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PREFACIO

¿Más democracia, más desigualdad?


D icen que en las últimas décadas del siglo xx la democracia ha triunfado a escala mundial. Sin embargo, en el mismo tiempo
también lo ha hecho la desigualdad, de manera rampante. ¿Qué es esto? La democracia no es un régimen cualquiera de
gobierno sino la mejor de las formas políticas comparadas que puede tomar el estado; la desigualdad, una afrenta o un
estigma de la condición social. Y ahora ambas vienen juntas. Mayor desigualdad social en tiempos de mayor igualdad
política, ¿se trata de una paradoja?
Ninguna paradoja, nada que debiera sorprender tanto. Aquel acompañamiento lamentable no señala tan sólo una simple
correlación intrigante: sugiere que se concretó una asociación perfectamente posible. Y quienes la descartan o esperaban otra
cosa dejaron escapar, sencillamente, tanto (1) que la democracia está siempre y por principio englobada por un orden estatal-
social mayor que el suyo, un orden en el que se encuentra incorregiblemente inscripta y la permea y la tiñe, cuanto (2) el que
ya en sí misma la democracia de nuestro tiempo no es una simple democracia. Por lo pronto, no puede serlo, esto en dos
sentidos que se penetran recíprocamente.
Uno es el sociológico, que respecta a las llamadas “condiciones de posibilidad” de la democracia, o sea a las diversas
condiciones sociales que ella requiere de modo antecedente o concomitante para poder realizarse y que hoy como antes se
hallan bastante en falta (de donde la democracia aparece en los hechos inevitable y hasta francamente limitada). El otro es el
politicológico, relativo al régimen mismo en que la llamada democracia consiste hoy en la realidad, el cual es de verdad otra
cosa: un complejo régimen mixto configurado por un entretejido de diferentes formas políticas, entre las cuales la
democracia, deficitaria o no deficitaria, es sólo una, y no siempre ni necesariamente la principal. La conclusión se sigue sola:
relacionados como están, dichos aspectos político y sociológico bien pueden resultar en lo que efectivamente han resultado, o
contribuir a ello. Hoy se está viendo que los gobiernos, las ideas políticas, los partidos y los líderes democráticos apenas
saben o pueden torcer débilmente (o resistir) esas fuerzas más generales.
Sin hablar de los factores y el ordenamiento mismo internacionales hoy tan gravitantes con el detenimiento que
merecerían, hay que decir que el pavoroso crecimiento de la desigualdad a que asistimos estos años ha respondido en gran
parte a poderosas causas económicas; me refiero a los críticos contextos y desarrollos económicos y financieros encontrados
o “heredados” y asimismo desenvueltos el último tercio del siglo en cada país y todo el orbe. Sería torpe negar la enorme
relevancia que tienen en el caso. Sin embargo, no sería menos torpe creer, como por ejemplo creían hace medio siglo los
viejos cuadros marxistas-leninistas-stalinistas más “ortodoxos” (también, en el otro extremo, hoy todavía los seguidores más
naïf del liberalismo de Adam Smith), en unas determinaciones económicas ineludibles. Creerlo nos afiliaría a una escuela
general de pensamiento muy pobre: la de quienes en una forma u otra piensan a la política y el gobierno como esferas
dependientes, privadas de toda autonomía, careciendo no ya de márgenes de maniobra sino de capacidad activa y reactiva
propias, y al estado como una maquinaria mecánica. Cuando, en rigor, nada de lo que jamás ocurre en el mundo social viene
nunca traído de una mano única, clara y distinta o invisible, ni tan sólo “por añadidura”. Nada, tampoco esta desigualdad.
Puede pensarse que la desigualdad ha aumentado pese a la democracia; que, sin ella, el panorama resultante habría sido
peor. Pero esto no cancela por fuerza la asociación Democracia-Desigualdad, y es de lo que se trata. La cuestión se presenta
más enrevesada, según ya quedó de algún modo planteado; tal como es de suyo más complejo que lo supuesto eso que
venimos llamando “democracia”.
Demos ahora nuevamente vuelta el guante, volviendo a lo anterior, lo primero. Bien que no imposible, en cualquier caso
inesperado por la mayoría, el dato de que en los últimos tiempos la desigualdad ha crecido junto con la democracia es
preocupante. Después de todo, o más bien para empezar, de la democracia se esperaba confiada y quizás crédulamente que
escapase de semejante compañía y produjera otros efectos. Quizás sin gran prisa pero también sin pausa. Aquí y allá, no en
pocos lados, al fin y al cabo ya los había producido en medida no pequeña durante las primeras décadas siguientes a la
Segunda Guerra Mundial, y eso a un ritmo llamativamente sostenido; como también, en el largo plazo, siquiera
tendencialmente, desde fines del siglo xviii en adelante en muchos países, sobre todo del hemisferio occidental.
A propósito de esa historia, Bertrand de Jouvenel había señalado ya hacia 1945, empero, lo que en México resumirían
con la frase “Sorpresas te da la vida”.1 Puntualizó entonces que, con la democracia, desde el siglo pasado habían aumentado
de modo exponencial los dos recursos y símbolos centrales del poder en el estado-nación, los recursos militares y los fiscales.
Precisamente en el tiempo de la democracia se había producido una simultánea generalización e intensificación de dos
políticas duras, las levas de soldados y las cargas impositivas, ambas afligentes en particular para el grueso de la población y
la sociedad. Coincidencia que de Jouvenel mostró no ya como un accidente casual o una mera correlación, simple
copresencia de distintas evoluciones cada una en su campo específico, sino como una relación causalmente asociada.
Dicho sea de paso, la explicación que daba De Jouvenel era bastante sencilla y nada demoníaca (para las las ciencias
sociales es obvia: extensión de la ciudadanía, los partidos de masas y los movimientos sociales, crecimiento de las demandas
sociales y el papel del estado, etcétera, a la vez que modernización cum secularización, racionalización y burocratización).
Sólo que De Jouvenel presentaba un resorte extra oculto. Según el mismo, a diferencia de la monarquía, en un estado
democrático el soberano ya no es el antiguo, señorial, sino el popular; formal y proclamadamente ha dejado de ser ese “otro”
agraviante que era un príncipe y pasado a ser “nosotros”, un nosotros insospechable, todos nosotros el pueblo. Un tal cambio
de sujeto soberano, o en todo caso de creencias y principios de legitimidad en existencia, facilitó notablemente la disposición
y aceptación general de políticas y decisiones que respondían a las nuevas necesidades estatales. Supo incluso disfrazarlas
con el traje de luces, el traje democrático.
Pero el estado no es “el doble” de la sociedad, según por un tiempo pudo o quiso creerse y entonces se creía. Se había
denunciado desde antes: no lo es ni siquiera cuando su régimen político es el democrático. Si éste es, por comparación, el
más justo y “civilizado”, tal como existe y puede existir alimenta asimismo confusiones; para empezar, el espejismo de que
expresa un autogobierno de la sociedad sólo que a través del estado, lo que es mucho menos que cierto aun en los simples
términos de autogobierno indirecto.
En verdad, estamos lejos de eso y, hasta donde hoy podemos otear el horizonte, probablemente lo estaremos por
muchísimo tiempo más. Además y por lo pronto, “estado”, según lo tiene muy claro la ciencia política, en una acepción
ineludible es de suyo sinónimo de sistema de dominación. El mismo “estado democrático” empieza así por ser una lucha
entre términos contradictorios. (Recientemente, Alain Touraine ha vuelto algo al pasar pero de manera innovativa sobre el
principio. Como no es el momento de detenernos en ello, remito a su ¿Qué es la Democracia?, pp.69-70. Lo suyo concuerda
con lo que yo mismo había expuesto en el primer volumen de Para una Teoría de la Democracia Posible, en el sentido de
que el Estado y el Gobierno, en cuanto instituídos, naturalmente tenderán pero además deben velar por sí mismos, esto en
función de la propia representación que se supone invisten de la sociedad, bien que entonces y a la vez apartándose de ella).
El antecedente sirve para entender mejor lo nuestro. Primero, como sea, insistamos en el apunte de recién, despejemos un
equívoco que sería grave. No son las virtudes innegables como tampoco las calidades civilizadas del régimen democrático las
que hay que poner en cuestión. Ni hablar de cómo se comparan con la política de las dictaduras y los totalitarismos.
Lo que está en cuestión es cómo y por qué las democracias conocidas cargan con alguna parte de la culpa por el
tremendo cuadro de desigualdad y crecimiento de la desigualdad que hoy tenemos delante nuestro. Si es cierto que han
existido y existen condicionamientos y pesadas herencias de arrastre (comenzando por la crisis de agotamiento del estado
social, y/o de bienestar, y/o nacional-popular, etcétera, desde los años ´70, y la propia situación económico-financiera
internacional), de cualquier manera parece evidente que determinados mecanismos y procesos de la o las democracias no sólo
no bastaron para evitar aquellos resultados sino que tienen que haber contribuído para llegar a ellos. Las tendencias ya llevan
suficientes años y son las que son.2 Y es prácticamente indiferente qué partidos han estado en el gobierno o han llegado a él.3
En segundo lugar, pues, lo que en cualquier caso hay para averiguar y entender es la naturaleza y la operatoria misma de
lo que podemos llamar “la democracia real”, la que (en parte porque es la “lógicamente” posible, en parte porque es la
históricamente desarrollada) da en producir resultados varios y no siempre congruentes entre sí, como también
consecuencias no sólo contradictorias sino y aun opuestas. Por ejemplo, mayor igualdad en algunas direcciones, mayor
desigualdad en determinados sentidos. Con tendencias y saldos parciales diferentes y cambiantes según aspectos, períodos y
unidades geográfico-políticas, y un balance general al cierre de doscientos y también los últimos cien años de ejercicio que
tal vez no es desalentador, pero sí decepcionante.
La inquisición de nuestro caso asume por tanto un aire kantiano: ¿Cómo es esto posible? Si Kant se preguntaba por la
posibilidad (realizada) de la ciencia, nosotros lo hacemos por el concurso de democracia y desigualdad. Es decir, lo que nos
trae también es una realidad, un hecho que ha sucedido y sigue sucediendo; ahora bien, ¿cómo puede darse y se ha dado
políticamente, de qué manera ocurre en el estado, de qué modo ha participado en ello la democracia? Es a eso que vamos.

Esquema del trabajo y anticipos


El presente texto es como una primera versión y ronda de un trabajo que sé muy bien debería ser más largo y detenido,
más elaborado, pero para el que según su envergadura -combinada con el plazo de entrega- no dispuse del tiempo
verdaderamente preciso. Así, puede tomarse como un adelanto (confío que un buen avance), sea o no que yo mismo continúe
el trabajo próximamente.
He subdividido el trabajo en tres partes distintas y, sucesivamente, en capítulos varios, amén del Prefacio y del Epílogo, para
marcar con nitidez el corte entre los tramos y la secuencia del desarrollo. También, porque quise destacar (lo digo nuevamente, en
otras palabras) que cada uno de esos tramos es aquí como un paso que se da en medida relativamente corta y que, tanto como puede,
debería darse más largo.
El problema está planteado a lo largo de este Prefacio. A continuación, la Primera parte ( En torno a la igualdad y la
democracia) prepara nuestro análisis del mismo. Se tratan allí, capítulos 1 y 2, lo que llamo Dos cuestiones previas, de
enfoque. Una concierne a las relaciones entre el desarrollo histórico y la igualdad tal como se han visto en la historia de las
ideas de nuestra época, la otra atiende a las relaciones entre un concepto formalmente revisado de democracia y la misma
igualdad.
Sigue la respuesta al problema, que abordo en un par de frentes. En el primer frente (la Segunda parte, La “Democracia
real” contemporánea. El marco histórico y teórico), pretendo dibujar un grueso mapa teórico-explicativo del perfil tomado
por la democracia contemporánea. Dicho tratamiento, que recoge estudios anteriores ajenos y propios, a su vez invita o
requiere una indagación subsiguiente en áreas concretas y acotadas. Así, pasé a una (en la Tercera parte, Un campo de
experiencia. “El espejo”) que me pareció especialmente indicativa o sugestiva: la del proceso financiero básico del estado
nacional, el proceso presupuestario, inmediatamente vinculado a la política y la economía. En conexión con ella incursiono
asimismo en algunas otras áreas. La averiguación empírica en la que ingresé, para no llamarla pomposa e impropiamente
investigación, permite una confrontación no demasiado precisa pero sí sugestiva con el citado marco teórico.
Volviendo al primer frente, él es un frente amplio, entre teórico e histórico y resueltamente general, que comprende los
capítulos 3 a 5: La marca indeleble de la modernidad burguesa, Ciudadanía y democracia hoy. América Latina y la
Argentina, y La democracia, clave de bóveda. El otro frente, el del proceso presupuestario, en la Tercera parte, es
francamente distinto, un frente mucho más específico y recortado, al que “salto” especialmente en el capítulo 6, Un campo
adecuado. El capítulo 7 de esa misma parte, Lo que refleja el espejo, es por mitades empírico y teórico de una manera
entrelazada y en alguna medida produce una articulación de los dos frentes, como a veces también de las respuestas.
Por último, repetiré que todos los tratamientos son de por sí rápidos, aunque ello queda algo disimulado porque son unos
cuantos (el tema es complejo, reitero) y a todos procuré informarlos el mínimo imprescindible y de distintas maneras. El
Epílogo, como corresponde, trata de anudarlo todo y extraer las conclusiones.

Agradecimientos

He podido emprender el trabajo gracias a tres instituciones: CLACSO, el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales,
que me adjudicó una beca a través de su II Concurso de Proyectos de Investigación para académicos senior de América
Latina “Las democracias de fin de siglo: promesas, resultados y desafíos”; CONICET, el Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina, del que soy investigador principal y a cuya “carrera”
pertenezco hace quince años; y FLACSO, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede Argentina, en la que llevo
más de dos décadas ininterrumpidas de desempeños como directivo, investigador y profesor de posgrado. Con estos tres
patrocinios fundamentales estoy en una deuda del tipo de las que difícilmente se cancelan y siempre hay que agradecer.
Además, agradezco también su gentilísima colaboración con este trabajo, en términos de inversión de tiempo y de
proporcionamiento de información, guía, opinión y comentarios, on y off the record, a ocho caballeros en especial: los ex
funcionarios y académicos Juan Llach, Mario Brodersohn, Ricardo Gutiérrez, Aldo Ferrer, Ricardo Carciofi, Oscar
Cetrángolo, el ex ministro y ex diputado Jesús Rodríguez, y el ex ministro y actual diputado Jorge Remes Lenicov. Estoy
asimismo muy reconocido a los profesores Aldo Isuani y Luis Alberto Quevedo, de FLACSO, por la lectura que hicieron de
algunos borradores y las conversaciones que mantuvimos a su respecto, y a los “lectores” anónimos designados por CLACSO
para su revisión final junto al profesor Atilio Borón, su secretario ejecutivo; todos ellos le formularon finas observaciones al
texto y, como quiera que haya resultado y ahora se lo juzgue, indudablemente contribuyeron a su mejoramiento. Agradezco
igualmente a mi joven colega Valentina Delich por la información que tan generosamente me procuró en el Congreso de la
Nación y otras colaboraciones suyas no menos cordiales que me fueron muy útiles. En suma, les doy muchas gracias a todos.
Buenos Aires, septiembre de 1999.

Notas
1 Cfr. Bertrand de Jouvenel, El Poder.
2 Otra objeción a lo que vamos exponiendo sería la de que, siendo la democracia como régimen de gobierno
necesariamente de orden estatal, la relativa pero sensible pérdida de soberanía que han sufrido los estados con la
globalización debiera llevar a admitir tanto menores “responsabilidades” cuanto una menor “capacidad” o menores
“posibilidades” de su parte en la materia. Pero esto sería ir muy lejos otra vez. Como he dicho en algún otro trabajo, el estado
nacional sigue teniendo todavía la mayor importancia en el ámbito interno y la política de los países; cfr., en el mismo
sentido, Anthony Giddens, La Tercera Vía, pp. 60-62. Para aperturas en contrario, v. Ulrich Beck, ¿Qué es la Globalización?,
Segunda parte, esp. cap. iv.
3 El corrimiento general hacia el centro del espectro ideológico por parte de los partidos principales ha incidido en ello,
sin duda, pero es integrante del proceso que analizaremos; en todo caso, la explicación que avanza este trabajo se apoya en el
orden estructural más de lo que pasa por las dirigencias.
PRIMERA PARTE
En torno a la igualdad y la democracia
dos cuestiones previas de enfoque

Capítulo 1

Las caras bifrontes del proceso y la teoría


La buena teoría política, la de los textos consagrados, proporciona siempre explicaciones valiosas; cuanto menos, pistas
sugestivas. A veces, también, parece forzar opciones alternativas. Así y todo, en este capítulo impone su presencia como por
sí sola, tanta es su capacidad iluminante respecto de los perfiles que asoman para nuestra investigación.
Hablando de democracia e igualdad, una referencia doble es ineludible. Aludo a dos de los autores más grandes,
Tocqueville y Marx, y a la obra enorme de ambos. Es el caso, sin embargo, que sus tesis respecto de lo nuestro aparecen
como contradictorias.
En la década de 1830 Alexis de Tocqueville se preguntaba cómo poner a salvo la libertad en medio de la igualdad.
Pensaba en lo que veía como un proceso incrementalista ya por entonces de siete largos siglos de duración, según el cual una
irresistible tendencia a la igualación en el plano social y cultural, o en el orden de las costumbres, las oportunidades, los
valores, los sentimientos y las ideas u orientaciones intelectuales de un sector creciente y apuntando a mayoritario de la
sociedad parecía llevar hacia una oprimente, tiránica uniformización general de opiniones y ligarse a un concomitante estado
tutelar cada vez más grande, centralizado, minucioso, burocrático y “protector”.
De a poco, mediando o sin mediar un cesarismo plebiscitario, ese estado podía terminar asfixiando la libertad política y
civil de las personas en medio del propio consenso y beneplácito de éstas, en conformidad con su retraimiento a una actividad
privada vuelta exclusivamente a las satisfacciones y los goces materiales.4
Una y dos décadas más tarde, Karl Marx se interrogaba en un sentido casi opuesto. Su pregunta giraba en torno a cómo
podría conquistarse la igualdad política y social para todos los hombres en un contexto económico de hecho favorable sobre
todo a los ricos y poderosos, acompañado de una libertad política apenas si legal/formal de suyo retaceada incluso así a las
clases trabajadoras y que los grupos dominantes no dejaban de traducir en su provecho propio.
La libertad política era, para Marx, en cualquier caso y esencialmente más bien supuesta, el velo y asimismo un medio de
la alienación del grueso de la población, y combinaba con la dominación de raíz económica para resultar en una desigualdad
perpetua cuando no en incremento. La clave del proceso histórico y la situación vigente eran la propiedad privada de los
medios de producción y la apropiación y distribución del producto social por los propietarios de aquellos, y en suma la
anatomía económico-política de la sociedad civil.5
Guiados por distintos valores o escalas de valor, inquietudes y temores, la observación de la historia y del presente
alumbraba en Tocqueville y en Marx unos planos y estratos de la realidad diversamente recortados y relacionados.
Tocqueville atendía al fenómeno de la igualdad en crecimiento, Marx al de la desigualdad no menos en crecimiento pero
sobre todo redefinida. Igualdad y desigualdad de términos opuestos, cada cual estaba formada por datos que se movilizaban
en dos órdenes encontrados de cosas. Mientras Marx pensaba en la nueva libertad moderna según sus limitaciones y sus
trampas, que las tenía y él supo descubrir, Tocqueville consideraba la libertad tal como el presente la había acentuado y
simultáneamente comprometido, según era también del caso y logró revelar.
Para Tocqueville, en América y Europa, salvo en Inglaterra, de un modo curioso e intrigante la época pos-revolucionaria
había puesto a la libertad novedosamente en peligro. Ahora era la igualdad, no ya el absolutismo, ni tampoco unos amos más
antiguos e inveterados, lo que estaba invadiéndola hasta corromperla en su esencia y gloriosa utilidad humana. El fenómeno
había terminado de tomar forma en la sociedad democrática moderna, con las costumbres que la acompañaban, las
instituciones y leyes correlativas, unas opiniones masificadas y masificadoras, y los consabidos políticos seguidistas.
Así, mientras se siguiera el camino de una libertad no tanto igualitaria como igualada, se trataría de que la libertad
misma (inconfundiblemente individual y legítimamente diferenciante entre las personas) pudiera sobrevivir, por lo pronto
sobrevivir. Entonces y sólo entonces podría sucesivamente expandirse, justificando a esta democracia arrolladora en la única
manera final que política y moralmente puede ser válida y aceptarse.
En la perspectiva de Marx, la desigualdad seguramente había tenido principio pero no tenía fin, ni lo tendría a menos que
se corrigiera el rumbo tomado por la historia. Hasta el presente, en todo caso, únicamente los términos de ella se habían
renovado en cada período y así también lo habían hecho bajo el capitalismo. Durante éste había pasado a concentrarse en el
orden económico y el social consiguiente, desde que en el político-jurídico se habían proclamado los Derechos del Hombre y
el Ciudadano y a tenor de estos derechos ya dejaba de haber distinciones de clases. Sólo que el origen de las clases y los
conflictos entre ellas (ahora en torno al moderno eje burguesía/proletariado) se encontraba en el orden productivo, conforme
al lugar y el papel que cada individuo y cada grupo social tuvieran en el mismo. En algún sentido, incluso, la desigualdad se
había así no sólo redefinido sino además reforzado gracias al opacamiento de la matriz en que viene instalada desde siempre.
¿Enfoques y diagnósticos contradictorios? Aparentemente. No, necesariamente. Quedan tal cual si permanecemos en el
punto de observación y los paisajes elegidos (y transcriptos en textos) por cada autor, Tocqueville y Marx. Digo, si nos
quedamos en los límites de sus escritos, aun los virtuales, que parecen tan amplios pero en definitiva no comprenden sino lo
que delimitan; o si no penetramos en ellos hasta encontrar sus contactos, una dimensión común a ambos, en todo caso la
realidad siempre más extensa de la que son parte referencial. ¿Hay que volver a decir aquí que la realidad empírica es una
pero la que está en el conocimiento es plural y compartimentada, y cuando se acumula lo hace en una variedad de maneras,
no tiene una dimensión única, ningún nivel absoluto, y que esto es así porque la realidad-real sólo “habla” por medio de
nuestras proposiciones?
Se sigue de la respuesta consabida que la cuestión está, por de pronto, en cómo combinar o aun articular y jerarquizar no
ya o no sólo los perfiles resultantes: está antes que nada en relacionar los propios ángulos de mira y luego las
descripciones/explicaciones correspondientes, siquiera hasta donde ello es posible y cuidándonos por supuesto de un inútil
eclecticismo. Pero (sin hablar acá de lo que eventualmente quede al cabo de la tarea por resolverse, que abundará en las
cosechas no de homogeneidad sino de heterogeneidad y hasta “inconmensurabilidad” de las teorías) el establecer si ello es
posible y hasta dónde es posible requiere primero, por supuesto, la debida voluntad. First things come first, como dicen en
inglés.6
Sentémoslo desde ya: uno, ni Tocqueville ni Marx se equivocaron demasiado, no por lo menos en sus “radiografías”.
Nuestro conocimiento de la realidad no podría hoy prescindir de ninguno de ellos. Descifraron claves, organizaron patrones,
descubrieron tendencias, revelaron flujos profundos, entrevieron peligros ciertos. Y fue verdad que la igualdad creció y que la
desigualdad creció. Ambas estaban en crecimiento y siguieron ambas creciendo. Aproximadamente en los términos en que lo
expusieron (siquiera en algunos de ellos, en cualquier caso muy agudos) o según los respectivos encajes teóricos descriptivo-
explicativos.7
En segundo lugar, pues, los discursos de ambos no son inconmensurables ni siempre y necesariamente contrarios. Hablan
de procesos concurrentes, más o menos simultáneos, y son en buena medida complementarios. Lo que hay que ver es cuáles
son los problemas que cada uno tiene bajo el foco y de qué tratan. Entender que los perfiles diseñan estructuras o tramas y
procesos desde hace rato en coexistencia, cuando no articulados, con predominio relativo y alternativo de uno u otro según
secuencias o ciclos y circunstancias.8
En este sentido, y dicho muy gruesamente, si consideramos los últimos cincuenta años del mundo (hemisferio)
occidental, por ejemplo, es posible que Tocqueville y sus análisis fueran relativamente más relevantes en la primera mitad de
los mismos, cuando al cabo de la II Guerra Mundial se vivió la “edad de oro” del siglo xx (Eric Hobsbawm); y que Marx y
algunas de sus claves interpretativas se hayan vuelto otra vez especialmente pertinentes o sugestivas al tiempo de las
reformas y los ajustes “neoliberales”, esto en la misma última parte del siglo en que, paradójicamente, se produjo el derrumbe
del comunismo soviético que lo tenía como inspirador.
Esta nueva pertinencia de Marx tiene también su naturalidad en cuanto su primera preocupación era la igualdad (o la
desigualdad), mientras que el valor guía de Tocqueville fue la libertad; y el problema principal ha pasado hoy a ser otra vez
aquél. Advertir lo cual no es ignorar los deficit de estudios y conocimiento más propia y estrictamente políticos que supuso o
contenía el enfoque intensamente estructural y sociologista del gran pensador alemán.
A propósito, fue la concurrencia y suma de dicha limitación con el hecho de que el modo del avance igualitario desde la
última parte del siglo xix y especialmente en el xx trajo -tal como lo había entrevisto Tocqueville, pero peor que eso- casi por
doquier extensas y dolorosas tanto como crueles pérdidas de libertad y derechos políticos individuales, que aun antes del
estancamiento y luego derrumbe de las experiencias comunistas y de la llamada “crisis del marxismo” se produjo un
renacimiento y auge de los enfoques politicológicos más stricto sensu e institucionalistas.
La decadencia de la Unión Soviética y los “socialismos reales” (después, caída) y el paralelo desmoronamiento en
cadena de las dictaduras en el sur de Europa y en América Latina, junto a la instalación o recuperación en ellos de unos
regímenes políticos democráticos, impuso entonces y desde entonces9 la necesidad de atender y conocer mejor el campo, el
papel y la mecánica de funcionamiento de los sistemas políticos y de partidos, y de los partidos mismos, los parlamentos, los
liderazgos, la burocracia, etcétera. Es decir, de todo aquello que el marxismo apenas había considerado detenidamente, en la
inteligencia tan equivocada, por rígida, o por lo enfáticamente que fue enunciada, de que lo político y las instancias políticas
son una incorregible superestructura y función de lo económico-social y acompasan ineluctable y “consonantemente” los
datos y las evoluciones “fundamentales”.
En una perspectiva así, aun el grado de independencia de las tradiciones intervinientes en cada país y el sello de las
culturas políticas o las identidades colectivas quedó descuidado.
En otras palabras, el sociologismo marxista, puesto entonces como una gran teoría macroscópica a discernir (y ejecutar)
“las leyes de la historia”, perdió de vista los elementos algo más contingentes y libres, incluso casuales, de la actividad
política regular y hasta cotidiana: reglas de procedimiento, mecanismos institucionales, usos y pautas de desempeño, modos
efectivos de ser y hacer de la gente, la minucia entretejida y decisiva de la historia narrable. Las prácticas políticas. El
ocuparse de lo que supuestamente acompaña por añadidura o es secundario. La atención a desarrollos específicos importantes
y asimismo al por menor pero con impacto y hasta “epocales”, según la expresión italiana.
Así también fue, con lo político mismo entendido pues como mero reflejo de grandes estructuras sociales y económicas,
cómo la democracia se le apareció al marxismo original tal cual puede atisbarse un orden sólo de grandes rasgos, y cual un
presente hecho casi únicamente de engaños tramposos o bien un horizonte simple delineado por felicidades igualmente
sencillas.
Sólo que, corresponde decirlo: con todos sus shortcomings y aun con todas sus desmesuras pseudoexplicativas, ese
mismo sociologismo marxista se justificó, no ya ni únicamente por su exaltación de la igualdad, la justicia y la fraternidad o
la solidaridad, como prefiere decirse ahora, sino también -y desde el punto de vista teórico, especialmente- por instalar y
reconocer los fenómenos y procesos políticos en los que son unos contextos necesarios, unos condicionantes innegables y
unos marcos explicativos más de fondo.10 Aun si también las relaciones y mediaciones en y entre planos y niveles requerían,
según está comprobado que requieren, información y análisis mucho más atentos y flexibles y detallados, el legado marxiano
es insoslayable, una avenida privilegiada de ingreso a la ciudad política y su reconocimiento.
En definitiva, desde el punto de vista de la producción de conocimiento politicológico, que es el que nos interesa aquí,
Marx no fue quien inauguró el enfoque pero sí el autor que en su momento y para lo sucesivo formuló de la manera más
comprehensiva y desarrollada y sugestiva la intelección de la necesaria y decisiva correspondencia de la sociedad -con su
economía en el centro y efectos o reflejos de ella en todos los planos- y el ordenamiento político de la misma.11
Un aporte decisivo, aun contando las “groserías” intelectuales que hoy consideramos más bien burdas y los infinitos
excesos y despropósitos (pero también elaboraciones, aplicaciones y refinamientos válidos) en que por ciento cincuenta años,
hasta la fecha, incurrieron Marx mismo y sus seguidores de todo tipo.12 Parece importante, por tanto, tener a la herramienta
marxiana en la caja y usarla comme il faut, desde ya que sin convertirla en el martillo de Maslow (“Si la única herramienta
que uno emplea es un martillo, entonces tratará a todas las cosas como si fueran clavos”). Una advertencia al fin y al cabo
válida para todos los extremismos teóricos, sociologistas o politicistas, y tanto macro cuanto microscópicos o middle
range.13
En este punto, y haciendo explícito que el enfoque teórico explicativo último de este trabajo y sus tesis recogen de
manera seguramente obvia eso que pensamos más válido de dicho legado (bien que entre otros legados, como ya va
constando), pasemos de la relación Igualdad-Democracia a una consideración de los dos términos por separado. Todavía en
este capítulo nos referiremos a una discusión del primero de ellos, aunque de manera breve y concisa, aportando
sucesivamente algunos datos estadísticos, y en el siguiente pasaremos a rever el concepto de democracia.

Sobre la noción de Desigualdad

Se puede preguntar por la noción o bien el contenido de la “desigualdad” de la cual hemos venido hablando y que está en
el punto de partida mismo del presente texto. En otras palabras, ¿a qué desigualdad nos referimos, cuál es la desigualdad que
ha crecido en el último tercio del siglo? Desde luego, no es una cuestión ni trivial ni inocente (Algún amable y agudo lector
de los primeros borradores de este trabajo planteó alguna duda suya en la materia, la cual incorporo y espero aclarar en lo que
sigue).
Polémicamente, la cuestión sería esta: en cuanto la igualdad / desigualdad estuviese indicada por la brecha en la
distribución de ingresos entre -para decirlo rápidamente y sin entrar a cuestiones de cortes estadísticos- “los de arriba” y “los
de abajo”, habría que ver si es verdad que en algún momento o ciclo de los últimos doscientos años (queda pendiente en esto
la unidad política o geográfica a que de hecho se hace referencia) esa brecha se acortó y mostró así un crecimiento real o
propiamente dicho de la igualdad. El texto expuso que ello fue así al menos en Occidente durante la segunda posguerra, la
“edad de oro” de Hobsbawm, y, a la larga, o tendencialmente, también en general durante los citados últimos dos siglos; y lo
hizo sin dudarlo. Pero “habría que ver”. Algunos estudios recientes habrían demostrado o estarían ahora demostrando lo
contrario. Es decir: que la brecha misma, como tal, nunca se habría acortado.

(En relación, un segundo tema sería dónde está la desigualdad, entre quiénes y cuántos se da ella. Por ejemplo, el último
Informe del BID, 1998-99, dedicado a la materia, sugiere en sus textos un par de veces que la desigualdad -aunque después
acota algo así como “la desigualdad importante”- ocurre entre el 10 ó si no el 20% de la población con el ingreso superior y
el resto de la población, lo cual vendría a decir que el 90 u 80% es “más o menos” igual entre sí. Sin embargo, no nos
detendremos en ello: “corta” el continuo de cifras distintas según que los “saltos” sean mayores o menores, ignorando a los
últimos, y parece “demasiado ingenioso” o si no cerrado a lo que muestra la mirada elemental de quien simplemente camine
por unos y otros lugares de una ciudad, y cada ciudad, país por país de América Latina: esa mirada refleja que la
estratificación no es tan cortante ni simple, tal como lo reflejan las propias estadísticas del BID y de CEPAL que citamos más
abajo. Con diferencias de país a país, está fuera de duda que hay una cantidad de clases intermedias).
Si los datos no confirmaran el angostamiento alguna vez de la brecha existente en el punto de partida (el inicio de las
democracias modernas, digamos desde unos doscientos o ciento cincuenta años atrás en adelante) sino su mantenimiento o su
ampliación constantes, entonces a lo sumo podría hablarse de, en su caso, un mejoramiento de las condiciones de existencia
de los estratos inferiores; no, stricto sensu, de una mayor igualdad o menor desigualdad: proporcionalmente, los sectores más
ricos siempre se habrían beneficiado igualmente o más que los más pobres. Según esto, a pesar de algún mejoramiento
popular, siempre la brecha misma se habría mantenido o ampliado sucesivamente y, con ello, contra lo aquí afirmado y en
general creído, también lo habría hecho siempre (no sólo últimamente) la desigualdad, stricto sensu. El fenómeno de
creciente desigualación no sería pues tan propio de la última parte del siglo xx, como se ha venido observando y criticando
estos años, y hemos escrito nosotros, ni tampoco, dicho sea no muy de paso, consecuencia exclusiva de las políticas y
reformas “neoliberales”.
La cuestión está desplegada. Por nuestra parte, sólo apuntaremos unas brevísimas consideraciones sobre ella, las
suficientes para aclarar lo básico y poner el trabajo a salvo de objeciones en dicha línea.
1. En efecto, conceptualmente, como ya lo precisamos, un mejoramiento no es lo mismo que una mayor igualdad (o
menor desigualdad). Sin embargo, que “los de abajo” hayan mejorado su situación respecto a “los de arriba” puede
indistintamente decir o no decir que se han vuelto más iguales (o menos desiguales) a su respecto. Si lo que importa es la
brecha, entonces no lo dice; si lo que importa es en cambio que “los de abajo” han pasado con su nuevo ingreso a disfrutar
ellos también de lo que antes disfrutaban únicamente “los de arriba”, entonces sí lo dice, aunque la brecha se hubiera en
general ampliado.

2. Quizás lo más importante sea la brecha misma, y es posible que la brecha se haya ampliado permanentemente, no lo
sabemos. Nos gustaría saberlo, es un punto realmente muy importante. Se ha ampliado, sin duda, en la última parte del siglo
xx. Y cabe suponer que, por comparación, nunca en el largo período considerado pudo haberse ampliado tanto, excepto en los
años 1930.
3. En cuanto a lo sucedido “efectivamente” en dicho período anterior, en fin, habría que ver, sin falta. Nosotros mismos
apuntamos, en la nota 7 de este capítulo, que desde Marx en adelante y a pesar de las críticas que se le han hecho tan
reiteradamente al respecto, la desigualdad como tal o categorialmente “se mantuvo en muchos sentidos fija todo el tiempo”, y
también que “la estratificación social (se ha visto) cual sucesivamente reasegurada” a lo largo del pasado siglo y medio. En
nuestra perspectiva, empero, ello no quita que haya habido momentos alternativos de crecimiento de la igualdad o la
desigualdad. Así resulta, por ejemplo, siquiera en alguna dimensión y algún período, de los datos que recogemos apenas más
abajo.
4. Desconozco los estudios sobre distribución del ingreso (serían de Martin Schnitzer, inter alia) que estarían rectificando
lo hasta aquí entendido y quizás confirmando a Marx después de tanto rectificarlo. Con todo, y anticipándonos, recordemos
que producir los datos necesarios supone resolver problemas varios de estadística tanto como recortar unidades, definir
períodos, agregar o desagregar cifras diversamente en cada caso, etcétera; y, así las cosas, es seguro, por un lado, que puede
obtenerse una variedad de resultados estadísticos (otra vez, remito por ejemplo a los datos que se dan más abajo), así como,
por otro lado, y tanto más por eso mismo, que entre tanto parece razonable atenerse a la percepción más general de los
propios actores en su situación respectiva y la opinión más consentida también existente al respecto. Lo uno y lo otro van en
el sentido de lo que nosotros nos limitamos a dar por sentado.
5. Aun si en el plano de la brecha entre ricos y pobres apareciera eventualmente que lo ocurrido durante la segunda
posguerra, por ejemplo, no fue un crecimiento (proporcional) de la igualdad sino apenas un mejoramiento (absoluto) de la
condición social de los / ciertos sectores populares, de todos modos no es ése el único plano que cuenta para nuestro tema:
también importan mucho el plano político, el cultural, etc. Y con seguridad hubo, durante una época que no casualmente se
llamó del Estado de Bienestar y otras maneras, amén de los años de un “mero” mejoramiento económico, un efectivo
achicamiento de la desigualdad en esas otras esferas de la vida en sociedad.
6. Cualquier comparación entre las décadas de la posguerra y las del corriente fin de siglo seguramente muestra, en todo
caso, creemos, que la desigualdad social es mayor en el presente. La paradoja o la sorpresa, pues, siguen en pie, y preguntan
por lo que pregunta nuestro trabajo.
7. En el caso argentino, en el que penetraremos más adelante, nos parece que está fuera de discusión el que hubo períodos
de mejoramiento popular con achicamiento de la desigualdad aun en el orden de la distribución de ingresos; más
notablemente, y de hecho, el peronista de los años ´40 -cualquier otra cosa al margen.

Addenda

Para las dimensiones de la desigualdad, aunque la categorización que hace es por cierto muy diversa, hasta francamente
heterogénea, puede leerse -con sucesivas precauciones, ver más abajo- el citado Informe 1998-99 del BID, especialmente su
Introducción, pp. 1-9, y sucesivamente el capítulo 1. No lo recomendamos, en cambio, para comprender las causas de ella; al
respecto, lo mejor, en nuestro criterio, sigue siendo el acervo más general de la teoría y la sociología política. En la penúltima
sección del capítulo 7 y en su Apéndice examinamos dicho Informe. Entre tanto, y para no dejar aquí lo dicho sin un mínimo
abono:
Utilidades varias del Informe aparte, sorprende en él (se trata del trabajo de una institución de la importancia del BID)
cómo ha podido desaprovechar tan largamente el aporte de los conocimientos y los profesionales de la ciencia política y la
sociología; le habría ahorrado, sin duda, la elaboración de unas cuantas cifras y correlaciones que resultan inútiles a los
propósitos del Informe, y unos análisis y “explicaciones” a menudo pobres, hasta torpes y pueriles. Esto es así, en parte,
porque sus autores han deseado basar el trabajo únicamente en cifras o “datos” cuantificados y una secuencia “lógica”
(según “el sentido común”) del encadenamiento de variables, todo bajo el supuesto de que eso sería lo realmente “empírico”,
“serio” y “profesional”.
Más ampliamente, sin embargo, sucede con ellos, así como con otros muchos economistas del día que asoman a temas al
menos parcialmente sociales o políticos, que parten de remedar a Comte -aunque pasando a su propia cabeza la corona de
Reina de las Ciencias que aquél endilgaba a la sociología- y seguidamente se lanzan a una serie de errores en el trabajo más
propiamente académico y científico. Tales: (a) ahora en la huella de Bacon y Descartes, el de examinar y, en especial,
verificar por sí todo, como si no hubiese antecedentes confiables ni respetables, o sea, cual recomenzando la Ciencia
“fundadamente” desde cero al cabo de la misma tabula rasa que unos siglos atrás ya quisieron practicar aquellos. De tal
manera, los estudios y explicaciones producidos por la teoría y la ciencia política y la sociología en materia de desigualdad
prácticamente desaparecen; (b) entretenerse frecuentemente con correlaciones de cualquier A con cualquier B, emitiendo
luego unos juicios que ponen de continuo a unos efectos como causas, no sólo desconociendo la historia o el conocimiento
histórico elemental sino también contradiciéndose o corrigiéndose a cada tanto, eso de tal modo que, si en el ínterin el codo
no ha borrado lo de la mano, igualmente la conclusión que sacan es muy precaria o difícilmente aceptable; (c) prescindir de
una conceptualización precisa, como es tan común en los “empiristas”, confundiendo así a menudo, por ejemplo, lo que ora
tiene que ver con la riqueza nacional, ora con la distribución del ingreso, ora con la igualdad social o la igualdad en algún
área, para extraer luego unas conclusiones a las que llegan realmente malparados; y (d) un rigor pseudo científico que suele
bordear el ridículo sólo porque la Economía no “sabe” todavía lo que hay para saber, no por lo menos a su manera. Así,
incluso se sitúan en niveles académicos de la vuelta del siglo xvii al xviii, como cuando dan como principal variable
explicativa de la desigualdad a la latitud geográfica (a su turno supuestamente “válida” para la comparación de Latinoamérica
con los países industrializados pero “inválida”, en lugar de “la tecnología agraria”, respecto de los países -Hong Kong y otros
pocos- que toman en cuenta para conformar el “Asia oriental”). Más sobre todo esto, repitamos, en la penúltima sección del
capítulo 7 y en el Apéndice del mismo.

Apéndice
La Desigualdad, algunos datos básicos de América Latina y la Argentina.
(Los datos y las citas están tomados de CEPAL, “Panorama Social de América Latina, 1998”, páginas 18, 22, 35, 36 y
59, y de BID, “América Latina frente a la Desigualdad. Informe 1998-1999”, páginas 25, 28, 29, 30, 230 y 231. Se remite a
ambas publicaciones y a BID, “América Latina tras una Década de Reformas. Informe 1997” para más datos).

