Santiago Alba Rico Apología Del Contagio
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Desde que existe el Covid-19 ya no ocurre nada. Ya no hay infartos ni dengue ni cáncer ni
otras gripes ni bombardeos ni refugiados ni terrorismo ni nada. Ya no hay, desde luego,
cambio climático
A principios del verano de 1834 la epidemia de cólera que desde hacía dos años se
extendía por España causó en Madrid más de 3.000 muertos. El 17 de julio los muy
católicos plebeyos del barrio de Lavapiés (o del Avapiés) asaltaron y quemaron los
conventos de Madrid, dando muerte a 75 frailes y monjas de las más variadas
órdenes instaladas en la capital: jesuitas, franciscanos, mercedarios. Durante los días
anteriores –se decía– se había visto a “mujerzuelas” y “mendigos” manipulando de
manera sospechosa las fuentes y la víspera del motín popular (“una orgía de
caníbales”, según Menéndez y Pelayo) un joven peinero de la calle Carretas que
había sido sorprendido mientras vertía unos polvos amarillos en un caño de la
Puerta del Sol confesó a golpes que lo hacía por orden de los jesuitas. El delirio
inflamó la ciudad. En su novela Un faccioso más y algunos frailes menos, Galdós
recoge el episodio describiendo a través de algunos personajes populares el terror
paranoico de los madrileños y su tendencia a buscar un culpable. Maricadalso, que
acababa de perder a su hija, se enfada mucho cuando el clérigo Gracián habla de una
enfermedad oriental que se llama “cólera”: “Eso no es epidemia que venga de las
Asias sino malos quereres”, dice; “son los malos, los pillos que quieren que acabe
medio mundo para quedarse ellos solos”. Y algunas páginas más adelante, Tablas,
amante de Nazaria la carnicera, tras difundirse el rumor del envenenamiento de las
aguas, expresa en un corrillo de taberna la obsesión colectiva: “¿Por qué envenenan a
la gente? Para acabar con los liberales. Ellos dicen: «No podemos aniquilar a
nuestros enemigos uno a uno, pues acabemos con todo el género humano»”. El
terror vengativo y ansiolítico se volcó, como un tsunami, sobre los representantes de
la Iglesia.
Cada vez que un pueblo ha tenido que afrontar una amenaza colectiva ha buscado
un cuerpo concreto al que atribuir la responsabilidad y en el que localizar el remedio
En los tiempos del coronavirus el mundo se vuelve familiar y antiguo. Cada vez que
un pueblo ha tenido que afrontar una amenaza colectiva ha buscado un cuerpo
concreto al que atribuir la responsabilidad y en el que localizar el remedio. Es el
chivo expiatorio, al que los griegos llamaban pharmakos (de donde nuestra
“farmacia”), una víctima escogida al azar en la que se depositaba toda la complejidad
de la crisis y cuyo sacrificio o expulsión de la ciudad liberaba a los hombres de todos
los peligros. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, dice nuestro refranero. Los
madrileños en 1834 escogieron a los curas porque apoyaban el carlismo, predicaban
virtudes que no cumplían y acusaban a los pobres de provocar la ira de Dios con sus
pecados. Cada época y cada pueblo tiene su propio pharmakos. En las últimas
semanas, a medida que el coronavirus se ha ido difundiendo por todo el mundo, la
fiebre conspiranoica ha adoptado vestiduras contemporáneas; es decir, racistas y/o
geopolíticas. Las hay claramente psiquiátricas y las hay pseudocientíficas. Entre las
primeras cito la de un chiflado italiano que echa la culpa a las vacunas. Según él, la
aparición del coronavirus habría sucedido a la campaña de vacunación obligatoria en
China, donde se habrían utilizado sustancias que contienen un “polvo inteligente”,
ya inoculado en la sangre de toda la humanidad, que permite “digitalizar” los
cuerpos, de manera que “los malos” y los “pillos” –las élites mundiales– pueden
activar desde lejos el virus tantas veces como quieran, así como las funciones de los
órganos. Entre las pseudocientíficas, que combinan datos reales con elucubraciones
fantasiosas, se pueden citar las declaraciones, tan virales en las redes como los virus
en los bronquios, de Francis Boyle, un jurista estadounidense especialista en “guerra
biológica” que, a partir de la existencia real de un laboratorio P4 en la región de
Wuhan, se entrega a calenturientas elucubraciones sobre la antesala vírica de la
“tercera guerra mundial”.
Así que necesitamos más que nunca un chivo expiatorio o pharmakos, ya sea racista,
antiimperialista o anticapitalista. ¿Por qué? Porque el complotismo, como la navaja
de Ockham, reduce todas las complejidades y abstracciones a una concreción
aprehensible y casi táctil y es, por eso mismo, tranquilizador. Tiene algo de amuleto
primitivo o ceremonia apotropaica. Nos gustaría creer que sólo existen los hombres,
aunque sean malos, y que incluso la máxima destrucción es un negocio humano que
nos mantiene en el universo que nosotros mismos hemos creado y que aún podemos
dominar. La conspiración, después de todo, es un orden, un sistema, una voluntad;
su sujeto es inteligible y, si no siempre neutralizable, es siempre reconocible y, aún
más, reconociente: reconoce nuestra existencia individual, aunque sólo sea para
acabar con ella. En cuanto a la naturaleza y al poder tecnológico, por el contrario,
nos sacan de pronto al exterior, a la intemperie desnuda del origen, donde nuestros
cuerpos, hace 100.000 años, estaban expuestos a las mandíbulas ciegas de los
depredadores.
El complotismo, en definitiva, niega las dos amenazas que más aterran al ser
humano: la contingencia y la naturaleza, que el capitalismo, al menos en el
imaginario occidental, parecía haber conjurado para siempre. Y hete aquí que llega
un maldito virus coronado, sin cara y sin ojos, y comparece ante nuestros cuerpos
armado de dos ideas espantosas.
Observemos que contingencia e impersonalidad son los dos rasgos que hemos
atribuido convencionalmente a la Naturaleza antagonista, entendida como esa
cantidad excedentaria, que creíamos cada vez más pequeña, al orden humano. Lo
que está fuera, lo que queda fuera, lo que aún no hemos conseguido interiorizar o
ensimismar: qué miedo da todo eso a una civilización solipsista que ha olvidado que
de ahí procede también toda verdadera alegría. El virus subhumano que mata es
inseparable de la flor parahumana que nos resucita, de la mirada sobrenatural que
nos descarrila en el metro.
Así que, enfrentados a la contingencia más abstracta, preferimos, como hace mil
años, como hace 50.000 años, la conspiración que nos permite odiar a alguien
concreto, aunque sea imaginario, y ser odiados por alguien concreto, aunque no
podamos defendernos. Los “pillos” y los “malos” tienen nombre, cara, ojos, voluntad.
Los “pillos” y los “malos” se ocupan de nosotros, ¡menos mal! El complotismo que
hace humano al virus contingente e impersonal satisface el mínimo de narcisismo y
autoestima sin el cual ni los más humillados y ofendidos pueden sobrevivir.
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