La Sociedad Contra El Estado - Pierre Clastres

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PIERRE CLASTRES LA SOCIEDAD

CONTR A

EL ESTADO.
MONTE AVILA EDITORES

Pierre Clastres / La sociedad contra el


Estado

“Cuando, en la sociedad primitiva, lo


económico puede ser considerado como
campo autónomo y definido, cuando la
actividad de producción se convierte en
trabajo alienado, contabilizado e
impuesto por los que se aprovechan de
los frutos de este trabajo, es que la
sociedad ya no es primitiva, se ha
convertido en una sociedad dividida en
dominadores y dominados, en dueños y
sujetos, es que ha dejado de exorcisar lo
que está destinado a matarla: el poder y
el respeto al poder. La mayor división
de la sociedad, la que fundamenta todas
las demás, incluida sin duda la división
del trabajo, es la nueva disposición
vertical entre la base y la cúspide, es la
gran ruptura política entre detentadores
de la fuerza, sea ésta guerrera o
religiosa, y sometidos a esta fuerza. La
relación política de poder precede y
fundamenta la relación económica de
explotación. Antes de que sea
económica, la alienación es política, el
poder es anterior al trabajo, lo
económico es una derivación de lo
político, el surgimiento del Estado
determina la aparición de las clases”.
i
MONTE AVILA EDITORES
PIERRE CLASTRES
LA SOCIEDAD CONTRA EL ESTADO

MONTE AVILA EDITORES, CA.

Título original: La société contre l’Etat


Traducción: AnaPizarro
c Les Editions de Minuit

c Monte Avila Editores, C.A.


Caracas/Venezuela

Luís Porcel, editor Avenida de Roma,


101 Barcelona-29

Portada: Juan Fresan

Impreso en España por ÍNDICE, Artes


Gráficas, Caspe, 116. Barcelona-13

ISBN: 84-85321-20-0 Dep.Leg.: B-


38.300-78

Primera edición española: Noviembre


de 1978
Capitulo I
COPERNICO Y LOS SALVAJES

“On disoit á Sócrates que quelqu’un ne


s’estoit aucunement amendé en son
voyage: Je croy bien, dit-il, il s’estoit
emporté avecques soy”*
MONTAIGNE

¿Puede plantearse seriamente un


interrogante sobre el poder? Un
fragmento de Más allá del bien y del mal
comienza así: “Si es cierto que desde un
principio, desde que existen hombres,
han existido asimismo rebaños humanos
(hermandades sexuales, comunidades,
tribus, naciones, Iglesias, Estados) y
siempre la mayoría de los hombres ha
obedecido a un pequeño número de
jefes; si, por consiguiente, la obedencia
ha sido durante mucho tiempo ejercida y
cultivada entre los hombres, puede
presumirse como regla que cada uno de
nosotros posee en sí mismo la necesidad
innata de obedecer; como una especie de
conciencia formal que ordena: ‘Tú harás
esto sin discutir’; en resumen, es un ‘tú
harás’ “. Poco preocupado, como le
sucedía a menudo, de lo verdadero y de
lo falso en sus sarcasmos, Nietzsche
aisla a su manera y circunscribe
exactamente un campo de reflexión que
fue antaño patrimonio del pensamiento
especulativo, y se encuentra desde hace
cerca de dos decenios dependiente de
los esfuerzos de una investigación con
vocación propiamente científica. Nos
referimos al espacio de lo político en
cuyo centro el poder plantea su
interrogante; temas nuevos en
antropología social, estudios cada vez
más numerosos.Que la etnología sólo se
haya interesado tar-díamente en la
dimensión política de las sociedades
arcaicas -constituyendo ésa no obstante,
su objeto preferencial-no es un
fenómeno ajeno a la problemática misma
del poder, co-

* Se le hablaba a Sócrates de alguien


que no había cambiado durante su viaje:
Lo creo, respondió él, solo estuvo
consigo mismo.

mo intentaremos demostrarlo: es índice


más bien de un modo espontáneo,
inmanente a nuestra cultura y por lo tanto
muy tradicional, de aprehender las
relaciones políticas tal como se
establecen en otras culturas. Pero el
atraso se supera y las lagunas se llenan;
existen desde ya bastantes textos y
descripciones para que se pueda hablar
de una antropología política, medir sus
resultados y reflexionar sobre la
naturaleza del poder, su origen, y por
último sobre las transformaciones que la
historia le impone de acuerdo con el
tipo de sociedad donde se ejerce.
Proyecto am-bicioso, pero tarea
necesaria que realiza la obra
considerable de J.W. Lapierre: Essai sur
le fondement du pouvoir politique (1).
Se trata de una empresa tanto más digna
de interés cuanto que en este libro se
encuentra primeramente reunida y
explotada toda una masa de información
que concierne no sólo a las sociedades
humanas, sino asimismo a las especies
animales sociales, y en segundo término
que el autor es un filósofo, cuya
reflexión se ejerce sobre datos
suministrados por disciplinas modernas
como son la “sociología animal” y la
etnología.

Se trata pues, en este caso, de la


cuestión del poder político y, muy
legítimamente, J.W. Lapierre se pregunta
en una primera instancia si este hecho
humano responde a una necesidad vital,
si se desarrolla a partir de un arraigo
biológico, si, en otros términos, el poder
tiene su lugar de nacimiento y su razón
de ser en la naturaleza y no en la cultura.
Así, al término de una discusión sabia y
paciente de los trabajos más recientes en
biología animal, discusión que por otra
parte no es académica en absoluto aún
pudiéndose prever la conclusión, la
respuesta es clara: “El examen crítico
de los conocimientos adquiridos sobre
los fenómenos sociales en los animales
y en especial sobre sus procesos de
autorregulación so-cial nos ha mostrado
la ausencia de toda forma, incluso
embrio-naria, de poder político…”
(p.222). Despejado este terreno y
estando seguros que la investigación no
tiene porque agotarse por ese camino, el
autor se dirige (en la sección de su
trabajo más importante por el volumen)
hacia las ciencias
1. J.W. Lapierre, Essai sur le fondement
du pouvoir politique, publicación de la
Facultad de Aix en Provence, 1968.

de la cultura y de la historia para


interrogar a las formas “arcaicas” del
poder político en las sociedades
humanas. Las reflexiones que vamos a
exponer encontraron su motivación
especialmente en esas páginas,
dedicadas, podría decirse, al poder
entre los salvajes.

El abanico de sociedades consideradas


es impresionante; lo suficientemente
amplio en todo caso para sacar al lector
exigente de toda posible duda en cuanto
al carácter exhaustivo del mues-treo, ya
que el análisis se realiza con ejemplos
sacados de África, de las tres Américas,
de Oceanía, Siberia, etc. En resumen,
una colección casi completa, por su
variedad geográfica y tipológica, de lo
que el mundo primitivo podía ofrecer en
términos de diferencias a la mirada del
horizonte no arcaico, sobre cuyo fondo
se perfila la figura del poder político en
nuestra cultura. Es impres-cindible
destacar el alcance del debate y la
necesidad de examinar seriamente la
forma en que se desarrolla.

Nos imaginamos cómodamente que estas


decenas de sociedades “arcaicas” sólo
poseen en común precisamente la
determinación de su arcaismo,
determinación negativa, como lo indica
el mismo Lapierre, establecida por la
ausencia de escritura y la economía
denominada de subsistencia. Las
sociedades arcaicas pueden, por lo
tanto, diferir profundamente entre ellas,
ninguna se asemeja de hecho a las otras
y lejos estamos de la gris repetición que
uni-formizaría a todos los Salvajes.
Hace falta por lo tanto introducir un
mínimo de orden en esta multiplicidad
con el fin de permitir la comparación
entre las unidades que la componen, y es
por ello que Lapierre, aceptando casi
las clásicas clasificaciones propuestas
por la antropología anglosajona para el
África, vi sualiza cinco grandes tipos
“partiendo de las sociedades arcaicas en
las que el poder político está más
desarrollado hasta llegar finalmente a
aquellas que presentan… solamente
indicios, e incluso que carecen de poder
propieamente político” (p.229). Se
ordena por lo tanto a las culturas
primitivas en una tipología
fundamentada, en suma, sobre la mayor
o menor “cantidad” de poder político
que cada una de ellas ofrece a la
observación, pudiendo dicha cantidad
tender a cero, “…algunos grupos
humanos, bajo determinadas condiciones
de vida que les permitían

subsistir en pequeñas “sociedades


cerradas”, han podido prescin-dir de
poder político” (p. 525)

Reflexionemos sobre el principio mismo


de esta clasificación. ¿Cuál es su
criterio? ¿Cómo se define aquello que,
existiendo en menor o mayor cantidad,
permite asignar tal lugar a tal sociedad?
O, en otros términos, ¿qué se entiende
aunque sea provisional-mente, por poder
político? Debe admitirse que la cuestión
es de importancia, ya que, en el
intervalo que se supone separa las
sociedades con poder de las sociedades
sin poder, deberían darse
simultáneamente la esencia del poder y
su fundamento. Ahora bien, no tenemos
la impresión, siguiendo los análisis no
obstante minuciosos de Lapierre, de
asistir a una ruptura, a una
discontinuidad, a un salto radical que,
arrancando a los grupos humanos de su
estagnación prepolítica, los transformará
en sociedad civil. ¿Quiere decir
entonces que entre las sociedades con
signo positivo y aquellas con signo
negativo, el paso es progresivo,
continuo, y del orden de la cantidad? Si
es así, la posibilidad misma de cla-
sificar las sociedades desaparecería, ya
que entre los dos extremos -sociedades
con Estado y sociedades sin poder-va a
figurar la infinidad de grados
intermedios que hacen, en última
instancia, de cada sociedad en particular
una clase del sistema. Es, por lo demás,
en lo que terminaría cualquier proyecto
taxonómico de esta índole, a medida que
se afína el conocimiento de las
sociedades arcaicas y que por
consiguiente se revelan mejor sus
diferencias. Por lo tanto, en un caso
como en otro, en la hipótesis de la
discontinuidad entre poder y no-poder o
en su alternativa, aquella de la
continuidad, parece que ninguna
clasificación de las sociedades
empíricas pueda esclarecernos ni sobre
la naturaleza del poder político ni sobre
las circunstancias de su advenimiento, y
que el enigma persiste en su misterio.

“El poder se realiza en una relación


social característica: or-den-
obediencia” (p. 44). De donde se
desprende de entrada que en las
sociedades donde no se observa esta
relación esencial, no hay poder. Más
adelante volveremos sobre este punto.
Lo que es importante destacar
primeramente es el tradicionalismo de
tal concepción que expresa bastante
fielmente el espíritu de la investigación
etnológica: a saber la certidumbre jamás
puesta en

duda de que el poder político se da sólo


en una relación que se resuelve, en
definitiva, en una relación de coerción.
De modo que en este punto, entre
Nietzsche, Max Weber (el poder de
Estado co-mo monopolio del uso
legítimo de la violencia) o la etnología
contemporánea, el parentesco es más
próximo de lo que parece, y los
lenguajes difieren poco partiendo de un
mismo fondo: la ver-dad y el ser del
poder consisten en la violencia y no
puede pensarse el poder sin su
predicado, la violencia. Quizás sea
efectivamente así, en cuyo caso la
etnología no es en absoluto culpable de
aceptar sin discusión lo que el
Occidente siempre ha pensado. Pero es
necesario precisamente asegurarse y
verificar en su propio terreno —el de
las sociedades arcaicas— si, cuando no
hay coerción o violencia, no puede
hablarse de poder.
¿Qué sucede al respecto con los
indígenas de América? Sabemos que, a
excepción de las grandes culturas de
Méjico, de América Central y de Los
Andes, todas las sociedades indígenas
son arcaicas: ignoran la escritura y
“subsisten”, desde el punto de vista
económico. Todas, por otra parte, o casi
todas, son dirigidas por líderes, jefes y,
como característica decisiva, digna de
observarse detenidamente, ninguno de
estos caciques posee “poder”. Uno se
encuentra, por lo tanto confrontado con
un enorme conjunto de sociedades donde
los depositarios de lo que en otra parte
se lla-maría poder, de hecho carecen de
poder, donde lo político se determina
como campo fuera de toda coerción y de
toda violencia, fuera de toda
subordinación jerárquica, donde, en una
palabra, no se da ninguna relación de
orden-obediencia. Ahí reside la gran
diferencia del mundo indígena y es lo
que permite hablar de las tri-bus
americanas como de un universo
homogéneo, a pesar de la su-ma
variedad de culturas que ahí se
desarrollan. En conformidad, pues, con
el criterio retenido por Lapierre, el
Nuevo Mundo caería en su casi totalidad
en el campo prepolítico, es decir en el
último grupo de la tipología aquél que
reúne a las sociedades en donde el
“poder político tiende a cero”. Sin
embargo no hay nada de eso ya que
algunos ejemplos americanos motean
dicha clasificación, que las sociedades
indígenas se ven incluidas en todos los
tipos y que justamente sólo algunas
pertenecen al último tipo, que
normalmente debería rea-grupadas a
todas. Existe aquí un malentendido, pues
una de dos: o bien se dan en ciertas
sociedades liderazgos con poder, es
decir, jefes que al dar una orden la ven
ejecutar, o bien esto no se da. Ahora
bien, la experiencia directa sobre el
terreno, las monografías de los
investigadores y las más antiguas
crónicas no dejan lugar a duda sobre
ello: si hay algo completamente ajeno a
un indígena, es la idea de dar una orden
o tener que obedecerla, salvo en
circunstancias muy especiales, como
sería la de expedición guerrera. ¿Có-mo
en este caso pueden los Iroquies figurar
en el primer tipo, junto con los reinados
africanos? ¿Puede asimilarse el Gran
Consejo de la Liga de los Iroquies a “un
Estado aún rudimentario, pero ya
claramente constituido”? Pues si “lo
político concierne al funcionamiento de
la sociedad global” (p. 41) y si “ejercer
un poder es decidir por el grupo en su
conjunto”-(p. 44) entonces ya no se pue-
de decir que los cincuenta sachems que
componían el Gran Consejo iroquí
formaban un Estado: la Liga no era una
sociedad global, sino una alianza
política de cinco sociedades globales,
las cinco tri-bus iroquies. La cuestión
del poder entre los Iroquies debe pues
plantearse, no a nivel de la Liga, sino a
nivel de las tribus: y a este nivel, sin
duda alguna, los sachems no estaban
seguramente mejor provistos que los
demás jefes indígenas. Las tipologías
británicas de las sociedades africanas
quizás sean pertinentes para el
continente negro; mas no pueden servir
de modelo en América pues, volvamos a
decirlo, entre el sachem iroquí y el líder
de la más pequeña banda nómada, no
existe diferencia de naturaleza.
Indiquemos por otra parte que si la
confederación iroquesa suscita, con
mucha justicia, el interés de los
especialistas, han habido en otros
lugares tentativas, menos notables por
ser discontinuas, de ligas tribales, como
es el caso de los Tupi-Guaranies del
Brasil y del Paraguay entre otros.

Las acotaciones precedentes tienen por


intención el proble-matizar la forma
tradicional de la problemática del
poder: no nos parece evidente que
coerción y subordinación constituyan la
esencia del poder político siempre y en
todas partes. De tal forma que se abre
una alternativa: o bien el concepto
clásico de poder es adecuado a la
realidad por él pensada, en cuyo caso
debe

dar cuenta igualmente de la realidad del


no-poder en aquellas partes en que se le
constate; o bien es inadecuado y es
necesario entonces abandonarlo o
transformarlo. Pero es conveniente antes
que nada interrogarse sobre la actitud
mental que permite elabo-rar tal
concepción. Y, con esa perspectiva, el
mismo vocabulario de la etnología
puede ponernos sobre el camino.

Consideremos para comenzar los


criterios del arcaísmo: ausencia de
escritura y economía de subsistencia.
Sobre el primero no tenemos nada que
decir ya que se trata de una cuestión de
hecho: una sociedad conoce la escritura
o no la conoce. La per-tinencia del
segundo no parece por el contrario tan
evidente. ¿Qué es, en efecto,
“subsistir”? Es vivir en la fragilidad
permanente del equilibrio entre las
necesidades alimenticias y los medios
para safisfacerlas. Una sociedad con
economía de subsistencia es pues
aquella que logra apenas alimentar a sus
miembros, y que por lo tanto se
encuentra a merced del menor accidente
natural (se-quía, inundación, etc.), ya
que la disminución de recursos se
traduciría mecánicamente en la
imposibilidad de alimentar a todos los
integrantes. O, en otros términos, las
sociedades arcaicas no viven, sino que
sobreviven, su existencia es un combate
interminable contra el hambre, ya que
ellas son incapaces de producir
excedentes, por carencia tecnológica y,
más aún, cultural. No hay nada más tenaz
que esta visión de la sociedad primitiva
y al mismo tiempo nada más falso. Si
recientemente se ha hablado de grupos
de cazadores-colectores paleolíticos
como las “primeras sociedades de
abundancia” (2), ¿qué es lo que podría
decirse de los agricultores “neolíticos”
(3)? No es posible extenderse aquí
sobre esta cuestión de importancia
decisiva para la etnología. Indiquemos
solamente que un buen número de estas
sociedades arcaicas con “economías de
subsistencia”, en América del Sur por
ejemplo, producen una masa de
excedente alimenticio a menudo
equivalente a la masa necesaria para el
con-2. M. Sahlins, “La premiére société
d’abondance”, Les Temps Modernes,
octubre 1968.

3. Acerca de los problemas planteados


por la definición del neolítico, cf. el
último capítulo.

sumo anual de la comunidad: su


producción es, pues, capaz de satisfacer
doblemente las necesidades, o de
alimentar una población dos veces más
numerosa. Esto no significa, por cierto,
que las sociedades arcaicas no son
arcaicas; se trata sencillamente de
destacar la vanidad “científica” del
concepto de economía de subsistencia
que traduce mucho más los hábitos y
actitudes de los observadores
occidentales frente a las sociedades
primitivas que la realidad económica
sobre la cual se establecen esas culturas.
En todo caso no es porque sus
economías hayan sido de subsistencia
que las sociedades arcaicas “han
sobrevivido en estado de extremo
subdesarrollo hasta hoy día” (p. 225). A
este respecto nos parece más bien que es
al proletariado europeo del siglo XIX,
analfabeto y subalimentado, al que sería
necesario calificar de arcaico. En
realidad la idea de economía de
subsistencia surge del campo ideológico
del Occidente moderno, y de ninguna
manera del arsenal conceptual de una
ciencia. Y es paradójico ver a la misma
etnología víctima de una mistificación
tan grosera, y por tanto más temible
cuanto que ha contribuido a orientar la
estrategia de las naciones industriales
frente al mundo llamado
subdesarrollado.

Pero todo esto, podrá objetarse, tiene


muy poco que ver con el problema del
poder político. Por el contrario: la
misma perspectiva que hace hablar de
los primitivos como “hombres que viven
difi-cultosamente en economía de
subsistencia, en estado de subdesarrollo
técnico…” (p. 319) determina también
el valor y el sentido del discurso
familiar sobre lo político y el poder.
Familiar por cuanto, desde siempre, el
encuentro entre el Occidente y los
Salvajes dio pábulo para repetir sobre
ellos el mismo discurso. Como ejemplo
testimonial tenemos lo que decían los
primeros descu-bridores europeos del
Brasil, sobre los Indios Tupinambas:
“Gente sin fe, sin ley, sin rey”. Sus
mburuvichá, sus jefes, no gozaban en
efecto de ningún “poder”. ¿Qué puede
haber sido más extraño, para gentes que
venían de sociedades donde la autoridad
culmi-naba en las monarquías absolutas
de Francia, de Portugal o de España?
Aquellos sólo eran salvajes que no
vivían en sociedades civilizadas. La
preocupación y la molestia de
encontrarse en presencia de lo anormal
desaparecía en cambio en el Méjico de
Moctezuma o en el Perú de los Incas.
Allí los conquistadores respiraban un
aire conocido, el aire más tonifi-cante
para ellos, el de las jerarquías, de la
coerción, en una palabra, del verdadero
poder. Así pues se observa una notable
continuidad entre este discurso sin
matices, ingenuo, salvaje podría decirse,
y aquel de los expertos o de los
investigadores modernos. Y aún si se
enuncia en términos más delicados, el
juicio es el mismo; pue-de encontrarse
bajo la pluma de Lapierre numerosas
expresiones conformes con la
percepción más corriente del poder
político en las sociedades primitivas.
Ejemplos: “¿No poseen acaso los jefes
trobriandes o tikopienses un poderío
social y un poder económico muy
desarrollados, en contraste con un poder
propiamente político bastante
embrionario?” (p. 284). O bien:
“Ningún pueblo nilótico ha podido
alcanzar el nivel de las organizaciones
políticas centralizadas de los grandes
reinos bantúes” (p. 365). Y conti-
nuando: “La sociedad lobi no ha podido
darse una organización política” (p. 435,
nota 134) (4). ¿Qué significa de hecho
este tipo de vocabulario en donde los
términos embrionario, naciente, po-co
desarrollado, aparecen tan a menudo?
No se trata por cierto de buscar una
falsa querella con un autor, puesto que
bien sabemos que tal es el lenguaje
característico de la antropología. Nos
propo-nemos llegar a lo que podría
denominarse la arqueología de este
lenguaje y del saber que en él pretende
constituirse, y nos pre-guntamos: ¿qué
dice exactamente este lenguaje y desde
qué lugar lo dice?

Hemos comprobado que la idea de


economía de subsistencia querría ser un
juicio de hecho, pero engloba en
realidad un juicio de valor sobre las
sociedades así calificadas: evaluación
que destruye de inmediato la
objectividad que pretende alcanzar. El
mis-mo prejuicio —ya que en definitiva
se trata de eso— pervierte, y destina al
fracaso, el esfuerzo para analizar el
poder político en dichas sociedades. En
efecto, el modelo con el cual se le
compara, y la unidad que lo mide, están
constituidos con anterioridad por la idea
del poder, tal como éste fue
desarrollado y formado en la
civilización occidental. Nuestra cultura,
desde sus

4. El subrayado es nuestro.

orígenes, conceptúa el poder político en


término de relaciones jerarquizadas y
autoritarias de orden-obediencia. Toda
forma, real o posible, de poder se
vuelve en consecuencia reductible a esta
relación privilegiada que expresa a
priori su esencia. Si no es posible la
reducción nos encontramos más acá del
umbral de lo político: la carencia de
relación orden-obediencia entraña ipso
facto la carencia de poder político. Por
eso existen no sólo sociedades sin
Estado, sino también sociedades sin
poder. Ya se habrá reconocido al
adversario de que se trata, al obstáculo
tenaz, siempre presente en la
investigación antropológica, el
etnocentrismo, que mediatiza toda
percepción de las diferencias para
identificarlas y finalmente abolirlas. Es
cierto que existe una especie de ritual
etnológico consistente en denunciar con
vigor los riesgos de esta actitud: la
intención es loable, pero no siempre
impide que los etnólogos caigan en el
mismo error, con cierta tranquilidad,
con cierta distracción. Naturalmente, el
etnocentrismo es, como lo subraya con
razón Lapierre, lo mejor compartido del
mundo: toda cultura es, en su relación
narcisista consigo misma, podríamos
decir, por definición etnocentrista. Sin
embargo, una diferencia considerable
separa al etnocentrismo occidental de su
homólogo “primitivo”; el salvaje de
cualquier tribu americana o australiana
estima a su cultura superior a las demás,
sin preocuparse por mantener un
discurso científico sobre ellas mientras
que la etnología pretende situarse de
inmediato en la esfera de la
universalidad, sin darse cuenta que en
mu-chos sentidos permanece
sólidamente instalada en su
particularidad, y que su seudo discurso
científico se degrada rápidamente en
verdadera ideología (lo que reduce a sus
justos límites el artero discurso que
juzga a la civilización occidental el
único lugar capaz de producir
etnólogos). Decidir que ciertas culturas
están desprovistas de poder político
porque no ofrecen ninguna semejanza
con lo que presenta la nuestra no es una
proposición científica: más bien denota
al fin y al cabo una pobreza cierta del
concepto.

El etnocentrismo no es por lo tanto una


mera traba a la reflexión, y sus
implicaciones están más cargadas de
consecuencias de lo que podría creerse.
El etnocentrismo no puede dejar subsis-

tir las diferencias por sí mismas en su


neutralidad; desea, en cam-bio,
comprenderlas como diferencias
determinadas a partir de lo que le es
más familiar, el poder tal como lo
experimenta y lo pien-sa la cultura de
Occidente. No anda lejos el
evolucionismo, viejo compadre del
etnocentrismo. A este nivel
reconocemos un doble procedimiento:
en primer lugar censar las sociedades
según el gra-do de proximidad que el
tipo de poder que les es propio mantiene
con el nuestro; afirmar enseguida
explícitamente (como antes) o
implícitamente (como ahora) una
continuidad entre las diversas formas de
poder. Después de haber, a continuación
de Lowie, abandonado como ingenuas
las doctrinas de Morgan o Engels, la
antropología ya no puede (por lo menos
en lo que respecta a la cuestión política)
expresarse en términos sociológicos.
Pero co-mo por otra parte la tentación es
demasiado grande para continuar
pensando según el mismo esquema, se
recurre a las metáforas biológicas. De
ahí ese vocabulario anteriormente
comentado: embionario, naciente, poco
desarrollado, etc. Hace apenas medio
siglo el modelo perfecto que todas las
culturas pretendían realizar a través de
la historia, era el adulto occidental sano
de espíritu y letrado (quizas doctor en
ciencias físicas). —Lo cual se piensa
sin duda aún, pero ya no se dice—. Sin
embargo, si el lenguaje ha cambiado, el
discurso permanece igual. Pues, ¿qué es
un poder embionario, sino aquel que
podría y debería desarrollarse hasta el
estado adul-to? Y ¿cuál es ese estado
adulto cuyas premisas embionarias se
descubren por aquí y por allá? El poder
al que el etnólogo está acostumbrado
por supuesto, aquel que pertecene a la
cultura que produce etnólogos, el de
Occidente. ¿Y porqué esos fetos
culturales del poder están siempre
destinados a perecer ? ¿Cómo se explica
que las sociedades que los conciben
aborten regularmente? Esta debilidad
congénita se debe evidentemente a su
arcaismo, a su subdesarrollo, al hecho
que no son Occidente. Las sociedades
arcaicas serían de este modo los
axolotls sociológicos, incapaces de
acceder, sin ayuda externa, al estado
adulto normal.

El biologismo de la expresión,
evidentemente es sólo la máscara furtiva
de la vieja convicción occidental, a
menudo compartida de hecho por la
etnología, o al menos por muchos de sus

oficiantes, a saber que la historia tiene


un sentido único, que las sociedades sin
poder son la imagen de lo que nosotros
ya no so-mos, y que nuestra cultura es
para ellas la imagen de lo que es
necesario ser. Y no solamente nuestro
sistema de poder es considerado como
el mejor, sino que llega incluso a
atribuir a las sociedades arcaicas una
certeza análoga. Ya que decir que
“ningún pueblo nilótico ha podido
alcanzar el nivel de organización
política centralizada de los grandes
reinos bantúes” o que “la sociedad lobi
no ha podido darse una organización
política” es en un sentido afirmar, por
parte de estos pueblos, el esfuerzo de
otorgarse un verdadero poder político.
¿Qué sentido tendría decir que los
Indios Siux no han logrado realizar
aquello que lograron los aztecas, o que
los Bororo han sido incapaces de llegar
al nivel político de los incas? La
arqueología del lenguaje antropológico
nos conduciría a descubrir, y sin
necesidad de mucho cavar una capa al
fin de cuentas bien delgada, un
parentesco secreto entre la ideología y
la etnología, esta última destinada, si es
que no se toman las debidas
providencias, a chapotear en el mismo
espeso pantano que la sociología y la
psicología.

¿Es posible una antropología política?


Podría ponerse en du-da si se tiene en
cuenta la marea creciente de literatura
consagra-da al problema del poder. Lo
que sorprende ante todo es verificar en
ella la disolución gradual de lo político,
que a falta de encontrarse donde uno lo
espera, termina por aparecer en todos
los niveles de la sociedad arcaica. A
partir de ahí todo cae en el campo de lo
político, y todos los subgrupos y
unidades (grupos de parentesco, clases
de edad, unidades de producción, etc.)
que constituyen una sociedad se cargan,
venga o no al caso, de una significación
política, que termina por cubrir todo el
espacio de lo social y perder desde
luego su especificidad. Pues si lo
político está en todas partes, no está en
ninguna. Cabe preguntarse, por lo
demás, si no se busca decir
precisamente eso: que las sociedades
arcaicas no son verdaderamente
sociedades, puesto que no son
sociedades políticas. En suma, se podría
decretar que el poder político no es
pensable, ya que el acto mismo de
aprenhenderlo lo aniquila. Nada impide
sin embargo suponer que la etnología
sólo se plantea los problemas que puede
resolver. Es

necesario por lo tanto preguntarse: ¿bajo


qué condiciones el poder político es
pensable? Si la antropología no
adelanta, es que está en el fondo de un
callejón sin salida, hay que cambiar de
rumbo. El camino por el cual se extravía
es el más fácil, el que indica nuestro
mundo cultural, no por cuanto éste se
despliega en lo universal, sino por
cuanto se muestra tan particular como
cualquier otro. La condición es
renunciar, ascéticamente, diremos
nosotros, a la concepción exótica del
mundo arcaico, concepción que en úl-
timo análisis, determina masivamente el
pretendido discurso científico sobre ese
mundo. La condición, en este caso, será
tomar por fin en serio al hombre de las
sociedades primitivas, en todos sus
aspectos y en todas sus dimensiones:
incluso desde un enfoque político, aún y
sobre todo si lo político se realiza en las
sociedades arcaicas como negación de
lo que éste es en el mundo occidental.
Es necesario aceptar que negación no
significa la nada, y que cuando el espejo
no nos devuelve nuestra imagen, no
quiere decir que no exista nada para
mirar. En términos más simples: del
mis-mo modo que nuestra cultura ha
terminado por reconocer que el hombre
primitivo no es un niño, sino,
individualmente, un adulto, progresará
asimismo si le reconoce una equivalente
madurez colectiva.

