Juan Rulfo, La Identidad Mexicana y El Gótico Sureño

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Campesinos que leen a Faulkner: Juan Rulfo, la identidad mexicana y el gótico sureño

Daniel Avechuco Cabrera


Universidad de Sonora
[email protected]

Doctor en Humanidades por la Universidad de Sonora, institución en la que actualmente


se desempeña como profesor-investigador. Sus líneas de investigación son las
representaciones culturales de la Revolución mexicana, las representaciones culturales de
la violencia, y las relaciones entre literatura y discursos visuales. En los últimos años,
publicó tres artículos ligados a estas líneas: “La Revolución narrada desde los márgenes:
representaciones anómicas de la violencia en Cartucho, de Nellie Campobello”,
en Literatura Mexicana, revista de la Universidad Nacional Autónoma de México, “Formas
de recordar la guerra: violencia en la fotografía y el cine documental de la Revolución
mexicana”, en Revista Humanidades, de la Universidad de Costa Rica, y “Las andanzas de
Lilith en la Revolución mexicana: representaciones culturales de la mujer soldado (1911-
1915)”, en Mitologías Hoy, de la Universitat Autònoma de Barcelona.

Resumen: En la cultura mexicana, Juan Rulfo es el paradigma del escritor cuya vida
personal ha propiciado tantos comentarios como su obra; para algunos críticos, de hecho,
las claves para descifrar el misterio de su literatura hay que buscarlas en su desgraciada
vida. Lecturas románticas como estas han contribuido a convertir a Rulfo en un emisario
de la “esencia” del mexicano y a invisibilizar, por consecuencia, el complejo proceso de
creación que encierran El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). Una de las
facetas de este proceso es el diálogo que el jalisciense estableció con la literatura
extranjera, como la de William Faulkner y Erskine Caldwell, cuya obra llevó a Juan Rulfo a
modificar el rumbo de las representaciones de la otredad campesina, tradicionalmente
considerada el epítome de la mexicanidad.

Palabras clave: identidad mexicana, Juan Rulfo, narrativa mexicana, William Faulkner,
Erskine Caldwell, narrativa estadounidense, otredad.

Peasants who read Faulkner: Juan Rulfo, the Mexican identity and the southern gothic

Abstract: In Mexican culture, Juan Rulfo is the paradigm of the writer whose personal life
has provoked as many comments as his work; for some critics, in fact, the keys to decipher
the mystery of his literature must be sought in his unfortunate life. Romantic readings like
these have contributed to turn Rulfo into an emissary of the “essence” of the Mexican
and, consequently, to the invisibilization of the complex creation process involved in El
Llano en llamas (1953) and Pedro Páramo (1955). One of the facets of this process is the
dialogue that the writer from Jalisco established with the literature of foreign authors,
such as William Faulkner and Erskine Caldwell, whose work led Juan Rulfo to modify the
direction of the representations of the peasant otherness, traditionally considered the
epitome of Mexicanness.
Keywords: Mexican identity, Juan Rulfo, Mexican narrative, William Faulkner, Erskine
Caldwell, American narrative, otherness.

Des paysans qui lisent Faulkner: Juan Rulfo, l’identité mexicaine et le Southern Gothic

Dans la culture mexicaine, Juan Rulfo est le modèle de l’écrivain dont la vie personnelle a
suscité autant de commentaires que son œuvre ; pour certains critiques, les clés pour
déchiffrer le mystère de sa littérature doivent être cherchées dans sa vie malheureuse.
Des lectures romantiques comme celle-ci ont contribué à faire de Rulfo un émissaire de l’
« essence » de l’homme mexicain et à rendre invisible, par conséquent, le complexe
processus de création de El Llano en llamas (1953) et Pedro Páramo (1955). L’une des
facettes de ce processus est le dialogue que l’écrivain de Jalisco a établi avec la littérature
de certains auteurs étrangers, comme William Faulkner et Erskine Caldwell, dont le travail
a amené Juan Rulfo à modifier l'orientation des représentations de l'altérité paysanne,
traditionnellement considérée comme la quintessence de la mexicaine.

Mots-clés : identité mexicaine, Juan Rulfo, littérature mexicaine, William Faulkner, Erskine
Caldwell, littérature américaine, altérité.