Entre 1980 y 1997, en América Latina la pobreza total ha subido apenas un punto, de 35 a 36% (estaba aun más alta en 1990 y
1994, pero “es muy probable que en los años finales del decenio el ritmo de crecimiento económico de la región sea inferior al
logrado entre 1990 y 1997, lo que dificulta la mitigación futura de la pobreza e incluso amenaza con su posible incremento en varios
países”). Sin embargo, entre los mismos años la pobreza urbana subió del 25 al 30%. En números, los pobres urbanos eran 62
millones novecientos mil en 1990, pasaron a ser el doble en 1997, 125 millones ochocientos mil. Entre las mismas fechas, los
indigentes urbanos crecieron del 9 al 10%, o de 22 millones quinientos mil a 42 millones setecientos mil, y los rurales pasaron del 28
al 31%, de 39 millones novecientos mil a 47 millones. (La población urbana de América Latina era del 77,7% sobre el total en 1997).
Distribución del ingreso: “entre 1990 y 1997 el conjunto de la región ha tenido un deficiente desempeño, ya que ha
persistido el alto grado de concentración existente al comienzo de ese período. Esta rigidez ... no se (ha) modificado
mayormente a pesar de la aceleración del crecimiento económico”, que tuvo una tasa regional promedio de 5.2% en 1997. En
las áreas urbanas, entre aquellas fechas la distribución mejoró en Bolivia, Honduras, México y Uruguay, se mantuvo en Chile
y empeoró en Argentina, Brasil, Costa Rica, Ecuador, Panamá, Paraguay y Venezuela. “La evolución del crecimiento
económico no permite predecir lo que pueda suceder con la distribución del ingreso”. En Chile y Argentina “se produjo un
crecimiento importante del ingreso per cápita entre los años 1990 y 1996/97, pese a lo cual en el primero la distribución se
mantuvo estable y en el segundo empeoró”. Si en 1990 el PIB per cápita era para América Latina de 2.699 dólares y en 1997
de 3.025, en Chile fue de 2.534 y 3.957 y en la Argentina de 4.710 y 6.512 (N. del A.: hay que decir que en 1999 en la
Argentina se ha variado la manera de calcular el PBI y éste ha bajado más de un 10%).
En relación, la distribución del ingreso en la Argentina en 1997: el diez por ciento más pobre obtiene el 1.5% del PIB, el
diez por ciento más rico, el 35.9; el veinte por ciento más pobre el 4.3%, el veinte por ciento más rico el 54.9%; el treinta
por ciento más pobre el 8.1%, el treinta por ciento más rico el 66.7%; el cuarenta por ciento más pobre el 12.9%, el cuarenta
por ciento más rico el 75.7%. (El segundo decil de más pobres obtiene el 2.8%, el segundo decil de más ricos el 17%; el
tercer decil de más pobres el 3.8%, el tercero de más ricos 11.8%; el cuarto decil de más pobres el 4.8% y el cuarto de más
ricos el 9%).
En conexión con ello, interesa exponer que el tamaño promedio del hogar del primer decil de pobres es de 6,27 personas,
el segundo de 5,25, el tercero de 5,44 y el cuarto de 4,42, mientras que el del primer decil de más ricos es de 3,06 personas, el
segundo de 3,37, el tercero de 3,61 y el cuarto de 3,79. El primer decil de más pobres tiene 3 niños menores de 15 años por
hogar, el segundo 2,04, el tercero 1,86 y el cuarto 1,45, en tanto el primer decil de más ricos tiene 0,41, el segundo 0,57, el
tercero 0,65 y el cuarto 0,74.
También en la Argentina, mismo año, la población mayor de 25 años cuenta en el primer decil de más pobres 7,04 años
de educación, en el primero de más ricos 13,57 años; en el segundo, 7,48 y 11,13 años respectivamente; en el tercero, 7,74 y
9,91 años respectivamente; y en el cuarto 7,71 y 8,99 años respectivamente.
Capítulo 2

Sobre la democracia. Acerca de su relación


con la igualdad
E sta es una advertencia doble: a propósito del concepto de democracia, entramos aquí en un excurso teórico-conceptual que sabemos
no hace la lectura más amena y del que nos habría encantado eximir al lector; sin embargo, es absolutamente inexcusable en la
constitución de las tesis del trabajo, la debida inteligencia de las mismas, el desarrollo del argumento y la investigación. En todo caso,
abreviaremos lo posible.
Empecemos entonces por decir que no está bien -salvo por extensión, para aludir a contextos mayores que están en
alguna correspondencia con ella y también de algún modo y medida recíprocamente impregnados por ella- hablar de la
democracia como de un cierto tipo de estado, el “estado democrático”, ni como un cierto tipo de sociedad, la “sociedad
democrática”. En propiedad, la democracia no es sino un tipo de régimen político, un tipo de régimen de gobierno del estado.
Atentas algunas conocidas prevenciones relativas a esta fórmula, agreguemos inmediatamente que, según se verá, no se
pierde nada con ella (nada de lo que seguramente quiso ganarse mediante las expresiones “estado democrático” o “sociedad
democrática”, cuando no son simplemente descuidadas). Al contrario, se evitan muchas confusiones tanto como las
consecuencias negativas de estas confusiones. Pero sigamos avanzando hasta que se vea claro. Al efecto, colocaremos a
continuación cuatro asuntos en su debido orden, bien que para quedarnos inicialmente sólo con el tercero, el que aquí más
interesa.
Primero, para ordenarnos e ir desbrozando: ¿Cuáles son las características de ese régimen? Son varias, como está más o
menos consensuado. Sin embargo, no nos importan por ahora; digamos que resultan necesarias a la definición y, entre tanto,
que son las que son. Primero, pues: el régimen tiene, naturalmente, unas características propias, distintivas.14
Segundo: ¿De qué depende la existencia de un tal régimen? De lo que suele llamarse sus “condiciones de posibilidad”,
que también podemos llamar “condiciones de correspondencia”. Son condiciones sociales, culturales, económicas, políticas
(y demás) de suyo propicias o afines a la existencia y el mantenimiento o desarrollo de la democracia, empezando por la de
una situación de libertad e igualdad social suficiente y una extendida igualdad de oportunidades. Entre todas deben configurar
un cuadro favorable a la emergencia y subsistencia de la democracia; ese cuadro existe a partir de un “umbral” y, luego, es
dentro de márgenes variable pero siempre necesario. Como sea, ya hemos dicho que lo mencionamos aquí por una cuestión
de orden intelectual y únicamente para retenerlo: no vamos a ocuparnos de él hasta después. Segundo, por tanto y entre
tanto: el régimen está en correlación con ciertos factores necesarios a su posibilidad de existencia. O, en su defecto, no está
él mismo.
Tercero: Lo que inicialmente debemos tener en claro es la propia fórmula “régimen de gobierno del estado”. Se reitera,
ya habrá tiempo y lugar para establecer en qué consiste ese tipo de régimen de gobierno del estado con equis características y
cuya existencia depende de la concomitante existencia / balance de sus (determinadas) condiciones de posibilidad.
Cuarto: Quedará para otro lugar o momento, también, considerar el que hay, teórica y empíricamente hablando,
distintos tipos o subtipos de democracia, es decir, de régimen democrático de gobierno del estado, los que por supuesto
-entrando en la categoría- son correlativos a las características específicas de un régimen determinado y, naturalmente, como
éstas mismas, al correspondiente cuadro o contexto determinado de sus condiciones de posibilidad. Pero sólo lo
mencionamos aquí para “cerrar” el esquema y ordenamiento de los conceptos.
Suspendemos todo lo otro y nos detenemos por tanto en la fórmula “régimen de gobierno del estado”. Régimen, gobierno
y estado designan algo, es decir, tienen un referente empírico existente o empíricamente posible. Pero la fórmula relaciona
estos tres conceptos y sus referentes, los entrelaza, y entrelaza a cada uno con cada otro. Así las cosas, decimos que el
concepto mismo de “democracia” no puede constituirse sin referencia simultánea al gobierno y al régimen y al estado.
Se compadecen con ello, para empezar, los tres conceptos mismos que com-ponen la fórmula. Es por tanto del caso
proporcionarlos:
Estado. Entendido en una perspectiva político-sociológica (más que político-constitucionalista y jurídica, bien que
teniendo a las dos como articuladas entre sí),15 el estado es la organización, una organización básica, omnicomprensiva y
verdaderamente nodal, de los recursos, las normas y las instituciones de una unidad soberana. Precisemos: es la organización
básica, omnicomprensiva y verdaderamente nodal (aunque no necesaria ni en todo caso completamente formalizada) de los
recursos (materiales y de todo tipo), las instituciones (en la acepción sociológica-politicológicamente acostumbrada, según la
cual una institución es un patrón de reglas, comportamientos, actitudes, expectativas, etc., regularmente observados, tampoco
él necesaria o completamente formalizado) y las normas (incluídas las jurídicas pero no sólo ellas: también todas las que
gozan de “exigibilidad” por el estado o la sociedad o la cultura misma) de una unidad soberana.
Como tal, el estado impone y/u obtiene acatamiento de la población mediante el poder coercitivo y la legitimidad con
que cuenta o cuente de hecho en su interior. La coerción es ultima ratio; la legitimidad, un requisito más difuso pero
permanente y que permea todos los campos de la vida social. Existen, desde ya, distintas medidas, proporciones y
combinaciones de coerción y legitimidad, lo mismo que diversas y variables necesidades de ellas en cada país o momento, así
como, ya por su parte, existen distintos tipos de legitimidad en distintas sociedades. Pero, en cada cual, generalmente una
combinación coerción-legitimidad estable se reclama “fuera de discusión” y en principio efectivo lo está.16
Ahora bien, si el estado anuda u organiza así (y más o menos) congruente y sólidamente una (alguna) combinación de
poder coercitivo y legitimidad, en cualquier caso ella se constituye en los términos simultánea y relacionadamente políticos,
jurídicos, culturales, económicos y sociales que en general le están puestos o “destilados” o permitidos por la trama (múltiple
y densa, mayormente consistente pero también por partes inconsistente y siempre en transformación histórica, lenta o
acelerada) del conjunto mismo con que se corresponde, trama a la que a su vez otorga e impone unidad y estructura
políticas.17
Régimen. La advertencia preliminar aquí es que no hay régimen político sin estado ni régimen sino de estado y en el
estado; en otras palabras, todo tipo de régimen es por definición régimen estatal, de una u otra clase de estado.
El régimen político es el modo (un modo, algún modo) regular característico en un cierto tiempo de la actividad en las
esferas específicas del gobierno y la administración efectivos del estado. Comprende las instituciones y las normas jurídicas y
no-jurídicas respectivas tanto como los procedimientos ordinarios y los usos en la formación, formulación y ejecución de las
decisiones, y en el control de todo ello, así como abarca los criterios, las reglas y las pautas o modalidades de selección e
incorporación y “circulación” de su personal político, directivo y funcionarial.
Gobierno es por una parte el complejo o conjunto de “poderes” (ejecutivo, etc.) y de agencias e instancias decisorias que
actúan como tales en nombre y función explícitos del estado, con roles de mando y administración en general definidos, y
por otra parte la nómina primeramente enunciativa y seguidamente personalizada del cuerpo político-directivo y el
funcionariado superior que ejercen esos poderes y desempeñan tales roles y por consiguiente toman, ejecutan y administran
las decisiones por sí o coparticipativamente.
Volvemos en este punto al entrelazamiento de los tres conceptos que trae la fórmula “régimen de gobierno del estado”.
Lo que ahora podemos y debemos decir es que la fórmula misma puede sin embargo leerse de dos maneras, una sola de las
cuales es la correcta.
La primera, como la propia fórmula, comenzó a hacerla posible Jean Bodin en el siglo xvi a partir de la crítica que le hizo
a Aristóteles en el sentido de que no había sabido distinguir entre estado y gobierno, confundiendo estas dos categorías, y
mediante su elaboración de las mismas y de la noción de régimen. Por eso mismo significó todo un avance conceptual.
Empero, una lectura “inmediata” de la nueva fórmula permitió entenderla como una simple yuxtaposición de los conceptos
más que como su entrelazamiento. Y Aristóteles, justamente (sin que sea factible determinar si fue por inadvertencia o quizás
por todo lo contrario, una extrema agudeza, y cualquiera de las dos en un contexto histórico más precario), si bien en su
momento había dejado de distinguir expresa y claramente entre las tres esferas, quizás confundiéndolas, también, queriendo o
sin querer, había mostrado que ellas precisamente se confunden entre sí, siquiera parcialmente; una confusión, digamos al
pasar, que malgré lui tampoco superó Bodin tal como lo pretendía.
En otras palabras, lo que hoy llamamos estado, régimen de gobierno y gobierno, esferas que Bodin quiso distinguir
tajantemente y Aristóteles envolvió bajo los conceptos vinculados de polis, politeia y politeuma, se relacionan en términos de
una relativa distinción y una relativa superposición entre sí. De modo que, en resumen, si por un lado hay que diferenciar los
tres conceptos, por otro hay que ver que recíprocamente se funden de manera parcial entre sí. Y es la segunda lectura de la
fórmula la correcta, una lectura que vuelve desde Bodin a Aristóteles y que así reúne tanto como trasciende a ambos.18
La aludida superposición se trasluce ya en las propias definiciones que proporcionamos. Las normas, instituciones, etc.,
de las que habla cada cual son, una de dos, las mismas, pero referidas cada vez a sus pertinencias o empleos propios en cada
dimensión, o bien aquellas partes del conjunto o conjuntos de las mismas normas, etc., que conciernen respectivamente a la
actividad en cada dimensión.
Aquí van algunos ejemplos para luego poder seguir adelante:
Un artículo de la Constitución argentina estatuye para el país la forma republicana, representativa y federal de gobierno.
Otro, que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de los representantes y las autoridades creados por la misma
Constitución. Y otros más, que se establece una división de poderes; que el poder Legislativo se compondrá de una cámara de
senadores y otra de diputados; que para ser senador hay que acreditar una cierta solvencia económica personal; y que el
presidente de la Nación deberá pertenecer a la religión católica.19
Todos estos artículos importan la institución de un tipo de régimen de gobierno. Pero en el mismo acto instituyen
asimismo (contribuyen a instituir) un tipo de estado y un tipo de gobierno, y son pues normas de estado y normas de régimen
y normas de gobierno tanto como son las mismas normas.
Cuando la Constitución crea un régimen, da una cantidad de Derecho Público estatal. Y el estado es, entre otras cosas, el
conjunto de normas o de derecho positivo vigentes y aplicadas o exigibles en un país. Que una parte de ese conjunto defina
su régimen de gobierno no quita, por supuesto, que asimismo dé cuerpo al estado como tal. Esa parte del derecho, por cierto,
está articulada con el resto del sistema jurídico positivo, esto es, con normas que van desde las muy contiguas en toda
apariencia (p.ej., las que contemplan un determinado protocolo y boato relativo a la investidura presidencial, sobre todo en
cuanto investidura de, repárese, jefe de estado) hasta las normas de derecho administrativo, el derecho fiscal, el derecho
financiero, el derecho penal, y más allá, todas las cuales están mediata o inmediata pero en cualquier caso profundamente
relacionadas con el orden estatal.
Así también el poder Legislativo y el poder Ejecutivo que ordena y en que divide al gobierno la Constitución,
precisamente en tanto sedes de mando de la sociedad, definen las formas de un gobierno y un régimen no menos de lo que
instituyen al estado mismo. Desde ya, por lo demás, las leyes o normas de derecho positivo que ambos poderes establezcan
sucesivamente a ese efecto por dicho régimen de funcionamiento (y que pueden referirse a cualquier materia como,
nuevamente, al gobierno o el régimen de gobierno)20 estarán obrando la institución del estado qua estado.
El requisito de solvencia económica en los senadores y de credo religioso determinado en el presidente, a su vez, son
normas conformadoras de un gobierno y un régimen, pero también constituyen (y revelan) un cierto tipo de estado. Y es
manifiesto que ellas ingresan al régimen desde otras normas preexistentes (en el caso, desde normas extra-jurídicas: normas
socioculturales y de cultura política), las cuales concurren a definir tanto el tipo de régimen cuanto el tipo mismo de estado
con este régimen. Son ciertas estructuras sociales y culturales que permean al estado y simultánea o sucesivamente al
régimen y el gobierno, y que todas vienen entonces a portar consigo.
Otro tanto hacen aquellas normas que ordenan la representación y prohiben la deliberación o el gobierno popular directo
si son puestas en relación con lo anterior. Las mismas, tanto como el perfil económico y/o religioso obligado de quienes
pueden tomar las decisiones en nombre del demos, no se pronuncian apenas sobre los modos regulares de gobernar sino
también sobre el estado en los términos que llamamos post-bodinianos. De esta manera las normas de régimen de gobierno
reflejan las constitutivas del estado, que por su parte están empapadas por el orden general existente -al que, por carácter
transitivo, acarrean consigo sucesivamente.
En este punto cabe releer el concepto de estado, especialmente su último párrafo, y continuar el desarrollo del tema.
Hasta aquí llevamos pues propuesto (a) que el estado incluye o comprehende al régimen tanto como el régimen es parte
del estado. De las dos maneras, (b) va implícito que estado y régimen son sin embargo distinguibles, cosas siquiera en parte
diferentes, aunque simultáneamente sea el caso que cuando se dice estado se implica en una medida al régimen y que cuando
se dice régimen se implica a una cierta trama parte del estado. Por tanto, c) ellos no están completamente entretejidos entre sí
y guardan entonces una recíproca “autonomía relativa” dentro de la red. d) La identidad parcial, a su vez, está dada por
normas e instituciones que, siendo las mismas, están registradas en cada cual. Pero la “autonomía relativa” indica que cada
uno puede influir sobre el otro, así sea que “globalmente” el estado se presenta como mucho más amplio que el régimen. Esto
es lo que, dicho sea de paso, no fue muy visto ni teorizado por el marxismo más clásico.
También hay un grado de superposiciones e implicaciones mutuas con gobierno. Por ejemplo, los poderes, agencias y
roles de un gobierno informan ya por sí mismos de un cierto tipo de régimen; pero, entre otras cosas, hay que contar con que
el gobierno “es” además una nómina de personas, de roles que se personalizan, y los individuos y sus comportamientos de
ningún modo son simplemente reductibles a las normas o instituciones que “encarnan” o de las que son “portadores”.
En el gobierno puede ocurrir o bien comenzar una transformación del estado y el régimen político. Tampoco puede
escaparnos que el régimen se transforme a sí mismo. Ni que, por ello, como por otros cambios sociales y culturales
consecuentes que cabe descontar, cambia y cambiará desde ahí el tipo de gobierno habitual hasta entonces, así como se
establece y se asentará un nuevo tipo de estado. Y así sucesiva, circular y entrecruzadamente.
De tal modo, cada alteración en el gobierno, en el régimen y en el estado puede significar eo ipso alguna alteración en
cada una de las otras categorías y anticipar alteraciones sucesivas.
Ahora sí, hay que regresar a la segunda cuestión más arriba ordenada, el punto de que la existencia de la democracia
“depende” de un cumplimiento antecedente o concomitante mínimo-suficiente de sus “condiciones de posibilidad” o “de
correspondencia” (de lo contrario, quede claro, simplemente no es posible ni un mínimo de democracia, o no estaremos
llamando a las cosas por su nombre);21 y establecer que se sigue de ello una consecuencia. Esta es que, en cuanto las
condiciones remiten al contexto de la democracia, siendo como es la democracia estrictamente un régimen, hay que
considerar a la sociedad (y la cultura, etc.) lo mismo que al estado y al gobierno como conformando tal contexto. Dicho de
otra forma, si la democracia va a tener lugar, es porque la sociedad y/o el estado (y/o la cultura, etc.) y/o el gobierno, cada
cual en su medida, favorecen la posibilidad, aun si alguno de ellos, como faltando a la cita, no lo hiciera -o dejara de hacerlo
cabal o siquiera suficientemente.
Puesto en positivo, ello quiere decir que por lo pronto una medida amplia de libertad y de igualdad de condiciones e
igualdad de oportunidades socioeconómicas, pero además una normativa legal y unas instituciones estatales y unos cuerpos
de procedimiento determinadamente compatibles, etc., y unas tradiciones y memorias y actitudes cívicas afines, y unos
rasgos políticos y comportamientos y decisiones congruentes con la democracia de parte de los gobernantes, etc., son todos
en principio necesarios para la constitución de una democracia; bien entendido que todos en conjunto o en balance. Excepto
que la igualdad, como la libertad, son necesarias en primer grado. Su ausencia apenas es compensable y, aun así, cuando no
cubre a todos los sectores, el resultado es que (i) cuanto más, se trata de una democracia limitada y (ii) tanto más, el estado
importa un sistema de dominación política.
(Entendido el asunto de este modo, queda claro que cuando se dijo que la democracia es stricto sensu un régimen de
gobierno del estado, según nuestra propuesta, no debió temerse en modo alguno que tal “reducción” suya a régimen resultara
igual a “vaciar” sociológico-políticamente el concepto, según sí ocurre en otras inteligencias más antiguas y
constitucionalistas o liberales de la fórmula. Por el contrario, mediante esta fórmula, así leída, volvemos a decir que nada se
pierde de lo que seguramente quiso ganarse mediante otras fórmulas (v.gr. en unos u otros términos al estilo de “estado
democrático” o “sociedad democrática”) presuntamente superadoras de la sólo político-formal y que finalmente resultaron
tan sugestivas como imprecisas y ordenadas a la confusión, con las inevitables consecuencias de ésta. Más aun, mediante ella
se gana; esto, computado el que no se puede pensar la democracia sin dar cuenta del estado pero también que no se puede dar
cuenta de la democracia sólo por el estado, como parece el caso en una tradición marxista, o por la sociedad, como lo sería en
la tocquevilliana.22 (A todo esto, como sea, no vamos preguntándonos si Tocqueville y Marx mismos estarían hoy
básicamente conformes o disconformes con la conceptualización desarrollada. Sólo pensamos que los aprovecha
debidamente a ambos y que ella misma no está en falta).

Hasta aquí, entonces, los conceptos y sus relaciones. Lo esencial del excurso, para nuestros propósitos, está en haber
precisado que la democracia tiene entidad propia (de régimen) aun si está inscripta en una trama, pero, a la recíproca, es parte
de una red aun si tiene esa entidad propia. Como en el famoso caso de la botella mitad llena, mitad vacía, toda referencia
únicamente parcial de ella será entonces a medias verdad y a medias falsa, sólo que también será siempre incorrecta tanto
como producirá resultados lo más probablemente errados, socialmente dañinos o peligrosos.
En cualquier caso, ha quedado en principio situada y clara la relación Democracia - Igualdad en sus términos y
encuadramiento fundamentales. Es en ellos y sólo en ellos (u otros semejantes) que puede “explicarse” la sorpresa, ya que
no la paradoja, del simultáneo y asociado crecimiento de la democratización y la desigualdad durante este fin de siglo. Una
explicación congruente de la concurrencia de ambas no es posible sino bajo una conceptualización como la que presentamos.
De aquí en más sustanciaremos esto mismo en el plano esquematizado de unos correlatos empíricos de la
conceptualización, y ello en términos de algunos desarrollos clave de la historia contemporánea. Los capítulos 3 y 4 que
ahora siguen, en la Segunda Parte de este libro, intentarán de esta manera un cuadro de explicación general de la cuestión que
hemos abordado, el cual se complementa con el capítulo 5, de nuevo teórico abstracto, y luego por los capítulos 6 y 7 de la
Tercera Parte, de un tenor más acotadamente empírico sucesivamente interpretado.
Notas

4 El mencionado sector creciente y apuntando a mayoritario ya lo era en los Estados Unidos, país que constituyó la
unidad de análisis de Tocqueville en cuanto parecía anunciarse como el futuro más universal de la humanidad, siquiera en las
tendencias fundamentales a la democratización social y política. Para todo lo dicho en el párrafo, cfr. Alexis de Tocqueville,
La Democracia en América, especialmente el volumen I, segunda parte, caps. vii a ix, y el volumen II, cuarta parte, caps. i a
viii. Resumo en el texto las parcialmente divergentes líneas de interpretación y énfasis distintos de Tocqueville entre el
primero de sus volúmenes (de 1835) y el segundo (de 1840) porque no estoy aquí empeñado en un análisis a fondo de su obra
sino apenas rescatando las hipótesis generales del autor. Para ampliaciones, v. André Jardin, Alexis de Tocqueville, 1805-
1859, y James T. Schleifer, Cómo Nació ‘La Democracia en América’ de Tocqueville. Por lo demás: no es de nuestro interés
presente parar en que Tocqueville era un espíritu liberal en cuyo interior forcejearon sin término el corazón aristocrático y un
cerebro dispuesto a la comprensión sociológica fría y detenida. Los que cuentan aquí para nuestros fines son la lectura que
hacía de la historia y sus pronósticos entre apreciativos y sombríos de la democratización. Valga el señalamiento para todo lo
que sigue en el capítulo.
5 Estoy haciendo referencia a los textos de Marx de las décadas de 1840 y 1850, coronados más tarde por El Capital. En la
materia, v. especialmente La Ideología Alemana y el famoso Prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía Política.
También, anteriores a ellos, los artículos publicados en el periódico alemán Vorwärts y el opúsculo La Cuestión Judía. Una vieja (y
probablemente agotada en las librerías) pero muy útil selección temáticamente ordenada de extractos de esos y otros trabajos suyos se
puede consultar en Thomas B. Bottomore, Karl Marx. Selected Writings in Sociology & Social Philosophy.
6 En mis clases de epistemología he solido recordar a los alumnos las páginas con que Raymond Aron cierra el primer
volumen y abre el segundo de su obra Las Etapas del Pensamiento Sociológico. Cuenta allí cómo en un tiempo más o menos
el mismo y mirando a la misma Europa en esa época de inmensas transformaciones, Comte lo codificó todo en términos de
“Sociedad industrial”, Tocqueville de “Sociedad democrática”, Marx de “Sociedad capitalista”. Mi pregunta a los estudiantes
ha sido siempre “Si la realidad es una, ¿dos de los tres, Comte o Tocqueville o Marx, estaban por fuerza equivocados?” No es
el lugar para extendernos al respecto, pero el punto es crucial. Remito, por tanto, al libro La Razón Científica en Política y
Sociología y la compilación de artículos Filosofía de la Ciencia Política y Social, ambos de mi autoría. Véanse, en el último,
especialmente “Ciencia y Paradigmas, Racionalidad e Irracionalidad”, “Breve Refutación del Autoritarismo” y los dos
artículos sobre Retórica (en los que propongo entender nuestro cuerpo de conocimientos como una colección de ellos, una
colección racionalmente rigurosa y fina, pero no un sistema todo more geometrico). En los trabajos citados se hallará también
una extensa bibliografía sobre el aspecto que está aquí entre manos.
7 En conexión con lo escrito acerca de que “fue verdad que la igualdad creció y que la desigualdad creció”, véase la
sección final de este capítulo.
Aparte de eso, es un lugar común indicar que Marx, sobre todo, erró en pronosticar el empobrecimiento sostenido de la
clase obrera y la pauperización creciente de los sectores medios, en general desmentidos desde la última parte del siglo xix
hasta el tiempo del “estado de bienestar”, excepto las interrupciones de las dos guerras mundiales o ciertos efectos suyos y en
particular de los años ´30 entremedio. Sin embargo, no es sólo que en el último cuarto del siglo xx la tendencia ha regresado
y engloba a las clases medias. Interesa también señalar, si de lo que hablamos es de la desigualdad, que como tal,
“categorialmente”, se mantuvo en muchos sentidos fija todo el tiempo, así como la estratificación social estuvo cual
sucesivamente reasegurada por mecanismos a veces renovados y más sutiles. En todo caso, tanto como por comparación
acertó en mayor medida Tocqueville que el genio alemán con sus pronósticos de la sociedad futura, la arrasadora igualación
que veía venir el genio francés ha dejado de cumplirse no menos de lo que ha acontecido. Y la sociedad de clases á la Marx
goza hoy de la misma o mejor salud que hace cientocincuenta años. El tema continúa en el texto, más adelante.
8 No conozco sino escasísima bibliografía que fundamente la posibilidad, amén de la conveniencia, de “sumar” puntos
de vista y desarrollos teóricos no sólo dispares sino aparentemente encontrados, cual es mi propia inclinación a partir de una
base epistemológica que sin embargo no puedo desenvolver aquí (excluídos de dicha “suma”, ciertamente, los puntos de vista
y desarrollos que son entre sí estrictamente incompatibles, incluso más allá de la “inconmensurabilidad” de la que habla
Thomas S. Kuhn, La Estructura de las Revoluciones Científicas, y los que no vayan más allá de las “demostraciones”, por
oposición a “explicaciones”, que decía Pierre Duhem, La Teoría Física. Su Objeto y su Estructura). Es esta una posición, de
hecho, francamente minoritaria, aunque mi parecer es que la errada es la mayoritaria, que en verdad se practica y da por
sobreentendida mucho más de lo que se la somete seriamente a análisis. De lo que conozco en afinidad con mi postura, están
el concepto de diremptions de Georges Sorel, expuesto en sus Reflexiones sobre la Violencia, por el que enfrenta a quienes
reclaman la articulación o coordinación de todos los sistemas y enunciados teóricos, y el libro de Arthur Stinchcombe,
Constructing Social Theories, un sostenido y muy profesional texto académico. Se encontrará también algún comienzo de
tratamiento de esta cuestión, desgraciadamente breve, en mis artículos “Ciencia y paradigmas, racionalidad e irracionalidad”
y “Breve refutación del autoritarismo”, recopilados en Filosofía de la Ciencia Política y Social. Insisto por lo demás en que,
aparte de todo esto, sostengo la idea de que el acervo total del conocimiento político se entenderá siempre más
adecuadamente como una colección de ellos que como un “sistema” todo more geometrico (remito a los otros artículos de ese
mismo volumen).
9 Coincidiendo, por lo demás, con la precedente tendencia de la ciencia política norteamericana, tan influyente y
siempre apuntada al Government y las instituciones (y, desde la segunda posguerra, además a los comportamientos humanos:
la llamada Behavioral Revolution). En años más recientes ha tomado la posta allí, con gran ímpetu, el llamado
“neoinstitucionalismo”, con enfoques de raíz economista (la Rational choice theory, y variantes de ella). Cfr. al respecto una
obra que a pesar de sus años no ha perdido actualidad: Brian Barry, Los Sociólogos, los Economistas y la Democracia.
10 Las referencias a la moral marxista que acaba de contener el texto (los valores de igualdad, etc., en Marx) no agotan todo lo
que puede y debe decirse al respecto. También hay en Marx (y en sus seguidores, no infrecuentemente) alguna moral muy “elástica”,
hasta siniestra. Conste, no más. Sólo por vía de ejemplo, cfr. el polémico artículo de T.M.Simpson, Cuando Marx se identifica con la
Historia. O bien, respecto de su máximo heredero político, el voluminoso e informado Lenin, de H. Carrère d’En-causse, y, más en
general, relativamente al siglo xx, la obra no menos extensa de F.Furet, El Pasado de una Ilusión.
11 Aunque la historia puede remontarse más allá (pienso en Harrington, en Pufendorf) el mayor precursor del enfoque fue, por
supuesto, Montesquieu, con su teoría de las formas de gobierno, según la cual existe una afinidad poco menos que necesaria y
codeterminación entre todos los factores que hacen a un tipo de sociedad. Por otra parte, probablemente ha sido Louis Althusser (aun
forzando, quizás, la hermenéutica de escritos que la afiliación ideológicopolítica volvió “textos sagrados”) quien mejor pasó en
limpio las tesis fundamentales de Marx en la materia, por supuesto nunca llevadas a su término realmente final por éste (tampoco
después de él, pese a tantos des-envolvimientos habidos) ni tal vez nunca “terminables”, siempre “en obras” por razón de su
envergadura y una inherente ultracomplejidad que encima se cruza con la historia en perpetuo y diverso movimiento. El texto
principal de Althusser es La Revolución Teórica de Marx (Pour Marx), especialmente el ensayo “Contradicción y
Sobredeterminación”. Que tampoco concluye la teoría, ni remotamente, o sus alcances explicativos y grados de suficiencia o
insuficiencia, aunque despeja las malezas en el ínterin más sentidamente molestas del campo, bien que agregándole otras sucesivas.
Por lo demás, se verá luego cómo contribuyó (había ya contribuído) Gramsci a los desenvolvimientos de la misma teoría,
especialmente la teoría política del marxismo.
12 Existe al respecto una buena cantidad de estudios críticos serios de autores marxistas y no marxistas (v. por ejemplo
la compilación de John E. Roemer, El Marxismo: una Perspectiva Analítica, Jon Elster, Una Introducción a Karl Marx,
Anthony Giddens, los tres volúmenes de A Contemporary Critique of Historical Materialism). También, ensayos
revisionistas ponderados de otros autores que miran con simpatía la teoría marxiana (p.ej., Ludolfo Paramio, Tras el Diluvio.
La Izquierda ante el Fin de Siglo, o Atilio Borón, Estado, Capitalismo y Democracia en América Latina, cap. ix).
13 Cito de memoria la feliz frase que Abraham Maslow estampa en alguna página de su libro The Psychology of
Science. No tengo a mano la obra para la referencia exacta.
14 Los tratamientos más aceptados del tema son los de Norberto Bobbio en El Futuro de la Democracia y de Robert A.
Dahl, más taxativo, en La Democracia y sus Críticos. Pueden consultarse asimismo Giovanni Sartori, Teoría de la
Democracia y ¿Qué es la Democracia?, y David Held, Modelos de Democracia. El núcleo de las características está
encadenado lógicamente: elección popular de las autoridades públicas, (en) elecciones libres y “limpias”, (sobre la base de
un) derecho universal de voto, (entre) candidatos o partidos en competencia conforme a reglas parejas, (a partir de) libertades
y derechos generales de información, opinión, prensa y asociación. Nota: agregamos “prensa” al lado de “opinión” porque
nos parece que no indican lo mismo. Si no es este el lugar para extenderse al respecto, de todos modos la nota vale.
15 En la perspectiva más bien político-constitucionalista y jurídica, el estado es una unidad de territorio y población
políticamente independiente o autónoma respecto de otras y en tal sentido soberana; dentro de ella, suele hacerse notar,
lengua, historia, creencias y costumbres, con más leyes, gobierno e institu-ciones, son largamente generales a aquellos
territorio y población. La perspectiva político-sociológica, en cambio, desde Los Seis Libros de la República de Bodin en
adelante ha subrayado el término soberanía en relación con el orden interno de un país, es decir, con la dominación política
sobre la propia población, una soberanía “hacia dentro”, no ya “hacia afuera” de la unidad (Para la comprensión más cabal
de este segundo concepto de estado es importante cruzar a Bodin con la titilante pero indispensable luz que arroja La Política
de Aristóteles y, luego, sumarles Marx y Weber. En cuanto a esto y todo el acápite, remito a un trabajo mío de hace unos diez
años, Para una Teoría de la Democracia Posible, vol.II, La democracia y lo democrático, capítulo 1. Aquí tomo o resumo
partes de él -y he aprovechado para refinarlas). Para una reciente y breve pero aguda relación histórica y conceptual del
estado desde la modernidad que -aunque más estrecha- es por la base afín a la nuestra, v. Jürgen Habermas, La Inclusión del
Otro. Estudios de Teoría Política, pp. 83 a 87.
16 Aunque creo que es obvio, señalo que hago aquí uso de los conceptos de legitimidad y de autoridad de Max Weber,
Economía y Sociedad.
17 Pretendo que esta definición de estado (aproximativa e incurablemente imprecisa, como todas las que se han intentado y
pueden intentarse) absorbe las tradiciones postbodiniana en general y marxista y weberiana en particular, así como incluye lo que
destacó Nicos Poulantzas, respecto de que no debe considerarse al estado tanto o sólo como una institución, digamos, de visibilidad
neta, o como algo que “puede agarrarse”, a la manera de un instrumento, sino además (y para él sobre todo) como una relación social
o, mejor, una condensación activa del entretejido de relaciones en una sociedad (Cfr. su Clases Sociales y Poder Político en el Estado
Capitalista). Por lo demás, no es éste el lugar para exponer la buena compatibilidad de la definición con los desarrollos analítico-
expositivos de Tocqueville en La Democracia en América, muy elocuentes con respecto a la correspondencia o afinidad muy estrecha
existente entre todas las esferas de desenvolvimiento de una comunidad y sus costumbres, leyes, instituciones, gobierno. Al respecto,
v. James T. Schleifer, Cómo Nació ´La Democracia en América´..., op.cit., passim. Hay que dejar aparte, eso sí, el hecho de que
-según creo- no se encuentran en dicha obra conceptos definidos de estado, legitimidad y otros, ni una primacía relativa de lo
económico en el ordenamiento general de las cosas (que tampoco está en Weber).
18 Ver nota 15 y, nuevamente, el capítulo 1 del volumen II de mi Para una Teoría..., allí mencionado. Dicho sea de paso,
la fórmula tanto como “la segunda” lectura de ella me parecen perfectamente compatibles con la visión de Marx, y de Weber,
y de Tocqueville (aun si no igualmente “presentes” en los textos de los tres). En todo caso, es compatible con todo lo que
podemos “remontar” desde ellos y gracias a ellos y otros.
19 Se trata, respectivamente, de los artículos 1, 33, 22, 36, 47 y 76 de la Constitución argentina.
20 Por ejemplo, leyes en materia electoral, de partidos políticos, etcétera.
21 Va aquí implícito lo que asentamos más arriba en la cuarta cuestión ordenada: que, de acuerdo con la medida (de cada
cual) y el balance (de conjunto) en que existen las condiciones de correspondencia, la democracia se configurará en distintas
maneras (tipos) y grados concretos.
22 O en la perspectiva de C.B.Macpherson, La Democracia Liberal y su Época, cuyo pastiche en pág. 15 ya critiqué
puntualmente en mi Para una Teoría..., vol.II, op.cit., p.41. Respecto del concepto en Tocqueville (y todas sus dudas al
respecto; hemos mencionado ya que no se encuentra en él un concepto definido), v. James T. Schleifer, op.cit., cap. xix.
SEGUNDA PARTE
La “democracia real” contemporánea
El marco histórico y teórico

Introducción

Una tesis de este trabajo es que la correspondencia entre la democracia qua régimen y la desigualdad es perfectamente
posible y de ningún modo una novedad histórica de las últimas décadas del siglo xx; en todo caso, éstas sólo la han
potenciado. Ahora, si la producción de este largo desarrollo histórico fue extraordinariamente compleja, de manera resumida
puede plantearse empero con simplicidad. Digamos, así, que la desigualdad en cuestión fue y es la consecuencia (en parte, su
parte) de las características “colaboracionistas” que, junto a otros rasgos más positivos, pudo tomar y tomó la democracia
desde avanzada la edad moderna y que mantiene en la actualidad, aun al cabo de su extensión a más y más territorios y
poblaciones y una mucho mayor aceptación ideológica que en el pasado, pero paralelamente a una verdadera, creciente
hibridación de su naturaleza misma. Las características de la democracia existente son en buena medida explicativas de la
relación que nos preocupa en este trabajo.
La pregunta por hacerse versa, por tanto, sobre la identidad de la democracia en su existencia contemporánea. En la
materia, obviamente, ninguna respuesta puede ser satisfactoria respecto de cada caso nacional. Sin embargo, no es menos
cierto que todos parecen compartir una serie de aspectos fundamentales y esta generalidad es entonces verdaderamente
significativa. En tal nivel básico, por consecuencia, existe algo así como “la” democracia contemporánea. Lo trataremos en
los siguientes tres capítulos, todos primordialmente abstractos aunque informados por las evoluciones históricas e
intelectuales que parecen salientes.
Hablando ahora de ella, pues, o sea de “la democracia real” contemporánea, seis resultan ser los rasgos que se destacan
en aquellos términos más universales, o como las tendencias más sostenidas en el largo plazo. Los seis están ciertamente
vigentes en este fin del siglo xx. Ahora, lo notable a su respecto sería que quedaron establecidos ya hacia el fin del siglo xviii
y primera parte del xix y desde entonces sólo han venido como desenvolviéndose (cosa que hicieron francamente o bien,
contra las apariencias de superficie, de maneras complejas y sutiles, en combinación con lo que quiera se les atravesara).
En cualquier caso, han dado por resultado una forma política
1) parcial, según su propia mixtura con otras formas políticas, en el sentido de que no existe sino combinada con las
mismas,
2) ya por su parte (fuera de la combinación, o sea analíticamente)
- limitada en su naturaleza y alcances,
- de corte “defensivo”, liberal e institucionalista antes que democratista,
- “representada”, mucho más que representativa,
- con un sujeto (el ciudadano) pasivo, retraído, y un objeto (el poder al pueblo) reconducido en dirección del estado.
Lo primero será pues echar una mirada a esos seis rasgos. Con todo, por lo dicho, esta mirada se dirigirá a menudo desde
los corrientes finales del siglo veinte hacia los términos de la modernidad burguesa que -proponemos- ya en el xviii y el xix
estaba proyectada sobre nuestro tiempo. En el primer capítulo que sigue consideraremos por tanto el proceso último,
privilegiando repetidamente aquel perfilamiento suyo inicial que -en nuestro criterio- se hizo definitivo. Si fue entonces que
la democracia real tomó sus rasgos de ahora, nos parece que vale especialmente atender a la criatura como de novo instalada
en la historia porque, en ese primer momento, naturalmente, lo hizo con la nitidez propia de las impresiones originales. Sobre
la marcha o en el capítulo 4 subsiguiente consideraremos los ajustes y pormenores a tener en cuenta en nuestro área de
análisis a la fecha.
Capítulo 3

La marca indeleble de la modernidad burguesa


N o es entonces una ironía que para comprender lo actual debamos más abajo detenernos con frecuencia (quizás
desconcertante para quien está buscándole explicaciones al “aquí y ahora”) en obras y autores que se dirían ya viejos,
abundando en un racconto a primera vista extemporáneo. Insistimos: existen unos rasgos fundamentales del presente
democrático que traen la marca indeleble de la modernidad burguesa. En este capítulo iremos para atrás en el tiempo, pues,
las veces que lo hagamos, sólo para mejor entender el presente inmediato, de ningún modo por hacer Historia ni Arqueología.
De todas formas, dado el objeto del escrito y también para no exagerar la nota, procederemos otra vez de la manera más
rápida y esquemática posible.
Y ahora, sin más, a los rasgos; a las características relativas a la matriz, los contenidos, la forma, el sujeto y el objeto de
“la democracia real contemporánea”.
La matriz: de popular a liberal, limitada
El cuño ideológico y doctrinario moderno que da su contorno a la concepción de la democracia contemporánea, siempre
como régimen político y ejercicio del poder, lo hace en (y le mantiene) una faz doble. Ello es evidente en la propia
designación ordinaria de la concepción: democracia liberal. El cuerpo ideológico y doctrinario democrático llegado a nuestro
tiempo es pues como un cuerpo bicéfalo -y ha pensado simultánea o alternativamente con las dos cabezas: libertad individual
y soberanía popular.23
Este primer aspecto parece claro y puede completarse brevemente. Por un lado, la idea se nutre, se nutrió originalmente
(en la modernidad, típicamente frente al feudalismo y las monarquías absolutas), de la voluntad de combatir al poder
despótico y arbitrario; de defenderse o ponerse a salvo las personas de las imposiciones pensadas ilegítimas del poder
aristocrático o del real; el aspecto se volvió casi excluyente en épocas más próximas a nosotros, cuando en muchos países el
Estado de Derecho constitucionalista-liberal fue arrasado. Por el otro, la idea es y era (ya desde la antigüedad clásica, pero
eclipsada durante siglos y retomada también en la última fase de la modernidad) obtener el poder mismo: lograr que el pueblo
en su conjunto sea el titular del poder, o el soberano, y de tal modo se auto-gobierne.24 Y cada hemisferio de la idea, cada
manera de pensar o de priorizar sus términos, devino la matriz de una orientación democrática contemporánea más “liberal” o
más “popular”, así como la fuente de una actitud política frente al poder más defensiva y legalista o (recurro a la mención
usual) más participativa y finalista, muchas veces bajamente respetuosa de las leyes en curso, como también de las jerarquías
sociales establecidas. Fuera de eso, desde luego, las dos han sabido estar en tensión y enfrentarse.25
En la América Latina no ha sido muy distinto, a excepción del hecho de que puede haber cruzado ambas líneas -o
combinaciones de ellas- una composición según los casos más clasista o policlasista de los apoyos y coaliciones sociales
vinculados, con incidencia sobre sus políticas, discursos, estrategias, etcétera, también dependientes de los contextos y la
propia cultura latinoamericana.26
Lo que también parece claro es que, sobre la marcha de los últimos doscientos años y montada en las “tres olas” que ha
recontado Samuel P. Huntington, la democracia se fue extendiendo y asentando en cada vez más territorios y poblaciones;
tanto que, a la caída seriada de las dictaduras del sur del Europa y de América Latina, y la del comunismo en la Unión
Soviética y los países del este europeo, hacia el fin del siglo se la ha considerado como mundial e históricamente
triunfante.27 Sólo que, si así es, ha triunfado de una manera particular.
En efecto, ha triunfado (i) a medio hacerse, esto a pura correspondencia con unas condiciones de posibilidad aquí o allá
más o menos limitadas, pero limitadas al fin en todas partes, y (ii) de suyo en la versión más liberal, defensiva y representada
o delegada, según lo despuntamos con anterioridad y lo trataremos más abajo.
De la democracia limitada en función de lo precarias que son (más o menos pero por doquier) sus condiciones de
posibilidad,28 ya habla por sí mismo con elocuencia el problema que nos ha traído a esta investigación: el sostenido
crecimiento de la desigualdad en las últimas décadas. Ninguna condición necesaria (aunque no suficiente) es tan relevante y
expresiva. Aun si a la fecha la participación electoral está legalmente abierta a todos y en general es amplia, fuera de los
países más desarrollados muy grandes sectores de la población apenas tienen una condición ciudadana auténtica, es decir, en
términos políticos de verdad democráticos se encuentran discapacitados: no gozan de la cantidad y calidad de la educación,
información, autonomía mínima, etc., necesarias. Así las cosas, bien podemos dejar aquí y momentáneamente aparte este
primer aspecto, sobre el cual en una síntesis como la presente no hace falta extenderse ni tampoco entrar en discusiones
finalmente bizantinas, y pasar a ocuparnos sucesivamente de los otros.

Los contenidos desarrollados: individualista,


defensiva y representada

La democracia moderna se desenvolvió contemporáneamente mucho más en la versión liberal de la idea, con unos rasgos
defensivos y delegativos contenidos en ésta por razones lógicas e históricas en concurrencia. Es situándonos de entrada en la
vena afín original cómo, tal vez, podamos entenderlo mejor -y, a este propósito, nuestro anunciado “retorno a las fuentes”
empieza a hacerse conspicuo.
Fue Madame de Staël quien en su momento hizo célebre, aplicada a Francia, la sentencia que Montesquieu había
pronunciado unas décadas antes respecto de España: “La libertad es antigua, el despotismo es moderno”. En cualquier caso,
estas palabras resumían el verdadero temperamento de las revoluciones (que luego se vieron y llamaron burguesas) en la
Inglaterra de los siglos xvii al xviii y la Europa continental o la América del norte y aun la del sur del xviii al xix. Como más
cerca de nuestros días remarcaron desde Hanna Arendt (para Europa y América del norte) hasta Francois-Xavier Guerra (para
Hispanoamérica), dichas revoluciones se llevaron adelante en nombre de los “derechos históricos” de cada nación y sector:
los derechos supuesta o realmente antiguos de las “libertades políticas” anteriores al poder monárquico absolutista y, en su
caso, colonial.29
Individuos, cuerpos, gremios, Stände, pueblos, ciudades, desde antes habían sido respetados en sus fueros o privilegios,
pactados y derivados o ancestrales. Por lo menos normativamente, si no siempre en la práctica.30 Ahora se reclamaba, una de
dos, por la vigencia de los derechos más individuales o los más globalmente colectivos. Entre ellos, sin embargo, los de
autonomía y hasta “soberanía” política -que demasiadas veces habían sido solamente escritos y teorizados, con frecuencia
barrocamente- sabían portar un efecto empírico en suspenso, aunque no eran tan raros; los más personales y corporativos, en
cambio, estilaban ser reconocidos (o negados, pero entonces sujetos a reivindicaciones en modos cotidianos muy vivenciales
y hasta destemplados).
Al punto, Montesquieu y Tocqueville, entre tantos otros, supieron señalar que los seres humanos “sienten en estos
tiempos” un amor natural por su bienestar individual y el de los suyos mayor que por la patria (Rousseau y Marx, en frases
llenas de desprecio, lo rebajaban al valor de los billetes de banco). Y sin contar con que los dos pensaban que la igualdad es
en la república valiosa por sí misma, aunque no tanto como pasión individual ni siempre por sus efectos, mientras que la
libertad lo es invariablemente por sus consecuencias no menos que por sí o como principio, para la comprensión última de los
nuevos desarrollos, puestos a elegir, se inclinaban (si no por la premisa iusnaturalista moderna de self preservation, de
autoconservación individual) por la perspicacia del egoísmo, mientras Tocqueville hallaba dudosa la penetración psicológica
romántica del Contrato Social.31
Históricamente, en efecto, después de todo la pujante burguesía moderna que ocupaba el escenario estuvo reclamando
libertad e igualdad mientras las quiso para sí, olvidando la cuestión después de haber conseguido suficientemente su
propósito. Más aun: la burguesía se movió sin duda por puro interés propio, pero al fin de cuentas tanto como -todas las otras
explicaciones y las ideologizaciones de lado- lo hicieron también las clases populares en medio de la miseria, en la primera
parte del siglo xix (o envueltas por la bonanza, en la segunda mitad del xx).32
La explicación del fenómeno es, al cabo, que ya la civilización toda se había hecho a lo largo de los siglos
progresivamente más y más individualista. Ello, a tenor de la acumulación de las lecciones inaugurales de Sócrates y el
estoicismo, y luego, sobre todo, la del Cristianismo, como más adelante la del Humanismo, la Reforma protestante, el
Renacimiento, la filosofía natural del libre comercio, hasta los Derechos del Hombre (y el Ciudadano) y más acá; en este
sentido, el posmodernismo hoy à la page sería sólo el remate último de la historia. Los lazos de la Gemeinschaft que durante
ese proceso intercaló por partes la Edad Media, también se fueron disolviendo sin prisa pero sin pausa a lo largo de la
modernidad -aun cuando supieron sobrevivir más acá de ella en medios más “atrasados” o “tradicionales” y sectores sociales
bajos.33 La globalización de fines del siglo xx también contribuye de algún modo al individualismo a través de la ruptura de
las cohesiones anteriores más generales.
Tampoco hace falta recordar, por fin, que las dos primeras potencias globales sucesivas y a la vez modelos
paradigmáticos de democracia en el mismo último tiempo, desde el surgimiento de la versión democrática más moderna,
entiéndase la liberal, fueron los países con los caracteres culturales y religiosos individualistas de los angloamericanos,
Inglaterra y los Estados Unidos, mundialmente hegemónicos en tantos sentidos, con lo que ello implica. El impacto de este
“sentido común” británico-norteamericano ha sido en los últimos dos siglos ininterrumpido, creciente, cada vez más global,
masivo y penetrante.
Así, en suma, una idea política predestinada no menos que orientada a ser individualista y defensiva o, también,
“garantista”, se acompasó pues con el ethos dominante de la libertad del yo personal y el interés. Lo primordial en tiempos
modernos (y sucesivos) se hizo el quedar los individuos, en primer lugar los burgueses, a salvo o a cubierto del poder político
y su “interferencia”, asegurado cada quien en el goce “libre” de los derechos personales -pero especialmente, en fin de
cuentas, como homo economicus protegido por el marco político.34
Fenómenos como la cuantía y la multiplicación natural de las poblaciones, sumados a su crecimiento políticamente
causado por la extensión e incorporación o unificación de estados y gobiernos, lo mismo que la acelerada centralización
política y administrativa correspondiente, por supuesto llevaron por otro lado, de suyo, a pensar la factibilidad de la
democracia liberal emergente en términos de básica y regularmente indirecta, representativa. Lo que significó todo un
cambio, un verdadero cambio de naturaleza de la idea.35
Pero lo otro también contó: el individualismo de las gentes mismas, el ansia de mejorar cada uno su lote en la vida, la
dedicación al interés privado o familiar de cada cual por encima de cualquier otro llamado, especialmente a la larga o bien al
cabo de revoluciones y guerras que pasaron de épicas a crueles, muy sufridas y aun de resultados desilusionantes (tan
desilusionantes como decepcionantes fueron y siguieron siendo los resultados del ensimismamiento selfish de la nueva clase
dirigente burguesa, de entrada encaramada además políticamente vía aquella representación).
Es decir, impuso por su parte una especie de “división del trabajo” también en el plano político y, a la vez, una
delegación de las obligaciones y responsabilidades de gobierno en los representantes. Unos representantes entre elegidos y,
claro, “naturales”.36
En círculo vicioso que Tocqueville, nuevamente, describió de manera magistral cuando recién se insinuaba, un pueblo así
cada vez más pasivo y más “masa” en el orden cívico (etapas de movilización clasista, emergencias extraordinarias y
estallidos aparte), dió en reproducir exponencialmente el papel y la importancia de los poderes y las instituciones del estado y
el gobierno. Hubo sin duda, desde entonces, en Europa como en América Latina, ciclos y períodos durante los cuales, con
distintas modalidades aquí y allá, sobre todo el movimiento obrero y socialista o de algún modo popular estuvo activo, tuvo
iniciativa y aun rebeldía, pero para ser posteriormente absorbido de esa misma y otras maneras, cuando no derrotado, con un
mismo si no más rotundo final de la historia.
Si, pues, de cualquier modo regresamos así y en este punto a los temores que conocimos de Tocqueville al principio del
primer capítulo, bien que al cabo de pruebas de experiencia positiva y negativa entre tanto acumuladas para lo sucesivo,
también llegamos ahora a la democracia no tanto representativa cuanto representada. Tocqueville no paró suficientemente en
esto, quizás porque en su tiempo corría como por debajo de unos cursos históricos que en Inglaterra, Francia y Estados
Unidos eran tan agitados como disímiles. No se trataba sólo de la igualdad crecida pero desde ahí eventualmente alienada (o
perdida). Como no es sólo y apenas la democracia en manos de delegados. Esta es cierta clase de democracia en cierta clase
de contexto, aun en los momentos en que se la ve en progreso. ¿Una democracia de clases en un contexto de clases?