Los pueblos sin escritura no son por lo


tanto menos adultos que las sociedades
letradas. Su historia es tan profunda
como la nuestra y —salvo caso de
racismo—, no existe ninguna razón para
juzgarlos incapaces de reflexionar sobre
su propia experiencia e inventar para
sus problemas soluciones adecuadas.
Esta es la razón por la cual no debería
bastarnos enunciar que en las
sociedades donde no se observa la
relación orden-obediencia (es decir las
sociedades sin poder político), la vida
de grupo, como proyecto colectivo, se
mantiene por la vía del control social
inmediato, prontamente calificado de
apolítico. ¿Qué se entiende exactamente
por ello? ¿Cuál es el referente político
que permite, por oposición, hablar de
apolítico? Pero, precisamente, no existe
lo político ya que se trata de sociedades
sin poder: ¿cómo puede entonces
hablarse de apolítico? O bien lo político
está presente, incluso en estas
sociedades, o bien la expresión de
control social inmediato apolítico es en
sí contradictoria y de todas

maneras tautológica: ¿qué nos enseña


ella, en efecto, sobre las sociedades a
las cuales se aplica? Y ¿que’ rigor
posee la explicación de Lowie por
ejemplo, según la cual en las sociedades
sin poder político existe “un poder no
oficial de opinión pública”?; Si todo es
político, nada lo es, decimos nosotros;
pero si existe lo apolítico en alguna
parte, es que por otra parte existe lo
político. En última instancia, una
sociedad apolítica ni siquiera tendría su
lugar en la esfera de la cultura, sino que
debería estar situada con las sociedades
animales regidas por las relaciones
naturales de dominación-sumisión.

Se está quizas aqui en presencia del


escollo de la reflexión clásica sobre el
poder: es imposible pensar lo apolítico
sin lo político, el control social
inmediato sin la mediación, en una
palabra la sociedad sin el poder. Hemos
creído delimitar en el etnocentrismo
cultural del pensamiento occidental,
ligado a una visión exótica de las
sociedades no occidentales, él obstáculo
epistemológico que la “politicología” no
ha sabido superar hasta ahora. Si nos
obstina-mos en reflexionar sobre el
poder a partir de la certidumbre que su
forma verdadera se encuentra realizada
en nuestra cultura, si per-sistimos en
hacer de esta forma la medida de todas
las otras, incluso su telos, entonces
seguramente se renuncia a la coherencia
del discurso, quedando rebajada la
ciencia al rango de opinión. La ciencia
del hombre quizás no es necesaria. Pero
desde que se quiere constituirla y
articular el discurso etnológico, es
cuando conviene mostrar un poco de
respeto por las culturas arcaicas e
interrogarse so-bre la validez de
categorías tales como aquella de
economía de subsistencia, o de control
social inmediato. De no realizar este
trabajo crítico, nos exponemos
primeramente a dejar escapar lo real
sociológico, enseguida a extraviar la
misma descripción empírica: de-
sembocamos así, según las sociedades o
según las fantasías de sus observadores,
a encontrar lo político por doquier o a
no encontorlo en ninguna parte.

El ejemplo evocado más arriba sobre


las sociedades indígenas de América
ilustra perfectamente, creemos, la
imposibilidad que exis-te de hablar de
sociedades sin poder político. No es el
momento aquí de definir el estatuto de lo
político en este tipo de

culturas. Nos limitaremos a rehusar la


evidencia etnocentrista de que el límite
del poder es la coerción, más allá o más
acá de la cual no existiría nada; que el
poder existe de hecho (no solamente en
América sino en varias otras culturas
primitivas) totalmente separado de la
violencia, exterior a toda jerarquía; que,
por consiguiente, todas las sociedades,
arcaicas o no, son políticas, incluso si lo
político adquiere múltiples sentidos,
incluso si este sentido no es
inmediatamente descifrable y si se tiene
que esclarecer el enigma de un poder
“impotente”. Esto nos lleva a decir que:

1) No se pueden repartir las sociedades


en dos grupos: sociedades con poder y
sociedades sin poder. Estimamos por el
contrario (en absoluta conformidad con
los datos de la etnografía) que el poder
político es universal, inmanente a lo
social (sea cual fuere la determinación
de lo social: “lazos de sangre” o clases
sociales), pero que se realiza
principalmente de dos modos: poder
coercitivo, poder no coercitivo.

2) El poder político como coerción (o


como relación de or-den-obediencia) no
es el modelo de poder verdadero, sino
simplemente un caso particular, una
realización concreta del poder político
en ciertas culturas, como la occidental
por ejemplo (que naturalmente no es la
única). No existe pues ninguna razón
científica para privilegiar esta
modalidad del poder, para constituirla
en el punto de referencia y en el
principio de explicación de otras
modalidades diferentes.

3) Incluso en las sociedades donde la


institución política está ausente (por
ejemplo, donde no existen jefes), aún
allí lo político está presente, aún allí se
plantea la cuestión del poder: no en el
sentido engañoso que incitaría a querer
rendir cuenta de una ausencia imposible,
sino por el contrario en el sentido que,
misterio-samente quizás, algo existe en
la ausencia. El poder político no es una
necesidad inherente a la naturaleza
humana, es decir al hom-bre como ser
natural (y en esto Nietzsche se
equivoca), pero sí constituye una
necesidad inherente a la vida social.
Puede pensarse lo político sin la
violencia, no puede pensarse lo social
sin lo político: en otros términos, no hay
sociedad sin poder. Es por esto que, en
cierta forma, podríamos retomar por
nuestra

cuenta la fórmula de B. de Jouvenel, “la


autoridad se nos ha presentado como
creadora del nudo social”, y
simultáneamente suscribirnos
completamente a la crítica que le dirige
Lapierre. Pues si, tal como nosotros lo
pensamos, lo político está en el mismo
corazón de lo social, no es ciertamente
en el sentido que le da Jouvenel, para
quien el campo de lo político se reduce
aparentemente “al ascendiente personal”
de fuertes personalidades. Imposible ser
más ingenuamente etnocentrista. (Pero,
¿se trata realmente de ingenuidad?)

Las acotaciones precedentes abren la


perspectiva donde se puede situar la
tesis de Lapierre cuya exposición ocupa
la cuarta parte de la obra: “El poder
político procede de la innovación so-
cial” (p. 529), y aún más: “El poder
político se desarrolla tanto más cuanto
que la innovación social es más
importante, su ritmo más intenso, su
alcance más extendido (p. 621). La
demostración, sustentada por numerosos
ejemplos, nos parece rigurosa y
convincente y no podemos dejar de estar
de acuerdo con los análisis y
conclusiones del autor. Con una
salvedad, sin embargo: es que el poder
político al cual alude, el que se origina
en la innovación social, es el poder que
llamamos en cuanto a nosotros,
coercitivo. Queremos decir con esto que
la tesis de Lapierre se refiere a las
sociedades donde se observa la relación
de orden-obe- diencia, pero no a las
demás: que, por ejemplo, no es posible
evidentemente hablar de las sociedades
indígenas como sociedades en las cuales
el poder político procede de la
innovación social. En otros términos, la
innovación social es quizás el
fundamento del poder político
coercitivo, pero de ningún modo el
fundamento del poder no coercitivo, a
menos de decidir (lo cual es imposible)
que no hay más poder que el coercitivo.
El alcance de la tesis de Lapierre está
circunscrito a un determinado tipo de
sociedad, a una modalidad particular del
poder político, ya que significa
implícitamente que allí donde no exista
la innovación social, no existe el poder
político. No obstante nos suministra una
enseñanza valiosa: a saber que el poder
político, como coerción o como
violencia, es la marca de las sociedades
históricas, vale decir, sociedades que
llevan en sí la causa de la innovación,
del cambio, de la historicidad. Y
prodríase ordenar así las diversas
sociedades según un nuevo eje: las
sociedades con poder político no
coercitivo son las sociedades sin
historia, siendo sociedades históricas
las sociedades con poder político
coercitivo. Repartición muy diferente de
aquella que implica la reflexión actual
sobre el poder, que identifica
sociedades sin poder y sociedades sin
historia.

La innovación es pues el fundamento de


la coerción y no de lo político. Se
desprende de esto que el trabajo de
Lapierre sólo realiza la mitad del
programa, ya que no da respuesta a la
cuestión del fundamento del poder no
coercitivo. Cuestión que se enuncia más
breve y drásticamente: ¿por qué hay
poder político? ¿Por qué hay poder
político en vez de nada? No
pretendemos dar la respuesta, queremos
tan sólo indicar porqué las respuestas
anteriores no fueron satisfactorias y en
qué condición una respuesta acertada es
posible. Al fin de cuenta, se trata de
definir el proyecto de una antropología
política general y no solamente regional,
proyecto que se desglosa en dos grandes
interrogantes:

1) ¿Qué es el poder político? Vale


decir: ¿qué es la sociedad?

2) ¿Cómo y porqué se llega del poder


político no coercitivo al poder político
coercitivo? Vale decir: ¿qué es la
historia?
Nos limitaremos a constatar que Marx y
Engels pese a una real cultura
etnológica, jamás llevaron su reflexión
por este cami-no, suponiendo incluso
que hayan planteado claramente el
problema. Lapierre acota que “la verdad
del marxismo es que no existiría poder
político si no existiesen conflictos entre
las fuerzas sociales”. Es una verdad, sin
duda, pero válida solamente para las
sociedades donde las fuerzas sociales
están en conflicto. Y es indiscutible que
no se puede comprender el poder como
violencia (y su forma última: el Estado
centralizado) sin el conflicto social.
Pero ¿qué es lo que sucede en las
sociedades sin conflicto, en aquellas
donde reina el “comunismo primitivo”?
¿Puede el marxismo explicar (en cuyo
caso sería efectivamente una teoría
universal de la sociedad y de la historia,
y por lo tanto la antropología misma)
este salto de la no historia a la
historicidad y de la no coerción a la
violencia? ¿Cuál fue el primer motor del
movimiento histórico? Quizás
convendría buscarlo precisamente

en aquello que, en las sociedades


arcaicas se disimula a nuestra visita en
lo político mismo. Por lo tanto sería
necesario invertir resueltamente la idea
de Durkheim (o sea colocarla de pie),
para quien el poder político presuponía
la diferenciación social: ¿No es acaso el
poder político lo que constituye la
diferencia absoluta de la sociedad? ¿No
estriba ahí la escisión radical en tanto
que raíz de lo social, la ruptura
inaugural de todo movimiento y de toda
historia, el desdoblamiento original
como matriz de todas las diferencias?

Se trata desde luego de revolución


copérnica. En el sentido que, hasta ahora
y de alguna manera, la etnología ha
dejado a las culturas primitivas girar en
torno a la civilización occidental, si se
quiere, con un movimiento centrípeto. La
antropología política parece
demostrarnos ampliamente que una
inversión completa de las perspectivas
es necesaria (en cuanto queramos
realmente enunciar sobre las sociedades
arcaicas un discurso adecuado a su ser y
no al ser de la nuestra). Tropieza la
antropología con un lí-mite, no tanto el
de las sociedades primitivas sino el que
lleva en sí misma, limitación propia al
Occidente, cuyo sello aún ostenta. Para
escapar a la atracción de su tierra natal
y alzarse a la verdadera libertad de
pensamiento, para arrancarse a la
evidencia natural en la que sigue
embrollada, es preciso que la reflexión
sobre el poder opere una conversión
“heliocéntrica”: con esto quizás
comprenda mejor el mundo de los
demás, y por ende, el nuestro. El camino
para su conversión, por otra parte, le
está indicado por un pensamiento
contemporáneo, el de Levi-Strauss que
supo to-mar en serio a los salvajes: su
obra nos prueba la rectitud de su
procedimiento por la importancia
(quizás aún insospechada) de sus
descubrimientos, y nos incita a ir más
allá. Ya es tiempo de cambiar de sol y
de ponerse en movimiento.

Lapierre inicia su trabajo denunciando


con sobrada razón la pretensión común a
las ciencias sociales, que creen
asegurarse un estatuto científico
rompiendo toda conexión con lo que
llaman filosofía. Y, de hecho, no hace
falta tamaña referencia para describir
maracas o sistemas de parentesco. En
realidad se trata de algo muy distinto, y
es de temer que, con el nombre de
filoso-

fía sea el pensamiento mismo lo que está


siendo eliminado. ¿Puede decirse
entonces que ciencia y pensamiento se
excluyen mutua-mente, y que la ciencia
se construye a partir del no-
pensamiento, o incluso del
antipensamiento? Los disparates, ora
confusos, ora resueltos, que por doquier
profieren los militantes de la “ciencia”
parecen ir en este sentido. Pero hay que
saber en tal caso adonde lleva esta
frenética vocación del antipensamiento:
bajo el amparo de la “ciencia”, y con
banalidades epigonales o empresas
menos ingenuas, conduce directamente
al oscurantismo.

Triste rumiar que aparta a la vez del


saber y de la alegría: por cierto es
menos fatigoso bajar que subir pero
¿acaso no piensa lealmente el
pensamiento sólo yendo cuesta arriba?*

* Estudio inicialmente aparecido en


Critique N° 270, nov. 1969.

Capítulo 2

INTERCAMBIO Y PODER:
FILOSOFÍA DEL LIDERAZGO
INDÍGENA

La teoría etnológica oscila así entre dos


ideas del poder político, opuestas y sin
embargo complementarias: para una de
ellas las sociedades primitivas están, en
última instancia, desprovistas en su
mayoría de toda forma real de
organización política; la ausencia de un
órgano aparente y efectivo de poder ha
conducido a rechazar la función misma
de dicho poder en esas sociedades,
desde ya consideradas como detenidas
en una fase histórica prepolítica o
anárquica. Para la otra, al contrario, una
minoría de en-tre las sociedades
primitivas logró superar la anarquía
primordial para acceder a este modo de
ser —el único auténticamente huma-no
— del grupo: la institución política;
pero se ve entonces la “carencia”, que
caracterizaba a la masa de sociedades,
convertirse aquí en “exceso”, y la
institución pervertirse en despotismo o
tiranía. Todo sucede pues como si las
sociedades primitivas se encontrasen
situadas frente a una alternativa: o bien
la carencia de la institución y su
horizonte anárquico, o bien el exceso de
es-ta misma institución y su destino
despótico. Pero esta alternativa
constituye de hecho un dilema, pues, más
acá o más allá de la verdadera
condición política, esta última siempre
se le escapa al hombre primitivo. Y en
la certeza del fracaso casi fatal a que
ingenuamente la etnología en sus inicios
condenaba a los no occidentales, se
descubre esta complementaridad de los
extremos, concordando cada cual por su
lado, el uno por exceso, el otro por
carencia, en negar la “justa medida” del
poder político.

América del Sur ofrece al respecto una


ilustración notable de

esta tendencia a inscribir las sociedades


primitivas en el cuadro de esta
macrotipología dualista: y se opone, al
separatismo anárquico de la mayoría de
las sociedades indígenas, la masividad
de la organización incaica “imperio
totalitario del pasado”. De hecho, si las
consideramos según su organización
política, la mayoría de las sociedades
indígenas de América se distinguen
esencialmente por el sentido de la
democracia y el gusto por la igualdad.
Los primeros viajeros del Brasil y los
etnógrafos que los siguieron lo afir-
maron repetidamente: la peculiaridad
más notable del jefe indígena consiste en
su falta casi completa de autoridad; la
función política aparece poco
diferenciada en estas poblaciones.
Aunque dispersa e insuficiente, la
documentación que poseemos viene a
confirmar esta fuerte impresión de
democracia, a la cual fueron sensibles
todos los americanistas. En la enorme
masa de tribus reconocidas en América
del Sur, la autoridad del liderazgo sólo
se confirma explícitamente a propósito
de algunos grupos tales como los tainos
de las islas, los caquetios, los ji-rajiras
o los otomac. Pe-ro es conveniente
anotar que estos grupos, casi todos
arawak, están localizados en el noroeste
de Sud-américa, y que su organización
social presenta una clara estratificación
en castas: no se vuelve a encontrar este
último rasgo más que entre las tribus
guaycurú y arawak (guana) del Chaco.
Se puede además suponer que las
sociedades del noroeste se adscriben a
una tradición cultural más próxima de la
civilización chibcha y del área andina
que de las culturas llamadas de la Selva
Tropical. Por lo tanto, deben retenerse
como rasgo pertinente de la
organización política de la mayoría de
las sociedades indígenas la carencia de
estratificación social y de autoridad del
poder: algunas de ellas, como las ona y
los yagan de Tierra del Fuego, no
poseen siquiera la institución del
liderazgo; y se dice de los jíbaros que su
lengua no tiene término para designar al
jefe.

Al espíritu formado por culturas donde


el poder político está dotado de una
potencia efectiva, el estatuto particular
del liderazgo americano se le impone
por tanto como algo de naturaleza
paradójica; ¿qué es pues este poder
privado de los medios de ejercerse?
¿Cómo se define el jefe si no tiene
autoridad? Y po-

dríamos vernos llevados, cediendo a las


tentaciones de un evolucionismo más o
menos consciente, a concluir en el
carácter epi-fenomenal del poder
político de estas sociedades, en las que
el arcaísmo impediría inventar una
auténtica forma política. Sin embargo,
resolver así el problema conduciría
solamente a replan-tearlo de un modo
diferente: ¿de dónde tal institución, sin
“substancia”, puede sacar fuerzas para
subsistir? Pues lo que se trata de
comprender es la extraña persistencia de
un “poder” casi impotente, de un
liderazgo sin autoridad, de una función
que funciona en el vacío.

En un texto de 1948, R. Lowie, al


analizar los rasgos distintivos del tipo
de jefe evocado más arriba, denominado
por él titular chief, aisla tres
propiedades esenciales del líder
indígena, cuya recurrencia a lo largo de
las dos Américas permite tomarlas como
condiciones necesarias del poder en
esas regiones:

1) El jefe es un “hacedor de paz”; es la


instancia moderadora del grupo, tal
como lo testimonia la división frecuente
del poder en civil y militar.
2) Debe ser generoso con sus bienes, y
no puede permitirse, sin desacreditarse,
rechazar las incesantes demandas de sus
“adminis-trados”.

3) Sólo un buen orador puede acceder al


liderazgo.

Este esquema de la triple calificación


necesaria para el depositario de la
función política es seguramente tan
pertinente para las sociedades sud como
norteamericanas. En primer término, es
en efecto notable que los rasgos del
liderazgo sean tan opuestos en tiempo de
guerra y en tiempo de paz, y que muy a
menudo la dirección del grupo sea
asumida por dos individuos diferentes:
entre los cúbeos, por ejemplo, o entre
las tribus del Orinoco: existe un po-der
civil y un poder militar. Durante la
expedición guerrera el jefe dispone de
un poder importante —hasta absoluto a
veces-sobre el conjunto de los
guerreros. Pero una vez vuelta la paz,
pierde todo su poderío. El modelo de
poder coercitivo sólo es aceptado en
ocasiones excepcionales, cuando el
grupo está confrontado a un peligro
exterior. Pero la conjunción del poder y
de la coerción cesa desde el momento en
que el grupo se relaciona consigo
mismo. De esta manera la autoridad de
los jefes tupinambas, indiscutida durante
las expediciones guerreras, se
encontraba estrechamente sometida al
control del consejo de los ancianos en
tiempo de paz. Asimismo, los jíbaros
tendrían je-fes únicamente en tiempo de
guerra. El poder normal, civil, basado
en el consensus omnium y no en la
coerción, es de naturaleza
profundamente pacífica; su función es
igualmente “pacificante”: el jefe tiene a
su cargo mantener paz y armonía en el
grupo. Por eso, debe apaciguar las
peleas y resolver los diferendos, sin
hacer uso de una fuerza que desde luego
no posee ni sería admitida, fiándose
únicamente en las virtudes de su
prestigio, de su equidad y de su palabra.
Más que un juez que sanciona, es un
arbitro que busca re-conciliar. Por lo
tanto no sorprende comprobar que las
funciones judiciales del liderazgo sean
tan escasas: si el jefe fracasa en re-
conciliar a las partes adversas no puede
impedir que el diferendo se transforme
en feud, lo cual confirma la disyunción
entre el poder y la coerción.

El segundo rasgo característico del


liderazgo indígena, la generosidad,
parece ser más que un deber, una
servidumbre. Los etnólogos han
observado en efecto entre las
poblaciones más diversas de América
del Sur que esta obligación de dar, a la
cual el jefe se ve sometido, es vivida de
hecho por los indígenas como casi un
derecho para infligirle un pillaje
permanente. Y si el desdichado jefe
busca frenar esta fuga de regalos, le son
inmediatamente negados todo poder,
todo prestigio. Francis Huxley escribe a
propósito de los urubúes: “El papel del
jefe es ser generoso y dar todo aquello
que se le pide: en ciertas tribus
indígenas, se puede siempre reconocer
al jefe en aquel que posee menos que
todos y que lleva los ornamentos más
miserables. Lo demás ha sido entregado
como regalos” (1). La situación es
idéntica entre los nambikwaras,
descritos por Claude Lévi-Strauss: “…
La generosidad desempeña un papel
fundamental para determinar el grado de
popularidad de la que gozará el nuevo
feje…” (2) A veces, el jefe, abrumado
por las peticiones repetidas, exclama:
“¡Se lo llevaron todo! ¡Basta de dar!
¡Que otro sea genero-1. F.
Huxley,Aimables sauvages

2. C.Lévi-Strauss, La vie familiale et


sociale des indiens Nambikwara

so por mí!” (3) Es inútil multiplicar los


ejemplos ya que esta relación de los
indígenas con sus jefes es constante a
través de todo el continente (Guayana,
Alto Xingu, etc.). No son compatibles
avaricia y poder; para ser jefe hay que
ser generoso.

A parte de esta inclinación tan marcada


por las posesiones del je-fe, los
indígenas aprecian altamente sus
palabras: el talento oratorio es una
condición y también un medio del poder
político. Un-merosas son las tribus
donde cada día, al alba o al crepúsculo,
el je-fe tiene que gratificar con su
discurso edificantes a la gente de su
grupo: los jefes pilagas, sherentes,
tupinambas, exhortan todos los días a su
pueblo a vivir según la tradición. Pues
la temática de su discurso está
estrechamente ligada a su función de
“hacedor de paz”. “… El tema habitual
de estas arengas es la paz, la armonía y
la hon-radez, virtudes recomendadas a
todos los miembros de la tribu” (4). Sin
duda hay veces que el jefe predica en el
desierto: los tobas del Chaco o los
trumais del Alto-Xingu a menudo no
prestan la menor atención al discurso de
su líder, que habla así en medio de la
indiferencia general. Esto sin embargo
no debe ocultarnos el amor de los
indígenas por la palabra: ¿no explicaba
así un chiriguano la ascensión de una
mujer al liderazgo diciendo: “su padre
le había enseñado a hablar”?

La literatura etnográfica testimonia pues


la presencia de estos tres rasgos
esenciales del liderazgo. Sin embargo,
el área subame-ricana (con la exclusión
de las culturas andinas que no
trataremos aquí) presenta un rasgo más
que debe agregarse a los tres desta-
cados por Lawie: casi todas estas
sociedades, sea cual fuese su tipo de
unidad socio-política y su talla
demográfica, reconocen la poli-gamia;
pero casi todas igualmente la reconocen
como privilegio ca-si exclusivo del jefe.
La dimensión de los grupos varía
ampliamente en América del Sur, según
el medio geográfico, el modo de
adquisición de los alimentos, el nivel
tecnológico: una banda de nómadas
guayakíes o sirionos, pueblos sin
agricultura, cuenta escasa-mente con
más de treinta personas. Por el

3. Ibid

4. Handbollk of South American Indians,


t.V, p. 343.
contrario, las aldeas tupinambas o
guaraníes, agricultores sedentarios,
reunían a veces más de mil personas. La
gran casa colectiva de los jíbaros abriga
de ochenta a trescientos residentes y la
comunidad witotó comprende alrededor
de cien personas. Por consiguiente,
según las áreas culturales, la talla media
de las unidades socio-políticas puede
sufrir variaciones considerables. No es
menos asombroso el constatar que la
mayor parte de estas culturas, desde la
miserable banda guayakí hasta el enorme
aldea tupí, reconocen y admiten el
modelo de matrimonio plural,
frecuentemente por otra parte bajo la
forma de poliginia sororal. Es necesario
admitir, por lo tanto, que el matrimonio
poliginio no es función de una densidad
demográfica mínima del grupo, ya que
vemos que esta institución la poseen
tanto la banda guayakí como la aldea
tupí, treinta o cuarenta veces más
numerosa. Se puede estimar que la
poliginia, cuando se practica en el seno
de una masa importante de la población,
no entraña perturbaciones demasiado
graves para el grupo. Pero ¿que ocurre
cuando atañe a unidades tan pequeñas
como la banda nambikwara, guayakí o
sirionó? Por cierto tiene que afectar
intensamente la vida del grupo el cual
sin duda alega poderosas “razones” para
aceptarla con todo, razones que sera
necesario tratar de dilucidar.
Para este efecto es interesante interrogar
al material etnográfico, a pesar de sus
numerosas lagunas: aunque poseamos
escasas informaciones sobre numerosas
tribus, y a veces incluso sólo se conozca
de una tribu el nombre con el cual se la
designaba, parece no obstante que se
pueda otorgar a ciertas recurrencias una
verosimilitud estadística. Si se retiene la
cifra aproximativa, pero probable, de un
total de alrededor de doscientas etnias
para toda América del Sur, se percibe
que, sobre este total, la información de
la que podemos disponer no establece
formalmente una estricta monogamia
sino para una decena de grupos: por
ejemplo para los palikures de Guayana,
los apinaye y los timbaré del grupo gé, o
los yaguas del Norte del Amazonas. Sin
asignar a estos cálculos una exactitud
que ciertamente no poseen, son sin
embargo indicativos de un orden de
magnitud: la vigésima parte apenas de
las sociedades indígenas practica la
monogamia rigurosa. Es decir que la
mayor parte de los grupos reconocen la
poliginia y que ésta es casi continental
en su extensión.

Pero se debe notar igualmente que la


poliginia indígena está estrictamente
limitada a una pequeña minoría de
individuos, casi siempre los jefes. Y se
comprende por lo demás que esto no
pueda ser de otra forma. Si se considera,
en efecto, que la sex ratio natural, o
relación numérica de sexos, no podría
jamás ser tan baja como para permitir a
cada hombre desposar más de una
mujer, se ve que una poliginia
generalizada es biológicamente
imposible y queda, pues, culturalmente
limitada a algunos individuos. El
examen de los datos etnográficos
confirma esta determinación natural: de
180 a 190 tribus que practican la
poliginia, solamente una decena deja de
asignarle limite; es decir que todo
hombre adulto en estas tribus puede
desposar más de una mujer. Es lo que
sucede con los achaguas, arawak del
noroeste, los chibchas, los jíbaros, o los
rucuye-nes, caribes de Guayana. Ahora
bien, los achaguas y los chibchas, que
pertenecen al área cultural denominada
circum-Caribe, común a Venezuela y a
Colombia, eran muy diferentes del resto
de las poblaciones sudamericanas;
involucrados en un profundo proceso de
estratificación social, reducían a la
esclavitud a sus vecinos menos
poderosos y beneficiaban así de un
aporte constante e importante de
prisioneras, tomadas de inmediato como
esposas complementarias. En lo que
concierne a los jíbaros, su pasión por la
guerra y la caza de cabezas que entrañan
una fuerte mortandad entre los guerreros,
es sin duda lo que permite a la mayor
parte de los hombres practicar la
poliginia. Los ruecuyenes,y con ellos
varios otros gru-pos caribes de
Venezuela, eran igualmente belicosos:
sus expediciones militares se proponían
a menudo adquirir esclavos y mujeres
secundarias.

Todo esto nos muestra primeramente la


escasez, naturalmente determinada, de la
poliginia general. Vemos por otra parte
que, cuando no está restringida al jefe,
esta posibilidad se funda en
determinaciones culturales: existencia
de castas, práctica de la esclavitud,
actividad guerrera. Aparentemente, estas
últimas sociedades parecen más
democráticas que las otras, ya que la
poliginia deja de ser el privilegio de
uno solo. Y, de hecho, la oposición
resulta más marcada entre este jefe
iquito, poseedor de

doce mujeres y sus hombres


constreñidos a la monogamia, que entre
el jefe achagua u los hombres de su
grupo, a los cuales la poliginia les está
igualmente permitida. Recordemos sin
embargo que las poblaciones del
noroeste estaban ya fuertemente
estratificadas y que una aristocracia de
ricos nobles tenían por su riqueza
misma, el medio de ser más poliginios,
si así se puede decir, por los “plebeyos”
menos favorecidos: el modelo del
matrimonio por compra permitía a los
hombres ricos adquirir un número mayor
de mujeres. De manera que entre la
poliginia como privilegio del jefe y la
poliginia generalizada la diferencia no
es de naturaleza sino de grado: un
plebeyo chibcha o achagua casi no podía
desposar más de dos o tres mujeres,
mientras que un jefe famoso del
noroeste, Guaramental, poseía
doscientas.

Es legítimo, pues, retener del análisis


precedente que, para la mayoría de las
sociedades sudamericanas, la institución
matrimonial de la poliginia está
estrechamente articulada con la
institución política del poder. La
especificidad de este lazo sólo se
aboliría con el restablecimiento de las
condiciones de la monogamia: una
poliginia de igual extensión para todos
los hombres del grupo. Ahora bien, el
breve examen de algunas sociedades que
poseen el modelo generalizado del
matrimonio plural revela que la
oposición entre el jefe y el resto de los
hombres se mantiene e incluso se
refuerza.

Del mismo modo, por estar investidos


de un poder real, algunos guerreros
tupinambás, los más afortunados en el
combate, podían poseer esposas
secundarias, a menudo prisioneras
tomadas al grupo vencido. El “Consejo”
al que el jefe debía someter todas sus
decisiones estaba precisamente
compuesto en parte por los guerreros
más brillantes, y entre ellos la asamblea
escogía, en general, al nuevo jefe,
cuando el hijo del líder muerto era
considerado inapto para el ejercicio de
esta función. Si, por otra parte, ciertos
grupos reconocían la poliginia como
privilegio del jefe, y también de los
mejores cazadores, es porque la caza,
como actividad económica y actividad
de prestigio, reviste allí una importancia
especial, sancionada por la influencia
que confiere al hombre habilidoso su
presteza para cazar en grandes
cantidades: entre poblaciones como los
puri-coroados, los caingangs, o

los ipurinas del Jurua-Purus, la caza


constituye una fuente decisiva de
alimentos; por consiguiente, los mejores
cazadores adquieren un estatuto social y
un “peso” político conformes a su
calificación profesional. Como la tarea
principal del líder es la de velar por el
bienestar del grupo el jefe ipurina o
caingang ha de ser uno de los mejores
cazadores, constituyendo éstos un grupo
en el cual se elige generalmente al futuro
líder. Por consiguiente, además del
hecho de que sólo un buen cazador tiene
la posibilidad de proveer las
necesidades de una familia poliginia, la
caza, actividad económica esencial para
la sobrevivencia de todos, confiere a los
hombres que más destacan en esta
actividad una importancia política
evidente. Al permitir la poliginia a los
más eficaces abastecedores de
alimentos, el grupo adquiere en cierta
manera una hipoteca so-bre el futuro,
reconociéndoles implícitamente la
calidad de líderes posibles. Es
necesario, sin embargo, señalar que esta
poliginia, le-jos de ser igualitaria,
favorece siempre al jefe efectivo del
grupo.

