Un Dia Perfecto - Ira Levin

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En Un día perfecto Ira Levin cultiva la novela de ficción científica; presenta a

una humanidad aborregada y feliz controlada y protegida completamente por


el superordenador omnisciente UniComp. El dolor y el sufrimiento humanos
han sido casi erradicados de la sociedad y los instintos agresivos han sido
eliminados mediante tratamientos de quimioterapia aplicados masivamente,
convirtiendo el mundo en un sistema asfixiante de pura amabilidad. La
novela cuenta la lucha por la libertad de Chip, el nieto de uno de los
creadores de UniComp, junto a un pequeño grupo de ciudadanos que
empiezan a cuestionarse todo el sistema establecido.
Este libro se renombró en España como Chip, el del ojo verde

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Ira Levin

Un día perfecto
ePUB v2.0
adruki 19.07.11

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: This perfect day
Ira Levin, 1970.
Traducción: Domingo Santos

Editor original: adruki (v1.0 a v2.0)


Corrección de erratas: adruki
ePub base v2.0

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Primera parte
Crecimiento

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1
Las blancas losas de cemento de la ciudad, las más gigantescas rodeadas por las
menos grandes, daban paso en su centro a una amplia plaza de suelo rosa, un patio de
recreo donde doscientos niños pequeños jugaban y se ejercitaban bajo el cuidado de
una docena de supervisores vestidos con monos blancos. La mayor parte de los niños,
desnudos, bronceados y de pelo negro, se arrastraban por el interior de cilindros rojos
y amarillos, se columpiaban o hacían calistenia de grupo; pero en un rincón
sombreado donde estaban grabados los cuadros de una rayuela, había cinco niños
sentados en un apretado y tranquilo círculo, cuatro escuchaban y uno hablaba.
—Atrapan animales, se los comen y se ponen sus pieles —decía el que hablaba,
un niño de unos ocho años—. Y..., y hacen algo que llaman «pelear». Significa que se
hacen daño unos a otros a propósito, utilizando las manos o piedras o cualquier otra
cosa. No se quieren ni se ayudan.
Sus oyentes permanecían sentados con los ojos muy abiertos.
—Pero tú no puedes quitarte la pulsera. Es imposible. —dijo una niña más
pequeña que el niño que hablaba. Tiró de su pulsera con un dedo para mostrar lo
fuertes que eran los eslabones.
—Puedes, si tienes las herramientas adecuadas —dijo el niño—. Nos la quitan el
día del eslabón, ¿no?
—Sólo por un segundo.
—Pero nos la quitan, ¿no?
—¿Dónde viven? —preguntó otra niña.
—En la cima de las montañas —dijo el niño—, en cuevas profundas, en lugares
donde no podamos encontrarles.
—Tienen que estar enfermos —murmuró la primera niña.
—Claro que lo están —dijo el niño con una sonrisa—. Eso es lo que significa
«incurable»: enfermo. Por eso los llaman incurables, porque están muy, muy
enfermos.
El más pequeño, un niño de unos seis años, exclamó:
—¿No reciben sus tratamientos?
El niño mayor le miró burlonamente.
—¿Sin sus pulseras? —dijo—. ¿Viviendo en cuevas?
—Pero ¿cómo se ponen enfermos? —preguntó la niña de seis años—. Reciben
sus tratamientos hasta que escapan, ¿no?
—Los tratamientos —sentenció el niño mayor— no siempre funcionan.
La niña de seis años se lo quedó mirando.
—Sí lo hacen —aseguró.
—No, no lo hacen.

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—Vaya por Dios —dijo una supervisora acercándose al grupo con una pelota de
balonvolea bajo cada brazo—, ¿no estáis sentados demasiado juntos? ¿A qué estáis
jugando, a Quién Cogió el Conejito?
Los niños se apartaron rápidamente unos de otros y se separaron en un círculo
más amplio..., excepto el niño de seis años, que siguió donde estaba, sin moverse. La
supervisora le miró con curiosidad.
Un campanilleo de dos notas sonó por los altavoces.
—A ducharos y a vestiros —dijo la supervisora, y los niños se pusieron de pie de
un salto y se alejaron corriendo.
—¡A ducharos y a vestiros! —gritó la supervisora a un grupo de niños que
jugaban a pasarse la pelota cerca de allí.
El niño de seis años se puso en pie, su expresión era de turbación y disgusto. La
supervisora se acuclilló ante él y observó preocupada su rostro.
—¿Qué te ocurre? —preguntó.
El muchacho, cuyo ojo derecho era verde en lugar de castaño, la miró y entornó
los ojos.
La supervisora dejó caer las pelotas de balonvolea, volvió la muñeca del niño
para mirar su pulsera y lo sujetó suavemente por los hombros.
—¿Qué es lo que te pasa, Li? —preguntó—. ¿Perdiste en el juego? Perder es lo
mismo que ganar; ya lo sabes, ¿no?
El niño asintió.
—Lo importante es divertirse y hacer ejercicio, ¿correcto?
El niño asintió de nuevo y trató de sonreír.
—Bien, eso está mejor —dijo la supervisora—. Eso está un poco mejor. Ahora ya
no te pareces tanto a un viejo monito triste.
El niño sonrió.
—Dúchate y vístete —dijo la supervisora con alivio. Hizo dar media vuelta al
niño y le dio una cariñosa palmada en el trasero—. Vamos, venga.

El niño, al que a veces llamaban Chip pero más a menudo Li —su nombre era Li
RM35M4419—, apenas dijo nada durante la comida, pero su hermana Paz no dejó de
charlotear, y ninguno de sus padres notó su silencio. Pero cuando los cuatro se
sentaron en los sillones frente al televisor, su madre le echó una mirada más atenta y
le preguntó:
—¿Te encuentras bien, Chip?
—Sí, estoy bien —dijo el niño.
La madre se volvió hacia el padre.
—No ha dicho una palabra en toda la velada —dijo.
—Estoy bien —protestó Chip.
—Entonces, ¿por qué estás tan callado? —quiso saber su madre.

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—Silencio —dijo el padre. La pantalla había parpadeado y estaba encontrando los
colores correctos.
Cuando hubo pasado la primera hora y los niños se preparaban para irse a la
cama, la madre de Chip fue al cuarto de baño y observó a su hijo mientras éste
terminaba de lavarse los dientes y quitaba su cepillo del tubo vibrador.
—¿Qué te pasa? —quiso saber—. ¿Dijo alguien algo acerca de tu ojo?
—No —respondió él, y enrojeció.
—Enjuágalo —ordenó ella.
—Ya lo hice.
—Enjuágalo.
Chip enjuagó su cepillo y se puso de puntillas para meterlo en su encaje en el
estante.
—Jesús estuvo hablando —dijo—. Jesús DV, durante el recreo.
—¿Sobre qué? ¿Sobre tu ojo?
—No, no fue sobre mi ojo. Nadie dice nada de mi ojo.
—Entonces, ¿sobre qué?
Se encogió de hombros.
—Sobre miembros que..., que se ponen enfermos y... abandonan la Familia. Que
escapan y se arrancan las pulseras.
Su madre le miró con cierto nerviosismo.
—Incurables —dijo.
Él asintió, pero la actitud de ella y el hecho de que conociera la palabra le
pusieron más nervioso.
—¿Es verdad? —preguntó.
—No —dijo ella—. No, no lo es. Llamaré a Bob. Él te lo explicará. —Se dio la
vuelta y se apresuró a salir del cuarto de baño, deslizándose por detrás de Paz, que
entraba abrochándose el pijama.
En la sala de estar el padre de Chip dijo:
—Dos minutos más. ¿Ya están en la cama?
—Uno de los niños habló a Chip de los incurables —dijo la madre.
—Odio.
—Voy a llamar a Bob. —Se dirigió al teléfono.
—Ya son más de las ocho.
—Vendrá —aseguró ella. Tocó con su pulsera la placa del teléfono y leyó el
nombre escrito en rojo en una tarjeta metida bajo el borde de la pantalla—: Bob
NE20G3018. —Aguardó, frotándose nerviosamente las manos—. Sabía que algo le
preocupaba —murmuró—. No dijo una sola palabra en toda la tarde.
El padre de Chip se levantó de su silla.
—Yo hablaré con él —dijo, y se dirigió al cuarto de los niños.

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—¡Deja que Bob lo haga! —exclamó la madre de Chip—. Mete a Paz en la cama,
¡todavía está en el cuarto de baño!

Bob llegó veinte minutos más tarde.


—Está en su habitación —dijo la madre.
—Ustedes vean el programa —dijo Bob—. Vayan, siéntense y miren. —Les
sonrió—. No hay nada de qué preocuparse. De veras. Ocurre cada día.
—¿Todavía? —exclamó el padre de Chip.
—Por supuesto —dijo Bob—. Y seguirá ocurriendo durante un centenar de años
más. Los niños son niños.
Era el consejero más joven que habían tenido: veintiún años, apenas hacía un año
que había salido de la Academia. Sin embargo, no se mostraba tímido o inseguro, al
contrario, se le veía más relajado y confiado que a los consejeros de cincuenta o
cincuenta y cinco años. Estaban contentos con él.
Se dirigió a la habitación de Chip y miró dentro. El niño estaba en la cama,
apoyado sobre un codo y con la cabeza reclinada en su mano, leyendo el libro de
historietas que tenía abierto ante él.
—Hola, Li —dijo Bob.
—Hola, Bob —dijo Chip.
Bob entró y se sentó en un lado de la cama. Puso su telecomp en el suelo entre sus
pies, tocó ligeramente la frente de Chip y le revolvió el pelo.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó.
—La lucha de Wood —dijo Chip, y le mostró a Bob la cubierta del libro de
historietas. Lo dejó caer cerrado encima de la cama y con el dedo índice empezó a
seguir el trazado de la amplia W amarilla de «Wood».
—He oído que alguien te ha estado contando tonterías sobre los incurables —dijo
Bob.
—¿Son tonterías? —preguntó Chip sin alzar la vista de su dedo, que seguía
recorriendo la letra.
—Claro que lo son, Li —dijo Bob—. Fueron verdad hace mucho, mucho tiempo,
pero ahora ya no; ahora sólo son tonterías.
Chip guardó silencio. Su dedo seguía y volvía a seguir los perfiles de la W.
—No siempre supimos tanto de medicina y química como sabemos ahora —dijo
Bob observándole fijamente—, y hasta hace cincuenta años o así, después de la
Unificación, en ocasiones algunos miembros, unos pocos, solían ponerse enfermos y
tenían la sensación de que no eran miembros. Algunos de ellos escapaban y vivían en
lugares que la Familia no usaba, islas desiertas, picos de montañas y sitios así.
—¿Y se quitaban sus pulseras?
—Supongo que lo hacían —admitió Bob—. Las pulseras no les servirían de
mucho en lugares como aquéllos, ¿no crees?, sin escáners que actuaran sobre ellas.

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—Jesús dijo que hacían algo llamado «pelear».
Bob desvió por un instante la vista, luego volvió a mirarle.
—«Actuar agresivamente» es una forma mejor de decirlo —señaló—. Sí, lo
hacían.
Chip alzó los ojos hacia él.
—Pero ¿ahora están muertos? —preguntó.
—Sí, todos están muertos —dijo Bob—. Hasta el último de ellos. —Alisó el pelo
de Chip—. Eso fue hace mucho, mucho tiempo —dijo—. Nadie se comporta de ese
modo hoy.
—Hoy sabemos más de medicina y de química —asintió Chip—. Los
tratamientos funcionan.
—Exacto —dijo Bob—. Y no olvides que en aquellos días había cinco
computadores separados. Una vez que uno de esos miembros enfermos abandonaba
su continente natal, quedaba completamente desconectado.
—Mi abuelo ayudó a construir UniComp.
—Sé que lo hizo, Li. Así pues, la próxima vez que alguien te hable de los
incurables, recuerda dos cosas: una, los tratamientos son mucho más efectivos hoy; y
dos, tenemos a UniComp velando por nosotros en todos los lugares de la Tierra. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo —dijo Chip, y sonrió.
—Veamos qué dice de ti —señaló Bob. Cogió el telecomp y lo abrió sobre sus
rodillas.
Chip se sentó en la cama y se acercó a él, tirando hacia arriba de la manga de su
pijama para dejar al descubierto su pulsera.
—¿Crees que conseguiré un tratamiento extra? —preguntó.
—Si lo necesitas, sí —dijo Bob—. ¿Quieres conectarlo?
—¿Yo? —exclamó Chip—. ¿Puedo?
—Naturalmente —dijo Bob.
Chip apoyó cautelosamente el índice y el pulgar sobre el interruptor. Lo accionó.
Inmediatamente se encendieron unas pequeñas luces, azul, ámbar, que Chip miró
sonriente.
Bob, que lo estaba observando, sonrió a su vez.
—Toca —dijo.
Chip apoyó la pulsera contra la placa del escáner, y la luz azul se volvió roja.
Bob tecleó algo. Chip observó el rápido movimiento de sus dedos. El consejero
siguió tecleando, finalmente pulsó el botón de respuesta y apareció una línea de
símbolos verdes en la pantalla y una segunda línea debajo de la primera. Bob estudió
los símbolos. Chip lo observó atentamente.
El consejero miró a Chip de reojo.

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—Mañana a las 12.25 —dijo con una sonrisa.
—¡Estupendo! —exclamó Chip—. ¡Gracias!
—Gracias a Uni —dijo Bob mientras apagaba el telecomp y cerraba la tapa—.
¿Quién te habló de los incurables? ¿Jesús qué?
—DV33 algo —dijo Chip—. Vive en el piso veinticuatro.
Bob hizo chasquear los cierres del telecomp.
—Probablemente estará tan preocupado como tú —dijo.
—¿También podrá conseguir un tratamiento extra?
—Si lo necesita, sí. Avisaré a su consejero. Ahora a dormir, hermano, mañana
tienes que ir a la escuela. —Bob cogió el libro de historietas de Chip y lo dejó sobre
la mesilla de noche.
Chip se acostó y se abrazó sonriente a su almohada. Entonces Bob se puso en pie,
apagó la lámpara, revolvió el pelo de Chip una última vez, se inclinó y le besó en la
nuca.
—Te veré el viernes —dijo Chip.
—Exacto —dijo Bob—. Buenas noches.
—Buenas noches, Bob.
Los padres de Chip se levantaron ansiosamente cuando Bob entró en la sala de
estar.
—Está bien —les dijo—. Ahora ya está prácticamente dormido. Recibirá un
tratamiento extra mañana durante la hora del almuerzo, probablemente un poco de
tranquilizante.
—Es un alivio —murmuró la madre de Chip.
—Gracias Bob —dijo el padre.
—Gracias a Uni —dijo Bob. Se dirigió al teléfono—. Quiero que ayuden también
al otro chico —indicó—, el que le dijo... —apoyó su pulsera en la placa del teléfono.

Al día siguiente, después del almuerzo, Chip bajó por las escaleras mecánicas
desde su escuela hasta el medicentro, tres pisos más abajo. Su pulsera, en contacto
con el escáner de la entrada del medicentro, produjo un parpadeante y verde «sí» en
el indicador, y otro parpadeante y verde «sí» en la puerta de la sección de terapia, y
otro parpadeante y verde «sí» en la puerta de la sala de tratamientos.
Cuatro de las quince unidades estaban en mantenimiento, por lo que la cola era
bastante larga. Sin embargo, no tardó en subir los escalones infantiles e introdujo el
brazo, después de subirse la manga, en el interior de una abertura circular con los
bordes forrados de caucho. Mantuvo el brazo inmóvil mientras el escáner del interior
encontraba y se aferraba a su pulsera y el disco de infusión se aplicaba cálido y liso
contra la suave blandura de la parte superior de su brazo. Los motores zumbaron
dentro de la unidad, los líquidos gotearon. La luz azul encima de su cabeza se volvió
roja, entonces el disco de infusión hormigueó, zumbó, cosquilleó en su brazo;

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finalmente la luz se volvió azul de nuevo.
Aquel mismo día, más tarde, en el patio de juegos, Jesús DV, el niño que le había
hablado de los incurables, buscó a Chip y le dio las gracias por ayudarle.
—Gracias a Uni —dijo Chip—, conseguí un tratamiento extra. ¿Tú también?
—Sí —dijo Jesús—. Y también los otros chicos y Bob UT. Fue él quien me lo
dijo.
—Me asustó un poco —reconoció Chip— pensar en miembros poniéndose
enfermos y escapando.
—A mí también —admitió Jesús—. Pero ya no ocurre. Eso fue hace mucho,
mucho tiempo.
—Los tratamientos son mejores ahora —dijo Chip.
—Y tenemos a UniComp velando por nosotros en toda la Tierra.
—Tienes razón —dijo Chip.
Apareció una supervisora y los empujó hacia un círculo de niños que estaban
jugando a pasa la pelota, era un círculo enorme de cincuenta o sesenta niños y niñas,
a un dedo de distancia unos de otros, que ocupaba más de una cuarta parte del
bullicioso patio de recreo.

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Su abuelo le había dado el nombre de Chip. Había dado a todos los miembros de
su familia nombres extra que eran distintos de los suyos auténticos: a la madre de
Chip, que era su hija, la llamaba Suzu en lugar de Anna; el padre de Chip, que
pensaba que la idea del abuelo era estúpida, era Mike, no Jesús, y Paz era Sauce,
nombre con que ella se negaba a tener nada que ver.
—¡No! ¡No me llames así! ¡Me llamo Paz! ¡Soy Paz KD37T5002!
Papá Jan era extraño. Parecía extraño, naturalmente; todos los abuelos tenían sus
peculiaridades distintivas: unos cuantos centímetros que les hacían parecer demasiado
altos, aunque también había abuelos que eran demasiado bajos, una piel demasiado
clara o demasiado oscura, orejas grandes, nariz aguileña. Papá Jan era más alto y de
piel más oscura de lo normal, sus ojos eran grandes y saltones y tenía dos manchas
rojizas en su canoso pelo. Pero no sólo era extraño por su apariencia, sino también
por lo que decía; eso era lo más curioso en él. Siempre estaba diciendo cosas con voz
enérgica y entusiasmo, y sin embargo a Chip le daba la impresión de que no creía en
absoluto en ellas, de que, de hecho, quería decir precisamente todo lo contrario. Sobre
la cuestión de los nombres, por ejemplo:
—¡Maravilloso! ¡Estupendo! —decía—. ¡Cuatro nombres para los chicos y
cuatro para las chicas! ¿Qué puede haber más libre de fricciones, más igual para
todos? Aun así todo el mundo llamará a sus hijos como Cristo, Marx, Wood o Wei,
¿no?
—Sí —decía Chip.
—¡Por supuesto! —decía Papá Jan—. Y si Uni proporciona cuatro nombres para
los chicos, ha de dar también cuatro para las chicas, ¿no? Escucha. —Hacía pararse a
Chip, se agachaba, hablaba cara a cara con él y sus saltones ojos bailaban como si
estuviera a punto de echarse a reír. Era día de fiesta e iban al desfile, el día de la
Unificación o el Aniversario de Wei o lo que fuera; Chip tenía siete años—. Escucha,
Li RM35M26J449988WXYZ —decía Papá Jan—. Escucha, voy a decirte algo
fantástico, increíble. En mis días, ¿me escuchas?, ¡en mis días había más de veinte
nombres distintos sólo para los chicos! ¿No lo crees? Por el Amor de la Familia, es
verdad. Estaban Jan, John, Amu y Lev. ¡Higa y Mike! ¡Tonio! ¡Y en tiempos de mi
padre había mucho más aún, quizá cuarenta o cincuenta! ¿No es ridículo? ¿Todos
esos nombres distintos, cuando los miembros en sí son exactamente iguales e
intercambiables? ¿No es la cosa más estúpida que hayas oído nunca?
Chip, confuso, asentía, tenía la sensación de que Papá Jan quería decir
precisamente todo lo contrario, que de alguna forma no era estúpido y ridículo tener
cuarenta o cincuenta nombres distintos sólo para los chicos.
—¡Míralos! —decía Papá Jan. Tomaba a Chip de la mano y seguían andando,

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después cruzaban el parque de la Unidad hacia el desfile del Aniversario de Wei—.
¡Exactamente iguales! ¿No es maravilloso? El mismo pelo, los mismos ojos, la
misma piel, la misma forma; chicos y chicas, todos iguales. Como guisantes en una
olla. ¿No es espléndido? ¿No es tope velocidad?
Chip enrojecía (no su ojo verde, no era igual que los demás).
—¿Qué significa «guisantes en una olla»?
—No lo sé. —respondía Papá Jan—. Cosas que solían comer los miembros antes
de las galletas totales. Sharya acostumbraba a decirlo.
Era supervisor de construcción en EUR55131, a veinte kilómetros de ’55128,
donde vivían Chip y su familia. Los domingos y días de fiesta iba hasta allí y les
visitaba. Su esposa, Sharya, se había ahogado al hundirse el barco turístico en que
viajaba en 135, el año que nació Chip; su abuelo no volvió a casarse.
Los otros abuelos de Chip, la madre y el padre de su padre, vivían en MEX10405,
y los veía solamente cuando le telefoneaban por sus cumpleaños. Eran extraños, pero
no tanto como Papá Jan.
La escuela era agradable y jugar era agradable. El Museo Pre-U era agradable,
aunque algunas de las cosas que se exhibían le asustaban, las «lanzas» y las
«pistolas», por ejemplo, y la «celda de prisión» con su «convicto» vestido con un
traje a rayas y sentado en un camastro sujetándose la cabeza entre las manos, sumido
en un inmóvil pesar que se prolongaba mes tras mes. Chip lo contemplaba siempre —
se escabullía del resto de la clase si tenía que hacerlo— y, una vez lo había mirado, se
alejaba de él rápidamente.
Los helados, los juguetes y los libros de historietas también eran agradables. En
una ocasión, cuando Chip tocó con su pulsera la etiqueta de un juguete en el escáner
de un centro de suministros, el indicador parpadeó rojo, «no», y tuvo que devolver el
juguete, un juego de construcción, a la cesta de objetos rechazados. No comprendió
por qué Uni lo había rechazado; era el día correcto y el juguete entraba en la
categoría correcta.
—Tiene que haber alguna razón, querido —le dijo el miembro que estaba detrás
de él—. Llama a tu consejero y averígualo.
Lo hizo, y resultó que el juguete le había sido negado sólo por unos días, no por
completo; él había estado incordiando a un escáner en alguna parte, tocándolo con su
pulsera una y otra vez, y ahora Uni le enseñaba que no debía volver a hacerlo. Aquel
parpadeante no rojo fue el primero que recibió en su vida por algo que le importaba,
no simplemente por meterse en la clase equivocada o ir al medicentro el día que no
correspondía; le dolió y le entristeció.
Los cumpleaños eran agradables, y las Navidades y las Marxvidades y el día de la
Unificación y los Aniversarios de Wood y Wei. Más agradables aún, porque eran
menos frecuentes, resultaban sus días del eslabón. El nuevo eslabón era más brillante

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que los otros, y seguía siendo más brillante durante días y días y días; y luego, un día,
se acordaba y miraba, y sólo había viejos eslabones, todos iguales e indistinguibles.
Como guisantes en una olla.

En la primavera de 145, cuando Chip tenía diez años, él, sus padres y Paz
obtuvieron un viaje a EUR00001 para ver UniComp. Estaba a más de una hora de
camino de autopuerto a autopuerto, y era el viaje más largo que Chip recordaba haber
hecho nunca, aunque según sus padres había volado de Mex a Eur cuando tenía sólo
año y medio, y de EUR20140 a ’55128 unos meses más tarde. Hicieron el viaje a
UniComp un domingo de abril, junto con una pareja que había cumplido ya los
cincuenta (los extraños abuelos de alguien, ambos de piel más clara que lo normal,
ella con el pelo cortado de una forma irregular) y otra familia, cuyos hijos, un niño y
una niña también, tenían un año más que Chip y Paz. El otro padre condujo el coche
desde el desvío de EUR00001 al autopuerto cerca de UniComp. Chip miró con
interés mientras el hombre accionaba la palanca y los botones del coche. Resultaba
curioso moverse lentamente sobre ruedas de nuevo después de haber volado a toda
velocidad.
Hicieron fotos fuera de la cúpula de mármol blanco de UniComp más blanca y
más hermosa de lo que era en los reportajes y en la televisión, del mismo modo que
las montañas con los picos cubiertos de nieve más allá eran más majestuosas, el lago
de la Hermandad Universal más azul y extenso y se unieron a la cola de la entrada,
tocaron el escáner de admisión y entraron en el curvo vestíbulo blancoazulado. Un
sonriente miembro vestido de azul pálido les indicó la hilera de ascensores. Fueron
hacia allá, y de pronto Papá Jan se unió a ellos, sonriendo ante su sorpresa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el padre de Chip mientras Papá Jan
besaba a su hija. Le habían dicho que les había sido concedido el viaje, pero no les
había dicho nada de que él también lo hubiera solicitado.
Papá Jan besó al padre de Chip.
—Oh, simplemente decidí daros una sorpresa, eso es todo —explicó—. Quería
contar a mi amigo —apoyó una ancha mano sobre el hombro de Chip— algunas
cosas más sobre Uni de las que cuentan los auriculares. Hola, Chip. —Se inclinó y le
besó en la mejilla, y Chip, sorprendido de ser la razón de que Papá Jan estuviera allí,
le devolvió el beso.
—Hola, Papá Jan —dijo.
—Hola, Paz KD37T5002 —dijo Papá Jan gravemente, y besó a Paz. Ella le
devolvió el beso y dijo hola.
—¿Cuándo pediste el viaje? —preguntó el padre de Chip.
—Unos pocos días después que vosotros —dijo, sin apartar la mano del hombro
de Chip. La cola avanzó unos metros, y ellos se movieron con ella.
—Pero tú estuviste aquí hace sólo cinco o seis años, ¿no? —dijo la madre de

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Chip.
—Uni sabe quienes lo montaron —dijo Papá Jan con una sonrisa—. Obtenemos
favores especiales.
—Eso no es cierto —dijo el padre de Chip—. Nadie obtiene favores especiales.
—Bien, de todos modos, aquí estoy —dijo Papá Jan, y dirigió su sonrisa hacia
Chip—. ¿No es así, muchacho?
—Sí —dijo Chip, y le devolvió la sonrisa.
Papá Jan había ayudado a construir UniComp cuando era joven. Había sido su
primera tarea.

El ascensor tenía cabida para una treintena de miembros, y en lugar de música se


oyó una voz masculina:
—Buenos días, hermanos y hermanas. Bienvenidos al emplazamiento de
UniComp. —Era una voz cálida y amistosa, que Chip reconoció de la televisión—.
Como podéis apreciar, hemos empezado a movernos, y ahora estamos descendiendo a
una velocidad de veintidós metros por segundo. Nos tomará un poco más de tres
minutos y medio alcanzar la profundidad de cinco kilómetros de Uni. Este pozo por
el que estamos bajando...
La voz siguió dando datos estadísticos acerca del tamaño del alojamiento de
UniComp y el espesor de sus paredes, y les habló de su inmunidad contra cualquier
trastorno natural o producido por el hombre. Chip había oído toda esa información
antes, en la escuela y en la televisión, pero oírla entonces, mientras entraba en aquel
alojamiento y cruzaba aquellas paredes, a punto de ver UniComp, la convertía en algo
nuevo y excitante. Escuchó con atención, con la mirada fija en el disco del altavoz
encima de la puerta del ascensor. La mano de Papá Jan seguía aún sobre su hombro,
como si quisiera retenerle.
—Ahora estamos frenando —dijo la voz—. Disfruten de su visita. —Y el
elevador se detuvo con una ligera sacudida acolchada, luego la puerta se abrió
deslizándose hacia ambos lados.
Había otro vestíbulo, más pequeño que el de la entrada al nivel del suelo, otro
miembro sonriente vestido de azul pálido, y otra cola, ésta de a dos, hasta las dobles
puertas que se abrían a un pasillo tenuemente iluminado.
—¡Ya hemos llegado! —dijo Chip, y Papá Jan señaló:
—No es necesario que permanezcamos juntos.
Se habían visto separados de los padres de Chip y de Paz, que estaban un poco
más adelante en la cola y les miraban interrogadores...; los padres de Chip, porque
Paz era aún demasiado pequeña para que su cabeza asomara entre las demás. El
miembro que estaba delante de Chip se volvió y les ofreció que le adelantaran.
—No, está bien —dijo Papá Jan—. Gracias, hermano. —Agitó una mano hacia
los padres de Chip y sonrió, y Chip hizo lo mismo. Los padres de Chip les

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devolvieron la sonrisa, luego se dieron la vuelta y siguieron adelante.
Papá Jan miró a su alrededor, con sus saltones ojos brillantes, mientras su boca
conservaba la sonrisa. Las aletas de su nariz se dilataban y contraían con su
respiración.
—Bueno, finalmente podrás ver UniComp. ¿Excitado?
—Sí, mucho —dijo Chip.
Avanzaron con la cola.
—No te lo reprocho —dijo Papá Jan—. ¡Es maravilloso! Es una experiencia que
se produce sólo una vez en la vida, ver la máquina que te clasificará y te asignará
todos tus trabajos, que decidirá dónde vivirás y si te casarás o no con la chica con que
quieras casarte; y, si lo haces, si tendrás hijos o no, y cuántos, y cómo se llamarán si
los tienes... Claro que estás excitado; ¿quién no lo estaría?
Chip, turbado, miró a Papá Jan, que, aún sonriendo, le dio una palmada en el
hombro cuando llegó su turno de entrar en el pasillo.
—¡Míralo bien! —dijo—. ¡Contempla los displays, contempla Uni, contémplalo
todo! ¡Ahí lo tienes ante tus ojos, míralo!
Había una hilera de auriculares, igual que en un museo; Chip tomó uno y se lo
puso. La extraña actitud de Papá Jan lo ponía nervioso, y lamentaba no estar un poco
más adelante, con sus padres y Paz. Papá Jan se puso también un auricular.
—Me pregunto qué nuevos hechos interesantes vamos a oír —dijo, y se echó a
reír. Chip desvió la mirada de él.
Su nerviosismo y su sensación de inquietud desaparecieron cuando contempló la
pared que resplandecía con un millar de parpadeantes miniluces. La misma voz del
ascensor habló en su oído y le dijo, mientras las luces se lo mostraban, cómo
UniComp recibía de su red de enlaces en todo el mundo los impulsos de microondas
de todos los innumerables escáners, telecomps y dispositivos telecontrolados; cómo
evaluaba esos impulsos y enviaba otros en respuesta a la red de enlaces y las fuentes
de interrogación.
Sí, estaba excitado. ¿Había algo más rápido, más inteligente, más universal que
Uni?
El siguiente panel de pared mostraba cómo trabajaban los bancos de memoria; un
haz de luz parpadeaba sobre un cuadrado entrecruzado de metal, haciendo que partes
de él resplandecieran y otras quedaran en la oscuridad. La voz habló de haces de
electrones y parrillas superconductoras, de áreas cargadas y no cargadas que se
convertían en portadoras de síes o noes de diferentes bits de información. Cuando era
planteada una cuestión a UniComp, dijo la voz, éste analizaba los bits relevantes...
No lo comprendió, pero eso aún lo hizo más maravilloso: ¡Uni sabía todo lo que
tenía que saber, y lo sabía de una forma tan mágica, tan incomprensible!
Y el siguiente panel era de cristal, no una pared, y allí estaba: UniComp. Dos

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hileras gemelas de moles de metal de diferentes colores, como las unidades de
tratamiento, sólo que más bajas y pequeñas, algunas rosas, otras pardas, otras
naranjas; y, entre ellas, en la amplia habitación iluminada por una luz rosa suave, diez
o doce miembros vestidos con monos azul pálido, que sonreían y charlaban entre sí
mientras leían indicadores y diales en las aproximadamente treinta unidades y
anotaban lo que leían en tablillas de plástico de un hermoso azul pálido. Había una
cruz dorada, una hoz en la pared del fondo y un reloj con una inscripción donde se
leía: «Dom 12 abr 145 A.U., 11.08.» La música se infiltró en el oído de Chip y
aumentó de volumen: Hacia fuera, hacia fuera, interpretada por una enorme
orquesta, de una forma tan emocionante, tan mayestática, que sus ojos se llenaron de
lágrimas de orgullo y felicidad.
Hubiera podido quedarse allí durante horas, contemplando aquellos alegres y
atareados miembros y aquellos impresionantemente brillantes bancos de memoria,
escuchando Hacia fuera, hacia fuera y luego Una poderosa Familia; pero la música
disminuyó de volumen (en el momento en que las 11.10 se convirtieron en las 11.11)
y la voz, suavemente, consciente de sus sentimientos, les recordó que había otros
miembros esperando y les pidió que avanzaran por favor hacia la siguiente exhibición
más adelante en el pasillo. Se apartó, reacio, del panel de cristal de UniComp, junto
con otros miembros que se secaban discretamente los ojos y sonreían y asentían con
la cabeza. Les sonrió, y ellos le sonrieron a él.
Papá Jan sujetó su brazo y lo condujo al otro lado del pasillo, hasta una puerta
provista de un escáner.
—Bien, ¿te ha gustado? —preguntó.
Chip asintió.
—Eso no es Uni —dijo Papá Jan.
Chip lo miró.
Papá Jan le quitó el auricular del oído.
—¡Eso no es UniComp! —dijo en un intenso susurro—. ¡Esas cajas rojas y
naranjas de ahí dentro no son reales! ¡Son juguetes, para que la Familia venga a
contemplarlos y se sienta alegre y feliz con ellos! —Sus saltones ojos se acercaron
mucho a Chip; diminutas gotitas de saliva salpicaron la nariz y mejillas del niño—.
¡Está más abajo! —dijo—. ¡Hay tres niveles debajo de éste, y allí es donde está!
¿Quieres verlo? ¿Quieres ver el auténtico UniComp?
Chip sólo pudo seguir mirándolo.
—¿Quieres, Chip? —insistió Papá Jan—. ¿Quieres verlo? ¡Puedo mostrártelo!
Chip asintió.
Papá Jan soltó su brazo y se enderezó. Miró alrededor y sonrió.
—De acuerdo —dijo—, vamos por aquí.
Sujetó a Chip por el hombro y le hizo retroceder por donde habían venido, pasado

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el panel de cristal atestado de miembros que miraban al otro lado, y el parpadeante
haz de luz de los bancos de memoria, y la pared repleta de miniluces y...
—Disculpe, por favor.
—... la cola de miembros que esperaban para entrar y hacia otra parte del
vestíbulo que estaba más oscura y vacía, y donde un monstruoso telecomp se
inclinaba, roto y suelto, de su panel de pared, y había dos camillas azules depositadas
en el suelo una al lado de la otra, con almohadas y mantas azules dobladas encima.
Había una puerta en el rincón con un escáner a su lado, pero cuando se acercaron
a ella Papá Jan echó hacia abajo el brazo de Chip.
—El escáner —dijo Chip.
—No —respondió Papá Jan.
—¿No es aquí donde...?
—Sí.
Chip miró a Papá Jan, y éste lo empujó más allá del escáner, abrió la puerta, lo
metió dentro y siguió tras él, dejando que el automático de la puerta la cerrara
lentamente a sus espaldas con un suave silbido.
Chip, estremecido, miró a su abuelo.
—Todo está bien —dijo Papá Jan secamente; luego, no tan secamente, con cariño,
cogió la cabeza de Chip con ambas manos y repitió—: Todo está bien, Chip. No te
pasará nada. Lo he hecho montones de veces.
—Pero no hemos preguntado —observó Chip, aún temblando.
—Todo está bien —repitió Papá Jan—. Mira: ¿a quién pertenece UniComp?
—¿Pertenece?
—¿De quién es ese computador?
—Es... de toda la Familia.
—Y tú eres un miembro de la Familia, ¿no?
—Sí...
—Bien, entonces es en parte tu computador, ¿no? Te pertenece, no al revés: tú no
le perteneces a él.
—¡Pero se supone que debemos pedir las cosas! —exclamó Chip.
—Chip, por favor, confía en mí —dijo muy seriamente Papá Jan—. No vamos a
coger nada, ni siquiera vamos a tocar nada. Sólo vamos a mirar. Ésa es la razón de
que yo haya venido aquí hoy, para mostrarte al auténtico UniComp. Quieres verlo,
¿no?
Al cabo de un momento, Chip dijo:
—Sí.
—Entonces no te preocupes; todo está bien. —Papá Jan le miró
tranquilizadoramente a los ojos; luego soltó su cabeza y tomó su mano.
Estaban en un descansillo, del que partían unas escaleras hacia abajo.

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Descendieron cinco o seis tramos —hacía frío—, y Papá Jan se detuvo y detuvo a
Chip.
—Espera aquí —dijo—. Volveré en unos segundos. No te muevas.
Chip contempló ansiosamente a Papá Jan mientras éste volvía escaleras arriba
hasta el descansillo, abría la puerta para mirar, y luego salía rápidamente. La puerta
se cerró tras él.
Chip empezó a temblar de nuevo. Había cruzado un escáner sin tocarlo, y ahora
estaba solo en una fría y silenciosa escalera..., y ¡Uni no sabía dónde estaba!
La puerta se abrió de nuevo, y Papá Jan regresó con unas mantas azules en el
brazo.
—Hace mucho frío aquí —dijo.

Caminaron juntos, envueltos en las mantas, por un corredor apenas lo bastante


ancho para los dos, entre dos paredes de acero que se extendían convergentes ante
ellos hasta una lejana pared transversal y que se alzaban sobre sus cabezas hasta
medio metro de distancia de un reluciente techo blanco..., no eran paredes en
realidad, sino hileras de gigantescos bloques de acero puestos uno al lado de otro y
empañados por el frío, numerados en su parte frontal con una serie de cifras negras y
a la altura de los ojos: «h36», «h38» a un lado del corredor; «h39», «H51» en el otro.
Había unos veinte corredores como aquél; estrechos desfiladeros paralelos se abrían a
espaldas de las hileras de bloques de acero, y esas hileras se veían interrumpidas
regularmente por la intersección de otros desfiladeros formados por cuatro corredores
perpendiculares ligeramente más amplios.
Recorrieron el corredor, con el aliento formando nubecillas ante su rostro,
dejando manchas de sombras detrás de sus pies. El ruido que hacían —el rozar del
tejido de sus monos, el golpear de sus sandalias contra el suelo— eran los únicos
sonidos del lugar, cargado de ecos.
—¿Y bien? —dijo Papá Jan, mirando a Chip.
Chip se apretó más fuertemente la manta en torno a su cuerpo.
—No es tan bonito como arriba —dijo.
—No —admitió Papá Jan—. No hay apuestos miembros jóvenes con plumas y
tablillas aquí abajo. Ni cálidas luces ni amistosas máquinas rosas. De un año a otro,
siempre está vacío aquí abajo. Vacío, frío y sin vida. Horrible.
Se detuvieron en la intersección de dos corredores, desfiladeros de acero que se
extendían en una y otra dirección, en una tercera y una cuarta. Papá Jan movió la
cabeza en un gesto de negación y frunció el entrecejo.
—Está mal —dijo—. No sé por qué o cómo, pero está mal. Planes muertos de
miembros muertos. Ideas muertas, decisiones muertas.
—¿Por qué hace tanto frío? —preguntó Chip, mientras contemplaba condensarse
su aliento.

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—Porque está muerto —dijo Papá Jan, pero entonces negó con la cabeza—. No,
no lo sé —rectificó—. Si no están fríos, casi al punto de la congelación, no
funcionan; no sé por qué. Cuando trabajé aquí, todo lo que sabía hacer era poner las
cosas allá donde se suponía que debían estar sin romperlas ni estropearlas.
Caminaron lado a lado por otro corredor: «R20», «R22», «R24».
—¿Cuántos hay? —quiso saber Chip.
—Mil doscientos cuarenta en este nivel, mil doscientos cuarenta en el nivel de
abajo. Y eso es sólo por ahora; hay el doble de espacio que éste preparado y
aguardando detrás de esa pared oriental, para cuando la Familia crezca. Otros pozos,
otro sistema de ventilación ya en su lugar...
Descendieron al siguiente nivel inferior. Era igual que el de arriba, excepto que
había columnas de acero en dos de las intersecciones y cifras rojas en vez de negras
en los bancos de memoria. Caminaron junto a «J65», «J63», «J61».
—La mayor excavación que hubo nunca —dijo Papá Jan—. El mayor trabajo que
se haya emprendido nunca, construir un computador para anular los cinco viejos.
Cuando tenía tu edad, cada noche había noticias sobre ello. Imaginé que no sería
demasiado tarde para ayudar cuando cumpliera los veinte años, siempre que
consiguiera las calificaciones requeridas. Así que lo solicité.
—¿Lo solicitaste?
—Eso es lo que he dicho —murmuró Papá Jan, con una sonrisa y un gesto de
asentimiento—. Hacían caso de estas cosas en aquellos días. Así que le pedí a mi
consejero que solicitara a Uni..., bueno, no era Uni entonces, era EuroComp, de todos
modos, le pedí que lo solicitara, y lo hizo, y Cristo, Marx, Wood y Wei, lo conseguí:
042C; trabajador de la construcción, tercera clase. Primer trabajo, aquí. —Miró
alrededor, aún sonriendo, los ojos brillantes—. Iban a bajar estos bloques por los
pozos, uno a uno —dijo, y se echó a reír—. Me senté ahí una noche, pensando, e
imaginé la forma en que podía hacerse el trabajo con ocho meses de antelación si
perforábamos un túnel desde el otro lado del monte Amor —señaló con el pulgar por
encima de su hombro— y los entrábamos por allí sobre ruedas. EuroComp no había
pensado en esa sencilla idea. ¡O quizá no tenía demasiada prisa de que le arrebataran
la memoria! —Se echó a reír de nuevo.
De pronto dejó de reír. Chip lo miró, y observó por primera vez que su pelo era
completamente blanco ahora. Las manchas rojizas que tenía unos años antes habían
desaparecido por completo.
—Y aquí están ahora —siguió Papá Jan—: todos en su lugar, arrastrados sobre
ruedas por mi túnel y trabajando ocho meses antes de lo que lo hubieran hecho de
otro modo. —Miraba los bancos junto a los que pasaban como si le desagradaran.
—¿No te... gusta UniComp? —preguntó Chip.
Papá Jan guardó silencio por unos instantes.

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—No, no me gusta —dijo al fin, y carraspeó—. No puedes discutir con él, no
puedes explicarle cosas...
—Pero lo sabe todo —dijo Chip—. ¿Qué hay que explicarle o discutir con él?
Se separaron para pasar junto a una columna cuadrada de acero y volvieron a
reunirse al otro lado.
—No lo sé —dijo Papá Jan—. No lo sé. —Siguió andando, la cabeza baja, el
entrecejo fruncido, la manta envuelta en torno al cuerpo—. Escucha —dijo—, ¿hay
alguna clasificación que desees más que cualquier otra? ¿Cualquier trabajo que te
gustaría especialmente?
Chip miró inseguro a Papá Jan y se encogió de hombros.
—No —dijo—. Quiero la clasificación que obtenga, aquélla para la cual sea más
apto. Y los trabajos que llegue a realizar, que sean aquellos que la Familia necesite
que haga. De todos modos, sólo hay un trabajo: ayudar al desarrollo de...
—«Ayudar al desarrollo de la Familia a través del universo» —citó Papá Jan—.
Lo sé. A través del universo UniComp unificado. Vamos —dijo—, volvamos arriba.
No puedo seguir por más tiempo en este frío ambiente.
—¿No hay otro nivel? —dijo Chip, azarado—. Dijiste que...
—No podemos —respondió Papá Jan—. Hay escáners ahí, y miembros por todos
lados que verían que no los tocamos y se apresurarían a «ayudarnos». Además, no
hay nada especial que ver allí; el equipo de recepción y transmisión y las plantas
refrigeradoras.
Se dirigieron de vuelta a las escaleras. Chip se sentía deprimido. Por alguna
razón, había decepcionado a Papá Jan; y, peor aún, no estaba bien querer discutir con
Uni y no tocar los escáners y decir palabrotas.
—Deberías decir a tu consejero —murmuró, mientras empezaban a subir por las
escaleras— de qué quieres discutir con Uni.
—No deseo discutir con Uni —dijo Papá Jan—. Sólo quiero poder discutir con él
si quiero hacerlo.
Chip no pudo seguir aquel argumento.
—Deberías decírselo de todos modos —murmuró—. Quizá obtuvieras un
tratamiento extra.
—Es lo más probable —admitió Papá Jan; y, al cabo de un momento, añadió—:
De acuerdo, se lo diré.
—Uni lo sabe todo sobre todo —dijo Chip.
Subieron por el segundo tramo de escaleras, y se detuvieron en el descansillo de
arriba para doblar las mantas. Papá Jan terminó primero. Observó cómo Chip acababa
de doblar la suya.
—Ya está —dijo Chip, palmeando el bulto azul contra su pecho.
—¿Sabes por qué te di el nombre de Chip? —preguntó Papá Jan.

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—No —dijo Chip.
—Es una antigua palabra en un viejo idioma, el inglés. Quiere decir «astilla». Y
hay un viejo dicho que dice: «De tal palo, tal astilla.» Quiere decir que un niño es
como sus padres o sus abuelos.
—Oh.
—No quiero decir que seas como tu padre, o siquiera como yo —se apresuró a
decir Papá Jan—. Quiero decir que eres como mi abuelo. Por tu ojo. Él también tenía
un ojo verde.
Chip se agitó, inquieto, deseoso de que Papá Jan terminara de hablar para poder
salir afuera, donde pertenecían.
—Sé que no te gusta hablar de ello —dijo Papá Jan—, pero no es nada de lo que
haya que avergonzarse. Ser un poco diferente de los demás no es una cosa tan
terrible. Los miembros acostumbraban a ser diferentes unos de otros antes, no puedes
llegar a imaginar cuánto. Tu tatarabuelo fue un hombre muy valiente y muy capaz. Se
llamaba Hanno Rybeck, nombres y números estaban separados entonces, y fue uno de
los cosmonautas que ayudaron a construir la primera colonia en Marte. Así pues, no
debes avergonzarte de tener un ojo verde como él. Hoy en día trastean con los genes,
disculpa mi lenguaje, pero quizá se olvidaron algunos de los tuyos; quizá tengas algo
más que un ojo verde, quizá tengas también algo de la valentía y la habilidad de mi
abuelo. —Empezó a abrir la puerta, pero se volvió para mirar de nuevo a Chip—.
Trata de desear algo, Chip —dijo—. Inténtalo un día o dos antes de tu próximo
tratamiento. Entonces es cuando resulta más fácil; desear cosas, preocuparse por las
cosas...

Cuando salieron del ascensor al vestíbulo al nivel del suelo, los padres de Chip y
Paz estaban aguardándoles.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó el padre de Chip; y Paz, que sujetaba entre
sus manos un banco de memoria naranja en miniatura (no auténtico, por supuesto)
añadió:
—¡Os hemos estado esperando mucho rato!
—Estuvimos viendo a Uni —dijo Papá Jan.
—¿Todo el tiempo? —exclamó el padre de Chip.
—Todo el tiempo.
—Se suponía que teníais que seguir avanzando y dejar que otros miembros
ocuparan su turno.
—Tú debías hacerlo —dijo Papá Jan con una sonrisa—. Mi auricular dijo: «Jan,
viejo amigo, qué alegría verte de nuevo. Tú y tu nieto podéis quedaros y mirar
durante todo el tiempo que queráis.»
El padre de Chip se dio la vuelta, sin sonreír.
Fueron a la cantina, pidieron galletas y cocas —excepto Papá Jan, que no tenía

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hambre— y lo llevaron todo a la zona de jira detrás de la cúpula. Papá Jan señaló el
monte Amor a Chip y le habló un poco más de la perforación del túnel, lo cual
sorprendió al padre de Chip..., un túnel para llevar hasta allá abajo treinta y seis
bancos de memoria no tan grandes. Papá Jan le explicó que había más bancos en un
nivel inferior, pero no dijo cuántos ni lo grandes que eran, ni lo frío y muerto que
estaba todo allí. Chip tampoco dijo nada. Le produjo una extraña sensación saber que
había algo que él y Papá Jan conocían y que no decían a los demás; les hacía
diferentes de los otros, y en cierto modo más parecidos entre sí, al menos un poco...
Cuando terminaron de comer, fueron al autopuerto y se dirigieron a la cola de
peticiones. Papá Jan permaneció junto a ellos hasta que estuvieron cerca de los
escáners; entonces se fue, explicando que esperaría y volvería a casa con dos amigos
de Riverbend que visitarían Uni más tarde. «Riverbend» era el nombre que él daba a
’55131, donde vivía.
Cuando Chip volvió a ver a Bob NE, su consejero, le habló de Papá Jan; le contó
que a su abuelo no le gustaba Uni, y que deseaba discutir con él y explicarle cosas.
Bob sonrió y dijo:
—Eso ocurre a veces con miembros de la edad de tu abuelo, Li. No es nada por lo
que debas preocuparte.
—Pero ¿no puedes decírselo a Uni? —preguntó Chip—. Quizá pueda conseguir
un tratamiento extra, o uno más fuerte.
—Li —dijo Bob, y se inclinó por encima del escritorio—, los distintos productos
químicos que os administramos en vuestros tratamientos son muy preciosos y
difíciles de obtener. Si los miembros más viejos recibieran toda la cantidad que a
veces necesitan, puede que no hubiera suficiente para los miembros jóvenes, que en
realidad son los más importantes para la Familia. Y, si quisiéramos fabricar todos los
productos químicos necesarios para satisfacer a todo el mundo, tal vez tuviéramos
que dejar de lado trabajos más importantes. Uni sabe qué hay que hacer, cuánto existe
de cada cosa y cuánto de cada cosa necesita cada cual. Tu abuelo no se siente
realmente infeliz, te lo prometo. Sólo es un poco excéntrico, como lo seremos todos
nosotros cuando alcancemos los cincuenta años.
—Utiliza esa palabra —dijo Chip—. P-ejem-ejem-ejem-ejem-r.
—«Pelear» —sonrió Bob—. Los miembros viejos lo hacen a veces. Realmente no
quieren decir nada con ella. Las palabras no son «sucias» por sí mismas; son las
acciones que representan las palabras llamadas sucias las que son ofensivas. Los
miembros como tu abuelo usan sólo las palabras, no las acciones. No es muy
agradable, pero no es una auténtica enfermedad. ¿Y qué hay contigo? ¿Alguna
fricción? Dejemos a tu abuelo a su propio consejero por ahora.
—No, ninguna fricción —dijo Chip, al tiempo que pensaba en que había pasado
un escáner sin tocarlo y que había estado en un lugar donde Uni no había dicho que

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podía estar, y que ahora de pronto no deseaba decir a Bob nada de aquello—.
Ninguna fricción en absoluto —aseguró—. Todo está a tope de velocidad.
—Muy bien —dijo Bob—. Toca. Te veré el próximo viernes, ¿de acuerdo?

Más o menos una semana más tarde, Papá Jan fue transferido a USA60607. Chip,
sus padres y Paz fueron al aeropuerto en EUR55130 a despedirle.
En la sala de espera, mientras los padres de Chip y Paz contemplaban a través del
cristal cómo los miembros abordaban el avión, Papá Jan se separó un poco con Chip
y le miró fijamente, con una cariñosa sonrisa en los labios.
—Chip ojoverde —dijo. Chip frunció el entrecejo e intentó disimularlo—, pediste
un tratamiento extra para mí, ¿verdad?
—Sí —dijo Chip—. ¿Cómo lo sabes?
—Oh, lo sospeché, eso es todo —dijo Papá Jan—. Cuida mucho de ti mismo,
Chip. Recuerda de quién eres una astilla arrancada y lo que te dije acerca de intentar
desear algo.
—Lo haré —dijo Chip.
—Ya están subiendo los últimos —dijo el padre de Chip.
Papá Jan les besó a todos y se unió a los miembros que salían. Chip se dirigió al
cristal y miró; vio a Papá Jan caminar en la creciente oscuridad hacia el avión, un
miembro anormalmente alto, balanceando su bolsa de viaje al extremo de su brazo
colgante. En la escalerilla se dio la vuelta y saludó con la mano —Chip le devolvió el
saludo, esperando que Papá Jan pudiera verlo—, luego se giró de nuevo y apoyó la
muñeca de la mano que sostenía la bolsa de viaje sobre el escáner. El verde parpadeó
en respuesta a través de la oscuridad y la distancia, y Papá Jan dio un paso hacia la
escalerilla, y ésta lo transportó suavemente hacia arriba.
En el coche de vuelta Chip permaneció sentado en silencio, pensando que iba a
añorar a Papá Jan y sus visitas de los domingos y fiestas. Era extraño, porque era un
miembro viejo tan peculiar y diferente. Sin embargo, Chip se dio cuenta de pronto,
era por eso precisamente por lo que iba a echarle de menos; porque era peculiar y
diferente, y nadie más podría llenar su lugar.
—¿Qué te pasa, Chip? —preguntó su madre.
—Voy a añorar a Papá Jan —murmuró.
—Yo también —admitió ella—. Pero lo veremos por teléfono de tanto en tanto.
—Es bueno que se haya ido —dijo el padre de Chip.
—Quiero que no se vaya —dijo de pronto Chip—. Quiero que sea transferido de
vuelta aquí.
—Eso es muy poco probable —reconoció su padre—, y es mejor así. Era una
mala influencia para ti.
—Mike —dijo la madre de Chip.
—No empieces con esas tonterías —dijo el padre de Chip—. Mi nombre es Jesús,

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y el suyo Li.
—Y el mío es Paz —dijo Paz.

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Chip recordó lo que le había dicho Papá Jan, y en las semanas y meses que
siguieron pensó a menudo en desear algo, en desear hacer algo, del mismo modo que
Papá Jan, a los diez años, había deseado ayudar a construir Uni. Muchas noches
permanecía despierto durante una hora o así, meditando sobre todas las distintas
ocupaciones que había, todas las diferentes clasificaciones que conocía: supervisor de
construcción como Papá Jan, técnico de laboratorio como su padre, físico de plasmas
como su madre, fotógrafo como el padre de un amigo; médico, consejero, dentista,
cosmonauta, actor, músico. Todos esos trabajos le parecían muy iguales, pero antes
de poder desear realmente uno tenía que elegirlo. Resultaba extraño pensar en ello:
buscar, elegir, decidir. Le hacía sentirse pequeño, pero al mismo tiempo le hacía
sentirse también grande.
Una noche pensó que podía ser interesante planear grandes edificios, como
aquellos otros pequeños que había erigido con un juego de construcción que había
tenido hacía mucho tiempo (el que había hecho parpadear el rojo no de Uni). Chip
estuvo pensando en todo esto la noche antes de un tratamiento, pues recordó que Papá
Jan había dicho que ése era un buen momento para desear cosas. A la noche siguiente
planear grandes edificios no le pareció en absoluto diferente de cualquier otra
clasificación. De hecho, la idea misma de desear una clasificación en particular le
pareció estúpida y pre-U aquella noche, y se durmió inmediatamente.
La noche antes de su siguiente tratamiento pensó de nuevo en planear edificios —
edificios de las formas más diversas, no las tres únicas habituales—, y se preguntó
por qué lo interesante de la idea había desaparecido de su cabeza el mes antes. Los
tratamientos servían para prevenir enfermedades y para relajar a los miembros que
estaban tensos y para impedir que las mujeres tuvieran demasiados hijos y que a los
hombres les saliera pelo en el rostro; ¿por qué tenían que hacer que una idea
interesante pareciera no interesante? Pero eso era lo que hacían, un mes, y al
siguiente mes, y al siguiente.
Sospechó que pensar en tales cosas podía ser una forma de egoísmo; pero si así
era, se trataba de una forma menor —que implicaba sólo una hora o dos de tiempo de
sueño, nunca de tiempo de escuela o de televisión— que no valía la pena mencionar a
Bob NE, del mismo modo que no le mencionaría un nerviosismo momentáneo o un
sueño ocasional. Cada semana, cuando Bob le preguntaba si todo iba bien, él
respondía que sí: tope velocidad, nada de fricción. Cuidaba mucho de no «pensar en
desear» demasiado a menudo ni demasiado tiempo; así pues, siempre dormía todo lo
necesario, y por las mañanas, mientras se aseaba, observaba su rostro en el espejo
para asegurarse de que su aspecto era el correcto. Lo era..., excepto por supuesto su
ojo.

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En 146 Chip y su familia, junto con la mayor parte de los miembros de su
edificio, fueron transferidos a AFR71680. El edificio donde fueron alojados era
completamente nuevo, con una moqueta verde en lugar de gris en los pasillos,
pantallas de televisión más grandes, y muebles mullidos pero no ajustables.
Había mucho a lo que acostumbrarse en ’71680. El clima era un poco más cálido,
y los monos más ligeros de peso y claros de color; el monorraíl era viejo y lento y se
estropeaba con frecuencia; y las galletas totales venían envueltas en un papel verdoso
y su sabor era salado y no del todo bueno.
El nuevo consejero de Chip y su familia era Mary CZ14L8584. Era una mujer un
año mayor que la madre de Chip, aunque parecía unos cuantos años más joven.
Una vez se acostumbró a la vida en ’71680 —la escuela, al menos, no era distinta
—, Chip reanudó su pasatiempo de «pensar en desear». Ahora veía que había
diferencias considerables entre las clasificaciones, y empezó a preguntarse cuál le
adjudicaría Uni cuando llegara el momento. Uni, con sus dos niveles de fríos bloques
de acero, su vacía dureza llena de ecos... Deseó que Papá Jan lo hubiera llevado hasta
el nivel más inferior, donde estaban los miembros. Hubiera sido más agradable pensar
en ser clasificado por Uni y algunos miembros en lugar de por Uni solo; si le dieran
una clasificación que no le gustaba, y en ella estuvieran implicados miembros, sería
posible explicarles...
Papá Jan llamaba dos veces al año; pedía poder hacerlo más a menudo, decía,
pero eso era todo lo que se le concedía. Parecía más viejo, sonreía tensamente. Estaba
siendo reedificada una sección de USA60607, y él estaba al cargo. A Chip le hubiera
gustado decirle que estaba intentando desear algo, pero no podía con los demás de pie
junto a él delante de la pantalla. En una ocasión, cuando la llamada estaba a punto de
terminar, dijo:
—Lo estoy intentando.
Y Papá Jan sonrió como lo hacía antes y exclamó:
—¡Ése es mi chico!
Cuando terminó la llamada, el padre de Chip quiso saber:
—¿Qué estás intentando?
—Nada —dijo Chip.
—Tienes que haber querido decir algo —señaló su padre.
Chip se encogió de hombros.
Cuando Mary CZ vio a Chip de nuevo, se lo preguntó también.
—¿Qué quisiste decir a tu abuelo con que lo estabas intentando? —preguntó.
—Nada —dijo Chip.
—Li —murmuró Mary, y le miró con ojos de reproche—. Dijiste que lo estabas
intentando. ¿Intentando qué?
—Intentando no echarle de menos —respondió Chip—. Cuando fue transferido a

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Usa, le dije que lo añoraría, y él me dijo que debía intentar no hacerlo, que los
miembros eran todos iguales, y que de todos modos llamaría siempre que pudiera.
—Ah —dijo Mary, sin dejar de mirar a Chip, ahora insegura—. ¿Por qué no lo
dijiste desde un principio? —quiso saber.
Chip se encogió de hombros.
—¿Y lo echas de menos?
—Sólo un poco —respondió Chip—. Estoy intentando que no ocurra.

Empezó el sexo. Era más agradable aún que pensar en desear algo. Aunque le
habían enseñado que los orgasmos eran extremadamente placenteros, no había tenido
la menor idea de la insoportable delicia de las sensaciones acumuladas, el éxtasis de
alcanzar el clímax, y la satisfacción vacía y fláccida de los momentos posteriores.
Nadie había tenido ninguna idea, ninguno de sus compañeros y compañeras de clase;
no hablaban de ninguna otra cosa, y de buen grado no se hubieran dedicado a ninguna
otra cosa. Chip apenas podía pensar en las matemáticas y la electrónica y la
astronomía, y mucho menos en las diferencias entre clasificaciones.
Al cabo de unos meses, sin embargo, todo se calmó y, acostumbrado ya al nuevo
placer, le adjudicaron su momento adecuado, el sábado por la noche, dentro del
esquema de la semana.
Un sábado por la tarde, cuando Chip había cumplido ya los catorce, fue en
bicicleta con un grupo de amigos a una espléndida playa de arena blanca a pocos
kilómetros al norte de AFR71680. Allí nadaron, saltaron, se empujaron, chapotearon
entre las olas, cuya espuma era rosada al sol poniente, encendieron un fuego en la
arena y se sentaron alrededor, envueltos en mantas. Comieron galletas, bebieron y
tomaron unos dulces y crujientes trozos de coco recién abierto. Un chico puso
canciones, no demasiado buenas, en una grabadora, luego, mientras el fuego se
convertía en brasas, el grupo se separó en cinco parejas, cada uno envuelto en su
propia manta.
La chica con que estaba Chip era Anna VF. Después de su orgasmo —el mejor
que Chip hubiera tenido nunca, o eso le pareció—, se sintió lleno, con una sensación
de ternura hacia ella. Deseó tener algo que pudiera darle como prueba de ello, como
la hermosa concha que Karl GG había dado a Yin AP, o la grabadora de Li OS, que
arrullaba suavemente a quienquiera que fuese la muchacha con que estaba acostado.
Chip no tenía nada para Anna, ninguna concha, ninguna canción; nada en absoluto,
excepto, quizá, sus pensamientos.
—¿Te gustaría tener algo interesante en que pensar? —preguntó, tendido de
espaldas, rodeándola con sus brazos.
—Mmm... —dijo ella, y se arrimó más contra él. Tenía la cabeza apoyada sobre
su hombro, los brazos sobre su pecho.
Él la besó en la frente.

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—Piensa en todas las distintas clasificaciones que existen —dijo.
—¿Mmm...?
—E intenta decidir cuál escogerías si tuvieras la oportunidad de elegir una.
—¿Elegir una? —murmuró ella.
—Exacto.
—¿Qué quieres decir?
—Escoger una. Tenerla. Estar en ella. ¿Qué clasificación te gustaría más?
Médico, ingeniero, consejero...
Ella apoyó la cabeza en su mano y le miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué quieres decir? —repitió.
Él dejó escapar un ligero suspiro y explicó:
—Vamos a ser clasificados, ¿correcto?
—Correcto.
—Supón que no lo fuéramos, que tuviéramos que clasificarnos nosotros mismos.
—Oh, vamos, esto es una tontería —dijo ella, trazando dibujos con un dedo sobre
su pecho.
—Es interesante pensar en ello.
—Jodamos de nuevo —dijo de pronto ella.
—Espera un momento —interrumpió él—. Piensa simplemente en todas las
distintas clasificaciones. Supón que fuéramos nosotros quienes...
—No quiero hacerlo —dijo ella, dejando de dibujar—. Eso es estúpido. Y
enfermizo. Somos clasificados; no hay nada que pensar al respecto. Uni sabe lo que
todos nosotros...
—Oh, olvídate de Uni —dijo Chip—. Simplemente piensa por un minuto que
estuviéramos viviendo en...
Anna se apartó de él y se echó sobre su estómago, la nuca vuelta hacia el rostro
de él.
—Lo siento —dijo Chip.
—No. Yo lo siento —dijo ella— por ti. Estás enfermo.
—No, no lo estoy —exclamó él.
Ella guardó silencio.
Chip se sentó y miró desesperanzado su rígida espalda.
—Se me escapó —dijo en voz baja—. Lo siento.
Ella guardó silencio.
—Fue sólo una palabra, Anna —murmuró.
—Estás enfermo —dijo ella.
—Oh, odio —exclamó.
—¿Ves lo que quiero decir?
—Anna, mira —dijo—. Olvídalo. Olvídalo todo, ¿quieres? Simplemente olvídalo.

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—Insinuó su mano entre los muslos de ella, pero Anna los apretó fuertemente,
bloqueándole el camino.
—Vamos, Anna —suplicó él—. Vamos: dije que lo sentía, ¿no? Jodamos de
nuevo. Primero te chuparé un poco, si quieres.
Al cabo de un rato, ella relajó sus muslos y permitió los avances de Chip.
Luego se volvió, se sentó y le miró fijamente.
—¿Estás enfermo, Li? —preguntó.
—No —dijo, y consiguió reír—. Por supuesto que no —aseguró.
—Nunca había oído nada así —dijo ella—. «Clasificarse uno mismo.» ¿Cómo
podríamos hacerlo? ¿Cómo sabríamos lo suficiente para hacerlo?
—Es sólo algo que pienso algunas veces —dijo él—. No muy a menudo. De
hecho, casi nunca.
—Es una idea tan... tan curiosa —dijo ella—. Suena..., no sé..., como pre-U.
—No volveré a pensar nunca más en ello —prometió él. Alzó su mano derecha y
la pulsera resbaló hacia abajo en su brazo—. Por el amor de la Familia —dijo—.
Vamos, acuéstate y te chuparé un poco.
Ella se tendió sobre la manta, pero su expresión era preocupada.

A la mañana siguiente, a las diez menos cinco, Mary CZ llamó a Chip y le pidió
que fuera a verla.
—¿Cuándo? —preguntó Chip.
—Ahora.
—De acuerdo —dijo—. Voy ahora mismo.
—¿Para qué querrá verte en domingo? —quiso saber su madre.
—No tengo ni idea —respondió Chip.
Pero sí lo sabía. Anna VF había llamado a su consejero.
Bajó por las escaleras mecánicas, abajo, abajo, abajo, preguntándose cuánto
habría dicho Anna, y qué diría él. De pronto sintió el deseo de echarse a llorar y decir
a Mary que estaba enfermo y que era un egoísta y un mentiroso. Los miembros que
subían por las escaleras mecánicas se mostraban relajados, sonrientes, contentos, en
armonía con la alegre música de los altavoces; nadie excepto él se sentía culpable e
infeliz.
Las oficinas de los consejeros estaban extrañamente silenciosas. Miembros y
consejeros conferenciaban en algunos cubículos, pero la mayoría de ellos estaban
vacíos, los escritorios ordenados, las sillas aguardando. En un cubículo, un miembro
vestido con un mono verde permanecía inclinado sobre un teléfono, al que estaba
haciendo algo con un destornillador.
Mary estaba de pie sobre su silla colocando unos adornos de Navidad en lo alto
del cuadro Wei dirigiéndose a los quimioterapeutas. Había más adornos sobre el
escritorio, un carrete rojo y otro verde, y el telecomp de Mary estaba abierto a su

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lado, junto con una taza-termo de té.
—¿Li? —dijo, sin volverse—. Has sido rápido. Siéntate.
Chip se sentó. En la pantalla del telecomp brillaban líneas de símbolos verdes. El
botón de respuesta se mantenía apretado con un pisapapeles de recuerdo de
RUS81655.
—Quietos ahí —dijo Mary a los adornos y, sin dejar de mirarlos, bajó de la silla.
Los adornos se quedaron en su sitio.
Hizo girar la silla y sonrió a Chip mientras la acercaba al escritorio y se sentó.
Contempló la pantalla del telecomp y, sin dejar de mirarla, tomó la taza-termo de té y
dio un sorbo. Volvió a dejarla sobre el escritorio, miró a Chip y sonrió.
—Un miembro dice que necesitas ayuda —indicó—. La chica con la que jodiste
ayer por la noche, Anna —miró la pantalla— VF35H6143.
Chip asintió.
—Dije una palabra sucia —admitió.
—Dos —rectificó Mary—, pero eso no importa. Al menos no relativamente. Lo
que importa son algunas de las otras cosas que dijiste, cosas acerca de decidir qué
clasificación escoger si no tuviéramos a UniComp para hacer ese trabajo.
Chip apartó la vista de Mary y de los carretes de adornos navideños rojos y
verdes.
—¿Piensas a menudo en estas cosas, Li? —preguntó Mary.
—Sólo a veces —respondió Chip—. En la hora libre o por la noche; nunca en la
escuela o durante la televisión.
—La noche también cuenta —dijo Mary—. Entonces es cuando se supone que
debes dormir.
Chip la miró y no dijo nada.
—¿Cuándo empezó? —quiso saber ella.
—No lo sé —respondió él—. Hace algunos años. En Eur.
—Tu abuelo —apuntó ella.
Chip asintió con la cabeza.
Ella observó la pantalla, luego miró de nuevo a Chip, severamente.
—¿Nunca se te ha ocurrido —dijo— que «decidir» y «escoger» son
manifestaciones de egoísmo? ¿Actos de egoísmo?
—Alguna vez lo he pensado, quizá sí —admitió Chip, con los ojos fijos en el
borde del escritorio, pasando suavemente un dedo a lo largo de él.
—Vamos, Li —dijo Mary—. ¿Para qué estoy yo aquí? ¿Para qué son los
consejeros? Para ayudarnos, ¿no?
Él asintió en silencio con la cabeza.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿O a tu consejero en Eur? ¿Por qué esperaste,
perdiste horas de sueño y preocupaste a esa pobre Anna?

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Chip se encogió de hombros, sin dejar de mirar su dedo que se deslizaba arriba y
abajo por el borde del escritorio.
—Era, en cierto modo..., interesante —dijo.
—«En cierto modo, interesante» —repitió Mary—. También hubiera podido ser
en cierto modo interesante pensar en el tipo de caos pre-U que tendríamos ahora si
realmente escogiéramos nuestras propias clasificaciones. ¿Has pensado alguna vez en
ello?
—No —dijo Chip.
—Bien, pues hazlo. Piensa en un centenar de millones de miembros decidiendo
ser actores de televisión y ninguno decidiendo trabajar en un crematorio.
Chip alzó la vista hacia ella.
—¿Estoy muy enfermo? —preguntó.
—No —dijo Mary—, pero hubieras terminado estándolo de no ser por la ayuda
que te ha prestado Anna. —Levantó el pisapaleles de la tecla de respuesta del
telecomp, y los símbolos verdes desaparecieron de la pantalla—. Toca —dijo.
Chip tocó con su pulsera la placa del escáner, y Mary empezó a teclear.
—Te han sido hechos centenares de tests desde tu primer día en la escuela —dijo
la consejera—, y UniComp conserva los registros de los resultados de todos ellos,
hasta el último. —Sus dedos revoloteaban sobre la docena de teclas negras—. Has
tenido centenares de reuniones con tus consejeros —siguió—, y UniComp sabe todo
también acerca de ellas. Sabe qué trabajos tienen que hacerse y quiénes hay para
hacerlos. Lo sabe todo. Así pues, ¿quién va a hacer una clasificación mejor y más
eficiente, tú o UniComp?
—UniComp, Mary —dijo Chip—. Lo sé. Realmente no deseaba elegir por mí
mismo; era sólo..., sólo pensar en esa posibilidad, eso es todo.
Mary terminó de teclear y pulsó el botón de respuesta. La pantalla se llenó de
símbolos verdes. Mary dijo:
—Ve a la sala de tratamientos.
Chip se puso en pie de un salto.
—Gracias —dijo.
—Gracias a Uni —respondió Mary, y desconectó el telecomp. Cerró la tapa y
accionó los cierres.
Chip dudó.
—¿Estaré bien? —preguntó.
—Perfecto —dijo Mary. Sonrió tranquilizadoramente.
—Lamento haberte hecho venir en domingo —dijo Chip.
—No te preocupes —dijo Mary—. Por una vez en mi vida voy a tener mis
adornos de Navidad listos antes del 24 de diciembre.
Chip salió de las oficinas de los consejeros y entró en la sala de tratamientos. Sólo

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funcionaba una unidad, pero únicamente había tres miembros en la cola. Cuando
llegó su turno, metió su brazo tan hondo como pudo en la abertura orlada de caucho,
y sintió, agradecido, el contacto del escáner y el cálido hocico del disco de infusión.
Deseaba que el hormigueo-zumbido-cosquilleo durara largo rato, que lo curara
completamente y para siempre, pero fue más corto de lo habitual, y le preocupó que
pudiera haber una interrupción en las comunicaciones entre la unidad y Uni o una
escasez de productos químicos dentro de la propia unidad. En una tranquila mañana
de domingo ¿era posible que el servicio de asistencia fuera un tanto descuidado?
Dejó de preocuparse, sin embargo, y mientras subía por las escaleras mecánicas
se sintió mucho más tranquilo por todo: por sí mismo, por Uni, por la Familia, por el
mundo y el universo.
Lo primero que hizo cuando llegó al apartamento fue llamar a Anna VF y darle
las gracias.

A los quince años fue clasificado 663D —taxonomista genético, cuarta clase— y
transferido a RUS41500 y a la Academia de Ciencias Genéticas. Aprendió genética
elemental, técnicas de laboratorio y teoría de modulación y trasplante. Fue a patinar, a
jugar a fútbol, al Museo Pre-U y al Museo de los Logros de la Familia. Tuvo una
amiga llamada Anna de Jap y luego otra llamada Paz de Aus. El jueves 18 de octubre
de 151, él y todos los demás de la academia permanecieron levantados hasta las
cuatro de la madrugada para contemplar el despegue de la Altaira, luego durmieron y
holgazanearon durante medio día de fiesta extra.
Una noche sus padres llamaron inesperadamente.
—Tenemos malas noticias —dijo su madre—. Papá Jan murió esta mañana.
La tristeza se apoderó de él, y debió reflejarse en su rostro.
—Tenía sesenta y dos años, Chip —dijo su madre—. Disfrutó de su vida.
—Nadie vive eternamente —agregó su padre.
—Sí —dijo Chip—. Había olvidado lo viejo que era. ¿Cómo estáis vosotros?
¿Todavía no ha sido clasificada Paz?
Después de hablar un rato con ellos salió a dar un paseo, aunque la noche era
lluviosa y eran casi las diez. Fue al parque. Todo el mundo estaba saliendo ya.
—Quedan seis minutos —le dijo un miembro con una sonrisa.
No le importó. Deseaba que le lloviera encima, empaparse. No sabía por qué,
pero lo deseaba.
Se sentó en un banco y aguardó. El parque estaba vacío; todos los demás se
habían ido. Pensó en Papá Jan diciéndole cosas que eran lo opuesto a lo que quería
decir, y luego diciendo lo que realmente quería decir allá abajo en el interior de Uni,
apretadamente envuelto en una manta azul.
En el respaldo de un banco al otro lado del camino alguien había garabateado con
tiza roja «PELEA A UNI.» Alguien más —o quizá el mismo miembro enfermo,

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avergonzado— lo había tachado con tiza blanca. Empezó a llover, y la tiza empezó a
disolverse; tiza blanca, tiza roja, manchando de descendentes goterones rosados el
respaldo del banco.
Chip volvió el rostro hacia el cielo y lo mantuvo firmemente alzado bajo la lluvia,
intentando imaginar que, como estaba tan triste, lo que corría por su rostro eran
lágrimas.

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4
Al inicio de su tercer y último año en la academia Chip tomó parte en un
complicado intercambio de cubículos de dormitorio organizado para situar a
cualquiera interesado cerca de su amigo o amiga. En su nuevo lugar estaba a dos
cubículos de distancia de una tal Yin DW; y al otro lado del pasillo había un miembro
más bajo de lo normal llamado Karl WL, que solía llevar consigo una libreta de
dibujo de tapas verdes y que, aunque respondía de inmediato a los comentarios, raras
veces iniciaba una conversación.
Aquel Karl WL tenía en sus ojos una expresión de insólita concentración, como si
estuviera buscando y a punto de hallar las respuestas a difíciles preguntas. En una
ocasión Chip lo vio deslizarse fuera de la sala tras el inicio de la primera hora de
televisión y no volver a entrar hasta después del final de la segunda; y una noche en
el dormitorio, después de apagarse las luces, vio un débil resplandor filtrarse a través
de la manta de la cama de Karl.
Un sábado por la noche —en realidad a primera hora de la mañana del domingo
—, mientras Chip regresaba silenciosamente del cubículo de Yin DW al suyo, vio a
Karl sentado al otro lado del pasillo. Estaba a un lado de su cama, en pijama, con la
libreta inclinada hacia una lamparilla en la esquina del escritorio y trabajando en él
con febriles movimientos de la mano. La lente de la lamparilla estaba cubierta de tal
modo que sólo arrojaba un pequeño haz de luz.
Chip se acercó y preguntó:
—¿Ninguna chica esta semana?
Karl se sobresaltó y cerró la libreta. En la mano tenía un carboncillo.
—Perdona, te he sobresaltado —dijo Chip.
—No importa —respondió Karl, de cuyo rostro apenas eran visibles la barbilla y
los pómulos—. Terminé temprano. Paz KG. ¿No te has quedado toda la noche con
Yin?
—Ronca —dijo Chip.
Karl dejó escapar un pequeño sonido regocijado.
—Yo acabo de regresar —dijo.
—¿Qué estás haciendo?
—Sólo algunos diagramas genéticos —dijo Karl. Alzó la cubierta del cuaderno y
mostró la primera página. Chip se acercó, se inclinó y miró: secciones transversales
de genes en el emplazamiento B3, cuidadosamente dibujadas y sombreadas, hechas a
pluma.
—Intenté hacer algunos con carboncillo, pero no funciona —dijo Karl. Cerró de
nuevo la libreta y depositó el carboncillo en el escritorio; apagó la lamparilla—. Que
duermas bien —dijo.

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—Gracias —respondió Chip—. Tú también.
Fue a su cubículo y tanteó su camino hasta la cama, preguntándose si realmente
Karl habría estado dibujando diagramas, porque con carboncillo parecía que casi no
valía la pena intentarlo. Probablemente debiera comentar con su consejero, Li YB, la
actitud de Karl y su comportamiento ocasional tan poco habitual en un miembro, pero
decidió aguardar un poco, hasta estar seguro de que Karl necesitaba realmente ayuda
y que no iba a malgastar el tiempo de Li YB, el de Karl y el suyo. No había motivos
para mostrarse alarmista.