La forma: mixta, à dominante

Quizás siglo y medio más tarde las cosas han cambiado. Una sociedad de masas ahora muy extendida, ampliación
general del sufragio, partidos también de masas, elecciones generales, una competencia política “abierta”, lo que trajo el
Estado de Bienestar y lo que queda de él; incluso, hasta donde cuentan, las experiencias históricas. Pero ¿cuánto y cómo han
cambiado?
El paisaje de la sociedad civil y la sociedad política, o de la sociedad y el estado, paisaje que sigue mutando, no parece
haber incidido mucho sobre la orientación que tratamos. Tal vez, en muchos países, la misma sociedad de masas está hoy en
algún proceso de (el término médico) “regresión”, o simplemente perdiendo homogeneidad, resquebrajándose y
debilitándose, así como lo ha hecho la sociedad sin aditamentos;37 de otro lado, el estado ha sufrido cierta reforma, apuntada
-se dice- a algo así como un estilizamiento de su silueta para alcanzar mayor agilidad en su accionar más básico o “propio” y
también ocupar menos espacio, aunque sigue muy grande, inmensamente enorme, y en nuestra acepción de estado quizás
inconmensurable (si se mira bien, aun y no menos el “reformado”: no lo requieren tanto las propias reformas como lo implica
el encuadramiento político de la sociedad necesario para ellas).
Como sea, permanece el hombre o mujer-masa como tal sin embargo individualista. Y tenemos siempre las clases
sociales. Y la desigualdad, que ahora se ha potenciado. Y el desencanto, los descreimientos, el escepticismo, renovados. El
ensimismamiento burgués, el aburguesamiento de la burguesía, repitiéndose constante, mientras los grandes sectores
populares miran por su existencia, cuando no por sobrevivir, simplemente. Todos, los burgueses y los populares, son
ciudadanos “de baja intensidad”, están hoy como personas encasillados cuando no reducidos a la calidad de consumidores,
clientes, usuarios más ricos o más pobres (y mayormente numerados), y hasta excluídos como tales, sin Salud, Educación,
Trabajo, Justicia efectivos.
Eso no es todo: está situado. Situado en y atravesado por las realidades fantásticas de un mundo tecno-económico
verdaderamente alucinante que a la vez parece como espiritualmente vaciado. Digo la realidad de los grandes poderes
económicos, los organismos más las organizaciones, todos fantasmales, y los bancos, y las corporaciones multinacionales, y
más bancos, y bancos más grandes, más superempresas poderosas, las megafusiones, los igualmente poderosos medios,
inescapables, las redes electrónicas. Una realidad empapada a su vez por el marketing de cuanto es o pueda tornarse
mercancía (lo que es decir absolutamente todo) en una sociedad inflacionariamente travestida en lo que en sí es al fin y al
cabo un común mercado: por debajo de sus vestiduras, una feria hoy muy sofisticada pero cuyo valor último es simplemente
la realización del capital, cuando no tan sólo el dinero, y que se puede desnudar como lo que es porque lo primero que deja
saber es una falta completa de pudor, el hecho de que no respeta ni tampoco encuentra límites morales.38 Una realidad
inyectada con las formidables dosis no siempre y necesariamente imbecilizantes pero sí de divertimento distractivo que,
como nuevo “opio de los pueblos”, distribuye ese intangible pero colosal Ejército de Ocupación que responde al
ridículamente inocente apodo de “la tele” (eventualmente complementada por las patéticas sectas surgidas “como hongos”
para que unos charlatanes conforten y esquilmen a multitudes de pobres desesperanzados).39
Cruza el conjunto todo, cada hilo de la trama, una atmósfera, una “civilización”, cuya marca es la misma de todos los
últimos siglos: el individualismo burgués desenfrenado, un (como se decía antes) materialismo arrasador, aplastante. En la
actualidad fenomenalmente instrumentado en paralelo a la manera consumista por esos actores fetichizados que son las
empresas u organizaciones, ellas mismas en competencia tanto o menos concertada que desconcertada y anárquica -pero en
cualquier caso entregadas a una danza frenética supuestamente dedicada a conjurarla.
Saltan de inmediato algunos interrogantes. ¿Tiene así, todavía, un objeto la democracia, entendiendo por esta algo más
que Estado de Derecho liberal formalmente constitucionalizado? Según lo expuesto, ¿resulta por otra parte de difícil control
por nadie ni nada? Tendremos que parar más en esto. Entre tanto, o bien para empezar, digamos que de suyo posee aún,
cuanto menos, una lógica.40 Ciertamente, si en un plano vivimos en algún desorden con un tinte anárquico, en general no
vivimos en un “estado de naturaleza”: una guerra de todos contra todos no es para nada sinfónica, ni tiene el equivalente de
las partituras y las batutas que el cuadro actual no deja de mostrar. Y es esa lógica la que entreteje la malla que intenta (y
consigue suficientemente) contener en general las cosas, imprimirles una silueta, en cada sociedad y estado a través del
régimen político inter alia. Vamos a terminar pues con él antes de avanzar más en la materia.
Al respecto y por lo pronto: lo que hoy corre convencionalmente designado como democracia, sobreentendido como tal
sin reservas (véanse el citado Huntington y tantos otros autores, sin hablar de los políticos y del propio público en general) es
lo que puede ser en el contexto en que se inscribe, y a lo sumo eso. Mucho menos que un régimen democrático propiamente
dicho, aun el limitado por las condiciones de posibilidad existente. En verdad, algo diferente. Es en rigor un régimen político
mixto de gobierno del estado.41
Todo lo que hemos visto -su propio desarrollo o carácter limitado, sus sesgos individualistas y de ahí defensivos y
delegativos, el contexto general por detrás, que impone sus condiciones, aquéllas y otras- ha estado el último par de siglos
concurriendo para que la realidad efectiva del régimen democrático lo muestre como tal únicamente en coexistencia con otros
modos regulares de hacer política, de gobernar o cogobernar el estado.
En ese tiempo se han multiplicado los regímenes concurrentes, a tenor de un paisaje que ya contemplamos. Pero la
democracia que existe, existe entonces siempre entrelazada de hecho con otros regímenes, con modalidades regulares quizás
ilegales, no dispuestas ni previstas (tampoco siempre prohibidas) por las leyes, modalidades en parte tradicionales o que se
cuelan por huecos e intersticios imposibles de sellar en la práctica y que en cada unidad política están como “auspiciadas” por
el pays reél.
Unos modos, de otro lado, por principio incongruentes en parte no sólo con la legalidad sino también con la legitimidad
establecida, es decir, con la ideología democrática; son modos, en todo caso, tampoco muy legítimos, aun cuando
(recordemos el concepto de legitimidad, su relación con lo que acepta la sociedad) no necesaria y completamente ilegítimos
en todos los casos. Si el régimen en definitiva mixto no estuviese amparado por una legitimidad igualmente mixta, aun
corriendo por debajo de una primera napa, según la teoría y toda la experiencia tendría que saltar por los aires en el largo o
medio plazo -como no salta.42
Las formas políticas que coexisten entrelazadas con la democracia, que en la realidad la componen y entonces hacen de
ella un régimen en verdad mixto, son cinco principales: oligarquía, burocracia, tecnocracia, partidocracia y corporatismo. La
importancia relativa de cada una es variable según lugares y tiempos, países y períodos o ciclos, y así también es variable la
fisonomía del conjunto que cada vez o en cada circunstancia constituyen junto con el eje democrático (no siendo éste,
necesariamente, el que domina la trama, sí el que en todo caso le aporta su legitimidad básica: la forma dominante no es
siempre y necesariamente la misma). Las tratamos lo más sucintamente:43
La oligarquía. Como régimen de gobierno funciona a la manera de las dos acepciones que tiene el concepto. Una, la
manera clásica (y tan antigua como que ya fue en su tiempo agudamente descifrada por Aristóteles), refiere el modo regular,
habitual si no constante, en que los sectores establecidamente más ricos y poderosos ejercen o influyen como tales sobre el
gobierno en dirección de sus propios intereses de grupo privilegiado. La otra, no menos concurrente al conjunto que todas las
otras formas de las que estamos hablando, tiene la impronta contemporánea: es la propia de la sociedad de masas y
organizaciones que alumbra ya la última parte del siglo xix y que remite al gobierno de y por las cúpulas dirigentes de esas
mismas organizaciones características del nuevo tiempo, incluyendo entre ellas (como lo develó Robert Michels)44 a los
mismos partidos y sindicatos que primeramente articulan y canalizan la voluntad y los intereses de las clases populares. Son,
pues, dos maneras oligárquicas, en algún caso combinadas, que filtran y entretejen sus concepciones, estilos y rutinas en lo
que se llama democracia.
La burocracia. Como forma de gobierno, o sea qua régimen de reglas de procedimiento, cuerpo a cargo y patrón de
comportamientos, no ya en el sentido más ordinario o coloquial de la palabra sino en el de los estudios típicos de Max Weber
(y la preocupación política de éste ante su avance),45 es el gobierno de los funcionarios por sí, en los términos de la moderna
configuración administrativista-racional del estado. En los hechos, a la par del poder Legislativo y el Ejecutivo (las
instituciones representativas y únicas fundamentales del gobierno regular en la teoría democrática), ella ejerce con apreciable
autonomía en la propia producción de no pocas de las decisiones políticas del estado, no ya sólo en la implementación de las
mismas -que en cualquier caso tiende a ser decisiva de suyo.46
La tecnocracia. Es el modo de gobernar prototípico de los grupos de expertos (que entran y salen de la “alta burocracia”
nacional o internacional y circulan entre ésta y ciertas comunidades en el límite entre lo universitario-superior y lo
empresario) y de los expertos mismos, o sea los individuos técnicamente más informados y capacitados en los asuntos más
complejos y eventualmente delicados, para quienes la sociedad de nuestro tiempo ha desarrollado a su vez las formas más
altas de educación y entrenamiento. Lo suyo es por naturaleza ajeno a las opiniones exclusivamente mayoritarias o
simplemente públicas, según son en principio las democráticas, a las que presupone por lo general desinformadas y/o
bajamente “educadas” vis à vis las de esta élite del conocimiento -a su turno, “por definición sociológica”, integrada por
miembros de las clases medias a más altas.
La partidocracia (según el término que acuñó en la primera parte del siglo una derecha contraria al antiguo régimen
parlamentario y favorable a dictaduras autoritarias, pero con un alcance politicológico que ciertamente ha sobrevivido en la
práctica a ese tiempo reaccionario de negra memoria) importa una deformación de la democracia en el seno mismo del
principal vehículo y sistema representativo de la ciudadanía. Conforme ella, y según mostraron el paradigma de la república
italiana hasta hace unos pocos años y, en América Latina, los casos de Venezuela y Colombia, las dirigencias de los partidos
se independizan de facto de la población que las vota y en cuyo nombre e interés dicen actuar y se legitiman. Así, por una
suerte de apropiación-expropiación de mandatos se convierten en los titulares reales de la soberanía popular a nombre de los
partidos, ahora fuente última verdadera de las decisiones del régimen político que se dice en vigencia, y también recipientes
de una variedad de beneficios de origen y orden público.47
El corporatismo. O neo-corporatismo, como lo designó Philippe C. Schmitter, para distinguirlo del “corporativismo”
propio de un tipo de regímenes dirigistas-autoritarios característicos del período de entreguerras (el fascista a la cabeza), pero
tanto posterior como aún anterior a ellos: de la última vuelta de siglo en Europa y creciente al cabo de aquel intervalo o desde
la segunda posguerra.48 Aparece como un régimen “complementario” del gobierno liberal democrático en materia de
representación, en su caso representación de los intereses y las organizaciones o sectores socioeconómicos como tales, y
tiende a favorecer -es la explicación, tal vez su defensa- la “gobernabilidad” de esas sociedades por demás complejas y
conflictivas que han pasado a ser las emergentes a posteriori de la segunda gran guerra mundial tanto en los centros como en
las periferias más movilizadas.
En síntesis, la democracia es en primer lugar un régimen “representativo”, es decir, entonces, indirecto-fiduciario, pero
en los hechos, y en gran medida por eso mismo, según todas las puertas que ello abre, penetrado por una variedad de otras
stricto sensu formas de gobierno; y no separable de ellas excepto analíticamente. No es lo que debería ser sino lo que en
efecto es, empírica y no prescriptivamente hablando; y esta cara suya compagina con las otras que le vamos exponiendo. Por
ejemplo, con la importancia que en el escenario adquieren o pierden su sujeto colectivo y el sujeto individual de la
democracia, tanto el pueblo como el ciudadano -que es el primordial en la democracia (liberal) de nuestra época.
Consideremos ahora eso mismo, el sujeto de la democracia.

El sujeto: un ciudadadano en progresiva retirada

La lección elemental es que el sujeto de la concepción democrática es un individuo político, el ciudadano (En todo caso,
insistamos, lo es especialmente en la versión liberal de ella; en la popular está también pero en primer lugar el demos o
populus, un titular colectivo si no orgánico). En la misma concepción, este sujeto es tan irreemplazable como decisivo. Lo
habían hecho notar ya, remarcándolo, el republicanismo clásico recuperado durante el Renacimiento y en particular el
Maquiavelo de los Discursos.49 Y en este punto conviene reiterarlo: el regreso a fuentes que pueden parecer viejas no es
ocioso, todo lo contrario. Supieron discernir de manera temprana e iluminante las formas elementales y las claves de
fenómenos y tendencias ya lanzados para quedarse.
Su argumento al respecto, todavía recogido en parte de algunos escolásticos, parece elementalmente simple pero en rigor
era sólo descarnado. Tenía una cara que hoy diríamos sociológica (las costumbres e ideología republicanas muy arraigadas en
ciudades autónomas como Venecia y Florencia) y otra más propiamente política, que es la que nos interesa aquí. En suma,
ésta es que si existe la libertad política bien puede la ciudadanía hacerse cargo del gobierno; y sólo cuando el pueblo en
general se ocupa del gobierno “se atiende al bien común” y se observan las “leyes de tal manera que ni los de fuera ni sus
propios habitantes se atreven a usurpar allí el poder”.50
En esta perspectiva, la razón de que ello sea así reside en (y depende de) la “virtud ciudadana” que se suscite en el mismo
pueblo. De la asunción por éste de la res publica o la cosa común como tal, de su compromiso para con ella, pero antes, a su
turno, de la posibilitación y el fomento de ambos en los individuos por las instituciones y las prácticas políticas de la ciudad
(también e importantemente las militares, de defensa cívica compartida del propio estado). Todo desarrolla entonces el amor
a la patria, a la comunidad misma, el espíritu republicano.
Es cierto que el argumento se daba en el marco de unidades estatales como las ciudades, aunque la Italia que tenía en
mente Maquiavelo ya era una unidad grande. Pero en cualquier caso lo importante no es la viabilidad de la tesis, que por
supuesto no escapó ni escapará nunca a sus contextos de aplicación, cuanto la lógica política que contiene. Si esto es así, el
principal argumento alternativo interesa como su contrapunto. Es la doctrina liberal. Y convendrá ahora escapar un tanto del
relato esquemático que venimos haciendo y demorarnos en ella algo más, a fin de penetrar en el corazón de un asunto que
tiene hoy una singular importancia.
Al revés de la otra, la doctrina liberal, desde Hobbes y especialmente Locke en adelante, privilegió la “funcionalidad
política” del interés individual por sobre la virtud ciudadana y, a tenor de una evolución histórica que ya apuntamos, a la
persona por encima de la comunidad.51 Si en esto último olvidaba a Platón, como luego desoyó a Rousseau, para quienes las
calidades de la persona responden fundamentalmente a las del medio colectivo, o las del ciudadano a la naturaleza del estado
(cosa que un liberal como Montesquieu -después de todo “el primer sociólogo”, pace Aron- todavía tuvo en cuenta para su
república democrática y aun para la aristocrática), respecto de lo primero produjo finalmente una seductora teoría explicativa
de recambio en apoyo de la postura.
Con raíces en la original pero simple Fábula de las Abejas, o Vicios Privados, Virtudes Públicas, de Mandeville, de
principios del siglo xviii, y bajo el influjo, nuevamente, de Montesquieu, a mediados del mismo, ella tomó forma en la obra
de dos nombres señeros de la Ilustración Escocesa: David Hume y Adam Smith, dos buenos amigos. En fin de cuentas, ellos,
y todos, estaban reaccionando ante los perfiles nuevos que la modernidad y el pujante desarrollo económico y comercial de
esos tiempos iban imponiendo a las prácticas políticas y su ordenamiento.
Pero la novedosa explicación decía que no sólo la prosperidad sino también la paz interna, la estabilidad y la mayor
felicidad de los países republicanos o de los monárquico-constitucionales á la británica dependerían cada vez más
singularmente del comercio y el crecimiento urbanos como de los usos y costumbres “civilizados” que éstos conllevaban en
todos los planos, incluído el político. El toque providencial que remataba la teoría estaba dado por la idea (retomada y hecho
famosa por La Riqueza de las Naciones, de Smith) de una invisible “mano” armonizadora de los intereses individuales, de
suyo egoístas, pero sólo presumiblemente encontrados; y Hume todavía protestó razonablemente contra la descripción de
estos bajo el rubro de “vicios”.
En definitiva: la virtud ciudadana no sólo era dudosa, en cualquier caso se volvía así prescindible.
Fue el tercer grande de la Ilustración Escocesa, y asimismo buen amigo de los otros dos, Adam Ferguson, quien aun
dentro de la nueva visión general clamó todavía por la vital importancia de una ciudadanía activa. Para Ferguson, los
fundamentos de la sociedad civil52 eran los lazos comunitarios y la virtud pública de los individuos, anteriores a la
propiedad. Para él, aun los países más desarrollados están expuestos a retroceso y recaídas en un pasado incluso bárbaro, de
tal modo que su gobierno político intencionado, explícito, seguiría siendo siempre fundamental; tanto como el buen gobierno,
dependiente de una ciudadanía despierta.
Las teorías de sus amigos inspiraban en cambio la pereza cívica. Sin embargo, los indudables y hasta civilizatorios
beneficios de la actividad económica y el comercio, que Ferguson también apreciaba, no serían per se bastantes para
mantener una comunidad buena, próspera y en paz consigo misma. Tal como se ha destacado, el de Ferguson era un modelo
no determinista sino complejo de causalidad, y si participaba de la tesis de las “consecuencias no queridas” no por eso creía
en una mecánica lineal de progreso inevitable. La división del trabajo y su especialización, lo mismo que las unintended
consequences, llevadas a invadir clandestinamente las esferas propias del gobierno y la actividad política, terminarían
debilitando y hasta quebrando el vínculo social.53
Aquí conviene agregar que el análisis de Ferguson no tuvo la mejor acogida en Gran Bretaña, entonces ya lanzada por la
otra vía y -remedio para todos los temores- en tren de convertirse en la primera gran potencia mundial. Si en vez la tuvo en la
Europa continental, tampoco la halló en los Estados Unidos. Hasta que no triunfó allí el anti-federalismo, pero al cabo de los
años, adaptado al legado político y constitucional impuesto por su enemigo Hamilton y ya reconvertido en partido
Republicano (en el principio mismo del siglo xix), ambas orillas del pensamiento angloamericano dominante inspiraron la
“república del interés” vis à vis “la república de la virtud”.54 Del mismo modo, al menos en la doctrina y a pesar del mismo
Hamilton, confirmaron la aparente reducción de lo que puede llamarse la política de estado a mero y práctico government.55
En definitiva: Hume, Smith y Ferguson se afiliaron diferentemente al par de tradiciones que unas décadas más tarde
Benjamin Constant llamaría de “la libertad de los antiguos” (Ferguson) comparada con la “libertad de los modernos” (Hume
y Smith), la primera centrada en la pasión pública y el celo político activo de los miembros de la comunidad, la segunda
girando alrededor de la industriosidad de los individuos y poco menos que delegando en una clase dirigente, esto también por
“división del trabajo”, la conducción de las naciones. Aquélla estaba emparentada, aunque a una distancia por lo ya dicho
obvia, con el espíritu de Rousseau y los principios que con tanto impacto elaborara para esos mismos años en El Contrato
Social, con eje en una volonté générale; la otra se relacionó estrechamente con los diseños trazados lustros después en El
Federalista para la primera gran república democrática moderna: un modelo de ingeniería institucional paralela dedicado a
prevenir el surgimiento de ninguna mayoría estable (sobre todo, ninguna de base popular) capaz de afectar el sistema de la
división de poderes y los frenos y contrapesos en el gobierno “representativo” combinado -federal y estadual- ni, menos, la
libertad y la propiedad en la sociedad civil.56
Desde entonces, aparte algunas variaciones sobre el tema en verdad poco nuevo hay bajo el sol, y el desenvolvimiento de
la sociedad contemporánea en sus términos capitalistas e individualistas dominantes ha hecho congruente con lo anterior ese
resto. En los países de menor desarrollo, el remache lo proporciona hoy la pobre, apabullada y fracturada situación general de
muchos sectores medios y la práctica totalidad de los populares (que de tan conocida y documentada y tratada -más adelante
también por nosotros- nos eximimos de detallar aquí). La misma antes impide que facilita tanto la idea cuanto el ejercicio de
una ciudadanía activa.
A esa condición ciudadana, sin embargo, en el ínterin (especialmente en el siglo xx, según los tiempos y las condiciones
de su evolución propia) habían ingresado en nuestros países periféricos casi todos los sectores por un momento, políticamente
y además sobre bases sociales. Y tal acceso ha dejado huellas, sin duda, huellas ideológicas, de partidos o movimientos, de
derechos que se pensaron adquiridos de una vez por todas, de expectativas. Hoy, no obstante, en otras condiciones sociales,
unas condiciones sociales si no absoluta cuanto menos relativamente muy deterioradas, en el plano político estricto las
mismas sirven más para una instrumentación del amplio electorado que al desempeño de su condición ciudadana.57
La conclusión de la historia es, en resumidas cuentas, que al parecer la democracia se ha quedado sin el sujeto
correspondiente. ¿Podría aún tener objeto?
El objeto: la reconducción del poder al estado

Es la segunda vez que la pregunta se nos arrima ella sola. Considerémosla ya en una vuelta inicial, terminando la
presentación de los seis aspectos más universales en que estamos respecto de la marca moderna que trae impresa la
“democracia real” contemporánea, y luego dentro de las particularidades de Argentina o la región latinoamericana cuyo
enfoque ha quedado en parte pendiente.
La finalidad de la idea misma de democracia no fue nunca otra que el autogobierno del pueblo, directo y si no indirecto,
entendido que ello en su propio servicio y beneficio. Una idea gruesa y probablemente naïf, inocente en cuanto a sus
verdaderas posibilidades, por eso mismo de realización siempre y cuanto más precaria, y de ahí progresivamente
redimensionada. Pero inconfundible. Si el horizonte pasó a verse lejano, borroso, nunca se aceptó que la idea tuviera y
persiguiera otro. No hay sino una idea última de democracia; las demás (y hay muchas), son explícita o implícitamente
penúltimas, a lo sumo. Una sola idea, pues; y una idea política única.
Pero la historia tiene sus traductores. Desde ya, muchos confirman que la traducción es un oficio peligroso: suele
modificar el sentido de las palabras originales y en fin de cuentas deformarlo. Un paradigma a propósito fue el ya
mencionado Hamilton, en definitiva “padre fundador” pero de la República Imperial, como la bautizó Raymond Aron. Una
república democrática cuya dedicación principal era y es el poderío del propio estado.58 Se notará que el objeto ha
cambiado. En la propia primera gran república democrática de nuestro tiempo, una que no estuvo históricamente
condicionada por fuertes estructuras precedentes de poder, como en cambio fue el caso en los países de las viejas monarquías
europeas.
¿Quizás es un objeto ligeramente otro? No parece que pueda pretenderse, sí y en todo caso explicarse. En Hamilton
mismo, quizás ni siquiera eso, si por explicar se entiende justificarlo en el sentido de una traducción posible, tampoco como
una adecuación de idea a contexto. La realidad (o la investigación) histórica muestra que buscó fundar una república
democrática-representativa, ciertamente una muy moderadamente democrática, pero también, de manera simultánea y más
obsesivamente, una Unión poderosa, primero en la teoría constitucional como más tarde, con toda claridad, en el ejercicio del
gobierno.
Los Estados Unidos, la primera y más grande república democrática moderna, el modelo que se propuso y con sus más y
sus menos vino inspirando a todas, quedaron ellos mismos y desde entonces para siempre atrapados por el Destino manifiesto
que oportunamente les fue proclamado. Cuando se dice, como queriendo poner a salvo su aura democrática, que
desarrollaron una política imperial hacia afuera, otra democrática representativa hacia adentro, entonces (aun sin hablar de las
reservas sobre lo segundo) no hay más que recordar que afuera y adentro están -también en política- necesariamente
interconectados.
En todo caso, no era ése el modelo que los anti-federalistas y Jefferson preferían.59 Si tampoco ellos fueron raigalmente
democráticos (no pocos, por lo pronto, eran terratenientes propietarios de esclavos), en todo caso procuraron un régimen de
gobierno republicano de instituciones simples y en contacto más estrecho con la gente, las localidades, los límites
provinciales, así como temieron las jerarquías, el aparato burocrático y el poder del estado centralizado.
Comprensiblemente, habían heredado y vigorizado la minoritaria ideología “country” inglesa de oposición al Poder: a la
Corona, la Corte, el Ministerio fuerte creado por el liderazgo enérgico de Walpole; se preocuparon de la misma manera por
“la corrupción” (la corrupción política) de la constitución que se invocaba. Pero, finalmente, con igual falta de suceso que en
Inglaterra.60 Fueron derrotados, como se sabe. Cuando Jefferson y después Madison (ya anteriormente muy distanciado de
un Hamilton entre tanto fallecido, y ni antes ni entonces demasiado democrático) llegan a la presidencia, las pautas del
desarrollo político del país están sensiblemente fijadas.61
En la tradición continental europea, de otro lado, empezando por la francesa, tanto la absorción de la democracia por el
estado -que muy pronto desde la Revolución de 1789 ha sustituído al “pueblo” y en seguida a la “nación” como, una de dos,
su encarnación o su representante- cuanto la centralización y el crecimiento del poder estatal no tienen tregua.62 Menos aun,
a lo largo del siglo, cuando dentro de las filas socialistas llega a ser el marxismo, con su concepción del estado y las
dictaduras de clase por medio del estado (tanto la burguesa como la proletaria en advenimiento), el que hegemoniza
crecientemente el pensamiento político del movimiento obrero urbano.
También aquí el autogobierno del pueblo incorpora mediaciones sucesivas, y traducciones, principalmente la traducción
de “democracia” a “estado democrático”, o expresiones equivalentes. Y, en fin, como sus pares americanas, con su traspaso
del poder desde el demos al estado, ellas quizás no hacen sino acompañar todo el tren de desarrollos políticos, económicos y
sociales del mundo occidental contemporáneo.
Otro tanto puede verse en la historia latinoamericana, sólo que a su respecto no cabe dejar de contemplar una cierta
formación de más larga data y persistente. Esta otra permanencia de fuentes históricas no es idéntica con la de la modernidad
burguesa que se repasó hasta aquí, en América Latina de todos modos “recibida”: se cruza con ella para su mestizamiento y
procrea “el tipo latinoamericano” de la democracia real contemporánea.
Capítulo 4

Ciudadanía y democracia hoy.


América Latina y Argentina
E l cuadro más específico de América Latina y Argentina presenta pues variaciones o tonalidades que deben señalarse.
Asimismo, etapas, de las que nos interesará especialmente la que ahora están atravesando. Ella produce estos años de fin del
siglo xx un corte con el pasado tan tajante como los anteriores aun más dramáticos, incluído el mismo de la “modernización”
desde el xix al xx, que en su tiempo fue dislocante (y aun penoso) para amplios sectores nacionales. Pero sigamos aquí
también el orden histórico; paradójicamente, ayudará a ver con mayor claridad este presente más bien oscuro que, sin
embargo, por el lado de la “democratización” post-dictaduras luce en cambio más brillante.

La cruza y el mestizamiento democrático


fuera de los centros

La teoría y la práctica de la democracia liberal es tan manifiesta como fundamentalmente creación y experiencia
originaria de algunos países de la Europa occidental y la América del norte. Fuera de allí se impone considerar más
detenidamente los procesos locales de recepción y/o autoproducción de sus esquemas y hay que entenderla como en parte un
transporte y en parte una recreación de esa historia relativamente ajena. En pocas palabras: la democracia se establece aquí
(y no en seguida de la independencia) sobre un piso preexistente, el de una cultura primeramente española y luego
hispanoamericana implantadas a lo largo de tres siglos enteros; un piso, pues, de muy larga data y entonces muy asentado,
muy firme. Y toma su forma sobre esa base.
Debemos subrayarlo: no se trataba tan sólo del mucho tiempo corrido con antelación sino de que, durante tres siglos
extensos, en la América hispana se había plantado y arraigado profundamente una cultura en su momento por demás sólida,
segura de sí misma y consistente, sólo que dueña de características señaladamente distintas de aquellas otras culturas
europeas que se reconstituyeron con la revolución científica y artística del Renacimiento, la Reforma protestante, el
Humanismo y, más adelante, la revolución política, el libre comercio y la industrialización. No es ocioso recordar que no era
apenas una cultura particular: para cuando se afincó en América y por todo un extendido lapso siguiente, España era “una
sociedad que había alcanzado su madurez y estabilidad en Europa” (Octavio Paz), tanto como un édifice dejá construit
(O.H.Green) que sólo lentamente fue dejando de ser la mayor potencia mundial y el estado relativamente más y mejor
organizado de la época.63
Su cosmovisión había conciliado imperium et sacerdotium tanto como la política de poder, la jerarquía y la razón de
estado en buena armonía con un consenso social profundo, aun si el análisis más estrictamente político y socio/lógico deja
claro -según la teoría y tipología weberianas- que descansaba su formidable arquitectura en un decidido patrimonialismo
estatal. Así se apoyaba también, tal vez por tanto, en una maquinaria administrativa, un legalismo y un burocratismo
concomitantes, los tres tan elaborados como vinculados a un ejercicio entre rígido y paternalista del gobierno. En la distante
América, a su turno, ese conjunto se hizo a la vez fuente de una también más intensa personalización de las relaciones
sociales y políticas como asimismo del clientelismo, los privilegios y el prebendalismo naturalmente asociados a ellas; y una
fuente, al cabo, de variadas formas consiguientes de caudillismos mayores y menores. Pero aquella estructura tramada tanto
orgánica como estamental y jerárquicamente por las creencias, las leyes y las costumbres, y teñida por los tintes reales como
de la nobleza y el clero, trasladada a la América hispana cobró aquí no sólo mayor complejidad sino, regularmente, también,
aspectos más fieros de poder -comparados, al menos, con los que en España había sabido tener de aspereza no siempre exenta
de tersura y participación por consejo plural o tácito consenso colectivo.
Ahora, en cualquier caso, la española en Iberoamérica lo mismo que en España era, por la base, una nacionalidad
cultural, si no una forma de vida humana, más bien cerrada a la autonomía política del individuo. Al revés, dentro de ella el
individuo aparece como parte del todo que lo abarca y significa: está subordinado al conjunto, en el conjunto, asumido por él
naturaliter, con un lugar dado y preciso en la sociedad. Esta sociedad no se “crea” ni “resulta” pues de un contrato libre y
voluntario entre personas (menos aun donde existen las castas y los blancos son una franca minoría, como en Indias) ni es
cosa subsiguiente a los individuos sino anterior a ellos; y ya está como puesta. El cuadro es en este sentido, por tanto, casi
todo lo contrario del cuadro en la otra América, la del norte.64
Y, sin embargo, para pasar a lo nuestro, la idea de autogobierno del pueblo no quedó de ahí sucesivamente impedida ni
renegada: para no hablar de la influencia en su momento tan grande de Rousseau entre las clases educadas, que realmente fue
de suyo una novedad de fines del xviii a principios del xix, baste recordar que la teoría y doctrina como tales más aceptadas
en España misma ya hablaban de un “pacto de sujeción” original del monarca con el pueblo, y que, al tiempo de la
independencia, ese pacto fue reformulado casi inmediatamente en el principio de la soberanía del pueblo, siempre la fuente
última del poder.
La idea, a continuación, cursará entonces por dos vías paralelas, una más “ilustrada”, hasta jacobina, la otra más
moderada y también más próxima a la tradición como a los sentimientos del pueblo. José Luis Romero, en un libro clásico,
supo designar estas dos ideas como de “democracia orgánica” y “democracia inorgánica”, o, en otro posterior, como
concepciones de “democracia orgánica, representativa e institucionalista” y de “democracia igualitaria, paternalista e
inorgánica”.65
Tales dos formas de entender la democracia en América Latina están pues desde el vamos cruzando la idea de origen
remoto (luego mezclada con la de los nuevos tiempos en esa misma fuente geográfica europea, o también la norteamericana)
pero asimismo con las determinaciones de su propia cultura sociopolítica. Y toda la historia subsiguiente de la democracia y
el democratismo en el sur del nuevo mundo no podrá nunca más dejar de estar marcada por tal hibridaje, ni por la tensión
entre las dos concepciones. Aun así, y por la tensión misma, la “ilustrada” u “orgánica” ( pace Romero) no fallará en
incorporar incluso conflictivamente, hasta hoy mismo, las raíces de la cultura hispano-criolla presentes en su rival, y hasta de
privilegiar, en ocasiones, los rasgos tan propios de ésta como de la tradición en cierto sentido más antigua: digo los rasgos de
lo integrado o estructurado desde un vértice superior totalizador -lo estatal, lo nacional, lo popular (“el pueblo”, “los
pueblos”), tan diferentes del individualismo liberal y aun del iluminismo jacobino.
En América Latina, resumiendo, la democracia liberal y la democracia popular de las que antes hablamos tienen, ambas,
cierta impronta de ese largo comienzo, un sello propiamente latinoamericano. Vamos ahora a unos impactos sobrevinientes, y
a unas etapas, para llegar más cerca del presente.

Tres impactos culturales

Sobre una marcha posterior de más de siglo y medio, o ahora casi dos siglos, a la configuración cultural de origen lejano
se le agregaron importantes elementos tan nuevos como “extraños”. Así, sin hablar de lo que conllevaron las guerras de
liberación y las intestinas, o los complejos procesos de organización de los estados nacionales y recreación de las sociedades
civiles, la cultura política de América Latina acumuló al cabo de sus años independientes, o aun desde sus últimos años
coloniales, con los Borbones, una variedad de impactos culturales llegados como desde “afuera”.66
Pero -aparte del que comportó la inmigración europea, sobre todo en algunos países- hubo en particular tres muy grandes
para que los destaquemos aquí, cada cual más sutil o bien masivo sólo que montados el uno sobre el otro. Los tres incidieron
sobre el conjunto entero de la sociedad, y fueron diversamente asimilados o resistidos, aunque sin duda pegaron más fuerte y
mayor número de veces o por más tiempo en los grandes sectores populares. Entre ellos, en todo caso, más acá de la
manumisión de los esclavos, nunca fueron demasiado bien recibidos. Y, al respecto, muchos estudios olvidan que si no son
esos los sectores más dinámicos, en cambio constituyen la mayoría de nuestras sociedades -en época, conviene recordarlo, de
democratización, una democratización por momentos paulatina, acelerada o frenada, pero constante en el plano social y
desde él.
El primer impacto, durante todo el siglo xix, fue el de la incorporación sostenida, ya mencionada, de las teorías y
doctrinas liberales al corpus ideológico preexistente. Ante la misma, si dejamos aparte las erupciones de cada tanto (o una
persistencia más bien sorda de lo propio), resistieron pero también fueron cediendo todas esas ideas y creencias políticas
previamente arraigadas, incluído un cierto, incipiente democratismo social e igualitarista emergido de ellas con las
revoluciones de independencia o poco antes. Como se ha sugerido, dicho democratismo quizás era crudo, y hasta
conservador, pero no dejaba de tener alguna afinidad con la sociedad criolla en el momento siguiente a la crisis de la
monarquía española, y aunque siempre vinculado a jefaturas urbanas o rurales aparecía como más popular o colectivista.
Luego lo retomó la sociedad y la política de masas.
El segundo, configurado desde el siglo xix pero especialmente creciente desde la segunda posguerra, fue el de la cultura
individualista y de mercado afín o próxima a la ética del capitalismo, incluso el que ha podido llamarse “capitalismo salvaje”
a la norteamericana, con baja protección o intervención social por parte del estado. Fue este un impacto sobre la cultura
previa -la de la herencia bien que mal todavía subsistente y más paternalista- en su momento sin embargo contrapunteado por
otras ideologías que fue conociendo el presente siglo hasta los años 40, o los 50-60 y más acá (lo decimos así para que se
note que fueron varios y no provinieron exclusivamente del fascismo, el nazismo, el comunismo: también llegaron del lado
no-totalitario y dos ejemplos son de ideología económica, el keynesianismo y el cepalismo).
El tercer impacto, si podemos discriminarlo de los precedentes, fue el de la dramática redefinición última, “neoliberal”,
de la presencia, el “aura” y el rol tan tradicionales y continuos del estado latinoamericano. Al respecto, su empalme con el
agotamiento, la crisis y quiebra del Estado de Bienestar (en su versión latinoamericana de estado nacional-popular o de
estado social, con su definido toque paternal-populista y su baño corporativo) están hoy todavía terminando la progresiva
modificación del cuadro, aun si en compañía de las inercias que cabe esperar en los estratos culturales, mestizados o “puros”
por separado.67
El agotamiento, la crisis, la quiebra, que se asociaron o bien dieron el pie (si acaso de verdad lo precisaban) para el
ingreso convergente de las reformas del estado y las políticas económicosociales “neoliberales”, por una parte, y de la
“globalización”, por la otra, y que refundaron la macroeconomía de los países del área, en parte como hacía falta, en parte
como se hizo inevitable, también y en cualquier caso acabaron con ese estado, fragmentaron la sociedad tal cual venía
constituída y tajearon impiadosamente el “tejido social” en sus términos existentes. Y renovaron, enormemente fortalecida, la
tendencia histórica propia de Occidente al individualismo en la vida común.68
Sobresale en cualquier caso para lo nuestro el hecho de una cierta identidad cultural y una serie de sub-identidades
colectivas (principalmente populares) golpeadas, hasta fracturadas, cuando no en dispersión, y de unos principios e ideologías
de legitimidad consiguientemente encontrados, entonces a la disposición incluso errática o caprichosa de los actores sociales
y políticos.69 Todo, fundamento de un desordenamiento (tanto o más que reordenamiento) profundo que sólo están
conjurando entre tanto la estructura internacional, la capacidad de iniciativa de los sectores locales económicamente
dominantes, la adaptación necesaria de otros y el desconcierto de la gran mayoría.
Como sea, el presente cuadro social no es de hecho favorable a la democracia,70 que empero fue entre tanto establecida
o restablecida como régimen de gobierno en toda la región: también las dictaduras militares sucumbieron a la presión de las
circunstancias, sin hablar de sus desatinos. Ahora, si a la fecha, no obstante, la democracia que existe no parece estar
(¿todavía?) demasiado en peligro, más acá de los temores que inspira el contexto citado, eso es porque la sociedad tiene aún
fresco el recuerdo doloroso de aquellas dictaduras y también porque figura entre las necesidades y preferencias que registra la
globalización misma, siquiera en este ínterin. Así consta, por lo pronto, en el menú del llamado Consenso de Washington, hoy
en alguna reconsideración pero sólo por el lado de su recetario económico y la regulación que parecen precisar los mercados
financieros mundiales atentos los byproducts desestabilizantes que irradiaron por todo el planeta los últimos años.71
Aun así, la democracia actualmente en existencia ha sido y está socialmente debilitada y es tan sui generis como en
ciertos sentidos inercial y anémica. La gravedad del caso (y dejo de lado lo obviamente positivo: la existencia de libertades y
un Estado de Derecho constitucionalista, aunque no carecen de límites y precariedades patentes) está en que son sentidos
esenciales a la democracia misma y de por sí empeoran el conjunto de sus rasgos pálidos más universales, esos que vimos
antes.
Puesto en sencillo, y sin que esto importe pasar juicios de valor respecto de los impactos mencionados, que sólo
constatamos en sus efectos modificatorios acumulados,72 se trata de que el grueso de la gente ha quedado de hecho
descolocada, se siente desprotegida y no tiene ya muy en claro “de qué sirve” el régimen democrático, libertad aparte, ni
grandes expectativas acerca de su performance. Se encuentra así como más bien “perdida” en el cosmos, desarticulándose o
desarticulada de sus viejos grupos de pertenencia y las afiliaciones aglutinantes y contenedoras, lejos de entender lo que pasa
y le pasa, sin esperanzas determinadas ni determinables, vacía de cualquier pasión pública movilizante, desconfiada de los
dirigentes políticos y crecientemente incrédula respecto de las instituciones, sumida en ”los trabajos y los días”: los trabajos
(quienes lo tienen) y los días, que solamente se suceden.73
El régimen: una mecánica como escindida de la sociedad. El ciudadano: a una creciente distancia de lo político. La
democracia: “real”, inercial y anémica. Este es el cuadro en resumen.74
Para lo nuestro, el dato mayor y el eje de todo parece ser un contraste, el contraste entre una más o menos estabilizada
pero pasiva aceptación de la democracia, por un lado, y, por el otro, el desdibujamiento de una idea-fuerte de ella así como
del ejercicio algo más que ocasional y meramente electoral de la misma; y un alejamiento de la propia política, aunque quizás
ahora ya no se conciba una política sino en democracia.
De hecho, para el grueso de la población -circunstancias actuales y experiencias de las décadas anteriores mediante- lo político
que puede involucrarla ha mudado su lugar de existencia significativa y de trámite: se ha transportado desde la nación en su conjunto
y la imaginación con tintes utópicos a unas dimensiones micro, más locales, más inmediatas, más prácticas, como también más
próximas a las necesidades, los valores y los intereses personales estrechos. Si por una temporada interina, en el presente siglo, las dos
esferas se acompañaron, y en algún momento la primera tomó ímpetus, a la fecha la segunda ha triunfado, predomina claramente.
Además, mientras no hay ya pasiones generales ni proyectos democráticos colectivos, tampoco se aprecia que exista una
cultura política democrática (no se confunda con liberal) suficientemente definida y vigorosa. La democracia tal como antes y
de antiguo se la pensaba en cuanto a su finalidad, y de la que empero se sigue siempre hablando pero ahora cuasi vacíamente
(la realidad y el discurso hacen un contacto político poco congruente), hoy carece de raíces vivificantes, semeja una flor
apagada.