1. El emisario taciturno de la mexicanidad


La gran cadena de la tradición cultural mexicana está unida por eslabones como José
Guadalupe Posada, Mariano Azuela, Diego Rivera, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes,
Pedro Infante, María Félix y Cantinflas, por mencionar solo las figuras más fulgurantes.
Evidentemente, son artistas mayúsculos; sin embargo, no es el talento –o no únicamente
el talento, para ser exactos– lo que los ha elevado a la cumbre, sino el hecho de que son
considerados descubridores, emisarios o intérpretes de la identidad mexicana. Esto
explica que algunos de ellos posean una popularidad y un prestigio de tal dimensión, que
parecen figuras sagradas. Esta reputación hagiográfica tiene consecuencias diversas. Por
un lado, esos artistas tienden a gozar de una gran difusión y por ende le dan presencia,
porte y definición a la cultura mexicana a escala internacional. Pero por otro, sus obras a
menudo se vuelven intocables y sus sentidos, por ello, necesariamente se petrifican, por
no hablar de cuando el cuadro, la película o el libro quedan a la sombra del artista en
tanto figura pública.
De todos los casos mencionados, el de Juan Rulfo es particularmente significativo en
tanto que logró posicionarse en lo más alto con apenas dos obras. Desde un principio,
Rulfo no solo fue aplaudido por su diestro manejo del lenguaje y su capacidad de
observación, sino también por poner esas virtudes al servicio de la melancólica,
circunspecta y reticente figura del campesino, representante por antonomasia de lo
mexicano. De entre los muchos críticos, artistas y periodistas que de alguna y otra forma
tocaron el tema1, quiero destacar a Juan Villoro y Carlos Fuentes. El primero sostiene «que
la inmersión en nuestra alma toca fondo en las dos obras de Juan Rulfo, en donde los
1
Klahn 1992, 426; Gordon 1967, 198; Lyon 1992, 100; Cruz 1998, 80; Rosser 1995, 326; Ló pez 1993,
67.
deseos y los terrores colectivos, ocultos e inconscientes, acceden por fin al lenguaje 2»; el
autor de Aura, por su parte, dice que mediante el escritor jalisciense se accede a «la
sangre […] que se agita en el ser de México 3». Como se puede ver, ambas personalidades
presuponen que existe una esencia mexicana, cuyo hallazgo y revelación requiere de
artistas que, como Juan Rulfo, posean talento y sensibilidad para captar las vibraciones de
la tierra.
La valoración de la obra rulfiana en los términos expuestos en el párrafo anterior está
condicionada por el material tratado, cierto, pero también por la figura autoral, que con
frecuencia ha sido percibida como un vástago del campo. Un caso paradigmático de esta
tendencia es Juan Rulfo: realidad y mito de la Revolución mexicana, el conocido estudio de
Silvia Lorente-Murphy en el que establece vínculos entre la obra de Rulfo y la Revolución
mexicana. Basta el siguiente fragmento para dejar clara su premisa:

La Revolución y sus consecuencias, adversas para los revolucionarios, para sus


familiares y sus descendientes, aparecen en la obra de Rulfo […] más sentidas y
experimentadas, más sufridas y toleradas que discutidas, analizadas y teorizadas.
Rulfo no ha necesitado «acercarse» al tema; Rulfo es parte del tema mismo, y su
obra no hace más que reflejar esa identificación4.

Rulfo es parte del tema, dice la estudiosa española, lo que es otra forma de decir que la
experiencia trágica del campo mexicano y la vida del autor de Pedro Páramo están unidas
por la consustancialidad: vida y obra hermanadas por la sangre. La lectura de Lorente-
Morphy, de este modo, intenta descifrar algunas de las claves del universo narrativo
rulfiano apelando, antes que a los textos mismos, a la leyenda del escritor, tendencia de la
crítica que Françoise Perus reprueba lúcidamente en la excelente introducción que
escribió para la nueva versión de la edición Cátedra de El Llano en llamas5.
Cabe aclarar que a la mitificación de Rulfo contribuyó, y decisivamente, él mismo.
Consciente de lo que significaba como figura pública, ensalzó su efigie cultivando una
extrema modestia y una sencillez a veces caricaturescas. Estas actitudes salían relucir,
sobre todo, cuando le preguntaban sobre el origen de sus obras; a menudo ponía en un
sitio secundario el procedimiento estrictamente literario para hablar, en su lugar, de
aspectos autobiográficos o semiautobiográficos. Recordemos, por ejemplo, la conferencia
que dictó en la Universidad Central de Venezuela en los años setenta, durante la cual
entretuvo al público platicándole cómo habían surgido sus relatos: «Yo tenía un tío que se
llamaba Celerino. Un borracho. Y siempre que íbamos del pueblo a su casa o de su casa al
rancho que tenía él, me iba platicando historias. Y no sólo iba a titular los cuentos de El
Llano en llamas como los Cuentos del tío Celerino, sino que dejé de escribir el día que se