El Aniversario de Wei fue unas pocas semanas más tarde. Después del desfile
Chip y otros doce estudiantes salieron a divertirse un poco por la tarde en los Jardines
de Recreo. Remaron durante un rato y luego pasearon por el zoo. Cuando se
reunieron junto a la fuente, Chip vio a Karl WL sentado en la barandilla frente al
recinto de los caballos, con el cuaderno sobre sus rodillas, dibujando. Chip se
disculpó ante el grupo y se dirigió hacia él.
Karl le vio llegar y, sonriéndole, cerró la libreta.
—¿Verdad que fue un desfile estupendo? —dijo.
—Fue realmente tope velocidad —admitió Chip—. ¿Estás dibujando los
caballos?
—Intento hacerlo.
—¿Puedo ver?
Karl le miró fijamente a los ojos por un momento y luego dijo:
—Desde luego, ¿por qué no? —Hojeó rápidamente el cuaderno, lo abrió más o
menos a la mitad, dobló hacia atrás la parte superior y dejó que Chip contemplara un
garañón encabritado que llenaba toda la página, dibujado con enérgicos trazos al
carboncillo. Los músculos destacaban bajo la reluciente piel, los ojos brillaban
salvajes, las patas delanteras parecían estremecerse. El dibujo sorprendió a Chip por
su vitalidad y energía. Nunca había visto un dibujo de un caballo que se pareciera a
aquél. Buscó palabras, y sólo pudo murmurar:
—Esto es... estupendo, Karl. ¡Tope velocidad!
—No es muy exacto —admitió Karl.
—¡Sí lo es!
—No, no lo es —dijo Karl—. Si fuera exacto, yo estaría ahora en la Academia de
Arte.
Chip miró los caballos que había en el recinto, y luego el dibujo de Karl; después
observó de nuevo a los caballos, y vio que sus patas eran más gruesas, sus pechos
menos amplios.
—Tienes razón —reconoció, y miró de nuevo el dibujo—. No es exacto. Pero
es..., de algún modo, es mejor que exacto.
—Gracias —dijo Karl—. Así es como quería que fuera. Todavía no lo he

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terminado.
Chip le miró y dijo:
—¿Has hecho otros?
Karl volvió la página anterior y le mostró un león sentado, orgulloso y atento. En
la esquina inferior derecha de la página había una «A» con un círculo a su alrededor.
—¡Maravilloso! —dijo Chip. Karl volvió otras páginas; había dos ciervos, un
mono, un águila planeando, dos perros olisqueándose mutuamente, un leopardo
agazapado.
Chip se echó a reír.
—¡Has captado a todos los animales del zoo! —dijo.
—No, ¡qué va! —murmuró Karl.
Todos los dibujos tenían la «A» con el círculo en la esquina.
—¿Qué significa? —preguntó Chip.
—Los artistas acostumbraban firmar sus obras, para saber de quién era cada una.
—Entiendo —dijo Chip—. Pero, ¿por qué una A?
—Bueno —murmuró Karl, y fue volviendo las páginas una a una—. Quiere decir
Ashi. Así es como me llama mi hermana. —Volvió al caballo, añadió una línea de
carboncillo en su vientre, y observó los caballos del recinto con una mirada de
concentración, que ahora tenía un objeto y una razón.
—Yo también tengo un nombre extra —dijo Chip—. Chip. Me lo puso mi abuelo.
—¿Chip?
—Es antiguo, idioma inglés, o eso me dijo mi abuelo, aunque nunca había oído
que existiera ese idioma. Significa «astilla del viejo tronco». Se supone que me
parezco al abuelo de mi abuelo. —Observó a Karl perfilar las líneas de las patas
traseras del caballo y se apartó ligeramente de su lado—. Será mejor que vuelva con
mi grupo —dijo—. Esos dibujos son tope velocidad. Es una lástima que no fueras
clasificado como artista.
Karl le miró.
—No lo hicieron —dijo—, así que sólo dibujo los domingos, los días de fiesta y
durante la hora libre. Nunca dejo que interfiera con mi trabajo o cualquier otra cosa
que se suponga que debo estar haciendo.
—Exacto —dijo Chip—. Te veré en el dormitorio.
Aquella tarde, después de la televisión, Chip volvió a su cubículo y encontró en
su escritorio el dibujo del caballo. Karl, desde su cubículo, le dijo:
—¿Lo quieres?
—Sí —dijo Chip—. Gracias. ¡Es estupendo! —El dibujo tenía aún más vitalidad
y energía que antes. En su esquina inferior derecha había una «A» en un círculo.
Chip clavó el dibujo con chinchetas en el tablero de notas detrás de su escritorio
y, cuando terminaba de hacerlo, apareció Yin DW para devolverle el ejemplar de

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Universo que le había pedido prestado.
—¿Dónde has conseguido esto? —preguntó.
—Lo ha hecho Karl —dijo Chip.
—Es muy bonito, Karl —reconoció Yin—. Dibujas muy bien.
Karl, que se estaba poniendo el pijama, respondió:
—Gracias. Me alegra que te guste.
Yin se dirigió a Chip y le susurró en voz casi inaudible:
—Está completamente desproporcionado. Pero déjalo. Es muy considerado de tu
parte haberlo puesto aquí.
A veces, durante la hora libre, Chip y Karl iban juntos al Pre-U. Karl hacía
bocetos del mastodonte y del bisonte, de los hombres de las cavernas con sus pieles
de animales, de los soldados y marineros en sus incontables uniformes distintos. Chip
vagaba por entre los primeros automóviles, cajas fuertes, esposas y «televisores».
Estudiaba los modelos e imágenes de los antiguos edificios: los campanarios y
contrafuertes de las iglesias, los torreones de los castillos, las casas grandes y
pequeñas con sus ventanas y sus puertas llenas de cerraduras. Las ventanas, pensaba,
debían ser lo mejor de esas construcciones. Debía ser agradable, hacer que uno se
sintiera mejor, el poder mirar el mundo desde la habitación o el lugar de trabajo; y
por la noche contemplar una casa con sus hileras de ventanas iluminadas, debía ser un
espectáculo atractivo, incluso hermoso.
Una tarde Karl acudió al cubículo de Chip y se detuvo al lado de su escritorio,
con las manos convertidas en puños a sus costados. Chip alzó la vista hacia él, pensó
que sufría un ataque de fiebre o algo peor; su rostro estaba enrojecido y sus
entrecerrados ojos miraban de una forma extraña. Pero no, era furia lo que lo
embargaba, una furia como Chip nunca había visto antes, una furia tan intensa que,
cuando intentó hablar, Karl pareció incapaz de modular las palabras.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ansiosamente Chip.
—Li —dijo Karl—. Escucha. ¿Me harás un favor?
—¡Por supuesto! ¡Claro que sí!
Karl se inclinó hacia él y susurró:
—Pide un cuaderno para mí, ¿quieres? Acabo de pedir uno y me ha sido
denegado. ¡Tienen quinientos de ellos, una pila así de alta, y me lo han negado!
Chip se lo quedó mirando.
—Pide uno, ¿quieres? —dijo Karl—. Cualquiera puede desear dibujar un poco
durante su tiempo libre, ¿no? Ve ahora, ¿de acuerdo?
Trabajosamente, Chip dijo:
—Karl...
Karl le miró, su furia desapareció y entonces se enderezó.
—No —dijo—. No, yo..., simplemente perdí la calma, eso es todo. Lo siento. Lo

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siento, hermano. Olvídalo. —Dio una palmada a Chip en el hombro—. Ya estoy bien.
Lo pediré de nuevo dentro de una semana o dos. Supongo que he estado dibujando
demasiado últimamente. Uni lo sabe mejor que yo. —Se alejó pasillo abajo, en
dirección a los lavabos.
Chip se volvió de nuevo al escritorio y apoyó los codos en él, sujetándose la
cabeza entre las manos, tembloroso.
Eso fue un martes. Las reuniones de Chip con su consejero eran los wooderles por
la mañana a las 10.40, y esta vez le hablaría a Li YB de la enfermedad de Karl. Ya no
era cuestión de sentirse alarmista; de hecho, había sido un error por su parte aguardar
tanto tiempo como lo había hecho. Hubiera debido decirle algo al primer signo
evidente. Cuando vio a Karl saltarse la televisión (para dibujar, por supuesto), o
incluso cuando observó la mirada poco usual en los ojos de Karl. ¿Por qué odio había
aguardado? Podía oír ya a Li YB reprochándole suavemente:
—No has sido un buen guardián de tu hermano, Li.
A primera hora de la mañana del wooderles, sin embargo, decidió recoger algunos
monos y el nuevo Genetista. Bajó al centro de suministros y recorrió los pasillos.
Tomó un Genetista y un montón de monos, y luego llegó a la sección de suministros
artísticos. Vio el montón de cuadernos de dibujo de tapas verdes; no había quinientos,
pero sí setenta u ochenta, y nadie parecía apresurarse a cogerlos.
Pasó de largo, y pensó que se estaba volviendo loco. Sin embargo, si Karl
prometía no dibujar cuando se suponía que no debía hacerlo...
Volvió sobre sus pasos —«Cualquiera puede dibujar un poco en su tiempo libre,
¿no?»—, y tomó un cuaderno y un paquete de carboncillos. Fue a la cola de control
más corta. Notó que su corazón latía apresurado en su pecho, sus brazos temblaban.
Inspiró tan profundamente como pudo; y otra vez, y otra.
Aplicó su pulsera al escáner, luego las etiquetas de los monos, del Genetista, del
cuaderno y de los carboncillos. Todo fue «sí». Dejó el sitio al siguiente miembro.
Regresó al dormitorio. El cubículo de Karl estaba vacío, la cama por hacer. Fue a
su propio cubículo y dejó los monos en el estante y el Genetista en el escritorio.
Sobre la primera hoja de la libreta escribió, con mano aún temblorosa: «Sólo en tu
tiempo libre. Quiero que me lo prometas.» Luego dejó el cuaderno y los carboncillos
sobre su cama y se sentó ante el escritorio para leer el Genetista.
Llegó Karl, entró en su cubículo y se puso a hacer la cama. Chip alzó la vista.
—¿Es tuyo eso? —preguntó.
Karl miró el cuaderno y los carboncillos sobre la cama de Chip.
—No es mío —añadió Chip.
—Gracias —dijo Karl. Se acercó y cogió ambas cosas—. Muchas gracias.
—Deberías poner tu nombre en la primera página —dijo Chip—, si lo vas
dejando todo por ahí de este modo.

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Karl fue a su cubículo, abrió el cuaderno y miró la primera página. Alzó los ojos
hacia Chip, asintió, levantó la mano derecha y moduló claramente con la boca, sin
pronunciar las palabras:
—Por el amor de la Familia.
Fueron juntos a las clases.
—¿Por qué tuviste que estropear una página? —preguntó Karl.
Chip sonrió.
—No estoy bromeando —dijo Karl—. ¿Nunca se te ocurrió escribir la nota en un
trozo de papel suelto?
—Cristo, Marx, Wood y Wei —dijo Chip.

El mes de diciembre de aquel año, 152, llegó la abrumadora noticia de que la


Muerte Gris había azotado todas las colonias de Marte excepto una, y las había
barrido por completo en sólo nueve cortos días. En la Academia de Ciencias
Genéticas, como en todas las instituciones de la Familia, se produjo un impotente
silencio, luego pesar, más tarde una masiva determinación de ayudar a la Familia a
superar el terrible golpe que acababa de sufrir. Todos trabajaron más tiempo y más
intensamente. El tiempo libre fue recortado a la mitad; hubo clases los domingos, y
sólo medio día de fiesta por Navidad. Únicamente la genética podía desarrollar
nuevas fuerzas para las siguientes generaciones; todos tenían prisa por terminar sus
estudios e iniciar su primer auténtico trabajo. En todas las paredes estaban los
carteles, blanco sobre negro: «¡MARTE OTRA VEZ!»
El nuevo espíritu duró varios meses. Hasta las Marxvidades no hubo un día
completo de fiesta y, cuando llegó, nadie supo qué hacer con él. Chip y Karl y sus
amigas fueron a una de las islas del lago de los Jardines de Recreo y tomaron el sol
sobre una gran piedra plana. Karl dibujó a su amiga. Era la primera vez, por lo que
Chip sabía, que dibujaba una figura humana viva.
En junio Chip pidió otro cuaderno para Karl.
Su educación terminó cinco semanas antes de lo previsto, y les fueron asignados
sus primeros trabajos: Chip a un laboratorio de investigación de genética vírica en
USA90058; Karl al Instituto de Enzimología en JAP50319.
La noche antes de abandonar la academia prepararon sus bolsas de viaje. Karl
sacó cuadernos de tapas verdes de los cajones de su escritorio: una docena de uno,
media docena de otro, más libretas de otros cajones, e hizo con ellos un montón sobre
su cama.
—Nunca vas a conseguir meterlos todos en tu bolsa —dijo Chip.
—No tengo intención de hacerlo —dijo Karl—. Ya están terminados. No los
necesito. —Se sentó en la cama y hojeó uno de los cuadernos, arrancó un dibujo,
luego otro.
—¿Puedo quedarme algunos? —preguntó Chip.

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—Claro —dijo Karl, y le arrojó una libreta.
Eran casi todos bocetos del Museo Pre-U. Chip tomó uno de un hombre con cota
de malla y una ballesta al hombro, y otro de un mono rascándose.
Karl recogió la mayoría de las libretas y se dirigió al extremo del pasillo, a la
tolva de los desechos. Chip dejó el cuaderno sobre la cama de Karl y tomó otro.
En él había un hombre y una mujer desnudos de pie en un parque a las afueras de
una ciudad de piedra sin labrar. Eran más altos de lo normal, hermosos y
extrañamente dignos. La mujer era completamente distinta al hombre, no sólo
genitalmente, sino que su pelo era más largo, sus pechos más abundantes y poseía
una convexidad general más suave. Era un gran dibujo, pero algo en él inquietó a
Chip, sin que pudiera saber qué era.
Volvió otras páginas, otros hombres y mujeres; los dibujos se hacían más seguros
y enérgicos, hechos con menos líneas y más atrevidas. Eran los mejores dibujos que
Karl hubiera hecho nunca, pero en cada uno de ellos había algo inquietante, una falta,
un desequilibrio que Chip no conseguía definir.
De pronto le asaltó un estremecimiento.
No llevaban pulseras.
Volvió a mirarlos para comprobarlo, mientras el estómago se le anudaba
dolorosamente. Ni una pulsera. Ninguno de ellos las llevaba. Y no había ninguna
posibilidad de que los dibujos estuvieran inconclusos; en la esquina inferior derecha
de cada uno había una «A» con un círculo alrededor.
Volvió a dejar el cuaderno y fue a sentarse en su cama; observó a Karl cuando
regresó y tomó las otras libretas y con una sonrisa se las llevó.
Hubo un baile en el salón, pero fue corto y apagado a causa de lo ocurrido en
Marte. Más tarde Chip fue con su amiga al cubículo de ella.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.
—Nada —respondió.
Karl también se lo preguntó, por la mañana, mientras doblaban sus mantas.
—¿Qué te ocurre, Li?
—Nada.
—¿Sientes marcharte?
—Un poco.
—Yo también. Espera, dame tus hojas y las tiraré.

—¿Cuál es su numnombre? —preguntó Li YB.


—Karl WL35S7497 —dijo Chip.
Li YB lo anotó.
—¿Y cuál parece ser específicamente el problema? —preguntó.
Chip se secó las palmas de las manos en los muslos.
—Ha hecho algunos dibujos de miembros —dijo.

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—¿Actuando agresivamente?
—No, no —se apresuró a decir Chip—. Sólo de pie o sentados, jodiendo, jugando
con niños.
—¿Y bien?
Chip miró la lisa superficie del escritorio.
—No llevan pulseras —dijo.
Li YB no dijo nada. Chip le miró; le estaba contemplando fijamente. Al cabo de
un momento, Li YB dijo:
—¿Varios dibujos?
—Todo un cuaderno.
—Y ni una pulsera.
—Ninguna.
Li YB inspiró profundamente, luego dejó escapar el aliento entre los dientes en
una serie de rápidos silbidos. Miró su libreta de notas.
—KWL35S7497 —dijo.
Chip asintió.

Rompió el dibujo del hombre con la ballesta, que era agresivo, y rompió el del
mono también. Llevó los trozos a la tolva de los desechos y los dejó caer por ella.
Guardó las últimas cosas en su bolsa de viaje —sus recortes, el cepillo de dientes,
una foto enmarcada de sus padres y Papá Jan— y apretó para cerrarla.
La amiga de Karl se le acercó con la bolsa colgada del hombro.
—¿Dónde está Karl? —preguntó.
—En el medicentro.
—Bueno —dijo—. Dile adiós de mi parte, ¿quieres?
—Claro.
Se besaron en las mejillas.
—Adiós —dijo ella.
—Adiós.
Se alejó por el pasillo. Otros estudiantes, que ya no eran estudiantes, pasaron
junto a él. Le sonrieron y le dijeron adiós.
Miró alrededor, al ahora desnudo cubículo. El dibujo del caballo estaba aún en el
tablero de notas. Se acercó y lo observó; vio de nuevo el encabritado garañón, tan
vivo y salvaje. ¿Por qué no se había limitado Karl a dibujar los animales del zoo?
¿Por qué había empezado a retratar a seres humanos?
Una sensación cobró forma en Chip, cobró forma y creció; una sensación de que
había cometido un error hablándole a Li YB de los dibujos de Karl, aunque sabía por
supuesto que había obrado correctamente. ¿Cómo podía ser un error ayudar a un
hermano enfermo? No decirlo sí hubiera sido un error, callarse como había hecho
antes, dejar que Karl siguiera dibujando a miembros sin pulseras y que enfermara

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más y más. Finalmente hubiera terminado dibujando a miembros actuando de forma
agresiva. Peleando.
Por supuesto que había obrado correctamente.
Sin embargo, la sensación de que había cometido un error persistió, siguió
creciendo y creciendo irracionalmente hasta convertirse en culpabilidad.
Alguien se le acercó y Chip se volvió bruscamente, creyendo que era Karl que
venía a darle las gracias. Pero no, era alguien que se marchaba y pasaba junto a su
cubículo.
Eso iba a suceder: Karl regresaría del medicentro y le diría:
—Gracias por ayudarme, Li. Estaba realmente enfermo, pero ahora me siento
mucho mejor.
Y él diría:
—No me des las gracias a mí. Dáselas a Uni.
—No, no —insistiría Karl y le estrecharía la mano.
De pronto deseó no estar allí, no recibir el agradecimiento de Karl por haberle
ayudado. Cogió su bolsa de viaje y se apresuró por el pasillo..., se detuvo en seco,
inseguro de pronto, y regresó rápidamente. Tomó el dibujo del caballo colgado en el
tablero de notas, abrió su bolsa sobre el escritorio y metió el dibujo entre las páginas
de un cuaderno, volvió a cerrar la bolsa y se fue.
Bajó corriendo por las escaleras mecánicas, pidiendo disculpas al pasar junto a
otros miembros, temeroso de que Karl pudiera ir tras él. Corrió todo el camino hasta
el nivel inferior, donde estaba la ferroestación, y se puso en la larga cola para el
aeropuerto. Permaneció con la cabeza inmóvil, envarada, sin mirar ni una sola vez
hacia atrás.
Finalmente llegó al escáner. Lo miró durante unos instantes, luego lo tocó con su
pulsera. «Sí», parpadeó la luz verde.
Cruzó apresuradamente la puerta.

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Segunda parte
Despertar a la vida

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1
Entre julio de 153 y marx de 162, a Chip le asignaron cuatro trabajos: dos en los
laboratorios de investigación de Usa; uno muy breve en el Instituto de Ingeniería
Genética de Ind, donde asistió a una serie de conferencias sobre los más recientes
avances en inducción a la mutación; y un trabajo de cinco años en una planta de
quimiosintéticos en Chi. Fue ascendido dos veces en su clasificación, y en 162 era
taxonomista genético de segunda clase.
Durante esos años fue aparentemente un miembro normal y contento de la
Familia. Hacía bien su trabajo, participaba en los programas atléticos y recreativos de
su casa, tenía una actividad sexual semanal, llamaba mensualmente por teléfono y
visitaba dos veces al año a sus padres, estaba en su sitio y a su hora para la televisión
y los tratamientos y los encuentros con su consejero. No tenía ninguna inquietud que
informar, ni física ni mental.
Interiormente, sin embargo, distaba mucho de ser normal. La sensación de
culpabilidad con la que había abandonado la academia le había conducido a retraerse
ante su siguiente consejero, porque deseaba retener esa sensación que, aunque
desagradable, era la sensación más intensa que jamás había experimentado y,
sorprendentemente, una ampliación de su sensación de existir; y el hecho de
ocultársela a su consejero —de no informar de inquietud alguna y representar el papel
de un miembro contento y relajado— le había conducido a lo largo de los años a
retraerse de todos los que le rodeaban, una actitud general de cautelosa alerta. Todo le
parecía cuestionable: las galletas totales, los monos, la uniformidad de las
habitaciones y de los pensamientos de los miembros, y especialmente el trabajo que
realizaba, cuya finalidad sabía muy bien que no haría más que solidificar la
uniformidad universal. No había alternativas, por supuesto, ninguna alternativa
imaginable a nada, pero seguía encerrado en sí mismo y se hacía preguntas. Sólo en
los primeros días después de cada tratamiento era realmente el miembro que fingía
ser.
Únicamente una cosa en el mundo era indiscutiblemente correcta: el dibujo del
caballo de Karl. Lo enmarcó —no en un marco del centro de suministros sino en uno
que se hizo él mismo, con trozos de madera arrancados de la parte de atrás de un
cajón— y lo colgó en su habitación en Usa, en la de Ind y en la de Chi. Era mucho
mejor contemplarlo que contemplar Wei dirigiéndose a los quimioterapeutas o Marx
escribiendo o Cristo expulsando a los mercaderes.
En Chi pensó en casarse, pero se le dijo que no debía reproducirse y entonces
creyó que contraer matrimonio no tenía mucho sentido.

A mediados de marx de 162, poco antes de cumplir veintisiete años, fue

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transferido de vuelta al Instituto de Ingeniería Genética en IND26110 y destinado a
un recién establecido Centro de Subclasificación Genética. Nuevos microscopios
habían hallado distinciones entre genes que hasta entonces habían parecido idénticos,
y él era uno de los 663B y C cuya misión era definir las subclasificaciones. Su
habitación estaba a cuatro edificios del centro, lo cual le daba la oportunidad de
efectuar dos cortos paseos al día, y pronto encontró una amiga cuya habitación estaba
en el piso debajo del suyo. Su consejero era un año más joven que él, Bob RO. Al
parecer la vida iba a seguir como siempre.
Sin embargo, una noche de abril, mientras se preparaba para lavarse los dientes
antes de irse a la cama, descubrió una pequeña cosa blanca metida entre las cerdas de
su cepillo. Perplejo, la sacó. Era un trozo pequeño de papel apretadamente enrollado.
Dejó a un lado el cepillo y desenrolló el fino rectángulo, lleno con una apretada letra
escrita a máquina. «Pareces un miembro más bien poco usual —decía la nota—. De
los que se preguntan qué clasificación elegirían, por ejemplo. ¿Te gustaría conocer a
algunos otros miembros poco usuales? Piensa en ello. Sólo estás parcialmente vivo.
Podemos ayudarte más de lo que puedes llegar a imaginar.»
La nota lo sorprendió por lo que había en ella de conocimiento de su pasado y lo
inquietó por su clandestinidad y su «Sólo estás parcialmente vivo». ¿Qué querían
decir..., aquella extraña afirmación y todo el extraño mensaje? ¿Y quién la había
puesto en su cepillo de dientes, entre todos los lugares posibles? Pero no había ningún
otro lugar mejor, comprendió con sorpresa, para asegurarse de que él y sólo él la
encontraría. ¿Quién, entonces, la había puesto allí, de una manera no tan estúpida?
Cualquiera podía haber entrado en su habitación por la noche o durante el día. Al
menos otros dos miembros lo habían hecho; había encontrado notas en su escritorio
de Paz SK, su amiga, y del secretario del club fotográfico de la casa.
Se lavó los dientes, se metió en la cama y volvió a leer la nota. El que la había
escrito, o uno de los otros «miembros no usuales», debía haber tenido acceso a la
memoria de UniComp sobre sus pensamientos juveniles de autoclasificación, y
aquello debió parecer suficiente para que el grupo pensara que podía simpatizar con
ellos. ¿Era eso cierto? Eran anormales; de eso estaba seguro. Sin embargo, ¿qué era
él? ¿Era anormal también? «Podemos ayudarte más de lo que puedes llegar a
imaginar.» ¿Qué significaba eso? Ayudarle, ¿cómo? Ayudarle, ¿a hacer qué? Y, si
decidía que deseaba unirse a ellos, ¿qué se suponía que debía hacer? Aguardar, al
parecer, la llegada de otra nota, un contacto de algún tipo. «Piensa en ello», decía la
nota.
Sonó el último campanilleo. Enrolló de nuevo el trozo de papel y lo introdujo en
el lomo de su libro de cabecera, Sabiduría viva de Wei. Apagó la luz, se tumbó y
pensó en todo ello. Era inquietante, pero era distinto también, e interesante. «¿Te
gustaría conocer a algunos otros miembros poco usuales?»

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Nada dijo de aquella nota a Bob RO. Cada vez que volvía a su habitación buscaba
alguna nota en su cepillo de dientes, pero no encontró ninguna. Cuando iba y venía
caminando del trabajo a casa, se sentaba en el salón a ver la televisión, aguardaba en
la cola del comedor o el centro de suministros, escrutaba los ojos de los miembros
que había alrededor de él, alerta a cualquier señal significativa o quizá sólo a una
mirada, a un movimiento de cabeza que le indicara que siguiera a alguien. Nada
ocurrió.
Transcurrieron cuatro días y empezó a pensar que la nota había sido una broma de
algún miembro enfermo, o peor, alguna clase de prueba. ¿La había escrito el propio
Bob RO para ver si la mencionaba? No, eso era ridículo; estaba poniéndose realmente
enfermo.
Se había sentido interesado —incluso excitado, y esperanzado, aunque no sabía
exactamente por qué—, pero ahora, a medida que transcurrían más días sin ninguna
otra nota, sin el menor contacto, empezó a sentirse decepcionado e irritable.
Y luego, una semana después de la primera nota, ahí estaba: el mismo papel
enrollado en el cepillo de dientes. Lo tomó, sintiendo que la excitación y la esperanza
volvían instantáneamente. Desenrolló el papel y leyó: «Si quieres contactar con
nosotros y saber cómo podemos ayudarte, acude entre los edificios J16 y J18 en la
plaza Baja de Cristo mañana por la noche a las 11.15. No toques ningún escáner por
el camino. Si hay miembros a la vista pasa de largo, toma otro camino. Esperaré hasta
las 11.30.» Debajo estaba escrito, también a máquina, como firma: «Copo de Nieve.»

Había algunos miembros en las aceras, pero se apresuraban hacia sus camas con
los ojos fijos delante de ellos. Tuvo que cambiar de camino sólo una vez, anduvo
rápido, y llegó a la plaza Baja de Cristo exactamente a las 11.15. Cruzó la gran
extensión blanca iluminada por la luna, con su apagada fuente que reflejaba el pálido
disco, y encontró el edificio J16 y el oscuro canal que lo dividía del J18.
No había nadie allí..., pero entonces, unos metros más atrás, entre las sombras,
vio un mono blanco marcado con lo que parecía ser la cruz roja de un medicentro.
Entró en la oscuridad y se acercó al miembro, que estaba apoyado silenciosamente en
la pared del J16.
—¿Copo de Nieve? —preguntó.
—Sí. —La voz era de una mujer—. ¿Has tocado algún escáner?
—No.
—Es una extraña sensación, ¿verdad? —Llevaba una pálida máscara, fina y
ajustada.
—Ya lo había hecho antes —dijo Chip.
—Mejor para ti.
—Sólo una vez, y alguien me empujó a hacerlo —aclaró. Parecía de más edad
que él, aunque no podía decir cuánto.

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—Vamos a ir a un lugar que está a cinco minutos andando desde aquí —dijo la
mujer—. Allí es donde nos reunimos regularmente seis de nosotros, cuatro mujeres y
dos hombres..., una relación terrible, cuento contigo para mejorarla. Vamos a hacerte
algunas sugerencias; si decides seguirlas, puedes terminar siendo uno de nosotros; si
no, no pasará nada, y esta noche será nuestro último contacto. Previendo esa segunda
posibilidad, sin embargo, no podemos permitirte que sepas quiénes somos ni dónde
nos reunimos. —Sacó la mano del bolsillo, con algo blanco en ella—. Tendré que
vendarte los ojos —dijo—. Por eso llevo este mono de medicentro, para que no
parezca extraño que te conduzca.
—¿A esta hora?
—Lo hemos hecho antes y nunca ha habido ningún problema —dijo la mujer—.
¿Te importa?
Se encogió de hombros.
—Supongo que no.
—Ponte esto sobre los ojos. —Le entregó dos tampones de algodón. Chip cerró
los ojos y se los colocó, sujetando cada uno con un dedo. Ella empezó a enrollar un
vendaje en torno a su cabeza y sobre los tampones. Chip retiró los dedos e inclinó la
cabeza para facilitarle la tarea. Ella siguió desenrollando el vendaje, vuelta tras
vuelta, por encima de su frente y por debajo de sus mejillas.
—¿Estás segura de que no perteneces realmente al medicentro? —preguntó.
Ella rió quedamente y dijo:
—Positivo. —Tiró del extremo del vendaje, lo aseguró con esparadrapo; lo
comprobó, se aseguró de que estuviera bien apretado encima de sus ojos, luego cogió
su brazo. Chip se dio cuenta de que le hizo dar la vuelta hacia la plaza, y después
echaron a andar.
—No olvides tu máscara —dijo él.
Ella se detuvo en seco.
—Gracias por recordármelo —respondió. Soltó su brazo y al cabo de un
momento volvió a sujetarlo. Empezaron a andar de nuevo.
Los pasos de la mujer cambiaron, dejaron de sonar en el espacio abierto, y una
suave brisa enfrió el rostro de Chip debajo del vendaje; estaban en la plaza. La mano
de Copo de Nieve en su brazo le hizo girar en diagonal hacia la izquierda, lejos de la
dirección del Instituto.
—Cuando lleguemos a nuestro destino —dijo ella— pondré un trozo de
esparadrapo sobre tu pulsera; sobre la mía también. Evitamos conocer nuestros
numnombres tanto como nos es posible. Yo sé el tuyo, puesto que fui la que te
localicé, pero los otros no; todo lo que saben es que les traigo un miembro
prometedor. Más tarde puede que uno o dos tengan que conocerte.
—¿Comprobáis los historiales de todo el mundo que es asignado aquí?

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—No. ¿Por qué?
—¿No es así como me localizaste, descubriendo que de pequeño acostumbraba a
pensar en clasificarme yo mismo?
—Cuidado, aquí hay tres escalones —dijo ella—. No, eso fue sólo una
confirmación. Ahora otros dos, y luego tres más. Lo que descubrí fue tu expresión, la
expresión de un miembro que no se halla a un ciento por ciento en el seno de la
Familia. Tú también aprenderás a reconocerlos si te unes a nosotros. Supe quién eres,
y luego fui a tu habitación y vi ese dibujo en la pared.
—¿El caballo?
—No, Marx escribiendo —dijo ella burlonamente—. Claro que el caballo.
Dibujas de una forma que ningún miembro normal pensaría nunca en dibujar.
Entonces comprobé tu historial, tras haber visto el dibujo.
Habían abandonado la plaza y estaban en una de las aceras de su lado
occidental..., K o L, no estaba seguro de cuál.
—Cometiste un error —dijo—. Ese dibujo lo hizo otra persona.
—Tú lo hiciste —negó ella—; pediste carboncillos y cuadernos de dibujo.
—Para el miembro que lo dibujó. Un amigo mío de la Academia.
—Bien, eso es interesante —dijo ella—. Engañar en el centro de suministros es el
mejor signo de todos. De todos modos, te gustó lo suficiente el dibujo como para
conservarlo y enmarcarlo. ¿O hiciste que lo enmarcara también tu amigo?
Chip sonrió.
—No, lo hice yo —dijo—. No se te escapa nada.
—Ahora giraremos a la derecha, aquí.
—¿Eres una consejera?
—¿Yo? Odio, no.
—Pero ¿puedes sacar historiales?
—A veces.
—¿Estás en el Instituto?
—No hagas tantas preguntas. Escucha, ¿cómo quieres que te llamemos? En vez
de Li RM.
—Chip.
—¿Chip? No..., no te limites a decir la primera cosa que te pase por la cabeza.
Tendrías que ser algo como Pirata o Tigre. Los otros son Rey y Lila y Leopardo y
Quietud y Gorrión.
—Chip era como me llamaban cuando era niño —dijo él—. Me he acostumbrado
a ese nombre.
—De acuerdo —admitió ella—, pero no es el nombre que yo hubiera elegido.
¿Sabes dónde estamos?
—No.

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—Estupendo. Ahora a la izquierda.

Cruzaron una puerta, subieron por unos escalones, cruzaron otra puerta y
penetraron en una sala llena de ecos, donde caminaron y giraron, caminaron y
giraron, como si eludieran un cierto número de objetos irregularmente situados.
Subieron por una escalera mecánica parada y luego siguieron a lo largo de un
corredor que se curvaba hacia la derecha.
La mujer le detuvo y le pidió que pusiera al descubierto su pulsera. Alzó la
muñeca, y la pulsera fue apretada contra su piel y frotada. La tocó, en lugar de su
numnombre ahora había algo liso. Esto y su ceguera le hizo sentir de pronto como si
se hubiera desmaterializado, como si estuviera flotando sobre el suelo, como si se
deslizara directamente a través de las paredes que hubiera a su alrededor y ascender
hacia el espacio, disolverse allí y convertirse en nada.
La mujer tomó de nuevo su brazo. Caminaron un poco más y se detuvieron. Oyó
una llamada y luego dos llamadas más, el abrirse de una puerta, voces quedas.
—Hola —dijo la mujer, y lo guió hacia adelante—. Éste es Chip. Insiste en el
nombre.
Se oyó el roce de sillas contra el suelo, el saludo de varias voces. Una mano cogió
la suya y la estrechó.
—Soy Rey —dijo un miembro, un hombre—. Me alegro de que decidieras venir.
—Gracias —respondió.
Otra mano apretó la suya con más fuerza que la anterior.
—Copo de Nieve dice que eres un artista. —Un hombre más viejo que Rey—.
Soy Leopardo.
Otras manos acudieron rápidas, mujeres:
—Hola, Chip. Soy Lila.
—Y yo Gorrión. Espero que te conviertas en un regular.
—Yo soy Quietud, la mujer de Leopardo. Hola. —Esta última mano y la voz que
le acompañaba eran viejas; las otras dos jóvenes.
Fue conducido hasta una silla y sentado en ella. Sus manos hallaron la superficie
de una mesa ante él, lisa y desnuda, con el borde ligeramente curvado; una mesa
grande ovalada o redonda. Los otros se estaban sentando: Copo de Nieve a su
derecha, sin dejar de hablar, alguien a su izquierda. Olió algo que se estaba
quemando, aspiró profundamente para asegurarse. Ninguno de los otros parecía darse
cuenta de ello.
—Se está quemando algo —dijo.
—Tabaco —respondió la mujer vieja, Quietud, a su izquierda.
—¿Tabaco? —dijo.
—Lo fumamos —dijo Copo de Nieve—. ¿Te gustaría probarlo?
—No —respondió.

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Algunos se echaron a reír.
—No es realmente mortífero —dijo Rey, más lejos a su izquierda—. De hecho,
sospecho que puede tener algunos efectos benéficos.
—Es muy agradable —añadió una de las mujeres jóvenes, desde el otro lado de la
mesa.
—No, gracias —insistió.
Se rieron de nuevo, hicieron comentarios entre sí, y uno tras otro guardaron
silencio. Su mano derecha sobre la mesa fue cubierta por la de Copo de Nieve; sintió
deseos de retirarla, pero se contuvo. Había sido un estúpido viniendo. ¿Qué hacía allí,
sentado ciego entre aquellos miembros enfermos con falsos nombres? Su propia
anormalidad no era nada frente a la de ellos. ¿Tabaco? Había sido declarado extinto
hacía un centenar de años, ¿dónde odio lo habían conseguido?
—Lamentamos lo del vendaje, Chip —dijo Rey—. Supongo que Copo de Nieve
te explicó por qué era necesario.
—Lo hizo —dijo Chip. Copo de Nieve hizo eco de sus palabras. Su mano se
apartó de la de Chip, que retiró la suya de encima de la mesa y sujetó la otra sobre sus
rodillas.
—Somos miembros anormales, lo cual es evidente —dijo Rey—. Hacemos un
gran número de cosas que generalmente son consideradas enfermizas. Nosotros
creemos que no lo son. Sabemos que no lo son. —Su voz era fuerte, profunda y
autoritaria. Chip lo visualizó como un hombre robusto y poderoso, de unos cuarenta
años—. No voy a entrar en demasiados detalles —prosiguió—, porque en tu actual
condición podrías sentirte impresionado y trastornado, del mismo modo que te sientes
evidentemente impresionado y trastornado por el hecho de que fumemos tabaco.
Averiguarás por ti mismo los detalles en el futuro, si hay un futuro en lo que a ti y a
nosotros se refiere.
—¿Qué quieres decir con «en mi actual condición»? —preguntó Chip.
Hubo un momento de silencio. Una mujer tosió.
—Mientras te hallas embotado y normalizado por tu más reciente tratamiento —
dijo Rey.
Chip se inmovilizó, el rostro vuelto en dirección a la voz de Rey, cortado por la
irracionalidad de lo que éste acababa de decir. Retomó las palabras y las contestó:
—No estoy embotado ni normalizado.
—Lo estás —aseguró Rey.
—Toda la Familia lo está —dijo Copo de Nieve, y desde algo más lejos le llegó la
voz del viejo Leopardo:
—Todo el mundo lo está, no sólo tú.
—¿En qué crees que consiste el tratamiento? —preguntó Rey.
Chip dijo:

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—Vacunas, enzimas, anticonceptivos, a veces un tranquilizante...
—Siempre un tranquilizante —dijo Rey—. Y LPK, que minimiza la agresividad y
minimiza también la alegría y la percepción de cualquier cosa peleadora de la que sea
capaz el cerebro.
—Y un depresor sexual —dijo Copo de Nieve.
—Eso también —confirmó Rey—. Diez minutos de sexo automático una vez a la
semana es apenas una fracción de lo que es posible.
—No lo creo —dijo Chip.
Le dijeron que era cierto.
—Es cierto, Chip.
—De veras, es la verdad.
—¡Todo es verdad!
—Tú estás en genética —dijo Rey—, ¿no es en esa dirección en la que está la
ingeniería genética? ¿Extirpar la agresividad, controlar el impulso sexual, construir a
partir de la servicialidad, la docilidad y la gratitud? Mientras tanto los tratamientos
son los que hacen el trabajo, mientras la ingeniería genética va más allá de la estatura
y el color de la piel.
—Los tratamientos nos ayudan —dijo Chip.
—Ayudan a Uni —rectificó la mujer del otro lado de la mesa.
—Y a los adoradores de Wei que programaron a Uni —añadió Rey—. Pero no
nos ayudan a nosotros, al menos no tanto como nos perjudican. Nos convierten en
máquinas.
Chip negó con la cabeza varias veces.
—Copo de Nieve nos dijo —era Quietud, con una voz seca y baja que encajaba
con su nombre— que tienes tendencias anormales. ¿No has observado nunca que son
más fuertes justo antes del tratamiento, y más débiles justo después?
—Apostaría —observó Copo de Nieve— a que hiciste el marco del dibujo un día
o dos antes de un tratamiento, no un día o dos después.
Chip pensó unos instantes.
—No lo recuerdo —dijo al fin—, pero, cuando era pequeño y pensaba en
clasificarme yo mismo, después de los tratamientos me parecía algo estúpido y pre-U,
mientras que antes de los tratamientos era... excitante.
—Aquí lo tienes —dijo Rey.
—¡Pero era una excitación enfermiza!
—Era sana —dijo Rey, y la mujer al otro lado de la mesa añadió:
—Estabas vivo, sentías algo. Cualquier sentimiento es más sano que ningún
sentimiento.
Chip pensó en el sentimiento de culpabilidad que había ocultado a sus consejeros
desde lo sucedido con Karl en la Academia. Asintió.

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—Sí —dijo—; sí, es posible. —Volvió su rostro hacia Rey, hacia la mujer, hacia
Leopardo y Copo de Nieve, con el deseo de poder abrir los ojos y verles—. Pero no
comprendo esto —añadió—. Vosotros recibís tratamientos, ¿no? Entonces, ¿por qué
no...?
—Tratamientos reducidos —dijo Copo de Nieve.
—Sí, recibimos tratamientos —dijo Rey—, pero nos las hemos arreglado para
que algunos de sus componentes fueran reducidos, de modo que somos un poco más
que las máquinas que Uni cree que somos.
—Y esto es lo que te estamos ofreciendo —dijo Copo de Nieve—. Una forma de
ver más, sentir más, hacer más y gozar más.
—Y sentirse más infeliz; dile eso también. —Era una nueva voz, suave pero clara,
la de la otra mujer joven. Estaba al otro lado de la mesa y a la izquierda de Chip,
cerca de donde estaba Rey.
—Eso no es cierto —dijo Copo de Nieve.
—Sí lo es —dijo la voz clara..., casi infantil. No debía tener más de veinte años,
supuso Chip—. Habrá días en los que odiarás a Cristo, Marx, Wood y Wei, y desearás
prender fuego a Uni. Habrá días en los que desearás arrancarte la pulsera y correr a
una montaña como los viejos incurables, sólo para ser capaz de hacer lo que deseas y
efectuar tus propias elecciones y vivir tu propia vida.
—Lila —dijo Copo de Nieve.
—Habrá días en los que nos odiarás a nosotros —siguió testarudamente ella—
por haberte despertado y convertido en algo más que una máquina. Las máquinas
están en su hogar en el universo; la gente es la alienígena.
—Lila —dijo de nuevo Copo de Nieve—. Estamos intentando conseguir que
Chip se una a nosotros; no estamos intentando asustarle para que se vaya. —Y a Chip
—: Lila es realmente anormal.
—Lo que dice Lila es cierto —reconoció Rey—. Creo que todos tenemos
momentos en los que deseamos que hubiera algún lugar adonde pudiéramos ir, algún
asentamiento o colonia donde pudiéramos ser nuestros propios dueños...
—No yo —dijo Copo de Nieve.
—Y, puesto que este lugar no existe —siguió Rey—, sí, a veces nos sentimos
infelices. No tú, Copo de Nieve; lo sé. Con raras excepciones como Copo de Nieve,
ser capaz de sentir felicidad parece significar ser también capaz de sentir infelicidad.
Pero, como ha dicho Gorrión, cualquier sentimiento es mejor y más sano que ninguno
en absoluto; y los momentos infelices tampoco son tan frecuentes.
—Lo son —dijo Lila.
—Oh, tonterías —dijo Copo de Nieve—. Dejemos ya de hablar acerca de la
infelicidad.
—No te preocupes, Copo de Nieve —dijo la mujer al otro lado de la mesa,

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Gorrión—; si se pone en pie y echa a correr, no podrá ir muy lejos antes de que le
atrapes.
—Ja, ja, odio, odio —dijo Copo de Nieve.
—Copo de Nieve, Gorrión —reprendió Rey—. Bien, Chip, ¿cuál es tu respuesta?
¿Deseas ver reducidos tus tratamientos? Se hace a pasos; el primero es fácil, y si no te
gusta cómo te sientes dentro de un mes a partir de ahora, puedes ir a tu consejero y
decirle que fuiste infectado por un grupo de miembros muy enfermos a los que
desgraciadamente no puedes identificar.

Al cabo de un momento, Chip dijo:


—De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer? —Sintió que Copo de Nieve apretaba
fuertemente su brazo.
—Bien —susurró Quietud.
—Espera un momento, estoy encendiendo mi pipa —dijo Rey.
—¿Estáis fumando todos? —preguntó Chip. El olor a quemado era intenso,
secaba sus fosas nasales y hormigueaba en toda su nariz.
—No en este momento —dijo Quietud—. Solamente Rey, Lila y Leopardo.
—Pero todos lo hemos estado haciendo —dijo Copo de Nieve—. No es una cosa
que hagas continuamente; lo haces durante un rato y luego paras durante otro.
—¿Dónde conseguís el tabaco?
—Lo cultivamos nosotros —dijo Leopardo con voz complacida—. Quietud y yo.
En el parque.
—¿En el parque?
—Exacto —dijo Leopardo.
—Tenemos dos parcelas sembradas —dijo Quietud—, y el domingo pasado
encontramos un lugar para una tercera.
—¿Chip? —dijo Rey, y Chip volvió la cabeza hacia él y escuchó—. Básicamente,
el primer paso es sólo un asunto de actuar como si estuvieras siendo supertratado:
trabajando más despacio, siendo lento en los juegos, en todo..., siendo un poco más
lento, no llamativamente. Un día cometes un pequeño error en tu trabajo, y otro unos
cuantos días más tarde. Y sé poco enérgico en el sexo. Lo único que tienes que hacer
es masturbarte antes de ir al encuentro de tu amiga; de esta forma fracasarás
convincentemente.
—¿Masturbarme?
—Vaya, he aquí a un miembro completamente tratado, completamente satisfecho
—dijo Copo de Nieve.
—Llegar al orgasmo con ayuda de tu propia mano —explicó Rey—. Y luego no
te muestres demasiado preocupado cuando no lo consigas con tu amiga. Deja que sea
ella quien se lo diga a su consejero, tú no se lo digas al tuyo. No te muestres
demasiado preocupado por nada, los errores que cometas, el llegar tarde a las citas o

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lo que sea; deja que sean los demás los que se den cuenta e informen de ello.
—Finge dormirte durante la televisión —dijo Gorrión.
—Te quedan diez días hasta tu próximo tratamiento —dijo Rey—. Si haces lo que
te hemos dicho, en la reunión de la próxima semana con tu consejero éste te
preguntará acerca de tu torpor general. No te muestres preocupado. Debes parecer
apático. Si sabes hacerlo bien, los depresivos de tu tratamiento serán ligeramente
reducidos, lo suficiente como para que, dentro de un mes a partir de ahora, te sientas
ansioso por saber cuál es el segundo paso.
—Parece bastante fácil —dijo Chip.
—Lo es —respondió Copo de Nieve, y Leopardo añadió:
—Todos nosotros lo hemos hecho; tú también puedes hacerlo.
—Hay un peligro —dijo Rey—. Aunque tu tratamiento puede ser ligeramente
más débil de lo habitual, sus efectos en los primeros días seguirán siendo fuertes.
Sentirás revulsión hacia lo que has hecho, y el imperioso deseo de confesarlo todo a
tu consejero y recibir un tratamiento más fuerte que nunca. No hay ninguna forma de
decir si serás capaz o no de resistir a ese deseo. Nosotros lo fuimos, pero otros no.
Durante este último año hemos dado esta misma charla a otros dos miembros;
consiguieron la reducción, pero lo confesaron todo uno o dos días después de su
tratamiento.
—¿No se mostrará suspicaz mi consejero cuando muestre esa apatía? Debe haber
oído lo mismo de algunos otros miembros.
—Sí —dijo Rey—, pero hay apatías reales, cuando las necesidades de depresivos
de un miembro se reducen de forma natural, por lo que si actúas convincentemente te
saldrás con la tuya. Es la necesidad de confesar lo que debe preocuparte.
—No dejes de decirte a ti mismo —ésa era Lila— que es un producto químico el
que te hace pensar que estás enfermo y que necesitas ayuda, un producto químico que
te fue inyectado sin tu consentimiento.
—¿Mi consentimiento? —murmuró Chip.
—Sí —dijo la mujer—. Tu cuerpo es tuyo, no de Uni.
—El que confieses o lo retengas todo para ti mismo —dijo Rey— depende de lo
fuerte que sea la resistencia de tu mente a la alteración química, y ahí no hay mucho
que puedas hacer, de una u otra forma. Sobre las bases de lo que sabemos de ti, diría
que tienes bastantes posibilidades.
Le dieron algunos otros datos sobre la técnica de fingir apatía —saltarse una o
dos veces su galleta total del mediodía, irse a la cama antes del último campanilleo—,
y luego Rey sugirió que Copo de Nieve lo llevara de vuelta al lugar donde se habían
encontrado.
—Espero volver a verte de nuevo, Chip —dijo—, sin el vendaje.
—Yo también lo espero —respondió Chip. Echó su silla hacia atrás.

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—Buena suerte —dijo Quietud. Gorrión y Leopardo le hicieron eco. Al cabo de
un momento Lila dijo al fin:
—Buena suerte, Chip.
—¿Qué ocurrirá si resisto el deseo de confesar?
—Nosotros lo sabremos —respondió Rey—, y uno de nosotros se pondrá en
contacto contigo unos diez días después del tratamiento.
—¿Cómo lo sabréis?
—Lo sabremos.
Copo de Nieve sujetó su brazo.
—De acuerdo —dijo Chip—. Gracias a todos.
Respondieron «De nada», «Eres bienvenido aquí, Chip» y «Encantados de
ayudarte». Algo sonó extraño a sus oídos, y entonces, mientras Copo de Nieve lo
sacaba de la habitación, se dio cuenta de que lo raro era que ninguno de ellos había
dicho «Gracias a Uni».
Caminaron lentamente. Copo de Nieve sujetaba su brazo no como una enfermera,
sino como una muchacha caminando con su primer amigo.
—Es difícil de creer —dijo Chip— que todo lo que puedo sentir y ver ahora... no
sea todo lo que existe.
—No lo es —respondió ella—. Ni siquiera la mitad. Ya lo descubrirás.
—Eso espero.
—Lo harás. Estoy segura de ello.
Él sonrió y dijo:
—¿Estabais seguros de los otros dos miembros que lo intentaron y no lo
consiguieron?
—No —respondió ella. Y añadió—: Sí, yo estaba segura de uno, pero no del otro.
—¿Cuál es el segundo paso? —quiso saber Chip.
—Será mejor que superes antes el primero.
—¿Hay más de dos?
—No. Si los dos funcionan, te proporcionan una reducción importante. Es
entonces cuando empiezas realmente a vivir. Hablando de pasos, cuidado: hay tres
escalones ascendentes delante mismo de nosotros.
Los subieron, y siguieron andando. Estaban de vuelta en la plaza. Todo estaba en
un completo silencio, incluso la brisa había desaparecido.
—El joder es la mejor parte —dijo Copo de Nieve—. Se convierte en algo mucho
mejor, más intenso y excitante, y serás capaz de hacerlo casi cada noche.
—Es increíble.
—Y, por favor, recuerda —siguió ella— que yo soy la que te encontró. Si te
descubro mirando siquiera a Gorrión, te mato.
Chip se sobresaltó, y se dijo a sí mismo que no debía ser estúpido.

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—Perdona —dijo ella—; si lo hiciera, actuaría agresivamente contra ti.
Maxiagresivamente.
—No te preocupes —respondió él—. No me he sentido afectado.
—No mucho.
—¿Qué hay de Lila? —preguntó Chip—. ¿A ella puedo mirarla?
—Todo lo que quieras. Está enamorada de Rey.
—¿De veras?
—Con una pasión pre-U. Él es quien inició el grupo: primero ella, luego
Leopardo y Quietud, más tarde yo, y por último Gorrión.
El sonido de sus pasos se hizo más fuerte y resonante. Ella lo detuvo.
—Ya hemos llegado —dijo. Chip sintió que sus dedos se agitaban a un lado de su
vendaje; bajó la cabeza. Ella empezó a desenrollar la venda, y la piel que fue
quedando al descubierto se enfrió instantáneamente. Terminó de retirar la venda, y
finalmente quitó los algodones de encima de sus ojos. Chip parpadeó y los abrió
mucho.
Ella estaba muy cerca de él a la luz de la luna, mirándole de una forma que
parecía desafiante mientras se metía el vendaje en el bolsillo de su mono del
medicentro. Había vuelto a colocarse su pálida máscara..., pero Chip, impresionado,
se dio cuenta de que no era una máscara; era su rostro. Su piel era pálida. Más pálida
que la de ningún miembro que hubiera visto nunca, excepto la de los que estaban a
punto de cumplir los sesenta. Era casi blanca. Casi tan blanca como la nieve.
—La máscara encaja perfectamente —dijo ella.
—Lo siento —murmuró él.
—No importa —respondió ella, y sonrió—. Todos somos un poco extraños. Tú
tienes un ojo verde. —Tendría unos treinta y cinco años, rasgos angulosos y una
expresión inteligente. Su pelo parecía recién cortado.
—Lo siento —repitió Chip.
—Dije que no importa.
—¿Se supone que debes dejarme ver cuál es tu aspecto?
—Te diré una cosa —dijo lentamente ella—. Si no consigues pasar la prueba, me
importa una pelea que todo el grupo sea normalizado. De hecho, creo que lo
preferiría. —Sujetó la cabeza de él con las dos manos y le besó. Su lengua hurgó
entre sus labios, se introdujo en su boca y una vez dentro se movió hábilmente en
ella. Mantuvo su cabeza firmemente sujeta, apretó sus ingles contra las de él y las
agitó con un movimiento circular. Chip notó la respuesta de su rigidez y apretó la
espalda de ella con ambas manos. Su lengua se agitó tentativamente contra la de ella.
Ella se apartó un poco.
—Considerando que estamos a media semana —dijo—, me siento animada.
—Cristo, Marx, Wood y Wei —murmuró él—. ¿Es así como besáis todos

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vosotros?
—Sólo yo, hermano —dijo ella—; sólo yo.
Lo hicieron de nuevo.
—Ahora vuelve a casa —indicó ella—. No toques ningún escáner.
Chip se apartó un poco.
—Te veré el mes próximo —dijo.
—Será peleonamente mejor que lo hagas —respondió ella—. Buena suerte.
Chip salió de la plaza y se encaminó hacia el Instituto. Miró una vez hacia atrás.
Sólo había pasadizos vacíos entre los lisos edificios blanqueados por la luna.

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2
Bob RO, sentado tras su escritorio, alzó la vista y sonrió.
—Llegas tarde —dijo.
—Lo siento —respondió Chip. Se sentó.
Bob cerró una carpeta blanca con una etiqueta roja pegada a su tapa.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Estupendo —dijo Chip.
—¿Has pasado una buena semana?
—Mmm...
Bob lo estudió por un instante, con un codo apoyado en el brazo de su sillón,
frotándose con los dedos un lado de su nariz.
—¿No hay nada en particular de lo que desees hablar? —quiso saber.
Chip guardó unos instantes de silencio, luego movió la cabeza en un gesto de
negación.
—No —dijo.
—He oído decir que pasaste la mitad de la tarde de ayer haciendo el trabajo de
otro.
Chip asintió.
—Tomé una muestra de la sección equivocada de la caja ETD —dijo.
—Entiendo —dijo Bob con una sonrisa, y gruñó.
Chip le miró interrogadoramente.
—Se trata de un chiste —dijo Bob—. ETD: entiendo.
—Oh —dijo Chip, y sonrió también.
Bob apoyó la barbilla en una mano y dejó que el costado de uno de sus dedos
acariciara lentamente sus labios.
—¿Qué ocurrió el viernes? —preguntó.
—¿El viernes?
—Algo acerca de utilizar un microscopio equivocado.
Chip pareció desconcertado por unos instantes.
—Bueno —dijo—. Sí. En realidad no lo sé. Pero sólo entré en la cámara. No
cambié ninguno de los ajustes.
—Parece que no ha sido una semana muy buena —dijo Bob.
—No, supongo que no —admitió Chip.
—Paz SK dice que tuviste problemas el sábado por la noche.
—¿Problemas?
—Sexualmente.
Chip negó con la cabeza.
—No tuve ningún problema —dijo—. Simplemente no estaba de humor, eso es

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todo.
—Ella dice que intentaste una erección y no lo conseguiste.
—Bueno, pensé que debía intentarlo, en consideración hacia ella, pero no estaba
de humor.
Bob lo observó atentamente, sin decir nada.
—Estaba cansado —aclaró Chip.
—Parece que últimamente has estado muy cansado. ¿Es por eso por lo que no
asististe a la reunión de tu club de fotografía el viernes por la noche?
—Sí —admitió Chip—. Me fui temprano a casa.
—¿Cómo te sientes ahora? ¿Cansado?
—No. Me siento bien.
Bob le miró de nuevo fijamente, luego se enderezó en su silla y sonrió.
—De acuerdo, hermano —dijo—; toca y vete.
Chip apoyó su brazalete sobre el escáner del telecomp de Bob y se puso en pie.
—Nos veremos la semana próxima —dijo Bob.
—Sí.
—A la hora.
Chip, que ya se dirigía hacia la puerta, se volvió de nuevo y dijo:
—¿Perdón?
—A la hora la próxima semana —repitió Bob.
—Sí, claro. —Se volvió de nuevo y salió del cubículo.

Pensó que lo había hecho bien, pero no había ninguna forma de saberlo, y a
medida que se acercaba su tratamiento su ansiedad crecía. Aquel significativo
aumento de sus sensaciones era más intrigante a cada hora que pasaba, y Copo de
Nieve, Rey, Lila y los otros se volvían cada vez más atractivos y admirables. ¿Qué
importaba que fumaran tabaco? Eran miembros felices y sanos —¡no, gente, no
miembros!— que habían hallado una forma de escapar de la esterilidad, la
uniformidad y la universal eficiencia mecánica. Deseaba verles y estar con ellos.
Quería besar y abrazar la palidez única de Copo de Nieve; hablar con Rey como a un
igual, de amigo a amigo; saber más de las extrañas pero provocativas ideas de Lila.
«Tu cuerpo es tuyo, no de Uni»... ¡Vaya cosa inquietantemente pre-U de decir! Si
había alguna base para ello, podía tener implicaciones que tal vez le condujeran a...,
no podía pensar qué. ¡Un brusco y enorme cambio de algún tipo en su actitud hacia
todo!
Eso fue la noche antes de su tratamiento. Permaneció horas despierto, luego trepó
con manos vendadas por la ladera de una montaña cuyo pico estaba cubierto de nieve,
fumó placenteramente tabaco bajo la dirección de un Rey que sonreía amistosamente,
abrió el mono de Copo de Nieve y descubrió que su piel era toda blanca como la
nieve, con una cruz roja que le iba desde la garganta hasta la pelvis, condujo un

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primitivo coche a volante por los pasillos de un enorme Centro de Sofocación
Genética, y consiguió una nueva pulsera donde estaba escrito «Chip» y una ventana
en su habitación a través de la cual podía contemplar a una encantadora muchacha
desnuda regando un macizo de lilas. Ésta le hizo un gesto impaciente con la cabeza y
él fue hacia ella..., y despertó sintiéndose fresco, lleno de energías y alegre, pese a
todos aquellos sueños, más vividos y convincentes que ninguno de los otros cinco o
seis que había tenido en el pasado.
Aquella mañana, un viernes, recibió su tratamiento. El hormigueo-zumbido-
cosquilleo pareció durar una fracción de segundo menos de lo habitual, y cuando
abandonó la unidad bajándose la manga, siguió sintiéndose bien y él mismo, un
soñador de sueños vividos, un compañero de gente inusual, un burlador de la Familia
y de Uni. Caminó con una falsa lentitud hacia el Centro. Le sorprendió pensar que
ahora precisamente cuando debía seguir con la lentitud, para justificar la reducción
aún mayor que se suponía que el paso dos, fuera lo que fuese y cuando ocurriese,
debía proporcionarle. Se sintió complacido consigo mismo por haber conseguido
esto, y se preguntó por qué Rey y los otros no lo habían sugerido. Quizá habían
pensado que no iba a ser capaz de hacer nada después de su tratamiento. Al parecer
aquellos otros dos miembros se habían desmoronado por completo, unos hermanos
desafortunados.
Cometió un pequeño y llamativo error aquella tarde, empezó a grabar un informe
con el micrófono mal conectado mientras otro 663B estaba mirando. Se sintió un
poco culpable por hacerlo, pero lo hizo de todos modos.
Aquella noche, para su sorpresa, se durmió realmente durante la televisión,
aunque se trataba de algo bastante interesante, un recorrido al nuevo radiotelescopio
de Isr. Y más tarde, durante la reunión del club fotográfico de la casa, apenas pudo
mantener los ojos abiertos. Se disculpó antes de que terminara y fue a su habitación.
Se desnudó sin molestarse en arrojar por la tolva su mono usado, se metió en la cama
sin ponerse el pijama y apagó la luz. Se preguntó qué sueños iba a tener.
Despertó asustado, con la sospecha de que estaba enfermo y necesitaba ayuda.
¿Qué era lo que iba mal? ¿Había hecho algo que no hubiera debido hacer?
Lo recordó y movió la cabeza en un gesto de negación; apenas era capaz de
creerlo. ¿Era real? ¿Era posible? ¿Se había... contaminado tanto con aquel grupo de
lastimosos miembros enfermos que había cometido errores a propósito, había
intentado engañar a Bob RO (¡y quizá lo había logrado!), había albergado
pensamientos hostiles hacia toda su amante Familia? ¡Oh, Cristo, Marx, Wood y Wei!
Pensó en lo que aquella joven, Lila, le había dicho: que recordara que era un
producto químico el que le hacía creer que estaba enfermo, un producto químico que
le había sido inyectado sin su consentimiento. ¡Su consentimiento! ¡Como si
consentimiento tuviera algo que ver con un tratamiento administrado para preservar

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la salud y el bienestar de uno, una parte integral de la salud y el bienestar de toda la
Familia! Incluso antes de la Unificación, incluso en el caos y la locura del siglo XX,
no se pedía el consentimiento de un miembro antes de ser tratado contra el tifus o
tifoidea o como fuera que se llamara. ¡Consentimiento! ¡Y él la había escuchado sin
discutir!
Sonó el primer campanilleo y saltó de la cama, ansioso por reparar sus
impensables errores. Echó por la tolva el mono usado del día anterior, orinó, se aseó,
se lavó los dientes, se peinó, se puso un mono limpio e hizo la cama. Fue al salón
comedor y pidió su galleta total y su té, se sentó entre otros miembros y deseó
ayudarles, darles algo, demostrarles que era leal y amante, no el enfermo transgresor
que había sido el día anterior. El miembro de su izquierda terminó su galleta.
—¿Quieres un poco de la mía? —preguntó Chip.
El miembro pareció azarado.
—No, por supuesto que no —dijo—. Pero gracias, eres muy amable.
—No, no lo soy —negó Chip, pero le alegró que el miembro dijera que lo era.
Se apresuró hacia el Centro y llegó allí ocho minutos antes de la hora. Extrajo una
muestra de su propia sección de la caja ETD, no de la de algún otro, y la llevó a su
propio microscopio; colocó las lentes como correspondía y siguió al pie de la letra la
operativa. Extrajo respetuosamente datos de Uni («Perdona mis ofensas, omnisciente
Uni») y le transmitió humildemente los nuevos datos («Ésta es una información
exacta y verídica de la muestra genética NF5049»).
El jefe de la sección asomó la cabeza.
—¿Cómo va todo? —preguntó.
—Muy bien, Bob.
—Excelente.
A mediodía, sin embargo, se sintió peor. ¿Qué debía hacer con ellos, con los
enfermos? ¿Tenía que abandonarlos a su enfermedad, su tabaco, sus tratamientos
reducidos, sus pensamientos pre-U? No tenía elección. Habían vendado sus ojos. No
había forma alguna de identificarlos.
Pero eso no era cierto; sí había una forma. Copo de Nieve le había mostrado su
rostro. ¿Cuántos miembros casi blancos, mujeres de su edad, podía haber en la
ciudad? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cinco? Uni, si Bob RO se lo pedía, podía listar sus
numnombres en un instante. Y cuando fuera localizada y adecuadamente tratada,
daría los numnombres de algunos de los otros, y éstos, los numnombres de los que
faltaran. Todo el grupo podría ser hallado y ayudado en uno o dos días.
De la misma forma que él había ayudado a Karl.
Eso lo detuvo. Él había ayudado a Karl y se había sentido culpable..., una
culpabilidad que había pesado sobre él durante años y años, y aún persistía ahora, una
parte de ella. ¡Oh, Jesucristo y Wei Li Chun, lo enfermo que estaba, más allá de toda

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posible imaginación!
—¿Te encuentras bien, hermano?
Era el miembro que había al otro lado de la mesa, una mujer ya madura.
—Sí —dijo—, estoy bien. —Sonrió y se llevó la galleta a los labios.
—Parecías tan preocupado hace un momento —dijo ella.
—Estoy bien —repitió él—. Pensaba en algo que he olvidado hacer.
—Ah —dijo ella.
¿Ayudarles o no ayudarles? ¿Qué era lo correcto, qué lo incorrecto? Sabía qué era
lo incorrecto: no ayudarles, abandonarles como si él no fuera en absoluto el cuidador
de su hermano.
Pero no estaba seguro de que ayudarles no fuera incorrecto también, y ¿cómo
podía ser que las dos cosas fueran incorrectas?
Trabajó con menos celo por la tarde, pero bien y sin errores, haciéndolo todo
como correspondía. Al final del día regresó a su habitación y se tendió de espaldas en
su cama, apretando las manos contra sus ojos cerrados y haciendo que en ellos
pulsaran auroras. Oyó las voces de los enfermos, se vio a sí mismo tomando la
muestra de la sección equivocada de la caja y engañando a la Familia en tiempo y
energía de equipo. Oyó el campanilleo de la cena, pero siguió donde estaba,
demasiado crispado para poder comer nada.
Más tarde llamó Paz.
—Estoy en el salón —le dijo—. Son las ocho menos diez. Llevo esperando veinte
minutos.
—Lo siento —respondió—. Bajo inmediatamente.
Fueron a un concierto y luego a la habitación de ella.
—¿Qué es lo que te ocurre? —quiso saber ella.
—No lo sé —respondió él—. Estos últimos días estoy... inquieto.
Ella movió la cabeza en un gesto de negación y manipuló con más energía su
fláccido pene.
—Esto no tiene sentido —dijo—. ¿Se lo has dicho a tu consejero? Yo se lo dije al
mío.
—Sí, se lo dije. Paz —apartó la mano de ella—, llegó un grupo de nuevos
miembros al dieciséis el otro día. ¿Por qué no bajas al salón y buscas a alguien?
Ella frunció el entrecejo.
—Sí, creo que debería hacerlo —dijo.
—Yo también lo creo —dijo él—. Adelante.
—Eso no tiene ningún sentido —murmuró ella, y se levantó de la cama.
Chip se vistió, regresó a su habitación y se desnudó de nuevo. Pensó que iba a
tener problemas en dormirse, pero no fue así.
El domingo se sintió peor aún. Empezó a desear que Bob le llamara, que viera

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que no estaba bien y le arrancara la verdad. De esa forma no habría culpabilidad o
responsabilidad, sólo alivio. Permaneció en su habitación, mirando fijamente la
pantalla del teléfono. Llamó alguien del equipo de fútbol; se disculpó, dijo que no se
encontraba bien.
Al mediodía bajó al comedor, engulló rápidamente la galleta y regresó a su
habitación. Llamó un miembro del Centro para preguntar si conocía el numnombre de
alguien.
¿Todavía no le habían dicho a Bob que no estaba actuando normalmente?
¿Todavía no había dicho nada Paz? ¿O el del equipo de fútbol que había llamado? Y
ese otro miembro al otro lado de la mesa en la comida del día anterior, ¿no había sido
lo bastante lista como para ver la verdad en su disculpa y dar su numnombre?
(Mírale, esperando que los demás le ayuden, ¿a quién de la Familia ayudaba él?)
¿Dónde estaba Bob? ¿Qué tipo de consejero era?
No hubo más llamadas, ni en toda la tarde ni durante la noche. La música paró en
una ocasión para dar un boletín sobre una astronave.
El lunes por la mañana, tras el desayuno, bajó al medicentro. El escáner dijo no,
pero Chip dijo al enfermero que deseaba ver a su consejero; el enfermero telecompeó,
y entonces los escáners dijeron sí, sí, sí todo el camino hasta las oficinas de los
consejeros, que estaban medio vacías. Sólo eran las 7.50.
Entró en el vacío cubículo de Bob y se sentó para esperarles, con las manos sobre
las rodillas. Revisó mentalmente el orden en que le diría las cosas: primero su
relajamiento intencional, luego hablaría del grupo, de lo que le habían dicho y hecho
y la forma en que podían ser localizados a través de la palidez de Copo de Nieve, y
finalmente acerca de la enfermiza e irracional sensación de culpabilidad que había
ocultado durante todos aquellos años desde que había ayudado a Karl. Uno, dos, tres.
Obtendría un tratamiento extra para suplementar lo que no había recibido el viernes,
y abandonaría el medicentro con la mente sana y el cuerpo sano, un miembro
saludable y contento.
«Tu cuerpo es tuyo, no de Uni.»
Enfermizo, pre-U. Uni era la voluntad y la sabiduría de toda la Familia. Uni lo
había hecho a él; le había proporcionado comida, ropa, alojamiento, educación.
Incluso había dado el permiso necesario para su concepción. Sí, Uni lo había hecho, y
a partir de ahora él...
Bob entró, haciendo oscilar su telecomp en la mano, y se detuvo en seco al verle.
—Li —dijo—. Hola. ¿Ocurre algo?
Chip alzó la vista hacia Bob. Se había equivocado de nombre. Él era Chip, no Li.
Bajó los ojos a su pulsera: «Li RM35M4419». Había esperado leer Chip. ¿Cuándo
había tenido una pulsera donde se leyera Chip? En un sueño, un sueño extrañamente
feliz, con una muchacha haciéndole señas...

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—¿Li? —dijo Bob; depositó su telecomp en el suelo.
Uni le había hecho Li. Por Wei. Pero él era Chip, la astilla del viejo leño. ¿Quién
era realmente? ¿Li? ¿Chip? ¿Li?
—¿Qué te ocurre, hermano? —preguntó Bob; se inclinó hacia él, apoyó una mano
en su hombro.
—Quería verle —dijo.
—¿Por qué?
No supo qué decir.
—Usted me dijo que no debía llegar tarde —murmuró al fin. Miró ansiosamente a
Bob—. ¿He llegado a la hora?
—¿A la hora? —Bob retrocedió un paso y le miró con los ojos entrecerrados—.
Hermano, llegas un día temprano. Tu día es el martes, no el lunes.
Chip se puso de pie.
—Lo siento —dijo—. Será mejor que vuelva al Centro... —Se dirigió hacia la
puerta.
Bob sujetó su brazo.
—Espera —dijo; dio inadvertidamente un golpe al telecomp, que se volcó con un
ruido sordo.
—Estoy bien —dijo Chip—. Simplemente me confundí. Volveré mañana. —Se
soltó de la mano de Bob y salió del cubículo.
—Li —llamó Bob a sus espaldas.
Siguió andando.

Aquella noche miró atentamente la televisión —un antiguo yacimiento histórico


encontrado en Arg, una conexión con Venus, las noticias, un programa de baile, La
sabiduría viva de Wei—, y luego fue a su habitación. Pulsó el botón de la luz, pero
estaba recubierto por algo y no funcionó. La puerta se cerró secamente, fue cerrada
por alguien que estaba cerca de él, respirando en la oscuridad.
—¿Quién es? —preguntó.
—Rey y Lila —dijo Rey.
—¿Qué ocurrió esta mañana? —preguntó Lila, en alguna parte junto a su
escritorio—. ¿Por qué acudiste a tu consejero?
—Para decírselo todo.
—Pero no lo hiciste.
—Hubiera debido —murmuró—. Salid de aquí, por favor.
—¿Lo ves? —dijo Rey.
—Tenemos que intentarlo —siseó Lila.
—Por favor, marchaos —gimió Chip—. No quiero verme envuelto de nuevo con
vosotros, con ninguno de vosotros. Ya no sé lo que es correcto y lo que no. Ni
siquiera sé quién soy.

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—Tienes unas diez horas para descubrirlo —dijo Rey—. Mañana por la mañana
tu consejero vendrá para llevarte al Medicentro Principal. Vas a ser examinado allí.
Se supone que esto no debía ocurrir hasta dentro de unas tres semanas, después de
que el tratamiento hubiera sido muy reducido. Eso hubiera sido el segundo paso. Pero
va a ocurrir mañana, y probablemente será el paso menos uno.
—Pero no tiene por qué serlo —dijo Lila—. Todavía puede ser el segundo paso si
haces lo que te digamos.
—No quiero oírlo —dijo Chip—. Marchaos, por favor.
No dijeron nada. Oyó a Rey hacer un movimiento.
—¿Es que no lo comprendes? —dijo Lila—. Si haces lo que te diremos, tus
tratamientos se verán tan reducidos como los nuestros. Si no lo haces, los volverán a
poner al nivel que estaban antes. De hecho, probablemente los aumentarán aún más,
¿no es así, Rey?
—Sí.
—Para «protegerte» —dijo Lila—. Para que nunca vuelvas a intentar salir de
abajo. ¿No lo entiendes, Chip? —Su voz se hizo más próxima—. Es la única
posibilidad que vas a tener nunca. Serás una máquina durante el resto de tu vida.
—No, no una máquina, un miembro —dijo Chip—. Un miembro saludable
haciendo lo que le corresponde; ayudando a la Familia, no engañándola.
—Estás malgastando tu aliento, Lila —dijo Rey—. Si fuera unos días más tarde
tal vez consiguieras algo, pero es demasiado pronto.
—¿Por qué no se lo dijiste esta mañana? —le preguntó Lila—. Fuiste a ver a tu
consejero, ¿por qué no se lo dijiste? Otros lo han hecho.
—Iba a hacerlo —exclamó Chip.
—¿Por qué no lo hiciste?
Apartó el rostro de su voz.
—Me llamó Li —murmuró—. Y pensé que yo era Chip. Todo se volvió...
confuso.
—Pero tú eres Chip —dijo ella, y se acercó un poco más—. Alguien con un
nombre distinto al numnombre que le dio Uni. Alguien que pensó en elegir su propia
clasificación en lugar de dejar que lo hiciera Uni.
Se apartó, turbado, luego se volvió y se enfrentó a las confusas figuras envueltas
en monos: Lila, pequeña, frente a él y a un par de metros de distancia; Rey a su
derecha, contra la puerta perfilada por una fina línea de luz.
—¿Cómo podéis hablar contra Uni? —preguntó—. ¡Él os proporciona todo!
—Sólo lo que le hemos dado para que nos lo proporcione —dijo Lila—. Nos ha
negado cien veces más cosas.
—¡Nos ha permitido nacer!
—¿A cuántos no les ha permitido nacer? —dijo ella—. Como a tus hijos. Como a

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los míos.
—¿Qué quieres decir? —murmuró—. ¿Que a cualquiera que desee tener hijos...
debe permitírsele tenerlos?
—Sí —respondió ella—. Eso quiero decir.
Negó con la cabeza, retrocedió hasta su cama y se sentó en ella. Lila se acercó, se
acuclilló delante de él y apoyó las manos en sus rodillas.
—Por favor, Chip —dijo—. No debería decir estas cosas cuando aún estás así,
pero por favor, por favor, créeme. Créenos. No estamos enfermos, somos sanos. El
mundo sí está enfermo: con sus productos químicos, su eficiencia, su humildad y su
deseo universal de ayudar. Haz lo que te digamos. Sana. Por favor, Chip.
Su ansiedad prendió en él. Intentó ver su rostro.
—¿Por qué os preocupáis tanto? —preguntó. Las manos de ella en sus rodillas
eran pequeñas y cálidas, y sintió un impulso de tocarlas, de cubrirlas con las suyas.
Halló débilmente sus ojos, grandes y menos rasgados de lo normal, extraños y
encantadores.
—Somos tan pocos —dijo ella—, y creo que quizá, si fuéramos más, podríamos
hacer algo; irnos y crear algún lugar para nosotros.
—Como los incurables —dijo Chip.
—Así es como nos enseñan a llamarles —admitió ella—. Quizá en realidad sean
los imbatibles, los indrogables.
La miró, intentó ver algo más de su rostro.
—Tenemos algunas cápsulas —dijo Lila— que retardarán tus reflejos y
disminuirán tu presión sanguínea, darán sustancias a tu sangre que les harán creer que
tus tratamientos son demasiado fuertes. Si las tomas mañana por la mañana, antes de
que llegue tu consejero, y si te comportas en el medicentro como te diremos y
respondes algunas preguntas como te indicaremos que debes hacerlo..., entonces
mañana será el segundo paso, y lo darás y entrarás en la sanidad.
—Y en la infelicidad —dijo Chip.
—Sí —admitió ella, y una sonrisa asomó a su voz—, a la infelicidad también,
aunque no tanto como dije. A veces me dejo arrastrar.
—Casi cada cinco minutos —dijo Rey.
Ella apartó las manos de las rodillas de Chip y se puso en pie.
—¿Lo harás? —preguntó.
Deseó decirle sí, pero también deseaba decirle no. Murmuró:
—Déjame ver las cápsulas.
Rey avanzó unos pasos y dijo:
—Las verás después de que nos hayamos ido. Están aquí dentro. —Puso entre las
manos de Chip una cajita lisa—. Debes tomarte la roja esta noche, y las otras dos tan
pronto como te levantes.

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—¿Dónde las conseguisteis?
—Uno del grupo trabaja en un medicentro.
—Decide —dijo Lila—. ¿Quieres oír qué tienes que decir y hacer?
Agitó la cajita, pero no produjo ningún ruido. Contempló las dos figuras
imprecisas que aguardaban ante él. Asintió.
—De acuerdo —dijo.
Entonces se sentaron y hablaron con él, Lila en la cama a su lado, Rey en la silla
del escritorio, que acercó a la cama. Le hablaron del truco de tensar los músculos
antes del examen metabólico, y del de mirar encima del objetivo durante el test de
percepción profunda. Le contaron qué tenía que decir al médico que se ocuparía de él
y al consejero superior que lo entrevistaría. Le explicaron los trucos que podían
emplear con él: sonidos repentinos a su espalda; ser dejado a solas, aunque no
realmente, con el impreso del informe del médico convenientemente a mano. Lila fue
la que habló casi todo el tiempo. Le tocó dos veces, una en su pierna y otra en su
antebrazo. En una ocasión, cuando la mano de ella estuvo cerca de él, él la rozó con
la suya. Lila apartó su mano con un movimiento que tal vez había empezado antes del
contacto.
—Esto es terriblemente importante —dijo Rey.
—Lo siento, ¿a qué te refieres?
—No ignores por completo el impreso del informe —dijo Rey.
—Obsérvalo —dijo Lila—. Míralo, y luego actúa como si realmente no valiera la
pena cogerlo y leerlo. Como si no te importara ni una cosa ni la otra.
Terminaron ya tarde; el último campanilleo había sonado hacía media hora.
—Mejor que nos marchemos separados —dijo Rey—. Sal tú primero. Aguarda a
un lado del edificio.
Lila se puso en pie, y Chip se levantó también. La mano de ella encontró la de él.
—Sé que vas a conseguirlo, Chip —dijo.
—Lo intentaré —dijo él—. Gracias por venir.
—Eres bienvenido —dijo ella, y se dirigió hacia la puerta. Creyó que podría verla
a la luz del pasillo cuando saliera, pero Rey se puso en pie y se situó bloqueando el
camino, y la puerta se cerró.
Guardaron silencio durante un instante, él y Rey se miraron.
—No lo olvides —dijo Rey—. La cápsula roja ahora, y las otras dos cuando te
levantes.
—De acuerdo —dijo Chip, y palpó la cajita en su bolsillo.
—No tienes que tener ningún problema.
—No lo sé; es tanto lo que hay que recordar.
Guardaron silencio de nuevo.
—Muchas gracias, Rey —dijo Chip de pronto, tendiendo la mano en la oscuridad.

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—Eres un hombre afortunado —dijo Rey—. Copo de Nieve es una mujer muy
apasionada. Tú y ella vais a pasar una gran cantidad de buenos momentos juntos.
Chip no comprendió por qué decía aquello.
—Eso espero —murmuró—. Cuesta creer que sea posible tener más de un
orgasmo a la semana.
—Lo que tenemos que hacer ahora —dijo Rey— es encontrar un hombre para
Gorrión. Entonces todos tendremos a alguien. Es mejor así. Cuatro parejas. Nada de
fricción.
Chip bajó la mano. De pronto tuvo la sensación de que Rey le estaba diciendo que
se mantuviera lejos de Lila, que estaba definiendo quién pertenecía a quién y
diciéndole que debía obedecer la definición. ¿Había visto cómo había tocado la mano
de Lila?
—Ahora me marcho —dijo Rey—. Date la vuelta por favor.
Chip obedeció. Oyó a Rey alejarse. La habitación se iluminó débilmente cuando
se abrió la puerta, una sombra cruzó el haz de luz, que desapareció de nuevo al
cerrarse la puerta.
Chip se volvió. ¡Qué extraño resultaba pensar en alguien amando tanto a un
miembro en particular como para desear que nadie más la tocara! ¿También él sería
de esta forma si sus tratamientos se veían reducidos? Era —como muchas otras cosas
— difícil de creer.
Fue al interruptor de la luz y descubrió qué lo tapaba: un trozo de esparadrapo,
con algo cuadrado y plano debajo. Tiró del esparadrapo, lo arrancó y pulsó el
interruptor. Chip tuvo que cerrar los ojos bajo el resplandor del techo.
Cuando pudo ver de nuevo miró el esparadrapo. Era del color de la piel, con un
cuadrado de cartón azul pegado debajo. Lo tiró todo por la tolva y cogió la cajita de
su bolsillo. Era de plástico blanco y tenía una tapa con bisagra. La abrió. Una cápsula
roja, otra blanca y otra medio blanca y medio amarilla reposaban sobre un lecho de
algodón.
Llevó la cajita al cuarto de baño y encendió la luz. Dejó la cajita abierta en el
borde del lavabo, abrió el grifo del agua, cogió un vaso del estante y lo llenó. Cerró el
agua.
Empezó a pensar, pero antes de que pudiera pensar demasiado cogió la cápsula
roja, la depositó sobre la parte de atrás de su lengua y bebió el agua.

Dos médicos, no uno, se hicieron cargo de él. Lo llevaron vestido con una bata
azul pálido de una sala de examen a otra, conferenciaron con los otros médicos que lo
examinaron, hablando entre sí, hicieron comprobaciones y anotaciones sobre un
impreso de informe sujeto en una tablilla que se pasaban del uno al otro. Uno de ellos
era una mujer de unos cuarenta años, el otro un hombre de unos treinta. A veces la
mujer caminaba con un brazo apoyado en los hombros de Chip, sonriéndole y

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llamándole «joven hermano». El hombre, con unos ojos más pequeños y más juntos
de lo normal, lo contemplaba impasible. Tenía una cicatriz reciente en su mejilla, que
iba desde la sien hasta la comisura de su boca, y oscuros hematomas en la mejilla y la
frente. Nunca apartaba los ojos de Chip, excepto para mirar el impreso del informe.
Incluso cuando hablaba con los demás médicos no dejaba de mirarle. Cuando pasaba
de una sala de examen a la siguiente, normalmente se situaba detrás de Chip y la
sonriente doctora. Chip esperaba que en cualquier momento hiciera algún ruido
repentino, pero no lo hizo.
Chip creyó que la entrevista con el consejero superior, una mujer joven, había ido
bien, pero todo lo demás no. Tuvo miedo de tensar los músculos en el examen
metabólico porque el médico le estaba observando, y olvidó mirar encima del
objetivo en el test de percepción profunda hasta que fue demasiado tarde.
—Lástima que estés perdiendo un día de trabajo —dijo el médico que le
examinaba.
—Lo recuperaré —dijo Chip, que se dio cuenta enseguida de que decir eso había
sido un error. Hubiera debido decir «Todo sea para mejor», o «¿Estaré aquí todo el
día?», o simplemente un monótono «Sí» de supertratado.
Al mediodía le dieron para beber un amargo líquido blanco en lugar de una
galleta total, y luego hubo más pruebas y exámenes. La doctora se fue durante media
hora, pero el hombre no.
Hacia las tres parecieron terminar y fueron a una pequeña oficina. El hombre se
sentó tras un escritorio y Chip lo hizo delante de él. La mujer dijo:
—Perdón, vuelvo en un par de segundos. —Sonrió a Chip y se fue.
El hombre estudió el impreso del informe durante uno o dos minutos, pasándose
lentamente el dedo por su cicatriz, arriba y abajo, arriba y abajo, y luego miró el reloj
y dejó la tablilla sobre la mesa.
—Voy a buscarla —dijo. Se levantó y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.
Chip permaneció sentado inmóvil, inspiró, y miró la tablilla. Se inclinó, giró un
poco la cabeza, leyó en el impreso del informe: «factor de absorción de colinesterasa
no amplificado», y volvió a echarse hacia atrás en su silla. ¿Había mirado demasiado?
No estaba seguro. Se frotó el pulgar y lo examinó, luego contempló los cuadros de la
estancia: Marx escribiendo y Wood presentando el Tratado de Unificación.
Volvieron a entrar. La mujer se sentó detrás del escritorio, y el hombre ocupó la
silla al lado de Chip. La mujer miró a Chip. No sonreía. Parecía preocupada.
—Joven hermano —dijo—, estoy preocupada por ti. Creo que estás intentando
engañarnos.
Chip la miró.
—¿Engañaros?
—Hay miembros enfermos en esta ciudad —dijo ella—. ¿Lo sabías?

