vuelta al Instituto de Ingeniería Genética en IND26110 y destinado a
un recién establecido Centro de Subclasificación Genética. Nuevos microscopios
habían hallado distinciones entre genes que hasta entonces habían parecido idénticos,
y él era uno de los 663B y C cuya misión era definir las subclasificaciones. Su
habitación estaba a cuatro edificios del centro, lo cual le daba la oportunidad de
efectuar dos cortos paseos al día, y pronto encontró una amiga cuya habitación estaba
en el piso debajo del suyo. Su consejero era un año más joven que él, Bob RO. Al
parecer la vida iba a seguir como siempre.
Sin embargo, una noche de abril, mientras se preparaba para lavarse los dientes
antes de irse a la cama, descubrió una pequeña cosa blanca metida entre las cerdas de
su cepillo. Perplejo, la sacó. Era un trozo pequeño de papel apretadamente enrollado.
Dejó a un lado el cepillo y desenrolló el fino rectángulo, lleno con una apretada letra
escrita a máquina. «Pareces un miembro más bien poco usual —decía la nota—. De
los que se preguntan qué clasificación elegirían, por ejemplo. ¿Te gustaría conocer a
algunos otros miembros poco usuales? Piensa en ello. Sólo estás parcialmente vivo.
Podemos ayudarte más de lo que puedes llegar a imaginar.»
La nota lo sorprendió por lo que había en ella de conocimiento de su pasado y lo
inquietó por su clandestinidad y su «Sólo estás parcialmente vivo». ¿Qué querían
decir..., aquella extraña afirmación y todo el extraño mensaje? ¿Y quién la había
puesto en su cepillo de dientes, entre todos los lugares posibles? Pero no había ningún
otro lugar mejor, comprendió con sorpresa, para asegurarse de que él y sólo él la
encontraría. ¿Quién, entonces, la había puesto allí, de una manera no tan estúpida?
Cualquiera podía haber entrado en su habitación por la noche o durante el día. Al
menos otros dos miembros lo habían hecho; había encontrado notas en su escritorio
de Paz SK, su amiga, y del secretario del club fotográfico de la casa.
Se lavó los dientes, se metió en la cama y volvió a leer la nota. El que la había
escrito, o uno de los otros «miembros no usuales», debía haber tenido acceso a la
memoria de UniComp sobre sus pensamientos juveniles de autoclasificación, y
aquello debió parecer suficiente para que el grupo pensara que podía simpatizar con
ellos. ¿Era eso cierto? Eran anormales; de eso estaba seguro. Sin embargo, ¿qué era
él? ¿Era anormal también? «Podemos ayudarte más de lo que puedes llegar a
imaginar.» ¿Qué significaba eso? Ayudarle, ¿cómo? Ayudarle, ¿a hacer qué? Y, si
decidía que deseaba unirse a ellos, ¿qué se suponía que debía hacer? Aguardar, al
parecer, la llegada de otra nota, un contacto de algún tipo. «Piensa en ello», decía la
nota.
Sonó el último campanilleo. Enrolló de nuevo el trozo de papel y lo introdujo en
el lomo de su libro de cabecera, Sabiduría viva de Wei. Apagó la luz, se tumbó y
pensó en todo ello. Era inquietante, pero era distinto también, e interesante. «¿Te
gustaría conocer a algunos otros miembros poco usuales?»
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Nada dijo de aquella nota a Bob RO. Cada vez que volvía a su habitación buscaba
alguna nota en su cepillo de dientes, pero no encontró ninguna. Cuando iba y venía
caminando del trabajo a casa, se sentaba en el salón a ver la televisión, aguardaba en
la cola del comedor o el centro de suministros, escrutaba los ojos de los miembros
que había alrededor de él, alerta a cualquier señal significativa o quizá sólo a una
mirada, a un movimiento de cabeza que le indicara que siguiera a alguien. Nada
ocurrió.
Transcurrieron cuatro días y empezó a pensar que la nota había sido una broma de
algún miembro enfermo, o peor, alguna clase de prueba. ¿La había escrito el propio
Bob RO para ver si la mencionaba? No, eso era ridículo; estaba poniéndose realmente
enfermo.
Se había sentido interesado —incluso excitado, y esperanzado, aunque no sabía
exactamente por qué—, pero ahora, a medida que transcurrían más días sin ninguna
otra nota, sin el menor contacto, empezó a sentirse decepcionado e irritable.
Y luego, una semana después de la primera nota, ahí estaba: el mismo papel
enrollado en el cepillo de dientes. Lo tomó, sintiendo que la excitación y la esperanza
volvían instantáneamente. Desenrolló el papel y leyó: «Si quieres contactar con
nosotros y saber cómo podemos ayudarte, acude entre los edificios J16 y J18 en la
plaza Baja de Cristo mañana por la noche a las 11.15. No toques ningún escáner por
el camino. Si hay miembros a la vista pasa de largo, toma otro camino. Esperaré hasta
las 11.30.» Debajo estaba escrito, también a máquina, como firma: «Copo de Nieve.»
Había algunos miembros en las aceras, pero se apresuraban hacia sus camas con
los ojos fijos delante de ellos. Tuvo que cambiar de camino sólo una vez, anduvo
rápido, y llegó a la plaza Baja de Cristo exactamente a las 11.15. Cruzó la gran
extensión blanca iluminada por la luna, con su apagada fuente que reflejaba el pálido
disco, y encontró el edificio J16 y el oscuro canal que lo dividía del J18.
No había nadie allí..., pero entonces, unos metros más atrás, entre las sombras,
vio un mono blanco marcado con lo que parecía ser la cruz roja de un medicentro.
Entró en la oscuridad y se acercó al miembro, que estaba apoyado silenciosamente en
la pared del J16.
—¿Copo de Nieve? —preguntó.
—Sí. —La voz era de una mujer—. ¿Has tocado algún escáner?
—No.
—Es una extraña sensación, ¿verdad? —Llevaba una pálida máscara, fina y
ajustada.
—Ya lo había hecho antes —dijo Chip.
—Mejor para ti.
—Sólo una vez, y alguien me empujó a hacerlo —aclaró. Parecía de más edad
que él, aunque no podía decir cuánto.
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—Vamos a ir a un lugar que está a cinco minutos andando desde aquí —dijo la
mujer—. Allí es donde nos reunimos regularmente seis de nosotros, cuatro mujeres y
dos hombres..., una relación terrible, cuento contigo para mejorarla. Vamos a hacerte
algunas sugerencias; si decides seguirlas, puedes terminar siendo uno de nosotros; si
no, no pasará nada, y esta noche será nuestro último contacto. Previendo esa segunda
posibilidad, sin embargo, no podemos permitirte que sepas quiénes somos ni dónde
nos reunimos. —Sacó la mano del bolsillo, con algo blanco en ella—. Tendré que
vendarte los ojos —dijo—. Por eso llevo este mono de medicentro, para que no
parezca extraño que te conduzca.
—¿A esta hora?
—Lo hemos hecho antes y nunca ha habido ningún problema —dijo la mujer—.
¿Te importa?
Se encogió de hombros.
—Supongo que no.
—Ponte esto sobre los ojos. —Le entregó dos tampones de algodón. Chip cerró
los ojos y se los colocó, sujetando cada uno con un dedo. Ella empezó a enrollar un
vendaje en torno a su cabeza y sobre los tampones. Chip retiró los dedos e inclinó la
cabeza para facilitarle la tarea. Ella siguió desenrollando el vendaje, vuelta tras
vuelta, por encima de su frente y por debajo de sus mejillas.
—¿Estás segura de que no perteneces realmente al medicentro? —preguntó.
Ella rió quedamente y dijo:
—Positivo. —Tiró del extremo del vendaje, lo aseguró con esparadrapo; lo
comprobó, se aseguró de que estuviera bien apretado encima de sus ojos, luego cogió
su brazo. Chip se dio cuenta de que le hizo dar la vuelta hacia la plaza, y después
echaron a andar.
—No olvides tu máscara —dijo él.
Ella se detuvo en seco.
—Gracias por recordármelo —respondió. Soltó su brazo y al cabo de un
momento volvió a sujetarlo. Empezaron a andar de nuevo.
Los pasos de la mujer cambiaron, dejaron de sonar en el espacio abierto, y una
suave brisa enfrió el rostro de Chip debajo del vendaje; estaban en la plaza. La mano
de Copo de Nieve en su brazo le hizo girar en diagonal hacia la izquierda, lejos de la
dirección del Instituto.
—Cuando lleguemos a nuestro destino —dijo ella— pondré un trozo de
esparadrapo sobre tu pulsera; sobre la mía también. Evitamos conocer nuestros
numnombres tanto como nos es posible. Yo sé el tuyo, puesto que fui la que te
localicé, pero los otros no; todo lo que saben es que les traigo un miembro
prometedor. Más tarde puede que uno o dos tengan que conocerte.
—¿Comprobáis los historiales de todo el mundo que es asignado aquí?
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—No. ¿Por qué?
—¿No es así como me localizaste, descubriendo que de pequeño acostumbraba a
pensar en clasificarme yo mismo?
—Cuidado, aquí hay tres escalones —dijo ella—. No, eso fue sólo una
confirmación. Ahora otros dos, y luego tres más. Lo que descubrí fue tu expresión, la
expresión de un miembro que no se halla a un ciento por ciento en el seno de la
Familia. Tú también aprenderás a reconocerlos si te unes a nosotros. Supe quién eres,
y luego fui a tu habitación y vi ese dibujo en la pared.
—¿El caballo?
—No, Marx escribiendo —dijo ella burlonamente—. Claro que el caballo.
Dibujas de una forma que ningún miembro normal pensaría nunca en dibujar.
Entonces comprobé tu historial, tras haber visto el dibujo.
Habían abandonado la plaza y estaban en una de las aceras de su lado
occidental..., K o L, no estaba seguro de cuál.
—Cometiste un error —dijo—. Ese dibujo lo hizo otra persona.
—Tú lo hiciste —negó ella—; pediste carboncillos y cuadernos de dibujo.
—Para el miembro que lo dibujó. Un amigo mío de la Academia.
—Bien, eso es interesante —dijo ella—. Engañar en el centro de suministros es el
mejor signo de todos. De todos modos, te gustó lo suficiente el dibujo como para
conservarlo y enmarcarlo. ¿O hiciste que lo enmarcara también tu amigo?
Chip sonrió.
—No, lo hice yo —dijo—. No se te escapa nada.
—Ahora giraremos a la derecha, aquí.
—¿Eres una consejera?
—¿Yo? Odio, no.
—Pero ¿puedes sacar historiales?
—A veces.
—¿Estás en el Instituto?
—No hagas tantas preguntas. Escucha, ¿cómo quieres que te llamemos? En vez
de Li RM.
—Chip.
—¿Chip? No..., no te limites a decir la primera cosa que te pase por la cabeza.
Tendrías que ser algo como Pirata o Tigre. Los otros son Rey y Lila y Leopardo y
Quietud y Gorrión.
—Chip era como me llamaban cuando era niño —dijo él—. Me he acostumbrado
a ese nombre.
—De acuerdo —admitió ella—, pero no es el nombre que yo hubiera elegido.
¿Sabes dónde estamos?
—No.
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—Estupendo. Ahora a la izquierda.
Cruzaron una puerta, subieron por unos escalones, cruzaron otra puerta y
penetraron en una sala llena de ecos, donde caminaron y giraron, caminaron y
giraron, como si eludieran un cierto número de objetos irregularmente situados.
Subieron por una escalera mecánica parada y luego siguieron a lo largo de un
corredor que se curvaba hacia la derecha.
La mujer le detuvo y le pidió que pusiera al descubierto su pulsera. Alzó la
muñeca, y la pulsera fue apretada contra su piel y frotada. La tocó, en lugar de su
numnombre ahora había algo liso. Esto y su ceguera le hizo sentir de pronto como si
se hubiera desmaterializado, como si estuviera flotando sobre el suelo, como si se
deslizara directamente a través de las paredes que hubiera a su alrededor y ascender
hacia el espacio, disolverse allí y convertirse en nada.
La mujer tomó de nuevo su brazo. Caminaron un poco más y se detuvieron. Oyó
una llamada y luego dos llamadas más, el abrirse de una puerta, voces quedas.
—Hola —dijo la mujer, y lo guió hacia adelante—. Éste es Chip. Insiste en el
nombre.
Se oyó el roce de sillas contra el suelo, el saludo de varias voces. Una mano cogió
la suya y la estrechó.
—Soy Rey —dijo un miembro, un hombre—. Me alegro de que decidieras venir.
—Gracias —respondió.
Otra mano apretó la suya con más fuerza que la anterior.
—Copo de Nieve dice que eres un artista. —Un hombre más viejo que Rey—.
Soy Leopardo.
Otras manos acudieron rápidas, mujeres:
—Hola, Chip. Soy Lila.
—Y yo Gorrión. Espero que te conviertas en un regular.
—Yo soy Quietud, la mujer de Leopardo. Hola. —Esta última mano y la voz que
le acompañaba eran viejas; las otras dos jóvenes.
Fue conducido hasta una silla y sentado en ella. Sus manos hallaron la superficie
de una mesa ante él, lisa y desnuda, con el borde ligeramente curvado; una mesa
grande ovalada o redonda. Los otros se estaban sentando: Copo de Nieve a su
derecha, sin dejar de hablar, alguien a su izquierda. Olió algo que se estaba
quemando, aspiró profundamente para asegurarse. Ninguno de los otros parecía darse
cuenta de ello.
—Se está quemando algo —dijo.
—Tabaco —respondió la mujer vieja, Quietud, a su izquierda.
—¿Tabaco? —dijo.
—Lo fumamos —dijo Copo de Nieve—. ¿Te gustaría probarlo?
—No —respondió.
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Algunos se echaron a reír.
—No es realmente mortífero —dijo Rey, más lejos a su izquierda—. De hecho,
sospecho que puede tener algunos efectos benéficos.
—Es muy agradable —añadió una de las mujeres jóvenes, desde el otro lado de la
mesa.
—No, gracias —insistió.
Se rieron de nuevo, hicieron comentarios entre sí, y uno tras otro guardaron
silencio. Su mano derecha sobre la mesa fue cubierta por la de Copo de Nieve; sintió
deseos de retirarla, pero se contuvo. Había sido un estúpido viniendo. ¿Qué hacía allí,
sentado ciego entre aquellos miembros enfermos con falsos nombres? Su propia
anormalidad no era nada frente a la de ellos. ¿Tabaco? Había sido declarado extinto
hacía un centenar de años, ¿dónde odio lo habían conseguido?
—Lamentamos lo del vendaje, Chip —dijo Rey—. Supongo que Copo de Nieve
te explicó por qué era necesario.
—Lo hizo —dijo Chip. Copo de Nieve hizo eco de sus palabras. Su mano se
apartó de la de Chip, que retiró la suya de encima de la mesa y sujetó la otra sobre sus
rodillas.
—Somos miembros anormales, lo cual es evidente —dijo Rey—. Hacemos un
gran número de cosas que generalmente son consideradas enfermizas. Nosotros
creemos que no lo son. Sabemos que no lo son. —Su voz era fuerte, profunda y
autoritaria. Chip lo visualizó como un hombre robusto y poderoso, de unos cuarenta
años—. No voy a entrar en demasiados detalles —prosiguió—, porque en tu actual
condición podrías sentirte impresionado y trastornado, del mismo modo que te sientes
evidentemente impresionado y trastornado por el hecho de que fumemos tabaco.
Averiguarás por ti mismo los detalles en el futuro, si hay un futuro en lo que a ti y a
nosotros se refiere.
—¿Qué quieres decir con «en mi actual condición»? —preguntó Chip.
Hubo un momento de silencio. Una mujer tosió.
—Mientras te hallas embotado y normalizado por tu más reciente tratamiento —
dijo Rey.
Chip se inmovilizó, el rostro vuelto en dirección a la voz de Rey, cortado por la
irracionalidad de lo que éste acababa de decir. Retomó las palabras y las contestó:
—No estoy embotado ni normalizado.
—Lo estás —aseguró Rey.
—Toda la Familia lo está —dijo Copo de Nieve, y desde algo más lejos le llegó la
voz del viejo Leopardo:
—Todo el mundo lo está, no sólo tú.
—¿En qué crees que consiste el tratamiento? —preguntó Rey.
Chip dijo:
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—Vacunas, enzimas, anticonceptivos, a veces un tranquilizante...
—Siempre un tranquilizante —dijo Rey—. Y LPK, que minimiza la agresividad y
minimiza también la alegría y la percepción de cualquier cosa peleadora de la que sea
capaz el cerebro.
—Y un depresor sexual —dijo Copo de Nieve.
—Eso también —confirmó Rey—. Diez minutos de sexo automático una vez a la
semana es apenas una fracción de lo que es posible.
—No lo creo —dijo Chip.
Le dijeron que era cierto.
—Es cierto, Chip.
—De veras, es la verdad.
—¡Todo es verdad!
—Tú estás en genética —dijo Rey—, ¿no es en esa dirección en la que está la
ingeniería genética? ¿Extirpar la agresividad, controlar el impulso sexual, construir a
partir de la servicialidad, la docilidad y la gratitud? Mientras tanto los tratamientos
son los que hacen el trabajo, mientras la ingeniería genética va más allá de la estatura
y el color de la piel.
—Los tratamientos nos ayudan —dijo Chip.
—Ayudan a Uni —rectificó la mujer del otro lado de la mesa.
—Y a los adoradores de Wei que programaron a Uni —añadió Rey—. Pero no
nos ayudan a nosotros, al menos no tanto como nos perjudican. Nos convierten en
máquinas.
Chip negó con la cabeza varias veces.
—Copo de Nieve nos dijo —era Quietud, con una voz seca y baja que encajaba
con su nombre— que tienes tendencias anormales. ¿No has observado nunca que son
más fuertes justo antes del tratamiento, y más débiles justo después?
—Apostaría —observó Copo de Nieve— a que hiciste el marco del dibujo un día
o dos antes de un tratamiento, no un día o dos después.
Chip pensó unos instantes.
—No lo recuerdo —dijo al fin—, pero, cuando era pequeño y pensaba en
clasificarme yo mismo, después de los tratamientos me parecía algo estúpido y pre-U,
mientras que antes de los tratamientos era... excitante.
—Aquí lo tienes —dijo Rey.
—¡Pero era una excitación enfermiza!
—Era sana —dijo Rey, y la mujer al otro lado de la mesa añadió:
—Estabas vivo, sentías algo. Cualquier sentimiento es más sano que ningún
sentimiento.
Chip pensó en el sentimiento de culpabilidad que había ocultado a sus consejeros
desde lo sucedido con Karl en la Academia. Asintió.
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—Sí —dijo—; sí, es posible. —Volvió su rostro hacia Rey, hacia la mujer, hacia
Leopardo y Copo de Nieve, con el deseo de poder abrir los ojos y verles—. Pero no
comprendo esto —añadió—. Vosotros recibís tratamientos, ¿no? Entonces, ¿por qué
no...?
—Tratamientos reducidos —dijo Copo de Nieve.
—Sí, recibimos tratamientos —dijo Rey—, pero nos las hemos arreglado para
que algunos de sus componentes fueran reducidos, de modo que somos un poco más
que las máquinas que Uni cree que somos.
—Y esto es lo que te estamos ofreciendo —dijo Copo de Nieve—. Una forma de
ver más, sentir más, hacer más y gozar más.
—Y sentirse más infeliz; dile eso también. —Era una nueva voz, suave pero clara,
la de la otra mujer joven. Estaba al otro lado de la mesa y a la izquierda de Chip,
cerca de donde estaba Rey.
—Eso no es cierto —dijo Copo de Nieve.
—Sí lo es —dijo la voz clara..., casi infantil. No debía tener más de veinte años,
supuso Chip—. Habrá días en los que odiarás a Cristo, Marx, Wood y Wei, y desearás
prender fuego a Uni. Habrá días en los que desearás arrancarte la pulsera y correr a
una montaña como los viejos incurables, sólo para ser capaz de hacer lo que deseas y
efectuar tus propias elecciones y vivir tu propia vida.