2
Villoro 1960, 131.

3
Fuentes 1998, 111.

4
Lorente 1998, 130.

5
Perus 2016, 44-45.
murió6». La serpiente que se muerde la cola: los cuentos de El Llano en llamas brotaron de
la voz de quien tiene todas las características de un personaje de El Llano en llamas. Con
declaraciones de esta índole, Rulfo conseguía eludir el siempre complicado tema de la
génesis artística. A menudo eran mentiras burdas, fabricadas solo para la ocasión:
«Inventé que un señor era el que me contaba a mí los cuentos y que este personaje había
muerto y que, desde entonces, yo no había vuelto a escribir cuentos porque no tenía
quién me los contara7». Otra de las varias estrategias de autofiguración de Rulfo fue el
rechazo del papel de intelectual: además de que pocas veces se pronunció social o
políticamente de una forma explícita, siempre priorizó el discurso concreto,
fundamentado en anécdotas y recuerdos, nunca en una retórica elaborada. Esta maniobra
le sirvió para acentuar la modestia y la sencillez: «claro que no es una exposición brillante
la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando en forma muy elemental, porque,
en realidad, yo soy muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales,
por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta 8». Al
desintelectualizarse, Juan Rulfo refuerza la idea de que su arte literario es espontáneo,
natural, orgánico, lo que necesariamente deriva en el relegamiento del arduo proceso de
composición literaria, que de espontaneidad tiene muy poco.
En resumen, si además de consagrarse al orbe campesino, Juan Rulfo se concibe y es
concebido como un escritor en el cual prevalecen la sensibilidad, la intuición, el contacto
con la tierra y la memoria familiar por encima de la técnica literaria, la depuración del
lenguaje y el aprovechamiento y racionalización de los referentes culturales –mexicanos y
no mexicanos–, el mito se consolida, con los perjuicios que ello implica 9. La mitificación da
realce, y eso trae algunos beneficios, pero al mismo tiempo echa una densa bruma no solo
sobre la figura autoral, sino también sobre la obra misma, cuyas particularidades pueden
ser invisibles para la lente de las lecturas canónicas, es decir, las lecturas que hacen de
Juan Rulfo el Hermes taciturno de la mexicanidad.
Una de esas particularidades de la obra rulfiana son sus vínculos con tradiciones
literarias no mexicanas, como la estadounidense, específicamente la del sur. Es cierto que
la crítica señaló desde el principio la deuda que Juan Rulfo tenía, sobre todo, con William
Faulkner, pero esta deuda casi siempre se redujo a un magisterio de técnicas literarias: el
intuitivo y provinciano escritor jalisciense debía mamar de la vanguardia anglosajona para
elevar los problemas de su triste región a la cima universal. Como trataré de explicar en el
siguiente apartado, Rulfo aprende de Faulkner –y de otros escritores sureños– no solo
formas de encuadrar la voz y la perspectiva narrativas y de perturbar la lógica del tiempo y
el espacio, sino también modos de representación del Otro: el campesino rulfiano, por un
lado, y el negro y el white trash de Faulkner, por otro, parecen esculpidos a partir de un
lenguaje y una mirada tendientes a anular o atenuar la exotización. Esta premisa,
6
Rulfo 1992, 873.

7
Citado en García 2008, 86.

8
Rulfo 2016, 103. Estas palabras de Rulfo pertenecen a un ensayo suyo publicado en la Revista de la
Universidad de México, vol. XXV, de 1980.

9
García 2008, 88.
evidentemente, pone en duda la mexicanidad del campesino de Juan Rulfo, a excepción
de la indumentaria y los nombres propios, pero a la vez sirve de pretexto para profundizar
en la red de referencias culturales del escritor jalisciense 10.

2. Sangre en los bajos de Jalisco, sangre en el Mississippi


Si hacemos un análisis cuidadoso de las técnicas empleadas por Juan Rulfo y William
Faulkner, no tardaremos en objetar la premisa de que el segundo proveyó al primero del
arsenal narrativo necesario para dotar de forma literaria al rico y muy complejo universo
campesino de la región jalisciense. Rulfo prioriza los narradores en primera persona y por
consecuencia tiende al monólogo, el monodiálogo y el soliloquio como modalidades
discursivas, modalidades manifestadas con maestría en “Macario”, “Luvina” y
“Acuérdate”, por ejemplo. Y cuando el relato es articulado por una voz extradiegética,
como en “No oyes ladrar los perros” o la primera parte de “El hombre”, esta suele
expresarse mediante un estilo semejante al de los narradores que forman parte de la
diégesis. Tales decisiones composicionales dan origen a la sencillez como una de las señas
de identidad de la prosa rulfiana, una sencillez, claro, que encubre un laborioso trabajo
con la palabra. Por el contrario, en Faulkner prevalecen las narraciones en tercera
persona, organizadas a través de una prosa pletórica de subordinadas y párrafos
interminables. Donde sí coinciden es en la querencia por la dislocación de los parámetros
racionales con que se percibe y experimenta el tiempo y el espacio, pero esta inclinación
se concreta formalmente de modos muy distintos.
Desde luego no niego que las técnicas narrativas faulknerianas –junto con las de otros
escritores de la vanguardia anglosajona, como James Joyce y Virginia Woolf– hayan
resultado determinantes para la renovación de las letras latinoamericanas, pero me
parece que es posible encontrar otras zonas de contacto entre William Faulkner y Juan
Rulfo más allá de lo formal. Como señalé en el apartado anterior, el autor de Pedro
Páramo muy posiblemente asimiló del novelista sureño formas de presentar al Otro,
formas en las que la intromisión del artista aparentemente se suspende y gracias a las
cuales, por lo tanto, la realidad del universo campesino queda expuesta. Ahora bien, cabe
la posibilidad esos modos de representación Rulfo los haya aprendido no solamente de
Faulkner, sino también de otros narradores sureños: Françoise Perus comenta que el
escritor sayulense tenía toda la narrativa de Erskine Caldwell 11, conocido sobre todo por
las novelas El camino del tabaco (Tabacco Road, de 1932) y La parcela de Dios (God’s Little
Acre, de 1933). Caldwell se caracterizaba por su conservadurismo formal, a diferencia de
su compatriota, pero también por su enorme osadía a la hora de exhibir la crudeza del
mundo rural sureño, lo que de hecho le acarreó censura. Así, en tanto inauguradores de
un encuadre no romántico del sur profundo, Caldwell y Faulkner quizás le mostraron a
Rulfo el camino para componer un campesino casi totalmente desprovisto del