Unos análisis en conexión

A propósito de todo eso, si Robert D. Putnam intentó probar recientemente, a partir de sus estudios de veinte años en
Italia, la importancia decisiva de la cultura y las tradiciones cívicas como “capital social” sobre o contra el cual gira en efecto
una democracia algo más verdadera y eficiente, probablemente ha sido Alain Touraine quien subrayó de modo más agudo que
nadie, también hace pocos años, el “lazo necesario” que une a una cultura y un sujeto democráticos.75 Escribe Touraine: la
democracia se basa “sobre todo en una cultura política” (p.25) y “el individualismo no es un principio suficiente de
construcción de la democracia” (p.27).
Su cuadro es más amplio. Revisando la historia de los últimos dos siglos, Touraine acepta una definición
procedimentalista de la democracia conforme al conocido enfoque de Norberto Bobbio; no desea la vuelta a las versiones
“revolucionarias” ni “participativistas” de ella, a las que indica como faltas “de sabiduría” o prólogos de su negación
absoluta; vistas las experiencias, tampoco quiere volver a “convocar” al estado como al actor principal, “es al estado y a todas
las formas de poder a quienes tememos” (p.21); y está muy de acuerdo con centrar y reforzar la democracia en torno a los
derechos de los individuos y la “libertad negativa”; en rigor, lo propone con énfasis.76
Al mismo tiempo, sin embargo, más allá de recordar “las promesas rotas” de la democracia (algo así como la hipoteca en
los propios desarrollos de Bobbio), advierte acerca de la insuficiencia de todo ello. Por lo pronto, la “concepción procesal de
la libertad no basta para organizar la vida social. La ley va más lejos, permite o prohibe y por consiguiente impone una
concepción de la vida, de la propiedad, de la educación” (p.20).
Pongámoslo en nuestros términos: la democracia es sin duda un conjunto de principios y reglas e instituciones, un
régimen, pero el régimen está y no puede dejar de estar inscripto en un cierto contexto mayor ni de verse empapado por él.
Tampoco puede por sí suscitarle a nadie la pasión necesaria (salvo cuando es gruesamente afectado o, ni hablar, suprimido),
ni integrar positivamente a la ciudadanía. En medio de un presente pleno de mutaciones, dislocaciones y desconciertos, se
requeriría por tanto fundar de novo la idea y establecer su cultura.77 La pregunta, en este punto, sería: ¿qué condiciones hay
al efecto en nuestros países?

Sociedad, estado y democratización a fin de siglo

En todo lo anterior hemos venido infiltrando datos y rasgos del presente en América Latina en general y la Argentina en
particular. Pero se requiere dar cuenta más en detalle del proceso último que trajo a ellos tal como hoy mismo aparecen
específicamente; la visión de este proceso muestra el hilo que los enhebra. En efecto, se puede organizar los datos y rasgos en
términos de una transición determinada, que ha tratado ya una buena cantidad de autores: el pasaje de una sociedad o bien
una etapa capitalista keynesiana, antes y básicamente liberal, a otra post-keynesiana y neoliberal.78 Al cabo de este y algún
otro análisis anudaremos las conclusiones del capítulo.
Como ya se sabe, pues, y según aquí también mencionamos, la primera de aquellas, resultado de la severa crisis
económica de 1929/30 y años siguientes, frente a un nuevo pero ahora profundo ciclo de caída del comercio y el consumo, y
de recesión, y de desempleo, y de pobreza, buscó recuperar y luego asegurar la demanda y la producción mediante un papel
mucho más activo del estado. Para eso, mientras fomentaba la sustitución de importaciones, empezó por volverlo el agente
que no había sido de las políticas monetaria, financiera y fiscal, en particular de la crediticia, aduanera y tributaria; así
sobrevinieron las regulaciones, los bancos centrales, las tarifas protectoras, los impuestos a las ganancias, etcétera. Lo llevó
además a gran constructor de obras y productor de bienes y servicios tanto como, por lo uno y por lo otro, a factor del pleno
empleo, empezando por el empleo público inmediatamente a su alcance, y a autor de una creciente legislación laboral lo
mismo que de las sucesivas políticas sociales de protección (sobre salarios, condiciones de trabajo, asociación gremial,
convenios colectivos, jubilaciones, accidentes, seguros de salud, etc.).
Combinado todo esto con los procesos políticos paralelos, previamente ya lanzados, de extensión de la ciudadanía y
ampliación de la democracia, y los del consiguiente electoralismo y aun demagogia de los partidos, la sociedad que emergió
en consecuencia -civil y política- presentó toda una serie de caracteres en nuevo concierto. Dicho sea de paso, son
precisamente los mismos que han sido o van siendo poco menos que pulverizados en los últimos lustros del siglo.
Esos caracteres, reempalmando con la cultura más tradicional y persistente de la que hablamos precedentemente, y con
otras tradiciones afines, desde avanzados los años ´30 y ´40 habían compuesto un cuerpo socio-político excepcional en la
historia de los últimos doscientos años (y sin embargo, según podemos verlo hoy, un como entreacto en esa misma historia,
pero un entreacto decisivo para el modo en que pudo seguir ella desenvolviéndose).79 Eso no ocurrió tanto por la centralidad
clave que pasó a tener el estado, después de todo no tan novedosa, aunque en los hechos -i.e., en su alcance efectivo- se hizo
por supuesto mucho mayor que la de la monarquía absoluta-colonial o las formas políticas entre heredadas de ella y/o
recreadas después de la independencia, sobre todo al tiempo de la fundación y organización del estado-nación. Resultó más
bien del cometido que esa centralidad retomada estuvo destinado a cumplir, un cometido de intenciones sucesivamente
desarrollistas, integradoras y protectoras en el orden nacional, y por lo pronto suministrador de toda una serie de bienes
públicos generalizados y garante de un consumo interno mucho más alto.
En verdad, en aquella etapa cambiaron muchas cosas; eso, por espacio de unas tres décadas, lo que hizo creer en algo ya
definitivo, sin retorno. Una, el estado, su papel, en consecuencia su importancia, luego la necesidad o la tentación de
asociarse al mismo si no de colonizarlo, siquiera por sectores; y la complejidad de su organización burocrática, la “cantidad”
en aumento y “calidad” en deterioro de la administración pública. Dos, la sociedad civil, que se complejizó paralelamente y
se organizó más y más en corporaciones. Tres, adecuando la cultura política y social al compás de esas mismas y otras
mudanzas: la cada vez mayor industrialización y urbanización, la continua activación y organización e integración política y
social de las clases trabajadoras, la identificación colectiva que desarrollaron estas mismas en alianza con la conquista de
recursos y poder por los sindicatos, el desarrollo de los partidos de masas, y así sucesivamente.
En este contexto, la ciudadanía, cuestión de por sí política, no sólo creció sino que se hizo más “social”; y las masas, ahora
amplias y francamente cuantiosas como novedosamente conscientes de sí mismas, masas volcadas a los lugares públicos y aun a la
militancia, devinieron un como “sujeto” histórico, un superestrato decisivo en lo electoral, o también para el corte plebiscitario que
tomó más decididamente la política. El estado, el régimen y los gobiernos figuraron entonces cual circular cuando no
“gravitacionalmente” inclinados a confirmarlas en ese carácter, y, al parecer, como correspondientes o representativos de las
demandas o los mandatos de la sociedad global (es decir: nacional, y gruesamente popular) en medida mayor que nunca antes. El
distribucionismo, o bien lo que derivativamente se consideraría como la iniquidad de su retaceo, fue de este modo otro de sus signos.
En último caso, había alto empleo, no más, y sindicatos fuertes, y el estado debía también y cuanto menos arbitrar en la puja entre
sectores, siendo por lo demás la creencia más general que no le cabía ya volver atrás en las “conquistas sociales” operadas.
La política de esta etapa de verdaderos reacomodamientos pasó pues explicablemente a penetrar todas las esferas, a
privilegiar la adhesión, gruesas claves ideológicas, ideas de “proyecto nacional”, metas movilizadoras hasta utópicas, el
“compromiso”, papeles protagónicos para esos nuevos actores y sus liderazgos (aun los medios y los intelectuales), el
“movimientismo”, lealtades más generales, nuevos clivajes y alineamientos. Incluso en la vida familiar y cotidiana, a veces
con choques entre las generaciones, sobre todo en las clases medias y medio-bajas. En otro plano, el poder económico
establecido fue enfrentado por una fuerza política, un poder político, realmente nuevo.
Sin que nadie la esperase, en algún momento llegó con todo la crisis de este nuevo tipo de sociedad que se había creado,
o del que se llamó estado de bienestar y de varias otras maneras (nacional y popular, para distintos países latinoamericanos).
Y lo que hubo fue que desde principios de los años ´70 ese orden de cosas no pudo mantenerse sino mediante una emisión
monetaria e inflación de precios alta cuando no rampante, unas pujas sectoriales consiguientes escasamente controlables,
luego la desinversión, la caída de la producción y la productividad, o sea, por último, el estancamiento o el retroceso
económicos.
Naturalmente, aquel orden tan largamente benévolo y quizás irresponsablemente cómodo se resistió a “hacer mutis por el
foro”; la resistencia la ejercieron diversos grupos protagonistas, empezando por los confortablemente establecidos en él, pero
también resultó del imperio siempre obstinado de las reglas de juego diferentes en el ínterin enraizadas hondamente con
creciente rapidez. Y, entre estas resistencias, unos diagnósticos erróneos convergentes (en general inerciales, cuando no
oportunistas o aprovechados) de distintos actores políticos o sociales relevantes, y las confusiones no menos que los círculos
viciosos o entrampamientos que subsiguientemente se cruzaron y acumularon en el proceso, con más los infaltables
manotazos militares, la crisis siguió agravándose y tocó fondo.80 Hasta que, para lo que en fin de cuentas es y nunca había
dejado de ser un orden capitalista, sólo que relativamente próspero, ahora encaminado hacia la bancarrota, no quedó sino
rever el molde. Una sociedad como la argentina, por ejemplo, estaba entrando ya de lleno en la disolución.
Lo que se entendió (es decir, el entendimiento que de hecho se impuso) es que no había otra alternativa más que la de
romper el molde y quebrar lo que el mismo había facturado. Esta segunda parte de la historia es reciente y de sobra sabida:
es la historia de las “reformas de estado” neoliberales y el Consenso de Washington ya mentado. Historia de la reversión de
todas las tendencias y todos los patrones establecidos en el tiempo precedente. Que por otra parte coincide con el fin del
sistema mundial bipolar y la aceleración de una “globalización” más y más estructurada por la economía y los flujos
financieros, las comunicaciones, la tecnología, a la sombra o bajo el sol de los Estados Unidos, ahora la única gran potencia,
o la potencia verdaderamente hegemónica.
Lo esencial en esta última etapa fue “achicar” el estado nacional; sucesivamente, descentralizarlo;81 luego, acabar con la
inflación, bajar el gasto fiscal y mejorar la recaudación impositiva; atraer las inversiones; y, a los mismos efectos, privatizar
las empresas públicas, deshacer las regulaciones legales que habían trabado la economía de mercado, recortar el poder de los
sindicatos y “flexibilizar” los regímenes laborales, bajar los costos de producción, beneficiar la competitividad en el comercio
internacional, y así sucesivamente. El papel del estado pasó en esta hora a pensarse en los términos generales de “subsidiario”
bien que simultáneamente de garante del reequilibramiento macroeconómico y la “apertura” de la economía. Por lo demás,
esta misma apertura revelaba la redoblada importancia que adquiriría desde entonces el intercambio con el exterior (o, desde
el punto de vista interno, por un lado el desembarco apurado in crescendo de los capitales financieros y las grandes
corporaciones internacionales y, por otro, nuevamente las exportaciones).
Es sólo congruente con este contexto -contexto hecho a la vez de crisis extensa y de redireccionamiento drástico, con
algunos de los instrumentos de lo segundo apuntados además específicamente a este fin- que fueran cayéndose
dramáticamente el entusiasmo de la ciudadanía por “la política” lo mismo que los enfoques y los discursos ideológicos
fuertes, la participación popular, las identidades colectivas de signo político o las lealtades más públicas, las movilizaciones y
el movimientismo, el prestigio de los partidos políticos y de la misma clase política, la fuerza y poder de negociación de los
sindicatos.82 Dicho a la inversa, todo fue llevando a la desconfianza, al retraimiento individual, a un ensimismamiento de la
gente con eje en los intereses más personales, incluso al cinismo. Lo que, de paso, trajo de suyo y como remate el
afloramiento de una política más cruda o solamente electoralista montada (en consecuencia de lo anterior, y de una como
desorganización y mayor “volatilidad” de las opiniones y las preferencias sociales) sobre mensajes y formatos dados a
privilegiar estilos menos proselitistas que estrictamente publicitarios; es decir, construídos según imágenes o por distintos
`appeals´ o atractivos no-políticos (del “mundo del espectáculo”, principalmente el deportivo y el artístico) por encima de las
ideas o los discursos hechos de palabras destinadas a crear convicciones racionalmente elaboradas.83
En total: el camino que se siguió ha conducido a la despolitización de la sociedad. Vale decir, a la realización de una
sociedad fracturada y -sobre llovido, mojado- sucesivamente más discapacitada para integrarse o ser integrada. Si, pues, el
interrogante que abría este fragmento del trabajo se preguntaba por las condiciones existentes para refundar la idea de
democracia y establecer una en parte nueva cultura política correlativa con la misma, lo que cabe decir es que la sociedad (la
civil y la política) en que nos encontramos viviendo actualmente son favorables a ello sólo -y paradójicamente- en tanto y en
cuanto están en un punto agudamente crítico. Se aclara: el punto es de por sí, desde luego, francamente desfavorable; pero
está el hecho de que la historia política y de la misma teoría política enseña (se aduce) que ha sido desde sus puntos críticos
que las sociedades humanas pudieron siempre, verdaderamente, rehacerse.84
Entre tanto, un balance diría que nuestras democracias en curso (las que dijimos “democracias mixtas”, DM) se dejan ver
a la fecha como refirmando más y más esos rasgos que, según expusimos más arriba, las vienen caracterizando desde antes;
que las caracterizan hoy, decididamente, como las perfilaron así ya desde el siglo pasado. En la actualidad, si podemos
exponerlo de manera breve, la naturaleza y los elementos del entramado en que la DM consiste -y como el cual existe-
pueden descomponerse y elaborarse para su presentación en los términos siguientes:
1. Hay un claro punto desde el cual partir. La democracia en él contenida es, como tal, en distintas imágenes y según el
caso, el esqueleto interior o el andamiaje exterior de una estructura respecto de la cual estos mismos esqueleto o andamiaje
no pueden ser extricados (excepto analíticamente). En otras palabras pero la misma imagen: si en efecto se los retirara, la
consecuencia -hablando lógicamente- debería ser que el conjunto cayera de modo análogo a como se vendría al suelo un
edificio privado de columnas, reducido a ladrillos, polvo y hierros, sus elementos; en el supuesto, por tanto, habría que
levantar otro edificio, desde luego que un edificio distinto. Así, pues, aun siendo sólo una parte del sistema, la componente
democrática resulta absolutamente esencial a la existencia de aquél. Veamos de desarrollar esto.
Esqueleto o andamiaje, para seguir con la figura, están hechos en especial de dos componentes, ambos verdaderamente
fundantes. Estos son (i) la base electoral de representatividad que se requiere de las autoridades y (ii) la legitimidad que la
sociedad le confiere (siquiera todavía, y por sobre algún desconcierto) al ordenamiento político “oficial” y sus instituciones.
Desde ya, ambos se sostienen recíprocamente. Lo electoral hace a lo que es el sistema legítimo y lo legítimo empieza por ser
la base electoral del sistema. Son medio y fin en perfecta correspondencia tanto como una determinada premisa y su
seguimiento necesario. Están entonces identificados entre sí de una manera que los torna indisociables. Lo legítimo fundante
es la participación electoral masiva de la gente y su votación por candidatos o partidos; pero dicha participación electoral, a
su vez, le irradia legitimidad a todo el sistema normativo e institucional y práctico en movimiento por las citadas
autoridades.85
De ahí mismo no resulta poca consecuencia, al menos tan pronto se repara en cuál efectividad política tienen en el contexto de
fin de siglo arriba descripto las elecciones de autoridades (y, más excepcionalmente, otras votaciones populares en el estilo de la
preselección de candidatos o los referendos). Aquello que “se elige” actualmente, cada vez más, son unas orientaciones entre las más
vagamente enunciadas en los últimos cien años, en parte porque por principio consisten de medidas apenas populares, y/o, sobre todo,
unos postulantes -por lo general adscriptos pero en modo alguno comprometidos con algunas tradiciones anteriores o “históricas” de
gobierno- que han pasado a enunciarlas en clave baja dentro de discursos que todavía deben alcanzar, por supuesto, el minimum
forzoso de efectismo. Tales postulantes, inmersos en las aguas agitadas de nuestro tiempo, en general se cuidan mucho de obligarse
respecto de medidas fuertemente perfiladas ni mínimamente específicas relativas a algunos asuntos prioritarios definidos; y, fuera de
asegurar que lo que anda mejor o está más aceptado seguirá así, buscan el voto, más que nada, seduciendo o enamorando al
electorado. El perfil ideológico definido ha quedado fuera del tiempo y el “discursismo” proselitista está mal visto, luce antiguo,
empezando por el del floripondio retórico, de modo que lo intentan preferentemente mediante gestos y otras exposiciones más bien
físicas y de corte simpático, con el acompañamiento de personajes no-políticos populares (típicamente, héroes del deporte o el show
busi- ness), o sea, según una puesta en escena de clips o de autorretratos tipo instantáneas publicitarias. Al cabo, los elegidos no
quedan en deuda frente a los electores sino del modo más impreciso: la situación es crítica, ya se sabe, a estas alturas la gente sólo
espera salvarse o ser salvada, y, en todo caso, no tiene por delante alternativas más efectivas ni reales. Luego, por fin, sigue la misma
esclavitud en que decía Rousseau se encontraban los ingleses al día siguiente de haber votado.86
Una “democracia gobernada”, se diría en los términos clásicos ahora de Georges Burdeau. Menos que eso, o más todavía
que las antípodas de la ensoñada “democracia gobernante”. Este es un régimen que contiene y no puede dejar de contener la
pata democrático-electoral imprescindible, pero en sí mismo un compuesto sui generis. Uno que, si se considera la laxitud de
maniobra recién aludida, cae del modo más natural en manos de una heteróclita galería de personajes diversamente
representativos,87 es decir, compone una fronda tejida/destejida de políticos votados y no votados, expertos, burócratas,
dirigentes corporativos, ejemplos o caricaturas de patricios, empresarios grandes, profesionales, comunicadores cuando no
próceres mediáticos, encuestadores libres o a sueldo, y cientos de diputados raramente muy eficaces aun cuando quisieran
serlo (que algunos lo quieren, por lo menos a veces). Todos o casi todos los cuales, a esta altura de las revoluciones
organizativas y tecnológicas del mundo, no pueden menos que mechar en lo suyo un cierto despliegue y exhibicionismo de
comportamientos profesionalizados, disciplinas de grupos o de trabajo, unas u otras clases de expertise técnico o científico,
verdadero o simulado, lo que transfigura la naturaleza del cuadro tanto como opaca aquel fondo suyo más básico.
Entonces: la importancia de las elecciones está antes o después de lo que realmente cuenta. No tanto mientras se toman o dejan
de tomar las decisiones, o cuando se construye o destruye lo que sea el caso, esto es, en el tiempo interrelecciones , o durante el
efectivo gobierno de la sociedad desde el estado. Así, este último apenas si tiene algo de globalmente representativo de la nación y
más se parece a la actividad de una “clase dirigente cuenta propia”, incluso si y cuando a alguno de sus miembros lo lleva la intención
más santa de todas las intenciones “representativas”.
Quizás todo resulta también y en paralelo (tanto más por eso último) comme il faut de acuerdo con los patrones de la
práctica y la cultura política occidental más generalizada o paradigmática en curso: alta, casi sofisticadamente “civilizado”,
en especial cuando se ajusta a leyes, las normas, las instituciones, lo técnico, la racionalidad burocrática. Pero democrático,
de verdad, en un sentido mínimamente estricto, lo es apenas una jornada cada tantos años -y más bien o sólo demagógico a lo
largo de las “campañas” electorales.
2. Esto quiere decir simultáneamente que, desde el punto de vista de la composición dual y la consiguiente bifurcación histórica
de la matriz democrática,88 la línea institucionalista e institucionalizante, de marca liberal, ha tomado la precedencia sobre la popular
o más inmediatamente representativa. El régimen de gobierno actual privilegia claramente (aun si de modo paralelo también los burla
o los “explota”) el debido y/o consabido uso de los canales y los procedimientos establecidos, las redes de mediación y de
negociación, las distribución de la influencia, etcétera, por sobre una incidencia más intensa que la meramente electoral de la
“voluntad popular”. Como reza la disposición constitucional argentina, “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus
representantes”, está prohibido que lo haga de otro modo, y en consecuencia resulta mandado tanto por aquel cúmulo de dirigentes
cuanto por los puros mecanismos y dispositivos legales o habituales (que también y largamente rigen al mismo cúmulo). La mayor
parte del tiempo, a la mayor cantidad de respectos, el sistema entero obedece más a su ingeniería que a los destinatarios de ella. Y así
mismo parece la clase dirigente preferir que sea el caso: sabe usarla, la invoca o la elude según le conviene, su institucionalismo es
menos errático que oportunista.
Cómo dicha ingeniería está constituída por unos procedimientos propios cuanto plagada de vicios antidemocráticos, eso
lo ha señalado suficientemente Norberto Bobbio en un texto ya clásico más arriba aludido.89 Tales vicios, dijimos, sin
embargo, equivalen a una como hipoteca que está gravando la doctrina preconizada por el respetado autor italiano. Conforme
nuestro punto de vista, por eso, debe insistirse en que la democracia es un régimen de gobierno, en efecto, pero inescindible
de la sociedad y el estado que lo albergan. En otras palabras, los citados vicios no son contingencias accidentales sino que
están “dictados” por las circunstancias de la democracia o, digamos, por su anclaje político, social, cultural, histórico,
internacional determinado. Y sería voluntarismo esperar que no fuesen así o que pudieran reconvertirse en su contrario.
En consonancia con ello, aquí hemos presentado en su momento a “la democracia real” como limitada, más liberal e
institucionalista que popular y aun así incompletamente, y defensiva, representada, con un sujeto crecientemente pasivo y un
objeto desviado, y por último y de todos modos “mixta”. Bobbio habla de que los grupos han tomado el lugar del ciudadano;
de una sociedad política centrífuga, policéntrica y poliárquica reemplazando a la sociedad homogénea que es en la teoría el
correlato lógico de la forma política democrática; del predominio de los intereses particulares o sectoriales respecto del
interés común, incluso entre los representantes;90 de la persistencia de las oligarquías en medio de la tradicional y sempiterna
división entre gobernantes y gobernados; del agregado de su potenciación por la asimetría entre “poder descendente” y
“poder ascendente” y la falta de extensión de lo democrático al plano social; de la intransparencia del poder, “el poder
invisible” y “el doble estado”; de un ciudadano que no es educado como tal; del “gobierno de los técnicos”; de un estado que
cada vez más aumenta su aparato burocrático, incluso -como por nuestra parte lo señalamos más arriba- para desmantelarse
de los servicios públicos estatales. Todo, dice, son “promesas incumplidas” por la idea democrática.
La pregunta que “salta” al cabo de su análisis es la misma que finalmente se hace el propio Bobbio: “Pero, ¿eran
promesas que se podían cumplir?”.91 Su vena siempre esperanzada si no optimista lo lleva finalmente a un “pese a todo...”
(sic) naturalmente favorable a la democracia, tras un principio de contestación que por lo mismo deja a medio camino. Sin
embargo, lo que estaba en cuestión no es el indudable valor de la democracia, siempre la mejor lógica de gobierno
comparada, sino el retrato fiel de “la democracia real contemporánea”. Y cómo es posible, entonces, que todavía venga en
compañía de una desigualdad multiplicada. Nuestro examen está concentrado en esto -y dejó de entrada bien a salvo qué no
está en cuestión: ese, de todos modos, valor incanjeable de la democracia vis à vis los otros modos de gobernar el estado.
Seguimos así con lo nuestro.
Capítulo 5

La democracia, clave de bóveda


R edondeando, lo que deja ver la democracia en existencia, lo mismo en Latinoamérica que en todo Occidente, no es más que
la exposición de una obviedad: está empapada por el medio en que se encuentra. Es decir, por el estado, la sociedad, la
cultura y la economía, el contexto y la estructura internacionales, la historia, y en todos ellos (tal como entonces se ven
situados) los individuos y sus agrupamientos. Nada de eso quita que tenga forma y consistencia por sí misma, pero,
contrariamente, todo indica que no está ni puede ser aislada de lo que la rodea y la penetra desde tantos ángulos.
Hay, sin embargo, algo más para entender a ese propósito, que ya mencionamos. Y eso es que, a la recíproca, y como
todo régimen de gobierno de un estado, la democracia equivale a un esqueleto o andamiaje del edificium societatis, de la
sociedad como unidad de construcción en existencia. Se la ha llamado también una clave de bóveda. Para seguir con la
figura, es manifiestamente una clave de bóveda audaz, o la más atrevida, aireada y sutil entre todas desde el punto de vista de
la arquitectura política; de ahí, sin duda, la más seductora y grata, la más apreciada. Su atractivo es impar porque, además, en
términos políticos es la que mejor concilia con los valores y las valoraciones éticas más consagradas: “libertad”, “igualdad”,
“gobierno de la ley”, etcétera. Así, y en suma, su misma gracia comparada “cierra” del modo más feliz ese complejo
engranaje de distintos elementos que es el sistema políticosocial. O sea, el sistema de dominación políticosocial, si
recordamos cómo define al estado la disciplina: un sistema (civilmente mejor o peor pero) de dominación, siempre.
Dicho con la mayor simpleza, las sociedades contienen enormes números de personas en ciertamente muy variada
situación, con ideas, intereses, costumbres y tradiciones (etc.) diversos y cambiantes portados por los que transitivamente o
en consecuencia son distintos estratos y grupos; contiene así distintas necesidades y pretensiones, clivajes divisorios,
conflictos, diferentes memorias. Las instituciones del estado y el conjunto del régimen político democrático no son sino los
conductos más expresamente puestos -al menos en los planos- para canalizarlos de la manera más consensual y pacífica, y
para regularlos, también ver de satisfacerlos quizás por turnos o medidas, cuando no simplemente sosegarlos y si no
reprimirlos pero en última instancia. O bien, idealmente, reconciliarlos. Todo, en síntesis, de manera que la sociedad misma y
la affectio societatis de sus miembros se mantenga de tal suerte que la unidad (con ella, su orden unificador mismo) se
continúe en el tiempo y no se quiebre por enfrentamientos irreductibles ni se disperse por separatismos.
De esta misma constatación partía desde luego Madison, el arquitecto que trazó en sus planos el diseño más claro de la
democracia moderna:
El celo de las diferentes opiniones concernientes a la religión, el gobierno, y muchos otros puntos, tanto especulativos
como prácticos ... (ha) dividido a la humanidad en partidos, inflamado a los mismos con mutua animosidad, y vuelto mucho
más dispuestos a vejarse y oprimirse el uno al otro que a cooperar para su bien común ... Pero la fuente más común y
duradera de las facciones ha sido la variada y desigual distribución de la propiedad. Aquellos que tienen y aquellos que
están sin propiedad han formado siempre intereses distintos en la sociedad. Aquellos que son acreedores y aquellos que son
deudores, caen en la misma discriminación. Un interés agrario, un interés manufacturero, un interés mercantil, un interés
monetario, y muchos intereses menores, crecen por necesidad en las naciones civilizadas, y las dividen en clases diferentes,
actuadas por diferentes sentimientos y perspectivas. La regulación de estos intereses varios e interfirientes forma la
principal tarea de la legislación moderna y envolverá al espíritu de partido y facción en las diferentes operaciones
necesarias y coordinadas de gobierno.92
Ahora, en cada unidad los órdenes vigentes son los sedimentados por la propia historia singular, aun si se halla inscripta
en una más general. Dicho de otro modo, los enfrentamientos y los conflictos son los concretamente existentes en la misma,
tal como las que cuentan son las instituciones determinadas puestas allí en vigencia y funcionando cada cual a su manera
propia; no otros ni otras. Y los primeros tanto como las segundas, naturalmente, remiten a unas cuestiones divisorias precisas,
muchas tal vez sólo nacionalmente específicas o especificables. No obstante, algunas problemáticas son más universales y
permanentes, a la par que fundamentales. Madison destacaba las económicas más básicas como raíz de todas las otras. Y así
también lo hacía Marx.
Pero, precisamente, la diferencia entre uno y otro consiste aquí en que el primero quería y se puso a organizar esa
sociedad misma, siempre de difícil supervivencia, en tanto el segundo deseaba revolucionarla. Y mientras Marx pensó al
efecto en una dictadura del proletariado camino al socialismo, Madison, justamente, decía estar creando una república o
democracia moderna. Es de lo que hablábamos, de la democracia como esqueleto que sostiene o clave de bóveda que “cierra”
el edificio.
Es curioso, atenta la comparación entre Madison y Marx y sus respectivos propósitos políticos, que posiblemente haya
sido empero un marxista, Antonio Gramsci, quien ayudó a comprender más a fondo ese carácter paralelo o función
simultánea de la democracia. Lo que hizo al cabo de comprobar cómo, contra los pronósticos marxianos maxi y también
minimalistas, o menos o más impacientes de las primeras décadas del siglo xx, era la sociedad del capitalismo y no la
socialista la que se afirmaba en el mundo incluso tras la revolución rusa. Y lo que Gramsci vió y vino a precisar, modificando
con y para ello los conceptos mismos de estado, sociedad política y sociedad civil que heredaba de su tradición política e
ideológica,93 fue que el orden capitalista vigente estaba “fortificado” por unas construcciones que el análisis marxista
anterior había dejado de observar y sopesar suficientemente.
En su nuevo enfoque, Gramsci habló por tanto de que -siquiera en Occidente- la derrota de ese orden no se obtendría
salvo por excepción a través de una “guerra de maniobras” y grandes asaltos (sobre el estado, o el gobierno) sino y en todo
caso por medio de otra en un gran número de frentes, una guerra más des-compuesta y sostenida, una de “trincheras” y
“posiciones” (especialmente culturales, morales, ideológicas e institucionales).94 Las propias ideas y las prácticas
democráticas bien pueden anotarse entre estas, encontrándose por su parte entretejidas con todo el resto sólo que ellas
aportando expresamente a la mayor congruencia y cohesión del conjunto.
Así entendidas las cosas, la democracia no es positiva solamente en el sentido más mentado y asimismo grato: cumple
objetivos y funciones a cara pero también a ceca. Tendencialmente, si civiliza, y abre posibilidades, igualmente conserva lo
más básico establecido. No tanto de acuerdo con su formulación de fines últimos o ideales, aunque su carácter promesante y
el aspecto eticista por cierto sirven para estimular o calmar, según lo que haga falta socialmente en cada coyuntura o a lo
largo de un proceso; cuanto de conformidad con su diseño institucional efectivo, su inserción ideológica y su práctica en
aquella (una, alguna) situación determinada.
Para apreciarlo así bastaría por un lado con leer con cuidado las previsiones de Madison y Hamilton en El Federalista,
el plano mismo de una república desde el principio con estas dos caras, la segunda por lo general poco atendida o bien
magistralmente disimulada, y, por el otro lado, con observar cuánto o cuán poco se desarrolló democráticamente (no ya
liberalmente) hasta el presente la democracia norteamericana.95 Y eso es decir, asimismo, la llamativa conexión democracia-
desigualdad que, presentada en el Prefacio, tratamos de explicar en este trabajo.
Volvemos ahora lo más directa y explícitamente a eso, para concluir el capítulo y la misma Segunda parte del libro,
dando así paso a otro tipo de análisis, el de la Tercera parte.

*
El cierre será relatorio y la relación un tanto intrincada y aun contrapuntística, de manera que la descompondremos en
sus elementos.
1. La democracia ha convivido a todo lo largo del tiempo contemporáneo con desigualdades que ya en principios teóricos
no le son favorables y la tornan incompleta. Es cierto que muchas veces las ha enfrentado y reducido, pero también que otras
veces les hizo compañía, cuando no se asoció a ellas.
2. Una razón al efecto es que la democracia siempre ha estado (y está) radicada en un orden capitalista. Históricamente, por
cierto, es el único con el cual ha podido avenirse, hay que tenerlo en cuenta. Pero es un orden, precisamente, capitalista. Por sí,
desinteresado de la igualdad y factor permanente de desigualdades.
3. Dentro de ese orden, la democracia funciona tanto (a) de acuerdo con su condición general de “clave de bóveda”
política del mismo, cuanto (b) según los rasgos particulares que en ese medio adquirió a partir de la modernidad: los rasgos
de liberal y popular a la vez, pero más lo primero que lo segundo, y de individualista, defensiva y representada antes que
colectivista, participativa y representativa; con un sujeto (el ciudadano) entre pasivo y retraído, un objeto (el poder político)
reconducido en dirección del estado, y una forma de régimen mixto hecho de poliarquía, oligarquía, burocracia, tecnocracia,
partidocracia y corporatismo.
4. Así las cosas,
- en una etapa (la presente, de finales del siglo xx) de fracaso y caída de utopías cuando no de insanias ideológicas,
- y simultáneamente de problemas económicos mundialmente graves como de avance arrollador del pensamiento político y
económico socialmente más despreocupado y desaprensivo, que en categorías clásicas hay que calificar “de derecha” lisa y llana, el
cual coincide ya de suyo con el interés de los actores y sectores más poderosos (con los nacionales y los internacionales articulados
entre sí) pero ha alcanzado ahora un grado notablemente hegemónico,
- la democracia no ha podido y/o no ha sabido y/o no ha querido frenar el crecimiento de la desigualdad a través de sus
instituciones, dirigencias y partidos. Sin hablar de conductas personales abdicatorias de las propias convicciones, ni de
mandatos procurados y recibidos pero no ejecutados, ni de aprovechamientos puramente egoístas, aunque por supuesto
existen, instituciones, dirigencias y partidos han quedado (sobre todo en América Latina) suficiente si no principalmente
envueltos, condicionados o atrapados por el cuadro que recién reseñamos.Y no sólo sin mayor capacidad sino que además sin
decisión ni voluntad para nadar contra lo que termina pareciendo una corriente oceánica: el humor ideológico de fin de siglo,
que acompaña y cubre el cuadro con el velo de lo económica y políticamente “correcto”, sin alternativas. Así, están más bien
limitados a una mera administración rutinaria y, si no, regresivamente recomponedora de los estados críticos de cosas.