—Lila —dijo Copo de Nieve.
—Habrá días en los que nos odiarás a nosotros —siguió testarudamente ella—
por haberte despertado y convertido en algo más que una máquina. Las máquinas
están en su hogar en el universo; la gente es la alienígena.
—Lila —dijo de nuevo Copo de Nieve—. Estamos intentando conseguir que
Chip se una a nosotros; no estamos intentando asustarle para que se vaya. —Y a Chip
—: Lila es realmente anormal.
—Lo que dice Lila es cierto —reconoció Rey—. Creo que todos tenemos
momentos en los que deseamos que hubiera algún lugar adonde pudiéramos ir, algún
asentamiento o colonia donde pudiéramos ser nuestros propios dueños...
—No yo —dijo Copo de Nieve.
—Y, puesto que este lugar no existe —siguió Rey—, sí, a veces nos sentimos
infelices. No tú, Copo de Nieve; lo sé. Con raras excepciones como Copo de Nieve,
ser capaz de sentir felicidad parece significar ser también capaz de sentir infelicidad.
Pero, como ha dicho Gorrión, cualquier sentimiento es mejor y más sano que ninguno
en absoluto; y los momentos infelices tampoco son tan frecuentes.
—Lo son —dijo Lila.
—Oh, tonterías —dijo Copo de Nieve—. Dejemos ya de hablar acerca de la
infelicidad.
—No te preocupes, Copo de Nieve —dijo la mujer al otro lado de la mesa,
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Gorrión—; si se pone en pie y echa a correr, no podrá ir muy lejos antes de que le
atrapes.
—Ja, ja, odio, odio —dijo Copo de Nieve.
—Copo de Nieve, Gorrión —reprendió Rey—. Bien, Chip, ¿cuál es tu respuesta?
¿Deseas ver reducidos tus tratamientos? Se hace a pasos; el primero es fácil, y si no te
gusta cómo te sientes dentro de un mes a partir de ahora, puedes ir a tu consejero y
decirle que fuiste infectado por un grupo de miembros muy enfermos a los que
desgraciadamente no puedes identificar.
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lo que sea; deja que sean los demás los que se den cuenta e informen de ello.
—Finge dormirte durante la televisión —dijo Gorrión.
—Te quedan diez días hasta tu próximo tratamiento —dijo Rey—. Si haces lo que
te hemos dicho, en la reunión de la próxima semana con tu consejero éste te
preguntará acerca de tu torpor general. No te muestres preocupado. Debes parecer
apático. Si sabes hacerlo bien, los depresivos de tu tratamiento serán ligeramente
reducidos, lo suficiente como para que, dentro de un mes a partir de ahora, te sientas
ansioso por saber cuál es el segundo paso.
—Parece bastante fácil —dijo Chip.
—Lo es —respondió Copo de Nieve, y Leopardo añadió:
—Todos nosotros lo hemos hecho; tú también puedes hacerlo.
—Hay un peligro —dijo Rey—. Aunque tu tratamiento puede ser ligeramente
más débil de lo habitual, sus efectos en los primeros días seguirán siendo fuertes.
Sentirás revulsión hacia lo que has hecho, y el imperioso deseo de confesarlo todo a
tu consejero y recibir un tratamiento más fuerte que nunca. No hay ninguna forma de
decir si serás capaz o no de resistir a ese deseo. Nosotros lo fuimos, pero otros no.
Durante este último año hemos dado esta misma charla a otros dos miembros;
consiguieron la reducción, pero lo confesaron todo uno o dos días después de su
tratamiento.
—¿No se mostrará suspicaz mi consejero cuando muestre esa apatía? Debe haber
oído lo mismo de algunos otros miembros.
—Sí —dijo Rey—, pero hay apatías reales, cuando las necesidades de depresivos
de un miembro se reducen de forma natural, por lo que si actúas convincentemente te
saldrás con la tuya. Es la necesidad de confesar lo que debe preocuparte.
—No dejes de decirte a ti mismo —ésa era Lila— que es un producto químico el
que te hace pensar que estás enfermo y que necesitas ayuda, un producto químico que
te fue inyectado sin tu consentimiento.
—¿Mi consentimiento? —murmuró Chip.
—Sí —dijo la mujer—. Tu cuerpo es tuyo, no de Uni.
—El que confieses o lo retengas todo para ti mismo —dijo Rey— depende de lo
fuerte que sea la resistencia de tu mente a la alteración química, y ahí no hay mucho
que puedas hacer, de una u otra forma. Sobre las bases de lo que sabemos de ti, diría
que tienes bastantes posibilidades.
Le dieron algunos otros datos sobre la técnica de fingir apatía —saltarse una o
dos veces su galleta total del mediodía, irse a la cama antes del último campanilleo—,
y luego Rey sugirió que Copo de Nieve lo llevara de vuelta al lugar donde se habían
encontrado.
—Espero volver a verte de nuevo, Chip —dijo—, sin el vendaje.
—Yo también lo espero —respondió Chip. Echó su silla hacia atrás.
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—Buena suerte —dijo Quietud. Gorrión y Leopardo le hicieron eco. Al cabo de
un momento Lila dijo al fin:
—Buena suerte, Chip.
—¿Qué ocurrirá si resisto el deseo de confesar?
—Nosotros lo sabremos —respondió Rey—, y uno de nosotros se pondrá en
contacto contigo unos diez días después del tratamiento.
—¿Cómo lo sabréis?
—Lo sabremos.
Copo de Nieve sujetó su brazo.
—De acuerdo —dijo Chip—. Gracias a todos.
Respondieron «De nada», «Eres bienvenido aquí, Chip» y «Encantados de
ayudarte». Algo sonó extraño a sus oídos, y entonces, mientras Copo de Nieve lo
sacaba de la habitación, se dio cuenta de que lo raro era que ninguno de ellos había
dicho «Gracias a Uni».
Caminaron lentamente. Copo de Nieve sujetaba su brazo no como una enfermera,
sino como una muchacha caminando con su primer amigo.
—Es difícil de creer —dijo Chip— que todo lo que puedo sentir y ver ahora... no
sea todo lo que existe.
—No lo es —respondió ella—. Ni siquiera la mitad. Ya lo descubrirás.
—Eso espero.
—Lo harás. Estoy segura de ello.
Él sonrió y dijo:
—¿Estabais seguros de los otros dos miembros que lo intentaron y no lo
consiguieron?
—No —respondió ella. Y añadió—: Sí, yo estaba segura de uno, pero no del otro.
—¿Cuál es el segundo paso? —quiso saber Chip.
—Será mejor que superes antes el primero.
—¿Hay más de dos?
—No. Si los dos funcionan, te proporcionan una reducción importante. Es
entonces cuando empiezas realmente a vivir. Hablando de pasos, cuidado: hay tres
escalones ascendentes delante mismo de nosotros.
Los subieron, y siguieron andando. Estaban de vuelta en la plaza. Todo estaba en
un completo silencio, incluso la brisa había desaparecido.
—El joder es la mejor parte —dijo Copo de Nieve—. Se convierte en algo mucho
mejor, más intenso y excitante, y serás capaz de hacerlo casi cada noche.
—Es increíble.
—Y, por favor, recuerda —siguió ella— que yo soy la que te encontró. Si te
descubro mirando siquiera a Gorrión, te mato.
Chip se sobresaltó, y se dijo a sí mismo que no debía ser estúpido.
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—Perdona —dijo ella—; si lo hiciera, actuaría agresivamente contra ti.
Maxiagresivamente.
—No te preocupes —respondió él—. No me he sentido afectado.
—No mucho.
—¿Qué hay de Lila? —preguntó Chip—. ¿A ella puedo mirarla?
—Todo lo que quieras. Está enamorada de Rey.
—¿De veras?
—Con una pasión pre-U. Él es quien inició el grupo: primero ella, luego
Leopardo y Quietud, más tarde yo, y por último Gorrión.
El sonido de sus pasos se hizo más fuerte y resonante. Ella lo detuvo.
—Ya hemos llegado —dijo. Chip sintió que sus dedos se agitaban a un lado de su
vendaje; bajó la cabeza. Ella empezó a desenrollar la venda, y la piel que fue
quedando al descubierto se enfrió instantáneamente. Terminó de retirar la venda, y
finalmente quitó los algodones de encima de sus ojos. Chip parpadeó y los abrió
mucho.
Ella estaba muy cerca de él a la luz de la luna, mirándole de una forma que
parecía desafiante mientras se metía el vendaje en el bolsillo de su mono del
medicentro. Había vuelto a colocarse su pálida máscara..., pero Chip, impresionado,
se dio cuenta de que no era una máscara; era su rostro. Su piel era pálida. Más pálida
que la de ningún miembro que hubiera visto nunca, excepto la de los que estaban a
punto de cumplir los sesenta. Era casi blanca. Casi tan blanca como la nieve.
—La máscara encaja perfectamente —dijo ella.
—Lo siento —murmuró él.
—No importa —respondió ella, y sonrió—. Todos somos un poco extraños. Tú
tienes un ojo verde. —Tendría unos treinta y cinco años, rasgos angulosos y una
expresión inteligente. Su pelo parecía recién cortado.
—Lo siento —repitió Chip.
—Dije que no importa.
—¿Se supone que debes dejarme ver cuál es tu aspecto?
—Te diré una cosa —dijo lentamente ella—. Si no consigues pasar la prueba, me
importa una pelea que todo el grupo sea normalizado. De hecho, creo que lo
preferiría. —Sujetó la cabeza de él con las dos manos y le besó. Su lengua hurgó
entre sus labios, se introdujo en su boca y una vez dentro se movió hábilmente en
ella. Mantuvo su cabeza firmemente sujeta, apretó sus ingles contra las de él y las
agitó con un movimiento circular. Chip notó la respuesta de su rigidez y apretó la
espalda de ella con ambas manos. Su lengua se agitó tentativamente contra la de ella.
Ella se apartó un poco.
—Considerando que estamos a media semana —dijo—, me siento animada.
—Cristo, Marx, Wood y Wei —murmuró él—. ¿Es así como besáis todos
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vosotros?
—Sólo yo, hermano —dijo ella—; sólo yo.
Lo hicieron de nuevo.
—Ahora vuelve a casa —indicó ella—. No toques ningún escáner.
Chip se apartó un poco.
—Te veré el mes próximo —dijo.
—Será peleonamente mejor que lo hagas —respondió ella—. Buena suerte.
Chip salió de la plaza y se encaminó hacia el Instituto. Miró una vez hacia atrás.
Sólo había pasadizos vacíos entre los lisos edificios blanqueados por la luna.
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2
Bob RO, sentado tras su escritorio, alzó la vista y sonrió.
—Llegas tarde —dijo.
—Lo siento —respondió Chip. Se sentó.
Bob cerró una carpeta blanca con una etiqueta roja pegada a su tapa.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Estupendo —dijo Chip.
—¿Has pasado una buena semana?
—Mmm...
Bob lo estudió por un instante, con un codo apoyado en el brazo de su sillón,
frotándose con los dedos un lado de su nariz.
—¿No hay nada en particular de lo que desees hablar? —quiso saber.
Chip guardó unos instantes de silencio, luego movió la cabeza en un gesto de
negación.
—No —dijo.
—He oído decir que pasaste la mitad de la tarde de ayer haciendo el trabajo de
otro.
Chip asintió.
—Tomé una muestra de la sección equivocada de la caja ETD —dijo.
—Entiendo —dijo Bob con una sonrisa, y gruñó.
Chip le miró interrogadoramente.
—Se trata de un chiste —dijo Bob—. ETD: entiendo.
—Oh —dijo Chip, y sonrió también.
Bob apoyó la barbilla en una mano y dejó que el costado de uno de sus dedos
acariciara lentamente sus labios.
—¿Qué ocurrió el viernes? —preguntó.
—¿El viernes?
—Algo acerca de utilizar un microscopio equivocado.
Chip pareció desconcertado por unos instantes.
—Bueno —dijo—. Sí. En realidad no lo sé. Pero sólo entré en la cámara. No
cambié ninguno de los ajustes.
—Parece que no ha sido una semana muy buena —dijo Bob.
—No, supongo que no —admitió Chip.
—Paz SK dice que tuviste problemas el sábado por la noche.
—¿Problemas?
—Sexualmente.
Chip negó con la cabeza.
—No tuve ningún problema —dijo—. Simplemente no estaba de humor, eso es
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todo.
—Ella dice que intentaste una erección y no lo conseguiste.
—Bueno, pensé que debía intentarlo, en consideración hacia ella, pero no estaba
de humor.
Bob lo observó atentamente, sin decir nada.
—Estaba cansado —aclaró Chip.
—Parece que últimamente has estado muy cansado. ¿Es por eso por lo que no
asististe a la reunión de tu club de fotografía el viernes por la noche?
—Sí —admitió Chip—. Me fui temprano a casa.
—¿Cómo te sientes ahora? ¿Cansado?
—No. Me siento bien.
Bob le miró de nuevo fijamente, luego se enderezó en su silla y sonrió.
—De acuerdo, hermano —dijo—; toca y vete.
Chip apoyó su brazalete sobre el escáner del telecomp de Bob y se puso en pie.
—Nos veremos la semana próxima —dijo Bob.
—Sí.
—A la hora.
Chip, que ya se dirigía hacia la puerta, se volvió de nuevo y dijo:
—¿Perdón?
—A la hora la próxima semana —repitió Bob.
—Sí, claro. —Se volvió de nuevo y salió del cubículo.
Pensó que lo había hecho bien, pero no había ninguna forma de saberlo, y a
medida que se acercaba su tratamiento su ansiedad crecía. Aquel significativo
aumento de sus sensaciones era más intrigante a cada hora que pasaba, y Copo de
Nieve, Rey, Lila y los otros se volvían cada vez más atractivos y admirables. ¿Qué
importaba que fumaran tabaco? Eran miembros felices y sanos —¡no, gente, no
miembros!— que habían hallado una forma de escapar de la esterilidad, la
uniformidad y la universal eficiencia mecánica. Deseaba verles y estar con ellos.
Quería besar y abrazar la palidez única de Copo de Nieve; hablar con Rey como a un
igual, de amigo a amigo; saber más de las extrañas pero provocativas ideas de Lila.
«Tu cuerpo es tuyo, no de Uni»... ¡Vaya cosa inquietantemente pre-U de decir! Si
había alguna base para ello, podía tener implicaciones que tal vez le condujeran a...,
no podía pensar qué. ¡Un brusco y enorme cambio de algún tipo en su actitud hacia
todo!
Eso fue la noche antes de su tratamiento. Permaneció horas despierto, luego trepó
con manos vendadas por la ladera de una montaña cuyo pico estaba cubierto de nieve,
fumó placenteramente tabaco bajo la dirección de un Rey que sonreía amistosamente,
abrió el mono de Copo de Nieve y descubrió que su piel era toda blanca como la
nieve, con una cruz roja que le iba desde la garganta hasta la pelvis, condujo un
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primitivo coche a volante por los pasillos de un enorme Centro de Sofocación
Genética, y consiguió una nueva pulsera donde estaba escrito «Chip» y una ventana
en su habitación a través de la cual podía contemplar a una encantadora muchacha
desnuda regando un macizo de lilas. Ésta le hizo un gesto impaciente con la cabeza y
él fue hacia ella..., y despertó sintiéndose fresco, lleno de energías y alegre, pese a
todos aquellos sueños, más vividos y convincentes que ninguno de los otros cinco o
seis que había tenido en el pasado.
Aquella mañana, un viernes, recibió su tratamiento. El hormigueo-zumbido-
cosquilleo pareció durar una fracción de segundo menos de lo habitual, y cuando
abandonó la unidad bajándose la manga, siguió sintiéndose bien y él mismo, un
soñador de sueños vividos, un compañero de gente inusual, un burlador de la Familia
y de Uni. Caminó con una falsa lentitud hacia el Centro. Le sorprendió pensar que
ahora precisamente cuando debía seguir con la lentitud, para justificar la reducción
aún mayor que se suponía que el paso dos, fuera lo que fuese y cuando ocurriese,
debía proporcionarle. Se sintió complacido consigo mismo por haber conseguido
esto, y se preguntó por qué Rey y los otros no lo habían sugerido. Quizá habían
pensado que no iba a ser capaz de hacer nada después de su tratamiento. Al parecer
aquellos otros dos miembros se habían desmoronado por completo, unos hermanos
desafortunados.
Cometió un pequeño y llamativo error aquella tarde, empezó a grabar un informe
con el micrófono mal conectado mientras otro 663B estaba mirando. Se sintió un
poco culpable por hacerlo, pero lo hizo de todos modos.
Aquella noche, para su sorpresa, se durmió realmente durante la televisión,
aunque se trataba de algo bastante interesante, un recorrido al nuevo radiotelescopio
de Isr. Y más tarde, durante la reunión del club fotográfico de la casa, apenas pudo
mantener los ojos abiertos. Se disculpó antes de que terminara y fue a su habitación.
Se desnudó sin molestarse en arrojar por la tolva su mono usado, se metió en la cama
sin ponerse el pijama y apagó la luz. Se preguntó qué sueños iba a tener.
Despertó asustado, con la sospecha de que estaba enfermo y necesitaba ayuda.
¿Qué era lo que iba mal? ¿Había hecho algo que no hubiera debido hacer?
Lo recordó y movió la cabeza en un gesto de negación; apenas era capaz de
creerlo. ¿Era real? ¿Era posible? ¿Se había... contaminado tanto con aquel grupo de
lastimosos miembros enfermos que había cometido errores a propósito, había
intentado engañar a Bob RO (¡y quizá lo había logrado!), había albergado
pensamientos hostiles hacia toda su amante Familia? ¡Oh, Cristo, Marx, Wood y Wei!
Pensó en lo que aquella joven, Lila, le había dicho: que recordara que era un
producto químico el que le hacía creer que estaba enfermo, un producto químico que
le había sido inyectado sin su consentimiento. ¡Su consentimiento! ¡Como si
consentimiento tuviera algo que ver con un tratamiento administrado para preservar
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la salud y el bienestar de uno, una parte integral de la salud y el bienestar de toda la
Familia! Incluso antes de la Unificación, incluso en el caos y la locura del siglo XX,
no se pedía el consentimiento de un miembro antes de ser tratado contra el tifus o
tifoidea o como fuera que se llamara. ¡Consentimiento! ¡Y él la había escuchado sin
discutir!
Sonó el primer campanilleo y saltó de la cama, ansioso por reparar sus
impensables errores. Echó por la tolva el mono usado del día anterior, orinó, se aseó,
se lavó los dientes, se peinó, se puso un mono limpio e hizo la cama. Fue al salón
comedor y pidió su galleta total y su té, se sentó entre otros miembros y deseó
ayudarles, darles algo, demostrarles que era leal y amante, no el enfermo transgresor
que había sido el día anterior. El miembro de su izquierda terminó su galleta.
—¿Quieres un poco de la mía? —preguntó Chip.
El miembro pareció azarado.
—No, por supuesto que no —dijo—. Pero gracias, eres muy amable.
—No, no lo soy —negó Chip, pero le alegró que el miembro dijera que lo era.
Se apresuró hacia el Centro y llegó allí ocho minutos antes de la hora. Extrajo una
muestra de su propia sección de la caja ETD, no de la de algún otro, y la llevó a su
propio microscopio; colocó las lentes como correspondía y siguió al pie de la letra la
operativa. Extrajo respetuosamente datos de Uni («Perdona mis ofensas, omnisciente
Uni») y le transmitió humildemente los nuevos datos («Ésta es una información
exacta y verídica de la muestra genética NF5049»).
El jefe de la sección asomó la cabeza.
—¿Cómo va todo? —preguntó.
—Muy bien, Bob.
—Excelente.
A mediodía, sin embargo, se sintió peor. ¿Qué debía hacer con ellos, con los
enfermos? ¿Tenía que abandonarlos a su enfermedad, su tabaco, sus tratamientos
reducidos, sus pensamientos pre-U? No tenía elección. Habían vendado sus ojos. No
había forma alguna de identificarlos.