10
Las referencias literarias extranjeras de la que má s ha escrito la crítica es la literatura nó rdica, en
especial la de Knut Hamsun, Jens Peter Jacobsen y Selma Lagerlö f, y eso porque Juan Rulfo nunca se
cansó de citarlos. Para ahondar en este tema, véase «La presencia de Hambre, de Knut Hamsun, en la
obra de Juan Rulfo,» de Zarina Martínez Borresen, texto consignado en la bibliografía.

11
Perus 2016, 22.
recubrimiento folclórico colorista y del paternalismo imperantes en la literatura de la
primera mitad del siglo XX.
Si bien algunos consideraron que El Llano en llamas no hacía otra cosa que darle
continuidad al drama campesino, pronto surgieron las voces que destacaron la visión
moderna de Rulfo, como la de Francisco Zendejas:

Este es el primer caso literario en que leemos de los campesinos mexicanos sin
recibir acerca de ellos una admonición: sin esperar que sean las palomas blancas
que describen lo mismo escritores de izquierda que de derecha. Es el primer caso en
que, frente al hombre del campo, un escritor no se hinca a rezar ni exige
inmediatamente una revolución social12.

Con su primer libro, pues, Rulfo no solo modificó el rumbo de las representaciones de la
otredad campesina, sino que también matizó el rol que usualmente adoptaban los artistas
con respecto a los problemas del campo.
No obstante, hubo naturales resistencias a la nueva forma de tallar la figura de los
campesinos. Incomodaron, sobre todo, los primeros planos de la violencia y el lenguaje no
edulcorado para expresarla. En una reseña de 1958 sobre El Llano en llamas, por ejemplo,
Alberto Valenzuela se lamentaba de que el joven Rulfo malgastara su talento en historias
negras: «Pero es bien de dolerse que un hombre tan finamente dotado y tan fiel receptor
de las vibraciones telúricas (conoce evidentemente el terruño) no haya sabido captar sino
la onda roja. Y es una verdadera desgracia que escriba bien mientras se dedique a esa
literatura depresiva, sin Dios, sin alegría, sin aire respirable 13». Antes de ser reconocidos
cabalmente por la crítica, Faulkner y Caldwell recibieron reproches del mismo tenor: «In a
1935 Saturday Review article, Glasgow criticizes the writings of Faulkner and Caldwell as
irresponsible, crude, childishly morbid, and akin to fairy tales. For her, such writing blurs
boundaries and is a betrayal of both the realist tradition and the traditional Gothic 14».
Nótese cómo el desgarro de la tradición se tradujo en reparos muy similares para ambas
literaturas: incordió no tanto el atrevimiento formal, avalado ya por la crítica europea de
principios de siglo, sino la transgresión de una imagen conservadora de los márgenes de la
nación. De la obra de Rulfo disgustó no tanto la obsesión por las estampas violentas como
la ausencia de una voz autoral que las justificara política y socialmente, según la
costumbre de la narrativa previa e incluso contemporánea. A Faulkner y Caldwell las
recriminaciones les llegaron sobre todo del norte 15, donde se esperaba de la literatura
sureña más compromiso social y menos linchamientos e incestos, pues lo grotesco se
correspondía con las expresiones populares, por lo tanto no del todo artísticas.
Sin embargo, los especialistas de ambos países pronto empezaron a considerar los
detallados cuadros de sangre como una forma oblicua de crítica social: la violencia y otras
12
Citado en Martin 1992, 479.