Notas

23 O en términos de Mayoría y Constitución: el liberalismo vino a menudo estrechamente asociado a un republicanismo


constitucionalista. He tratado esto y de las distintas tradiciones democráticas en trabajos míos anteriores de los que también
me sirvo aquí en parte. Cfr. Para una Teoría..., op.cit., en especial el vol.I, pp. 58-81, y vol.II, también pp. 58-81 (no es
error; y son temáticas distintas). Parto pues aquí de una síntesis más bien apretada de algunos asuntos que traté en ellos y a
continuación desenvuelvo más el mismo ovillo.
24 En otro lugar he destacado que el principio de la soberanía popular se convierte en absoluto, instancia final
irrecusable, sólo como herencia directa de las monarquías absolutas, no antes (cfr. mi “Democracia. Reelección y...”). Lord
Acton había indicado la conexión en el siglo xix, incluso a la inversa: “El desarrollo de la monarquía absoluta con la ayuda
de la democracia es uno de los caracteres constantes de la historia de Francia”. Cfr. su Ensayos sobre la Libertad y el Poder,
p.292.
25 La literatura en esta materia general se ha vuelto ya extensa y quizás repetida desde el clásico texto de Benjamin
Constant “De la liberté des anciens comparée a celle des modernes” (en De la Liberté chez Modernes) y el ahora también
clásico “Dos conceptos de libertad” de Isaiah Berlin (en Libertad y Necesidad en la Historia) en adelante, sin olvidar el muy
citado artículo de George H. Sabine “The two democratic traditions”. Más recientemente, Alain Touraine y Jürgen Habermas
se han referido a las distintas tradiciones democráticas en sus libros ¿Qué es la Democracia?, pp. 115 y ss., y La Inclusión
del Otro, pp. 231 y ss. , respectivamente, en una manera, dicho sea de paso, concordante con la que habíamos efectuado
nosotros en Para una Teoría..., op.cit.. Algunas otras conexiones al respecto (como las de Sheldon Wolin en “The people´s
two bodies” y The Presence of the Past, o mías en “Democracia, reelección y Soberanía popular, reelección y
Representación popular”) están menos transitadas y se tocarán más adelante.
26 La bibliografía en esta segunda materia es también muy extensa. Entre la que desarrolla un enfoque comparativo, de los trabajos
generales más recientes sobre el siglo xx puede mencionarse Torcuato S.Di Tella, Los Partidos Políticos, especialmente caps. 3, 4 y 6. Tiene la
ventaja de que practica el análisis sociológico-político clásico, lamentablemente hoy “pasado de moda”. Para una mirada histórica más larga,
vale siempre el clásico texto de Tulio Halperín Donghi, Historia Contemporánea de América Latina. En el capítulo siguiente nos detendremos
más en América Latina.
27 Cfr. Samuel P. Huntington, La Tercera Ola. La Democratización a Finales del Siglo XX, y también Francis
Kukuyama, “The end of history”, o, entre los textos más recientes, Gianfranco Pasquino, La Democracia Exigente.
28 Recuerdo que se trata de conjuntos suficientes (o insuficientes) de distintas condiciones de posibilidad necesarias.
Ellos mismos, como el grado de existencia o inexistencia de las distintas condiciones, varían de país en país y de tiempo en
tiempo, así como correspondientemente varían los subtipos empíricos y grados o “perfiles” existentes de democracia.
29 H. Arendt, On Revolution, pp. 22-25 y ss; F.X.Guerra, “El pueblo soberano: fundamento y lógica de una ficción”,
p.143 y ss.
30 Para una relación detallada e incisiva complementaria de las tradicionales (del tipo de Henri Pirenne y otros autores),
v. Gianfranco Poggi, El Desarrollo del Estado Moderno.
31 No obstante, más de un lector se sorprenderá al saber que una lectura atenta revela que el principio del interés
individual es reiteradamente básico en el propio, citado Contrato Social. Sobre lo demás (el principio egoísta) volveremos
más adelante, al tratar de la ciudadanía.
32 Debo recordar al respecto que, aun dentro de los colectivos, los individuos se movilizan siempre en la mayor medida
por sus intereses personales, lo que no quiere decir que sean intereses solamente económicos ni desconoce el que ellos estén
permeados por su status o su condición de clase, sus afiliaciones, etc., como enseñaron Marx y Durkheim y Weber (Aunque
algunos autores están hoy reestudiando en Europa los procesos de “individuificación”, en rigor el señalamiento procede del
que hicieron en su momento J.Buchanan y G.Tullock en su The Calculus of Consent, cap. 3. Sin embargo, practicado el
reconocimiento, corresponde decir que lo de estos otros autores consistió en una crítica demasiado expeditiva de los enfoques
más tradicionales y también extendidos de la sociología y la teoría política, y fue, sobre todo, un supuesto para la
construcción de su tan influyente “modelo” de elección social o pública, cosas ambas que el autor no encuentra muy útiles
para lo que se está tratando: a su criterio, como se verá, hay un otro individualismo más global a tener en cuenta).
33 Me estoy refiriendo, por supuesto, a uno de los tipos clásicos contrapuestos de Ferdinand Tönnies en, precisamente,
Sociedad y comunidad (Gesellschaft und Gemeinschaft).
34 Recuerdo el clásico desdoblamiento entre burgués y ciudadano que hizo Marx del Bürger (el término en alemán
único, pero ambiguo precisamente por bivalente) en La Cuestión Judía.
35 En El Federalista, nº 9, Hamilton ya hablaba de la democracia moderna como de un “invento” notable. Pero la
verdadera entidad del cambio la marcaron otros autores, entre otros Hans Kelsen en su Teoría General del Derecho y el
Estado, sólo que más tajantemente que ninguno: resultaba en “una ficción” (p.346). Y su peligro puede vislumbrarse en la
cavilación de Hannah Pitkin acerca de que “las instituciones representativas pueden traicionar en vez de servir a la
democracia y la libertad” (El Concepto de Representación, prólogo).
36 La división del trabajo también en el orden político la señaló Hans Kelsen, ibidem, en un sentido crítico, y más
recientemente James Meisel, en El Mito de la Clase Gobernante, en una manera más bien “fáctica”. Por lo demás, v. más
adelante la sección El sujeto: un ciudadano en progresiva retirada.
37 Suele señalarse, de otro lado, una cierta reactivación “compensatoria” de la sociedad civil, base de lo que en
Alemania se llama la Untenpolitk, la política por debajo o subpolítica propia de asociaciones de particulares, locales o
comunales (u otras) y organizaciones no gubernamentales (ONGs), en general dedicadas a cuestiones de interés social
específicas o acotadas, singleissue. El fenómeno es muy notable en los países desarrollados de Europa (y en los Estados
Unidos, Canadá, Australia) y aun en América Latina, pero aquí todavía dista de tener la misma importancia, de forma que al
menos para esta región el cuadro saliente y más general sigue siendo el que describimos.
38 Nadie, nadie siquiera tan insospechable de “izquierdista” y con la resonancia del papa Juan Pablo II, vía diversas
encíclicas, lo mismo que otras cuantas figuras o cuerpos y textos de la Iglesia Católica, ha denunciado esta inmoralidad de
manera comparablemente severa y reiterada en los últimos lustros. No obstante, encuentran muy poco eco.
39 Soy genérico. No entro aquí a la discusión entre comunicólogos acerca del papel activo o pasivo de las audiencias. Y,
sobre el mencionado papel de la TV, v. Pierre Bourdieu, Sobre la televisión.
40 No me valgo para esta inferencia aplicada al mundo de lo social de ningún sociologismo estructuralista más reciente
sino de la antigua y simple autoridad de Montesquieu: “Como vemos que ... subsiste siempre, es forzoso que sus
movimientos obedezcan a leyes invariables” (Del Espíritu de las Leyes, primera parte, libro I, cap. 1).
41 Hago aquí una adaptación del concepto de “gobierno mixto” clásico en la historia y la teoría de las formas de
gobierno. El “gobierno mixto” era el preferido por Aristóteles y por Maquiavelo, en términos de la estabilidad que
supuestamente procuraba una combinación de los sectores sociales más importantes con los regímenes más afines a cada uno
de ellos. Cfr. al respecto Norberto Bobbio, La Teoría de las Formas de Gobierno... y mi Para una Teoría..., op.cit., vol. I,
pp.69 y ss.
42 Quizás haga falta recordar aquí que la legitimidad política nunca es pura, como tampoco es fija. A la inversa, está
siempre en proceso de construcción y reconstrucción o cambio, un proceso más rápido o lento; y es siempre, también, un
compuesto plural de creencias que giran en torno a uno o más ejes dominantes, el cual bajo la democracia aparece más
abiertamente en debate (V. Claude Lefort a lo largo de su recopilación de artículos La Invención Democrática). Por otra parte,
la mediación entre creencias e instituciones y sectores e individuos tiene complejidades y recorre meandros poco
simplificables. Lo veremos más adelante, en el capítulo 7, pero adelanto que lo digo en el sentido en que coinciden el
Durkheim de Las Reglas y los corrientes “estudios culturales”.
43 Para todo lo que sigue, tan abreviado, incluyendo la bibliografía pertinente, remito de nuevo a mi Para una Teoría...,
vol. I, “Idealizaciones y Teoría Política”, pp. 69-81.
44 Recuérdese su “ley de hierro de la oligarquía”, presentada en su conocido Los Partidos Políticos.
45 A ese último respecto, cfr. sus Escritos Políticos, especialmente en el volumen I , sobre todo “Parlamento y gobierno
en el nuevo ordenamiento alemán”.
46 Conviene apuntar aquí lo que ya señalé en mi libro citado, en el sentido de que “pocas cosas han dado tanto impulso
al gobierno burocrático como ... el crecimiento de la representación a partir de los grandes partidos de masas y el “nuevo
corporatismo” surgidos desde fines de siglo (xix) y en especial luego de la primera guerra. Masas, grupos de interés y grandes
organizaciones pasaron entonces a una relación con el estado más a través de la burocracia que del parlamento, hasta ese
tiempo la institución por excelencia de la representación” (op.cit., vol. I, pp.75-76).
47 Sobre el “paradigma” italiano, v. Joseph La Palombara, Democracia a la Italiana. El autor, dicho sea de paso,
considera compatibles democracia y partidocracia.
48 Cfr. P.C.Schmitter, “¿Todavía el siglo del corporatismo?” y demás ensayos recogidos en la compilación Teoría del
Corporatismo.
49 Véanse especialmente J.G.A. Pocock, The Macchiavellian Moment, y Quentin Skinner, Los Fundamentos del
Pensamiento Político Moderno, volumen I. Destaco que Skinner presenta al Maquiavelo de los Discursos como al
Maquiavelo más auténtico, esto es, un republicano-popular.
50 Cfr. Skinner, op.cit., pp.181-183. Desde luego, el análisis de Maquiavelo pasa por incontables situaciones y cuadros
distintos, y en general está muy atento a los factores de corrupción y decadencia de todas las formas de gobierno, incluída la
republicana. En estas citas, tiene en consideración especial la experiencia de las ciudades alemanas. En cuanto al carácter
peligrosamente tumultuoso del gobierno popular, observado por tantos autores antes y después de Maquiavelo, como también
en su tiempo, los Discursos señalan que es producto de los conflictos sociales en medio de la libertad y, nótese, expresión
tanto como condición de esta última. Cfr. los Discursos, esp. Libro I, caps. IV y V.
51 Cuánto era esto así lo subrayó bien A.J.Carlyle a propósito de Locke, quien “no sólo estaba exponiendo la libertad y
la autoridad de la comunidad frente a los gobernantes, sino ... la defensa de la libertad del individuo frente a la comunidad”.
Cfr. La Libertad Política..., p.280.
52 Ferguson fue el primero en acuñar un concepto moderno de “sociedad civil” , pero como un concepto globalizante (y
más próximo en todo caso a “sociedad política”). Si tanto Hegel cuanto Marx abrevaron en él, fue sin embargo para
reconducirlo a una significación distinta, la de bürgerliche Gesellschaft, de por sí ambigua o bivalente (Burg es burgo o
ciudad , Bürger es burgués o ciudadano) y empleada sólo para abarcar la esfera de la interacción social-privada de los
individuos como distinta de la pública-estatal. Para esto y lo que trata el texto, cfr. Adam Ferguson, An Essay on the History
of Civil Society.
53 Lo destaca bien F. Oz-Salzberger en su introducción al Essay de Ferguson, op.cit., p. xxvi. En los primeros párrafos
del Prefacio mencionamos al pasar el poco feliz “determinismo” que se le puede o pudo entender a la teoría de Adam Smith.
54 La oposición ha sido muy bien trazada por Natalio R. Botana en La Tradición Republicana y luego, para los tiempos
más recientes y de nuestro interés aquí, en El Siglo de la Libertad y el Miedo.
55 Por supuesto, no hay falta de estado porque y mientras se hable sólo de government. A propósito de ello, antes de
ahora se ha hecho notar que también los departamentos universitarios de estudios políticos tendieron en Gran Bretaña y los
EUA a denominarse de government, así como por mucho tiempo y aun al presente el estado casi no figura en sus programas,
textos y syllabi de cursos.
56 Sobre lo último, cfr. Sheldon S. Wolin, “The people´s two bodies” y The Presence of the Past. Para la revisión de las
distintas líneas y reacciones en que ha desembocado en la actualidad la oposición que estamos presentando entre las dos
tradiciones citadas, v. W. Kymlicka y W. Norman, “El retorno del ciudadano”, y, en conexión con la cuestión de la ciudadanía
y el pluralismo cuyo tratamiento incluye dicho artículo, cfr.M. Nusbaum et al., Cosmopolitas y Patriotas.
57 Por ese lado se encuentra, siquiera en parte, la respuesta al por qué amplios sectores populares no se han levantado en
contra de las reformas neoliberales, de consecuencias palpablemente duras para ellos, llegando aun a consentirlas y hasta
apoyarlas. Otra parte de la explicación hay que buscarla por el lado del contexto antecedente a las reformas, el cual las
significó como necesarias, inescapables, incluso relativamente esperanzadoras en medio de unas situaciones de desastre
generalizado -material y psicológicamente imposibles de seguir sobrellevando. Para una revisión del tema, v. Mario F.
Navarro, “Democracia y reformas estructurales: explicaciones de la tolerancia...”, que a todas las explicaciones intentadas
agrega todavía la suya propia.
58 Una apología sin retaceos ni remilgos de esto mismo puede verse en Michael Lind, Hamilton´s Republic.
59 Al respecto y para todo lo que sigue, aparte El Federalista (en particular los artículos debidos al propio Hamilton),
cfr. los trabajos previamente citados de Sheldon Wolin, “The people´s two bodies” y The Presence of the Past; Bernard
Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution; George S. Wood, The Creation of the American Republic, 1776-
1787, y The Radicalism of the American Revolution; Lance Banning, The Jeffersonian Persuasion; y Bernard Manin,
“Checks, balances and boundaries”.
60 Ver la (para lo nuestro) sugerente exposición de ello que realiza Lance Banning, op.cit.
61 (Desde luego, faltaban todavía el populismo de Jackson, Lincoln y la Guerra de Secesión, el gran desarrollo
industrial, y así sucesivamente. Pero los essentials que decimos ya estaba fijados para siempre). No obsta a la apuntada
dirección que toman la democracia y el sistema político norteamericanos el hecho de que simultáneamente ocurra una
importante evolución ideológica “democratista” en el seno de la ciudadanía norteamericana, la que lleva de la idea de
representación fiduciaria virtual a la de representación fiduciaria real (v. George S. Wood, “Democracy and the American
Revolution”), pero no es el lugar o el momento de tratar el aspecto. Limitémosnos a apuntar que el desarrollo queda integrado
en el proceso.
62 Sobre los grandes tipos de democracia en la historia más reciente, la oposición entre republicanos y demócratas, y el
espíritu democrático moderno, todo con Francia especialmente tenida en cuenta, v. Alain Touraine, ¿Qué es la Democracia?,
especialmente caps. iii a v. Alguna terminología, de raíz sólo francesa, es tal vez discutible, pero en general destaca bien las
cuestiones y tensiones más relevantes.
63 He tratado ya el tema, más largamente, en mi Para una Teoría..., vol. I, pp.101-114. Remito a él y a la bibliografía
que allí he proporcionado.
64 El contraste está debidamente pintado en un párrafo famoso de Domingo Sarmiento, quien refiriéndose a la América
del norte escribe que “donde quiera que se reunan diez yankis, pobres, andrajosos, estúpidos, antes de poner el hacha al pie
de los árboles para construirse una morada se reunen para arreglar las bases de una asociación” (“Viajes por Europa, África y
América, 1845-47”, en Obras Completas, tomo v, p. 334, citado por Natalio Botana en La Tradición Republicana, p.290).
65 En, respectivamente, J.L.Romero, Las Ideas Políticas en Argentina, segunda parte, cap. iii, y Latinoamérica. Situaciones e
Ideologías, p. 43. La etiqueta de “orgánica” acuñada por Romero no parece la más feliz y eventualmente confunde. Mientras quiere
decir “teoría más sistemática”, “elaborada” o “articulada”, el término choca con el uso que generalmente se hizo y hace del mismo
para referirse a una visión más estructurada del orden político como tal por parte de, precisamente, unas concepciones adversarias de
las liberales y jacobinas.
66 Me corrijo y preciso. La expresión “América Latina” fue una invención de la Francia de Napoleón III que, aunque lo
más común hoy y por lo general inocentemente empleada, evapora la impronta específica de España y Portugal en este
continente; sobre todo la de España, impresa a machamartillo durante los tres largos, todavía no tan lejanos y por eso
fundamentales siglos de la formación de los países del área. Por otra parte, dadas además algunas diferencias entre estos
países que volverían demasiado extenso y complejo el apunte, lo mismo que para esquivar mi cuota de ignorancias, en
realidad quiero hablar aquí sólo de los países hispano-americanos, dejando también de lado el ala lusobrasileña del bloque
ibero-americano. Cualquiera que sea la expresión que emplee, pues, el referente es este. Por lo demás, para esto mismo y lo
que sigue remito a mi “Identidad cultural y ciudadanía, la tensión iberoamericana”.
67 Véase el acápite subsiguiente, Sociedad, estado y democratización.
68 Para una esquematización y descripción comprehensivas y ordenadas de estos procesos de cambio, cfr. Daniel García
Delgado, Estado y Sociedad. La Nueva Relación... Para una más detallada y muy aguda exposición del proceso en espiral
del recrudecimiento individualista en países como la Argentina (y Brasil o Perú), v. el artículo de G. O´Donnell, “Acerca del
estado, la democratización y...”
69 Ya había señalado esto en mi “Identidad cultural y ciudadanía...”. Sobre los distintos tipos de legitimidad en curso y
enfrentados a todo lo largo del siglo, v. Natalio R. Botana, El Siglo de la Libertad y el Miedo.
70 Ampliamos sobre el particular poco más abajo y volveremos sobre lo mismo pero desde otros ángulos en la sección
subsiguiente, Sociedad, estado y democratización a fin de siglo.
71 Respecto de esta apreciación negativa, ver no obstante Geoffrey Garrett, “Mercados globales y política nacional”.
Respecto del Washington Consensus (la expresión la acuñó J. Williamson en “What Washington means by policy reform”),
Paul Krugman escribió sobre él que “pasó a designar casi de inmediato una receta simple de política económica ...: moneda
sólida y libertad de mercado, incluída la liberalización del comercio y la privatización de empresas del Estado. En esta receta,
las importantes medidas públicas y el papel activo del Estado presentes en el consenso que existía sobre el desarrollo en la
posguerra quedaban totalmente descartados”. Llamativamente (?), Krugman no menciona que el Consenso incluía un
necesario apoyo a las democracias. (Cfr. “Las ideas dominantes y su relación con el desarrollo...”, p.727). Sobre la
mencionada “reconsideración” del Consenso por parte de algunos de sus propios fautores e instrumentadores, que incluye
asimismo una relativa revisión del papel asignado al estado y de todos modos sigue “contando” con los regímenes
democráticos, v. Joseph E. Stiglitz, “Más instrumentos ... Hacia el consenso post-Washington”. El autor es vicepresidente del
Banco Mundial.
72 Estoy tratando de decir que, independientemente del juicio de valor que los impactos nos merezcan (y el nuestro
consta en otras partes del trabajo), han tenido determinadas y sensibles consecuencias fácticas, que apuntamos.
73 No es una casualidad, por tanto, que recíprocamente debió variarse la manera de “hacer política” frente a una
ciudadanía que de todos modos sigue siendo siempre electora. Cfr. al respecto el trabajo de Luis A. Quevedo sobre Argentina
pero, mutatis mutandis, con una validez más general, “Videopolítica y cultura ...”, en el que sobresale el análisis del pasaje
de una política que se hacía también “a través” de los medios, utilizándolos como caja de resonancia, a la política que se
hace sobre todo “a la manera” de los medios, o en sus términos. En conexión con esto mismo y con las líneas que acaba de
trazar el texto principal, pero sin perjuicio de ellas, v. Marcos Novaro, “El debate contemporáneo sobre la representación
política”. Es básicamente un trabajo sobre la “crisis de representación” en curso hacia fines de nuestro siglo que traza un
paralelo con la también crisis de representación de los principios del siglo; pero en él se propone una simultánea, paralela y
quizás compensatoria recomposición de identidades, liderazgo y representación político-social de nuevo cuño (tal vez no tan
nuevo -C.S.).
74 Norbert Lechner ha compuesto no sé si la última o penúltima versión de todo este mismo proceso en términos de los
mapas cognitivos e ideológicos de que dispone / no dispone la gente, pero reescribe la explicación con agudeza según las
categorías de tiempo y espacio aplicadas al actual entorno. Cfr. su “El malestar con la política...”
75 Cfr. Robert D. Putnam, Making Democracy Work, y Alain Touraine, ¿Qué es...?, op.cit.
76 El polo opuesto a ese último respecto es Hanna Arendt. Cfr. The Human Condition, passim. En On Revolution (p. 25
y cap. iv ), Arendt sostiene que la “libertad positiva es la verdadera libertad”. Para Touraine, “ningún principio tiene una
importancia más central en la idea democrática que el de la limitación del estado, que debe respetar los derechos humanos
fundamentales” (op.cit., p.57 y passim).
77 Touraine propone al respecto que la soberanía en la democracia no sea la soberanía de nadie y sí la de cada uno (lo
cual retoma pero también agudiza lo expuesto por Giovanni Sartori en su Teoría de la Democracia y Qué es la Democracia).
Sin embargo, ponemos aparte el aspecto: no nos interesa aquí discutir una idea última aggiornada de democracia sino la
condición actual de la democracia y su relacionamiento con la desigualdad.
78 V. al respecto la exposición sucinta pero aguda -que por esa rara combinación vale la pena citar especialmente- de
Aldo Isuani, “Una nueva etapa histórica”.
79 Para la cobertura de esta etapa, hasta su final, con las vicisitudes y variaciones (y desviaciones) sin embargo propias
de cada país, es posible remitir a algunas compilaciones: P. González Casanova (coord.), América Latina: Historia de Medio
Siglo, que cubre el período 1925-75; para la última parte del mismo y los años inmediatamente siguientes, CLACSO,
¿Hacia un Nuevo Orden Estatal en América Latina?; y F. Calderón y M. dos Santos (comps.), Latinoamérica: Lo político y
Social en la Crisis. Se debe decir, de todas formas, que, como es en parte inevitable para un conjunto de países tan amplio
como el latinoamericano, con todas sus particularidades, nuestra síntesis está un tanto sesgada hacia los procesos de las
naciones más grandes y modernas del área.
80 Este proceso ha sido repetidamente analizado para cada país por una buena serie de autores y obras. Para el caso de la
Argentina, por ejemplo, en distintos trabajos de Adolfo Canitrot, Marcelo Cavarozzi, Guillermo O’ Donnell, Natalio Botana,
Juan C. Portantiero, Atilio Borón, Hugo Quiroga, Juan C. Torre, Maristella Svampa, Liliana de Riz, Carlos Acuña, Vicente
Palermo y Marcos Novaro, y otros.
81 Señalarlo no es ignorar ni, menos, aprobar la abrumadora centralización y sobreexpansión anterior del aparato estatal.
Todo proceso tiene más de una cara. Respecto de la que tratamos en este momento, podríamos limitarnos a apuntar aquí, casi
banalmente, que hacia un lado y otro de este recorrido (sobre todo si no se lo vuelve teórico in abstracto) se encuentran
posiciones políticas valiosas, sólo que lo recorrido in concreto parece haber pasado de un extremo al otro, ninguno muy
encomiable políticamente.
82 Como en el caso de la nota precedente, en este punto tenemos que hacer una reserva: hablar de la fuerza y el poder de
negociación de los sindicatos no entraña en modo alguno pronunciarse respecto de la dirigencia o la orientación de los
mismos. Esa materia la dejamos aquí pendiente y abierta.
83 Ya nos referimos a esta nueva manera de “hacer política” en una sección anterior. Ver nota 73.
84 Es esta una perspectiva sostenida por no pocas obras y autores consagrados en el tiempo. La expone sugestivamente
Sheldon S. Wolin en su clásico Politics and Vision. Continuity and Innovation..., cap.1.
85 Debe notarse que en América Latina el impacto simbólico de las elecciones está reforzado por el hecho de que en
todos los países el voto es obligatorio y, entonces, la participación completa y francamente masiva. Ese impacto sería
seguramente distinto a falta de voto obligatorio, aun frente a cuestiones políticas de verdadero interés nacional. Uruguay y
Venezuela aportaron los dos últimos ejemplos de ello el mismo día, el domingo 25 de abril de 1999. En Uruguay se elegían
en elecciones abiertas, por primera vez en la historia del país, los candidatos de cada partido a la presidencia de la república,
y, pese a toda la tradición cívica de los uruguayos, la no concurrencia estuvo en el 40%. En Venezuela, se decidía reformar o
no la constitución nacional (con lo primero urgido por el flamante nuevo presidente, cuasi plebiscitado tan poco antes en
contra de los partidos “clásicos” y tantos años dominantes), pero la abstención estuvo en el 60%.
86 A partir de Jürgen Habermas y Bernard Manin, entre otros, se habla de una “democracia de opinión pública” y se ha
destacado, asimismo, o en todo caso, la nueva importancia de la opinión pública en el intervalo entre elección y elección. No
obstante, hay que cuidarse de entender a la opinión pública como un sucedáneo de la voluntad popular y el voto en la teoría
de una democracia, lo que serviría para disimular o aun “tapar” la cuestión a que apuntamos. Sin duda la opinión pública no
tiene la misma representatividad ni el mismo peso político que aquellos, sin hablar de que no es menos sino quizás más
manejable y “volátil”.
87 Quiero decir: con otras (o más) representaciones que la democrática-electoral.
88 Ver más arriba el capítulo La marca indeleble de la modernidad burguesa.
89 La referencia es al libro del profesor Bobbio El Futuro de la Democracia.
90 “¿Dónde podemos encontrar un representante que no represente intereses particulares?” (op.cit, p. 29).
91 Idem, p. 41.
92 Cfr. El Federalista, no. 10. Al final del extracto hemos cambiado un tiempo de verbo de la fuente en inglés ( involves
por envolverá) porque nos parece más fiel al sentido del texto, cuyo estilo es por supuesto antiguo.
93 Cfr. Hughes Portelli, Gramsci y el Bloque Histórico, y Norberto Bobbio, “Gramsci y la concepción de la sociedad
civil”.
94 Cfr. Perry Anderson, Las Antinomias de Antonio Gramsci, y Juan C. Portantiero, Los Usos de Gramsci. Para el
desarrollo y transformación de las ideas de Gramsci, v. John M. Cammett, Antonio Gramsci and the Origins of Italian
Communism. A propósito del tema y esta perspectiva, el marxismo no es uniforme. Sin eximirse de ribetes críticos, Goran
Therborn ha intentado la integración teórica general más reciente, hace unos veinte años, en su ¿Cómo Domina la Clase
Dominante? (ver especialmente su segunda parte, caps. 2 y 3).
95 Ya tratamos esto más arriba. Ver las secciones sobre el “sujeto” y especialmente sobre el “objeto” de la democracia en
el capítulo 3, y la bibliografía allí mencionada. Está por lo demás claro que el bienestar de la población de los Estados
Unidos es harina de otro costal, y ha resultado más de su condición ya secular de potencia -la primera ahora y desde hace
décadas- que de su calidad democrática. Así y todo, contiene millones y millones de verdaderos pobres y, como en todas
partes últimamente, unos miles de ricos cada vez más ricos, lo cual habla finalmente de lo mismo. A propósito del aspecto, se
recomienda ver el libro de Robert A. Dahl Prefacio a la Democracia Económica, en donde el mayor politicólogo
norteamericano dedicado al estudio de la teoría y la experiencia democrática relaciona los temas de la libertad política y la
igualdad social y política. Abundaremos sobre esto en el Epílogo. La preocupación de Dahl es que en los EUA la libertad
política se ha combinado con el poder económico en detrimento de la igualdad social y política, alterando así
significativamente la relación entre estas variables tal como se las comprendía en el tiempo de los Padres Fundadores y de
Tocqueville.
TERCERA PARTE
Un campo de experiencia
“El espejo”

Introducción

Daremos ahora un salto considerable, un verdadero salto en el trabajo. Del tratamiento explicativo general y esquemático
fuertemente teórico-histórico pasaremos al orden microempírico, específico, recortado. De lo más global (Occidente) o en
todo caso regional (América Latina), a un área de política y economía nacionales (el país es Argentina). Las mismas fuentes a
que recurrimos cambian aquí de manera evidente: son periódicos, diarios de sesiones, entrevistas personales, y una
bibliografía en la mayor parte de otro corte, sobre otras materias, con otro enfoque. La redacción misma, nuestro propio
estilo, se ven como llevados a tomar otro tenor, adoptar otros giros, incluso arrastrados en ocasiones a lo quizás pedestre.
Habíamos tratado hasta aquí de la democracia como “modelo histórico” y de la democracia “real” por separado o
relacionadamente pero en forma más bien genérica, en algunas partes incluso abstracta, aun si siempre procuramos que
estuviese informada por unos análisis anclados en desarrollos históricos centrales y por estos propios desarrollos históricos.
Nos pareció adecuado, por tanto, aproximar un momento la lente a ella por algún lado, y ver en lo posible de más cerca cómo
ocurre en efecto, en una dimensión dada, la asociación democracia - desigualdad que motivó el trabajo. Y si ello coincidía o
se apartaba de lo teóricamente esquematizado hasta este punto.
Tratamos entonces de seleccionar un campo que ilustrase sobre nuestra democracia de hoy y pudiera relacionarse con lo
expuesto. Uno que nos permitiese ser más concretos, un campo por sí especialmente sugestivo, y con una capacidad
eventualmente retro-alimentadora, o bien correctiva, respecto de la teorización. ¿Cuál, en esos términos? ¿Y cuál que
relacionase con la igualdad / desigualdad?
Debía ser un campo estatal que sepa naturalmente de intereses opuestos, públicos y privados; sectores o grupos encontrados,
choques con ganadores y perdedores; de reclamos o quejas y negociaciones e intercambios, de conflictos que no se solucionan: todos
los que, precisamente, un régimen político encuentra en la agenda o topa en su marcha y el democrático tiene que procesar
institucional-constitucionalmente.
La madre de pujas y conflictos infaltables, de los más inquietantes, o simplemente de los peores, donde no existe una
cuestión religiosa o étnica grave, es por supuesto el dinero. Nos dimos entonces a pensar en el estado y la riqueza, eso iba
prácticamente de suyo. En “la hacienda pública”, los fondos nacionales, la apropiación o el reparto de ellos, quiénes dan a
quiénes y cómo se quita, las compensaciones, los discursos justificatorios y las sinrazones, la “información incompleta” y las
matrices ideológicas, cuando no la simple inercia del llamado status quo.
Parece un campo adecuado. La hacienda del estado y su distribución están enteras en el Presupuesto.96 Para mejor, se
diría, la naturaleza misma de éste tiene ventajas obvias (números, comparabilidades) para un ejercicio algo más cercano a lo
que el mundo anglosajón dió en llamar “una verdadera” ciencia política.
Al respecto debo aclarar, sin embargo, tanto más después de haber atravesado el campo por unos meses enteros y
establecido su complejidad enorme y su “apertura”, que albergo más que nunca la duda acerca de la posibilidad tanto de
confirmar cuanto de refutar “científicamente”, esto es, de una manera “empírica” suficientemente definitoria, tesis como las
de este trabajo o, daría lo mismo, contrarias a ella (Por supuesto, las segundas no quedarían abonadas de suyo por la eventual
falta de “confirmación empírica” de la primera y deberían ser corroboradas por su propio lado -es decir, enfrentarían el
mismo problema).97
Desde luego, no por eso tesis o averiguaciones empíricas como las nuestras tienen que ser puestas aparte, semejante
conclusión sería absurda. El propósito de las disciplinas del conocimiento es conocer, precisamente, sólo que hasta donde la
mente puede y “la realidad” se deja; y sus discursos resultan entonces más o menos “corroborados” o bien más o menos
“plausibles”, como se dice en la jerga. Nosotros hacemos aquí esta apuesta.
No hace falta abundar nada acerca de una relación más bien estrecha del presupuesto estatal con la igualdad / desigualdad
sociales. En conclusión, esta tercera Parte del trabajo se concierne en primer término (capítulo 6) con un proceso entonces
muy determinado y seguidamente (capítulo 7) analiza lo que encontramos, ello en los términos de nuestro interés principal en
el volumen.

Capítulo 6

Un campo adecuado
A unque habiendo “proporcionado” las expectativas, hicimos por tanto del Presupuesto el campo adecuado que buscábamos.
Y empezamos por anotar cómo lo presentan la literatura especializada y los expertos.

Idea del Presupuesto

Asentemos en el comienzo los puntos básicos que asoman y reasoman en la materia, tomados de aquellas fuentes.
En ocasiones, el autor se permite agregar unos comentarios a los mismos; además, dado el objeto y el esquema del
trabajo, que hacen de esta parte apenas una primera aproximación empírica convergente / divergente respecto de la
desarrollada en los capítulos previos, se reducen a la medida de “indicativas” y con la mayor frecuencia se relegan las
distintas informaciones de soporte y para más abundamientos u otros desarrollos en la materia. Nos ha interesado que el
cuerpo del texto recoja sólo lo esencial y facilitar su lectura; de tal modo, el aparato de notas resultará pesado y las llamadas,
fastidiosas, pero aparte de que pueden ser tan necesarias como aclaratorias o útiles queda en cualquier caso la libertad de
obviarlas.
A. El primero y fundamental de los puntos a marcar es ya un lugar común que los estudiosos políticos y económicos y demás
expertos han repetido y siguen repitiendo a lo largo de los años. El Presupuesto de un país, dicen ellos, es como un espejo: refleja su
realidad y su orientación económica y política. La imagen que devuelve es la de un estado de cosas, y de una situación orientada a un
proceso. Así consta de entrada, por lo general, en los textos. Aceptemos.
Parece más interesante suponer, sin embargo, que la propia preparación, etc., de un Presupuesto equis (quiero decir: de
un Presupuesto determinado, con sus cifras y asignaciones), hasta su aprobación, es todo-en conjunto- un espejo mejor de la
sociedad y el estado desde el punto de vista político. Esto tiene la ventaja de una película sobre una fotografía. La primera
tiene secuencia y además puede ser detenida en cada cuadro.
B. Se dice igualmente que el Presupuesto, lugar de encuentro no sólo de los recursos y los gastos del estado sino de las
demandas, los conflictos y las “batallas” por los fondos públicos,98 sería de hecho, asimismo, un instrumento fundamental de
política económica. Sin embargo, esto no merece igual consenso. Se arguye (así lo hizo también la mayoría de nuestros
entrevistados) que las arenas y los instrumentos económicos son varios o son otros, otros de los que él depende o es un
resultado; que una política económica precisa de varios años y algunas de mucho más (hasta “un par de generaciones” la
relacionada con la previsión social, por ejemplo); o bien que no siempre lo es o lo habría sido.99
Nota: Sobre lo primero es posible llegar a un acuerdo: pese a las apariencias tan enfrentadas, las posiciones no son en
rigor inconciliables salvo que se niegue todo efecto significativo a la confección presupuestaria y sus asignaciones.
Respecto de lo segundo, precisaría definiciones previas claras y un debate; por lo demás y en todo caso, existen las
adjudicaciones presupuestarias plurianuales. Lo último, parecería una subestimación de lo que en efecto ocurre al
presente y que aquí será presentado.
C. El Presupuesto (y su trámite) fue un espejo político muy poco nítido hasta principios de este siglo, cuando a la par del
fuerte desarrollo económico y la gran complejización de la actividad estatal ya anteriormente lanzados comenzó, recién en
ese tiempo, la desde entonces ininterrumpida y siempre multiplicada preocupación por volverlo un ordenador general,
sistemático, confiable y controlable.100 Eso vino de la mano con el rol o la importancia del rol que política y
económicamente desempeñaba o pasó a desempeñar el estado en cada país.
En cualquier caso y con alcance más y más universal, se supone que el Presupuesto ha cobrado importancia y
complejidad pero también nitidez crecientes a todo lo largo de esta centuria, prácticamente en todas las naciones.101 Hoy, un
Presupuesto nacional hace la “torta” más francamente enorme y sabrosa en cualquier nación, una torta de la que quieren o
necesitan comer demasiados, todos en supuesta igualdad de derechos, y de conformidad con eso o con la democratizacion en
general y con el singular desarrollo de técnicas y tecnologías, supuestamente ya no podría ser de otro modo.102 Todavía lo
es, sin embargo, según veremos.
D. La literatura experta dice que “la idea” misma de Presupuesto qua instrumento, por su parte, es decir, la función y el
correspondiente diseño o rediseño del instrumento como tal, fue variando con los años, básicamente a causa de los cambios,
complicaciones y urgencias generalizados que impusieron, por lo pronto, la primera y la segunda guerra mundiales, tanto a
los participantes en ellas como a los no participantes (siquiera directos). También, la crisis de 1929/30 y la gran recesión
subsiguiente y, a su turno, la emergencia del Estado de Bienestar (o Benefactor, etc., y otros en algún sentido equivalentes en
consecuencias) durante y después de la segunda posguerra. O, finalmente, a su manera, la crisis posterior de aquél y el auge
de las políticas y reformas “neoliberales”.103 De modo que se sucedieron entonces en el tiempo los enfoques de “función”,
“programa”, “planificación” o “presupuesto de base cero”, etcétera, de la misma manera que el privilegiamiento de las
estrategias de control o de las administrativistas, o gerencialistas, y otras. Las insatisfacciones con la utilidad o el resultado
respectivos, y las críticas, las discusiones, las propuestas, continúan al día.104
E. Un momento importante en el curso de tales debates fue aquél en que un politicólogo norteamericano luego destinado
a una discreta fama, V.O.Key, jr., tuvo a bien recordarle a todos que casi nada había dejado de considerarse en ellos, excepto
la cuestión de fijar las prioridades de un Presupuesto en términos de los valores y los fines queridos por la sociedad o sus
miembros.105
Años después, otro politicólogo norteamericano también destinado a sobresalir entre sus pares, Aaron B.Wildawsky,
señaló que ésa era una cuestión de imposible solución, poco menos que igual a “resolver” y “disolver” las preguntas y
disputas sobre qué estado, qué política, qué gobierno. La discusión sería inconcluyente, interminable. Wildawsky propuso
pues dedicarse más bien a conocer y describir cómo es y cómo funciona el proceso presupuestario en la realidad.106
Wildawsky no está errado. Como sea, hay que reservarle un lugar a la inquietud manifestada por Key el joven. No hay
modo de considerar cuán democráticos son o dejan de ser un gobierno o un régimen si no se toma en cuenta la
representatividad, y para esto es preciso contemplar -si puede definírselos- cuáles son los intereses y la voluntad de los
representados y saber cuánto acuerdan o desacuerdan con las decisiones u omisiones de los representantes. Para no ir más
lejos -hasta “el sistema”.107
Realizados estos apuntes básicos, podemos y corresponde ahora adentrarnos en el campo elegido, considerar el proceso
presupuestario mismo desde el ángulo político de nuestro interés.
Principios generales y reglas de la política del Presupuesto

Con el objeto de no incurrir en generalizaciones indebidas, nos centraremos a continuación en lo que sabemos al respecto de la
Argentina. Con todo, no quitamos el ojo de otras experiencias, comenzando por la de los Estados Unidos, que ya dijimos es
especialmente relevante al caso. Si grosso modo las diferencias en estas materias no parecen ser finalmente muy importantes, y “en
todas partes se cuecen más o menos las mismas habas”,108 cuando cabe hacer una extensión o una excepción segura de las reglas
enunciadas se deja constancia de ello en el texto o en las notas.
En términos del objeto de este estudio -la política del presupuesto y la política en el proceso presupuestario-, creímos
posible formular en pocos principios empíricos generales y reglas también empíricas aquello que rige la preparación,
aprobación y aplicación del Presupuesto Nacional, o que más incide al respecto y lo caracteriza. Los principios y reglas del
caso parecen ser los siguientes:
- Primer principio general

Salvo de la manera más gruesa y las más de las veces imprecisa, el Presupuesto mismo no está, de hecho, abierto a la
información y la consideración / discusión efectivas de la ciudadanía o aun de la llamada “opinión pública”. Tampoco podría
estarlo, dadas su extensión y prácticamente infinita complejidad y las “iniciaciones” técnicas que implica; eso, sin hablar de
la obviedad (pues opera en prácticamente todas las “cuestiones” políticas) de que gran parte de la población tiene una
educación elemental, o de que la mayoría no compra ni lee los diarios ni mira los noticieros o programas “políticos” de la
televisión, de modo que -aun si intereses de una y otra están en juego- ninguna puede o sabe o atina a protegerlos excepto, y
no siempre, esporádica y puntualmente, en los términos más interesados. Lo mismo o algo peor sucede con la auditoría que
se realiza del Presupuesto.109
Especialmente durante los años y los fuegos electorales, existe sí una información y consideración/discusión (más bien
ocasionales y genéricas) de lo que entra en el Presupuesto en los medios políticos y algunos medios de comunicación;
también aquí, más bien a propósito de items o cuestiones salientes. Ello, antes y durante su preparación y tratamiento. Sin
embargo, es en verdad muy escasa, con alguna tendencia a ser iniciática o esotérica, o bien a estar penetrada por una variedad
de otros asuntos y enfoques, no siempre conexos.110
Por otra parte, es una suposición extendida entre técnicos, líderes políticos y otras fuentes de opinión pública que la
citada apertura volvería desde inmanejable hasta irracional la tarea presupuestaria.111 Esta tarea está pues prácticamente
delegada en las autoridades ejecutivo-administrativas y algunos miembros selectos del Congreso. Subrayo, en los hechos se
trata de una delegación más que de una representación.112 Y esta es la puerta por la que, según extendidos anticipos de la
teoría política y la teoría democrática y confirmación de todos los estudios, se introduce una brecha entre lo que quieren o
querrían los representados y lo que al respecto hacen o no hacen sus representantes.113

- Reglas

1. De los “poderes representativos”, y como en todos o casi todos los países con economía de mercado o capitalistas, en
la Argentina el Poder Ejecutivo es, respecto de la elaboración, etc., del Presupuesto, largamente más importante que el Poder
Legislativo, más allá de lo que pueda leerse o entenderse de la lectura de la Constitución Nacional y de los principios
constitucionales del estado democrático-liberal (La prueba es que el Presupuesto aprobado se ajusta en general lo más
extensamente al proyecto enviado por el PE. Las modificaciones que no tienen la conformidad del mismo PE pueden ser
vetadas por éste y para su insistencia requieren de los dos tercios de ambas cámaras del Congreso, normalmente difíciles de
reunir. Es también el PE el que mediante una simple “Decisión administrativa” hace la distribución desagregada de las
partidas y quien puede asimismo modificarlas, de derecho cuando no de hecho. El flujo de pagos efectivos también depende
del PE).114
Mutatis mutandis, el principio es válido aun en los países con régimen parlamentarista. Entre los países presidencialistas,
Estados Unidos es aquél en que el Legislativo es más un Poder real en la materia, allí llamado The power of the purse, “el
poder de la bolsa”. Lo suyo es sin embargo bastante excepcional, y en cualquier caso tiene los límites que ya veremos. Como
sea, en países de un presidencialismo tan fuerte como son los de América Latina, la Argentina desde luego incluída, el poder
del Legislativo está muy reducido o, en los hechos, hasta socavado, incluso jurídicamente.115
En todos los casos, por lo demás, la saliencia del Ejecutivo está sucesivamente más o menos reforzada de conformidad a
las facultades legales y los atributos políticos más específicos y aun personales del jefe del estado o el gobierno y del ministro
de economía. Algunos funcionarios altos y medio-altos tienen, como se señalará, un papel decisivo. La organización más
centralizada o federal de un país, como las particularidades de ella, también poseen su incidencia sobre estas materias, aun si
en el ámbito latinoamericano los casos de federalismo propiamente dicho responden a medias o poco a las letras
constitucionales.116
De todos modos, en general el Poder Ejecutivo debe ir informando y alineando periódica o regularmente a los titulares de
las cámaras y los jefes y demás líderes de bloque parlamentarios del oficialismo, y hasta disciplinando a sus diputados o
senadores, o también gobernadores -que por empezar son normalmente los caudillos partidarios de cada provincia y así los
superiores políticos de los legisladores que ellas envían al parlamento-, respecto de las decisiones o proyectos que tiene en
gestación o desea implementar. Ocasionalmente “trata” también (a los mismos o iguales respectos) con líderes de la
oposición, grandes empresarios y dirigentes empresariales o sindicales, por lo general de manera reservada, así como suelen
ser reservados los acuerdos o las concesiones o compromisos de no interferencia y aun los desacuerdos a que llegan.117
2. Lo que pueden o no pueden hacer el PE y el PL en materia de nuevos impuestos, gastos, empréstitos, etc., se encuentra
en algunos casos restringido por distintas normas o cuerpos legales, al menos en principio (pues frecuentemente existen las
que se llaman “cláusulas de escape”, v.gr. a través del cumplimiento de requisitos o mayorías especiales, mediante el dictado
de decretos “de necesidad y urgencia”, etc). Muchas restricciones son más o menos universalmente regulares, por ejemplo
muy básico la iniciativa de la Cámara de Diputados en materia impositiva. Las seriamente restrictivas no son abundantes, de
ahí la tendencia a la inflación del gasto fiscal y el crecimiento del déficit presupuestario, que luego, si no consigue contenerse
por imperativo jurídico o por vía política, se intenta “achicar” mediante sucesivos impuestos, empréstitos, etc.118
Cuentan entre esas restricciones más serias las que obligan a un “presupuesto balanceado”, o disponen que el déficit no
exceda un cierto porcentaje del PBI, o mandan especificar con buena claridad y precisión los fondos que cubrirán los
proyectos de nuevos gastos, las consultas o referendos populares, etc. Excepto lo tercero, que rige por ley también en la
Argentina pero en la práctica admite aquí como en otros países vaguedades o “rodeos”, ése el caso -decididamente
excepcional- en algunos cantones suizos y estados de los Estados Unidos.119 Indirectamente, ello da una medida no sólo del
bajo grado de capacidad de decisión o control ciudadanos sino y aun de unas restricciones constitucionales o legales fuertes
vis à vis el PE y el PL. Con todo, a este último respecto y en general conviene distinguir entre los recursos y los gastos.
3. En materia de recursos presupuestarios, las decisiones se han tomado por lo común con anterioridad a la preparación
y tratamiento del proyecto de ley respectivo. El Presupuesto solamente recoge o refleja, de manera provisoria y tentativa, y
usualmente “generosa”, el resultado producido y a producir en lo sucesivo por dichas decisiones anteriores. Los recursos han
sido fijados ya mayormente por la política económica (o la suma de las políticas económicas y sus conexas) en curso,120
cuando no por las circunstancias, que impactan sobre aquéllas. Por supuesto, dependiendo de la evolución económica y fiscal
real, sobre la marcha se alteran con toda frecuencia los cálculos de recursos y se reajustan o recortan los gastos. Cuando hace
falta, también se “fabrican” nuevos recursos.121
4. En punto a los gastos, las decisiones ocurren formalmente al momento de aprobarse y sancionarse la ley, pero “en algo
así como el noventa por ciento” son un “arrastre” de los presupuestos anteriores y las situaciones preexistentes. Un
presupuesto cualquiera es larguísimamente inercial. Es este un rasgo cuya importancia apenas se puede subrayar
suficientemente.122
Así, a pesar de lo dicho en 2, tanto el Poder Ejecutivo cuanto el Poder Legislativo tienen un margen anual muy estrecho
de maniobras, dadas las leyes u otras normas legales anteriormente sancionadas o los compromisos previamente contraídos y
la sempiterna escasez de los recursos. Esta escasez es por supuesto mayor y hasta aguda en todo tiempo que no es de bonanza
sino de crisis o graves dificultades económicas, o cuando, por ejemplo, el grado de imposición tributaria ya es muy alto o
bien está percibido como tal por los contribuyentes, sobre todo si aparece combinado con una evasión fiscal muy extendida y
cae repetidamente sobre las mismas cabezas. No obstante, dicho margen se amplía un tanto mediante los golpes de timón en
algunas políticas económicas y fiscales, o en los reequilibrios y repartos de cargas entre estado nacional y estados
provinciales, lo mismo que a través de variaciones en los apoyos y asistencias de hecho importantes a las provincias con
menores recursos o bien otras entidades o sectores políticamente importantes.123
4.1. Sin hablar de los presupuestos provinciales y municipales, desde que en enero de 1993 entró en vigencia la nueva
ley de administración financiera (24.156) el Presupuesto recoge la gran mayor parte del total del gasto público del estado
nacional.124
4.2. Distintas partidas de gastos, algunas no de poca monta, solían tener y todavía tienen un destino dificultosamente
descifrable -sin hablar de los llamados “fondos secretos” o “reservados”.125
4.3. Distintas partidas o asignaciones de gastos resultan manipulables en términos de su objeto o destino final o
verdadero.126
5. La aplicación del Presupuesto queda siempre sujeta a las futuras contingencias económicas, políticas, internacionales,
etc. Siempre, también de hecho, el Presupuesto resulta “corregido” sobre la marcha, dentro y fuera de los márgenes que el
mismo tenía previstos.127
6. Con excepción de los técnicos más expertos, difícilmente nadie puede estar en conocimiento cabal o en control
intelectual completo del presupuesto. El presupuesto “es una selva”. Infinitamente compleja, desagregada, reagregada,
superpuesta y aun confusa o incongruente en materia de objetos, programas, jurisdicciones, funciones, itemizaciones,
cálculos, criterios, etc. “Ya es imposible saber adónde va a parar la recaudación de algunos impuestos”, menos se puede
dominar el Presupuesto entero. Cuanto más, quienes no son técnicos muy expertos apenas conseguirán mapearlo y orientarse
grosso modo, o en líneas que no dejan de ser más bien generales respecto de algunas áreas determinadas, elegidas. Esto no
excluye a nadie, desde el presidente de la nación para abajo, aunque por supuesto él es quien tiene -se entiende- el mayor
poder relativo en la producción de decisiones.128
7. Como es regla en los países con régimen de gobierno democrático representativo, según ya fue dicho, la Constitución
argentina pone en manos del Poder Legislativo el ordenamiento y gobierno general de la economía y las finanzas de la
nación.129 Empero:
7.1. “De hecho, cualquier funcionario público (del PE) vinculado a la preparación del presupuesto en su área determinada
tiene ‘toda’ la información del caso” y los legisladores carecen extensamente de ella (Dicho por un entrevistado a este
autor, mencionado por éste a otros ex ministros o secretarios y legisladores y aprobado por los mismos con excepción de
uno, ex secretario de estado, para quien lo decisivo es realmente la voluntad de informarse del legislador). Para el
cumplimiento de su rol, los legisladores están en los hechos supeditados a la alta y medio-alta burocracia.130
7.2. Quienes están relativamente más al tanto y a la vez “al mando” continuo de la situación, siquiera en su área
respectiva más especial o más general, son por supuesto los técnicos del gobierno (empezando por los ministros y
secretarios del área económica, siguiendo por los altos funcionarios-expertos de la administración pública) y las
autoridades de las comisiones respectivas del Congreso, que amén de políticos son también técnicos.131 Un coproducto
de esto es que una suerte de colegio técnico y políticotécnico -que a lo largo del proceso resulta en parte disperso pero
está conformado por profesionales de uno u otro modo “pares” entre sí- ejerce un papel saliente en la preparación y la
ejecución del proceso presupuestario. Su “jurisdicción” y “competencia” están empero, por partes, fraccionadas.132
7.3. La inmensa mayoría de los legisladores carece de los conocimientos adecuados, de staff mínimamente suficiente-
competente, y, como en parte ya fue señalado, de recursos materiales o tecnología para ocuparse o siquiera informarse
responsablemente de la materia (Con origen en la misma fuente del punto 7.1., miembro del Congreso con larga
actuación, y confirmado por otros entrevistados, lo segundo y lo tercero recibió la objeción del mismo ex secretario de
estado que se mencionó en aquel apartado).133
7.4. Los legisladores actúan mucho más en función de las directivas de su partido o de sus intereses propios (políticos,
electorales, “locales” y otros, o una mezcla de ellos), y en contacto con empresarios lato sensu varios y lobbystas varios,
que reflexionando sobre “el interés general” y en contacto con la ciudadanía.134 Cuando son ellos quienes toman una
iniciativa “especial” en la materia, lo hacen al tiempo de la preparación del proyecto de Presupuesto y concurriendo al
Ministerio de Economía, la Secretaría de Hacienda, la Subsecretaría o la Dirección de Presupuesto, donde exponen y
negocian sus aspiraciones; casi sólo los legisladores que son autoridad en el Congreso (especialmente de la Cámara de
Diputados o su Comisión de Presupuesto) tienen todavía chances de incluir sus iniciativas o intereses (políticos, etc.) en
el Presupuesto cuando el proyecto ya está en el mismo.135
7.5. Los legisladores, cuando invisten algo más su papel de tales ex theoria democrática y representativa, en general
apenas si pueden tratar de cuestionar o poner en aprietos ante los medios o la opinión pública a los funcionarios del
Poder Ejecutivo que concurren al Congreso, y “humillarlos” o “hacerles pasar un papelón”. (Ver, sin embargo, las reglas
1, tercer párrafo, y 9). Ello es “parte de un show y de microclimas o internas, nada más”. “Los funcionarios temen” en
consecuencia concurrir al Congreso, o no lo hacen con agrado (tienen al efecto también otros motivos, obvios,
comenzando por el de que así -según me fue señalado- “creen estar perdiendo su tiempo”). “Y, cuando concurren, lo
primero que tienen que hacer es ellos ‘humillar’ a los legisladores y lograr que no se permitan confrontarlos corriendo el
riesgo de ser apabullados”.136
8. Vía la Oficina Nacional de Presupuesto, el secretario de Hacienda solicita (conforme algunas pautas y, desde la
reforma constitucional de 1994, por indicación del jefe de Gabinete) a los ministros y los otros secretarios de estado o altos
funcionarios los proyectos de presupuesto de cada sector. Haya o no análisis de presupuestos alternativos e intercambios de
ideas y negociaciones entre ellos, el jefe del Gabinete y el secretario de Hacienda “representan” al Poder Ejecutivo y sus
intereses o necesidades generales como un todo único, “aunque algunos secretarios han solido ser más permisivos que otros”
frente a las presiones que reciben. Los ministros y los otros secretarios de estado o altos funcionarios, en cambio,
“representan” sus propios intereses o necesidades y los intereses o necesidades del sector de actividad o económico (o
económico-social) correspondiente a su cartera. “Se ponen la camiseta del sector, como tienen que hacer”.
8.1. Tanto el secretario de Hacienda como, especialmente, los ministros y demás secretarios de estado o altos
funcionarios discuten y negocian entre sí y con intereses sectoriales y lobbies a lo largo del año, especialmente cuando
están en juego decisiones sobre impuestos, desgravaciones, retenciones, devoluciones, etc., que sucesivamente influirán
en la cuantía y el flujo de los recursos y los desembolsos estatales. Hay al respecto muchas comunicaciones y reuniones
formales e informales, presentaciones por escrito y verbales, en persona y telefónicas, registradas y no registradas.
“Algunas áreas del Gobierno están colonizadas por intereses privados”.137
9. Los legisladores, tanto del oficialismo cuanto (especialmente si el oficialismo no tiene una mayoría absoluta en las
cámaras) de la oposición, tienen un papel más importante como tales y ex theoria -no como a la vez “empresarios” o
lobbystas- sólo en casos contados.
Ministros, secretarios de estado y otros altos funcionarios, cuando no el presidente mismo, deben acordar o suelen
negociar con los legisladores, en su momento, la aprobación de proyectos de ley u otras decisiones del Poder Ejecutivo que
harán sobre todo a los recursos presupuestarios del estado, aunque también a los gastos. Y lo que “mueve” a los legisladores
en un sentido u otro es variable a lo largo de un ancho espectro de motivaciones: casuístico.
Como en parte ya se mencionó, cuando los proyectos son impopulares o contrarios a las convicciones o la figuración o
las necesidades políticas o electorales de los legisladores, por lo general se celebran entre estas partes intercambios o canjes o
un do ut des de algún tipo (político u otro), el cual sin embargo se entiende normalmente que es reservado y se mantiene
como tal -excepto cuando, comprensiblemente, quien obtuvo algún beneficio para su constituency lo hace saber o valer ante
ésta, lo mismo que cuando revela un “triunfo” político personal para alguno de los actuantes.
10. Los medios de comunicación (prensa, televisión) juegan en general un papel explícito más relevante y tienen algún
“peso” cuando a lo largo del año se tratan decisiones económicas singulares, determinadas, en cuya ocasión tienden a
equipararse a los juegos de los lobbies (o de una suerte de “grand lobby” sectorialmente más global, en la línea doctrinaria o
ideológica de cada medio, sobre todo los medios principales de prensa), si es que no están involucrados en el mismo juego de
ellos,138 y, también e importantemente, cuando ponen su influencia y empeño más considerable en lo que semeja “el dictado
de la cátedra”.139 No, cuando se discute el Presupuesto en el parlamento, etapa en la que más bien recogen aspectos muy
generales, hasta anecdóticos, y, particularmente, los “choques” y los “torneos oratorios” y “para las galerías” entre
parlamentarios o parlamentarios y funcionarios.140
11. Por supuesto, hay más actores que el PE y el PL o, aun, los lobbies y los medios. En primer lugar, la “opinión” del
Fondo Monetario Internacional, que se expresa a lo largo de un continuum que va desde los documentos oficiales de la
institución hasta las observaciones más reservadas de sus funcionarios responsables y pueden tener desde aires de comentario
hasta el de exigencia con carácter de ultimatum. Dicha “opinión” es en todos los países (tanto más en los que han celebrado
acuerdos con el FMI) imposible de ignorar y difícil de soslayar por sus poderes y autoridades. La misma está por lo general
acompañada (antecedente o subsiguientemente) por juicios y “calificaciones” del mismo o parecido tenor que emiten otros
organismos y organizaciones inter o transnacionales, tanto de un tipo más “público” o más privados.141

- Segundo principio general

Tratar de reformar el budgeting, o sea, la preparación, aprobación, aplicación y control de la aplicación del Presupuesto,
tal como existe o exista, significaría modificar “el sistema político” entero, desde que también es el espejo de éste.142
El Presupuesto y el proceso presupuestario todo representan menos la / una política económica del Gobierno que el curso
previo del orden político, económico, social y cultural (y el internacional) en que aquélla está inserta.