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Chip negó con la cabeza.
—Sí, los hay —dijo ella—. Muy enfermos. Vendan los ojos de los miembros y
los llevan a algún lugar, donde les dicen que se comporten letárgicamente y cometan
errores y finjan que han perdido su interés en el sexo. Intentan conseguir que otros
miembros se pongan tan enfermos como ellos. ¿Conoces a algunos de estos
miembros?
—No —dijo Chip.
—Anna —señaló el hombre—, lo he estado observando. No hay ninguna razón
para creer que haya algo malo más allá de lo que ha aparecido en las pruebas. —Se
volvió hacia Chip y añadió—: Podemos arreglarlo muy fácilmente; no tienes por qué
preocuparte.
La mujer movió la cabeza en un gesto de negación.
—No —dijo—. Esto no me parece bien. Por favor, joven hermano, quieres
ayudarnos, ¿verdad?
—Nadie me dijo que cometiera errores —protestó Chip—. ¿Por qué debería
alguien decirme algo así? ¿Y por qué debería cometerlos?
El hombre golpeó con un dedo el impreso del informe.
—Echa un vistazo al resumen enzimológico —dijo a la mujer.
—Lo he visto, lo he visto.
—Ha recibido un mal tratamiento de OT aquí, aquí, aquí y aquí. Pasemos los
datos a Uni y pongámoslo bien de nuevo.
—Quiero que lo vea Jesús HL.
—¿Por qué?
—Porque estoy preocupada.
—No conozco a ningún miembro enfermo —insistió Chip—. Si lo conociera, se
lo hubiera dicho a mi consejero.
—Sí —dijo la mujer—. ¿Y por qué quisiste verlo ayer por la mañana?
—¿Ayer? —dijo Chip—. Creí que era mi día. Me equivoqué.
—Por favor, ven con nosotros —dijo la mujer; se puso en pie y cogió la tablilla.
Abandonaron la oficina y recorrieron el pasillo exterior. La mujer rodeó los
hombros de Chip con un brazo, pero no sonrió. El hombre se situó detrás.
Llegaron al final del pasillo, donde había una puerta con un rótulo marrón donde
se leía: «600A», y en letras blancas: «Jefe de la División Quimioterapéutica.»
Entraron a una antesala donde había un miembro sentado tras su escritorio. La mujer
le dijo que deseaban consultar a Jesús HL sobre un problema de diagnóstico, y el
miembro se puso en pie y desapareció tras otra puerta.
—Esto es una pérdida de tiempo —dijo el hombre.
—Créeme, espero que sí —respondió la mujer.
Había dos sillas en la antesala, una mesita baja, desnuda y Wei dirigiéndose a los

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quimioterapeutas. Chip decidió que si le hacían admitir la verdad intentaría no
mencionar la piel clara de Copo de Nieve y los ojos poco rasgados de Lila.
El miembro regresó y mantuvo abierta la puerta.
Entraron en una amplia oficina. Un miembro delgado, con pelo canoso y de unos
cincuenta años —Jesús HL— estaba sentado detrás de un enorme y atestado
escritorio. Hizo una seña a los dos médicos cuando se acercaron y miró a Chip con
ojos ausentes. Indicó con una mano la silla que había frente al escritorio. Chip se
sentó en ella.
La mujer le tendió a Jesús HL la tablilla.
—Esto no me parece del todo bien —dijo—. Me temo que nos esté engañando.
—Contrariamente a lo que dicen las pruebas enzimológicas —señaló el hombre.
Jesús HL se reclinó en su asiento y estudió el impreso del informe. Los dos
médicos permanecieron a un lado del escritorio, observándole. Chip intentó mostrarse
curioso pero no preocupado. Estudió a Jesús HL por un momento, luego miró el
escritorio. Había papeles de toda clase apilados y esparcidos, y unos cuantos sobre un
telecomp antiguo en una caja rozada. Un portalapiceros lleno de plumas y reglas de
cálculo medio tapaba una foto enmarcada de Jesús HL, más joven, sonriendo frente a
la cúpula de Uni. Había dos pisapapeles de recuerdo, uno cuadrado, muy poco usual,
de CHI61332, y otro redondo de ARG20400; ninguno de ellos pisaba ningún papel.
Jesús HL examinó la tablilla de arriba abajo, separó el impreso de ella y leyó la
parte de atrás.
—Lo que me gustaría hacer, Jesús —dijo la mujer—, es tenerlo aquí esta noche, y
repetir algunas de las pruebas mañana.
—Una pérdida... —empezó a decir el hombre.
—O mejor aún —le interrumpió hablando más fuerte la mujer—, interrogarle
bajo TP.
—Una pérdida de tiempo y material —dijo el hombre.
—¿Qué es lo que somos, médicos o analizadores de eficiencia? —preguntó
secamente la mujer.
Jesús HL dejó la tablilla sobre la mesa y miró a Chip. Se levantó de la silla y
rodeó el escritorio; los dos médicos se echaron rápidamente hacia atrás para dejarle
pasar. Se detuvo delante de la silla de Chip, alto y delgado, llevaba el mono con la
cruz roja manchado de amarillo.
Cogió las manos de Chip que estaban apoyadas en los brazos de su silla, las
volvió hacia arriba y examinó las palmas, que brillaban de sudor.
Soltó una de las manos y sujetó la muñeca de la otra, con los dedos en el pulso.
Chip se obligó a alzar la vista, aparentando despreocupación. Jesús HL le miró
inquisitivamente por un momento y luego sospechó —no, supo—, y sonrió
desdeñosamente mostrando su certeza. Chip se sintió vacío, derrotado.

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Jesús HL sujetó la barbilla de Chip, se inclinó y le miró fijamente a los ojos.
—Abre los ojos tanto como puedas —dijo. Su voz era la de Rey. Chip lo miró
fijamente.
—Así está bien —dijo Jesús HL—. Mírame como si hubiera dicho algo que te
hubiera impresionado. —Era la voz de Rey, inconfundible. Chip abrió la boca—. No
hables, por favor —dijo Rey-Jesús HL, apretando dolorosamente la mandíbula de
Chip. Examinó fijamente los ojos de Chip, volvió su cabeza hacia un lado y luego
hacia el otro. Finalmente lo soltó y retrocedió un paso. Se dirigió nuevamente detrás
del escritorio y se sentó. Tomó la tablilla, la estudió brevemente, y se la tendió de
vuelta a la mujer—. Te has equivocado, Anna —dijo—. Puedes estar tranquila. He
visto a muchos miembros que estaban fingiendo; éste no lo hace. De todos modos, te
recomendaré por tu preocupación. —Se dirigió al hombre—: Ella tiene razón, ¿sabes,
Jesús?; debemos ser eficientes analizadores. La Familia puede permitirse malgastar
un poco de tiempo y material cuando se halla en juego la salud de un miembro. ¿Qué
es la Familia, al fin y al cabo, sino la suma de todos sus miembros?
—Gracias, Jesús —dijo la mujer con una sonrisa—. Me alegro de que estuviera
equivocada.
—Pásale los datos a Uni —dijo Rey; se volvió y miró a Chip—. Conviene que
nuestro hermano sea tratado adecuadamente a partir de ahora.
—Sí, enseguida. —La mujer hizo una seña a Chip. Éste se levantó de la silla.
Ambos abandonaron la oficina. En la puerta, Chip se volvió.
—Gracias —dijo.
Rey le miró desde detrás de su atestado escritorio. Sólo una mirada; ninguna
sonrisa, ningún signo de amistad.
—Gracias a Uni —dijo.
Menos de un minuto después de regresar a su habitación, llamó Bob.
—Acabo de recibir el informe del Medicentro Principal —dijo—. Tus
tratamientos estaban ligeramente desalineados, pero a partir de ahora serán
exactamente los correctos.
—Estupendo —dijo Chip.
—Esta confusión y cansancio que has estado experimentando pasará
gradualmente en una o dos semanas, y luego volverás a ser el de siempre.
—Eso espero.
—Seguro. Escucha, ¿quieres que te haga un repaso mañana, Li, o esperamos
hasta el próximo martes?
—El próximo martes irá bien.
—Estupendo —dijo Bob. Sonrió—. ¿Sabes una cosa? Parece como si estuvieras
ya un poco mejor.
—Me siento un poco mejor —admitió Chip.

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Se sentía un poco mejor cada día, un poco más despierto y alerta, un poco más
seguro de que la enfermedad era lo que había sufrido y la salud crecía en él día a día.
El viernes —tres días después del examen— se sintió como se sentía normalmente el
día antes del tratamiento. Pero sólo había pasado una semana desde el último
tratamiento; todavía quedaban tres semanas por delante, amplias e inexploradas, antes
del próximo. La treta había funcionado. Bob había sido engañado y el tratamiento
reducido. Y el próximo, sobre las bases del examen, se vería más reducido aún. ¿Qué
maravilla de sensaciones se abrirían ante él en cinco o seis semanas?
Aquel viernes por la noche, unos minutos después del último campanilleo, Copo
de Nieve entró en su habitación.
—No te preocupes —dijo, mientras se quitaba el mono—. Sólo vengo a poner
una nota en tu cepillo de dientes.
Se metió en la cama con él y le ayudó a quitarse el pijama. El cuerpo de Copo de
Nieve era suave y dócil a sus manos y labios; más excitante que el de Paz SK o que el
de cualquier otra mujer que hubiera conocido. Su cuerpo, mientras ella lo acariciaba,
besaba y lamía, se estremecía más activamente que nunca, más lleno de deseo.
Penetró fácilmente en ella —profundamente, acogedoramente—, y ambos hubieran
alcanzado inmediatamente el orgasmo, pero ella lo retuvo, lo frenó, le hizo salir y
volver a entrar de nuevo, situándose en una extraña pero efectiva posición, luego en
otra. Durante veinte minutos o más se agitaron y buscaron, procurando hacer el
menor ruido posible para que los otros miembros no les oyeran a través de los
tabiques o en el piso de abajo.
Cuando terminaron, ella se apartó y dijo:
—¿Y bien?
—Bueno, ha sido tope velocidad, por supuesto —admitió él—, pero francamente,
por lo que me dijiste, todavía esperaba más.
—Paciencia, hermano —sonrió ella—. Aún sigues siendo un inválido. Llegará un
momento en que considerarás lo de esta noche como si nos hubiéramos dado la mano.
Él se echó a reír.
—Silencio —dijo ella.
La abrazó y la besó.
—¿Qué dice la nota de mi cepillo de dientes?
—El domingo por la noche a las once, en el mismo lugar que la última vez.
—Pero sin los ojos vendados.
—Sin los ojos vendados —confirmó ella.
Los vería a todos, a Lila y a los demás.
—Me estaba preguntando cuándo sería la próxima reunión —dijo.

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—Me han dicho que te deslizaste por el segundo paso como un cohete.
—Querrás decir que fui tropezando durante todo el camino. No hubiera
conseguido nada de no ser por... —¿Sabía ella quién era realmente Rey? ¿Tenía
derecho a decírselo?
—¿De no ser por qué?
—De no ser por Rey y Lila —terminó—. Vinieron aquí la noche antes y me
prepararon.
—Por supuesto —dijo ella—. Ninguno de nosotros lo hubiera conseguido de no
ser por las cápsulas y todo lo demás.
—Me pregunto dónde las consiguen.
—Creo que uno de ellos trabaja en el medicentro.
—Eso lo explicaría —admitió. Ella no lo sabía. O lo sabía, pero no sabía que él lo
sabía. De pronto se sintió irritado ante la necesidad de cautela que se había
establecido entre ellos.
Copo de Nieve se sentó en la cama.
—Escucha —dijo—, me apena decir esto, pero no olvides que debes seguir como
siempre con tu amiga. Mañana por la noche, quiero decir.
—Tiene a alguien nuevo —dijo él—. Tú eres mi amiga ahora.
—No, no lo soy. No los sábados por la noche. Nuestros consejeros se
preguntarían por qué hemos ido a buscar a alguien de una casa distinta. Yo tengo a un
encantador y normal Bob en el mismo pasillo de mi habitación, y tú debes encontrar a
alguna encantadora y normal Yin o Mary. Pero si le das algo más que un orgasmo
rápido, te romperé el cuello.
—Mañana por la noche no seré capaz de darle ni siquiera eso.
—Es cierto —admitió ella—; se supone que aún te estás recuperando. —Le miró
seriamente—. Lo que quiero decir —prosiguió— es que tienes que recordar que no
debes ser nunca demasiado apasionado, excepto conmigo, tan sólo debes mantener
una sonrisa satisfecha entre el primer y el último campanilleo; trabajar intensamente
en tu trabajo, pero no demasiado intensamente. Cuesta tanto mantenerse en un
tratamiento bajo como conseguirlo. —Se tendió de espaldas a su lado e hizo que él la
rodeara con un brazo—. Odio, daría cualquier cosa para poder fumar ahora.
—¿Es realmente tan agradable?
—Mmm... Especialmente en momentos como éste.
—Tendré que probarlo.
Permanecieron tendidos, hablando y acariciándose mutuamente durante un rato,
luego Copo de Nieve intentó excitarlo de nuevo.
—Quien no lo prueba no lo consigue —dijo animosamente..., pero todos sus
intentos fueron inútiles. Se fue hacia las doce—. El domingo a las once —dijo junto a
la puerta—. Felicidades.

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El sábado por la noche, en el salón, Chip conoció a una miembro llamada Mary
KK cuyo amigo había sido transferido a Can aquella misma semana. La parte de su
numnombre correspondiente al año de nacimiento era 38, o sea que tenía veinticuatro
años.
Asistieron a una participación de canciones de pre-Marxvidad en el parque de la
Igualdad. Mientras aguardaban sentados a que se llenara el anfiteatro, Chip miró
atentamente a Mary. Su barbilla era ligeramente puntiaguda, pero por lo demás era
completamente normal: piel bronceada, ojos castaños ligeramente rasgados hacia
arriba, pelo negro cuidadosamente recortado, mono amarillo sobre su esbelto cuerpo
delgado. Una de las uñas de sus pies, medio cubierta por la cinta de su sandalia, era
de un descolorido púrpura azulado. Permanecía sentada sonriendo, contemplando el
lado opuesto del anfiteatro.
—¿De dónde eres? —preguntó Chip.
—De Rus —dijo ella.
—¿Cuál es tu clasificación?
—Uno-cuarenta B.
—¿Y eso qué es?
—Técnico oftalmológico.
—¿Qué es lo que haces?
Se volvió hacia él.
—Coloco lentillas —dijo—. En la sección de niños.
—¿Te gusta?
—Por supuesto. —Le miró, insegura—. ¿Por qué me haces tantas preguntas? —
quiso saber—. ¿Y por qué me miras como si..., como si nunca antes hubieras visto a
un miembro?
—A ti nunca te había visto antes. Quiero conocerte.
—No soy diferente de cualquier otro miembro —dijo ella—. No hay nada inusual
en mí.
—Tu barbilla es algo más afilada.
Ella se echó hacia atrás, con una expresión dolida y confusa.
—No pretendía molestarte —se apresuró a decir Chip—. Sólo quería señalar que
hay algo inusual en ti, aunque se trate de algo de tan poca importancia.
Ella le miró escrutadoramente, luego desvió de nuevo la vista hacia el lado
opuesto del anfiteatro. Movió la cabeza en un gesto de negación.
—No te comprendo —dijo.
—Lo siento —murmuró él—. Estuve enfermo hasta el martes pasado. Pero mi
consejero me llevó al Medicentro Principal y allá lo arreglaron todo. Ahora ya estoy
mejor. No te preocupes.
—Bien, eso es bueno —dijo ella. Al cabo de un momento se volvió y le sonrió

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alegremente—. Te perdono —dijo.
—Gracias —respondió él, y de pronto se sintió triste por ella.
Ella volvió a desviar la vista.
—Espero que cantemos La liberación de las masas —dijo.
—Lo haremos —le aseguró él.
—Me encanta. —Sonrió y empezó a tararearla.
Chip siguió mirándola, tratando de hacerlo de una forma que pareciera normal.
Lo que ella había dicho era cierto: no era distinta de ningún otro miembro. ¿Qué
significaba una barbilla un poco más afilada o la uña de un pie descolorida? Era
exactamente igual que cualquier Mary, Anna, Paz o Yin que hubiera sido alguna vez
su amiga: humilde y buena, dispuesta siempre a ayudar y a trabajar mucho. Sin
embargo, le hacía sentirse triste. ¿Por qué? ¿Pasaría lo mismo con todos los demás,
los miraría tan atentamente como estaba mirado a Mary, les escucharía tan
atentamente?
Contempló a los miembros que había al otro lado, a las decenas de las filas de
abajo, a las decenas de las filas de arriba. Todos eran como Mary KK, sonrientes y
dispuestos a cantar sus canciones preferidas de Marxvidad; todos entristecedores,
cada uno de los asistentes en el anfiteatro: los centenares, los miles, las decenas de
miles. Sus rostros se alineaban en el gigantesco anfiteatro como bronceadas cuentas
ensartadas, formando ristras en inconmensurables hileras ovaladas.
Los focos iluminaron la cruz dorada y la hoz roja en el centro del anfiteatro.
Resonaron cuatro familiares notas de trompeta, y todo el mundo cantó:

Una Familia poderosa,


una única raza perfecta,
libre de todo egoísmo,
agresividad y codicia;
¡Cada miembro dando todo lo que tiene que dar
y recibiendo todo lo que necesita para vivir!

Pero no eran una Familia poderosa, pensó. Eran una Familia débil, digna de
compasión, atontada por los productos químicos y deshumanizada por las pulseras.
Uni era el poderoso.

Una Familia poderosa,


una única raza noble,
que envía a sus hijos e hijas
valientemente al espacio...

Cantó automáticamente las palabras, mientras pensaba que Lila tenía razón: la

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reducción del tratamiento traía consigo una nueva infelicidad.

El domingo por la noche a las once se reunió con Copo de Nieve entre los
edificios de la plaza Baja de Cristo. La abrazó y besó agradecido, feliz con su
sexualidad, su humor, su piel pálida y su acre sabor a tabaco...; todas las cosas que
eran de ella y de nadie más.
—Cristo y Wei, me alegra verte —dijo.
Ella le dio un fuerte abrazo y le sonrió alegremente.
—Tiene que haber sido un poco deprimente estar con normales, ¿verdad? —quiso
saber.
—Mucho —admitió él—. Esta mañana sentí deseos de dar puntapiés al equipo de
fútbol en vez de al balón.
Ella se echó a reír.
Había sido deprimente desde que estuvo escuchando las canciones. Ahora se
sentía relajado, más feliz y elevado.
—Encontré una amiga —dijo— y, adivínalo, jodí con ella sin el menor problema.
—Odio.
—No de una forma tan extensa y satisfactoria como lo hicimos tú y yo la otra
noche, pero sin ningún problema en absoluto, ¡y sólo veinticuatro horas más tarde!
—Puedo vivir sin los detalles.
Chip sonrió. Dejó resbalar las manos por sus costados y aferró las caderas de
Copo de Nieve.
—Creo que incluso sería capaz de hacerlo de nuevo esta noche —dijo,
acariciándola con los pulgares.
—Tu ego está creciendo a saltos y brincos.
—Todo en mí está creciendo.
—Vamos, hermano —dijo ella; apartó sus manos y sujetó una—, será mejor que
te lleve dentro de algún sitio antes de que empieces a cantar.
Salieron a la plaza y la cruzaron en diagonal. Las banderolas y los adornos de la
Marxvidad colgaban inmóviles sobre sus cabezas, apenas visibles en el distante
resplandor de las aceras.
—¿Adónde vamos? —preguntó, caminando alegremente—. ¿Cuál es ese lugar
secreto de reunión de los enfermos corruptores de los sanos miembros jóvenes?
—El Pre-U —dijo ella.
—¿El museo?
—Correcto. ¿Puedes pensar en un lugar mejor para un grupo de anormales que
engañan a Uni? Es exactamente el lugar al que pertenecemos. Tranquilo —dijo,
tirando de su mano—; no andes tan enérgicamente.
Un miembro entraba en la plaza por la acera hacia la que se dirigían. Llevaba en
la mano un maletín o un telecomp.

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Chip anduvo con más normalidad al lado de Copo de Nieve. El miembro, al
acercarse —era un telecomp lo que llevaba—, les sonrió e hizo una inclinación de
cabeza. Le devolvieron la sonrisa y la inclinación al pasar por su lado.
Salieron de la plaza y bajaron unos escalones.
—Además —dijo Copo de Nieve—, está vacío desde las ocho de la noche hasta
las ocho de la mañana, y es una fuente inagotable de pipas, ropas divertidas y camas
curiosas.
—¿Cogéis cosas?
—Dejamos las camas —sonrió ella—. Pero las utilizamos de tanto en tanto. Nos
reunimos solemnemente en la sala de conferencias del personal sólo en tu honor.
—¿Qué otras cosas hacéis?
—Bueno, nos sentamos por ahí y nos quejamos un poco. Ése es principalmente el
departamento de Lila y Leopardo. Sexo y fumar son suficientes para mí. Rey hace
divertidas parodias de algunos de los programas de televisión; espera un poco y verás
lo que puedes llegar a reírte.
—El hacer uso de las camas —quiso saber Chip—, ¿se hace sobre una base de
grupo?
—Sólo de dos en dos, querido; no somos tan pre-U.
—¿Quién las usaba contigo?
—Gorrión, naturalmente. La necesidad es la madre de etcétera. Pobre chica, ahora
siento pena por ella.
—Claro que sí.
—¡De veras! Bueno, hay un pene artificial entre los artefactos del siglo XIX.
Sobrevivirá.
—Rey dice que deberíamos encontrar un hombre para ella.
—Debemos hacerlo. Sería una situación mucho mejor, tener cuatro parejas.
—Eso es lo que dijo Rey.
Mientras cruzaban la planta baja del museo —iluminando su camino a través de
la oscuridad llena de extrañas figuras con una linterna que Copo que Nieve había
sacado de alguna parte—, otra luz les alumbró desde un lado y una voz próxima dijo:
—¡Hola, aquí! —Se sobresaltaron—. Lo siento —se disculpó la voz—. Soy yo,
Leopardo.
Copo de Nieve giró su luz hacia el coche del siglo XX, y una linterna en su
interior se apagó. Se dirigieron al resplandeciente vehículo de metal. Leopardo,
sentado tras el volante, era un miembro maduro de rostro redondo. Llevaba puesto un
sombrero con una pluma naranja. Había varias manchas de color pardo oscuro en su
nariz y mejillas. Sacó una mano, también llena de manchas, por la ventanilla del
coche.
—Felicidades, Chip —dijo—. Me alegro que salieras adelante.

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Chip estrechó su mano y le dio las gracias.
—¿Preparado para un viaje? —preguntó Copo de Nieve.
—Ya lo he hecho —respondió el otro—. A Jap, ida y vuelta. Al Volvo se le ha
agotado la gasolina. Y, ahora que lo pienso, está completamente empapado.
Le sonrieron y se sonrieron.
—Fantástico, ¿no? —dijo el hombre; hizo girar el volante y accionó una palanca
que asomaba de su eje—. El conductor estaba al control de este trasto de principio a
fin. Utilizaba las dos manos y los dos pies.
—Debía botar terriblemente —dijo Chip.
—Sin mencionar lo peligroso que podía ser —añadió Copo de Nieve.
—Pero también era divertido —señaló Leopardo—. En realidad, debía ser toda
una aventura: elegir tu destino, decidir qué carreteras tomar para llegar hasta allí,
calcular tus movimientos en relación con los de los demás coches...
—Calcular mal y morir —observó Copo de Nieve.
—En realidad, no creo que ocurriera tan a menudo como se nos dice —murmuró
Leopardo—. De ser así, hubieran fabricado la parte frontal de los coches mucho más
gruesa.
—Pero eso los hubiera hecho más pesados, y todavía hubieran ido mucho más
lentos —indicó Chip.
—¿Dónde está Quietud? —preguntó Copo de Nieve.
—Arriba, con Gorrión —dijo Leopardo. Abrió la portezuela del coche y salió,
con una linterna en la mano—. Están arreglando las cosas. Trajeron más material a la
habitación. —Subió a medias la ventanilla y cerró firmemente la portezuela. Sobre su
mono llevaba un ancho cinturón marrón decorado con tachas de metal.
—¿Y Rey y Lila? —preguntó Copo de Nieve.
—Por ahí, en alguna parte.
«Usando alguna de las camas», pensó Chip, mientras los tres cruzaban el museo.
Había pensado mucho en Rey y Lila desde que había visto a Rey y se había dado
cuenta de lo viejo que era..., cincuenta y dos o cincuenta y tres años, o quizás más.
Había pensado en la diferencia de edades que había entre los dos —treinta años
seguramente, como mínimo—, en la forma en que Rey le había dicho que se
mantuviera alejado de Lila, en los ojos grandes y poco rasgados de la muchacha, en
sus manos pequeñas y cálidas, apoyadas sobre sus rodillas, cuando se había
acuclillado delante de él, animándole a emprender el camino hacia una vida y una
consciencia más grandes.
Subieron por los escalones de la inmóvil escalera mecánica central y cruzaron el
primer piso del museo. Las dos linternas, la de Copo de Nieve y la de Leopardo,
danzaron sobre pistolas, dagas, bulbosas bombillas de filamento, ensangrentados
boxeadores, reyes y reinas con sus joyas y ropajes ribeteados de piel, y tres mendigos,

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sucios y tullidos, que exhibían sus desfiguraciones y tendían sus platillos. La
mampara detrás de los mendigos había sido corrida a un lado, dejando al descubierto
un estrecho pasillo que se abría hacia el interior del edificio, con sus primeros metros
iluminados por la luz de una puerta en la pared de la izquierda. Una voz de mujer dijo
algo muy quedamente. Leopardo pasó delante y cruzó la puerta, mientras Copo de
Nieve, de pie junto a los mendigos, extraía trozos de esparadrapo de un cartucho de
primeros auxilios.
—Copo de Nieve está aquí con Chip —dijo Leopardo dentro de la habitación.
Chip colocó un trozo de esparadrapo sobre la placa de su pulsera y frotó firmemente.
Cruzaron la puerta y entraron en un atestado lugar lleno de humo de tabaco,
donde una mujer mayor y otra joven estaban sentadas juntas en sillas pre-U con dos
cuchillos y un montón de hojas amarronadas en una mesa ante ellas; eran Quietud y
Gorrión, que estrecharon la mano de Chip y le felicitaron. Quietud tenía los ojos
entrecerrados y sonreía; Gorrión, de largas piernas y mirada azarada, tenía la mano
caliente y húmeda. Leopardo se detuvo junto a Quietud, sujetando un espiral
encendido en la humeante cazoleta de una curvada pipa negra y echando humo por
los lados de su boquilla.
La habitación, bastante amplia, era un almacén, con sus rincones más apartados
llenos de pilas de reliquias pre-U que llegaban hasta el techo. Eran objetos modernos
y antiguos: máquinas, muebles, pinturas y montones de ropas; espadas y herramientas
con mango de madera; una estatua de un miembro con alas, un «ángel»; media
docena de cajas, algunas abiertas, otras cerradas, rotuladas IND26110 y con etiquetas
amarillas cuadradas pegadas en sus esquinas. Chip miró alrededor y dijo:
—Aquí hay suficientes objetos como para abrir otro museo.
—Y todos genuinos —dijo Leopardo—. Algunas de las cosas que están en
exhibición no lo son, ¿sabes?
—No, no lo sabía.
Un surtido variado de bancos y sillas habían sido colocados en la parte delantera
de la habitación. Algunos cuadros estaban apoyados contra las paredes, y había cajas
de cartón llenas de reliquias más pequeñas y montones de mohosos libros. Una
pintura de una enorme roca llamó la atención de Chip. Apartó una silla para verla
mejor. La roca, casi del tamaño de una montaña, flotaba encima del suelo en medio
de un cielo azul, meticulosamente pintado y que hacía despertar a todos los sentidos.
—Qué cuadro más extraño —dijo.
—Muchos de ellos lo son —admitió Leopardo.
—Las pinturas de Cristo —dijo Quietud— lo muestran con una luz en torno a la
cabeza; no parece humano en absoluto.
—Ésos los he visto —dijo Chip, sin dejar de mirar la roca—. Pero nunca había
visto nada así. Es fascinante; real e irreal al mismo tiempo.

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—No puedes llevártelo —dijo Copo de Nieve—. No podemos coger nada que
pueda ser echado de menos.
—Tampoco sé dónde podría ponerlo —reconoció Chip.
—¿Cómo te sientes con el tratamiento atenuado? —preguntó Gorrión.
Chip se volvió. Gorrión desvió la vista hacia sus manos, que sostenían un rollo de
hojas y un cuchillo. Quietud se dedicaba a la misma tarea, cortando rápidamente su
rollo de hojas en tiras finas, que apilaba delante de su cuchillo. Copo de Nieve estaba
sentada con una pipa en la boca. Leopardo sujetaba la cazoleta de la suya.
—Es maravilloso —dijo Chip—. Literalmente. Lleno de maravillas. Y más cada
día. Os estoy muy agradecido.
—Sólo hicimos lo que siempre se nos ha dicho que hiciéramos —dijo Leopardo,
sonriendo—. Ayudar a un hermano.
—No exactamente como nos han enseñado —observó Chip.
Copo de Nieve le ofreció su pipa.
—¿Estás preparado para dar una chupada? —preguntó.
Se acercó a ella y tomó la pipa. La cazoleta estaba caliente, el tabaco era gris y
humeante. Vaciló un momento, todos le estaban observando y él les sonrió. Luego se
llevó el mango a los labios. Chupó suavemente y expulsó el humo. El sabor era fuerte
pero sorprendentemente agradable.
—No está mal —dijo. Probó de nuevo, con un poco más de seguridad. Algo de
humo penetró en su garganta y tosió.
Leopardo se dirigió sonriente a la puerta y dijo:
—Te traeré una para ti —y salió.
Chip devolvió la pipa a Copo de Nieve y, carraspeando, se sentó en un banco de
oscura y desgastada madera. Observó a Quietud y Gorrión cortar el tabaco. Quietud
le sonrió.
—¿Dónde conseguís las semillas? —preguntó Chip.
—De las propias plantas —dijo ella.
—¿Y dónde conseguisteis las primeras?
—Rey las tenía.
—¿Qué tenía yo? —preguntó Rey entrando en la habitación. Era alto y delgado y
tenía los ojos brillantes. Lucía un medallón de oro que colgaba de una cadena sobre el
pecho de su mono. Lila estaba detrás de él, cogida de su mano. Chip se puso en pie.
Ella le miró; era extraña, morena, hermosa, joven.
—Las semillas de tabaco —dijo Quietud.
Rey tendió su mano a Chip, con una cálida sonrisa.
—Es estupendo verte aquí —dijo. Chip estrechó su mano; el apretón fue firme y
cálido—. Realmente estupendo ver un nuevo rostro en el grupo. ¡Sobre todo
masculino, para ayudarme a mantener a esas mujeres pre-U en su sitio!

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—¡Uf! —dijo Copo de Nieve.
—Es maravilloso estar aquí —dijo Chip, complacido por la amistad que irradiaba
Rey. Su frialdad cuando Chip abandonó su oficina debió haber sido fingida, en bien
de ambos, por supuesto, y dirigida a los dos médicos—. Gracias. Por todo. A ambos.
—Me alegro mucho, Chip —dijo Lila. Su mano sujetaba todavía la de Rey. Era
más morena de lo normal, un encantador color cobrizo oscuro con un toque rosado.
Sus ojos eran grandes y poco rasgados, sus labios rosados y de aspecto suave. Se
volvió y dijo—: Hola, Copo de Nieve. —Soltó la mano de Rey y avanzó hacia su
compañera y la besó en la mejilla.
Tenía veinte o veintiún años, no más. Llevaba algo en los bolsillos superiores de
su mono, y eso le daba el mismo aspecto que la mujer de grandes pechos que había
dibujado Karl. Su aspecto era extraño, misteriosamente atractivo.
—¿Empiezas a sentirte ya distinto, Chip? —preguntó Rey. Se había acercado a la
mesa y estaba inclinado, llenando de tabaco la cazoleta de una pipa.
—Sí, enormemente. Es todo como dijiste que sería.
Leopardo entró.
—Aquí la tienes, Chip —dijo. Le tendió una pipa de gruesa cazoleta con boquilla
de ámbar. Chip le dio las gracias y probó su tacto; era cómoda en su mano y en sus
labios. Se dirigió hacia la mesa y Rey, con su medallón de oro colgando, le enseñó
cómo llenarla.

Leopardo lo llevó por la sección de personal del museo y le mostró los almacenes,
la sala de conferencias y varias oficinas y talleres.
—Es una buena idea —dijo— recordar dónde hemos estado todos en estas
reuniones y comprobar luego que no dejamos nada llamativamente fuera de lugar.
Las chicas deberían tener un poco más de cuidado. Generalmente me encargo de
supervisar, pero cuando yo no esté probablemente puedas ocuparte tú del trabajo. Los
normales no son tan poco observadores como nos gustaría que fueran.
—¿Vas a ser transferido? —preguntó Chip.
—No —dijo Leopardo—. Pero moriré pronto. Tengo más de sesenta y dos años,
casi tres meses más. Y también Quietud.
—Lo siento —dijo Chip.
—Nosotros también —admitió Leopardo—. Pero nadie vive eternamente. La
ceniza del tabaco es una pista peligrosa, por supuesto, pero todos somos bastante
cuidadosos. No tienes que preocuparte por el olor; el aire acondicionado se pone en
marcha a las 7.40 y se lo lleva consigo; me quedé una mañana y me aseguré de ello.
Gorrión se cuida del cultivo del tabaco. Secamos las hojas aquí mismo, abajo, detrás
del tanque de agua caliente. Te lo mostraré.
Cuando volvieron al almacén, Rey y Copo de Nieve estaban sentados a
horcajadas en las dos esquinas de un banco, jugando concentradamente a un juego

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mecánico que tenían entre ellos. Quietud dormitaba en su silla, y Lila estaba
agachada junto a una masa de reliquias, sacando libros, de uno en uno, de una caja de
cartón. Los miraba y luego los colocaba sobre el suelo en un montón. Gorrión no
estaba por allí.
—¿Qué es esto? —preguntó Leopardo.
—Un nuevo juego que han traído —dijo Copo de Nieve, sin alzar la vista.
Había varias palancas que pulsaban y soltaban, una para cada mano, y que
accionaban unas pequeñas palas que golpeaban una oxidada pelota de un lado para
otro sobre un tablero bordeado de metal. Las palas, algunas de ellas rotas, chirriaban
al girar. La pelota rebotaba a uno y otro lado, y terminó parándose en una depresión
en el lado de Rey del tablero.
—¡Cinco! —exclamó Copo de Nieve—. ¡Ya estás listo, hermano!
Quietud abrió los ojos, les miró, volvió a cerrarlos.
—Perder es lo mismo que ganar —dijo Rey, y encendió su pipa con un mechero
de metal.
—Y un odio es —dijo Copo de Nieve—. ¿Chip? Tú eres el siguiente.
—No, prefiero mirar —dijo Chip con una sonrisa.
Leopardo declinó también jugar, y Rey y Copo de Nieve empezaron otra partida.
En una pausa, cuando Rey había marcado un tanto a Copo de Nieve, Chip dijo:
—¿Puedo ver el mechero? —Rey se lo entregó. En uno de los lados había pintado
un pájaro en pleno vuelo. «Un pato», pensó Chip. Había visto mecheros en los
museos, pero nunca había tenido uno en la mano. Abrió la tapa y apoyó el pulgar
sobre la pequeña rueda estriada. Al segundo intento brotó la llama. Cerró el mechero,
lo miró por todos lados, y en la siguiente pausa se lo devolvió a Rey.
Les observó jugar por unos segundos más y luego se alejó. Se dirigió al montón
de reliquias y lo estudió, luego se acercó a Lila, que alzó la vista hacia él y sonrió,
mientras dejaba un libro en una de las pilas que había a su lado.
—Sigo esperando encontrar alguno en nuestro lenguaje —dijo—, pero todos
están escritos en las lenguas antiguas.
Chip se acuclilló y tomó el libro que ella acababa de dejar. En el lomo había unas
letras pequeñas: Bädda för död.
—Mmm... —Movió la cabeza en un gesto de negación. Hojeó las viejas y
amarronadas páginas, captando al vuelo palabras y frases extrañas: «allvarling,
lögnerska, dök ner på brickorna». Los dobles puntos y los pequeños circulitos
estaban encima de muchas de las letras.
—Algunos libros están escritos en un idioma bastante parecido al nuestro, de
modo que puedes entender una o dos palabras —dijo Lila—, pero algunos son...
Bien, mira éste. —Le tendió un libro donde enes puestas del revés y caracteres
rectangulares abiertos en su parte inferior se mezclaban con pes y las letras e y o

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ordinarias—. ¿Qué crees que significa? —Volvió a dejarlo en la pila.
—Sería interesante encontrar algún libro que pudiéramos leer —dijo Chip sin
poder apartar los ojos de la lisa y oscura suavidad de las mejillas de Lila.
—Sí —murmuró ella—, pero creo que fueron seleccionados antes de ser enviados
aquí, y por eso es difícil que encontremos alguno que podamos entender.
—¿Estás segura de que fueron seleccionados?
—Tendría que haber montones de ellos en el idioma —dijo ella—. ¿Cómo podría
haberse convertido en el idioma si no fuera el más ampliamente usado?
—Sí, por supuesto —admitió él—. Tienes razón.
—De todos modos —prosiguió ella—, sigo esperando que se haya producido
algún desliz en la selección. —Frunció el entrecejo mientras miraba otro libro y luego
lo depositó en una de las pilas.
Sus bolsillos rellenos se tensaban con sus movimientos. De pronto Chip tuvo la
impresión de que sus bolsillos estaban vacíos y se apretaban contra unos pechos
redondos y grandes como los que había dibujado Karl. Eran casi los senos de una
mujer pre-U. Era posible, si uno consideraba el tono anormalmente oscuro de su piel
y las varias anormalidades físicas de muchos de los miembros. Miró de nuevo su
rostro, para no llegar a incomodarla.
—Creí que estaba comprobando esta caja por segunda vez —dijo ella—, pero
tengo la curiosa sensación de que es la tercera.
—Pero, ¿por qué crees que seleccionan los libros? —preguntó él.
Ella hizo una pausa. Sus oscuras manos colgaban vacías y los codos descansaban
sobre sus rodillas. Le miró gravemente con sus ojos grandes y poco rasgados.
—Creo que nos han enseñado cosas que no son ciertas —dijo—. Sobre la forma
cómo era la vida antes de la Unificación. A finales de la época pre-U, quiero decir, no
a principios.
—¿Qué cosas?
—La violencia, la agresividad, la hostilidad, la codicia. Supongo que había algo
de todo ello, pero no puedo creer que no hubiera nada más, y eso es precisamente lo
que nos han enseñado. Los «patronos» castigando a los «obreros», y todas las
enfermedades, embriagueces, hambre y autodestrucción. ¿Crees en todo eso?
Él la miró.
—No lo sé —dijo—. No he pensado mucho en ello.
—Te diré lo que yo no creo —dijo Copo de Nieve. Se había levantado del banco,
una vez terminada evidentemente la partida con Rey—. No creo que cortaran el
prepucio de los niños. En la primera época pre-U quizá, en la muy, muy primera
época..., pero no al final; es demasiado increíble. Quiero decir que eran inteligentes,
¿no?
—Es increíble, de acuerdo —dijo Rey, golpeando la pipa contra la palma de su

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mano—, pero he visto fotografías. Supuestas fotografías, al menos.
Chip se dio la vuelta y se sentó en el suelo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Es posible que las fotografías... no sean
auténticas?
—Por supuesto que es posible —dijo Lila—. Echa un vistazo de cerca a algunas
de las que hay ahí dentro. Partes de ellas han sido retocadas y otras borradas. —
Empezó a poner de nuevo los libros en la caja.
—No tenía ni idea de que eso fuera posible —dijo Chip.
—Es posible con las fotos planas —afirmó Rey.
—Lo que nos han enseñado —indicó Leopardo, sentado en una silla dorada, sin
dejar de jugar con la pluma naranja del sombrero que había llevado— es una mezcla
de verdad y mentira. A cada uno le corresponde decidir qué parte es cada cosa y
cuánto hay de cada una.
—¿No podríamos estudiar esos libros y aprender los idiomas? —preguntó Chip
—. Uno sería todo lo que necesitaríamos.
—¿Para qué? —preguntó Copo de Nieve.
—Para descubrir qué es verdad y qué no lo es.
—Ya lo he intentado —señaló Lila.
—Por supuesto que lo hizo —dijo Rey a Chip, con una sonrisa—. Hace tiempo,
malgastó más noches de las que puedo recordar rompiéndose la cabeza contra uno de
esos mamotretos sin sentido. No hagas tú lo mismo, Chip; te lo suplico.
—¿Por qué no? Quizá tenga más suerte.
—Supongamos que la tengas —dijo Rey—, que descifras un idioma, lees unos
cuantos libros escritos en él y descubres que nos han enseñado cosas que no son
ciertas. Quizá que nada es cierto. Tal vez la vida en el año 2000 d.C. era un
interminable orgasmo, con todo el mundo eligiendo la clasificación correcta,
ayudando a sus hermanos y cargados hasta las orejas de amor, salud y necesidades
vitales. ¿Y qué? Seguirás estando aquí, en el 162 A.U., con una pulsera, un consejero
y un tratamiento mensual. Sólo te sentirás más infeliz. Todos nos sentiremos más
infelices.
Chip frunció el entrecejo y miró a Lila. Estaba metiendo libros en la caja, sin
mirarle. Desvió de nuevo la vista a Rey y buscó las palabras adecuadas.
—De todos modos, valdría la pena saberlo —dijo—. Ser feliz o infeliz...,
¿realmente es lo más importante? Saber la verdad sería una clase distinta de
felicidad... Quizá más satisfactoria, creo, aunque fuera una felicidad triste.
—¿Una clase triste de felicidad? —dijo Rey con una sonrisa—. No lo veo así.
Leopardo parecía pensativo.
Copo de Nieve hizo un gesto a Chip para que se levantara.
—Ven, hay algo que quiero enseñarte —dijo.

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Chip se puso en pie.
—Aunque probablemente sólo descubriríamos que las cosas han sido un poco
exageradas —dijo—, que había hambre pero no tanta, agresividad pero tampoco
tanta. Quizá algunos detalles menores han sido inventados, como el cortar el prepucio
a los niños y la adoración a la bandera.
—Si realmente piensas así, entonces no hay motivo alguno para preocuparse —
dijo Rey—. ¿Tienes alguna idea del trabajo que significaría? Sería algo abrumador.
Chip se encogió de hombros.
—Creo que sería bueno saberlo, eso es todo —murmuró. Miró a Lila, que estaba
poniendo los últimos libros en la caja.
—Vamos —dijo Copo de Nieve, cogiéndole del brazo—. Guardadnos un poco de
tabaco, miembros.
Salieron a la oscuridad de la sala de exhibiciones. La linterna de Copo de Nieve
iluminó su camino.
—¿De qué se trata? —preguntó Chip—. ¿Qué es lo que quieres enseñarme?
—¿Qué crees tú? —dijo ella—. Una cama. Por supuesto que nada de libros.

Generalmente se reunían dos noches a la semana, los domingos y los wooderles o


los jueves. Fumaban, hablaban y jugueteaban con las reliquias y exhibiciones. A
veces Gorrión cantaba las canciones que ella misma escribía, acompañándose con un
instrumento que mantenía en su regazo y cuyas cuerdas, bajo sus dedos, dejaban
escapar una agradable música antigua. Las canciones eran cortas y tristes, acerca de
niños que vivían y morían en astronaves, amantes transferidos, el eterno mar. A veces
Rey parodiaba la televisión de la noche, imitando cómicamente a un conferenciante
sobre el control del clima o a un coro de cincuenta miembros cantando Mi pulsera.
Chip y Copo de Nieve utilizaban la cama del siglo XVII y el sofá del siglo XIX, el
primitivo carro agrícola pre-U y la alfombra de plástico del último período pre-U. En
las noches entre reuniones iban a veces uno a la habitación del otro. El numnombre
que constaba en la puerta de Copo de Nieve era Anna PY24A9155. El 24, Chip no
pudo resistirse a calcularlo, significaba que Copo de Nieve tenía treinta y ocho años,
mayor de lo que había creído que era.
Día tras día sus sentidos se agudizaban y su mente se volvía más alerta e inquieta.
Su tratamiento lo arrojó hacia atrás y lo embotó, pero sólo durante una semana; luego
estuvo despierto de nuevo, vivo de nuevo. Se dedicó a trabajar en el idioma que Lila
había intentado descifrar. Ella le mostró los libros con que había estado estudiando y
las listas que había hecho. Momento era «momento»; silenzio «silencio». Había varias
páginas de traducciones fácilmente identificables; pero había palabras en cada frase
del libro que solamente podían ser supuestas y las suposiciones probadas en otra
parte. Allora, ¿era «entonces» o «ya»? ¿Qué significaban quale y sporse y
rimanesse? Trabajaba con los libros durante una hora o así en cada reunión. A veces

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ella se inclinaba por encima de su hombro y observaba lo que hacía, entonces decía:
«¡Claro!», o: «¿No podría ser uno de los días de la semana?»; pero Lila pasaba la
mayor parte del tiempo junto a Rey: llenaba su pipa y le escuchaba mientras hablaba.
Rey observaba trabajar a Chip y, reflejado en los paneles de cristal del mobiliario pre-
U, sonreía a los otros y alzaba las cejas.
Chip veía a Mary KK los sábados por la noche y los domingos por la tarde.
Actuaba normalmente con ella, sonreía en los Jardines de Recreo, y jodían de una
forma simple y sin pasión. Actuaba normalmente en su trabajo, siguiendo con
lentitud los procedimientos establecidos. Sin embargo, la normalidad empezó a
irritarle más y más a medida que pasaban las semanas.
En julio murió Quietud. Gorrión escribió una canción en su honor. Cuando Chip
regresó a su habitación tras la reunión en la que ella la cantó, Gorrión y Karl (¿por
qué no había pensado antes en él?) se unieron repentinamente en su cabeza. Gorrión
era grande y torpe, pero encantadora cuando cantaba, tenía unos veinticinco años y
estaba sola. Seguramente Karl había sido «curado» cuando Chip lo «ayudó», pero,
¿no tendría la fuerza necesaria o la capacidad genética o lo que fuera como para
resistir la cura, al menos hasta cierto grado? Como Chip, era un 663; había una
posibilidad de que estuviera allí mismo, en el Instituto, en alguna parte, una
perspectiva ideal para ser llevado ante el grupo y una elección ideal para Gorrión.
Realmente valía la pena intentarlo. ¡Qué placer sería ayudar de verdad a Karl!
¡Subtratado, dibujaría —¿qué no dibujaría?— cosas que nadie hubiera imaginado
nunca! Tan pronto como se levantó a la mañana siguiente, cogió la última guía de
numnombres de su bolsa de viaje, tocó el teléfono y leyó el numnombre de Karl. Pero
la pantalla siguió vacía y la voz del teléfono se disculpó; el miembro al que había
llamado estaba fuera de alcance.
Bob RO le preguntó sobre ello unos días más tarde, justo en el momento en que
Chip se levantaba de su silla.
—Por cierto —dijo Bob—. Quería preguntarte, ¿por qué quisiste llamar a Karl
WL?
—Bueno —dijo Chip, de pie al lado de su silla—. Deseaba saber cómo estaba.
Ahora que estoy completamente bien, quería asegurarme de que todos lo están.
—Karl WL está bien —dijo Bob—. Es curioso que trataras de ponerte en contacto
con él después de tantos años.
—Simplemente pensé en él —dijo Chip.
Actuaba normalmente desde el primer campanilleo hasta el último y se reunía con
el grupo dos veces a la semana. Seguía trabajando con el idioma —italiano, se
llamaba—, aunque sospechaba que Rey tenía razón y no valía la pena intentarlo. Sin
embargo, le proporcionaba algo en que ocuparse, y parecía una actividad más útil que
jugar con juguetes mecánicos. Además de vez en cuando su estudio atraía a Lila a su

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lado. Ella se inclinaba sobre su hombro para mirar, con una mano sobre la mesa
forrada de piel donde trabajaba y la otra en el respaldo de su silla. Podía oler su
aroma —no era su imaginación, realmente olía a flores— y contemplar su oscura
mejilla, su cuello y el pecho de su mono apretadamente tenso sobre dos móviles
protuberancias redondas. Eran sus senos Definitivamente lo eran.

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Una noche, a finales de agosto, mientras buscaba más libros en italiano, encontró
uno en un idioma distinto cuyo título, Vers l’avenir, era similar a las palabras italianas
verso y avvenire, y al parecer significaba «Hacia el futuro». Abrió el libro y hojeó sus
páginas. El nombre de Wei Li Chun, impreso en la parte superior de veinte o treinta
páginas, llamó su atención. Otros nombres estaban en las cabeceras de otras páginas:
Mario Sofik, A. F. Liebman. Comprendió que el libro era una colección de artículos
de distintos escritores, y dos de ellos eran de Wei. Reconoció el título de uno de los
artículos, Le pas prochain en avant (pas debía ser passo; avant, avanti), como «El
próximo paso hacia delante», en la primera parte de La sabiduría viva de Wei.
El valor de lo que acababa de encontrar, a medida que empezaba a darse cuenta
de ello, lo mantuvo inmóvil. Aquí, en este pequeño libro de tapas marrones sujetas
por hilos, había doce o quince páginas de un idioma pre-U, de las cuales tenía una
traducción exacta en el cajón de su mesilla de noche. Miles de palabras, de verbos
con sus desconcertantes y cambiantes formas. ¡En lugar de suponer y tantear como
había hecho con aquellos casi inútiles fragmentos de italiano, podía conseguir una
base sólida para aprender en sólo unas horas su segundo idioma!
No dijo nada a los demás. Se metió el libro en el bolsillo y se reunió con ellos.
Llenó su pipa como si no ocurriera nada extraordinario. Le pas-fuera-lo-que-fuera-
avant podía no ser, después de todo, «El próximo paso hacia delante». Pero lo era,
tenía que serlo.
Lo era. Lo vio tan pronto como comparó las primeras frases. Permaneció toda la
noche sentado en el escritorio de su habitación, leyendo y comparando
cuidadosamente, con un dedo en las líneas del idioma pre-U y otro en las líneas
traducidas. Leyó de aquel modo dos veces todo el ensayo de catorce páginas, y luego
empezó a redactar una lista alfabética de palabras.
La noche siguiente estaba cansado y se durmió, pero la otra, tras una visita de
Copo de Nieve, se quedó en vela y trabajó de nuevo.
Empezó a ir al museo por las noches entre las reuniones. Allá podía fumar
mientras trabajaba, examinar otros libros en français —français era el nombre del
idioma, aunque el rabito debajo de la c era un misterio para él— y merodear por los
salones a la luz de su linterna. En el segundo piso encontró un mapa de 1951,
artísticamente remendado en varios lugares, donde Eur era Europe, con la división
llamada France, donde se hablaba el français, y todos los extraños y atractivos
nombres de sus ciudades: Paris, Nantes, Lyon y Marseille.
Todavía no les había dicho nada a los demás. Deseaba confundir a Rey y deleitar
a Lila con un idioma plenamente dominado. En las reuniones ya no seguía trabajando
con el italiano. Una noche Lila le preguntó al respecto, y dijo, sinceramente, que

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había abandonado sus intentos de desentrañar aquel idioma. Ella se dio la vuelta con
expresión decepcionada, y él se sintió feliz, sabedor de la sorpresa que estaba
preparando para ella.
Los sábados por la noche pasaba un tiempo inútil acostándose con Mary KK, y
las noches de reunión eran también una pérdida de tiempo; aunque ahora, con
Quietud muerta, Leopardo a veces no venía, y entonces Chip lo supervisaba para
arreglarlo todo y luego se quedaba hasta tarde trabajando.
Al cabo de tres semanas podía leer rápidamente el français, con sólo una palabra
aquí y otra allá que seguían indescifrables. Encontró varios libros en ese idioma.
Leyó uno cuyo título, traducido, era Los crímenes de la guadaña roja, y otro, Los
pigmeos de la selva ecuatorial, y otro, El padre Goriot.
Aguardó hasta una noche en que Leopardo no vino, y entonces lo dijo. Rey se
mostró como si hubiera recibido malas noticias. Sus ojos midieron a Chip y su rostro
se mantuvo rígido y controlado, con un aspecto repentinamente más viejo y
demacrado. Lila recibió la noticia como si le hubieran hecho un regalo ansiado
durante largo tiempo.
—¿Has leído libros en ese idioma? —exclamó. Tenía los ojos muy abiertos y
brillantes y los labios incitadoramente separados. Pero ninguna de sus reacciones le
proporcionó a Chip el placer que había esperado. Se sentía grave con el peso de lo
que ahora sabía.
—Tres —dijo a Lila—. Y voy por la mitad del cuarto.
—¡Es maravilloso, Chip! —exclamó Copo de Nieve—. ¿Por qué guardaste el
secreto?
Y Gorrión añadió:
—No creí que fuera posible.
—Felicidades, Chip —dijo Rey, sacándose la pipa de la boca—. Es un auténtico
logro, incluso con la ayuda de un ensayo. Me has demostrado que estaba equivocado.
—Miró su pipa, giró la boquilla para ponerla derecha—. ¿Qué has hallado hasta
ahora? —preguntó—. ¿Algo interesante?
Chip le miró fijamente.
—Sí —dijo—. Una buena parte de lo que se nos dice es cierto. Había crímenes y
violencia y estupidez y hambre. Había una cerradura en cada puerta. Las banderas
eran algo importante, y también los límites entre los territorios. Los niños esperaban
que murieran sus padres para poder heredar su dinero. El desperdicio de trabajo y
materiales era increíble.
Miró a Lila y le sonrió consoladoramente; su regalo tan ansiado se estaba
quebrando.
—Pero con todo ello —dijo—, los miembros parecían sentirse más fuertes y
felices que nosotros. Iban donde querían, hacían lo que deseaban, «ganaban» cosas,

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«poseían» cosas, elegían, siempre elegían... Eso, de algún modo, les hacía estar más
vivos que nosotros.
Rey cogió un poco más de tabaco.
—Bien, eso es más o menos lo que esperabas encontrar, ¿no? —dijo.
—Sí, más o menos —admitió Chip—. Pero hay otra cosa.
—¿Qué? —preguntó Copo de Nieve.
Mirando a Rey, Chip dijo:
—Quietud no hubiera tenido que morir.
Rey le observó fijamente. Los demás hicieron lo mismo.
—¿De qué odio estás hablando? —murmuró Rey, con los dedos inmóviles a
medio llenar la cazoleta de su pipa.
—¿No lo sabes? —preguntó Chip.
—No —respondió—. No comprendo nada.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Lila.
—¿No lo sabes, Rey? —insistió Chip.
—No —dijo Rey con voz fuerte—. ¿Qué...? No tengo ni la menor idea de lo que
estás hablando. ¿Cómo pueden los libros pre-U decirte algo acerca de Quietud? ¿Y
por qué debería esperarse que yo lo supiera?
—Vivir hasta la edad de sesenta y dos años —dijo Chip— no es ninguna
maravilla de la química y la selección y las galletas totales. Los pigmeos de las selvas
ecuatoriales, cuya vida era dura incluso bajo los estándares pre-U, vivían hasta los
cincuenta y cinco y los sesenta. Un miembro llamado Goriot vivió hasta los setenta y
tres y nadie lo consideró asombrosamente insólito, y eso fue a principios del siglo
XIX. ¡Los miembros vivían hasta los ochenta años, incluso hasta los noventa!
—Eso es imposible —dijo Rey—. El cuerpo no puede durar tanto; el corazón, los
pulmones...
—El libro que estoy leyendo ahora —dijo Chip— habla de algunos miembros que
vivieron en 1991. Uno de ellos llevaba un corazón artificial. Pagó dinero a los
médicos, y éstos se lo pusieron en lugar del suyo.
—Oh, por... —exclamó Rey—. ¿Estás seguro de que comprendes realmente ese
frandaz?
—Français —rectificó Chip—. Sí, estoy seguro. Sesenta y dos años no es una
vida larga; es más bien relativamente corta.
—Pero es a esa edad cuando morimos —dijo Gorrión—. ¿Por qué lo hacemos, si
no..., si no tenemos que hacerlo?
—No morimos... —dijo Lila, luego miró primero a Chip y después a Rey.
—Es cierto —dijo Chip—. Nos hacen morir. Uni lo hace. Está programado para
la eficiencia, ante todo para la eficiencia, antes, después y siempre. Revisa todos los
datos en sus bancos de memoria..., que no son esos hermosos juguetes rosados que

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veis cuando efectuáis la visita. Son feos monstruos de acero... Uni decide que los
sesenta y dos años es el momento óptimo de morir, mejor que los sesenta y uno o los
sesenta y tres, y mejor que molestarse con corazones artificiales. Si los sesenta y dos
años no es una nueva cota de longevidad que tenemos la suerte de haber alcanzado, y
no lo es, puedo asegurároslo..., entonces ésa es la única respuesta. Nuestros
reemplazos han sido educados y están aguardando, y allá vamos nosotros, fuera, unos
pocos meses antes o después, de modo que no todos seamos sospechosamente
iguales. En caso de que alguien esté lo bastante enfermo como para sentir sospechas.
—Cristo, Marx, Wood y Wei —dijo Copo de Nieve.
—Sí —dijo Chip—. Especialmente Wood y Wei.
—¿Rey? —inquirió Lila.
—Estoy desconcertado —murmuró Rey—. Ahora entiendo, Chip, por qué
pensaste que lo sabía. —Se dirigió a Copo de Nieve y a Gorrión—: Chip sabe que
estoy en quimioterapia.
—¿Y no lo sabías? —preguntó Chip.
—No.
—¿Hay o no un veneno en las unidades de tratamiento? —preguntó Chip—.
Tienes que saberlo.
—Tranquilo, hermano, soy un miembro viejo —dijo Rey—. No hay ningún
veneno como tal, no; pero casi todos los compuestos de la mezcla pueden causar la
muerte si son inyectados en una cantidad excesiva.
—¿Y no sabes qué cantidad de esos compuestos son inyectados cuando un
miembro alcanza los sesenta y dos años?
—No —dijo Rey—. Los tratamientos son formulados por impulsos que vienen
directamente de Uni a las unidades, y no hay forma de monitorizarlos. Puedo
preguntar a Uni, por supuesto, en qué consiste o consistirá un tratamiento en
particular, pero, si lo que dices es cierto —sonrió—, lo más probable es que me
mienta, ¿no?
Chip inspiró profundamente, soltó el aliento con lentitud.
—Sí —dijo.
—Y cuando un miembro muere —dijo Lila—, ¿los síntomas son los de la vejez?
—Hay los síntomas que me enseñaron que son de la vejez —dijo Rey—. Pero
podrían ser muy bien los de algo completamente distinto. —Miró a Chip—. ¿Has
encontrado algunos libros médicos en ese idioma?
—No —dijo Chip.
Rey sacó su mechero y lo abrió con el pulgar.
—Es posible —dijo—. Es muy posible. Nunca se me había pasado por la cabeza.
Los miembros viven hasta los sesenta y dos años; antes eran menos, algún día serán
más; tenemos dos ojos, dos orejas, una nariz. Hechos establecidos. —Encendió el

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mechero y aplicó la llama a la pipa.
—Tiene que ser cierto —dijo Lila—. Es el final lógico y definitivo del
pensamiento de Wood y Wei. Controla la vida de todo el mundo, y finalmente
terminarás controlando la muerte de todo el mundo.
—Es horrible —dijo Gorrión—. Me alegro de que Leopardo no esté aquí. ¿Podéis
imaginar cómo se sentiría? No sólo Quietud, sino él mismo, cualquier día dentro de
poco. No debemos decirle nada; que siga pensando que ocurrirá de una forma natural.
Copo de Nieve miró sombríamente a Chip.
—¿Por qué tuviste que decírnoslo? —preguntó.
—Para que podamos experimentar una feliz clase de tristeza —murmuró Rey—.
¿O era una triste clase de felicidad, Chip?
—Creí que querríais saberlo —se defendió Chip.
—¿Por qué? —dijo Copo de Nieve—. ¿Qué podemos hacer al respecto?
¿Quejarnos a nuestros consejeros?
—Os diré una cosa que podemos hacer —exclamó Chip—. Empezar a buscar más
miembros para el grupo.
—¡Sí! —dijo Lila.
—¿Y dónde los encontraremos? —quiso saber Rey—. No podemos agarrar
simplemente a cualquier Karl o Mary que pase por la acera a nuestro lado, ¿sabes?
—¿Quieres decir que en tu trabajo no puedes sacar un listado impreso de los
miembros locales con tendencias anormales? —preguntó Chip.
—No, sin darle a Uni una buena razón, no puedo —dijo Rey—. Un movimiento
en falso, hermano, y los médicos me estarán examinando a mí. Lo cual significará,
incidentalmente, que os estarán reexaminando a todos vosotros.
—Hay otros anormales por ahí —dijo Gorrión—. Alguien escribe «Pelea a Uni»
en la parte de atrás de los edificios.
—Tenemos que buscar una forma de conseguir que ellos nos encuentren a
nosotros —dijo Chip—. Alguna clase de señal.
—¿Y luego qué? —Rey negó con la cabeza—. ¿Qué haremos cuando seamos
veinte o treinta? ¿Pedir una visita en grupo y volar a Uni en pedazos?
—Es una idea que se me había ocurrido —admitió Chip.
—¡Chip! —exclamó Copo de Nieve. Lila se lo quedó mirando fijamente.
—En primer lugar —dijo Rey, sonriendo—, es inexpugnable. En segundo lugar,
la mayoría de nosotros ya hemos estado allí, por lo que no se nos concederá otra
visita. ¿O deberíamos ir a pie desde aquí hasta Eur? ¿Y qué haríamos con el mundo
una vez que todo estuviera descontrolado, cuando las fábricas se detuvieran, los
coches se estrellaran y los campanilleos dejaran de sonar..., volvernos realmente pre-
U y rezar una plegaria?
—Si pudiéramos hallar miembros que supieran de computadoras y de teoría de

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microondas —dijo Chip—, miembros que conocieran a Uni, quizá podríamos
elaborar una forma de cambiar su programación.
—Si pudiéramos encontrar esos miembros —dijo Rey—. Si pudiéramos atraerlos
hasta nosotros. Si pudiéramos llegar a EUR-cero-uno. ¿Te das cuenta de lo que estás
pidiendo? Lo imposible, eso es todo. Por esto te dije que no perdieras el tiempo con
esos libros. Nada podemos hacer acerca de nada. Éste es el mundo de Uni, métetelo
en la cabeza. Le fue entregado hace cincuenta años, y está cumpliendo con su misión:
extender la peleadora Familia por el peleador universo, y nosotros estamos
cumpliendo con nuestros trabajos, incluido morir a los sesenta y dos años y no
perdernos la televisión. Así son las cosas, hermano: toda la libertad que podemos
esperar es una pipa, unos cuantos chistes y un poco de sexo extra. No perdamos lo
que hemos conseguido, ¿de acuerdo?
—Pero si conseguimos...
—Canta una canción, Gorrión —dijo Rey.
—No quiero —respondió ella.
—¡Canta una canción!
—Está bien, de acuerdo; lo haré.
Chip miró furiosamente a Rey, se levantó y salió a largas zancadas de la
habitación. Entró en la oscura sala de exhibiciones, se dio un golpe en la cadera
contra algo duro y siguió caminando y maldiciendo. Se alejó del pasillo y del
almacén, se detuvo frotándose la frente y balanceándose sobre las puntas de los pies
delante de los enjoyados reyes y reinas, mudos espectadores más oscuros que la
oscuridad.
—Rey —murmuró—. ¿Quién odio cree que es ese hermano peleador?
Le llegó débilmente la canción de Gorrión, junto con el pulsar de las cuerdas de
su instrumento pre-U. Y luego un ruido de pasos acercándose.
—¿Chip? —Era Copo de Nieve. No se alejó. Alguien tocó su brazo—. Vuelve —
dijo ella.
—Déjame solo, ¿quieres? —murmuró—. Déjame solo un par de minutos.
—Vamos —insistió ella—. Te comportas como un niño.
—Copo de Nieve —dijo, volviéndose—, ve a escuchar la canción de Gorrión,
¿quieres? Ve a fumar tu pipa.
Ella guardó silencio unos instantes, luego dijo:
—De acuerdo —y se alejó.
Chip se volvió de nuevo hacia los reyes y reinas, respirando profundamente. Le
dolía la cadera; se la frotó. Se sentía furioso por la forma en que Rey había cercenado
su idea, obligando a todos a que hicieran exactamente lo que él...
Copo de Nieve volvía. Empezó a decirle de nuevo que se fuera, pero se controló.
Inspiró profundamente, con los dientes apretados, y se dio la vuelta.

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Rey avanzaba ahora hacia él, con su pelo canoso y su mono reflejando la débil
penumbra del pasillo. Se acercó y se detuvo. Se miraron en silencio, luego Rey dijo:
—No tenía intención de hablarte tan secamente.
—¿Cómo es que no has cogido una de estas coronas? —preguntó Chip—. Y un
manto. Sólo este medallón..., odio, esto no es suficiente para un auténtico rey pre-U.
Rey guardó silencio un momento, luego dijo:
—Te pido disculpas.
Chip contuvo el aliento, después lo expulsó lentamente.
—Todo miembro que pudiéramos atraer junto a nosotros —dijo— significaría
nuevas ideas, nueva información que podríamos aprovechar, posibilidades en las que
quizá no hayamos pensado.
—Y también nuevos riesgos —señaló Rey—. Intenta verlo desde mi punto de
vista.
—No puedo —reconoció Chip—. Prefiero volver al tratamiento total que seguir
así.
—«Seguir así» le parece estupendo a un miembro de mi edad.
—Estás veinte o treinta años más cerca de los sesenta y dos que yo; pero deberías
ser de los que desean cambiar las cosas.
—Si el cambio resultara posible, quizá lo fuera —dijo Rey—. Pero quimioterapia
más computerización no significan ningún cambio.
—No necesariamente —dijo Chip.
—Sí —insistió Rey—, y no deseo ver que el «seguir así» se nos vaya por la
alcantarilla. Incluso el hecho de que tú vengas aquí solo otras noches significa un
riesgo añadido. Pero no te ofendas. —Se apresuró a levantar una mano—. No te estoy
diciendo que no lo hagas.
—Puedes estar seguro de que seguiré haciéndolo —dijo Chip; y al cabo de un
momento—. No te preocupes, soy cuidadoso.
—Bien —dijo Rey—. Y nosotros seguiremos buscando cuidadosamente
anormales. Sin dejar señales. —Tendió la mano.
Al cabo de un momento, Chip se la estrechó.
—Ahora vuelve con nosotros —dijo Rey—. Las chicas están preocupadas.
Chip echó a andar junto a él por el pasillo.
—¿Qué fue lo que dijiste antes acerca de que los bancos de memoria eran
«monstruos de acero»? —preguntó Rey.
—Eso es lo que son —respondió Chip—. Enormes bloques helados, miles de
ellos. Mi abuelo me los mostró cuando era niño. Él ayudó a construir Uni.
—Vaya con el hermano peleador.
—No, lo sentía. Deseaba no haberlo hecho. Cristo y Wei, si estuviera vivo, qué
maravilloso miembro tendríamos con nosotros.

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La noche siguiente Chip estaba sentado en el almacén, leyendo y fumando,
cuando:
—Hola, Chip —dijo Lila, y la vio de pronto en la puerta, con una linterna al lado.
Se puso en pie, con los ojos clavados en ella.
—¿Te importa si te interrumpo? —preguntó.
—Por supuesto que no, me alegra verte —dijo apresuradamente—. ¿Está Rey por
aquí?
—No —dijo ella.
—Entra. —Hizo un gesto con la mano.
Ella siguió en la puerta.
—Quiero que me enseñes ese idioma —dijo.
—Me encantará —respondió Chip—. Iba a preguntarte si deseabas la lista del
vocabulario. Vamos, entra.
La observó penetrar en la habitación, entonces se dio cuenta de que tenía la pipa
en la mano, la dejó a un lado y se dirigió al montón de reliquias. Cogió las patas de
una de las sillas que utilizaban, le dio la vuelta y la llevó junto a la mesa. Ella se
había metido la linterna en el bolsillo y estaba observando las páginas abiertas del
libro que Chip había estado leyendo. Éste dejó la silla en el suelo, arrastró la suya a
un lado y situó la otra junto a ella.
Lila volvió el libro y miró su portada.
—Significa «Un motivo para la pasión» —dijo—. Lo cual es bastante obvio. Pero
la mayoría de lo que dice el libro no lo es.
Ella volvió a mirar las páginas abiertas.
—Parte de él parece como el italiano —señaló.
—Así es como lo descubrí —dijo él. Sujetó el respaldo de la silla que había traído
para ella.
—He estado sentada todo el día —murmuró Lila—. Siéntate tú. Adelante.
Chip se sentó y extrajo sus listas dobladas de debajo de la pila de libros en
français.
—Puedes quedártelas todo el tiempo que quieras —dijo mientras las abría y las
extendía sobre la mesa—. Yo ya casi me las sé de memoria.
Le mostró la forma en que los verbos se unían en grupos, siguiendo distintos
esquemas de cambio para expresar tiempo y sujeto, y cómo los adjetivos tomaban
una u otra forma, según los nombres a los que eran aplicados.
—Es complicado —admitió—, pero, una vez lo captas, la traducción resulta
bastante fácil. —Tradujo para ella una página de Un motivo para la pasión. Victor, un
agente de bolsa de varias compañías industriales, el miembro que llevaba puesto el
corazón artificial, estaba reprendiendo a su mujer, Caroline, por haber sido poco
amistosa con un abogado influyente.

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—Es fascinante —dijo Lila.
—Lo que me sorprende —indicó Chip— es cuántos miembros no productivos
tenían. Esos agentes de bolsa y abogados; los soldados y policías, banqueros,
recaudadores de impuestos...
—No eran no productivos —dijo ella—. No producían cosas, pero hacían posible
que los miembros vivieran como lo hacían. Producían la libertad o al menos la
mantenían.
—Sí —murmuró él—, supongo que tienes razón.
—La tengo —afirmó ella, y se retiró inquieta de la mesa.
Chip pensó durante unos instantes.
—Los miembros pre-U —dijo— dejaban de lado la eficiencia... a cambio de la
libertad. Nosotros lo hemos hecho a la inversa.
—Nosotros no lo hemos hecho —rectificó Lila—. Fue hecho para nosotros. —Se
volvió y se le enfrentó, de pronto dijo—: ¿Crees que es posible que los incurables aún
estén vivos?
Él la miró.
—¿Que sus descendientes hayan podido sobrevivir —siguió ella— y tengan...
una sociedad en alguna parte? ¿En una isla o en alguna zona que la Familia no esté
utilizando?
—Bueno —dijo él, y se frotó la frente—. Seguro que es posible. Los miembros
sobrevivían en islas antes de la Unificación, ¿por qué no después?
—Eso creo yo —dijo ella, y se le acercó de nuevo—. Ha habido cinco
generaciones desde los últimos...
—Asediados por la enfermedad y las dificultades...
—¡Pero reproduciéndose a voluntad!
—No sé si una sociedad —murmuró él—, pero puede existir una colonia...
—Una ciudad —señaló ella—. Eran los más listos, los más fuertes.
—Vaya idea —admitió él.
—Es posible, ¿no? —Estaba inclinada hacia él, las manos sobre la mesa, sus
grandes ojos interrogativos, sus mejillas enrojecidas en un rosa oscuro.
La miró.
—¿Qué es lo que piensa Rey? —preguntó. Ella se echó ligeramente hacia atrás.
Como si no pudiera adivinarlo.
De pronto, ella se puso furiosa. Sus ojos llamearon.
—¡Estuviste terrible con él la otra noche! —exclamó.
—¿Terrible? ¿Estuve terrible? ¿Con él?
—¡Sí! —Se apartó de la mesa y se dio la vuelta—. Le interrogaste como si
fueras... ¿Cómo has podido pensar alguna vez que él supiera que Uni nos está
matando y no nos lo hubiera dicho?

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—Sigo creyendo que lo sabía.
Le miró furiosa.
—¡No es cierto! —exclamó—. ¡No guarda secretos conmigo!
—¿Quién eres tú, su consejera?
—¡Sí! —dijo—. Eso es exactamente lo que soy, por si no lo sabías.
—No, no lo eres.
—Lo soy.
—Cristo y Wei —murmuró—. ¿Lo eres realmente? ¿Tú eres una consejera? Ésta
es la última clasificación en que hubiera pensado. ¿Cuántos años tienes?
—Veinticuatro.
—¿Y eres su consejera?
Ella asintió.
Chip se echó a reír.
—Había pensado que trabajabas en los jardines —murmuró—. Hueles a flores,
¿sabes? De veras.
—Llevo perfume —dijo ella.
—¿Llevas qué?
—Perfume de flores, es un líquido. Rey lo fabrica para mí.
Se la quedó mirando.
—¡Parfum! —exclamó dando una palmada en el libro abierto que tenía delante—.
Creí que era alguna especie de germicida. La mujer del libro lo echaba en su baño.
¡Claro! —Rebuscó entre las listas, tomó su pluma, tachó algo y escribió—. Estúpido
de mí —dijo—. Parfum equivale a «perfume». Flores en un líquido. ¿Cómo lo hizo?
—No lo acuses de engañarnos.
—Está bien, no lo haré. —Dejó la pluma sobre la mesa.
—Todo lo que tenemos —murmuró ella— se lo debemos a él.
—Pero, ¿qué es? —murmuró él—. Nada..., a menos que lo usemos para intentar
algo más. Y él no parece desear que lo hagamos.
—Es más sensato que nosotros.
La miró, estaba de pie a unos metros de distancia de él, ante el montón de
reliquias.
—¿Qué harías tú —preguntó Chip— si descubriéramos que existe una ciudad de
incurables?
Los ojos de ella se clavaron en los de él.
—Iría allí —dijo.
—¿Para vivir de plantas y animales?
—Si es necesario. —Contempló el libro, avanzó una mano hacia él—. Victor y
Caroline parece que disfrutaban de su comida.
Chip sonrió y dijo:

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—Eres realmente una mujer pre-U, ¿no?
Ella no dijo nada.
—¿Me dejarías ver tus pechos? —preguntó de pronto él.
—¿Por qué?
—Siento curiosidad, eso es todo.
Ella abrió la parte superior de su mono y apartó los dos lados. Sus pechos eran
dos blandos conos de un rosa oscuro que se agitaban suavemente con su respiración,
tensos en su parte superior y redondeados por abajo. Sus pezones, planos y rosados,
parecieron contraerse y hacerse más oscuros mientras él los miraba. Se sintió
extrañamente excitado, como si hubiera sido acariciado.
—Son hermosos —dijo.
—Lo sé —Cerró el mono y apretó el cierre—. Es otra cosa que le debo a Rey.
Creía que era el miembro más feo de toda la Familia.
—¿Tú?
—Hasta que Rey me convenció de que no era así.
—De acuerdo —admitió Chip—, le debes a Rey mucho. Todos se lo debemos.
¿Para qué has venido a verme?
—Ya te lo dije. Para aprender ese idioma.
—Tonterías —dijo él. Se puso en pie—. Quieres que empiece a buscar lugares
que la Familia no usa, señales de que tu ciudad existe. Porque yo lo haré y él no;
porque yo no soy «sensato», ni viejo, ni me contento con hacer parodias de la
televisión.
Ella echó a andar hacia la puerta, pero él la retuvo por el hombro y le hizo dar la
vuelta.
—¡Quédate aquí! —dijo. Ella pareció asustada. Chip la sujetó por la barbilla y
besó su boca. Aferró su cabeza entre sus dos manos y apretó su lengua contra sus
dientes. Ella apretó las manos contra su pecho e intentó apartar la cabeza. Chip pensó
que finalmente iba a ceder y aceptar su beso, pero no lo hizo: siguió debatiéndose con
creciente vigor, y finalmente la soltó y ella se apartó bruscamente.
—Eso... ¡Eso es terrible! —dijo ella—. ¡Forzarme! Eso es... ¡Nunca me había
sentido así en mi vida!
—Te quiero —dijo Chip.
—Mírame, estoy temblando —murmuró ella—. Wei Li Chun, ¿es así como amas,
convirtiéndote en un animal? ¡Es horrible!
—Soy un ser humano —respondió él—. Como tú.
—No —dijo ella—, yo nunca haría daño a nadie, ¡ni nunca forzaría a nadie de
esta forma! —Se sujetó la mandíbula y la movió.
—¿Cómo crees que besan los incurables? —preguntó él.
—Como humanos, no como animales.

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—Lo siento —dijo él—. Te quiero.
—Bien —aceptó ella—. Yo también te quiero..., de la misma forma que quiero a
Leopardo, a Copo de Nieve y a Gorrión.
—No es eso lo que quiero decir.
—Pero sí lo que yo quiero decir. —Le miró fijamente. Avanzó de lado hacia la
puerta y dijo—: No vuelvas a hacerlo nunca. ¡Es terrible!
—¿No quieres las listas? —preguntó Chip.
Pareció que iba a decir que no; dudó, y luego dijo:
—Sí. Para eso vine.
Chip se volvió y recogió las listas de encima de la mesa, las dobló todas juntas, y
cogió Père Goriot del montón de libros. Se los tendió.
—No quería hacerte daño —murmuró.
—Está bien —dijo ella—. Pero no vuelvas a hacerlo.
—Buscaré lugares que la Familia no esté usando —dijo él—. Iré a mirar los
mapas en el MLF y veré si...
—Ya lo he hecho —dijo ella.
—¿Minuciosamente?
—Tanto como me ha sido posible.
—Lo haré de nuevo —dijo él—. Es la única forma de empezar. Milímetro a
milímetro.
—De acuerdo —dijo ella.
—Espera un segundo. Yo también me voy.
Ella aguardó mientras él recogía sus cosas de fumar y dejaba de nuevo la
habitación ordenada. Salieron juntos cruzando la sala de exhibición y por la inmóvil
escalera mecánica.
—Una ciudad de incurables —dijo él.
—Es posible —respondió ella.
—Vale la pena intentarlo —reconoció él.
Salieron a la calle.
—¿En qué dirección vas? —preguntó Chip.
—Hacia el oeste.
—Iré unas manzanas contigo.
—No —rechazó ella—. Cuanto más tiempo estés fuera, más posibilidades hay de
que alguien te vea no tocar.
—Toco el borde del escáner y lo bloqueo con mi cuerpo. Es muy ingenioso.
—No —insistió ella—. Por favor, ve por tu lado.
—De acuerdo —admitió él—. Buenas noches.
—Buenas noches.
Apoyó una mano en el hombro de ella y le dio un beso en la mejilla.

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Ella no se apartó. Estaba tensa bajo su mano, como aguardando algo.
Chip besó sus labios. Eran cálidos y suaves, ligeramente entreabiertos, y ella se
volvió y se alejó.
—Lila —dijo, y echó a andar tras ella.
Lila se volvió y dijo precipitadamente.
—No. Por favor, Chip, vete. —Le dio la espalda y se alejó a toda prisa.
Chip se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Vio a otro miembro que avanzaba
hacia ellos.
La contempló marcharse, odiándola, amándola.