Pero eso no era cierto; sí había una forma. Copo de Nieve le había mostrado su
rostro. ¿Cuántos miembros casi blancos, mujeres de su edad, podía haber en la
ciudad? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco? Uni, si Bob RO se lo pedía, podía listar sus
numnombres en un instante. Y cuando fuera localizada y adecuadamente tratada,
daría los numnombres de algunos de los otros, y éstos, los numnombres de los que
faltaran. Todo el grupo podría ser hallado y ayudado en uno o dos días.
De la misma forma que él había ayudado a Karl.
Eso lo detuvo. Él había ayudado a Karl y se había sentido culpable..., una
culpabilidad que había pesado sobre él durante años y años, y aún persistía ahora, una
parte de ella. ¡Oh, Jesucristo y Wei Li Chun, lo enfermo que estaba, más allá de toda
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posible imaginación!
—¿Te encuentras bien, hermano?
Era el miembro que había al otro lado de la mesa, una mujer ya madura.
—Sí —dijo—, estoy bien. —Sonrió y se llevó la galleta a los labios.
—Parecías tan preocupado hace un momento —dijo ella.
—Estoy bien —repitió él—. Pensaba en algo que he olvidado hacer.
—Ah —dijo ella.
¿Ayudarles o no ayudarles? ¿Qué era lo correcto, qué lo incorrecto? Sabía qué era
lo incorrecto: no ayudarles, abandonarles como si él no fuera en absoluto el cuidador
de su hermano.
Pero no estaba seguro de que ayudarles no fuera incorrecto también, y ¿cómo
podía ser que las dos cosas fueran incorrectas?
Trabajó con menos celo por la tarde, pero bien y sin errores, haciéndolo todo
como correspondía. Al final del día regresó a su habitación y se tendió de espaldas en
su cama, apretando las manos contra sus ojos cerrados y haciendo que en ellos
pulsaran auroras. Oyó las voces de los enfermos, se vio a sí mismo tomando la
muestra de la sección equivocada de la caja y engañando a la Familia en tiempo y
energía de equipo. Oyó el campanilleo de la cena, pero siguió donde estaba,
demasiado crispado para poder comer nada.
Más tarde llamó Paz.
—Estoy en el salón —le dijo—. Son las ocho menos diez. Llevo esperando veinte
minutos.
—Lo siento —respondió—. Bajo inmediatamente.
Fueron a un concierto y luego a la habitación de ella.
—¿Qué es lo que te ocurre? —quiso saber ella.
—No lo sé —respondió él—. Estos últimos días estoy... inquieto.
Ella movió la cabeza en un gesto de negación y manipuló con más energía su
fláccido pene.
—Esto no tiene sentido —dijo—. ¿Se lo has dicho a tu consejero? Yo se lo dije al
mío.
—Sí, se lo dije. Paz —apartó la mano de ella—, llegó un grupo de nuevos
miembros al dieciséis el otro día. ¿Por qué no bajas al salón y buscas a alguien?
Ella frunció el entrecejo.
—Sí, creo que debería hacerlo —dijo.
—Yo también lo creo —dijo él—. Adelante.
—Eso no tiene ningún sentido —murmuró ella, y se levantó de la cama.
Chip se vistió, regresó a su habitación y se desnudó de nuevo. Pensó que iba a
tener problemas en dormirse, pero no fue así.
El domingo se sintió peor aún. Empezó a desear que Bob le llamara, que viera
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que no estaba bien y le arrancara la verdad. De esa forma no habría culpabilidad o
responsabilidad, sólo alivio. Permaneció en su habitación, mirando fijamente la
pantalla del teléfono. Llamó alguien del equipo de fútbol; se disculpó, dijo que no se
encontraba bien.
Al mediodía bajó al comedor, engulló rápidamente la galleta y regresó a su
habitación. Llamó un miembro del Centro para preguntar si conocía el numnombre de
alguien.
¿Todavía no le habían dicho a Bob que no estaba actuando normalmente?
¿Todavía no había dicho nada Paz? ¿O el del equipo de fútbol que había llamado? Y
ese otro miembro al otro lado de la mesa en la comida del día anterior, ¿no había sido
lo bastante lista como para ver la verdad en su disculpa y dar su numnombre?
(Mírale, esperando que los demás le ayuden, ¿a quién de la Familia ayudaba él?)
¿Dónde estaba Bob? ¿Qué tipo de consejero era?
No hubo más llamadas, ni en toda la tarde ni durante la noche. La música paró en
una ocasión para dar un boletín sobre una astronave.
El lunes por la mañana, tras el desayuno, bajó al medicentro. El escáner dijo no,
pero Chip dijo al enfermero que deseaba ver a su consejero; el enfermero telecompeó,
y entonces los escáners dijeron sí, sí, sí todo el camino hasta las oficinas de los
consejeros, que estaban medio vacías. Sólo eran las 7.50.
Entró en el vacío cubículo de Bob y se sentó para esperarles, con las manos sobre
las rodillas. Revisó mentalmente el orden en que le diría las cosas: primero su
relajamiento intencional, luego hablaría del grupo, de lo que le habían dicho y hecho
y la forma en que podían ser localizados a través de la palidez de Copo de Nieve, y
finalmente acerca de la enfermiza e irracional sensación de culpabilidad que había
ocultado durante todos aquellos años desde que había ayudado a Karl. Uno, dos, tres.
Obtendría un tratamiento extra para suplementar lo que no había recibido el viernes,
y abandonaría el medicentro con la mente sana y el cuerpo sano, un miembro
saludable y contento.
«Tu cuerpo es tuyo, no de Uni.»
Enfermizo, pre-U. Uni era la voluntad y la sabiduría de toda la Familia. Uni lo
había hecho a él; le había proporcionado comida, ropa, alojamiento, educación.
Incluso había dado el permiso necesario para su concepción. Sí, Uni lo había hecho, y
a partir de ahora él...
Bob entró, haciendo oscilar su telecomp en la mano, y se detuvo en seco al verle.
—Li —dijo—. Hola. ¿Ocurre algo?
Chip alzó la vista hacia Bob. Se había equivocado de nombre. Él era Chip, no Li.
Bajó los ojos a su pulsera: «Li RM35M4419». Había esperado leer Chip. ¿Cuándo
había tenido una pulsera donde se leyera Chip? En un sueño, un sueño extrañamente
feliz, con una muchacha haciéndole señas...
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—¿Li? —dijo Bob; depositó su telecomp en el suelo.
Uni le había hecho Li. Por Wei. Pero él era Chip, la astilla del viejo leño. ¿Quién
era realmente? ¿Li? ¿Chip? ¿Li?
—¿Qué te ocurre, hermano? —preguntó Bob; se inclinó hacia él, apoyó una mano
en su hombro.
—Quería verle —dijo.
—¿Por qué?
No supo qué decir.
—Usted me dijo que no debía llegar tarde —murmuró al fin. Miró ansiosamente a
Bob—. ¿He llegado a la hora?
—¿A la hora? —Bob retrocedió un paso y le miró con los ojos entrecerrados—.
Hermano, llegas un día temprano. Tu día es el martes, no el lunes.
Chip se puso de pie.
—Lo siento —dijo—. Será mejor que vuelva al Centro... —Se dirigió hacia la
puerta.
Bob sujetó su brazo.
—Espera —dijo; dio inadvertidamente un golpe al telecomp, que se volcó con un
ruido sordo.
—Estoy bien —dijo Chip—. Simplemente me confundí. Volveré mañana. —Se
soltó de la mano de Bob y salió del cubículo.
—Li —llamó Bob a sus espaldas.
Siguió andando.
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—Tienes unas diez horas para descubrirlo —dijo Rey—. Mañana por la mañana
tu consejero vendrá para llevarte al Medicentro Principal. Vas a ser examinado allí.
Se supone que esto no debía ocurrir hasta dentro de unas tres semanas, después de
que el tratamiento hubiera sido muy reducido. Eso hubiera sido el segundo paso. Pero
va a ocurrir mañana, y probablemente será el paso menos uno.
—Pero no tiene por qué serlo —dijo Lila—. Todavía puede ser el segundo paso si
haces lo que te digamos.
—No quiero oírlo —dijo Chip—. Marchaos, por favor.
No dijeron nada. Oyó a Rey hacer un movimiento.
—¿Es que no lo comprendes? —dijo Lila—. Si haces lo que te diremos, tus
tratamientos se verán tan reducidos como los nuestros. Si no lo haces, los volverán a
poner al nivel que estaban antes. De hecho, probablemente los aumentarán aún más,
¿no es así, Rey?
—Sí.
—Para «protegerte» —dijo Lila—. Para que nunca vuelvas a intentar salir de
abajo. ¿No lo entiendes, Chip? —Su voz se hizo más próxima—. Es la única
posibilidad que vas a tener nunca. Serás una máquina durante el resto de tu vida.
—No, no una máquina, un miembro —dijo Chip—. Un miembro saludable
haciendo lo que le corresponde; ayudando a la Familia, no engañándola.
—Estás malgastando tu aliento, Lila —dijo Rey—. Si fuera unos días más tarde
tal vez consiguieras algo, pero es demasiado pronto.
—¿Por qué no se lo dijiste esta mañana? —le preguntó Lila—. Fuiste a ver a tu
consejero, ¿por qué no se lo dijiste? Otros lo han hecho.
—Iba a hacerlo —exclamó Chip.
—¿Por qué no lo hiciste?
Apartó el rostro de su voz.
—Me llamó Li —murmuró—. Y pensé que yo era Chip. Todo se volvió...
confuso.
—Pero tú eres Chip —dijo ella, y se acercó un poco más—. Alguien con un
nombre distinto al numnombre que le dio Uni. Alguien que pensó en elegir su propia
clasificación en lugar de dejar que lo hiciera Uni.
Se apartó, turbado, luego se volvió y se enfrentó a las confusas figuras envueltas
en monos: Lila, pequeña, frente a él y a un par de metros de distancia; Rey a su
derecha, contra la puerta perfilada por una fina línea de luz.
—¿Cómo podéis hablar contra Uni? —preguntó—. ¡Él os proporciona todo!
—Sólo lo que le hemos dado para que nos lo proporcione —dijo Lila—. Nos ha
negado cien veces más cosas.
—¡Nos ha permitido nacer!
—¿A cuántos no les ha permitido nacer? —dijo ella—. Como a tus hijos. Como a
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los míos.
—¿Qué quieres decir? —murmuró—. ¿Que a cualquiera que desee tener hijos...
debe permitírsele tenerlos?
—Sí —respondió ella—. Eso quiero decir.
Negó con la cabeza, retrocedió hasta su cama y se sentó en ella. Lila se acercó, se
acuclilló delante de él y apoyó las manos en sus rodillas.
—Por favor, Chip —dijo—. No debería decir estas cosas cuando aún estás así,
pero por favor, por favor, créeme. Créenos. No estamos enfermos, somos sanos. El
mundo sí está enfermo: con sus productos químicos, su eficiencia, su humildad y su
deseo universal de ayudar. Haz lo que te digamos. Sana. Por favor, Chip.
Su ansiedad prendió en él. Intentó ver su rostro.
—¿Por qué os preocupáis tanto? —preguntó. Las manos de ella en sus rodillas
eran pequeñas y cálidas, y sintió un impulso de tocarlas, de cubrirlas con las suyas.
Halló débilmente sus ojos, grandes y menos rasgados de lo normal, extraños y
encantadores.
—Somos tan pocos —dijo ella—, y creo que quizá, si fuéramos más, podríamos
hacer algo; irnos y crear algún lugar para nosotros.
—Como los incurables —dijo Chip.
—Así es como nos enseñan a llamarles —admitió ella—. Quizá en realidad sean
los imbatibles, los indrogables.
La miró, intentó ver algo más de su rostro.
—Tenemos algunas cápsulas —dijo Lila— que retardarán tus reflejos y
disminuirán tu presión sanguínea, darán sustancias a tu sangre que les harán creer que
tus tratamientos son demasiado fuertes. Si las tomas mañana por la mañana, antes de
que llegue tu consejero, y si te comportas en el medicentro como te diremos y
respondes algunas preguntas como te indicaremos que debes hacerlo..., entonces
mañana será el segundo paso, y lo darás y entrarás en la sanidad.
—Y en la infelicidad —dijo Chip.
—Sí —admitió ella, y una sonrisa asomó a su voz—, a la infelicidad también,
aunque no tanto como dije. A veces me dejo arrastrar.
—Casi cada cinco minutos —dijo Rey.
Ella apartó las manos de las rodillas de Chip y se puso en pie.
—¿Lo harás? —preguntó.
Deseó decirle sí, pero también deseaba decirle no. Murmuró:
—Déjame ver las cápsulas.
Rey avanzó unos pasos y dijo:
—Las verás después de que nos hayamos ido. Están aquí dentro. —Puso entre las
manos de Chip una cajita lisa—. Debes tomarte la roja esta noche, y las otras dos tan
pronto como te levantes.
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—¿Dónde las conseguisteis?
—Uno del grupo trabaja en un medicentro.
—Decide —dijo Lila—. ¿Quieres oír qué tienes que decir y hacer?
Agitó la cajita, pero no produjo ningún ruido. Contempló las dos figuras
imprecisas que aguardaban ante él. Asintió.
—De acuerdo —dijo.
Entonces se sentaron y hablaron con él, Lila en la cama a su lado, Rey en la silla
del escritorio, que acercó a la cama. Le hablaron del truco de tensar los músculos
antes del examen metabólico, y del de mirar encima del objetivo durante el test de
percepción profunda. Le contaron qué tenía que decir al médico que se ocuparía de él
y al consejero superior que lo entrevistaría. Le explicaron los trucos que podían
emplear con él: sonidos repentinos a su espalda; ser dejado a solas, aunque no
realmente, con el impreso del informe del médico convenientemente a mano. Lila fue
la que habló casi todo el tiempo. Le tocó dos veces, una en su pierna y otra en su
antebrazo. En una ocasión, cuando la mano de ella estuvo cerca de él, él la rozó con
la suya. Lila apartó su mano con un movimiento que tal vez había empezado antes del
contacto.
—Esto es terriblemente importante —dijo Rey.
—Lo siento, ¿a qué te refieres?
—No ignores por completo el impreso del informe —dijo Rey.
—Obsérvalo —dijo Lila—. Míralo, y luego actúa como si realmente no valiera la
pena cogerlo y leerlo. Como si no te importara ni una cosa ni la otra.
Terminaron ya tarde; el último campanilleo había sonado hacía media hora.
—Mejor que nos marchemos separados —dijo Rey—. Sal tú primero. Aguarda a
un lado del edificio.
Lila se puso en pie, y Chip se levantó también. La mano de ella encontró la de él.
—Sé que vas a conseguirlo, Chip —dijo.
—Lo intentaré —dijo él—. Gracias por venir.
—Eres bienvenido —dijo ella, y se dirigió hacia la puerta. Creyó que podría verla
a la luz del pasillo cuando saliera, pero Rey se puso en pie y se situó bloqueando el
camino, y la puerta se cerró.
Guardaron silencio durante un instante, él y Rey se miraron.
—No lo olvides —dijo Rey—. La cápsula roja ahora, y las otras dos cuando te
levantes.
—De acuerdo —dijo Chip, y palpó la cajita en su bolsillo.
—No tienes que tener ningún problema.
—No lo sé; es tanto lo que hay que recordar.
Guardaron silencio de nuevo.
—Muchas gracias, Rey —dijo Chip de pronto, tendiendo la mano en la oscuridad.
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—Eres un hombre afortunado —dijo Rey—. Copo de Nieve es una mujer muy
apasionada. Tú y ella vais a pasar una gran cantidad de buenos momentos juntos.
Chip no comprendió por qué decía aquello.
—Eso espero —murmuró—. Cuesta creer que sea posible tener más de un
orgasmo a la semana.
—Lo que tenemos que hacer ahora —dijo Rey— es encontrar un hombre para
Gorrión. Entonces todos tendremos a alguien. Es mejor así. Cuatro parejas. Nada de
fricción.
Chip bajó la mano. De pronto tuvo la sensación de que Rey le estaba diciendo que
se mantuviera lejos de Lila, que estaba definiendo quién pertenecía a quién y
diciéndole que debía obedecer la definición. ¿Había visto cómo había tocado la mano
de Lila?
—Ahora me marcho —dijo Rey—. Date la vuelta por favor.
Chip obedeció. Oyó a Rey alejarse. La habitación se iluminó débilmente cuando
se abrió la puerta, una sombra cruzó el haz de luz, que desapareció de nuevo al
cerrarse la puerta.
Chip se volvió. ¡Qué extraño resultaba pensar en alguien amando tanto a un
miembro en particular como para desear que nadie más la tocara! ¿También él sería
de esta forma si sus tratamientos se veían reducidos? Era —como muchas otras cosas
— difícil de creer.
Fue al interruptor de la luz y descubrió qué lo tapaba: un trozo de esparadrapo,
con algo cuadrado y plano debajo. Tiró del esparadrapo, lo arrancó y pulsó el
interruptor. Chip tuvo que cerrar los ojos bajo el resplandor del techo.
Cuando pudo ver de nuevo miró el esparadrapo. Era del color de la piel, con un
cuadrado de cartón azul pegado debajo. Lo tiró todo por la tolva y cogió la cajita de
su bolsillo. Era de plástico blanco y tenía una tapa con bisagra. La abrió. Una cápsula
roja, otra blanca y otra medio blanca y medio amarilla reposaban sobre un lecho de
algodón.
Llevó la cajita al cuarto de baño y encendió la luz. Dejó la cajita abierta en el
borde del lavabo, abrió el grifo del agua, cogió un vaso del estante y lo llenó. Cerró el
agua.
Empezó a pensar, pero antes de que pudiera pensar demasiado cogió la cápsula
roja, la depositó sobre la parte de atrás de su lengua y bebió el agua.
Dos médicos, no uno, se hicieron cargo de él. Lo llevaron vestido con una bata
azul pálido de una sala de examen a otra, conferenciaron con los otros médicos que lo
examinaron, hablando entre sí, hicieron comprobaciones y anotaciones sobre un
impreso de informe sujeto en una tablilla que se pasaban del uno al otro. Uno de ellos
era una mujer de unos cuarenta años, el otro un hombre de unos treinta. A veces la
mujer caminaba con un brazo apoyado en los hombros de Chip, sonriéndole y
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llamándole «joven hermano». El hombre, con unos ojos más pequeños y más juntos
de lo normal, lo contemplaba impasible. Tenía una cicatriz reciente en su mejilla, que
iba desde la sien hasta la comisura de su boca, y oscuros hematomas en la mejilla y la
frente. Nunca apartaba los ojos de Chip, excepto para mirar el impreso del informe.
Incluso cuando hablaba con los demás médicos no dejaba de mirarle. Cuando pasaba
de una sala de examen a la siguiente, normalmente se situaba detrás de Chip y la
sonriente doctora. Chip esperaba que en cualquier momento hiciera algún ruido
repentino, pero no lo hizo.
Chip creyó que la entrevista con el consejero superior, una mujer joven, había ido
bien, pero todo lo demás no. Tuvo miedo de tensar los músculos en el examen
metabólico porque el médico le estaba observando, y olvidó mirar encima del
objetivo en el test de percepción profunda hasta que fue demasiado tarde.
—Lástima que estés perdiendo un día de trabajo —dijo el médico que le
examinaba.
—Lo recuperaré —dijo Chip, que se dio cuenta enseguida de que decir eso había
sido un error. Hubiera debido decir «Todo sea para mejor», o «¿Estaré aquí todo el
día?», o simplemente un monótono «Sí» de supertratado.
Al mediodía le dieron para beber un amargo líquido blanco en lugar de una
galleta total, y luego hubo más pruebas y exámenes. La doctora se fue durante media
hora, pero el hombre no.
