Filo. Danza Paul Valery

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Filosofía de la danza (Paul Valéry).

Texto
íntegro.
15 Ago 2017 | Un poco de todo
“El hombre es ese animal singular que se mira vivir (…)”.

Bailarina sobre fondo malva, acuarela,


tinta china, gouache, pastel y collage, 1970.
¿En el proceso creativo qué papel juega la percepción? ¿Qué relación existe entre la
función orgánica del cuerpo y la inventiva? ¿Cómo influyen la acciones físicas en la
armonía y qué rol desempeñan ambas en la creación de imágenes únicas?
¿Deja el dominio del cuerpo espacio para la improvisación? ¿Qué es la energía inútil
y cómo ésta se transforma en útil y necesaria; es decir, en arte? ¿Cómo interviene la
curiosidad en la fase creativa? ¿Qué papel juega la energía en el desarrollo de las
ideas? ¿Y el ritmo? En definitiva, ¿qué peculiaridades físicas y mentales convierten
al hombre en artista?
Estas son las preguntas que Paul Valéry se hace en Filosofía de la danza y que le
permiten meditar sobre la relación que existe entre la vida interior del hombre y
su fisiología. El poeta simbolista se sirve de la danza popular para disertar sobre las
expresiones del individuo que van más allá de las acciones prácticas de la vida que
garantizan la supervivencia de la especie.
Para dar respuestas a sus preguntas, Paul Valéry recurre al baile flamenco y, en
concreto, a las actuaciones de Antonia Mercé y Luque (1888-1936), La Argentina,
bailadora por la que el poeta sentía admiración. De hecho, la conferencia Filosofía
de la danzasirvió de introducción a una de las últimas actuaciones que dio la
flamenca, aunque la presentación oficial del texto tuvo lugar en la Université des
Annales el 5 de marzo de 1936, cuatro meses antes del fallecimiento de La
Argentina.
En Filosofía de la danza, el poeta y ensayista se introduce en las fauces del arte con
sólo una certeza: la de saber a ciencia cierta que el arte es un reflejo de la capacidad
creadora del hombre. Nada más sabe, nada más tiene, y la misión que se ha
propuesto es encontrar las causas que determinan ese efecto. Pero las causas bailan
en la hondura de la que nacen la música, la pintura, la escultura, la poesía, la
literatura, la danza.
Paul Valéry reflexiona sobre los principios que originan las combinaciones que
otorgan maneras de hacer infinitas y singulares.

Las tres y media (El poeta), óleo sobre


lienzo, 1911.
En Filosofía de la danza cuando Paul Valéry se pregunta qué es el baile se está
interrogando a sí mismo, está intentado descubrir hasta qué punto es porosa la línea
que separa al hombre y al poeta que hay en él, está intentando descifrar los arcanos
de su mente, los misterios que le permiten controlar, como a la bailarina
flamenca, sus dos mitades: su propio yo y el objeto de su creación, que debe estar
bajo su control.
Cuando Paul Valéry se pregunta qué es el baile está intentando descubrir cuál es el
origen de las ideas que producen un efecto único: un poema, un relato, una canción,
un movimiento místico y original… Y está indagando, a su vez, en el resultado
nacido de la combinación de movimientos físicos y de lo que él denomina espíritu
abstracto.
Cuando Paul Valéry intenta responderse qué es la danza está buscando la veta de la
que mana su poesía, la veta de la que nace el arte.
Acompaño la conferencia Filosofía de la danza con el mundo figurativo y
enérgico del pintor poeta Marc Chagall. Dejo al final del texto un video con una
escena de una de las actuaciones de La Argentina, la bailadora flamenca que le
sirvió de inspiración.