13
Olea 2007, 19.

14
Palmer 2006, 120.

15
O’Connor 2007, 51, 52.
formas de caos, dijeron, constituyen el testimonio de un Estado fallido y de una sociedad
fracturada. En el caso de Juan Rulfo, las interpretaciones sociopolíticas se entreveraron
con los acercamientos biografistas. Esto señaló Arturo Souto Alabarce, por ejemplo, sobre
la ferocidad de El Llano en llamas: «Es cierto que se mata demasiada gente en sus
cuentos; es cierto que nos presenta un México terrible; es cierto que a veces ahoga el
polvo y la tristeza que emanan de sus descripciones; pero, ¿y si fuera verdad? ¿No será
ese el campo que ha visto el joven escritor? 16». La tragedia que rodea la vida de Juan
Rulfo17, pues, sirvió de salvoconducto para asimilar dos libros colmados de fusiles,
machetes y charcos de sangre y dotar a tanta furia sorda de cierto compromiso: el
tremendismo rulfiano, se dedujo, «no busca lo tremendo por lo tremendo 18», sino la
sensibilización o el despertar del lector.
La obra de William Faulkner y Erskine Caldwell pasaron por un proceso bastante similar.
La sordidez de sus textos comenzó a ser interpretada como la secuela lógica de los
rencores y la rotura social que dejó la Guerra civil y de la profunda pobreza que trajo la
Gran depresión. Aunado a esto, algunas de las voces del nuevo gótico sureño dieron un
paso al frente, en reacción a las críticas que procedían del sofisticado norte, para legitimar
cuanto estaban escribiendo. Nosotros, dijo en su momento Erskine Caldwell, solo
recogemos lo que nos cuenta la gente y lo transmitimos con un revestimiento estético: «I
represent the people. I'm just like a congressman asking for a WPA appropriation. I am
citing facts, telling what there is, what exists, what these people are facing 19».
Como se advierte, Juan Rulfo, William Faulkner y Erskine Caldwell –si bien este último
caso fue mucho más tardío– pasaron pronto de ser exhibidores de la sordidez de los
márgenes rurales a portavoces literarios de su nación o territorio, pero ya no en tanto
constructores, función que desempeñaron los novelistas de las respectivas generaciones
anteriores, sino como críticos de los males sociales y de la incapacidad del Estado para
ponerles remedio. Es cierto que no se puede negar que los cuadros bestiales a los que la
obra de los tres escritores da cabida obsesivamente constituyen una forma indirecta de
manifestar compromiso social y conciencia crítica; en el caso de Rulfo, además, tampoco
se puede descartar la inclemente realidad autoral como condicionante. Sin embargo, me
parece que este marco interpretativo no explica del todo la insistencia por las imágenes
cruentas ni varios de sus matices, como veremos en el siguiente apartado.

3. La violencia del Otro, entre la repugnancia y la fascinación


Cabría preguntarse cuánta crítica social hay en el aniquilamiento de una familia casi
completa narrado en «El hombre» o en la tragedia de ecos edípicos contenida en «La
herencia de Matilde Arcángel», cuentos de El Llano en llamas, cuánto en el anciano
semidevorado por una feroz piara que aparece en «Kneel to the Rising Sun», el relato de
Caldwell, o cuánta en la tétrica exposición de la muerte de Charles Bon, en ¡Absalón,
Absalón!, la célebre novela de Faulkner. La realidad de los márgenes campesinos de
16
Souto 1998, 43-44.

17
Sommers 1974, 20.

18
Colina 1998, 134.

19
Citado en Palmer 2006, 133.
México y de las tierras sureñas de Estados Unidos es evidentemente más que los actos,
como los señalados arriba, con que los tres escritores atestan sus historias. Esta
propensión a los contenidos aberrantes revela, sí, capacidad para observar el entorno y
capturar artísticamente sus desgarros, pero también una potente fascinación por prácticas
y actitudes que siempre han proscrito la razón y la moral occidentales. Así pues, la
recurrencia del acto violento sin frenos y otras conductas prohibidas judicial o
socialmente, como la promiscuidad femenina y el incesto, puede entenderse como el
resultado de las relaciones, tensas pero muy productivas, entre el sujeto letrado y la
otredad: «Our contemporary culture in particular exploits our deep ambiguity towards the
death instinct, displacing our fearful fascination onto spectacular stories of horror,
monstrosity and violence20». A la crítica social, pues, debemos agregar el misterio de la
otredad, cuya violencia es una de sus manifestaciones más ostensibles.
A pesar de que logra despojarlo de la ropa pintoresca con que había sido ataviado hasta
el momento, Rulfo prolonga con sus textos la noción tradicional de campesino, que
Octavio Paz recoge en El laberinto de la soledad (1950):

Los campesinos, remotos, ligeramente arcaicos en el vestir y el hablar, parcos,


amantes de expresarse en formas y fórmulas tradicionales, ejercen siempre una
fascinación sobre el hombre urbano. En todas partes representan el elemento más
antiguo y secreto de la sociedad. Para todos, excepto para ellos mismos, encarnan lo
oculto, lo escondido y que no se entrega sino difícilmente, tesoro, enterrado, espiga
que madura en las entrañas terrestres, vieja sabiduría escondida entre los pliegues
de la tierra21.