Hacia las tres parecieron terminar y fueron a una pequeña oficina. El hombre se
sentó tras un escritorio y Chip lo hizo delante de él. La mujer dijo:
—Perdón, vuelvo en un par de segundos. —Sonrió a Chip y se fue.
El hombre estudió el impreso del informe durante uno o dos minutos, pasándose
lentamente el dedo por su cicatriz, arriba y abajo, arriba y abajo, y luego miró el reloj
y dejó la tablilla sobre la mesa.
—Voy a buscarla —dijo. Se levantó y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.
Chip permaneció sentado inmóvil, inspiró, y miró la tablilla. Se inclinó, giró un
poco la cabeza, leyó en el impreso del informe: «factor de absorción de colinesterasa
no amplificado», y volvió a echarse hacia atrás en su silla. ¿Había mirado demasiado?
No estaba seguro. Se frotó el pulgar y lo examinó, luego contempló los cuadros de la
estancia: Marx escribiendo y Wood presentando el Tratado de Unificación.
Volvieron a entrar. La mujer se sentó detrás del escritorio, y el hombre ocupó la
silla al lado de Chip. La mujer miró a Chip. No sonreía. Parecía preocupada.
—Joven hermano —dijo—, estoy preocupada por ti. Creo que estás intentando
engañarnos.
Chip la miró.
—¿Engañaros?
—Hay miembros enfermos en esta ciudad —dijo ella—. ¿Lo sabías?
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Chip negó con la cabeza.
—Sí, los hay —dijo ella—. Muy enfermos. Vendan los ojos de los miembros y
los llevan a algún lugar, donde les dicen que se comporten letárgicamente y cometan
errores y finjan que han perdido su interés en el sexo. Intentan conseguir que otros
miembros se pongan tan enfermos como ellos. ¿Conoces a algunos de estos
miembros?
—No —dijo Chip.
—Anna —señaló el hombre—, lo he estado observando. No hay ninguna razón
para creer que haya algo malo más allá de lo que ha aparecido en las pruebas. —Se
volvió hacia Chip y añadió—: Podemos arreglarlo muy fácilmente; no tienes por qué
preocuparte.
La mujer movió la cabeza en un gesto de negación.
—No —dijo—. Esto no me parece bien. Por favor, joven hermano, quieres
ayudarnos, ¿verdad?
—Nadie me dijo que cometiera errores —protestó Chip—. ¿Por qué debería
alguien decirme algo así? ¿Y por qué debería cometerlos?
El hombre golpeó con un dedo el impreso del informe.
—Echa un vistazo al resumen enzimológico —dijo a la mujer.
—Lo he visto, lo he visto.
—Ha recibido un mal tratamiento de OT aquí, aquí, aquí y aquí. Pasemos los
datos a Uni y pongámoslo bien de nuevo.
—Quiero que lo vea Jesús HL.
—¿Por qué?
—Porque estoy preocupada.
—No conozco a ningún miembro enfermo —insistió Chip—. Si lo conociera, se
lo hubiera dicho a mi consejero.
—Sí —dijo la mujer—. ¿Y por qué quisiste verlo ayer por la mañana?
—¿Ayer? —dijo Chip—. Creí que era mi día. Me equivoqué.
—Por favor, ven con nosotros —dijo la mujer; se puso en pie y cogió la tablilla.
Abandonaron la oficina y recorrieron el pasillo exterior. La mujer rodeó los
hombros de Chip con un brazo, pero no sonrió. El hombre se situó detrás.
Llegaron al final del pasillo, donde había una puerta con un rótulo marrón donde
se leía: «600A», y en letras blancas: «Jefe de la División Quimioterapéutica.»
Entraron a una antesala donde había un miembro sentado tras su escritorio. La mujer
le dijo que deseaban consultar a Jesús HL sobre un problema de diagnóstico, y el
miembro se puso en pie y desapareció tras otra puerta.
—Esto es una pérdida de tiempo —dijo el hombre.
—Créeme, espero que sí —respondió la mujer.
Había dos sillas en la antesala, una mesita baja, desnuda y Wei dirigiéndose a los
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quimioterapeutas. Chip decidió que si le hacían admitir la verdad intentaría no
mencionar la piel clara de Copo de Nieve y los ojos poco rasgados de Lila.
El miembro regresó y mantuvo abierta la puerta.
Entraron en una amplia oficina. Un miembro delgado, con pelo canoso y de unos
cincuenta años —Jesús HL— estaba sentado detrás de un enorme y atestado
escritorio. Hizo una seña a los dos médicos cuando se acercaron y miró a Chip con
ojos ausentes. Indicó con una mano la silla que había frente al escritorio. Chip se
sentó en ella.
La mujer le tendió a Jesús HL la tablilla.
—Esto no me parece del todo bien —dijo—. Me temo que nos esté engañando.
—Contrariamente a lo que dicen las pruebas enzimológicas —señaló el hombre.
Jesús HL se reclinó en su asiento y estudió el impreso del informe. Los dos
médicos permanecieron a un lado del escritorio, observándole. Chip intentó mostrarse
curioso pero no preocupado. Estudió a Jesús HL por un momento, luego miró el
escritorio. Había papeles de toda clase apilados y esparcidos, y unos cuantos sobre un
telecomp antiguo en una caja rozada. Un portalapiceros lleno de plumas y reglas de
cálculo medio tapaba una foto enmarcada de Jesús HL, más joven, sonriendo frente a
la cúpula de Uni. Había dos pisapapeles de recuerdo, uno cuadrado, muy poco usual,
de CHI61332, y otro redondo de ARG20400; ninguno de ellos pisaba ningún papel.
Jesús HL examinó la tablilla de arriba abajo, separó el impreso de ella y leyó la
parte de atrás.
—Lo que me gustaría hacer, Jesús —dijo la mujer—, es tenerlo aquí esta noche, y
repetir algunas de las pruebas mañana.
—Una pérdida... —empezó a decir el hombre.
—O mejor aún —le interrumpió hablando más fuerte la mujer—, interrogarle
bajo TP.
—Una pérdida de tiempo y material —dijo el hombre.
—¿Qué es lo que somos, médicos o analizadores de eficiencia? —preguntó
secamente la mujer.
Jesús HL dejó la tablilla sobre la mesa y miró a Chip. Se levantó de la silla y
rodeó el escritorio; los dos médicos se echaron rápidamente hacia atrás para dejarle
pasar. Se detuvo delante de la silla de Chip, alto y delgado, llevaba el mono con la
cruz roja manchado de amarillo.
Cogió las manos de Chip que estaban apoyadas en los brazos de su silla, las
volvió hacia arriba y examinó las palmas, que brillaban de sudor.
Soltó una de las manos y sujetó la muñeca de la otra, con los dedos en el pulso.
Chip se obligó a alzar la vista, aparentando despreocupación. Jesús HL le miró
inquisitivamente por un momento y luego sospechó —no, supo—, y sonrió
desdeñosamente mostrando su certeza. Chip se sintió vacío, derrotado.
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Jesús HL sujetó la barbilla de Chip, se inclinó y le miró fijamente a los ojos.
—Abre los ojos tanto como puedas —dijo. Su voz era la de Rey. Chip lo miró
fijamente.
—Así está bien —dijo Jesús HL—. Mírame como si hubiera dicho algo que te
hubiera impresionado. —Era la voz de Rey, inconfundible. Chip abrió la boca—. No
hables, por favor —dijo Rey-Jesús HL, apretando dolorosamente la mandíbula de
Chip. Examinó fijamente los ojos de Chip, volvió su cabeza hacia un lado y luego
hacia el otro. Finalmente lo soltó y retrocedió un paso. Se dirigió nuevamente detrás
del escritorio y se sentó. Tomó la tablilla, la estudió brevemente, y se la tendió de
vuelta a la mujer—. Te has equivocado, Anna —dijo—. Puedes estar tranquila. He
visto a muchos miembros que estaban fingiendo; éste no lo hace. De todos modos, te
recomendaré por tu preocupación. —Se dirigió al hombre—: Ella tiene razón, ¿sabes,
Jesús?; debemos ser eficientes analizadores. La Familia puede permitirse malgastar
un poco de tiempo y material cuando se halla en juego la salud de un miembro. ¿Qué
es la Familia, al fin y al cabo, sino la suma de todos sus miembros?
—Gracias, Jesús —dijo la mujer con una sonrisa—. Me alegro de que estuviera
equivocada.
—Pásale los datos a Uni —dijo Rey; se volvió y miró a Chip—. Conviene que
nuestro hermano sea tratado adecuadamente a partir de ahora.
—Sí, enseguida. —La mujer hizo una seña a Chip. Éste se levantó de la silla.
Ambos abandonaron la oficina. En la puerta, Chip se volvió.
—Gracias —dijo.
Rey le miró desde detrás de su atestado escritorio. Sólo una mirada; ninguna
sonrisa, ningún signo de amistad.
—Gracias a Uni —dijo.
Menos de un minuto después de regresar a su habitación, llamó Bob.
—Acabo de recibir el informe del Medicentro Principal —dijo—. Tus
tratamientos estaban ligeramente desalineados, pero a partir de ahora serán
exactamente los correctos.
—Estupendo —dijo Chip.
—Esta confusión y cansancio que has estado experimentando pasará
gradualmente en una o dos semanas, y luego volverás a ser el de siempre.
—Eso espero.
—Seguro. Escucha, ¿quieres que te haga un repaso mañana, Li, o esperamos
hasta el próximo martes?
—El próximo martes irá bien.
—Estupendo —dijo Bob. Sonrió—. ¿Sabes una cosa? Parece como si estuvieras
ya un poco mejor.
—Me siento un poco mejor —admitió Chip.
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Se sentía un poco mejor cada día, un poco más despierto y alerta, un poco más
seguro de que la enfermedad era lo que había sufrido y la salud crecía en él día a día.
El viernes —tres días después del examen— se sintió como se sentía normalmente el
día antes del tratamiento. Pero sólo había pasado una semana desde el último
tratamiento; todavía quedaban tres semanas por delante, amplias e inexploradas, antes
del próximo. La treta había funcionado. Bob había sido engañado y el tratamiento
reducido. Y el próximo, sobre las bases del examen, se vería más reducido aún. ¿Qué
maravilla de sensaciones se abrirían ante él en cinco o seis semanas?
Aquel viernes por la noche, unos minutos después del último campanilleo, Copo
de Nieve entró en su habitación.
—No te preocupes —dijo, mientras se quitaba el mono—. Sólo vengo a poner
una nota en tu cepillo de dientes.
Se metió en la cama con él y le ayudó a quitarse el pijama. El cuerpo de Copo de
Nieve era suave y dócil a sus manos y labios; más excitante que el de Paz SK o que el
de cualquier otra mujer que hubiera conocido. Su cuerpo, mientras ella lo acariciaba,
besaba y lamía, se estremecía más activamente que nunca, más lleno de deseo.
Penetró fácilmente en ella —profundamente, acogedoramente—, y ambos hubieran
alcanzado inmediatamente el orgasmo, pero ella lo retuvo, lo frenó, le hizo salir y
volver a entrar de nuevo, situándose en una extraña pero efectiva posición, luego en
otra. Durante veinte minutos o más se agitaron y buscaron, procurando hacer el
menor ruido posible para que los otros miembros no les oyeran a través de los
tabiques o en el piso de abajo.
Cuando terminaron, ella se apartó y dijo:
—¿Y bien?
—Bueno, ha sido tope velocidad, por supuesto —admitió él—, pero francamente,
por lo que me dijiste, todavía esperaba más.
—Paciencia, hermano —sonrió ella—. Aún sigues siendo un inválido. Llegará un
momento en que considerarás lo de esta noche como si nos hubiéramos dado la mano.
Él se echó a reír.
—Silencio —dijo ella.
La abrazó y la besó.
—¿Qué dice la nota de mi cepillo de dientes?
—El domingo por la noche a las once, en el mismo lugar que la última vez.
—Pero sin los ojos vendados.
—Sin los ojos vendados —confirmó ella.
Los vería a todos, a Lila y a los demás.
—Me estaba preguntando cuándo sería la próxima reunión —dijo.
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—Me han dicho que te deslizaste por el segundo paso como un cohete.
—Querrás decir que fui tropezando durante todo el camino. No hubiera
conseguido nada de no ser por... —¿Sabía ella quién era realmente Rey? ¿Tenía
derecho a decírselo?
—¿De no ser por qué?
—De no ser por Rey y Lila —terminó—. Vinieron aquí la noche antes y me
prepararon.
—Por supuesto —dijo ella—. Ninguno de nosotros lo hubiera conseguido de no
ser por las cápsulas y todo lo demás.
—Me pregunto dónde las consiguen.
—Creo que uno de ellos trabaja en el medicentro.
—Eso lo explicaría —admitió. Ella no lo sabía. O lo sabía, pero no sabía que él lo
sabía. De pronto se sintió irritado ante la necesidad de cautela que se había
establecido entre ellos.
Copo de Nieve se sentó en la cama.
—Escucha —dijo—, me apena decir esto, pero no olvides que debes seguir como
siempre con tu amiga. Mañana por la noche, quiero decir.
—Tiene a alguien nuevo —dijo él—. Tú eres mi amiga ahora.
—No, no lo soy. No los sábados por la noche. Nuestros consejeros se
preguntarían por qué hemos ido a buscar a alguien de una casa distinta. Yo tengo a un
encantador y normal Bob en el mismo pasillo de mi habitación, y tú debes encontrar a
alguna encantadora y normal Yin o Mary. Pero si le das algo más que un orgasmo
rápido, te romperé el cuello.
—Mañana por la noche no seré capaz de darle ni siquiera eso.
—Es cierto —admitió ella—; se supone que aún te estás recuperando. —Le miró
seriamente—. Lo que quiero decir —prosiguió— es que tienes que recordar que no
debes ser nunca demasiado apasionado, excepto conmigo, tan sólo debes mantener
una sonrisa satisfecha entre el primer y el último campanilleo; trabajar intensamente
en tu trabajo, pero no demasiado intensamente. Cuesta tanto mantenerse en un
tratamiento bajo como conseguirlo. —Se tendió de espaldas a su lado e hizo que él la
rodeara con un brazo—. Odio, daría cualquier cosa para poder fumar ahora.
—¿Es realmente tan agradable?
—Mmm... Especialmente en momentos como éste.
—Tendré que probarlo.
Permanecieron tendidos, hablando y acariciándose mutuamente durante un rato,
luego Copo de Nieve intentó excitarlo de nuevo.
—Quien no lo prueba no lo consigue —dijo animosamente..., pero todos sus
intentos fueron inútiles. Se fue hacia las doce—. El domingo a las once —dijo junto a
la puerta—. Felicidades.
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El sábado por la noche, en el salón, Chip conoció a una miembro llamada Mary
KK cuyo amigo había sido transferido a Can aquella misma semana. La parte de su
numnombre correspondiente al año de nacimiento era 38, o sea que tenía veinticuatro
años.
Asistieron a una participación de canciones de pre-Marxvidad en el parque de la
Igualdad. Mientras aguardaban sentados a que se llenara el anfiteatro, Chip miró
atentamente a Mary. Su barbilla era ligeramente puntiaguda, pero por lo demás era
completamente normal: piel bronceada, ojos castaños ligeramente rasgados hacia
arriba, pelo negro cuidadosamente recortado, mono amarillo sobre su esbelto cuerpo
delgado. Una de las uñas de sus pies, medio cubierta por la cinta de su sandalia, era
de un descolorido púrpura azulado. Permanecía sentada sonriendo, contemplando el
lado opuesto del anfiteatro.
—¿De dónde eres? —preguntó Chip.
—De Rus —dijo ella.
—¿Cuál es tu clasificación?
—Uno-cuarenta B.
—¿Y eso qué es?
—Técnico oftalmológico.
—¿Qué es lo que haces?
Se volvió hacia él.
—Coloco lentillas —dijo—. En la sección de niños.
—¿Te gusta?
—Por supuesto. —Le miró, insegura—. ¿Por qué me haces tantas preguntas? —
quiso saber—. ¿Y por qué me miras como si..., como si nunca antes hubieras visto a
un miembro?
—A ti nunca te había visto antes. Quiero conocerte.
—No soy diferente de cualquier otro miembro —dijo ella—. No hay nada inusual
en mí.
—Tu barbilla es algo más afilada.
Ella se echó hacia atrás, con una expresión dolida y confusa.
—No pretendía molestarte —se apresuró a decir Chip—. Sólo quería señalar que
hay algo inusual en ti, aunque se trate de algo de tan poca importancia.
Ella le miró escrutadoramente, luego desvió de nuevo la vista hacia el lado
opuesto del anfiteatro. Movió la cabeza en un gesto de negación.
—No te comprendo —dijo.
—Lo siento —murmuró él—. Estuve enfermo hasta el martes pasado. Pero mi
consejero me llevó al Medicentro Principal y allá lo arreglaron todo. Ahora ya estoy
mejor. No te preocupes.
—Bien, eso es bueno —dijo ella. Al cabo de un momento se volvió y le sonrió
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alegremente—. Te perdono —dijo.
—Gracias —respondió él, y de pronto se sintió triste por ella.
Ella volvió a desviar la vista.
—Espero que cantemos La liberación de las masas —dijo.
—Lo haremos —le aseguró él.
—Me encanta. —Sonrió y empezó a tararearla.
Chip siguió mirándola, tratando de hacerlo de una forma que pareciera normal.
Lo que ella había dicho era cierto: no era distinta de ningún otro miembro. ¿Qué
significaba una barbilla un poco más afilada o la uña de un pie descolorida? Era
exactamente igual que cualquier Mary, Anna, Paz o Yin que hubiera sido alguna vez
su amiga: humilde y buena, dispuesta siempre a ayudar y a trabajar mucho. Sin
embargo, le hacía sentirse triste. ¿Por qué? ¿Pasaría lo mismo con todos los demás,
los miraría tan atentamente como estaba mirado a Mary, les escucharía tan
atentamente?
Contempló a los miembros que había al otro lado, a las decenas de las filas de
abajo, a las decenas de las filas de arriba. Todos eran como Mary KK, sonrientes y
dispuestos a cantar sus canciones preferidas de Marxvidad; todos entristecedores,
cada uno de los asistentes en el anfiteatro: los centenares, los miles, las decenas de
miles. Sus rostros se alineaban en el gigantesco anfiteatro como bronceadas cuentas
ensartadas, formando ristras en inconmensurables hileras ovaladas.
Los focos iluminaron la cruz dorada y la hoz roja en el centro del anfiteatro.
Resonaron cuatro familiares notas de trompeta, y todo el mundo cantó:
Pero no eran una Familia poderosa, pensó. Eran una Familia débil, digna de
compasión, atontada por los productos químicos y deshumanizada por las pulseras.
Uni era el poderoso.
Cantó automáticamente las palabras, mientras pensaba que Lila tenía razón: la
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reducción del tratamiento traía consigo una nueva infelicidad.
El domingo por la noche a las once se reunió con Copo de Nieve entre los
edificios de la plaza Baja de Cristo. La abrazó y besó agradecido, feliz con su
sexualidad, su humor, su piel pálida y su acre sabor a tabaco...; todas las cosas que
eran de ella y de nadie más.
—Cristo y Wei, me alegra verte —dijo.
Ella le dio un fuerte abrazo y le sonrió alegremente.
—Tiene que haber sido un poco deprimente estar con normales, ¿verdad? —quiso
saber.
—Mucho —admitió él—. Esta mañana sentí deseos de dar puntapiés al equipo de
fútbol en vez de al balón.
Ella se echó a reír.
Había sido deprimente desde que estuvo escuchando las canciones. Ahora se
sentía relajado, más feliz y elevado.
—Encontré una amiga —dijo— y, adivínalo, jodí con ella sin el menor problema.
—Odio.
—No de una forma tan extensa y satisfactoria como lo hicimos tú y yo la otra
noche, pero sin ningún problema en absoluto, ¡y sólo veinticuatro horas más tarde!
—Puedo vivir sin los detalles.
Chip sonrió. Dejó resbalar las manos por sus costados y aferró las caderas de
Copo de Nieve.