FILOSOFÍA DE LA DANZA

La novia de dos caras, óleo sobre lienzo,


1927.
Antes de que La Argentina les sobrecoja, les capture en la esfera de vida lúcida y
apasionada que su arte va a formar; antes de que muestre y demuestre lo que puede
llegar a ser un arte de origen popular; creación de la sensibilidad de una raza
ardiente, cuando la inteligencia se apodera de él, lo penetra y hace de él un medio
soberano de expresión e invención, deben resignarse a oír algunas proposiciones
que, ante ustedes, va a atreverse a hacer sobre la Danza un hombre que no danza.
Esperarán un poco el momento de la maravilla, y se dirán que yo no estoy menos
impaciente que ustedes por dejarme embelesar por ella.
Paso enseguida a mis ideas y les digo sin más preparación que la Danza, a mi
parecer, no se limita a ser un ejercicio, una diversión, un arte ornamental y un juego
de sociedad a veces; es una cosa seria y, en ciertos aspectos, una cosa muy
venerable. Toda época que ha comprendido el cuerpo humano, o que ha
experimentado, al menos, el sentimiento del misterio de esta organización, de sus
recursos, de sus límites, de las combinaciones de energía y de sensibilidad que
contiene, ha cultivado, ha venerado la Danza.
La Danza es un arte fundamentalmente, como lo sugieren o lo prueban su
universalidad, su antigüedad inmemorial, los usos solemnes que se ha hecho de ella,
las ideas y las reflexiones que ha engendrado en todas las épocas. Y es que la Danza
es un arte deducido de la vida misma, puesto que no es sino la acción del conjunto
del cuerpo humano; pero acción transpuesta a un mundo, a una especie de espacio-
tiempo, que ya no es completamente el mismo que el de la vida práctica.
El hombre se dio cuenta de que poseía más vigor, más flexibilidad, más
posibilidades articulotarias y musculares de las que necesitaba para satisfacer las
necesidades de su existencia, y descubrió que algunos de esos movimientos le
procuraban, por su frecuencia, su sucesión o su amplitud, un placer que llegaba hasta
una especie de embriaguez, y tan intenso a veces que sólo un agotamiento total de
sus fuerzas, una especie de éxtasis de agotamiento podía interrumpir su delirio, su
derroche motriz exasperado.
Tenemos, pues, demasiadas fuerzas para nuestras necesidades. Pueden observar
fácilmente que la mayoría, la inmensa mayoría, de las impresiones que recibimos de
nuestros sentidos no nos sirven para nada, son inutilizables, no desempeñan ningún
papel en el funcionamiento de los aparatos esenciales para la conservación de la
vida. Vemos demasiadas cosas; oímos demasiadas cosas con las que no hacemos
nada ni podemos hacer nada; a veces son las palabras de un conferenciante.
La misma observación en cuanto a nuestros poderes de acción: podemos ejecutar
una multitud de actos que no tienen ninguna posibilidad de encontrar un uso en las
operaciones indispensables o importantes de la vida. Podemos trazar un círculo,
hacer que se muevan los músculos de la cara, andar a compás; todo esto, que ha
permitido crear la geometría, la comedia y el arte militar, es acción inútil en sí y para
el funcionamiento vital.
Así, los medios de relación de la vida, nuestros sentidos, nuestros medios
articulados, las imágenes y los signos que gobiernan nuestras acciones y la
distribución de nuestras energías, que coordinan los movimientos de nuestra
marioneta, podrían no emplearse más que al servicio de nuestras necesidades
fisiológicas y limitarse a atacar el medio en que vivimos, o a defendernos contra él,
de modo que su única ocupación consistiera en la conservación de nuestra
existencia.
Podríamos llevar una vida estrictamente ocupada en el cuidado de nuestra máquina
de vivir, completamente indiferentes o insensibles a todo lo que no desempeña
ningún papel en los ciclos de transformación que componen nuestro funcionamiento
orgánico, sin sentir, sin realizar nada más que lo necesario, no haciendo nada que no
fuese una reacción limitada, una respuesta finita a alguna intervención exterior. Pues
nuestros actos útiles son finitos. Van de un estado a otro.