Cláusula subsidiaria
En conexión con lo último puede introducirse una cláusula ad-hoc subsidiaria. Puede ser enunciada como sigue:
Ese reflejo del curso preestablecido o el orden de inserción se abre a mayores variaciones en momentos de crisis o épocas
que exigen inexcusablemente una transformación y la adopción de nuevos conjuntos de políticas específicas. Los cambios
mayores posibles son de todos modos los que tienden a reforzar o a renovar el orden general “en problemas” (si el mismo no
está en problemas, la regla es que no se promueven grandes cambios). Pero aun tales cambios relativamente más
pronunciados de política económica y presupuestaria resultan graduales e “incrementalistas” en el cuadro general. Este
cuadro resulta en todo caso modificado internamente y sólo “en sus términos”.
Los distintos sectores principales (ya mencionados: previsión social, etc.) y/o públicamente más observados (educación,
salud, fuerzas armadas) del Presupuesto y los distintos sectores principales de la economía (agro, finanzas, industria) parecen
sólo turnarse en los beneficios o las pérdidas relativos que “causan” el propio Presupuesto y la política fiscal año por año, y
en especial a lo largo de ciclos cortos o intermedios. Con todo, puede haber variaciones cíclicas o periódicas internas
significativas. El impacto de más largo alcance de las mismas es no obstante de difícil pronóstico -unos especialistas
renombrados dicen que ya en principio es imposible de conocer ni de “dirigir”.143

Apéndice
Datos básicos del Presupuesto Nacional, Años 1998 y 1999
según su aprobación en 1997 y 1998.144

Monto del presupuesto 1998: $48.680,5 millones (13.73% del PBI).


Monto del presupuesto 1999: $49.299,4 millones (13.66% del PBI).

Notas: a) Con posterioridad a la ley del Presupuesto 1999 se modificó la manera de calcular el PBI, lo que lo redujo en
más de un 10%, por lo cual los porcentajes deberían ser recalculados. También se decidió recortar el gasto. b) Más
adelante se informa que en 1998 y 1999 los recursos se prevén en $45.231,3 millones y $45.702,6 millones,
respectivamente. Por consecuencia, se prevé un déficit de $3.449,2 millones para 1998 y de $3.596,8 millones para
1999. (El déficit del proyecto de presupuesto para el año 2000, ingresado al Congreso el 15.9.1999, ronda los 4.500
millones de pesos/dólares).
A continuación informa la fuente que el presupuesto de la Administración Nacional significa en 1998 el 12.62% del PBI
(sic, difiere de lo informado supra) y el 49.03% del gasto consolidado de todo el sector público argentino. En 1999, el
12.32% del PBI (sic, difiere de lo informado supra) y el 47.96% del gasto consolidado.
Gasto total.
Los cambios de 1998 a 1999, conforme clasificaciones presupuestarias, son todos muy moderados en alza como en baja.
Los más significativos en el orden jurisdiccional son:
- El poder legislativo sube de $387 millones a $423.3 millones (del 0.80 al 0.86%).
- La presidencia de la nación sube de $2.870,7 millones a $3.285,2 millones (de 5.90 a 6.66%).
- El ministerio del interior sube de $2.602,3 millones a $2.747,8 millones (de 5.35 a 5.57%).
- El ministerio de defensa sube de $3.622,1 millones a $3.731,4 millones (de 7.44 a 7.57%).
- El ministerio de econ. y obras y serv. públicos baja de $3.637 a $3.530 millones (7.48 a 7.17%).
- El ministerio de cultura y educación baja de $3.113,7 millones a $2.810,5 millones (6.40 a 5.70%).
- El min. de trabajo y seg. social baja de $20.783,2 millones a $20.300,6 millones (42.69 a 41.18%).
- El servicio de la deuda pública sube de $6.626,1 mill. a $7.674,1 mill. (sic, difiere con supra) (13.61 a 15.57%).
Los más significativos en el orden económico son:
- Consumo y operación sube de $9.249,8 millones a $9.498,2 millones.
- Las rentas de la propiedad suben de $6.739,3 millones a $7.646,4 millones
- Las prestaciones a la seguridad social bajan de $17.649,4 millones a $17.390,2 millones.
- La inversión real directa baja de $1.011 millones a $870,6 millones.
- La inversión financiera baja de $148,2 millones a $68,6 millones.
- Las transferencias de capital bajan de $3.195,8 millones a $2.962,8 millones.

Los más significativos en el orden de la finalidad son:


- La administración gubernamental sube de $4.243 millones a $4.360,1 millones.
- Los servicios sociales bajan de $31.139 millones a $30.592,6 millones.
- El servicio de la deuda pública sube de $6.775,6 millones a $7.769,3 millones (sic, difiere con supra).

Los más significativos en el orden de la fuente de financiamiento son:

- El tesoro nacional sube de $17.053,4 millones a $17.513 millones.


- El crédito externo sube de $ 4.800,2 millones a $5.577,5 millones.
Estructura ocupacional de la Administración Nacional.

Los cambios más marcados entre 1998 y 1999 son:

- La presidencia de la nación aumenta de 9.592 a 11.994 agentes (aumento del 25%).


- El ministerio del interior aumenta de 66.500 a 67.647 agentes (aumento porcentual insignificante)
- El ministerio de defensa baja de 105.504 a 104.465 agentes (baja porcentual insignificante).
- El ministerio de cultura y educación baja de 10.196 a 8.148 agentes (baja del 20%).
Estructura básica del presupuesto en 1998 y 1999. Distribución. Sectores principales:
- Sistema de seguridad social: $22.835,4 millones (46,9% del total) y $22.466 (45,6%).
- Intereses de la deuda pública: $6.738 millones (13,8% del total) y $ 7.644,3 millones (15,5%) (sic, difiere por tercera
vez).
- “Resto” de la administración nacional: $12.143 millones (25%) y $ 12.273,4 millones (24,9%).

Recursos tributarios.

Suman $28.202,9 millones en 1998 y $29.118,3 millones en 1999. Los principales son:.
- Impuesto a las ganancias, que sube de $6.135 millones a $6.329 millones.
- Impuesto al valor agregado (neto de reembolsos), que sube de $12.185 millones a 12.359 millones.
Sigue en importancia el impuesto a los combustibles. Luego, los impuestos al comercio exterior.

Servicios sociales.

Suman $31.139 millones en 1998 y bajan a $ 30.592,6 millones en 1999. Los principales son:
- Seguridad social, que baja de $20.641,6 millones a $20.352,9 millones.
- Salud, que baja de $3.220,4 millones a $3.046,6 millones.
- Educación y cultura, que baja de $3.010,6 millones a $2.858 millones.
- Promoción y asistencia social, que sube de $1.991,5 millones a $2.010,4 millones.
Capítulo 7

Lo que refleja el espejo


S iguiendo aquello de que el Presupuesto y el proceso presupuestario de un país es el espejo de su orden general y su
situación político-económica, el relevamiento de principios generales y reglas empíricas que acabamos de realizar autorizaría
como conclusiones iniciales y más comprehensivas dos que fueron premisas o tesis teóricas básicas del presente trabajo.
La primera sería que el régimen estatal de gobierno conceptuado como democrático es y actúa en este campo,
efectivamente, en la forma de un “gobierno mixto”. En rigor, como una “Democracia Mixta”, tal cual hemos definido y
desarrollado a la DM en los primeros capítulos: un compuesto que tiene a la democracia o poliarquía como uno de sus ejes -el
principal, quizás, pero no el único, aunque el más legítimo- y que en cualquier caso está impregnado por el orden estatal-
social mayor en que figura inscripto. Ese orden todo, por lo demás, aparece recíprocamente contagiado de las características
regulares de la democracia o poliarquía misma qua componente del sistema que consideramos en el segundo capítulo: es
(tradición liberal) mucho más institucionalista que popular; más concordante con individualismos o sectorialismos que
apuntado en dirección de un bien definido como común; más defensivo de los distintos intereses existentes en la sociedad que
abierto a una verdadera participación amplia en las cuestiones públicas; y más “representado” que representativo.145
La segunda conclusión expondría una tendencia “connatural” de la DM a quedar condicionada y delimitada, incluso
hasta como atrapada y maniatada, por la combinación del contexto nacional -con marcas internacionales- y sus reglas propias
de juego; o sea, a manifestarse inercial y relativamente impotente para producir modificaciones algo más que “incrementales”
(positivas o negativas pero en cualquier caso moderadamente correctivas) del cuadro general básico de la sociedad. Al revés,
sobre todo a efectos sociales, como veremos más detenidamente infra, en estos tiempos que no parecen de comodidad
económica la DM estaría presentando, más que adecuación o conformidad, un alto grado de discapacidad política para
superar o confrontar las exigencias combinadas del orden productivo -que son decididamente limitacionistas y conservadoras,
especialmente según quiénes y cómo las entienden hegemónicamente en el cuadro- y la presión del status quo más
profundamente asentado.146 En síntesis, lo que el relevamiento exhibe es una regular “entrega” de la DM a la inercia y,
eventualmente, a la impotencia de los reformismos igualitaristas que existan, incluso los moderados (hoy casi no hay otros,
de todos modos).147

El “gobierno mixto”

En primer lugar, la instancia del proceso presupuestario expone que una democracia contemporánea como la argentina es
combinación de “regímenes” o “momentos” y, en suma, prácticas entrecruzadamente poliárquicas, burocráticas,
tecnocráticas, oligárquicas, partidocráticas y corporativas o neocorporatistas inscriptas en un cuadro estatal-social (e
internacional) más amplio. Así, es la mezcla y disolución de todas esas prácticas en un conjunto entre sedimentado y móvil de
normas y usos “propios” de cada cual sólo que en la experiencia entrelazados de una manera difícilmente codificable en un
corpus, excepto en términos de principios y reglas como los asentados.
La oportunidad, la forma, los tiempos, los términos y las modalidades de intervención en el proceso y las personas que
intervienen, resultan de cada “régimen” (poliárquico, burocrático, tecnocrático, oligárquico, corporativo o partidocrático) por
su lado, a su manera específica.
La reseña que presentamos en el capítulo anterior, condensada y en ese sentido breve sí que mucho más extensamente
pormenorizable, en cualquier caso indica de manera bastante y con claridad un conjunto de rutinas y sesgos relativos a cómo
actúan y se hacen valer (o no) en la materia las distintas partes. A saber, las autoridades y los miembros del poder Ejecutivo y
el poder Legislativo; la voz y las representaciones de los grupos económicos (i.e., socioeconómicos) de la sociedad,
principalmente de los altos o más organizados y con más recursos y “prensa”; el funcionariado superior de la administración
pública y los técnicos expertos propios o próximos cuyas capacidades profesionales y opiniones son gravitantes en distintas
decisiones a lo largo del proceso; los puntos de vista, las conveniencias y las presiones de los partidos en tanto partidos e
intereses partidarios o como partes del sistema político-partidario, ello en un sentido muchas veces no menos “corporativo”
que el de las mismas “corporaciones” de intereses sectoriales; los políticos mismos en cargos representativos nacionales pero
en un papel más personalista, localista o estrictamente partidario; y, en fin, las corporaciones mismas que constituyen el sub-
orden neocorporatista de la sociedad, como en cualquier sociedad contemporánea.148 Sin hablar aquí de otros actores
internacionales o bien foráneos cuya importancia es patente.
El patrón regular de las acciones no necesariamente viola la legalidad pero en general se muestra entre dependiente e
independiente de (e incongruente con) los enunciados o el espíritu de los enunciados legales-formales de las instituciones
representativas democráticas y los procedimientos supuestos cual debidos y regulares, y está entonces en una parte
constituído en los huecos y si no en los márgenes del orden democrático en el sentido más declarado y/o stricto sensu.149
Así, se hace inescapable entenderlo no ya especialmente relacionado con él sino, más bien, a tono con lo que lo empapa; es
decir, tanto con la cultura y la práctica política ordinaria del país cuanto con las relaciones de poder existentes en el mismo,
aunque estas cultura o práctica y relaciones del que se diría “pays reél” desde luego no son parte (o no están explícitos
dentro) de la filosofía general ni de la ley positiva de aquel orden democrático: “sólo” corresponden a su verdadera
configuración y más profunda realidad sociológica, política e ideológica.
A la vista de la variedad de actores, agencias y aun centros de poder en el proceso presupuestario, y más en general en el
conflicto distributivo propio de una sociedad como las contemporáneas, algunos han considerado el régimen democrático que
él expone en términos, precisamente, de una “poliarquía”. Les escapan dos notas esenciales.150
Una, que no se trata de una pura (aunque reformulada y, como sea, desde el punto de vista de su sujeto, limitada o
rematadamente incompleta) democracia, sino de una mezcla de regímenes, cada cual con sus rasgos particulares y todos en
combinación;151 una combinación que puede ser variable de tiempo en tiempo y de lugar en lugar pero una combinación
siempre. En ella, el régimen per se democrático es sin dudas el legítimo, el que tiene la mayor legitimidad,152 pero su
importancia política no depende sólo de esto: es relativa y varía.
Dos, que los distintos actores, agencias y centros de poder difieren entre sí en institucionalidad e institucionalización
como en organización y recursos, incluyendo distintas capacidades coactivas y asimismo de presión, de forma que no se
encuentran de hecho en pie de igualdad jurídica ni tampoco, especial y más globalmente, política. Algunos llevan ventaja
general o bien a lo largo de algún respecto, pero tal vez sólo ése; otros compensan su posicionamiento desventajoso en unas
dimensiones con el más favorable que tienen en otras, quizás hasta con creces; unos terceros están mal ubicados de cabo a
rabo, etcétera.
Esto es obvio y patente, pero aun así no parece ocioso señalarlo. Hablando de Argentina, no se trata sólo de que, por
supuesto, los diputados en general tienen menos peso que los gobernadores de provincias, y algunos gobernadores más que
otros, y algunos ministros nacionales más que todos los gobernadores, y el presidente, desde ya, más que todos ellos. Ni,
tampoco, únicamente de que los intereses del partido Justicialista (oficialista) se imponen, tantas veces, como no pueden
hacerlo los del partido Autonomista Liberal de la provincia de Corrientes, por ejemplo. Se trata sobre todo de que las
opiniones o los reclamos del “Grupo de los 8” (la conferencia del poder económico privado más fuerte del país), la Sociedad
Rural, el Grupo económico Pérez Companc (y/o Pescarmona, Macri, Eurnekian, u otros), los sindicatos grandes y los gremios
chicos, la Unión Industrial, la Federación Agraria, la Iglesia -desde la Conferencia Episcopal a cada Obispado-, el grupo
multimedios Clarín o el del diario La Nación por comparación a los diarios La Gaceta de Tucumán, la Nueva Provincia de
Bahía Blanca o Popular de La Plata, por no hablar de otros menos importantes, y los dirigentes Armando Cavalieri de la
poderosa Federación de Empleados de Comercio y Perro Santillán de los empleados públicos de la remota provincia de
Jujuy, etcétera, naturalmente clasifican en rangos muy distintos de la escala de poder e influencia dentro del sistema.
De tal modo, no cabe inferir que está en curso una suerte de cogobierno pluralista móvil, o “compartido” en el conjunto y
al cabo de todos los casos y cuestiones que se deciden o dejan de decidirse (y se agendan o dejan de agendarse). No se trata,
simplemente, de que ahora se tiene que pensar con preferencia en “grupos” competitivos que se equilibran, compensan o
alternan asunto por asunto y en balance en el ejercicio del poder, en vez de los “individuos” iguales de la teoría democrática
cuyos votos se suman invariablemente de a uno para constituir a su vez el gobierno representativo de todos. Existen las
situaciones matrices, las relaciones de fuerzas, las convergencias o las alianzas y asimismo las prevalencias tanto cuanto las
tendencias. Además, como diría un premio Nobel de economía aquí ya citado, hay “path dependence”, una dependencia de
las rutas trazadas, y “la historia importa”. Es decir, unas cosas vienen con otras, o se siguen unas de otras.153
Pasamos a tratarlo.

De la impotencia a la inercia
La política del proceso presupuestario es por sí y en sus resultados larguísimamente inercial, lo que es decir más bien
continuista del estado general de cosas.154 Y lo es no sólo por los estrechos márgenes presupuestarios mismos de maniobra
más arriba apuntados, sino porque está acotada de distintas maneras fundamentales.
Por un lado está el “marco institucional” en el sentido más amplio de la expresión y que va más allá de lo formalizado.
Según el mencionado North, “el marco institucional es un compuesto de reglas, restricciones informales ... y sus
características ... Son las reglas del juego y por lo tanto definen la manera en que se juega”. Ahora, como por definición,
todas las decisiones, todos los cambios (de suyo “incrementales”), están “fuertemente sesgados en favor de políticas
consistentes con el marco institucional básico”. Y el cambio a la larga no da saltos rápidos, “es el resultado de miles de
decisiones individuales de organizaciones y sus empresarios que, en conjunto, van a alterar el marco institucional a través del
tiempo”.155
Dentro de ese marco, por otra parte (y segundo), los actores tienen casi siempre una “información incompleta”, a falta de
la misma terminan las más de las veces valiéndose de “modelos subjetivos” imprecisos y entonces ideológicamente
impregnados, en estos “mercados imperfectos” no pueden por lo general anticipar con ninguna seguridad la congruencia
entre sus decisiones y los resultados a que apuntaron mediante ellas (por lo común hay una fuerte inconsistencia, efectos
inesperados), y en cuanto al “mercado político” lo más usual es que las distintas partes ni siquiera conozcan suficientemente
qué intercambios están realmente haciendo entre sí en el momento en que creen estar operándolos.156
Tercero, y otra vez profundizando, en la base están el orden en general existente, y en él las relaciones de fuerza y los
patrones de “hegemonía”. Que se comunican con la organización y los recursos de que dispone cada actor o sector, pero
asimismo con una trama normativa y social y cultural que -en distintos campos de la vida individual y colectiva, y en el
conjunto entero- en sí entreteje densamente tanto como en cada uno internaliza diferencialmente el tejido de identidades,
jerarquías, autoridad, capacidad de coacción y presión, comportamientos debidos, deferencias, expectativas, creencias y
estimaciones respecto de los propios derechos, etcétera.
Cruzado lo tercero con lo primero y lo segundo, lo que se sigue de ello lógicamente es lo mismo que resulta en efecto.
Una, realmente, no tan “gobernable” y, de suyo, por el estilo de natural y masiva auto-reproducción en desarrollo, la cual se
da en unos términos básicamente incorporados e inerciales de lo que existe.157 Desde luego, el proceso está lejos de un
“determinismo”, pero se desarrolla a través de un abanico de mediaciones amplio y abierto a distintas posibilidades sólo que
nunca falto de correspondencia, aun si ésta es reconocible únicamente ex post.158

Hay pues “path dependence” y, en verdad, “la historia importa”. Más todavía de lo que al parecer se cree y reconoce.
Pero después de todo el papel de la “Democracia” en su contexto de inserción (en materia de Presupuesto y tantas más) no es
finalmente diferente, mutatis mutandis, al de otros arreglos sociales. No es muy distinto al de la “Educación”, por ejemplo,
para tomar otro orden del que se piensa por principio igualmente bien y se supone siempre lo mejor. En este sentido, valdrá
por tanto la pena intercalar aquí una referencia especial a ella y a sus efectos reales contrapuestos, todo en conexión con el
mismo proceso presupuestario y en el mismo tiempo y lugar del que hemos venido hablando, la Argentina más
contemporánea. Se trata, por lo pronto, de un área que precisamente aparece en los últimos años como “beneficiada” por el
Presupuesto159 y que en consecuencia bien podría llegar a contradecir lo expuesto.

- Presupuesto, Educación y Desigualdad

Primero entiéndase bien: lo mismo que en el caso de la “Democracia”, el propósito no es en modo alguno desconocer
todo lo incuestionablemente benéfico y superior de la “Educación”. Eso está fuera de cuestión; al menos, se encuentra muy
lejos de nuestras intenciones rechazarlo. Sólo se trata de que, así como la “democracia” es en realidad una DM y produce
entonces unos efectos consiguientes a ello, positivos y negativos, queridos y no queridos, así también la “educación” y el
sistema que la estructura tienen más de una cara y presentan más de un único tipo de consecuencias o de efectos en un único
y siempre buen sentido.160
La analogía puntual está en que la “educación”, al igual que la “democracia”, inscripta como está en un ámbito estatal-
social mayor que el suyo propio, resulta en sí no sólo un subsistema más complejo y contradictorio que lo descontado o lo
advertido, y uno que por su parte está además en “relaciones de correspondencia” con factores políticos y sociológicos que
no dejan de impregnarla: también y a su manera, por sorprendente y paradójico que parezca, resulta por ello asociada al
crecimiento de la desigualdad de los últimos tiempos.
Hay datos y estudios suficientes para así afirmarlo.161 Según los mismos, y siempre con referencia a la Argentina, en la
década de los ´90 tuvieron lugar algunos mejoramientos evidentes en el área. Ellos resultaron de la concurrencia de (a) una
suerte de “toma de conciencia” a escala mundial respecto de la decisiva importancia general y, en particular, económica de la
educación como factor de desarrollo, (b) ciertas políticas deliberadas de gobierno ajustadas a aquella nueva conciencia, y (c)
el reordenamiento-saneamiento-crecimiento de la economía argentina bajo la presidencia Menem en tiempos del ministerio
Cavallo, aunque, simultáneamente, el “nuevo modelo económico” que los impuso trajo entre otras cosas (i) una duplicación
y hasta, en algún momento, triplicación del desempleo “abierto”, que llegó a más del 18% y oscila actualmente entre el 13 y
el 16% de la población económicamente activa, y (ii) asimismo, una redistribución regresiva del ingreso: de 1990 a 1996, el
diez por ciento más rico de la sociedad pasó del 29.8 al 35.9% de participación, mientras el cuarenta por ciento más pobre lo
hizo del 18 al 12.9%. Asentamos acá estos datos por su importancia en lo que sigue.162
Las mejoras en el campo educativo, durante el período y hablando globalmente (habría que introducir matizamientos a
propósito de las universidades nacionales y respecto de los órdenes provinciales), pueden resumirse en que entre 1991 y 1996
el gasto total per capita en educación creció un llamativo 37.6%, revirtiendo la tendencia de la década anterior y superando
los niveles previos a “la crisis de la deuda externa” de comienzos de los ´80. Y, complementariamente, en que en los años de
1991 a 1997 mejoró de manera consiguiente el perfil educativo (primario-incompleto a terciario-completo) de la población
económicamente activa.
Ciertamente, también hubo aspectos negativos en la materia, como por caso -estoy extrayendo libremente de Daniel
Filmus, op.cit.- el mantenimiento de los bajos salarios docentes, casi la mitad de los de 1980; la disminución de exigencias
formales en las condiciones del trabajo docente, “a cambio” de la baja paga; la desjerarquización de los mismos docentes,
exigidos al mismo tiempo que imposibilitados de hecho para capacitarse; la contradicción entre el discurso pedagógico y las
políticas implementadas; la descentralización educativa realizada en puros términos de reingeniería burocrático-fiscal y
“sacándose de encima” el estado nacional una gran parte del gasto educativo, pasado casi sin más a las provincias. La propia
“calidad de la educación descendió”. Dicho sea de paso, todo esto haría a lo que en una nota precedente sugerí como una
“EM” en sí misma equivalente de la “DM” en sí misma. Pero aquí nos interesa ver precisamente “la otra cara” de las propias
mejoras en el área educativa.
Lo que hay para decir al respecto es que, si no obstante hubo un fuerte incremento en la inversión total y un perfil
educativo mejorado de la P.E.A., por lo pronto y como en toda América Latina el mayor abandono y fracaso escolar siguió
siendo por mucho el de los sectores más pobres (ahora más pobres),163 y la probabilidad de recibir un mínimo adecuado de
educación continuó condicionada en gran medida por la educación de los padres y por la capacidad económica del hogar de
origen.164 Los cambios ocurridos en la estructura económico-ocupacional se convirtieron en un factor que limitó el impacto
de las transformaciones educativas intentadas. Nada curiosamente, entonces, escribe Filmus (quien como nosotros también
habla de “paradojas” y “tendencias a la desigualdad”), los “avances han sido acompañados por un crecimiento de la
desigualdad”. Alternativamente, “la expansión educativa en un contexto como el (ocupacional) descripto165 no pudo
contrarrestar el proceso de crecimiento de la desigualdad”. Detengámosnos más en ello.
Uno, quienes accedieron a mas años de escolaridad desalojaron de los primeros puestos de “la cola para conseguir
empleo” a los sectores con menor instrucción formal; eso, aun respecto de los puestos que exigen baja calificación, dada la
alta tasa de desempleo. El número-mínimo de años de escolaridad requerido para el acceso al trabajo se incrementó; incluso
un sector de quienes completaron los estudios secundarios y terciarios debió ocupar puestos inferiores o de baja
productividad e ingresos más bajos. Los más perjudicados, de todos modos, fueron obviamente los grupos sociales que no
lograron alcanzar el mínimo (absoluto y relativo) de escolaridad. No sorprende saber, entonces, que los años adicionales de
estudio proporcionan un rendimiento mayor de ingresos cuando se producen por encima de un total de doce años de
escolaridad, ni uno menos.
Dos, aun en el Gran Buenos Aires (la principal concentración urbana de la Argentina, formada por el continuo de la
Capital y los 24 distritos adyacentes), desde 1991 a 1997 la desocupación aumentó alrededor del 250% entre los trabajadores
menos instruídos y casi cinco veces menos o “apenas” el 55% entre aquellos con estudios terciarios completos. De tal modo,
si en 1991 la diferencia entre la tasa de desocupación de quienes poseían primaria completa era un 30% mayor que aquella
de quienes habían finalizado los estudios terciarios, “en 1997 esta misma diferencia alcanza al 200%” (Filmus, op.cit.). El
sistema educativo en funciones está pues de hecho incrementando la desigualdad social. Así también, a mayor educación de
unos (los que más pueden acceder a ella), mayor desigualdad de los otros (quienes no tienen el mismo acceso).
No sucede de otro modo también entre las mujeres exclusivamente, no tanto respecto de los hombres como entre sí: el
porcentaje de las desocupadas “con estudios hasta secundario incompleto” estaba en 1991 prácticamente a la par del de
quienes tenían “secundario completo y más”, pero en 1997 uno y otro están en el 19.6 y el 15%.166
Cada vez más, ocupación y desocupación, ingresos mayores y menores, se relacionan asimismo con “los contactos” y
estos a su vez con una mejor o peor, privada-paga o pública-gratuita educación formal, de suyo la “credencial educativa”.
Tampoco alcanzan ya “los años de escolaridad como pasaporte para el ingreso a los modernos puestos de trabajo ... Mientras
que entre el 40% de las familias más pobres el 90% de los niños y jóvenes concurre a las escuelas públicas, en el decil de los
más altos ingresos esta proporción se reduce a cifras que oscilan entre el 25 y 40%, de acuerdo a cada país”.167
Tres: algunos aspectos quizás han “mejorado” en el mismo período, por ejemplo la relación entre los distintos niveles
educativos y los beneficios sociales recibidos por los asalariados. En efecto, los asalariados de 25 o más años con “hasta
secundario incompleto” que no los recibían y aquellos con “secundario completo y más” en la misma situación, estaban en
1991 respectivamente en el 30 y el 12.4% y en 1997 están en el 40.7 y el 18.9%. En términos absolutos todos han empeorado
su situación, desde ya, aun si curiosamente el producto bruto interno de la Argentina creció anualmente a más del 5% todos
esos años, pero por comparación la brecha se ha achicado un tanto. Sólo que este consuelo es pequeño e insuficiente: en 1997
la mayor educación está consagrando tanto como en 1991 otra significativa manifestación de desigualdad social.
En definitiva: si es verdad que, para producir estas desigualdades que registramos, “detrás” del factor educación, variable
interviniente, se encuentra siempre una desigualdad económico-social de partida, variable independiente, de todos modos
queda claro que existe circularidad entre las dos y la primera justamente interviene en este cuadro para reforzar el origen y la
dirección original (“independiente”) del curso de las cosas: aun mediando el mencionado incremento presupuestario para
Educación, ésta resulta operacionalizando en su ámbito propio unos efectos que están sólo potenciales en el plano más
material y que no pueden actualizar sino la misma “educación” y el sistema educativo mismo.
De hecho, con relación a los sectores de menores ingresos acabamos de ver que aquellos no están sirviendo para achicar
la inferioridad en que se encuentran dichos sectores en el orden socioeconómico, sino para remacharla. Más allá o más acá de
que la educación cumpla en mejorar la condición intelectual y tal vez espiritual de una cantidad de individuos, así como su
ánimo y sus esperanzas,168 y de que lo más probablemente los capacite de modo más funcional en su calidad de ciudadanos
de lo que se proclama (y como en todo caso requiere) una república democrática, aquellos resultados generales no pueden ser
desconocidos.
En resumidas cuentas, lo que decíamos: el proceso lleva inscriptos en sí importantes dosis de inercia, reproducción e
impotencia. La gobernación del régimen democrático no incide sino de modo incompleto y claramente insuficiente en el
cuadro. Y si ello puede asimismo obedecer en parte a limitaciones y/o incongruencias en la política del oficialismo a cargo de
dicha gobernación, según siempre es posible que se argumente, como sin duda puede hacérselo en el caso, igualmente se ve
ante todo que está en correspondencia con las posibilidades que esa gobernación tiene de acuerdo con la propia naturaleza y
posibilidades de una DM (y, en concreto, esta DM). Así, aun las políticas correctivas de la desigualdad que ha implementado
en efecto, debidamente reconocidas, resultan de suyo ineficaces al objeto que ellas han perseguido y terminan más que
neutralizadas. Y el último presupuesto nacional le ha quitado todavía fondos al sector.

Los mecanismos y sus caras.


La impronta cultural e ideológica (1)

Pasemos a considerar las instituciones, tan en el foco y la apreciación de corrientes teóricas más o menos nuevas y hoy
muy en boga.
Es verdad que, en algún artículo reciente, un autor relativamente afín a ellas como Jon Elster revisó algunas tesis, por lo
pronto las suyas de Ulises y las Sirenas.169 No es cierto, ha concluído ahora, que las mayorías quieran prevenirse de sus
propios cambios de ideas y pasiones y entonces maniatarse prudencialmente a través de instituciones o normas
constitucionales; quizás ni siquiera puedan hacerlo, menos todavía respecto de una generación sucesiva. Tampoco son
muchas veces válidos respecto de los colectivos los análisis individuales, ni metáforas como la de Ulises untándose cera en
los oídos y haciéndose atar al mástil de la nave para no escuchar el canto de las sirenas. La nueva postura de Elster confirma
a través de un examen ahora más exacto de intencionalidades y funciones lo que enfoques más pragmáticos -o a la manera
del “decisionismo”- y la propia realidad política han estado sugiriendo desde antes.170
Con todo, Elster aparte, sigue siendo cierto que si no las mayorías, las instituciones, en tanto existentes, tienden en
general a ser por parte cautelares, conservadoras, a mantener las situaciones.171 El efecto conservacionista resulta inter
cetera de los procedimientos usualmente complejos y hasta de las propias “demoras” que las normativas o las instituciones
establecen de hecho e incluso de modo expreso, como -para dar ejemplos muy básicos- cuando mandan aprobar las leyes
sucesivamente por dos cámaras, postergar para un período parlamentario subsiguiente ciertos proyectos, adecuar la labor de
plenarios y comisiones a reglamentos que no son fáciles de cumplir. También, de la previsible rutinización misma del juego
institucional, que es como decir de la progresiva fosilización de las normas reguladoras y las prácticas en que finalmente
consisten las instituciones sociológicamente hablando.172
Así, las instituciones no resultan únicamente ordenando la prudencia o las maneras de prevenir / resolver conflictos y
producir / impedir decisiones, ni solamente canalizando por esas vías lo que de otro modo llevaría a luchas o confrontaciones
menos “civilizadas”: también saben preservar los arreglos vigentes en las sociedades, el estado de las cosas.173 Al respecto,
no habría sino que recordar que todos los dispositivos o mecanismos legales están por supuesto inscriptos en una malla o red
compuesta por algunas instituciones y algunos institutos fundamentales (p.ej., la propiedad privada, para citar un clásico) y
una correlativa ingeniería o siquiera trama institucional, la totalidad de las normas y reglas propias del corpus jurídico de
fondo y procesal en existencia, los procedimientos administrativos y los usos o estilos de práctica, etc., toda ella teñida en
más o menos por las ideas y creencias o la ideología y la cultura política en curso. La red empapa los mismos procedimientos
y demoras a que nos referimos más arriba, y también a quienes son los agentes del caso, esto es, a quienes actúan cuando les
corresponde. Volveremos sobre el particular.
A los efectos que nos interesan aquí, con relación al procesamiento de demandas y conflictos y a la toma de decisiones
políticas, digamos que el régimen de la DM posee unas instituciones, o unos dispositivos y mecanismos, que pueden llamarse
“virtuosos” y otros (o también los mismos, pero del lado del revés) “negativos”. Es esperablemente por estos últimos, o a
través de ellos, que se perjudica a los procesos más igualitaristas.174
El primero, más notable y quizás sorprendente mecanismo por el estilo, uno instalado en el reverso de su frente virtuoso,
es el de la representación democrática. Está claro, sin recurrir a esta institución las democracias contemporáneas simplemente
no tendrían existencia; como ya dijimos que dijo Hamilton, fue en su momento una invención notable para las sociedades
crecidas y complejas. Que hoy continúa siendo imprescindible, inevitable. Pero que conlleva un segundo aspecto del mismo
modo que una moneda tiene dos caras, su cara y su ceca. Recordando ahora, siempre en perspectiva democrática, lo que
también ya transcribimos de una filósofa seria y no muy radical, Hannah Pitkin, el caso es que “las instituciones
representativas pueden traicionar en vez de servir a la democracia y la libertad” -y a la igualdad, agreguemos nosotros.
También citamos más arriba a Bobbio: “¿Dónde podemos encontrar un representante que no represente intereses
particulares?” Y antes a Rousseau, pero ahora textualmente: “Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades
esencialmente diferentes. En primer lugar, la voluntad propia del individuo, que sólo tiende a su ventaja particular; en
segundo lugar, la voluntad común de los magistrados, que se refiere únicamente a la ventaja del príncipe, y que se puede
llamar voluntad de cuerpo ... ; en tercer lugar, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana ... En una legislación perfecta, la
voluntad particular o individual debe ser nula, la voluntad de cuerpo propia del gobierno muy subordinada, y por
consiguiente la voluntad general o soberana siempre dominante y regla única de todas las demás. Según el orden natural, por
el contrario, estas diferentes voluntades resultan más activas a medida que se concentran. Así, la voluntad general es siempre
la más débil, la voluntad de cuerpo ocupa el segundo rango, y la voluntad particular el primero de todos; de suerte que, en el
gobierno, cada miembro es en primer lugar él mismo, y luego magistrado, y luego ciudadano; gradación directamente opuesta
a la que exige el orden social”.175
Lo que debemos subrayar, con todo, es que no se trata sola ni principalmente de voluntades, o de intencionalidades, ni
tampoco de una fe mala o buena y una buena o mala conciencia, cuanto -primero, siempre- de las circunstancias y estructuras
y ambientes en que en todo caso ellas están radicadas. Y de la “acción colectiva” -no ya individualizada- que es el objeto
fundamental del análisis de las acciones humanas politocológica y sociológicamente atendidas. Hablamos pues de la
naturaleza, o la naturalidad, del orden general de las cosas, para seguir con la conceptualización de Rousseau: de su
funcionamiento “natural” o “normal”, el esperable; ese que, partiendo de lo realmente posible, en un momento dado se hace
empíricamente efectivo de algún modo -sólo entonces especificado.
Segundo, la representación política misma se combina a su turno con otros arreglos determinantes: la división de poderes
y la -más en general- división del trabajo; y eso en una dimensión horizontal como en otra vertical, la dimensión de las
competencias y la de las cadenas jerárquicas; tanto por sectores como cruzadas. Insertas a su vez en el contexto social-estatal
más amplio. La consecuencia es que el conjunto precipita (para usar la expresión química) un reparto no sólo funcional y
operativo sino por lo general también dispersante de incumbencias y de responsabilidades, y facilita lo mismo que esconde o
difumina el deterioro de la representatividad que estaba en el punto de partida del esquema neo-democrático. No es de otro
modo, por supuesto, cómo se llega finalmente en los hechos (digo, en la medida en que efectivamente se llega) a la más legal
o institucional e institucionalizada y tolerada no menos que desdibujada inconsecuencia con el principio representativo
democrático.
En realidad, lo que así se impone es -si hablamos estrictamente- una concepción “pluralista” del gobierno político, el
orden poliárquico. Los cuales parecen ser de lo más “civilizados” y prácticos, pero asimismo, insistamos, stricto sensu ajenos
a una idea de democracia propiamente dicha y, de facto, hasta contradictorios con ella. Tenemos que volver a destacar aquí
que el Estado liberal-constitucionalista de Derecho no es todo lo que por definición es la democracia; que, en punto a las
relaciones de soberanía o poder, las sociedades civil y política tienen distintos actores en muy distintos rangos; y, por fin, que
la poliarquía no es tanto una democracia como parte de “la democracia real” de la que ya hablamos.
Otros mecanismos conexos se agregan todavía y resultan en sucesivas complicaciones para el cumplimiento más cabal de
los fines del esquema que está sobreentendido; es decir, contribuyen a la relativa degeneración de un sistema veramente
democrático. No es nuestra intención presentarlos y “seguirlos” a todos. Pero, como un otro ejemplo, se puede y quizás vale
la pena mencionar alguno más de los que tienen dos caras y que también están relacionados con la representación -para
continuar con la misma materia, manteniéndonos en una sola línea de sustanciación del tema.
Hablamos ahora de una sede fundamental de la representación, el parlamento, y de esa vía representativa privilegiada que
son los partidos políticos, o del modo en que sus dirigencias suelen construir cuando no directamente elegir sus candidatos a
los asientos parlamentarios y “armar” las listas consiguientes, como también de la “disciplina partidaria” a que los supuestos
representantes del pueblo quedan luego sometidos. Todo es, desde ya, operativo, y por principio perfectamente congruente
con una democracia que hoy todavía, pese a los cambios habidos, en lo fundamental no puede darse ni funcionar sino a través
de congresos y partidos, aunque ahora sea más inter alia; congruente, es decir, con la democracia de partidos.176 Pero, en
cualquier caso, y aunque a la fecha la gente, en efecto, si no siempre o principalmente todavía vota a menudo o en buena
medida (sobre todo cuando en las urnas debe colocar las famosas papeletas “sábana”) tanto o más por los partidos mismos
que por los nombres de unos candidatos a los que conoce poco o nada desde el segundo o tercer lugar en la lista, y aun si es
verdad que, cuando actúa así, lo hace principalmente en función de memorias y tradiciones políticas o, también, conforme
posturas doctrinales o ideológicas que ante todo son los partidos quienes las encarnan, lo cierto en cualquier caso, repito, es
que de esta forma los representados dejan de ser los ciudadanos y pasan a ser más bien los partidos mismos. Tanto que, en la
hipótesis no infrecuente de conflicto entre los partidos y sus parlamentarios, aquellos se consideran los “dueños” de las
bancas y las reclaman. Siendo, por otro lado, que estos partidos que (para emplear una jerga de moda) se han transformado de
agentes en principales, funcionan a su vez largamente como verdaderos aparatos entre oligárquicos y burocráticos.177 Y
que lo resultante es a su turno la conditio para algún grado de realización sucesiva de un régimen en los hechos
“partidocrático” -insisto, siquiera parcialmente así, y no puramente democrático, representativo. Retomaremos esto algo más
adelante.178
Todo se empapa además del clima cultural e ideológico. Comenzando por el Zeitgeist, el espíritu de la época. Que estos
años y hoy mismo aún combina, como en un juego de suma cero, la mala experiencia estatista y revolucionaria del siglo
(acompañada de la consecuente “mala conciencia” o el retraimiento vergonzante de los políticos y la intelectualidad de
izquierda, ahora en la defensiva, desorientados) con el ascenso triunfalista e implacable del pensamiento neoliberal. Es
verdad, hay sensibles aunque moderadas reconsideraciones en proceso, por ejemplo à la Stiglitz, vicepresidente del Banco
Mundial, que ya mencionamos, y partidos socialistas moderados o de centro-izquierda que en Europa van ahora ganando uno
tras otro las elecciones nacionales;179 está también la propia idea y más que idea animus de una terza via en ese
continente.180 Sin embargo, nadie parece querer desentonar con las “verdades” de la hora; menos, desafiarlas. De modo que,
por caso, el equilibrio fiscal está pro tempore puesto en el altar del pensamiento debido y hasta nuevo aviso su dogma tan
post-keynesiano no cesará de reclamar todos los sacrificios, comenzando por el sacrificio de los intereses, las demandas, las
necesidades de los sectores con menos poder político o económico y el de los rubros en concordancia visualizados inmediata,
automáticamente como los pasibles de “ajuste”.181
Así, más allá de las explicaciones politicológicas generalizables que conocimos de Buchanan,182 es como con
naturalidad y porque según el clima o la ideología de época se espera que “la opinión pública” lo acepte o bien lo deje pasar
con una conformidad, pasividad o resignación que se supone sola y estrictamente “racional” (ya hemos visto cómo expone la
cuestión la prensa más acreditada del establishment), que las instituciones representativas y sus agentes no atinan más que a
balancear las cuentas; lo peor, tampoco parece que puedan hacer otra cosa, o nadar contra una corriente que se deja ver
masiva (antes dijimos oceánica) todavía más que unánime.183 Para eso dirigen entonces la mirada a lo que sobreentienden
ipso facto se puede amputar en primer término.184 Al momento de tomar unas notas para estas líneas, mediados de 1999, y
después de fracasado un drástico recorte en el área de la educación, al que ya nos referimos, un nuevo proyecto de
“saneamiento” concierne a las jubilaciones -en su mayoría entre escasas y miserables, pero se piensa que todavía pasibles de
una quita.
La reflexión económica hoy más “seria” y más extendida no permite sino equilibrar los gastos con los recursos, so pena
de castigos y peores flagelos incluso en un corto plazo, y la ideología o el interés creado hacen el resto. En el cuadro de la
cultura política imperante y las relaciones de fuerza que existen, es también menos trabajoso ahorrar o recaudar vía “los
grandes números” (encima, de un día para otro, como puede hacerse en los cálculos) que variar la mirada y hacerlo mediante
acciones más complejas, más empeñosas, quizás más atrevidas, a planear, coordinar e implementar en el tiempo sistemática y
sostenidamente, con una atención algo más sensible al proceso de desigualdad en curso.185.

La impronta cultural e ideológica (2). Mediaciones

Cómo funciona, pues, este proceso en cualquier área (cada una es como un microcosmos) es cuestión sumamente
compleja. Para entenderlo así, basta con listar los factores actuantes que hemos mencionado, de tipo institucional, y
culturales, ideológicos, de intereses creados, de relaciones de fuerzas, todos inscriptos y concurriendo en circunstancias,
estructuras, ambientes, con el conjunto entero componiendo sin embargo un cierto orden predominante -predominante más
allá de todas las diferencias que son posibles y constatables en su interior, relativos a todos los grupos y personas.
Cuestión fundamentalmente compleja pero no indefinida. El fondo de la cosa es, en suma, que aun si las sociedades se
desarrollan, o simplemente van cambiando, sea a través de acciones, conflictos, acuerdos o luchas, por lo pronto o en primer
término se reproducen, y es en el cuadro de esta reproducción de sí mismas que eventualmente van transformándose, como
quiera que lo hagan. Sencillamente dicho, nada complejo cambia nunca de hoy para mañana. Los propios individuos por
cuyo intermedio opera efectivamente cualquier y todo cambio social, lo que en general ocurre al fin y al cabo sólo a la larga,
son ellos mismos, siempre, ante todo los portadores y transmisores de las situaciones dadas, y por encima o por debajo de su
voluntad o su intención yace invariablemente la comprensión de lo que es el caso. Esta comprensión puede ser correcta o
incorrecta pero invariablemente se encuentra (de más cerca o más lejos, más simple o más plena de entretejidos y matices)
sustantivamente acondicionada y filtrada por aquel compuesto hecho de situación social estructurada, cultura e ideología
vigentes, en el sentido más amplio.
Es que, sea en el nivel de las relaciones sociales (Althusser), o por una “subjetificación” que impone articulaciones con
los discursos actuantes (Foucault) y/o por la propia incorporación vía el inconsciente (Freud-Lacan),186 los individuos
empiezan -hablando tanto lógica cuanto cronológicamente- por su haber sido ingresados e integrados a lo que Wittgenstein
llamaba Lebensformen, “formas de vida”, incluído de manera primordial un lenguaje determinado y su arco no-abstracto sino
especificado de posibilidades significativas y comunicativas, de entendimiento de las cosas, todo en sí mismo parte
esencialmente constituyente de la sucesiva actividad humana.187 Lo que en sociología se llama (y se conoce) más
simplemente como “socialización”; y lo que llevaba a Max Weber, bajo el entendimiento de que las relaciones sociales son
vívidas pero están vividas, a fijar como objeto de dicha disciplina más que el establecimiento de explicaciones causales la
tarea de entender (verstehen) los significados subjetivos de las acciones para sus propios actores.188
También desde el campo de los “estudios culturales” se estudia hoy cuán intrincadas y variables son las mediaciones que
reconocen estos procesos, tan inútilmente reducidos a más bien rígidos “determinantes” en los conocidos, viejos esquemas
comunes que eran muy seductores pero no menos groseros. No es por tanto del caso ignorarlas. Aun en teoría del
conocimiento y epistemología, asimismo, está desde antes penetrantemente analizado hasta qué punto todo saber está
conformado por -y contiene- una mediación entre lo exterior a uno mismo y compartido y lo estricta e incanjeablemente
personal.189
De todas maneras, los mejores estudios culturales también dejan en claro que aun si los individuos o los grupos (de
distinto tipo: de clase, étnicos, de género, etc.) no son meramente pasivos ni muchos menos, jamás “imbéciles culturales”,
hasta el punto de que todos ejercen resistencias y oposiciones o proceden muy selectivamente y también realizan lecturas
muy diversas ante los distintos mensajes, textos, discursos de los que son receptores o destinatarios, y hasta constituyen
culturas propias, por ejemplo culturas estrictamente populares, en cualquier caso los flujos ideológicamente hegemónicos, el
“sentido común” prevaleciente, la trama del poder político y/o económico y/o cultural que “flotan” suspendidos en torno a
ellos, no son en absoluto irrelevantes, todo lo contrario. Si no en un primer círculo concéntrico alrededor del sujeto o los
sujetos, en el segundo, o sucesivos, una/alguna predominante estructuración vigente de estas relaciones y condiciones-
condicionamientos (en sí misma sin duda elástica y por partes hasta soslayable, pero no por ello menos existente ni, en
general, menos regular y suficientemente penetrante y mandatoria) está delimitando en todo caso el espectro de las
posibilidades de conducta social e interpretativas o reflexivas. Es también aquella que constituye últimamente los patrones
más generales y regulares de la articulación y el ordenamiento de las respuestas grupales e individuales a escala de la
sociedad global. En otras palabras, como ya señalamos más arriba, aun cuando pueda no ser rígida ni muy predecible y aun si
sólo pueda establecerse ex post, finalmente existe una correspondencia fuerte entre, por una parte, los textos (mensajes,
discursos, interpelaciones, también acciones, etc.) y sus contextos, y, por la otra, las que resultan sus recepciones y respuestas
o usos específicos. Nada está muy “determinado” ni “cerrado” pero, tampoco, infinitamente y ni siquiera demasiado
anchamente “abierto” en la materia.190

Portación de la cultura e ideología hegemónicas.