—Creo que incluso sería capaz de hacerlo de nuevo esta noche —dijo,
acariciándola con los pulgares.
—Tu ego está creciendo a saltos y brincos.
—Todo en mí está creciendo.
—Vamos, hermano —dijo ella; apartó sus manos y sujetó una—, será mejor que
te lleve dentro de algún sitio antes de que empieces a cantar.
Salieron a la plaza y la cruzaron en diagonal. Las banderolas y los adornos de la
Marxvidad colgaban inmóviles sobre sus cabezas, apenas visibles en el distante
resplandor de las aceras.
—¿Adónde vamos? —preguntó, caminando alegremente—. ¿Cuál es ese lugar
secreto de reunión de los enfermos corruptores de los sanos miembros jóvenes?
—El Pre-U —dijo ella.
—¿El museo?
—Correcto. ¿Puedes pensar en un lugar mejor para un grupo de anormales que
engañan a Uni? Es exactamente el lugar al que pertenecemos. Tranquilo —dijo,
tirando de su mano—; no andes tan enérgicamente.
Un miembro entraba en la plaza por la acera hacia la que se dirigían. Llevaba en
la mano un maletín o un telecomp.
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Chip anduvo con más normalidad al lado de Copo de Nieve. El miembro, al
acercarse —era un telecomp lo que llevaba—, les sonrió e hizo una inclinación de
cabeza. Le devolvieron la sonrisa y la inclinación al pasar por su lado.
Salieron de la plaza y bajaron unos escalones.
—Además —dijo Copo de Nieve—, está vacío desde las ocho de la noche hasta
las ocho de la mañana, y es una fuente inagotable de pipas, ropas divertidas y camas
curiosas.
—¿Cogéis cosas?
—Dejamos las camas —sonrió ella—. Pero las utilizamos de tanto en tanto. Nos
reunimos solemnemente en la sala de conferencias del personal sólo en tu honor.
—¿Qué otras cosas hacéis?
—Bueno, nos sentamos por ahí y nos quejamos un poco. Ése es principalmente el
departamento de Lila y Leopardo. Sexo y fumar son suficientes para mí. Rey hace
divertidas parodias de algunos de los programas de televisión; espera un poco y verás
lo que puedes llegar a reírte.
—El hacer uso de las camas —quiso saber Chip—, ¿se hace sobre una base de
grupo?
—Sólo de dos en dos, querido; no somos tan pre-U.
—¿Quién las usaba contigo?
—Gorrión, naturalmente. La necesidad es la madre de etcétera. Pobre chica, ahora
siento pena por ella.
—Claro que sí.
—¡De veras! Bueno, hay un pene artificial entre los artefactos del siglo XIX.
Sobrevivirá.
—Rey dice que deberíamos encontrar un hombre para ella.
—Debemos hacerlo. Sería una situación mucho mejor, tener cuatro parejas.
—Eso es lo que dijo Rey.
Mientras cruzaban la planta baja del museo —iluminando su camino a través de
la oscuridad llena de extrañas figuras con una linterna que Copo que Nieve había
sacado de alguna parte—, otra luz les alumbró desde un lado y una voz próxima dijo:
—¡Hola, aquí! —Se sobresaltaron—. Lo siento —se disculpó la voz—. Soy yo,
Leopardo.
Copo de Nieve giró su luz hacia el coche del siglo XX, y una linterna en su
interior se apagó. Se dirigieron al resplandeciente vehículo de metal. Leopardo,
sentado tras el volante, era un miembro maduro de rostro redondo. Llevaba puesto un
sombrero con una pluma naranja. Había varias manchas de color pardo oscuro en su
nariz y mejillas. Sacó una mano, también llena de manchas, por la ventanilla del
coche.
—Felicidades, Chip —dijo—. Me alegro que salieras adelante.
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Chip estrechó su mano y le dio las gracias.
—¿Preparado para un viaje? —preguntó Copo de Nieve.
—Ya lo he hecho —respondió el otro—. A Jap, ida y vuelta. Al Volvo se le ha
agotado la gasolina. Y, ahora que lo pienso, está completamente empapado.
Le sonrieron y se sonrieron.
—Fantástico, ¿no? —dijo el hombre; hizo girar el volante y accionó una palanca
que asomaba de su eje—. El conductor estaba al control de este trasto de principio a
fin. Utilizaba las dos manos y los dos pies.
—Debía botar terriblemente —dijo Chip.
—Sin mencionar lo peligroso que podía ser —añadió Copo de Nieve.
—Pero también era divertido —señaló Leopardo—. En realidad, debía ser toda
una aventura: elegir tu destino, decidir qué carreteras tomar para llegar hasta allí,
calcular tus movimientos en relación con los de los demás coches...
—Calcular mal y morir —observó Copo de Nieve.
—En realidad, no creo que ocurriera tan a menudo como se nos dice —murmuró
Leopardo—. De ser así, hubieran fabricado la parte frontal de los coches mucho más
gruesa.
—Pero eso los hubiera hecho más pesados, y todavía hubieran ido mucho más
lentos —indicó Chip.
—¿Dónde está Quietud? —preguntó Copo de Nieve.
—Arriba, con Gorrión —dijo Leopardo. Abrió la portezuela del coche y salió,
con una linterna en la mano—. Están arreglando las cosas. Trajeron más material a la
habitación. —Subió a medias la ventanilla y cerró firmemente la portezuela. Sobre su
mono llevaba un ancho cinturón marrón decorado con tachas de metal.
—¿Y Rey y Lila? —preguntó Copo de Nieve.
—Por ahí, en alguna parte.
«Usando alguna de las camas», pensó Chip, mientras los tres cruzaban el museo.
Había pensado mucho en Rey y Lila desde que había visto a Rey y se había dado
cuenta de lo viejo que era..., cincuenta y dos o cincuenta y tres años, o quizás más.
Había pensado en la diferencia de edades que había entre los dos —treinta años
seguramente, como mínimo—, en la forma en que Rey le había dicho que se
mantuviera alejado de Lila, en los ojos grandes y poco rasgados de la muchacha, en
sus manos pequeñas y cálidas, apoyadas sobre sus rodillas, cuando se había
acuclillado delante de él, animándole a emprender el camino hacia una vida y una
consciencia más grandes.
Subieron por los escalones de la inmóvil escalera mecánica central y cruzaron el
primer piso del museo. Las dos linternas, la de Copo de Nieve y la de Leopardo,
danzaron sobre pistolas, dagas, bulbosas bombillas de filamento, ensangrentados
boxeadores, reyes y reinas con sus joyas y ropajes ribeteados de piel, y tres mendigos,
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sucios y tullidos, que exhibían sus desfiguraciones y tendían sus platillos. La
mampara detrás de los mendigos había sido corrida a un lado, dejando al descubierto
un estrecho pasillo que se abría hacia el interior del edificio, con sus primeros metros
iluminados por la luz de una puerta en la pared de la izquierda. Una voz de mujer dijo
algo muy quedamente. Leopardo pasó delante y cruzó la puerta, mientras Copo de
Nieve, de pie junto a los mendigos, extraía trozos de esparadrapo de un cartucho de
primeros auxilios.
—Copo de Nieve está aquí con Chip —dijo Leopardo dentro de la habitación.
Chip colocó un trozo de esparadrapo sobre la placa de su pulsera y frotó firmemente.
Cruzaron la puerta y entraron en un atestado lugar lleno de humo de tabaco,
donde una mujer mayor y otra joven estaban sentadas juntas en sillas pre-U con dos
cuchillos y un montón de hojas amarronadas en una mesa ante ellas; eran Quietud y
Gorrión, que estrecharon la mano de Chip y le felicitaron. Quietud tenía los ojos
entrecerrados y sonreía; Gorrión, de largas piernas y mirada azarada, tenía la mano
caliente y húmeda. Leopardo se detuvo junto a Quietud, sujetando un espiral
encendido en la humeante cazoleta de una curvada pipa negra y echando humo por
los lados de su boquilla.
La habitación, bastante amplia, era un almacén, con sus rincones más apartados
llenos de pilas de reliquias pre-U que llegaban hasta el techo. Eran objetos modernos
y antiguos: máquinas, muebles, pinturas y montones de ropas; espadas y herramientas
con mango de madera; una estatua de un miembro con alas, un «ángel»; media
docena de cajas, algunas abiertas, otras cerradas, rotuladas IND26110 y con etiquetas
amarillas cuadradas pegadas en sus esquinas. Chip miró alrededor y dijo:
—Aquí hay suficientes objetos como para abrir otro museo.
—Y todos genuinos —dijo Leopardo—. Algunas de las cosas que están en
exhibición no lo son, ¿sabes?
—No, no lo sabía.
Un surtido variado de bancos y sillas habían sido colocados en la parte delantera
de la habitación. Algunos cuadros estaban apoyados contra las paredes, y había cajas
de cartón llenas de reliquias más pequeñas y montones de mohosos libros. Una
pintura de una enorme roca llamó la atención de Chip. Apartó una silla para verla
mejor. La roca, casi del tamaño de una montaña, flotaba encima del suelo en medio
de un cielo azul, meticulosamente pintado y que hacía despertar a todos los sentidos.
—Qué cuadro más extraño —dijo.
—Muchos de ellos lo son —admitió Leopardo.
—Las pinturas de Cristo —dijo Quietud— lo muestran con una luz en torno a la
cabeza; no parece humano en absoluto.
—Ésos los he visto —dijo Chip, sin dejar de mirar la roca—. Pero nunca había
visto nada así. Es fascinante; real e irreal al mismo tiempo.
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—No puedes llevártelo —dijo Copo de Nieve—. No podemos coger nada que
pueda ser echado de menos.
—Tampoco sé dónde podría ponerlo —reconoció Chip.
—¿Cómo te sientes con el tratamiento atenuado? —preguntó Gorrión.
Chip se volvió. Gorrión desvió la vista hacia sus manos, que sostenían un rollo de
hojas y un cuchillo. Quietud se dedicaba a la misma tarea, cortando rápidamente su
rollo de hojas en tiras finas, que apilaba delante de su cuchillo. Copo de Nieve estaba
sentada con una pipa en la boca. Leopardo sujetaba la cazoleta de la suya.
—Es maravilloso —dijo Chip—. Literalmente. Lleno de maravillas. Y más cada
día. Os estoy muy agradecido.
—Sólo hicimos lo que siempre se nos ha dicho que hiciéramos —dijo Leopardo,
sonriendo—. Ayudar a un hermano.
—No exactamente como nos han enseñado —observó Chip.
Copo de Nieve le ofreció su pipa.
—¿Estás preparado para dar una chupada? —preguntó.
Se acercó a ella y tomó la pipa. La cazoleta estaba caliente, el tabaco era gris y
humeante. Vaciló un momento, todos le estaban observando y él les sonrió. Luego se
llevó el mango a los labios. Chupó suavemente y expulsó el humo. El sabor era fuerte
pero sorprendentemente agradable.
—No está mal —dijo. Probó de nuevo, con un poco más de seguridad. Algo de
humo penetró en su garganta y tosió.
Leopardo se dirigió sonriente a la puerta y dijo:
—Te traeré una para ti —y salió.
Chip devolvió la pipa a Copo de Nieve y, carraspeando, se sentó en un banco de
oscura y desgastada madera. Observó a Quietud y Gorrión cortar el tabaco. Quietud
le sonrió.
—¿Dónde conseguís las semillas? —preguntó Chip.
—De las propias plantas —dijo ella.
—¿Y dónde conseguisteis las primeras?
—Rey las tenía.
—¿Qué tenía yo? —preguntó Rey entrando en la habitación. Era alto y delgado y
tenía los ojos brillantes. Lucía un medallón de oro que colgaba de una cadena sobre el
pecho de su mono. Lila estaba detrás de él, cogida de su mano. Chip se puso en pie.
Ella le miró; era extraña, morena, hermosa, joven.
—Las semillas de tabaco —dijo Quietud.
Rey tendió su mano a Chip, con una cálida sonrisa.
—Es estupendo verte aquí —dijo. Chip estrechó su mano; el apretón fue firme y
cálido—. Realmente estupendo ver un nuevo rostro en el grupo. ¡Sobre todo
masculino, para ayudarme a mantener a esas mujeres pre-U en su sitio!
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—¡Uf! —dijo Copo de Nieve.
—Es maravilloso estar aquí —dijo Chip, complacido por la amistad que irradiaba
Rey. Su frialdad cuando Chip abandonó su oficina debió haber sido fingida, en bien
de ambos, por supuesto, y dirigida a los dos médicos—. Gracias. Por todo. A ambos.
—Me alegro mucho, Chip —dijo Lila. Su mano sujetaba todavía la de Rey. Era
más morena de lo normal, un encantador color cobrizo oscuro con un toque rosado.
Sus ojos eran grandes y poco rasgados, sus labios rosados y de aspecto suave. Se
volvió y dijo—: Hola, Copo de Nieve. —Soltó la mano de Rey y avanzó hacia su
compañera y la besó en la mejilla.
Tenía veinte o veintiún años, no más. Llevaba algo en los bolsillos superiores de
su mono, y eso le daba el mismo aspecto que la mujer de grandes pechos que había
dibujado Karl. Su aspecto era extraño, misteriosamente atractivo.
—¿Empiezas a sentirte ya distinto, Chip? —preguntó Rey. Se había acercado a la
mesa y estaba inclinado, llenando de tabaco la cazoleta de una pipa.
—Sí, enormemente. Es todo como dijiste que sería.
Leopardo entró.
—Aquí la tienes, Chip —dijo. Le tendió una pipa de gruesa cazoleta con boquilla
de ámbar. Chip le dio las gracias y probó su tacto; era cómoda en su mano y en sus
labios. Se dirigió hacia la mesa y Rey, con su medallón de oro colgando, le enseñó
cómo llenarla.
Leopardo lo llevó por la sección de personal del museo y le mostró los almacenes,
la sala de conferencias y varias oficinas y talleres.
—Es una buena idea —dijo— recordar dónde hemos estado todos en estas
reuniones y comprobar luego que no dejamos nada llamativamente fuera de lugar.
Las chicas deberían tener un poco más de cuidado. Generalmente me encargo de
supervisar, pero cuando yo no esté probablemente puedas ocuparte tú del trabajo. Los
normales no son tan poco observadores como nos gustaría que fueran.
—¿Vas a ser transferido? —preguntó Chip.
—No —dijo Leopardo—. Pero moriré pronto. Tengo más de sesenta y dos años,
casi tres meses más. Y también Quietud.
—Lo siento —dijo Chip.
—Nosotros también —admitió Leopardo—. Pero nadie vive eternamente. La
ceniza del tabaco es una pista peligrosa, por supuesto, pero todos somos bastante
cuidadosos. No tienes que preocuparte por el olor; el aire acondicionado se pone en
marcha a las 7.40 y se lo lleva consigo; me quedé una mañana y me aseguré de ello.
Gorrión se cuida del cultivo del tabaco. Secamos las hojas aquí mismo, abajo, detrás
del tanque de agua caliente. Te lo mostraré.
Cuando volvieron al almacén, Rey y Copo de Nieve estaban sentados a
horcajadas en las dos esquinas de un banco, jugando concentradamente a un juego
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mecánico que tenían entre ellos. Quietud dormitaba en su silla, y Lila estaba
agachada junto a una masa de reliquias, sacando libros, de uno en uno, de una caja de
cartón. Los miraba y luego los colocaba sobre el suelo en un montón. Gorrión no
estaba por allí.
—¿Qué es esto? —preguntó Leopardo.
—Un nuevo juego que han traído —dijo Copo de Nieve, sin alzar la vista.
Había varias palancas que pulsaban y soltaban, una para cada mano, y que
accionaban unas pequeñas palas que golpeaban una oxidada pelota de un lado para
otro sobre un tablero bordeado de metal. Las palas, algunas de ellas rotas, chirriaban
al girar. La pelota rebotaba a uno y otro lado, y terminó parándose en una depresión
en el lado de Rey del tablero.
—¡Cinco! —exclamó Copo de Nieve—. ¡Ya estás listo, hermano!
Quietud abrió los ojos, les miró, volvió a cerrarlos.
—Perder es lo mismo que ganar —dijo Rey, y encendió su pipa con un mechero
de metal.
—Y un odio es —dijo Copo de Nieve—. ¿Chip? Tú eres el siguiente.
—No, prefiero mirar —dijo Chip con una sonrisa.
Leopardo declinó también jugar, y Rey y Copo de Nieve empezaron otra partida.
En una pausa, cuando Rey había marcado un tanto a Copo de Nieve, Chip dijo:
—¿Puedo ver el mechero? —Rey se lo entregó. En uno de los lados había pintado
un pájaro en pleno vuelo. «Un pato», pensó Chip. Había visto mecheros en los
museos, pero nunca había tenido uno en la mano. Abrió la tapa y apoyó el pulgar
sobre la pequeña rueda estriada. Al segundo intento brotó la llama. Cerró el mechero,
lo miró por todos lados, y en la siguiente pausa se lo devolvió a Rey.
Les observó jugar por unos segundos más y luego se alejó. Se dirigió al montón
de reliquias y lo estudió, luego se acercó a Lila, que alzó la vista hacia él y sonrió,
mientras dejaba un libro en una de las pilas que había a su lado.
—Sigo esperando encontrar alguno en nuestro lenguaje —dijo—, pero todos
están escritos en las lenguas antiguas.
Chip se acuclilló y tomó el libro que ella acababa de dejar. En el lomo había unas
letras pequeñas: Bädda för död.
—Mmm... —Movió la cabeza en un gesto de negación. Hojeó las viejas y
amarronadas páginas, captando al vuelo palabras y frases extrañas: «allvarling,
lögnerska, dök ner på brickorna». Los dobles puntos y los pequeños circulitos
estaban encima de muchas de las letras.
—Algunos libros están escritos en un idioma bastante parecido al nuestro, de
modo que puedes entender una o dos palabras —dijo Lila—, pero algunos son...
Bien, mira éste. —Le tendió un libro donde enes puestas del revés y caracteres
rectangulares abiertos en su parte inferior se mezclaban con pes y las letras e y o
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ordinarias—. ¿Qué crees que significa? —Volvió a dejarlo en la pila.
—Sería interesante encontrar algún libro que pudiéramos leer —dijo Chip sin
poder apartar los ojos de la lisa y oscura suavidad de las mejillas de Lila.
—Sí —murmuró ella—, pero creo que fueron seleccionados antes de ser enviados
aquí, y por eso es difícil que encontremos alguno que podamos entender.
—¿Estás segura de que fueron seleccionados?
—Tendría que haber montones de ellos en el idioma —dijo ella—. ¿Cómo podría
haberse convertido en el idioma si no fuera el más ampliamente usado?
—Sí, por supuesto —admitió él—. Tienes razón.
—De todos modos —prosiguió ella—, sigo esperando que se haya producido
algún desliz en la selección. —Frunció el entrecejo mientras miraba otro libro y luego
lo depositó en una de las pilas.
Sus bolsillos rellenos se tensaban con sus movimientos. De pronto Chip tuvo la
impresión de que sus bolsillos estaban vacíos y se apretaban contra unos pechos
redondos y grandes como los que había dibujado Karl. Eran casi los senos de una
mujer pre-U. Era posible, si uno consideraba el tono anormalmente oscuro de su piel
y las varias anormalidades físicas de muchos de los miembros. Miró de nuevo su
rostro, para no llegar a incomodarla.
—Creí que estaba comprobando esta caja por segunda vez —dijo ella—, pero
tengo la curiosa sensación de que es la tercera.
—Pero, ¿por qué crees que seleccionan los libros? —preguntó él.
Ella hizo una pausa. Sus oscuras manos colgaban vacías y los codos descansaban
sobre sus rodillas. Le miró gravemente con sus ojos grandes y poco rasgados.
—Creo que nos han enseñado cosas que no son ciertas —dijo—. Sobre la forma
cómo era la vida antes de la Unificación. A finales de la época pre-U, quiero decir, no
a principios.
—¿Qué cosas?