El perro y el zorro (Fábula La


Fontaine), acuarela y gouache sobre papel, 1926.
Vean cómo los animales parece que no perciben nada ni hacen nada útil. El ojo de
un perro ve los astros, sin duda; pero en el ser de este perro esta visión no tiene
ninguna consecuencia. El oído de este perro percibe un ruido que le hace levantar las
orejas y le inquieta; pero no absorbe de ese ruido más que lo que necesita para
responder a él con una acción inmediata y uniforme. No se entretiene en la
percepción. La vaca, en su prado, cerca del cual el Calais-Mediterranée corre con
gran estruendo, da un salto, el tren huye; en la cabeza del animal ninguna idea corre
detrás de ese tren: regresa a su yerba tierna, sin seguirlo con sus bellos ojos. El
índice de su cerebro vuelve enseguida a cero.
Sin embargo, los animales a veces parecen divertirse. El gato, visiblemente, juega
con el ratón. Los monos hacen pantomimas. Los perros se persiguen, saltan ante los
caballos; y no sé de nada que dé la idea del juego más felizmente libre que los
retozos de las marsopas que se ven en alta mar emergiendo, sumergiéndose,
venciendo a un navío de carrera, pasando bajo la roda y reapareciendo en medio de
la espuma, más vivas que las olas, y, entre ellas y como ellas, brillando y variando al
sol. ¿Es esto ya danza?
Pero todas estas diversiones animales pueden interpretarse como acciones útiles,
embates impulsivos debidos a la necesidad de consumir una energía sobreabundante,
o de mantener es estado de flexibilidad o de vigor unos órganos destinados a la
ofensiva o la defensiva vital. Y creo observar que las especies que parecen más
rigurosamente construidas y dotadas de los instintos más especializados, como las
hormigas o las abejas, parecen también las más ahorradoras de su tiempo. Las
hormigas no pierden un minuto. La araña acecha y no se divierte en su telaraña. Pero
¿y el hombre?

Homenaje a Apollinaire
(Adán y Eva), óleo sobre lienzo, 1911-1912.
El hombre es ese animal singular que se mira vivir, que se da un valor, y que pone
todo este valor que quiere darse en la importancia que otorga a unas percepciones
inútiles y a unos actos sin consecuencia física vital.
Pascal situaba toda nuestra dignidad en el pensamiento; pero este pensamiento que
nos edifica -a nuestros propios ojos- por encima de nuestra condición sensible es
exactamente el pensamiento que no sirve para nada. Observen que no le sirve para
nada a nuestro organismo el que meditemos sobre el origen de las cosas, sobre la
muerte; y más aún, que los pensamientos de este orden tan elevado serían más bien
nocivos, e incluso fatales para nuestra especie. Nuestros pensamientos más
profundos son los más indiferentes para nuestra conservación y, en cierto modo, son
fútiles respecto a ella.
Pero nuestra curiosidad, más ávida de lo que es necesario, nuestra actividad, más
excitable de lo que exige cualquier objeto vital, se han desarrollado hasta la
invención de las artes, de las ciencias, de los problemas universales, y hasta la
producción de objetos, formas y acciones de las que se podía fácilmente prescindir.
Pero todavía esta invención y esta producción libres y gratuitas, todo este juego de
nuestros sentidos y nuestras fuerzas, han encontrado poco a poco para sí una especie
de necesidad y una especie de utilidad.
Tanto el arte como la ciencia, cada uno según sus medios, tienden a hacer una
especie útil con lo inútil, una especie de necesario con lo arbitrario. Así, la creación
artística no es tanto una creación de obras como una creación de la necesidad de las
obras, pues las obras son productos, ofertas, que suponen unas demandas, unas
necesidades.
Ya estamos con la filosofía, piensan ustedes… Lo confieso… He puesto un poco de
más. Pero cuando uno no es un danzante; cuando a uno le resultaría bien difícil no
sólo danzar, sino explicar el menor paso; cuando uno no posee, para tratar sobre los
prodigios que hacen las piernas, más que los recursos de una cabeza, sólo puede
salvarse haciendo un poco de filosofía -es decir, examinando las cosas desde muy
lejos con la esperanza de hacer desaparecer las dificultades con la distancia. Es
mucho más sencillo construir un universo que explicar cómo un hombre se aguanta
sobre los pies. Pregunten a Aristóteles, a Descartes, a Leibniz y a algunos otros.