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5
Noche tras noche cenaba rápidamente (pero no demasiado rápidamente), luego se
dirigía al Museo de los Logros de la Familia y estudiaba su laberinto de mapas
iluminados que llegaban hasta el techo hasta el cierre de las diez de la televisión. Una
noche fue allá después del último campanilleo —una caminata de una hora y media
—, pero no pudo leer los mapas a la luz de la linterna, sus marcas se perdían con el
resplandor. No creyó que fuera sensato encender las luces internas, las cuales, unidas
como parecían estar a la iluminación de toda la sala, podían producir un consumo de
energía que alertara a Uni. Un domingo llevó allí a Mary KK, la envió a ver la
exhibición del «Universo del Mañana», y estudió los mapas durante tres horas
seguidas.
No encontró nada: en cada isla había una ciudad o instalación industrial; en cada
cima de montaña se había construido un observatorio espacial o un centro de
climatonomía; cada kilómetro cuadrado de tierra —o de fondo marino— estaba
ocupado por minas, campos agrícolas, o usado para fábricas, casas, aeropuertos o
parques por los ocho mil millones de miembros de la Familia. El cartel en letras
doradas colgado a la entrada de la zona de mapas —«La Tierra es nuestra herencia; la
utilizamos sabiamente y sin desperdicio»— parecía cierto, tan cierto como que no
quedaba lugar alguno para la más pequeña comunidad no-Familiar.
Leopardo murió, y Gorrión cantó. Rey permaneció sentado en silencio, haciendo
girar los engranajes de un artilugio pre-U, y Copo de Nieve quiso más sexo.
Chip dijo a Lila:
—Nada. Nada en absoluto.
—Tuvo que haber centenares de pequeñas colonias —dijo ella—. Una al menos
debe haber sobrevivido.
—Entonces debe de estar compuesta por sólo una docena de miembros en alguna
cueva de algún lugar —dijo él.
—Por favor, sigue buscando —insistió ella—. No puedes haber comprobado
todas las islas.

Pensó en ello, sentado en la oscuridad en el coche del siglo XX, sujetando el


volante, accionando sus distintos botones y palancas. Cuanto más pensaba en ello,
menos posible le parecía la existencia de una ciudad o incluso de una colonia de
incurables. Aunque hubiera pasado por alto una zona no usada en los mapas, ¿podía
existir una comunidad sin que Uni supiera de ella? La gente dejaba huellas en su
entorno; un millar de personas, incluso un centenar, elevaban la temperatura de una
zona, ensuciaban los cursos de agua con sus desechos, y el aire quizá con sus fuegos
primitivos. La tierra o el mar se verían afectados en kilómetros alrededor por su

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presencia, en una docena de formas detectables.
Así pues, Uni hubiera sabido desde hacía mucho de la existencia de la teórica
ciudad, y una vez sabido, hubiera hecho... ¿qué? Enviado médicos y consejeros y
unidades de tratamiento portátiles. Hubiera «curado» a los incurables y los hubiera
convertido en miembros «sanos».
A menos, por supuesto, que se hubieran defendido... Sus antepasados habían
huido de la Familia poco después de la Unificación, cuando los tratamientos eran
opcionales, o más tarde, cuando se hicieron obligatorios pero no con su efectividad
actual. Seguramente algunos de aquellos incurables debieron defender su retirada por
la fuerza con armas mortales. ¿No habrían seguido haciéndolo, sirviéndose asimismo
de las armas, en sucesivas generaciones? ¿Qué podía hacer Uni hoy, en 162, frente a
una comunidad armada y defensiva, con una desarmada y no agresiva Familia? ¿Qué
hubiera hecho hacía cinco o veinte años una vez detectadas las señales de la
existencia de una colonia de incurables? ¿Dejarla de lado? ¿Permitir que sus
habitantes siguieran con su «enfermedad» y sus pocos kilómetros cuadrados de
mundo? ¿Rociar la ciudad con LPK? Pero ¿y si las armas de la ciudad podían derribar
aviones? ¿Decidiría Uni, en sus fríos bloques de acero, que él coste de la «cura» era
superior a su utilidad?
Se hallaba a dos días de un tratamiento, y su mente estaba más activa que nunca.
Deseó que pudiera estar más activa aún. Tenía la impresión de que había algo que se
le escapaba, algo que estaba justo al otro lado del límite de su consciencia.
Si Uni permitía que la ciudad existiera, antes que sacrificar miembros, tiempo y
tecnología para «ayudarla», entonces, ¿qué? Tenía que haber algo más, una nueva
idea que tenía que ser captada y exprimida.
Llamó al medicentro el jueves, el día antes de su tratamiento, y se quejó de dolor
de muelas. Le ofrecieron una visita el viernes por la mañana, entonces Chip dijo que
tenía que acudir al medicentro el sábado por la mañana para su tratamiento, de modo
que, ¿no podía hacer las dos cosas a la vez? No era un dolor de muelas muy fuerte,
sólo una ligera pulsación.
Le dieron hora para el sábado por la mañana a las 8.15.
Entonces llamó a Bob RO y le dijo que tenía una cita con el dentista el sábado a
las 8.15. ¿No creía que era una buena idea que recibiera su tratamiento también
entonces en lugar del día anterior? Matar dos pájaros de un tiro.
—Supongo que sí —dijo Bob—. Espera un momento... —Tecleó algo en el
telecomp—. Tú eres Li RM...
—35 M4419.
—Correcto —dijo Bob, y tecleó.
Chip aguardó sentado despreocupadamente.
—El sábado por la mañana a las 8.05 —dijo Bob.

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—Estupendo. Gracias.
—Gracias a Uni —dijo Bob.
Lo cual le proporcionaba un día más entre los tratamientos.
Aquella noche, jueves, fue una noche lluviosa, y se quedó en la habitación. Se
sentó ante el escritorio, con la frente apretada contra sus puños, deseando estar en el
museo y poder fumar.
Si existía una ciudad de incurables, y Uni sabía de ella y la dejaba a sus
defensores armados, entonces..., entonces...
Entonces Uni no dejaba que la Familia lo supiera —y se sintiera turbada o en
algunos casos tentada—, y estaba alimentando datos falsos para ocultar su existencia
al equipo elaborador de mapas.
¡Por supuesto! ¿Cómo era posible que se mostraran zonas sin usar en los
hermosos mapas de la Familia? «¡Pero mira ese sitio de ahí, papá! —exclamaría un
niño que visitara el MLF—. ¿Por qué no estamos usando nuestra herencia sabiamente
y sin desperdicio?» Y el papá respondería: «Sí, es extraño...» Así pues, la ciudad en
cuestión sería etiquetada IND99999, o Fábrica de Enormes Lámparas de Escritorio, y
nadie pasaría nunca dentro de un radio de cinco kilómetros de ella. Y si fuera una
isla, simplemente no sería reflejada en los mapas; el océano azul la sustituiría.
En consecuencia, examinar los mapas era completamente inútil. Podía haber
ciudades de incurables en cualquier parte. O... podía no haber ninguna en absoluto.
Los mapas ni probaban ni dejaban de probar nada.
¿Era ésta la gran revelación por la que se había estrujado el cerebro...? ¿Qué todo
aquel examen de los mapas había sido una estupidez desde un principio? ¿Que no
había forma alguna de hallar la ciudad, excepto posiblemente caminar hasta el último
rincón de la Tierra?
¡Peleadora Lila, con sus enloquecedoras ideas!
No, no exactamente.
Peleador Uni.
Durante media hora centró su mente en el problema: ¿Cómo descubrir una ciudad
hipotética en un mundo al que no se podía viajar? Finalmente, abandonó la idea y se
fue a la cama.
Pensó entonces en Lila, en el beso al que se había resistido y en el que le había
permitido darle, en la extraña excitación que había sentido cuando Lila le mostró sus
suaves pechos cónicos...
El viernes estaba tenso y nervioso. Actuar con normalidad resultó insoportable.
Contuvo el aliento durante todo el día en el Centro, durante la comida, en la
televisión y en el club fotográfico. Tras el último campanilleo se dirigió al edificio de
Copo de Nieve.
—¡Uf! —dijo ella—, ¡mañana seré incapaz de moverme!

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Luego al Pre-U. Paseó por las salas a la luz de la linterna, incapaz de apartar de sí
la idea. La ciudad podía existir, podía incluso estar en algún lugar próximo.
Contempló la exhibición del dinero, la del prisionero en su celda («Los dos lo
estamos, hermano») y la de las cerraduras y la de las cámaras de fotos planas.
Podía vislumbrar una respuesta, pero implicaba conseguir tener docenas de
miembros en el grupo. Cada uno de ellos podría comprobar entonces los mapas según
sus propios y limitados conocimientos. Él mismo, por ejemplo, podría verificar los
laboratorios genéticos y centros de investigación que había visto o de los que había
oído hablar a los demás miembros. Lila podría verificar los establecimientos de
consejería y las otras ciudades... Pero tomaría una eternidad, y un ejército de
cómplices subtratados. Pudo oír a Rey enfurecerse.
Contempló el mapa de 1951, y se maravilló como siempre de los extraños
nombres y las intrincadas redes de fronteras. Sin embargo, entonces los miembros
podían ir, en su mayoría, allá donde quisieran. Finas sombras se movieron en
respuesta a los movimientos de su luz en los bordes de los precisos parches del mapa,
cortados de modo que encajaran exactamente en los cruces de las líneas de referencia.
De no ser por el movimiento de la linterna, los rectángulos azules hubieran sido
solamente...
Rectángulos azules.
«Si la ciudad fuera una isla, simplemente no sería reflejada; el océano azul la
sustituiría.»
Y tendría que ser sustituida también en los mapas pre-U.
No dejó que le invadiera la excitación. Paseó lentamente la linterna a un lado y a
otro sobre el mapa cubierto por un cristal, y contó los parches que movían las
sombras. Había ocho, todos azules. Todos en los océanos, regularmente distribuidos.
Cinco de ellos cubrían un solo rectángulo del entramado de líneas de referencia, y
tres tapaban otros dos rectángulos. Uno de los parches de un solo rectángulo estaba al
lado mismo de Ind, en la bahía de Bengala..., la bahía de la Estabilidad.
Apoyó la linterna en una vitrina y sujetó el amplio mapa por los dos lados de su
marco. Lo alzó para descolgarlo, lo bajó hasta el suelo, inclinó su lado protegido por
el cristal contra la rodilla, y tomó de nuevo la linterna.
El marco era viejo, pero el papel gris que cubría su parte de atrás parecía
relativamente nuevo. En su parte inferior estaban estampadas las letras «EV».
Cogió el mapa, sujetándolo por el alambre del que había estado colgado, atravesó
la sala, bajó por la inmóvil escalera mecánica, cruzó la sala del primer piso y entró en
el almacén. Encendió la luz, apoyó el mapa sobre la mesa y lo depositó
cuidadosamente boca abajo.
Con la punta de una uña rompió el tenso papel por el fondo y los lados del marco,
lo sacó de debajo del alambre y lo apretó hacia atrás para que no volviera a su sitio.

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Un cartón blanco cubría el marco, sujeto por hileras de pequeños clavos.
Buscó en las cajas de pequeñas reliquias hasta que encontró unas tenacillas
oxidadas con una cinta adhesiva amarilla en uno de los lados del mango. Usó las
tenacillas para sacar los clavos del marco, luego alzó el cartón y otra pieza de cartón
que había debajo.
La parte de atrás del mapa estaba llena de manchas marrones pero no rasgada, no
había agujero alguno que justificara el parcheado. Una línea de escritura marrón era
débilmente visible: «Wyndham, MU 7-2161». Debía de ser un numnombre primitivo.
Sujetó los bordes del mapa, lo sacó del cristal, le dio la vuelta y lo levantó,
colgando, sobre su cabeza, contra la blanca luz del techo. En todos los parches
aparecieron islas: una grande, Madagascar; un grupo de islas más pequeñas: Azores.
El parche de la bahía de la Estabilidad mostraba una línea de cuatro islas pequeñas,
las islas Andaman. No recordaba haber visto ninguna de las islas cubiertas por los
parches en los mapas del MLF.
Volvió a colocar el mapa en su marco, boca arriba, y apoyó las manos en la mesa.
Lo miró, sonrió ante su tosquedad pre-U, sus ocho rectángulos azules casi invisibles.
«¡Lila! —pensó—. ¡Aguarda a que te lo cuente!»
Con la cabecera del marco apoyada en montones de libros y la linterna apretada
contra el cristal, dibujó en una hoja de papel las cuatro pequeñas islas Andaman y la
línea de la costa de la bahía de Bengala. Copió también los nombres y las
localizaciones de las otras islas y trazó la escala del mapa, que estaba en millas y no
en kilómetros.
Un par de islas de tamaño medio, las Falkland, estaban junto a la costa de Arg
(Argentina), frente a Santa Cruz, que parecía ser ARG20400. Algo se agitó en su
memoria ante estos nombres, pero no supo qué.
Midió las islas Andaman: las tres que estaban más juntas tenían unas ciento veinte
millas de longitud en total..., algo así como doscientos kilómetros, si recordaba
correctamente las equivalencias. ¡Lo bastante grandes como para albergar varias
ciudades! La forma más rápida de llegar a ellas era desde el otro lado de la bahía de
la Estabilidad, SEA77122, si él y Lila (¿Rey? ¿Copo de Nieve? ¿Gorrión?) tuvieran
que llegar hasta allí. Si iban a ir. Por supuesto que irían, ahora que había encontrado
las islas. Lo conseguirían; tenían que hacerlo.
Volvió a colocar el mapa boca abajo en el marco, puso en su sitio las piezas de
cartón, y metió de nuevo los clavos en sus correspondientes agujeros, apretando con
uno de los mangos de las tenacillas... Mientras lo hacía se preguntaba por qué
ARG20400 y las islas Falkland seguían turbando su memoria.
Metió de nuevo el papel que cubría la parte de atrás del marco por debajo del
alambre —el domingo por la noche traería cinta adhesiva y lo arreglaría mejor—,
luego llevó el mapa de vuelta al segundo piso. Lo colgó de su gancho y se aseguró de

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que el papel de atrás que había quedado suelto no se viera por los lados.
ARG20400... Una nueva mina de cinc había sido mostrada recientemente por la
televisión; ¿era por eso por lo que le parecía significativo? Evidentemente, nunca
había estado allí...
Bajó al sótano y cogió tres hojas de tabaco de detrás del tanque de agua caliente.
Las llevó al almacén, sacó sus cosas de fumar de la caja de cartón donde las
guardaba, se sentó ante la mesa y empezó a cortar las hojas.
¿Podía haber alguna otra razón por la que las islas estuvieran cubiertas y
eliminadas del mapa? ¿Quién había hecho aquello?
Ya era bastante. Estaba agotado de pensar. Dejó que su mente vagara... de la
brillante hoja del cuchillo a Quietud y Gorrión cortando tabaco la primera vez que las
había visto. Le había preguntado a Quietud de dónde procedían las semillas, y ella le
había dicho que las había traído Rey.
Entonces recordó dónde había visto ARG20400..., el numnombre, no la ciudad.

Una mujer gritando, con el mono desgarrado, estaba siendo llevada al Medicentro
Principal por dos miembros con la cruz roja, uno a cada lado. Sujetaban sus brazos y
parecían estar hablando con ella, pero la mujer seguía gritando..., unos gritos cortos y
agudos, todos iguales, que resonaban en las paredes de los edificios y de nuevo en la
lejanía de la noche. La mujer no dejaba de gritar, y las paredes y la noche gritaban
con ella.
Aguardó hasta que la mujer y los miembros que la conducían desaparecieron
dentro del edificio, esperó un poco más mientras los cada vez más lejanos gritos se
reducían a silencio, y entonces cruzó lentamente la acera y entró. Se apoyó contra el
escáner de admisión como si hubiera perdido el equilibrio, tocando con su pulsera por
debajo de la placa de metal, y se dirigió lenta y normalmente hacia una escalera
mecánica ascendente. Subió y se dejó llevar con una mano apoyada en el pasamanos
de caucho. En alguna parte del edificio la mujer seguía gritando, pero de pronto sus
chillidos se interrumpieron.
El primer piso estaba iluminado. Un miembro que llevaba una bandeja con vasos
se cruzó con él y le saludó. Le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.
El segundo y tercer piso también estaban iluminados, pero la escalera que
conducía al cuarto piso estaba parada, y arriba sólo había oscuridad. Subió por los
escalones, hasta el cuarto y quinto piso.
Avanzó a la luz de su linterna por el pasillo del quinto piso —rápido ahora, no
lento—, más allá de las puertas que había cruzado con los dos médicos, la mujer que
le había llamado «joven hermano» y el hombre con la cicatriz en la mejilla que le
había estado observando. Llegó al extremo del pasillo, iluminó con su luz la puerta
marcada con el rótulo de «600A Jefe de la División Quimioterapéutica.»
Cruzó la antesala y entró en la oficina de Rey. El enorme escritorio estaba más

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ordenado que la otra vez: el rozado telecomp, una pila de carpetas, el contenedor de
las plumas... y los dos pisapapeles, el inusual cuadrado y el normal redondo. Tomó
este último —en él estaba escrito «ARG20400»— y mantuvo por un momento su frío
peso metálico en la palma de su mano. Luego volvió a dejarlo, al lado de la foto del
sonriente joven Rey ante la cúpula de Uni.
Rodeó el escritorio, abrió el cajón central y rebuscó hasta encontrar una guía de la
sección encuadernada en plástico. Examinó la media columna de Jesús y encontró
Jesús HL09E6290. Su clasificación era 080A; su residencia, G35, habitación 1744.

Se detuvo por un momento ante la puerta, pues se dio cuenta de pronto de que
Lila podía estar también allí, dormitando al lado de Rey, bajo su posesivo brazo
extendido. «¡Bien! —pensó—. ¡Que lo oiga todo!» Abrió la puerta, entró, y la cerró
suavemente a sus espaldas. Apuntó con su linterna hacia la cama y la encendió.
Rey estaba solo, boca abajo, con los brazos rodeando su canosa cabeza.
Chip se alegró y se entristeció a la vez. Pero sobre todo se alegró. Se lo diría a
ella más tarde, iría triunfante a verla y le explicaría todo lo que había descubierto.
Encendió la luz, apagó la linterna y se la metió en el bolsillo.
—Rey —llamó.
La cabeza y los brazos envueltos en el pijama no se movieron.
—Rey —llamó de nuevo, y avanzó hasta detenerse al lado de la cama—.
Despierta, Jesús HL —dijo.
Rey se volvió de espaldas y se cubrió los ojos con una mano. Sus dedos se
entreabrieron y un ojo se asomó entre ellos.
—Quiero hablar contigo —dijo Chip.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Rey—. ¿Qué hora es?
Chip miró el reloj.
—Las 4.50 —dijo.
Rey se sentó en la cama y se frotó los ojos.
—¿Qué odio ocurre? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?
Chip cogió la silla del escritorio, la arrastró hasta los pies de la cama y se sentó.
La habitación estaba desordenada, con monos colgando de la tolva, manchas de té en
el suelo.
Rey tosió, se cubrió la boca con un puño y tosió de nuevo. Mantuvo el puño junto
a su boca y miró a Chip con ojos enrojecidos, el pelo pegado en mechones contra su
cráneo.
—Quiero saber cómo son las islas Falkland.
Rey bajó la mano.
—¿Las islas qué? —preguntó.
—Falkland —repitió Chip—. Donde conseguiste las semillas de tabaco y el
perfume que le diste a Lila.

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—Yo hice el perfume —dijo Rey.
—¿Y las semillas de tabaco también las hiciste tú?
—Me las dio alguien —respondió Rey.
—¿En ARG20400?
Al cabo de un momento Rey asintió.
—¿Dónde las consiguió él?
—No lo sé.
—¿No se lo preguntaste?
—No —dijo Rey—. No lo hice. ¿Por qué no vuelves donde se supone que
deberías estar? Podemos hablar de esto mañana por la noche.
—Me quedaré aquí —dijo firmemente Chip—. Me quedaré aquí hasta que oiga la
verdad. Tengo un tratamiento a las 8.05. Si no me presento a tiempo, todo habrá
terminado..., yo, tú, el grupo. Ya no seguirás siendo el rey de nada.
—Hermano peleador —murmuró Rey—, sal de aquí.
—Me quedo —dijo Chip.
—Te he dicho la verdad.
—No te creo.
—Entonces ve a pelear tú mismo —dijo Rey. Volvió a echarse en la cama y se dio
la vuelta sobre su estómago.
Chip se quedó donde estaba. Permaneció sentado, mirando a Rey y aguardando.
Al cabo de unos minutos Rey se volvió de nuevo sobre sí mismo y se sentó. Echó
a un lado la manta, sacó las piernas por un lado de la cama y se sentó apoyando los
pies desnudos sobre el suelo. Se rascó con ambas manos los muslos.
—Americanueva —dijo—, no Falkland. Acuden a la orilla y comercian. Criaturas
con pelo en el rostro, vestidas con telas y pieles. —Miró a Chip—. Unos salvajes
sucios y desagradables, que hablan de una forma apenas comprensible.
—Existen, han sobrevivido.
—Eso es todo lo que han hecho. Sus manos son como madera de tanto trabajar.
Se roban los unos a los otros, y siempre tienen hambre.
—Pero no han vuelto al seno de la Familia.
—Estarían mucho mejor si lo hicieran —murmuró Rey—. Todavía tienen una
religión. Y beben alcohol.
—¿Cuánto tiempo viven? —preguntó Chip.
Rey no dijo nada.
—¿Pasan de los sesenta y dos años? —insistió Chip.
Los ojos de Rey se entrecerraron fríamente.
—¿Qué hay de tan magnífico en vivir para prolongarlo indefinidamente? ¿Qué
hay de fantásticamente hermoso en la vida aquí o en la vida allá que haga que sesenta
y dos años no sean suficientes en lugar de pelear mucho? Sí, viven pasados los

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sesenta y dos. Uno de ellos afirmaba tener ochenta, y mirándole le creí. Pero mueren
más jóvenes también, a los treinta, incluso a los veinte... a causa del trabajo, la
suciedad, y defendiendo su «dinero».
—Ése es sólo un grupo de islas —dijo Chip—. Hay otros siete.
—Serán todos iguales —aseguró Rey—. Serán todos iguales.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo pueden no serlo? —preguntó Rey—. ¡Cristo y Wei, si hubiera creído
que era posible una vida medio humana allí hubiera dicho algo!
—Hubieras debido decir algo de todos modos —murmuró Chip—. Hay unas islas
cerca de aquí, en la bahía de la Estabilidad. Leopardo y Quietud hubieran podido ir a
ellas, y tal vez aún estuvieran vivos.
—Habrían muerto de todas formas.
—Pero hubieras debido darles la oportunidad de escoger dónde morir —dijo Chip
—. Tú no eres Uni.
Se puso en pie y devolvió la silla junto al escritorio. Miró la pantalla del teléfono,
se inclinó sobre el escritorio y tomó la tarjeta del numnombre de su consejera de
debajo de su borde: Anna SG38P2823.
—¿Quieres decirme que no sabes su numnombre? —preguntó Rey—. ¿Qué es lo
que hacéis, os encontráis en la oscuridad? ¿O todavía no te has abierto camino entre
sus piernas?
Chip se metió la tarjeta en el bolsillo.
—No nos encontramos en ningún lado —dijo.
—Vamos —se burló Rey—. Sé qué está pasando. ¿Qué piensas que soy, un
cuerpo muerto?
—No está pasando nada —dijo Chip—. Ella vino una vez al museo y le di las
listas de palabras del français, eso es todo.
—Me lo imagino —dijo Rey—. Vete de aquí, ¿quieres? Necesito dormir. —
Volvió a echarse en la cama, metió las piernas debajo de la manta y la extendió sobre
su pecho.
—No ocurre nada entre nosotros —dijo Chip—. Ella cree que te debe demasiado.
Con los ojos cerrados, Rey murmuró:
—Pero pronto nos ocuparemos de eso, ¿no?
Chip no dijo nada por un momento, luego:
—Tendrías que habernos hablado de todo ello. De Americanueva.
—Americanueva —murmuró Rey, y no dijo nada más. Siguió tendido con los
ojos cerrados, el pecho subiendo y bajando rápidamente bajo la manta.
Chip se dirigió a la puerta y apagó la luz.
—Nos veremos mañana por la noche —dijo.
—Espero que lleguéis allí —murmuró Rey—. Los dos. A Americanueva. Lo

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merecéis.
Chip abrió la puerta y salió.

La amargura de Rey lo había deprimido, pero después de caminar durante quince


minutos o así empezó a sentirse alegre y optimista. Estaba excitado por los resultados
de su noche de claridad extra. La mano en su bolsillo derecho estaba crispada sobre
un mapa de la bahía de la Estabilidad y las islas Andaman, los nombres y
localizaciones de las otras fortalezas de los incurables, y la tarjeta con el numnombre
de Lila impreso en rojo. Cristo, Marx, Wood y Wei, ¿qué sería capaz de hacer sin
ningún tratamiento en absoluto?
Sacó la tarjeta del bolsillo y la leyó mientras caminaba. «Anna SG38P2823.» La
llamaría después del primer campanilleo y concertaría una cita con ella, durante la
hora libre de aquella tarde. Anna SG. No ella, no una «Anna»; una Lila, fragante,
delicada, hermosa. (¿Quién había elegido el nombre, ella o Rey? Increíble. Odio,
pensar en todo el tiempo que habían estado encontrándose y jodiendo. ¡Si sólo...!)
Treinta y ocho P, veintiocho veintitrés. Caminó durante un rato al ritmo del
numnombre, luego se dio cuenta de que estaba andando demasiado rápido y se frenó.
Volvió a guardarse la tarjeta.
Estaría de vuelta en su edificio antes del primer campanilleo, podría ducharse,
cambiarse, llamar a Lila, comer (estaba hambriento), luego acudir a su tratamiento a
las 8.05 y a su visita dental a las 8.15. («Me siento mucho mejor hoy, hermana. La
pulsación ya casi ha desaparecido.») El tratamiento lo embotaría, odio, pero no tanto
como para que no fuera capaz de contar a Lila lo de las islas Andaman y empezar a
planear con ella —y con Copo de Nieve y Gorrión si estaban interesadas— cómo
intentar llegar allí. Copo de Nieve tal vez decidiera quedarse. Esperaba que así fuera;
eso simplificaría tremendamente las cosas. Sí, Copo de Nieve se quedaría con Rey;
reiría fumaría y jodería con él. Jugarían a aquel juego mecánico de las paletas y la
pelota. Y él y Lila se marcharían.
Anna SG, treinta y ocho P, veintiocho veintitrés...
Llegó al edificio a las 6.22. Se cruzó con dos miembros en el pasillo que se
habían levantado temprano, dos mujeres, una desnuda, la otra vestida. Sonrió y dijo:
—Buenos días, hermanas.
—Buenos días —respondieron, y le devolvieron la sonrisa.
Entró en su habitación y encendió la luz. Bob estaba en la cama, apoyado sobre
los codos. Su telecomp estaba abierto a sus pies en el suelo, y sus luces, azul y ámbar,
resplandecían.

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6
Cerró la puerta a sus espaldas.
Bob sacó las piernas de la cama y se sentó; alzó ansiosamente la vista hacia él. Su
mono estaba parcialmente abierto.
—¿Dónde has estado, Li? —preguntó.
—En el salón —dijo Chip—. Volví allí después del club fotográfico, me había
dejado la pluma..., de pronto me sentí muy cansado. Supongo que debió ser por el
retraso en mi tratamiento. Me senté para descansar un poco y —sonrió—, de pronto
descubrí que ya era por la mañana.
Bob le miró, aún ansioso, y al cabo de un momento movió la cabeza en un gesto
de negación.
—Miré en el salón —dijo—, la habitación de Mary KK, el gimnasio y el fondo de
la piscina.
—No debiste verme —señaló Chip—. Estaba en la esquina detrás de...
—Estuve buscándote en el salón Li —dijo Bob. Cerró su mono y movió
desesperanzado la cabeza.
Chip se apartó de la puerta y se dirigió al cuarto de baño, manteniéndose alejado
de Bob.
—Tengo que orinar —dijo.
Fue al cuarto de baño, abrió su mono y orinó, mientras intentaba reunir la claridad
mental extra de la que había gozado antes, mientras intentaba pensar en una
explicación que satisficiera a Bob o, en el peor de los casos, pareciera tan sólo una
aberración de una noche. De todos modos, ¿para qué había venido Bob? ¿Y cuánto
tiempo llevaba allí?
—Llamé a las 11.30 —dijo Bob—, y no hubo respuesta. ¿Dónde has estado desde
entonces hasta ahora?
Cerró su mono.
—Estuve paseando por ahí —dijo..., en voz alta, para que le oyera Bob desde la
habitación.
—¿Sin tocar escáners? —dijo suavemente Bob.
Cristo y Wei.
—Debí olvidarlo —respondió, y abrió el grifo para lavarse las manos—. Es este
dolor de muelas —añadió—. Cada vez es peor. Me duele todo el lado de la cabeza. —
Se secó las manos, observó a través del espejo a Bob en la cama, mirándole fijamente
—. No podía dormir, por eso salí a dar una vuelta. Te conté esa historia del salón
porque sé que hubiera tenido que ir directamente a...
—Ese «dolor de muelas» tuyo también me ha mantenido despierto a mí —dijo
Bob—. Te vi durante la televisión, y parecías tenso y anormal. Así que finalmente

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busqué el numnombre del empleado de la sección dental. Te ofreció una visita el
viernes, pero le dijiste que tu tratamiento era el sábado.
Chip volvió a dejar la toalla en su sitio, se volvió y se quedó mirando a Bob desde
la puerta del cuarto de baño.
Sonó el primer campanilleo y las primeras notas de Una poderosa Familia.
—Todo fue fingido, ¿verdad, Li? —dijo Bob—. El relajamiento de la primavera
pasada, la somnolencia y el exceso de tratamiento.
Al cabo de un momento Chip asintió.
—Oh, hermano —dijo Bob—. ¿Qué has estado haciendo?
Chip no dijo nada.
—Oh, hermano —repitió Bob, y se inclinó y apagó su telecomp. Cerró la tapa y
accionó los cierres con un sonido seco—. ¿Podrás perdonarme? —Colocó el
telecomp de pie y mantuvo el asa en equilibrio entre los dedos de ambas manos,
intentando que no cayera hacia ningún lado—. Te diré algo divertido —murmuró—.
Hay un rasgo de vanidad en mí. De veras. Rectifico: lo había. Creía que era uno de
los dos o tres mejores consejeros de la casa. De la casa, odio: de la ciudad. Alerta,
observador, sensible... «Y llega el brusco despertar.» —Consiguió mantener el asa en
equilibrio, la derribó a un lado de una palmada y sonrió secamente a Chip—. No eres
el único enfermo, si esto te sirve de consuelo.
—No estoy enfermo, Bob —dijo Chip—. Estoy más sano de lo que lo he estado
en toda mi vida.
—Esto es más bien todo lo contrario a la evidencia —respondió Bob, sin dejar de
sonreír. Recogió el telecomp y se puso en pie.
—No puedes ver la evidencia —dijo Chip—. Los tratamientos te mantienen
atontado.
Bob hizo un gesto con la cabeza y se encaminó hacia la puerta.
—Ven conmigo —dijo—. Vamos a arreglar esto.
Chip no se movió de donde estaba. Bob abrió la puerta y se detuvo, miró hacia
atrás.
—Estoy perfectamente sano —dijo Chip.
Bob alzó su mano en un gesto de simpatía.
—Ven conmigo, Li —dijo.
Tras un momento de vacilación, Chip fue hacia él. Bob lo cogió del brazo y
salieron al pasillo. Había muchas puertas abiertas y muchos miembros salían de ellas,
hablando suavemente, caminando. Cuatro o cinco se habían agrupado delante del
tablón de anuncios y leían las noticias del día.
—Bob —dijo Chip—, quiero que escuches lo que tengo que decirte.
—¿Acaso no escucho siempre? —dijo Bob.
—Quiero que intentes abrir tu mente —dijo Chip—. Porque no eres un miembro

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estúpido. Eres brillante, tienes buen corazón y quieres ayudarme.
Mary KK avanzó hacia ellos, con un montón de monos y una pastilla de jabón
encima de ellos. Sonrió y dijo:
—Hola. —Y a Chip—: ¿Dónde estuviste?
—Estaba en el salón —dijo Bob.
—¿En mitad de la noche? —se sorprendió Mary.
Chip asintió, y Bob dijo:
—Sí —y siguieron su camino hacia las escaleras mecánicas. La mano de Bob
sujetaba suavemente el brazo de Chip.
Bajaron.
—Sé que tu mente ya está abierta —dijo Chip—, pero tienes que intentar abrirla
aún más, escuchar y pensar por unos minutos como si yo estuviera tan sano como
digo.
—De acuerdo, Li; lo haré —dijo Bob.
—Bob —dijo Chip—, no somos libres. Ninguno de nosotros. Ningún miembro de
la Familia.
—¿Cómo puedo escucharte como si estuvieras sano, cuando dices esas cosas? —
murmuró Bob—. Por supuesto que somos libres. Libres de las guerras, la codicia, el
hambre; libres del crimen, la violencia, la agresividad, el ego...
—Sí, sí, somos libres de cosas —dijo Chip—, pero no somos libres de hacer
cosas. ¿Es que no lo ves, Bob? Ser «libres de» nada tiene que ver con ser libres.
Bob frunció el entrecejo.
—¿Ser libres de hacer qué? —preguntó.
Salieron de la escalera mecánica y se dirigieron a la siguiente.
—De elegir nuestras propias clasificaciones —dijo Chip—, tener hijos cuando
queramos, ir donde deseemos, hacer lo que nos apetezca, rechazar los tratamientos si
así lo deseamos...
Bob no dijo nada.
Montaron en la siguiente escalera mecánica.
—Lo único que hacen los tratamientos es embotarnos, Bob —dijo Chip—. Lo sé
por experiencia. Hay sustancias en ellos que «nos hacen humildes, nos hacen
buenos»... como dice la canción, ¿recuerdas? Llevo medio año subtratado —sonó el
segundo campanilleo—, y me siento más despierto y vivo que nunca. Pienso con
mayor claridad y mis sensaciones son más profundas. Jodo cuatro o cinco veces a la
semana, ¿eres capaz de creerlo?
—No —dijo Bob, y miró el telecomp en su mano.
—Es cierto —insistió Chip—. Ahora estás más seguro que nunca de que estoy
enfermo, ¿no? Por el amor de la Familia, no lo estoy. Hay otros como yo, miles, quizá
millones. Hay islas por todo el mundo, puede que también haya ciudades en los

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continentes —se dirigían a la siguiente escalera mecánica— donde la gente viva en
una auténtica libertad. Tengo una lista de las islas aquí mismo, en mi bolsillo. No
están en los mapas porque Uni no quiere que sepamos que existen, porque se
defienden contra la Familia, y la gente que vive en esos lugares no quiere someterse a
ser tratada. Ahora, ¿quieres ayudarme? ¿Quieres ayudarme de verdad?
Montaron en la siguiente escalera mecánica. Bob le miró apesadumbrado.
—Cristo y Wei —exclamó—, ¿lo dudas, hermano?
—De acuerdo entonces —dijo Chip—. Esto es lo que me gustaría que hicieras
por mí: cuando entremos en la sala de tratamientos, di a Uni que estoy bien, que
dormí en el salón como te dije. No digas que no toqué los escáners o que fingí un
dolor de muelas. Deja que la cosa quede en el tratamiento que me dieron ayer, ¿de
acuerdo?
—¿Y eso te ayudará? —dijo Bob.
—Sí, lo hará —asintió Chip—. Sé que no crees que sea así, pero te pido como
hermano y como amigo que..., que respetes lo que creo y siento. De algún modo iré a
una de estas islas y no perjudicaré a la Familia. He devuelto a la Familia todo lo que
me ha dado con el trabajo que he realizado hasta ahora, además nunca lo pedí, no
tuve más elección que aceptarlo.
Fueron a la siguiente escalera mecánica.
—Está bien —dijo Bob mientras bajaban—. Te he escuchado, Li; ahora
escúchame a mí. —Su mano en el brazo de Chip se crispó levemente—. Estás muy,
muy enfermo, y no soy el único culpable; me siento miserable por ello. No hay islas
que no estén en los mapas; los tratamientos no nos embotan; si tuviéramos la
«libertad» de la que hablas no tendríamos más que desorden, superpoblación, codicia,
crímenes y guerras. Sí, voy a ayudarte, hermano. Voy a decir a Uni la verdad, y serás
curado, luego me lo agradecerás.
Se dirigieron a la siguiente escalera mecánica y montaron en ella. «Segundo piso-
Medicentro», se leía en el cartel del fondo. Un miembro con un mono con la cruz roja
que venía hacia ellos por la escalera mecánica ascendente sonrió y dijo:
—Buenos días, Bob.
Bob respondió con una inclinación de cabeza.
—No quiero ser curado —dijo Chip.
—Eso prueba que lo necesitas —dijo Bob—. Relájate y confía en mí, Li. No,
¿por qué odio deberías hacerlo? Confía en Uni. ¿Eres capaz de eso? Confía en los
miembros que programaron Uni.
Al cabo de un momento Chip dijo:
—De acuerdo, lo haré.
—Me siento muy mal —dijo Bob. Chip se volvió hacia él y se desprendió de su
mano de un tirón. Bob le miró, sorprendido. Chip apoyó sus dos manos en la espalda

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de Bob y lo empujó hacia adelante. Se volvió aprovechando el impulso del
movimiento, se agarró al pasamanos —mientras oía a Bob caer y el telecomp resonar
contra los escalones— y saltó a la rampa central que separaba las dos escaleras
mecánicas. No se movía y el cambio de impulsos le hizo tambalearse. Trepó de lado,
sujetándose con dedos y rodillas a los bordes de metal. Saltó al otro lado, a los
escalones ascendentes. Recuperó rápidamente el equilibrio.
—¡Detenedlo! —gritó Bob desde más abajo.
Chip corrió hacia arriba, subiendo los escalones de dos en dos, uniendo su
impulso al movimiento de la escalera mecánica. El miembro con la cruz roja estaba
en la parte de arriba, fuera ya de la escalera, se volvió.
—¿Qué estás...? —Chip lo agarró por los hombros (era un miembro ya viejo y
sus ojos estaban muy abiertos por la sorpresa), lo empujó a un lado y siguió corriendo
pasillo abajo.
—¡Detenedlo! —gritó alguien. Otros miembros se unieron a la persecución:
—¡Agarrad a ese miembro!
—¡Está enfermo, detenedlo!
Delante estaba el comedor, los miembros de la cola se volvieron para mirar. Chip
gritó mientras corría hacia ellos:
—¡Detenedlo! ¡Detened a ese miembro! ¡Está enfermo! —Chip pasó junto a
ellos, cruzó la puerta y el escáner—. ¡Necesita ayuda! ¡Rápido!
Miró el interior del comedor y corrió hacia un lado, cruzó las puertas basculantes
que conducían a la parte de atrás de la sección de distribuidores. Frenó su marcha,
convirtió su carrera en un andar rápido, al tiempo que intentaba contener su
respiración. Pasó junto a un grupo de miembros que cargaban pilas de galletas totales
entre las hileras verticales de bandejas, junto a otro grupo de miembros que lo
miraron mientras echaban polvo de té en los depósitos cilíndricos de acero. Había un
carrito con cajas etiquetadas «Servilletas». Lo cogió por el asa, le hizo dar media
vuelta y lo empujó ante él, pasó al lado de miembros que comían de pie, de otros dos
que recogían galletas totales de una caja que se había roto.
Delante había una puerta con un rótulo donde se leía: «Salida» que daba a una de
las escaleras de la esquina del edificio. Empujó el carrito hacia ella, mientras oía
crecer las voces a su espalda. Golpeó la puerta con el carrito, la abrió y salió al
descansillo, después cerró la puerta y colocó el asa del carrito contra ella. Bajó por
dos escalones y empujó el carro de costado hacia él, encajándolo entre la puerta y el
poste de sustentación de la barandilla, con una negra rueda girando en el aire.
Echó a correr por las escaleras abajo.
Tenía que salir del edificio, llegar a las aceras y a las plazas. Podía dirigirse al
museo —todavía no estaría abierto— y ocultarse en el almacén o detrás del tanque de
agua caliente hasta la noche del día siguiente, cuando llegaran Lila y los otros.

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Hubiera debido coger algunas galletas totales. ¿Por qué no se le había ocurrido?
¡Odio!
Abandonó la escalera en la planta baja y cruzó rápidamente el vestíbulo, saludó
con la cabeza a un miembro que cruzó en dirección contraria; era una mujer que bajó
la vista hasta las piernas de Chip y se mordió preocupada los labios. Chip miró a su
vez y se detuvo. Su mono estaba desgarrado a la altura de las rodillas y se veía un
arañazo en la derecha: una ristra de pequeñas cuentas de sangre sobre su piel.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó la mujer.
—Ahora voy al medicentro —dijo rápidamente Chip—. Gracias, hermana.
Siguió su camino. Nada podía hacer ahora respecto a su herida; tendría que correr
el riesgo y seguir con el mono roto. Cuando estuviera fuera, lejos del edificio, ataría
un pañuelo a la rodilla y recompondría el mono de la mejor manera que pudiese. La
rodilla empezaba a hormiguearle, ahora que sabía que se había hecho daño en ella.
Caminó más deprisa.
Se detuvo al final del vestíbulo y dudó, miró las escaleras mecánicas
descendentes a ambos lado y, al fondo, las cuatro puertas de cristal con sus escáners y
la soleada acera al otro lado. Un buen número de miembros salían hablando por ellas,
otros pocos entraban. Todo parecía normal. El murmullo de las voces era bajo, sin
ningún signo de alarma.
Echó a andar hacia las puertas, caminaba normalmente, sin dejar de mirar al
frente. Podía hacer su truco del escáner —la rodilla podía ser una excusa perfecta que
justificara su tambaleo si alguien se daba cuenta—, y una vez estuviera fuera...
La música se interrumpió.
—Disculpad —dijo una voz de mujer por los altavoces—, ¿os importaría por
favor quedaros todos exactamente donde estáis por un momento? ¿Podéis dejar de
andar, por favor?
Chip se detuvo en medio del vestíbulo.
Todo el mundo dejó de andar. La gente miraba interrogativamente alrededor, y
aguardó. Sólo los miembros que estaban en las escaleras mecánicas siguieron
moviéndose, hasta que éstas se detuvieron también. Un miembro dio
inadvertidamente unos pasos, bajando unos escalones más.
—¡No te muevas! —le gritaron varios miembros, entonces, avergonzado, se
detuvo en seco.
Chip siguió inmóvil, miraba fijamente los enormes rostros de cristales de colores
que había encima de las puertas: los barbudos Cristo y Marx, el lampiño Wood, el
sonriente Wei con sus rasgados ojos. Algo se deslizó por su tobillo: una gota de
sangre.
—Hermanos, hermanas —dijo una voz de mujer—, se ha producido una
emergencia. Hay un miembro en el edificio que está enfermo, muy enfermo. Ha

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actuado agresivamente y ha escapado de su consejero —los miembros contuvieron el
aliento—. Necesita que todos nosotros le ayudemos encontrándolo y llevándolo a la
sala de tratamientos tan pronto como sea posible.
—¡Sí! —exclamó un miembro detrás de Chip.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó otro.
—Creemos que está por debajo del tercer piso —dijo la mujer—. Tiene
veintisiete años... —Una segunda voz le dijo algo, una voz masculina, rápida e
ininteligible. Un miembro junto a las escaleras más próximas miraba fijamente las
rodillas de Chip, que clavó su mirada en la imagen de Wood.
—Probablemente intentará abandonar el edificio —dijo la mujer—; así pues, los
dos miembros más próximos a cada salida sitúense delante de ella y bloqueen la
puerta, por favor. Nadie más se moverá; sólo los dos miembros que estén más
próximos a cada salida.
Los miembros más cercanos a las puertas se miraron; dos de ellos avanzaron
hasta cada puerta y se situaron inquietos al lado de los escáners.
—¡Es horrible! —musitó alguien. El miembro que había estado mirando las
rodillas de Chip contemplaba ahora su rostro. Chip le devolvió la mirada. Era un
hombre de unos cuarenta años; desvió la mirada.
—El miembro que estamos buscando —dijo una voz masculina por el altavoz—
es un hombre de veintisiete años, numnombre Li RM35M4419. Repito, Li, RM,
35M4419. Primero debemos comprobar que no esté entre los miembros más cercanos
a nosotros, luego registraremos los pisos donde estamos. Es un minuto, sólo un
minuto, por favor. UniComp dice que el miembro es el único Li RM del edificio, así
que podemos olvidar el resto de su numnombre. Todo lo que tenemos que hacer es
buscar un Li RM. Li RM. Comprobad las pulseras de los miembros que tenéis
alrededor. Estamos buscando a Li RM. Aseguraos de que los miembros que están
alrededor de vosotros son comprobados por al menos otro miembro. Los miembros
que estén en sus habitaciones saldrán a los pasillos. Li RM. Estamos buscando a Li
RM.
Chip se volvió hacia el miembro que tenía a su lado, tomó su mano y miró su
pulsera.
—Déjame ver la tuya —dijo el otro. Chip alzó su muñeca y se volvió, se dirigió
hacia otro miembro—. No vi tu pulsera —dijo el primero. Chip tomó la mano de otro
miembro. El primer miembro sujetó su brazo desde atrás—. Hermano, no he visto tu
pulsera.
Chip corrió hacia las puertas. Fue sujetado y alguien le hizo girar en redondo
dándole un tirón del brazo..., el miembro que le había estado observando desde el pie
de las escaleras. Cerró su mano hasta convertirla en un puño y golpeó al miembro en
el rostro; cayó hacia atrás.

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Algunos miembros gritaron.
—¡Es él! —exclamaron varias voces—. ¡Está aquí! ¡Ayudadle! ¡Detenedle!
Corrió hacia la puerta y dio un puñetazo a uno de los miembros que había allí. El
otro sujetó su brazo y dijo en su oído:
—¡Hermano, hermano!
Su otro brazo fue sujetado por varios miembros; le aferraron por el pecho y por
detrás.
—Estamos buscando a Li RM —seguía diciendo el hombre por el altavoz—.
Puede actuar agresivamente cuando lo encontremos, pero no debemos sentir miedo.
Depende de nosotros, de nuestra ayuda y de nuestra comprensión.
—¡Soltadme! —gritó Chip, intentando liberarse de los brazos que cada vez lo
sujetaban más fuertemente.
—¡Ayudémosle! —exclamaban los miembros—. ¡Llevémosle a la sala de
tratamientos! ¡Ayudémosle!
—¡Dejadme solo! —chilló—. ¡No quiero que me ayudéis! ¡Dejadme solo,
odiosos hermanos peleadores!
Fue arrastrado escaleras mecánicas arriba por un grupo de miembros jadeantes y
temblorosos, uno de ellos con lágrimas en los ojos.
—Tranquilo, tranquilo —decían—. Te estamos ayudando. Te pondrás bien, te
estamos ayudando. —Pateó, pero alguien sujetó sus piernas.
—¡No deseo que me ayudéis! —gritó—. ¡Quiero que dejéis solo! ¡Estoy sano!
¡Estoy sano! ¡No estoy enfermo!
Fue arrastrado por entre miembros que le miraban con las manos en los oídos, con
las manos apretadas contra sus bocas bajo unos ojos que le miraban fijamente.
—Vosotros sois los enfermos —dijo al miembro que había golpeado en el rostro.
Le sangraba la nariz, y la tenía hinchada como la mejilla. Varios miembros mantenían
los brazos de Chip sujetos a su espalda—. Estáis embotados y drogados —les dijo—.
Estáis muertos. Sois hombres muertos. ¡Estáis muertos!
—Calla, te queremos, te estamos ayudando —dijo un miembro.
—¡Cristo y Wei, SOLTADME!
Fue arrastrado escaleras arriba.
—Ha sido encontrado —dijo el hombre por el altavoz—. Li RM ha sido
encontrado, miembros. Está siendo llevado al medicentro. Dejad que os lo repita: Li
RM ha sido encontrado y está siendo llevado al medicentro. La emergencia ha
terminado, hermanos y hermanas, y podéis seguir con lo que estabais haciendo.
Gracias, gracias por vuestra ayuda y cooperación. Gracias en nombre de la Familia,
gracias en nombre de Li RM.
Fue arrastrado por el pasillo que conducía al medicentro.
La música se reanudó en mitad de una melodía.

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—Estáis todos muertos —dijo Chip—. Toda la Familia está muerta. Uni es el
único que está vivo, sólo Uni. ¡Pero hay islas donde la gente vive! ¡Mirad el mapa!
¡Mirad el mapa en el Museo Pre-U!
Fue arrastrado hasta la sala de tratamientos. Bob estaba allí, pálido y sudoroso,
con un corte que sangraba en una ceja. Tecleaba furiosamente su telecomp, que le
sostenía una muchacha con una bata azul.
—Bob —dijo Chip—, Bob, hazme un favor, ¿quieres? Mira el mapa en el Museo
Pre-U. Mira el mapa de 1951.
Fue arrastrado hasta una unidad iluminada por una luz azul. Se aferró a los bordes
de la abertura pero le soltaron los dedos y le obligaron a meter la mano; desgarraron
su manga y metieron todo su brazo hasta el hombro.
Alguien acarició su mejilla... Era Bob con mano temblorosa.
—Te pondrás bien, Li —dijo—. Confía en Uni. —Tres finas líneas de sangre
descendían del corte de su ceja.
Su pulsera fue atrapada por el escáner, su brazo contactado por el disco de
infusión. Cerró apretadamente los ojos. «¡No dejaré que me matéis! —pensó—. ¡No
me quedaré muerto! ¡Recordaré las islas, recordaré a Lila! ¡No moriré! ¡No dejaré
que me matéis!» Abrió los ojos. Bob le estaba sonriendo. Una tira de esparadrapo
color carne cubría su ceja.
—Dijeron a las tres, y son las tres —exclamó Bob.
—¿Qué quieres decir? —preguntó. Estaba tendido en una cama, y Bob se hallaba
sentado a su lado.
—Los médicos dijeron que despertarías a esta hora —señaló Bob—. A las tres. Y
así ha sido. No a las 2.59, no a las 3.01: a las tres en punto. Esos miembros son tan
listos que a veces me asustan.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—En el Medicentro Principal.
Entonces recordó..., recordó las cosas que había pensado y dicho y, lo peor de
todo, las cosas que había hecho.
—Oh, Cristo —dijo—. Oh, Marx. Oh, Cristo y Wei.
—Tómatelo con calma, Li —dijo Bob, y sujetó su mano.
—Bob —murmuró—, oh, Cristo y Wei, Bob, yo... te empujé escaleras abajo...
—Por las escaleras mecánicas, sí —dijo Bob—. Lo hiciste, hermano. Ése fue el
momento de mayor sorpresa de mi vida. Pero estoy bien. —Se acarició el
esparadrapo sobre su ceja—. Todo está curado y como nuevo, o lo estará en uno o
dos días.
—¡Golpeé a un miembro! ¡Con mis manos!
—También está bien —dijo Bob—. Dos de ésas son suyas. —Hizo un gesto con
la cabeza al otro lado de la cama, señalando un ramo de rosas rojas que había en un

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florero sobre la mesilla—. Dos de Mary KK y dos de los miembros de tu sección.
Contempló las rosas enviadas por los miembros a los que había golpeado,
engañado y traicionado, y las lágrimas fluyeron de sus ojos y se puso a temblar.
—Vamos, tranquilo —dijo Bob.
¡Pero Cristo y Wei, sólo estaba pensando en sí mismo!
—Bob, escucha —dijo. Volvió la cabeza hacia él, intentó levantarse sobre un
codo, se escudó los ojos con la mano.
—Tranquilo —dijo Bob.
—Bob, hay otros —dijo—, otros que están tan enfermos como lo estaba yo.
¡Tenemos que encontrarles y ayudarles!
—Lo sabemos.
—Hay un miembro llamado Lila, Anna SG38P2823, y otro...
—Lo sabemos lo sabemos —dijo Bob—. Ya han sido ayudados. Todos han sido
ayudados.
—¿De veras?
Bob asintió.
—Fuiste interrogado mientras estabas dormido —dijo—. Hoy es lunes. Lunes por
la tarde. Ya han sido encontrados y ayudados: Anna SG y la que tú llamabas Copo de
Nieve, Anna PY, y Yin GU, Gorrión.
—Y Rey —señaló Chip—, Jesús HL. Está aquí mismo en este edificio. Es...
—No —dijo Bob, moviendo la cabeza en un gesto de negación—. No, con él
llegamos demasiado tarde. Ése... está muerto.
—¿Muerto?
Bob asintió.
—Se colgó.
Chip se lo quedó mirando.
—De su ducha, con un trozo de sábana —aclaró Bob.
—Oh, Cristo y Wei —dijo Chip, y se dejó caer sobre la almohada. Enfermedad,
enfermedad, enfermedad, y él había formado parte de ella.
—Los otros, sin embargo, están bien —dijo Bob. Palmeó su mano—. Y tú estarás
bien también. Vas a ir a un centro de rehabilitación, hermano. Vas a tener una semana
de vacaciones. Quizá incluso más.
—Me siento tan avergonzado, Bob —murmuró Chip—, tan peleadoramente
avergonzado de mí mismo...
—Oh, vamos —rió Bob—. No te sentirías avergonzado si hubieras resbalado y te
hubieras roto un tobillo, ¿no? Es lo mismo. En todo caso, soy yo el que debería
sentirse avergonzado.
—¡Te mentí!
—Yo dejé que me mintieras —rectificó Bob—. Mira, nadie es realmente

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responsable de nada. Pronto te darás cuenta de ello. —Buscó algo en el suelo, levantó
una bolsa de viaje y la abrió sobre sus rodillas—. Esto es tuyo —dijo—. Dime si he
olvidado algo. Cepillo de dientes, tijeras, fotos, guías de numnombres, un dibujo de
un caballo, tu...
—Eso es enfermizo —dijo bruscamente Chip—. No lo quiero. Tíralo.
—¿El dibujo?
—Sí.
Bob lo sacó de la bolsa y lo miró.
—Está muy bien hecho —dijo—. No es exacto, pero es... hermoso en cierto
sentido.
—Es enfermizo —repitió Chip—. Fue hecho por un miembro enfermo. Tíralo.
—Lo que tú digas —dijo Bob. Depositó la bolsa sobre la cama, después cruzó la
habitación hacia la tolva, abrió la tapa y dejó caer el dibujo.
—Hay islas llenas de miembros que también están enfermos —dijo Chip—. Por
todo el mundo.
—Lo sé —asintió Bob—. Nos lo dijiste.
—¿Por qué no podemos ayudarles?
—No lo sé —dijo Bob—. Pero Uni sí lo sabe. Te lo dije antes, Li: confía en Uni.
—Lo haré —dijo Chip—. Lo haré. —Y las lágrimas brotaron de nuevo de sus
ojos.
Un miembro con un mono con la cruz roja entró en la habitación.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
Chip le miró.
—Está bastante deprimido —dijo Bob.
—Era de esperar —respondió el miembro—. No te preocupes; lo arreglaremos
enseguida. —Se inclinó y cogió la muñeca de Chip.
—Li, tengo que irme —dijo Bob.
—De acuerdo —dijo Chip.
Bob se inclinó y le besó en la mejilla.
—En caso de que no te vuelvan a enviar aquí, adiós, hermano —dijo.
—Adiós, Bob —dijo Chip—. Gracias. Por todo.
—Gracias a Uni —dijo Bob. Apretó fuertemente su mano y sonrió. Intercambió
una inclinación de cabeza con el miembro de la cruz roja y salió.
El miembro tomó un infusor de su bolsillo e hizo saltar su tapa.
—Te sentirás perfectamente bien dentro de nada —dijo.
Chip permaneció tendido y cerró los ojos, se secó con una mano las lágrimas
mientras el miembro alzaba su otra manga.
—Estaba tan enfermo —murmuró—. Estaba tan enfermo.
—Calla, no pienses en ello —dijo el miembro, mientras le aplicaba suavemente el

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infusor y accionaba el émbolo—. No tienes que pensar en nada. Estarás bien
enseguida.

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Tercera parte
La huida

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1
Las viejas ciudades fueron demolidas. Se construyeron nuevas ciudades. Las
nuevas ciudades tenían edificios más altos, plazas más amplias, parques más grandes,
monorraíles cuyos vagones iban más rápidos aunque eran menos frecuentes.
Fueron enviadas dos nuevas astronaves hacia Sirio B y 61 del Cisne. Las colonias
de Marte, repobladas y salvaguardadas tras la devastación de 152, se fueron
expandiendo día a día, así como las colonias en Venus y la Luna y las avanzadillas de
Titán y Mercurio.
La hora libre fue ampliada cinco minutos. Los telecomps accionados por la voz
empezaron a sustituir a los accionados por teclas, y las galletas totales aparecieron
con un sabor más agradable. Las expectativas de vida se incrementaron a 62,4 años.
Los miembros trabajaban y comían, veían la televisión y dormían. Cantaban, iban
a los museos y paseaban por los parques de recreo.
En el doscientos aniversario del nacimiento de Wei, en el desfile celebrado en una
nueva ciudad, uno de los palos de una enorme pancarta con el retrato de un sonriente
Wei era llevado por un miembro de treinta y tantos años, normal en todos los
aspectos, sólo se diferenciaba de los demás en que su ojo derecho era verde en lugar
de castaño. Hacía tiempo, aquel miembro había estado enfermo, pero ahora estaba
sano. Tenía trabajo, habitación, amiga y consejera. Se sentía relajado y contento.
Algo extraño ocurrió durante el desfile. Mientras este miembro avanzaba,
sonriente, sosteniendo el palo de la pancarta, empezó a oír resonar insistentemente un
numnombre en su cabeza: Anna SG, treinta y ocho P, veintiocho veintitrés; Anna SG,
treinta y ocho P, veintiocho veintitrés. Siguió repitiéndoselo, al ritmo del desfile. Se
preguntó a quién pertenecía ese numnombre, y por qué resonaba en su cabeza de esta
forma.
De pronto recordó: ¡era de su enfermedad! Era el numnombre de uno de los otros
enfermos, el llamado Linda... No, Lila. ¿Por qué, después de tanto tiempo, acudía este
numnombre a su cabeza? Pisó más fuerte, siguiendo el ritmo de la marcha, intentando
no oírlo, y se alegró cuando fue dada la señal de cantar.
Se lo contó a su consejera.
—No tienes por qué preocuparte —le dijo ésta—. Probablemente viste a alguien
que te la recordó. Quizá incluso la viste a ella. No hay que temer recordar..., a menos,
por supuesto, que se convierta en algo molesto. Si vuelve a ocurrir, dímelo.
Pero no volvió a ocurrir. Estaba sano, gracias a Uni.

Un día de Navidad, cuando tenía otro trabajo y vivía en otra ciudad, fue en
bicicleta con su amiga y otros cuatro miembros al parque exterior. Llevaron consigo
galletas totales y cocas... y comieron en el suelo cerca de un bosquecillo.

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Había dejado su coca sobre una piedra casi horizontal y, al ir a cogerla mientras
hablaba con los otros, la volcó inadvertidamente. Los otros miembros volvieron a
llenar su recipiente con parte del contenido de los suyos.
Unos minutos más tarde, mientras doblaba el papel de aluminio con que había
envuelto su galleta, observó una hoja plana sobre la mojada piedra, con gotas de coca
brillando en su superficie, su tallo aparecía curvado hacia arriba como un asa. Cogió
el tallo y alzó la hoja. El trozo de piedra de debajo estaba seco, reproducida la forma
ovalada de la hoja. El resto de la piedra tenía un húmedo color negruzco, pero allá
donde había estado la hoja era de un gris seco. Algo en aquel hecho pareció
significativo para él, pues permaneció allí sentado en silencio, contemplando la hoja
en una mano, el doblado envoltorio de aluminio de la galleta en la otra y la seca
silueta de la hoja en la piedra. Su amiga le dijo algo y le sacó de aquel momento;
juntó la hoja y el envoltorio y se los dio al miembro que tenía la bolsa de la basura.
La imagen de la forma seca de la hoja en la piedra volvió varias veces a su mente
aquel día, y también al día siguiente. Luego recibió su tratamiento y lo olvidó. Al
cabo de unas semanas, sin embargo, volvió a recordar la silueta de la hoja. Se
preguntó por qué. ¿Había alzado una hoja de una piedra mojada de aquella misma
forma antes? Si lo había hecho, no lo recordaba...
De tanto en tanto, mientras paseaba por un parque o, de un modo extraño, cuando
aguardaba en la cola para su tratamiento, la imagen de la forma de la hoja seca volvía
a su mente y le hacía fruncir el entrecejo.

Hubo un terremoto. Se cayó de su silla. El cristal del microscopio se rompió y el


sonido más fuerte que jamás hubiera oído retumbó desde las profundidades del
laboratorio. Una sismoválvula a medio continente de distancia se había trabado sin
que nadie se diera cuenta de ello, explicó la televisión unas noches más tarde. No
había ocurrido nunca antes y no volvería a pasar. Los miembros debían lamentarlo,
por supuesto, pero no debían preocuparse de cara al futuro.
Docenas de edificios se habían derrumbado, centenares de miembros habían
muerto. Todos los medicentros de la ciudad se vieron colapsados por los heridos, y
más de la mitad de las unidades de tratamiento resultaron dañadas. Los tratamientos
fueron retrasados diez días.
Unos días antes de que tuviera que recibir el suyo Chip pensó en Lila y en cómo
la había amado de una forma diferente y más intensa —más excitante— de lo que
había amado nunca a nadie. Había deseado decirle algo. ¿Qué era? Sí, lo de las islas.
Las islas que había hallado ocultas en el mapa pre-U. Las islas de los incurables...
Su consejero le llamó.
—¿Te encuentras bien? —quiso saber.
—Creo que no, Karl —dijo—. Necesito mi tratamiento.
—Espera un momento —dijo su consejero. Se volvió y habló quedamente a su

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telecomp. Al cabo de un momento se volvió de nuevo hacia él—. Puedes recibirlo
esta tarde a las 7.30 —dijo—, pero tendrás que ir al medicentro en T24.
Se puso tras una larga cola a las 7.30. Seguía pensando en Lila, intentaba recordar
exactamente cuál era su aspecto. Cuando estuvo junto a las unidades de tratamiento,
la imagen de la silueta seca de una hoja en una piedra mojada le vino a la mente.

Lila lo llamó (estaba allí, en el mismo edificio), y Chip fue a su habitación, que
era el almacén en el Pre-U. Joyas verdes colgaban de los lóbulos de sus orejas y
brillaban en torno a su garganta de piel rosada y oscura. Llevaba una túnica de
resplandeciente tela verde que dejaba al descubierto los suaves conos de sus pechos
con sus rosados pezones.
—Bon soir, Chip —le dijo, sonriente—. Comment vas-tu? Je m’ennuyais
tellement de toi.
Se acercó a ella, la tomó en sus brazos y la besó —sus labios eran cálidos y
suaves, su boca entreabierta—... Despertó en medio de la oscuridad y la decepción.
Había sido un sueño, sólo un sueño.
Pero, sorprendentemente, aterradoramente, todo aquello estaba en él: el olor de su
perfume (parfum), el sabor del tabaco, la melodía de las canciones de Gorrión, el
deseo de poseer a Lila, la rabia contra Rey, el resentimiento hacia Uni, la tristeza que
le inspiraba la Familia y la felicidad de sentir; estar vivo y despierto.
Y por la mañana recibiría su tratamiento y todo desaparecería. A las ocho.
Encendió la luz, miró el reloj: las 4.54. Dentro de un poco más de tres horas...
Apagó de nuevo la luz y permaneció con los ojos abiertos en la oscuridad. No
deseaba perder nada de aquello. Enfermo o no, quería conservar sus recuerdos y la
capacidad de explorar y gozar de ellos. No deseaba pensar en las islas —no, nunca;
ésa era la auténtica enfermedad—, pero deseaba pensar en Lila, en las reuniones del
grupo celebradas en el almacén lleno de reliquias y, de vez en cuando, quizá, tener
otro sueño.
Pero el tratamiento se produciría dentro de tres horas y todo desaparecería. No
había nada que pudiera hacer, sólo cabía esperar otro terremoto, y ¿qué posibilidades
había de que hubiera otro movimiento sísmico? Las sismoválvulas habían funcionado
perfectamente durante años, y seguirían haciéndolo en los años venideros. ¿Qué otra
cosa aparte de un terremoto podía posponer su tratamiento? Nada. Nada en absoluto.
No con Uni sabiendo que en una ocasión había mentido para posponer uno.
La forma seca de una hoja sobre una piedra mojada acudió a su mente, pero
desechó esta imagen para pensar en Lila, verla como la había visto en su sueño; no
quería malgastar las tres cortas horas de consciencia que le quedaban. Había olvidado
lo grandes que eran sus ojos, su encantadora sonrisa y su piel rosa oscuro, lo
emocionante de su ímpetu. Había olvidado tanto pelear: el placer de fumar, la
excitación de descifrar el français...

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Recordó una vez más la forma seca de la hoja. Pensó en ella, irritado, quería
descubrir por qué su mente se aferraba a esa imagen de aquel modo, para librarse de
ella de una vez por todas. Pensó una vez más en aquel momento ridículo y sin
significado. Vio de nuevo la hoja con las gotas de coca brillando en su superficie, sus
dedos alzando su tallo y su otra mano sujetando él envoltorio doblado de la galleta
total y el seco óvalo gris sobre la negruzca piedra manchada de coca. Había
derramado la coca y la hoja había estado allí y el trozo de piedra de debajo se había...
Se sentó en la cama y apretó la mano contra el pijama que cubría su brazo
derecho.
—Cristo y Wei —dijo aterrado.

Se levantó antes de que sonara el primer campanilleo, se vistió e hizo la cama.


Fue el primero en el comedor. Comió, bebió y regresó a su habitación con el
envoltorio de aluminio de una galleta total doblado de cualquier manera en su
bolsillo.
Abrió el envoltorio, lo puso sobre el escritorio y lo alisó con la mano. Dobló
cuidadosamente el cuadrado por la mitad y la mitad en tercios. Apretó plano el
paquete y lo sostuvo; era delgado pese a sus seis capas. ¿Demasiado delgado? Volvió
a dejarlo.
Fue al cuarto de baño, y del estuche de primeros auxilios del armario cogió
algodón y un rollo de esparadrapo. Regresó al escritorio.
Puso una capa de algodón encima del paquete de aluminio —una capa más
pequeña que el paquete en sí— y empezó a cubrir el algodón y el paquete con largas
tiras de esparadrapo color carne. Sujetó ligeramente los bordes del esparadrapo al
escritorio.
Se abrió la puerta y se volvió, ocultando lo que estaba haciendo y guardándose el
rollo de esparadrapo en el bolsillo. Era Karl TK, de la habitación contigua.
—¿Listo para el desayuno? —preguntó.
—Ya he desayunado —respondió Chip.
—Bueno, entonces te veré luego.
—De acuerdo —dijo, y sonrió.
Karl cerró la puerta.
Chip terminó de poner el esparadrapo, luego arrancó sus bordes del escritorio y
llevó el vendaje que había hecho al cuarto de baño. Lo depositó con el lado del
aluminio para arriba en el borde del lavabo y se alzó la manga.
Tomó el vendaje y puso cuidadosamente el aluminio contra la superficie interior
de su brazo, allá donde lo tocaría el disco de infusión. Aseguró el vendaje y apretó
fuertemente los extremos del esparadrapo contra su piel.
Una hoja. Un escudo. ¿Funcionaría?
Si lo hacía, pensaría sólo en Lila, no en las islas. Si se daba cuenta de que pensaba

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en las islas, llamaría a su consejero.
Volvió a bajarse la manga.
A las ocho se unió a la cola en la sala de tratamientos. Permaneció con los brazos
cruzados y la mano sobre el vendaje cubierto por la manga..., para calentarlo en caso
de que el disco de infusión fuera sensible a la temperatura.
«Estoy enfermo —pensó—. Cogeré todas las enfermedades: cáncer, viruela,
cólera, todo. ¡Me crecerá el pelo en el rostro!»
Lo haría sólo esta vez. A la primera señal de que algo iba mal, llamaría a su
consejero.
Quizá no funcionara.
Llegó su turno. Se levantó la manga hasta el codo, metió la mano hasta la muñeca
en la abertura rodeada de caucho de la unidad, luego alzó la manga hasta su hombro y
simultáneamente deslizó el brazo en el interior.
Notó cómo el escáner hallaba su pulsera y la ligera presión del disco de infusión
contra el vendaje almohadillado con algodón... No ocurrió nada.
—Ya estás —dijo el miembro que iba detrás de él.
La luz azul de la unidad estaba encendida.
—Sí —dijo, y se bajó la manga al tiempo que retiraba el brazo.
Tenía que acudir a su trabajo.
Después de comer regresó a su habitación y en el cuarto de baño alzó la manga y
arrancó el vendaje del brazo. El aluminio no estaba roto, pero tampoco lo estaba la
piel después del tratamiento. Arrancó el paquete de aluminio de la cinta.
El algodón apareció gris y apelmazado. Estrujó el vendaje sobre el lavabo, y
cayeron unas gotas de un líquido que parecía agua.

La consciencia volvía a él, un poco más cada día. Los recuerdos también, con
detalles nítidos, angustiosos.
Vinieron las sensaciones. El resentimiento hacia Uni se convirtió en odio, el
deseo hacia Lila en impotente ansia.
De nuevo representó los antiguos engaños: era normal en su trabajo, con su
consejero, con su amiga. Pero, día tras día, los engaños se hacían más difíciles de
mantener, más enfurecedores.
En su siguiente día de tratamiento hizo otro vendaje de envoltorio de galleta total,
algodón y esparadrapo. Después lo estrujó sobre el lavabo y sacó otras gotitas de un
líquido parecido al agua.
Aparecieron puntos negros en su barbilla, mejillas y labio superior..., el inicio de
barba. Desmontó sus tijeras, ató con alambre una de las hojas al mango de la otra, y
cada mañana, antes de que sonara el primer campanilleo, se frotaba jabón en la cara y
se afeitaba los puntos.
Soñaba cada noche. A veces los sueños le producían orgasmos.

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Cada vez era más enloquecedor fingir relajación y contento, humildad y bondad.
El día de Marxvidad, en la playa, saltó por la orilla y luego corrió, corrió alejándose
de los miembros que saltaban con él, corrió lejos de los baños de sol, de la Familia
comedora de galletas totales. Corrió hasta que la playa se estrechó y se convirtió en
piedras, y corrió por entre la resaca y el antiguo y resbaladizo lindero. Entonces se
detuvo y, a solas y desnudo entre el océano y los riscos que se alzaban junto a él,
cerró sus manos convirtiéndolas en puños y golpeó los riscos.
—¡Pelea! —gritó al claro cielo azul, y retorció y tiró de la irrompible cadena de
su pulsera.
Era 169, el 5 de mayo. Había perdido seis años y medio. ¡Seis años y medio!
Tenía treinta y cuatro años. Estaba en USA90058.
¿Dónde estaba ella? ¿Todavía en Ind, o en algún otro lugar? ¿Estaba en la Tierra o
a bordo de alguna astronave? ¿Estaba viva como él o muerta como todos los demás
en la Familia?

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2
Era más fácil ahora, después de haberse despellejado las manos y gritado,
caminar lentamente con una sonrisa satisfecha, contemplar la televisión y la pantalla
de su microscopio, sentarse con su amiga en el anfiteatro de los conciertos.
Pensando constantemente en qué podía hacer...

—¿Alguna fricción? —preguntó su consejero.


—Bueno, un poco —dijo.
—Ya me pareció que no tenías buen aspecto. ¿De qué se trata?
—Bueno, ¿sabes?, estuve bastante enfermo hace unos años...
—Sí, lo sé.
—Y ahora uno de los miembros que estuvo conmigo cuando estaba enfermo, de
hecho, la miembro que me puso enfermo, está aquí en el edificio. ¿Es posible
conseguir que me trasladen a algún otro lugar?
Su consejero le miró dubitativo.
—Me sorprende un poco —dijo— que UniComp os haya puesto de nuevo a los
dos juntos.—A mí también —admitió Chip—. Pero está aquí. La vi en el comedor
ayer por la noche, y de nuevo esta mañana.
—¿Hablaste con ella?
—No.
—Veré qué puedo hacer —dijo su consejero—. Si ella está aquí y te hace sentirte
incómodo, por supuesto que serás trasladado. O ella será trasladada. ¿Cuál es su
numnombre?
—No lo recuerdo bien —dijo Chip—. Anna ST38P y algo más.
Su consejero le llamó a primera hora de la mañana siguiente.
—Estabas equivocado, Li —dijo—. No viste a esa miembro. Por cierto, es Anna
SG, no ST.
—¿Estás seguro de que no está aquí?
—Positivo. Está en Afr.
—Es un alivio —dijo Chip.
—Y, Li, en lugar de pasar tu tratamiento el jueves, lo pasarás hoy.
—¿De veras?
—Sí. A la 1.30.
—De acuerdo —dijo—. Gracias, Jesús.
—Gracias a Uni.
Tenía tres envoltorios de galletas totales doblados y ocultos en la parte de atrás
del cajón de su escritorio. Sacó uno, fue al cuarto de baño, y empezó a preparar el
vendaje.

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Ella estaba en Afr. Era más cerca que Ind, pero seguía habiendo un océano de por
medio, además de toda la anchura de Usa.
Sus padres estaban también en Afr, en ’71334; esperaría unas semanas y
solicitaría una visita. Hacía casi dos años que no los había visto, por lo tanto había
bastantes posibilidades de que su solicitud fuera aceptada. Una vez en Afr podría
llamarla —fingir que tenía un brazo malo, hacer que un niño tocara la placa de un
teléfono público por él—, y averiguar su localización exacta. «Hola, Anna SG.
Espero que estés tan bien como yo. ¿En qué ciudad te encuentras?»
¿Y luego qué? ¿Caminar hasta donde estuviera? ¿Solicitar un viaje en coche hasta
algún lugar cercano, una instalación relacionada de una u otra forma con la genética?
¿Se daría cuenta Uni de lo que intentaba?
Pero, incluso aunque ocurriera todo esto, aunque consiguiera llegar hasta ella,
¿qué haría luego? Era demasiado esperar que ella también hubiera levantado algún
día una hoja de encima de una piedra mojada. No, odio, ella sería un miembro
normal, tan normal como había sido él mismo hasta hacía unos pocos meses. Y a la
primera palabra anormal que él dijera lo arrastraría a un medicentro. Cristo, Marx,
Wood y Wei, ¿qué podía hacer?
Podía olvidarla, ésa era la única respuesta. Partir por sus propios medios a la más
cercana de las islas libres. Allí habría mujeres, muchas probablemente y algunas
tendrían la piel rosa oscuro, ojos grandes menos rasgados de lo normal y unos suaves
pechos cónicos. ¿Valía la pena arriesgar su propia y recién recobrada consciencia por
la remota posibilidad de despertar la de ella?
Aunque en otro tiempo Lila había despertado la suya, acuclillándose delante de él
con las manos sobre sus rodillas...
No con riesgo de hacer peligrar su estado consciente, sin embargo. O, al menos,
no con un riesgo tan grande como el que correría él.
Acudió al Museo Pre-U. Lo hizo como en otro tiempo por la noche, sin tocar los
escáners. Era idéntico al de IND26110. Algunas de las cosas expuestas eran
ligeramente distintas, colocadas en lugares diferentes.
Encontró otro mapa pre-U, éste fechado en 1937, con los mismos ocho
rectángulos azules pegados a él. La parte de atrás había sido cortada y someramente
pegada luego con cinta adhesiva. Alguien más había estado allí antes que él. El
pensamiento era excitante: alguien más había hallado las islas, quizá estaba de
camino hacia una de ellas en aquel mismo momento.
En otro almacén —éste con sólo una mesa, unas cuantas cajas de cartón y una
máquina parecida a una cabina con una cortina en su parte delantera e hileras de
pequeñas palancas—, mantuvo el mapa contra la luz, vio de nuevo las islas ocultas.
Dibujó sobre el papel la más cercana, Cuba, junto a la punta sudeste de Usa. Y, por si
decidía correr el riesgo de ir a ver a Lila, dibujó el contorno de Afr y sus dos islas

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más cercanas, Madagascar al este y la pequeña Mallorca al norte.
Una de las cajas contenía libros. Encontró uno en français, Spinoza et ses
contemporains, «Spinoza y sus contemporáneos». Lo hojeó y lo cogió.
Volvió a colocar el mapa en su marco y después lo colgó de nuevo en su lugar,
luego recorrió el museo. Tomó una brújula de pulsera que parecía funcionar aún y
una «navaja» con mango de hueso y la piedra para afilarla.

—Pronto vamos a ser reasignados —le dijo un día su jefe de sección, en la


comida—. GL4 va a ocuparse de nuestro trabajo.
—Espero ir a Afr —dijo Chip—. Mis padres están allí.
Era algo arriesgado decir aquello, ligeramente impropio de un miembro, pero
quizá el jefe de sección tuviera alguna ligera influencia que pudiera enviarlo allí.
Su amiga fue transferida. Chip la acompañó al aeropuerto para despedirla y
también para ver si había alguna posibilidad de abordar un avión sin permiso de Uni.
No parecía posible. La única fila de pasajeros que subían al avión no permitía un
falso toque del escáner. Además en el momento mismo en que el último miembro de
la fila tocó el escáner, otro miembro con un mono naranja estaba a su lado preparado
para parar la escalerilla mecánica y meterla de nuevo en su pozo. Salir del avión
presentaba la misma dificultad: el último miembro que salía tocaba el escáner
mientras los que llevaban monos naranjas aguardaban. Después éstos invertían el
sentido de la escalera mecánica, tocaban el escáner y subían a bordo con los
contenedores de acero de las galletas totales y las bebidas para los distribuidores.
Podía conseguir subir a un avión que aguardara en la zona del hangar —ocultarse en
él, aunque no recordaba que hubiera ningún escondite practicable en los aviones—,
pero ¿cómo podía saber cuál sería su destino?
Volar era imposible, a menos que Uni dijera que podía volar.
Solicitó la visita a sus padres. Le fue denegada.
Fueron asignados nuevos trabajos a su sección. Dos 663 fueron enviados a Afr,
pero no él, que fue mandado a USA36104. Durante el vuelo estudió el avión.
Efectivamente, no había ningún lugar donde esconderse. Dentro del aparato sólo se
veía la larga cabina llena de hileras de asientos, el cuarto de baño delante, los
distribuidores de galletas totales y bebidas en la parte de atrás y las pantallas de
televisión, con un actor interpretando a Marx en todas ellas.
USA36104 estaba en el sudeste, cerca de la punta sur y más allá de Cuba. Podía
salir en bicicleta un domingo y seguir pedaleando; ir de ciudad en ciudad, dormir en
los parques e ir a las ciudades por la noche en busca de galletas totales y bebidas.
Eran mil doscientos kilómetros, según el mapa del MLF. En ’33037 podía encontrar
un bote, o comerciantes de la isla que acudieran a la orilla a hacer intercambios, como
aquéllos en ARG20400 de los que había hablado Rey.
«Lila —pensó—, ¿qué otra cosa puedo hacer?»

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Solicitó de nuevo visitar Afr, y una vez más le fue denegado.
Empezó a pasear en bicicleta los domingos y durante la hora libre, para
entrenarse. Fue al Pre-U de ’36104 y encontró una brújula mejor y un cuchillo afilado
que podía utilizar para cortar ramas en el parque. Comprobó el mapa. La parte de
atrás estaba intacta, sin abrir. Escribió en ella: «Sí, hay islas donde los miembros son
libres. ¡Pelea a Uni!»
A primera hora de un domingo por la mañana partió hacia Cuba, con la brújula y
un mapa que había dibujado en uno de sus bolsillos. En la cesta de la bicicleta llevaba
un ejemplar de La sabiduría viva de Wei encima de una manta doblada, un recipiente
de coca y una galleta total. Dentro de la manta estaba su bolsa de viaje, con la navaja
y la piedra para afilarla, una pastilla de jabón, tijeras, dos galletas totales, cuchillo,
linterna, algodón, rollo de esparadrapo, una foto de sus padres y de Papá Jan y un
mono de recambio. Bajo su manga derecha llevaba un vendaje en el brazo, aunque si
lo cogían y era llevado a tratamiento seguramente lo descubrirían. Llevaba gafas de
sol y sonreía, pedaleando hacia el sudeste por entre otros ciclistas que circulaban por
el camino de bicicletas que conducía a ’36081. Los coches pasaban por su lado en
una secuencia rítmica por la carretera que corría paralela al camino. Las piedrecitas
arrojadas por los chorros de aire de los coches golpeaban de tanto en tanto la divisoria
de metal.
Se detenía cada hora, más o menos, y descansaba unos minutos. Comió la mitad
de una galleta y bebió algo de coca. Pensó en Cuba, y en qué podría coger de ’33037
para intercambiar allí. Pensó en las mujeres de Cuba. Probablemente se sentirían
atraídas hacia un recién llegado. No estarían tratadas, por lo que serían apasionadas
más allá de toda imaginación, tan hermosas como Lila o quizá más.
Pedaleó durante cinco horas, luego dio media vuelta y regresó.
Obligó a su mente a concentrarse en su trabajo. Era el miembro 663 de la división
pediátrica de un medicentro. Era un trabajo aburrido, interminables exámenes de
genes con pequeñas variaciones. Era la clase de trabajo del que uno raras veces era
transferido. Podía permanecer allí el resto de su vida.
Cada cuatro o cinco semanas solicitaba una visita a sus padres en Afr.
En febrero de 170 su solicitud fue aceptada.