El modelo poliginio de matrimonio,


considerado según estas diversas
extensiones —general o restringida, sea
al jefe solamente, sea al jefe y a la
pequeña minoría de hombres-nos ha
llevado cada vez a enfocar la vida
política del grupo: sobre este horizonte
la poliginia perfila su figura, y quizás el
sentido de su función pueda leerse ahí.

Cuatro rasgos distinguen, pues, en la


América del Sur al jefe. Como tal, es un
“apaciguador profesional”; además debe
ser generoso y buen orador; por último
la poliginia es privilegio suyo.

Se impone sin embargo una distinción


entre el primero de los criterios y los
tres restantes. Estos últimos definen el
conjunto de prestaciones y contra-
prestaciones por medio de las cuales se
mantiene el equilibrio entre la estructura
social y la institución política: el líder
ejerce un derecho sobre un número
anormal de mujeres del grupo; este
último en compensación tiene el derecho
de exigir de su jefe generosidad de
bienes y talento oratorio. Esta relación
con apariencia de intercambio se
determina así en un nivel esencial de la
sociedad, un nivel propiamente
sociológico que concierne a la
estructura misma del grupo como tal. La
función moderadora del jefe se
desempeña por el contrario en un

elemento diferente, el de la práctica


estrictamente política. No se puede, en
efecto, como parece hacerlo Lowie,
situar en el mismo plano de realidad
sociológica, por una parte lo que viene
definido -al concluir el análisis
precedente-como el conjunto de las
condiciones de posibilidad de la esfera
política, y por otra parte lo que
constituye la realización efectiva, vivida
como tal, de las funciones cotidianas de
la institución. Tratar como elementos
homogéneos el modo de constitución del
poder y el modo de actuar del poder
constituido, conduciría de alguna manera
a confundir el ser y el hacer del
liderazgo, lo trascendental y lo empírico
de la institución. Aunque de poco
alcance, las funciones del jefe son
siempre controladas por la opinión
pública. Como planificador de las
actividades económicas y ceremoniales
del grupo, el líder no posee ningún
poder de decisión; él nunca está seguro
que sus órdenes serán ejecutadas; esta
fragilidad permanente de un poder
incesantemente cuestionado da la
tonalidad al ejercicio de la función: el
poder del jefe depende de la buena
voluntad del grupo. Se comprende desde
ya el interés directo del jefe por
mantener la paz: la irrupción de una
crisis destructora de la armonía interna
suscita la intervención del poder, pero
provoca simultáneamente esa intención
de cuestionamiento que el jefe no puede
superar.

La función, al ejercerse, revela así la


importancia de la institución, cuyo
sentido estamos buscando. Pero ese
sentido se halla di-simulado en el plano
de la estructura, o sea a otro nivel. En
tanto que actividad concreta de la
función, la práctica del líder no cae
desde luego en la misma categoría de
fenómenos que los otros tres criterios;
estos constituyen una unidad aparte,
estructuralmente articulada a la esencia
misma de la sociedad.

Es de notar, pues, que esta trinidad de


predicados adscritos a la persona del
líder: don oratorio, generosidad y
poliginia, atañe a los mismos elementos
de los cuales intercambio y circulación
constituyen la sociedad como tal, y
sancionan el paso de la naturaleza a la
cultura. Se define primero a la sociedad
por los tres niveles fundamentales del
intercambio de bienes, de mujeres y de
palabras; y se constituye del mismo
modo la esfera política de las
sociedades indígenas por referencia
inmediata a estos tres

tipos de “signos”. El poder se


realaciona por lo tanto (siempre que se
reconozca a esta convergencia un valor
distinto al de una coinci-dencia sin
sentido) con los tres niveles
estructurales esenciales de la sociedad,
es decir con el centro mismo del
universo de la comunicación. Hace falta,
entonces, dilucidar desde ya la
naturaleza de esta relación, a fin de ir
despejando sus implicaciones
estructurales.

Aparentemente, el poder es fiel a la ley


de intercambio que fun-da y rige a la
sociedad: ocurre como si el jefe
recibiese una parte de las mujeres del
grupo a cambio de bienes económicos y
de signos lingüísticos, con la sola
diferencia que en este caso las unidades
que intercambian son por una parte un
individuo, por la otra el grupo en
conjunto. No obstante, una interpretación
de esta índole, fundada sobre la
impresión que el principio de
reciprocidad determina la relación entre
el poder y la sociedad, resulta muy
pronto insuficiente: se sabe que las
sociedades indígenas de América del
Sur, por lo general poseen sólo una
tecnología relativamente rudimen-taria,
y que, como consecuencia, ningún
individuo, ni siquiera el jefe, puede
concentrar en sus manos muchas
riquezas materiales. El prestigio del
jefe, como hemos visto, se debe en gran
parte a su generosidad. Pero por otro
lado las exigencias de los indígenas
sobre-pasan a menudo las posibilidades
inmediatas del jefe. Este es obligado
pues, so pena de verse abandonado
rápidamente por la mayoría de su gente,
a intentar satisfacer los pedidos. Sus
esposas pue-den, sin duda, ayudarlo en
gran medida en el cumplimiento de su
tarea: el ejemplo de los nambikwaras
ilustra perfectamente el papel decisivo
de las mujeres del jefe. Pero algunos
objetos —arcos, flechas, adornos
masculinos— a los que son tan
aficionados cazadores y guerreros, sólo
pueden ser fabricados por el jefe; ahora
bien, las capacidades de producción de
éste tienen un límite, y la amplitud de
sus prestaciones en objetos al grupo
quedan de hecho reducidas. Se sabe
también, por otra parte, que, para las
sociedades “primitivas”, las mujeres
constituyen los valores esenciales.
¿Cómo suponer entonces que este
aparente intercambio ponga en juego a
dos “masas” de valores equivalentes?
—equivalencia que sería legítimo
esperar si el principio de reciprocidad
fuera lo que articu-lara la sociedad al
poder. Es evidente que para el grupo,
que se ha desposeído de una cantidad
importante de los valores más
esenciales —las mujeres—, las arengas
cotidianas y los pocos bienes
económicos de los que puede disponer
el líder, no constituyen una
compensación equivalente. Y esto tanto
más que, pese a su falta de autoridad, el
jefe goza de un estatuto social
envidiable. La desigualdad del
“intercambio” es evidente y sólo se
explicaría en el seno de sociedades
donde el poder provisto de una
autoridad efectiva, por lo mismo estaría
claramente diferenciado del resto del
grupo. Ahora bien, es precisamente esta
autoridad la que le falta al jefe indígena:
¿cómo entonces comprender que una
función dotada de privilegios
exhorbitantes se vea, en lo que a su
ejercicio se refiere, reducida a la
impotencia?

Al querer analizar en términos de


intercambio la relación del poder con el
grupo, sólo se logra poner de manifiesto
la paradoja. Consideremos pues el
estatuto de cada uno de los tres niveles
de comunicación, tomado aisladamente,
en el seno de la esfera política. Está
claro que, en lo que concierne a las
mujeres, la circulación se realiza en
“sentido único”: del grupo hacia el jefe,
ya que este último sería incapaz de
reponer en el circuito, hacia el grupo, un
número de mujeres equivalente al que ha
recibido. Sin duda alguna, las esposas
del jefe le han de dar hijas que serán
más tarde tantas esposas potenciales
para los jóvenes del grupo. Pero debe
considerarse que la reinserción de las
jóvenes en el ciclo de intercambios
matrimoniales no logra compensar la
poliginia del padre. En efecto, en la
mayoría de las sociedades
sudamericanas, el liderazgo se hereda
patrilinealmente. Así, y teniendo en
cuenta las ap-titudes individuales, el
hijo del jefe, o en su defecto el hijo del
hermano del jefe, sera el nuevo líder de
la comunidad. Y, junto con el cargo,
recogerá el privilegio de la función, es
decir la poliginia. El ejercicio de este
privilegio impide pues, en cada
generación, que la poliginia de la
generación precedente resulte neu-
tralizada por mediación de las hijas. El
drama del poder no se juega en el plano
diacrónico de generaciones sucesivas,
sino en el plano sincrónico de la
estructura del grupo. El advenimiento de
un jefe reproduce cada vez la misma
situación; esta estructura repe-titiva sólo
podría abolirse en la perspectiva

cíclica de un poder que recorriese


sucesivamente todas las familias del
grupo, y en que el jefe fuera escogido a
cada generación en una familia
diferente, hasta volver a la primera
familia, lo que inauguraría un nuevo
ciclo. Pero el cargo es hereditario: no se
trata pues de intercambio sino de
donación mera y simple del grupo a su
jefe, donación sin contrapartida, en
aparencia destinada a sancionar el
estatuto social de un cargo instituido
para no ejercerse.

Si se centra el análisis en el nivel


económico del intercambio, puede
percibirse que los bienes reciben el
mismo tratamiento: es únicamente del
jefe hacia el grupo que se realiza el
movimiento. Las sociedades indígenas
de América del Sur son, en efecto, po-co
proclives a las prestaciones económicas
hacia su líder, y éste debe, como todos
los demás, cultivar su mandioca y salir a
cazar. Con la excepción de algunas
sociedades del noroeste de América del
Sur, los privilegios del liderazgo no se
sitúan generalmente en el plano material,
y sólo algunas tribus hacen de la
ociosidad la marca de un estatuto social
superior: los manasís de Bolivia o los
guaraníes cultivan los jardines del jefe y
recogen las cosechas. Incluso hay que
agregar que entre los guaraníes el uso de
este derecho honra quizás menos al jefe
que al chamán. Sea como fuere, la
mayoría de los líderes indígenas está
lejos de ofrecer la ima-gen de un rey
holgazán: muy por el contrario, obligado
a responder a la generosidad que se
espera de él, el jefe debe pensar conti-
nuamente en procurarse regalos para
ofrecer a su gente. El co-mercio con los
otros grupos puede ser una fuente de
bienes; pero generalmente se fía de su
ingenio y de su trabajo personal. De tal
modo que, cosa sorprendente, en
América del Sur el líder es el que
trabaja más duramente.

Finalmente, el estatuto de los signos


lingüísticos es más evidente aún: en las
sociedades que han sabido proteger al
lenguaje de la degradación que le
infligen las nuestras, la palabra, más que
un privilegio, es un deber del jefe: a él
le corresponde el dominio de las
palabras, hasta el punto que se escribió
en relación con una tribu
norteamericana: “Puede decirse, no que
el jefe es un hombre que habla, sino que
aquel que habla es un jefe”, fórmula
ampliamente aplicable a todo el
continente sudamericano. Ya

que el ejercicio de ese casi monopolio


del jefe sobre la lengua se reafirma aún
más por el hecho de que los indígenas
no lo viven como un frustración. La
división está establecida tan claramente
que los dos asistentes del líder trumai,
por ejemplo, aún cuando gozan de cierto
prestigio, no pueden hablar como el
jefe: no en virtud de una prohibición
exterior, sino por el sentimiento de que
la actividad discursiva sería una afrenta
a la vez al jefe y al lenguaje; ya que,
dice un informante, cualquier otro, fuera
del jefe, “se avergonzaría” de hablar
como él.

En la medida en que, rechazando la idea


de un intercambio de las mujeres del
grupo contra los bienes y los mensajes
del jefe, se examina el movimiento de
cada “signo” según su circuito propio,
se descubre que este triple movimiento
presenta una dimensión negativa común,
que asigna a estos tres tipos de “signos”
un destino idéntico: ellos ya no aparecen
como valores de cambio, la
reciprocidad deja de regular su
circulación, y cada uno de ellos cae,
pues, al exterior del universo de la
comunicación. Una relación original
entre el espacio del poder y la esencia
del grupo se revela de esta manera: el
poder mantiene una relación
privilegiada con los elementos cuyo
movimiento recíproco funda la
estructura misma de la sociedad; pero
esta relación, al rehusar un valor que es
de intercambio a nivel del grupo,
instaura la esfera política, no sólo como
algo exterior a la estructura del grupo,
pero más aún, como negación de la
misma: el poder está contra el grupo, y
el rechazo de la reciprocidad, es decir
de la dimensión ontológica de la
sociedad, equivale al rechazo de la
sociedad misma.
Una conclusión de esta índole,
articulada con la premisa del no-poder
del jefe en las sociedades indígenas,
puede parecer para-dógica: sin embargo
gracias a ella se aclara el problema
inicial: el de un liderazgo carente de
autoridad. En efecto, para que parte de
la estructura social está en condiciones
de ejercer alguna influencia sobre ésta,
es necesario, como mínimo, que la
relación entre el sistema particular y el
sistema global no sea completamente
negativa. La función política podrá
desarrollarse efectivamente a condición
de ser, en alguna manera, inmanente al
grupo. Ahora bien, en las sociedades
indígenas, dicha función
se encuentra excluida del grupo y más
aún lo excluye: en la relación negativa
mantenida con el grupo se origina la
carencia de poder de la función política;
rechazarla al exterior de la sociedad es
el medio cabal para reducirla a la
impotencia.

El concebir así la relación del poder y


de la sociedad en las poblaciones
indígenas de América del Sur parece
quizás implicar una metafísica finalista,
según la cual existiría una voluntad
misteriosa que utilizaría medios ocultos
con el fin de negar al poder político
precisamente su calidad de poder. Sin
embargo, no se trata de causas finales;
los fenómenos analizados pertenecen al
campo de la actividad inconciente
mediante la cual el grupo elabora sus
modelos: y el modelo estructural de la
relación del gru-po social con el poder
político es lo que se trata de descubrir.
Tal modelo permite integrar datos
percibidos a primera vista como
contradictorios. En esta etapa del
análisis comprendemos que la
impotencia del poder se articula
directamente con su situación
“marginal” en relación con el sistema
total; y esta situación resulta en sí de la
ruptura introducida por el poder en el
ciclo decisivo de los intercambios de
mujeres, bienes y palabras. Mas
describir en esta ruptura la causa del no-
poder de la función política, no permite
comprender su razón de ser profunda.
¿Cabe interpretar la secuencia: ruptura
del intercambio-exterioridad-
impotencia, como una desviación
accidental del proceso constitutivo del
poder? Esto permitiría suponer que el
resultado efectivo de la operación (la
carencia de autoridad del poder) es sólo
contingente con respecto a la intención
inicial (la promoción de la esfera
política). Pero sería necesario aceptar,
entonces, la idea que este “error” es
coextensivo al modelo mismo y que se
repite indefinidamente a través de un
área casi continental ninguna de las
culturas ahí repartidas se mostraría así
capaz de darse una auténtica autoridad
política. Permanece aqui subyacente el
postula-do, completamente arbitrario, de
que estas culturas no poseen creatividad,
retornándose además al prejuicio del
arcaísmo. No se puede, entonces,
concebir la separación entre función
política y autoridad como el fracaso
accidental de un proceso que tendía a su
síntesis, como el “desliz” de un sistema
desmentido, a pesar de él, por un
resultado que el grupo no

pudiera corregir.

Recusar la perspectiva del accidente


conduce a suponer una cierta necesidad
inherente al proceso mismo; a buscar en
el nivel de la intencionalidad
sociológica —sitio de elaboración del
mode-lo— la razón última del resultado.
Admitir la conformidad de éste con la
intención que preside a su producción no
puede significar otra cosa que la
implicación de este resultado en la
intención original: el poder es
exactamente lo que estas sociedades han
querido que sea. Y como este poder no
es, por decirlo esquemáticamente, nada,
el grupo revela así un rechazo radical de
la autoridad, una negación absoluta del
poder. ¿Es posible explicar esta
“decisión” de las culturas indígenas?
¿Debe juzgársela como el fruto
irracional de la fantasía, o se puede, por
el contrario, postular una racio-nalidad
inmanente a esta “elección”? El
radicalismo mismo del rechazo, su
permanencia y su extensión sugieren
quizás la perspectiva donde cabe
situarlo. No por negativa la relación del
poder con el intercambio ha dejado de
mostrarnos que la problemática del
poder adviene y se anuda al nivel más
profundo de la estructura so-cial, lugar
de la constitución inconciente de sus
dimensiones. Para decirlo en otros
términos, la cultura misma, como
diferencia ma-yor de la naturaleza, es la
que se inscribe plenamente en el rechazo
de este poder. ¿Y acaso no es
precisamente en su relación con la
naturaleza cuando la cultura manifiesta
un desmentido de igual intensidad? Esta
identidad en el rechazo nos lleva a
descubrir en las sociedades indígenas,
una identificación del poder y de la
naturaleza: la cultura es la negación de
uno y otra, no en el sentido en que poder
y naturaleza constituyan dos peligros
diferentes —o tan sólo idénticos
negativamente en una misma relación al
tercer término-, sino en el sentido en que
la cultura aprehende el poder como pura
resurgencia de la naturaleza.

Ocurre pues como si estas sociedades


constituyesen su esfera política según
una intuición que desempeñaría el papel
de una norma: a saber que el poder es
por esencia coerción; que la actividad
unificadora de la función política se
ejercería, no a partir de la estructura de
la sociedad y en conformidad con ella,
sino a partir de un más allá
incontrolable y en contra de ella; que el
po-

der en su naturaleza no es más que la


coartada furtiva de la naturaleza en su
poder. Lejos pues de ofrecernos la
imagen sin brillo de una incapacidad
para resolver la cuestión del poder
político, estas sociedades nos asombran
por la sutileza con que lo han planteado
y resuelto. Rápidamente presintieron que
la trascendencia del poder encierra para
el grupo un peligro mortal, que el
principio de una autoridad exterior y
creadora de su propia legalidad
constituye un cuestionamiento de la
cultura misma; la intuición de esta
amenaza ha determinado la profundidad
de su filosofía política. Ya que, des-
cubriendo el gran parentesco del poder y
de la naturaleza como do-ble limitación
del universo de la cultura, las
sociedades indígenas supieron inventar
un medio para neutralizar la virulencia
de la autoridad política. Escogieron ser
ellas mismas las fundadoras de ésta,
pero de manera que sólo apareciese el
poder como negatividad inmediatamente
controlada: lo instituyen según su
esencia (la negación de la cultura), pero
precisamente para negarle toda potencia
efectiva. De modo que la presentación
del poder tal como es, se ofrece en estas
sociedades como el medio mismo para
anularlo. La misma operación que
instaura la esfera de lo político impide
su despliegue: es así como la cultura
utiliza contra el poder el ardid propio de
la naturaleza; es por ello que se nombra
jefe al hombre en quien viene a
quebrarse el intercambio de las mujeres,
de las palabras, de los bienes.

Como deudor de riquezas y mensajes, el


jefe no traduce otra co-sa que su
dependencia con relación al grupo, y la
obligación en la cual se encuentra de
manifestar en cada instante la inocencia
de su función. Se podría en efecto
pensar, midiendo la confianza que el
grupo acredita a su jefe, que por medio
de esa libertad vivida por el grupo en su
relación con el poder nace, tal vez en
forma disimulada, un control, más
profundo por ser menos aparente, del
jefe so-bre la comunidad. Ya que, en
ciertas circunstancias, en especial
durante los períodos de penuria, el
grupo se entrega del todo al jefe; cuando
el hambre amenaza, las comunidades del
Orinoco se insta-lan en la casa del jefe,
a cuyas expensas deciden vivir en
adelante, hasta que lleguen días mejores.
Asimismo, la banda nambikwara,
cuando escasean los alimentos,

luego de una dura etapa, espera de su


jefe y no de sí misma que mejore la
situación. Pareciera en este caso que el
grupo tiene una necesidad absoluta del
jefe, dependiendo integralmente de él.
Pe-ro esta subordinación no es más que
aparente: oculta de hecho una especie de
chantaje que el grupo ejerce sobre el
jefe. Ya que, si este último no hace lo
que se espera de él, su aldea o su banda
simplemente lo abandona para unirse a
un líder más fiel a sus deberes. Sólo
mediante esta dependencia real puede el
jefe mantener su estatuto. Esto se
evidencia muy claramente en la relación
del poder y de la palabra: ya que, si el
lenguaje es lo exactamente opuesto a la
violencia, la palabra debe interpretarse,
no tanto como el privilegio del jefe, sino
como el medio que tiene el grupo para
mantener el poder fuera de la violencia
coercitiva, y como la garantía renovada
cada día de que esta amenaza queda
apartada. La palabra del líder encierra
en sí la ambigüedad de ser desviada de
la función de comunicación inmanente al
lenguaje. Es tan poco necesario para el
discurso del jefe el ser escuchado, que
los indígenas a menudo no le prestan
ninguna atención. El lenguaje de la
autoridad, dicen los urubúes, es un ne
enghantan: un lenguaje duro, que no
espera respuesta. Pero esta dureza no
compensa de ninguna manera la
impotencia de la institución política. A
la exterioridad del poder corresponde el
aislamiento de su propia palabra, la
cual, pronuncia-da con dureza y para no
hacerse oir, lleva consigo el testimonio
de su mansedumbre.

La poliginia puede interpretarse de la


misma manera: más allá de su aspecto
formal de donación mera y simple
destinada a plantear el poder como
ruptura del intercambio, se perfila una
función positiva, análoga a la de los
bienes y del lenguaje. El jefe,
propietario de valores esenciales del
grupo y por lo mismo responsable ante
él, es de alguna manera, por intermedio
de las mujeres, prisionero del grupo.

Este modo de constitución de la esfera


política puede entonces comprenderse
como un verdadero mecanismo de
defensa de las sociedades indígenas. La
cultura afirma la prevalencia de lo que
la funda —el intercambio—
precisamente enfocando en el poder la
negación de este fundamento. Pero hay
que recalcar además que estas culturas,
privando a los “signos” de su valor de

intercambio en la región del poder, la


sustraen a mujeres, bienes

y palabras su función propia de signos


para intercambiar, y estos

elementos son aprehendidos entonces


como valores puros, ya
que la comunicación deja de ser su
horizonte. El estatuto del

lenguaje sugiere con un fuerza singular


esta conversión del estado de signo al
de valor: el discurso del jefe, en su
soledad, recuerda a la palabra del poeta
para quien las palabras son valores

más que signos. ¿Qué puede significar


luego este doble proceso

de des-significación y de valorización
de los elementos del intercambio?
Quizás expresa, más allá incluso del
lazo de la cultura

con sus valores, la esperanza o la


nostalgia de un tiempo mítico
en donde cada uno accedería a la
plenitud de un gozo no limitado por las
exigencias del intercambio.

Culturas indígenas, culturas inquietas


por rechazar un poder

que las fascina: la opulencia del jefe es


el soñar despierto del

grupo. Y es porque expresa a la vez la


preocupación que de sí

tiene la cultura y el sueño de superarse,


que el poder, paradójico

por naturaleza, es venerado en su


impotencia: metáfora de la tribu, imago
de su mito, tal es el jefe indígena.*
* Estudio inicialmente aparecido en L
‘Homme, II (1), 1962.

Capítulo 3 INDEPENDENCIA Y
EXOGAMIA (I)

La oposición tan contrastada entre las


culturas de las mesetas andinas y las
culturas de la Selva Tropical, puesta en
relieve por los relatos e informes de los
misioneros, soldados y viajeros de los
siglos XVI y XVII, fue luego acentuada
hasta la exageración: poco a poco se ha
ido dibujando la imaginería popular de
una América precolombina
completamente entregada al salvajismo,
exceptuando la región andina en donde
los incas habían logrado hacer triunfar
la civilización. Estas concepciones
simplistas e ingenuas solamente en
apariencia —ya que estaban
estrechamente relacionadas con los
objetivos de la colonización blanca—,
se cristalizaron en una verdadera
tradición cuyo peso se ha hecho sentir
fuertemente en la etnología americanista
de los comienzos. Ya que si ésta, al
escoger y plantear los problemas en
términos científicos, se ha conformado a
su vocación, las soluciones

1. Sorprenderá sin duda una ausencia:


aquella de numerosas tribus
pertenecientes al stock lingüístico Ge.
No se trata en lo más mínimo de retomar
aquí la clasificación de HSAI
(Handbook of South American In dians),
que le asigna a estas poblaciones un
estatuto de marginales, mientras que por
su ecología, en posesión de la
agricultura, debería integrarlas al área
cultural de la Selva Tropical. Sí de ello
no nos ocupamos en este trabajo, es
precisamente en razón de la particular
complejidad de sus organizaciones
sociales en clanes, múltiples sistemas de
mitades, asociaciones, etc. Los Ge, en
este sentido, merecen un estudio
especial. Y no es, por lo demás, la única
paradoja del Handbook, el asociar a la
ecología bien desarrollada de la Selva,
modelos socio-politícos bastante
rudimentarios, mientras que los Ge, con
una sociología tan rica, se estancarían en
un nivel claramente preagr/cola.

propuestas transparentan una certera


persistencia de los esquemas
tradicionales, de un estado de ánimo
que, a pesar de los mismos autores, ha
determinado parcialmente sus
perspectivas de investigación. ¿Por qué
se repara este estado de ánimo?
Primeramente por una certeza: los
primitivos, de una manera general, son
incapaces de realizar buenos modelos
sociológicos; luego por un método:
caricaturizar el rasgo más aparentemente
perceptible de las culturas consideradas.
Es así como el imperio inca ha
impresionado a los antiguos cronistas,
esencialmente por la fuerte
centralización del poder y por un modo
de organización de la economía hasta
entonces desconocida. Ahora bien, estas
dimensiones de la sociedad in-ca son
transformadas por la etnología moderna
en totalitarismo, siguiendo a R. Karsten
(2), o en socialismo, según L. Baudin
(3). Pero un examen menos etnocéntrico
de las fuentes conduce a corregir estas
imágenes demasiado modernas de una
sociedad que a pesar de todo es arcaica;
y Alfred Metraux (4), en una obra
reciente, relevó la existencia, en el
Tahuantinsuyo, de fuerzas centrífugas
que los clanes del Cuzco ni siquiera
soñaban con romper.
Respecto de las poblaciones de la
Selva, no se las pretendió inscribir en
esquemas anacrónicos; por el contrario,
y en la misma medida en que se tendía a
dilatar los rasgos “occidentales” del
imperio inca, los cuadros sociológicos
de las sociedades de la Selva parecían
más primitivos, más frágiles, menos
susceptibles de dinamismo,
estrechamente limitadas a pequeñas
unidades. Sin duda se explica así la
tendencia a insistir en el aspecto
parcelado, “separatista” (5), de las
comunidades indígenas no andinas, y en
el correlato necesario de esta situación:
una guerra casi permanente. Y la Selva,
considerada como área cultural, se
presenta como una multiplicidad de
micro-sociedades, todas muy parecidas
entre sí, pero todas igualmente hostiles
unas con otras.

2. R.Karsten, La civilisation del’empire


inca, Paris, Payot, 1952.

3. L.Baudin, L’empire socialiste des


Inka, Paris, Inst. d’Ethnologie,

1928.

4. A. Metraux, Les Incas, Paris, ed. du


Seuil, 1961.

5. Cf. Lowie, The Journal os the Roy al


A nthropohgicalInstitute, 1948.
Se está muy en lo cierto si, con L.
Baudin, se piensa del indígena guaraní
que “…su mentalidad es como la de un
niño” (6), no pue-de uno esperarse
encontrar tipos de organización social
“adultos”. Esta sensibilidad al atomismo
de las sociedades indígenas se descubre
también en Koch-Grundberg o
Kirchhoff, por ejemplo, en el uso a
menudo excesivo del término “tribu”
para designar cualquier comunidad, lo
que los conduce a la sorprendente
noción de exogamia tribal a propósito
de las tribus tucanos del Uaupes Caqueta
(7). No se trata aquí de defender, la tesis
opuesta y de intentar de alguna manera
asimilar las tribus de la Selva Tropical
a las de los Andes. Parece sin embargo
que la descripción más corriente de
dichas sociedades no sea muy exacta; y
lo que escribe Murdock “The
warlikeness and atomism of simple
societies have been grossly exagerated”
(8), resulta cierto para América del Sur.
Se impone por lo tanto la tarea de
reexaminar el material etnográfico
existente y de reevaluar las unidades
socio-políticas de la Selva Tropical,
tanto en su naturaleza como en sus
relaciones.