Este esbozo de perfil es muy revelador no solo porque condensa casi todos los rasgos que
históricamente se les ha atribuido a los campesinos, sino también porque Paz deja un
apunte primordial para entender mejor las representaciones culturales del hombre de
campo: «ejercen siempre una fascinación sobre el hombre urbano». El poeta mexicano no
lo dice, pero el perfil que él sintetiza en menos de diez líneas es resultado de una larga
tradición mexicana de discursos de índole muy diversa –filosofía, ciencia, arte, política,
etcétera– generada y alimentada por la voz del hombre urbano y letrado. Por
consecuencia, el protagonista, el campesino mismo, ha quedado reducido a objeto de
representación, con todo lo que ello implica en términos de parcialidad.
Junto a esta naturaleza objetual del hombre de campo, componente ineludible de la
tradición de sus representaciones culturales, se sitúa el efecto que suele suscitar el objeto
en el sujeto: Octavio Paz lo llama fascinación. Quienes han explorado la historia de la
otredad salvaje, una de cuyas manifestaciones occidentales es el campesino, sostienen
que «los hombres salvajes son una invención europea que obedece esencialmente a la
naturaleza interna de la cultura occidental 22». Para la génesis del hombre civilizado de
Occidente fue necesaria una escisión primigenia: se privilegió el lado luminoso del ser –
20
Kearney 2003, 3.

21
Paz 2004, 203.

22
Bartra 1992, 13.
entiéndase la razón– y, por ende, se desterró su lado oscuro –entiéndase las formas
alternativas a la razón para comprender el mundo y relacionarse con él– hacia los
márgenes de la cultura y en muchas ocasiones de los espacios. Como sea, este corte no
significó la desaparición del rostro irracional del ser, sino que derivó en el origen del Otro,
que en principio adquirió la forma del monstruo: ¿qué son los centauros, los gigantes, los
cíclopes y las amazonas de la mitología griega, si no algunas de las primeras concreciones
del ente desterrado23? Entidad próxima, demasiado próxima a la animalidad, el Otro
fascina al hombre citadino porque la cercanía de sus modos de entender la realidad y
sobre todo sus prácticas atenúan, aunque sea un poco, la nostalgia del lado no racional
del ser. Fascina, pero también asusta: «[La figura del otro a]parece a la vez como
tentadora y amenazante: tentadora, porque sugiere posibilidades más o menos excluidas
de los órdenes propios; amenazante, porque sacude y hace inseguro el propio orden 24».
Esta ambigüedad se acentúa durante el siglo XX, cuando el efecto de miedo y repulsión
que provoca el Otro aparentemente mengua, y la seducción gana terreno. Es el auge del
primitivismo, que explica obras como El Llano en llamas, ¡Absalón, Absalón! o La parcela
de Dios:

Primitivism as a twentieth-century artistic and intellectual movement is revealing of


a European sense of loss: of the sacred, of rituals, of symbolism, of instinct and
‘natural’ sense altogether. These are all connected. European intellectual man
realised at that time that he had lost contact with nature and with his own animal
nature. Primitivism therefore comes as an artistic and intellectual wave that
attempts to retrieve this ‘natural’ sense, the simple, the wild and raw. This has a lot
to do with the new interest at the time in the child, the insane and the ‘savage’. The
parallel rise of psychoanalysis, anti-rationalism and anti-intellectualism,
anthropology and ethnology played a significant role in the shaping of new artistic
waves25.

Artísticamente, la necesidad de recuperar «lo natural», la esencia, se traduce en la


búsqueda de perspectivas inusitadas y nuevas formas de codificación estética. En el
ámbito literario, no solo quedan en el olvido aquellos narradores todopoderosos, que no
ocultan el tamiz a través del cual miran al Otro y que lanzan juicios lapidarios sobre cuanto
se aleje de sus parámetros, y no solamente pierden presencia las estructuras rígidas y
lineales que constriñen la experiencia espaciotemporal del ser; aparte, adquiere prestigio
la apropiación artística de la voz del Otro, que deriva, a menudo, en la estilización de la
expresión oral y en la construcción de un punto de vista que se perciba como mítico,
primario.
El talento de Rulfo, Faulkner y Caldwell, favorecido por las continuidades entre la obra y
la vida del autor que este mismo fomenta y la crítica acoge gustosa, produjeron una