El desnudo, gouache sobre papel, 1913.


No obstante, un filósofo puede mirar la acción de un danzante y, observando que
encuentra placer en ello, puede también tratar de sacar de su placer el placer
secundario de expresar sus impresiones en su lenguaje.
Pero, primero, puede sacar de ella algunas bellas imágenes. Los filósofos son muy
aficionados a las imágenes: no hay oficio que pida más, aunque a veces las
disimulan bajo palabras grises. Han creado imágenes célebres: uno, una caverna;
otro, un río siniestro que nunca se pasa de nuevo; otro, un Aquiles que pierde el
aliento detrás de una tortuga inaccesible. Los espejos paralelos, los corredores que se
pasan una antorcha, y hasta Nietzsche con su águila, su serpiente y su funámbulo, es
todo un material, toda una figuración de ideas con la que se podría hacer un
bellísimo ballet metafísico en el que se compondrían en la escena muchos símbolos
famosos.
Mi filósofo, sin embargo, no se contenta con esta representación. ¿Qué hacer ante la
Danza y la danzante para procurarse la ilusión de saber un poco más que ella misma
sobre lo que ella sabe mejor que nada y uno no sabe en absoluto? Es necesario que
compense su ignorancia técnica y disimule su apuro mediante alguna ingeniosidad
de interpretación universal de este arte, cuyos prestigios constata y experimenta.
Se pone a ello; se consagra a ello a su manera… La manera de un filósofo, su forma
de ponerse en danza es bien conocida… Inicia el paso de la interrogación. Y, como
corresponde a un acto inútil y arbitrario, se entrega a él sin prever ningún fin; entra
en una interrogación ilimitada, en lo infinito de la forma interrogativa. Es su oficio.
Sigue las reglas. Empieza con su comienzo habitual. Y he aquí que se pregunta:
“¿Qué es, pues, la Danza?”