La información etnográfica está en gran


parte contenida en el monumental
Handbook of South American Indians,
cuyo tomo III se dedica a las culturas de
la Selva Tropical. Esta área cultural se
compone de una masa importante de
tribus, muchas de las cuales pertenecen
a los tres principales stocks lingüísticos:
tupí, caribe, arawak. Se pueden agrupar
bajo una categoría común todas estas
poblaciones: su ecología se conforma,
en efecto, bajo la reserva de variaciones
locales, a un mismo modelo. El modo de
subsistencia de las sociedades de la
Selva es esencialmente agrícola, de una
agricultura limitada a la pequeña huerta,
es cierto, pero cuyo aporte en casi todas
partes es tan importante como el de la
caza, de la pesca y de la recolección.
Por otra parte, las plantas cultivadas son
casi siempre las mismas, las técnicas de
producción parecidas, así como los
hábitos de trabajo. La ecolo-6.
L.Baudin, Une théocratie socialiste:
l’Etat jésuite du Paraguay, París, Génin,
1962,14. 7.HSAI,t. III, p. 780. 8. Cf.
Social Structure, p. 85.

gía provee por lo tanto aquí una base


bastante válida de clasificación y nos
encontramos confrontados a un conjunto
de sociedades presentando, desde este
punto de vista, una homogeneidad real
(9). No causa sorpresa por lo tanto
constatar que la identidad al nivel de la
“infraestructura” se encuentra asignada
igualmente al de las “supraestructuras”,
es decir al de los tipos de organización
social y política. De este modo tenemos
que el modelo sociológico más
extendido en el área considerada parece
ser, por lo menos si es que se da fe a la
documentación general, el de la “familia
extensa”, que constituye por otra parte, y
muy a menudo, la comunidad política-
mente autónoma, protegida por la gran
casa colectiva o maloca; es el caso en
particular de las tribus de las Guayanas,
de la región de Jurua-Purus, de los
witodos, de los pebás, de los jíbaros, de
numerosas tribus tupís, etc. La
dimensión demográfica de estos house-
holds puede variar de cuarenta a unas
centenas de personas, aunque la media
parezca situarse entre cien y doscientas
personas por malo-ca. Notables
excepciones a la regla: las grandes
aldeas apiacas, guaraníes, tupinambás,
que reunían hasta mil individuos. (10)

Pero entonces se plantea una doble serie


de problemas. La primera dificultad
concierne a la naturaleza de las unidades
socio-políticas de la Selva Tropical. Su
caracterización sociológica como
comunidades constituidas por una
familia extensa no concuerda con la
dimensión demográfica media. Lowie
retiene en efecto la definición dada por
Kirchhoff de este tipo de organización
social (11): se trata de un grupo
compuesto por un hombre, su mujer —o
sus mujeres si es poliginio-, sus hijos
con las esposas, si la residencia
postmarital es patrilocal, sus hijas no
casadas y los hijos de sus hijos. Si la
regla de residencia es matrilocal, un
hombre está rodeado de sus hijas con
los esposos, de sus hijos no casados y
de los hijos de sus hijas. Los dos tipos
de familia extensa existen en el área de
la Selva, el segundo menos frecuente
que el primero y sobre todo
prevaleciendo en las Gua-9. Cf. HSAI, t.
III, Lowie, Introduction.

10. Cf. cap. IV, “Eléments de


démographie amériendienne”.

11. Cf. Zeitschirft für Ethnologie, vol.


LXIII, pp 85-193.

yanas o en la región de los Jurua-Purus.


La dificultad proviene del hecho que la
familia extensa, definida stricto sensu,
no podría alcanzar la dimensión habitual
de las comunidades de la Selva, es decir
una centena de personas. En efecto, una
familia extensa no engloba más que tres
generaciones de parientes relacionados
en línea directa; y además, tal como lo
precisa Kirchoff, un proceso de
segmentación la somete a una
transformación permanente que le
impide sobrepasar un determinado nivel
de población. Por consiguiente, es
imposible que las unidades socio-
políticas de la Selva estén compuestas
por una sola familia extensa, y que al
mismo tiempo agrupen a cien personas o
más. Es necesario desde luego para
levantar la contradicción, admitir, o
bien, la inexactitud de las cifras
adelantadas, o bien un error en la
identificación del tipo de organización
social. Y como sin duda es más fácil
equivocarse sobre la “medida” de una
sociedad que sobre su naturaleza, será
preciso interrogarse sobre esta última.

La comunidad indígena de la Selva está


descrita, ya lo vimos, como una unidad
autónoma, siendo uno de sus atributos
esenciales la independencia política.
Existiría por lo tanto, a través de esta
inmensa área, una multitud de
poblaciones que existen cada una para sí
y cuyas relaciones recíprocas serían
generalmente negativas, es decir
beligerantes. Y aquí surge la segunda
dificultad. Fuera del hecho que
generalmente las sociedades primitivas
están abusivamente condenadas a una
intensa fragmentación, revelado-ra de un
“primitivismo” que sólo se manifestaría
en el plano político, el estatuto
etnológico de las poblaciones indígenas
de la Selva Tropical presenta una
particularidad suplementaria: si
efectivamente éstas quedan agrupadas en
el seno de un mismo conjunto cultural,
es en la misma medida en que se
diferencian de las otras poblaciones no
andinas, es decir de las tribus
denominadas marginales o
submarginales. (12) Estas últimas están
culturalmente determinadas por la
ausencia casi general y completa de la
agricultura, siendo pues constituidas por
grupos nómadas de cazadores,
pescadores y recolectores: fueguinos,
patagones, guayaquíes, etc. Está claro
que estas poblaciones sólo

12. HSAI, t. V, pp. 669 ss.

pueden vivir en pequeños grupos


dispersos sobre vastos territorios. Pero
esta necesidad vital de diseminación no
acosa a la gente de la Selva que, como
agricultures sedentarios, parecerían
poder instaurar modelos sociológicos
diferentes de los de sus vecinos
marginales menos favorecidos. ¿No es
extraño ver coexistir en un mismo
conjunto una organización social de tipo
nómada y una ecología de agricultores a
los que, por otra parte, sus capacidades
de transporte y de navegación fluvial
permitirían una intensifi-cación de las
relaciones “exteriores”? ¿Es realmente
posible que se desvanezca así el
beneficio, en ciertos aspectos enorme,
de la agricultura y la sedentarización? El
hecho que las poblaciones
ecológicamente marginales puedan
inventar modelos sociológicos bastante
refinados no es en absoluto imposible:
los borosos del Brasil central, con su
organización clásica recubierta por un
doble sistema de mitades, o los
guaycurus del Chaco con su jerarquía de
castas, administran la prueba de ello.
Pero más difícil sería concebir el caso
inverso, de poblaciones agrícolas
organizadas según los esquemas
marginales. El problema se plantea por
lo tanto en el sentido de saber si el
aislamiento político de cada comunidad
es un rasgo pertinente para la etnología
de la Selva Tropical.

Pero ante todo hay que dilucidar la


naturaleza de estas comunidades.
Efectivamente, que ésta sea
problemática puede deducirse de la
terminología ambigua del Handbook. Si,
en el tono III, Lowie llama “familia
extensa” a la unidad socio-política más
común del área de estudio, Stewart, en
el tomo V, la denomina “linaje”,
realzando así la inadecuación del
termino propuesto por Lowie. Pero,
mientras que las unidades consideradas
son demasiado “pobladas” para estar
constituidas por una sola familia
extensa, no parece tampoco que nos
encontremos en presencia de linajes en
el sentido estricto, es decir de
agrupaciones con descendencia
unilinear. En América del Sur, sobre
todo en el área de la Selva Tropical,
parece efectivamente prevalecer la
descendencia bilateral. La posesión de
genealogías más variadas y completas
permitiría quizás descubrir que se trata,
en varios ca-sos, de organizaciones
unilineares. Pero el material actualmente
disponible sólo permite asignar con
certeza este último tipo de

organización a un número reducido de


sociedades selváticas: poblaciones de la
región del Pará (mundurucús, manués) o
del Uapes-Caqueta (cúbeos, tucanos,
etc.).

No se trata tampoco, evidentemente, de


kindreds o parentelas: la residencia
postmarital, que nunca es neolocal,
determina la composición de las
unidades por el sólo hecho que en cada
generación y admitiendo que el sex ratio
sea estadísticamente equilibrado, una
mitad de los siblings, ya sea los
hermanos en caso de residencia
matrilocal, ya sea las hermanas en caso
de residencia patrilocal, dejan la
comunidad de origen para ir a vivir a la
de su cónyuge. De cierta manera, por lo
tanto, las reglas del matrimonio asignan
al grupo una unilinearidad efectiva, si no
culturalmente reconocida por sus
miembros, ya que éstos son, según la
regla de residencia adoptada, parientes
consanguíneos en línea patrilineal o
matrilineal. Sin duda esto determina a
que Stewart identifique como linaje a
las unidades sociológicas de la Selva.
Conviene sin embargo acotar que, si la
noción de familia extensa, demasiado
“estrecha”, deja escapar en gran parte la
realidad concreta de estos grupos, la
noción de linaje, por el contrario, les
confiere un cierto número de
determinaciones que visiblemente no
poseen. Un auténtico linaje posee una
descendencia articulada según un modo
unilineal, mientras que aquí, en la
mayoría de los casos, es bilateral; y
además la pertenencia a este tipo de
grupo es independiente del lugar de la
residencia. Sería preciso entonces, para
que las comunidades de la Selva
Tropical furan equivalentes a linajes,
que todos los miembros, incluyendo a
aquellos que el matrimonio ha alejado
de sus malocas originales, sigan siendo
parte integrante de ellas, es decir que la
residencia postmarital no transforme su
estatuto sociológico. Ahora bien, las
unidades en cuestión son esencialmente
residenciales, y un cambio de residencia
entraña un cambio de pertenencia, o al
menos una ruptura del estatuto anterior
al del matrimonio. Estamos aquí frente a
un problema clásico de la etnología: el
de la relación entre una regla de
residencia y un modo de descendencia.
En efecto, es evidente que una regla de
residencia patrilocal, por ejemplo,
tiende notoriamente a favorecer la
institución del modo patrilineal de
descendencia, es decir una estructura de
linaje de régimen armónico. Pero no
existe ninguna mecánica, ninguna
necesidad formal del paso de la regla de
residencia a la de la filiación;
sencillamente es una posibilidad
ampliamente dependiente de las
circunstancias históricas concretas,
ciertamente muy alta, pero todavía
insuficiente como para permitir la
identificación rigurosa de los grupos, ya
que la determinación de la pertenencia
no está “liberada” de la regla de
residencia.

Si no se trata por lo tanto de verdaderos


linajes, esto no debe ocultar la actividad
bastante real —y quizás no
suficientemente evidenciada— de un
doble proceso dinámico que,
interrumpido definitivamente por la
Conquista, parecía operar poco a poco
la transformación de las comunidades de
la Selva Tropical, precisamente en
linajes: el primero, que será necesario
examinar más tar-de, concierne a las
relaciones recíprocas de las diferentes
unidades; en cuanto al segundo, actúa en
el seno de cada unidad tomada en sí
misma, y se articula a la unilocalidad de
la residencia. Incluso debe tomarse en
cuenta que no se trata, de hecho, sino de
un proceso único, con una doble
incidencia externa e interna, cuyos
efectos, lejos de anularse, se acumulan y
se refuerzan, como trateremos de
demostrar.

Después de haber señalado las razones


que impiden considerar las unidades de
la Selva Tropical como familias
extensas o como linajes, ¿es posible
asignarles una denominación positiva?
Sabiendo lo que no son, y conociendo
sus rasgos distintivos esenciales, la
dificultad se reduce finalmente a una
simple cuestión de terminología: ¿cómo
denominar estas comunidades? Ellas
agrupan una media de cien a doscientas
personas;su sistema de descendencia
generalmente es bilateral; practican la
exogamia local, y la residencia
postmarital es patri o matrilocal, de tal
manera que se manifiesta un cierto
“índice” de unilinearidad. Nos
encontramos pues aquí frente a
verdaderos demos exogámicos, en el
sentido que les da Murdock (13), es
decir de unidades principalmente
residenciales, pero donde la exogamia y
la unilocalidad de la residencia
desmien-ten, en cierta medida, la bi-13.
Cf. Social Structure, op. cit.

lateralidad de la descendencia,
confiriéndoles de esta manera la
apariencia de linajes o incluso de
clanes.

¿Cuál es finalmente la composición de


estos demos? Si las comunidades en
lugar de ser demos, se redujesen a
familias extensas como lo sugieren
Kirchhoff y Lowie, la cuestión resultaría
al-go academica. Pero como se ha visto,
los datos demográficos des-mienten esta
hipótesis. Lo cual no significa sin
embargo que este modelo de
organización social no exista en la Selva
Tropical: simplemente deja de ser
coextensivo a la misma comunidad local
que lo supera ampliamente. El modelo
tiene su vigencia en las culturas de la
Selva, pero pierde su carácter por
decirlo así de máximo, para convertirse
en el elemento minimo de organización
social: es decir que cada demos se
compone de una pluralidad de familias
extensas; y éstas, lejos de ser extrañas
unas de otras y simplemente yux-
tapuestas en el seno de un mismo
conjunto, están, al contrario, ligadas por
líneas patri o matrilineares. Por otra
parte, esto permite suponer que, a
diferencia de lo que afirma Kirchhoff, la
profundidad genealógica de las unidades
supera las tres generaciones, incluso si
los indígenas no llevan exactamente la
cuenta. Se encuentra así la tendencia ya
revelada a la unilinearidad; y a este
respecto es legítimo pensar que el tipo
de habitat más corriente en el área, la
gran casa colectiva o maloca, expresa en
el plano de la distribución espacial esta
dimensión fundamental. En cuanto al
número de familias extensas que
componen un demos, depende
evidentemente del tamaño de las
unidades: no obstante podríamos estimar
que son tres o cuatro para los grupos
más pequeños (cuarenta a sesenta
personas: una comunidad del río Aiarí
comprendía cuarenta personas), de diez
a doce para las más grandes (cien a
doscientas personas: una comunidad
mangeroma en el Jurua-Purus contaba
con doscientas cincuenta y ocho
personas), considerando que ca-da
familia extensa reúne entre quince y
veinte personas.

Hablar de estos demos como de


unidades socio-políticas implica que
funcionan de acuerdo con un esquema
unitario de totalidades “orgánicas”, y
que la integración de los elementos
componentes es profunda: lo que se
traduce por la existencia de un “espíritu
de cuerpo” como conciencia de sí del
grupo, y por
una solidaridad permanente entre sus
miembros. En este sentido K. Oderg
tiene razón al ver en estas
colectividades “sociedades
homogéneas”, es decir sin
estratificación social o segmentación
horizontal (14). Los que aquí operan son
las del sexo, la edad y las líneas de
parentesco; y esta “coalescencia” se
expresa en el carácter casi siempre
colectivo de las actividades esenciales
para la vida del grupo: construcción de
la casa, desbroce de la chacra, cosecha,
vida religiosa, etc. Pero ¿se encuentra
esta homogeneidad integralmente en
todos los niveles de la existencia
social? El afirmarlo conduciría a la idea
que las sociedades arcaicas son, como
tales, sociedades simples, y que de su
sociología están ausentes las diferencias
o el conflicto. Ahora bien, la
posibilidad de los mismos parece
fundada por lo menos en un plano: el de
la autoridad política. Se sabe, en efecto,
por una parte, que cada comunidad está
dirigida por un jefe, por otra, que cada
elemento de la estructura, es decir cada
familia extensa posee igualmente un
líder, en general el hombre más anciano.
Aparentemente no existen problemas:
por razones ya expuestas, no existe en
esas sociedades “competición por el po-
der” y, aún más, la herencia del cargo
político parece resolver to-dos los
problemas. Sin embargo, lejos de ser
única, la autoridad se desmenuza y en
cierto modo se vuelve múltiple; al
conservar su propio líder, cada familia
extensa traduce con ello la “voluntad”
de mantener de modo más o menos
acentuado su identidad; lo cual libera en
el interior del grupo fuerzas que pueden
ser divergentes: ciertamente esto no
llega hasta el punto de que una explosión
ame-nace el grupo, y aquí precisamente
es donde interviene la función mayor del
jefe: su vocación de pacificador, de
“integrador” de las diferencias. Se ve
entonces como la estructura social del
grupo y la estructura de su poder se
funden, se interpelan, se complementan
una con otra, y cada una encuentra en la
otra el sentido de su necesidad y su
justificación: es porque existe una
institución central, un líder principal que
expresa la existencia efectiva —y vivida
como unificación— de la comunidad,
que ella puede permitirse, de algu-na
manera, un cierto quantum de fuerza cen-
14. American Authropologist, vol. LVII,
n. 3, p. 472.

trífuga, actualizada en la tendencia de


cada grupo a conservar su personalidad.
Y es, recíprocamente, la multiplicidad
de estas tendencias divergentes la que
legitima la actividad unificante del
liderazgo principal. El equilibrio,
siempre por conquistarse, entre la
dualidad de lo periférico y de lo focal,
no podría ser confundido con la simple
homogeneidad del todo, más digno de
una composición geométrica de las
partes que de la inventiva sociológica
inmanente de la cultura. A nivel de la
encuesta etnográfica, esto se traduciría
en la tarea de analizar la estructura de
relaciones entre los diversos subgrupos,
entre los subgrupos y el liderazgo, con
todas las intrigas, tensiones,
resistencias, más o menos aparentes,
acuerdos más o menos durables que
implica el devenir concreto de una
sociedad.

Así se descubre la presencia latente, y


como furtiva, de la con-testación y de su
proyección última: el conflicto abierto;
presencia no exterior a la esencia del
grupo, sino por el contrario, dimensión
de la vida colectiva engendrada por la
misma estructura social. He aquí lo que
nos aleja de la hermosa simplicidad de
las sociedades arcaicas; la observación
atenta y prolongada de las sociedades
primitivas mostraría que su
transparencia es tan poco inmediata
como la de las nuestras, y un estudio
como el realizado por Buell Quain sobre
los trumai del Alto-Xingu contribuye a
desmentir este prejuicio etnocéntrico.
(15) Las sociedades primitivas, al igual
que las occidentales, saben
perfectamente aprovechar la posibilidad
de la diferencia en la identidad, de la
alteridad en la homogeneidad; y en este
rechazo del mecanismo puede leerse el
signo de su creatividad.

Tal parece ser, pues, la imagen quizás


más fiel a la realidad de estas
sociedades indígenas repartidas a lo
largo de la inmensa cuenca amazónica:
son demos exogámicos compuestos por
algunas familias extensas ligadas en
línea matri o patrilineal. Y no por existir
y funcionar como unidades verdaderas
dejan de permitir un cierto “juego” a sus
elementos. La tradición etnográfica ha
acentuado, por otra parte, enfáticamente
la autonomía, la in-5. Cf.R. Muiphy,
B.Quain, The Trumai Indians of Central
Brazil, York, J-J. Augustin, 1955.
dependencia política de estas
comunidades, el separatismo de las
culturas indígenas. Nos encontraríamos
así frente a pequeñas sociedades que
viven casi aisladas, más o menos
hostiles unas con respecto a otras, y que
inscriben sus relaciones recíprocas
esencialmente dentro de un modelo muy
desarrollado de guerra. Esta visión de
sus “relaciones exteriores”, valga la
expresión, es estrechamente solidaria
con la primera imagen que nos han
presentado de su naturaleza. Y como el
examen de ésta nos ha conducido a
conclusiones sensiblemente diferentes,
se impone un análisis, de su “ser-en-
conjunto”; es a lo que nos dedicaresmos
en adelante.

Se impone de inmediato una


constatación: la gran mayoría de estas
poblaciones practica la exogamia local.

Sin duda es difícil fundamentar


rigurosamente, sobre los he-chos
verificados, la generalidad de esta
institución. Ya que si la tecnología e
incluso la mitología de numerosas tribus
sudamericanas nos son a menudo bien
conocidas, en lo que concierne a su
sociología no acontece lo mismo,
desgraciadamente. Sin embargo, por
dispersa y contradictoria que sea a
veces la información utilizable, algunos
datos permiten, si no una certeza
absoluta, por lo menos una probabilidad
extremadamente alta en lo referente a la
casi universalidad de la exogamia local.
De una manera general, el número de
poblaciones sobre las cuales poseemos
informaciones válidas es muy débil con
relación al total de etnias cen-sadas. El
estudio del material reunido en el
Handbook (tomo III) y en el Outline of
South American Cultures de G.
Murdock, permite evaluar
aproximadamente en ciento treinta el
número de etnias (de importancia
desigual, por lo demás) originarias del
área de la Selva Tropical. Pero sólo
para treinta y dos tribus se indican
hechos precisos concernientes al
estatuto del matrimonio, es decir,
aproximadamente para 1a cuarta parte
del total. Ahora bien, de estas treinta y
dos tribus, veintiséis parecen practicar
la exogamia local, mientras que las otras
seis están formadas por comunidades
endógamas. Por consiguiente la
exogamia local se encuentra en las tres
cuartas parte de las tribus de las cuales
poseemos datos concretos. Quedan por
lo tanto una centena de tribus de las que
desconocemos las reglas

del matrimonio, por lo menos desde este


punto de vista. Pero se puede suponer
que la proporción de tribus exógamas y
endógamas, tal como se ha establecido
para las tribus conocidas, se mantiene
casi idéntica para las tribus
desconocidas: esto nos conduce a
admitir, no como una certeza
(definitivamente inaccesible, ya que una
gran parte de las tribus indígenas ha
desaparecido), sino como una hipótesis
parcialmente verificada, la idea de que
las tres cuartas partes, por lo menos, de
las poblaciones de la Sel-va Tropical
practicaban la exogamia local. Aun debe
notarse que algunas etnias claramente
identificadas como endógamas (por
ejemplo los sirionós, los bacairís, los
tapirapés), son grupos un-méricamente
limitados o aislados en el seno de
poblaciones culturalmente diferentes.
Conviene, por último, recalcar que las
tribus en que la exogamia local está
confirmada pertenecen a las principales
familias lingüisticas de la Selva
(arawak, caribe, tupí, chibcha, panó,
pebá, etc.), y que, lejos de estar
localizadas, se hallan por el contrario
dispersas por toda la superficie del área
considerada: desde el Perú oriental
(tribus amahuacas y yaguas), hasta el
este brasileño (tribus tupís), y desde las
Guayanas (tribus yecuanas) hasta
Bolivia (tribus tacanas).

El examen estadístico, por así decirlo,


de las tribus de la Selva Tropical
confiere probabilidad a la hipótesis de
la vasta extensión de la exogamia local;
pero además ella se establece, en un
gran número de casos, como
imperiosamente necesaria, en función de
la naturaleza de la comunidad. Cuando,
en efecto, una sola malo-ca abriga al
conjunto del grupo, los miembros que la
componen se reconocen recíprocamente
como parientes consanguíneos reales si
el grupo está constituido por una o dos
familias extensas, y co-mo parientes
consanguíneos ficticios o clasificatorios
si el grupo es más importante. En todos
los casos, las personas que viven juntas
en una misma maloca están
estrechamente emparentadas entre sí, y
puede por lo tanto esperarse una
prohibición del matrimonio en el
interior del grupo, es decir la obligación
de la exogamia local. La presencia de
ésta no se debe solamente a una de sus
funciones que, como se verá más
adelante, es la de procurar ventajas
políticas: se debe primeramente a la
naturaleza de las comunidades que la
practican, comunidades cuya

propiedad principal es la de agrupar


sólo a los parientes asimilados de hecho
a los siblings, lo que excluye que Ego se
case en su grupo. Resumiendo, la
comunidad de residencia en una gran
casa y la pertenencia culturalmente
reconocida a un mismo conjunto de
parientes, definen a los grupos de la
Selva Tropical como unidades
sociológicas entre las que se operan
intercambios y se concluyen alianzas: la
exogamia, que es a la vez la condición y
el medio, es esencial para estructurar
estas unidades y mantenerlas como tales.
Y, de hecho, el carácter local de esta
exogamia es sólo contingente, ya que es
una consecuencia del alejamiento
geográfico de las diversas comunidades,
cuando ellas se aproximan y se
yuxtaponen, hasta formar una aldea,
como acontece en las poblaciones tupís,
no desaparece la exogamia por dejar de
ser local: se convierte en exogamia de
linaje.

De entrada se establece entonces una


apertura al exterior, hacia las otras
comunidades, apertura que compromete
desde entonces el principio tan afirmado
de la autonomía absoluta de cada
comunidad. Pues sería sorprendente que
los grupos comprometidos en un proceso
de intercambio de mujeres (cuando la
residencia es patrilocal), o de yernos
(cuando es matrilocal), es decir en una
relación positiva, vital para la
existencia de cada grupo como tal,
cuestio-nasen simultáneamente la
positividad de este lazo por la
afirmación —que parece haber sido
demasiado valorizada— de una
independencia radical, con signo
negativo, ya que ella implica una hostili-
dad recíproca, rápidamente desarrollada
en guerra. No se trata en absoluto,
naturalmente, de negar que estas
comunidades lleven una existencia
completamente autónoma en ciertos
planos esenciales: vida económica,
ritual, organización política interna.
Pero además de que no se puede
extender a todos los aspectos de la vida
colectiva una autonomía que, no por
concernir a niveles importantes deja de
ser parcial, el hecho general de la
exogamia local vuelve imposible una
independencia total de cada comunidad.
El intercambio de mujeres de maloca a
maloca, al fundar lazos estrechos de
parentesco entre familias extensas y
demos, instituye relaciones políticas,
más o menos explícitas y codificadas
por cierto, pero que impiden a los
grupos vecinos y aliados por el
matrimonio considerarse recí-
procamente como completamente
extraños, incluso como enemigos
comprobados. El matrimonio como
alianza de familias, y más allá de ellas,
de los demos, contribuye pues a integrar
a las comunidades en un conjunto muy
difuso y bastante fluido seguramente,
pero que debe marcarse por un sistema
implícito de derechos y deberes mutuos,
por una solidaridad revelada
ocasionalmente bajo circunstancias
graves, por la certeza que tiene cada
comunidad de verse rodeada, por
ejemplo de caso de penuria o de ataque
armado, de aliados y parientes y no de
extaños hostiles. Ya que la amplia-ción
del horizonte político más allá de la
simple comunidad no surge solamente
por la presencia contingente de grupos
amigos en la proximidad: ella remite a
la necesidad imperiosa en que se
encuentra cada unidad sedentaria de
asegurar su seguridad mediante la
conclusión de alianzas.

Otra condición favorece la constitución


de esos conjuntos multicomunitarios. En
efecto, la exogamia local opera entre los
cónyuges posibles una clasificación tal
que los únicos consortes accesibles se
encuentran en unidades diferentes de las
del Ego. Pero el conjunto mismo de
estos consortes es reducido, ya que entre
ellos sólo una minoría cae en la
categoría de cónyuge preferencial: en
efecto, la regla del matrimonio de
primos cruzados parece ser coextensiva
a la de la exogamia local. De manera
que la esposa probable o deseable del
Ego masculino resulta ser no solamente
una mujer residente en una maloca
distinta de la suya, sino también la hija
del hermano de su madre, o de la
hermana de su padre. Vale decir por
consiguiente que el cambio de mujeres
no se instarura entre unidades
“indiferentes” al comienzo entre sí, sino
entre grupos insertos en una red de lazos
estrechos de parentesco, incluso si éste
es —como probablemente lo es— más
clasificatorio que real. Las relaciones
de parentesco ya definidas y la
exogamia local adicionan así sus efectos
para arrancar a cada unidad de su
unicidad, elaborando un sistema que
trasciende a cada uno de sus elementos.
Uno puede sin embargo preguntarse que
intención profunda anima la práctica de
la exogamia local: si se trata solamente
de sancionar la prohibición del incesto
impi-diendo el matrimonio entre
coresidentes, es decir entre parientes, el
medio puede parecer desproporcionado
con el

fin; ya que contando cada maloca con un


promedio de cien personas más o menos
—todas teóricamente parientes entre sí
—, el carácter bilaletal de la
descendencia no llega a conferir a las
conexiones genealógicas la precisión y
la extensión necesarias para la
estimación exacta de los grados de
parentesco, determinación que se
obtiene únicamente a través de la
descendencia unilineal. Un hombre de
una familia extensa A podría por lo tanto
casarse con una mujer de la misma
maloca que él, pero que perteneciera a
una familia extensa B, sin por ello
arriesgar la transgresión ma-yor, ya que
el establecimiento de un lazo de
parentesco no ficticio entre el hombre A
y la mujer B podría muy bien ser
imposible. La función de la exogamia
local no es por lo tanto negativa:
asegurar la prohibición del incesto, sino
positiva: obligar a contraer matrimonio
fuera de la comunidad de origen. O en
otros términos, la exogamia local
encuentra su sentido en su función: es el
medio de alianza política.

¿Es posible finalmente evaluar el


número de comunidades que pueden
componer ese tipo de red de alianzas?
La ausencia casi completa de
documentos sobre este punto parece
impedir toda tentativa de respuesta,
incluso aproximativa. Sin embargo
quizás algunos datos permitan llegar a
una cifra verosímil, o más bien, situarla
entre un mínimo y un máximo. Si en
efecto la exogamia local sólo se
instituyera, de manera permanente, entre
dos comunidades, nos encontraríamos en
este caso frente a un verdadero sistema
de mitades exogámicas
complementarias. Pero como este tipo
de organización social, casi universal
entre las tribus Ge, sólo ha sido
realizada esporádicamente por las
poblaciones de la Selva Tropical, con la
excepción de, por ejemplo, los
mundurucús o los tucanos, es muy
probable que los intercambios
matrimoniales tengan lugar por lo menos
entre tres comunidades. Parece pues que
esta cifra puede considerarse como un
mínimo. Si se acepta, por otra parte, la
idea que los modelos socio-políticos —
y sin duda también los ecológicos—
específicos de las culturas de la Selva
Tropical han alcanzado su mejor
realización sobre todo en ciertas
poblaciones originarias del grupo tupí,
podemos entonces suponer
legítimamente que estos últimos han
realizado la extensión política máxima
que buscamos.

Ahora bien, se sabe que las aldeas


tupinambas o guaraníes estaban
compuestas de cuatro a ocho grandes
casas colectivas. Se trata aquí de
auténticas aldeas, es decir de conjuntos
concentra-dos sobre un territorio
reducido, mientras que el resto de las
poblaciones del área viven en
comunidades a veces muy alejadas entre
sí. El signo de una diferenciación, a
nivel de la organización social y
política, puede constituirse pues a partir
de la mayor o menor proximidad de las
malocas.

Por lo tanto parece posible caracterizar


el tipo de organización social más
notable en esta área. En conformidad
con la naturaleza de las unidades, tal
como han sido estudiadas
precedentemente, se llamará a estas
mega-unidades de tres a ocho
comunidades locales estructuras
polidémicas, cuya mejor ilustración son
los tupis. En lugar pues del tradicional
cuadro “en manchas” por así llamarlo,
de una miríada de grupos a la vez
temerosos y hostiles entre sí, vemos el
lento trabajo de las fuerzas unificadoras
anular el seudo-atomismo de estas
culturas, agrupándolas en conjuntos de
dimensiones variables, pero que de
todas maneras disuelven la imagen
demasiado simple de sociedades cuyo
infantilismo estaría revelado por el
egocentrismo y la agresividad.