Salió del avión a las cuatro de la madrugada, hora de Afr, y se dirigió a la sala de
espera, sujetándose el codo derecho y con aspecto de sentirse incómodo, con la bolsa
colgando de su hombro izquierdo. La miembro que salió del avión detrás de él y que
le había ayudado a levantarse cuando cayó, puso su pulsera en un teléfono por él.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí, estoy bien —respondió con una sonrisa—. Gracias, y disfruta de tu visita.
—Al teléfono le dijo—: Anna SG38P2823. —La mujer se alejó.
La pantalla parpadeó y vibró al establecerse la conexión, luego quedó en blanco y

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siguió en blanco. «Ha sido transferida —pensó—; está fuera del continente.»
Aguardó a que el teléfono se lo dijera. Pero en lugar de ello fue una voz de mujer que
recordaba muy bien la que le dijo:
—Un momento. No puedo... —Y allí estaba, turbadoramente cercana. Se sentó en
el borde de la cama y se frotó los ojos, en pijama—. ¿Quién es? —preguntó. Tras
ella, un miembro se volvió. Era sábado noche. ¿O estaba casada?
—Soy Li RM —dijo.
—¿Quién? —preguntó ella. Le miró y se acercó más; parpadeó. Era más hermosa
de lo que recordaba. Un poco más madura, hermosa. ¿Dónde podía haber unos ojos
como los suyos?
—Li RM —repitió, mostrándose cortés, como correspondía a un miembro—. ¿No
me recuerdas? De IND26110, en 162.
Lila, inquieta, frunció el entrecejo por un instante.
—Sí, por supuesto —dijo entonces, y sonrió—. Claro que te recuerdo. ¿Cómo
estás, Li?
—Muy bien —dijo Chip—. ¿Y tú?
—Estupendamente —respondió ella, y dejó de sonreír.
—¿Casada?
—No. Me alegro que llamaras, Li. Quiero darte las gracias. Ya sabes, por
ayudarme.
—Gracias a Uni —dijo él.
—No, no —insistió ella—. Gracias a ti. Aunque sea con retraso. —Sonrió de
nuevo.
—Lamento llamarte a estas horas —dijo—. Estoy de paso por Afr, en una
transferencia.
—Está bien —dijo ella—. Me alegro que lo hayas hecho.
—¿Dónde estás? —preguntó él.
—En ’14509.
—Ahí es donde vive mi hermana.
—¿De veras?
—Sí. ¿En qué edificio estás?
—En el P51.
—Ella está en un A-algo.
El miembro detrás de ella se sentó en la cama. Lila se volvió y le dijo algo. El
hombre sonrió a Chip. Ella se volvió de nuevo al teléfono y dijo:
—Éste es Li XE.
—Hola —dijo Chip, pensando: «’14509, P51; ’14509, P51.»
—Hola, hermano —dijeron los labios de Li XP; su voz no llegó al teléfono.
—¿Le ocurre algo a tu brazo? —preguntó Lila.

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Todavía se lo sujetaba. Lo soltó.
—No —dijo—. Me caí al salir del avión.
—Lo siento —murmuró ella. Miró más allá de él—. Tienes a un miembro
aguardando. Será mejor que nos digamos adiós.
—Sí —asintió Chip—. Adiós. Fue agradable verte. No has cambiado en absoluto.
—Tú tampoco —respondió ella—. Adiós, Li. —Se levantó, adelantó una mano y
su imagen desapareció.
Chip cortó la comunicación y dejó paso al miembro que estaba esperando.
Estaba muerta. Era un miembro sano y normal, que se acostaba con su amigo en
’14509, P51. ¿Cómo podía arriesgarse a hablar con Lila de nada que no fuera tan
normal y sano como ella misma? Tendría que pasar el día con sus padres y volar de
vuelta a Usa, salir en bicicleta el siguiente sábado, y esta vez no regresar.
Recorrió la sala de espera. Había un mapa de Afr en una pared, con luces en los
emplazamientos de las principales ciudades y finas líneas naranjas que las
conectaban. Cerca de donde ella estaba, al norte, se hallaba ’14510. A medio
continente de distancia de ’71330, donde él se hallaba en esos momentos. Una línea
naranja conectaba las dos luces.
Contempló el horario de vuelos que brillaba y parpadeaba a un lado, revisó el
horario del «Domingo 18 feb.». Un avión con destino a ’14510 salía a las 20.20,
cuarenta minutos antes que su vuelo de regreso a USA33100.
Fue a las cristaleras y contempló el campo. Observó la cola de pasajeros que se
dirigían a la escalera mecánica del avión que él acababa de abandonar. Un miembro
con un mono naranja se acercó y aguardó junto al escáner.
Se volvió y observó la sala de espera. Estaba casi vacía. Dos miembros que
habían viajado en el mismo avión que él, una mujer que sujetaba en brazos a un niño
dormido y un hombre que llevaba dos bolsas de viaje, apoyaron sus muñecas y la
muñeca del niño en el escáner de la puerta que conducía al autopuerto —«sí», brilló
tres veces— y salieron. Un miembro con un mono naranja, de rodillas al lado de un
surtidor de agua, desatornillaba una placa de su base; otro empujaba una pulidora de
suelos hacia un lado de la sala de espera, tocó un escáner —«sí»— y siguió
empujando la pulidora a través de una puerta basculante.
Chip pensó por un momento, mientras observaba al miembro que trabajaba junto
a la fuente; luego cruzó la sala de espera, tocó el escáner de la puerta al autopuerto
—«sí»— y salió. Un coche para ’71334 aguardaba, con tres miembros dentro de él.
Tocó el escáner —«sí»— y subió al coche, disculpándose ante los miembros por
haberles hecho esperar. La portezuela se cerró y el coche se puso en marcha. Se sentó
con la bolsa de viaje sobre las rodillas, sin dejar de pensar.

Cuando llegó al apartamento de sus padres, entró silenciosamente, y después de


afeitarse los despertó. Se mostraron complacidos, incluso felices, de verle.

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Hablaron los tres, desayunaron y siguieron hablando. Solicitaron llamar a Paz, en
Eur, y les fue concedido. Hablaron con ella, Karl y sus hijos Bob y Yin, de diez y de
ocho años, respectivamente. Luego, a sugerencia de Chip, fueron al Museo de los
Logros de la Familia.
Después de comer durmió tres horas, y más tarde fueron a los Jardines de Recreo.
Su padre se unió a una partida de balonvolea, y él y su madre se sentaron en un banco
y miraron.
—¿Estás enfermo de nuevo? —le preguntó de pronto ella.
La miró.
—No —dijo—. Por supuesto que no. Estoy estupendamente.
Ella le escrutó detenidamente. Tenía ahora cincuenta y siete años, el pelo gris, la
bronceada piel llena de arrugas.
—Has estado pensando en algo —dijo—. Todo el día.
—Estoy bien —insistió—. Por favor. Eres mi madre; créeme.
Ella le miró directamente a los ojos, preocupada.
—Estoy bien —volvió a insistir.
Al cabo de un momento ella suspiró.
—De acuerdo, Chip —dijo.
Se sintió de pronto lleno de amor hacia ella; de amor, gratitud y una sensación
infantil de unión. Apoyó una mano en su hombro y le dio un beso en la mejilla.
—Te quiero, Suzu —dijo.
Ella se echó a reír.
—¡Cristo y Wei —exclamó—, qué memoria tienes!
—Eso es porque estoy sano —dijo él—. Recuérdalo, ¿quieres? Estoy sano y me
siento feliz. Quiero que lo recuerdes.
—¿Por qué?
—Porque sí —dijo.
Les explicó que su avión partía a las ocho.
—Nos despediremos en el autopuerto —les dijo—. El aeropuerto estará
demasiado lleno.
Su padre quería ir de todos modos, pero su madre dijo que no, que se quedarían
en ’334; estaba cansada.
A las 19.30 les dio el beso de despedida —primero a su padre y luego a su madre,
susurrándole al oído: «Recuerda»—, y se puso en la fila para coger el coche que lo
llevaría al aeropuerto de ’71330. Su escáner, cuando lo tocó, dijo «sí».

La sala de espera estaba más llena aún de lo que esperaba. Miembros con monos
blancos, amarillos y azul pálido iban de un lado a otro, estaban de pie, se sentaban y
aguardaban en las colas, algunos con bolsas de viaje, otros sin ellas. Había miembros
con monos naranjas que se movían entre ellos.

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Miró el horario de vuelos. El avión de las 20.20 a ’14510 despegaría de la pista
dos. Había ya miembros en la cola y al otro lado de los cristales un avión se estaba
situando en posición junto a la escalera mecánica que estaban levantando del pozo.
Su puerta se abrió y apareció un miembro, luego otro detrás.
Chip se abrió paso entre la multitud hacia las puertas basculantes que se hallaban
a un lado de la habitación, fingió tocar su escáner y entró a una área de
almacenamiento donde se apilaban, alineadas, cajas de diferentes tamaños bajo una
fría luz blanca, como los bancos de memoria de Uni. Descolgó su bolsa de viaje del
hombro y la metió entre una caja y la pared.
Siguió andando normalmente. Una carretilla llena de contenedores metálicos se
cruzó en su paso, la conducía un miembro vestido con un mono naranja que le miró e
hizo una inclinación de cabeza.
Chip le devolvió el saludo, siguió andando y observó cómo el miembro llevaba la
carretilla hasta una amplia puerta abierta al iluminado campo.
Tomó la dirección por la que había venido el miembro, hacia una área donde otros
miembros vestidos de naranja metían contenedores de acero en la transportadora de
una máquina limpiadora y llenaban otros con coca y humeante té de los grifos de
gigantescos depósitos. Siguió andando.
Fingió tocar un escáner y entró en una habitación llena de monos ordinarios
colgados de perchas, donde dos miembros se estaban quitando sus monos naranjas.
—Hola —dijo.
—Hola —respondieron.
Fue a la puerta de un armario y la abrió; dentro había una pulidora de suelos y una
serie de botellas de un líquido verde.
—¿Dónde están los monos? —preguntó.
—Ahí dentro —respondió uno de los miembros, señalando con la cabeza.
Fue hacia donde le había indicado y abrió un armario. Había una serie de estantes
llenos con monos naranjas, cubrepiés naranjas, pares de pesados guantes naranjas.
—¿De dónde vienes? —preguntó el miembro.
—De RUS50937 —respondió, mientras cogía un mono y un par de cubrepiés—.
Allí los monos los guardamos nosotros mismos.
—Aquí se supone que los guardamos en este lugar —dijo el miembro, mientras
cerraba su mono blanco.
—He estado en Rus —dijo el otro miembro, que era una mujer—. Tuve dos
trabajos asignados allí: el primero durante cuatro años, y con el segundo estuve tres
años más.
Chip se tomó su tiempo calzándose los cubrepiés, y terminó cuando los otros dos
miembros arrojaron sus monos naranjas por la tolva y salieron.
Se puso el mono naranja sobre el blanco que llevaba y lo cerró hasta el cuello.

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Eran más pesados que los monos normales y llevaban bolsillos extras.
Miró en los otros armarios, encontró una llave inglesa y un trozo grande de
paplón amarillo.
Volvió al lugar donde había dejado su bolsa, la recogió y la envolvió con el
paplón. La puerta basculante le golpeó.
—Lo siento —dijo un miembro, y entró—. ¿Te hice daño?
—No —respondió. Sujetó con la mano la bolsa envuelta en el paplón.
El miembro, que llevaba un mono naranja, siguió adelante.
Chip aguardó un momento hasta que el otro se alejó. Luego se metió la bolsa bajo
el brazo izquierdo y sacó la llave inglesa de su bolsillo. La sujetó con la derecha, de
forma que esperó pareciera natural.
Siguió a otro miembro, luego giró y se dirigió a la puerta que daba al campo.
La escalera mecánica apoyada en el costado del avión situado en la pista dos
estaba vacía. Una carretilla, probablemente la que había visto pasar antes, estaba a
sus pies, junto al escáner.
Otra escalera mecánica se estaba hundiendo en el suelo, y el avión que se había
servido de ella se alejaba ya hacia la pista de despegue. Era el vuelo de las 20.10 a
Chi, recordó.
Se arrodilló sobre una rodilla, dejó la bolsa y la llave en el cemento y fingió tener
problemas con su cubrepiés. Los miembros que había en la sala de espera estarían
contemplando el despegue del avión hacia Chi; cuando se elevara, sería el momento
de ir a la escalera mecánica. Unas piernas enfundadas en un mono naranja pasaron
por su lado, era un miembro que se dirigía a los hangares. Se quitó el cubrepiés y
volvió a ponérselo, mientras observaba por el rabillo del ojo cómo giraba el avión que
iba a despegar para situarse en posición...
Empezó a coger velocidad. Recogió su bolsa y la llave, se puso en pie y echó a
andar con normalidad. El brillo de los focos lo ponía nervioso, pero se dijo a sí
mismo que nadie le estaba mirando, que todos contemplaban el avión. Se dirigió a la
escalera mecánica, hizo como si tocara el escáner —la carretilla a su lado ayudó,
justificando su extraña maniobra— y se dejó llevar hacia arriba por la escalera
mecánica. Sus sudorosas manos se aferraban a la bolsa de viaje y la llave inglesa
mientras ascendía rápidamente hacia la puerta abierta del avión. Salió de la escalera
mecánica y entró en el avión.
Dos miembros con monos naranjas se atareaban junto a los dispensadores. Le
miraron y Chip les saludó con una inclinación de cabeza. Le devolvieron el saludo.
Recorrió el pasillo hacia el baño.
Entró en el baño, dejando la puerta abierta, y depositó su bolsa en el suelo. Se
volvió hacia uno de los lavabos, comprobó sus grifos y los golpeó ligeramente con la
llave. Se puso de rodillas y comprobó el desagüe. Abrió la llave y la colocó alrededor

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de la tuerca del conducto.
Oyó que la escalera se detuvo, pero luego volvió a ponerse en marcha. Se inclinó
y asomó la cabeza por la puerta. Los miembros se habían ido.
Dejó la llave en el suelo, se puso en pie, cerró la puerta y abrió el mono naranja
para quitárselo. Luego lo dobló longitudinalmente y lo enrolló en un bulto tan
compacto como le fue posible. Se arrodilló, desenvolvió su bolsa de viaje y la abrió.
Metió dentro el mono y el paplón amarillo doblado. Se quitó los cubrepiés de encima
de sus sandalias, los juntó y los puso en uno de los rincones de la bolsa. Metió
también la llave, tiró de la solapa y apretó con fuerza para cerrarla.
Con la bolsa colgando del hombro, se lavó las manos y la cara con agua fría. Su
corazón latía apresuradamente pero se sentía bien, excitado, vivo. Se miró en el
espejo, contempló fijamente su ojo verde. ¡Pelea a Uni!
Oyó las voces de los miembros que subían al avión. Permaneció ante el lavabo,
secándose unas manos ya secas.
La puerta se abrió y entró un niño de unos diez años.
—Hola —saludó Chip, sin dejar de secarse las manos—. ¿Has tenido un buen
día?
—Sí —dijo el niño.
Chip tiró la toalla.
—¿Es la primera vez que vuelas?
—No —respondió orgullosamente el niño, mientras se abría el mono—. Lo he
hecho un montón de veces. —Se sentó en uno de los inodoros.
—Te veré luego —dijo Chip, y salió.
Un tercio del avión ya estaba lleno y seguían entrando más miembros. Ocupó el
primer asiento que encontró libre del lado del pasillo, comprobó su bolsa para
asegurarse de que estaba bien cerrada, y la metió debajo de su sillón.
Haría lo mismo que había hecho cuando llegaran al final del trayecto. Cuando
todo el mundo empezara a abandonar el avión, iría al baño y se pondría el mono
naranja. Fingiría estar arreglando el desagüe cuando subieran los miembros con los
contenedores de repuesto y se marcharía después de ellos. En el área de almacenaje,
detrás de una caja o en un armario, se desprendería del mono naranja, los cubrepiés y
la llave inglesa, y luego saldría del aeropuerto fingiendo tocar los escáners. Después
caminaría hasta ’14509, que estaba a ocho kilómetros al este de ’510 —lo había
comprobado aquella mañana en un mapa en el MLF—. Con un poco de suerte, estaría
allí a medianoche o un poco más tarde.
—¿No es extraño eso? —dijo el miembro que estaba a su lado.
Alzó la vista, era una mujer. Estaba mirando hacia la parte de atrás del aparato.
—No hay asiento para ese miembro —dijo.
Un miembro estaba recorriendo lentamente el pasillo, mirando a ambos lados.

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Todos los asientos estaban ocupados. Los miembros sentados miraban también,
intentando ayudarle.
—Tiene que haber uno —dijo Chip levantándose y mirando a su alrededor—. Uni
no puede haber cometido un error.
—No lo hay —dijo la mujer a su lado—. Todos los asientos están ocupados.
Las conversaciones ascendieron de nivel en el aparato. Realmente, no había
ningún asiento para el miembro. Una mujer sentó a su hijo pequeño en su regazo y lo
llamó.
El avión empezó a moverse y las pantallas de televisión se iluminaron, con un
programa sobre la geografía y recursos de Afr.
Chip intentó prestarle atención, pues podía haber información que tal vez le
resultara útil, pero no pudo concentrarse. Si era descubierto y le trataban de nuevo,
nunca volvería a estar vivo. Esta vez Uni se aseguraría de que no viera significado
alguno ni siquiera en un millar de hojas sobre un millar de piedras mojadas.

Llegó a ’14509 a las 24.20. Estaba completamente despierto, aún con el horario
de Usa, con toda la energía de la tarde.
Primero fue al Pre-U, luego a la estación de bicicletas en la plaza más cercana al
edificio P51. Hizo dos viajes a la estación de bicicletas y uno al comedor del P51 y su
centro de suministros.
A las tres de la madrugada se dirigió a la habitación de Lila. La miró a la luz de la
linterna mientras dormía —contempló su mejilla, el cuello, la oscura mano sobre la
almohada—, después fue al escritorio y encendió la luz.
—Anna —dijo, de pie a los pies de la cama—. Anna, tienes que levantarte.
Ella murmuró algo.
—Tienes que levantarte, Anna —insistió—. Vamos, levántate.
Ella se sentó en la cama, protegiéndose los ojos con una mano y emitiendo
pequeños sonidos de protesta. Una vez sentada, retiró la mano y le miró; le reconoció
y frunció, desconcertada, el entrecejo.
—Quiero que vengas a dar un paseo conmigo —dijo Chip—. Un paseo en
bicicleta. No tienes que hablar alto ni debes pedir ayuda. —Metió la mano en su
bolsillo y extrajo una pistola. La sostuvo como creía que era correcto, con el dedo
índice sobre el gatillo, el resto de la mano sujetando la culata y la punta del cañón
apuntando al rostro de ella—. Te mataré si no haces lo que te digo —advirtió—. No
grites, Anna.

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3
Lila miró primero la pistola y luego a él.
—El generador tiene poca carga —dijo Chip—, pero hizo un agujero de un
centímetro de profundidad en la pared del museo, y hará uno más profundo en ti. Así
pues, será mejor que me obedezcas. Lamento haberte asustado, pero finalmente
comprenderás por qué lo hago.
—¡Esto es terrible! —murmuró ella—. ¡Todavía estás enfermo!
—Sí —dijo él—, y aún lo estaré más. Haz lo que te digo, o la Familia perderá a
dos miembros valiosos; primero a ti y luego a mí.
—¿Cómo puedes hacer esto, Li? —exclamó ella—. ¿No puedes verte..., con una
arma en la mano, amenazándome?
—Levántate y vístete —dijo él.
—Por favor, déjame llamar...
—Vístete —repitió él—. ¡Rápido!
—De acuerdo —murmuró ella. Echó a un lado la manta—. De acuerdo, haré lo
que dices. —Se puso en pie y empezó a desabrocharse el pijama.
Chip retrocedió unos pasos, sin dejar de observarla y apuntándola con la pistola.
Lila se quitó el pijama, lo dejó caer y se volvió hacia el estante en busca de un
mono. Chip contempló sus pechos y el resto de su cuerpo, que, de una forma sutil —
una mayor plenitud en las nalgas, una mayor redondez en los muslos—, era diferente
al de las otras mujeres que había conocido. ¡Qué hermosa era!
Lila se puso el mono y deslizó los brazos por las mangas.
—Li, te lo suplico —dijo, mirándole—, vayamos al medicentro y...
—No hables —dijo él con voz seca.
Ella cerró el mono y se calzó las sandalias.
—¿Por qué quieres ir en bicicleta? —preguntó—. Es plena noche.
—Prepara tu bolsa —dijo él.
—¿Mi bolsa de viaje?
—Sí. Pon un mono de repuesto, el botiquín y unas tijeras. Mete cualquier cosa
que sea importante para ti y desees conservar. ¿Tienes linterna?
—¿Qué es lo que piensas hacer? —preguntó ella.
—Prepara tu bolsa —respondió simplemente él.
Lila obedeció. Cuando hubo terminado, él cogió la bolsa y se la colgó del
hombro.
—Vamos a salir por detrás del edificio —indicó—. Tengo dos bicicletas allí.
Caminaremos uno al lado del otro, y yo mantendré la pistola en mi bolsillo. Si
pasamos junto a algún miembro y haces alguna indicación de que algo anda mal, te
mataré y luego mataré al miembro, ¿has entendido?

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—Sí —dijo ella con un hilo de voz.
—Haz todo lo que te diga. Si te pido que te pares y te abroches la sandalia, hazlo.
Vamos a pasar escáners sin tocarlos. Ya lo has hecho antes, ahora volverás a hacerlo.
—¿No vamos a volver aquí? —preguntó ella.
—No. Vamos a ir muy lejos.
—Entonces hay una foto que me gustaría llevarme.
—Cógela —dijo él—. Te dije que cogieras todo lo que desearas conservar.
Ella fue a su escritorio, abrió un cajón y rebuscó en él. «¿Una foto de Rey?», se
preguntó Chip. No, Rey formaba parte de su «enfermedad». Probablemente una de su
familia.
—Está aquí, por alguna parte —dijo ella. Su voz sonó nerviosa. Algo no iba bien.
Se dirigió rápidamente a su lado y la apartó de un empujón. En el fondo del cajón
habría escrito: «Li RM pistola 2 bicicl.» En su mano tenía un lápiz.
—Estoy intentando ayudarte —dijo.
Sintió deseos de golpearla, al principio se contuvo; pero contenerse era un error
porque ella sabría que no pensaba hacerle daño. Así pues, la abofeteó fuertemente
con la mano abierta.
—¡No intentes engañarme! —gritó—. ¿No te das cuenta de lo enfermo que estoy?
¡Morirás, y quizá otros miembros mueran también, si vuelves a hacer algo así!
Ella le miró con los ojos muy abiertos, temblando. Se llevó una mano a la mejilla.
Él temblaba también. Sabía que le había hecho daño. Arrancó el lápiz de su mano,
trazó zigzags sobre lo que ella había escrito y lo cubrió con papeles y una guía de
numnombres. Arrojó el lápiz en el cajón y lo cerró, entonces la sujetó por el codo y la
empujó hacia la puerta.
Salieron de la habitación y recorrieron el pasillo, uno al lado del otro. Chip
mantuvo la mano en su bolsillo, sujetando la pistola.
—Deja de temblar —indicó—. No te haré ningún daño si haces lo que te diga.
Bajaron por las escaleras mecánicas. Dos miembros avanzaron hacia ellos, subían
por el otro lado.
—Tú y ellos —aseguró él—. Y cualquiera que se ponga en nuestro camino.
Ella no dijo nada.
Chip sonrió a los miembros. Le devolvieron la sonrisa. Ella les saludó con la
cabeza.
—Ésta es mi segunda transferencia este año —dijo él, con voz intrascendente.
Bajaron por más escaleras mecánicas, finalmente subieron a la que conducía al
vestíbulo. Tres miembros, dos de ellos con telecomps, hablaban junto al escáner de
una de las puertas.
—Ningún truco ahora —dijo él.
Siguieron bajando, reflejados en la distancia por los oscuros cristales exteriores.

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Los miembros seguían hablando. Uno de ellos dejó su telecomp en el suelo.
Salieron de la escalera mecánica.
—Espera un minuto, Anna —dijo Chip. Ella se detuvo y le miró—. Se me ha
metido una pestaña en el ojo. ¿Tienes un pañuelo de papel?
Ella rebuscó en sus bolsillos y negó con la cabeza.
Chip encontró uno debajo de la pistola, lo sacó y se lo dio. Permaneció mirando
de frente a los miembros y mantuvo el ojo muy abierto, con su otra mano de nuevo en
el bolsillo. Lila llevó el pañuelo de papel a su ojo. Todavía estaba temblando.
—Sólo es una pestaña —dijo él—. No tienes por qué ponerte nerviosa.
Más allá de ella, vio al miembro que había dejado su telecomp en el suelo y que
en esos momentos lo recogía. Los tres se estrecharon las manos y se besaron. Los que
llevaban los telecomps tocaron el escáner: «Sí, sí.» Salieron. El tercer miembro
avanzó hacia ellos, era un hombre de unos veintitantos años.
Chip apartó la mano de Lila.
—Ya está —dijo, parpadeando—. Gracias, hermana.
—¿Puedo ayudar? —preguntó el miembro—. Soy un 101.
—No gracias, sólo era una pestaña —respondió Chip. Lila se movió ligeramente.
Chip la miró, pero entonces ella se metió el pañuelo de papel en el bolsillo.
El miembro miró la bolsa de viaje.
—Que tengáis buen viaje —dijo.
—Gracias —respondió Chip—. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo el miembro con una sonrisa.
—Buenas noches —dijo Lila.
Siguieron hacia las puertas, donde se reflejaba el miembro que se dirigía hacia la
escalera mecánica ascendente.
—Voy a situarme al lado del escáner —dijo Chip—. Toca el lado, no la placa.
Salieron.
—Por favor, Li —dijo Lila—, por el amor de la Familia, volvamos y subamos al
medicentro.
—Tranquila —dijo él.
Entraron en el pasaje que había entre el edificio donde se hallaban y el contiguo a
éste. La oscuridad se hizo mayor, por lo que Chip cogió su linterna.
—¿Qué vas a hacerme? —preguntó ella.
—Nada, a menos que intentes engañarme de nuevo.
—Entonces, ¿para qué me quieres? —insistió ella.
Él no respondió.
Había un escáner en el cruce de los pasajes detrás de los edificios. La mano de
Lila se alzó automáticamente.
—¡No! —dijo Chip. Pasaron sin tocarlo. Lila dejó escapar un sonido angustiado y

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dijo en un susurro:
—¡Terrible!
Las bicicletas estaban apoyadas contra la pared, donde Chip las había dejado. Su
bolsa de viaje, envuelta en una manta, estaba en el cesto de una de ellas, con galletas
totales y cocas metidas entre los pliegues. Había otra manta doblada en el cesto de la
otra; puso la bolsa de viaje de Lila en él y la envolvió también con la manta,
remetiéndola por todos lados.
—Sube —dijo. Sujetó la bicicleta para ayudarle a subir.
Lila subió y agarró el manillar.
—Iremos por entre los edificios hasta la carretera del Este —indicó Chip—. No te
vuelvas ni te pares ni aumentes la velocidad a menos que te lo diga.
Chip subió a la otra bicicleta. Depositó la linterna a un lado del cesto, con la luz
enfocada por entre la malla hacia la parte delantera del pavimento.
—Está bien, vamos —dijo.
Pedalearon uno al lado del otro por el recto pasaje sumido en la oscuridad. Sólo
penetraba en él la débil luz proveniente del espacio que quedaba entre los edificios y
de arriba, de una estrecha franja de estrellas, y así como del pálido destello azul de
una sola luz callejera que se veía más adelante.
—Acelera un poco —dijo.
Aumentaron la velocidad.
—¿Cuándo tienes que recibir el próximo tratamiento? —preguntó Chip.
Ella guardó silencio unos instantes.
—El 8 de marx —dijo finalmente.
«Dos semanas», pensó él. Cristo y Wei, ¿por qué no podía haber sido mañana o
pasado mañana? Bueno, hubiera podido ser peor; hubieran podido ser cuatro
semanas.
—¿Podré ir a recibirlo? —preguntó.
No servía de nada inquietarla más de lo que ya estaba.
—Quizá —dijo—. Veremos.

Había planeado recorrer una corta distancia cada día, durante la hora libre,
cuando los ciclistas no atraen la atención. Irían de parque en parque, pasando una
ciudad o quizá dos, y harían su recorrido en pequeñas etapas hasta ’12082, en la costa
norte de Afr, la ciudad más próxima a Mallorca.
Aquel primer día, sin embargo, en el parque al norte de ’14509, cambió de idea.
Hallar un lugar donde ocultarse era más difícil de lo que había pensado; pues hasta
bastante después del amanecer —hacia las ocho, calculó— no estuvieron instalados
bajo la protección de un resalte rocoso protegido en su parte delantera por un
bosquecillo de árboles jóvenes, cuyos huecos había rellenado con ramas cortadas.
Poco después oyeron el zumbido de un helicóptero, que pasó y volvió a pasar por

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encima de ellos, mientras Chip apuntaba a Lila con la pistola y ella permanecía
sentada completamente inmóvil y mirándole con una galleta a medio comer en la
mano. Al mediodía oyeron el crujir de ramas, el agitar de hojas y una voz a no más de
veinte metros de distancia. Hablaba de forma ininteligible, con el tono lento y átono
con que uno se dirigía a un teléfono o a un telecomp.
O el mensaje en el cajón de Lila había sido descubierto o, más probablemente,
Uni había relacionado sus dos desapariciones y el robo de dos bicicletas. Por eso
cambió de opinión y decidió que, habiendo sido dados por desaparecidos y siendo
buscados, se quedarían donde estaban toda la semana y viajarían el domingo. Darían
en una sola jornada un salto de sesenta o setenta kilómetros —no directamente al
norte, sino hacia el nordeste—, luego se instalarían en algún lugar y se esconderían
durante otra semana. Cuatro o cinco domingos los llevarían en un recorrido curvo
hasta ’12082, y cada domingo Lila sería más ella misma y menos Anna SG, más
dispuesta a ayudar o al menos, menos ansiosa de que él fuera «ayudado».
Ahora, sin embargo, todavía era Anna SG. La ató y amordazó con tiras estrechas
arrancadas de la manta, y durmió con la pistola al alcance de la mano hasta que se
puso el sol. En mitad de la noche la ató y amordazó de nuevo, y se marchó con su
bicicleta. Regresó al cabo de unas horas con galletas totales, bebidas, otras dos
mantas, toallas y papel higiénico, un «reloj de pulsera» que ya había dejado de hacer
tic-tac, y dos libros en français. Lila estaba tendida, despierta, donde él la había
dejado, con ojos ansiosos y compasivos. Retenida cautiva por un miembro enfermo,
sufría sus abusos y le perdonaba. Sentía pena por él.
Pero, a la luz del día, le miró con ojos llenos de revulsión. Chip se tocó la mejilla
y notó las cerdas de una barba de dos días. Sonrió, ligeramente azarado, y dijo:
—Llevo casi un año sin recibir el tratamiento.
Ella bajó la cabeza y se cubrió los ojos con una mano.
—Te has convertido en un animal —murmuró.
—En realidad, eso es lo que somos todos —dijo él—. Cristo, Marx, Wood y Wei
nos convirtieron en algo muerto y desnaturalizado.
Lila desvió el rostro cuando Chip empezó a afeitarse, pero miró por encima del
hombro, miró de nuevo y luego se volvió otra vez y lo observó con una expresión de
desagrado.
—¿No te cortas la piel? —preguntó.
—Al principio sí —dijo, tensando la mejilla y moviendo con facilidad la navaja,
sin dejar de observar en el costado de su linterna apoyada contra una piedra—.
Durante varios días tuve que cubrirme la cara con la mano.
—¿Siempre utilizas té? —preguntó ella.
Se echó a reír.
—No —dijo—. Es en sustitución del agua. Esta noche buscaré un estanque o un

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arroyo.
—¿Cuán a menudo haces... esto? —quiso saber ella.
—Cada día —respondió él—. Ayer olvidé hacerlo. Es un engorro, pero sólo serán
unas pocas semanas más. Al menos, eso espero.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—Él no respondió. Siguió afeitándose.
Lila volvió a desviar el rostro.
Chip leyó uno de los libros en français, sobre las causas de una guerra que había
durado treinta años. Lila durmió, luego al despertar se sentó sobre su manta y
contempló los árboles y el cielo.
—¿Quieres que te enseñe este idioma? —preguntó él.
—¿Para qué?
—Hubo una ocasión en que deseaste aprenderlo —indicó él—. ¿No lo recuerdas?
Te di una lista de palabras.
—Sí —dijo ella—. Lo recuerdo. Entonces las aprendí, pero las he olvidado.
Ahora estoy sana; ¿para qué debería querer aprenderlo de nuevo?
Chip hizo un poco de gimnasia y obligó a Lila a hacerla también, para estar
preparados de cara al largo viaje del domingo. Ella obedeció sin protestar.
Aquella noche encontró no un arroyo, sino un canal de regadío de cemento de
unos dos metros de anchura. Se bañó en la suave corriente de agua, luego llenó unos
cuantos recipientes y los llevó donde se ocultaban. Despertó a Lila y la desató. La
condujo por entre los árboles y la vigiló mientras ella se bañaba. Su mojado cuerpo
resplandecía a la débil luz de la luna en cuarto creciente.
La ayudó a subir de nuevo a la orilla, le tendió una toalla y permaneció cerca de
ella mientras se secaba.
—¿Sabes por qué hago esto? —preguntó.
Ella le miró.
—Porque te quiero —dijo él.
—Entonces déjame ir —se apresuró a decir Lila.
Chip negó con la cabeza.
—¿Cómo puedes decir que me quieres?
—Te quiero —repitió él.
Ella se inclinó y se secó las piernas.
—¿Quieres que enferme de nuevo? —preguntó.
—Sí —dijo él.
—Eso quiere decir que me odias —exclamó ella—, no que me quieres. —Se
enderezó.
Sujetó su brazo, frío y mojado, suave.
—Lila —dijo.

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—Anna —corrigió ella.
Intentó besarla en los labios, pero ella volvió la cabeza y se apartó. Besó su
mejilla.
—Ahora apúntame con tu pistola y «viólame» —dijo ella.
—No pienso hacerlo —respondió él. Soltó su brazo.
—No sé por qué no —dijo, mientras volvía a ponerse el mono. Lo cerró con
manos temblorosas—. Por favor, Li —suplicó—, volvamos a la ciudad. Estoy segura
de que puedes ser curado, porque, si estuvieras realmente enfermo, incurablemente
enfermo, me habrías «violado». Hubieras sido mucho menos considerado de lo que
eres.
—Vamos —se limitó a decir él—, volvamos a nuestro escondite.
—Por favor, Li... —suplicó ella.
—Chip —corrigió él—. Me llamo Chip. Vamos. —Hizo un gesto brusco con la
cabeza, y echaron a andar por entre los árboles.
A finales de la semana, ella cogió la pluma de Chip y el libro que no estaba
leyendo y empezó a dibujar en el dorso de la cubierta retratos de Cristo y Wei, grupos
de edificios, su mano izquierda y una hilera de cruces y hoces sombreadas. Él miró
para asegurarse de que no estaba escribiendo mensajes que pudiera pasarle a alguien
el domingo.
Más tarde Chip dibujó un edificio y se lo mostró.
—¿Qué es? —preguntó ella.
—Un edificio.
—No, no lo es.
—Sí lo es —insistió él—. No tienen por qué ser lisos y rectangulares.
—¿Qué son esas cosas ovaladas?
—Ventanas.
—Nunca he visto un edificio así —dijo ella—. Ni siquiera en el Pre-U. ¿Dónde
está?
—En ninguna parte —respondió él—. Lo he inventado.
—Entonces no es un edificio, no de verdad. ¿Cómo puedes dibujar cosas que no
son reales?
—Estoy enfermo, ¿recuerdas? —dijo él.
Lila le devolvió el libro, sin mirarle a los ojos.
—No juegues con eso —dijo Chip esperaba —bueno, no esperaba, pero pensaba
que tal vez ocurriera— que el sábado por la noche, movida por la costumbre, o el
deseo, o quizá incluso sólo por la amabilidad hacia otro miembro, se mostrara más
dispuesta y se acercara a él. Sin embargo, no lo hizo. Fue la misma que había sido
todas las noches anteriores, sentada en silencio en la creciente oscuridad, con los
brazos en torno a las rodillas, contemplando la franja de cielo púrpura entre las

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movientes siluetas negras de las copas de los árboles y el negro saliente de roca sobre
sus cabezas.
—Es sábado por la noche —dijo Chip.
—Lo sé —respondió ella.
Guardaron silencio por unos instantes.
—No voy a poder recibir mi tratamiento, ¿verdad? —dijo finalmente.
—No.
—Entonces puedo quedarme embarazada —murmuró ella—. Se supone que no
debo tener hijos, y tú tampoco.
Chip deseó decirle que se dirigían a un lugar donde las decisiones de Uni carecían
por completo de significado, pero todavía era demasiado pronto; podía asustarse
excesivamente y volverse incontrolable.
—Sí, supongo que tienes razón —murmuró.
Cuando la hubo atado y tapado con la manta, la besó en la mejilla. Ella
permaneció tendida en la oscuridad y no dijo nada. Chip se levantó y se dirigió a su
manta.
El viaje del domingo fue bien. A primera hora de la mañana un grupo de
miembros jóvenes los detuvieron, pero sólo fue para pedirles que les ayudaran a
reparar una cadena rota de sus bicicletas. Lila permaneció sentada en la hierba lejos
del grupo mientras Chip ayudaba a los muchachos. A la puesta del sol estaban en el
parque al norte de ’14266. Habían recorrido unos setenta y cinco kilómetros.
De nuevo resultó difícil hallar un lugar donde ocultarse, pero el que finalmente
encontró Chip —las rotas paredes de un edificio pre-U o de los primeros tiempos de
la Unificación, techado por una colgante masa de parras y enredaderas— era más
grande y confortable que el que habían utilizado la semana anterior. Aquella misma
noche, pese a haber pasado todo el día pedaleando, fue a ’266 y regresó con
provisiones para tres días de galletas y bebida.
Lila se mostró irritable aquella semana.
—Quiero lavarme los dientes —dijo— y ducharme. ¿Durante cuánto tiempo
vamos a seguir así? ¿Siempre? Puede que te guste vivir como un animal, pero a mí
no; soy un ser humano. No puedo dormir con las manos y los pies atados.
—Dormiste bien la semana pasada —observó él.
—¡Bien, pues ahora no puedo!
—Entonces quédate callada y déjame dormir —dijo él.
Ella le miró. En sus ojos había irritación, no lástima. Cuando se afeitaba o leía,
Lila emitía sonidos desaprobadores; respondía secamente o no respondía cuando
Chip le decía algo. Se quejó de la gimnasia, por lo que tuvo que sacar la pistola y
amenazarla.
«Se acercaba el 8 de marx —se dijo Chip—, el día de su tratamiento. La

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irritabilidad, el resentimiento natural ante la cautividad y la incomodidad, eran un
signo de la Lila sana que había enterrada dentro de Anna SG.» Hubiera debido
sentirse complacido, y así fue. Pero era algo mucho más difícil de soportar que la
simpatía y la docilidad propia de un miembro de las semanas anteriores.
Se quejaba de los insectos y el aburrimiento. Una de las noches llovió, y se quejó
de la lluvia.
Una noche Chip se despertó y la oyó moverse. La iluminó con su linterna. Había
conseguido desatarse las muñecas, y se estaba desatando los tobillos. Volvió a atarla y
la golpeó.
Aquel sábado por la noche no se hablaron.
El domingo viajaron de nuevo. Chip se mantuvo cerca de ella, a su lado, y la
observó atentamente cada vez que otros miembros se les acercaban. Le recordó que
debía sonreír, inclinar la cabeza, responder a los saludos, actuar como si no ocurriera
nada. Ella pedaleaba en un hosco silencio, y Chip temió que, pese a la amenaza de la
pistola, pudiera gritar pidiendo ayuda en cualquier momento o detenerse y negarse a
seguir.
—No sólo tú —le recordó—, todo aquel que esté a la vista. Los mataré a todos, te
juro que lo haré.
Ella siguió pedaleando. Sonrió e inclinó resentidamente la cabeza.
La cadena de la bicicleta de Chip se trabó, por lo que sólo pudieron recorrer
cuarenta kilómetros.
A finales de la tercera semana la irritación de Lila menguó. Se pasaba el rato
sentada, con el entrecejo fruncido, arrancando hojas de hierba, mirándose los dedos,
haciendo girar y girar la pulsera en su muñeca. Observó con curiosidad a Chip, como
si fuera alguien extraño al que no había visto nunca antes. Seguía sus instrucciones
lenta y mecánicamente.
Chip se dedicó a arreglar su bicicleta, dejando que ella despertara en su momento.
Una tarde, durante la cuarta semana, Lila preguntó:
—¿Adónde vamos?
Chip la miró por un momento —estaban comiendo la última galleta del día— y
dijo:
—A una isla llamada Mallorca. En el mar de la Paz Eterna.
—¿Mallorca? —murmuró ella.
—Es una isla de incurables —aclaró él—. Hay otras siete repartidas por todo el
mundo. Más de siete en realidad, porque algunas de ellas son grupos de islas. Las
descubrí en un mapa en el Pre-U, allá en Ind. Estaban tapadas. Ninguna de ellas
aparece en los mapas de los MLF. Iba a hablarte de ellas el día que fui... «curado».
Lila guardó silencio.
—¿Se lo dijiste a Rey? —preguntó finalmente.

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Era la primera vez que mencionaba su nombre. ¿Debía decirle que Rey no
necesitaba que se lo dijeran, pues lo había sabido siempre, aunque no se lo había
dicho a ninguno del grupo? ¿Para qué? Rey estaba muerto, ¿para qué ensuciar su
memoria?
—Sí, se lo dije —murmuró—. Se mostró sorprendido y muy excitado. No
comprendo por qué..., por qué hizo todo aquello. Tú sí lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —asintió ella. Dio un pequeño mordisco a su galleta y lo tragó, sin
mirarle—. ¿Cómo viven en esa isla? —preguntó.
—No tengo la menor idea —admitió él—. Puede que sea muy duro, muy
primitivo. Mejor que aquí, sin embargo. —Sonrió—. Sea como sea, es una vida libre.
Puede que sea altamente civilizada. Los primeros incurables debieron ser los
miembros más independientes y llenos de recursos.
—No estoy segura de desear ir allí —murmuró ella.
—Piensa en ello —dijo él—. Dentro de unos días estarás segura. Fuiste tú la que
pensó que tenían que existir colonias de incurables, ¿recuerdas? Me pediste que las
buscara.
Ella asintió.
—Lo recuerdo —dijo con voz débil.
A finales de aquella misma semana Lila cogió un nuevo libro en français que
Chip había encontrado e intentó leerlo. El se sentó a su lado y se lo tradujo.
Aquel domingo, mientras pedaleaban uno al lado del otro, un miembro se situó a
la izquierda de Chip y pedaleó a su mismo ritmo.
—Hola —dijo.
—Hola —respondió Chip.
—Creí que todas las bicicletas viejas habían sido retiradas —dijo.
—Yo también —dijo rápidamente Chip—, pero éstas eran las que había allí.
La bicicleta del miembro tenía un armazón de tubo más delgado, y un cambio de
marchas accionable con el pulgar.
—¿En ’935? —preguntó.
—No, en ’939 —dijo Chip.
—Oh —murmuró el miembro. Miró sus cestos, llenos con sus bolsas de viaje
envueltas en las mantas.
—Será mejor que nos demos prisa —dijo Lila—. Hemos perdido de vista a los
demás.
—Nos esperarán —contestó Chip—. Tienen que hacerlo, nosotros llevamos la
comida y las mantas.
El miembro sonrió.
—No, vamos, démonos prisa —insistió Lila—. No está bien que les hagamos
esperar.

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—De acuerdo —suspiró Chip—. Que tengas un buen día —dijo despidiéndose
del miembro.
—Vosotros también —respondió éste.
Pedalearon más enérgicamente y lo dejaron atrás.
—Estuviste muy bien —dijo Chip—. Iba a preguntarnos por qué llevábamos
tantas cosas.
Lila no respondió.
Recorrieron unos ochenta kilómetros aquel día, y alcanzaron el parque al noroeste
de ’12471, a otro día de viaje de ’082. Encontraron un escondite bastante bueno, un
risco triangular entre altos salientes rocosos llenos de árboles. Chip cortó ramas para
cerrar la parte frontal.
—Ya no tienes que seguir atándome —dijo Lila—. No voy a escapar, y no
intentaré atraer a nadie. Puedes guardar la pistola en tu bolsa.
—¿Quieres ir a Mallorca?
—Por supuesto —dijo ella—. Estoy ansiosa por hacerlo. Es lo que siempre
deseé..., cuando era yo misma, quiero decir.
—De acuerdo —aceptó él. Guardó la pistola en su bolsa, y aquella noche no la
ató.
Su actitud positiva, sin embargo, no le parecía del todo correcta. ¿No hubiera
debido mostrar más entusiasmo? Sí, y gratitud también. Chip reconoció que había
esperado muestras de gratitud, una expresión de amor. Permaneció tendido, despierto,
escuchando su lenta y suave respiración. ¿Estaba realmente dormida, o sólo fingía?
¿Estaría engañándole? La iluminó con su linterna. Tenía los ojos cerrados, los labios
entreabiertos, los brazos unidos bajo la manta, como si aún los tuviera atados.
Estaban sólo a 20 de marx, se dijo. Dentro de otra semana o dos mostraría más
sentimientos. Cerró los ojos. Cuando despertó, ella estaba recogiendo piedras y ramas
del suelo.
—Buenos días —dijo con una sonrisa.
Encontraron un pequeño arroyo allí cerca y un árbol de frutos verdes que Chip
creyó que era un «olivo». Los frutos eran amargos y con un sabor extraño. Ambos
prefirieron las galletas.
Lila le preguntó cómo había eludido sus tratamientos, entonces Chip le explicó lo
de la hoja y la piedra mojada y el truco de los vendajes. Se mostró impresionada, le
dijo que había sido muy listo.
Una noche fueron a ’12471 en busca de galletas y bebida, toallas, papel higiénico,
monos, sandalias nuevas, y para estudiar, a la luz de las linternas, el mapa del MLF
de la zona.
—¿Qué haremos cuando lleguemos a ’82? —preguntó Lila a la mañana siguiente.
—Nos ocultaremos junto a la costa y vigilaremos toda la noche tratando de

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localizar a traficantes.
—¿Quieres decir que vendrán? —preguntó ella—. ¿Que se arriesgarán a venir a
la costa?
—Sí —afirmó él—. Creo que lo harán, lejos de la ciudad.
—Pero ¿no será más probable que vayan a Eur? Está más cerca.
—Bien, debemos confiar en que vengan también a Afr —dijo él—. Espero coger
algunas cosas de la ciudad con que podamos traficar cuando lleguemos a la costa,
objetos que tengan algún valor para ellos. Tendremos que pensar en algo.
—¿Hay alguna posibilidad de que podamos encontrar un bote? —preguntó ella.
—No lo creo. No hay islas cerca de la orilla, por lo que no es probable que haya
botes a motor por aquí. Naturalmente, siempre hay barcas de remos en los parques de
recreo, pero no creo que podamos remar doscientos ochenta kilómetros. ¿Te ves
capaz?
—No es imposible —dijo ella.
—No —admitió él—, pero dejemos esa posibilidad como último recurso. Confío
en los traficantes, o quizá en alguna especie de operación de rescate organizada.
Mallorca tiene que defenderse, ¿sabes?, porque Uni sabe de su existencia y de la de
todas las islas. Así pues, los miembros que viven en Mallorca tienen que mantenerse
atentos a la llegada de nuevos elementos, incrementar su población y fuerza.
—Supongo que es posible —dijo ella.
Hubo otra noche de lluvia, en la que permanecieron sentados juntos, envueltos en
una manta, en la parte más interior de su refugio, apretados entre los altos salientes
rocosos. Chip la besó e intentó abrir la parte superior de su mono, pero ella detuvo
sus manos.
—Sé que no tiene sentido —dijo—, pero aún tengo un poco de esa sensación de
sólo-la-noche-de-los-sábados. Por favor, ¿te importa esperar hasta entonces?
—No tiene sentido —reconoció él.
—Lo sé —dijo ella—, pero, por favor, ¿podemos esperar?
—Por supuesto, si tú lo quieres así —dijo finalmente.
—Gracias, Chip.
Leyeron y decidieron qué cosas cogerían en ’082 para traficar. Chip comprobó las
bicicletas y Lila hizo gimnasia, más tiempo y con mayor dedicación que él.
El sábado por la noche, cuando Chip regresó del arroyo, la encontró de pie
sujetando la pistola, apuntándole, con los ojos entrecerrados y llenos de odio.
—Me llamó antes de suicidarse —dijo.
Chip vaciló.
—¿Qué odio...?
—¡Rey! —gritó ella—. ¡Me llamó! Eres un mentiroso, un odioso... —Apretó el
gatillo de la pistola. Volvió a apretarlo más fuerte. Miró el arma y luego miró a Chip.

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—No hay ningún generador —dijo él.
Lila contempló de nuevo la pistola y a Chip, inspiró profundamente con las aletas
de la nariz abiertas y temblorosas.
—¿Por qué odio has hecho...? —dijo él. Lila le lanzó la pistola. Chip levantó las
manos y el arma le golpeó en el pecho. Sintió un fuerte dolor y se quedó sin
respiración.
—¿Ir contigo? —exclamó ella—. ¿Joder contigo? ¿Después de que tú lo mataste?
¡Estás..., estás fou, tú y tu ojo verde, cochon, chien, bâtard!
Él se sujetó el pecho, recuperó la respiración.
—¡Yo no lo maté! —exclamó—. ¡Se suicidó, Lila! Cristo y...
—¡Porque le mentiste! ¡Le mentiste acerca de nosotros! Le dijiste que habíamos...
—Eso era lo que él creía. ¡Le dije que no era cierto! ¡Se lo dije, pero no quiso
creerme!
—Me dijo que no le importaba, que nos merecíamos el uno al otro, y luego cortó
la comunicación y...
—Lila —dijo él—, te juro por el amor de la Familia, ¡que le dije que no era
cierto!
—Entonces, ¿por qué se mató?
—¡Porque él lo sabía todo!
—¡Porque tú se lo dijiste! —exclamó ella. Se volvió y cogió su bicicleta, había
guardado ya todas sus cosas en el cesto. Empujó con la bicicleta las ramas apiladas
delante del refugio.
Chip corrió y sujetó con las dos manos la parte de atrás de la bicicleta.
—¡Tú te quedas aquí! —gritó.
—¡Suelta! —dijo ella, y se dio la vuelta.
Chip sujetó la bicicleta por el centro, se la arrancó de las manos y la arrojó a un
lado. Agarró a Lila por el brazo y aunque ella le golpeó, no la soltó.
—¡Él sabía lo de las islas! —dijo Chip—. ¡Las islas! ¡Había estado cerca de una
de ellas, había traficado con sus miembros! ¡Por eso sé que acuden a la orilla!
Ella se lo quedó mirando fijamente.
—¿De qué estás hablando? —murmuró.
—Tuvo un destino cerca de una de las islas —dijo Chip—, las Falklands, junto a
Arg. Conoció a algunos de sus miembros y traficó con ellos. Sin embargo, no nos dijo
nada porque sabía que entonces querríamos ir, ¡y él no quería! ¡Por eso se mató!
Sabía que ibas a descubrirlo, porque yo te lo diría. Se sentía avergonzado de sí mismo
y cansado. Además sabía que ya no iba a ser «Rey» nunca más.
—Me estás mintiendo del mismo modo que le mentiste a él —dijo ella, y liberó
su brazo de un tirón. Su mono se rasgó a la altura del hombro.
—Así es como consiguió el perfume y las semillas de tabaco —dijo Chip.

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—No quiero oírte —exclamó ella—. Ni verte. Me voy sola. —Se dirigió a su
bicicleta, recogió su bolsa de viaje y la manta que colgaba de ella.
—No seas estúpida —dijo Chip.
Ella enderezó la bicicleta, puso la bolsa en el cesto y la manta encima. Chip
avanzó hacía ella y sujetó el sillín y el manillar.
—No vas a irte sola —dijo.
—Sí, sí que voy a hacerlo —respondió ella con voz temblorosa. La bicicleta
estaba entre los dos. Su rostro apenas era visible en la creciente oscuridad.
—No te dejaré que lo hagas —dijo él.
—No iré contigo, antes me suicidaré como él.
—Escúchame, por favor —dijo él—. ¡Hubiera podido estar en una de esas islas
hace medio año! ¡Me encaminaba ya a una de ellas, y di la vuelta, porque no quería
dejarte muerta y sin cerebro! —Apoyó una mano en el pecho de ella y la empujó
bruscamente hacia atrás, contra la pared de roca. Echó la bicicleta a un lado. Avanzó
hacia ella y sujetó sus brazos contra la roca—. Vine todo el camino desde Usa hasta
aquí, y no he disfrutado de esta vida animal más que tú. No me importa una pelea si
me quieres o me odias.
—Te odio —dijo ella.
—Pues aún así ¡te quedarás conmigo! La pistola no funciona, pero si otra clase de
armas, piedras o incluso las manos. No vas a tenerte que matar, porque...
El dolor estalló en sus ingles. Lila le había dado un rodillazo. Mientras se encogía
de dolor, ella se alejó de él y corrió hacia las ramas, una pálida silueta amarilla,
tironeando, empujando.
Fue tras ella y la agarró por el brazo, le hizo dar la vuelta y la arrojó al suelo.
—Bâtard! —gritó ella—. Enfermo agresivo...
Se arrojó sobre ella y aplastó la mano contra su boca, la aplastó tan fuerte como
pudo. Ella le mordió con tanta fuerza que desgarró la piel de la palma de su mano. Le
dio patadas y le golpeó la cabeza con los puños. Él apoyó una rodilla contra uno de
sus muslos, un pie contra el otro tobillo, sujetó su muñeca, dejó que su otra mano
siguiera golpeándole y sus dientes mordiéndole.
—¡Puede haber alguien aquí! —exclamó—. ¡Es sábado por la noche! ¿Quieres
que nos traten a ambos, estúpida garce? —Ella siguió golpeándole y mordiéndole la
mano.
Los golpes se redujeron y, finalmente, se detuvieron. Sus dientes se separaron,
soltaron su presa. Permaneció tendida, jadeante, sin dejar de observarle.
—Garce! —dijo él. Ella intentó mover su pierna aprisionada bajo el pie de él,
pero Chip apretó más fuerte. Siguió sujetando su muñeca y cubriendo su boca. Tenía
la sensación de que le había arrancado un trozo de carne de la palma de su mano.
El tenerla debajo de él, dominada, con las piernas abiertas, le excitó

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repentinamente. Pensó en arrancarle el mono y «violarla». ¿No había dicho ella que
aguardarían hasta el sábado por la noche? Y quizá así pudiera detener todas aquellas
tonterías acerca de Rey y su odio hacia él; detener su ansia peleadora —eso era lo que
habían estado haciendo, pelear— y los nombres de odio en français.
Ella le miró.
Soltó su muñeca y cogió su mono de donde había sido desgarrado, a la altura del
hombro. Tiró de la tela hacia abajo y hacia un lado, abriendo más el desgarrón,
entonces ella empezó a golpearle de nuevo, a agitar sus piernas y a morderle la mano.
Siguió tirando del mono, arrancando largos jirones, hasta que toda la parte frontal
quedó abierta. Entonces la acarició, acarició sus blandos y suaves pechos y la
suavidad de su vientre, su monte cubierto con un ralo y tupido vello, los húmedos
labios debajo. Las manos de ella golpearon su cabeza y se aferraron a su pelo, le
mordió con todas sus fuerzas la palma; pero Chip siguió acariciándola con la mano
libre —pechos, vientre, monte, labios—, estrujando, frotando, hurgando, sintiéndose
más y más excitado. Luego abrió su propio mono. Lila consiguió liberar su pierna de
debajo del pie de Chip y comenzó a darle patadas. Giró a uno y otro lado, intentando
sacárselo de encima, pero él se apretó más contra su cuerpo, mantuvo sujeto su
muslo, y colocó la pierna sobre la de ella. Montó encima de ella, los pies sobre sus
tobillos, bloqueando sus piernas dobladas hacia arriba a la altura de las rodillas.
Curvó sus riñones y empujó contra ella; aferró una de sus manos y los dedos de la
otra.
—Basta, basta —dijo.
Siguió empujando. Ella se agitó y retorció, mordió más profundamente su palma.
Entró a medias en ella, siguió empujando y finalmente estuvo totalmente dentro.
Empezó a moverse lentamente. Soltó sus manos y encontró sus pechos. Acarició su
blandura, la rigidez de los pezones. Ella mordió su palma y se retorció.
—Basta —dijo—, basta ya, Lila. —Siguió moviéndose lentamente dentro de ella,
luego más rápido, más enérgicamente.

Se puso de rodillas en el suelo y la miró. Estaba tendida, cubriéndose los ojos con
un brazo y el otro echado hacia atrás, sus pechos subían y bajaban agitadamente.
Se puso en pie y encontró una de las mantas, la sacudió y la extendió sobre Lila,
hasta la altura de los brazos.
—¿Estás bien? —preguntó, inclinado a su lado.
Ella no dijo nada.
Encontró la linterna y examinó su mano. La sangre brotaba de un profundo óvalo
de brillantes heridas.
—Cristo y Wei —murmuró.
Se echó agua, se lavó la herida con jabón y la secó. Buscó el botiquín y no lo
encontró.

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—¿Cogiste el botiquín? —preguntó.
Ella siguió sin decir nada.
Manteniendo la mano alzada, halló la bolsa de viaje de ella en el suelo, la abrió y
sacó el botiquín. Se sentó en una piedra, puso el botiquín sobre sus rodillas y la
linterna en otra piedra a su lado.
—Animal —dijo ella.
—Yo no muerdo —dijo él—. Y tampoco intento matar. Cristo y Wei, creías que la
pistola funcionaba. —Roció cicatrizante sobre su palma, una capa delgada, luego otra
más gruesa.
—Cochon —dijo ella.
—Oh, vamos —dijo él—, no empieces de nuevo.
Desenrolló un vendaje y la oyó levantarse, oyó el roce de su mono cuando acabó
de quitárselo. Avanzó desnuda hasta la linterna y luego se dirigió a donde estaba su
bolsa, para coger jabón, una toalla y la muda del mono. Después fue a la parte de
atrás del refugio, donde Chip había amontonado piedras formando unos toscos
escalones que conducían hacia el arroyo.
Se vendó la mano en la oscuridad y luego encontró la linterna de ella en el suelo,
junto a su bicicleta. Puso la bicicleta donde estaba la suya, reunió las mantas y
preparó las dos camas en los lugares habituales, depositó la bolsa de Lila junto a su
cama y recogió la pistola y el desgarrado mono. Metió el arma en su bolsa.
La luna se deslizó por encima de uno de los salientes rocosos, detrás de unas
hojas negras e inmóviles.
Lila tardaba y empezó a preocuparle que se hubiera marchado a pie. Sin embargo,
finalmente regresó. Guardó el jabón y la toalla en su bolsa, apagó la linterna y se
metió entre las mantas.
—Me excitó tenerte de esa forma debajo de mí —dijo él—. Siempre te he
deseado, y estas últimas semanas han sido casi insoportables. Sabes que te quiero,
¿verdad?
—Me iré sola —dijo ella.
—Cuando lleguemos a Mallorca, si llegamos, podrás hacer lo que quieras; pero
hasta entonces seguiremos juntos.
Ella no respondió.

Le despertaron unos extraños ruidos, pequeños gritos y gemidos sofocados. Se


sentó y la enfocó con su linterna. Lila tenía una mano apretada contra su boca y las
lágrimas resbalaban por su sien. Lloraba con los ojos cerrados.
Fue a arrodillarse rápidamente junto a ella y acarició su cabeza.
—Oh, Lila, no lo hagas —dijo—. No llores, Lila, por favor. —Lloraba, se dijo,
porque le había hecho daño, quizá internamente.
Ella siguió llorando.

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—¡Oh, Lila, lo siento! —dijo él—. ¡Lo siento, amor! ¡Oh Cristo y Wei, desearía
que la pistola hubiera funcionado!
Ella movió la cabeza en un gesto de negación, sin dejar de apretar la mano contra
su boca.
—¿No es por eso por lo que estás llorando? —murmuró él—. ¿Porque te hice
daño? ¿Por qué entonces? Si no quieres venir conmigo, no tienes que hacerlo.
Negó de nuevo con la cabeza, sin dejar de llorar.
No sabía qué hacer. Permaneció junto a ella, sin dejar de acariciar su pelo,
preguntándole por qué lloraba y diciéndole que no lo hiciera. Luego recogió sus
mantas, las extendió junto a las de ella y se tendió a su lado. La volvió hacia él y la
abrazó. Ella siguió llorando. Cuando despertó, Lila le estaba mirando, tendida de
lado, con la cabeza apoyada en una mano.
—No tiene sentido que nos separemos —dijo ella—, así que seguiremos juntos.
Chip intentó recordar qué habían dicho antes de dormirse. Pero no podía recordar
nada significativo; cuando él se durmió ella seguía llorando.
—De acuerdo —contestó, confuso.
—Ha sido horrible lo de la pistola —dijo ella—. ¿Cómo pude hacer algo así?
Estaba segura de que habías mentido a Rey.
—Ha sido horrible lo que te hecho —murmuró él.
—No —dijo ella—. No te culpo. Fue algo perfectamente natural. ¿Cómo está tu
mano?
La sacó de debajo de la manta y la flexionó. Le dolía mucho.
—No demasiado mal —dijo.
Ella la tomó entre las suyas y estudió el vendaje.
—¿Te rociaste cicatrizante? —preguntó.
—Sí —dijo él.
Le miró, sujetando aún su mano. Sus ojos grandes y castaños estaban llenos de la
luz de la mañana.
—¿Realmente emprendiste el viaje a una de esas islas y luego diste la vuelta? —
preguntó.
Él asintió.
—Estás très fou —dijo sonriendo.
—No, no lo estoy.
—Lo estás —afirmó, y miró de nuevo su mano. La llevó a sus labios y besó las
puntas de sus dedos, uno a uno.

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4
No partieron hasta mediada la mañana, y entonces pedalearon rápidamente
durante largo rato para quitarse de encima la laxitud. Era un día extraño, brumoso y
pesado, con el cielo de un gris verdoso y el sol un disco blanco que podía
contemplarse con los ojos completamente abiertos. Era un fallo de control de clima.
Lila recordaba un día similar en Chi, cuando tenía doce o trece años.
—¿Es ahí donde naciste?
—No, nací en Mex.
—¿De veras? ¡Yo también!
No había sombras, y las bicicletas que se cruzaban con ellos parecían avanzar sin
tocar el suelo, como los coches. Los miembros miraban aprensivamente el cielo y,
cuando se cruzaban, saludaban sin sonreír.
Cuando hicieron un descanso para compartir un recipiente de coca sentados en la
hierba, Chip dijo:
—Será mejor que vayamos más lentamente a partir de ahora. Es posible que haya
escáners en el camino y tenemos que poder elegir el momento adecuado para
pasarlos.
—¿Escáners a causa de nuestra huida? —preguntó Lila.
—No necesariamente —dijo Chip—. Sino porque es la ciudad más cercana a una
de las islas. Si fueras Uni, ¿no instalarías salvaguardias extra en este lugar?
No estaba tan preocupado por los escáners como por el hecho de que pudiera
haber un equipo médico aguardándoles.
—¿Y si hay miembros buscándonos? —preguntó ella—. Consejeros o doctores
con fotos nuestras.
—No es muy probable, después de todo el tiempo que ha pasado —dijo él—.
Pero debemos correr el riesgo. Tengo la pistola y el cuchillo. —Palmeó su bolsillo.
—¿Los emplearías? —dijo Lila después de un momento de silencio.
—Sí —dijo Chip—. Creo que sí.
—Espero que no tengamos que hacerlo —murmuró ella.
—Yo también lo espero.
—Será mejor que te pongas las gafas de sol —aconsejó ella.
—¿Hoy? —Chip miró al cielo.
—Por tu ojo.
—Claro. —Cogió las gafas y se las puso. Después miró a Lila y dijo sonriendo—:
No hay mucho que puedas hacer tú, excepto contener la respiración.
—¿Qué quieres decir? —dijo ella, luego enrojeció y añadió—: No se notan tanto
cuando estoy vestida.
—Es la primera cosa que vi de ti cuando nos conocimos —dijo él—. Las dos

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primeras cosas.
—No te creo —protestó ella—. Estás mintiendo. Seguro. ¿Verdad?
Chip se echó a reír y le dio un golpecito cariñoso en la barbilla.
Avanzaron lentamente. No había escáners en el camino. Ningún equipo médico
les detuvo.
Todas las bicicletas de la zona eran del nuevo modelo, pero nadie reparó en sus
bicicletas viejas.
A última hora de la tarde estaban en ’12082. Se dirigieron a la parte oeste de la
ciudad, oliendo el mar, observando atentamente el camino que se abría entre ellos.
Dejaron sus bicicletas en un parque y retrocedieron hacia una cantina desde
donde unos escalones bajaban hasta la playa. El mar estaba debajo de ellos y se
extendía liso y azul, hasta desaparecer en una bruma gris verdosa.
—Esos miembros no han tocado —dijo una niña.
Lila apretó la mano de Chip.
—Sigue andando —dijo él. Empezaron a descender los escalones de cemento que
seguían la áspera cara del risco.
—¡Eh, vosotros! —gritó un miembro, un hombre—. ¡Vosotros dos, miembros!
Chip apretó la mano de Lila y se volvieron. El miembro estaba de pie detrás del
escáner en la parte superior de los escalones, sujetando la mano de una niña desnuda
de cinco o seis años. La niña les miraba y se rascaba la cabeza con una palita roja.
—¿Habéis tocado? —preguntó el miembro.
Se miraron el uno al otro, luego al miembro.
—Claro que lo hicimos —dijo Chip.
—Sí, por supuesto —dijo Lila.
—No dijo sí —señaló la niña.
—Claro que lo dijo, hermana —respondió gravemente Chip—. Si no lo hubiera
dicho no hubiéramos seguido adelante, ¿no? —Miró al miembro y dejó aflorar una
sonrisa. El miembro se inclinó y le dijo algo a la niña.
—No, no lo hice —dijo la niña.
—Vamos —dijo Chip a Lila. Se volvieron y siguieron bajando.
—Pequeña odiosa —murmuró Lila.
—Limítate a seguir bajando —dijo Chip.
Cuando llegaron abajo, se detuvieron para quitarse las sandalias. Chip aprovechó
el movimiento de inclinarse para mirar disimuladamente hacia arriba: el miembro y la
niña habían desaparecido, pero otros miembros bajaban por el mismo camino que
habían seguido él y Lila.
La playa estaba medio vacía bajo el extraño y brumoso cielo. Había miembros
sentados y tendidos sobre mantas, muchos de ellos con los monos puestos.
Guardaban silencio o hablaban en voz baja, y la música de los altavoces —Domingo,

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alegre día— sonaba excesivamente alta y poco natural. Un grupo de niños saltaba a
la cuerda junto a la orilla del agua: «Cristo, Marx, Wood y Wei, conducidnos a este
día perfecto; Marx, Wood, Wei y Cristo...»
Caminaron hacia el oeste, cogidos de la mano, sujetando las sandalias con la que
les quedaba libre. La playa se hacía más estrecha y aparecía más vacía a medida que
avanzaban. Delante había un escáner, flanqueado por el risco y el mar.
—Nunca había visto antes uno en la playa —dijo Chip.
—Yo tampoco.
Se miraron.
—Ésta es la dirección que tomaremos —dijo Chip—. Luego.
Ella asintió. Se acercaron al escáner.
—Siento un impulso fou de tocarlo —dijo él—. Pelea a ti, Uni. Aquí estoy.
—No te atrevas —exclamó ella.
—No te preocupes —dijo Chip sonriendo—. No lo haré.
Se volvieron y caminaron de vuelta al centro de la playa. Se quitaron los monos,
fueron al agua y nadaron hasta muy lejos. Se volvieron de espaldas al mar abierto y
estudiaron la playa más allá del escáner, los grises riscos que se perdían a lo lejos en
la neblina gris verdosa. Un pájaro salió volando de los peñascos, planeó en círculo,
volvió a adentrarse en las rocas, desapareciendo en una hendidura que no parecía más
ancha que un cabello.
—Probablemente haya cuevas donde podamos ocultarnos —dijo Chip.
Un salvavidas hizo sonar un silbato y les hizo señas de que se alejaban
demasiado. Nadaron de vuelta a la playa.
—Son las cinco menos cinco, miembros —dijeron los altavoces—. Desechos y
toallas en los cestos, por favor. Cuidado con los miembros que tengáis alrededor
cuando sacudáis vuestras mantas.
Se vistieron, subieron de nuevo los escalones y caminaron hacia el bosquecillo
donde habían dejado las bicicletas. Las llevaron lejos de donde estaban y se sentaron
a esperar. Chip limpió la brújula, las linternas y el cuchillo, mientras Lila metió todas
las demás cosas en una manta y la ató formando un hatillo.

Más o menos una hora después de oscurecer fueron a la cantina, de donde


cogieron una caja de galletas y bebida, y bajaron de nuevo a la playa. Caminaron
hasta el escáner y lo pasaron. No había luna ni estrellas; la bruma del día se extendía
aún en el cielo. En el chapoteante borde del agua brillaban a veces chispas
fosforescentes; todo lo demás era oscuridad. Chip llevaba la caja de cartón bajo el
brazo e iluminaba el camino con la linterna. Lila llevaba el hatillo hecho con la
manta.
—Los traficantes no acudirán a la orilla en una noche como ésta —dijo ella.
—Tampoco habrá nadie en la playa —contestó Chip—. Ningún chico de doce

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años loco por el sexo. Es una suerte.
Pero no lo era, pensó. Era un contratiempo. ¿Y si la bruma seguía durante días y
noches, bloqueándoles al borde mismo de la libertad? ¿Era posible que Uni la hubiera
creado intencionadamente con esa finalidad? Sonrió. Estaba très fou, exactamente
como Lila había dicho.
Caminaron hasta que calcularon que estaban a medio camino entre ’082 y la
ciudad más próxima al oeste. Entonces dejaron la caja de cartón y el hatillo y
examinaron la cara del risco en busca de alguna cueva que les sirviera de refugio.
Encontraron una a los pocos minutos. Era una abertura profunda, de techo bajo y
suelo cubierto de arena donde se veían envoltorios de galletas totales y, curiosamente,
dos trozos arrancados de un mapa pre-U, uno de Egipto, verde, y otro de Etiopía,
rosa. Trajeron la caja y el hatillo a la cueva, extendieron las mantas, comieron y
después se acostaron juntos.
—¿Puedes? —preguntó Lila—. Después de esta mañana y la otra noche...
—Sin tratamientos —dijo Chip—, cualquier cosa es posible.
—Es fantástico.
Después, estando tendidos uno al lado del otro, Chip dijo:
—Aunque no lleguemos más lejos, aunque seamos atrapados y tratados dentro de
cinco minutos, habrá valido la pena. Al menos hemos sido nosotros mismos, hemos
estado vivos, durante unas cuantas horas.
—Quiero toda mi vida, no sólo un poco de ella —dijo Lila.
—La tendrás. Te lo prometo. —La besó en los labios, acarició su mejilla en la
oscuridad—. ¿Te quedarás conmigo? ¿En Mallorca?
—Desde luego —dijo ella—. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—No pensabas ir —señaló él—. ¿Recuerdas? Ni siquiera querías llegar hasta aquí
conmigo.
—Cristo y Wei, eso fue la otra noche —dijo ella, y le besó—. Claro que voy a
quedarme contigo. Tú me despertaste, y ahora no te librarás de mí.
Siguieron tendidos, abrazándose y besándose.

—¡Chip! —exclamó Lila... No era un sueño, le estaba llamando de verdad.


No estaba a su lado. Se sentó y se dio un golpe en la cabeza contra una piedra,
tanteó en busca del cuchillo que había dejado clavado en la arena.
—¡Chip! ¡Mira! —Lo encontró de rodillas, apoyada en el suelo con una mano.
Lila apareció como una forma oscura acuclillada en la cegadora abertura azul de la
cueva. Alzó el cuchillo dispuesto a arremeter contra cualquier atacante que se
acercara.
—No, no —dijo ella sonriendo—. ¡Ven a ver! ¡Ven! ¡No lo creerás!
Se arrastró hasta ella, con los ojos entrecerrados ante el resplandor del cielo y el
mar.

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—Mira —dijo ella alegremente, y señaló hacia la playa.
Había un bote varado en la arena a unos cincuenta metros. Era una pequeña y
vieja lancha de dos rotores, con un casco blanco y la quilla roja. Estaba justo fuera de
la línea del agua, con la proa ligeramente tumbada. Había manchas blancas en la
borda y en el parabrisas, al cual parecía que le faltaba una parte.
—¡Veamos si funciona! —exclamó Lila. Empezó a salir de la cueva con una
mano apoyada en el hombro de Chip, que dejó caer el cuchillo, sujetó su brazo y la
echó hacia atrás.
—Espera un momento —dijo.
—¿Por qué? —Le miró sin comprender.
Chip se frotó la cabeza donde se la había golpeado y frunció el entrecejo sin dejar
de mirar el bote..., tan blanco, tan rojo, tan vacío y conveniente en la brillante y
soleada mañana limpia de bruma.
—Es un truco —dijo—. Una trampa. Demasiado bonito. Nos vamos a dormir, y
cuando despertamos, nos han dejado un bote. Tienes razón. No lo creo.
—No nos lo han «dejado» —dijo ella—. Lleva aquí semanas. Mira los
excrementos de pájaros por todas partes, y lo profundamente enterrado que está en la
arena por la parte de delante.
—¿Y de dónde ha venido? —preguntó él—. No hay islas cerca.
—Quizá lo trajeron los traficantes de Mallorca y quedó embarrancado en la arena
—dijo ella—. O tal vez lo dejaron atrás a propósito, para miembros como nosotros.
Dijiste que podía existir alguna operación de rescate.
—¿Y nadie lo ha visto y ha informado de su presencia en el tiempo que lleva
aquí?
—Uni no ha dejado que nadie llegara a esta parte de la playa.
—Esperemos —dijo él—. Simplemente vigilemos y esperemos un poco.
—De acuerdo —admitió ella, reluctante.
—Es demasiado oportuno este hallazgo —dijo él.
—¿Por qué todo tiene que ser inoportuno?
Permanecieron en la cueva. Comieron y enrollaron las mantas, sin dejar de vigilar
el bote. Hicieron turnos en la parte de atrás de la cueva, y enterraron los desperdicios
en la arena.
Las olas se deslizaban por debajo de la parte de atrás del bote, luego empezaron a
retirarse a medida que bajaba la marea. Cuatro gaviotas y otros dos pájaros pardos y
más pequeños trazaban círculos sobre la barca y se posaban en el parabrisas o la
barandilla.
—Se ensucia más a cada minuto que pasa —dijo Lila—. ¿Y si alguien ha
informado de su presencia y hoy es el día en que vienen a llevársela?
—Habla bajo, ¿quieres? —murmuró Chip—. Cristo y Wei, me hubiera gustado

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haber traído un telescopio.
Intentó improvisar uno con la lente de la brújula, la lente de una linterna y un
rollo hecho con la caja de cartón de la comida, pero no consiguió que funcionara.
—¿Cuánto tiempo vamos a tener que esperar? —quiso saber Lila.
—Hasta que oscurezca —dijo él.
Nadie pasó por la playa. Sólo se oían las olas lamiendo la arena y el aleteo y los
graznidos de los pájaros.
Chip fue solo hasta el bote, lenta y cautelosamente. Era más viejo de lo que
parecía visto desde la cueva. La pintura desconchada del casco mostraba cicatrices de
reparaciones y la quilla estaba dentada y cuarteada. Lo rodeó sin tocarlo,
examinándolo con la linterna en busca de señales —no sabía cuáles— de engaño, de
peligro. No vio ninguna. Sólo vio un viejo bote, inexplicablemente abandonado, al
que le faltaban los asientos centrales, un tercio del parabrisas; además estaba
manchado de excrementos secos de pájaros. Apagó la linterna y miró hacia el risco...
Tocó la barandilla y aguardó alguna señal de alarma. El risco siguió oscuro y desierto
a la pálida luz de la luna.
Pasó una pierna por encima de la borda, subió al bote y encendió la linterna sobre
los controles. Parecían bastante simples: interruptores para los rotores de propulsión y
el de ascensión, una palanca de control de la velocidad calibrada hasta 100 kph, otra
de nivelación, unos cuantos indicadores y un interruptor señalado con las palabras
«Controlado» e «Independiente», situado en la posición de independiente. Encontró
el alojamiento de la batería en el suelo, entre los asientos delanteros, soltó su tapa y
vio que la fecha de caducidad de la batería era abril de 171, dentro de un año.
Dirigió la luz al alojamiento de los rotores. Uno de ellos estaba lleno de ramas.
Las barrió con la mano, recogió las que quedaban y las echó por la borda. Después
proyectó la linterna hacia el rotor de abajo; era nuevo, brillante, sin embargo el otro
rotor era viejo, sus palas estaban oxidadas y faltaba una.
Se sentó ante los controles y encontró el interruptor que los iluminaba. Un reloj
miniatura señalaba «5.11 vie 17 ago 169». Conectó un rotor de propulsión y luego el
otro. Primero chirriaron, pero luego zumbaron suavemente; los apagó. Comprobó los
indicadores, luego apagó las luces de control.
El risco seguía igual que antes. Ningún miembro había saltado de su escondite.
Contempló el mar, vacío y tranquilo, plateado a lo largo de un angosto sendero que
terminaba bajo la luna casi llena. Ningún bote volaba hacia él. Se sentó en el bote
unos minutos, luego saltó fuera y se dirigió de vuelta a la cueva.
Lila aguardaba de pie junto a la entrada.
—¿Está bien? —preguntó.
—No, no lo está —dijo él—. No fue dejado por los traficantes, porque no hay en
él ningún mensaje ni nada parecido. El reloj se paró el año pasado, pero tiene un rotor

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nuevo. No probé el rotor de ascensión por la arena, pero aunque funcione, la quilla
está cuarteada en dos lugares y puede que simplemente se limite a flotar y no vaya a
parte alguna. Por otro lado, puede llevarnos directamente a ’082, a un pequeño
medicentro junto al mar, aunque se suponga que está fuera de telecontrol.
Lila le miró fijamente, sin moverse.
—De todos modos creo que valdría la pena intentarlo —dijo—. Si no lo dejaron
los traficantes, no van a venir a la orilla mientras esté ahí. Quizá simplemente seamos
dos miembros con mucha suerte.
Él le tendió la linterna.
Sacó de la cueva la caja de alimentos y el hatillo y sujetó una cosa bajo cada
brazo. Echaron a andar hacia el bote.
—¿Qué hay de las cosas con las que traficar cuando lleguemos? —preguntó ella.
—Las llevaremos —respondió él—. Un bote tiene que ser cien veces más valioso
que las cámaras y los botiquines. —Miró hacia el risco—. ¡De acuerdo, doctores! —
gritó—. ¡Ya podéis salir!
—¡Chisss, calla! —susurró ella.
—Hemos olvidado las sandalias —dijo él.
—Están en la caja.
Chip puso la caja y el hatillo dentro del bote. Después rascaron con trozos de
concha los excrementos de pájaros pegados en el roto parabrisas. Levantaron la proa
del bote, lo giraron hacia el mar y empujaron, luego alzaron la popa y volvieron a
empujar.
Siguieron levantando y empujando por los dos lados, hasta que el bote estuvo en
el agua, bamboleándose y girando torpemente. Chip lo sujetó mientras Lila subía a
bordo; luego lo empujó mar adentro y subió junto a ella.
Se sentó ante los controles y encendió las luces. Lila tomó asiento a su lado y
miró. Él le devolvió la mirada —los ojos de ella eran ansiosos—. Primero conectó los
rotores de propulsión y luego el rotor de ascensión. El bote se agitó violentamente,
arrojándolos a cada lado. Resonaron fuertes crujidos debajo de sus pies. Sujetó la
palanca de nivelación, la mantuvo firme y accionó la de velocidad. El bote chapoteó
hacia adelante, entonces los estremecimientos y crujidos disminuyeron. Siguió
accionando la velocidad, a veinte, veinticinco. Los crujidos cesaron y las sacudidas se
convirtieron en una firme vibración. El bote hendió la superficie del agua.
—No se eleva —dijo Chip.
—Pero se mueve —respondió Lila.
—¿Durante cuánto tiempo? No fue construido para golpear el agua de esta forma,
y la quilla ya está cuarteada. —Aumentó la velocidad, y el bote siguió chapoteando
sobre las crestas de las olas. Probó la palanca de nivelación; el bote respondió. Puso
rumbo al norte, sacó su brújula, y la comparó con los indicadores de dirección.