Mujer con manos rojas y verdes, gouache,


tinta china, óleo y collage de tela, h.1970.
¿Qué es, pues, la Danza? Él se turba y enseguida su mente se paraliza -lo que le hace
pensar en una famosa pregunta y una famosa turbación de San Agustín.
San Agustín confiesa que un día se preguntó qué era el Tiempo; y reconoce que lo
sabía muy bien cuando no pensaba en preguntárselo; pero que se perdía en las
encrucijadas de su mente en cuanto se aplicaba a este nombre, se detenía en él y lo
aislaba de algún uso inmediato y de alguna expresión particular. Observación muy
profunda…
Mi filósofo está en este punto: vacilando en el umbral temible que separa a una
pregunta de una respuesta, obsesionado por el recuerdo de San Agustín, soñando en
su penumbra en la confusión de ese gran santo:
“¿Qué es el Tiempo? Pero ¿qué es la Danza?”
Pero la Danza, se dice a sí mismo, no es al fin y al cabo más que una forma del
Tiempo, no es más que la creación de una especie de tiempo, o de un tiempo de una
especie completamente distinta y singular.
Ya lo tenemos menos preocupado: ha efectuado el matrimonio de dos dificultades.
Cada una de ellas, en estado separado, lo dejaba perplejo y sin recursos; pero ahora
están unidas. La unión será fecunda, quizás. De ella nacerán algunas ideas, y esto es
precisamente lo que él busca, es su vicio y su juguete.
Mira entonces la bailarina con ojos extraordinarios, los ojos extralúcidos que
transforman todo lo que ven en una presa del espíritu abstracto. Considera y descifra
a su guisa el espectáculo.
Le parece que esa persona que danza se encierra, en cierto sentido, en una duración
que ella engendra, una duración completamente hecha de energía actual,
completamente hecha de nada que puede durar. Ella es el instrumento, ella prodiga
lo inestable, pasa por lo imposible, abusa de lo improbable; y a fuerza de negar con
su esfuerzo el estado ordinario de las cosas, crea en las mentes la idea de otro estado,
de un estado excepcional -un estado que no sería más que acción, una permanencia
que se efectuaría y se consolaría por medio de una producción incesante de trabajo,
comparable a la vibrante posición de un abejorro o una esfinge ante el cáliz de flores
que explora, y que permanece, cargado de potencia motriz, casi inmóvil, y sostenido
por su aleteo increíblemente rápido.
Nuestro filósofo puede asimismo comparar a la bailarina con una llama y, en suma,
con todo fenómeno visiblemente mantenido por el consumo intenso de una energía
cálida superior.
Le parece también que, en el estado danzante, todas las sensaciones del cuerpo a la
vez motor y movido están encadenadas y en cierto orden -que se preguntan y se
responden las unas a las otras, como si repercutieran, se reflejaran en la pared
invisible de la esfera de las fuerzas de un ser vivo. Permítanme esta expresión
terriblemente atrevida: no encuentro otra. Pero ustedes ya sabían de antemano que
soy un escritor oscuro y complicado…
Mi filósofo -o, si lo prefieren, la mente afligida por la manía interrogadora- se
plantea ante la danza sus preguntas acostumbradas. Aplica sus por qué y sus cómo;
sus instrumentos habituales de elucidación, que son los medios de su arte; y trata de
sustituir, como ustedes acaban de ver, la expresión inmediata y oportuna de las cosas
por fórmulas más o menos extrañas que le permiten relacionar ese gracioso hecho de
la Danza con el conjunto de lo que sabe, o cree saber.
En el circo, óleo sobre lienzo, 1968-
1971.
El filósofo intenta profundizar el misterio de un cuerpo que, de repente, como por
efecto de un choque interior, entra en una especie de vida a la vez extrañamente
inestable y extrañamente regulada; y a la vez extrañamente espontánea, pero
extrañamente sabia y ciertamente elaborada.
Este cuerpo parece haberse desprendido de sus equilibrios habituales. Se diría que se
las da de listo -quiero decir: de rápido- con su peso, cuya tendencia esquiva a cada
instante. ¡No hablemos de sanciones!
En general, se impone a sí mismo un régimen periódico más o menos simple, que
parece conservarse por sí solo; está como dotado de una elasticidad superior que
parece recuperar el impulso de cada movimiento y lo restituye enseguida. Recuerda
a la peonza, que se sostiene sobre la punta y reacciona tan vivamente al menor
choque.
Pero he aquí una observación importante que se le ocurre a esta mente filosofante, la
cual haría mejor distrayéndose sin reservas y abandonándose a lo que ve. Observa
que este cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea. Da realmente la impresión
de que sólo se ocupa de sí mismo y de otro objeto, un objeto capital, del que se
desprende o se libera, al que regresa, pero sólo para tomar en él algo por lo que
volver a huir…
Es la tierra, es el suelo, el lugar sólido, el plano sobre el que se atasca la vida
ordinaria y procede la marcha, esa prosa del movimiento humano.
Sí, este cuerpo danzante parece ignorar todo lo demás, no saber nada de todo lo que
le rodea. Se diría que se escucha y que no escucha más que a sí mismo; se diría que
no ve nada y que los ojos que lleva no son más que joyas, aquellas alhajas
desconocidas de las que habla Baudelaire, luces que no le sirven de nada.
Por lo tanto, la bailarina está realmente en otro mundo, el cual ya no es el que pintan
nuestras miradas, sino el que ella teje con sus pasos y construye con sus gestos. Pero
en ese mundo no hay objetivo exterior de los actos; no hay ningún objeto que
agarrar, que alcanzar o que rechazar o del que huir, un objeto que termine
exactamente una acción y dé a los movimientos, en primer lugar, una dirección y
una coordinación exteriores, y después una conclusión clara y segura.
Y esto no es todo: aquí no hay nada imprevisto; si a veces parece que el ser danzante
actúa como si estuviera ante un incidente imprevisto, este imprevisto forma parte de
una previsión muy evidente. Todo ocurre como si… ¡Pero nada más!
Por lo tanto, ni objetivo, ni incidentes verdaderos, no hay exterioridad…

La danza, óleo sobre lienzo, 1950-1952.