—La violencia, la agresividad, la hostilidad, la codicia. Supongo que había algo
de todo ello, pero no puedo creer que no hubiera nada más, y eso es precisamente lo
que nos han enseñado. Los «patronos» castigando a los «obreros», y todas las
enfermedades, embriagueces, hambre y autodestrucción. ¿Crees en todo eso?
Él la miró.
—No lo sé —dijo—. No he pensado mucho en ello.
—Te diré lo que yo no creo —dijo Copo de Nieve. Se había levantado del banco,
una vez terminada evidentemente la partida con Rey—. No creo que cortaran el
prepucio de los niños. En la primera época pre-U quizá, en la muy, muy primera
época..., pero no al final; es demasiado increíble. Quiero decir que eran inteligentes,
¿no?
—Es increíble, de acuerdo —dijo Rey, golpeando la pipa contra la palma de su
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mano—, pero he visto fotografías. Supuestas fotografías, al menos.
Chip se dio la vuelta y se sentó en el suelo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Es posible que las fotografías... no sean
auténticas?
—Por supuesto que es posible —dijo Lila—. Echa un vistazo de cerca a algunas
de las que hay ahí dentro. Partes de ellas han sido retocadas y otras borradas. —
Empezó a poner de nuevo los libros en la caja.
—No tenía ni idea de que eso fuera posible —dijo Chip.
—Es posible con las fotos planas —afirmó Rey.
—Lo que nos han enseñado —indicó Leopardo, sentado en una silla dorada, sin
dejar de jugar con la pluma naranja del sombrero que había llevado— es una mezcla
de verdad y mentira. A cada uno le corresponde decidir qué parte es cada cosa y
cuánto hay de cada una.
—¿No podríamos estudiar esos libros y aprender los idiomas? —preguntó Chip
—. Uno sería todo lo que necesitaríamos.
—¿Para qué? —preguntó Copo de Nieve.
—Para descubrir qué es verdad y qué no lo es.
—Ya lo he intentado —señaló Lila.
—Por supuesto que lo hizo —dijo Rey a Chip, con una sonrisa—. Hace tiempo,
malgastó más noches de las que puedo recordar rompiéndose la cabeza contra uno de
esos mamotretos sin sentido. No hagas tú lo mismo, Chip; te lo suplico.
—¿Por qué no? Quizá tenga más suerte.
—Supongamos que la tengas —dijo Rey—, que descifras un idioma, lees unos
cuantos libros escritos en él y descubres que nos han enseñado cosas que no son
ciertas. Quizá que nada es cierto. Tal vez la vida en el año 2000 d.C. era un
interminable orgasmo, con todo el mundo eligiendo la clasificación correcta,
ayudando a sus hermanos y cargados hasta las orejas de amor, salud y necesidades
vitales. ¿Y qué? Seguirás estando aquí, en el 162 A.U., con una pulsera, un consejero
y un tratamiento mensual. Sólo te sentirás más infeliz. Todos nos sentiremos más
infelices.
Chip frunció el entrecejo y miró a Lila. Estaba metiendo libros en la caja, sin
mirarle. Desvió de nuevo la vista a Rey y buscó las palabras adecuadas.
—De todos modos, valdría la pena saberlo —dijo—. Ser feliz o infeliz...,
¿realmente es lo más importante? Saber la verdad sería una clase distinta de
felicidad... Quizá más satisfactoria, creo, aunque fuera una felicidad triste.
—¿Una clase triste de felicidad? —dijo Rey con una sonrisa—. No lo veo así.
Leopardo parecía pensativo.
Copo de Nieve hizo un gesto a Chip para que se levantara.
—Ven, hay algo que quiero enseñarte —dijo.
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Chip se puso en pie.
—Aunque probablemente sólo descubriríamos que las cosas han sido un poco
exageradas —dijo—, que había hambre pero no tanta, agresividad pero tampoco
tanta. Quizá algunos detalles menores han sido inventados, como el cortar el prepucio
a los niños y la adoración a la bandera.
—Si realmente piensas así, entonces no hay motivo alguno para preocuparse —
dijo Rey—. ¿Tienes alguna idea del trabajo que significaría? Sería algo abrumador.
Chip se encogió de hombros.
—Creo que sería bueno saberlo, eso es todo —murmuró. Miró a Lila, que estaba
poniendo los últimos libros en la caja.
—Vamos —dijo Copo de Nieve, cogiéndole del brazo—. Guardadnos un poco de
tabaco, miembros.
Salieron a la oscuridad de la sala de exhibiciones. La linterna de Copo de Nieve
iluminó su camino.
—¿De qué se trata? —preguntó Chip—. ¿Qué es lo que quieres enseñarme?
—¿Qué crees tú? —dijo ella—. Una cama. Por supuesto que nada de libros.
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ella se inclinaba por encima de su hombro y observaba lo que hacía, entonces decía:
«¡Claro!», o: «¿No podría ser uno de los días de la semana?»; pero Lila pasaba la
mayor parte del tiempo junto a Rey: llenaba su pipa y le escuchaba mientras hablaba.
Rey observaba trabajar a Chip y, reflejado en los paneles de cristal del mobiliario pre-
U, sonreía a los otros y alzaba las cejas.
Chip veía a Mary KK los sábados por la noche y los domingos por la tarde.
Actuaba normalmente con ella, sonreía en los Jardines de Recreo, y jodían de una
forma simple y sin pasión. Actuaba normalmente en su trabajo, siguiendo con
lentitud los procedimientos establecidos. Sin embargo, la normalidad empezó a
irritarle más y más a medida que pasaban las semanas.
En julio murió Quietud. Gorrión escribió una canción en su honor. Cuando Chip
regresó a su habitación tras la reunión en la que ella la cantó, Gorrión y Karl (¿por
qué no había pensado antes en él?) se unieron repentinamente en su cabeza. Gorrión
era grande y torpe, pero encantadora cuando cantaba, tenía unos veinticinco años y
estaba sola. Seguramente Karl había sido «curado» cuando Chip lo «ayudó», pero,
¿no tendría la fuerza necesaria o la capacidad genética o lo que fuera como para
resistir la cura, al menos hasta cierto grado? Como Chip, era un 663; había una
posibilidad de que estuviera allí mismo, en el Instituto, en alguna parte, una
perspectiva ideal para ser llevado ante el grupo y una elección ideal para Gorrión.
Realmente valía la pena intentarlo. ¡Qué placer sería ayudar de verdad a Karl!
¡Subtratado, dibujaría —¿qué no dibujaría?— cosas que nadie hubiera imaginado
nunca! Tan pronto como se levantó a la mañana siguiente, cogió la última guía de
numnombres de su bolsa de viaje, tocó el teléfono y leyó el numnombre de Karl. Pero
la pantalla siguió vacía y la voz del teléfono se disculpó; el miembro al que había
llamado estaba fuera de alcance.
Bob RO le preguntó sobre ello unos días más tarde, justo en el momento en que
Chip se levantaba de su silla.
—Por cierto —dijo Bob—. Quería preguntarte, ¿por qué quisiste llamar a Karl
WL?
—Bueno —dijo Chip, de pie al lado de su silla—. Deseaba saber cómo estaba.
Ahora que estoy completamente bien, quería asegurarme de que todos lo están.
—Karl WL está bien —dijo Bob—. Es curioso que trataras de ponerte en contacto
con él después de tantos años.
—Simplemente pensé en él —dijo Chip.
Actuaba normalmente desde el primer campanilleo hasta el último y se reunía con
el grupo dos veces a la semana. Seguía trabajando con el idioma —italiano, se
llamaba—, aunque sospechaba que Rey tenía razón y no valía la pena intentarlo. Sin
embargo, le proporcionaba algo en que ocuparse, y parecía una actividad más útil que
jugar con juguetes mecánicos. Además de vez en cuando su estudio atraía a Lila a su
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lado. Ella se inclinaba sobre su hombro para mirar, con una mano sobre la mesa
forrada de piel donde trabajaba y la otra en el respaldo de su silla. Podía oler su
aroma —no era su imaginación, realmente olía a flores— y contemplar su oscura
mejilla, su cuello y el pecho de su mono apretadamente tenso sobre dos móviles
protuberancias redondas. Eran sus senos Definitivamente lo eran.
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Una noche, a finales de agosto, mientras buscaba más libros en italiano, encontró
uno en un idioma distinto cuyo título, Vers l’avenir, era similar a las palabras italianas
verso y avvenire, y al parecer significaba «Hacia el futuro». Abrió el libro y hojeó sus
páginas. El nombre de Wei Li Chun, impreso en la parte superior de veinte o treinta
páginas, llamó su atención. Otros nombres estaban en las cabeceras de otras páginas:
Mario Sofik, A. F. Liebman. Comprendió que el libro era una colección de artículos
de distintos escritores, y dos de ellos eran de Wei. Reconoció el título de uno de los
artículos, Le pas prochain en avant (pas debía ser passo; avant, avanti), como «El
próximo paso hacia delante», en la primera parte de La sabiduría viva de Wei.
El valor de lo que acababa de encontrar, a medida que empezaba a darse cuenta
de ello, lo mantuvo inmóvil. Aquí, en este pequeño libro de tapas marrones sujetas
por hilos, había doce o quince páginas de un idioma pre-U, de las cuales tenía una
traducción exacta en el cajón de su mesilla de noche. Miles de palabras, de verbos
con sus desconcertantes y cambiantes formas. ¡En lugar de suponer y tantear como
había hecho con aquellos casi inútiles fragmentos de italiano, podía conseguir una
base sólida para aprender en sólo unas horas su segundo idioma!
No dijo nada a los demás. Se metió el libro en el bolsillo y se reunió con ellos.
Llenó su pipa como si no ocurriera nada extraordinario. Le pas-fuera-lo-que-fuera-
avant podía no ser, después de todo, «El próximo paso hacia delante». Pero lo era,
tenía que serlo.
Lo era. Lo vio tan pronto como comparó las primeras frases. Permaneció toda la
noche sentado en el escritorio de su habitación, leyendo y comparando
cuidadosamente, con un dedo en las líneas del idioma pre-U y otro en las líneas
traducidas. Leyó de aquel modo dos veces todo el ensayo de catorce páginas, y luego
empezó a redactar una lista alfabética de palabras.
La noche siguiente estaba cansado y se durmió, pero la otra, tras una visita de
Copo de Nieve, se quedó en vela y trabajó de nuevo.
Empezó a ir al museo por las noches entre las reuniones. Allá podía fumar
mientras trabajaba, examinar otros libros en français —français era el nombre del
idioma, aunque el rabito debajo de la c era un misterio para él— y merodear por los
salones a la luz de su linterna. En el segundo piso encontró un mapa de 1951,
artísticamente remendado en varios lugares, donde Eur era Europe, con la división
llamada France, donde se hablaba el français, y todos los extraños y atractivos
nombres de sus ciudades: Paris, Nantes, Lyon y Marseille.
Todavía no les había dicho nada a los demás. Deseaba confundir a Rey y deleitar
a Lila con un idioma plenamente dominado. En las reuniones ya no seguía trabajando
con el italiano. Una noche Lila le preguntó al respecto, y dijo, sinceramente, que
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había abandonado sus intentos de desentrañar aquel idioma. Ella se dio la vuelta con
expresión decepcionada, y él se sintió feliz, sabedor de la sorpresa que estaba
preparando para ella.
Los sábados por la noche pasaba un tiempo inútil acostándose con Mary KK, y
las noches de reunión eran también una pérdida de tiempo; aunque ahora, con
Quietud muerta, Leopardo a veces no venía, y entonces Chip lo supervisaba para
arreglarlo todo y luego se quedaba hasta tarde trabajando.
Al cabo de tres semanas podía leer rápidamente el français, con sólo una palabra
aquí y otra allá que seguían indescifrables. Encontró varios libros en ese idioma.
Leyó uno cuyo título, traducido, era Los crímenes de la guadaña roja, y otro, Los
pigmeos de la selva ecuatorial, y otro, El padre Goriot.
Aguardó hasta una noche en que Leopardo no vino, y entonces lo dijo. Rey se
mostró como si hubiera recibido malas noticias. Sus ojos midieron a Chip y su rostro
se mantuvo rígido y controlado, con un aspecto repentinamente más viejo y
demacrado. Lila recibió la noticia como si le hubieran hecho un regalo ansiado
durante largo tiempo.
—¿Has leído libros en ese idioma? —exclamó. Tenía los ojos muy abiertos y
brillantes y los labios incitadoramente separados. Pero ninguna de sus reacciones le
proporcionó a Chip el placer que había esperado. Se sentía grave con el peso de lo
que ahora sabía.
—Tres —dijo a Lila—. Y voy por la mitad del cuarto.
—¡Es maravilloso, Chip! —exclamó Copo de Nieve—. ¿Por qué guardaste el
secreto?
Y Gorrión añadió:
—No creí que fuera posible.
—Felicidades, Chip —dijo Rey, sacándose la pipa de la boca—. Es un auténtico
logro, incluso con la ayuda de un ensayo. Me has demostrado que estaba equivocado.
—Miró su pipa, giró la boquilla para ponerla derecha—. ¿Qué has hallado hasta
ahora? —preguntó—. ¿Algo interesante?
Chip le miró fijamente.
—Sí —dijo—. Una buena parte de lo que se nos dice es cierto. Había crímenes y
violencia y estupidez y hambre. Había una cerradura en cada puerta. Las banderas
eran algo importante, y también los límites entre los territorios. Los niños esperaban
que murieran sus padres para poder heredar su dinero. El desperdicio de trabajo y
materiales era increíble.
Miró a Lila y le sonrió consoladoramente; su regalo tan ansiado se estaba
quebrando.
—Pero con todo ello —dijo—, los miembros parecían sentirse más fuertes y
felices que nosotros. Iban donde querían, hacían lo que deseaban, «ganaban» cosas,
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«poseían» cosas, elegían, siempre elegían... Eso, de algún modo, les hacía estar más
vivos que nosotros.
Rey cogió un poco más de tabaco.
—Bien, eso es más o menos lo que esperabas encontrar, ¿no? —dijo.
—Sí, más o menos —admitió Chip—. Pero hay otra cosa.
—¿Qué? —preguntó Copo de Nieve.
Mirando a Rey, Chip dijo:
—Quietud no hubiera tenido que morir.
Rey le observó fijamente. Los demás hicieron lo mismo.
—¿De qué odio estás hablando? —murmuró Rey, con los dedos inmóviles a
medio llenar la cazoleta de su pipa.
—¿No lo sabes? —preguntó Chip.
—No —respondió—. No comprendo nada.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Lila.
—¿No lo sabes, Rey? —insistió Chip.
—No —dijo Rey con voz fuerte—. ¿Qué...? No tengo ni la menor idea de lo que
estás hablando. ¿Cómo pueden los libros pre-U decirte algo acerca de Quietud? ¿Y
por qué debería esperarse que yo lo supiera?
—Vivir hasta la edad de sesenta y dos años —dijo Chip— no es ninguna
maravilla de la química y la selección y las galletas totales. Los pigmeos de las selvas
ecuatoriales, cuya vida era dura incluso bajo los estándares pre-U, vivían hasta los
cincuenta y cinco y los sesenta. Un miembro llamado Goriot vivió hasta los setenta y
tres y nadie lo consideró asombrosamente insólito, y eso fue a principios del siglo
XIX. ¡Los miembros vivían hasta los ochenta años, incluso hasta los noventa!
—Eso es imposible —dijo Rey—. El cuerpo no puede durar tanto; el corazón, los
pulmones...
—El libro que estoy leyendo ahora —dijo Chip— habla de algunos miembros que
vivieron en 1991. Uno de ellos llevaba un corazón artificial. Pagó dinero a los
médicos, y éstos se lo pusieron en lugar del suyo.
—Oh, por... —exclamó Rey—. ¿Estás seguro de que comprendes realmente ese
frandaz?
—Français —rectificó Chip—. Sí, estoy seguro. Sesenta y dos años no es una
vida larga; es más bien relativamente corta.
—Pero es a esa edad cuando morimos —dijo Gorrión—. ¿Por qué lo hacemos, si
no..., si no tenemos que hacerlo?
—No morimos... —dijo Lila, luego miró primero a Chip y después a Rey.
—Es cierto —dijo Chip—. Nos hacen morir. Uni lo hace. Está programado para
la eficiencia, ante todo para la eficiencia, antes, después y siempre. Revisa todos los
datos en sus bancos de memoria..., que no son esos hermosos juguetes rosados que
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veis cuando efectuáis la visita. Son feos monstruos de acero... Uni decide que los
sesenta y dos años es el momento óptimo de morir, mejor que los sesenta y uno o los
sesenta y tres, y mejor que molestarse con corazones artificiales. Si los sesenta y dos
años no es una nueva cota de longevidad que tenemos la suerte de haber alcanzado, y
no lo es, puedo asegurároslo..., entonces ésa es la única respuesta. Nuestros
reemplazos han sido educados y están aguardando, y allá vamos nosotros, fuera, unos
pocos meses antes o después, de modo que no todos seamos sospechosamente
iguales. En caso de que alguien esté lo bastante enfermo como para sentir sospechas.
—Cristo, Marx, Wood y Wei —dijo Copo de Nieve.
—Sí —dijo Chip—. Especialmente Wood y Wei.
—¿Rey? —inquirió Lila.
—Estoy desconcertado —murmuró Rey—. Ahora entiendo, Chip, por qué
pensaste que lo sabía. —Se dirigió a Copo de Nieve y a Gorrión—: Chip sabe que
estoy en quimioterapia.
—¿Y no lo sabías? —preguntó Chip.
—No.
—¿Hay o no un veneno en las unidades de tratamiento? —preguntó Chip—.
Tienes que saberlo.
—Tranquilo, hermano, soy un miembro viejo —dijo Rey—. No hay ningún
veneno como tal, no; pero casi todos los compuestos de la mezcla pueden causar la
muerte si son inyectados en una cantidad excesiva.
—¿Y no sabes qué cantidad de esos compuestos son inyectados cuando un
miembro alcanza los sesenta y dos años?
—No —dijo Rey—. Los tratamientos son formulados por impulsos que vienen
directamente de Uni a las unidades, y no hay forma de monitorizarlos. Puedo
preguntar a Uni, por supuesto, en qué consiste o consistirá un tratamiento en
particular, pero, si lo que dices es cierto —sonrió—, lo más probable es que me
mienta, ¿no?
Chip inspiró profundamente, soltó el aliento con lentitud.
—Sí —dijo.
—Y cuando un miembro muere —dijo Lila—, ¿los síntomas son los de la vejez?
—Hay los síntomas que me enseñaron que son de la vejez —dijo Rey—. Pero
podrían ser muy bien los de algo completamente distinto. —Miró a Chip—. ¿Has
encontrado algunos libros médicos en ese idioma?
—No —dijo Chip.
Rey sacó su mechero y lo abrió con el pulgar.
—Es posible —dijo—. Es muy posible. Nunca se me había pasado por la cabeza.
Los miembros viven hasta los sesenta y dos años; antes eran menos, algún día serán
más; tenemos dos ojos, dos orejas, una nariz. Hechos establecidos. —Encendió el
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mechero y aplicó la llama a la pipa.
—Tiene que ser cierto —dijo Lila—. Es el final lógico y definitivo del
pensamiento de Wood y Wei. Controla la vida de todo el mundo, y finalmente
terminarás controlando la muerte de todo el mundo.
—Es horrible —dijo Gorrión—. Me alegro de que Leopardo no esté aquí. ¿Podéis
imaginar cómo se sentiría? No sólo Quietud, sino él mismo, cualquier día dentro de
poco. No debemos decirle nada; que siga pensando que ocurrirá de una forma natural.
Copo de Nieve miró sombríamente a Chip.
—¿Por qué tuviste que decírnoslo? —preguntó.
—Para que podamos experimentar una feliz clase de tristeza —murmuró Rey—.
¿O era una triste clase de felicidad, Chip?
—Creí que querríais saberlo —se defendió Chip.
—¿Por qué? —dijo Copo de Nieve—. ¿Qué podemos hacer al respecto?