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—No nos está llevando a ’082 —dijo—. Al menos todavía no.
Lila miró hacia atrás, después contempló el cielo.
—No viene nadie —dijo.
Chip aumentó la velocidad y obtuvo una ligera elevación, pero el impacto cuando
rozaban las olas era mayor. Volvió a disminuir la velocidad. La palanca estaba a
cincuenta y seis.
—No creo que podamos conseguir más de cuarenta —dijo—. Será de día cuando
lleguemos a la isla, si llegamos. No quisiera ir a una isla equivocada, pero no sé hasta
qué punto nos estamos desviando del rumbo.
Había otras dos islas cerca de Mallorca: EUR91766, a cuarenta kilómetros al
nordeste, el emplazamiento de un complejo de producción de cobre; y EUR91603, a
ochenta y cinco kilómetros al sudoeste, donde había un complejo de procesado de
algas y un subcentro de climatonomía.
Lila se arrimó a Chip, para evitar el viento y las salpicaduras de la parte rota del
parabrisas. Chip mantenía firmemente sujeta la palanca de nivelación. Observaba el
indicador de dirección y el mar que se extendía ante ellos iluminado por la luna y las
estrellas que brillaban por encima del horizonte.

Las estrellas se disolvieron, el cielo empezó a iluminarse, pero Mallorca no


aparecía. Sólo había el mar, plácido e interminable alrededor.
—Si hemos estado yendo a cuarenta —dijo Lila—, el viaje hubiera debido
tomarnos siete horas. Ha pasado más tiempo, ¿verdad?
—Quizá no hayamos estado yendo a cuarenta —aventuró Chip.
O quizá había compensado demasiado o demasiado poco la derivación hacia el
este del mar. Tal vez habían rebasado Mallorca y se estaban dirigiendo a Eur. O podía
ser que Mallorca no existiese..., que hubiese sido eliminada de los mapas pre-U
porque los miembros la hubieran «bombardeado» y reducido a la nada, y ¿por qué
habría que seguir recordándole a la Familia la locura y el barbarismo?
Siguió manteniendo el bote en un rumbo norte ligeramente desviado al oeste, pero
redujo un poco la velocidad.
El cielo se hizo más luminoso. Seguía sin verse la isla. Mallorca no aparecía.
Escrutaban en silencio el horizonte, evitando los ojos del otro.
Una última estrella brilló encima del agua al nordeste. No, brillaba en el agua.
No...
—Hay una luz allí —señaló él.
Lila miró hacia donde indicaba, aferró su brazo.
La luz se movió en un arco de lado a lado, luego hacia arriba y hacia abajo, como
si les estuviera haciendo señas. Estaba aproximadamente a un kilómetro de distancia.
—Cristo y Wei —dijo suavemente Chip, y desvió la palanca para dirigirse hacia
donde provenían las señales de luz.

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—Ve con cuidado —dijo Lila—. Quizá sea...
Chip cambió la mano sobre la palanca y sacó de su bolsillo el cuchillo, que
depositó sobre sus rodillas.
La luz se apagó, y ahí estaba: un pequeño bote. Alguien sentado en él les hacía
señas, agitaba una cosa pálida que se puso sobre su cabeza —un sombrero— y luego
agitó su mano desnuda.
—Es un miembro —dijo Lila.
—Una persona —rectificó Chip. Siguió girando hacia el bote (parecía un bote de
remos), con una mano en la palanca y la otra en el control de la velocidad.
—¡Mírale! —exclamó de pronto Lila.
El hombre que les saludaba era bajo y llevaba una barba blanca, con la cara
enrojecida bajo su sombrero amarillo de ala ancha. Llevaba un atuendo azul en la
parte de arriba, con perneras blancas.
Chip disminuyó la velocidad de la barca, se arrimó al bote de remos y desconectó
los tres rotores.
El hombre —pasados los sesenta y dos años, ojos azules, extraordinariamente
azules— les sonrió y al hacerlo mostró unos dientes amarillos llenos de huecos.
—Huyendo de las marionetas, ¿eh? ¿Buscando la libertad? —Su bote se
bamboleaba contra las pequeñas olas laterales. Su interior estaba lleno de cañas y
redes..., equipo de pesca.
—Sí —dijo Chip—. ¡Sí! Estamos intentando encontrar Mallorca.
—¿Mallorca? —dijo el hombre. Se echó a reír y se rascó la barba—. Maiorca —
dijo—. No Mallorca, ¡Maiorca! Pero ahora la llamamos Libertad. Nadie la llama
Maiorca desde hace... ¡Dios sabe, un centenar de años supongo! Libertad, eso es.
—¿Estamos cerca? —preguntó Lila.
—Somos amigos. No hemos venido a... interferir de ninguna forma, a intentar
«curaros» ni nada parecido.
—Nosotros también somos incurables —dijo Lila.
—No hubierais venido de este modo si no lo fuerais —dijo el hombre—. Para
esto estoy yo aquí, para localizar a la gente como vosotros y ayudarla a llegar a
puerto. Sí, estáis cerca de la isla. Está ahí —señaló hacia el norte.
Y entonces, en el horizonte, vieron una línea verde oscura, muy baja, que apenas
se distinguía del horizonte. Unas protuberancias rosadas brillaban en su mitad
occidental..., montañas iluminadas por los primeros rayos del sol.
Chip y Lila la contemplaron, después se miraron y dirigieron sus miradas de
nuevo a Mallorca-Maiorca-Libertad.
—Sujetaos —dijo el hombre—. Ataré mi barca a vuestra popa y subiré a bordo.
Se volvieron en sus asientos, frente a frente. Chip tomó el cuchillo de encima de
sus rodillas, sonrió y lo arrojó al suelo. Tomó las manos de Lila.

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Se sonrieron.
—Creí que la habíamos pasado de largo —dijo ella.
—Yo también —admitió él—. O que no existía.
Se sonrieron de nuevo, se inclinaron y se besaron.
—Echadme una mano, ¿queréis? —dijo el hombre, mirándoles desde la popa del
bote, agarrado a la borda con unos dedos de sucias uñas.
Se pusieron rápidamente en pie y fueron hacia él. Chip se arrodilló en el asiento
de atrás y le ayudó a subir a bordo.
Las ropas del hombre eran de tela, su sombrero trenzado de unas cintas planas de
una fibra amarilla. Era media cabeza más bajo que ellos, y olía de una forma fuerte y
extraña. Chip agarró su mano de correosa piel y se la estrechó.
—Soy Chip —dijo—, y ella es Lila.
—Encantado de conoceros —dijo el viejo de barba blanca y ojos azules,
sonriendo con su boca de estropeados dientes—. Me llamo Darren Costanza. —
Estrechó la mano de Lila.
—Darren Constanza —dijo Chip.
—Ése es mi nombre.
—¡Es hermoso! —dijo Lila.
—Tenéis un buen bote —exclamó Darren Costanza, mirando alrededor.
—No se eleva —dijo Chip.
—Pero nos ha traído hasta aquí. Tuvimos suerte al encontrarlo —explicó Lila.
Darren Costanza sonrió.
—¿Y lleváis los bolsillos llenos de cámaras y cosas? —preguntó.
—No —dijo Chip—, decidimos no traer nada. La marea estaba subiendo y...
—Eso fue un error —dijo Darren Costanza—. ¿De veras no traéis nada?
—Una pistola sin generador —dijo Chip, sacándola de su bolsillo—. Unos
cuantos libros y una navaja que está dentro del hatillo.
—Bien, eso ya es algo —dijo Darren Costanza. Cogió la pistola y la examinó,
manoseando su culata.
—Tenemos el bote para negociar —dijo Lila.
—Deberíais haber traído más cosas —dijo Darren Costanza. Se volvió de
espaldas a ellos y se alejó unos pasos.
Chip y Lila se miraron, luego observaron al viejo una vez más y, cuando fueron a
seguirle, él se volvió, sosteniendo en su mano un arma distinta. Les apuntó con ella
mientras se guardaba la pistola de Chip en un bolsillo.
—Esta vieja cosa dispara balas —dijo, retrocediendo más hacia los asientos
delanteros—. No necesita ningún generador. Bang, bang. Ahora al agua, rápido. No
os lo penséis. Al agua.
Le miraron, incrédulos y desconcertados.

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—¡Saltad al agua, estúpidos acerícolas! —gritó—. ¿O queréis una bala en
vuestras cabezas? —Movió algo en la parte de atrás del arma y apuntó a Lila.
Chip la empujó hacia el lado del bote. Ella se sujetó a la barandilla y apoyó los
pies sobre la borda.
—¿Por qué hace esto? —murmuró, y se deslizó al agua.
Chip saltó tras ella.
—¡Alejaos del bote! —gritó Darren Costanza—. ¡Apartaos! ¡Nadad!
Nadaron unos cuantos metros, pero enseguida sus monos se hincharon alrededor
de ellos, luego se volvieron hacia el bote escupiendo agua.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Lila.
—¡Adivínalo, acerícola! —dijo Darren Costanza. Después se sentó ante los
controles del bote.
—¡Nos ahogaremos si nos dejas aquí! —exclamó Chip—. ¡No podemos nadar
hasta tan lejos!
—¿Quién os dijo que vinierais? —dijo Darren Costanza, y el bote se alejó
chapoteando en el agua, arrastrando tras de sí la barca de remos a su popa, alzando
surtidores de espuma.
—¡Odioso hermano peleador! —gritó Chip. El bote giró hacia la punta oriental de
la lejana isla.
—¡Se queda la barca para él! —dijo Lila—. ¡Va a traficar con ella!
—El enfermo pre-U egoísta... —murmuró Chip—. ¡Cristo, Marx, Wood y Wei,
tenía el cuchillo en mi mano y lo arrojé al suelo! «¡Esperando para ayudaros a llegar
a puerto!» Es un pirata, eso es, el peleador...
—¡Calla! ¡No sigas! —dijo Lila, y le miró, desesperanzada.
—Oh, Cristo y Wei —murmuró él.
Abrieron sus monos y se libraron de ellos.
—¡Guárdalos! —dijo Chip—. ¡Retendrán el aire si atamos las aberturas!
—¡Otro bote! —exclamó Lila.
Un punto blanco avanzaba a toda velocidad de oeste a este, a medio camino entre
ellos y la isla.
Agitaron sus monos.
—¡Está demasiado lejos! —dijo Chip—. ¡Tendremos que empezar a nadar!
Ataron las mangas de sus monos en torno a sus cuellos y nadaron. El agua estaba
helada; la isla, demasiado lejos..., veinte kilómetros o más.
Chip pensó que si podían tomar cortos descansos apoyándose en los monos
hinchados, quizá pudieran llegar lo bastante lejos como para que otro bote les viera.
Pero ¿quién habría dentro? ¿Miembros como Darren Costanza? ¿Malolientes piratas
y asesinos? ¿Había tenido razón Rey?
«Espero que lleguéis allí —le había dicho Rey, tendido en su cama, con los ojos

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cerrados—. Los dos. Os lo merecéis.»
¡Pelea al odioso hermano!
La segunda barca se acercaba a la que les había sido robada, que se dirigía más
hacia el este, como si quisiera evitar el encuentro.
Chip nadaba firmemente, sin dejar de observar a Lila, a su lado. ¿Conseguirían
descansar lo suficiente como para seguir adelante y lograr llegar a la isla? ¿O se
ahogarían, empezarían a tragar agua, se hundirían lánguidamente hacia las aguas más
oscuras del fondo...? Apartó esta imagen de su mente. Tenían que nadar.
El segundo bote se había detenido. El que había sido suyo estaba más lejos que
antes. Pero el segundo bote parecía más grande ahora, y después aún más grande.
Chip se detuvo y aferró la pateante pierna de Lila. Ésta miró alrededor, jadeante,
y él señaló.
El bote no se había detenido, había virado, y se dirigía hacia ellos.
Tiraron de las mangas de sus monos en torno a sus cuellos, las soltaron, y
agitaron el azul claro y el amarillo brillante.
El bote pareció alejarse ligeramente, luego volver, luego alejarse en la otra
dirección.
—¡Aquí! —gritaron—. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! —agitando los monos,
estirándose hacia arriba en el agua.
El bote giró, volvió a girar de nuevo y repitió la maniobra por tercera vez. Apuntó
hacia ellos, se hizo más grande, y sonó una sirena... fuerte, fuerte, fuerte, fuerte.
Lila se apoyó contra Chip, tosiendo y escupiendo agua. Éste metió su hombro
debajo del brazo de ella y la sostuvo.
El bote, de un solo rotor, avanzó hasta adquirir su auténtico tamaño, blanco y
cercano. En su casco se veían pintadas las letras «A.I.» grandes y verdes. Se detuvo
chapoteante, formando una ola que los cubrió por un momento.
—¡Agarrad esto! —gritó un miembro, y algo voló por los aires y cayó en el agua
junto a ellos: un flotante anillo blanco con una cuerda atada a él. Chip lo agarró y la
cuerda se tensó, tirada por un miembro joven, de pelo amarillo. Los arrastró por el
agua.
—Estoy bien —dijo Lila junto al brazo de Chip—. Estoy bien.
En el costado del bote había una escalera de cuerda que ascendía hasta su borda.
Chip dio un tirón del mono de Lila, quitándoselo de la mano, le hizo doblar los dedos
en torno a un travesaño de la escalera de cuerda y puso su otra mano en el travesaño
de arriba. Lila trepó. El miembro, inclinado sobre la borda, se tendió, aferró su mano
y la ayudó a acabar de subir. Chip guió sus pies y luego trepó tras ella.

Estaban tendidos de espaldas sobre un cálido y firme suelo bajo rasposas mantas,
cogidos de la mano, jadeantes. Alguien les incorporó, primero a Lila, luego a Chip, y
aplicó un pequeño frasco de metal a sus labios. El líquido que había en él olía como a

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Darren Costanza. Ardió en sus gargantas, pero una vez hubo bajado calentó
sorprendentemente sus estómagos.
—¿Alcohol? —preguntó Chip.
—No te preocupes —dijo el joven de pelo amarillo con una sonrisa que dejaba
ver unos dientes sanos mientras enroscaba el tapón en el frasco—, un sorbo no
pudrirá tu cerebro.
Tendría unos veinticinco años, llevaba una corta barba también amarilla y sus
ojos y piel parecían normales. En el cinturón marrón que llevaba sujeto a sus caderas
se veía una pistola metida en una especie de bolsillo también marrón. Llevaba una
camisa de tela blanca sin mangas y unos pantalones color tostado remendados de
azul, que terminaban en sus rodillas. Dejó el frasco de metal en un asiento y se
desabrochó la parte delantera de su cinturón.
—Recuperaré vuestros monos —dijo—. Recobrad el aliento. —Depositó el
cinturón con la pistola al lado del frasco y trepó al costado del bote. Sonó un
chapoteo, y el bote se bamboleó.
—Al menos no es como el otro —dijo Chip.
—Lleva una pistola —indicó Lila.
—Pero la ha dejado aquí —señaló Chip—. Si estuviera... enfermo, hubiera tenido
miedo de hacerlo.
Guardaron silencio, cogidos de la mano bajo las rasposas mantas, respirando
profundamente, contemplando el claro cielo azul.
El bote se bamboleó otra vez y el joven trepó de vuelta a bordo, con sus
chorreantes monos. Su pelo, que no había sido cortado desde hacía mucho tiempo, se
pegaba a su cabeza en empapados mechones.
—¿Os encontráis mejor? —preguntó con una sonrisa.
—Sí —respondieron.
Sacudió los monos por encima de la borda del bote.
—Siento no haber estado aquí a tiempo para mantener a ese sinvergüenza lejos de
vosotros —dijo—. La mayoría de los inmigrantes vienen de Eur, así que
generalmente estoy por la parte norte. Lo que necesitamos son dos botes, no uno. O
un localizador de mayor alcance.
—¿Eres... un policía? —preguntó Chip.
—¿Yo? —El joven sonrió—. No, estoy con la Ayuda al Inmigrante. Es una
agencia que generosamente han permitido que establezcamos para ayudar a orientar a
los nuevos inmigrantes, de forma que puedan llegar a la orilla sin ahogarse. —Colgó
los monos sobre la borda del bote y alisó sus pliegues.
Chip se incorporó sobre los codos.
—¿Ocurre a menudo? —preguntó.
—Robar los botes de los inmigrantes es un pasatiempo local muy popular —

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admitió el joven—. Hay otros que todavía son más divertidos.
Chip se sentó y Lila le imitó. El joven les miró, con la rosada luz del sol haciendo
brillar su costado.
—Lamento decepcionaros —dijo—, pero no habéis venido a ningún paraíso.
Cuatro quintas partes de la población de la isla son descendientes de las familias que
vivían aquí antes de la Unificación o llegaron aquí inmediatamente después. Son
consanguíneos, ignorantes, mezquinos, orgullosos de sí mismos... y desprecian a los
inmigrantes. Nos llaman «Acerícolas» a causa de las pulseras, incluso cuando ya nos
las hemos quitado.
Cogió el cinturón con su pistola del asiento y volvió a ponérselo en la cadera.
—Nosotros los llamamos a ellos «zopencos» —dijo, mientras se ajustaba el
cinturón—. Pero no lo digáis nunca en voz alta u os encontraréis con cinco o seis de
ellos moliéndoos las costillas. Ése es otro de sus pasatiempos.
Los miró de nuevo.
—La isla está gobernada por un tal general Costanza —dijo—, con la...
—¡Es el que nos robó el bote! —exclamaron—. ¡Darren Costanza!
—Lo dudo —dijo el joven con una sonrisa—. El general nunca se levanta tan
temprano. Vuestro zopenco debió gastaros una broma.
—¡El odioso hermano! —dijo Chip.
—El general Costanza —explicó el joven— está respaldado por la Iglesia y el
Ejército. Hay muy poca libertad incluso para los zopencos, y para nosotros no hay
virtualmente ninguna. Tenemos que vivir en zonas limitadas, las «ciudades
acerícolas», y no podemos salir de ellas sin una buena razón. Debemos mostrar
nuestras tarjetas de identificación a cualquier policía zopenco que nos las pida, y los
únicos trabajos que podemos conseguir son los más inferiores, los que te desloman.
—Tomó el frasco—. ¿Queréis un poco más de esto? —preguntó—. Lo llaman
«whisky».
Chip y Lila negaron con la cabeza.
El joven desenroscó el tapón y vertió en él un poco de líquido ambarino.
—Veamos —murmuró—, ¿qué me he olvidado? No se nos permite poseer tierras
ni armas. Debo devolver mi pistola apenas pongo el pie en la orilla. —Alzó el tapón
del frasco y lo contempló—. Bienvenidos a Libertad —dijo, y bebió.
Se miraron descorazonados, primero entre sí, luego al joven.
—Así es cómo la llaman —dijo—. Libertad.
—Creíamos que recibirían con los brazos abiertos a los nuevos miembros —dijo
Chip—. Para ayudar a mantener lejos a la Familia.
El joven volvió a enroscar el tapón del frasco y dijo:
—Nadie viene aquí excepto dos o tres inmigrantes al mes. La última vez que la
Familia intentó tratar a los zopencos fue cuando había cinco computadoras. Desde

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que entró en funcionamiento Uni no se ha producido ningún intento.
—¿Por qué no? —preguntó Lila.
El joven les miró.
—Nadie lo sabe —dijo—. Hay varias teorías. Los zopencos piensan que o bien
«Dios» les protege, o la Familia teme a su ejército, un puñado de estúpidos borrachos
incapaces. Los inmigrantes piensan, bueno, algunos de ellos al menos, que la isla
tiene tan poca importancia para la Familia que tratar a todo el mundo en ella
simplemente no compensa el tiempo que debería emplear Uni en ello.
—Y otros piensan... —insinuó Chip.
El joven apartó la vista y depositó el frasco en un estante debajo de los controles
del bote. Se sentó y se volvió para mirarles de frente.
—Otros —dijo—, y yo soy uno de ellos, pensamos que Uni está utilizando la isla,
a los zopencos y todas las demás islas ocultas del mundo.
—¿Utilizando? —se sorprendió Chip.
—¿Cómo? —preguntó Lila.
—Como prisiones para nosotros —dijo el joven.
Le miraron desconcertados.
—¿Por qué siempre hay un bote en la playa? —preguntó éste, como hablando
para sí mismo—. Siempre, en Eur y Afr..., un bote viejo que sin embargo está aún en
condiciones para poder llegar hasta aquí. ¿Y porqué están esos útiles mapas
parcheados en los museos? ¿No sería más fácil hacer otros falsos con las islas
realmente omitidas?
Siguieron mirándole.
—¿Qué haríais vosotros —siguió el joven, mirándoles intensamente— si
estuvierais programando una computadora para mantener una sociedad perfectamente
eficiente, estable, cooperativa? ¿Cómo enfocaríais la existencia de los fenómenos
biológicos, los «incurables», los posibles buscaproblemas?
No dijeron nada. Siguieron mirándole.
Se inclinó hacia ellos.
—Dejaríais unas pocas islas «no unificadas» esparcidas por todo el mundo —dijo
—. Dejaríais mapas en los museos y botes en las playas. Así, la computadora no
necesita arrancar las malas hierbas, porque ellas se arrancan a sí mismas. Se abren
paso alegremente hasta la zona de aislamiento más cercana, y allí están aguardando
los zopencos, con un general Costanza al mando, para requisar sus botes, meterlos en
sus ciudades acerícolas y mantenerlos inofensivamente impotentes..., de una forma
que los encumbrados discípulos de Cristo, Marx, Wood y Wei jamás hubieran
soñado.
—Es imposible —murmuró Lila.
—Al contrario, muchos de nosotros creemos que es muy posible —dijo el joven.

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—¿Uni nos deja llegar hasta aquí? —preguntó Chip.
—No —dijo Lila—. Es demasiado... retorcido.
El joven miró a Lila y después a Chip.
—¡Y yo que pensé que era tan peleadoramente listo! —exclamó Chip.
—Yo también, cuando me fui —dijo el joven. Se echó hacia atrás en su asiento—.
Sé exactamente como os sentís.
—No, es imposible —insistió Lila.
Hubo un momento de silencio.
—Os llevaré a la isla. La A.I. os quitará vuestras pulseras y os registrará, y os
prestaremos veinticinco pavos para que podáis empezar —dijo el joven con una
sonrisa—. Por malo que sea esto —reconoció—, es mejor que estar con la Familia.
La tela es más cómoda que el paplón, de veras, e incluso un higo medio podrido tiene
mejor sabor que una galleta total. Podéis tener hijos, beber alcohol, fumar..., incluso
comprar un par de habitaciones si trabajáis duro. Algunos acerícolas llegan a hacerse
ricos..., los artistas sobre todo. Si tratáis de «señor» a los zopencos y os quedáis
dentro de los límites de vuestra ciudad acerícola, todo irá bien. Nada de escáners,
ningún consejero y ni una Vida de Marx en todo un año de televisión.
Lila sonrió. Chip sonrió también.
—Poneos los monos —dijo el joven—. A los zopencos les horroriza la desnudez.
Es «impía». —Se volvió hacia los controles del bote.
Echaron a un lado las mantas y se pusieron los monos aún mojados, luego
permanecieron al lado del joven mientras éste conducía el bote hacia la isla. Se abrió
ante ellos, verde y dorada, a la luz del recién salido sol, salpicada de montañas y
puntos blancos, amarillos, rosas, azul pálido.
—Es hermosa —dijo Lila con determinación.
Chip, con un brazo sobre sus hombros, miró al frente con ojos entrecerrados y no
dijo nada.

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5
Vivían en una ciudad llamada Pollensa, en media habitación de un cuarteado y
ruinoso edificio acerícola con electricidad intermitente y agua de color marrón.
Disponían de un colchón, una mesa, una silla y una caja para guardar sus ropas que
utilizaban como segunda silla. Los ocupantes de la otra mitad de la habitación, los
Newman —un hombre y una mujer de unos cuarenta años, con una hija de nueve
años— les dejaban usar el hornillo, la televisión y un estante de su «frigorífico»,
donde guardaban la comida. Era la habitación de los Newman; Chip y Lila pagaban
cuatro dólares a la semana por su derecho a utilizar la mitad.
Ganaban nueve dólares y veinte centavos a la semana entre los dos. Chip
trabajaba en una mina de hierro, cargando mena en carretillas con un grupo de
inmigrantes junto a un cargador automático que permanecía inmóvil y polvoriento,
irreparable. Lila trabajaba en una fábrica de ropa, cosiendo botones en las camisas.
También tenía una máquina a su lado, inmóvil e irreparable, cubierta de borra.
Con los nueve dólares y veinte centavos pagaban el alquiler semanal y la comida,
los transportes, algunos cigarrillos y un periódico llamado Libertad, inmigrante.
Ahorraban cincuenta centavos para comprarse ropa nueva y para las emergencias que
pudieran surgir, además pagaban cincuenta centavos a la Ayuda al Inmigrante para ir
devolviendo el préstamo de veinticinco dólares que les había sido entregado a su
llegada. Comían pan, pescado, patatas e higos. Al principio estos alimentos les
produjeron retortijones y estreñimiento, pero pronto se acostumbraron a ellos, a gozar
de los distintos sabores y consistencias. Esperaban con ansia las comidas, aunque su
preparación y la limpieza posterior resultaran un engorro.
Sus cuerpos cambiaron. Lila sangró durante unos días, cosa que los Newman
aseguraron que era normal en una mujer no tratada, y sus formas se hicieron más
suaves y redondeadas, al tiempo que su pelo creció. El cuerpo de Chip se endureció y
fortaleció con el trabajo en la mina. Su barba creció negra y densa, pero se la
recortaba una vez a la semana con las tijeras de los Newman.
Un empleado de la Oficina de Inmigración les proporcionó nombres. Chip fue
llamado Eiko Newmark, y Lila, Grace Newbridge. Más tarde, cuando se casaron —
no con una solicitud a Uni, sino con una ceremonia, una tarifa y unos votos a
«Dios»—, el nombre de Lila cambió a Grace Newmark. Entre ellos, sin embargo,
siguieron llamándose Chip y Lila.
Se acostumbraron a manejar las monedas, tratar con los tenderos y viajar en el
destartalado y siempre repleto monorraíl de Pollensa. Aprendieron cómo eludir a los
nativos y evitar ofenderles, memorizaron el voto de lealtad y se acostumbraron a
saludar a la bandera roja y amarilla de Libertad. Llamaban a las puertas antes de
abrirlas, decían miércoles en lugar de wooderles y marzo en lugar de marx. Tenían

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que recordarse constantemente que pelea y odio eran palabras aceptables, pero que
joder era una palabra «sucia».

Hassan Newman bebía enormes cantidades de whisky. Apenas llegaba a casa del
trabajo —en la mayor fábrica de muebles de la isla—, se ponía a jugar a ruidosos
juegos con su hija Gigi, y se abría torpemente paso por la cortina divisoria de la
habitación con una botella en su mano de sólo tres dedos, horriblemente mutilada por
una sierra.
—Vamos, tristes acerícolas —decía—, ¿dónde odio están vuestros vasos? Vamos,
alegrémonos un poco.
Chip y Lila bebieron con él unas cuantas veces, pero descubrieron que el whisky
les hacía sentirse embotados y torpes, por lo que normalmente declinaban su
invitación.
—Vamos —les dijo una tarde—. Ya sé que soy el casero, pero no soy
exactamente un zopenco, ¿no? ¿O se trata de otra cosa? ¿Pensáis que espero que me
devolváis la invitación..., que actuéis a la recíproca? Ya sé que os gusta mirar
vuestros centavos.
—No es eso —dijo Chip.
—Entonces, ¿qué es? —quiso saber Hassan. Se tambaleó y apoyó una mano
sobre la mesa para recuperar el equilibrio.
Chip no dijo nada por unos instantes, luego contestó:
—Bueno, me pregunto ¿de qué de sirve huir de los tratamientos si sigues
embotándote con el whisky? Lo mismo te daría volver a la Familia.
—¡Vaya! —dijo Hassan—. Claro, ya te entiendo. —Les miró furiosamente, un
hombre robusto, de rizada barba y ojos inyectados en sangre—. Pero esperad, esperad
a llevar aquí un poco más de tiempo, eso es todo. —Se volvió en redondo y tanteó su
camino a través de la cortina, después oyeron como murmuraba algo y su esposa, Ria,
intentaba calmarle.
Casi todo el mundo en el edificio parecía beber tanto whisky como Hassan.
Fuertes voces, alegres o furiosas, sonaban constantemente a través de las paredes a
todas horas de la noche. El ascensor y los pasillos olían a whisky, pescado y
penetrantes perfumes que usaba la gente contra el whisky y el olor a pescado.
La mayor parte de las noches, cuando terminaban de limpiar, Chip y Lila subían
al tejado para respirar un poco de aire fresco o se sentaban ante su mesa a leer el
Inmigrante o libros que habían encontrado en el monorraíl o habían tomado prestados
de la pequeña colección que había en la Ayuda al Inmigrante. A veces miraban la
televisión con los Newman: obras sobre estúpidos malentendidos entre familias
nativas, con frecuentes interrupciones para anuncios de distintas marcas de cigarrillos
y desinfectantes. Ocasionalmente había discursos del general Costanza o del jefe de
la Iglesia, el papa Clemente..., discursos inquietantes sobre escasez de alimentos,

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espacio y recursos, de la que por supuesto sólo podía culparse a los inmigrantes.
Hassan, beligerante por el whisky, solía apagar el aparato antes de que terminara el
discurso. La televisión de Libertad, al contrario que la de la Familia, podía conectarse
y desconectarse a voluntad.
Un día en la mina, al final de la pausa de quince minutos para comer, Chip se
dirigió al cargador automático y se puso a examinarlo, preguntándose si era realmente
irreparable o quizá alguna de sus partes que no podía ser reemplazada podía
eliminarse o sustituirse. El encargado nativo del equipo se acercó a él y le preguntó
qué estaba haciendo. Chip se lo dijo, cuidando mucho de hablar respetuosamente,
pero el nativo se puso furioso.
—¡Jodidos acerícolas, siempre creyendo que sois tan malditamente listos! —dijo,
y llevó su mano a la culata de su pistola—. ¡Lárgate al lugar donde te corresponde y
quédate allí! ¡Intenta pensar en alguna forma de comer menos si quieres tener algo en
lo que ocuparte!
No todos los nativos eran tan malos. El propietario de su edificio simpatizó con
Chip y Lila, y les prometió darles una habitación por cinco dólares a la semana tan
pronto como quedara una disponible.
—Vosotros no sois como la mayoría —dijo—, siempre bebiendo, yendo
completamente desnudos de un lado a otro de los pasillos..., preferiría cobrar unos
cuantos centavos menos y que los inquilinos fueran todos como vosotros.
—Hay razones para que los inmigrantes beban, ¿sabe? —dijo Chip, mirándole
fijamente.
—Lo sé, lo sé —dijo el propietario—. Soy el primero en decirlo. Es terrible la
forma como os tratan. Pero, aun así, ¿bebes tú? ¿Te paseas desnudo?
—Gracias, señor Corsham —dijo apresuradamente Lila—. Le quedaremos muy
agradecidos si puede conseguirnos una habitación.
Se «resfriaron» y tuvieron «la gripe». Lila perdió su empleo en la fábrica de ropa,
pero encontró otro mejor en la cocina de un restaurante nativo, al que iba a pie desde
su casa. Dos policías se presentaron en la habitación una noche, comprobando las
tarjetas de identidad y buscando armas. Hassan murmuró algo mientras mostraba su
tarjeta, y lo golpearon con sus porras hasta dejarlo tendido en el suelo. Rasgaron los
colchones con cuchillos y rompieron algunos platos.
Lila no tuvo su «período», sus días mensuales de sangrado vaginal, y eso
significaba que estaba embarazada.
Una noche en el tejado, Chip estaba fumando y contemplando el cielo hacia el
nordeste, donde se veía siempre un ligero resplandor naranja en la dirección del
complejo de producción de cobre de EUR91766. Lila, que había estado retirando la
colada de la cuerda de tender, se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Besó su
mejilla y se inclinó sobre él.

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—No es tan malo —dijo—. Hemos ahorrado doce dólares, tendremos una
habitación sólo para nosotros cualquier día de éstos, y antes de que te des cuenta
tendremos un hijo.
—Un acerícola —dijo Chip.
—No —dijo Lila—. Un bebé.
—Todo esto hiede —dijo él—. Está podrido. Es inhumano.
—Es todo lo que tenemos —murmuró Lila—. Será mejor que nos acostumbremos
a ello.
Chip no dijo nada. Siguió contemplando el resplandor naranja del cielo.

El Libertad inmigrante incluía artículos semanales sobre cantantes y atletas


inmigrantes, y ocasionalmente científicos, que ganaban cuarenta o cincuenta dólares
a la semana y vivían en espléndidos apartamentos, se mezclaban con nativos
influyentes y educados, y tenían esperanzas acerca de las posibilidades de una mayor
igualdad en las relaciones que se desarrollaban entre los dos grupos. Chip leía
burlonamente esos artículos —tenía la sensación de que eran incluidos por los
propietarios nativos del periódico para engañar y apaciguar a los inmigrantes—, pero
Lila lo aceptaba sin reparos como una prueba de que su situación terminaría
mejorando.
Una semana de octubre, cuando llevaban en Libertad poco más de seis meses,
apareció un artículo sobre un artista llamado Morgan Newgate, venido de Eur hacía
ocho años y que vivía en un apartamento de cuatro habitaciones en Nuevo Madrid. Se
llegaban a pagar hasta cien dólares por sus cuadros. Uno de ellos, una escena de la
crucifixión, acababa de ser presentado al papa Clemente. Los firmaba con una «A»,
explicaba el artículo, porque su apodo era Ashi.
—Cristo y Wei —dijo Chip.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lila.
—Yo estuve en la Academia con ese Morgan Newgate —explicó Chip,
mostrándole el artículo—. Éramos buenos amigos. Se llamaba Karl. ¿Recuerdas
aquel dibujo del caballo que tenía en Ind?
—No —dijo ella, mientras leía el artículo.
—Bueno, es igual, lo dibujó él —dijo Chip—. Acostumbraba a firmar sus dibujos
con una «A» en un círculo. —Y sí, recordaba que Karl había mencionado el nombre
de Ashi. ¡Cristo y Wei, él también había escapado!... Había «escapado», si así podías
llamarlo, a Libertad, la zona de aislamiento de Uni. Finalmente estaba haciendo lo
que siempre había deseado: para él, Libertad era realmente la libertad.
—Deberías telefonearle —dijo Lila, aún leyendo.
—Lo haré —aseguró Chip.
Pero quizá no lo hiciera. ¿Serviría de algo, realmente, llamar a Morgan Newgate,
que pintaba crucifixiones para el papa y aseguraba a sus compañeros inmigrantes que

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las condiciones mejoraban día a día? Pero quizá Karl no hubiera dicho eso; tal vez el
Inmigrante mintiera.
—No digas eso —murmuró Lila—. Es probable que pueda ayudarte a conseguir
un trabajo mejor.
—Sí —admitió Chip—, es probable que pueda.
Ella le miró fijamente.
—¿Qué te ocurre? —quiso saber—. ¿No quieres un trabajo mejor?
—Le llamaré mañana, camino del trabajo —prometió él.
Pero no lo hizo. Hundió su pala en la mina, la levantó y la vació en la carretilla,
hundió, levantó y vació. «Pelea a todos ellos —pensó—: a los acerícolas que beben, a
los que piensan que las cosas van mejor; a los zopencos, a las marionetas; pelea a
Uni.»
El siguiente domingo por la mañana Lila fue con él a un edificio a dos manzanas
del suyo donde había un teléfono en el vestíbulo que funcionaba, y aguardó mientras
Chip pasaba las páginas de una maltrecha guía. Morgan y Newgate eran nombres
muy comunes entre los inmigrantes, pero pocos de ellos tenían teléfono. Sólo había
un Newgate, Morgan listado, y vivía en Nuevo Madrid.
Chip puso tres monedas en el teléfono y pronunció el número. La pantalla estaba
rota, pero eso no importaba, porque los teléfonos de Libertad ya no transmitían
imágenes.
Respondió una mujer. Cuando Chip preguntó si estaba Morgan Newgate, la voz
femenina dijo que sí, y luego nada más. El silencio se prolongó. Lila, a unos metros
de distancia, junto a un cartel de Sani-Spray, aguardaba, pero finalmente se acercó a
Chip.
—¿No está en casa? —preguntó en un susurro.
—¿Hola? —dijo una voz masculina.
—¿Morgan Newgate? —preguntó Chip.
—Sí. ¿Quién habla?
—Soy Chip —dijo Chip—. Li RM, de la Academia de Ciencias Genéticas.
Hubo un silencio.
—Dios mío —dijo la voz—. ¡Li! ¡Me proporcionaste cuadernos y carboncillos!
—Sí —murmuró Chip—. Pero también le dije a mi consejero que estabas
enfermo y necesitabas ayuda.
Karl se echó a reír.
—¡Cierto, eso hiciste, jodido bastardo! —exclamó—. ¡Es estupendo oírte!
¿Cuándo viniste?
—Hará unos seis meses —dijo Chip.
—¿Estás en Nuevo Madrid?
—En Pollensa.

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—¿Qué haces?
—Trabajo en una mina.
—Cristo, eso es matarse —murmuró Karl; y al cabo de un momento—: Es un
infierno, ¿no?
—Sí —admitió Chip, y pensó: «Incluso utiliza sus palabras. Infierno. Dios mío.
Apuesto a que incluso reza.»
—Me gustaría que estos teléfonos funcionaran de veras para poder verte —dijo
Karl.
De pronto Chip se sintió avergonzado por su hostilidad. Le habló a Karl de Lila y
de su embarazo. Karl le explicó que él había estado casado en la Familia, pero que
había escapado solo. No admitió que Chip le felicitara por su éxito.
—Las cosas que vendo son horribles —dijo—. Atractivas sólo para los niños
zopencos. Pero me las arreglo para hacer las cosas que me gustan tres días a la
semana; no me quejo. Escucha, Li..., no, ¿cómo es, Chip? Escucha, Chip, tenemos
que encontrarnos. Tengo una motocicleta. Iré a veros una tarde. No, espera. ¿Tenéis
algo planeado para el próximo sábado, tú y tu esposa?
Lila miró a Chip ansiosamente.
—No, creo que no. No estoy seguro —dijo Chip.
—Voy a recibir algunos amigos —dijo Karl—. Venid también, ¿queréis? A las
seis.
Lila asintió enérgicamente.
—Lo intentaremos. Es probable que vayamos.
—Haced todo lo posible —insistió Karl. Le dio su dirección—. Me alegro de que
escaparais —dijo—. Pese a todo, esto es mejor que aquello, ¿no?
—Un poco —admitió Chip.
—Os espero el próximo sábado —dijo Karl—. Hasta entonces, hermano.
—Adiós —dijo Chip, y colgó.
—Vamos a ir, ¿verdad? —dijo ansiosamente Lila.
—¿Tienes alguna idea de lo que va a costar el viaje? —preguntó Chip. —Oh,
Chip...
—De acuerdo —dijo—. De acuerdo, iremos. Pero no voy a aceptar ningún favor
de él. Y no quiero que tú le pidas ninguno. Recuérdalo.
Aquella semana Lila estuvo trabajando todas las tardes en las mejores ropas que
tenían, quitando las gastadas mangas de un traje verde y remendando la pernera de un
pantalón de modo que el remiendo apenas se notara.

El edificio, al extremo de la ciudad acerícola de Nuevo Madrid, no estaba en


peores condiciones que muchos edificios nativos. Su vestíbulo estaba decentemente
barrido y sólo olía ligeramente a whisky, pescado y perfume, además el ascensor
funcionaba bien.

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Había un timbre enmarcado en un cuadrado de plástico al lado de la puerta de
Karl. Chip lo apretó. Aguardó rígido, con Lila cogida de su brazo.
—¿Quién es? —dijo una voz masculina.
—Chip Newmark —dijo.
Se oyó el descorrer de cerrojos y la puerta se abrió. Karl —un barbudo Karl de
treinta y cinco años, con los antiguos y penetrantes ojos de Karl— sonrió y estrechó
la mano de Chip.
—¡Li! ¡Pensé que no ibas a venir! —dijo.
—Nos encontramos con algunos zopencos de buen corazón en el camino —dijo
Chip.
—Oh, Cristo —murmuró Karl, y les dejó entrar.
Volvió a correr los cerrojos a sus espaldas. Chip le presentó a Lila.
—Hola, señor Newgate —dijo ella.
Karl estrechó la mano que le tendía Lila y, mirándola directamente al rostro, dijo:
—Llámame Ashi. Hola, Lila.
—Hola, Ashi —corrigió ella.
Karl se volvió a Chip.
—¿Os hicieron algún daño?
—No —dijo Chip—. Sólo nos obligaron a «recitar el juramento» y esa clase de
tonterías.
—Bastardos —dijo Karl—. Pasad, os prepararé algo de beber y lo olvidaréis. —
Los cogió del brazo y los condujo por un estrecho pasillo lleno de cuadros, marco
contra marco.
—Tienes un aspecto estupendo, Chip —dijo.
—Tú también, Ashi.
Se sonrieron.
—Son diecisiete años, hermano —dijo Karl-Ashi.
Había hombres y mujeres, diez o doce, sentados en una habitación de paredes
marrones llena de humo, hablando y sujetando cigarrillos y vasos. De repente,
dejaron de hablar y se volvieron, expectantes.
—Son Chip y Lila —dijo Karl—. Chip y yo estuvimos juntos en la Academia.
Los dos peores estudiantes genetistas de toda la Familia.
Los hombres y mujeres sonrieron. Karl empezó a señalarlos y a decir sus
nombres.
—Vito, Sunny, Ria, Lars...
La mayoría eran inmigrantes, hombres barbudos y mujeres de pelo largo con los
ojos y el color de la Familia. Dos eran nativos: una mujer pálida y erguida de nariz
aguileña y unos cincuenta años, con una cruz de oro colgando sobre un pecho que
parecía vacío debajo del vestido.

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—Julia —dijo Karl, y ella sonrió con labios apretados.
La otra nativa era una mujer más joven, gruesa y de pelo rojo, que llevaba un
apretado vestido lleno de cuentas plateadas. Algunos de los reunidos podían haber
sido inmigrantes o nativos: un hombre sin barba y ojos grises llamado Bob, una mujer
rubia, un hombre joven de ojos azules.
—¿Whisky o vino? —preguntó Karl—. ¿Lila?
—Vino, por favor.
Le siguieron hasta una pequeña mesa llena de botellas y vasos, platos con una o
dos rodajas de queso y carne, paquetes de cigarrillos y cerillas. Un pisapapeles de
recuerdo pisaba una pila de servilletas. Chip lo cogió y lo examinó, era de
AUS21989.
—¿Os hace sentir añoranza? —preguntó Karl mientras servía el vino.
Chip se lo mostró a Lila, que sonrió.
—No mucha —dijo, y lo volvió a dejar.
—¿Chip?
—Whisky.
La mujer nativa del pelo rojo y el traje plateado se acercó sonriendo con un vaso
vacío en una mano llena de anillos.
—Eres extraordinariamente hermosa, de veras —dijo a Lila. Y dirigiéndose a
Chip añadió—: Creo que todos vosotros sois hermosos. Puede que en la Familia no
haya libertad, pero va muy por delante de nosotros en aspecto físico. Daría cualquier
cosa por ser esbelta, tener la piel bronceada y esos ojos rasgados.
Siguió hablando acerca de la sensata actitud de la Familia respecto al sexo,
entonces Chip se dio cuenta de que se había quedado solo con esa mujer sosteniendo
un vaso en la mano, mientras Karl y Lila hablaban con otra gente. Unas rayas de
pintura negra querían perfilar y extender la longitud de sus ojos castaños.
—Vosotros sois mucho más abiertos que nosotros —dijo—. Sexualmente, me
refiero. Disfrutáis más.
Una mujer inmigrante se acercó.
—¿No va a venir Heinz, Marge? —preguntó.
—Está en Palma —dijo la mujer. Se volvió hacia la otra—. Un ala del hotel se
derrumbó.
—¿Me disculpáis, por favor? —dijo Chip, y se alejó.
Fue al otro extremo de la habitación, saludó con la cabeza a las personas que
había allí, bebió un poco de whisky, contempló un cuadro en la pared, masas
marrones y rojas sobre un fondo blanco. El whisky tenía mejor sabor que el de
Hassan. Era menos amargo y se subía menos a la cabeza; más ligero y agradable de
beber. La pintura con manchas marrones y rojas era una composición plana,
interesante de ver pero sin nada en ella que estuviera conectado a la vida. La «A» en

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un círculo de Karl (¡no, de Ashi!) estaba en una de las esquinas inferiores. Chip se
preguntó si aquél era uno de los cuadros malos que vendía o, puesto que estaba
colgado en su sala de estar, formaba parte de su «trabajo» del que había hablado con
tanta satisfacción. ¿Ya no hacía aquellos hermosos hombres y mujeres sin pulseras
que había dibujado en la Academia?
Bebió un poco más de whisky y se volvió hacia la gente que estaba sentada cerca
de él: tres hombres y una mujer, todos inmigrantes. Estaban hablando de muebles.
Escuchó unos minutos mientras seguía bebiendo, luego se alejó.
Lila estaba sentada al lado de la mujer nativa de la nariz aguileña, Julia. Fumaban
y hablaban, o mejor dicho Julia hablaba y Lila escuchaba.
Se dirigió a la mesa y se sirvió más whisky. Encendió un cigarrillo.
Un hombre llamado Lars se le acercó. Dirigía una escuela para niños inmigrantes
en Nuevo Madrid. Había sido traído a Libertad cuando era un niño, y llevaba allí
cuarenta y dos años.
Ashi se acercó con Lila de la mano.
—Chip, ven a ver mi estudio —dijo.
Los condujo hacia el pasillo con las paredes cubiertas de cuadros.
—¿Sabes con quién estabas hablando? —preguntó Karl a Lila.
—¿Julia? —dijo ella.
—Julia Costanza —aclaró él—. Es la prima del general. Lo desprecia. Ella fue
una de las fundadoras de Ayuda al Inmigrante.
Su estudio era amplio y brillantemente iluminado. Había un cuadro a medio
terminar de una mujer nativa sujetando un gatito; en otro caballete había un lienzo
pintado con gruesos brochazos azules y verdes. Otras pinturas estaban apoyadas
contra las paredes: manchas marrones y naranjas, azules y púrpuras, púrpuras y
negras, naranjas y rojas.
Les explicó qué estaba intentando hacer, señaló equilibrios, encuadres y sutiles
tonalidades de color.
Chip desvió la vista y bebió su whisky.

—¡Escuchad, acerícolas! —gritó lo bastante fuerte como para que todos pudieran
oírle—. ¡Dejad de hablar de muebles por un momento y escuchad! ¿Sabéis qué
tenemos que hacer? ¡Pelear a Uni! No estoy siendo grosero. ¡Pelear a Uni! Porque
Uni es el único culpable... ¡de todo! De los zopencos, que son lo que son porque no
tienen bastante comida, o espacio, o conexión con nada del mundo exterior; y de las
marionetas, que son lo que son porque están LPKados y atiborrados de
tranquilizantes; y de nosotros, ¡que somos lo que somos porque Uni nos puso aquí
para librarse de nosotros! Uni es el culpable: ha congelado el mundo para que no
hubiera más cambios... ¡Y nosotros tenemos que pelearle! ¡Tenemos que librarnos de
nuestros estúpidos traseros apaleados y pelearle!

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Ashi sonrió y palmeó su mejilla.
—Hermano —dijo—, has bebido demasiado, ¿lo sabías? Chip, ¿me escuchas?
Por supuesto que había bebido demasiado; por supuesto, por supuesto, por
supuesto. Pero eso no lo había embotado, lo había liberado. Había dicho todo aquello
que estaba cerrado dentro de él desde hacía meses y meses. ¡El whisky era bueno! ¡El
whisky era maravilloso!
Detuvo la mano de Ashi y la mantuvo sujeta.
—Estoy bien, Ashi —dijo—. Sé de lo que estoy hablando. —A los demás, que
seguían sentados, balanceándose y sonriendo, les dijo—: ¡No podemos simplemente
renunciar y aceptar las cosas, adaptarnos a esta prisión! Ashi, tú acostumbrabas a
dibujar miembros sin pulseras, ¡y eran tan hermosos! Ahora estás pintando color,
¡manchas de color!
Estaban intentado hacer que se sentara, Ashi a un lado y Lila, que parecía ansiosa
y azarada, al otro.
—Tú también, amor —dijo—. Tú también estás aceptando, adaptándote. —Dejó
que lo sentaran, porque permanecer de pie no había sido fácil y sentado estaba mejor,
más cómodo y arrellanado—. Tenemos que pelear, no adaptarnos. Pelear, pelear,
pelear. Tenemos que pelear —dijo al hombre sin barba de ojos grises que estaba
sentado a su lado.
—¡Por Dios, tienes razón! —exclamó el hombre—. ¡Estoy contigo de principio a
fin! ¡Pelear a Uni! ¿Qué debemos hacer? ¿Partir en los botes y llevarnos al ejército
para mayor seguridad? Pero quizá el mar esté vigilado desde satélites y los médicos
nos estén aguardando con nubes de LPK. Tengo una idea mejor, tomemos un avión,
he oído decir que hay uno en la isla que vuela regularmente, y vayamos...
—No te burles de él, Bob —dijo alguien—. Acaba de llegar.
—Eso es evidente —dijo el hombre, y se puso en pie.
—Hay una forma de hacerlo —dijo Chip—. Tiene que haberla. Hay una forma de
hacerlo. —Pensó en el mar y en la isla en medio de él, pero no pudo pensar tan
claramente como deseaba. Lila se sentó donde había estado el hombre y tomó su
mano.
—Tenemos que pelear —le dijo Chip.
—Lo sé, lo sé —murmuró ella, mirándole tristemente.
Ashi se acercó y llevó una taza de algo caliente a sus labios.
—Es café —dijo—. Bébelo.
Estaba muy caliente y era muy fuerte. Chip bebió un sorbo, luego apartó la taza.
—El complejo del cobre —dijo—. En ’91766. El cobre tiene que llegar a la costa.
Tiene que haber barcos y barcazas, podríamos...
—Ya se ha hecho antes —dijo Ashi.
Chip le miró, seguro de que le estaba engañando, que se burlaba de él, como el

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hombre sin barba de los ojos grises.
—Todo lo que estás diciendo —indicó Ashi—, todo lo que estás pensando, «pelea
a Uni», ya se ha dicho, pensado e intentando antes. Una docena de veces. —Volvió a
acercar la taza a los labios de Chip—. Bebe un poco más.
Chip apartó la taza, mirándole fijamente, y negó con la cabeza.
—No es cierto —dijo.
—Lo es, hermano. Vamos, bebe...
—¡No lo es! —gritó.
—Lo es —dijo una mujer al otro lado de la habitación—. Es cierto.
Julia. Era Julia, la prima del general, sentada erguida y sola en su traje negro con
su pequeña cruz dorada.
—Cada cinco o seis años —dijo la mujer—, un grupo de gente como tú, a veces
sólo dos o tres, otras, incluso diez, ha partido para destruir UniComp. Marchan en
botes, en submarinos que han pasado años construyendo, van a bordo de las barcazas
que acabas de mencionar. Llevan consigo armas, explosivos, máscaras antigás,
bombas de gas, artilugios de todas clases, tienen planes que están seguros que
funcionarán. Nunca vuelven. Yo financié los últimos dos grupos, y estoy
manteniendo a las familias de los hombres que iban en ellos, así que hablo con
autoridad. Espero que estés lo bastante sobrio como para comprender y ahorrarte una
angustia inútil. Aceptar y adaptarse es todo lo que podemos hacer. Agradece lo que
tienes: una esposa encantadora, un hijo en camino y una pequeña cantidad de libertad
que esperamos crezca con el tiempo. Puedo añadir que bajo ninguna circunstancia
financiaré otro grupo de esa clase. No soy tan rica como algunas personas creen.
Chip permaneció sentado, mirándola. Ella le miró a su vez con sus pequeños ojos
negros encima del pálido pico de su nariz.
—Nunca ha vuelto nadie, Chip —dijo Ashi.
Chip se volvió hacia él.
—Quizá consiguieron llegar a la costa —dijo Ashi—, tal vez incluso lograron
alcanzar ’001. Hasta es posible que llegaran a entrar en la cúpula. Pero esto es todo lo
lejos que llegaron, porque desaparecieron, todos ellos. Y Uni sigue funcionando.
Chip miró a Julia.
—Que recuerde eran hombres y mujeres exactamente iguales a ti —dijo la mujer.
Chip miró a Lila, que sujetaba su mano. Se la apretó, le devolvió una mirada
compasiva.
Miró a Ashi, que volvía a acercarle la taza de café. La rechazó y negó con la
cabeza.
—No, no quiero café —dijo.
Siguió sentado, inmóvil, con un repentino sudor en su frente, luego se inclinó y
empezó a vomitar.

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Estaba en la cama. Lila se hallaba dormida a su lado. Hassan roncaba detrás de la
cortina. Notaba un sabor amargo en la boca. Recordó haber vomitado. ¡Cristo y Wei!
Y sobre una alfombra... ¡La primera que había visto en medio año!
Recordó lo que le había dicho aquella mujer, Julia, y Karl..., Ashi.
Permaneció inmóvil por un rato, después se levantó, cruzó de puntillas la cortina
y pasó junto a los dormidos Newman hacia el fregadero. Bebió un vaso de agua y,
como no tenía ganas de recorrer todo el camino hasta el final del pasillo, orinó en
silencio en el fregadero y luego lo enjuagó cuidadosamente.
Volvió al lado de Lila y se echó una manta por encima. Se sentía de nuevo un
poco borracho y le dolía la cabeza, pero se tendió de espaldas con los ojos cerrados,
respirando lenta y pausadamente, y al cabo de un rato se sintió mejor.
Mantuvo los ojos cerrados y empezó a pensar.
Al cabo de más o menos media hora sonó el despertador de Hassan. Lila se volvió
en la cama. Chip acarició su cabeza y ella se sentó.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sí, estoy mejor.
Se encendió la luz; y el resplandor les hizo cerrar los ojos. Oyeron a Hassan
gruñir y levantarse, bostezando y pedorreándose.
—Arriba, Ria —dijo—. ¿Gigi? Es hora de levantarse.
Chip permaneció tendido de espaldas con la mano en la mejilla de Lila.
—Lo siento, querida —dijo—. Le llamaré hoy y le pediré disculpas.
Ella sujetó su mano y volvió los labios hacia él.
—No pudiste evitarlo —murmuró—. Él lo entendió.
—Voy a pedirle que me ayude a encontrar un trabajo mejor —dijo Chip.
Lila le miró interrogativamente.
—Ya lo he sacado todo —dijo él—. Como el whisky. Todo fuera. Voy a
convertirme en un industrioso y optimista acerícola. Voy a aceptar y adaptarme.
Algún día tendremos un apartamento mayor que el de Ashi.
—No quiero eso —dijo ella—. Aunque sí me gustaría disponer de dos
habitaciones.
—Las tendremos —dijo él—. En dos años. Dos habitaciones en dos años; es una
promesa.
Ella sonrió.
—Creo que deberíamos pensar en mudarnos a Nuevo Madrid, donde están
nuestros amigos ricos —dijo él—. Ese hombre, Lars, dirige una escuela, ¿lo sabías?
Quizá tú puedas enseñar allí. Y nuestro hijo iría al colegio cuando tuviera la edad.
—¿Qué podría enseñar yo? —dijo ella.
—Algo —respondió él—. No sé. —Bajó la mano y acarició sus pechos—. Cómo
tener unos hermosos pechos, por ejemplo —dijo.

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Ella se echó a reír.
—Será mejor que nos vistamos.
—Saltémonos el desayuno —dijo Chip, y la atrajo hacia sí. Rodó sobre ella, la
abrazó y la besó.
—¿Lila? —llamó Ria desde el otro lado de la cortina—. ¿Cómo fue?
Lila liberó su boca.
—¡Te lo contaré más tarde! —exclamó.

Mientras descendía por el túnel hacia la mina recordó el túnel que llegaba hasta
Uni, el que había construido Papá Jan para que fueran entrados los bancos de
memoria.
Se detuvo en seco.
Abajo, donde estaban los auténticos bancos de memoria. Arriba estaban los
falsos, los juguetes rosas y naranjas a los que se llegaba a través de la cúpula y los
ascensores, y que todos creían que eran el auténtico Uni. Todos, incluso —¡tenía que
ser así!— aquellos hombres y mujeres que habían partido a pelear contra Uni en el
pasado. Pero Uni, el auténtico Uni, estaba en los niveles subterráneos, y podía ser
alcanzado a través del túnel de Papá Jan desde detrás del monte Amor.
Debía estar allí todavía —con su boca cerrada, probablemente, quizá incluso
sellada con un metro de cemento—, pero allí. Porque nadie vuelve a llenar un túnel
en toda su longitud, y en especial no una computadora eficiente. Además había
espacio excavado para más bancos de memoria —eso había dicho Papá Jan—, lo que
significaba que el túnel volvería a ser necesitado algún día.
Estaba allí, detrás del monte Amor.
Un túnel hasta el interior de Uni.
Con los mapas y los cálculos correctos, alguien que supiera qué estaba haciendo
podría probablemente situar su localización exacta, o muy aproximada.
—¡Eh, tú! ¡Sigue avanzando! —exclamó alguien.
Echó a andar de nuevo, rápidamente, pensando en ello, pensando en ello.
Estaba allí. El túnel.

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6
—Si se trata de dinero, la respuesta es no —dijo Julia Constanza, caminando
enérgicamente por entre resonantes telares y mujeres inmigrantes que alzaron la vista
hacia ella—. Si se trata de un trabajo, quizá pueda ayudarte.
Chip caminaba a su lado.
—Ashi ya me ha proporcionado un trabajo.
—Entonces se trata de dinero —dijo ella.
—Primero información —respondió Chip—, luego tal vez dinero. —Abrió una
puerta.
—No —dijo Julia, cruzándola—. ¿Por qué no vas a la A.I.? Para eso está. ¿Qué
información? ¿Sobre qué? —Le miró mientras empezaban a subir por una escalera de
caracol que crujió bajo su peso.
—¿Podemos sentarnos en alguna parte cinco minutos? —preguntó Chip.
—Si me siento —dijo Julia—, la mitad de esta isla va a quedarse desnuda
mañana. Eso quizá a ti no te importe, pero a mí sí. ¿Qué información?
Chip contuvo su resentimiento. Contempló el perfil aguileño de la mujer y dijo:
—Esos dos ataques a Uni que tú...
—No —dijo ella. Se detuvo y se volvió hacia él, con una mano en el poste central
de la escalera—. Si es acerca de eso, no quiero escucharlo. Lo supe en el momento
mismo que entraste, el aire de desaprobación que exhibiste. No. No estoy interesada
en más planes y maquinaciones. Ve a hablar con algún otro. —Siguió subiendo por la
escalera.
Se apresuró tras ella.
—¿Planeaban utilizar algún túnel? —preguntó—. Simplemente dime eso;
¿pensaban llegar a él por un túnel desde detrás del monte Amor?
Ella abrió la puerta al final de la escalera, Chip la sujetó y entró tras ella a una
amplia buhardilla donde se hallaban algunas piezas de maquinaria de repuesto. Varios
pájaros alzaron el vuelo aleteando hacia los agujeros del inclinado techo y salieron
afuera.
—Pensaban entrar con la otra gente —dijo ella, dirigiéndose en línea recta hacia
una puerta que había al fondo—. Con los visitantes. Al menos, ése era el plan. Iban a
bajar en los ascensores.
—¿Y luego?
—No sirve de nada que...
—Simplemente contéstame por favor —insistió él.
Ella se volvió hacia él furiosa, luego miró de nuevo hacia delante.
—Se supone que hay un gran ventanal de observación —dijo—. Pensaban
romperlo y arrojar explosivos dentro.

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—¿Los dos grupos?
—Sí.
—Puede que consiguieran hacerlo —murmuró Chip.
Se detuvo con una mano en la puerta y le miró desconcertada.
—Lo que trataron de explotar no es el auténtico Uni —explicó Chip—. Es una
exposición para los visitantes. Y quizá también sea un falso blanco para los posibles
atacantes. Puede que lo volaran, pero no ocurrió nada... bueno, seguramente fueron
apresados y tratados.
Julia no dejaba de observarle.
—El auténtico Uni está más abajo —dijo él—. Ocupa tres niveles. Estuve ahí
dentro una vez, cuando tenía diez o doce años.
—Cavar un túnel es la cosa más ri...
—El túnel ya existe —dijo él—. No tiene que ser cavado.
Ella cerró la boca, se volvió rápidamente y abrió la puerta. Conducía a otra
buhardilla, brillantemente iluminada, donde había una hilera de prensas inmóviles,
con capas de tela sobre ellas. Había agua en el suelo, y dos hombres estaban
intentando levantar el extremo de una larga tubería que al parecer se había
desprendido de la pared y yacía sobre una cinta transportadora también parada, con
piezas de telas amontonadas. El otro extremo de la tubería aún estaba anclado en la
pared, y los hombres intentaban alzar otra vez la tubería por encima de la cinta para
fijarla de nuevo contra la pared. Otro hombre, un inmigrante, aguardaba arriba de una
escalera para sujetarla.
—Ayúdales —dijo Julia, y empezó a recoger piezas de tela del mojado suelo.
—Si es así cómo pierdo el tiempo, no cambiará nada —dijo Chip—. Eso será
aceptable para ti, pero no para mí.
—¡Ayúdales!—exclamó Julia—. ¡Adelante! ¡Hablaremos más tarde! ¡No vas a
llegar a ninguna parte mostrándote insolente!

Chip ayudó a los hombres a fijar la tubería contra la pared, después salió con Julia
a un descansillo exterior con barandilla a un lado del edificio. Nuevo Madrid se
extendía hasta lo lejos debajo de ellos, brillante a la luz del sol de media mañana. A lo
lejos se veía una franja de mar verdeazulado salpicado con botes de pesca.
—Cada día pasa alguna cosa —murmuró Julia. Buscó algo en el bolsillo de su
delantal gris, sacó un paquete de cigarrillos, ofreció uno a Chip, y los encendieron
con cerillas baratas.
Fumaron.
—El túnel está ahí. Fue usado para entrar los bancos de memoria.
—Puede que alguno de los grupos con que no tuve nada que ver lo supiera —dijo
Julia.
—¿Puedes averiguarlo?

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Ella expelió una bocanada de humo. A la luz del sol parecía más vieja, la piel de
su rostro y cuello estaba cubierta de pequeñas arrugas.
—Sí —dijo—. Supongo que sí. ¿Cómo sabes todo eso?
Se lo contó.
—Estoy seguro de que no ha sido llenado —dijo—. Debe tener unos quince
kilómetros de longitud. Además, tendrá que ser usado de nuevo algún día. Hay
excavado espacio para más bancos, para cuando la Familia crezca.
Julia le miró interrogativamente.
—Creía que las colonias tenían sus propias computadoras —dijo.
—Las tienen —afirmó él, sin comprender. Después entendió qué quería insinuar
Julia. La Familia sólo crecía en las colonias. En la Tierra, con dos hijos por pareja y
sin muchas parejas autorizadas a reproducirse, la Familia se iba haciendo cada vez
más pequeña. Nunca había relacionado aquello con lo que le había dicho Papá Jan
acerca del espacio para más bancos de memoria—. Quizá sean necesarios para más
equipo de telecontrol.
—O quizá —dijo Julia— tu abuelo no era una fuente de información de mucha
confianza.
—Él tuvo la idea del túnel —indicó Chip—. Está ahí, sé que está. Y puede ser
una forma, la única, de llegar hasta Uni. Voy a intentarlo, y necesito tu ayuda, tanta
como puedas proporcionarme.
—Quieres decir que quieres mi dinero —rectificó ella.
—Sí —admitió él—. Y tu ayuda. Para encontrar la gente adecuada con las
habilidades necesarias, conseguir la información y el equipo que necesitaremos,
encontrar a las personas que puedan enseñarnos lo que no sabemos. Quiero planearlo
todo muy lenta y cuidadosamente. Quiero volver.
Los ojos de Julia estaban entrecerrados a causa del humo del cigarrillo.
—Bien, no eres imbécil —dijo—. ¿Qué clase de trabajo ha encontrado Ashi para
ti?
—Lavar platos en el Casino.
—¡Dios de los cielos! —exclamó ella—. Ven aquí mañana a las ocho menos
cuarto.
—El Casino me deja las mañanas libres —dijo Chip.
—¡Ven aquí! —dijo ella—. Tendrás el tiempo que necesites.
—De acuerdo —dijo él con una sonrisa—. Gracias.
Julia se dio la vuelta, miró su cigarrillo, después lo aplastó contra la barandilla.
—No voy a pagar por ello —dijo—. No por todo, al menos. No puedo. No tienes
ni idea de lo caro que va a ser. Los explosivos, por ejemplo: la última vez costaron
más de dos mil dólares, y eso fue hace cinco años. Dios sabe qué valdrán hoy. —
Frunció el entrecejo sin dejar de mirar la colilla de su cigarrillo y la arrojó por encima

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de la barandilla—. Pagaré lo que pueda y te presentaré a gente que costee el resto si
la adulas lo suficiente.
—Gracias —repitió Chip—. No puedo pedir más. Gracias.
—Dios de los cielos, aquí estoy metida de nuevo —suspiró Julia. Se volvió hacia
Chip—. Espera y lo descubrirás: cuanto más viejo te vuelves, más sigues siendo el
mismo. Soy la única niña que acostumbraba salirse siempre con la suya, ése es mi
problema. Vamos, tenemos trabajo que hacer.
Bajaron por las escaleras del descansillo exterior.
—En realidad —dijo Julia—, tengo todo tipo de nobles razones para malgastar mi
tiempo y mi dinero con personas como tú: un ansia cristiana de ayudar a la Familia, el
amor a la justicia, la libertad, la democracia..., pero la verdad del asunto es que soy la
única niña que acostumbraba salirse siempre con la suya. ¡Me enloquece, me
enloquece de una forma absoluta no poder ir a cualquier lugar que me plazca de este
planeta! ¡O fuera de él, si es necesario! ¡No tienes ni idea de lo que odio a esa maldita
computadora!
Chip se echó a reír.
—¡Yo también! —dijo—. Así es exactamente como me siento.
—Es un monstruo salido directamente del infierno —dijo Julia.
Caminaron rodeando el edificio.
—Es un monstruo, sí —dijo Chip. Tiró su cigarrillo—. Al menos, tal como es
ahora. Una de las cosas que quiero intentar averiguar es si, caso de tener alguna
posibilidad, podríamos cambiar su programación en lugar de destruirlo, para que
fuera la Familia la que lo dirigiera a él, y no viceversa, entonces no sería tan malo.
¿Crees realmente en el cielo y el infierno?
—No te metas con la religión —dijo Julia—, o te verás fregando platos en el
Casino. ¿Cuánto te pagan?
—Seis cincuenta a la semana.
—¿De veras?
—Sí.
—Yo te daré lo mismo —dijo Julia—, pero si alguien de por aquí te pregunta, dile
que te pago cinco.

Aguardó hasta que Julia, tras interrogar a un cierto número de gente, averiguó que
no se sabía de grupo de ataque alguno que hubiera conocido la existencia del túnel.
Después, firme en su decisión, contó sus planes a Lila.
—¡No puedes! —exclamó ella—. ¡No después de lo que les ocurrió a toda esa
otra gente!
—Ellos apuntaban a un blanco equivocado —dijo él.
Lila negó con la cabeza, sujetó su barbilla, le miró fijamente.
—Es... No sé qué decir —murmuró—. Pensé que habías... acabado con todo esto.

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Pensé que te habías asentado. —Alzó las manos hacia la habitación que les rodeaba,
su habitación en Nuevo Madrid, con las paredes que ellos mismos habían pintado, la
librería que Chip había hecho, la cama, la nevera, el dibujo de Ashi de un niño
riendo.
—Cariño, puede que sea la única persona de todas las islas que sabe lo del túnel,
lo del auténtico Uni. Tengo que hacer uso de ello. ¿Cómo puedo quedarme sin hacer
nada?
—De acuerdo, úsalo —dijo ella—. Planéalo, ayuda a organizar un grupo...
¡Estupendo! ¡Yo te ayudaré! Pero ¿por qué tienes que ir? Pueden hacerlo otras
personas, gente sin familia.
—Estaré aquí cuando nazca el niño —dijo él—. Va a tomar tiempo prepararlo
todo, pero luego estaré fuera... quizá menos de una semana.
Ella lo miró fijamente.
—¿Cómo puedes decir eso? —murmuró—. ¿Cómo puedes decir que...? ¡Es
posible que no vuelvas! ¡Pueden cogerte y tratarte!
—Aprenderemos a pelear —dijo él—. Llevaremos pistolas y...
—¡Pueden ir otros! —insistió ella.
—¿Cómo puedo pedírselo, si yo no voy?
—Pregúntaselo, eso es todo. Pregúntaselo.
—No —dijo él—. Tengo que ir.
—Quieres ir, eso es —dijo ella—. No tienes que ir; quieres hacerlo.
Chip guardó silencio por un momento.
—De acuerdo, quiero ir —dijo finalmente—. Sí. No puedo pensar en no estar allí
cuando Uni sea derrotado. Quiero arrojar yo mismo el explosivo, o apretar el botón, o
hacer lo que tenga que hacerse finalmente...
—Estás enfermo —dijo ella. Puso la costura sobre su regazo, cogió la aguja y
empezó a coser—. Y lo digo en serio. Estás enfermo en lo que se refiere a Uni. Esa
computadora no nos puso aquí; tuvimos la suerte de llegar. Ashi tiene razón: nos
hubiera matado de la misma forma que mata a la gente a los sesenta y dos años, no
hubiera malgastado botes e islas. Escapamos de él, ya lo has vencido, pero sigues
enfermo porque quieres volver y vencerlo de nuevo.
—Nos puso aquí —dijo Chip— porque los programadores no podían justificar la
muerte de miembros jóvenes.
—Tonterías —dijo Lila—. Justificaron la muerte de miembros viejos, han
justificado la muerte de niños. Escapamos. Y ahora quieres volver.
—¿Qué será de nuestros padres? —dijo él—. Los matarán dentro de pocos años.
¿Y de Copo de Nieve y Gorrión...? ¿Y toda la Familia?
Siguió cosiendo, clavando con furia la aguja en la tela verde, las mangas de su
vestido verde que estaba convirtiendo en una camisita para el bebé.

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—Deberían ir otros —insistió—. Gente sin familia.
Más tarde, en la cama, él dijo:
—Si algo fuera mal, Julia cuidará de ti. Y del bebé.
—Es un gran consuelo —musitó ella—. Gracias. Muchas gracias. Da las gracias a
Julia también.
La cuestión quedó pendiente entre ellos a partir de aquella noche: resentimiento
por parte de ella, y negativa a dejarse convencer por parte de él.

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Cuarta parte
El regreso

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Estaba atareado, más atareado de lo que había estado en toda su vida: planeando,
buscando personas y equipo, viajando, aprendiendo, explicando, suplicando, ideando,
decidiendo. También trabajaba en la fábrica, donde Julia, pese al tiempo libre que le
concedía, se aseguraba de que se ganara los seis con cincuenta a la semana que le
pagaba reparando maquinaria y acelerando la producción. Además, con el embarazo
de Lila cada vez más adelantado, debía asimismo ocuparse de la mayoría de los
trabajos de la casa. Se sentía más agotado de lo que nunca se había sentido, pero
también más despierto; más harto de todo un día, pero más seguro de todo al día
siguiente; más vivo.
El plan, el proyecto, era como una máquina que había que montar, con todas sus
partes halladas o fabricadas, y cada una dependiente en forma y tamaño de todas las
demás.
Antes de que pudiera decidir cuántas personas debían ir, tenía que tener una idea
más clara de su meta última, y para ello necesitaba saber más del funcionamiento de
Uni y de cómo podía ser atacado con mayor efectividad.
Habló con Lars Newman, el amigo de Ashi que dirigía la escuela. Lars lo envió a
un hombre en Andraitx, quien a su vez lo mandó a otro que vivía en Manacor.
—Sabía que esos bancos eran demasiado pequeños para la cantidad de
aislamiento que parecían tener —dijo el hombre de Manacor. Se llamaba Newbrook y
tenía casi setenta años. Había enseñado en una academia tecnológica antes de
abandonar la Familia. En esos momentos cuidaba de su nieta, que todavía era un
bebé; tenía que cambiarle los pañales y se mostraba irritado por ello—. Quédate
quieta, ¿quieres? —le dijo—. Bien, suponiendo que podáis entrar, tenéis que buscar
obviamente la fuente de energía. El reactor o, más probablemente, los reactores.
—Pero pueden ser reemplazados con bastante facilidad, ¿no? —dijo Chip—.
Quiero poner a Uni fuera de servicio por un largo tiempo, el suficiente para que la
Familia despierte y decida qué desea hacer con él.
—¡Maldita sea, estáte quieta! —exclamó Newbrook—. La planta de refrigeración
entonces.
—¿La planta de refrigeración?
—Exacto —dijo Newbrook—. La temperatura interna de los bancos ha de ser
cercana al cero absoluto, elévala unos pocos grados, y las parrillas (¿ves lo que has
hecho?), las parrillas dejarán de ser superconductoras. Borrarás la memoria de Uni.
—Tomó al bebé, que no dejaba de llorar, lo apoyó contra su hombro y le palmeó la
espalda—. Bueno, bueno —dijo.
—¿Permanentemente? —preguntó Chip.
Newbrook asintió, sin dejar de palmear la espalda de la niña.

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—Aunque se restablezca la refrigeración —dijo—, todos los datos deberán ser
introducidos de nuevo. Tomará años.
—Eso es exactamente lo que pretendo —dijo Chip.
La planta de refrigeración.
Y la planta de reserva.
Y la segunda planta de reserva, si es que había una.
Tres plantas de refrigeración que había que inutilizar.
«Dos hombres para cada una —pensó—. Uno para colocar los explosivos y otro
para mantener alejados a los miembros.»
Seis hombres para detener la refrigeración de Uni y luego bloquear las entradas
para impedir la entrada de los miembros que vendrían en ayuda del vacilante cerebro
en licuefacción. ¿Podían seis hombres controlar los ascensores y el túnel? (¿Había
mencionado Papá Jan otros pozos en el otro espacio excavado?) Pero seis era el
mínimo, y el mínimo era lo que deseaba, porque si cualquiera de ellos era atrapado
mientras se dirigían hacia la computadora, se lo diría todo a los médicos, y Uni les
estaría esperando en el túnel. Cuantos menos hombres, menos peligro.
Él y otros cinco.
El joven del pelo amarillo que conducía la patrullera de la A.I. —Vito Newcome,
pero se hacía llamar Dover— no dejó de pintar la barandilla de su bote mientras
escuchaba, luego, cuando Chip habló del túnel y de los auténticos bancos de
memoria, escuchó sin pintar, acuclillado sobre sus talones, con la brocha en la mano,
entrecerró los ojos y miró a Chip, con motas blancas de pintura en su corta barba y en
su pecho.
—¿Estás seguro de ello? —preguntó.
—Completamente —dijo Chip.
—Ya es hora de que alguien le dé un buen porrazo a ese hermano peleador. —
Dover Newcome se contempló el pulgar manchado de blanco y se lo secó con la
pernera de su pantalón.
Chip se acuclilló a su lado.
—¿Quieres participar? —preguntó.
Dover le miró y al cabo de un momento asintió.
—Sí —dijo—. Claro que quiero.
Ashi dijo no, tal como Chip había esperado. Se lo preguntó solamente porque
tenía la impresión de que no hacerlo sería una descortesía.
—Simplemente, creo que no merece la pena el riesgo —dijo Ashi—. Sin
embargo, te ayudaré en todo lo que pueda. Julia ya me ha pedido una contribución y
le he prometido cien dólares. Serán más si los necesitas.
—Estupendo —dijo Chip—. Gracias, Ashi. Puedes ayudar. Puedes ir a la
biblioteca, ¿no? Trata de encontrar algunos mapas de la zona en torno a EUR-cero-

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uno, U o pre-U. Cuanto más grandes, mejor. Mapas con detalles topográficos.
Cuando Julia oyó que Dover Newcome iba a ir en el grupo, puso objeciones.
—Lo necesitamos aquí, en el bote —dijo.
—No lo necesitarás una vez hayamos terminado —dijo Chip.
—Dios de los cielos —murmuró ella—. ¿Cómo te las arreglas para tener tanta
confianza?
—Es muy fácil —dijo Chip—. Tengo una amiga que reza por mí.
Julia le miró fríamente.
—No cojas a nadie más de la A.I. —advirtió—, ni a nadie de la fábrica.
¡Tampoco a nadie con una familia que yo tenga que mantener luego!
—¿Cómo te las arreglas para tener tan poca fe? —dijo Chip.
Chip y Dover hablaron con unos treinta o cuarenta inmigrantes, pero no hallaron
ningún otro que deseara tomar parte en el ataque. Copiaron nombres y direcciones de
los archivos de la A.I., hombres y mujeres entre veinte y cuarenta años que habían
llegado a Libertad en los últimos tiempos. Visitaron a siete u ocho de ellos cada
semana. El hijo de Lars Newman quería formar parte del grupo, pero había nacido en
Libertad y Chip necesitaba gente que hubiera sido educada en la Familia, que
estuviera acostumbrada a los escáners y las aceras, al paso lento y la sonrisa
satisfecha.
Encontró una compañía en Pollensa que estaba dispuesta a fabricar bombas de
dinamita con fulminantes mecánicos rápidos o lentos, siempre que el encargo fuera
hecho por un nativo con un permiso. Encontró otra compañía, en Calviá, que se
comprometió a fabricar seis máscaras antigás, pero que no podía garantizarlas contra
el LPK a menos que le proporcionaran una muestra para analizarla. Lila, que
trabajaba en una clínica para inmigrantes, halló a un médico que conocía la fórmula
del LPK, pero ninguna de las compañías químicas de la isla podía conseguir la
sustancia, porque el litio era una de sus principales constituyentes, y no había litio
disponible desde hacía más de treinta años.
Cada semana Chip publicaba un anuncio de dos líneas en el Inmigrante, en el que
se ofrecía a comprar monos, sandalias y bolsas de viaje. Un día recibió una respuesta
de una mujer de Andraitx, y pasado un tiempo fue allí para examinar dos bolsas de
viaje y un par de sandalias. Las bolsas estaban en muy mal estado y eran anticuadas,
pero las sandalias estaban bien. La mujer y su esposo le preguntaron para qué las
quería. Se llamaban Newbridge, tenían unos treinta y tantos años y vivían en un
pequeño y atestado sótano infestado de ratas. Chip se lo dijo, y pidieron unirse al
grupo..., en realidad insistieron en ello. Su aspecto era perfectamente normal, lo cual
era un punto en su favor, pero había en ellos una febrilidad, una contenida tensión,
que preocupó un poco a Chip.
Fue a verles de nuevo a la semana siguiente, con Dover, y esta vez parecieron

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más relajados y posiblemente elegibles. Se llamaban Jack y Ria. Habían tenido dos
hijos, que fallecieron a los pocos meses de nacer. Jack trabajaba en las cloacas y Ria
en una fábrica de juguetes. Dijeron que estaban sanos, y parecía ser verdad.
Chip decidió aceptarlos —provisionalmente, al menos—, y les contó los detalles
del plan tal como iba tomando forma.
—Deberíamos volar todo el jodido tinglado, no sólo las plantas de refrigeración
—dijo Jack.
—Una cosa ha de quedar muy clara —dijo Chip—. Yo voy a estar al mando. Si
no estáis dispuestos a hacer exactamente lo que yo diga en cada paso de la operación,
será mejor que lo olvidéis todo.
—No, tienes toda la razón —dijo Jack—. Tiene que haber un hombre al mando en
una operación como ésta, es la única manera de que funcione.
—Pero podemos ofrecer sugerencias, ¿verdad? —dijo Ria.
—Cuantas más mejor —dijo Chip—. Pero las decisiones seguirán siendo mías, y
tenéis que estar dispuestos a aceptarlas.
—Lo estoy —dijo Jack.
—Yo también —confirmó Ria.
Localizar la entrada del túnel resultó mucho más difícil de lo que Chip había
anticipado. Consiguió tres mapas a gran escala de Eur central y uno topográfico pre-
U, muy detallado, de Suiza, al que trasladó cuidadosamente el emplazamiento de Uni,
pero todo el mundo al que consultó —antiguos ingenieros y geólogos, ingenieros de
minas nativos— dijeron que se necesitaban más datos antes de poder proyectar el
recorrido del túnel con alguna esperanza de exactitud. Ashi empezó a interesarse en
el problema, y pasaba ocasionalmente horas en la biblioteca copiando explicaciones
sobre Ginebra y las montañas del Jura de viejas enciclopedias y obras de geología.
Durante dos noches consecutivas de clara luz lunar, Chip y Dover salieron en el
bote de la A.I. a un punto al oeste de EUR91766 y observaron las barcazas del cobre.
Descubrieron que pasaban a intervalos exactos de cuatro horas y veinticinco minutos.
Cada una de sus formas planas y oscuras avanzaba firmemente hacia el noroeste a
una velocidad de treinta kilómetros por hora, y su estela creaba olas que alzaban el
bote y lo dejaban caer, una y otra vez. Tres horas más tarde pasaba una barcaza en
dirección opuesta, con la línea de flotación baja, vacía.
Dover calculó que las barcazas que se encaminaban a Eur, si mantenían su
velocidad y dirección, alcanzarían EUR91772 en poco más de seis horas.
La segunda noche acercó el bote hasta el costado de una barcaza e igualó
velocidades, mientras Chip saltaba a bordo. Chip viajó en la barcaza durante varios
minutos, cómodamente sentado sobre su plana y compactada carga de lingotes de
cobre estibados sobre armazones de madera, y luego volvió al bote.
Lila encontró a otro hombre para el grupo, un enfermero de la clínica llamado

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Lars Newstone que se hacía llamar Zumbido. Tenía treinta y seis años, la edad de
Chip, y era más alto de lo normal. Un hombre tranquilo y de aspecto capaz. Llevaba
nueve años en la isla y tres trabajando en la clínica, donde había adquirido ciertos
conocimientos médicos. Estaba casado, pero vivía separado de su mujer. Deseaba
unirse al grupo, porque, según dijo, siempre había tenido la sensación de que
«alguien debería hacer algo, o al menos intentarlo.» Era una equivocación dejar que
Uni retuviera el mundo sin intentar recuperarlo.
—Estupendo, es precisamente el hombre que necesitamos —dijo Chip a Lila,
después de que Zumbido abandonara su habitación—. Me gustaría tener más como él
en vez de los Newbridge. Gracias.
Lila no dijo nada. Estaba de pie ante el fregadero lavando las tazas. Chip fue
hacia ella, apoyó las manos en sus hombros y besó su pelo. Ella estaba en su séptimo
mes de embarazo, se sentía gorda e incómoda.
A finales de marzo, Julia dio una cena en la que Chip, que llevaba ya meses
trabajando en el plan, fue presentado a los invitados... nativos con dinero con que se
podía contar, según había dicho Julia, para que hicieran una contribución de al menos
quinientos dólares. Les entregó copias de una lista que había preparado con todos los
costes de la operación, y un mapa de Suiza con el túnel dibujado en su situación
aproximada.
No fueron tan receptivos como había esperado.
—¿Tres mil seiscientos para explosivos? —preguntó uno.
—Exacto, señor —dijo Chip—. Si alguno de ustedes sabe dónde podemos
conseguirlos más baratos, me alegrará saberlo.
—¿Qué es este «refuerzo de las bolsas»?
—Las bolsas de viaje que llevaremos no están hechas para cargas pesadas.
Debemos desmontarlas y hacerlas de nuevo con un refuerzo metálico.
—Vosotros, amigos, no podéis comprar pistolas ni bombas, ¿no es así?
—Yo me encargaré de las compras —dijo Julia—, y todo será de mi propiedad
hasta que el grupo abandone la isla. Tengo los permisos.
—¿Cuándo pensáis marcharos?
—Todavía no lo sé —dijo Chip—. Las máscaras antigás aún tardarán tres meses
en estar listas. Además todavía nos falta encontrar un hombre y entrenarlo. Espero
que para julio o agosto.
—¿Estás seguro de que ese túnel está realmente donde lo has marcado?
—No. Todavía seguimos trabajando en eso. De momento es sólo una
aproximación.
Cinco de los invitados se disculparon, siete entregaron cheques que en total
sumaban dos mil seiscientos dólares, menos de una cuarta parte de los once mil que
necesitaban.