El filósofo exulta. ¡No hay exterioridad! La bailarina no tiene exterior… Nada existe
más allá del sistema que ella se forma con sus actos, sistema que hace pensar en el
sistema completamente contrario y no menos cerrado que nos constituye el sueño,
cuya ley totalmente opuesta es la abolición, la abstención total de los actos.
La danza le parece como un sonambulismo artificial, un grupo de sensaciones que se
forma una morada para sí, en la que ciertos temas musculares se suceden de acuerdo
con una sucesión que le instituye su tiempo propio, su duración absolutamente suya,
y contempla con una voluptuosidad y una dilección cada vez más intelectuales a ese
ser que da a luz, que emite desde la profundidad de sí mismo esa bella sucesión de
transformaciones de su forma en el espacio; que ora se transporta, sin ir
verdaderamente a ninguna parte, ora se modifica en el mismo lugar, se expone en
todos los aspectos; y que, a veces, modula sabiamente apariencias sucesivas, como
mediante fases bien ajustadas; a veces se transforma vivamente en un torbellino que
se acelera para fijarse de golpe, cristalizado en una estatua, adornado con una
sonrisa extraña.
Pero este desapego del medio, esta ausencia de finalidad, esta negación de los
movimientos explicables, estas rotaciones completas (que ninguna circunstancia de
la vida ordinaria exige a nuestro cuerpo), esta sonrisa misma que no es de nadie,
todos estos rasgos son decisivamente opuestos a los de nuestra acción en el mundo
práctico y a los de nuestras relaciones con él.
En éste, nuestro ser se reduce a la función de un intermediario entre la sensación de
una necesidad y el impulso que satisfará esta necesidad. En este papel, procede
siempre por la vía más económica, si no siempre la más corta: busca el rendimiento.
La línea recta, la menor acción, el tiempo más breve, parecen inspirarlo. Un hombre
práctico es un hombre que posee el instinto de esta economía de tiempo y de medios,
y que la obtiene tanto más fácilmente cuanto que su finalidad es más clara y está
mejor localizada: un objeto exterior.
Pero hemos dicho que la danza es todo lo contrario. Tiene lugar en su estado, se
mueve en ella misma, y no tiene, en sí misma, ninguna razón, ninguna tendencia
propia a la terminación. Una fórmula de la danza pura no debe contener nada que
haga prever que tenga un término. Los que la terminan son acontecimientos ajenos;
sus límites de duración no le son intrínsecos; lo que interviene son las conveniencias
de un espectáculo, es la fatiga, es el desinterés. Pero ella no tiene con qué terminar.
Cesa como cesa un sueño, que podría proseguir indefinidamente: cesa, no por la
terminación de alguna empresa, puesto que no hay ninguna empresa, sino por el
agotamiento de otra cosa que no está en ella.
Por consiguiente -permítanme alguna expresión atrevida-, ¿no la podríamos
considerar, y ya se lo he hecho presentir, como una forma de vida interior, dando
ahora, a este término de psicología, un sentido nuevo en el que la fisiología domina?
Vida interior, pero ésta completamente construida de sensaciones de duración y de
sensaciones de energía que se responden y forman como un recinto de resonancias.
Esta resonancia, como todas las demás, se comunica: ¡una parte de nuestro placer de
espectadores es sentirnos ganados por los ritmos y virtualmente danzantes nosotros
mismos!
Vayamos un poco más adelante para sacar de esta especie de filosofía de la Danza
unas consecuencias o unas aplicaciones bastante curiosas. Si he hablado de este arte,
limitándome a estas consideraciones muy generales, es un poco con la segunda