Hasta el momento estas culturas han sido


enfocadas sólo desde el punto de vista
de estructura, es decir según un esquema
que no exige ninguna referencia a una
posible dimensión diacrónica. En el
examen de la naturaleza de las
comunidades, sin embargo, se ha
evidenciado que si estas no son linajes,
es decir organizaciones formalmente
unilineares, sino demos exogámicos,
varios factores pueden favorecer la
transformación progresiva de estos
demos bilaterales en linajes unilineares.
Estos factores son de dos tipos: unos son
inmanentes a la estructura misma del
demos, los otros actúan a nivel de las
relaciones políticas inter-démicas. Pero
todos contribuyen a iniciar entre estas
poblaciones primitivas, si no una
historia en sentido estricto, por lo menos
una dinámica, cuyo movimiento
concuerda con los ritmos bastante lentos
de la vida de estas sociedades.

Así como se ha visto más arriba, la co-


residencia crea entre los habitantes de
una misma maloca este lazo privilegiado
que los sitúa como parientes. Por otra
parte, la residencia postmari-

tal, siendo determinada como patri o


matrilocal, conduce ine-vitablemente a
un refuerzo poderoso de las relaciones
de afecti-vidad y solidaridad de los
parientes en línea patri o matrilineal. En
caso de residencia patrilocal por
ejemplo, Ego, nacido en la mis-ma casa
que su padre y su abuelo materno,
pasará su vida en el mismo lugar,
rodeado de sus parientes patrilineales,
es decir de los hermanos de su abuelo y
de sus descendientes masculinos. El
elemento estructural permanente que da
el armazón del demos y alrededor del
cual se organiza la vida colectiva, está
constituido por una línea patrilineal, y
solamente por ella, ya que el parentesco
matrilineal del Ego seguirá siendo para
él, si no completamente desconocido,
por lo menos mucho más alejado. La
madre del Ego masculino proviene en
efecto de una comunidad que seguirá
siendo para el Ego un grupo más bien
extraño, con el cual se encuentra sólo en
raras ocasiones aún cuando está ligada a
la de su padre por lelaciones de
parentesco.

El lazo entre el Ego y su parentela


matrilateral dependerá mucho de la
distancia que separa las casas de sus
padres. Si hay varios días, o incluso
varias horas de marcha entre las dos, el
contacto con el ünaje de su madre sólo
será periódico. Ahora bien, estando las
malocas edificadas a menudo a
distancias considerables, Ego tendrá un
sentimiento de pertenencia casi
exclusiva al grupo de parientes
patrilineales.

Aun más, estos demos presentan


igualmente una característica importante
del linaje: la continuidad. Ya que,
contrariamente a lo que escribía
Kirchhoff (16), la comunidad —que
para él es una familia extensa— no se
disuelve a la muerte de su jefe, por la
simple razón que el liderazgo es casi
siempre hereditario, como lo subraya -
curiosamente-el propio Kirchhoff. La
herencia del cargo político es un índice
suficiente de la permanencia en el
tiempo de la estructura social. De hecho,
lo que se produce a ve-ces cuando
muere el jefe, como en el caso de los
witotos, es no la dispersión del grupo,
sino el abandono de la casa de la que el
jefe es “propietario”, y la construcción
de una maloca en las in-16. Cf. Nota 10.

mediaciones de la primera. La
transmisión del cargo de líder de padre
a hijo, es decir su mantenimiento en la
línea patrilineal, que constituye el
núcleo de la estructura social, traduce
justamente la voluntad del grupo de
mantener su unidad espacio-temporal.
Los tupinambas llevaban muy lejos su
respeto por la patrilinealidad ya que un
niño nacido de una madre perteneciente
al grupo, pero de padre extranjero —a
menudo un prisionero de guerra— era
rápidamente devorado, mientras que los
niños de un hombre del gru-po eran
afiliados al linaje de su padre. Estos
diversos factores, que se realizan a nivel
de la organización interna del demos,
revelan claramente una tendencia a
poner el acento sobre una de las dos lí-
neas de parentesco y a asegurar su
continuidad; el demos se orienta hacia el
linaje, y el motor, si se puede decir, de
esta dinámica es la contradicción de un
sistema bilateral de descendencia y una
residencia unilocal, es decir entre la
legalidad bilateral y la realidad
unilineal.

Se sabe que la unilocalidad de la


residencia no conduce necesariamente a
la unilinealidad de la descendencia,
incluso si ella es una condición
necesaria, como lo ha mostrado
Murdock, en desa-cuerdo sobre este
punto con Lowi. Sólo se puede hablar de
linaje? verdaderos si la afiliación es
independiente de la residencia. Los
demos patrilocales de la Selva Tropical
serían linajes si las mujeres continuasen
a ser parte de su grupo de origen,
incluso después de su partida debido al
matrimonio. Pero, precisamente, el
alejamiento de las grandes casas, que da
a la partida de una mujer un carácter
casi definitivo, impide la tendencia a la
organización en linajes de plasmarse, ya
que para una mujer el matrimonio es co-
mo una desaparición. Se puede entonces
decir que, en todos los sectores de la
Selva Tropical en donde las estructuras
polidémicas, por el hecho de la
dispersión de las malocas, son fluidas,
la tendencia al linaje no se puede
realizar. No sucede lo mismo en
aquellas partes donde este tipo de
estructura es más claro, más asentado,
más cristalizado: las grandes aldeas
guaranies o tupinambas. Aquí, la
contigüidad espacial de las casas
suprime el movimiento de las personas:
el joven, durante los años de “servicio”
debidos a su suegro, la joven cuando el
matrimonio es definitivo, no hacen más
que cambiar de maloca. Cada indivíduo
queda luego permanentemente bajo la
mirada de su familia, y en contacto
cotidiano con su linaje de origen. Nada
se opone entonces, en estas poblaciones,
a la conversión de los de-mos en linajes.
Y esto, menos aun cuando otras fuerzas
vienen a apoyar esta tendencia. Pues si
los tupis han realizado con vigor
modelos apenas esbozados por las
demás poblaciones de la Selva, es decir
una integración avanzada de las
unidades socio-políticas en un conjunto
estructurado, es porque existían
corrientes centrípetas, reveladas por la
estructura de aldea concentrada. Pero
debemos entonces preguntarnos ¿qué
sucede con las unidades en el seno de
esta nueva organización? Se abren aquí
dos posibilidades sociológicas: o bien
la tendencia a la unificación y a la
integración se traduce en la disolución
progresiva de estas unidades
elementales —o al menos en una
disminución importante de sus funciones
estructurales-y en la aparición
consecutiva de un comienzo de
estratificación social que puede
acentuarse más o menos rápidamente; o
bien las unidades subsisten y se
refuerzan. La primera posibilidad ha
sido realizada por las poblaciones del
noroeste de América del Sur (chibchas,
arawaks de las islas, por ejemplo),
unificadas bajo la categoría del área
cultural circuncaribe (17). Estas
regiones, particularmente Colombia y el
norte de Venezuela, vieron desarrollarse
numerosos pequeños “Estados”, feudali-
dades limitadas a menudo a un pueblo o
a un valle. En ellas, las aristocracias
que controlaban los poderes religioso y
militar, do-minaban una masa de
“plebeyos”, y una numerosa clase de
esclavos conquistados por la guerra
contra las poblaciones vecinas. La
segunda posibilidad parece haber sido
adoptada por los tupis, ya que no existía
entre ellos estratificación social. No se
puede, en efecto, asimilar a los
prisioneros de guerra de los tupinambas
con una clase social de esclavos, de
cuya fuerza de trabajo se habrían
apropiado sus amos-vencedores. Los
primeros cronistas del Brasil como
Thevet (18), Léry (19) o

17. Cf. HSAI, t. IV y V.

18. A.Thevet, Le Brésil et les


Bresiliens, Paris, P.U.F., 1953, p. 93.

19. Jen de Léry, Journal de bord.,.en la


terre de Brésil, 1557, París. ed.de Paris
1952.

Staden (20) cuentan que la posesión de


uno o varios prisioneros de guerra era
generadora de tal prestigio social para
los guerreros tupinambas que estos
preferían, en caso de escasez, dejar de
co-mer ellos antes que dejar pasar
hambre a sus cautivos. Estos últimos
eran, por otra parte, prontamente
integrados a la comunidad del amo,
quien no vacilaba en dar su hermana o
su hija en matrimonio a este testimonio
viviente de su gloria. Y la incorporación
se realizaba completamente cuando, al
cabo de un tiempo a veces bastante
largo, la muerte del prisionero lo
transformaba en alimento ritual de sus
amos.

Las sociedades tupis no eran por lo tanto


estratificadas, por consiguiente las
diferenciaciones y líneas de fuerza en
torno a las cuales ellas se edificaban
eran las mismas que en el resto del área:
sexo, edad, parentesco, etc., y
precisamente el estrechamiento y la
contracción del modelo general de
organización social multicomunitario,
cuya expresión espacial constituye la
aldea, no han operado como principio
unificador, cuestionando la
“personalidad” de cada uno de sus
elementos, en este caso dos demos; sino,
por el contrario, la emergencia de un
tipo de fuerza centrípeta ten-diente a la
cristalización de una estructura
“flotante”, ha determinado el
reforzamiento simétrico de las
tendencias centrífugas inmanentes de la
estructura de los demos. O, en otros
términos, la dinámica descrita aquí es de
naturaleza dialéctica: pues, en la medida
que se afirma y se precisa la
constitución del sistema, los elementos
que la componen reaccionan a esta
transformación de su estatuto acentuando
su particularidad concreta, su
individualidad. De manera que el
advenimiento de la estructura global
engendra, no la supresión de los demos
—lo que permitiría una diferenciación
distinta, es decir una estratificación
social—, sino una modificación
estructural de las unidades. ¿Cuál será el
sentido de esta transformación? Está
totalmente contenido en las
determinaciones que les son propias:
son esencialmente los grupos de
parentesco. ¿Qué medios tendrán

20. Hans Staden, Veritable histoire et


description d’un pays.. situé dans le
Nouveau Monde nommé Amérique,
París, A. Bertrand, 1837.

entonces estos últimos para remodelarse


en función de un devenir que los
identifique unificándolos? Poner en un
primer plano la unilinearidad latente que
los caracteriza; centrar la ley de
pertenencia, no ya sobre una co-
residencia que deja de ser primordial
sino sobre la regla de la filiación: los
demos se transforman por lo tanto en
linajes, y la transformación de los
elementos aparece solidaria con la
constitución de los conjuntos. Las
poblaciones tupis ilustran así el paso de
una estructura polidémica a una
estructura de multilinaje.

¿Quiere decir que los linajes sólo


aparecen como reacción a una nueva
organización de un conjunto de unidades
residenciales y en relación con ella? Es
evidentemente imposible afirmarlo ya
que residencia y filiación no son
concomitantes. Este paso en si mismo es
contingente, es decir articulado a la
historia y no a la estructura: en lo que
concierne a los tupis, el elemento
catalizador de la tendencia que sólo
existía en potencia en las otras
poblaciones de la Selva Tropical, fue la
inquietud que los impulsaba a construir
estructuras sociales más “concentradas”.
Procesos históricos diferentes podrían
muy bien operar este tránsito. Pero lo
que es importante retener, es que las
mutaciones de un demos en linaje
conduce a desplegar la esencia
relacional de cada unidad. No hay linaje
sino en el interior de un sistema “fuerte”
y, recíprocamente, la promoción de un
sistema parecido desemboca o bien en
una estratificación social negadora de un
valor estructurante de las reglas de
filiación, o bien en la confirmación e
incluso en la sobrevaloración de estas
reglas: el linaje, podría decirse, es de
naturaleza diacrítica. Todo acontece
entonces como si el movimiento
centrípeto por el cual se extiende el
campo de las relaciones políticas de una
sociedad antes fluida, creando un
desequilibrio interno, determinará
simultáneamente el medio de remediarlo
haciendo entrar en juego, a nivel de los
elementos, fuerzas centrífugas que
responden a la nue-va situación,
permitiendo reequilibrar la sociedad.
Pues es finalmente la conquista de un
equilibrio constantemente amenazado
hacia donde tienden, de una manera
directa o indirecta, las fuerzas que
“trabajan” a estas sociedades
primitivas.
Es seguro por otra parte que la versión
tupí del modelo socio-

lógico de la Selva no deja subsistir


idénticas a sí mismas las relaciones
internas descritas a nivel del demos. Por
una parte la emergencia de la estructura
de linaje, es decir de una contracción de
las conexiones genealógicas en la que se
afirma su carácter unitario, disminuye
considerablemente el valor funcional de
los subgrupos componentes del linaje, o
familias extensas. Por esta razón, el
problema pertinente es, a propósito los
tupis, el de las relaciones entre linajes.
Cada aldea tupinambá agrupaba como
término me-dio de cuatro a ocho grandes
casas, cada uno de las cuales reunía un
linaje y tenía su líder. Pero la aldea
como tal se encontraba ella misma bajo
la dirección de un jefe; la comunidad
tupinambá eleva a una escala
desconocida en el resto de la Selva la
cuestión de las relaciones políticas: en
tanto que estructura de multilinaje, se da
una autoridad “centralizada”, y conserva
al mismo tiempo los subliderazgos
“locales”. Y es sin duda a este dualismo
del poder que respondía, entre estos
indígenas, la institución de un “consejo
de ancianos”, cuya aprobación era
necesaria para el ejercicio de la
autoridad por el jefe principal. Las
poblaciones del grupo tupi-guaraní se
diferencian pues de las otras etnias de la
misma área cultural por la mayor
complejidad de su problemática
política, ligada a la extensión a veces
muy vasta de su horizonte. Pero
justamente parece que los tupis no
limitaban esta extensión sólo a la
constitución de comunidades de aldeas
de multilinaje, ya que en diversas zonas
de la Selva, se desarrollaba una
tendencia a construir un modelo de
autoridad que superaba ampliamente el
círculo de la aldea. Se sabe que de una
manera general, las relaciones
intertribales en América del Sur eran
mucho más estrechas y continuas de lo
que podría hacernos creer la insistencia
sobre el carácter belicoso de estos
pueblos, y diversos autores, Claude
Levi-Strauss (21) y Alfred Métraux (22)
por ejemplo, han demostrado la
intensidad frecuente de los intercambios
comerciales en-tre grupos situados a
distan-21. C. Levi-Strauss, Guerre et
Commerce chez les Indiens de
l’Amérique du Sud, Renaissance, vol. I,
fase. I et 2.

22. A. Metraux.ia Civilisation matérielle


des tribus Tupi-Guaraní, París, P.
Geuthner, 1928, p. 277.

cias algunas veces muy considerables.


Ahora bien, en el caso de los tupís, no
se trata solamente de relaciones
comerciales, sino de una verdadera
expansión territorial y política, con el
ejercicio de la autoridad de algunos
jefes sobre varias aldeas. Recordemos
así la figura de Cuoniambec, ese famoso
jefe Tamoio, que impresionó tan
vivamente a Thevet y Staden. “Este Rey
era muy venerado por to-dos los
Salvajes, incluso por aquellos que no
pertenecían a su tierra, ya que fue un
buen soldado en su tiempo, y tan
sensatamente los conducía en la guerra”
(23), Estos mismos cronistas nos han
enseñado por otra parte que la autoridad
de los jefes tupinambas no era nunca tan
fuerte como en los tiempos de guerra, y
que entonces su poder era casi absoluto,
y perfectamente respetada la disciplina
impuesta a sus tropas. También el
número de guerreros que un jefe era
capaz de juntar es el mejor índice de lo
extendido de su autoridad. Precisamente,
las cifras citadas son algunas veces —y
guar-dando todas las proporciones-
enormes: Thevet da un máximo de
12.000 “tabaiarres y margageas”
combatiendo entre ellos en un só-lo
encuentro. Léry da, en circunstancias
similares, un máximo de 10.000
hombres y la cifra de 4.000 para una
escaramuza a la que asistió. Staden,
siguiendo a sus amos al combate, cuenta
en ocasión de un ataque por mar a las
posiciones portuguesas, 38 barcos de 18
hombres en promedio, es decir “cerca
de 700 hombres para la pequeña aldea
de Ubatuba (24).” Como para obtener la
población to-tal se estima que se debe
aplicar un coeficiente de cuatro
personas por guerrero, se ve que existía
entre los tupinambas verdaderas fe-
deraciones que agrupaban de diez a
veinte aldeas. Los tupís, y
particularmente los de la costa
brasileña, revelan pues una tendencia
muy clara a la constitución de sistemas
políticos amplios, a liderazgos
poderosos cuya estructura sería
necesario analizar; al extenderse, en
efecto, el campo de aplicación de una
autoridad central, surgen conflictos
agudos con los pequeños poderes
locales; la cuestión se plantea entonces
en términos de la naturaleza
23. Ibid.,p. 93.

24. Ibid.,p. 178, nota 2.

de las relaciones entre el liderazgo


principal y los subliderazgos: por
ejemplo entre el “Rey” Cuaniambec y
los “reyezuelos, sus vasallos”.

Los tupís de la costa no son por otra


parte los únicos en revelar tales
tendencias. Para evocar un ejemplo
mucho más reciente, señalemos
igualmente a los tupi-kawahib; uno de
esos grupos, los takwatip, extendían
poco a poco, a comienzos del siglo, su
hegemonía sobre las tribus vecinas, bajo
la dirección de su jefe A-baitara, a cuyo
hijo conoció Claude Levi-Strauss (25).
Procesos análogos han sido constatados
entre los omaguas y los cocamas,
poblaciones tupís establecidas en el
curso medio y superior del Amazonas,
entre los cuales la autoridad de un jefe
se ejercía no solamente sobre la gran
casa, sino sobre el conjunto de la
comunidad en su totalidad: ésta podía
tener una dimensión considerable, ya
que una aldea omagua comprendía,
dícese, sesenta casas de cincuenta a
sesenta personas cada una (26). Los
guaraníes, por otra parte, culturalmente
tan próximos a los tupinambás, poseían
igualmente lideragos muy desarrollados.
¿No se arriesga, sin embargo, al tomar
así la cultura tupien su dinámica política
creadora de “reinados”, forzar su
originalidad con relación al conjunto de
la Selva Tropical, y por consiguiente,
constituirla como una identidad
independiente del área en la cual se
había situado en un comienzo? Esto
implicaría descuidar los procesos
idénticos, aunque de mucho menor
envergadura, entre las poblaciones
pertenecientes a otros stocks
lingüísticos. Conviene recordar por
ejemplo que los jibaros también
presentaban estos modelos de
organización multicomunitaria, ya que se
con-cluían alianzas militares entre los
grupos locales: es así como varias
jivarías -las malocas de estos indígenas-
se asociaban para guerrear contra los
españoles. Por otra parte las tribus
caribes del Orinoco utilizaban la
exogamia local como medio de extender
la hegemonía política sobre varias
comunidades. De diversas maneras se
testimonia entonces, como característica

25. C. Levi-Strauss, Tristes Tropiques,


París, Plon, 1955, cap. XXXI. 26.CÍ.
HSAI, t. III.

propia del área de la Selva, la tendencia


a constituir conjuntos sociales más
vastos que en el resto del continente. Lo
que simplemente se debe retener, es que
la fuerza de esta corriente variaba con
las circunstancias concretas —
ecológicas, demográficas, religiosas—
de las culturas en donde se manifestaba.
La diferencia entre los tupís y las otras
sociedades no es de naturaleza, sino de
grado; es decir por consiguiente que,
como ellos han sido los que mejor han
logrado en el plano de la estructura
social un modelo de organización que no
es de su exclusividad, del mismo modo
la dinámica inmanente al conjunto de las
culturas de la Selva ha encontrado entre
los tupís un ritmo y una cadencia más
rápida que en ninguna parte.

Arcaicas, las sociedades amerindias lo


fueron, pero negativamente, si así puede
decirse, y según nuestros criterios
europeos. ¿Debemos calificar por lo
tanto de inmóviles las culturas cuyo
devenir no se conforma a nuestros
propios esquemas? ¿Debemos ver en
ellas a sociedades sin historia? Para que
la pregunta tenga un sentido es necesario
plantearla de tal manera que una
respuesta sea posible, es decir sin
postular la universalidad del modelo
occidental. La historia posee múltiples
sentidos y se diversifica en función de
las diferentes perspectivas en las que se
la sitúa: “la oposición entre culturas
progresivas y culturas inertes parece así
resultar, en primer lugar, de una
diferencia de focalización” (27). La
tendencia al sistema, desigualmente
realizada en extensión y en profundidad
según las regiones, conduce, por sus
mismas diferencias, a dar a estas
culturas del área una dimensión
“diacrónica”, reconocible en particular
entre los tupi-guaranies: no son por lo
tanto sociedades sin historia. La
oposición más clara entre culturas
marginales y culturas de la Selva se
sitúa mucho más al nivel de la
organización política que al de la
ecología. Pero tampoco son sociedades
históricas: en este sentido, la oposición
simétrica e inversa con las culturas
andinas es igualmente fuerte. La
dinámica política que confiere su
especificidad a las sociedades de la
Selva las situaría pues en un plano
estruc-27. C. Levi-Stauss, Race et
Histoire, París, Unesco, 1952, p. 25.

tural —y no en una etapa cronológica—


que se podría llamar pre-histórica; los
marginales ofrecen el ejemplo de
sociedades ahistó-rica, los incas el de
una cultura ya histórica. Parece por lo
tanto legítimo suponer que la dinámica
propia de la Selva Tropical es una
condición de posibilidad de la historia
tal como ella ha conquistado los Andes.
La problemática política de la Selva
remite pues a dos planos que la limitan:
el genético, del lugar de nacimiento de
la institución; y el histórico, de su
destino.*
* Estudio inicialmente aparecido en
l’Homme III (3), 1963.

Capítulo 4

ELEMENTOS DE DEMOGRAFÍA
AMERINDIA

Podemos quizás sorprendemos al ver


situado al lado de los estudios
consagrados a la antropología política
un texto preocupado principalmente por
la demografía. Pareciera que nada
obliga, en efecto, para analizar el
funcionamiento de las relaciones de
poder y de las instituciones que las
regulan, a estudiar el tamaño y la
densidad de las sociedades
consideradas. Existiría como una
autonomía del espacio del poder (o del
no-poder), estableciéndose y reprodu-
ciéndose al margen y fuera del alcance
de toda influencia externa, como el
número de la población, por ejemplo Y,
de hecho, la idea de esta relación
tranquila entre el grupo y su poder
parece corresponder bastante bien a la
realidad que ofrecen las sociedades
arcaicas, que conocen y ponen en
práctica múltiples medios para controlar
o impedir el crecimiento de su
población: aborto, infanticidio, tabúes
sexuales, destete tardío, etc. Ahora bien,
esta capacidad de los Salvajes para
codificar el flujo de su demografía ha
acreditado poco a poco la convicción de
que una sociedad primitiva es
necesariamente una sociedad
“restringida”, tanto más que la economía
llamada de subsistencia no podría -es lo
que se afirma-satisfacer las necesidades
de una población numerosa.

La imagen tradicional de América del


Sur (imagen en gran me-dida dibujada,
no la olvidemos, por la misma
etnología) ilustra muy particularmente
esta mezcla de medias-verdades, de
errores, de prejuicios, que conduce a
tratar los hechos con una ligereza
sorprendente (cf. en el Handbook of
South American
Indians) la clasificación de las
sociedades sudamericanas (1). Por una
parte, los Andes y las altas culturas que
ahí han existido, por otra el resto:
selvas, sabanas, pampas donde
hormiguean pequeñas sociedades, todas
semejantes entre sí, monótona
repetición, por cuanto no parece
afectarlas ninguna diferencia. La
cuestión no es tanto saber en qué medida
todo esto es verdad, sino más bien me-
dir hasta qué punto esto es falso. Y, para
volver al punto de partida, el problema
de la conexión entre demografía y
autoridad política se desdobla en dos
interrogantes: 1) ¿Son todas las
sociedades selváticas de América del
Sur iguales entre sí, a nivel de las
unidades socio-políticas que las
componen? 2) ¿Permanece la naturaleza
del poder político inmutable cuando se
extiende y se sobrecarga su campo de
aplicación demográfica?

Reflexionando sobre el liderazgo en las


sociedades tupi-guara- níes nos hemos
encontrado con el problema
demográfico. Este conjunto de tribus,
bastante homogéneas, tanto desde el
punto de vista lingüístico como cultural,
presenta dos propiedades muy notables
que impiden confundir a los tupi-
guaraníes con las otras sociedades de la
Selva. En primer lugar, el liderazgo se
afirmaba entre estos indígenas con
mucho mayor vigor que en otros sitios;
luego, la densidad demográfica de las
unidades sociales —los grupos locales
— era claramente superior a las medias
comunmen-te admitidas para las
sociedades sudamericanas. Sin afirmar
que la transformación del poder político
era provocada entre los tupi-guaraníes
por la expansión demográfica, nos
parece por lo menos legítimo poner en
relación estas dos dimensiones,
específicas de estas tribus. Pero una
interrogante previa se plantea: ¿eran
efectivamente los grupos locales de
tupi-guaraníes mucho más numerosos
que los de otras culturas?
1. Para los datos concernientes a los
siglos XVI, XVII, XVIII nos remitimos
en bloque a los cronistas portugueses,
españoles, franceses, alemanes, etc; así
como a los textos y cartas de los jesuítas
en América del Sur. Estas fuentes son
bastante conocidas por lo que es
superfluo precisarlas aún más. Adema’s
de ello hemos consultado el Handbook
of South American Indians, New York,
V, 1963.

Es el gran problema de las fuentes, y del


crédito que debe acordárseles. Los tupi-
guaraníes realizan la paradoja de haber
desaparecido casi completamente desde
hace mucho tiempo (con la excepción de
algunos miles de ellos que sobreviven
en Paraguay) y de ser sin embargo la
población indígena quizás mejor
conocida de América del Sur. Se
dispone, en efecto, de una abundante
literatura al respecto: la de las primeros
viajeros, rápidamente seguidos de los
jesuítas que, llegados de Francia, de
España y de Portugal a partir de la mitad
del siglo XVI, pudieron observar a su
gusto a estos Salvajes que ocupaban
todo el litoral brasileño, y una gran
parte del Paraguay actual. Miles de
páginas se han consagrado así a
describir la vida cotidiana de los
indígenas, sus plantas salvajes y
cultivadas, su manera de casarse, de
criar a los niños, de hacer la guerra, de
matar ritualmente a sus prisioneros, las
relaciones entre los grupos, etc. Los
testimonios de estos cronistas,
establecidos en momentos y lugares
diferentes, ofrecen una coherencia
etnográfica única en América del Sur,
donde estamos a menudo confrontados a
un parcelamiento extremo, lingüístico y
cultural. Los tupi-guaraníes presentan la
situación inversa: tribus situadas a miles
de kilómetros entre sí, viven de la
misma manera, practican los mismos
ritos, hablan la misma len-gua. Un
guaraní del Paraguay se hubiese
encontrado en terreno perfectamente
familiar ente los tupís del Marañen,
distantes sin embargo 4.000 kilómetros.
Y si la lectura de las antiguas crónicas
se puede revelar algunas veces
fastidiosa, en la medida en que sus
autores ven y describen la misma
realidad, ellas entregan en todo caso,
por legitimarse recíprocamente, una
sólida base de trabajo: Montoya o
Jarque misioneros entre los guaraníes,
hacen eco en el Paraguay a Thevet o
Léry, quienes, sesenta años antes,
visitaron a los tupinambás de la bahía de
Río. Talentosos cronistas, casi to-dos
instruidos y fíeles observadores,
relativa uniformidad de los pueblos
concernidos: de su encuentro subsiste,
para suerte de los americanistas, un
material de una riqueza excepcional, un
material sobre el cual los investigadores
pueden fundamentarse.
Casi todos los cronistas se han
esforzado en completar sus
descripciones con datos cuantitativos
concernientes a las dimen-

siones de las casas, la superficie de las


plantaciones, las distancias que separan
las aldeas y, sobre todo, el número de
habitantes de las regiones que ellos
visitaban. Ciertamente las
preocupaciones que los animaban eran
diversas: rigor etnográfico de un Léry,
ob-jetividad militar de un Staden,
preocupación administrativa de los
misioneros que tenían necesidad de
censar la población que caía bajo su
control. Pero, en este punto como en
otros, las informaciones cuantitativas,
aun cuando hayan sido recogidas entre
los guaraníes o entre los tupís, en el
Marañón o en el Sur del Bra-sil, no
presentan ninguna discordancia: de un
extremo al otro del inmenso territorio
ocupado por los tupi-guaraníes, las
cifras que se indican son muy cercanas.
Ahora bien, curiosamente, los
especialistas de América del Sur han
descuidado completamente hasta ahora
estas indicaciones —tanto más valiosas
cuanto que son a menudo muy precisas
—, cuando no las han rechazado en
bloque. Razón invocada: los cronistas
han exagerado fantásticamente la
importancia de la población indígena.
Uno se encuentra así frenta a una
situación extraña: se acepta todo de los
cronistas, ¡salvo las cifras que dan! No
parece preocupar a nadie que los
errores, cuan-do no las mentiras de los
cronistas, se sitúen todos en el mismo
orden de magnitud.

Se trata de examinar, en primer lugar, el


valor de las críticas, directas o
implícitas, dirigidas a las evaluaciones
de los cronistas. Ellas se encuentran
esencialmente agrupadas y expuestas en
los trabajos del principal especialista en
demografía amerindia, Án-gel
Rosenblatt. El método que utiliza este
autor para calcular la población
indígena de América del Sur en el
momento del descubrimiento revela
claramente el poco caso que hace de las
indicaciones dadas por los cronistas.
¿Cuántos indígenas existían en América
antes de la llegada de los blancos? A
esta pregunta, desde hace mucho tiempo,
los americanistas han aportado
respuestas tan variadas como
arbitrarias, puesto que estaban
desprovistas de todo fundamento
científico. Se oscila así, para el Nuevo
Mundo entero, de 8.400.000 de
habitantes según Kroeber a 40.000.000,
según P. Rivet. Abordando a su vez el
problema de la población precolombina
de América, A. Rosenblatt llega a la
cifra de casi 13.500.000, de los cuales
6.785.000 para la América del Sur.
Estima que el margen de error en su
cálculo no supera el 20 por ciento, que
por lo tanto su procedimiento es
rigurosamente científico. ¿Qué hay de
este rigor? El autor explica que “la
densidad de la población depende (…)
no solamente del medio, sino también de
la estructura económica y social. En el
estudio de todos los pueblos se ha
observado, como es natural, un cierto
paralelismo entre densidad de población
y nivel cultural (2)”. Esta determinación
es bastante vaga para que pueda
admitirse sin difucultad. Más discutible
nos parece el punto de vista del autor,
cuando escribe: “En particular se
encuentra un gran centro de población
allí donde se constituye una gran
formación política sobre las formas
agrícolas de existencia. Tal fue, en
América, el caso de las civilizaciones
azteca, maya, chibcha e inca. Con ellas
alcanzó su apogeo la agricultura
precolombina y se constituyeron densos
núcleos de población” (3). Nos parece
que, en esta afirmación, se está
escamotean-do algo: Rosenblatt no se
contenta, en efecto, con articular fuerte
densidad de población y tecnología de
agricultura intensiva, introduce
subrepticiamente, cuando habla de “gran
formación política”, la idea de Estado.
Sin embargo, aunque cargada de
implicaciones, esta referencia al Estado
como signo y productor de la
civilización sólo concierne lejanamente
a nuestros propósitos. Lo esencial viene
a continuación: “Pero si las grandes
culturas alcanzaron la etapa agrícola, si
en el Perú se llegó a domesticar la llama
y la alpaca, la mayor parte del
continente vivía de la caza, de la pesca y
de la recolección. Los pueblos
cazadores tienen necesidad de grandes
pra-deras (…), los pueblos que se
alimentan de la caza y de la pesca están
obligados a un cierto nomadismo
intermitente. La selva nunca ha abrigado
grandes poblaciones, a causa de la gran
mortalidad, condiciones climáticas
difíciles, de la lucha con los insectos y
las bestias salvajes, de la escasez de
plantas alimenticias (…). Exceptuando
la zona agrícola, que se extendía sobre
una
2. A.Rosenblatt, La Población indígena
y el mestizaje en América, Buenos
Aires, 1954, vol. I, p. 103.