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—Jodidos bastardos —dijo Julia.
—Es un principio, al menos —dijo Chip—. Podemos empezar a encargar cosas.
Y contratar al capitán Gold.
—Lo repetiremos dentro de unas semanas —dijo Julia—. ¿Por qué estuviste tan
nervioso? ¡Tienes que hablar con más convicción!
Nació el bebé, un niño, y lo llamaron Jan. Tenía los dos ojos castaños.
Los domingos y las tardes de los miércoles, en una buhardilla desocupada de la
fábrica de Julia, Chip, Dover, Zumbido, Jack y Ria estudiaban las distintas formas de
pelear. Su profesor era un oficial del ejército, el capitán Gold, un hombre bajo y
sonriente a quien a todas luces desagradaban y que parecía disfrutar en hacer que se
golpearan entre sí y se arrojaran unos a otros a la delgada colchoneta extendida en el
suelo.
—¡Pegad! ¡Pegad! ¡Pegad! —no dejaba de repetir, balanceándose delante de ellos
en camiseta y pantalones del ejército—. ¡Pegad! ¡Así! ¡Esto es pegar, no eso! ¡Esto es
derribar a alguien! ¡Dios santísimo, vosotros los acerícolas sois imposibles! ¡Vamos,
Ojo Verde, pégale!
Chip lanzó su puño contra Jack, que voló por los aires y cayó de espaldas sobre la
colchoneta.
—¡Muy bien! —dijo el capitán Gold—. ¡Eso pareció ya un poco humano!
¡Levántate, Ojo Verde, aún no estás muerto! ¿Qué te dije acerca de agacharte?
Jack y Ria aprendían más rápido, pero Zumbido era más lento en el arte de pelear.
Julia dio otra cena, en la que Chip habló más enérgicamente. Consiguieron tres
mil doscientos dólares.
El bebé se puso enfermo —tuvo fiebre y una infección estomacal—, pero mejoró
y pronto volvió a estar contento y feliz chupando vorazmente los pechos de Lila, que
se mostraba más comprensiva que antes, estaba complacida con el bebé y más
interesada en lo que Chip le contaba acerca de la recogida de dinero y el desarrollo
gradual del plan.
Chip encontró a un sexto hombre, un obrero de una granja cerca de Santanyí que
había venido de Afr un poco antes que Chip y Lila. Era de mayor edad de lo que a
Chip le hubiera gustado, cuarenta y tres años, pero era fuerte y de movimientos
rápidos, además estaba convencido de que Uni podía ser derrotado. Había trabajado
en cromatomicrografía en la Familia, y se llamaba Morgan Newmark, aunque seguía
haciéndose llamar por su nombre de la Familia, Karl.
—Creo que ahora sería capaz de encontrar ese maldito túnel por mí mismo —dijo
un día Ashi a Chip, tendiéndole veinte páginas de notas que había copiado de libros
de la biblioteca. Chip las llevó, junto con los mapas, a cada una de las personas a las
que había consultado antes, y tres de ellas estuvieron dispuestas ahora a aventurar una
proyección del trazado más probable del túnel. De ello resultaron, como era de

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esperar, tres localizaciones distintas de su entrada. Dos de ellas se hallaban a menos
de un kilómetro una de otra, y la tercera a seis kilómetros.
—Esto será suficiente, si no podemos conseguir nada mejor —dijo Chip a Dover.
La compañía que fabricaba las máscaras antigás quebró —sin devolver el
adelanto de ochocientos dólares que había dado Chip—, y tuvieron que buscar otro
fabricante.
Chip habló de nuevo con Newbrook, el antiguo profesor de la academia
tecnológica, acerca del tipo de plantas de refrigeración que podía tener Uni. Julia dio
otra cena, y Ashi una fiesta; fueron reunidos otros tres mil dólares. Zumbido tuvo una
pelea con una pandilla de nativos y, aunque les sorprendió peleando con eficiencia,
resultó con dos costillas rotas y un tobillo fracturado. Todos empezaron a buscar otro
miembro que sustituyera a Zumbido en el caso de que éste no pudiera ir.
Una noche Lila despertó a Chip.
—¿Qué ocurre? —preguntó éste.
—¿Chip? —dijo ella.
—¿Sí? —Podía oír la acompasada respiración de Jan, dormido en su cuna.
—Si tienes razón —dijo ella—, y esta isla es una prisión en la que nos ha metido
Uni... —¿Sí?
—Y los ataques que se han intentado antes...
—¿Sí? —insistió él.
Ella guardó silencio —podía verla tendida de espaldas en la cama, con los ojos
muy abiertos.
—¿No puede Uni haber puesto a otras personas aquí, miembros «sanos», para
avisarle de otros posibles ataques?
Él la miró fijamente y no dijo nada.
—¿Quizá incluso para... tomar parte en ellos? —añadió ella—. ¿Y conseguir que
todo el mundo fuera «ayudado» en Eur?
—No —dijo él, y negó con la cabeza—. Es... No. Tendrían que recibir
tratamientos, ¿verdad? Para seguir «sanos».
—Sí —dijo ella.
—¿Crees que puede haber algún medicentro secreto en alguna parte? —preguntó
él sonriendo.
—No —admitió ella.
—No —dijo él—. Estoy seguro de que no hay ningún... «espía» aquí. Antes de
que Uni llegara a eso, simplemente hubiera matado a los incurables de la forma que
tú y Ashi dijisteis que podía haber hecho.
—¿Cómo lo sabes? —insistió ella.
—Lila, no hay espías —dijo él—. No haces más que buscar cosas para
preocuparte. Duérmete. Jan va a despertarse de un momento a otro. Vamos, duérmete.

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La besó, y ella se dio la vuelta. Al cabo de un momento pareció haberse dormido.
Chip siguió despierto.
No era posible. Necesitarían tratamientos...
¿A cuánta gente le había contado el plan, lo del túnel, los auténticos bancos de
memoria? Era imposible contarla. ¡Cientos de personas! Y cada una de ellas podía
habérselo dicho a otras...
Incluso había puesto un anuncio en el Inmigrante: «Se compran bolsas de viaje,
monos, sandalias...»
¿Alguien del grupo? No. ¿Dover? Imposible. ¿Zumbido? No, nunca. ¿Jack o Ria?
No... ¿Karl? Todavía no conocía lo suficiente a Karl: era un hombre agradable,
hablaba mucho, bebía un poco más de la cuenta, pero no lo bastante como para
preocuparse por ello... No, Karl no podía ser más de lo que parecía, trabajando en una
granja en medio de la nada...
¿Julia? Estaba fuera de toda consideración. ¡Cristo y Wei! ¡Dios de los cielos!
Lila se estaba preocupando demasiado, eso era todo.
No podía haber espías, nadie que estuviera secretamente del lado de Uni, porque
necesitarían tratamientos para seguir así.
Iba a seguir adelante, pasara lo que pasara.
Se durmió.
Llegaron las bombas: fardos de delgados cilindros marrones envolviendo uno
central, negro. Fueron guardadas en un almacén detrás de la fábrica. Cada una de
ellas tenía una pequeña manija de metal, azul o amarilla, sujeta a un lado. Las
manecillas azules eran fulminantes de treinta segundos; las amarillas de cuatro
minutos.
Una noche probaron una en una cantera de mármol. La metieron en la grieta de
un risco y tiraron de la manija de su fulminante, azul, con cincuenta metros de cable,
desde detrás de un montón de bloques cortados. La explosión que se produjo fue
estruendosa. Cuando fueron a comprobar los resultados, hallaron en el risco un
agujero del tamaño de una puerta, lleno de cascotes, vomitando polvo.
Fueron de excursión en bicicleta por las montañas, todos excepto Zumbido,
cargados con bolsas de viaje llenas de piedras. El capitán Gold les mostró cómo
cargar una pistola de balas y enfocar un rayo L; cómo sacar el arma de su funda,
apuntar y disparar... a planchas apoyadas contra la pared del fondo de la fábrica.
—¿Vas a dar otra cena? —preguntó Chip a Julia.
—Dentro de una o dos semanas —dijo ella.
Pero no lo hizo. No volvió a mencionar el dinero, y él tampoco.
Pasó algún tiempo con Karl, y quedó satisfactoriamente convencido de que no era
un «espía».
La pierna de Zumbido curó casi completamente, e insistió en que podía ir.

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Llegaron las máscaras antigás, las pistolas que faltaban, herramientas, zapatos,
navajas, hojas de plástico, bolsas de viaje rehechas, relojes, rollos de cable grueso, la
balsa hinchable, palas, brújulas y los binoculares.
—Pégame —dijo el capitán Gold, y Chip le pegó y le partió el labio.
Les ocupó hasta noviembre tener todo preparado, casi un año. Entonces Chip
decidió aguardar e ir por Navidad para moverse por ’001 durante la fiesta, cuando los
caminos de bicicletas, las aceras, autopuertos y aeropuertos estarían más llenos;
cuando los miembros se moverían algo menos lentamente de lo normal e incluso
algún que otro «sano» podía olvidar la placa de un escáner.
El domingo antes de la partida llevaron todo lo almacenado a la buhardilla y
llenaron las bolsas de viaje y las otras bolsas de viaje que sacarían cuando llegaran a
tierra. Julia estaba allí y también el hijo de Lars Newman, John, que traería de vuelta
el bote de la A.I., y la amiga de Dover, Nella, de veintidós años y tan rubia como él,
excitada por todo lo que pasaba. Ashi se asomó y también el capitán Gold.
—Estáis locos, estáis locos —dijo el capitán Gold.
—Lárgate, zopenco —le dijo Zumbido.
Cuando estuvo todo listo, cuando todas las bolsas de viaje estuvieron envueltas en
plástico y fuertemente atadas, Chip pidió a los que no pertenecían al grupo que
salieran. Reunió al grupo en un círculo sobre las almohadillas.
—He estado pensando mucho en lo que puede ocurrir si uno de nosotros es
atrapado —dijo—, y quiero que sepáis qué he decidido. Si alguno de nosotros,
aunque sólo sea uno, es atrapado..., los demás daremos media vuelta y regresaremos a
Mallorca.
Le miraron fijamente.
—¿Después de todo el trabajo? —preguntó Zumbido.
—Sí —dijo Chip—. Si uno de nosotros es tratado y le dice a un médico que
vamos a entrar por el túnel, no tendremos ninguna oportunidad. Así que en ese caso
es mejor que regresemos, rápida y discretamente, y encontremos uno de los botes. De
hecho, quiero intentar localizar uno cuando desembarquemos, antes de emprender el
viaje al interior.
—¡Cristo y Wei! —dijo Jack—. Estaría de acuerdo si tres o cuatro de nosotros
fueran atrapados, pero, ¿uno?
—Ésa es la decisión —dijo Chip—. Y es la correcta.
—¿Y si el atrapado eres tú? —quiso saber Ria.
—Entonces Zumbido tomará el mando —dijo Chip—, y todo dependerá de él.
Pero mientras tanto, así es cómo lo haremos: si alguien es atrapado, todos los demás
regresaremos.
—Entonces mejor que no cojan a nadie —dijo Karl.
—Exacto —respondió Chip. Se puso en pie—. Eso es todo —dijo—. Dormid

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todo lo que podáis. El miércoles a las siete.
—El wooderles —corrigió Dover.
—El wooderles, el wooderles, el wooderles —admitió Chip—. El wooderles a las
siete.

Besó a Lila como si fuera a ver a alguien y pensara estar de vuelta dentro de
pocas horas.
—Adiós, amor —dijo.
Ella lo abrazó fuertemente y apoyó su mejilla contra la de él, pero no dijo nada.
La besó de nuevo, apartó los brazos que le rodeaban y se dirigió a la cuna. Jan
estaba ocupado intentando atrapar una caja de cigarrillos vacía colgada de un hilo.
Chip le dio un beso en la mejilla y le dijo adiós.
Lila se acercó y él la besó. Se abrazaron y besaron. Luego Chip salió sin mirar
hacia atrás.
Ashi aguardaba abajo en las escaleras, en su motocicleta. Condujo a Chip hasta el
muelle de Pollensa.
Estaban todos en las oficinas de la A.I. a las siete menos cuarto, y mientras se
cortaban el pelo unos a otros llegó el camión. John Newman, Ashi y un hombre de la
fábrica cargaron las bolsas de viaje y la balsa hinchable en el bote, y Julia
desenvolvió bocadillos y café. Los hombres cortaron primero sus barbas y luego se
afeitaron cuidadosamente las caras.
Se pusieron pulseras y las cerraron con eslabones que parecían auténticos. La
pulsera de Chip decía Jesús AY31G6912.
Le dijo adiós a Ashi y besó a Julia.
—Haz tu bolsa de viaje y prepárate para ver el mundo —dijo.
—Ve con cuidado —respondió ella—. E intenta rezar.
Subió al bote, se sentó en cubierta frente a las bolsas con John Newman y los
otros, Zumbido, Karl, Jack y Ria. Se sentían extraños y de nuevo con el aspecto de
pertenecer a la Familia, con su pelo recortado y sus rostros sin barba, todos parecidos.
Dover puso en marcha el bote y lo orientó hacia la salida del puerto, luego se
dirigió hacia el débil resplandor naranja que irradiaba de ’91766.

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2
Se deslizaron de la barcaza a la pálida luz que precede al amanecer y empujaron
la balsa cargada con las bolsas de viaje para mantenerse apartados de ella. Tres
empujaban y tres nadaban a un lado, observando la negra orilla de altos riscos.
Avanzaron lentamente, a unos cincuenta metros mar adentro. Cada diez minutos más
o menos, cambiaban de lugares; los que habían estado nadando empujaban, los que
habían estado empujando nadaban.
Cuando estuvieron más abajo de ’91772, giraron y empujaron la balsa hacia la
orilla. Desembarcaron en una pequeña ensenada arenosa de impresionantes paredes
rocosas y descargaron las bolsas de viaje y las desenvolvieron. Abrieron las bolsas
secundarias y se pusieron los monos, en cuyos bolsillos guardaron pistolas, relojes,
brújulas, mapas. Luego cavaron un agujero y metieron dentro las dos bolsas vacías y
los envoltorios de plástico, la balsa deshinchada, sus ropas de Libertad y la pala que
habían usado para cavar. Llenaron el agujero y lo pisotearon hasta dejarlo nivelado,
después con las bolsas colgadas al hombro y las sandalias en la mano empezaron a
andar uno detrás de otro por la estrecha franja de playa. El cielo se fue iluminando y
sus sombras aparecieron delante de ellos, deslizándose sobre la base rocosa del risco.
En la parte de atrás de la fila, Karl empezó a silbar la melodía de Una poderosa
Familia. Los otros sonrieron y Chip, delante, se le unió. Algunos de los otros lo
hicieron también.
Pronto llegaron a un bote, un viejo bote azul volcado de costado, que aguardaba a
otros incurables que se creerían enormemente afortunados. Chip se volvió hacia sus
compañeros y mientras andaba de espaldas dijo:
—Aquí lo tenemos, si lo necesitamos.
—No lo necesitaremos —dijo Dover. Y Jack, después de que Chip se hubiera
vuelto de nuevo, al pasar al lado de la barca, recogió una piedra del suelo, se volvió,
la lanzó contra el bote y falló.
Cambiaron sus bolsas de viaje de hombro mientras caminaban. En poco menos de
una hora llegaron a un escáner colocado de espaldas a ellos.
—De nuevo en casa —dijo Dover.
Ria gruñó.
—Hola, Uni, ¿cómo estás? —dijo Zumbido, y palmeó el escáner al pasar por su
lado. Caminaba sin cojear. Chip lo había estado observando varias veces.
La franja de playa empezó a hacerse más ancha. Llegaron a una cesta para la
basura y luego a otras, después vieron las plataformas de los salvavidas, los altavoces
y el reloj: «6.45 jue 25 dic 171 A.U.», y una escalera que zigzagueaba risco arriba,
con adornos rojos y verdes enrollados a los postes de la barandilla.
Dejaron sus bolsas de viaje en el suelo y sus sandalias. Se quitaron los monos y

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los extendieron sobre la arena. Se acostaron encima de ellos y descansaron bajo el
creciente calor del sol. Chip mencionó las cosas que creía que debían decir cuando
hablaran con la Familia. Después hablaron de esto y de aquello, y de hasta qué punto
la inutilización de Uni bloquearía la televisión, y cuánto tiempo se necesitaría para
restablecerla.
Karl y Dover se durmieron.
Chip permaneció tendido con los ojos cerrados y pensó en algunos de los
problemas a los que debería enfrentarse la Familia cuando despertara, y en las
distintas formas de ocuparse de ellos.
—Cristo, que nos enseñó —empezó a decir uno de los altavoces a las ocho en
punto. Dos salvavidas con sus gorros rojos y gafas de sol aparecieron bajando las
escaleras en zigzag. Uno de ellos se dirigió a una plataforma cerca del grupo.
—Feliz Navidad —dijo.
—Feliz Navidad —respondieron todos.
—Podéis ir a nadar si queréis —indicó el hombre mientras subía a la plataforma.
Chip, Jack y Dover se pusieron en pie y fueron al agua. Nadaron durante un rato,
observando a los miembros que bajaban por las escaleras. Luego salieron y volvieron
a acostarse.
A las 8.22 había treinta y cinco o cuarenta miembros en la playa. Se levantaron,
empezaron a ponerse los monos y a colgarse al hombro sus bolsas de viaje.
Chip y Dover fueron los primeros en subir por las escaleras. Sonrieron y dijeron
«Feliz Navidad» a los miembros que bajaban, y no tuvieron ninguna dificultad en
hacer ver que tocaban el escáner en la parte de arriba. Los únicos miembros cercanos
estaban en la cantina vueltos de espaldas.
Aguardaron junto a una fuente. Primero aparecieron Jack y Ria, luego Zumbido y
Karl.
Fueron al aparcamiento de las bicicletas donde había como unas veinte o
veinticinco, apretadamente alineadas en sus soportes. Tomaron las últimas seis,
pusieron sus bolsas de viaje en los cestos, montaron y pedalearon hasta la entrada del
camino de bicicletas. Esperaron allí sonriendo y hablando hasta que dejaron de pasar
los ciclistas y los coches, luego pasaron el escáner en un grupo compacto, tocando
sus pulseras a un lado de la placa por si acaso alguien podía verles desde una cierta
distancia.
Se dirigieron a EUR91770, solos o en grupos de dos, ampliamente espaciados en
el camino. Chip iba primero con Dover tras él. Observaba atentamente a los ciclistas
que se aproximaban y los ocasionales coches que pasaban velozmente. «Vamos a
conseguirlo —pensó—. Vamos a conseguirlo.»

Llegaron separadamente al aeropuerto y se reunieron cerca del cartel de los


horarios de vuelos. Los miembros se apretujaban alrededor. La sala de espera pintada

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de rojo y verde estaba repleta y tan llena de voces que la música navideña sólo podía
oírse intermitentemente. Más allá de los cristales los grandes aviones giraban y se
movían poderosamente, recogían a los miembros de tres escaleras mecánicas a la vez,
dejaban salir largas colas de miembros que iban de un lado para otro de las pistas.
Eran las 9.35. El siguiente vuelo a EUR00001 era a las 11.48.
—No me gusta la idea de permanecer aquí demasiado tiempo —dijo Chip—. La
barcaza o bien tuvo que usar más energía o llegó más tarde de lo habitual, y si la
diferencia es llamativa, Uni puede imaginar lo que la causó.
—Salgamos ahora —dijo Ria— y acerquémonos todo lo posible a ’001, luego
seguiremos en bicicleta.
—Llegaremos mucho antes si esperamos —dijo Karl—. No es un lugar tan malo
para ocultarnos.
—No —dijo Chip, y miró de nuevo el horario de vuelos—. Marchémonos... en el
de las 10.06 a ’00020. Es el lugar más próximo, está a sólo cincuenta kilómetros de
’001. Vamos, por la puerta de aquel lado.
Se abrieron camino entre la multitud hasta la puerta basculante a un lado de la
habitación y se agruparon en torno al escáner. La puerta se abrió y un miembro
vestido de naranja salió por ella. Se disculpó, tendió la mano entre Chip y Dover y
tocó el escáner, «sí», brilló, y siguió su camino.
Chip sacó su reloj del bolsillo y lo comprobó con el gran reloj de la sala de
espera.
—Es en la pista seis —dijo—. Si hay más de una escalera mecánica, situaros en la
cola de la parte de atrás del avión y aseguraros de que estáis cerca del final de la cola
con al menos seis miembros detrás. ¿Dover? —Cogió a Dover por el codo y cruzaron
la puerta hacia el área de almacenamiento. Un miembro con un mono naranja les dijo:
—Se supone que no debéis estar aquí.
—Uni dijo que sí —indicó Chip—. Somos de diseño de aeropuertos.
—Trescientos treinta y siete A —dijo Dover.
—Esta ala será ampliada el año próximo —añadió Chip.
—Ahora veo qué querías decir respecto al techo —dijo Dover, y alzó la vista.
—Sí —contestó Chip—. Podemos subirlo fácilmente otro metro.
—Metro y medio —corrigió Dover.
—A menos que nos encontremos con problemas con las conducciones —señaló
Chip.
El miembro los dejó y salió por la puerta.
—Sí, todas las conducciones —dijo Dover—. Un buen problema.
—Déjame mostrarte dónde conducen —indicó Chip—. Es interesante.
—Por supuesto que lo es —dijo Dover.
Entraron en la zona donde un grupo de miembros con monos naranjas preparaban

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las galletas totales y los contenedores de bebida, trabajando más rápidamente que de
costumbre.
—¿Trescientos treinta y siete A? —preguntó Chip.
—¿Por qué no? —dijo Dover, y señaló hacia el techo mientras se apartaban para
dejar pasar a un miembro que empujaba una carretilla—. ¿Ves por dónde pasan las
conducciones? —indicó.
—Vamos a tener que cambiar toda la estructura —dijo Chip—. Aquí dentro
también.
Hicieron ver que tocaban y entraron en la habitación donde estaban colgados los
monos. No había nadie en ella. Chip cerró la puerta y señaló el armario donde se
guardaban los monos naranjas.
Se pusieron monos naranjas sobre los suyos amarillos, y cubrepiés sobre sus
sandalias. Practicaron aberturas dentro de los bolsillos de los monos naranjas para
poder llegar a los bolsillos interiores.
Apareció un miembro vestido de blanco.
—Hola —dijo—. Feliz Navidad.
—Feliz Navidad —respondieron.
—He sido enviado de ’765 para ayudar —dijo el miembro. Tendría unos treinta
años.
—Estupendo, nos serás muy útil —dijo Chip.
El miembro empezó a quitarse el mono y miró a Dover que estaba acabando de
cerrar el suyo.
—¿Por qué conserváis los otros debajo? —preguntó.
—Es más cálido así —dijo Chip, y avanzó hacia él.
El miembro se volvió hacia Chip, desconcertado.
—¿Cálido? —dijo—. ¿Para qué quieres estar más caliente?
—Lo siento, hermano —dijo Chip, y le golpeó fuertemente en el estómago. El
miembro se dobló hacia adelante con un gruñido, entonces Chip le dio un puñetazo
en la barbilla. El miembro se enderezó y cayó hacia atrás. Dover lo sujetó por debajo
de los brazos y lo dejó cuidadosamente en el suelo. Quedó acostado con los ojos
cerrados como si durmiera.
—Cristo y Wei, funciona —dijo Chip, sin conseguir apartar los ojos de él.
Desgarraron un mono y ataron las muñecas y los tobillos del miembro con los
trozos de tela, después anudaron una manga entre sus dientes. Lo levantaron y lo
metieron en el armario donde se guardaba la pulidora de suelos.
Las 9.51 del reloj se convirtieron en las 9.52.
Envolvieron sus bolsas de viaje en monos naranjas, salieron de la habitación y
pasaron junto a los miembros que trabajaban con las galletas y los contenedores de
bebida. En el área de almacenamiento encontraron una caja de toallas medio vacía y

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pusieron en ella las bolsas envueltas. Cargaron la caja entre los dos y salieron por la
puerta que daba al campo.
Había un avión en la pista seis, uno grande, del que salían miembros por dos
escaleras mecánicas. Otros miembros vestidos de naranja aguardaban al pie de cada
escalera con una carretilla llena de contenedores.
Se alejaron del avión, yendo hacia la izquierda, cruzaron diagonalmente el campo
con la caja entre ellos, eludiendo un camión de mantenimiento que avanzaba
lentamente y acercándose a los hangares que se extendían en un ala de techo plano
hacia las pistas de despegue.
Entraron en un hangar donde había un avión más pequeño bajo el cual se hallaban
varios miembros vestidos con monos naranjas bajando una trampilla negra y
cuadrada. Chip y Dover transportaron la caja hasta la parte del fondo del hangar
donde había una puerta en la pared lateral. Dover la abrió, miró dentro y asintió con
la cabeza a Chip.
Entraron y cerraron la puerta. Estaban en un almacén de repuestos: herramientas
colgadas de la pared, hileras de cajas de madera, negros barriles metálicos
etiquetados «Aceite lubricante SB».
—No podía ser mejor —dijo Chip mientras dejaban la caja en el suelo.
Dover se dirigió a la puerta y se situó en el lado de las bisagras. Sacó la pistola y
la sujetó por el cañón.
Chip se agachó, desenvolvió la bolsa de viaje, la abrió y sacó una bomba, una con
la manija amarilla de cuatro minutos.
Separó dos de los barriles de aceite y puso la bomba en el suelo entre ellos con la
manija hacia arriba. Sacó su reloj y lo miró.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Dover.
—Tres minutos —respondió.
Volvió junto a la caja y, sujetando aún el reloj, cerró la bolsa, la envolvió de
nuevo y tapó la caja.
—¿Hay algo aquí que podamos utilizar? —preguntó Dover señalando con la
cabeza hacia las hileras de herramientas colgadas.
Chip se dirigió hacia ellas, pero en aquel momento la puerta de la habitación se
abrió y un miembro con un mono naranja entró.
—Hola —dijo Chip. Tomó una herramienta de la pared y se metió el reloj en el
bolsillo.
—Hola —respondió el miembro, una mujer. Se dirigió al otro lado de la pared.
Miró de reojo a Chip—. ¿Quién eres? —preguntó.
—Li RP —dijo Chip—. Fui enviado de ’765 para ayudar. —Tomó otra
herramienta de la pared, un calibrador.
—No es tan malo como el Aniversario de Wei —comentó la mujer.

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Otro miembro apareció por la puerta.
—Ya lo tenemos, Paz —dijo—. Lo tenía Li.
—Se lo pregunté y me dijo que no —observó la mujer.
—Bien, pues lo tenía —dijo el otro miembro.
El primer miembro fue tras él.
—Fue al primero a quien se lo pregunté —indicó.
Chip contempló la puerta cerrarse lentamente tras ellos. Dover le miró y fue a
empujar la puerta para que se cerrara más rápido. Chip devolvió la mirada a Dover,
luego contempló sus propias manos, que temblaban. Soltó las herramientas, dejó
escapar el aliento y mostró la mano a Dover, que sonrió y dijo:
—Muy impropio de un miembro.
Chip contuvo de nuevo el aliento y sacó el reloj de su bolsillo.
—Menos de un minuto —dijo. Fue a los barriles y se agachó. Desprendió la cinta
de la manija de la bomba.
Dover puso la pistola de nuevo en su bolsillo —la metió en el interior— y
aguardó con la mano sobre el pomo.
Chip, mirando fijamente el reloj y sujetando la manija del fulminante, dijo:
—Diez segundos. —Aguardó, aguardó, aguardó..., luego tiró de la manija y se
puso en pie mientras Dover abría la puerta. Tomaron la caja, la sacaron y cerraron la
puerta a sus espaldas.
Cruzaron el hangar con la caja.
—Tranquilo, tranquilo —siseó Chip. Luego salieron al campo en dirección al
avión en la pista seis. Los miembros hacían cola ante las escaleras mecánicas y
estaban subiendo.
—¿Qué es eso? —les preguntó un miembro con mono naranja y una tablilla en
las manos situándose a su lado y acompasando su paso al de ellos.
—Nos han dicho que lo lleváramos allá —señaló Chip.
—¿Karl? —dijo otro miembro al otro lado del que llevaba la tablilla. Éste se
detuvo y se volvió hacia su compañero.
—¿Sí? —preguntó. Chip y Dover siguieron andando.
Llevaron la caja a la escalera trasera del avión y la dejaron en el suelo. Chip se
situó en el lado opuesto al escáner y contempló los controles de la escalera. Dover se
deslizó por entre la cola y se detuvo detrás del escáner. Los miembros pasaban entre
ellos, tocaban con sus brazaletes la placa, el escáner brillaba verde y subían.
Un miembro con mono naranja se acercó a Chip.
—Yo estoy a cargo de esta escalera —dijo.
—Karl acaba de decirme que me ocupara yo de ella —señaló Chip—. Fui
enviado de ’765 para ayudar.
—¿Qué ocurre? —preguntó el miembro con la tablilla acercándose de nuevo—.

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¿Por qué hay tres aquí?
—Creí que yo estaba a cargo de esta escalera —dijo el otro miembro. En aquel
momento el aire se estremeció y un fuerte rugido resonó en los hangares.
Una columna negra, enorme y creciente, se elevó del ala de los hangares, con un
revoloteante fuego naranja en su centro. Una lluvia negra y naranja cayó sobre el
techo y el campo, y varios miembros vestido de naranja salieron corriendo de los
hangares para detenerse a los pocos metros y alzar la vista hacia la enorme columna
que ascendía más allá del techo.
El miembro con la tablilla miró también y echó a correr hacia allá. El otro
miembro le siguió.
Los miembros en la fila se había detenido y miraban también hacia los hangares.
Chip y Dover sujetaron sus brazos y los empujaron hacia adelante.
—No os paréis —dijeron—. Seguid avanzando, por favor. No hay ningún peligro.
El avión espera. Tocad y subid. Seguid avanzando, por favor. —Condujeron a los
miembros junto al escáner y a la escalera mecánica, y uno de ellos era Jack.
—Maravilloso —dijo éste mirando más allá de Chip mientras fingía tocar el
escáner, al igual que Ria, que parecía tan excitada como lo había estado la primera
vez que Chip la conoció, y Karl, con aspecto sombrío y maravillado, y Zumbido,
sonriente. Dover se dirigió a la escalera después de Zumbido. Chip le arrojó una
bolsa envuelta y se volvió hacia los otros miembros de la cola, los últimos siete u
ocho, que seguían mirando hacia los hangares.
—Seguid avanzando, por favor —repitió—. El avión está aguardando. ¡Hermana!
—No hay ninguna causa de alarma —dijo una voz de mujer por los altavoces—.
Ha habido un accidente en los hangares, pero todo está bajo control.
Chip urgió a los miembros a que subieran a la escalera mecánica.
—Tocad y subid —dijo—. El avión aguarda.
—Los miembros que vais a partir, por favor, ocupad vuestros lugares en las colas
—dijo la voz—. Los miembros que estáis subiendo a los aviones, seguid haciéndolo.
No habrá ninguna interrupción en el servicio.
Chip fingió tocar la placa y subió detrás del último miembro. Mientras lo hacía,
con la bolsa de viaje envuelta bajo su brazo, miró hacia los hangares: la columna era
negra y tiznada, ya no había fuego. Miró de nuevo al frente, a un mono azul pálido.
—Todo el personal excepto los cuarenta y siete y cuarenta y nueve, por favor,
seguid con vuestras tareas asignadas —dijo la voz femenina—. Todo el personal
excepto los cuarenta y siete y cuarenta y nueve, por favor, seguid con vuestras tareas
asignadas. Todo está bajo control. —Chip entró en el avión, y la puerta se cerró a sus
espaldas—. No habrá ninguna interrupción de... —La voz se perdió.
Había algunos miembros de pie en el pasillo mirando desconcertados los asientos
llenos.

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—Hay pasajeros extra debido a las vacaciones —dijo Chip—. Id hacia adelante y
pedid a los miembros con niños pequeños que los sienten sobre sus rodillas. Es algo
inevitable.
Los miembros avanzaron por el pasillo mirando a uno y otro lado.
Los cinco se habían sentado en la última fila, cerca de los distribuidores. Dover
cogió su bolsa envuelta del asiento que había junto al pasillo y Chip se sentó.
—No ha estado mal —dijo Dover.
—Aún no hemos despegado —murmuró Chip.
Las voces llenaban el avión: miembros contando a otros miembros lo de la
explosión, difundiendo la noticia de fila en fila. El reloj decía las 10.06, pero el avión
no se movía.
Las 10.06 se convirtieron en las 10.07.
Los seis se miraron, luego dirigieron la vista hacia adelante fingiendo
indiferencia.
El avión empezó a moverse, giró suavemente hacia un lado y luego tomó
velocidad. Avanzó más deprisa. Las luces disminuyeron de intensidad y las pantallas
de televisión se encendieron.
Contemplaron La vida de Cristo y un filme de hacía varios años, La Familia en el
trabajo. Bebieron té y coca pero no comieron, porque no había galletas totales en el
avión debido a la hora, y aunque llevaban trozos de queso envueltos en sus bolsas, no
podían arriesgarse a comérselo pues podían ser vistos por los miembros que acudían a
los distribuidores. Chip y Dover sudaban dentro de sus dobles monos. Karl
dormitaba, a su lado Ria y Zumbido le clavaron los codos en las costillas para
mantenerlo despierto y atento.
El vuelo duró cuarenta minutos.
Cuando por el cartel de localización se anunció: «EUR00020», Chip y Dover se
levantaron de sus asientos y se situaron de pie junto a los distribuidores apretando los
botones y dejando que el té y la coca fluyeran por los desagües. El avión aterrizó,
rodó por la pista y se detuvo. Los miembros empezaron a salir. Cuando hubieron
salido ya algunas docenas de ellos por la puerta más cercana, Chip y Dover
levantaron los contenedores vacíos de los distribuidores, los colocaron en el suelo y
alzaron sus tapas. Zumbido metió una bolsa de viaje envuelta en cada uno. Entonces
él, Karl, Ria y Jack se levantaron, y los seis se dirigieron hacia la puerta. Chip,
sujetando un contenedor contra su pecho, dijo al miembro de edad que tenía delante:
—¿Nos disculpas, por favor? —y salió. Los otros le siguieron. Dover, cargado
con el otro contenedor, le dijo al miembro:
—Será mejor que aguardes a que yo haya salido de la escalera —y el miembro
asintió con aire confuso.
Al final de la escalera mecánica Chip acercó su muñeca al escáner y luego se

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detuvo al otro lado de él, impidiendo que los miembros que había en la sala de espera
vieran como Zumbido, Karl, Ria y Jack pasaban frente al escáner fingiendo tocar.
Finalmente Dover se inclinó hacia el escáner y le hizo una seña el miembro que
aguardaba arriba.
Los cuatro se dirigieron a la sala de espera. Chip y Dover cruzaron el campo
hacia la puerta que conducía al área de almacenaje. Dejaron los contenedores en el
suelo, sacaron las bolsas de viaje y las metieron entre dos hileras de cajas.
Encontraron un espacio despejado cerca de la pared y se quitaron los monos naranjas
y los cubrepiés.
Abandonaron el área de almacenaje por la puerta basculante con las bolsas de
viaje colgadas de los hombros. Los otros aguardaban cerca del escáner. Salieron del
aeropuerto, que estaba casi tan atestado como el de ’91770, en grupos de dos y se
reunieron de nuevo junto a las bicicletas.
Al mediodía estaban al norte de ’00018. Comieron queso entre el camino de
bicicletas y el río de la Libertad, en un valle flanqueado por montañas que se alzaban,
cubiertas de nieve, hasta alturas asombrosas. Mientras comían examinaron sus mapas.
Al anochecer calcularon que podían estar en el parque a unos pocos kilómetros de la
entrada del túnel.

Un poco después de las tres, cuando se acercaban a ’00013, Chip observó a un


ciclista que se acercaba, era una muchacha de unos quince años que observaba los
rostros de los ciclistas que se dirigían hacia el norte —el suyo cuando pasó por su
lado— con una expresión preocupada, de miembro-que-desea-ayudar. Un momento
más tarde vio aproximarse a otro ciclista que miraba también los rostros con la misma
expresión ligeramente ansiosa, una mujer ya mayor con flores en su cesto. Chip le
sonrió al pasar y siguió mirando al frente. No había nada fuera de lo normal en el
camino ni en la carretera que circulaba paralela a él; unos pocos metros más adelante,
tanto camino como carretera giraban hacia la derecha y desaparecían tras una
estación de suministro de energía.
Se desvió hacia la hierba, se detuvo, y mirando hacia atrás hizo señas a los otros
cuando se acercaron.
Adentraron las bicicletas en la hierba. Estaban al extremo del parque por el lado
de la ciudad: una extensión de hierba, luego mesas de jira y una ladera ascendente
cubierta de árboles.
—No vamos a llegar nunca si nos detenemos cada media hora —protestó Ria.
Se sentaron en la hierba.
—Creo que están comprobando las pulseras ahí delante —dijo Chip—.
Telecomps y miembros con monos con la cruz roja. Me crucé con dos miembros que
parecían como si estuvieran intentando descubrir al enfermo. Tenían esa expresión de
cómo-puedo-ayudarte.

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—Odio —dijo Zumbido.
—Cristo y Wei, Chip —dijo Jack—, si tenemos que empezar a preocuparnos por
las expresiones faciales de los miembros, será mejor que demos la vuelta y volvamos
a casa.
Chip le miró fijamente.
—Una comprobación de pulseras no es algo improbable, ¿no crees? —dijo—. A
estas alturas Uni debe saber ya que la explosión en ’91770 no fue un accidente, y
puede haber imaginado exactamente por qué se produjo. Este es el camino más
directo de ’020 a Uni..., y nos acercamos al primer giro en el camino en unos doce
kilómetros.
—De acuerdo, están comprobando las pulseras —dijo Jack—. ¿Para qué odio
llevamos las pistolas?
—¡Sí! —exclamó Ria.
—Si nos abrimos camino a tiros —apuntó Dover—, tendremos a todo el mundo
encima en un momento.
—Entonces echaremos una bomba a nuestras espaldas —dijo Jack—. Tenemos
que movernos rápido, no sentarnos sobre nuestros perezosos traseros como si
estuviéramos en una partida de ajedrez. Esas marionetas ya están medio muertas,
¿qué importa si matamos unas cuantas? Vamos a ayudar a todas las demás, ¿no?
—Las pistolas y las bombas son para cuando las necesitemos —dijo Chip—, no
para cuando podamos evitar usarlas. —Se volvió a Dover—. Ve y date un paseo por
aquel bosque —dijo—. Echa un vistazo, a ver qué hay pasada la vuelta.
—De acuerdo —dijo Dover. Se levantó y cruzó la extensión de hierba, recogió
algo y lo echó en un cesto para la basura, después se metió entre los árboles. Su mono
amarillo se convirtió en retazos de amarillo que desaparecieron entre los árboles
ladera arriba.
Dejaron de mirarle. Chip sacó su mapa.
—Mierda —dijo Jack.
Chip no dijo nada. Examinó el mapa.
Zumbido se frotó la pierna y apartó bruscamente la mano de ella.
Jack arrancó briznas de hierba del suelo. Ria, sentada a su lado, le observaba
fijamente.
—¿Qué es lo que sugieres —preguntó Jack— si están comprobando las pulseras?
Chip alzó la vista del mapa y, después de un momento, dijo:
—Retrocederemos un poco y cortaremos hacia el este para eludirlos.
Jack arrancó más briznas de hierba y las arrojó al suelo.
—Vamos —dijo a Ria, y se puso en pie. Ella se levantó rápidamente. Los ojos le
brillaban.
—¿Adónde vais? —dijo Chip.

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—A donde habíamos planeado —dijo Jack—. Al parque cerca del túnel. Os
esperaremos allí hasta que se haga de día.
—Sentaros —dijo Karl—. Los dos.
—Iréis con todos nosotros cuando yo diga que vayamos —murmuró Chip con
voz muy baja—. Lo aceptasteis desde un principio.
—He cambiado de opinión —dijo Jack—. Me gusta menos recibir órdenes de ti
que de Uni.
—Vais a estropearlo todo —dijo Zumbido.
—¡Vosotros vais a estropearlo! —exclamó Ria—. Pararse, retroceder, eludir... ¡Si
tenéis que hacer algo, hacedlo!
—Sentaos y esperad a que vuelva Dover —dijo Chip.
Jack sonrió.
—¿Piensas obligarme? —dijo—. ¿Aquí mismo, delante de la Familia? —Hizo
una seña a Ria con la cabeza. Después tomaron sus bicicletas y pusieron bien las
bolsas de viaje en los cestos.
Chip se puso en pie y se metió el mapa en el bolsillo.
—No podemos romper de esta forma el grupo en dos —dijo—. Párate a pensarlo
un momento, ¿quieres, Jack? ¿Cómo sabemos si...?
—Tú eres el que se para a pensar —dijo Jack—. Yo soy el que va a entrar por ese
túnel. —Se volvió y empujó su bicicleta. Ria también empujó la suya. Se dirigieron al
camino.
Chip dio un paso tras ellos y se detuvo, las mandíbulas apretadas, las manos
cerradas en puños. Deseó gritarles, sacar la pistola y obligarles a volver..., pero había
ciclistas en el camino, miembros en la hierba cerca de ellos.
—No puedes hacer nada, Chip —dijo Karl.
—Los hermanos peleadores —murmuró Zumbido.
Al lado del camino, Jack y Ria montaron en sus bicicletas. Jack agitó una mano.
—¡Hasta luego! —dijo—. ¡Nos veremos en el salón de la televisión! —Ria
saludó también con la mano, y ella y Jack se alejaron pedaleando.
Zumbido y Karl les devolvieron el saludo.
Chip tomó su bolsa de viaje de la bicicleta y se la colgó al hombro. Cogió otra
bolsa y la arrojó a las rodillas de Zumbido.
—Karl, tú quédate aquí —dijo—. Zumbido, ven conmigo.
Se dirigió hacia el bosquecillo; se dio cuenta de que había actuado de una forma
rápida, furiosa, anormal, pero pensó. «¡A la pelea con ello!» Empezó a subir por la
ladera en la misma dirección que había tomado Dover. «¡Dios les MALDIGA!»
Zumbido lo alcanzó.
—¡Cristo y Wei! —dijo—. ¡No arrojes las bolsas!
—¡Dios los maldiga! —exclamó Chip—. ¡La primera vez que los vi supe que no

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eran buenos! Pero cerré los ojos porque me sentía tan peleador... ¡Dios me maldiga a
mí! Es culpa mía. Sólo mía.
—Quizá no haya ningún control de pulseras y los encontremos esperándonos en
el parque —dijo Zumbido.
Vieron algo amarillo intermitente entre los árboles; Dover volvía. Se detuvo,
luego los vio y se acercó.
—Tenías razón —dijo—. Hay médicos en el suelo, médicos en el aire...
—Jack y Ria han seguido —murmuró Chip.
Dover lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿No los detuvisteis?
—¿Cómo? —preguntó Chip. Sujetó a Dover por el brazo y le hizo dar la vuelta
—. Muéstranos el camino —dijo.
Dover les condujo rápidamente ladera arriba por entre los árboles.
—Nunca pasarán —dijo—. Hay todo un medicentro y barreras para impedir que
las bicicletas den la vuelta.
Salieron de entre los árboles a una pendiente rocosa, seguidos de Zumbido.
—Agachaos o nos verán —dijo Dover.
Se dejaron caer de cara al suelo y se arrastraron por la pendiente hasta su borde.
Más allá se extendía la ciudad ’00013, con sus piedras blancas limpias y brillantes a
la luz del sol, sus deslumbrantes rieles entrelazados, su cinturón de carreteras llenas
de coches. El río se curvaba ante ella y seguía hacia el norte, azul y esbelto, con
barcos turísticos recorriéndolo lentamente y una larga hilera de barcazas pasando por
debajo de los puentes.
Bajo ellos vieron una depresión rocosa que formaba como una plaza semicircular
donde se bifurcaba el camino de bicicletas. Venía desde el norte rodeando la estación
de suministro de energía, y por un lado giraba, pasaba formando un puente por
encima de la carretera llena de coches hacia la ciudad, mientras que por el otro
cruzaba la plaza y seguía la curvada orilla oriental del río y volvía a unirse a la
carretera. En el punto donde se bifurcaba una serie de barreras canalizaban a los
ciclistas que llegaban en tres filas, cada una de las cuales pasaba por delante de un
grupo de miembros vestidos con monos con la cruz roja que estaban de pie junto a un
escáner de aspecto extrañamente bajo. Tres miembros con un equipo antigrav
flotaban boca abajo en el aire, uno encima de cada grupo. Dos coches y un
helicóptero ocupaban la parte más cercana de la plaza, y más miembros, con monos
con la cruz roja, estaban de pie junto a la hilera de ciclistas que abandonaba la ciudad,
haciendo señas de que se apresuraran cuando frenaban su marcha para contemplar a
los que tocaban los escáners.
—Cristo, Marx, Wood y Wei —dijo Zumbido.
Chip abrió la bolsa a su lado, sin dejar de mirar.

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—Deben estar en la cola en alguna parte —dijo. Encontró sus prismáticos, se los
llevó a los ojos y los enfocó.
—Ahí están —dijo Dover—. ¿Ves las bolsas en los cestos?
Chip observó toda la cola y finalmente halló a Jack y Ria que pedaleaban
lentamente, uno al lado del otro, por entre las vallas de madera. Jack miraba al frente
y movía los labios. Ria asentía. Conducían sólo con la mano izquierda; llevaban la
derecha en sus bolsillos.
Chip pasó los prismáticos a Dover y se volvió hacia su bolsa.
—Tenemos que ayudarles a pasar —dijo—. Si pueden cruzar el puente quizá
consigan perderse en la ciudad.
—Van a disparar cuando lleguen a los escáners —murmuró Dover.
Chip le tendió a Zumbido una bomba de manija azul.
—Quita la cinta y tira del fulminante cuando te lo diga —ordenó—. Intenta
lanzarla cerca del helicóptero, así mataremos dos pájaros de un tiro.
—Hazlo antes de que empiecen a disparar —dijo Dover.
Chip cogió de nuevo los prismáticos y buscó otra vez a Jack y Ria. Escrutó la cola
delante de ellos; había unas quince bicicletas entre ellos y el grupo en los escáners.
—¿Qué llevan, balas o rayos L? —preguntó Dover.
—Balas —dijo Chip—. No te preocupes. Sincronizaré bien. —Observó la lenta
cola de bicicletas, calculó su velocidad.
—Probablemente dispararán de todos modos —dijo Zumbido—. Sólo por el
placer de hacerlo. ¿Viste esa expresión en los ojos de Ria?
—Prepárate —indicó Chip. Esperó hasta que Jack y Ria estuvieran a cinco
bicicletas de distancia de los escáners—. Tira —ordenó.
Zumbido tiró de la manija y arrojó la bomba hacia un lado, trazando un arco en el
aire. Golpeó contra una piedra, saltó hacia abajo, rebotó contra un saliente y fue a
caer cerca del costado del helicóptero.
—Retrocedamos —dijo Chip. Echó una última ojeada por los prismáticos para
ver a Jack y Ria, ahora a dos bicicletas de distancia de los escáners. Su aspecto era
tenso pero confiado. Chip se deslizó hacia atrás, entre Zumbido y Dover—. Parece
como si fueran a una fiesta —murmuró.
Aguardaron con las mejillas pegadas contra la piedra, y la explosión rugió y la
pendiente se estremeció. Abajo se oyó un ruido de metal que estallaba y crujía.
Después vino el silencio y el olor acre de la bomba, luego voces murmurando,
alzándose.
—¡Esos dos! —gritó alguien.
Se acercaron al borde.
Dos bicicletas corrían por el puente. Todas las demás se habían detenido. Los
ciclistas estaban apoyados con un pie en el suelo mirando el helicóptero volcado y

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humeante. Después desviaron su atención hacia las dos bicicletas que aceleraban su
marcha por el puente y a los miembros vestidos con monos con la cruz roja que
corrían tras ellas. Los tres miembros en el aire viraron y volaron hacia el puente.
Chip alzó los prismáticos... Vio a Ria detrás y a Jack delante de ella. Pedaleaban
rápidamente sobre un fondo plano, sin profundidad, parecían no avanzar. Apareció
una neblina brillante que los oscureció en parte.
Sobre ellos, un miembro flotante apuntaba hacia abajo un cilindro del que brotaba
un espeso gas blanco.
—¡Los ha alcanzado! —exclamó Dover.
Ria cayó de su bicicleta. Jack la miró por encima del hombro.
—A Ria, no a Jack —dijo Chip.
Jack se detuvo y se volvió. Apuntó con la pistola hacia arriba. Dio una sacudida,
luego otra.
El miembro en el aire colgó fláccido (crac y crac, les llegó el sonido) y el cilindro
que desprendía el humo blanco cayó de su mano.
Los miembros huían del puente con sus bicicletas en ambas direcciones, corrían
con los ojos desorbitados hacia las aceras laterales.
Ria se sentó al lado de su bicicleta. Su rostro estaba húmedo y brillante. Parecía
desconcertada. Unos monos con cruces rojas la ocultaron de su vista.
Jack miraba, sujetando fuertemente su arma, y su boca se abrió enorme y
redonda, se cerró y se abrió de nuevo en la resplandeciente bruma.
—¡Ria! —oyó Chip. Era un grito débil y lejano.
Jack alzó la pistola.
—¡Ria! —volvió a gritar, luego disparó, disparó, disparó.
Otro miembro en el aire (crac, crac, crac) colgó fláccido y dejó caer su cilindro.
La acera debajo de él se salpicó de rojo, con manchas que fueron en aumento.
Chip bajó los prismáticos.
—¡Tu máscara antigás! —gritó Zumbido. Había cogido también sus prismáticos.
Dover permanecía tendido y tapaba su rostro con los brazos.
Chip se sentó y miró sin los prismáticos al estrecho puente vacío con un lejano
ciclista vestido de azul bamboleándose por el centro y un miembro en el aire
siguiéndole a distancia; a los dos miembros muertos o moribundos girando
lentamente en el aire, derivando; a los miembros vestidos con los monos con la cruz
roja caminando ahora en una fila que abarcaba toda la anchura del puente, y a uno de
ellos que ayudaba a un miembro vestido de amarillo al lado de una bicicleta caída,
sujetándolo por los hombros y conduciéndolo de vuelta hacia la plaza.
El ciclista se detuvo y miró hacia atrás, hacia los miembros vestidos con el mono
con la cruz roja, luego se volvió y se inclinó sobre la parte delantera de la bicicleta. El
miembro en el aire se acercó rápidamente y apuntó su arma; una densa bocanada

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blanca brotó de ella y rozó al ciclista.
Chip alzó los prismáticos.
Jack, tras el hocico gris de su máscara antigás, se inclinó hacia la izquierda en
medio de la brillante bruma y depositó una bomba sobre el puente. Luego pedaleó,
resbaló, se deslizó de lado y cayó. Se alzó sobre un brazo, con la bicicleta caída entre
sus piernas. Su bolsa, que había saltado del cesto de la bicicleta, yacía cerca de la
bomba.
—Oh, Cristo y Wei —dijo Zumbido.
Chip bajó los prismáticos, miró el puente y anudó apretadamente la correa de los
prismáticos por su parte central.
—¿Cuántos? —preguntó Dover mirándole.
—Tres —dijo Chip.
La explosión fue brillante, fuerte y larga. Chip observó a Ria que caminaba
alejándose del puente con el miembro conduciéndola por los hombros. No se volvió.
Dover, de rodillas, mirando, se volvió hacia Chip.
—Toda su bolsa —dijo Chip—. Estaba al lado de la bomba. —Metió los
prismáticos en su bolsa de viaje y la cerró—. Tenemos que salir de aquí —murmuró
—. Llévatelas, Zumbido. Vamos.
No quería mirar, pero antes de abandonar la pendiente de roca lo hizo.
La parte central del puente estaba ennegrecida y llena de cascotes, y sus lados
habían reventado hacia fuera. La rueda de una bicicleta yacía al lado de la zona
ennegrecida junto con otras cosas más pequeñas hacia las cuales avanzaban
lentamente los miembros vestidos con los monos con la cruz roja. Había trozos de
algo azul pálido en el puente y flotando en el río.

Regresaron junto a Karl y le contaron lo ocurrido. Los cuatro cogieron sus


bicicletas y pedalearon unos cuantos kilómetros hacia el sur hasta penetrar en un
parque. Encontraron un arroyo, bebieron y se lavaron.
—¿Volveremos ahora? —dijo Dover.
—No —respondió Chip—. No todos.
Le miraron.
—Ya sé que dije que lo haríamos —murmuró—, porque, si alguien era atrapado,
deseaba que lo creyera así, y lo dijera así cuando fuera interrogado. Como
probablemente lo estará diciendo Ria ahora. —Cogió el cigarrillo que estaba pasando
de mano en mano, pese al riesgo del olor del tabaco que se expandía, dio una fuerte
chupada y lo pasó—. Uno de nosotros va a volver —dijo—. Al menos espero que lo
consiga..., para poner una o dos bombas entre este lugar y la costa y tomar un bote, de
forma que parezca que nos hemos ceñido al plan. El resto de nosotros nos
ocultaremos en un parque, nos abriremos camino hasta ’001 y entraremos por el túnel
dentro de dos semanas aproximadamente.

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—Bien —dijo Dover.
—Nunca pensé que tuviera sentido abandonar a la primera —murmuró Zumbido.
—¿Seremos suficientes tres? —preguntó Karl.
—No lo sabremos hasta que lo intentemos —dijo Chip—. ¿Hubieran sido
suficientes seis? Quizá uno solo pueda hacerlo, o tal vez no sean suficientes ni una
docena. Pero, después de haber llegado hasta tan lejos, creo que vale la pena
averiguarlo.
—Estoy contigo —dijo apresuradamente Karl—; sólo estaba preguntando.
—Yo también estoy contigo —afirmó Zumbido.
—Yo también —dijo Dover.
—Bien —reconoció Chip—. Tres tienen más posibilidades que uno solo, de eso
estoy seguro. Karl, tú serás el que vuelva.
Karl le miró.
—¿Por qué yo? —quiso saber.
—Porque tienes cuarenta y tres años —dijo Chip—. Lo siento, hermano, pero no
puedo pensar en ninguna otra base para decidir.
—Chip —dijo Zumbido—, creo que será mejor que te lo diga: mi pierna me ha
estado doliendo durante las últimas horas. Puedo volver o puedo seguir adelante,
pero..., bien, creo que debía decírtelo.
Karl pasó a Chip el cigarrillo. Había disminuido a menos de un par de
centímetros; lo aplastó contra el suelo.
—De acuerdo, Zumbido, entonces será mejor que seas tú —admitió—. Pero
primero aféitate. Nos afeitaremos todos, por si nos tropezamos con alguien.
Se afeitaron. Después Chip y Zumbido elaboraron el camino de vuelta que tendría
que recorrer este último hasta el lugar más cercano de la costa, a unos trescientos
kilómetros de distancia. Pondría una bomba en el aeropuerto en ’00015 y otra cuando
estuviera más cerca del mar. Tomó otras dos por si acaso las necesitaba y entregó las
demás a Chip.
—Con un poco de suerte estarás en un bote mañana por la noche —dijo Chip—.
Asegúrate de que nadie esté contando cabezas cuando lo tomes. Dile a Julia, y
también a Lila, que permaneceremos ocultos al menos dos semanas, quizá más.
Zumbido estrechó las manos de sus compañeros, les deseó suerte, cogió su
bicicleta y partió.
—Nos quedaremos aquí mismo por un tiempo y estableceremos turnos para
vigilar mientras los otros duermen —dijo Chip—. Mañana por la noche iremos a la
ciudad en busca de galletas totales y monos.
—Galletas totales, sí —dijo Karl.
—Van a ser dos semanas muy largas —murmuró Dover.
—No van a ser dos semanas —indicó Chip—. Dije eso por si él era detenido. Lo

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haremos en cuatro o cinco días.
—Cristo y Wei —exclamó Karl, sonriendo—. Eres realmente astuto.

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3
Permanecieron donde estaban durante dos días —durmieron, comieron, se
afeitaron y practicaron la pelea; jugaron a juegos de palabras, hablaron de gobiernos
democráticos, de sexo y de los pigmeos de las selvas ecuatoriales—. Al tercer día,
domingo, partieron en bicicleta hacia el norte. Se detuvieron en las afueras de ’00013
y subieron a la pendiente rocosa que dominaba la plaza y el puente, que había sido
reparado en parte y cerrado con barreras. Hileras de ciclistas cruzaban la plaza en
ambas direcciones. No había médicos, ni escáners, ni coches, ni ningún helicóptero.
Donde había estado el helicóptero había un rectángulo de pavimento rosa reciente.
A primera hora de la tarde cruzaron ’001 y divisaron en la distancia la blanca
cúpula de Uni al lado del lago de la Hermandad Universal. Fueron al parque más allá
de la ciudad.
La tarde siguiente, al anochecer, con sus bicicletas ocultas en un hueco cubierto
por ramas y sus bolsas al hombro, pasaron un escáner en el límite más alejado del
parque y salieron a las verdes laderas que se aproximaban al monte Amor. Caminaron
animadamente, con zapatos y monos verdes, con los prismáticos y las máscaras
antigás colgados de sus cuellos. Llevaban las pistolas en la mano, pero, cuando la
oscuridad se hizo más profunda y la ladera más rocosa e irregular, las guardaron. De
vez en cuando se detenían. Chip encendía entonces su linterna, cubriéndola con una
mano, y examinaba la brújula.
Al llegar a la primera de las tres localizaciones de la entrada del túnel, se
separaron y trataron de localizarla utilizando con cuidado las linternas. No la
encontraron.
Se dirigieron a la segunda localización, un kilómetro más al nordeste. Una media
luna apareció sobre el lomo de la montaña iluminándola débilmente. Escrutaron
atentamente su base mientras cruzaban la ladera rocosa ante ella.
La ladera se hizo más lisa, pero sólo en la franja que estaban recorriendo..., y se
dieron cuenta de que estaban en una carretera vieja y llena de maleza. Tras ellos se
curvaba hacia el parque, delante conducía a un repliegue en la montaña.
Se miraron entre sí y cogieron las pistolas. Abandonaron la carretera y avanzaron
más cerca del lado de la montaña, bordeándola lentamente yendo uno tras otro —
primero Chip, luego Dover y por último Karl— y sujetando sus bolsas para evitar
golpearlas.
Llegaron al repliegue y aguardaron contra la ladera de la montaña, escuchando.
No oyeron nada.
Aguardaron y escucharon. Finalmente Chip miró hacia atrás donde estaban los
demás y alzó su máscara de gas y se la puso.
Los otros dos hicieron lo mismo.

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Chip avanzó hacia la abertura del repliegue, llevando siempre la pistola por
delante. Dover y Karl echaron a andar tras él.
Dentro había un claro profundo y nivelado, al fondo, en la base de la pared casi
vertical de la montaña, la negra y redonda abertura llana de un largo túnel.
Parecía completamente desprotegido.

Se quitaron las máscaras y contemplaron la abertura con los prismáticos.


Observaron la montaña y, tras avanzar unos pasos, estudiaron las curvadas paredes
del repliegue y el óvalo de cielo que formaba su techo.
—Zumbido debe haber hecho un buen trabajo —dijo Karl.
—O uno malo y lo han atrapado —dijo Dover.
Chip dirigió los prismáticos hacia la abertura. Su reborde tenía un brillo como
vitrificado, y en su parte inferior había maleza de un color verde pálido.
—Parece como los botes en las playas —dijo—. Ofrecido aquí para nosotros,
completamente abierto...
—¿Crees que conduce de vuelta a Libertad? —preguntó Dover, y Karl se echó a
reír.
—Puede haber cincuenta trampas que no veamos hasta que sea demasiado tarde
—dijo Chip. Bajó los prismáticos.
—Quizá Ria no dijo nada —apuntó Karl.
—Cuando eres interrogado en un medicentro, lo dices todo —señaló Chip—.
Pero, aunque no lo hubiera hecho, ¿no debería estar al menos cerrado? Para eso
trajimos las herramientas.
—Debe estar todavía en uso —apuntó Karl.
Chip contempló la abertura.
—Siempre podemos volvernos —ofreció Dover.
—Por supuesto —dijo Chip.
Miraron alrededor, se colocaron de nuevo las máscaras y cruzaron lentamente el
claro. Ningún chorro de gas brotó, no sonó alarma alguna, ni aparecieron miembros
con equipos antigrav en el cielo.
Caminaron hasta la boca del túnel e iluminaron su interior con las linternas. La
luz brilló y se reflejó en una redondez recubierta de plástico, todo el camino hasta el
lugar donde parecía terminar el túnel, pero no, allí se curvaba en un ángulo
descendente. Dos raíles de acero penetraban en él, anchos y planos, con un par de
metros de roca negra no recubierta de plástico entre ellos.
Miraron hacia el claro a sus espaldas y al borde superior de la abertura. Entraron
en el túnel. Se miraron entre sí, bajaron sus máscaras y olieron.
—Bien —dijo Chip—, ¿preparados para caminar?
Karl asintió.
—Adelante —dijo Dover sonriendo.

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Aguardaron unos instantes, luego echaron a andar hacia adelante sobre la lisa roca
negra que aparecía entre los raíles.
—¿Será respirable el aire? —preguntó Karl.
—Tenemos las máscaras por si no lo es —dijo Chip. Iluminó su reloj con la
linterna—. Son las diez menos cuarto —dijo—. Deberíamos llegar alrededor de la
una.
—Uni estará despierto —apuntó Dover sonriendo.
—Hasta que lo pongamos a dormir —indicó Karl.
El túnel se inclinaba ligeramente hacia abajo. Se detuvieron y miraron hacia una
plástica redondez que resplandecía a lo lejos y a lo lejos y más a lo lejos hasta
sumirse en una absoluta oscuridad.
—¡Cristo y Wei! —dijo Karl.
Echaron a andar de nuevo con paso más vivo, lado a lado entre los raíles.
—Deberíamos haber traído las bicicletas —dijo Dover—. Podríamos haber ido
bordeando.
—Hablemos lo mínimo —indicó Chip—. Y sólo una luz encendida, por turnos.
Ahora la tuya, Karl.
Caminaron sin hablar tras la luz de la linterna de Karl. Se quitaron los prismáticos
del cuello y los guardaron en sus bolsas.
Chip tenía la sensación de que Uni les estaba escuchando, registrando las
vibraciones de sus pasos o el calor de sus cuerpos. ¿Conseguirían vencer las defensas
que seguramente estaba preparando, pelear con sus miembros, resistir sus gases?
(¿Servirían de algo las máscaras antigás? ¿Había caído Jack porque se la había puesto
demasiado tarde, o aunque se la hubiera puesto antes no hubiera conseguido nada?)
«Bien, el tiempo de las preguntas ha terminado», se dijo. Era el momento de ir
adelante. Encontrarían lo que fuese que les estuviera esperando y harían todo lo
posible por llegar a las plantas de refrigeración y hacerlas estallar.
¿A cuántos miembros tendrían que dañar o matar? «Quizá a ninguno», pensó; tal
vez la amenaza de sus armas fuera suficiente para protegerles. (¿Contra los no
egoístas miembros dispuestos a ayudar y que verían a Uni en peligro? No, nunca.)
Bien, tenía que ser lo que fuese; no había otro camino.
Pensó en Lila..., en Lila y Jan y su habitación en Nuevo Madrid.
El túnel era cada vez más frío, pero el aire seguía siendo respirable.
Continuaron caminando en medio de la redondez plástica que brillaba a lo lejos
hasta sumirse en la oscuridad, con los raíles avanzando hacia ella. «Aquí estamos —
pensó—. Ahora. Lo estamos consiguiendo.»

Al cabo de una hora se detuvieron para descansar. Se sentaron en los raíles,


comieron entre los tres una galleta total y compartieron un recipiente de té.
—Daría mi brazo por un poco de whisky —dijo Karl.

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—Te compraré una caja cuando volvamos —dijo Chip.
—Tú eres testigo —señaló Karl a Dover.
Permanecieron sentados unos minutos, después se pusieron en pie y echaron a
andar de nuevo. Dover caminaba sobre uno de los raíles.
—Pareces muy confiado —dijo Chip iluminándole con la linterna.
—Lo estoy —respondió Dover—. ¿Tú no?
—Sí —dijo Chip dirigiendo de nuevo la luz hacia adelante.
—Me sentiría mejor si siguiéramos siendo seis —dijo Karl.
—Creo que yo también —admitió Chip.
Dover resultaba curioso. Chip recordaba que había ocultado el rostro entre los
brazos cuando Jack empezó a disparar, y ahora, cuando posiblemente ellos tuvieran
que empezar a disparar, quizá incluso matar, parecía alegre y despreocupado. Pero tal
vez sólo lo estuviera fingiendo para ocultar su ansiedad. O quizá sólo fuera el tener
veinticinco o veintiséis años.
Mientras caminaban cambiaban el peso de sus bolsas de un hombro a otro.
—¿Estás seguro de que esto termina en alguna parte? —preguntó Karl.
Chip dirigió la luz a su reloj.
—Son las 11.30 —dijo—. Debemos haber recorrido algo más de la mitad.
Siguieron caminando sobre la redondez plástica. El frío empezó a disminuir.
Se detuvieron de nuevo a las doce menos cuarto, pero como se sentían inquietos
se levantaron cuando apenas había pasado un minuto y siguieron la marcha.
De pronto una luz brilló a lo lejos, en el centro de la oscuridad. Chip sacó su
pistola.
—Espera —dijo Dover, sujetando su brazo—. Es mi luz. ¡Mira! —Apagó su
linterna, volvió a encenderla, apagó y encendió de nuevo, y la luz a lo lejos apareció
y desapareció con ella—. Es el final —dijo—. O algo que hay entre los raíles.
Siguieron andando, esta vez más rápidamente. Karl también sacó su pistola. El
resplandor que se movía ligeramente hacia arriba y hacia abajo parecía mantenerse a
la misma distancia de ellos, pequeño y débil.
—Se está alejando de nosotros —dijo Karl.
Pero, de pronto, empezó a hacerse más brillante, más cercano.
Se detuvieron y levantaron sus máscaras; después de asegurarlas, siguieron
adelante. Se dirigían hacia un disco de acero, una pared que sellaba el túnel a sus
bordes.
Se acercaron a él pero no lo tocaron. Vieron que debía deslizarse hacia arriba,
pues se veían franjas de finos rasguños verticales que descendían hasta su parte
inferior, cuya forma la hacía encajar sobre los raíles.
Bajaron sus máscaras. Chip acercó su reloj a la luz de Dover.
—La una menos veinte —dijo—. Hemos hecho un buen tiempo.

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—O el túnel prosigue al otro lado —dijo Karl.
—Es probable —dijo Chip. Se guardó la pistola en el bolsillo y dejó su bolsa
sobre una roca, se arrodilló a su lado y la abrió—. Acércate con la luz, Dover. No
toques la puerta, Karl.
Karl miró los lados de la pared.
—¿Crees que pueda estar electrificada?
—¿Dover?
—Manos arriba —dijo entonces Dover.
Había retrocedido unos metros en el túnel, y les apuntaba con la luz. El cañón de
su rayo L asomaba junto a su linterna.
—No os asustéis, no voy a haceros daño —dijo—. Vuestras pistolas no
funcionan. Deja caer la tuya, Karl. Chip, enséñame las manos, luego ponías sobre tu
cabeza y levántate.
Chip miró por encima de la luz. Había una línea brillante: el recortado cabello
rubio de Dover.
—¿Es una broma o qué? —murmuró Karl.
—Déjala caer, Karl —repitió Dover—. Chip, deja la bolsa y enséñame tus manos.
Chip le mostró sus manos vacías, las apoyó sobre su cabeza y se levantó. La
pistola de Karl resonó contra el suelo de roca y su bolsa hizo un ruido sordo al caer.
—¿Qué significa esto? —preguntó. Se volvió hacia Chip—: ¿Qué está haciendo?
—Es un espía —murmuró Chip.
—¿Un qué?
Lila tenía razón. Un espía en el grupo. Pero ¿Dover? Era imposible. No podía ser.
—Las manos sobre la cabeza, Karl —dijo Dover—. Ahora daos la vuelta, los dos,
y mirad hacia la pared.
—Tú, hermano peleador —musitó Karl.
Se dieron la vuelta y quedaron frente al disco de acero de la puerta, con las manos
sobre la cabeza.
—Dover —dijo Chip—, ¡Cristo y Wei!...
—Maldito pequeño bastardo —murmuró Karl.
—No vais a sufrir ningún daño —dijo Dover. El disco de acero se deslizó hacia
arriba... Una larga estancia de paredes de cemento se abrió ante ellos, los raíles se
prolongaban hasta su centro donde quedaban interrumpidos. Un par de puertas de
acero ocupaban el otro lado de la estancia.
—Avanzad seis pasos y deteneos —dijo Dover—. Adelante. Seis pasos.
Dieron seis pasos hacia adelante y se detuvieron.
Oyeron el deslizar de las correas de una bolsa.
—La pistola os sigue apuntando —dijo Dover. Su voz denotaba que en ese
momento realizaba algún esfuerzo; se estaba agachando. Karl y Chip se miraron. Los

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ojos de Karl formularon una pregunta, pero Chip movió la cabeza en un gesto de
negación.
—De acuerdo —dijo Dover. Su voz les indicó que se había levantado de nuevo—.
Seguid adelante.
Echaron a andar por la estancia de paredes de cemento. Las puertas de acero del
otro lado se abrieron deslizándose hacia los lados. Tras ellas había una pared de
baldosas blancas.
—Cruzad la puerta y seguid a la derecha —dijo Dover.
Ante ellos se extendía un largo corredor de baldosas blancas que terminaba en
una puerta de acero de una sola hoja con un escáner a su lado. La pared de la derecha
del pasillo era de baldosas, a lo largo de la izquierda se abrían diez o doce puertas de
acero regularmente espaciadas, a unos diez metros unas de otras, cada una con su
escáner.
Chip y Karl avanzaron lado a lado por el corredor con las manos sobre las
cabezas. «¡Dover!», pensó Chip. ¡La primera persona a la que había recurrido! ¿Y por
qué no? ¡Había parecido tan acerbamente antiUni aquel primer día en el bote de la
A.I.! ¡Había sido Dover quien había dicho a Lila y a él que Libertad era una prisión,
que Uni les había permitido llegar hasta allá!
—¡Dover! —exclamó—. ¿Cómo odio puedes...?
—Seguid andando —dijo Dover.
—¡No estás embotado, no estás tratado!
—No.
—Entonces..., ¿cómo?, ¿por qué?
—Lo verás dentro de un minuto —dijo Dover.
Se acercaron a la puerta del final del corredor. Ésta se deslizó bruscamente hacia
un lado y quedó abierta. Al otro lado se extendía otro corredor: más amplio, menos
brillantemente iluminado, de paredes oscuras, sin baldosas.
—Seguid andando —dijo Dover.
Cruzaron la puerta, se detuvieron y miraron.
—Adelante —dijo Dover.
Echaron a andar de nuevo.
¿Qué tipo de pasillo era aquél? El suelo estaba enmoquetado, con una moqueta
color oro más gruesa y blanda que ninguna otra que Chip hubiera visto nunca o sobre
la que hubiera caminado. Las paredes eran de lustrosa madera pulida y las puertas
que se abrían a los lados del pasillo mostraban números dorados. Entre las puertas
había cuadros colgados, hermosas pinturas, seguramente pre-U: una mujer sentada
con las manos cruzadas sonreía enigmáticamente; una ciudad al pie de una colina,
con edificios llenos de ventanas, bajo un extraño cielo de oscuras nubes; un jardín;
una mujer reclinada; un hombre con armadura. Un olor agradable perfumaba el aire;

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fragante, seco, imposible de identificar.
—¿Dónde estamos? —preguntó Karl.
—En Uni —dijo Dover.
Ante ellos se abrieron unas dobles puertas: una habitación con cortinas rojas
apareció al otro lado.
—Seguid andando —dijo Dover.
Cruzaron la puerta y entraron en la habitación con cortinas rojas, que se extendía
hacia ambos lados. Un numeroso grupo de miembros, personas, estaban sentadas y
sonreían. Se echaron a reír, reían abiertamente. Se levantaban y algunos aplaudían;
gente joven, mayor, se levantaba de las sillas y los sofás, y reían y aplaudían.
Aplaudían, aplaudían, ¡todos ellos aplaudían! Alguien tiró hacia abajo del brazo de
Chip; era Dover que ahora también se había echado a reír. Chip miró a Karl, que
estaba estupefacto. Los demás seguían aplaudiendo, hombres y mujeres, cincuenta,
sesenta, con expresiones alertas y vivas, vestidos con monos de seda, no de paplón,
verdes, dorados, azules, blancos y púrpuras. Una mujer alta y hermosa, un hombre de
piel negra, una mujer que se parecía a Lila, un hombre de pelo blanco que debía tener
más de noventa años; todos aplaudían, aplaudían, reían, aplaudían...
Chip se volvió hacia Dover.
—Estás despierto —dijo éste sonriendo, y dirigiéndose a Karl añadió—: Es real,
está ocurriendo en estos momentos.
—¿Qué es? —quiso saber Chip—. ¿Qué odio es esto? ¿Quiénes son?
Sin dejar de reír, Dover dijo:
—¡Son los programadores, Chip! ¡Y eso es lo que vosotros vais a ser! ¡Oh, si
pudierais ver vuestras caras!
Chip miró a Karl, luego de nuevo a Dover.
—¡Cristo y Wei! ¿de qué estás hablando? ¡Los programadores están muertos!
Uni... se programa a sí mismo, no necesita...
Dover miraba más allá de él sonriendo. El silencio se había adueñado de pronto
de la habitación.
Chip se volvió en redondo.
Un hombre con una máscara sonriente que se parecía a Wei (¿estaba ocurriendo
realmente aquello?) avanzaba hacia él, moviéndose con paso saltarín en su mono rojo
de seda de cuello alto.
—Nada funciona por sí mismo —dijo con una voz aguda pero potente. Los labios
sonrientes de su máscara se movían como si fueran reales. (Pero, ¿era una máscara...,
la amarilla piel arrugada y tensa sobre los afilados pómulos, los brillantes ojos
rasgados, los mechones de pelo blanco sobre la brillante cabeza amarilla?)—. Tú
debes ser Chip, el del ojo verde —dijo el hombre sonriendo y tendiendo su mano—.
Tienes que decirme qué tiene de malo el nombre de Li para haberte inspirado a

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cambiarlo. —Brotaron risas alrededor.
La mano tendida tenía el color normal y parecía joven. Chip la tomó. Me estoy
volviendo loco, pensó. El apretón fue vigoroso, aquel hombre estrujó sus nudillos en
un instante de dolor.
—Y tú eres Karl —dijo el hombre volviéndose hacia él y tendiendo de nuevo la
mano—. Si hubieras sido tú el que hubieras cambiado tu nombre hubiera podido
comprenderlo. —Las risas se hicieron más fuertes—. Estréchala —dijo el hombre—.
No tengas miedo.
Karl, sin dejar de mirarle, estrechó la mano que le ofrecía.
—Tú eres... —comenzó Chip.
—Wei —respondió el hombre de ojos rasgados y chispeantes—. Es decir, desde
aquí para arriba. —Tocó el alto cuello de su mono—. Desde aquí para abajo —dijo—
soy varios otros miembros, principalmente Jesús RE, que venció en el decatlón de
163. —Les sonrió—. ¿Nunca habéis lanzado una pelota cuando erais niños? —
preguntó—. ¿Nunca habéis saltado a la cuerda? «Marx, Wood, Wei y Cristo; todos
menos Wei fueron sacrificados.» Es cierto todavía, ¿sabéis? «La sabiduría habla en
boca de los niños.» Venid, sentaos, debéis estar cansados. ¿Por qué no podíais utilizar
los ascensores como todos los demás? Dover, es estupendo que estés de vuelta. Lo
has hecho muy bien, excepto ese horrible asunto del puente en ’013.