Medios y opinión, y Congreso.

Veámoslo de más cerca y del modo más casual, como al acaso. A mediados del año en curso un diario publica, separadas
por pocos días, dos opiniones políticas. Son opiniones profesionales reconocidamente autorizadas.191 La primera, a cierta
altura, se refiere al deterioro de la situación social y el crecimiento de la desigualdad en el país sobre la que acababan de
polemizar un obispo y algunos altos funcionarios del gobierno192 y dice -subrayo aquí (como más abajo) lo relevante para
nuestro propósito- que es al fin de cuentas la consecuencia del largo período previo de populismo y políticas económicas
desequilibradas. La segunda, comentando el fracaso de las encuestas que han pronosticado mal el resultado y luego “la boca
de urna” de una elección provincial de gobernador, remata expresando que si la sociedad pasara por ello a descreer de esos
sondeos le resultarían consecuencias peores, pues las encuestas han sido el principal pivote en el cambio de cultura política
que va de la política cerrada de los aparatos partidarios a la política transparente en que el protagonismo recae en la
opinión pública. Son dos opiniones, a dos propósitos tan puntuales como bien diferentes.
Y bien, lo primero a señalar sería que ambas opiniones están privilegiando un único factor explicativo (de,
respectivamente, el deterioro de la situación social y el cambio de cultura política). Pero la cuestión a resaltar aquí no es ésa,
metodológica; en todo caso, la sobresimplificación es obvia y a tono con lo periodístico. Se trata, en cambio, de que las dos
omiten mencionar unos factores causales que no cabe ignorar y son decisivos. Así, la primera excluye la responsabilidad que
tiene en el cuadro la política económica oficial del último decenio (diez años y medio, nada menos), la más inmediata, ésa
que, empero, y precisamente, en la actualidad pasa también por ser la única congruente con lo técnicamente más profesional,
lo más “serio”, lo “necesario”. La segunda, no registra que el pasaje de una “democracia de partidos” a una “democracia de
opinión”, cosa de la que ya hemos hablado antes un par de veces, es el producto y la compañía del proceso económico, social
y político característico de la última parte del siglo, tratado asimismo más arriba; un proceso que es a su vez el que explica la
buena relevancia adquirida entre tanto por las encuestas de opinión pública -muy lejos, con todo, de ser el elemento clave en
ese cambio de una cultura, nada menos.
Es verdad que no se formula una opinión para un diario como si se estuviera escribiendo un trabajo científico. Las reglas
del periodismo exigen brevedad y concisión, por supuesto. Pero nada de eso ni tampoco ningún otro código propio de dicho
ámbito autoriza un relato francamente incompleto de lo que viene al caso. Y lo que falta es sugestivo, sintomático. Lo que
traen o, en rigor, no traen las dos opiniones, aunque a propósito de dos asuntos claramente distintos, es igual a la presencia de
una común ausencia notable: la de los patrones materiales e ideales del desarrollo y la configuración de una sociedad
capitalista occidental en tiempos del neoliberalismo, sea respecto del orden socioeconómico (en un caso) como del orden
políticocultural (en el otro caso).
Digámoslo nosotros. La desigualdad -nos referimos aquí a la primera de las opiniones- no ha crecido en los últimos
lustros de modo tan desatado en la Argentina, así como en muchos otros lados, ni sola ni principalmente a causa del “modelo”
populista o benefactor que en su momento, ciertamente, hubo de ser reemplazado en razón de su agotamiento e inviabilidad
sucesiva, dejando una “herencia” económicofinanciera sin duda grave. Amén de que entre ese modelo y su recambio drástico
mediaron complicados procesos políticos, los que agravaron los problemas, ella se concretó a causa de unas reformas
fríamente concebidas y los ajustes tan duros que fueron a continuación implementados, en algunos países (la Argentina, por
ejemplo) sin mayores atenuantes; y estos ajustes, por su parte, fueron llevados a cabo conforme determinadas teorías
económicas (como todas las teorías, finalmente precarias, provisorias, revisables) y análisis técnicos específicos (nunca
definitivos, siempre opinables) que remataron en conjuntos de decisiones políticas (de suyo, jamás sin opciones alternativas),
los tres a su turno guiados por claras tanto como discutibles (según el Papa, repudiables) escalas de valores y una precisa sí
que social y moralmente inquietante fijación de prioridades. En otras palabras, la tácitamente expuesta aceptación de “lo
serio”, “incuestionable”, “inevitable”, por la primera de las opiniones citadas, está “transpirando” el estado actual de las
relaciones de fuerza sociales y políticas y el clima hoy hegemónico de ideas, el “Pensamiento Único” de nuestro tiempo,
según ha sido llamado.193 Ello, aun si la opinión -para terminar de transcribirla fielmente en lo que importa- había hecho
lugar y condenado la pública, notoria y escandalosa evasión impositiva de los mayores contribuyentes (en potencia) y la no
menos escandalosa redistribución regresiva del ingreso simultáneamente operadas en el país.
¿Mala intención, mala fe? En absoluto. Sólo la inconsciente y rutinaria portación reproductiva de unas
estructuras/ideologías instaladas y a la vez en des-envolvimiento a la que quizás sin quererlo le abrió paso el formato
periodístico. Lo mismo en el ejemplo de la segunda opinión. Pues también ella “transpira” algo previamente internalizado, así
sea de modo distinto y a otro objeto. En efecto, el cambio de cultura política se puede “explicar” en términos exclusivos de la
importancia que han adquirido hoy las investigaciones de la opinión pública sólo mediante una licencia -de la que en el texto
no hay ninguna constancia- y si no por inadvertencia, para no hablar de silenciamiento, lo cual por el respeto ganado por el
autor no cabe salvo metafóricamente. Digo: el pasaje que dentro del corriente siglo lleva de un cuadro histórico a otro,194
partiendo de uno en que los partidos -en posición dominante dentro del sistema político- eran más bien máquinas en cualquier
caso no demasiado democráticas y poco transparentes al servicio de sus líderes o dirigencias y/o burocracias, como en gran
parte siguen siéndolo hoy todavía, es también y fundamentalmente el egreso de una etapa -anterior y posterior a la segunda
guerra- durante toda la cual permanecieron fundamentales la discusión ideológica alrededor de ideas-fuerza, los valores y
entendimientos relativos al bien común, las doctrinas y los programas, las identificaciones y movilizaciones colectivas en
torno a definiciones del orden público deseable y unas metas finales teñidas incluso por la utopía, los clivajes y las
oposiciones tajantes y constantes. Ese fue un tiempo de revoluciones inmensas, de grandes crisis, descolonización, conflictos
mundiales o civiles calientes y fríos, modernización acelerada, emergencia de formidables movimientos populares, un papel
centralísimo para el estado. Un cuadro que, desde luego, no quedó atrás porque avanzaron sobre él las encuestas de opinión
pública, la afirmación parecería ahora ridícula. El caso es, justamente, que pudo no parecerlo cuando se opinó tal como se lo
hizo; que el marco pudo ser omitido como lo fue, sin el menor rastro. Obsérvese el encerramiento tan natural de la opinión, y,
de ahí, ese reduccionismo suyo que no obstante sorteó seguramente con éxito las reservas críticas de la masa de sus lectores y
hasta pudo parecer agudo (Lo sigue siendo si es contextuado, pero entonces cobra otro sentido). No es sino de este modo
como, por lo general, se portan y reproducen las estructuras, o lo que se ha definido en términos de estructuraciones y
reestructuraciones siempre en continuado.195
Anudemos ahora con nuestras averiguaciones “empíricas”. Por lo pronto, volvamos a la Cámara de Diputados en
momentos en que trata el proyecto de Presupuesto. Abre la lista de oradores el presidente y miembro informante de la
comisión respectiva, Oscar Lamberto, oficialista, experto en el tema. El discurso posee giros a veces didácticos, es
contemporizador, podría decirse que incluso amable; así, en un momento rinde homenaje a las críticas de la oposición en
años anteriores y, en otro, al trabajo cumplido por ella este año en la comisión misma. No es un discurso muy largo, de modo
que según ello y el rol propio del diputado hay que entender que va a lo esencial. ¿Qué es esto?
Resumiendo,196 algo así como “se hace lo que se puede” y se trata de dar “a todos, un poco” para que puedan seguir
“funcionando”. Hay estrecheces y, de suyo, deben rechazarse muchas pretensiones; en general, contenerse el gasto, para no
incurrir en (excesivo) déficit. Lo contrario provocaría un aumento de la tasa de interés y la caída de créditos bancarios para
las pequeñas y medianas empresas (se entiende que afectando su producción, el empleo, el consumo, etc.).197 También hay
estrecheces porque los arrastres de las leyes y presupuestos preexistentes restringen el margen de maniobra a un diez por
ciento del total de 50 mil millones.198 Hay mucha evasión fiscal y la acción judicial a este respecto es demasiado lenta,
tanto que la evasión constituye un buen negocio. Para peor, muchas asignaciones de fondos, de aquéllas que vienen desde
antes, responden a situaciones viejas, situaciones modificadas, pero sus beneficiarios aprovechan la legalidad subsistente para
-la figura es del diputado- de todos modos “llevarse a casa la pelota”. En fin, no se puede hacer mucho más, tanto así que
cierto proyecto alternativo de la oposición para mejorar las jubilaciones, por abordar un ejemplo, “no cierra” si se hacen bien
las cuentas.199 Por lo demás, y a propósito de cuentas, el diputado ha destacado y subrayado de entrada la importancia del
equilibrio fiscal y la estabilidad monetaria por sí y en relación; se desprende de lo suyo que estos son los logros y siguen
siendo los objetivos más destacables de un gobierno que, sostiene, en diez años ha operado “grandes transformaciones”.
Palabra más, palabra menos, es todo. Quizás porque se ha hablado ya mucho en la comisión y en unos u otros recintos o
despachos durante el año, o porque la historia es recursiva, viene repitiéndose ejercicio tras ejercicio. Tal vez porque el
público no se interesa demasiado por el tema ni leerá el Diario de Sesiones. Parece haberse considerado, pues, que esto es
bastante; o que ya seguirán otros oradores y el mismo tratamiento en particular del proyecto.200 En suma: la presentación no
luce muy propia del poder Legislativo de un país cuya población está arrastrando serias y crecientes dificultades, se sabe, ni
de una Democracia abocada en tales circunstancias a tratar nada menos que sobre la generación y el uso de los fondos del
estado.
Lo que está y lo que no está en el discurso del diputado: está lo recién resumido y, más en particular, las ofrendas y
celebraciones esperables en un líder oficialista, un economista de la actual ortodoxia o un contable financiero. Equilibrio
fiscal por sobre todo, contención del déficit, contrapartida de recursos para cada gasto, mantener la estabilidad monetaria. No
está lo que más consta en la agenda del gran público ni, siquiera, en la agenda de los medios.201 Empleo, ingreso, equidad,
educación, la deuda social a todo lo largo de la república, o donde más se perciben o están detectados, en el orden que sea y
puestos en positivo o negativo (desocupación, pobreza, etc.), figuran relegados. El plan se concentra en que las cuentas del
estado cierren con un déficit bajo. Si es así y los mercados mundiales no modifican el escenario, el país irá creciendo,
concluye el diputado.
Quizás se trate de impotencia. Tal vez porque, parece, prácticamente no hay casi disponibilidad efectiva de recursos. Pero
aun así todo hace suponer una ritualidad y como que se quiere cumplir con las formas, salir pronto del trance. ¿Será que no es
en el Congreso donde realmente se definen las cosas, o que también en el parlamento se está arrastrado por la corriente?
Aquí, tratando del Presupuesto, se expone, argumenta y discute muy poco, casi nada. Pues tampoco parece alterar por demás
dicho cuasi silencio la voz de la oposición -que si recuerda lecciones y parece disgustada, al fin y al cabo “comprende” las
imposibilidades. Es su turno, a continuación del diputado Lamberto.
Tiene la palabra el diputado González Gaviola, del FREPASO. No se toma empero demasiado tiempo.¿También él
cumplimenta la formalidad y el papel ceremoniales, preasignados?202 Señor presidente, este proyecto es lamentable. Viola
normas constitucionales, debería avergonzarnos. “No se complementa” al estado para alcanzar el equilibrio social que el
mercado no garantiza; no facilita la igualdad de oportunidades. En un mundo cada vez más globalizado, “en el que la
trascendencia del Presupuesto es cada vez mayor”, éste no formula diagnósticos ni prioridades, está ajeno a la debida escala
de valores. La situación en salud, vivienda, seguridad y justicia, en relación con los jubilados, en el área del trabajo, ha
empeorado (aquí van unas cifras). Con todo, es cierto, lo sabemos bien, “no podemos comprometer la estabilidad monetaria
para resolver problemas sociales”, “no podemos dejar de cumplir nuestros compromisos externos”, “no podemos generar
inseguridad jurídica desandando privatizaciones mal hechas”.203 La solución está pues en algunas reasignaciones, el
establecimiento de controles, “avanzar sobre el malgasto, la corrupción y el despilfarro”. Y sigue otro orador.
Son los carriles del tratamiento y “el debate parlamentario”. Hacen uso de la palabra 66 diputados sobre un total de 256.
Generalistas unos y más detallistas o localistas otros, todos dan un perfil realmente bajo. Lamberto toma la palabra una
segunda vez, ahora más en rol oficialista, y en lo sucesivo aclara, concede, rechaza, siempre brevemente. En unas cuantas
horas, una sesión única que comienza retrasada aun si dura hasta la madrugada siguiente, las seis de la mañana, se considera
y aprueba el proyecto “con modificaciones”, no demasiadas ni muy sustanciales. Y pasa al Senado. Hasta aquí no se deja ver
que el país tenga problemas sociales realmente graves. (De tenerlos, ¿no habría que esperar intervenciones mejor preparadas,
más vivamente encendidas, seriamente documentadas y batalladoras, una discusión de más de una jornada y también más
resonante?). Menos se dejará ver en la otra cámara, que cuenta 68 miembros electos y mayoría oficialista con ejemplar
disciplina partidaria.
Seis y siete meses después de dicha jornada no demasiado histórica del parlamento hubo que tomar más deuda y recortar
más gastos, empezando naturalmente por los “flexibles”, comenzando por los más “sociales”. Por entonces, la desocupación,
tan alta, había vuelto a aumentar, ubicándose en julio en torno al 14.5% o más (otras fuentes distintas del INDEC, el
organismo oficial, señalaron el 16 y hasta el 17%). Por ese mismo tiempo, el diario La Nación del 24.5.99 anunciaba en la
tapa de su sección “Economía & Negocios” que “ante la necesidad de dar confianza a los inversores” se solicitan y estudian
“más reformas estructurales para afirmar la convertibilidad” y “consideran decisiva la ley de equilibrio fiscal”.204 El 6 de
mayo, sin embargo, el Congreso rechazaba un veto presidencial y confirmaba el aporte de 54 millones de dólares a los
partidos políticos mientras que -dice La Nación de ese día, pág. 8- “el Senado triplicó los fondos electorales”. En cuanto al
veto mencionado del presidente, relativo a esas y otras medidas del Congreso “objeto de cuestionamiento por parte del FMI”,
La Nación de casi un mes antes, el 28.4.99, ya anunciaba (en pág. 6) que “la decisión de los legisladores contaría con el aval
presidencial”; también, que “los diputados del PJ contarían con el visto bueno del jefe de Gabinete ... y del titular de la
Administración Federal de Ingresos Públicos.” No por nada, pues, según La Nación del 4.6.99 (titular de tapa de la sección
“Economía & Negocios”) hay un “Unánime reclamo por disciplina fiscal. El establishment económico pide además que
ahora se lleve adelante la mejora de la competitividad e insiste con una mayor flexibilización laboral”, y el mismo diario,
pero del 7.6.99 (también titular a todo lo ancho de la sección “Economía & Negocios”), anuncia que “El FMI está
preocupado por la transición política”.205 Sin embargo, aclara de inmediato el artículo subsiguiente del diario que “el
ministro de Economía ... recogió el guante y comenzó en la cumbre de la Asociación de Bancos de la Argentina con la tarea
de transmitir un mensaje tranquilizador a los mercados.”
Quiénes son los actores, cuál es el juego y qué reglas tiene, cómo se piensa y se cree en su interior. En cuanto a los
actores, el párrafo precedente -conformado sin segundas intenciones y según lo que presentaron los más amplios titulares
periodísticos del diario La Nación- destaca estos nombres: los inversores, los partidos políticos, el Senado, el presidente de la
Nación, el FMI, los diputados del PJ, el jefe de Gabinete, el titular de la Administración Federal de Ingresos Públicos, el
establishment económico, el ministro de Economía, la cumbre de la Asociación de Bancos, los mercados. El juego tiene dos
aspectos: por un lado, gastos electoralistas o en beneficio de los partidos que más bien en silencio llevan adelante los
senadores y diputados sí que con el aval escondido del presidente, el jefe de gabinete y el titular de la AFIP,206 y, por el otro
lado, reclamos explícitos y tonantes de contención del gasto y equilibrio o disciplina fiscal, de señales de confianza a los
inversores y tranquilidad a los mercados, y también de una mayor “flexibilidad” laboral. Las reglas del juego son patentes:
unos las proclaman (desde medios y asociaciones) en voz alta y en función de ellas exigen, demandan imperativamente; otros
(en el PE y el PL), a través de su propio, sigiloso modo de accionar en sentido contrario, vienen a confirmarlas. Es obvio,
entonces, que las ideas y creencias predominantes, las “exigibles”, son las que hacen de dichas reglas las “correctas”. No
debe, pues, por lo pronto, extralimitarse el gasto: que las cuentas “cierren”, que se baje el déficit. En cuanto al sorpasso en
que de todos modos incurre el oficialismo (con el acuerdo de la oposición, obviamente interesada) e impide todavía más el
balance, no apunta precisamente a ninguna necesidad social de las que apremian.

Los organismos internacionales y los profesionales académicos


No sólo en los medios o el parlamento y demás lugares mencionados se reproduce del modo que hemos dicho la sociedad
existente. Lo hace en todos los niveles, naturalmente, bien que a nosotros nos interesan en especial los más institucionales. Sucede así
en este plano -es otro ejemplo- aun y también vía los organismos internacionales y la profesionalidad académica establecida,
comenzando por la que los expertos con títulos universitarios máximos llevan adelante en aquellos organismos; estos organismos, a
su turno, son apreciablemente sensibles a los gobiernos si no dependientes de ellos, por lo menos los de las potencias. Ahora,
organismos internacionales, profesionalidad académica, expertos universitarios, gobiernos, potencias, todo se vincula, si no a la
fuerza, de una manera natural, como siempre lo hace una “correspondencia”.
Por supuesto, esto hay que probarlo como corresponde (hasta donde es posible, claro), pero lo haremos en el Apéndice
del capítulo: nos ocuparemos de una pieza en que puede verse cómo la ideología hegemónica viene “destilada” a través de un
opus lo más aparentemente construído con enjundia y según los cánones de la labor científica, de modo que la minuciosidad
y consiguiente largo del análisis se llevan todas las páginas mínimamente necesarias e impondrían en este punto una demora
larga en lo que vamos exponiendo. Lo encaramos más abajo, pues. Adelantamos sólo que sintetizamos y criticamos allí un
estudio revelador de lo que decimos; un estudio al parecer muy profesional, sofisticado e institucionalmente muy importante,
que fue realizado para su difusión y utilización en los medios gubernamentales, regionales y académicos por un inusual
equipo de siete economistas principales y veinte colaboradores. El Informe 1998/99 del BID, Banco Interamericano de
Desarrollo, América Latina frente a la Desigualdad.207 El Informe está especialmente dedicado a estudiar y “explicar” la
desigualdad en América Latina, problema que hace creer dejará precisa y definitivamente bien mapeado. Como texto es sólo
un botón de muestra -existen otras cuantas publicaciones por el estilo, aun del propio BID-, pero en cualquier caso prueba por
sí hasta qué punto unas instituciones de primera importancia en el mundo y el orden occidentales, lo mismo que unos equipos
de economistas de primera línea que se desempeñan en ellas, pueden (y logran) ser, más que un aporte a la solución, parte del
problema mismo; incluso, llevados como están por miras proclamadamente dedicadas a comprender mejor y ayudar a
resolver la cuestión. Simplemente dicho, a través de una laboriosa investigación que se supone comme il faut pero está
presidida por un combinado de preconceptos académicos y prejuicios ideológicos, de facto e indirectamente pero como sea
contribuyen a dicho efecto. El hecho es que, al cabo del Informe, la desgraciada cuestión de la desigualdad queda más
confundida y fuera de foco que aclarada. Los (en la famosa terminología kuhniana) paradigmas en curso, esos que instituyen
el “sentido común” vigente en una labor aquí simultáneamente científica y política, han hecho así su juego. De esto
hablábamos, justamente.
Mientras remitimos y descansamos en el Apéndice, cabe aquí todavía una reflexión sobre el caso. Quién sabe se supuso y
se supone que, porque el BID es un banco, un estudio suyo de “la América Latina frente a la desigualdad” podía prescindir de
la información y los análisis políticológicos y sociopolíticos, según hace tan largamente. Aunque algo de eso hay, y lo
apuntamos en su momento, la explicación es un tanto absurda y en cualquier caso insuficiente: todavía se podría preguntar
por la notoria ausencia. ¿Cómo se explica, entonces, un tal Informe? Es el estudio de unos expertos doctorados en economía
en las universidades más prestigiosas de Occidente, técnicos de una institución como el BID seleccionados por éste y puestos
a trabajar concentradamente en gran equipo, que producen -más allá de cuantiosas cifras, cuadros, índices y gráficos, unos
más serviciales, otros más ociosos y “deportivos”- un análisis vasto pero no menos confuso o falto de penetración, en
definitiva incompleto y desorientado de la desigualdad, bien que igualmente proponen sobre su base recomendaciones de
“políticas” sociales a los gobiernos o la clase política del área. De remate guiando sucesivamente en el mismo sentido (desde
su status y prestigio) a todos quienes confían en ellos fuera y dentro del mundo de los expertos académicos.
Sorprende, quizás. Son demasiados profesionales calificados los que estuvieron trabajando en la materia en una
institución de alta importancia y visibilidad, sita en la encrucijada de demasiados caminos, durante no poco tiempo, y
regularmente en contacto con numerosas otras opiniones. Sólo queda pensar por tanto en una combinación de factores
“ambientales”. El entrelazamiento de influencia del medio, tan especial (Washington, D.C. el más inmediato, finalmente el
situ del famoso Consenso, con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial -y sus funcionarios- e incluso la OEA
vecinos al BID tanto como al corazón mismo del poder y el arco de la visión política norteamericana establecida; cualquiera
que haya vivido alguna temporada en la bella capital de los Estados Unidos sabe de qué hablo); la tradición y el “encaje”
institucional mismos del BID y esos otros organismos; etcétera. Y desde ahí hasta los paradigmas disciplinarios hoy
dominantes en ellos y que nutren las mayores universidades del hemisferio norte, en particular las top estadounidenses (que,
libertad de pensamiento aparte, finalmente están en la más estrecha vinculación con el respectivo establishment). Con más, en
conexión con tales modelos, el sesgo por un lado micro-economicista y por otro de “imperialismo” transdisciplinario que ha
tomado la misma teoría económica, con su “neo-institucionalismo” y el “individualismo metodológico” decididamente
opuestos a la herencia fundacional de la teoría política y la teoría sociológica, que es una herencia crítica. Sin descontar, por
último, entretejiéndose en ese marco, las conveniencias personales y corporativas. Y la ideología hegemónica de este fin de
siglo (con la característica de sus rasgos neoliberales en boga hace más de dos décadas), que lo atraviesa y relaciona todo.
Ya lo indica así, a su manera, el propio comienzo del Informe, el cual arranca de modo tan inesperado como vehemente
con el propósito declarado de refutar determinados pero vagamente aludidos puntos de vista diferentes. En rigor, su
inesperado tanto como chocante comienzo está intempestiva pero no menos expresamente dirigido “contra lo que las
diatribas populistas pretenden hacernos creer”, sólo que esta vaguedad tan amplia involucra de hecho a cualesquiera análisis
que, más sugestivos o menos acertados, están en disidencia con su definido enfoque y las explicaciones consiguientes, o bien
quisieron y quieren hincar más el diente en el problema. Parece la marca del “Pensamiento único”, otra vez.
(Ello mismo revelaría, por lo demás, la “conexión latinoamericana” más profunda que tienen el Informe o, para el caso,
los organismos internacionales como el BID, el FMI o el Banco Mundial con el proceso que hemos venido examinando. Las
distintas autoridades nacionales tienen que tratar con ellos y “escucharlos” -detrás de los mismos están no sólo los grandes
organismos financieros, también los propios países centrales-, y salvo alguna rara excepción los ministros de economía de la
época comparten sus puntos de vista y opiniones: pertenecen a la misma corporación, su formación universitaria y visiones
teóricas son las mismas. Y los establishments hacen compañía.)
En fin, el “espejo” también trae estos reverberos, o los incorpora. En estos días que corren, en aquel marco, lo ajustado,
lo esperable, no es un Informe que explaye -también para países bajo régimen diz que democrático- las condiciones y
estructuras del poder nacional-internacional, así como sus mecanismos de funcionamiento. Sólo este tipo de estudio, dirigido
por la mirada económica. La mirada económica hegemónica, con respaldo en un entendimiento político que le está
subordinado. ¿O será la nuestra otra diatriba populista, y un espejismo, no lo que refleja el espejo?
Porfiamos en lo dicho, sólo que ya es tiempo de cerrar el capítulo.

Los perfiles en el espejo

Lo que refleja el espejo, en suma de todo, son ciertos perfiles, unas siluetas dominantes. Aquí va apenas su croquis, casi
como una síntesis de lo tratado; remataremos en el Epílogo.
Habíamos propuesto que, en cada país, la “democracia real” contemporánea es en verdad una forma mixta de gobierno
del estado; y, tal como sucedería o sucede con cualquier otro régimen político, está siempre y por principio englobada por un
orden estatal-social mayor que el suyo, un orden en el que se encuentra incorregiblemente inscripta y la permea y la tiñe.
Pues bien, las secciones previas nos han proporcionado manifestaciones sugestivas de ello en un área y proceso
determinados.

El gobierno mixto, habíamos dicho, se compone por partes de elementos poliárquicos, oligárquicos, burocráticos,
tecnocráticos, partidocráticos y corporativos. Efectivamente, al parecer están todos estructurando en conjunto el proceso
presupuestario considerado. En cuanto a lo que en definitiva es la “pata” poliárquica, habíamos propuesto que se halla
condicionada por dicha articulación y por sus “condiciones de posibilidad”, el entorno y su historia, y se definió como parte
de una democracia mixta, una DM, limitada en su naturaleza y alcances; antes liberal e institucionalista que democratista;
representada, mucho más que representativa; con un sujeto (el ciudadano) pasivo, y un objeto (el poder) reconducido del
demos al estado o los gobiernos estatales. También esto resulta sugerido por el mismo proceso analizado.
No debiera sorprender mucho, por consiguiente (fue la tesis), que en el último tramo del siglo, marcado por serias
dificultades económicas seguidas por el reordenamiento de la productividad capitalista y sucesivas tanto como imprevistas e
inquietantes convulsiones financieras, la “Democracia” y la Desigualdad vinieran acompañadas y esta última no se revirtiese
sino que se acentuara. Y ha sido en especial por vías institucionales que las relaciones de fuerza y el factor ideológico (que
enfocamos en el discurso de intelectuales, medios, parlamento, organismos) obraron a dicho fin, cada cual por su lado y en
relación, como los hilos de una trama hegemónica. Hemos podido sustanciarlo, si no acabada, sugestivamente.
Aquel fin lo lamentan todos o casi todos, sin duda, por qué no, aunque unos más y otros menos. De cualquier manera,
nadie, al cabo, resulta tan responsable de él como “las estructuras”, ese concepto no más difuso que indicativo de lo que
gravita decisivamente, en particular cuando se está a ellas. Justamente: montarlas o desmontarlas hace los ciclos históricos.
En cuanto al actual, dicho no muy de paso, es principalmente pasivo, puede decirse que está desmontado. Y que a su respecto
es pertinente lo que venía entreviéndose desde antes pero pasó a comprenderse más a fondo a partir de Marx, quien lo dejó
por demás conciso (y bastante inocente respecto de las “mediaciones”, según señalamos más arriba, capítulos 1 y 5) en el
famoso Prefacio de 1859.
Dicho más al día y a nuestra manera: En cada ciclo de la historia, las estructuras se hacen una malla de relaciones que los
individuos no eligen tanto como se les impone. De hecho, ellas están organizando unas relaciones sociales y culturales como
colocadas o inducidas por una suerte de marea general que fluye y empuja sin cesar, hasta desmoronar en su caso las
defensas. Son por todo un tiempo relaciones como inerciales, evitables sólo excepcionalmente y por los menos, con gran
dificultad, a contrapelo; desde el punto de vista más universal, relaciones en realidad o prácticamente inevitables. Todas
dadas a un tiempo y en desarrollo según su animación de conjunto pero también propia, resultan así (no por completo pero
más constante y profundamente) independientes de la voluntad individual, mientras que en el reverso se hallan recorridas por
las nervaduras de un poder escasamente contrastable, ora evidente ora difuso. El núcleo de este poder, si existe, no es por
necesidad económico, ni siquiera “últimamente”, pero tampoco es comprensible fuera de la “caja” del orden productivo (más
importante o menos importante pero siempre un condicionante definitivamente fuerte, en especial en ciertas épocas y lugares,
y por ciclos). La voluntad humana actúa pues regularmente sólo en el interior de dichas relaciones y de la trama misma,
dentro de sus márgenes, protagonizando más que nada coyunturas, aunque no pocas veces con efectos “sobredeterminantes”,
y asimismo las anécdotas, también quitando o poniendo color, brillo, nobleza, filtrando ruido o sangre en los acontecimientos,
tanto los épicos como los cotidianos. La suerte general, sin embargo, en lo básico parece cada vez estar gruesamente echada.
Ahora, habría que subrayar que eso es siempre pro tempore (se trata siempre de etapas) y que además existen aquellos
márgenes. Precisamente, en estos márgenes están las fuentes de los cambios, de la transformación misma del cuadro sobre la
marcha del tiempo: pero por una suma de acumulaciones y entrecruzamientos generalmente indescifrables de manera
“exacta” y comprensibles según trazos gruesos y plazos largos. Sin embargo, es únicamente desde los “modelos” de ellos que
en el ínterin resulta posible ubicarse en general e investigar de más cerca en cada área, entender un mínimo adónde y cómo
vamos globalmente y precisar el desarrollo por sectores. Por lo demás, también habría que recordar que en el interior de
aquellos márgenes, siquiera, cabe asumir tanto como determinar algunas responsabilidades.

Apéndice

El siguiente es un resumen y una crítica del Informe 1998/99 del BID, Banco Interamericano de Desarrollo, América
Latina frente a la Desigualdad. Según lo dicho, lo entendemos como un reflejo y expresión “científica” notable de la
ideología hoy hegemónica.
Resumen y crítica se producen aquí con la mayor fidelidad respecto de lo que expone y mediante la transcripción de citas
textuales que siguen el orden mismo del escrito (ellas fueron elegidas con cuidado y, por supuesto, la debida honestidad
académica. Así se dejaron aparte algunas frases o párrafos que, mal escritos, dieron a suponer lo que una lectura con la mejor
voluntad permitió entender mejor y disimular). Las citas textuales están en bastardillas, nuestros comentarios en tipos
redondos. Las citas son continuas, incluso cuando para abreviarlas están interrumpidas por tres puntos suspensivos. Al cabo
de cada una, una vez completa, se indica la página o la sección en que se la encuentra. Insistimos, se sintetiza fielmente el
argumento del Informe, se lo hace mediante citas, y para las citas se sigue el orden mismo del Informe. Vayamos pues
leyendo y comentando:
Se ha abierto una nueva oportunidad para América Latina. Gracias a los cambios demográficos ... Si se aplican de
inmediato las políticas apropiadas, no será necesario escoger entre desarrollo y equidad en la región que mayor
desigualdad registra en todo el mundo.
Así comienza su prefacio, que en seguida expresa:
... tenemos por delante dos décadas para acelerar el proceso de desarrollo ... cerrando al mismo tiempo la brecha que
existe entre los niveles de ingreso.
El prefacio anuncia a continuación que el trabajo comenzará por cuantificar la magnitud del problema, establecer cuán
sesgada es la distribución del ingreso en América Latina; seguirá por “identificar” a los ricos y los pobres, las características
de sus familias, las circunstancias que influyen en algunas de sus decisiones principales; pasará luego a tratar de responder
por qué Latinoamérica es la región de mayor desigualdad en el mundo, concluyendo que “se trata de una compleja serie de
factores”, y remata esto avisando el resultado principal de la investigación: es que contrariamente a lo que las diatribas
populistas pretenden hacernos creer, la desigualdad en América Latina guarda mucho menos relación con la exclusión
política que con el lugar en que los países se ubican en el mapa, los recursos con que cuentan y su mayor o menor grado de
desarrollo.
Parece que otra explicación no cabe, simplemente. Y firma esta posición cuasi determinista, cuasi tipo siglo xviii cruzado
con teorías de la modernización propias de la segunda posguerra, el “economista jefe” del BID.208
Comentario: sorprende. Para más, sucesivamente se confía en que puedan aplicarse de inmediato las políticas apropiadas.
Esto, hablando, como se dice, del área en que al cabo de cuatro siglos de historia y experiencia se registra, hasta hoy, la
mayor desigualdad en todo el mundo. (¿Por qué, en rigor, no se habrán aplicado antes en tantos años, casi doscientos ahora
desde la independencia y la república? ¿Qué lo impidió, qué lo ha hecho imposible hasta la fecha? Y, además, ¿en qué quedan
ahora los “determinantes”?). Más todavía: en dos décadas se alcanzaría así la igualdad en los ingresos. Hay una oportunidad
demográfica al respecto, y aquello es posible en tanto lo principal (contra lo que proclaman unos demagogos) no es sino la
ubicación en el mapa de los países, etcétera, pero en primer término “la latitud geográfica”, como luego hace más de una vez
expreso el Informe, aun si por ahí también agrega que ella no siempre ha sido incorregible, así en algún lugar del Caribe. Con
todo, habiéndose puesto aparte cualquier entendimiento alternativo menos o más penetrante (al parecer son todos sólo
populistas), no se entiende cómo la combinación de políticas ajustadas ante todo a geografía -para peor, geografía por lo
menos en algunos casos decididamente desfavorable, según la tesis- puede dar una solución de la desigualdad equivalente a
un giro de ciento ochenta grados.209
- (E)sta desigualdad parece ser un fenómeno perdurable y de raíces profundas (p.1). Llamativamente, se ha adelantado sin
embargo una solución drástica y bastante pronta, siempre que se apliquen de inmediato las políticas apropiadas. Aunque ahora,
además de lo geográfico, parece entenderse que hay unas “raíces profundas”.
- Gran parte de la desigualdad que se observa en la región se relaciona con las grandes diferencias salariales. Sin
comentarios, no hacen gran falta. Excepto (a) que no se sopesan los patrimonios antecedentes de los individuos, las familias,
los grupos, y (b) que más adelante la relación se verá matizada. En otras palabras, proviene no sólo de diferencias entre los
propietarios de capital y los trabajadores, sino de las divergencias entre los propios trabajadores. Sin comentarios, aun
cuando alguna lógica fue aquí alterada: no se ha dicho lo mismo sólo que “en otras palabras”. Así, según la redacción las
diferencias ya pueden ser no sólo salariales. Los grandes diferenciales salariales reflejan, entre otros factores, una
distribución desigual en la cantidad y calidad de la educación (p.1). Seguramente reflejan eso. Más seguro es, no obstante, el
orden inverso, al menos histórica y cronológicamente: primero la diferencia en ingresos (más algo que por detrás o a su
través la explique) y luego la sucesiva diferencia en educación, y entonces, ceteris paribus, sobre la marcha el círculo
vicioso.
- (E)l nivel de instrucción no es solamente la consecuencia de la política educacional (¿quién puede suponer que lo fuera
sola o principalmente?), sino que también refleja patrones del mercado laboral, las opciones familiares acerca de la
conveniencia de trabajar y de tener hijos, y otros factores que varían entre los distintos países. En buen orden, mejor se
habría dicho que el nivel de instrucción, lo mismo que las opciones familiares, dependen de factores preexistentes,
engranados con ellos mismos “los patrones del mercado laboral”; y que la rueda luego echa a andar. En efecto, y por ejemplo,
como se escribe unas líneas más abajo: También reflejan importantes elementos del entorno económico (p. 2). Esto en rigor
viene antes y habría precisado por lo menos la misma cantidad de líneas, a fin de desplegarlo siquiera un poco. De hecho, es
previo y más importante, y habría debido recoger el orden explicativo que dijo el prefacio se seguiría.210
- Es precisamente este entorno económico el que hemos procurado analizar en este trabajo (en rigor, dista de ser el
objeto del trabajo) ... Nuestro diagnóstico tentativo es que la enfermedad (sic) de la desigualdad de los ingresos refleja los
dolores típicos (sic) del crecimiento de las sociedades en desarrollo y ciertas características congénitas (sic) de la región
(¿Hacen falta los comentarios?) ... Pero hay razones para el optimismo. Por una parte, se espera que América Latina
superará con el tiempo la desigualdad en los ingresos (Dejemos por ahora de lado las supuestas razones y preguntemos ¿En
cuánto tiempo? Se había dicho que en dos décadas, si se aplican inmediatamente las políticas adecuadas. ¿No se aplicarán?
La expresión “con el tiempo” es muy vaga; además, en general quiere decir “en un tiempo largo”) que acompaña a las
primeras etapas del desarrollo (Va implícito que hay leyes naturales del desarrollo que rigen por igual a todos los países.
Estas leyes, según el Informe, nos serían conocidas tomando en cuenta la secuencia histórica de las naciones más avanzadas,
idea que hace ya décadas quedó seriamente cuestionada y que a lo largo de esas mismas décadas siguió mostrando todas sus
limitaciones, empezando por América Latina). Por la otra, los países pueden elegir políticas que permitan transformar sus
inherentes pasivos en importantes activos (p. 2). Esta última línea también contendría algo que quizás no sea menos
“congénito”, digo un cierto optimismo, pero además indica que tanto como leyes naturales hay opciones, ergo desarrollos e
historias nacionales eventualmente distintos. Fuera de eso, uno se queda preguntando el por qué del optimismo, o en todo
caso cuáles son y cuánto tiempo toman las al parecer ineluctables etapas del desarrollo (lo que también se discutió mucho
hace más de treinta años, a partir del libro Las Etapas del Crecimiento Económico de W. Rostow, inter alia, sin resultados) y
si lo que se presenta como congénito es superable -o remite entre sintética y elípticamente a procesos muy complejos, a una
historia, o varias historias, de los que no se habla en todo el Informe, como quiera que se hubiese preferido hablar de ellos
-sólo que, por supuesto, en cualquier caso de acuerdo con los cánones académicos y científicos sanos.
- El desarrollo es un largo proceso... No obstante, en su momento entendimos que se pueden dar grandes saltos en pocos
años. Hemos identificado en particular cinco tendencias del desarrollo (con efecto sobre la desigualdad. La primera es la
acumulación de capital, que, sin embargo, más que discriminar entre quienes tienen mucho y quienes tienen poco capital, lo
hace entre los países con más capital y con menos, de donde sólo puede inferirse una desigualdad entre poblaciones de
distintos países;211 la segunda, la urbanización, discrimina únicamente la desigualdad entre poblaciones rurales y
poblaciones urbanas, y tampoco apunta a la estratificación general -y urbana y rural- de pobres y ricos en una misma
sociedad; la tercera:) A medida que se desarrolla la economía, también se incrementa la formalización. Los ingresos en el
sector formal tienden a superar a los del sector informal ...lo que significa que una vez que una mayor proporción de la
fuerza laboral se incorpora al sector formal, la desigualdad tiende a reducirse (p. 3). Sí. Y a la recíproca, cuando una mayor
proporción se incorpora al sector informal, la desigualdad tiende a aumentar. Que es lo que ha estado pasando los últimos
años en los distintos países del área. ¿Nos ocupamos en una teoría logicista o haremos un análisis concreto?
- América Latina está asomándose a una singular ventana de oportunidad en su transición demográfica ... En
consecuencia, habrá menos estudiantes por trabajador, lo que facilitará el financiamiento de un mejor sistema educacional
(p. 5). Entendido. Pero ¿la igualdad no resultará así, al revés, ensanchada? Es lo que se dice aquí sin decirlo. Se está ahora
describiendo que ella se reproducirá en lo sucesivo y cómo lo hará, no ya cómo puede ser comprendida y enfrentada la
existente, y resuelta en los años por delante.
- (D)urante las próximas dos décadas, la decreciente proporción entre niños y trabajadores que se observa en América
Latina (en rigor, hay que suponer que a futuro baje la desocupación, porque actualmente el desempleo ha fluctuado en alza e
introduce dudas en aquel mismo decrecimiento) revestirá financieramente más importancia que la creciente relación entre
trabajores jubilados y activos, dejando dos décadas para acelarar el proceso de desarrollo. Ello no sólo permitirá a la
región financiar mejoras en la educación (véase más arriba, sin embargo, nuestra sección en la materia), sino que también le
permitirá incrementar su coeficiente de ahorro en la medida en que los trabajadores actuales acumulen reservas para su
vejez (p.5). Dios lo quiera. Aunque parece más lógica abstracta que análisis de los datos y las tendencias.
Todo lo anterior corresponde a la Introducción, prácticamente síntesis del estudio, escrita por el mismo autor del
Prefacio. Con miras a reducir la desigualdad, ella incluye luego algunas propuestas quizás loables, tales como ayudar a
“acelerar la transición demográfica para que las familias sean gradualmente más pequeñas y educadas” o a “incrementar la
productividad del trabajo en el hogar mejorando el acceso a los servicios”, el transporte urbano, los servicios de atención
infantil, el incremento de los años escolares, o bajando “la necesidad de las mujeres de permanecer en el hogar cuidando a los
hijos”, etc., etc., incluso facilitando el “acceso al financiamiento” (pp. 6-7). Pero estas son todas expresiones razonables de
stricto sensu deseos. Se puede juzgar mejor de ellas en el cuerpo del trabajo, que sigue.
El capítulo 1 de ese cuerpo está dedicado a “la magnitud de las desigualdades” y trae una cantidad de gráficos y cuadros
con curvas, índices y posiciones comparadas entre continentes y países, algunos útilmente informativos en general, otros más
para el consumo académico. Sucesivamente, un cuadro con características comparadas de las encuestas de hogares en
distintos países y luego varias tablas de datos estadísticos por países que merecen el mismo comentario, excepto que estas
tablas son las que más vienen al caso de la desigualdad que en general se menta cuando de desigualdad se habla: aquella entre
“los de arriba” y “los de abajo” en cada sociedad. Fuera de eso, en él es de especial interés un apartado del texto que
encabeza el título “Inequidad y democracia”. El mismo refiere un comienzo de comprensión standard del problema desde el
punto de vista político (que, adelantémosnos, haría esperar al cabo un estudio, naturalmente, sobre todo económico, pero más
y mejor informado sociológica y politicológicamente). Dice:
- (H)ay una conexión estrecha entre inequidad y democracia. La relación consiste en que la inequidad puede
condicionar el funcionamiento de las instituciones democráticas y dificultar los procesos de decisión política. En efecto, de
donde aquel optimismo que conocimos antes apenas cabe. Encuestas de opinión pública realizadas recientemente en
América Latina indican que, en efecto, la concentración del ingreso puede alterar el funcionamiento de las instituciones
democráticas. La deformación académica se hace de paso presente. Al efecto, hay expresiones mucho más elocuentes y
confiables que las citadas encuestas para concluir lo que se concluye. De todas maneras, la deformación no tiene mayor
importancia, salvo en tren de ir acumulando en la materia. La concentración del ingreso puede debilitar la aceptación de las
instituciones y principios democráticos ... En los países más inequitativos hay una mayor tendencia a aceptar gobiernos
autoritarios ... La falta de confianza en la democracia y en las instituciones que se encuentra asociada con la mala
distribución del ingreso en la América Latina puede tener implicaciones en el funcionamiento de los sistemas políticos
(incluyendo, precisamente, a los que se llama democráticos, lo que no se indaga; apenas si, en lo que sigue, se sugiere algo).
En sociedades fragmentadas y donde no hay confianza en las instituciones son más complejos e inciertos los procesos de
agregación de las preferencias de los individuos y mayores los conflictos de distribución de los recursos públicos (Se sabe
que ello es aun más complejo; y la consecuencia, no necesaria, como hemos visto en nuestro capítulo 6 y partes del presente).
También es más difícil la integración económica y social de los diferentes grupos y es más factible que el aparato estatal
quede sujeto a influencias de grupos de presión, corrupción e ineficiencia, todo lo cual contribuye a mantener la
desigualdad. (p.26). Empezamos a suponer que la mira se afina.
Parece pues que el problema está en correspondencia con lo político, lo estatal, lo democrático o en rigor no democrático,
y se anuda con ello. Cabe entonces esperar que la investigación profundice. Y se diría que así ocurre en efecto: la parte dos
del Informe pasa a estudiar las “causas” de la desigualdad. ¿Cómo lo hace? Se ocupa nuevamente aunque con mayor detalle,
en primer término (capítulos 2 y 3), de las que antes llamó ya “causas inmediatas” (tipo de empleo, educación, sexo o género,
características familiares y número de hijos, etc.), para volver a concluir que el proceso de la desigualdad depende más bien
“de otros factores que varían notablemente en los distintos países de la región ... Otros factores de la estructura de la
economía incrementan las brechas salariales en algunos países y las disminuyen en otros ... En consecuencia, al recorrer
este camino microeconómico hemos tocado límites macroeconómicos y sociales. Gran parte de la desigualdad en el ingreso
está afectado por fuerzas que van más allá...” (p. 87). Y, finalmente decidido a ahondar de verdad -aunque no lo hará nunca
en la vinculación política que dejó enunciada, excepto torpemente (ver más abajo)- entra al análisis de “El papel del entorno
económico”, capítulo 4 del Informe.
(U)na parte importante de la desigualdad de ingresos que se observa en la región se origina en que la educación y otros
determinantes de la capacidad para obtener ingresos están distribuídos en forma desigual entre la población ... Parece que,
por fin, hemos llegado al punto clave, aunque no sea más que el punto mismo de partida. No obstante, se marcha otra vez por
el desvío: Pero ... esta no es la totalidad de la historia. Y no lo es por dos razones. En primer lugar, hasta ahora hemos
arrojado muy poca luz (sic, estamos a la altura de la página 93 de un formato muy grande) sobre las razones por las que la
distribución de la educación y otros determinantes para obtener ingresos está tan sesgada en América Latina (lo que
decíamos), y por qué lo está mucho más en algunos países que en otros ... Parecería (sic) que en algunos países hay algo
relacionado con el entorno económico que hace que... (p. 93) ... (H)ay algo en el entorno económico que magnifica la
desigualdad en algunos países ... ciertos aspectos del entorno económico tienden a promover la desigualdad en los ingresos.
El nivel de desarrollo económico está sin duda relacionado en forma importante con la distribución del ingreso ... Pero al
mismo tiempo encontramos que el nivel de desarrollo constituye sólo parte de la historia ... En consecuencia, es preciso
considerar algunas otras dimensiones del entorno económico (p. 94), tales como, citamos literalmente, la dotación de tierra
de los países, los recursos naturales de la región, el clima y la geografía, el entorno macroeconómico volátil, los grandes
shocks externos que afectan a la región.
El Informe, buscando profundidad, culmina así en lo que constituye, en cambio, un pasaje de las “causas inmediatas” de
la desigualdad a -en fin de cuentas- la comparación inter-nacional entre países en términos de niveles de desarrollo, por un
lado, y de geografía y demás, por el otro. O, dicho de otro modo, de lo que “ha arrojado muy poca luz”, según sus propias
palabras, a las estadísticas y correlaciones comparadas entre estados latinoamericanos y también del mundo entero. Dejamos
pues a ricos y pobres y volvemos a las naciones y las regiones.
Lo que saca en limpio, por el primero de los lados, es que
la etapa de desarrollo no puede explicar toda la desigualdad observada en América latina (p. 97);
ella muestra incluso “una desigualdad aproximadamente superior en 10 puntos porcentuales a la del resto del mundo”
(ibidem). Eso sí, el Informe abonará con estadísticas lo que son las tendencias en el largo plazo de los procesos de la
“acumulación del capital”, el “adelanto educacional”, la “urbanización”, la “transición demográfica” y la “formalización”,
todos los cuales deberían alguna vez culminar como ya lo han hecho en los países desarrollados. Escribe así, por caso, que
Mirando hacia el futuro, esta transición demográfica debería (sic) resultar favorable para la distribución de los ingresos en
la región (p. 101) o, también, Hacia el fin del proceso, cuando la mayor parte de los trabajadores han realizado la transición
hacia el sector urbano, la brecha en las remuneraciones urbanas y rurales afectará sólo a una reducida fracción de la
población, y en consecuencia su contribución a la desigualdad de los ingresos en el país será también reducida (ibídem).
Además, en un recuadro que es tanto como un verdadero maltrato de la ciencia política y la sociología (“Democracia y
distribución”, p. 112) apunta en el mismo sentido que hay evidencias de que los países que gozan de mayores libertades
civiles muestran una menor desigualdad que los países que cuentan con menos libertades ... Desgraciadamente, se sabe bien
que eso fue o es cierto mucho menos que en todos los casos. Si bien se carece de evidencias firmes (sic), es posible (sic) que
las democracias efectivas -en las que generalmente se respeta el principio de “un hombre, un voto” y los políticos son
responsables ante su electorado- puedan ser más eficientes en la provisión de servicios sociales esenciales como salud y
educación a los vecindarios (sic) de bajos ingresos (No es precisamente lo que ha ocurrido los últimos lustros. Pero, en fin,
es posible que puedan ser, como dice el texto) ... Un estricto cumplimiento de las leyes, un marco de políticas creíble y la
existencia de libertades civiles pueden asegurar a los inversionistas ... Hay que suponer que, finalmente, todo depende de
ellos. (Un autor, de apellido Barro) sostiene que un régimen de derecho y la existencia de mercados libres se correlacionan
positivamente con el crecimiento económico y que (atienda bien el lector) si se mantienen constantes estos y varios otros
factores (sic), la libertad política se relaciona con un crecimiento más rápido hasta cierto punto (sic), a partir del cual puede
tener efectos negativos (sic) ... Como ya se ha sostenido, existen buenas razones (sic) para creer que este crecimiento más
rápido tenderá con el tiempo (sic) a promover una distribución más equitativa del ingreso. La democracia también puede
promover la igualdad reduciendo la volatilidad macroeconómica y la posibilidad de crisis económicas perturbadoras. Que
en realidad tiene una conexión muy mediata y mediada. Pero los comentarios que merecen estos párrafos son tantos y quizás
tan obvios para el lector medianamente avisado que ya los dejamos aquí aparte.
Y por el segundo de aquellos lados, que no obstante considera primero:
Puede verse así212 que dos características arraigadas del ambiente económico latinoamericano
-la dotación de tierra, recursos naturales y clima, y su volatilidad macroeconómica- han contribuído en forma
importante al problema de la desigualdad en la región (p. 110).213
Remata todo diciendo que de esta manera
se ha avanzado la comprensión de los determinantes de la desigualad en los ingresos con el fin de promover respuestas
de política más amplias y productivas, que son el objeto del resto de este Informe (p. 117).
Textual. Y el Informe pasa, no más, en los capítulos 5 a 7, a recomendar políticas determinadas, por ejemplo tendientes a
conseguir mejores oportunidades de ingreso para las mujeres, la -en la misma relación- atención infantil y la salud
reproductiva, los servicios de infraestructura, una mejor educación, etcétera. Seguramente plausibles en sí mismas, como ya
lo expresamos, pero siempre más “logicistas” que fundadas en un análisis más completo y penetrante, y todas de posibilidad
incierta tanto como de efectos inseguros.214
Llegamos al capítulo 8, el último. Trata en particular de “la política fiscal”. Explica ahora el Informe que Los gobiernos
no podrán cambiar las condiciones históricas o geográficas que pueden haber influído en los altos niveles de desigualdad de
la región (De las históricas prácticamente no se habló en todo el Informe; de las geográficas, recuérdese sin embargo la gran
importancia que se les había otorgado). Tampoco podrán alterar súbitamente las dotaciones de recursos con que cuentan las
economías ... De modo que por este lado una mayor igualdad no tiene futuro: esta era una de las principales variables
explicativas. Pero el gobierno sí puede contribuir con sus políticas a modificar los canales a través de los cuales se
reproduce la desigualdad ... Y a nivel de política macroeconómica, está a su alcance evitar que la volatilidad que suele
afectar a las economías de la región por condiciones exógenas resulte amplificada por políticas fiscales o monetarias
inadecuadas (p.199).
A este propósito empieza por aclararse que Los gobiernos de América Latina son pequeños para los patrones
internacionales (de este modo se refiere en verdad al tamaño, no del gobierno, del gasto público y el gasto social en los
países del área). Pero aunque el tamaño de los gobiernos sea moderado, en materia de gasto social su principal problema es
de eficiencia, no de volumen. Más aún, los gobernos latinoamericanos son pequeños -entre otras razones- porque el diseño
de las políticas tributarias se ha contaminado de consideraciones supuestamente distributivas, lo que ha llevado a sacrificios
muy grandes de recursos tributarios que podrían destinarse a gastos con mayor potencial redistributivo. Sobre ello abundará
más adelante; entre tanto, en este mismo sentido: El impacto distributivo del gasto público se ha solido medir de acuerdo con
la distribución de los beneficios. Con este criterio tradicional, el gasto público social (actual) es moderadamente
redistributivo (Ni se sabe ni lo parece: más se oye y lee por doquier de un empeoramiento). Pero este no es el criterio con el
que debe juzgarse el impacto distributivo. Ese impacto depende de la eficiencia con la que se utilicen los recursos y de su
focalización ... Una expansión del gobierno (i.e., del gasto) que no atienda a estas razones muy seguramente será regresiva,
tan sólo porque los recursos se destinarán a pagar salarios de funcionarios públicos... (p.199). Va aquí de algún modo
implícito que eso es lo que ha estado ocurriendo, lo que de paso pide por un lado reconciliación con lo de “moderadamente
redistributivo” y por el segundo lado una explicación quizás político y/o sociológica de dicha tendencia -la cual, una vez
más, figurará ausente.
En tren de elaborar lo expuesto, como sea, se anotará primero que Mejorar la distribución del ingreso es una de las
funciones que las sociedades han asignado al Estado alrededor del mundo. En los países latinoamericanos es ampliamente
mayoritaria la opinión de que el Estado debe cumplir un papel redistributivo. Las encuestas muestran, por ejemplo, que al
menos cuatro de cada cinco latinoamericanos consideran que es responsabilidad del gobierno “reducir las diferencias entre
los ricos y los pobres”. Recordará el lector lo que hemos escrito aquí, en nuestro capítulo 4, de la tradición más bien estatista
de la política latinoamericana y de los impactos culturales que ha sufrido (y quizás se ponga a pensar, también, en lo
complicado que viene a resultar el tema de la representatividad que se supone inviste un gobierno democrático, atenta aquella
opinión pública tan ampliamente mayoritaria pero en tiempos recientes tan poco servida). Y, sin embargo, Mientras que en
los países desarrollados el gobierno central realiza gastos que típicamente representan el 40% del PIB, ese coeficiente en
América Latina se encuentra en torno al 20% . Entre otras cosas, la menor disponibilidad a pagar impuestos limita el
tamaño del gobierno (p. 200).
No obstante, (e)n contra de la opinión generalizada en la región, los gastos potencialmente (sic) redistributivos, como
son la educación, la salud o la seguridad social ... no son pequeños ... El gasto social es bajo únicamente en relación con los
patrones europeos ... no existe ninguna base para argüir que la falta de impacto redistributivo de los gobiernos se deba a
que estos gastos son reducidos (p. 201). Si hay esa falta de impacto, como se entiende, lo que existe es sobre todo
ineficiencia -lo que de todos modos queda por su parte sin prueba (se pueden sospechar otras causas más, y quizás más
relevantes, que no se consideran).
Y, de ahí, el Informe pasa a analizar los impuestos y la política tributaria. Sucede, empero, principalmente, que la
incidencia de los impuestos en América Latina ha tendido a ser progresiva, pero a costa de un gran sacrificio en la
recaudación que, paradójicamente, ha operado en beneficio de los grupos de ingresos más altos (¿Por qué?) y ha limitado
severamente la posibilidad de hacer redistribución a través del gasto.215 También, que Las tasas de los impuestos a la renta
en América Latina son actualmente las menores del mundo (¿Por qué?). Incluso, en la última década se han reducido
(p.203). Más en particular, incluso en el decil más alto, la carga tributaria en ningún caso supera el 8% del ingreso ... la
productividad del impuesto a la renta es muy moderada (p. 205). Y así es cómo en ausencia de (ese) recurso el impuesto al
valor agregado se ha convertido en una pieza central de los sistemas tributarios en América Latina . Ahora, por cierto, (e)n
principio, un IVA con una tasa única para todos los bienes de consumo es un impuesto regresivo (p.206). En fin, si análisis y
recomendaciones parecen razonables, o al menos no son insensatos, en cualquier caso apenas están fundados en algo más que
en un razonamiento abstracto; y de paso evidencian otras cuestiones -que no son examinadas a fondo y allí, pues, quedan. Y,
prácticamente, hemos llegado al final del estudio.
En este lugar, sólo cabría la reiteración de todo lo que hemos opinado respecto del Informe ya en el capítulo 1, en el
presente capítulo, y a lo largo de este resumen y crítica puntual de él que acabamos.
Epílogo