3. Ibid.,p. 103.

trecha faja a lo largo de los Andes (…),


el continente era en 1492 una inmensa
selva o una estepa (4)”. Sería un error
considerar pérdida de tiempo el examen
de tamañas necesidades, ya que toda la
“demografía” de Rosenblat está fundada
sobre ellas. El procedimiento del autor
es rudimentario. Teniendo los pueblos
cazadores necesidad de mucho espacio,
su población es de poca densidad; ahora
bien, América del Sur estaba en su casi
totalidad ocupada por tribus de
cazadores; luego, la población indígena
del continente era muy escasa. Se
sobrentiende, pues, que no se puede dar
ningún crédito a las evaluaciones de los
cronistas, por ejemplo, ya que indican
cifras de población relativamente altas.

No es menestar decir que todo esto es


totalmente falso, pero me-jor:
digámoslo. A. Rosenblatt inventa de
punta a punta una América de cazadores-
nómadas, con el fin de hacer admitir una
evaluación demográfica baja. (Y eso,
recalcando que se muestra mucho más
generoso que Kroeber.) ¿Qué era, en
realidad, de América del Sur en 1.500?
Exactamente lo contrario de lo que
afirma Ro-ssenblatt. La mayor parte del
continente estaba ocupada por
sociedades de agricultores sedentarios
que cultivaban una gran variedad de
plantas, de las que no daremos aquí la
lista. Hasta se puede axiomatizar este
dato fundamental diciendo que allí
donde ecológicamente y
tecnológicamente la agricultura era
posible, es-taba presente. Ahora bien,
esta determinación del espacio
cultivable posible engloba el inmenso
sistema Orinoco-Amazona-Pa-rana-
Paraguay e incluso el Chaco; sólo se
encuentra excluida de esta área la región
de pampas que se extiende desde la
Tierra del Fuego hasta el paralelo 32
más o menos, territorio de caza y
recolección de las tribus tehuelches y
puelches. Es por lo tanto sólo una
pequeña parte del continente que
responde a la tesis de Rosenblatt. Se nos
objetará quizás que en el interior de la
zona don-de la agricultura es posible,
algunas poblaciones no la practiquen.
Haremos observar, en primer lugar, que
son pocos estos casos y muy
localizados: guayakis del Paraguay,
sirionos de Bolivia, gua-jiros de
Colombia. Recordaremos, luego, que
prácticamente, para cada una de esta
poblaciones, ha sido

4. Ibid., pp. 104-105; el subrayado es


nuestro.
posible establecer que no se trataba de
verdaderas sociedades arcaicas sino,
por el contrario, de sociedades que
habían perdido la agricultura. Nosotros
hemos mostrado, por nuestra parte, que
los guayakis, cazadores-nómadas puros
de la selva, renunciaron al cultivo del
maíz hacia fines del siglo XVI. En
resumen, no subsiste ninguna base que
asegure la teoría de Rosenblatt. Sin
duda, esto no implica necesariamente
rechazar la cifra de 6.785.000 habitantes
propuesta por el autor para América del
Sur. Simplemente como todas las
evaluaciones anteriores, es del todo
arbitraria, y si se con-firmase su justeza,
sería pura casualidad. Por otra parte,
siendo me-ra fantasía la razón que lleva
a Rosenblatt a no tomar en cuenta las
evaluaciones de los cronistas, podemos
con todo derecho afirmar: ya que ningún
argumento válido destruye los datos
demográficos de los cronistas -que
fueron testigos oculares-, quizás
convenga, eliminando los prejuicios
habituales, tomar por una vez en serio lo
que ellos nos dicen. Es lo que
intentaremos hacer.

No tomaremos el camino clásico de


calcular la población indígena para el
conjunto de la América del Sur de
1.500, tarea irrea-lizable en lo que nos
concierne. Pero sí podemos tratar de
saber cuántos eran en esa época los
indios guaraníes y esto por dos razones.
La primera se debe a la disposición de
su territorio, particularmente,
homogéneo, con límites conocidos, y por
lo tanto mensura-ble. Tal no es el caso
de los tupis: éstos ocupaban casi todo el
litoral brasileño, pero se ignora a que
profundidad hacia el interior se
extendían sus tribus; es imposible por
consiguiente medir el territorio tupí. La
segunda razón concierne a los datos
cifrados. Más abundantes, como se verá,
de lo que se podría creer, ellos son de
dos tipos: los que fueron recogidos en el
siglo XVI y a comienzos del XVII; y los
de fines del siglo XVII y comienzos del
XVIII. Estos últimos, dados por los
jesuítas, conciernen sólo a los guaraníes.
En cuanto a los primeros, dan
informaciones sobre los guaraníes y los
tupís, y por lo demás, sobre éstos más
que sobre aquellos. Pero es tal la
homogeneidad de estas sociedades, y
desde todo punto de vista, que las
dimensiones demográficas de los grupos
locales guaraníes y tupís eran
ciertamente muy similares. De esto se
desprende

que se puede, si no transponer


mecánicamente las cifras tupís so-bre la
realidad guaraní, al menos tenerlas
como una aproximación verosímil, en
caso de que las informaciones faltaran
acerca de los guaraníes.

Entre indios del Brasil y europeos, los


contactos se entablaron muy pronto, sin
duda en el curso del primer decenio del
siglo XVI, por medio de comerciantes
navegantes franceses y portugueses que
venían a cambiar, por instrumentos
metálicos y paco-tillas, el palo brasil.
Las primeras cartas de los misioneros
jesuítas portugueses instalados entre los
tupinambás son de 1.549. La pe-
netración blanca al corazón del
continente se desarrolló durante la
primera mitad del siglo. Los españoles,
lanzados ala búsqueda del Eldorado
inca, remontaron el Río de la Plata, y
después el Paraguay. La primera
fundación de Buenos Aires tuvo lugar en
1.536. Los conquistadores debieron,
bajo la presión de las tribus,
abandonarlo casi enseguida para fundar
en 1.537 Asunción, desde entonces
capital del Paraguay. No era en ese
entonces más que un puerto de amparo y
reparo para organizar expediciones de
conquista y de exploración hacia los
Andes, separados por la inmen-sidad
del Chaco. Los españoles se aliaron con
los indios guaraníes, amos de toda la
región. Estos breves datos históricos
explican porqué los tupi-guaraníes
fueron casi tan precozmente conocidos
como los aztecas o los incas.
¿Cómo estaban constituidos los grupos
locales, o aldeas de los tupi-guaraníes?
Todos estos hechos son conocidos, pero
no es inútil recordar lo esencial. Una
aldea guaraní o tupí se componía de
cuatro a ocho grandes casas colectivas,
las malocas, dispuestas alrededor de una
plaza central reservada a la vida
religiosa y ritual. Las dimensiones de
las malocas varían según los
observadores y, sin duda, según los
grupos visitados. Su longitud se sitúa
entre los 40 metros para las más
pequeñas y 160 metros para las más
grandes. En cuanto al número de
habitantes de cada maloca, oscila de
cien (según Cardim, por ejemplo) a
quinientos o seiscientos (Le-ry). De esto
resulta que la población de las aldeas
tupinambás más modestas (cuatro
malocas) podían tener alrededor de
cuatrocientas personas, mientras que las
más importantes (siete a ocho malocas)
alcanzaban, si es que no superaban, las
tres mil personas. En cuanto a Thevet,
habla de algunas al-deas en donde
residió, de seis mil e incluso de diez mil
habitantes. Admitamos que estas últimas
cifras sean exageradas. No es menos
cierto que la talla demográfica de los
grupos tupís supera en mu-cho, la
dimensión corriente de las sociedades
sudamericanas. A ti-tulo comparativo
recordemos que entre los yanomanís de
Venezuela, población selvática, intacta
por añadidura pues está aún protegida
del contacto con los blancos, los grupos
locales más numerosos reúnen
doscientas cincuenta personas.

Los informes de los cronistas indican


claramente que las aldeas tupi-guaraníes
tenían una importancia desigual. Pero se
puede aceptar un promedio de
seiscientas a mil personas por grupo,
hipótesis, hay que insistir en ello,
deliberadamente baja. Esta evaluación
podría aparecer enorme a los
americanistas. Queda confirmada no
solamente por los apuntes
impresionistas de los primeros viajeros
—la multitud de niños que bullen en las
aldeas—, sino so-bre todo por las
indicaciones en cifras que traen. Estas
concierne, a menudo, a las actividades
militares de los tupinambás. Unánima-
mente, en efecto, los cronistas fueron
impresionados, a veces horrorizados,
del gusto fanático de estos indios por la
guerra. Franceses y portugueses, en
competición armada por asegurarse la
dominación del litoral brasileño,
supieron explotar esta belicosidad
indígena haciendo alianzas con tribus
enemigas entre ellas. Staden, por
ejemplo, o Anchieta, hablan, como
testigos oculares, de flotas de guerra
tupinambás que comprendían hasta
doscientas piraguas, cada una de las
cuales transportaba de veinte a treinta
hombres. Las expediciones guerreras
podían incluir solamente a algunas
centenas de combatientes. Pero algunas
que duraban varias sema-nas, e incluso
varios meses, ponían en movimiento
hasta doce mil guerreros, sin contar a las
mujeres, encargadas de la “logística”
(transporte de la “harina de guerra”
destinada a alimentar a la tro-pa). Léry
cuenta como participó en un combate en
las playas de Río, que duró media
jornada: estima en cinco a seis mil el
número de combatientes de cada
facción. Tales concentraciones, incluso
considerando el error inherente a la
apreciación a simple vista, sólo eran
posible naturalmente mediante la alianza
de varias aldeas. Pero la relación entre
número de hombres en edad de combatir
y número to-tal de la población muestra,
con evidencia, la amplitud demográfica
de la sociedad tupi-guaraní. (Podremos
darnos cuenta que to-das las cuestiones
relativas a la guerra y al número de
grupos locales implicados en la red de
alianzas tocan muy de cerca a la vez el
problema demográfico y el problema
político. No nos podemos detener en
eso. Se señalará solamente de pasada
que, por su dura-ción y por las masas
que ponen en acción, estas expediciones
militares no tienen nada de común con lo
que se llama guerra entre las otras tribus
sudamericanas, consistente casi siempre
en una incur-sión relámpago realizada al
alba por un puñado de asaltantes. Más
allá de las diferencias en la naturaleza
de la guerra, se perfila la diferencia en
la naturaleza del poder político).

Todos estos datos conciernen a los tupís


del litoral. Pero ¿qué pasa con los
guaraníes? Si los conquistadores
españoles se han mostrado a propósito
de ellos avaros en cifras, sabemos por
el contrario que sus aldeas, compuestas
como la de los tupí de cuatro a ocho
malocas, dejaron a los primeros
exploradores una impresión de multitud.
Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, que partió
del Atlántico en 1.541, llegó a Asunción
en marzo de 1.542. El relato de esta
travesía a lo largo de todo el territorio
guaraní abunda en notas sobre el número
de aldeas visitadas y el de habitantes de
ca-da aldea. Veamos ahora las primeras
informaciones cuantitativas sobre los
guaraníes, más convincentes por ser más
precisas. Cuando los españoles,
conducios por Domingo de Irala,
llegaron al sitio actual de Asunción,
entraron en contacto con los dos jefes
que controlaban la región: estos podían
poner en pie de combate a cuatro mil
guerreros. Muy poco después de la
conclusión de la alianza, estos dos
caciques fueron capaces de levantar lo
que bien puede llamarse un ejército —
ocho mil hombres que ayudaron a Irala y
a los suyos a combatir las tribus agaces,
sublevadas contra los españoles. Estos,
en 1.542, debieron librar batalla contra
un gran jefe guaraní, Tabaré, que dirigía
a ocho mil guerreros. En 1.560, nueva
revuelta de los guaraníes, de los cuales
tres mil fue-ron exterminados por los
nuevos amos. No terminaríamos de
presentar cifras, todas se sitúan en el
mismo orden de magnitud. Citemos sin
embargo algunas más dadas por los
jesuítas. Se sabe que las primeras
“reducciones”, fundadas a comienzos
del siglo XVII por Ruíz de Montoya,
sufrieron inmediatamente los asaltos de
los llamados mamelucos. Estas bandas
de asesinos constituidas por portugueses
y mestizos, partían de la región de Sao
Paulo para ir, en país guaraní, a capturar
el mayor número de indios, que
revendían como esclavos a los colonos
instalados en el litoral. La historia del
comienzo de las Misiones, es la historia
de la lucha contra los mamelucos. Estos,
dicen los archivos de los jesuítas,
habrían matado o capturado en algunos
años a trescientos mil indios. Entre 1628
y 1630 los portugueses capturaron
sesenta mil guaraníes de las misiones.
En 1631, Montoya se resignó a evacuar
las dos últimas reducciones del Guaira
(por lo tanto situadas en territorio
portugués). Doce mil indios se pusieron
en marcha bajo su conducción en una de-
soladora anábasis: cuatro mil
sobrevivientes llegaron al Paraná. En
una aldea Montoya censó ciento setenta
familias, es decir aproximadamente una
población de ochocientas a ochocientas
cincuenta personas.
Estos diversos datos cubren cerca de un
siglo (desde 1537 con los
conquistadores, a 1631 con los jesuítas);
estas cifras, aún aproximativas, junto
con las cifras tupís, determinan
magnitudes muy similares. Anchieta,
homólogo de Montoya en el Brasil,
escribe que en 1560 la Compañía de
Jesús ejerce ya su tutela sobre ochenta
mil indios. Esta homogeneidad
demográfica de los tupi-guaraníes
entraña dos conclusiones provisorias.
La primera es que, para estas
poblaciones, es necesario aceptar
hipótesis altas (entendemos por esto,
altas en relación con las tases habituales
de otras sociedades indígenas). La
segunda es que, si fuera necesario, se
puede con todo derecho consultar cifras
tupís para tra-tar la realidad guaraní,
con la reserva subsiguente -y es lo que
intentaremos hacer—, demostrar la
validez de nuestro método.

Es la importancia, pues, de la población


guaraní lo que queremos calcular. En
primer lugar se trata de establecer la
superficie de territorio ocupado por
estos indios. A diferencia del área tupí,
imposible de medir, la tarea se muestra
aquí relativamente

cómoda, aunque no permita obtener


resultados con precisión de catastro. El
país guaraní estaba, a grandes rasgos,
limitado al oes-te por el río Paraguay, al
menos en aquella parte de su curso situa
da entre el paralelo 22 río arriba, y el
28 río abajo. La frontera meridional se
encontraba un poco al sur de la
confluencia del Paraguay y del Paraná.
Las riberas del Atlántico constituían el
límite oriental, cerca del puerto
brasileño de Paranaguá al norte
(paralelo 26), a la frontera del Uruguay
actual, antaño patria de los indios
charrúas (paralelo 33). Se tiene así dos
líneas paralelas (el curso del Paraguay,
el litoral marino), y basta unir los
extremos para obtener los límites
septrionales y meridionales del
territorio guaraní. Este cuadrilátero de
alrededor de 500.000 kilómetros
cuadrados, era habitado sólo
parcialmente por los guaraníes, ya que
otras tribus residían en esta región,
principalmente los caingangos. Se puede
evaluar en 350.000 kilómetros
cuadrados la superficie del territorio
guaraní.

Establecido esto, y conociendo la


densidad media de los grupos locales.
¿Se puede llegar a determinar la
población total? Para ello sería
necesario poder establecer el número de
grupos locales comprendidos en el
conjunto territorial. Se subentiende que
a es-te nivel nuestro cálculo se apoyen
sobre medias, sobre los “grandes”
números, y que los resultados que se
logren serán hipotéticos, lo cual no
significa arbitrarios. Existe, en nuestro
conocimiento —para este período—, un
único censo de población para un
territorio dado. Es el que efectuó, a
comienzos del siglo XVII, el padre
Claude d’Abbeville, en la isla de
Marañón, durante la última tentativa
francesa de instalación en el Brasil.
Sobre este espacio de 1.200 kilómetros
cuadrados, doce mil indios tupís se
repartían en veintisiete grupos locales,
lo que da un promedio de cuatrocientas
cincuenta personas por aldea; cada
grupo ocupaba, en promedio, un espacio
de 45 kilómetros cuadrados. La
densidad de población en la isla de
Marañón era así exactamente de 10
habitantes por kilómetro cuadrado. Pero
no se puede proyectar esta densidad so-
bre el espacio guaraní (lo que nos daría
3.500.000 indios). No es que nos asuste
tal cifra, pero la situación de la isla de
Marañón no es generalizable. Era en
efecto una zona de refugio para los
tupinambás que querían

escapar de los portugueses. Por lo tanto


la isla estaba sobrepo-blada. Esto es sin
duda lo que explica, paradójicamente, el
tama-ño más bien reducido de los
grupos: había demasiadas aldeas. En las
zonas costeras inmediatamente vecinas a
la isla, los misioneros franceses habían
censado de quince a veinte grupos en
Ta-puytaperá, quince a veinte grupos en
Cuma, y de veinte a veinticuatro grupos
entre los caites. Había un total de
cincuenta a sesenta y cuatro grupos, que
debía comprender de treinta a cuarenta
mil individuos. Y, dicen los cronistas,
todas estas aldeas, distri-buidas sobre
un espacio mucho más vasto que el de la
isla, era a su vez cada una más poblada
que las de la isla. Resumiendo, la isla
de Marañón con su densidad de
población es un caso un tan-to aberrante,
inutilizable.

Se encuentra felizmente entre los


cronistas informaciones susceptibles de
permitirnos avanzar; y, particularmente,
una información muy preciosa de
Staden. Este, durante nueve meses que
fue prisionero de los tupinambás,
anduvo de grupo en grupo, pudiendo
cómodamente observar la vida de sus
amos. Apunta que las aldeas estaban, en
general, alejadas de 9 a 12 kilometos
unas de otras, lo que daría alrededor de
150 kilómetros cuadrados por grupo
local. Retengamos esta cifra y
supongamos que sucedía lo mismo entre
los guaraníes. Desde este momento es
posible conocer el número —hipotético
y estadístico— de los grupos locales.
Sería de 350.000 dividido por 150:
2.340 aproximadamente. Si aceptamos
como verosímil la cifra de 600 personas
en promedio por unidad, se tendrá
entonces: 2.340 x 600 igual a 1.404.000
habitantes. En consecuencia, cerca de un
millón y medio de indígenas guaraníes
antes de la llegada de los blancos. Esto
implica una densidad de 4 habitantes por
kilómetro cuadrado. (En la isla de
Marañón era de 10 habitantes por
kilómetro cuadrado).

Esta cifra parecerá enorme, inverosímil,


inaceptable para algunos, si no para
muchos. Ahora bien, no hay ninguna
razón (salvo ideológica) para
rechazarla, e incluso estimamos modesta
nuestra estimación. Este es el momento
de evocar las investigaciones de lo que
se llama la Escuela de Berkeley, grupo
de historiadores demógrafos cuyos
trabajos derrumban totalmente las
certezas clásicas en cuanto a América y
su población. Es Píerre Chaunu (5)
quien tiene el mérito de haber, desde
1.960, señalado a los investigadores la
extrema importancia de los
descubrimientos de la Escuela de
Berkeley, y remitimos a los dos textos
en donde este autor expone con vigor y
claridad el método y los resultados de
los investigadores norteamericano.
Diremos simplemente que sus estudios
demográficos, conducidos con un rigor
irreprochable, llevan a admitir cifras de
población y tasas de densidad hasta el
presente insospechadas, casi increíbles.
Es así como para la región mexicana de
Anáhuac (514.000 kilómetros
cuadrados), Borah y Cook determinan,
en 1.519, una población de 25 millones,
es decir, como lo escribe Pierre Chaunu,
“una densidad comparable a la de
Francia de 1.789, de 50 habitantes por
kilómetro cuadrado”. Vale decir que la
demografía de Berkeley, no hipotética
puesto que está demostrada, va, a
medida que avanza, en el sentido de las
cifras más altas. Los trabajos recientes
de Naihan Wachtel, sobre los Andes,
establecen también densidades de
población mucho mayores de lo que se
creía: 10 millones de indígenas en el
Imperio inca en 1.530. Es necesario por
lo tanto constatar que las investigaciones
llevadas a cabo en México o en los
Andes obligan a aceptar las hipótesis
altas en lo que respecta a la población
indígena de América. Y esta es la razón
por la cual nuestra cifra de 1.500.000
indios guaraníes, absurda a los ojos de
la demografía clásica (Rosenblatt y
otros), se convierte en muy razonable
cuando se sitúa en la perspectiva
demográfica trazada por la Escuela de
Berkeley.

Si tenemos razón, si efectivamente


1.500.000 guaraníes habitaban un
territorio de 350.000 kilómetros
cuadrados, entonces es necesario
transformar radicalmente nuestras
concepciones sobre la vida económica
de las poblaciones selváticas (necedad
del concepto de economía de
subsistencia), rechazar las tontas
creencias sobre la incapacidad
pretendida de este tipo de agricul—

5. “Une histoire hispano-americaine


pilote. En margen de l’oeuvre de l’Ecole
de Berkeley”, Revue historique, t. IV,
1960, pp. 339-368. Y: “La Population
de l’Amerique indienne. Nouvelles
recherches”, Revue historique, 1963, t.
I, p. 118.

tura para mantener una población


importante y, por supuesto, re-visar
totalmente la cuestión del poder
político. Nada impedía a los guaraníes
ser numerosos. Consideremos en efecto
la cantidad de espacio necesario para
los cultivos. Es sabido que se necesita
alrededor de media hectárea para una
familia de cuatro a cinco personas. Esta
cifra está perfectamente establecida por
las medidas muy precisas de Jacques
Lizot (6) realizadas entre los yanomanís:
descubrió entre ellos (al menos en los
grupos donde ha efectuado sus
mediciones) una media de 1.070 metros
cuadrados cultivados por personas. Por
lo tanto, si es necesario media hectárea
para cinco personas, serán necesarias
150.000 hectáreas de cultivos para
1.500.000 indígenas, es decir 1.500
kilómetros cuadrados. Lo que equivale a
decir que la superficie total de las
tierras simultáneamente cultivadas para
subvenir a las necesidades de 1.500.000
indios ocupa la 220a parte del territorio
total. (En la isla de Marañón, caso
especial como se ha visto, los huertos
ocupan no obstante sólo la novena parte
de la superficie de la isla. Y, según
Yves d’Evreux o Claude d’Abbeville,
no parece que los habitantes de la isla
estuviesen particularmente amenazados
de penuria alimenticia). En
consecuencia, nuestra cifra de 1.500.000
guaraníes, hipotética por cierto, no tiene
nada de inverosímil. Muy por el
contrario, son las evaluaciones de
Rosenblatt las que nos parecen
absurdas, ya que acepta 280.000 indios
en el Paraguay para 1492. ¿Sobre qué
bases reposan sus cálculos?; no se sabe.
En cuanto a Steward, él descubre para
los guaraníes, una densidad de 28
habitantes por 100 kilómetros
cuadrados, lo que debería dar un total de
98.000 indígenas. ¿Por qué entonces
decide que habían 200.000 en 1500?.
Misterio e incoherencia de la
demografía amerindia “clásica”.

No se nos escapa en absoluto que


nuestra cifra permanece como hipotética
(aun cuando pueda considerarse un éxito
la posibilidad de haber establecido una
orden de magnitud que no tiene ya nada
que ver con los cálculos anteriores).
Ahora bien, disponemos de un medio
para controlar la validez de estos
resultados. La utilización del método
regresivo, brillantemente ilustra—

6. Comunicación personal.

do por la Escuela de Berkeley, servirá


como contra-prueba al método que
relacionaba las superficies con las
densidades.

No es posible, efectivamente, proceder


de una forma diferente: a partir de la
tasa de despoblación. Tenemos la suerte
de disponer de dos estimaciones
efectuadas por los jesuítas. Ellas se
refieren a la población indígena
agrupada en las misiones, es decir, de
hecho, a la casi totalidad de los
guaraníes. La primera, se debe al Padre
Sepp. Este escribe que existía, en 1690,
un total de treinta reducciones, ninguna
de las cuales contaba menos de seis mil
indios, y varias superaban los ocho mil
habitantes. Existían, por lo tanto, a
finales del siglo XVII, alrededor de
doscientos mil guaraníes (sin contar las
tribus libres). Con la segunda, tenemos
el caso de un verdadero censo, hecho
con una estimación muy precisa, de
todos los habitantes de las Misiones. Es
el Padre Lozano, historiador de la
Compañía de Jesús, quien enuncia sus
resultados en su irrem-plazable Historia
de la Conquista del Paraguay. La
población guaraní era de 130.000
personas en 1730. Reflexionemos sobre
estos datos.

Como testimonia la desaparición, en


menos de medio siglo, de más de la
tercera parte de la población, las
Misiones jesuítas no pusieron nunca al
abrigo del despoblamiento a los
indígenas que ahí residían. Muy por el
contrario, la concentración de la
población en verdaderos pueblos debía
ofrecer un terreno privilegiado para la
propagación de epidemias. Son
numerosas las cartas de los jesuítas en
las que constatan horrorizados las
devastaciones pe-riódicas de la viruela
o de la gripe. El Padre Sepp, por
ejemplo, escribe que en 1687 una
epidemia mató a dos mil indios en una
sola misión, y que en 1695 una epidemia
de viruela diezmó todas las reducciones.
Es muy evidente que los progresos de
despoblamiento no comenzaron a fines
del siglo XVII, sino con la llegada de
los blancos, en la mitad del siglo XVI.
El Padre Lozano lo constata: en la época
en que redacta su Historia, la población
indígena ha disminuido mucho en
relación a la existente antes de la
Conquista. De esta manera escribe que a
fines del siglo XVI había, solamente en
la región de Asunción, veinticuatro mil
in-dios de encomienda. En 1730, no
existen más que dos mil. Todas las
tribus que habitaban esta parte de
Paraguay, no sometida a la autoridad de
los jesuítas, han desaparecido
completamente, a causa de la esclavitud
de la encomienda y de las epidemias. Y,
con congoja, Lozano escribe: “La
Provincia del Paraguay era la más
poblada de las Indias, y hoy en día está
casi desierta, no se encuentra más que
los indios de las Misiones”.

Los investigadores de Berkeley han


trazado, para la región de Anahuac, la
curva de despoblación. Ella es
terrorífica, ya que de 25 millones de
indígenas en 1500, no quedan más que
un millón en 1605. Wachtel (7) da, para
el Imperio inca, cifras apenas menos
abrumadoras: 10 millones de indígenas
en 1530, un millón en 1.600. Por
diversas razones, la caída demográfica
ha sido menos abrumadoras: 10 millones
de indígenas en 1530, un millón -
solamente, si se puede decir, en nueve
décimas, mientras que en México ha
sido de noventaiseis centésimas. Tanto
en los Andes como en Méjico se asiste,
desde fines del siglo XVII, a un lento
aumento demográfico de los indígenas.
Este no es el caso guaraní, ya que entre
1690 y 1730 la población pasa de
200.000 a 130.000.

Se puede estimar que en esta época, los


guaraníes libres, es decir que habían
escapado tanto a la encomienda como a
las Misiones, no eran más de 20.000.
Sumados a los 130.000 guaraníes de las
Misiones, se tiene por lo tanto un total
de 150.000 hacia 1730. Creemos, por
otra parte, que se debe admitir a una tasa
de despoblación relativamente pequeña
—si se la compara al caso mexicano—,
de nueve décimas en dos siglos (1530-
1730). Por consiguiente, los 150.000
indios de 1730 eran diez veces más
numerosos dos siglos antes: 1.500.000.
Consideramos la tasa de descen-so de
nueve décimas como moderada, aun
cuando es catastrófica. Tal vez aparezca
aquí una función relativamente
“protectora” de las misiones, ya que los
indígenas de encomienda desaparecían
más rápido: 24.000 a fines del siglo
XVI, 2.000 en 1730.

7. N. Wachtel, La Vision des Vaincus,


Paris, Gallimard, 1971.

La cifra de 1.500.000 guaraníes en


1539, obtenida de esta ma-nera, deja de
ser hipotética, como la modalidad del
cálculo anterior. Nosotros la
consideramos inclusive como mínima.
En todo caso, la convergencia de los
resultados obtenidos por el método
regresivo y por el método de densidades
medias, refuerza nuestra convicción de
que no nos equivocamos. Estamos lejos
de los 250.000 guaraníes de 1570, según
Rosenblatt, que acepta así, pa-ra un
período de casi un siglo (1570-1650),
sólo una tasa de despoblación de 20 por
ciento (250.000 indios en 1570, 200.000
en 1650). Esta tasa está arbitrariamente
establecida, se halla en completa
contradicción con las tasas conocidas en
toda Amércia. Con Steward, la cosa se
vuelve aún más absurda: si había
100.000 guaraníes (de acuerdo con su
densidad de 28 habitantes por kilómetro
cuadrado) en 1530, entonces, caso
único, ¡su población no habría cesado
de aumentar durante los siglos XVI y
XVII! Todo esto no es serio.

