El Príncipe Feliz
El Príncipe Feliz
El Príncipe Feliz
(Fragmento)
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas
antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de
la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa
amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.
-¿Quieres que te ame? -dijo la golondrina, que no se andaba nunca con
rodeos.
Y el junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y
trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese junco es
un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, la golondrina se sintió muy sola y empezó a
cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque
coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el junco multiplicaba sus más
graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la golondrina-. A mí me gustan los viajes.
Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la golondrina al junco.
Pero el junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la golondrina-. Me marcho a las Pirámides.
¡Adiós!
Y la golondrina se fue.
En nombre de Boby
(Fragmento)
Ayer cumplió los ocho años, le hicimos una linda fiesta y Boby estuvo contento
con el tren de cuerda, la pelota de fútbol y la torta con velitas. Mi hermana
había tenido miedo de que justamente en esos días viniera con malas notas de
la escuela pero fue al revés, mejoró en aritmética y en lectura y no había
motivo para suprimirle los juguetes, al contrario.
Le dijimos que invitara a sus amigos y trajo al Beto y a Juanita; también vino
Mario Panzani, pero se quedó poco porque el padre estaba enfermo. Mi
hermana los dejo jugar en el patio hasta la noche y Boby estrenó la pelota,
aunque las dos teníamos miedo de que nos rompieran las plantas con el
entusiasmo.
Cuando fue la hora de la naranjada y la torta con velitas, le cantamos a coro el
“apio verde” y nos reímos mucho porque todo el mundo estaba contento, sobre
todo Boby y mi hermana; yo, claro, no dejé de vigilar a Boby y eso que me
parecía estar perdiendo el tiempo, vigilando qué, si no había nada que vigilar;
pero lo mismo vigilando a Boby cuando él estaba distraído, buscándole esa
mirada que mi hermana no parece advertir y que me hace tanto daño.
Ese día solamente la miró así una vez, justo cuando mi hermana encendía las
velitas, apenas un segundo antes de bajar los ojos y decir como el niño bien
educado que es: “Muy linda la torta, mamá”
y Juanita aprobó también y Mario Panzani. Yo había puesto el cuchillo largo
para que Boby cortara la torta y en ese momento sobre todo lo vigilé, desde la
otra punta de la mesa, pero Boby estaba tan contento con la torta que apenas
la miró así a mi hermana y se concentró en la tarea de cortar las tajadas bien
igualitas y repartirlas.
“Vos la primera mamá”, dijo Boby dándole su tajada, y después a Juanita y a
mí, porque primero las damas. Enseguida se fueron al patio para seguir
jugando, salvo Mario Panzani que tenía al padre enfermo, pero antes Boby le
dijo de nuevo a mi hermana que la torta estaba muy rica, y a mí vino corriendo
y me saltó al pescuezo para darme uno de sus besos húmedos. “Qué lindo el
trencito, tía”, y por la noche se me trepó a las rodillas para confiarme el gran
secreto: “Ahora tengo ocho años, sabes, tía”.
Julio Cortázar, Cuentos completos 2: En nombre de Boby, Alfaguara, México, 1977.