Se sentaron en mullidos y confortables sillones rojos, bebieron un vino de color


amarillo pálido y sabor áspero en unos centelleantes vasos, comieron dulces tacos de
carne y de pescado guisados y servidos en delicadas fuentes blancas por miembros
jóvenes que les sonrieron llenos de admiración..., y mientras permanecían sentados,
bebían y comían, hablaron con Wei.
¡Con Wei!
¿Qué edad tenía aquella cabeza de tensa piel amarilla que vivía y hablaba sobre
aquel ágil cuerpo envuelto en un mono rojo que se tendía con facilidad para coger un
cigarrillo y cruzaba despreocupadamente las piernas? El último aniversario de su
nacimiento había sido el..., ¿el doscientos seis, el doscientos siete?
Wei murió cuando tenía sesenta años, veinticinco años después de la Unificación.
Generaciones antes de la construcción de Uni, que fue programado por sus
«herederos espirituales». Que murieron, por supuesto, a los sesenta y dos años. Eso se
dijo a la Familia.
Y allí estaba sentado ahora, bebiendo, comiendo, fumando. Hombres y mujeres
permanecían de pie escuchando en torno al grupo de sillas. Wei no parecía darse
cuenta de su presencia.
—Las islas han sido todas esas cosas —dijo—. Al principio fueron las fortalezas
de los incurables originales, después, como tú has dicho, «campos de aislamiento»
hacia los cuales permitimos «escapar» a los incurables posteriores, aunque por

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aquellos días no éramos tan amables como para proporcionarles botes. —Sonrió y dio
una chupada a su cigarrillo—. Sin embargo, encontré un mejor uso para las islas, y
ahora nos sirven como, perdona la expresión, reservas de vida salvaje, donde pueden
surgir líderes naturales que prueben su valía exactamente de la forma que vosotros lo
habéis hecho. Ahora proporcionamos botes y mapas de una forma digamos indirecta
y «pastores» como Dover que acompañan a los miembros que regresan y evitan en lo
posible toda violencia. E impiden, por supuesto, la pretendida violencia final, la
destrucción de Uni..., aunque la exhibición para los visitantes es el blanco normal,
por lo que de todos modos no existe un peligro real.
—No sé dónde estoy —dijo Chip.
Karl ensartó un taco de carne con un pequeño tenedor dorado y murmuró:
—Dormido en el parque.
Los hombres y mujeres que les rodeaban se echaron a reír.
Wei, sonriendo también, dijo:
—Sí, es un descubrimiento desconcertante, estoy seguro de ello. La computadora
que vosotros pensabais que era el dueño inmutable e incontrolado de la Familia es de
hecho el servidor de la Familia, controlado por miembros como vosotros...,
emprendedores, reflexivos e interesados. Sus metas y procedimientos cambian
constantemente, de acuerdo con las decisiones de un Alto Consejo y catorce
subconsejos. Gozamos de ciertos lujos como podéis ver, pero tenemos
responsabilidades que los justifican largamente. Mañana empezaréis a aprender.
Ahora, sin embargo —se inclinó y apagó el cigarrillo en un cenicero—, es muy tarde
gracias a vuestra parcialidad por los túneles. Os mostrarán vuestras habitaciones.
Espero que os parezca que valía la pena la caminata. —Sonrió y se puso en pie. Chip
y Karl se levantaron también. Wei estrechó la mano de Karl—: Felicidades, Karl. —
Y la de Chip—: Y felicidades también a ti, Chip. Sospechábamos desde hacía tiempo
que más pronto o más tarde terminaríais viniendo. Nos alegramos de que no nos
hayáis defraudado. Me alegro, quiero decir. Es difícil evitar pensar como si Uni
también tuviera sentimientos.
La gente se apiñó alrededor de ellos, estrechaban sus manos y les mostraban su
admiración.
—Felicidades... Nunca pensamos que lo consiguierais antes del día de la
Unificación... Es impresionante, ¿verdad?, llegar aquí y encontrarse a todo el mundo
sentado esperándoos... Felicidades, os acostumbraréis a esto antes de... Felicidades.

La habitación era grande. Estaba decorada en azul pálido y tenía una enorme
cama de seda también azul pálido con muchos almohadones, un enorme cuadro de
flotantes lirios de agua, una mesa llena de platos tapados y jarras, sillones verde
oscuro, y un jarrón de crisantemos blancos y amarillos sobre una larga cómoda baja.
—Es hermoso —dijo Chip—. Gracias.

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La muchacha que lo había conducido hasta allí, de aspecto normal y de unos
dieciséis años, vestida con un mono de paplón blanco, dijo:
—Siéntate y te quitaré... —señaló sus pies.
—Los zapatos —dijo él sonriendo—. No. Gracias, hermana, puedo hacerlo yo
mismo.
—Hija —corrigió la muchacha.
—¿Hija?
—Los programadores son nuestros Padres y Madres —explicó ella.
—Bueno —dijo él—. De acuerdo. Gracias, hija. Puedes irte ahora.
Pareció sorprendida y dolida.
—Se supone que debo quedarme aquí y cuidar de ti —dijo—. Las dos. —Señaló
hacia una puerta más allá de la cama. Había luz al otro lado, y oyó el sonido del agua.
Fue hacia allá.
Tras la puerta había un cuarto de baño decorado también en azul pálido, amplio y
resplandeciente. Otra muchacha más o menos de la misma edad que la primera,
también con un mono de paplón blanco, estaba arrodillada junto a una bañera que se
estaba llenando y agitaba suavemente el agua con una mano.
—Hola, Padre —dijo con una sonrisa.
—Hola —dijo Chip. Se detuvo con la mano en la jamba y miró a la otra
muchacha, que estaba abriendo la cama, luego observó de nuevo a la que estaba
arrodillada en el cuarto de baño. Ésta le sonrió. Siguió inmóvil con la mano en la
jamba y añadió—: Hija.

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4
Estaba sentado en la cama —había terminado su desayuno y tendió la mano para
coger un cigarrillo— cuando llamaron a la puerta. Una de las muchachas fue a abrir,
y entró Dover, sonriente, vestido con brillante seda amarilla.
—¿Cómo va todo, hermano? —preguntó.
—Muy bien —dijo Chip—, muy bien. —La otra muchacha encendió su
cigarrillo, retiró la bandeja del desayuno y le preguntó si quería más café—. No,
gracias. ¿Quieres un poco de café?
—No, gracias —dijo Dover. Se sentó en uno de los sillones verde oscuro y se
reclinó, los codos en los brazos del sillón, las manos cruzadas sobre su estómago, las
piernas extendidas—. ¿Ha pasado ya el shock? —preguntó con una sonrisa.
—Odio, no —respondió Chip.
—Es una vieja costumbre —dijo Dover—. Disfrutarás con ella cuando llegue el
próximo grupo.
—Es cruel, realmente cruel —dijo Chip.
—Espera, te reirás y aplaudirás con todos los demás.
—¿Vienen grupos muy a menudo?
—A veces no viene ninguno durante años —dijo Dover—, otras, llegan con un
mes de diferencia. Por término medio, uno coma algo personas al año.
—¿Y tú estuviste en contacto con Uni durante todo el tiempo, hermano peleador?
Dover asintió y sonrió.
—Un telecomp del tamaño de una caja de cerillas —dijo—. De hecho, lo
guardaba en una de ellas.
—Bastardo —murmuró Chip.
Una muchacha había llevado la bandeja afuera y la otra cambió el cenicero de la
mesilla de noche, cogió el mono del respaldo de una silla y fue al cuarto de baño.
Cerró la puerta tras ella.
Dover la miró mientras se retiraba, luego observó a Chip irónicamente.
—¿Has pasado buena noche? —preguntó.
—Mmm... —murmuró Chip—. Apuesto a que no son tratadas.
—No de forma completa, eso es seguro —dijo Dover—. Espero que no estés
resentido conmigo por no haber insinuado nada de esto durante todo el camino. Las
reglas son estrictas: ninguna ayuda más allá de la solicitada, ninguna sugerencia,
nada. Permanecer al margen tanto como sea posible e intentar evitar derramamiento
de sangre. No hubiera debido deciros aquello en el bote cuando llegasteis, lo de
Libertad como una prisión..., pero llevaba dos años allí, y nadie estaba ni siquiera
pensando en intentar nada. Podrás comprender por qué deseaba mover un poco las
cosas.

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—Sí, desde luego —dijo Chip. Dejó caer la ceniza de su cigarrillo en el limpio
cenicero blanco.
—Me gustaría que no le dijeras nada a Wei sobre ello —indicó Dover—. Vas a
comer con él a la una.
—¿Karl también?
—No, sólo tú. Creo que te ha calificado como buen material para el Alto Consejo.
Vendré diez minutos antes para llevarte junto a él. Encontrarás una navaja ahí
dentro..., una cosa que parece una linterna. Esta tarde iremos al medicentro e
iniciaremos la redepilación.
—¿Hay un medicentro aquí?
—Aquí hay de todo —dijo Dover—. Medicentro, biblioteca, gimnasio, piscina,
teatro..., incluso un jardín que jurarías que está al aire libre. Te lo mostraré todo más
tarde.
—¿Y es aquí donde... nos quedaremos? —preguntó Chip.
—Todos menos los pobres pastores como yo —dijo Dover—. Partiré para otra
isla, pero eso será dentro de seis meses, gracias a Uni.
Chip apagó concienzudamente el cigarrillo en el cenicero.
—¿Y si yo no deseo quedarme? —preguntó.
—¿No lo deseas? —Dover alzó las cejas.
—Tengo esposa y un hijo, ¿recuerdas?
—Bien, eso es lo que dicen muchos al principio —admitió Dover—. Pero aquí
tienes una obligación mayor, Chip, una obligación hacia toda la Familia, incluidos los
miembros de las islas.
—Una hermosa obligación —dijo Chip—. Monos de seda y dos muchachas a la
vez.
—Eso fue sólo la primera noche —dijo Dover—. Esta noche tendrás suerte si
consigues una. —Se sentó erguido—. Mira —dijo—, sé que hay... atractivos
superficiales que hacen que todo parezca... cuestionable. Pero la Familia necesita a
Uni. ¡Piensa en cómo eran las cosas en Libertad! Y se necesitan programadores no
tratados para que Uni funcione y..., bueno, Wei te explicará las cosas mejor que yo.
De todos modos, un día a la semana llevamos paplón. Y comemos galletas totales.
—¿Todo un día? —dijo sarcásticamente Chip—. ¿De veras?
—Está bien, está bien —dijo Dover, y se puso en pie. Se dirigió a la silla donde
estaba el mono verde de Chip, lo cogió y buscó en sus bolsillos—. ¿Está todo aquí?
—preguntó.
—Sí —dijo Chip—. Incluidas algunas fotos que me gustaría conservar.
—Lo siento, nada de lo que trajiste —dijo Dover—. Más reglas. —Cogió los
zapatos de Chip del suelo, se irguió y le miró—. Todo el mundo se siente un tanto
inseguro al principio —dijo—. Te sentirás orgulloso de quedarte una vez veas la

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auténtica perspectiva de las cosas. Es una obligación.
—Lo recordaré —dijo Chip.
Llamaron a la puerta y la muchacha que se había llevado la bandeja entró con un
mono de seda azul y unas sandalias blancas. Lo dejó a los pies de la cama.
Dover sonrió y dijo:
—Si prefieres paplón, puede arreglarse.
La muchacha le miró.
—Odio, no —dijo Chip—. Supongo que me merezco la seda tanto como
cualquier otro de por aquí.
—Te la mereces —dijo Dover—. Te la mereces, Chip. Te veré a la una menos
diez, ¿de acuerdo? —Se dirigió hacia la puerta, con el mono verde colgado del brazo
y los zapatos en la mano. La muchacha se apresuró a abrirle la puerta.
—¿Qué le ocurrió a Zumbido? —preguntó Chip. Dover se detuvo y se volvió
hacia él con aire pesaroso.
—Fue detenido en ’015 —dijo.
—¿Y tratado?
Dover asintió.
—Más reglas —murmuró Chip.
Dover asintió de nuevo y salió.

Había finos bistecs cocinados con una salsa marrón ligeramente especiada,
cebollitas asadas, una verdura amarilla cortada a finas rodajas que Chip no había
visto en Libertad —«calabaza», dijo Wei— y un vino rosado claro que era menos
agradable que el amarillo de la noche anterior. Comieron con cuchillos y tenedores de
oro en platos de ancho borde dorado.
Wei, vestido de seda gris, comió rápido, cortando el bistec, pinchándolo con el
tenedor y llevándoselo a su arrugada boca. Masticaba sólo brevemente antes de tragar
y alzar de nuevo el tenedor. De tanto en tanto hacía una pausa, sorbía un poco de vino
y apretaba su servilleta amarilla contra sus labios.
—Estas cosas existían —dijo—. ¿De qué hubiera servido destruirlas?
La habitación era amplia y estaba agradablemente amueblada al estilo pre-U:
blanco, dorado, naranja, amarillo. En una esquina dos miembros con monos blancos
aguardaban junto a una mesa de servir sobre ruedas.
—Por supuesto que parece mal al principio —dijo Wei—, pero las decisiones
últimas tienen que ser tomadas por miembros no tratados, y no pueden ni deben vivir
a base de galletas totales, televisión y Marx escribiendo —Sonrió—. Ni siquiera de
Wei dirigiéndose a los quimioterapeutas —añadió, y se llevó un trozo de bistec a la
boca.
—¿Por qué no puede la Familia tomar las decisiones por sí misma? —preguntó
Chip.

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Wei masticó y tragó.
—Porque no está capacitada para hacerlo —explicó—. Es decir, para hacerlo de
una forma razonable. La ausencia de tratamientos significa... Bien, en tu isla tenías un
ejemplo: la gente es mezquina, estúpida, agresiva; a menudo está más motivada por el
egoísmo que por ninguna otra cosa. Por el egoísmo y el miedo. —Se llevó unas
cebollitas a la boca.
—Consiguió la Unificación —dijo Chip.
—Mmm, sí —admitió Wei—, ¡pero después de cuántas luchas! ¡Y qué frágil
estructura tuvo la Unificación hasta que la fortalecimos con los tratamientos! No, la
Familia tiene que ser ayudada a alcanzar toda su humanidad, por tratamientos hoy,
por ingeniería genética mañana, y para ello es preciso tomar decisiones. Aquellos que
poseen los medios y la inteligencia tienen ese deber. Retroceder ante ello sería
traición contra la especie. —Se llevó un nuevo trozo de bistec a la boca, levantó la
otra mano e hizo un gesto.
—¿Y parte del deber —dijo Chip— es matar a los miembros a los sesenta y dos
años?
—Ah, eso —dijo Wei, y sonrió—. Siempre es una pregunta principal, y siempre
formulada seriamente.
Los dos miembros avanzaron hacia ellos, uno con una jarra de vino y el otro con
una bandeja dorada que sostuvo al lado de Wei.
—Estás contemplando solamente una parte del cuadro —dijo Wei. Cogió un
tenedor largo y una cuchara para servirse un trozo más de bistec de la bandeja. Lo
sostuvo en el aire, goteando salsa—. Lo que olvidas contemplar es el
inconmensurable número de miembros que morirían mucho antes de los sesenta y dos
años si no existieran la paz, la estabilidad y el bienestar que nosotros les
proporcionamos. Piensa en la masa por un instante, no en los individuos dentro de la
masa. —Depositó el bistec en su plato—. Añadimos muchos más años a las
expectativas totales de vida de la Familia de los que quitamos a algunos de sus
miembros —dijo—. Muchos, muchos más años. —Cogió un poco de salsa con la
cuchara y la echó sobre el bistec, añadió unas cuantas cebollitas y rodajas de calabaza
—. ¿Chip? —preguntó.
—No, gracias —dijo Chip. Cortó un trozo del medio bistec que aún tenía en su
plato. El miembro con la jarra volvió a llenar su vaso.
—Incidentalmente —dijo Wei, cortando su bistec—, el tiempo actual de morir se
acerca más a los sesenta y tres que a los sesenta y dos años. E irá aumentando a
medida que la población de la tierra se vaya reduciendo gradualmente. —Se llevó el
trozo de bistec a la boca.
Los miembros se retiraron.
—¿Incluyes a los miembros que no llegan a nacer en tu balance de años añadidos

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y robados? —quiso saber Chip.
—No —respondió Wei sonriendo—. No somos tan poco realistas. Si esos
miembros nacieran, no habría estabilidad, ni bienestar, y finalmente no habría
Familia. —Se llevó una rodaja de calabaza a la boca, masticó y tragó—. No espero
que tus sentimientos cambien a lo largo de una comida. Mira alrededor, habla con
todo el mundo, examina la biblioteca..., en particular los bancos de historia y
sociología. Celebro una serie de discusiones informales algunas noches a la semana:
cuando uno ha sido maestro, siempre es maestro. Acude a algunas de ellas,
argumenta, discute.
—Dejé una esposa y un hijo en Libertad —dijo Chip.
—De lo que deduzco —dijo Wei sonriendo— que no eran de una importancia
abrumadora para ti.
—Esperaba volver —dijo Chip.
—Pueden hacerse los arreglos necesarios para que alguien cuide de ellos —dijo
Wei—. Dover me dijo que tú ya te habías ocupado del asunto.
—¿Se me permitirá regresar? —quiso saber Chip.
—No desearás hacerlo —aseguró Wei—. Terminarás reconociendo que tenemos
razón y que tu responsabilidad está aquí. —Bebió un poco de vino y se secó los
labios con la servilleta—. Si crees que estamos equivocados en algunos puntos
menores, puedes sentarte en el Alto Consejo algún día y corregirlos. —Sonrió—.
¿Estás interesado en arquitectura o planificación urbana por casualidad?
Chip lo miró fijamente y, al cabo de un momento, dijo:
—En una o dos ocasiones pensé en diseñar edificios.
—Uni cree que de momento deberías estar en el Consejo de Arquitectura —dijo
Wei—. Estúdialo. Habla con Madhir, el responsable de esa área. —Pinchó unas
cebollitas y se las llevó a la boca.
—En realidad no sé nada... —dijo Chip.
—Puedes aprender, si estás interesado. —Wei cortó otro trozo de bistec—. Hay
mucho tiempo.
Chip siguió mirándole fijamente.
—Sí —dijo—. Parece que los programadores viven más de sesenta y dos años,
incluso más de sesenta y tres.
—Los miembros excepcionales tienen que ser conservados durante tanto tiempo
como sea posible —reconoció Wei—. En bien de la Familia. —Se metió otro trozo de
bistec en la boca y masticó, sin dejar de mirar a Chip con sus rasgados ojos—. ¿Te
gustaría oír algo increíble? —dijo—. Es casi seguro que tu generación de
programadores vivirá indefinidamente. ¿No es algo fantástico? Nosotros los viejos
vamos a morir antes o después..., los médicos dicen que quizá no, pero Uni asegura
que sí. Vosotros los jóvenes, en cambio, tenéis todas las probabilidades de no morir.

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Nunca.
Chip se llevó un trozo de bistec a la boca y masticó lentamente.
—Supongo que es un pensamiento inquietante —dijo Wei—. Se volverá más
atractivo a medida que te vayas haciendo viejo.
Chip tragó lo que tenía en la boca. Miró a Wei, contempló su pecho cubierto de
seda gris, examinó de nuevo su rostro.
—Ese miembro —dijo—, el atleta vencedor, ¿murió de muerte natural o lo
mataron?
—Lo mataron —dijo Wei—. Con su permiso, por supuesto. Dado libremente,
incluso ansiosamente.
—Por supuesto —dijo Chip—. Estaba tratado.
—¿Un atleta? —se sorprendió Wei—. Muy poco. No, se sintió orgulloso de en
qué iba a convertirse..., de aliarse conmigo. Su única preocupación era si yo iba a
mantenerlo «en condiciones»..., una preocupación que, me temo, era justificada.
Descubrirás que los niños, los miembros ordinarios de aquí, se disputan entre sí el
honor de ceder partes de sí mismos para trasplantes. Si desearas reemplazar ese ojo,
por ejemplo, se deslizarían hasta tu habitación y te suplicarían que les concedieras el
honor. —Se llevó una rodaja de calabaza a la boca.
Chip se agitó en su silla.
—Mi ojo no me preocupa —dijo—. Me gusta.
—No debería ser así —murmuró Wei—. Si no pudiera hacerse nada al respecto,
entonces resultaría justificado que lo aceptases. Pero ¿una imperfección que puede
remediarse? Eso no debemos aceptarlo nunca. —Cortó un trozo de bistec—. «Una
meta, una única meta, para todos nosotros: la perfección.» Todavía no la hemos
alcanzado, pero algún día lo lograremos: una Familia mejorada genéticamente, de
modo que los tratamientos ya no sean necesarios; un cuerpo de programadores
eternos, de modo que las islas también puedan ser unificadas; la perfección en la
Tierra y avanzando «hacia fuera, hacia fuera, hacia las estrellas». —Su tenedor, con
un trozo de bistec en él, se detuvo delante de sus labios. Miró al frente y añadió—:
Soñé en ello cuando era joven: un universo lleno de gente amante, no egoísta, gentil,
dispuesta a ayudarse entre sí. Viviré para verlo. Debo vivir para verlo.

Aquella tarde Dover condujo a Chip y a Karl por todo el complejo. Les mostró la
biblioteca, el gimnasio, la piscina y el jardín.
—¡Cristo y Wei! —exclamaron tanto Chip como Karl al ver el jardín.
—Aguardad a ver la puesta de sol y las estrellas.
También visitaron la sala de música, el teatro, los salones, el comedor y la cocina.
—No sé, de alguna parte —dijo un miembro, una mujer, mirando a otro miembro
que sacaba un fardo de lechuga y limones de una carretilla metálica—. Cualquier
cosa que necesitamos la pedimos, y llega —le dijo sonriendo—. Pregunta a Uni.

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Había cuatro niveles, comunicados entre sí por pequeños ascensores y estrechas
escaleras. El medicentro estaba en el nivel del fondo. Unos médicos llamados
Boroviev y Rosen, hombres de movimientos jóvenes con rostros arrugados y de
aspecto tan viejo como el de Wei, les dieron la bienvenida, los examinaron y les
aplicaron infusiones.
—Podemos sustituir tu ojo sin problemas, ¿sabes? —dijo Rosen a Chip.
—Lo sé —respondió Chip—. Gracias, pero no me molesta.
Fueron a nadar a la piscina. Mientras Dover nadaba con una alta y hermosa mujer
a la que Chip había visto aplaudir la noche anterior, él y Karl se sentaron en el borde
de la piscina y los contemplaron.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Chip.
—No lo sé —respondió Karl—. Complacido, por supuesto, y Dover dice que eso
es todo lo que se necesita y que nuestro deber es ayudar, pero..., no sé. Aunque sean
ellos quienes gobiernan, Uni sigue siendo Uni, ¿no?
—Sí —dijo Chip—. Así lo creo yo también.
—Hubiera sido un caos ahí arriba si hubiéramos conseguido lo que habíamos
planeado —dijo Karl—, pero finalmente se hubiera arreglado, más o menos. —Negó
con la cabeza—. Honestamente, no sé, Chip. Cualquier sistema que establezca la
Familia por sí misma será mucho menos eficiente que el de Uni, que es el de esa
gente; eso no puedes negarlo.
—No, no puedo —reconoció Chip.
—¿No es fantástico el tiempo que viven? —dijo Karl—. Todavía no puedo
acostumbrarme al hecho de que... Mira esos pechos, ¿quieres? ¡Cristo y Wei!
Una mujer de piel clara y redondeados pechos se lanzó a la piscina desde el otro
lado.
—Ya hablaremos un poco más luego, ¿de acuerdo? —Se deslizó en el agua.
—Seguro, tenemos mucho tiempo —dijo Chip.
Karl sonrió, agitó los pies y se alejó nadando suavemente.
A la mañana siguiente Chip abandonó su habitación y recorrió el pasillo
enmoquetado en verde con los cuadros colgando que conducía a una puerta de acero.
No había ido muy lejos cuando se encontró con Dover.
—Hola, hermano —dijo, y echó a andar junto a él.
—Hola —dijo Chip. Miró de nuevo hacia adelante y, mientras andaba, dijo—:
¿Estoy siendo vigilado?
—Sólo cuando vas en esta dirección —indicó Dover.
—No podría hacer nada con mis manos desnudas, aunque quisiera —observó
Chip.
—Lo sé —reconoció Dover—. El viejo toma precauciones, su mentalidad es pre-
U. —Se dio unos golpecitos en la sien y sonrió—. Sólo será por unos días.

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Llegaron al final del corredor. La puerta de acero se deslizó a un lado y se abrió.
Un pasillo de baldosas blancas se extendía al otro lado; un miembro vestido de azul
tocó un escáner y cruzó otra puerta.
Dieron la vuelta y regresaron sobre sus pasos. La puerta susurró tras ellos.
—Ya verás todo esto —dijo Dover—. Probablemente el mismo Wei te lo
enseñará. ¿Quieres ir al gimnasio?
Por la tarde Chip acudió a las oficinas del Consejo de Arquitectura. Un hombre
viejo, bajo y alegre, le reconoció y le dio la bienvenida: Madhir, el jefe del Consejo.
Parecía tener más de cien años, sus manos también...; todo él aparentemente. Presentó
a Chip a los otros miembros del Consejo: una mujer vieja llamada Sylvie, un hombre
de pelo rojizo de unos cincuenta años cuyo nombre Chip no captó y una mujer bajita
pero hermosa llamada Gri-gri. Chip tomó café con ellos y comió un trozo de pastel
relleno de crema. Le mostraron un conjunto de planos que estaban examinando,
esquemas hechos por Uni para la reconstrucción de las ciudades G-3. Hablaron
acerca de si los esquemas deberían ser rehechos según diferentes especificaciones,
hicieron preguntas a un telecomp y se mostraron en desacuerdo con la relevancia de
sus respuestas. La mujer de mayor edad, Sylvie, dio una explicación punto por punto
de por qué tenía la impresión de que los esquemas eran innecesariamente monótonos.
Madhir le preguntó a Chip su opinión. Éste dijo que no tenía ninguna. La mujer más
joven, Gri-gri, le sonrió invitadoramente.
Hubo una fiesta en el salón principal aquella noche.
—¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo!
Karl gritó en el oído de Chip:
—¡Te diré una cosa que no me gusta de este lugar! ¡No hay whisky! ¿No es un
fallo? Si el vino está bien, ¿por qué no el whisky?
Dover estaba bailando con la mujer que se parecía a Lila (en realidad no, no era ni
la mitad de hermosa). Había gente con que Chip se había sentado en las comidas y
encontrado en el gimnasio o la sala de música, que había visto en una u otra parte del
complejo, o que no había visto antes. Eran más de los que había visto la otra noche
cuando él y Karl habían entrado; casi un centenar. Además había miembros vestidos
de paplón blanco llevando bandejas entre ellos.
—¡Feliz año U! —le dijo alguien, una mujer mayor que se había sentado en su
mesa en el almuerzo, Hera o Hela—. ¡Ya casi estamos en el 172!
—Sí —dijo él—, sólo falta media hora.
—¡Ahí está! —dijo ella, y se alejó. Wei había aparecido en la puerta, vestido de
blanco, y la gente se arremolinó alrededor de él. Estrechó sus manos y besó sus
mejillas, su arrugado rostro hendido por una sonrisa, radiante, sus ojos perdidos entre
las arrugas. Chip se alejó de él entre la multitud y se dio la vuelta. Gri-gri le hizo
señas con la mano, dando saltitos para verle por encima de la gente que los separaba.

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Le devolvió el saludo, sonrió y siguió su camino.
Pasó el día siguiente, el día de la Unificación, en el gimnasio y la biblioteca.

Acudió a algunas de las discusiones vespertinas de Wei. Se celebraban en el


jardín, un lugar agradable. La hierba y los árboles eran reales, y las estrellas y la luna
eran casi reales: la luna cambiaba de fase pero nunca de posición. De tanto en tanto
sonaban trinos de pájaros, acompañados por suaves soplos de brisa. Normalmente
asistían a las discusiones quince o veinte programadores, que tomaban asiento en
sillas o se sentaban sobre la hierba. Wei, en una silla, era casi el único que hablaba.
Ampliaba las citas de La sabiduría viva y llevaba diestramente las cuestiones
particulares hasta las generalidades que las abarcaban. De vez en cuando cedía la
palabra al jefe del Consejo de Educación, Gustafsen, o a Boroviev, jefe del Consejo
de Medicina, o a algún otro de los miembros del Alto Consejo.
Al principio Chip se sentó algo apartado del grupo y sólo escuchó, pero luego
empezó a hacer preguntas: por qué algunas partes, al menos, de los tratamientos no
podían ser aplicados sobre una base voluntaria; si la perfección humana no debería
incluir un cierto grado de egoísmo y agresividad; si el egoísmo, de hecho, no jugaba
un papel importante en su propia aceptación de los pretendidos «deber» y
«responsabilidad». Algunos de los programadores cercanos a él parecieron ofendidos
por estas preguntas, pero Wei las respondió paciente y de forma total; incluso pareció
que le gustaban, oía su «¿Wei?» por encima de las preguntas de los otros. Chip se
acercó un poco más.
Una noche se sentó en la cama, encendió un cigarrillo y fumó en la oscuridad.
La mujer que estaba tendida a su lado acarició su espalda.
—Es lo correcto, Chip —dijo—. Es lo mejor para todo el mundo.
—¿Acaso lees las mentes? —preguntó.
—A veces —dijo ella. Se llamaba Deirdre y estaba en el Consejo Colonial. Tenía
treinta y ocho años, su piel era clara, y aunque no era especialmente hermosa, sí era
sensible, esbelta y una buena compañía.
—Estoy empezando a pensar qué es realmente lo mejor —dijo Chip—, y no sé si
me estoy convenciendo por la lógica de Wei o por las langostas, Mozart y tu
compañía. Sin mencionar la perspectiva de una vida eterna.
—Eso me asusta —dijo Deirdre.
—A mí también —reconoció Chip.
Ella siguió acariciando su espalda.
—A mí me costó dos meses calmarme —dijo.
—¿Es así como piensas en ello? —murmuró él—. ¿En calmarte?
—Sí —respondió ella—. Y madurar. Enfrentándome a la realidad.
—Entonces, ¿por qué tienes una sensación como de renunciar a algo? —preguntó
Chip.

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—Acuéstate —respondió Deirdre.
Apagó el cigarrillo en el cenicero, que dejó en la mesilla de noche, se echó hacia
atrás y se volvió hacia ella. Se abrazaron y besaron.
—En realidad —dijo ella— es lo mejor para todo el mundo, a largo plazo.
Mejoraremos gradualmente las cosas trabajando en nuestros propios consejos.
Se besaron y acariciaron. Después apartaron las sábanas y ella pasó su pierna por
encima de la cadera de Chip. La erección de él se deslizó fácilmente dentro de ella.

Estaba sentado en la biblioteca una mañana cuando una mano se apoyó en su


hombro. Miró alrededor sobresaltado; y Wei estaba allí. Se inclinó, echó a Chip a un
lado y apoyó la cabeza en el cono del visor.
Al cabo de un momento dijo:
—Bien, has acudido al hombre correcto. —Mantuvo su rostro en el visor durante
otro momento, luego se enderezó y retiró la mano del hombro de Chip y sonrió—.
Lee también a Liebman —dijo—. Y a Okida y Marcuse. Te prepararé una lista de
títulos y te la daré en el jardín esta tarde. ¿Estarás allí?
Chip asintió.

Sus días entraron en una rutina: las mañanas en la biblioteca, las tardes en el
Consejo. Estudió métodos de construcción y planificación de ambientes; examinó
esquemas de producción en fábricas y esquemas de circulación en edificios
residenciales. Madhir y Sylvie le mostraron planos de edificios en construcción y de
otros planificados para el futuro, de ciudades como las que ya existían y maquetas de
plástico de las urbes del futuro. Era el octavo miembro del Consejo. De los otros
siete, tres se sentían inclinados a discutir los diseños de Uni y cambiarlos, y cuatro,
incluido Madhir, preferían aceptarlos sin discutir. Las reuniones formales se
celebraban los viernes por la tarde; en las demás ocasiones, raras veces podían
encontrarse más de cuatro o cinco de los miembros en las oficinas. Una vez
únicamente acudieron Chip y Gri-gri, que terminaron entrelazados en el sofá de
Madhir.
Tras el Consejo, Chip iba al gimnasio y la piscina. Comía con Deirdre, Dover, la
mujer de turno de éste y cualquier otro que se uniera a ellos..., a veces Karl, que
estaba en el Consejo de Transportes y resignado al vino.
Un día de febrero Chip preguntó a Dover si era posible ponerse en contacto con el
que fuera que le había reemplazado en Libertad y saber si Lila y Jan estaba bien, y si
Julia se estaba ocupando de ellos como había prometido que lo haría.
—Por supuesto —dijo Dover—. No hay ningún problema.
—¿Lo harás, entonces? —preguntó Chip—. Te lo agradeceré.
Unos días más tarde Dover encontró a Chip en la biblioteca.
—Todo está bien —dijo—. Lila permanece en casa, compra comida y paga el

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alquiler, de modo que Julia debe estar ocupándose de todo.
—Gracias, Dover —dijo Chip—. Estaba preocupado.
—Nuestro hombre allí se ocupará también de ella —dijo Dover—. Si necesita
alguna cosa, el dinero puede llegarle por correo.
—Eso es estupendo —dijo Chip—. Wei me habló de ello. —Sonrió—. Pobre
Julia, tener que mantener a todas esas familias cuando en realidad no es necesario. Si
lo supiera, sufriría un ataque.
Dover sonrió.
—Seguro que sí —dijo—. Por supuesto, no todos los que salieron consiguieron
llegar hasta aquí, así que en algunos casos sí es necesario.
—Tienes razón —admitió Chip—. No había pensado en ello.
—Te veré en la comida.
—De acuerdo —dijo Chip—. Gracias.
Dover se fue, y Chip se volvió de nuevo hacia el visor e inclinó la cabeza sobre el
cono. Apoyó el dedo en el botón de la página siguiente y al cabo de un momento lo
pulsó.

Empezó a hablar en las reuniones del Consejo y a hacer menos preguntas en las
discusiones con Wei. Circuló una petición para reducir los días de las galletas totales
a uno al mes; dudó, pero la firmó. Pasó de Deirdre a Blackie, de ésta a Nina y
finalmente de nuevo a Deirdre. Escuchó en los salones más pequeños las habladurías
sobre sexo y los chistes sobre los miembros del Alto Consejo. Se aficionó a hacer
aviones de papel y luego a hablar idiomas pre-U (français se pronunciaba «fransé»,
aprendió).
Una mañana despertó temprano y fue al gimnasio. Wei estaba allí haciendo
flexiones y levantando pesas, brillante de sudor, fuertes músculos, caderas estrechas.
Llevaba suspensorios negros y algo blanco atado en torno al cuello.
—Otro pájaro madrugador, buenos días —dijo, flexionando las piernas hacia uno
y otro lado al tiempo que alzaba las pesas hacia los lados y las juntaba encima de su
cabeza de cabellos blancos.
—Buenos días —dijo Chip. Fue a un lado del gimnasio, se quitó la bata y la colgó
de una percha. Otra bata azul estaba colgada unas perchas más allá.
—No estuviste en la discusión de anoche —dijo Wei.
Chip se volvió hacia él.
—Había una fiesta —dijo, mientras se quitaba las sandalias—. El cumpleaños de
Patya.
—Es cierto —dijo Wei, flexionando las piernas, levantando las pesas—. Lo
mencioné.
Chip se dirigió a una cinta, la puso en marcha y empezó a trotar. La cosa blanca
en torno al cuello de Wei era una banda de seda, apretadamente anudada.

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Wei dejó de hacer flexiones y colocó las pesas en su sitio, después cogió una
toalla colgada de una de las barras de las paralelas.
—Madhir teme que te estés volviendo un radical —dijo sonriendo.
—No sabe ni la mitad de ello —dijo Chip.
Wei lo observó sonriendo aún mientras se secaba con la toalla los musculosos
hombros y los sobacos.
—¿Haces ejercicio todas las mañanas? —preguntó Chip.
—No, sólo una o dos veces a la semana —respondió Wei—. No soy atlético por
naturaleza. —Se frotó la espalda con la toalla.
Chip siguió trotando.
—Wei, hay algo que me gustaría hablar contigo —dijo.
—¿Sí? —inquirió Wei—. ¿De qué se trata?
Chip dio un paso hacia él.
—Cuando llegué aquí —dijo— y comimos juntos...
—¿Sí? —repitió Wei.
Chip carraspeó y dijo:
—Señalaste que, si yo lo deseaba, podía hacer que me reemplazaran este ojo.
Rosen me dijo lo mismo.
—Sí, claro —admitió Wei—. ¿Quieres que lo hagamos?
Chip le miró, inseguro.
—No sé, parece como una... vanidad —murmuró—. Pero siempre he sido
consciente de él...
—No es vanidad corregir un defecto —dijo Wei—. Es negligencia no hacerlo.
—¿No podría ponerme lentillas? —insinuó Chip—. ¿Unas lentillas castañas?
—Sí, puedes —dijo Wei—, si quieres disimularlo sin corregirlo.
Chip apartó la vista, luego volvió a mirarle.
—De acuerdo —dijo—. Me gustaría hacerlo.
—Espléndido —sonrió Wei—. Yo he cambiado dos veces de ojos. La visión es
algo turbia durante los primeros días, pero eso es todo. Baja al medicentro esta
mañana. Le diré a Rosen que haga el trasplante él mismo, tan pronto como sea
posible.
—Gracias —dijo Chip.
Wei se puso la toalla en torno a su cuello vendado de blanco, se volvió hacia las
paralelas, y se izó, con los brazos tensos en ellas.
—No digas nada de esto a nadie —advirtió, andando con las manos sobre las
paralelas—, o los niños empezarán a importunarte.
Tras la operación, Chip se contempló en el espejo: sus dos ojos eran castaños.
Sonrió, retrocedió un paso y volvió a acercarse. Se observó primero de un lado, luego
del otro, y sonrió.

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Cuando acabó de vestirse, se miró de nuevo.
Deirdre, desde el salón, dijo:
—¡Mejoras terriblemente! ¡Tu aspecto es magnífico! ¡Karl, Gri-gri, venid a mirar
el ojo de Chip!

Los miembros les ayudaron a vestirse pesados chaquetones verdes fuertemente


acolchados y con capucha. Los cerraron y se pusieron unos gruesos guantes verdes,
después un miembro abrió la puerta. Wei y Chip entraron.
Caminaron uno al lado del otro a lo largo de un pasillo entre las paredes de acero
de los bancos de memoria, con su aliento formando nubecillas ante su nariz y boca.
Wei habló de la temperatura interna de los bancos y del peso y número de cada uno
de ellos. Tomaron un pasillo más estrecho, cuyas paredes de acero se extendían ante
ellos hasta convergir en un distante cruce.
—Estuve una vez aquí, cuando era niño —dijo Chip.
—Dover me lo dijo —respondió Wei.
—Entonces me asustó —reconoció Chip—. Pero había en ello como una especie
de... majestad, de orden y precisión...
Wei asintió. Tenía los ojos brillantes.
—Sí —dijo—. Yo siempre busco excusas para entrar.
Giraron hacia otro pasillo transversal, pasaron junto a una columna y giraron de
nuevo para tomar otro largo y estrecho pasillo entre hileras apretadas, espalda contra
espalda, de bancos de memoria.
De nuevo en mono, miraron hacia el interior de un enorme pozo redondo y
profundo, protegido por una barandilla. En este pozo se hallaban los alojamientos de
acero y cemento unidos por enormes brazos azules que enviaban gruesas ramas
azules hacia arriba, las cuales se bifurcaban una y otra vez en el bajo y brillante
techo.
—Creo que tenías un interés especial en las plantas de refrigeración —dijo Wei
sonriendo, y Chip se sintió incómodo.
Una columna de acero se alzaba a un lado del pozo. Más allá había un segundo
pozo rodeado por una barandilla del que brotaba otro árbol azul, y a continuación se
veía otra columna y otro pozo. La estancia era enorme, fría y silenciosa. El equipo
transmisor-receptor se alineaba en dos de sus largas paredes, lleno de pequeñas luces
rojas y brillantes. Unos miembros vestidos de azul extraían y reemplazaban dos
paneles verticales de jaspeado negro y oro. Las cuatro cúpulas rojas de los reactores
se alzaban a un extremo de la sala y, más allá de ellos, tras un cristal, media docena
de programadores estaban sentados ante una consola redonda leyendo en micrófonos,
pasando páginas.
—Aquí lo tienes —dijo Wei.
Chip miró alrededor. Movió la cabeza en un gesto de admiración y dejó escapar el

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aliento.
—¡Cristo y Wei! —exclamó.
Wei rió alegremente.
Se quedaron un rato más. Fueron de un lado para otro, observaron y hablaron con
algunos de los miembros. Al finalizar la visita, abandonaron la estancia y recorrieron
de nuevo los corredores de baldosas blancas. Una puerta de acero se deslizó hacia un
lado ante ellos, la cruzaron y caminaron juntos por el enmoquetado pasillo del otro
lado.

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5
A principios de septiembre de 172, un grupo de siete hombres y mujeres,
acompañados por una «pastora» llamada Anna, partieron de las islas Andaman en la
bahía de la Estabilidad para atacar y destruir Uni. Los anuncios de sus progresos
fueron comunicados en el comedor de los programadores a la hora de las comidas.
Dos miembros del grupo «fracasaron» en el aeropuerto en SEA77120 (gestos de
negación con las cabezas y suspiros de decepción) y otros dos al día siguiente en un
autopuerto en EUR46209 (gestos de negación con las cabezas y suspiros de
decepción). La tarde del jueves 10 de septiembre, los otros tres —un hombre y una
mujer jóvenes y un hombre más viejo— entraron en fila en el salón principal con las
manos en las cabezas y expresión furiosa y asustada. Tras ellos, una fornida mujer
guardó sonriente una pistola.
Los tres miraron estúpidamente alrededor, y los programadores, Chip y Deirdre
entre ellos, se levantaron, rieron y aplaudieron. Chip rió estruendosamente, aplaudió
fuerte. Todos los programadores rieron estruendosamente y aplaudieron fuerte
mientras los recién llegados bajaban las manos y se miraban entre sí y a su pastora,
que reía y aplaudía también.
Wei, vestido con un mono verde ribeteado de oro, se dirigió sonriente hacia ellos
y estrechó sus manos. Los programadores se acallaron unos a otros. Wei se tocó el
cuello y dijo:
—De aquí para arriba, al menos. De aquí para abajo... —Los programadores
rieron y sisearon otra vez. Se acercaron más, para escuchar, para felicitar.
Al cabo de unos minutos la mujer fornida se apartó del grupo y abandonó el
salón. Giró a la derecha y se dirigió hacia una estrecha escalera mecánica ascendente.
Chip fue tras ella.
—Felicidades —dijo.
—Gracias —respondió la mujer. Le miró y sonrió cansadamente. Tendría unos
cuarenta años, llevaba la cara sucia y sus ojos mostraban círculos oscuros—.
¿Cuándo viniste?
—Hará unos ocho meses —dijo Chip.
—¿Con quién? —La mujer subió a la escalera mecánica.
Chip subió tras ella.
—Con Dover —dijo.
—Vaya —murmuró ella—. ¿Todavía está aquí?
—No —dijo Chip—. Fue enviado de nuevo el mes pasado. Tu gente no vino con
las manos vacías, ¿verdad?
—Me hubiera gustado que lo hubieran hecho —rezongó la mujer—. El hombro
me está matando. Dejé las bolsas junto al ascensor. Voy a ir a recogerlas ahora. —

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Salió de la escalera mecánica y siguió andando.
Chip fue con ella.
—Te echaré una mano —dijo.
—No te preocupes. Cogeré a uno de los chicos —dijo la mujer, girando hacia la
derecha.
—No, no me importa hacerlo —dijo Chip.
Avanzaron por un corredor junto a la pared de cristal de la piscina.
—Ahí es donde voy a estar dentro de quince minutos —dijo la mujer, señalando
con un movimiento de la cabeza.
—Me apunto —dijo Chip.
La mujer le miró.
—De acuerdo —dijo.
Boroviev y un miembro aparecieron en el corredor. Se dirigieron hacia ellos.
—¡Hola, Anna! —dijo Boroviev, con ojos chispeantes en su arrugado rostro. El
miembro, una muchacha, sonrió a Chip.
—¡Hola! —dijo la mujer, estrechando la mano de Boroviev—. ¿Cómo estás?
—Estupendo —dijo Boroviev—. Pareces cansada.
—Lo estoy.
—Pero ¿todo ha ido bien?
—Sí —dijo la mujer—. Están abajo. Ahora voy a desembarazarme de las bolsas
de viaje.
—¡Descansa un poco!
—Eso es lo que pienso hacer —sonrió la mujer—. Seis meses de descanso.
Boroviev sonrió a Chip, tomó la mano de la muchacha y siguió corredor adelante.
La mujer y Chip reanudaron su camino hacia la puerta de acero que había al final del
corredor. Cruzaron el arco que conducía al jardín, donde alguien cantaba y tocaba una
guitarra.
—¿Qué tipo de bombas llevaban? —preguntó Chip.
—Muy toscas, de plástico —dijo la mujer—. Las arrojas y bum. Me alegrará
librarme de ellas.
La puerta de acero se deslizó hacia un lado, la traspasaron y giraron a la derecha.
El corredor de baldosas blancas se extendía ante ellos, a la izquierda se veían puertas
provistas de escáners.
—¿En qué Consejo estás? —preguntó la mujer.
—Espera un momento —dijo Chip. Se detuvo y la sujetó del brazo.
La mujer paró su marcha y al volverse hacia Chip, éste la golpeó fuertemente en
el estómago. Sujetó su rostro con una mano y estrelló su cabeza contra la pared. La
dejó vencerse hacia adelante, volvió a golpearla contra la pared y finalmente la soltó.
Se deslizó lentamente hacia el suelo —una baldosa se había roto— y quedó tendida

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medio de costado, con una rodilla levantada y los ojos cerrados.
Chip se dirigió a la puerta más cercana y la abrió. Dentro había un cuarto de baño
con dos lavabos. Sujetando la puerta con el pie, cogió a la mujer por los sobacos. Un
miembro apareció en el corredor y se le quedó mirando, era un muchacho de unos
veinte años.
—Ayúdame —dijo Chip.
El muchacho se acercó, con el rostro pálido.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—Sujeta sus piernas —dijo Chip—. Se desmayó.
Llevaron a la mujer al interior del cuarto de baño y la depositaron en el suelo.
—¿No deberíamos llevarla al medicentro? —preguntó el muchacho.
—Lo haré dentro de un momento —dijo Chip. Se puso de rodillas al lado de la
mujer, buscó en el bolsillo de su mono de paplón amarillo y extrajo una pistola.
Apuntó con ella al muchacho—. Vuélvete de cara a la pared —dijo—. No hagas
ningún ruido.
El muchacho le miró con ojos muy abiertos y se apresuró a volverse cara a la
pared entre los lavabos.
Chip se puso en pie, cambió la pistola de mano y, sujetándola por el cañón, pasó
por encima de la mujer. Alzó la pistola y golpeó al muchacho en la cabeza con la
culata. El golpe lo hizo caer de rodillas y dio con la cabeza contra la pared. Entre el
corto pelo negro se vio un hilo rojo de sangre.
Chip apartó la vista y miró la pistola. Volvió a cogerla por la culata, soltó el
seguro y apuntó hacia la pared trasera del cuarto de baño: un breve rayo rojo apareció
y desapareció, quebró una baldosa de la pared e hizo brotar una pequeña nubecilla de
polvo debido a la perforación. Se guardó la pistola en el bolsillo, pero no dejó de
sujetarla dentro de él. Cruzó de nuevo por encima de la mujer y se dirigió hacia la
puerta.
Salió al pasillo, cerró la puerta tras él y caminó rápidamente, siempre con la
pistola en la mano dentro del bolsillo. Llegó al extremo del corredor y giró a la
izquierda.
Un miembro que avanzaba hacia él sonrió.
—Hola, Padre —dijo.
Chip asintió con la cabeza al pasar a su lado.
—Hijo —murmuró.
Ante él había una puerta en la pared de la derecha. Fue hacia ella, la abrió y entró.
Cerró la puerta y se detuvo en un oscuro pasillo. Sacó la pistola.
Al otro lado, bajo un techo que apenas brillaba, estaban los bancos de memoria
para los visitantes, rosas, marrones y naranjas, la cruz dorada y la hoz, el reloj en la
pared: «9.33, jue 10 sep 172 A.U.»

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Se dirigió a la izquierda, pasó las otras exhibiciones, apagadas, dormidas, más
visibles por momentos a la luz de una puerta abierta en el vestíbulo.
Fue hacia aquella puerta.
En el suelo, en el centro del vestíbulo, había tres bolsas de viaje, una pistola y dos
cuchillos. Otra bolsa de viaje estaba cerca de las puertas del ascensor.

Wei se reclinó en su asiento, sonriente, y dio una chupada a su cigarrillo.


—Creedme —dijo—, así es cómo se siente todo el mundo en este punto. Pero
incluso los más reacios y testarudos terminaban dándose cuenta de que nuestra
actitud es sabia y está cargada de razón. —Miró a los programadores que estaban de
pie tras el grupo de sillas—. ¿No es así, Chip? —preguntó—. Díselo. —Miró
alrededor, sonriente.
—Chip salió —dijo Deirdre.
—Detrás de Anna —añadió otro programador.
—Lo siento, Deirdre —dijo alguien sonriendo.
—No fue detrás de Anna; simplemente salió. Volverá en cualquier momento —
dijo Deirdre.
—Un poco jadeante, supongo —añadió alguien.
Wei contempló su cigarrillo, se inclinó y lo aplastó en un cenicero.
—Todo el mundo aquí os confirmará lo que he dicho —dijo a los recién llegados,
y añadió con una sonrisa—: Ahora disculpadme, por favor. Volveré dentro de un
momento. No os levantéis. —Se puso en pie, y los programadores le abrieron paso.

La mitad de la bolsa de viaje estaba llena de paja, mantenida en su lugar por un


trozo de madera divisoria; al otro lado, cables, herramientas, papeles, galletas totales,
de todo. Retiró la paja de las otras maderas que dividían el espacio dentro de la bolsa
formando compartimientos cuadrados llenos también de paja. Metió el dedo en uno,
pero sólo encontró paja y un hueco. En otro, en cambio, había algo de superficie
blanda pero firme. Retiró la paja y sacó un objeto parecido a una pelota pesada y
blancuzca, era como un puñado de arcilla con paja pegada a su superficie. La
depositó en el suelo y cogió otras dos bolas iguales a la primera. Encontró otro
compartimiento vacío, y finalmente halló la cuarta bomba. Rasgó el armazón de
madera de la bolsa, lo echó a un lado, y vació paja, herramientas, todo. Puso las
cuatro bombas juntas en la bolsa, abrió las otras dos bolsas, sacó las bombas que
había en ellas y las depositó con las cuatro primeras: cinco de una, seis de la otra.
Quedaban sitio para otras tres.
Se levantó y fue en busca de la cuarta bolsa que se hallaba junto a los ascensores.
Un sonido en el pasillo le hizo volverse en redondo —había dejado la pistola junto a
las bombas—, pero la puerta estaba vacía y oscura y el sonido (¿un susurro de seda?)
ya no se oía, de hecho dudó de que hubiese existido. Podía haber sido un ruido

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provocado por él mismo, percibido ampliado por sus oídos.
Sin dejar de observar la puerta, se inclinó sobre la bolsa, la cogió por el asa y la
llevó rápidamente junto a las otras. Se arrodilló de nuevo y acercó la pistola a su lado.
Abrió la bolsa, sacó la paja y alzó tres bombas, que colocó junto a las otras. Tres
hileras de seis. Las cubrió y cerró la bolsa, luego la cogió por el asa y la colgó en su
hombro. Apoyó cuidadosamente la bolsa contra su cadera. Las bombas en su interior
se desplazaron, pesadas, al asentarse en sus lugares.
La pistola que había en una de las bolsas era un rayo L, pero parecía más nueva
que la que le había quitado a Anna. La cogió y la abrió. En el lugar del generador
había una piedra. Volvió a dejar la pistola, tomó uno de los cuchillos —mango negro,
pre-U, de hoja gastada pero muy afilada— y lo deslizó en el bolsillo de la derecha de
su mono. Con la pistola que funcionaba en la mano y sujetando por debajo la bolsa
con los dedos, se puso en pie, pasó por encima de una de las bolsas vacías y se dirigió
rápidamente hacia la puerta.
Fuera sólo había oscuridad y silencio. Aguardó hasta que pudo ver con más
claridad y entonces se dirigió hacia la izquierda. Un enorme telecomp colgaba de la
pared (¿no estaba roto ya cuando había estado allí la otra vez?), pasó junto a él y se
detuvo. Había alguien tendido cerca de la pared de enfrente, inmóvil.
Pero no, era una camilla, dos camillas, con almohadas y mantas. Las mantas con
las que Papá Jan y él se habían protegido aquella lejana vez. Presumiblemente incluso
las mismas.
Se detuvo unos instantes, de pie, recordando.
Luego siguió adelante. Hacia la puerta. La puerta por la que Papá Jan le había
empujado. Y el escáner a su lado, el primero que había pasado sin tocar. ¡Qué
aterrador había sido!
«Esta vez no vas a tener que empujarme, Papá Jan», pensó.
Abrió ligeramente la puerta, atisbo el descansillo —brillantemente iluminado,
vacío— y entró.
Bajó por las escaleras hacia el frío. Rápidamente, pues sabía que el muchacho y la
mujer podían recobrar el sentido en cualquier momento y dar la alarma.
Pasó frente a la puerta que conducía al primer nivel de los bancos de memoria.
Y al segundo.
Y llegó al final de las escaleras, la puerta del nivel inferior.
Apoyó el hombro derecho en ella, con la pistola preparada, y giró el pomo con la
mano izquierda.
Abrió lentamente la puerta. Luces rojas brillaban en la penumbra, era uno de los
paneles del equipo transmisor-receptor. El techo bajo resplandecía débilmente. Abrió
más la puerta. Un pozo de refrigeración rodeado por una barandilla se abría ante él.
Tenía unos brazos azules tendidos hacia arriba, más allá, se veía una columna, un

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pozo. Los reactores estaban al otro extremo de la estancia, rojas cúpulas desdobladas
en el cristal de la tenuemente iluminada sala de programación. Ningún miembro a la
vista, puertas cerradas, silencio..., tan sólo un zumbido bajo y continuo. Acabó de
abrir la puerta, se asomó a la estancia y vio el segundo panel del equipo salpicado
asimismo de luces rojas.
Acabó de entrar en la estancia, sujetó el borde de la puerta a sus espaldas y dejó
que se cerrara lentamente. Tras bajar la pistola, hizo resbalar el asa de la bolsa de su
hombro y la depositó suavemente en el suelo. Algo aferró su garganta y presionó su
cabeza hacia atrás. Un brazo enfundado en seda verde estaba bajo su barbilla, le
apretaba el cuello tratando de asfixiarle. La muñeca de la mano que sujetaba el arma
fue inmovilizada por unos dedos poderosos.
—Eres un mentiroso, un mentiroso —susurró la voz de Wei en su oído—. Será un
placer matarte.
Chip tiró del brazo y lo golpeó con su mano izquierda libre. Era como mármol, el
brazo de una estatua envuelto en seda. Intentó afianzar su pie dando un paso hacia
atrás para hacer palanca y librarse de Wei, pero éste retrocedió también,
manteniéndole arqueado e indefenso, arrastrándole bajo el techo resplandeciente que
daba vueltas. Le retorció la mano y se la golpeó, una y otra vez, contra la dura
barandilla. La pistola cayó y chocó contra el fondo del pozo. Chip tendió la otra mano
hacia atrás y agarró la cabeza de Wei, encontró su oreja y la retorció. Su garganta fue
aplastada más violentamente por el musculoso brazo y Chip vio ahora el techo rosa y
pulsante. Bajó su mano hasta el cuello de Wei, deslizó los dedos bajo la tira de tela,
retorció la mano en ella, apretando los nudillos tan fuerte como pudo contra la dura e
irregular cicatriz. Su mano derecha fue liberada, su izquierda apresada, y algo tiró
fuertemente de ella. Sujetó con la derecha la muñeca que presionaba contra su cuello,
tiró del brazo para abrirlo. Jadeó, tomando una enorme bocanada de aire.
Fue lanzado lejos, arrojado de bruces contra el equipo iluminado de rojo, con la
retorcida banda de tela aún enrollada en su mano. Sujetó dos manijas y arrancó un
panel, entonces se volvió hacia Wei y lo lanzó contra él, que en ese momento se
abalanzaba furiosamente hacia Chip para atacarle de nuevo. Wei apartó el panel a un
lado con un brazo y siguió avanzando, las dos manos alzadas para golpear. Chip se
agachó y levantó su brazo izquierdo. («¡Manténte agachado, Ojo Verde!» exclamó el
capitán Gold.) Los puños golpearon su brazo, pero Chip logró dar un puñetazo con
todas sus fuerzas contra el corazón de Wei, que retrocedió y le dio una patada. Chip
se apartó del panel, trazó un círculo hacia fuera, metió su entumecida mano en el
bolsillo y encontró el mango del cuchillo. Wei se lanzó contra él y le golpeó en el
cuello y los hombros. Con el brazo izquierdo alzado, Chip sacó el cuchillo rasgando
el bolsillo y golpeó a Wei en el estómago, primero sólo un poco, luego hallando
resistencia, después penetrando hasta la empuñadura en la seda. Los golpes siguieron

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lloviendo sobre él. Arrancó el cuchillo y retrocedió.
Wei permaneció donde estaba. Miró a Chip con el cuchillo en la mano, luego a sí
mismo. Tocó su cintura, retiró la mano y contempló sus dedos. Observó de nuevo a
Chip.
Éste lo rodeó, estudiándole, empuñando con fuerza el cuchillo.
Wei atacó. Chip lanzó un nuevo golpe con el cuchillo, desgarró la manga de Wei,
pero éste le sujetó el brazo con ambas manos y lo hizo retroceder contra la barandilla,
golpeándole con las rodillas. Chip agarró el cuello de Wei y apretó, apretó tan fuerte
como pudo dentro del desgarrado cuello verde y dorado. Obligó a Wei a separarse de
él, se apartó de la barandilla, y apretó, siguió apretando mientras Wei sujetaba su
brazo armado con el cuchillo. Obligó a Wei a volverse y retroceder hacia el pozo. Wei
aferraba su muñeca con una mano, la golpeó hacia abajo, pero Chip consiguió liberar
su brazo y golpeó con el cuchillo el costado de Wei, que se encogió y apoyó en la
barandilla, basculó, cayó al pozo y quedó tendido de espaldas sobre un recipiente
cilíndrico de acero. Pero finalmente resbaló y cayó al suelo. Se quedó sentado
apoyado contra una conducción azul, mirando a Chip con la boca abierta, jadeando,
mientras una mancha roja oscura en su regazo se hacía más y más grande.
Chip corrió hacia la bolsa. La recogió y regresó rápidamente por un lado de la
estancia llevando la bolsa colgada de un hombro. Guardó el cuchillo en el bolsillo,
pero estaba desgarrado y el arma cayó al suelo, sin embargo Chip no se paró a
recogerlo. Abrió la bolsa y hecho la solapa hacia atrás y hacia abajo de la tela.
Caminó de espaldas hacia el extremo del panel del equipo hasta llegar a los pozos y
las columnas que había entre ellos.
Al secarse el sudor de la boca y la frente con el dorso de la mano, vio que la tenía
ensangrentada y se la limpió en su costado.
Tomó una de las bombas de la bolsa, la echó hacia atrás por encima del hombro,
apuntó y la lanzó. Trazó un arco hasta el centro del pozo. Cogió otra bomba. Sonó un
golpe seco en el pozo, pero no se produjo ninguna explosión. Cogió la segunda
bomba y la lanzó con más fuerza.
El sonido que hizo fue más blando y sordo que el de la primera.
El pozo rodeado por la barandilla siguió como antes, con sus azules brazos
tendiéndose hacia arriba.
Chip lo miró, luego observó las blancas bombas alineadas en la bolsa con briznas
de paja pegadas en su superficie.
Tomó otra y la arrojó tan fuerte como pudo al pozo más cercano.
Sonó como la primera.
Aguardó, después avanzó cautelosamente hacia el pozo. Vio la bomba en el
alojamiento cilíndrico de acero, un bulto blanco, un pecho de arcilla blanca.
Un agudo jadeo brotó tembloroso del pozo más lejano. Wei. Se estaba riendo.

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«Esas tres eran sus bombas, las de la pastora —pensó Chip—. Quizá les hizo
algo.» Regresó al centro del panel del equipo y clavó los pies en el suelo, frente al
pozo central. Arrojó una bomba. Golpeó un brazo azul y se quedó pegada a él,
redonda y blanca.
Wei rió y jadeó. Le llegó un crujido, un sonido de movimiento, procedente del
pozo donde estaba.
Chip arrojó más bombas. «Una de ellas puede funcionar, ¡una de ellas tiene que
funcionar!» («Las arrojas y ¡bum! —había dicho la mujer—. Me alegrará librarme de
ellas.» No le hubiera mentido. ¿Qué había fallado?) Arrojó bombas a los brazos
azules y a las columnas, marcó las cuadradas columnas de acero con planos discos
blancos. Lanzó todas las «bombas», la última directamente al otro lado de la estancia;
se pegó, blanda y ancha, en el panel de equipo.
Se detuvo inmóvil, allí de pie, con la bolsa vacía en la mano.
Wei reía fuertemente.
Estaba sentado a horcajadas en la barandilla del pozo, sujetando la pistola con
ambas manos, apuntando directamente a Chip. Oscuras manchas rojas descendían por
las perneras de su mono; que se pegaban a su cuerpo. Las correas de su sandalia
estaban manchadas de rojo. Siguió riendo.
—¿Qué es lo que piensas? —preguntó—. ¿Demasiado frío? ¿Demasiado
húmedo? ¿Demasiado seco? ¿Demasiado viejas? ¿Demasiado qué? —Apartó una
mano de la pistola, se sujetó atrás y bajó de la barandilla. Pasó la pierna por encima
de ella, hizo una mueca y contuvo, silbante, el aliento—. Oh, Jesucristo —dijo—.
Dañaste realmente este cuerpo. Lo dañaste realmente. —Se irguió y sostuvo de nuevo
la pistola con las manos, frente a Chip. Sonrió—. Tengo una idea. Me darás el tuyo,
¿de acuerdo? Tú dañaste un cuerpo, tú me proporcionarás otro. Es justo, ¿no? Y...
limpio, ¡económico! Lo único que tengo que hacer es dispararte a la cabeza, muy
cuidadosamente, y luego, entre los dos, les daremos a los médicos una larga noche de
trabajo. —Sonrió más ampliamente—. Te prometo mantenerte «en condiciones»,
Chip —dijo, y avanzó con lentos y rígidos pasos, los codos pegados a los costados, la
pistola aferrada ante él, a la altura del pecho, apuntando al rostro de Chip.
Chip retrocedió contra la pared.
—Tendré que cambiar mi saludo a los recién llegados —dijo Wei—. «Desde aquí
hacia abajo soy Chip, un programador que casi me engañó con su charla y su nuevo
ojo y sus sonrisas ante el espejo.» De todos modos, no creo que tengamos más recién
llegados; el riesgo ha empezado a superar la diversión.
Chip lanzó la bolsa contra él y se agachó, saltó contra Wei y lo arrojó de espaldas
al suelo. Wei gritó, y Chip, tendido sobre él, intentó arrebatarle la pistola de la mano.
Unos rayos rojos brotaron de ella. Chip forzó la pistola contra el suelo. Rugió una
explosión. Arrancó la pistola de la mano de Wei y se apartó de él. Cuando estuvo en

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pie retrocedió y se volvió para ver qué había pasado.
Al otro lado de la estancia se abría una oquedad, el centro del panel del equipo...,
donde se había aplastado la última bomba que había lanzado, se estaba derrumbando
y aparecía lleno de humo. El polvo rielaba en el aire y un amplio arco de
ennegrecidos fragmentos sembraba el suelo.
Chip miró la pistola, luego a Wei, que apoyado sobre un codo, contemplaba el
otro lado de la estancia.
Chip retrocedió hacia el extremo de la habitación, hacia su esquina, observando
las columnas con sus manchones blancos, los brazos azules manchados también de
blanco sobre el pozo central. Alzó la pistola.
—¡Chip! —gritó Wei—. ¡Todo esto es tuyo! ¡Será tuyo algún día! ¡Ambos
podemos vivir! Chip, escúchame —se inclinó—, hay goce en poseerlo, en
controlarlo, en ser el único. Esa es la verdad absoluta, Chip. Lo comprobarás por ti
mismo. Hay goce en poseerlo.
Chip disparó hacia la columna más alejada. Un rayo rojo impactó encima de los
discos blancos, otro dio justo en el centro de uno. Una explosión llameó y rugió,
retumbó y humeó. La columna quedó ligeramente inclinada hacia el otro lado de la
estancia.
Wei gimió dolorosamente. Una puerta al lado de Chip empezó a abrirse, pero la
cerró de un empujón y se apoyó contra ella. Disparó la pistola contra las bombas
incrustadas en los brazos azules. Hubo nuevas explosiones, brotaron llamas y una
explosión más fuerte estalló abajo en el pozo, aplastándole contra la pared,
rompiendo los cristales, arrojando a Wei contra el oscilante panel del equipo,
cerrando de golpe las puertas que se habían abierto al otro lado de la estancia. Las
llamas llenaron el pozo, un enorme y palpitante cilindro amarillo naranja que
envolvió las barandillas y tamborileó contra el techo. Chip levantó un brazo tratando
de proteger su rostro del calor.
Wei se puso a gatas, finalmente logró ponerse en pie. Se tambaleó, empezó a
avanzar. Chip disparó contra su pecho; al disparar por segunda vez Wei giró sobre sí
mismo y osciló hacia el pozo. Las llamas lamieron su mono y cayó de rodillas,
después de bruces contra el suelo. Su pelo se prendió, su mono ardió.
Sonaron golpes en la puerta, y gritos tras ella. Las otras puertas se abrieron y
empezaron a entrar miembros.
—¡Quedaos atrás! —gritó Chip. Apuntó con la pistola hacia la columna más
cercana y disparó. La explosión rugió y la columna se dobló sobre sí misma.
El fuego en el pozo disminuyó de intensidad, mientras las columnas se doblaron
chirriando.
Seguían entrando miembros en la estancia.
—¡Atrás! —gritó de nuevo Chip. Retrocedieron hacia las puertas. Se dirigió hacia

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la esquina, observando las columnas y el techo. La puerta que tenía al lado se abrió.
—¡Atrás! —gritó una vez más, apretándola para volver a cerrarla.
El acero de las columnas se hendió y se curvó; un bloque de cemento resbaló y
cayó del pilar más cercano.
El ennegrecido techo cuarteado gimió, se combó y empezaron a caer fragmentos.
Las columnas cedieron y el techo se hundió. Los bancos de memoria se
estrellaron en el fondo de los pozos. Gigantescos bloques de acero se aplastaron unos
contra otros, resbalaron estruendosamente y acabaron estrellándose contra los paneles
del equipo. Rugieron nuevas explosiones en los otros dos pozos, el más cercano y el
más alejado, levantando bloques y envolviéndolos en llamas.
Chip alzó un brazo a la altura del rostro para protegerse del calor. Miró donde
había estado Wei. Había un bloque allí, cuyo borde asomaba por encima del suelo
cuarteado.
Sonaron más gemidos y crujidos provenientes de la oscuridad de arriba,
enmarcada por los bordes del agrietado techo iluminados por el fuego. Cayeron más
bancos de memoria que rebotaron sobre los que habían caído antes, se aplastaron y
reventaron. Los bancos de memoria llenaron la abertura, deslizándose, resonando.
Y la estancia, pese al fuego, se enfrió.
Chip bajó el brazo y miró... hacia las oscuras formas de los bloques de acero
iluminados por las llamas. Estaban amontonados, podía verlos a través del techo
resquebrajado. Miró y siguió mirando. Luego se dirigió a la puerta y se abrió camino
entre los alucinados miembros que contemplaban el espectáculo del interior.
Caminó con la pistola colgando a su costado por entre miembros y programadores
que corrían hacia él por los corredores de baldosas blancas, y por entre más
programadores que se precipitaban por los enmoquetados pasillos llenos de pinturas
colgadas.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Karl, deteniéndolo y sujetando su brazo.
Chip lo miró fijamente.
—Ve a verlo —dijo.
Karl lo soltó, miró la pistola, su rostro, se volvió y echó a correr.
Chip siguió andando.

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6
Se lavó, roció los hematomas de su mano y algunos cortes de su cara con
cicatrizante y se puso un mono de paplón. Mientras lo cerraba, contempló la
habitación. Había pensado coger el cobertor de la cama para que Lila lo utilizara para
hacerse vestidos, y un cuadro pequeño o algún detalle para Julia, ahora, sin embargo,
no deseaba nada de aquello. Se metió varios paquetes de cigarrillos y la pistola en los
bolsillos. La puerta se abrió y sacó de nuevo la pistola. Deirdre le miró con expresión
frenética.
Volvió a guardarse la pistola en el bolsillo.
Ella entró y cerró la puerta a sus espaldas.
—Fuiste tú —dijo.
Asintió.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho?
—Lo que tú no hiciste —dijo él—. Lo que viniste a hacer y te convencieron de
que no hicieras.
—Vine aquí para detenerlo de modo que pudiera ser reprogramado —dijo ella—,
¡no para destruirlo por completo!
—Estaba siendo reprogramado, ¿recuerdas? —dijo él—. Y aunque lo hubiera
detenido y hubiera conseguido que se llevara a cabo una auténtica reprogramación,
no sé cómo, pero si lo hubiera hecho..., al final hubiera vuelto a ser lo mismo, más
pronto o más tarde. El mismo Wei. O uno nuevo..., yo mismo. «Hay goce en
poseerlo», ésas fueron sus últimas palabras. Todo lo demás es racionalización. Y
autoengaño.
Ella desvió la mirada, estaba furiosa. Volvió a mirarle.
—Todo el lugar va a hundirse —dijo.
—No noto ningún temblor.
—Bien, todos se están marchando. La renovación de aire puede detenerse en
cualquier momento. Hay peligro de radiación.
—No pensaba quedarme —dijo Chip.
Deirdre abrió la puerta, le miró por última vez y se fue.
Salió tras ella. Los programadores corrían en ambas direcciones por el corredor.
Llevaban cuadros, fardos hechos con fundas de almohadas, dictáfonos, lámparas.
—¡Wei estaba ahí dentro! ¡Está muerto!
—¡Aléjate de la cocina, es una casa de locos!
Caminó entre ellos. Las paredes estaban desnudas excepto algunos marcos vacíos.
—¡Sirri dice que fue Chip, no los nuevos!
—... hace veinticinco años, «unifiquemos las islas, ya tenemos bastantes
programadores», pero me enseñó lo suficiente sobre egoísmo.

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Las escaleras mecánicas funcionaban. Subió al nivel superior y cruzó la puerta de
acero, medio abierta, hacia el cuarto de baño donde había dejado al muchacho y la
mujer. Ya no estaban.
Bajó un nivel. Programadores y miembros acarreando cuadros y fardos se
apelotonaban en la habitación que conducía al túnel. Se metió entre la multitud. La
puerta de acero al frente parecía bajada, pero debía estar medio alzada porque la
gente seguía avanzando lentamente.
—¡Rápido!
—¡Muévete, ¿quieres?!
—¡Oh, Cristo y Wei!
Alguien sujetó su brazo, era Madhir que le miró con ojos furiosos. Llevaba un
mantel lleno de cosas aferrado contra su pecho.
—¿Fuiste tú? —preguntó.
—Sí —dijo Chip.
Los ojos de Madhir llamearon. Tembló, enrojeció.
—¡Estás loco! —gritó—. ¡Eres un maníaco! ¡Un maníaco!
Chip liberó su brazo, se volvió y siguió andando.
—¡Aquí está! —gritó Madhir—. ¡Chip! ¡Fue él! ¡Él lo hizo! ¡Aquí está! ¡Aquí!
¡Él fue quien lo hizo!
Chip siguió avanzando con la multitud, mirando fijamente la puerta de acero que
se alzaba frente a él, sujetando la pistola en su bolsillo.
—Tú, hermano peleador, ¿estás loco?
—¡Está loco, está loco!

Recorrieron el túnel, rápidamente al principio, luego con más lentitud, una


interminable procesión de oscuras siluetas cargadas. Brillaban algunas lámparas aquí
y allá, y cada lámpara iluminaba una sección de brillante redondez plástica.
Chip vio a Deirdre sentada a un lado del túnel. Al pasar a su lado, ella le miró con
ojos petrificados. Siguió andando, con la pistola al lado.

Fuera del túnel, se sentaron y se echaron en el claro. Fumaron, comieron y


hablaron en grupos, rebuscaron en sus fardos, intercambiaron tenedores por
cigarrillos.
Chip vio cuatro o cinco camillas en el suelo, con un miembro sujetando una
lámpara a su lado y otros arrodillados.
Se metió la pistola en el bolsillo y se acercó. El muchacho y la mujer estaban
tendidos en dos de las camillas con las cabezas vendadas. Tenían los ojos cerrados y
sus pechos ascendían y descendían bajo las sábanas. Otras dos camillas estaban
ocupadas por miembros y Barlow, el jefe del Consejo de Nutrición, ocupaba una
quinta. Su aspecto era sepulcral; tenía los ojos cerrados. Rosen estaba arrodillado a su

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lado y sujetaba algo a su pecho, tras haber abierto el mono hasta la cintura.
—¿Están bien? —preguntó Chip.
—Los otros sí —dijo Rosen—. Barlow tuvo un ataque cardíaco. —Alzó la vista
hacia Chip—. Dicen que Wei estaba ahí dentro.
—Sí —dijo Chip.
—¿Estás seguro?
—Completamente —dijo Chip—. Está muerto.
—Es difícil de creer —murmuró Rosen. Agitó la cabeza, cogió algo pequeño de
manos de un miembro y lo atornilló a lo que había pegado al pecho de Barlow.
Chip observó durante unos instantes, luego se dirigió a la entrada del claro donde
se sentó en una piedra y encendió un cigarrillo. Se quitó las sandalias y fumó, sin
dejar de observar a los miembros y a los programadores que salían del túnel y
recorrían el claro en busca de algún lugar donde sentarse. Karl salió con una pintura y
un fardo.
Un miembro se le acercó. Chip sacó la pistola de su bolsillo y la depositó sobre
sus rodillas.
—¿Tú eres Chip? —preguntó el miembro. Era el más viejo de los dos que habían
llegado aquella tarde.
—Sí —dijo Chip.
El hombre se sentó a su lado. Tendría unos cincuenta años, piel muy oscura y una
pronunciada barbilla.
—Algunos están hablando de lincharte —dijo.
—Lo imaginaba —murmuró Chip—. Me marcharé dentro de un momento.
—Me llamo Luis —dijo el hombre.
—Hola —dijo Chip.
Se estrecharon la mano.
—¿Adónde piensas ir? —preguntó Luis.
—De vuelta a la isla de donde vine —respondió Chip—. Libertad. Mallorca.
Maiorca. Supongo que no sabrás por casualidad cómo pilotar un helicóptero,
¿verdad?
—No —dijo Luis—, pero no tiene que ser difícil.
—Es el aterrizaje lo que me preocupa —murmuró Chip.
—Hazlo en el agua.
—No me gustaría tampoco perder el helicóptero. Suponiendo que pueda
encontrar alguno. ¿Quieres un cigarrillo?
—No, gracias —dijo Luis.
Permanecieron sentados en silencio durante unos instantes. Chip dio una chupada
a su cigarrillo y alzó la vista.
—Cristo y Wei, auténticas estrellas —dijo—. Tenían estrellas falsas ahí abajo.

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—¿De veras? —frunció el ceño Luis.
—Sí.
Luis miró a los programadores. Movió la cabeza en un gesto de negación.
—Hablan como si la Familia fuera a morir por la mañana —dijo—. Y no es
cierto. Va a nacer.
—Nacerá para encontrarse con un montón de problemas —reconoció Chip—.
Supongo que ya han empezado. Todos los aviones deben haberse estrellado...
Luis le miró fijamente.
—Los miembros no morirán cuando se suponía que debían hacerlo...
Al cabo de un momento, Chip dijo:
—Sí. Gracias por recordármelo.
—Por supuesto, habrá problemas —reconoció Luis—. Pero hay miembros en
todas las ciudades, los subtratados, los que escriben «Pelea a Uni», que mantendrán
las cosas funcionando al principio. Y al final todo será mejor. ¡Gente viva!
—Va a ser más interesante, eso es seguro —admitió Chip. Volvió a ponerse las
sandalias.
—No vas a quedarte en tu isla, ¿verdad? —preguntó Luis.
—No lo sé —dijo Chip—. No he pensado más allá de llegar allí.
—Vuelve —murmuró Luis—. La Familia necesita miembros como tú.
—¿De veras? —Chip arqueó las cejas—. Me cambiaron un ojo ahí abajo, y no
estoy seguro de que lo hiciera solamente para engañar a Wei. —Aplastó su cigarrillo
y se puso en pie. Los programadores le miraban, les apuntó con su pistola y desviaron
rápidamente la vista.
Luis se levantó también.
—Me alegro de que las bombas funcionaran —dijo con una sonrisa—. Yo fui el
que las hizo.
—Funcionaron maravillosamente —dijo Chip—. Arrojarlas, y ¡bum!
—Bien —dijo Luis—. Escucha, no sé nada de ningún ojo, pero aterriza donde
debas y vuelve dentro de unas semanas.
—Ya veremos —dijo Chip—. Adiós.
—Adiós, hermano —dijo Luis.
Chip se volvió y salió del claro. Empezó a descender la rocosa ladera hacia el
parque.

Voló por encima de carreteras donde algunos coches avanzaban ocasionalmente


zigzagueando con lentitud por entre todos los vehículos parados; a lo largo del río de
la Libertad donde las barcazas golpeaban ciegamente contra las orillas; cruzando
ciudades donde los vagones del monorraíl colgaban inmóviles y algunos helicópteros
flotaban encima de ellos.
A medida que fue adquiriendo seguridad en el manejo del helicóptero, empezó a

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volar más bajo. Observó las plazas donde se reunían apretujadamente los miembros,
sobrevoló fábricas con sus cadenas de producción paradas, pasó por encima de
lugares donde no se movía nada excepto un miembro o dos, y sobre el río de nuevo,
por encima de un grupo de miembros que ataba una barcaza a la orilla, subía a ella y
alzaba la vista hacia el helicóptero para verlo pasar.
Siguió el curso del río hasta el mar y empezó a cruzarlo, volando bajo. Pensó en
Lila y Jan: en Lila, ante el fregadero, volviéndose sorprendida al oírle llegar. (Debería
haber cogido el cobertor, ¿por qué no lo había hecho?) ¿Estarían todavía en la
habitación? ¿Era posible que Lila, pensando que había sido atrapado y tratado y que
nunca iba a volver, se hubiera... casado de nuevo? No, nunca. (¿Por qué no? Habían
pasado casi nueve meses.) No, ella no habría hecho algo así. Ella...
Gotas de un líquido transparente golpearon la parte delantera del helicóptero y
resbalaron hacia atrás por los lados. Al principio creyó que era algo que se derramaba
desde la parte de arriba del aparato, pero entonces vio que el cielo se había vuelto
gris, gris alrededor de él y más oscuro en la lejanía, como los cielos de algunos
cuadros pre-U. Era lluvia lo que golpeaba el helicóptero.
¡Lluvia! ¡A pleno día! Voló con una sola mano, y con la yema de un dedo de la
otra siguió desde dentro del plástico el recorrido de las gotas en la parte exterior.
¡Lluvia a pleno día! ¡Cristo y Wei, qué extraño era! ¡Y qué inconveniente!
Pero también había algo agradable en ello. Algo natural.
Devolvió la mano a la palanca («No te confíes demasiado, hermano») y,
sonriendo, mantuvo el rumbo hacia adelante.

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Ira Levin (Nueva York, 27 de agosto de 1929 - Nueva York, 12 de noviembre de
2007) fue un escritor de suspense estadounidense.
Hijo de un comerciante judío, se graduó en la Horace Mann School; en la
universidad de Nueva York se licenció en Filosofía e Inglés, tras lo cual se enroló en
el ejército a comienzos de los cincuenta. Comenzó su carrera de escritor con guiones
para la televisión, tras haber sido en la misma script boy.
Su novela más popular es, sin duda Rosemary's Baby (El bebé de Rose Mary),
también titulada en España La semilla del diablo; fue adaptada al cine por Roman
Polanski interpretada por John Cassavetes y Mia Farrow; esta versión se considera un
clásico del cine de terror y narra la concepción y nacimiento en los tiempos modernos
del Anticristo desde el punto de vista de su madre, quien ignora que ha sido elegida
para ello.
Sus dos matrimonios terminaron en divorcio. Murío en 2007 y le sobreviven tres
hijos: Nicholas, Adam y Jared, además de una hermana y tres nietos.

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