Nuevamente, las caras bifrontes del proceso y la teoría


H acia el cierre de este estudio, en primer lugar anotemos de manera ordenada aunque sumaria cuáles han sido los ejes en
torno a los que giró el mismo. Luego avanzaremos hasta las conclusiones finales.
Uno. Está hoy muy claro, puede decirse, que la democracia es el mejor régimen comparado de gobierno, o sea la forma
política superior a tomar por el estado contemporáneo; incluso encontrándose ella, como se encuentra, muy por debajo de sus
posibilidades.216 Si la afirmación es susceptible de argumentación teórica suficiente, más importante al respecto es empero
el modo tan conclusivo en que lo enseñaron la historia del siglo xix y muy en particular la del xx. Este último siglo estuvo
prácticamente entregado a experimentar una larga serie de alternativas a la versión más bien o pronunciadamente liberal de la
democracia que nuestro tiempo conoce. Y lo que consta ahora de manera universal es que las alternativas fueron un fracaso o
resultaron suicidas, perdidosas hasta militarmente con los en algún momento muy contados países que en cambio la
mantuvieron y vigorizaron.
Sin embargo, dos, la democracia no se agota en un Estado de Derecho liberal y constitucionalizado. El respeto dogmático
por las libertades y las personas es parte esencial de su orgullo y su promesa a futuro, y algo que difícilmente pueda terminar
de exaltarse con palabras; pero esto no es todo, menos aun en pura (pero buena) doctrina. Si es de democracia que hablamos,
desde el tiempo de Aristóteles la democracia es por definición -aunque en la modernidad con ajuste a aquello- básicamente el
gobierno siquiera en última instancia de una voluntad popular que está arreglada en el interés más colectivo, y así otro
objetivo humano grandioso (asimismo, una meta colosal). En las circunstancias del mundo contemporáneo, un gobierno
indirecto, por supuesto, pero se espera que representativo en un sentido que vaya más allá de la mera letra o el diseño en
abstracto de los diversos mecanismos pensados a tal efecto. Dicho simplemente, se trata de que la democracia estará en falta
mientras no esté basada en la igualdad y la libertad unidas de la población, como también mientras no estén ellas presentes a
pleno, abarcando efectivamente al conjunto de cada sociedad: mientras no dé curso a la representación de la sociedad
cabalmente.
Tres, la democracia que existe, digámoslo una vez más, tal como puede existir, en cada caso y todos los casos lo hace
inscripta en un contexto estatal-social mayor que el suyo, de donde resulta que el contexto la atraviesa e infiltra siempre en
sus propios términos. El dato, incorregible, estrictamente un datum, por encima o por debajo de teorías y doctrinas impone
pues considerar las historias y las situaciones reales. La realidad ha traído y seguirá trayendo distintas experiencias, distintos
tipos y también distintos grados de realización de la democracia, según se configura cada uno dentro de su margen de
“posibilidad” existente y en correspondencia con él.
Cuatro, precisamente, la experiencia habida muestra que los dos componentes centrales de la democracia -el popular de
autogobierno y el liberal de estado de derecho- se han realizado aquí y allá mejor o peor, sólo que en general siempre de
manera menos o más limitada, insuficiente y/o precaria. En suma: de conformidad, nuevamente, con (a) los contextos en que
se inscribió o inscribe, esos que prácticamente le han sobreimpreso caso por caso sus rasgos de realización y que en
Occidente (aunque hay situaciones mejores y peores) al cabo de uno a dos siglos no han sido muy favorables a que todos los
individuos y sectores resultaran en personas siquiera más cercanamente libres e iguales cada uno como entre sí; al contrario,
en el último tiempo y en la gran mayor parte de los países democráticos la brecha entre los ricos y los pobres, antes ya
enorme, en muchos un abismo, termina todavía ensanchada; y también con (b) lo muy imperfectamente que puede siempre
funcionar el canal de la representación, tanto más en dichas condiciones.
Cinco, en esos mismos países la democracia (aun la limitada y precaria en cuanto a su existencia real) está ella misma
lejos de haberse desplegado monopólicamente como la forma de gobierno vigente. En rigor, coexiste y se entreteje con otros
patrones de comportamientos políticos regulares y de formas de producir las tomas de decisiones y no-decisiones en el
gobierno efectivo (y más que formal) de las naciones. Y, con frecuencia, parece más un campo intensamente minado para
frenar el avance democrático.
Seis, la “democracia mixta” entera, DM, como la hemos llamado y fue aquí presentada, constituye en cierto sentido la
clave de bóveda de un orden determinado de dominación, la versión capitalista liberal del mismo. Ahora, para ser precisos, el
problema que ello encierra consiste en esto: según la experiencia, ése es el mejor orden comparado -uno en el que la lógica de
la democracia puede actuar y entonces permite siempre esperar desarrollos para mejor-, sólo que de modo simultáneo y a la
vez confusamente es un orden en el que la democracia funciona por lo general como velo cuando no reaseguro de dicha
dominación.
Siete, esa democracia apreciada en uno, a todo evento precisada en dos, y cuya compleja y contradictoria entidad se
alcanza en seis, ha venido en los últimos tiempos en la compañía indeseable de una irritante y creciente desigualdad. Lo
expuesto en tres a seis permitiría comprender cómo fue en todo caso posible, teórica y esquemáticamente, que ello sucediera
según las causales en ese plano, las causales más políticas.
Y bien, descifrar tal mecánica ha sido el objeto y la intención del trabajo, que se puso entonces a un análisis per se crítico
de “la democracia real” contemporánea. La veta crítica, más que elegida, está ya en la preocupación por la aparente
indiferencia y parsimonia cuando no por la invisible y quizás involuntaria pero clara impotencia o probada “complicidad” de
la democracia real a aquel respecto; y parte de tener a la injusticia, la exclusión, la pobreza o, peor, la lisa y llana miseria, con
su entraña de vida subhumana y sin ningún futuro, como otros tantos horrores y atrocidades humanas no menos afligentes
-sólo que tal vez menos espectaculares- que la prisión, el asesinato político, los campos de concentración y los gulag, pero
tan “efectivos” como ellos en el largo plazo lo mismo que en lo inmediato.
Que la democracia en curso sea múltiplemente criticable no nos hace felices, desde luego, ni nos felicitamos por
evidenciarlo. Así y todo, lamentamos que algún autor se haya dejado ver últimamente como saturado de las críticas a la
misma y aun más harto de los críticos.217 Porque sólo a través del reconocimiento de las limitaciones y los defectos de
aquélla se puede sucesivamente sacar ventaja de la perfectibilidad propia de la lógica de la democracia, que es a lo que se
puede apostar. Y entramos ahora en la culminación del tema.
Está en orden un par de reparos. Se nos puede reprochar el olvido de que sea precisamente en su ámbito y gracias a los
grados de una efectiva vigencia de la democracia que podemos criticarla activa y públicamente. Esto último es cierto, pero no
aquello de que lo olvidamos. También es verdad, fue remarcando sus limitaciones y defectos que el siglo xx se puso a
imaginarle terapias radicales, correcciones quirúrgicas varias, las cuales, según puede esperarse en cirugía, resultaron todas
sangrientas; sólo que tampoco lo desconocemos. (Si no fueron todas fatales y supieron hacer correr sangre en grado diverso,
en cualquier caso lo indudable es que ninguna de las que conoció Occidente dejó de resultar peor que las enfermedades y
lacras supuestas o reales que una tras otra querían superar, esto en términos -siquiera en el plazo largo, cuando no ya en el
corto- incluso económicos, pero más que nada sociales y humanos, y además respecto de las libertades personales). Ahora,
¿qué se sigue de las objeciones mismas, qué debe seguirse?
En verdad, nada único, hay que ir por partes. Se sigue que la democracia liberal contemporánea es por sí notablemente
valiosa, queda dicho de una vez última por todas. No corresponde seguir, en cambio, que por tanto sea igual al modelo que
propone idealmente;218 tampoco, que haya configurado un orden en la actualidad positivamente justo, ni muchísimo menos;
ni tampoco que constituya el medium siempre adecuado para lograrlo un “máximo-posible”, aunque carezca de sustituto; ni
aun que haya satisfecho demasiado bien la función de canalizar, regular y moderar los conflictos sociales lo más
equitativamente; ni, para terminar, que ella misma pueda ser y funcione cabalmente como el régimen político-institucional
según se postula -de hecho, no puede serlo ni funcionar tal cual, por todas las razones político y socio-lógicas que
enunciamos al comienzo mismo y luego a lo largo del trabajo.
Es sólo así cómo la democracia pudo venir en la última parte del siglo xx en compañía de una desigualdad en
crecimiento; en todo caso, el proceso proveyó el tiro de gracia a través de una ideología hegemónica apabullante que ha
dictaminado secamente “No hay alternativas, por ahora sólo podemos tener democracia con desigualdad”, en tanto para
millones y millones de individuos humanos en sufrimiento el interinato se hace eterno.219 Y cómo, también, puede entonces
reclamársele que vuelva por sus fueros o, si no, deje al desnudo lo que parece imposible, falso o engañoso en la idea.

Libertad versus igualdad

Terminemos de explorar eso. Comenzamos en su momento la tarea con la colaboración de Alexis de Tocqueville,
acabémosla ahora también con su asistencia; parece incluso apropiado. La enseñanza de La Democracia en América era que
la igualdad social podía amenazar la libertad política. Eso es lo que Tocqueville veía en el horizonte, un horizonte
difícilmente soslayable en su perspectiva, aun si en algún país tan variadamente favorecido (en términos de situación
geográfica, recursos, cultura política, y demás) como los nuevos Estados Unidos quizás pudiera conjurarse. Ya repasamos su
análisis al respecto.220
Tocqueville tuvo razón por ambos lados de su reflexión: en el plano político, y sin perjuicio de mejoramientos sociales
siquiera temporarios, a veces consolidados, el avance del democratismo popular / populista resultó por doquier,
efectivamente, en poderes y desarrollos entre tutelares, controladores y opresivos, mientras en algunos países (los menos,
desafortunadamente) se pudo acotar o sujetar mejor el proceso echando mano de determinadas instituciones, sin hablar de los
recursos favorables con que contaban, preservándose y hasta desenvolviéndose en ellos los regímenes pluralistas más
civilizados.
Por otra parte, no contempló Tocqueville, sin embargo, cómo la desigualdad existente en su época podía en paralelo
confirmarse, al menos en plazos medios o más largos, incluso renovándose. También hablamos de ello en su momento. Pero
un aspecto de la cuestión necesita ahora ser subrayado. Precisamente en el país que le alumbraba a Tocqueville la visión del
futuro humano, aquellos Estados Unidos proyectados desde la década de 1830 hacia adelante, la evolución tuvo algo crucial
por él no previsto y también, sobre todo, paradigmático. Sintéticamente: si la libertad política se conservó en el tiempo, lo
hizo tanto como la libertad sola y estrictamente económica, y ésta, poco a poco, pasó luego en ese mismo país modelo
político a afectar de la manera más sensible la propia igualdad social existente en el primer tercio de dicho siglo, por
comparación -esclavitud aparte- mayor y más homogénea que la siguiente y actual.221 Mutatis mutandis, lo mismo sucedió
en todos lados sólo que en los demás más bien contrapesando las tendencias que apuntaban hacia una mayor igualdad social
respecto de la existente.
Desarrollos materiales aparte, la libertad económica, garantizada por la política y desvaneciendo la conciencia ciudadana
tras su nacimiento, acabó de este modo con los años (tanto más en países menos ricos, pero ya en los Estados Unidos, el
paradigma) por infiltrar negativamente y no pocas veces caricaturizar a la democracia. Que a su turno se volvió por eso
-como por otros factores, desde luego- más una “democracia real” contemporánea que la promesa única que encerraba. Es lo
que se olvida en demasía cuando se habla del triunfo de la democracia para fines del siglo xx, lo mismo que cuando se la
entiende sin más como en matrimonio necesario con la economía de mercado, y lo más felices cada uno y ambos sólo cuando
están esposados.222
Es esta, patentemente, una materia que hoy demasiados descuidan y muchos desdibujan, pero que no cabe sino poner de
relieve y en la que además hay que internarse. Aquí y a estas alturas, lo haremos por último nosotros mediante una cita
contemporánea, ciento sesenta y tres años posterior a la segunda parte de La Democracia en América, o sea posterior en
tantos años como los del período histórico que ha definido el presente. Si el salto es considerable, según va a notarse de
inmediato, ya se verá asimismo que combina.
“Resulta claro -ha escrito ahora otro francés- que el socialismo se hundió en la práctica y la teoría, y, con él, el sueño
de que se podía crear un mundo más solidario, más tranquilizador para el porvenir del hombre. El mercado, anónimo,
triunfó en todas partes, pero sigue estando animado por un designio misterioso. La mayoría de los comentaristas hablan
de él como de una persona, dotada de poderes considerables y capaz de decisión, y no como de un lugar ficticio en que se
encuentran los agentes económicos: ¿no se dice que `el mercado sanciona (o acoge favorablemente) la política de tal o
cual gobierno´? Sin embargo, el mercado no es Dios vuelto a la tierra luego de la derrota del socialismo, sino un método
de asignación de los recursos escasos que presuntamente garantiza que estos se afecten a los usos en que son más
productivos. Por ejemplo, el ahorro irá a los lugares en que las oportunidades son más rentables”. Quien escribe, Jean-
Paul Fitoussi, agrega que, no obstante, “del dicho al hecho hay mucho trecho”. Simplemente, sucede que “el mercado no
designa un lugar ficticio de coordinación de los agentes sino el grupo de individuos o instituciones que lo dominan, y
cuyos intereses, bien identificados, en general no coinciden con los de la sociedad en su conjunto.”223
La experiencia íntegramente socialista ha fracasado, sin duda. Pero, atando los cabos, por el lado del capitalismo se
trata entonces de que hasta aquí hemos llegado con la libertad económica, tanto más cuanto más fue dejada a sus anchas.
Lo que había para subrayar entonces en las sociedades estratificadas a su manera, y que no debe olvidarse, es que las
consecuencias de ella no son únicamente económicas ni tampoco unívocas. Más, a finales del siglo xx la precisión de
Fitoussi es a su propósito inevitable, por lo menos en la medida en que los actores y las decisiones institucionales o
individuales son determinantes, incluso si resultan en lo inesperado. En todo caso, apenas si habría que agregarle -entre
sus sujetos- a los aparatos y los cuerpos directivos de las gigantescas corporaciones multi y trasnacionales y de las
grandes potencias, sobre todo si enfocamos la dimensión internacional. Lo que cuenta, con todo, es la clase o naturaleza
de la precisión misma.224
Occidente, tal vez el mundo capitalista entero, está hoy, como nunca, no ya librado al mercado sino en manos de poderes
económicos, más exactamente en las de los financieros, con la política no menos que los mismos estados prácticamente a la
deriva de ellos. No es accidental, entonces, lo que recoge la opinión siguiente que el cuadro suscita: “La opinión pública tiene
la impresión de que los sucesivos gobiernos son impotentes para resolver los grandes problemas actuales y diseñar un
porvenir ... Los centros de decisión parecen alejarse y perderse en el anonimato”. Es otro diagnóstico francés también al día,
este de los obispos católicos.225
Lejos pues de gobernar para un mejoramiento, de hallarse verdaderamente al timón de la governance y la governability
que tanto se mentan, la democracia actual, particularmente la de finales del siglo xx, está de facto amoldada a esa realidad
dominante y resulta así ella misma el canal más prestigioso e insospechado por el que el curso de la desigualdad que impone
el presente “capitalismo salvaje” aumente su nivel en la sociedad. En las otras palabras: la libertad económica per se ha
subordinado al cabo no sólo a la política sino a la libertad más general a su servicio, y derrotado a la igualdad social.226
Afortunadamente, sería con todo un error muy serio tener a semejante resultado por definitivo. Y no se crea que estamos
hablando de un futuro “abierto” a todo el tiempo sino de estos mismos años, la primera parte del siglo XXI.

Oculta, pero entretejida en la trama, la garantía


democrática, positiva y negativa

Hemos escapado, al menos actualmente, de “la tiranía de la mayoría” que temió Tocqueville, sólo que para caer en una tiranía
del poder económico y financiero encima y para peor mundializada.227 Con seguridad, Tocqueville mismo no habría dejado de
lamentar y censurar este giro inesperado, tan profundamente sine nobilitate (por algunos financieros, como los que citamos en las
notas, todavía llevado de lo s.nob. a lo snob más frívolo y por consiguiente social y políticamente deleznable).
De todos modos, si creemos a la historia, parece inherente al curso de las cosas que tenga un final, que resulte
transformado: la misma forza del destino que le es intrínseca lo más probablemente llevará antes o después a una implosión
global del mismo. Está dibujando un derrotero excesiva y peligrosamente autónomo, hasta stricto sensu anárquico; pero,
además, no sólo imprevisible y difícilmente gobernable sino que también demasiado voraz e injusto para lo que son los
términos esenciales de la modernidad y su heredero, el mundo de nuestro tiempo. En otras palabras, ese curso niega el hilo
que hasta ahora pareció contener la historia moderna profundamente, las claves de una racionalidad in crescendo que se le
descifraron a su desarrollo los últimos cientos de años. En consecuencia, es por supuesto muy posible que medien en el
ínterin, antes que implosiones, una sucesión de explosiones de menor o mayor gravedad en unos u otros lados, con unos u
otros motivos o encadenamientos específicos, pero crecientes. En particular, porque las clases políticas y dirigentes parecen
ahora arrastradas por los acontecimientos, como inconscientes -si no insensibles- y discapacitadas para endicar este torrente
desbordado en que ha caído la civilización misma en esta etapa del capitalismo liberal. Pensando en los términos históricos de
Fernand Braudel, lo seguro es por tanto que siguiendo a tamaño estrangulamiento de la modernización en el plano social no
le esperen a la humanidad ni cortas duraciones ni coyunturas amables.228
El descontrol del proceso actual es más profundo y más grave en sí y por sus consecuencias de lo que se está
reconociendo. En paralelo a ese proceso, sin embargo, hay algo más para tener en cuenta. A saber, que internacionalmente la
ideología y en cada país la lógica de la democracia en sí misma serán en cualquier caso, siempre, la garantía última en la que
se puede sin embargo confiar aún para retomar y avanzar en unos rumbos socialmente más equilibrados y equitativos. Es
cierto que, en la realidad, la garantía se combina y seguirá combinándose con otros cuantos factores y circunstancias, como
también -no conviene engañarse- que en el futuro igual que hasta la fecha seguiremos viendo frustrada en gran parte su
promesa, por necesidad propia de la trama, inserta en ella. Se trata de una garantía que la “democracia real” contemporánea
no llevó a todas sus consecuencias, lejos de eso, y que tampoco realizará la del porvenir en la medida que quizás se espere.
Pero es una garantía que, así y todo, sigue y seguirá contenida en los regímenes democráticos en tanto se fundan y legitiman
en ella: esto no tiene vueltas. Va entendido entonces que debe computarse, contra lo que muchas veces dejan creer los análisis
realistas (habitualmente sombríos, aunque por supuesto sean más ajustados a la verdad de la realidad que los meramente
doctrinarios), el dato de que los regímenes democráticos a la larga siempre han estado y seguirán estando como agarrados por
los principios que invocan y en que se basan. Hemos sentado desde el principio que los regímenes políticos no son apenas
títeres de las supuestas leyes del desarrollo.
Estamos pues frente a otro proceso bifronte, si es que no continuamos el mismo anterior. Por un lado, existen estructuras
muy sólidas de jerarquías y privilegios que no ceden, nacionales e internacionales; además, como siempre, es posible que los
seres humanos y las instituciones “queden cortos”, o que fracasen; que en lo individual haya egoísmo, voluntades tramposas
y traiciones, intenciones mezquinas, o “prisioneros” de dilemas que hacen su juego; y, por detrás o a través, otras condiciones
o determinantes generales, sincronizados o asincrónicos y en armonía o en conflicto, tanto como virtú política insuficiente o
una fortuna variable, para reunirnos al final del trabajo también con Maquiavelo. Pero, por el otro lado, consta que nunca ha
sido definitivamente posible -al menos desde cumplida la era moderna- contrariar demasiado tiempo sin riesgos y costos muy
altos el poder de una idea, un deseo y una esperanza que ya quedaron como fundidos en uno en el corazón mismo de lo que
es el prototipo humano del occidente contemporáneo y la tendencia secular de la civilización occidental. Los de justicia con
igualdad y, si es posible, mejor, con libertad. Lo que había entrevisto Tocqueville. El núcleo mismo de lo democrático que
avanza desde hace siglos.
La tensión es pues esencial. Y aun si cabe que resulte canalizada por distintos desvíos, incluso malversada, es improbable
que consiga disolvérsela: reasomará cíclicamente. Por lo demás, si tampoco cabe duda de que (al menos a menudo) en la
realidad histórica la “pasión” del caso demostró no saber mucho de teoría ni de instituciones, en rigor, digámoslo así, solió al
cabo pasarles siempre por encima y avergonzarlas cuando la contrariaron más allá de unas justificaciones razonables, es
decir, de argumentos o excusas que son o parecen admisibles y además no permanentes, no interminables.
La cifra del “problema” es así, en definitiva, la naturaleza de la cosa democrática misma. Honrada en todos los discursos
y escrituras acerca de lo que es legítimo que hagan y no hagan los gobiernos de las sociedades, los cuales tienen que
invocarla sin falta, continuamente; honrada porque políticamente no puede no serlo, ya que se trata de una creencia-matriz
de nuestra época, la pasión democrática no resiste lo que finalmente se ve como burlándola. Será entonces imposible, por
supuesto, que resulte excesivamente falsa o demasiado pospuesta. Si cada época de la historia parece creer a pies juntillas en
ideas que le son centrales, algunas de las cuales son erradas pero las advierte como tales sólo un tiempo posterior, mientras
que otras pasan de generación en generación como per secula seculorum, la democrática (aunque sea en rigor demasiado
sencilla, incluso ingenua, como dijimos de entrada) cuenta entre las últimas, la del “pensamiento único” entre las primeras.
Volveremos sobre el aspecto.
Entretanto, eso nos devuelve a una tesis del trabajo. Esta “democracia real” en que vivimos, si no resulta objeto de
utilizamiento aprovechado en exceso, en cuyo caso tampoco sirve al efecto, en los demás puede constituir y está
constituyendo paralelamente el reaseguro último de un orden general que la historia supo ir mejorando pero hoy ha
deteriorado -lo sigue haciendo sin medida- y es todavía intrínseca y dramáticamente muy injusto. Dicho de otro modo, la
cuestión es que mientras por una parte puede apuntalarla, por la otra y a la vez la democracia vigente disimula esa
dominación instanciada en todo estado ya según su misma definición en la ciencia política. En síntesis, un régimen
democrático posee en principio las mejores credenciales, hoy ni siquiera disputadas como tales: ahí está el quid de la cosa, en
positivo como (lo que estamos subrayando ahora) en negativo.
En el peor sentido, o en su forma actual y dejando aparte las libertades y derechos tan luminosos que también encandilan,
la democracia ha co-ínstituído “involuntariamente” o como sea un proceso que siquiera en parte no es menos sino más
desencantador y deprimente aun que la fría jaula de hierro que angustiaba a Max Weber en los principios del siglo xx.
Aquella que en el cuadro de la decaída democracia liberal parlamentaria de ese tiempo levantaba una burocracia racional pero
rutinaria y sin alma, sólo operadora de las situaciones, formada por expertos carentes de la debida educación política y sin
talento, excepto el muy “técnico”; una burocracia verdaderamente atrapada pero cómoda en su trama. Y, en su medida, hace
hoy un proceso tan inercial como ése sólo que todavía más lastimoso y hasta denigrante de la condición humana y la
civilización alcanzada.
Desde el tiempo de Weber ya han transcurrido cien años. Después de ellos y una cruelmente riquísima experiencia, las
expectativas -si no de Weber, de los más amplios sectores- han pasado notoriamente de esperanzadas y lo más optimistas a
temerosas, casi sin esperanza. Ahora y al cabo la libertades y los derechos se han afirmado como fundamentales, pero
estando considerablemente logrados mientras disminuyen o faltan para el grueso las condiciones del bienestar y la fe en el
futuro, no bastan. No sirven de consuelo, particularmente, a los enormes contingentes humanos que de hecho no se han visto
siquiera alcanzados por ellos y, no pudiendo gozarlos, no tienen en definitiva nada.
En el mejor, por otro lado, puede ayudar a la salida histórica de esta etapa. Como no es seguro, hay que esperar a que sea
ella la que lo haga. En el pasado reciente, al menos, el factor determinante de las mayores luchas y tragedias pavorosas del
siglo fue exactamente el fracaso de los desarrollos democráticos.

El futuro, los conflictos

En esa conexión, es imposible saber a ciencia cierta lo que deparará el futuro, cómo se resolverán los problemas y los
conflictos de la actualidad que apuntamos. Sin embargo, la aventura de conjeturarlo en lo política y socialmente más básico
no es por completo temeraria.
El mundo ha cambiado profundamente estos años del fin del siglo xx. El de hoy es el mundo del final del comunismo, la
guerra fría, la bipolaridad, y, en paralelo, del advenimiento de lo que se llama “la globalización”, plasmada en un asombroso
conjunto de cambios que tienen su base última en el quizás más formidable y sin duda vertiginoso avance tecnológico de la
historia. Tal es el punto de partida. Con todo, simultáneamente, la desigualdad que trajo el nuevo escenario es como de un
tipo viejo; una desigualdad montada sobre unos mecanismos en parte sustancialmente diferentes pero a la misma manera
insensible y brutal no sólo de los peores rasgos sino de los períodos peores del capitalismo, un capitalismo supuestamente
anterior en el tiempo. Esencialmente, parece pues antigua, a contrapelo de los otros, fundamentales acontecimientos técnicos,
económicos, políticos favorables (y por lo tanto como condenada a volverse caduca, eso antes o después, mediando procesos
de enfrentamiento sea menos o más cruentos). Este es pues un conflicto inscripto ya en el presente.
Incorporado al mismo está el conflicto de las opuestas alternativas calculables a futuro, más o menos en la forma que
gruesamente describimos más arriba y acabamos de recoger recién. El curso de las cosas parecería abierto entonces a dos
puntas en combate. Pero falta registrar aquí lo que forma un tercer conflicto copresente y ciertamente radical. El que existe
entre los principios mismos de la democracia y la desigualdad y que hace no ya una tensión sino la contradicción e
incompatibilidad más absoluta. No es ésta un secreto. Sencillamente, una democracia implica igualdad, la desigualdad
conlleva una no-democracia. En el fondo, realmente, está sólo y apenas esto, el corazón del problema. La conclusión es de
ahí obvia, se sigue sola: si en las últimas décadas democracia y desigualdad vinieron acompañadas, no puede esperarse que
sigan juntas indefinidamente. El nudo que las une hoy se verá desatado y si no, tal vez, cortado a espada, porque en el futuro
habrá de ser la una o la otra: más desigualdad o más democracia.
En ese marco, es difícil imaginarse una apuesta larga por la desigualdad. Lo que puede y debe temerse en cambio es que
los gobiernos y los regímenes de la “democracia real” contemporánea no se coloquen en la capacidad y disposición precisas
para hacer frente al desafío. Según el punto de vista de este autor, su autonomía al efecto es la tan famosa autonomía relativa,
no hay duda, que además posee una operatividad sólo a años vista (aunque lo psicológico obra más rápido); pero existe
positivamente, no les está negada. En defecto de ejercerla, de hacer visible que existe la disposición de asumirla, lo cual
requiere primera y excluyentemente el ánimo que muy a tono con el espíritu de la época actualmente falta, tenemos por
delante algo deprimente y eventualmente catastrófico. Desde ya, en perspectiva ética, quizás también en sangre y lágrimas
-sin hablar del sudor de la famosa fórmula, que es indeclinable.
En realidad, se trata de eso y eso es todo. Más igualdad y más democracia, o más desigualdad y una democracia no ya en
proceso de vaciamiento sino una democracia caída que además arrastrará consigo a la libertad, inevitablemente: aun si es
verdad que la historia ha sabido siempre crear sus propios caminos, por lo general imprevisibles y tantas veces totalmente
inesperados, inéditos, hoy no parece que pueda escapar de la disyuntiva.
Las tesis del trabajo son parcialmente pero con razón desconfiadas respecto de la posibilidad democrática. No obstante,
la moraleja de toda esta historia dice que lo racional es en fin de cuentas apostar por ella. Esto que estamos viendo en el
presente, lo mismo que la ideología, las creencias y hasta las teorías que sostienen y mantienen el curso actual de las cosas,
en realidad no son más sólidos ni duraderos que las estructuras y los poderes hoy asentados y en combinación con ellas, de
suyo sin embargo perecederos ni siquiera muy a la larga. Cíclicos o no, la historia tiene corsi e ricorsi, y la ética -en términos
de Weber- del capitalismo actual es no sólo injusta, inmoral, sino también y necesariamente retrógrada y pasajera. Vale
entonces denunciarla. También, denunciar cómo y hasta qué punto la democracia -su idea- está siendo usada y desvirtuada
por sectores y dirigencias que no parecen tener buena ni mala conciencia, ni a fortiori escrúpulos. Ningún discurso moralista
los disuadirá de seguir haciéndolo, por supuesto, pero en la historia lo moral ha solido anticipar el futuro de todos.

Bibliografía citada
Nota: Cuando se trata de traducciones y/o de reediciones, en lo posible se ha colocado entre paréntesis, al final de cada
texto, la fecha de publicación de los originales. Se obvian estos datos cuando se trata de autores y obras universalmente
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Notas
216 Y aun si está (sea además o en conexión) sufriendo por transitividad la misma capitis diminutio que le imponen al
estado el orden internacional y la globalización en curso. Cfr. al respecto Ulrich Beck, op. cit., esp. cap. iv.
217 V. Gianfranco Pasquino, La Democracia Exigente. Desgraciadamente, si parece estar llevado por buenas
intenciones, el autor no se ocupó de fundar demasiado (ni poco) su, finalmente, malhumorada postura. Para italianos en la
materia, es por cierto más provechosa la lectura de Bobbio.
218 Ese orden ideal -como bien se sabe en teoría política- ya por sí mismo contiene contradicciones últi-mas, tanto como
conduce a callejones sin salida y, de ahí, a la preferencia de unas líneas sobre otras o unos valores contra otros valores. Esto
puede consultarse en los textos más consagrados, los ya citados de Sartori, Dahl, Bobbio, Wolin, Held, Macpherson, que por
lo demás (¿no es sugestivo?) no llegan en-tre sí a la coincidencia.
219 En palabras de un notado historiador, se impuso “una cierta visión del orden mundial que sugiere que protestar
contra la desigualdad es como protestar contra el clima” (Tulio Halperin Donghi reporteado en La Nación, suplemento de
Cultura, 19.9.1999, pág. 8).
220 También comparamos los rasgos de la tradición democrática popular vis à vis la liberal, remitiendo asimismo a
nuestros Para una Teoría de la Democracia Posible, vol. I, y Democracia III. La última De-mocracia.
221 No estoy nada más que tomando la tesis de un autor tan insospechable como reputado, el norteame-ricano Robert A.
Dahl, en Prefacio a la Democracia Económica, caps. 1 y 2.
222 Dahl (v. nota al pie previa) retoma el tema en una obrita menor pero más reciente, On Democracy, la cual tiene la
virtud de exponer las conclusiones sedimentadas por dicho autor al cabo de toda una carrera académica dedicada al estudio
de la teoría y la experiencia democráticas. En la misma, caps. xiii y xiv, sienta ya sin vueltas que el mercado es compatible
con la democracia sólo hasta el nivel de una poliar-quía; más allá de ese punto, dice, está definitivamente en riña con una
democracia verdadera y la igualdad.
223 J.P. Fitoussi, “Mercados y democracia”, op.cit., p. 369.
224 Desde luego, a la par de las instituciones, lato sensu, nosotros hemos puesto y pondríamos más énfasis en las
estructuras y los relacionamientos que en los individuos en tanto individualidades, según parece hacerlo Fitoussi (Ya
hablamos de la relación individuos-sociedad y en general de las mediacio-nes). Pero estamos tomando aquí la crítica que
hace dicho autor de la reificación de “los mercados”.
225 Cfr. el documento de la Comisión Social del Episcopado francés “Rehabilitar la política”, en Crite-rio, año LXII,
no. 2241, julio de 1999. Dicho sea de paso y no tan de paso: ya van varias veces que citamos fuentes católicas eclesiales. La
razón es muy aparente: en tiempos de una hegemonía ideológica determinada, la neoliberal, la del “Pensamiento Único”, no
parece haber otra voz de gran organización que se permita ser disonante.
226 Ya expusimos que los procesos de mejoramiento social (que han tenido altos pero también bajos, co-mo los tienen
actualmente), aun cuando positivos no debe ser confundidos con una, stricto sensu, reali-zación de la igualdad. Véase la
sección final del capítulo 1.
227 Confróntese con estas palabras: “Hay inversores que me han dicho que si (Eduardo) Duhalde tiene tiempo para ir al
Vaticano a ver al Papa, por qué no viene aquí. Porque las peras están aquí, y el olmo en el Vaticano”, dichas en Nueva York
por A. Pozecansky, director ejecutivo y economista jefe de la firma ING Baring, de Wall Street ( Cfr. La Nación del 1.8.99,
sección Economía & Negocios, pág. 1, que titula “Porzecansky: Si Duhalde tiene tiempo para ir al Vaticano a ver al Papa,
¿por qué no viene aquí?”
Eduardo Duhalde es a ese momento el candidato presidencial del partido Justicialista, en plena campaña para las
elecciones del siguiente octubre en la Argentina).
228 Me refiero a Fernand Braudel, Las Civilizaciones Actuales, capítulos I a (y especialmente) III.

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