Es necesario por lo tanto, para


reflexionar sobre los guaraníes, aceptar
estos datos de base: eran antes de la
Conquista 1.500,000, repartidos sobre
350.000 kilómetros cuadrados, vale
decir una densidad de un poco más de 4
habitantes por kilómetro cuadrado. Este
hecho está cargado de consecuencias:

1) En lo que concierne a la
“demografía” deducible de las
estimaciones de los cronistas, estamos
en la obligación de constatar que ellos
tenían razón. Sus evaluaciones, todas
coherentes entre sí, en la medida en que
todas definen una misma magnitud, lo
son igualmente con los resultados
obtenidos por el cálculo. Ello
descalifica la demografía tradicional
demostrando su falta total de ri-gor
científico, y lleva a preguntarse porqué
Rosenblatt, o Steward han escogido
sistemáticamente —contra la evidencia
— las hipótesis más bajas posibles en
cuanto al número de la población
indígena.

2) En lo que concierne a la cuestión del


poder político, la de-sarrollaremos
ulteriormente. Nos contentaremos por
ahora con indicar que entre el guía de
una banda de cazadores nómadas
guayakís, de veinticinco o treinta
personas, o el jefe de una partida de un
centenar de guerreros en el Chaco, y los
grandes mburuvichá, los líderes tupi-
guaraníes que conducían al combate
ejércitos de varios miles de hombres,
existe una diferencia radical, una
diferencia de naturaleza.

3) Pero el punto esencial es la cuestión


general de la demografía indígena antes
de la llegada de los blancos. Las
investigaciones de la Escuela de
Berkeley para México, las de Wachtel
para los An-des, convergen por sus
resultados (hipótesis altas), y tienen en
común el hecho de que ambas se
refieren a lo que se llama las Altas
Culturas. Ahora bien, nuestra modesta
reflexión sobre los guaraníes, es decir
sobre una población selvática, va, por
sus resultados, exactamente en la misma
dirección que los trabajos pre-citados:
para las poblaciones de la Selva,
también es necesario recurrir a las
hipótesis altas. Nosotros no podemos
pues, aqui, sino afirmar nuestro total
acuerdo con P. Chaunu: “Los resultados
de Borah y Cook conducen a una
revisión completa de nuestra
representación de la historia americana.
Aunque juzgados excesivos, los 40
millones de habitantes del Dr. Rivet ya
no se pueden aceptar, pues hay que
atribuir a la América precolombina 80,
quizas 100 millones de almas. La
catástrofe de la Conquista… ha sido tan
grande como Las Casas lo había
denunciado”. La conclusión deja
petrificado: “…Es el cuarto de la
humanidad, aproximadamente, lo que
han aniquilado los chocs microbianos
del siglo XVI” (8).

Nuestro análisis de un caso selvícola,


muy localizado, debe, si se lo acepta,
aparecer como una confirmación de las
hipótesis de Berkeley. Nos obliga a
admitir la hipótesis demográfica alta
para toda América, y no solamente para
las Altas Culturas. Y nos sen-tiremos
satisfechos si este trabajo sobre los
guaraníes convence que es necesario
“emprender esta gran revisión a la cual
la Escuela de Berkeley nos invita de una
manera insistente, desde hace quince
años” (9).*

8.P.Chaunu,op. cit., 1963, p. 117. 9.


Ibid., p. 118.
* Estudio inicialmente aparecido en
L’Homme XIII (1-2), 1973.

Capítulo 5
EL ARCO Y EL CESTO

Casi sin transición, la noche se ha


apoderado de la selva, y la masa de los
grandes árboles parece acercarse. Con
la obscuridad también se instala el
silencio; pájaros y monos se han callado
y sólo se dejan oir, lúgubres, las seis
notas desesperadas del urutau. Y, como
por tácito acuerdo con el recogimiento
general en que se disponen seres y
cosas, ningún ruido surge ya de este
espacio furti-vamente habitado donde
acampa un pequeño grupo de hombres.
Allí descansa una banda de indios
guayakíes. Avivada a veces por un
ventarrón, la luz de cinco o seis fogatas
arranca a la sombra el círculo vago de
los refugios de palmas cada uno de los
cuales, endeble y pasajera morada de
los nómadas, protege el reposo de una
familia. Las conversaciones susurradas
que siguieron a la cena se han apagado
poco a poco, las mujeres que abrazan
todavía a los hijos acurrucados
duermen. Pareciera que tambie’n
duermen los hombres, los cuales
sentados cerca de sus fogatas montan
una guardia muda y rigurosamente
inmóvil. Pero no duermen y sus miradas
pensativas, prendidas a las tinieblas
vecinas, delatan una so-ñadora
expectativa. Es que los hombres se
aprestan a cantar, y esta noche, como a
veces en esta hora propicia, entonaran,
cada cual para sí, el canto de los
cazadores: la meditación prepara el sutil
acuerdo del alma y del instante con las
palabras que han de expresarlo. De
pronto una voz se eleva, al comienzo
casi imper-ceptible —tan interiormente
nace—, prudente murmullo que aun no
articula nada, entregado a la búsqueda
paciente de un tono y de un discurso
exactos. Poco a poco se eleva, el cantor
se siente ya seguro de sí, y de repente,

límpido, libre y tenso, brota su canto.


Estimulada por aquella, una segunda voz
se une a la primera, luego una tercera;
lanzan palabras apresuradas, como
respuestas que se adelantan siempre a
las preguntas. Ahora todos los hombres
cantan. Siguen siempre inmóviles, con la
mirada tan sólo algo más extraviada;
todos can-tan a la vez, pero cada cual
canta su propio canto. Son dueños de la
noche y cada uno se quiere dueño de sí.

Pero precipitadas, ardientes y graves,


las palabras de los cazadores achés (1)
se entrecruzan, sin saberlo, en un
diálogo que ellas quisieran olvidar.

Un contraste muy notorio organiza y


domina la vida cotidiana de los
guayakíes: el de los hombres y de las
mujeres, cuyas actividades respectivas,
marcadas fuertemente por la división
sexual de las tareas, constituyen
claramente dos campos separados y,
como en todas partes, complementarios.
Sin embargo a diferencia de la mayoría
de las demás sociedades indígenas, los
guayakíes no conocen forma de trabajo
en la cual uno y otro sexo par-ticipen a
la vez. El caso de la agricultura por
ejemplo ofrece un campo de actividades
tanto masculinas como femeninas ya que,
si en general las mujeres se dedican a la
siembra, a la escarda de los huertos y a
la cosecha de legumbres y cereales, son
los hombres los que se ocupan de
preparar los terrenos para los cultivos,
derribando los árboles y quemando la
vegetación seca. Si es ver-dad que los
papeles son muy distintos y no se
intercambian jamás, no es menos cierto
que juntos aseguran la ejecución y el
éxito de una operación tan importante
como la agricultura. A-hora bien, nada
de eso ocurre entre los guayakíes que
siendo nómadas ignoran todo sobre el
arte de cultivar, y cuya economía se
apoya exclusivamente en la explotación
de los recursos naturales que les ofrece
la selva. Estos pueden inscribirse en dos
rubros principales: productos de la caza
y productos de la recolección,
comprendiendo esta última sobre todo la
miel, las larvas y la mé-dula de la
palmera pindó. Se podría pensar que la
búsqueda de estas dos clases de
alimentos se conforma con el

(1) Achés: autodenominación de los


guayakís.
modelo muy extendido en América del
Sur según el cual los hombres cazan, lo
que es natural, dejando a las mujeres el
cuidado de colectar. En realidad, las
cosas suceden de una manera muy
diferente, pues, entre los guayakíes, los
hombres cazan y también colectan. No
es una especial solicitud lo que los
impulsa a dispensar a las esposas de las
tareas que normalmente correspon-
derían a estas; de hecho, los productos
de recolección son obtenidos sólo
mediante penosas operaciones que las
mujeres difícil-mente podrían realizar:
localización de colmenas, extracción de
miel, corta de árboles, etc. Se trata pues
de un tipo de recolección que
corresponde más bien a las actividades
masculinas. En otros términos, la
recolección conocida en otras partes de
América consistente en coger bayas,
frutas, raices, insectos, etc., es
prácticamente desconocida por los
guayakíes, ya que en la selva donde
habitan los recursos de este tipo son
escasos. Finalmente, si las mujeres
prácticamente no recolectan, es porque
no hay casi nada para recolectar.

Por consiguiente, dado que las


posibilidades económicas de los
guayakíes se hallan reducidas,
culturalmente, por la ausencia de
agricultura y, naturalmente, por la
escasez relativa de alimentos vegetales,
la tarea emprendida diariamente de
buscar alimentos para el grupo incumbe
esencialmente a los hombres. Esto no
significa que las mujeres no participan
en la vida material de la comunidad.
Además de corresponderles la función,
decisiva entre los nómadas, del
transporte de los bienes familiares, las
esposas de los cazadores fabrican la
cestería, la alfarería, las cuerdas de los
arcos; cocinan, cuidan a los nifios, etc.
Lejos de permanecer ociosas, ellas
dedican su tiempo integramente a la
ejecución de todos estos trabajos
necesarios. Pero es cierto que, en la
esfera fundamental de la “producción”
de alimentos, el papel secundario que
desempeñan las mujeres, reserva a los
hombres su absorbente y prestigioso
monopolio. Más precisamente, la
diferencia de los hombres y de las
mujeres al nivel de la vida económica se
lee como la oposición de un grupo de
productores con la de un grupo de
consumidores.

El pensamiento guayakí, como se verá,


expresa claramente la naturaleza de esta
oposición que, por estar situada en la
raíz

misma de la vida social de la tribu, rige


la economía de su existencia cotidiana y
le confiere sentido a todo un conjunto de
actitudes donde se anuda la trama de las
relaciones sociales. El espacio de los
cazadores nómades no puede
distribuirse según las mismas lineas que
el de los agricultores sedentarios.
Dividido para éstos en espacio de la
cultura, que constituyen la aldea y los
huertos, y espacio de la naturaleza,
ocupado por la selva circundante, el
espacio en su conjunto se estructura en
círculos concéntricos. Para los
guayakíes, por el contrario, el espacio
es de una constante homogeneidad,
reducido a la pura extensión en donde
está abolida, pareciera, la diferencia
entre naturaleza y cultura. Pero, en
realidad, la oposición ya establecida en
el campo de la vida material, coloca
también el principio de una dicotomía
del espacio que, no por estar más
encubierta que en las sociedades con
otro nivel cultural, deja de ser menos
pertinente. Existe entre los guayakíes un
espacio masculino y un espacio
femenino, respectivamente definidos por
la selva donde cazan los hombres y por
el campamento donde reinan las
mujeres. Así las paradas aunque muy
provisorias —rara vez duran más de tres
días— son el lugar de reposo en donde
se consumen los alimentos preparados
por las mujeres, mientras que la selva es
el lugar del movimiento especialmente
dedicado al recorrido de los hombres
lanzados en pos de la presa. No por
esto, naturalmente, se habrá de concluir
que las mujeres son menos nómadas que
sus esposos, pero, en razón del tipo de
economía sobre la cual reposa la
existencia” de la tribu, los verdaderos
amos de la selva son los cazadores:
toman posesión de ella, efectivamente,
obligados como están de explorarla con
minucia para explotar sistemáticamente
todos los recursos. Espacio para los
hombres, del peligro, del riesgo, de la
aventura siempre renovada, la selva es
por el contrario, para las mujeres,
espacio de trayecto entre dos etapas,
travesía monótona y cansadora, simple
extensión neutra. En el polo opuesto, el
campamento ofrece al cazador la
tranquilidad del reposo y la ocasión del
trabajo menudo rutinario, mientras que
para las mujeres es el lugar donde se
realizan sus actividades específicas y se
despliega una vida familiar, que ellas
controlan ampliamente. La selva y el
campamento se encuentran afectados

así con signos contrarios según se trate


de hombres o de mujeres. El espacio,
podría decirse, de la “banalidad
cotidiana”, es la selva para las mujeres,
el campamento para los hombres: para
estos la existencia se transforma en
auténtica sólo cuando la realizan como
cazadores, es decir en la selva, y para
las mujeres cuando, dejando de ser
medios de transporte, pueden vivir en el
campamento, como esposas y como
madres.

Se puede por lo tanto medir el valor y el


alcance de la oposición socio-
económica entre hombres y mujeres por
lo que ella estructura el tiempo y el
espacio de los guayakíes. Ahora bien, la
vivencia de esta praxis no queda en lo
impensado: tienen los indios una
conciencia clara de la misma y el
desequilibrio de las relaciones
económicas entre los cazadores y sus
esposas se expresa, en el pensamiento
de los indígenas, como la oposición del
arco y del cesto. Cada uno de estos dos
instrumentos es en efecto el medio, el
signo, y el resumen de dos “estilos” de
existencia a la vez opuestos y
cuidadosamente separados. Apenas es
necesario subrayar que el arco, única
arma de los cazadores, es un instrumento
exclusivamente masculino y que el
cesto, propio de mujeres, es utilizado
sólo por ellas: los hombres cazan, las
mujeres lle-van. La pedagogía de los
guayakíes se establece principalmente
sobre esta gran división de roles.
Apenas llegado a la edad de cua-tro o
cinco años, el muchachito recibe de su
padre un pequeño ar-co hecho a su talla;
desde entonces, comenzará a ejercitarse
en el arte de disparar la flecha. Algunas
años más tarde, se le ofrece un arco
mucho más grande, flechas ya eficaces y
los pájaros que lleva a su madre son la
prueba de que es un niño serio y la
promesa de que será un buen cazador.
Transcurridos algunos años más viene el
tiempo de la iniciación; el labio inferior
del joven de alrededor de quince años,
es perforado, tiene el derecho a llevar el
ornamento labial, el beta, es desde
entonces considerado como un
verdadero cazador, como un kybuchueté.
Vale decir que un poco más tarde podrá
tomar mujer y deberá, en consecuencia,
satisfacer las necesidades del nuevo
matrimonio. También su primer cuidado,
apenas integrado en la comunidad de los
hombres, es el de fabri-carse un arco; en
adelante, como miembro productor de la
banda, cazará con un arma tallada
con sus propias manos y solamente la
muerte o la vejez lo separarán de su
arco. Complementario y paralelo es el
destino de la mujer. Jovencita de nueve
o diez años, recibe de su madre una
miniatura de cesto cuya confección ha
seguido atentamente. En ella no
transporta nada, sin duda, pero el gesto
gratuito de su caminar, cabeza baja y
nuca tensa en esta anticipación de su
futuro esfuerzo, la prepara para un
porvenir ya próximo. Pues la aparición,
hacia los doce o trece años, de su
primera menstruación, y el ritual que
sanciona el acontecimiento de su
femineidad, hacen de la joven virgen una
daré, una mujer que pronto será la
esposa de un cazador. Primera tarea de
su nuevo estado y marca de su condición
definitiva, ella fabrica su propio cesto.
Y cada uno de los dos, el joven y la
muchacha, a la vez dueños y prisioneros,
ella de su cesto, él de su arco, entran asi
a la edad adulta. Finalmente, cuando
muere un cazador, su arco y sus flechas
son quemadas ritualmente, como
igualmente acontece con el último cesto
de una mujer: ya que como signos
propios de las personas, no podrían
sobrevivirles.

Los guayakíes aprehenden esta gran


oposición, según la cual funciona su
sociedad, a través de un sistema de
prohibiciones recíprocas: la una prohibe
a las mujeres tocar el arco de los
cazadores, la otra impide a los hombres
manipular el cesto. De ma-nera general,
los útiles y los instrumentos son
sexualmente neu-tros, si así puede
decirse: el hombre y la mujer pueden
utilizar-los indiferentemente; sólo
escapan a esta neutralidad el arco y el
cesto. Este tabú sobre el contacto físico
con las insisgnias más destacadas del
sexo opuesto, permite evitar toda
trasgresión del orden socio-sexual, que
regula la vida del grupo. Es
escrupulosamente respetado y jamás se
asiste a la conjunción extraña de una
mujer y un arco, ni a la más que ridicula,
de un cazador y un cesto. Los
sentimientos que experimenta cada sexo
con relación al objeto privilegiado del
otro son muy diferentes: un cazador no
soportaría la vergüenza de transportar
un cesto, mientras que su esposa temería
tocar su arco. Esto se debe a que el
contacto de la mujer con el arco es
mucho más grave que el del hombre con
el cesto. Si a una mujer se le ocurriese
tomar un arco, ella atraería sin duda
alguna sobre su propietario el pane, es
decir la

mala suerte en la caza, lo que sería


desastroso para la economía de los
guayakíes. En cuanto al cazador, lo que
el ve y rechaza en el cesto, es
precisamente la posible amenaza de lo
que teme por sobre todo, el pane. Pues
cuando un hombres es víctima de esta
verdadera maldición, siendo incapaz de
cumplir su función de cazador, pierde
por ello mismo su propia naturaleza, sus
substancia se le escapa: obligado a
abandonar un arco en adelante inútil, no
le queda más que abandonar su
masculinidad y, trágico y resignado,
cargar un cesto. La dura ley de los
guayakíes no les deja esca-patoria. Los
hombres existen sólo como cazadores, y
mantienen la afirmación de su ser
preservando su arco del contacto de la
mu-jer. Inversamente, si un individuo no
logra más realizarse como cazador, deja
al mismo tiempo de ser un hombre:
pasando del ar-co al cesto,
metafóricamente se convierte en una
mujer. En efecto, la conjunción del
hombre y el arco no puede romperse sin
transformarse en su opuesto y
complementario: la de la mujer y el ces-
to.

Ahora bien, la lógica de este sistema


cerrado constituido por cuatro términos
agrupados en dos pares opuestos, ha
llegado a realizarse efectivamente:
existía entre los guayakíes dos hombres
portadores de cestos. Uno,
Chachubutawachugi, estaba pane. No
poseía arco y la sola caza a la cual se
podía entregar, de tiempo a otro,
consistía en la captura a mano de tatúes
y coatís: tipo de ca-za que, aunque
corrientemente practicado por todos los
guayakíes, está lejos de revestir a sus
ojos la misma dignidad que la caza al
arco, el jyvondy. Por otra parte,
Chachubutawachugi era viudo; y como
estaba pane, ninguna mujer lo quería,
fuese incluso a título de marido
secundario. El no buscaba tampoco
integrarse en la familia de alguno de sus
parientes: estos habrían juzgado
indeseable la presencia permanente de
un hombre que agravaba su
incompetencia técnica con un excelente
apetito. Sin esposa, ya que no po-seía
arco, no le quedaba más que aceptar su
triste suerte. No acompañaba jamás a
los otros hombres en sus expediciones
de caza sino que salía, solo o en
compañía de las mujeres, a traer las
larvas, la miel o las frutas que habia
encontrado previamente. Y, con el fin de
poder transportar el producto de su
recolección, car-gaba con un cesto que

le había sido regalado por una mujer. La


mala suerte en la caza al impedirle el
acceso a las mujeres, le hacía perder, al
menos parcialmente, su calidad de
hombre; se encontraba así relegado al
campo simbólico del cesto.

El segundo caso es un tanto diferente.


Krembegi era en efecto un sodomita.
Vivía como las mujeres y con ellas,
llevaba en general los cabellos más
largos que los de los otros hombres, y
sólo eje-cutaba trabajos femeninos:
sabía “tejer” y fabricaba, con dientes de
animales que le regalaban los cazadores,
collares que mostraban un gusto y una
disposición artística mucho más firme
que los trabajos de las mujeres.
Finalmente, era evidentemente
propietario de un cesto. En resumen,
Krembegi demostraba así en el seno de
la cultura guayakí la existencia
inesperada de un refinamiento
habitualmente reservado a las
sociedades menos rústicas. Este pede-
rasta incomprensible se vivía a sí mismo
como una mujer y había adoptado las
actitudes y comportamientos particulares
de este se-xo. Rechazaba por ejemplo
tan firmemente el contacto de un arco
como el cazador el de un cesto;
consideraba que su sitio natural era el
mundo de las mujeres. Krembegi era
homosexual porque estaba pane. Quizás
también su mala suerte en la caza
proviniese de que él era, anteriormente,
un invertido inconciente. En todo caso
las con-fidencias de sus compañeros
revelaban que su homosexualidad se
había convertido en oficial, es decir
socialmente reconocida, cuan-do se
hubo hecho evidente su incapacidad
para manejar un arco: para los guayakies
mismos se convirtió en un kyrypymenó
(ano-ha- cer el amor) porque estaba
pane.

Los achés observaban por otra parte una


actitud muy diferente hacia cada uno de
los dos portadores de cestos evocados
más arriba. El primero,
Chachubutawachugi, era objeto de la
burla general, a fin de cuentas
desprovista de una verdadera maldad:
los hombres lo despreciaban, sin lugar a
dudas, las mujeres se reían en sus fueros
íntimos, y los niños lo respetaban mucho
menos que al resto de los adultos.
Krembegi por el contrario no suscitaba
ninguna atención especial; se
consideraban como evidentes y
adquiridas su incapacidad como cazador
y su homosexualidad. A veces, algunos
cazadores lo escogían como compa-
ñero sexual, manifestando en estos
juegos eróticos más lubri-cidad -al
parecer-que perversión. Pero en toda
esta situación ja-más se dio un
sentimiento de desprecio hacia su
persona. Inversamente y conformándose
en esto con la representación que su pro-
pia sociedad se hacía de ellos. Ambos
mostraban una desigual adaptación a su
estatuto respectivo. Así como Krembegi
se sentía cómodo, tranquilo y sereno en
su papel de hombre transformado en
mujer, Chachubutawachugui se mostraba
inquieto, nervioso y a menudo
descontento. ¿Cómo se explica esta
diferencia manifes-tada por los achés en
el tratamiento reservado a dos
individuos que, formalmente al menos,
eran negativamente idénticos? Suce-de
que, ocupando uno y otro una misma
posición en relación con los otros
hombres, es decir que ambos estaban
pane, su estatuto positivo dejaba de ser
equivalente, ya que uno,
Chachubutawachigi, aunque obligado a
renunciar parcialmente a las
determinaciones masculinas, seguía
siendo hombre, mientras que el otro,
Krembegi, había asumido hasta sus
últimas consecuencias su condición de
hombre no cazador,
“transformándose”en una mujer. En
otros términos, éste había encontrado,
mediante su homosexualidad, el topos al
que le destinaba lógicamente su
incapacidad de ocupar el espacio de los
hombres; el otro por el contrario,
rechazando el movimiento de esta misma
lógica, estaba eliminado del círculo de
los hombres, sin integrarse por ello al
de las mujeres. Vale decir por
consiguiente que, literalmente, él no se
hallaba en ninguna parte, y que su
situación era mucho más inconfortable
que la de Krembegi. Este último
ocupaba a los ojos de los achés un lugar
definido, aunque paradógico; y, en un
sentido exenta de toda ambigüedad, su
posición en el grupo resultaba normal,
aun-que esta nueva norma fuera la de las
mujeres. Chachubutawachigi, por el
contrario, constituía por sí mismo una
especie de escándalo lógico; al no
situarse en ningún lugar claramente
discerníble, esca-paba al sistema
introduciendo en él un factor de
desorden: lo anormal, desde cierto punto
de vista, no era el otro, era él. De allí
sin duda la agresividad secreta de los
guayakíes para con él, agresividad que
se traslucía a veces bajo las burlas.
También de allí pro-venían,
probablemente, sus dificultades
sicológicas y un agudo sentimiento

de desamparo: tan difícil es mantener la


conjunción absurda de un hombre y un
cesto. Chachubutawachugí deseaba
patéticamente mantenerse hombre sin ser
cazador: se exponía así al ridículo y por
lo tanto a las burlas, pues él era el nexo
entre dos regiones normalmente
separadas.

Se puede suponer que estos dos hombres


mantenían con respecto a sus cestos la
misma diferencia de relación que
mantenían con su masculinidad. De
hecho, Krembegí llevaba su cesto como
las mujeres, es decir con la correa sobre
la frente. En lo que respecta a
Chachubutawachugí, la misma correa la
llevaba sobre el pecho y jamás sobre la
frente. Esta era una forma de transportar
el cesto, notoriamente incómoda y
mucho más cansadora que la otra, pero
la única, sin duda, de mostrar que,
incluso sin arco, era siempre un hombre.
Central por su posición y poderosa por
sus efectos, la gran oposición de los
hombres con las mujeres impone pues su
marca a todos los aspectos de la vida de
los guayakíes. Es ella también la que
fundamenta la diferencia entre el canto
de los hombres y el de las mujeres. El
prera masculino y el chengaruvará
femenino se oponen en efecto totalmente
por su estilo y por su contenido;
expresan dos modos de existencia, dos
presencias en el mundo, dos sistemas de
valores muy diferenciados unos de
otros. Por otra parte, casi no podría
hablarse de canto a propósito de las
mujeres; se trata en realidad de una
“salutación quejumbrosa” generalizada:
aún cuando se trata de un saludo ritual a
un extranjero o a un pariente ausente
desde hace tiempo, las mujeres “can-
tan” llorando. Con un tono lastimero,
pero con voz fuerte, en cu-clillas y con
la cara oculta entre sus manos, puntúan
cada frase de su melopea con sollozos
estridentes. A menudo las mujeres
cantan todas juntas y el estrépito de sus
gimoteos conjugados ejerce sobre el
auditorio desprevenido una impresión
de malestar. También nos sorprendemos
al ver, cuando ya todo ha terminado, el
rostro impasible de las lloronas y sus
ojos perfectamente secos. Conviene por
otra parte subrayar que el canto de las
mujeres interviene siempre bajo
circunstancias rituales: sea durante las
principales ceremonias de la sociedad
guayakíes, sea en el curso de las
múltiples ocasiones que otorga la vida
cotidiana. Por ejemplo, si un cazador
regresa al campamento con un animal
determinado, una mujer lo “saluda”
llorando pues le recuerda tal pariente
desaparecido, o si un niño se hiere
jugando, su madre de inmediato entona
un chengaruvará exactamente similar a
los otros. El canto de las mujeres nunca
es, como podría supo-nerse, alegre. Sus
temas son siempre la muerte, la
enfermedad, la violencia de los blancos,
y las mujeres asumen así en la tristeza
de sus cantos toda la pena y toda la
angustia de los achés

El contraste que se forma con el canto


de los hombres es pas-moso. Al parecer
existe entre los guayakíes una especie de
división sexual del trabajo lingüístico,
según el cual las mujeres se ha-cen
cargo de todos los aspectos negativos de
la existencia, mientras que los hombre
se dedican sobre todo a celebrar sino
los placeres, al menos los valores que la
hacen soportable. Si la mujer hasta en
sus gestos se esconde y parece
humillarse para cantar, o mejor para
llorar, el cazador por el contrario, con
la cabeza ergui-da y el cuerpo derecho,
se exalta en su canto. La voz es potente,
casi brutal, y a veces finge la irritación.
En la extrema virilidad que el cazador
confiere a su canto se afirma una
seguridad en sí absoluta, un acuerdo
consigo mismo que nada puede
desmentir. El lenguaje del canto
masculino es, por otra parte,
extremadamente deformado. A medida
que su improvisación se hace más fácil y
más rica, que las palabras brotan solas,
el cantor les impone una transformación
tal, que, de pronto, uno creería escuhar
otro idio-ma: para un no-aché, estos
cantos son rigurosamente
incomprensibles. En cuanto a su
temática, ella consiste esencialmente en
una alabanza enfática que el cantor se
dirige a sí mismo. En efecto el contenido
de su discurso es estrictamente personal
y todo se dice en primera persona. El
hombre habla casi exclusivamente de
sus hazañas como cazador, de los
animales que ha encontrado, de las
heridas que ha recibido, de su habilidad
para lanzar la flecha. Como leitmotiv
indefinidamente repetido, se le escucha
proclamar de manera casi obsesional:
cho ró breteté, cho rójyvondy, cho ró
ymá wachú,yma chijá: “Yo soy un gran
cazador, tengo por costumbre matar con
mis flechas, soy de una naturaleza
poderosa, una naturaleza irritada y
agresiva!” Y a menudo, para subrayar
hasta qué punto su gloria es

indiscutible, puntea su frase


prolongándola con un vigoroso Oto, cho,
cho: “Yo, yo, yo” (2).
La diferencia de los cantos traduce
admirablemente la oposición de los
sexos. El canto de las mujeres es una
lamentación generalmente coral,
escuchada solamente durante el día; el
de los hombres prorrumpe durante la
noche casi siempre, y si sus voces
algunas veces simultáneas pueden dar la
impresión de un coro, es una apariencia
falsa, ya que cada cazador es de hecho
un solista. Aún más el chengaruvará
femenino parece consistir en fórmulas
mecánicamente repetidas, adaptadas a
las diversas circunstacias rituales. En
cambio, el prera de los cazadores
depende sólo de su humor y se organiza
únicamente en función de su
individualidad; es pura improvisación
personal que autoriza, además, la
búsqueda de efectos artísticos en el
juego de la voz. Esta determinación
colectiva del canto de las mujeres,
individual del de los hombres, nos
remite así a la oposición de la que se
partió: único elemento realmente
“productor” de la sociedad guayakí, el
cazador experimenta, en la esfera del
lenguaje, una libertad de creación que su
posición de “grupo consumidor” impide
a las mujeres.

Ahora bien, esta libertad que los hombre


viven y dicen como cazadores no apunta
solamente a la naturaleza de la relación
que como grupo les une a las mujeres y a
la vez les separa. Porque a través del
canto de los hombres, se revela, secreta,
otra oposición, no menos poderosa que
la primera aunque inconciente: la de los
cazadores entre ellos. Y para escuchar
mejor sus cantos y entender lo que en
ellos realmente se dice, es necesario
volver de nuevo a la etnología de los
guayakíes y a las dimensiones
fundamentales de su cultura.