intención de conducirles a donde llego ahora. He tratado de comunicarles una idea
bastante abstracta de la Danza, y de representársela sobre todo como una acción que
se deduce, después se desprende de la acción ordinaria y útil, y finalmente se opone
a ella.
David, óleo sobre papel adherido a
cartón, 1914.
Pero este punto de vista muy general (y esta es la razón de que lo haya adoptado
hoy) conduce a abarcar mucho más que la danza propiamente dicha. Toda acción
que no tiende a lo útil y que, por otra parte, es susceptible de educación, de
perfeccionamiento, de desarrollo, está relacionada con este tipo simplificado de la
danza y, por consiguiente, todas las artes pueden considerarse como casos
particulares de esta idea general, puesto que todas las artes, por definición, implican
una parte de acción, la acción que produce la obra, o bien que la manifiesta.
Un poema, por ejemplo, es acción, porque un poema sólo existe en el momento de
su dicción: está entonces en acto. Este acto, como la danza, no tiene otro fin que
crear un estado; este acto se da sus leyes propias; él también crea un tiempo y una
medida de tiempo que le convienen y le son esenciales: no se puede distinguir de su
forma de duración. Empezar a decir versos es entrar en una danza verbal.
Consideren también a un virtuoso en acción, un violinista, un pianista. No miren
más que sus manos. Tápense los oídos, si se atreven. Pero no vean más que estas
manos. Véanlas actuar y correr sobre el estrecho escenario que les ofrece el teclado.
¿Acaso estas manos no son bailarinas que también han tenido que someterse durante
años a una disciplina severa, a ejercicios sin fin?
Les recuerdo que no oyen nada. No hacen otra cosa que ver esas manos que van y
vienen, se fijan en un punto, se cruzan, a veces juegan a la pídola; ahora una se
entretiene, mientras que la otra parece buscar el paso de sus cinco dedos al otro
extremo de la cantera de marfil y ébano. Ustedes sospechan que todo esto obedece a
ciertas leyes, que todo este ballet está regulado, determinado…
Observemos, de paso, que si no oyen nada y desconocen la pieza que se toca, no
pueden en absoluto prever en qué punto de esa pieza se encuentra la ejecución. Lo
que ustedes oyen no les muestra con ningún indicio el estado de progresión de la
tarea del pianista; pero no dudan que esta acción a la que está entregado se encuentra
a cada instante sometida a una regla bastante compleja, sin duda…
Con un poco más de atención descubrirán en esta complejidad ciertas restricciones a
la libertad de los movimientos de estas manos que actúan y se multiplican en el
piano. Hagan lo que hagan, éstas parecen no hacerlo sin obligarse a respetar no sé
qué igualdad sucesiva. La cadencia, la medida, el ritmo se revelan. No quiero entrar
en estas cuestiones, que, aun siendo muy conocidas y sin dificultad, en la práctica,
me parece que carecen hasta ahora de una teoría satisfactoria, como ocurre, por lo
demás, en toda materia en la que interviene directamente el tiempo. Hay que volver
entonces a lo que decía San Agustín.
Pero es un hecho fácil de observar que todos los movimientos automáticos que
corresponden a un estado del ser, y no a una finalidad figurada y localizada, adoptan
un régimen periódico; el hombre que camina adopta un régimen de esta clase; el
distraído que balancea el pie o que tamborilea en el cristal; el hombre en profunda
reflexión que se acaricia la barbilla, etc.
Un poco más de valor. Vayamos un poco más lejos: un poco más lejos de la idea
inmediata y acostumbrada que se tiene de la danza.