23
Hall 1989, 53.

24
Waldenfels 1999, 92.

25
Buisson 2012, 81.
impresión de autenticidad, como si estos escritores hubieran logrado acortar las distancias
–culturales, sociales, históricas, políticas, epistemológicas, espirituales– para abismarse en
el Otro. Respecto de Rulfo, así lo plantea Silvia Lorente-Morphy: «Rulfo no ve la realidad a
través del lente del mundo civilizado, del mundo “letrado”; él la ve y la muestra
directamente sin elaboraciones teóricas, al desnudo, así como la vive en contacto
inmediato y profundo con su circunstancia 26». Luis Harss calca esa lectura: «Rulfo no filtra
la realidad a través del lente de los prejuicios civilizados. La muestra directamente, al
desnudo27». Jean Franco llega exactamente a la misma conclusión: «En Rulfo nunca hay un
narrador civilizado observando un pueblo bárbaro 28». Desde dentro, contacto inmediato,
al desnudo, sin elaboraciones teóricas: estas frases pasan por alto consideraciones básicas
pero insoslayables, como que los dispositivos narrativos que emplea Rulfo para acercarse
al campesino son de tradición letrada occidental, y que ya desde ahí existe un sesgo muy
marcado, sin que ello suponga, claro, cuestionar la calidad artística de los resultados. Pues
bien, para los críticos mencionados arriba parece existir una correspondencia entre el
logro estético y los niveles de asimilación del Otro. Quien más insistentemente ha
señalado esta «trampa» es Neil Larsen. Para este crítico, que no haya presencia autoral
manifiesta en el discurso literario no significa que el campesino quede liberado de los
prejuicios letrados, a los que Rulfo no puede abstraerse, y se exhiba en su «esencia»,
como han querido ver los hermeneutas nacionalistas:

To read in this supremely rationalizing maneuver an emancipatory release of lengua


popular is to mistake the effect for its cause, to read as an autonomous presence
what is at base simply the absence of a particular manifestation of authority. But
there are no ideological vacuums. That which does not intervene along the
horizontal axis of the narrative, that which refrains from overt explanation and
rationalization in an imagined preference for the sheer difference and prerationality
of what is portrayed —has not this «direct authorial word» simply «retreated» to
that strategically superior position from which it is able to determine the horizontal
configuration of the text as a whole?29

En otras palabras, la creciente sofisticación de los instrumentos de codificación estética no


tiene un impacto real, genuinamente transformador, en el conocimiento del Otro. Es
cierto que la literatura del jalisciense modificó de manera sustancial la percepción se que
tenía del campesino –al menos en ciertos ámbitos–, pero esta modificación, me parece,
no debe entenderse necesariamente como un avance en el proceso de discernimiento del
hombre de campo, sino como un hallazgo artístico.
Rulfo evita la presencia autoral abierta y autoritariamente intromisoria y les cede su
lugar a los campesinos, que por primera vez en la tradición mexicana hablan sin sentirse
encorsetados por los valores de un agente ajeno a su mundo. Como sea, la desaparición
26
Lorente 1998, 108.

27
Citado en Martin 1992, 502.

28
Citado en Monsivá is 2003, 191.

29
Larsen 1990, 62.
de la conciencia autoral y la articulación de la palabra campesina son fruto de un trabajo
intenso con la palabra. Este trabajo es una negociación entre la necesidad de adecuar
ciertos materiales a moldes narrativos específicos y la necesidad de construir
subjetividades que resulten genuinas. El escritor sayulense, pues, renuncia a la
ostentación de poder como sujeto letrado; sin embargo, sigue por ahí, parapeteado tras
las sombras de la poiesis, desde donde anula cualquier expresión intromisoria, pero
también desde donde sigilosamente coloca en primer plano, como bien señala Larsen, las
prácticas que siempre han repelido y embelesado a la tradición ilustrada mexicana:
asesinatos a sangre fría, venganzas sangrientas, parricidios. Se ha argüido, como señalé en
su momento, que la exhibición de estas prácticas forma parte del programa crítico de El
Llano en llamas y Pedro Páramo; sin embargo, hay que decir que el compromiso de las
obras rulfianas es una interpretación que el lector hace a partir de un vacío que dejan.
Por otro lado, se puede argumentar que la exposición de actos atroces responde a una
voluntad de conocimiento. Ciertamente, la visión romántica del campesino, cuya
tendencia era negar su «rostro salvaje» o justificarlo política, cultural y socialmente, había
ofrecido hasta el momento una imagen incompleta. No obstante, es debatible que la
estilización de la oralidad, el apartamiento de la voz autoral y el monólogo como
modalidad narrativa desemboquen en el hallazgo del núcleo antropológico del campesino
–si acaso eso existe–. Como acertadamente cuestiona Larsen, en su afán de no
entrometerse, Rulfo siembra silencios que producen un efecto de autenticidad, pero que
no es sino otra manera de ratificar la imposibilidad de salvar las distancias que separan al
sujeto del objeto de representación. Es decir, con El Llano en llamas y Pedro Páramo, Juan
Rulfo preserva el misterio campesino del que habla Paz en El laberinto de la soledad, y en
ese misterio, y no en su disipación, se sustenta mucha de la aceptación de la obra rulfiana.
En la construcción de las identidades nacionales es imprescindible lo que Anthony
Smith ha denominado etnohistoria, un pasado más o menos remoto que proporcione
«dignidad y autoridad a la comunidad 30». Por razones históricas, la etnohistoria tiende a
ser protagonizada por una manifestación de la otredad, como el indígena o el campesino,
es decir, por sujetos a las cuales la nación como entidad abstracta los tiene sin cuidado. Se
trata de la gran contradicción de los nacionalismos, sea en su vertiente romántica, sea en
su vertiente crítica: eligen como rostro familiar al menos familiar de los rostros. Rulfo,
como hemos visto, se hace de nuevas técnicas literarias y nuevos enfoques –provenientes
del extranjero– para representar al Otro de tal forma que fructifique en una estampa más
cercana y a la vez menos tamizada por valores ajenos a su universo. El resultado es un
prodigio de artefacto literario, acaso el culmen de las posibilidades estéticas verbales de
su momento, pero también un engaño que contribuye a la impresión de conocimiento del
Otro y disimula el complejo proceso de construcción que les subyace a El Llano en llamas y
Pedro Páramo.