¿Quejarnos a nuestros consejeros?
—Os diré una cosa que podemos hacer —exclamó Chip—. Empezar a buscar más
miembros para el grupo.
—¡Sí! —dijo Lila.
—¿Y dónde los encontraremos? —quiso saber Rey—. No podemos agarrar
simplemente a cualquier Karl o Mary que pase por la acera a nuestro lado, ¿sabes?
—¿Quieres decir que en tu trabajo no puedes sacar un listado impreso de los
miembros locales con tendencias anormales? —preguntó Chip.
—No, sin darle a Uni una buena razón, no puedo —dijo Rey—. Un movimiento
en falso, hermano, y los médicos me estarán examinando a mí. Lo cual significará,
incidentalmente, que os estarán reexaminando a todos vosotros.
—Hay otros anormales por ahí —dijo Gorrión—. Alguien escribe «Pelea a Uni»
en la parte de atrás de los edificios.
—Tenemos que buscar una forma de conseguir que ellos nos encuentren a
nosotros —dijo Chip—. Alguna clase de señal.
—¿Y luego qué? —Rey negó con la cabeza—. ¿Qué haremos cuando seamos
veinte o treinta? ¿Pedir una visita en grupo y volar a Uni en pedazos?
—Es una idea que se me había ocurrido —admitió Chip.
—¡Chip! —exclamó Copo de Nieve. Lila se lo quedó mirando fijamente.
—En primer lugar —dijo Rey, sonriendo—, es inexpugnable. En segundo lugar,
la mayoría de nosotros ya hemos estado allí, por lo que no se nos concederá otra
visita. ¿O deberíamos ir a pie desde aquí hasta Eur? ¿Y qué haríamos con el mundo
una vez que todo estuviera descontrolado, cuando las fábricas se detuvieran, los
coches se estrellaran y los campanilleos dejaran de sonar..., volvernos realmente pre-
U y rezar una plegaria?
—Si pudiéramos hallar miembros que supieran de computadoras y de teoría de
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microondas —dijo Chip—, miembros que conocieran a Uni, quizá podríamos
elaborar una forma de cambiar su programación.
—Si pudiéramos encontrar esos miembros —dijo Rey—. Si pudiéramos atraerlos
hasta nosotros. Si pudiéramos llegar a EUR-cero-uno. ¿Te das cuenta de lo que estás
pidiendo? Lo imposible, eso es todo. Por esto te dije que no perdieras el tiempo con
esos libros. Nada podemos hacer acerca de nada. Éste es el mundo de Uni, métetelo
en la cabeza. Le fue entregado hace cincuenta años, y está cumpliendo con su misión:
extender la peleadora Familia por el peleador universo, y nosotros estamos
cumpliendo con nuestros trabajos, incluido morir a los sesenta y dos años y no
perdernos la televisión. Así son las cosas, hermano: toda la libertad que podemos
esperar es una pipa, unos cuantos chistes y un poco de sexo extra. No perdamos lo
que hemos conseguido, ¿de acuerdo?
—Pero si conseguimos...
—Canta una canción, Gorrión —dijo Rey.
—No quiero —respondió ella.
—¡Canta una canción!
—Está bien, de acuerdo; lo haré.
Chip miró furiosamente a Rey, se levantó y salió a largas zancadas de la
habitación. Entró en la oscura sala de exhibiciones, se dio un golpe en la cadera
contra algo duro y siguió caminando y maldiciendo. Se alejó del pasillo y del
almacén, se detuvo frotándose la frente y balanceándose sobre las puntas de los pies
delante de los enjoyados reyes y reinas, mudos espectadores más oscuros que la
oscuridad.
—Rey —murmuró—. ¿Quién odio cree que es ese hermano peleador?
Le llegó débilmente la canción de Gorrión, junto con el pulsar de las cuerdas de
su instrumento pre-U. Y luego un ruido de pasos acercándose.
—¿Chip? —Era Copo de Nieve. No se alejó. Alguien tocó su brazo—. Vuelve —
dijo ella.
—Déjame solo, ¿quieres? —murmuró—. Déjame solo un par de minutos.
—Vamos —insistió ella—. Te comportas como un niño.
—Copo de Nieve —dijo, volviéndose—, ve a escuchar la canción de Gorrión,
¿quieres? Ve a fumar tu pipa.
Ella guardó silencio unos instantes, luego dijo:
—De acuerdo —y se alejó.
Chip se volvió de nuevo hacia los reyes y reinas, respirando profundamente. Le
dolía la cadera; se la frotó. Se sentía furioso por la forma en que Rey había cercenado
su idea, obligando a todos a que hicieran exactamente lo que él...
Copo de Nieve volvía. Empezó a decirle de nuevo que se fuera, pero se controló.
Inspiró profundamente, con los dientes apretados, y se dio la vuelta.
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Rey avanzaba ahora hacia él, con su pelo canoso y su mono reflejando la débil
penumbra del pasillo. Se acercó y se detuvo. Se miraron en silencio, luego Rey dijo:
—No tenía intención de hablarte tan secamente.
—¿Cómo es que no has cogido una de estas coronas? —preguntó Chip—. Y un
manto. Sólo este medallón..., odio, esto no es suficiente para un auténtico rey pre-U.
Rey guardó silencio un momento, luego dijo:
—Te pido disculpas.
Chip contuvo el aliento, después lo expulsó lentamente.
—Todo miembro que pudiéramos atraer junto a nosotros —dijo— significaría
nuevas ideas, nueva información que podríamos aprovechar, posibilidades en las que
quizá no hayamos pensado.
—Y también nuevos riesgos —señaló Rey—. Intenta verlo desde mi punto de
vista.
—No puedo —reconoció Chip—. Prefiero volver al tratamiento total que seguir
así.
—«Seguir así» le parece estupendo a un miembro de mi edad.
—Estás veinte o treinta años más cerca de los sesenta y dos que yo; pero deberías
ser de los que desean cambiar las cosas.
—Si el cambio resultara posible, quizá lo fuera —dijo Rey—. Pero quimioterapia
más computerización no significan ningún cambio.
—No necesariamente —dijo Chip.
—Sí —insistió Rey—, y no deseo ver que el «seguir así» se nos vaya por la
alcantarilla. Incluso el hecho de que tú vengas aquí solo otras noches significa un
riesgo añadido. Pero no te ofendas. —Se apresuró a levantar una mano—. No te estoy
diciendo que no lo hagas.
—Puedes estar seguro de que seguiré haciéndolo —dijo Chip; y al cabo de un
momento—. No te preocupes, soy cuidadoso.
—Bien —dijo Rey—. Y nosotros seguiremos buscando cuidadosamente
anormales. Sin dejar señales. —Tendió la mano.
Al cabo de un momento, Chip se la estrechó.
—Ahora vuelve con nosotros —dijo Rey—. Las chicas están preocupadas.
Chip echó a andar junto a él por el pasillo.
—¿Qué fue lo que dijiste antes acerca de que los bancos de memoria eran
«monstruos de acero»? —preguntó Rey.
—Eso es lo que son —respondió Chip—. Enormes bloques helados, miles de
ellos. Mi abuelo me los mostró cuando era niño. Él ayudó a construir Uni.
—Vaya con el hermano peleador.
—No, lo sentía. Deseaba no haberlo hecho. Cristo y Wei, si estuviera vivo, qué
maravilloso miembro tendríamos con nosotros.
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La noche siguiente Chip estaba sentado en el almacén, leyendo y fumando,
cuando:
—Hola, Chip —dijo Lila, y la vio de pronto en la puerta, con una linterna al lado.
Se puso en pie, con los ojos clavados en ella.
—¿Te importa si te interrumpo? —preguntó.
—Por supuesto que no, me alegra verte —dijo apresuradamente—. ¿Está Rey por
aquí?
—No —dijo ella.
—Entra. —Hizo un gesto con la mano.
Ella siguió en la puerta.
—Quiero que me enseñes ese idioma —dijo.
—Me encantará —respondió Chip—. Iba a preguntarte si deseabas la lista del
vocabulario. Vamos, entra.
La observó penetrar en la habitación, entonces se dio cuenta de que tenía la pipa
en la mano, la dejó a un lado y se dirigió al montón de reliquias. Cogió las patas de
una de las sillas que utilizaban, le dio la vuelta y la llevó junto a la mesa. Ella se
había metido la linterna en el bolsillo y estaba observando las páginas abiertas del
libro que Chip había estado leyendo. Éste dejó la silla en el suelo, arrastró la suya a
un lado y situó la otra junto a ella.
Lila volvió el libro y miró su portada.
—Significa «Un motivo para la pasión» —dijo—. Lo cual es bastante obvio. Pero
la mayoría de lo que dice el libro no lo es.
Ella volvió a mirar las páginas abiertas.
—Parte de él parece como el italiano —señaló.
—Así es como lo descubrí —dijo él. Sujetó el respaldo de la silla que había traído
para ella.
—He estado sentada todo el día —murmuró Lila—. Siéntate tú. Adelante.
Chip se sentó y extrajo sus listas dobladas de debajo de la pila de libros en
français.
—Puedes quedártelas todo el tiempo que quieras —dijo mientras las abría y las
extendía sobre la mesa—. Yo ya casi me las sé de memoria.
Le mostró la forma en que los verbos se unían en grupos, siguiendo distintos
esquemas de cambio para expresar tiempo y sujeto, y cómo los adjetivos tomaban
una u otra forma, según los nombres a los que eran aplicados.
—Es complicado —admitió—, pero, una vez lo captas, la traducción resulta
bastante fácil. —Tradujo para ella una página de Un motivo para la pasión. Victor, un
agente de bolsa de varias compañías industriales, el miembro que llevaba puesto el
corazón artificial, estaba reprendiendo a su mujer, Caroline, por haber sido poco
amistosa con un abogado influyente.
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—Es fascinante —dijo Lila.
—Lo que me sorprende —indicó Chip— es cuántos miembros no productivos
tenían. Esos agentes de bolsa y abogados; los soldados y policías, banqueros,
recaudadores de impuestos...
—No eran no productivos —dijo ella—. No producían cosas, pero hacían posible
que los miembros vivieran como lo hacían. Producían la libertad o al menos la
mantenían.
—Sí —murmuró él—, supongo que tienes razón.
—La tengo —afirmó ella, y se retiró inquieta de la mesa.
Chip pensó durante unos instantes.
—Los miembros pre-U —dijo— dejaban de lado la eficiencia... a cambio de la
libertad. Nosotros lo hemos hecho a la inversa.
—Nosotros no lo hemos hecho —rectificó Lila—. Fue hecho para nosotros. —Se
volvió y se le enfrentó, de pronto dijo—: ¿Crees que es posible que los incurables aún
estén vivos?
Él la miró.
—¿Que sus descendientes hayan podido sobrevivir —siguió ella— y tengan...
una sociedad en alguna parte? ¿En una isla o en alguna zona que la Familia no esté
utilizando?
—Bueno —dijo él, y se frotó la frente—. Seguro que es posible. Los miembros
sobrevivían en islas antes de la Unificación, ¿por qué no después?
—Eso creo yo —dijo ella, y se le acercó de nuevo—. Ha habido cinco
generaciones desde los últimos...
—Asediados por la enfermedad y las dificultades...
—¡Pero reproduciéndose a voluntad!
—No sé si una sociedad —murmuró él—, pero puede existir una colonia...
—Una ciudad —señaló ella—. Eran los más listos, los más fuertes.
—Vaya idea —admitió él.
—Es posible, ¿no? —Estaba inclinada hacia él, las manos sobre la mesa, sus
grandes ojos interrogativos, sus mejillas enrojecidas en un rosa oscuro.
La miró.
—¿Qué es lo que piensa Rey? —preguntó. Ella se echó ligeramente hacia atrás.
Como si no pudiera adivinarlo.
De pronto, ella se puso furiosa. Sus ojos llamearon.
—¡Estuviste terrible con él la otra noche! —exclamó.
—¿Terrible? ¿Estuve terrible? ¿Con él?
—¡Sí! —Se apartó de la mesa y se dio la vuelta—. Le interrogaste como si
fueras... ¿Cómo has podido pensar alguna vez que él supiera que Uni nos está
matando y no nos lo hubiera dicho?
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—Sigo creyendo que lo sabía.
Le miró furiosa.
—¡No es cierto! —exclamó—. ¡No guarda secretos conmigo!
—¿Quién eres tú, su consejera?
—¡Sí! —dijo—. Eso es exactamente lo que soy, por si no lo sabías.
—No, no lo eres.
—Lo soy.
—Cristo y Wei —murmuró—. ¿Lo eres realmente? ¿Tú eres una consejera? Ésta
es la última clasificación en que hubiera pensado. ¿Cuántos años tienes?
—Veinticuatro.
—¿Y eres su consejera?
Ella asintió.
Chip se echó a reír.
—Había pensado que trabajabas en los jardines —murmuró—. Hueles a flores,
¿sabes? De veras.
—Llevo perfume —dijo ella.
—¿Llevas qué?
—Perfume de flores, es un líquido. Rey lo fabrica para mí.
Se la quedó mirando.
—¡Parfum! —exclamó dando una palmada en el libro abierto que tenía delante—.
Creí que era alguna especie de germicida. La mujer del libro lo echaba en su baño.
¡Claro! —Rebuscó entre las listas, tomó su pluma, tachó algo y escribió—. Estúpido
de mí —dijo—. Parfum equivale a «perfume». Flores en un líquido. ¿Cómo lo hizo?
—No lo acuses de engañarnos.
—Está bien, no lo haré. —Dejó la pluma sobre la mesa.
—Todo lo que tenemos —murmuró ella— se lo debemos a él.
—Pero, ¿qué es? —murmuró él—. Nada..., a menos que lo usemos para intentar
algo más. Y él no parece desear que lo hagamos.
—Es más sensato que nosotros.
La miró, estaba de pie a unos metros de distancia de él, ante el montón de
reliquias.
—¿Qué harías tú —preguntó Chip— si descubriéramos que existe una ciudad de
incurables?
Los ojos de ella se clavaron en los de él.
—Iría allí —dijo.
—¿Para vivir de plantas y animales?
—Si es necesario. —Contempló el libro, avanzó una mano hacia él—. Victor y
Caroline parece que disfrutaban de su comida.
Chip sonrió y dijo:
Una mujer gritando, con el mono desgarrado, estaba siendo llevada al Medicentro
Principal por dos miembros con la cruz roja, uno a cada lado. Sujetaban sus brazos y
parecían estar hablando con ella, pero la mujer seguía gritando..., unos gritos cortos y
agudos, todos iguales, que resonaban en las paredes de los edificios y de nuevo en la
lejanía de la noche. La mujer no dejaba de gritar, y las paredes y la noche gritaban
con ella.
Aguardó hasta que la mujer y los miembros que la conducían desaparecieron
dentro del edificio, esperó un poco más mientras los cada vez más lejanos gritos se
reducían a silencio, y entonces cruzó lentamente la acera y entró. Se apoyó contra el
escáner de admisión como si hubiera perdido el equilibrio, tocando con su pulsera por
debajo de la placa de metal, y se dirigió lenta y normalmente hacia una escalera
mecánica ascendente. Subió y se dejó llevar con una mano apoyada en el pasamanos
de caucho. En alguna parte del edificio la mujer seguía gritando, pero de pronto sus
chillidos se interrumpieron.
El primer piso estaba iluminado. Un miembro que llevaba una bandeja con vasos
se cruzó con él y le saludó. Le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.
El segundo y tercer piso también estaban iluminados, pero la escalera que
conducía al cuarto piso estaba parada, y arriba sólo había oscuridad. Subió por los
escalones, hasta el cuarto y quinto piso.
Avanzó a la luz de su linterna por el pasillo del quinto piso —rápido ahora, no
lento—, más allá de las puertas que había cruzado con los dos médicos, la mujer que
le había llamado «joven hermano» y el hombre con la cicatriz en la mejilla que le
había estado observando. Llegó al extremo del pasillo, iluminó con su luz la puerta
marcada con el rótulo de «600A Jefe de la División Quimioterapéutica.»
Cruzó la antesala y entró en la oficina de Rey. El enorme escritorio estaba más
Se detuvo por un momento ante la puerta, pues se dio cuenta de pronto de que
Lila podía estar también allí, dormitando al lado de Rey, bajo su posesivo brazo
extendido. «¡Bien! —pensó—. ¡Que lo oiga todo!» Abrió la puerta, entró, y la cerró
suavemente a sus espaldas. Apuntó con su linterna hacia la cama y la encendió.
Rey estaba solo, boca abajo, con los brazos rodeando su canosa cabeza.
Chip se alegró y se entristeció a la vez. Pero sobre todo se alegró. Se lo diría a
ella más tarde, iría triunfante a verla y le explicaría todo lo que había descubierto.
Encendió la luz, apagó la linterna y se la metió en el bolsillo.
—Rey —llamó.
La cabeza y los brazos envueltos en el pijama no se movieron.
—Rey —llamó de nuevo, y avanzó hasta detenerse al lado de la cama—.
Despierta, Jesús HL —dijo.
Rey se volvió de espaldas y se cubrió los ojos con una mano. Sus dedos se
entreabrieron y un ojo se asomó entre ellos.
—Quiero hablar contigo —dijo Chip.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Rey—. ¿Qué hora es?
Chip miró el reloj.
—Las 4.50 —dijo.
Rey se sentó en la cama y se frotó los ojos.
—¿Qué odio ocurre? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?
Chip cogió la silla del escritorio, la arrastró hasta los pies de la cama y se sentó.
La habitación estaba desordenada, con monos colgando de la tolva, manchas de té en
el suelo.
Rey tosió, se cubrió la boca con un puño y tosió de nuevo. Mantuvo el puño junto
a su boca y miró a Chip con ojos enrojecidos, el pelo pegado en mechones contra su
cráneo.
—Quiero saber cómo son las islas Falkland.
Rey bajó la mano.
—¿Las islas qué? —preguntó.
—Falkland —repitió Chip—. Donde conseguiste las semillas de tabaco y el
perfume que le diste a Lila.
Un día de Navidad, cuando tenía otro trabajo y vivía en otra ciudad, fue en
bicicleta con su amiga y otros cuatro miembros al parque exterior. Llevaron consigo
galletas totales y cocas... y comieron en el suelo cerca de un bosquecillo.
Lila lo llamó (estaba allí, en el mismo edificio), y Chip fue a su habitación, que
era el almacén en el Pre-U. Joyas verdes colgaban de los lóbulos de sus orejas y
brillaban en torno a su garganta de piel rosada y oscura. Llevaba una túnica de
resplandeciente tela verde que dejaba al descubierto los suaves conos de sus pechos
con sus rosados pezones.
—Bon soir, Chip —le dijo, sonriente—. Comment vas-tu? Je m’ennuyais
tellement de toi.
Se acercó a ella, la tomó en sus brazos y la besó —sus labios eran cálidos y
suaves, su boca entreabierta—... Despertó en medio de la oscuridad y la decepción.
Había sido un sueño, sólo un sueño.
Pero, sorprendentemente, aterradoramente, todo aquello estaba en él: el olor de su
perfume (parfum), el sabor del tabaco, la melodía de las canciones de Gorrión, el
deseo de poseer a Lila, la rabia contra Rey, el resentimiento hacia Uni, la tristeza que
le inspiraba la Familia y la felicidad de sentir; estar vivo y despierto.
Y por la mañana recibiría su tratamiento y todo desaparecería. A las ocho.
Encendió la luz, miró el reloj: las 4.54. Dentro de un poco más de tres horas...
Apagó de nuevo la luz y permaneció con los ojos abiertos en la oscuridad. No
deseaba perder nada de aquello. Enfermo o no, quería conservar sus recuerdos y la
capacidad de explorar y gozar de ellos. No deseaba pensar en las islas —no, nunca;
ésa era la auténtica enfermedad—, pero deseaba pensar en Lila, en las reuniones del
grupo celebradas en el almacén lleno de reliquias y, de vez en cuando, quizá, tener
otro sueño.