Autorretrato con siete dedos, óleo


sobre lienzo, 1912-1913.
Les decía, hace un momento, que todas las artes son formas muy variadas de la
acción y se analizan en términos de acción. Consideren a un artista en su trabajo,
eliminen los intervalos de descanso o de abandono momentáneo; véanle actuar,
inmovilizarse, reanudar vivamente su ejercicio.
Supongan que esté lo bastante entrenado y seguro de sus medios como para que, en
el momento de la observación que hacen de él, no sea más que un ejecutante y, por
consiguiente, para que estas operaciones sucesivas tiendan a efectuarse en tiempos
conmensurables; es decir, con un ritmo; entonces pueden concebir la realización de
una obra de arte, una obra de pintura y escultura, como una obra de arte en sí misma,
de la que el objeto material que se forma bajo los dedos del artista no es más que el
pretexto, el accesorio de la escena, el tema del ballet.
Esta opinión les parece atrevida, me imagino. Pero piensen que, para muchos
grandes artistas, una obra nunca está acabada; lo que ellos creen ser un deseo de
perfección no es quizás más que una forma de esa vida interior puramente hecha de
energía y de sensibilidad en intercambio recíproco y como reversible, de la que les
he hablado.
Acuérdense, por otra parte, de aquellas construcciones de los antiguos que se
elevaban al rito de la flauta, cuyas órdenes observaban las cadenas de peones y
albañiles.
Podría contarles también la curiosa historia que refiere el Journal de los Goncourt,
de un pintor japonés que vino a París y fue invitado por ellos a ejecutar algunas
obras ante una pequeña reunión de aficionados.
Pero ya es hora de ir concluyendo esta danza de ideas alrededor de la danza viva.
He querido mostrarles cómo este arte, lejos de ser una fútil diversión, lejos de ser
una especialidad que se limita a la producción de algunos espectáculos, al
entretenimiento de los ojos que lo consideran o de los cuerpos que se entregan a él,
es simplemente una poesía general de la acción de los seres vivos: aísla y desarrolla
los caracteres esenciales de esta acción, la separa, la despliega, y hace del cuerpo
que ella posee un objeto cuyas transformaciones, la sucesión de aspectos, la
búsqueda de los límites de las potencias instantáneas del ser, hacen pensar
necesariamente en la función que el poeta da a su espíritu, en las dificultades que le
propone, en las metamorfosis que obtiene de él, en las desviaciones que le solicita y
que lo alejan, a veces excesivamente, del suelo, de la razón, de la noción media y de
la lógica del sentido común.
¿Qué es una metáfora, si no una especie de pirueta de la idea cuyas diversas
imágenes o nombres relacionamos? ¿Y qué son todas estas figuras que utilizamos,
todos estos medios, como las rimas, las inversiones, las antítesis, si no usos de todas
las posibilidades del lenguaje, que nos separan del mundo práctico para poder
formarnos, también nosotros, nuestro universo particular, lugar privilegiado de la
danza espiritual?
Carmen, litografía, 1966.
Les dejo ahora, fatigados de palabras pero por ello más ávidos de encantos sensibles
y de placer sin esfuerzo, con el arte mismo, con la llama, con la ardiente y sutil
acción de La Argentina.
Ustedes ya conocen qué prodigios de comprensión y de invención ha creado esta
gran artista, lo que ha hecho de la danza española. Por lo que a mí respecta, que sólo
les he hablado, y muy sobreabundantemente, de la Danza abstracta, no puedo
decirles cuánto admiro la labor de inteligencia que ha realizado La Argentina cuando
ha recuperado, con un estilo perfectamente noble y profundamente estudiado, un
tipo de danza popular que a veces, no hace mucho, se encanallaba fácilmente, y
sobre todo fuera de España.
Pienso que ha obtenido este magnífico resultado -puesto que se trataba de salvar una
forma de arte y de regenerar su nobleza y su fuerza legítimas- gracias a un análisis
infinitamente sutil de los recursos de este tipo de arte, y de los suyos propios. Y esto
me concierne y me interesa apasionadamente. Soy de los que no oponen jamás, que
no saben oponer, la inteligencia a la sensibilidad, la consciencia reflexiva a sus datos
inmediatos, y saludo a La Argentina como hombre que está exactamente contento de
ella como querría estar contento de sí mismo.

“La Danza es una forma de Tiempo”.


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