4. Conclusiones
La designación del cargo de portabanderas a un grupo específico de artistas permite
darles color a los territorios nacionales, definirlos en su especificidad y, por lo tanto,
establecer diferencias culturales con respecto a otras comarcas del orbe mundial. Es un
requisito ontológico elemental de los Estados-nación incipientes o que se hallan inmersos
30
Smith 2000, 201.
en un proceso de autorrevisión, como los que surgen después de una crisis económica o
una guerra. No obstante, es claro que la utilización del discurso artístico para estos fines –
no solamente por el Estado; también por consumidores, medios de comunicación, críticos,
comentaristas, etcétera– enturbia la percepción de la obra, lo cual resulta en su
empobrecimiento: en la medida en que se vuelve útil para cohesionar las imágenes de una
tradición nacional, en esa medida la obra artística pierde en complejidad. Y lo que es peor:
como consecuencia de su querencia por el sentimiento, las esencias y los imperativos del
compromiso patrio, los hermeneutas nacionalistas propenden a soslayar, si se quiere
inconscientemente, el arduo proceso creativo, que revela contradicciones, «traiciones» a
la tradición, hallazgos estéticos, diálogos con referentes culturales de otras latitudes…
El caso de Rulfo es paradigmático, pues sigue suscitando interpretaciones nacionalistas
aun a estas alturas: algunos aspectos de su obra, por consecuencia, siguen sin explorarse a
profundidad a pesar del caudal crítico que hay sobre Pedro Páramo y El Llano en llamas;
es el caso de sus relaciones intertextuales. Como hemos advertido, los vínculos de Rulfo
con la literatura sureña de Estados Unidos no se agotan en el aprovechamiento de
recursos narrativos de ascendencia vanguardista; aparte de esto, Faulkner y Caldwell
proveen a Juan Rulfo de nuevos tonos, perspectivas y sensibilidades para capturar al Otro
literariamente. Con enseñanzas extranjeras, pues, el jalisciense consiguió suministrarle a
la extensa tradición de representaciones del campesino un inusitado componente de
aparente autenticidad. Quiero subrayar el adjetivo aparente echando mano de las
siguientes palabras de Mario Vargas Llosa:

La literatura no describe a los países: los inventa. Tal vez el provinciano Rulfo, que
rara vez salió de su tierra, tuviera una experiencia más intensa de México que el
cosmopolita Carlos Fuentes, que se mueve en el mundo como por su casa. Pero la
obra de Rulfo no es por ello menos artificial y creada que la de aquél, aunque sólo
fuera porque los auténticos campesinos de Jalisco no han leído a Faulkner y los
de Pedro Páramo y El llano en llamas, sí. Si no fuera así, no hablarían como hablan ni
figurarían en construcciones ficticias que deben su consistencia más a una destreza
formal y a una aprovechada influencia de autores de muchas lenguas y países que a
la idiosincrasia mexicana31.

Juan Rulfo es un inventor de México, no un descubridor o revelador de su «esencia».


Ciertamente se nutre de la percepción del campesino de carne y hueso, pero también de
las imágenes que peregrinan por los intrincados caminos de la tradición. Insistir en esto
contribuye a exhibir las costuras del gran telar de la nación mexicana, pero a la vez
permite aquilatar con mayor justicia el enorme talento de Juan Rulfo.

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