Pero el tratamiento se produciría dentro de tres horas y todo desaparecería. No
había nada que pudiera hacer, sólo cabía esperar otro terremoto, y ¿qué posibilidades
había de que hubiera otro movimiento sísmico? Las sismoválvulas habían funcionado
perfectamente durante años, y seguirían haciéndolo en los años venideros. ¿Qué otra
cosa aparte de un terremoto podía posponer su tratamiento? Nada. Nada en absoluto.
No con Uni sabiendo que en una ocasión había mentido para posponer uno.
La forma seca de una hoja sobre una piedra mojada acudió a su mente, pero
desechó esta imagen para pensar en Lila, verla como la había visto en su sueño; no
quería malgastar las tres cortas horas de consciencia que le quedaban. Había olvidado
lo grandes que eran sus ojos, su encantadora sonrisa y su piel rosa oscuro, lo
emocionante de su ímpetu. Había olvidado tanto pelear: el placer de fumar, la
excitación de descifrar el français...
La consciencia volvía a él, un poco más cada día. Los recuerdos también, con
detalles nítidos, angustiosos.
Vinieron las sensaciones. El resentimiento hacia Uni se convirtió en odio, el
deseo hacia Lila en impotente ansia.
De nuevo representó los antiguos engaños: era normal en su trabajo, con su
consejero, con su amiga. Pero, día tras día, los engaños se hacían más difíciles de
mantener, más enfurecedores.
En su siguiente día de tratamiento hizo otro vendaje de envoltorio de galleta total,
algodón y esparadrapo. Después lo estrujó sobre el lavabo y sacó otras gotitas de un
líquido parecido al agua.
Aparecieron puntos negros en su barbilla, mejillas y labio superior..., el inicio de
barba. Desmontó sus tijeras, ató con alambre una de las hojas al mango de la otra, y
cada mañana, antes de que sonara el primer campanilleo, se frotaba jabón en la cara y
se afeitaba los puntos.
Soñaba cada noche. A veces los sueños le producían orgasmos.
Salió del avión a las cuatro de la madrugada, hora de Afr, y se dirigió a la sala de
espera, sujetándose el codo derecho y con aspecto de sentirse incómodo, con la bolsa
colgando de su hombro izquierdo. La miembro que salió del avión detrás de él y que
le había ayudado a levantarse cuando cayó, puso su pulsera en un teléfono por él.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí, estoy bien —respondió con una sonrisa—. Gracias, y disfruta de tu visita.
—Al teléfono le dijo—: Anna SG38P2823. —La mujer se alejó.
La pantalla parpadeó y vibró al establecerse la conexión, luego quedó en blanco y
La sala de espera estaba más llena aún de lo que esperaba. Miembros con monos
blancos, amarillos y azul pálido iban de un lado a otro, estaban de pie, se sentaban y
aguardaban en las colas, algunos con bolsas de viaje, otros sin ellas. Había miembros
con monos naranjas que se movían entre ellos.
Llegó a ’14509 a las 24.20. Estaba completamente despierto, aún con el horario
de Usa, con toda la energía de la tarde.
Primero fue al Pre-U, luego a la estación de bicicletas en la plaza más cercana al
edificio P51. Hizo dos viajes a la estación de bicicletas y uno al comedor del P51 y su
centro de suministros.
A las tres de la madrugada se dirigió a la habitación de Lila. La miró a la luz de la
linterna mientras dormía —contempló su mejilla, el cuello, la oscura mano sobre la
almohada—, después fue al escritorio y encendió la luz.
—Anna —dijo, de pie a los pies de la cama—. Anna, tienes que levantarte.
Ella murmuró algo.
—Tienes que levantarte, Anna —insistió—. Vamos, levántate.
Ella se sentó en la cama, protegiéndose los ojos con una mano y emitiendo
pequeños sonidos de protesta. Una vez sentada, retiró la mano y le miró; le reconoció
y frunció, desconcertada, el entrecejo.
—Quiero que vengas a dar un paseo conmigo —dijo Chip—. Un paseo en
bicicleta. No tienes que hablar alto ni debes pedir ayuda. —Metió la mano en su
bolsillo y extrajo una pistola. La sostuvo como creía que era correcto, con el dedo
índice sobre el gatillo, el resto de la mano sujetando la culata y la punta del cañón
apuntando al rostro de ella—. Te mataré si no haces lo que te digo —advirtió—. No
grites, Anna.
Había planeado recorrer una corta distancia cada día, durante la hora libre,
cuando los ciclistas no atraen la atención. Irían de parque en parque, pasando una
ciudad o quizá dos, y harían su recorrido en pequeñas etapas hasta ’12082, en la costa
norte de Afr, la ciudad más próxima a Mallorca.
Aquel primer día, sin embargo, en el parque al norte de ’14509, cambió de idea.
Hallar un lugar donde ocultarse era más difícil de lo que había pensado; pues hasta
bastante después del amanecer —hacia las ocho, calculó— no estuvieron instalados
bajo la protección de un resalte rocoso protegido en su parte delantera por un
bosquecillo de árboles jóvenes, cuyos huecos había rellenado con ramas cortadas.
Poco después oyeron el zumbido de un helicóptero, que pasó y volvió a pasar por
Se puso de rodillas en el suelo y la miró. Estaba tendida, cubriéndose los ojos con
un brazo y el otro echado hacia atrás, sus pechos subían y bajaban agitadamente.
Se puso en pie y encontró una de las mantas, la sacudió y la extendió sobre Lila,
hasta la altura de los brazos.
—¿Estás bien? —preguntó, inclinado a su lado.
Ella no dijo nada.
Encontró la linterna y examinó su mano. La sangre brotaba de un profundo óvalo
de brillantes heridas.
—Cristo y Wei —murmuró.
Se echó agua, se lavó la herida con jabón y la secó. Buscó el botiquín y no lo
encontró.
Estaban tendidos de espaldas sobre un cálido y firme suelo bajo rasposas mantas,
cogidos de la mano, jadeantes. Alguien les incorporó, primero a Lila, luego a Chip, y
aplicó un pequeño frasco de metal a sus labios. El líquido que había en él olía como a
Hassan Newman bebía enormes cantidades de whisky. Apenas llegaba a casa del
trabajo —en la mayor fábrica de muebles de la isla—, se ponía a jugar a ruidosos
juegos con su hija Gigi, y se abría torpemente paso por la cortina divisoria de la
habitación con una botella en su mano de sólo tres dedos, horriblemente mutilada por
una sierra.
—Vamos, tristes acerícolas —decía—, ¿dónde odio están vuestros vasos? Vamos,
alegrémonos un poco.
Chip y Lila bebieron con él unas cuantas veces, pero descubrieron que el whisky
les hacía sentirse embotados y torpes, por lo que normalmente declinaban su
invitación.
—Vamos —les dijo una tarde—. Ya sé que soy el casero, pero no soy
exactamente un zopenco, ¿no? ¿O se trata de otra cosa? ¿Pensáis que espero que me
devolváis la invitación..., que actuéis a la recíproca? Ya sé que os gusta mirar
vuestros centavos.
—No es eso —dijo Chip.
—Entonces, ¿qué es? —quiso saber Hassan. Se tambaleó y apoyó una mano
sobre la mesa para recuperar el equilibrio.
Chip no dijo nada por unos instantes, luego contestó:
—Bueno, me pregunto ¿de qué de sirve huir de los tratamientos si sigues
embotándote con el whisky? Lo mismo te daría volver a la Familia.
—¡Vaya! —dijo Hassan—. Claro, ya te entiendo. —Les miró furiosamente, un
hombre robusto, de rizada barba y ojos inyectados en sangre—. Pero esperad, esperad
a llevar aquí un poco más de tiempo, eso es todo. —Se volvió en redondo y tanteó su
camino a través de la cortina, después oyeron como murmuraba algo y su esposa, Ria,
intentaba calmarle.
Casi todo el mundo en el edificio parecía beber tanto whisky como Hassan.
Fuertes voces, alegres o furiosas, sonaban constantemente a través de las paredes a
todas horas de la noche. El ascensor y los pasillos olían a whisky, pescado y
penetrantes perfumes que usaba la gente contra el whisky y el olor a pescado.
La mayor parte de las noches, cuando terminaban de limpiar, Chip y Lila subían
al tejado para respirar un poco de aire fresco o se sentaban ante su mesa a leer el
Inmigrante o libros que habían encontrado en el monorraíl o habían tomado prestados
de la pequeña colección que había en la Ayuda al Inmigrante. A veces miraban la
televisión con los Newman: obras sobre estúpidos malentendidos entre familias
nativas, con frecuentes interrupciones para anuncios de distintas marcas de cigarrillos
y desinfectantes. Ocasionalmente había discursos del general Costanza o del jefe de
la Iglesia, el papa Clemente..., discursos inquietantes sobre escasez de alimentos,
—¡Escuchad, acerícolas! —gritó lo bastante fuerte como para que todos pudieran
oírle—. ¡Dejad de hablar de muebles por un momento y escuchad! ¿Sabéis qué
tenemos que hacer? ¡Pelear a Uni! No estoy siendo grosero. ¡Pelear a Uni! Porque
Uni es el único culpable... ¡de todo! De los zopencos, que son lo que son porque no
tienen bastante comida, o espacio, o conexión con nada del mundo exterior; y de las
marionetas, que son lo que son porque están LPKados y atiborrados de
tranquilizantes; y de nosotros, ¡que somos lo que somos porque Uni nos puso aquí
para librarse de nosotros! Uni es el culpable: ha congelado el mundo para que no
hubiera más cambios... ¡Y nosotros tenemos que pelearle! ¡Tenemos que librarnos de
nuestros estúpidos traseros apaleados y pelearle!
Mientras descendía por el túnel hacia la mina recordó el túnel que llegaba hasta
Uni, el que había construido Papá Jan para que fueran entrados los bancos de
memoria.
Se detuvo en seco.
Abajo, donde estaban los auténticos bancos de memoria. Arriba estaban los
falsos, los juguetes rosas y naranjas a los que se llegaba a través de la cúpula y los
ascensores, y que todos creían que eran el auténtico Uni. Todos, incluso —¡tenía que
ser así!— aquellos hombres y mujeres que habían partido a pelear contra Uni en el
pasado. Pero Uni, el auténtico Uni, estaba en los niveles subterráneos, y podía ser
alcanzado a través del túnel de Papá Jan desde detrás del monte Amor.
Debía estar allí todavía —con su boca cerrada, probablemente, quizá incluso
sellada con un metro de cemento—, pero allí. Porque nadie vuelve a llenar un túnel
en toda su longitud, y en especial no una computadora eficiente. Además había
espacio excavado para más bancos de memoria —eso había dicho Papá Jan—, lo que
significaba que el túnel volvería a ser necesitado algún día.
Estaba allí, detrás del monte Amor.
Un túnel hasta el interior de Uni.
Con los mapas y los cálculos correctos, alguien que supiera qué estaba haciendo
podría probablemente situar su localización exacta, o muy aproximada.
—¡Eh, tú! ¡Sigue avanzando! —exclamó alguien.
Echó a andar de nuevo, rápidamente, pensando en ello, pensando en ello.
Estaba allí. El túnel.
Chip ayudó a los hombres a fijar la tubería contra la pared, después salió con Julia
a un descansillo exterior con barandilla a un lado del edificio. Nuevo Madrid se
extendía hasta lo lejos debajo de ellos, brillante a la luz del sol de media mañana. A lo
lejos se veía una franja de mar verdeazulado salpicado con botes de pesca.
—Cada día pasa alguna cosa —murmuró Julia. Buscó algo en el bolsillo de su
delantal gris, sacó un paquete de cigarrillos, ofreció uno a Chip, y los encendieron
con cerillas baratas.
Fumaron.
—El túnel está ahí. Fue usado para entrar los bancos de memoria.
—Puede que alguno de los grupos con que no tuve nada que ver lo supiera —dijo
Julia.
—¿Puedes averiguarlo?
Aguardó hasta que Julia, tras interrogar a un cierto número de gente, averiguó que
no se sabía de grupo de ataque alguno que hubiera conocido la existencia del túnel.
Después, firme en su decisión, contó sus planes a Lila.
—¡No puedes! —exclamó ella—. ¡No después de lo que les ocurrió a toda esa
otra gente!
—Ellos apuntaban a un blanco equivocado —dijo él.
Lila negó con la cabeza, sujetó su barbilla, le miró fijamente.
—Es... No sé qué decir —murmuró—. Pensé que habías... acabado con todo esto.
Besó a Lila como si fuera a ver a alguien y pensara estar de vuelta dentro de
pocas horas.
—Adiós, amor —dijo.
Ella lo abrazó fuertemente y apoyó su mejilla contra la de él, pero no dijo nada.
La besó de nuevo, apartó los brazos que le rodeaban y se dirigió a la cuna. Jan
estaba ocupado intentando atrapar una caja de cigarrillos vacía colgada de un hilo.
Chip le dio un beso en la mejilla y le dijo adiós.
Lila se acercó y él la besó. Se abrazaron y besaron. Luego Chip salió sin mirar
hacia atrás.
Ashi aguardaba abajo en las escaleras, en su motocicleta. Condujo a Chip hasta el
muelle de Pollensa.
Estaban todos en las oficinas de la A.I. a las siete menos cuarto, y mientras se
cortaban el pelo unos a otros llegó el camión. John Newman, Ashi y un hombre de la
fábrica cargaron las bolsas de viaje y la balsa hinchable en el bote, y Julia
desenvolvió bocadillos y café. Los hombres cortaron primero sus barbas y luego se
afeitaron cuidadosamente las caras.
Se pusieron pulseras y las cerraron con eslabones que parecían auténticos. La
pulsera de Chip decía Jesús AY31G6912.
Le dijo adiós a Ashi y besó a Julia.
—Haz tu bolsa de viaje y prepárate para ver el mundo —dijo.
—Ve con cuidado —respondió ella—. E intenta rezar.
Subió al bote, se sentó en cubierta frente a las bolsas con John Newman y los
otros, Zumbido, Karl, Jack y Ria. Se sentían extraños y de nuevo con el aspecto de
pertenecer a la Familia, con su pelo recortado y sus rostros sin barba, todos parecidos.
Dover puso en marcha el bote y lo orientó hacia la salida del puerto, luego se
dirigió hacia el débil resplandor naranja que irradiaba de ’91766.
La habitación era grande. Estaba decorada en azul pálido y tenía una enorme
cama de seda también azul pálido con muchos almohadones, un enorme cuadro de
flotantes lirios de agua, una mesa llena de platos tapados y jarras, sillones verde
oscuro, y un jarrón de crisantemos blancos y amarillos sobre una larga cómoda baja.
—Es hermoso —dijo Chip—. Gracias.
Había finos bistecs cocinados con una salsa marrón ligeramente especiada,
cebollitas asadas, una verdura amarilla cortada a finas rodajas que Chip no había
visto en Libertad —«calabaza», dijo Wei— y un vino rosado claro que era menos
agradable que el amarillo de la noche anterior. Comieron con cuchillos y tenedores de
oro en platos de ancho borde dorado.
Wei, vestido de seda gris, comió rápido, cortando el bistec, pinchándolo con el
tenedor y llevándoselo a su arrugada boca. Masticaba sólo brevemente antes de tragar
y alzar de nuevo el tenedor. De tanto en tanto hacía una pausa, sorbía un poco de vino
y apretaba su servilleta amarilla contra sus labios.
—Estas cosas existían —dijo—. ¿De qué hubiera servido destruirlas?
La habitación era amplia y estaba agradablemente amueblada al estilo pre-U:
blanco, dorado, naranja, amarillo. En una esquina dos miembros con monos blancos
aguardaban junto a una mesa de servir sobre ruedas.
—Por supuesto que parece mal al principio —dijo Wei—, pero las decisiones
últimas tienen que ser tomadas por miembros no tratados, y no pueden ni deben vivir
a base de galletas totales, televisión y Marx escribiendo —Sonrió—. Ni siquiera de
Wei dirigiéndose a los quimioterapeutas —añadió, y se llevó un trozo de bistec a la
boca.
—¿Por qué no puede la Familia tomar las decisiones por sí misma? —preguntó
Chip.
Aquella tarde Dover condujo a Chip y a Karl por todo el complejo. Les mostró la
biblioteca, el gimnasio, la piscina y el jardín.
—¡Cristo y Wei! —exclamaron tanto Chip como Karl al ver el jardín.
—Aguardad a ver la puesta de sol y las estrellas.
También visitaron la sala de música, el teatro, los salones, el comedor y la cocina.
—No sé, de alguna parte —dijo un miembro, una mujer, mirando a otro miembro
que sacaba un fardo de lechuga y limones de una carretilla metálica—. Cualquier
cosa que necesitamos la pedimos, y llega —le dijo sonriendo—. Pregunta a Uni.
Sus días entraron en una rutina: las mañanas en la biblioteca, las tardes en el
Consejo. Estudió métodos de construcción y planificación de ambientes; examinó
esquemas de producción en fábricas y esquemas de circulación en edificios
residenciales. Madhir y Sylvie le mostraron planos de edificios en construcción y de
otros planificados para el futuro, de ciudades como las que ya existían y maquetas de
plástico de las urbes del futuro. Era el octavo miembro del Consejo. De los otros
siete, tres se sentían inclinados a discutir los diseños de Uni y cambiarlos, y cuatro,
incluido Madhir, preferían aceptarlos sin discutir. Las reuniones formales se
celebraban los viernes por la tarde; en las demás ocasiones, raras veces podían
encontrarse más de cuatro o cinco de los miembros en las oficinas. Una vez
únicamente acudieron Chip y Gri-gri, que terminaron entrelazados en el sofá de
Madhir.
Tras el Consejo, Chip iba al gimnasio y la piscina. Comía con Deirdre, Dover, la
mujer de turno de éste y cualquier otro que se uniera a ellos..., a veces Karl, que
estaba en el Consejo de Transportes y resignado al vino.
Un día de febrero Chip preguntó a Dover si era posible ponerse en contacto con el
que fuera que le había reemplazado en Libertad y saber si Lila y Jan estaba bien, y si
Julia se estaba ocupando de ellos como había prometido que lo haría.
—Por supuesto —dijo Dover—. No hay ningún problema.
—¿Lo harás, entonces? —preguntó Chip—. Te lo agradeceré.
Unos días más tarde Dover encontró a Chip en la biblioteca.
—Todo está bien —dijo—. Lila permanece en casa, compra comida y paga el
Empezó a hablar en las reuniones del Consejo y a hacer menos preguntas en las
discusiones con Wei. Circuló una petición para reducir los días de las galletas totales
a uno al mes; dudó, pero la firmó. Pasó de Deirdre a Blackie, de ésta a Nina y
finalmente de nuevo a Deirdre. Escuchó en los salones más pequeños las habladurías
sobre sexo y los chistes sobre los miembros del Alto Consejo. Se aficionó a hacer
aviones de papel y luego a hablar idiomas pre-U (français se pronunciaba «fransé»,
aprendió).
Una mañana despertó temprano y fue al gimnasio. Wei estaba allí haciendo
flexiones y levantando pesas, brillante de sudor, fuertes músculos, caderas estrechas.
Llevaba suspensorios negros y algo blanco atado en torno al cuello.
—Otro pájaro madrugador, buenos días —dijo, flexionando las piernas hacia uno
y otro lado al tiempo que alzaba las pesas hacia los lados y las juntaba encima de su
cabeza de cabellos blancos.
—Buenos días —dijo Chip. Fue a un lado del gimnasio, se quitó la bata y la colgó
de una percha. Otra bata azul estaba colgada unas perchas más allá.
—No estuviste en la discusión de anoche —dijo Wei.
Chip se volvió hacia él.
—Había una fiesta —dijo, mientras se quitaba las sandalias—. El cumpleaños de
Patya.
—Es cierto —dijo Wei, flexionando las piernas, levantando las pesas—. Lo
mencioné.
Chip se dirigió a una cinta, la puso en marcha y empezó a trotar. La cosa blanca
en torno al cuello de Wei era una banda de seda, apretadamente anudada.