Existe para el cazador ache’ un tabú


alimenticio que le prohibe formalmente
consumir la carne de sus propias
capturas: bai jyvombré ja uemeré: “los
animales que uno ha matado, no debe

(2) Como era de esperar, los dos


hombres pane de los cuales hemos
hablado observaban en cuanto al canto
una actitud muy diferente:
Chachubutawachugí cantaba sólo en
ciertas ceremonias en donde se
encontraba directamente comprometido,
por ejemplo el nacimiento de un niño.
Krembegí no cantaba nunca.

comerlos uno mismo”. De manera que


cuando un hombre llega al campamento,
comparte el producto de su caza entre su
familia (mujer e hijos) y los otros
miembros de la banda; naturalmente, él
no probará la carne preparada por su
esposa. Ahora bien, como se ha visto, la
caza ocupa el lugar más importante en la
alimentación de los guayakíes. De ello
resulta que cada hombre pasa su vida
ca-zando para los otros y recibiendo de
ellos su propio alimento. Esta
prohibición es estrictamente respetada,
incluso por los niños no iniciados
cuando matan pájaros. Una de sus
consecuencias más importante es que
ella impide ipso facto la dispersión de
los indígenas en familias elementales: el
hombre moriría de hambre a menos de
renunciar al tabú. Es necesario por lo
tanto desplazarse en grupo. Los
guayakíes, para dar cuenta de ello,
afirman que comer los animales que
mata uno mismo, es el medio más seguro
de atraerse el pane. Este gran temor de
los cazadores basta para imponer el
respeto de la prohibición que él
fundamenta: si se quiere seguir matando
animales, es necesario no comerlos. La
teoría indígena se apoya simplemente
sobre la idea que la conjunción entre el
cazador y los animales muertos, sobre el
plan del consumo, traería una disyunción
entre el cazador y los animales vivos, en
el plan de la “producción”. Tiene pues
un alcance explícito, sobre todo
negativo, puesto que ella se resuelve en
la inter-dicción de esta conjunción.

En realidad, esta prohibición alimenticia


posee también un va-lor positivo, en lo
que ella opera como un principio
estructurante que fundamenta como tal a
la sociedad guayakí. Al establecer una
relación negativa entre cada cazador y el
producto de su caza, ella sitúa a todos
los hombres en una misma posición unos
en relación con otros, y la reciprocidad
del don del alimento resulta desde
entonces no solamente posible sino
necesaria: todo cazador es a la vez un
donador y un receptor de carne. El tabú
sobre la presa aparece por lo tanto como
un acto fundador del intercambio de
alimentos entre los guayakíes, es decir
como un fundamento de la sociedad
misma. Otras tribus conocen sin duda
este mismo tabú. Pe-ro entre los achés
reviste una importancia particulamente
grande, en la medida que su principal
fuente de alimento está involucrada.
Obligando al individio a separarse
de su caza, lo obliga a confiar en los
otros, permitiendo así al lazo social
anudarse de manera definitiva; la
interdependencia de los cazadores
garantiza la solidez y la permanencia de
este lazo, y la sociedad gana en fuerza lo
que los individuos pierden en
autonomía. La disyunción del cazador y
su presa fundamenta la conjunción de los
cazadores entre ellos, es decir el
contrato que rige a la sociedad guayakí.
Aun más, la disyunción al nivel del
consumo entre los cazadores y los
animales muertos asegura, protegiendo a
aquellos del pane, la repetición futura de
la conjunción entre cazadores y animales
vivos, es decir el éxito en la caza y por
lo tanto la supervivencia de la sociedad.

Al rechazar hacia la Naturaleza el


contacto directo entre el cazador y su
presa, el tabú alimenticio se sitúa en el
corazón mismo de la Cultura: entre el
cazador y su alimento, impone la
mediación de los otros cazadores.
Vemos así el intercambio de la caza, que
en gran parte circunscribe entre los
guayakíes el nivel de la vida económica,
transformar, por su carácter obligatorio,
cada cazador individual en una relación.
Entre el cazador y su “producto” se abre
el espacio peligroso de la prohibición y
de la transgresión; el temor del pane
fundamenta el intercambio al privar al
cazador de todo derecho sobre su caza:
este derecho sólo se ejerce sobre la de
los otros. Ahora bien, es asombroso
constatar que esta misma estructura
relacional por la cual se definen
rigurosamente los hombres al nivel de la
circulación de los bienes, se repiten
mucho en la esfera de las instituciones
matrimoniales.

Desde los comienzos de siglo XVII, los


primeros misioneros jesuítas habían
intentado inútilmente tomar contacto con
los guayakíes. Pudiendo sin embargo
recoger numerosas informaciones sobre
esta misteriosa tribu y supieron así,
bástente asombrados, que a la inversa de
lo que sucedía entre los otros salvajes,
existía entre los guayakíes un exceso de
hombres en relación al número de
mujeres. No se equivocaban, ya que casi
cuatrocientos años después de ellos,
hemos podido observar el mismo
desequilibrio del sex ratio: en uno de
los numerosos grupos meridionales, por
ejemplo, había exactamente una mujer
por cada dos hombres.

No es necesario considerar aquí las


causas de esta anomalía (3), pero sí es
importante examinar las consecuencias.
Cualquiera sea el tipo de matrimonio
preferido por una sociedad, hay casi
siempre un número más o menos
equivalente de esposas y maridos
potenciales. La sociedad guayakí podía
elegir entre varias soluciones para
igualar ambos números. Ya que era
imposible la solución suicida
consistente en renunciar a la prohibición
del incesto, ella hubiera podido en
primer lugar admitir la eliminación de
los re-cién nacidos del sexo masculino.
Pero todo niño es un futuro cazador, es
decir un miembro esencial de la
comunidad: hubiese si-do por lo tanto
contradictorio desembarazarse de él. Se
podía tam bién aceptar la existencia de
un número relativamente importante de
solteros; pero esta elección hubiese sido
aun más arriesgada que la precedente,
pues, en las sociedades tan reducidas
demográ-ficamente, no hay nada más
peligroso que un soltero para el
equilibrio del grupo. En lugar, pues, de
disminuir artificialmente el número de
esposos posibles, no quedaba más
solución que aumentar, para cada mujer,
el número de maridos reales, es decir
instituir un sistema de matrimonio
poliándrico. Y de hecho, todo el
excedente de hombres es absorbido por
las mujeres bajo la for-ma de maridos
secundarios, de japetyvá, que ocuparán
al lado de la esposa común un lugar casi
tan envidiable como el del imeté o
marido principal.

La sociedad guayakí ha sabido por lo


tanto preservarse de un peligro mortal al
adaptar la familia conyugal a esta
demografía completamente
desequilibrada. ¿Cuál es el resultado,
desde el punto de vista de los hombres?
Prácticamente, ninguno de ellos puede
conjugar, si cabe la expresión, su mujer
en singular, puesto que él no es el único
marido y que la comparte con uno y a
veces hasta con dos hombres más.
Podría pensarse que, por ser la norma
de la cultura en la cual y por la cual
ellos se determinan, está situación no
afecta a los hombres y que éstos no
reaccionan de manera especialmente
determinada. En realidad, la relación no
se establece mecánicamente entre la
cultura y los indi-

(3) Pierre Clastres, Chroniques des


Indiens Guavaki, París, Plon, 1972.

viduos que la viven; los maridos


guayakíes, aceptando la única solución
posible al problema que se les plantea,
no llegan a resignarse totalmente, sin
embargo. Los matrimonios poliándricos
llevan una existencia sin duda tranquila
y los tres términos del triángulo
conyugal viven en armonía. Esto no
impide que, casi siempre, los hombres
experimenten en secreto —que de ésto
no hablan nunca entre ellos-sentimientos
de irritación, incluso de agresividad con
respecto del coopropietario de su
esposa. En el transcurso de nuestra
estancia entre los guayakíes, una mujer
ca-sada estableció una intriga amorosa
con un joven soltero. Furioso, el marido
golpeó primeramente a su rival; luego,
ante la insistencia y el chantaje de su
mujer, aceptó finalmente legalizar la
situación dejando al amante clandestino
convertirse en el marido secundario
oficial de su esposa. No tenía, además,
la posibilidad de elegir; si él hubiese
rechazado este arreglo, su mujer quizás
lo hubiera abandonado, condenándolo
así al celibato, pues no existía en la
tribu ninguna otra mujer disponible. Por
otra parte, la presión del grupo, inquieto
por eliminar todo factor de desorden, lo
hubiera obligado, tarde o temprano, a
conformarse a una institución
precisamente destinada a resolver este
tipo de problema. Se resignó pues a
compartir su mujer con otro, pero
completamente a rega-ñadientes. Casi
por la misma época murió el esposo
secundario de otra mujer. Sus relaciones
con el marido principal habían sido
siempre buenas: impregnadas, si no de
extrema cordialidad, al menos de
constante cortesía. Pero el imeté
sobreviviente no mos-tró un pesar
excesivo por la desaparición del
japetyvá. No disi-muló su satisfacción:
“Estoy contento, dijo, ahora soy el único
marido de mi mujer.”

Se podría multiplicar los ejemplos. Sin


embargo, los dos ca-sos evocados
bastan para mostrar que si los hombres
guayakíes aceptan la poliandria, están
lejos de sentirse cómodos con ella.
Existe una especie de “desajuste” entre
esta institución matrimonial que protege
—eficazmente— la integridad del grupo
(4) y

(4) Unos diez años antes, una escisión


había dividido la tribu de los achés gatú.
La esposa del jefe mantenía relaciones
sexuales con un joven. El marido muy
irritado, se había separado del grupo,
arrastrando con él

los individuos concernidos. Los


hombres aprueban la poliandria porque
ella es necesaria a causa del déficit de
mujeres, pero la so-portan como una
obligación muy desagradable.
Numerosos maridos guayakíes deben
compartir sus mujeres con otro hombre,
y en cuanto a aquellos que ejercen solos
sus derechos conyugales, arriesgan a
cada instante ver suprimido este raro y
frágil monopolio por la competencia de
un soltero o un viudo. Las esposas
guayakíes juegan por consiguiente un rol
mediador entre receptores y dadores de
mujeres,y también entre los mismos
receptores. El intercambio mediante el
cual un hombre da a otro su hija o su
hermana, no detiene allí la circulación,
si así puede decirse, de es-ta mujer: el
receptor de este “mensaje” deberá, a
más corto o más largo plazo, compartir
la “lectura” con otro hombre. El
intercambio de mujeres es en sí mismo
creador de alianza entre familias; pero
la poliandria, bajo la forma guayakí, se
sobrepone al intercambio de mujeres
para cumplir una función bien
determinada: permite preservar como
cultura la vida social que el grupo
construye mediante el intercambio de
mujeres. En último extremo, el
matrimonio no puede ser, entre los
guayakíes, sino poliándrico, puesto que
únicamente bajo esta forma adquiere el
valor y el alcance de una institución que
crea y mantiene en cada instante a la
sociedad como tal. Si los guayakíes
rechazaran la poliandria, su sociedad no
sobreviviría; no pudiendo, a causa de su
debilidad numérica, conseguirse mujeres
atacando otras tribus, se encontra-rían
situados ante la perspectiva de una
guerra civil entre solteros y poseedores
de mujeres, es decir, ante un suicidio
colectivo de la tribu. La poliandria
suprime así la oposición sucitada entre
los deseos de los hombres por la
escasez de esos bienes constituidos por
las mujeres.

Es pues una especie de razón de Estado


lo que determina a los maridos
guayakíes a aceptar la poliandria. Cada
uno de ellos

una parte de los guayakíes. Amenazó


incluso con masacrar a flechazos a
aquellos que no le siguiesen. Solamente
al cabo de algunos meses el temor de
perder a su mujer y la presión colectiva
de los Aché Gatu lo llevaron a
reconocer al amante de su mujer como
mjapétyva.

renuncia al uso exclusivo de su esposa


en beneficio de un soltero cualquiera de
la tribu, con el fin de que ésta pueda
subsistir co-mo unidad social.
Alienando la mitad de sus derechos
matrimoniales, los maridos achés hacen
posibles la vida en común y la
superviviencia de la sociedad. Pero esto
no impide, como lo muestran las
anécdotas evocadas anteriormente,
sentimientos latentes de frustración y de
descontento: se acepta a fin de cuentas
compartir a la mujer con otro porque no
existe otra alternativa, pero con un
evidente mal humor. Todo hombre
guayakí es, po-tencialmente, un receptor
y un dador de esposa pues, mucho antes
de compensar la mujer que habrá
recibido por la hija que él dará, deberá
ofrecer a otro hombre su propia esposa,
sin que se establezca una reciprocidad
imposible: antes de dar a la hija, es
necesario también dar a la madre. Es
decir que, entre los guayakíes, un
hombre es marido sólo aceptando serlo
a medias, y la superioridad del marido
principal sobre el secundario no cambia
nada al hecho que el primero debe de
tener en consideración los derechos del
segundo. No es entre cuñados que las
relaciones personales son más
marcadas, sino entre los maridos de una
misma mujer, y muy a menudo, como se
ha visto, de manera negativa.

¿Se puede descubrir ahora una analogía


de estructura entre la relación del
cazador y su presa y la del marido y su
esposa? Se constata en primer lugar que,
en relación al hombre como esposo y
como cazador, las mujeres y los
animales ocupan un lugar equivalente.
En un caso, el hombre se ve
radicalmente separado del producto de
su caza, ya que no debe consumirla; en
el otro, él no es jamás completamente un
marido sino, a lo más, solamente medio
marido: entre un hombre y su mujer
viene a interponerse el tercer término,
que es el marido secundario. De la
misma manera pues que un hombre
depende para alimentarse de la caza de
los otros, un marido, para “consumir” su
esposa (5), depende del otro esposo,
cuyos deseos debe también respetar, so

(5) No se trata de un juego de palabras:


en guayakí, el mismo verbo designa la
acción de alimentarse y hacer el amor
(tykú).

pena de volver la coexistencia


imposible. El sistema poliándrico
limita, por lo tanto, doblemente los
derechos matrimoniales de cada marido:
a nivel de los hombres que, si así se
puede decir, se neutralizan uno al otro, y
a nivel de la mujer que, sabiendo muy
bien sacar provecho de esta situación
privilegiada, no deja, cuando se hace
necesario, de dividir a sus maridos para
mejor reinar sobre ellos.

Por consiguiente, desde un punto de


vista formal, la presa es al cazador lo
que la mujer es al marido, en la medida
en que una y otra mantienen con el
hombre una relación solamente
mediatizada: para cada cazador guayakí
la relación con el alimento animal y con
las mujeres pasa por otros hombres. Las
circunstancias muy particulares de su
vida obligan a los guayakíes a asignar al
intercambio y a la reciprocidad un
coeficiente de rigor mucho más fuer te
que en otros sitios, y las exigencias de
este hiperintercambio son
suficientemente aplastantes para surgir
en la conciencia indígena y suscitar a
veces conflictos ocasionados por la
necesidad de la poliandria. Es necesario
en efecto subrayar que, para los
indígenas, la obligación de dar la presa
no es de ninguna manera vivida como
tal, mientras que el compartir la esposa
es sentido como una alienación. Pero es
la identidad formal de la doble relación
cazador-pre- sa, marido-esposa la que
debe reternerse aquí. El tabú alimenticio
y el déficit de mujeres ejercen, cada uno
en su propio nivel, funciones paralelas:
garantizar el ser de la sociedad por la
interdependencia de los cazadores,
asegurar su permanencia por las mujeres
compartidas. Positivas por cuanto ellas
crean y recrean en cada instante la
estructura social misma, estas funciones
se desdoblan también con una dimensión
negativa, por cuanto introducen entre el
hombre por una parte, su presa y su
mujer por la otra, toda la distancia que
vendrá a ocupar precisamente lo social.
Aquí se determina la relación estructural
del hombre con la esencia del grupo, es
decir con el intercambio. En efecto, el
don de la presa y la partición de las
esposas remiten respectivamente a dos
de los tres soportes fundamentales sobre
los que reposa el edificio de la cultura:
el intercambio de bienes y el
intercambio de mujeres.

Esta doble e idéntica relación de los


hombres con su socie-

dad, aunque la misma no surja jamás en


la conciencia, no es, sin embargo, inerte.
Por el contrario, estando más activa aún
por el hecho de subsistir en el
inconciente, es ella la que define la
relación muy singular entre los
cazadores y el tercer orden de la
realidad, en y por el cual existe la
sociedad: el lenguaje como intercambio
de mensajes. Ya que es en su canto, que
los hombres expresan a la vez el saber
impensado de su destino de cazadores y
de esposos y la protesta contra este
destino. Así se organiza la figura
completa de la triple relación de los
hombres con el intercambio: el cazador
individual se sitúa en el centro, mientras
que la simbólica de los bienes, de las
mujeres y de las palabras se inscribe en
la periferia. Pero mientras que la
relación del hombre con la presa y con
las mujeres consiste en una disyunción
que funda la sociedad, su relación con el
lenguaje se condensa, en el canto, en una
conjunción bastante radical para negar
justamente la función de comunicación
del lenguaje y, más allá, el intercambio
en sí. Por consiguiente, el canto de los
cazadores ocupa una posición simétrica
e inversa a la del tabú alimenticio y de
la poliandria, con respecto a los cuales
marca, tanto por su forma como por su
contenido, que los hombres quieren
negarlos como cazadores y como
maridos.

Recordamos en efecto que el contenido


de los cantos masculinos es
eminentemente personal, siempre
articulado en primera persona y
estrictamente consagrado a la alabanza
del cantor en tanto buen cazador que es.
¿Por qué sucede así? El canto de los
hombres, si bien es indudablemente
lenguaje, no es ya sin embargo lenguaje
corriente de la vida cotidiana, el que
permite el intercambio de sig-nos
lingüísticos. Es hasta lo contrario. Si
hablar consiste en emitir un mensaje
destinado a un receptor, entonces el
canto de los hombres achés se sitúa en
el exterior del lenguaje. Pues ¿quién
escucha el canto de un cazador, fuera del
mismo cantor? ¿Y a quién está destinado
el mensaje sino al que lo emite? Siendo
él mismo objeto y sujeto de su canto,el
cazador no dedica sino a sí mismo su
reci-tativo lírico. Prisioneros de un
intercambio que los determina solamente
como elementos de un sistema, los
guayakíes aspiran a liberarse de sus
exigencias, pero sin poder rehusarlo en
el plan mismo en el cual lo cumplen
y lo padecen. ¿Cómo separar, a partir de
allí, los términos sin quebrar las
relaciones? Sólo el recurso del lenguaje
lo permite. Los cazadores guayakíes han
encontrado en el canto el subterfu-gio
inocente y profundo que les permite
rechazar, en el plano del lenguaje, el
intercambio que no pueden abolir en el
de los bienes y de las mujeres.

No es en vano seguramente que los


hombres escojan por himno de su
libertad el solo nocturno de su canto.
Allí solamente puede articularse una
experiencia sin la cual no podrían quizás
soportar la tensión permanente que las
necesidades de la vida social imponen a
su vida cotidiana. El canto del cazador,
este endo-lenguaje, es así para él el
momento de su reposo real, en el que
viene a re-fugiarse la libertad de su
soledad. Es por ello que, una vez
entrada la noche, cada hombre toma
posesión del prestigioso reino reservado
para él solo, en donde puede, por fin,
reconciliado consigo mismo, soñar en
las palabras el imposible
“enfrentamiento consigo mismo”. Pero
los cantores achés, poetas desnudos y
salvajes que confieren a su lenguaje una
nueva santidad, no saben que do-
minando entre todos una magia igual de
palabras —sus cantos si-multáneos ¿no
son acaso la misma emocionante e
ingenua canción de su propia gesta? —
se disipa para cada uno la esperanza de
alcanzar su diferencia. ¿Qué les importa,
además? Cuando cantan lo hacen, dicen,
ury vwa: “para estar contentos”. Y así
se repiten a lo largo de las horas
aquellos desafíos cien veces
declamados: “Soy un gran cazador, mato
mucho con mis flechas, soy una
naturaleza fuerte”. Pero son lanzados
para no ser recogidos, y si su canto da al
cazador el orgullo de una victoria es
porque el canto pretende el olvido de
todo combate. Precisemos que no se
quiere sugerir aquí ninguna biología de
la cultura; la vida social no es la vida y
el intercambio no es una lucha. La
observación de una sociedad primitiva
nos muestra lo contrario; si el
intercambio como esencia de lo social
puede tomar la forma dramática de una
competencia en-tre aquellos que
intercambian, ésta está condenada a
permanecer estática, pues la vigencia
del “contrato social” exige que no haya
ni vencedores ni vencidos, y que las
ganancias y pérdidas se equi-libren
constantemente para cada uno. Se podría
decir en resumen que la vida social es
un “combate” que excluye toda victoria
y que inversamente, cuando se puede
hablar de “victoria”, es que está fuera
de todo combate, es decir, en el exterior
de la vida social. Finalmente, lo que nos
recuerdan los cantos de los indios
guayakíes, es que no se podría ganar en
todos los planos, que no se puede dejar
de respetar las reglas del juego social, y
que la fascinación de no participar en él
lleva a una gran ilusión. Por su
naturaleza y su función, estos cantos
ilustran en forma ejemplar la relación
general del hombre con el lenguaje,
sobre lo cual estas lejanas voces nos
llaman a meditar. Nos invitan a tomar un
camino ya casi borrado, y el
pensamiento de los salvajes, sustentado
en un lenguaje aún primigenio, hace
señas sólo hacia el pensamiento. Hemos
visto, en efecto, que más allá de la
satisfacción que les procura, el canto
provee a los cazadores —y sin que lo
sepan-el medio de sustraerse de la vida
social negando el intercambio sobre el
cual está fundada. El mismo movimiento
mediante el cual se separa del hombre
social que es, lleva al cantor a saberse y
a decirse en tanto que individualidad
concreta absolutamente encerrada en sí.
El mismo hombre existe por lo tanto co-
mo relación pura en el plano del
intercambio de bienes y mujeres, y como
mónada, si se puede decir, en el plano
del lenguaje. Es por medio del canto que
accede a la conciencia de sí como Yo y
a la utilización, desde entonces legítima,
de este pronombre personal. El hombre
existe por sí en y por su canto, él mismo
es su propio canto: yo canto, luego yo
soy. Ahora bien, es evidente que si el
lenguaje, bajo las formas del canto, se
designa al hombre como el verdadero
lugar de su ser, ya no se trata del
lenguaje co-mo arquetipo del
intercambio, puesto que es precisamente
de ello de lo cual se quiere liberar. En
otros términos, el modelo mismo del
universo de la comunicación es también
el medio para evadirse de él. Una
palabra puede ser a la vez un mensaje
inter-cambiado y la negación de todo
mensaje, puede pronunciarse co-mo un
signo y como lo contrario de un signo.
El canto de los guayakíes nos remite
pues a una naturaleza doble y esencial
del lenguaje, que se despliega ora en su
función abierta de comunicación, ora en
su función cerrada de constitución de un
Ego. Esta capacidad del lenguaje para
ejercer funciones inversas descansa
sobre la posibilidad de su
desdoblamiento en signo y en valor.

Lejos de ser inocente como una


distracción o un simple des-canso, el
canto de los cazadores guayakíes deja
escuchar la vigo-rosa intención que lo
anima, la de escapar a la sujeción del
hom-bre a la red general de los signos
(cuya metáfora privilegiada está
constituida aquí por las palabras) por
una agresión contra el lenguaje, bajo la
forma de una transgresión de su función.
¿En qué se convierte una palabra cuando
se deja de utilizarla como un medio de
comunicación, cuando ella es desviada
de su fin “natural”, que es la relación
con el Otro? Separadas de su naturaleza
de signos, las palabras ya no se destinan
a ningún auditor, las palabras guardan en
ellas mismas su propio fin, se
convierten, para quien las pronuncia, en
valores. Por otra parte, no por
transformarse de un sistema de signos
móbiles entre emisores y receptores
exclusivamente en una pura posición de
valor para un Ego, el lenguaje deja de
ser el lugar del sentido: lo meta-social
no es lo infra-individual, el canto
solitario de un cazador no es el discurso
de un loco y sus palabras no son gritos.
El sentido subsiste, desprovisto de todo
mensaje, y es en su permanencia
absoluta en donde reposa el valer de la
palabra como valor. El lenguaje puede
dejar de ser lenguaje sin por ello
aniquilarse en lo insensato, y ca-da uno
puede comprender el canto de los achés
aunque, de hecho, nada diga. O más
bien, lo que éste nos convida a oir es
que hablar no es poner siempre al otro
enjuego, que el lenguaje puede ser
manejado para sí mismo, y que no se
reduce a la función que ejerce: el canto
quayakí es la reflexión en sí del
lenguaje, abo-liendo el universo social
de los signos para dar lugar a la
eclosión del sentido como valor
absoluto. No hay pues paradoja en el
hecho de que lo más inconciente y lo
más colectivo en el hombre -su
lenguaje-pueda ser igualmente su
conciencia más transpa-rente y su
dimensión más liberada. A la disyunción
de la palabra y del signo en el canto
responde la disyunción del hombre y de
lo social para el cantor, y la conversión
del sentido de valor es la de un
individuo en sujeto de su soledad.

El hombre es un animal político, la


sociedad no se reduce a la suma de sus
individuos, y la diferencia entre la
adición que ella

no es y el sistema que la define, consiste


en el intercambio y en la reciprocidad
mediante lo cual están ligados los
hombres. Sería inútil recordar estas
trivialidades si no se quisiese marcar
que con ello se indica lo contrario. A
saber, que precisamente si el hombre es
un “animal enfermo” es porque no es
solamente un “animal político”, y que de
su inquietud nace el gran deseo que lo
habita: el de escapar a una necesidad
apenas vivida como destino y de
rechazar la obligación del intercambio,
el de rehusar su ser social para liberarse
de su condición. Pues es en el conven-
cimiento que los hombres tienen de estar
atravesados y llevados por la realidad
de lo social donde se origina el deseo
de no dejarse reducir por ello y la
nostalgia de evadirse de allí. La
audición atenta del canto de algunos
salvajes nos enseña que, en verdad, se
trata de un canto general y que en él se
despierta el sueño universal de no ser
más lo que se es.
Situado en el corazón mismo de la
condición humana, el deseo de aboliría
se realiza solamente como un sueño que
puede traducirse de maneras múltiples,
ora como mito, ora, entre los guayakíes,
como canto. Quizás el canto de los
cazadores achés no sea más que su mito
individual. De todas maneras, el deseo
secreto de los hombres demuestra su
imposibilidad en lo que ellos no pueden
sino soñarlo, y es solamente en el
espacio del lenguaje que viene a
realizarse. Ahora bien, esta vecindad
entre sueño y palabra, si bien marca el
fracaso de los hombres en renunciar a lo
que son, significa al mismo tiempo el
triunfo del lenguaje. El solo, en efecto,
puede cumplir la doble misión de reunir
a los hombres y de romper los lazos que
los unen. Única posibilidad para ellos
de trascender su condición, el lenguaje
se plantea entonces como su más allá, y
las palabras, dichas por lo que valen,
son la tierra natal de los dioses.

A pesar de las apariencias, es todavía el


canto de los guayakíes lo que
escuchamos. Si se llega a dudar, ¿no
será justamente porque no logramos
comprender el lenguaje del mismo?
Naturalmente, no se trata ya aquí de
traducción. A fin de cuentas, el canto de
los cazadores achés nos designa un
cierto parentesco entre el hombre y su
lenguaje: más precisamente, un
parentesco tal cual parece subsistir
solamente en el hombre primitivo. Es

decir que, muy lejos de todo exotismo,


el discurso ingenuo de los salvajes nos
obliga a considerar aquello que los
poetas y los pensadores son los únicos
que no olvidan: que el lenguaje no es un
sim-ple instrumento, que el hombre
puede estar al mismo nivel que aquél, y
que el Occidente moderno pierde el
sentido de su valor por el exceso de uso
al cual lo somete. Al hombre civilizado
el lenguaje se le volvió completamente
exterior, porque ya no es para él sino un
puro medio de comunicación y de
información. La cualidad del sentido y
la cantidad de los signos varían en
sentido inverso. Las culturas primitivas
por el contrario, más cuidadosas de
celebrar el lenguaje que de servirse de
él, han sabido mantener con él esta
relación interior que es en sí misma ya
alianza con lo sagrado. No hay, para el
hombre primitivo, lenguaje poético, por-
que su lenguaje ya es en sí mismo un
poema natural en el que re-posa el valor
de las palabras. Y si hemos hablado del
canto de los guayakíes como de una
agresión contra el lenguaje, es más bien
como del abrigo que le protege que
debemos en adelante escucharlo. ¿Pero
podemos aún escuchar, de unos
miserables salvajes errantes, la
demasiado fuerte lección sobre el buen
uso del lenguaje?
Así van los Indios Guayakí. Durante el
día caminan juntos a través de la selva,
hombres y mujeres, el arco delante, el
cesto detrás. La entrada de la noche los
separa, cada uno dedicado a su
sueño.Las mujeres duermen y los
cazadores cantan, a veces, solitarios.
Paganos y bárbaros, solamente la muerte
les salva del resto.*

* Estudio inicialmente aparecido en


L’Homme VI (2), 1966.

Capítulo 6
DE QUÉ SE RÍEN LOS INDIOS

El análisis estructural que resueltamente


toma en serio los relatos de los
“salvajes”, nos señala desde hace
algunos años que dichos relatos son
precisamente muy serios y que en ellos
se articula un sistema de interrogaciones
que elevan el pensamiento mítico al
plano del pensamiento estricto. Como
sabemos desde entonces, gracias a las
Mitológicas de Claude Levi-Strauss, que
los mitos no hablan para no decir nada,
éstos adquieren a nuestros ojos un
prestigio nuevo: y, tal vez, no es
honrarles demasiado si se les confiere
así la debida gravedad. Sin embargo,
quizás el interés muy reciente que
sucitan los mitos pueda llevarnos a
tomarlos esta vez demasiado “en serio”,
si se puede decir, y a evaluar mal su
dimensión en tanto que pensamiento. En
suma, al dejar en la oscuridad sus
aspectos menos tensos, veríamos
difundirse una especie de mitomania
olvidadiza de un rasgo común a
numerosos mitos, y no exclusivo de su
gravedad: a saber, su humor.

Los mitos, no menos serios para los que


los cuentan (los indios por ejemplo) que
para los que los recogen o los leen,
pueden no obstante desplegar una
intención marcada de comicidad, cum-
pliendo a veces la función explícita de
divertir a los auditores, de estimular su
hilaridad. Si se experimenta la
preocupación de preservar integralmente
la verdad de los mitos, es necesario no
subestimar el alcance real de la risa que
provocan y considerar que un mito
puede a la vez hablar sobre cosas graves
y hacer reir al auditorio. La vida
cotidiana de los “primitivos”, a pesar de
su dureza, no siempre se desarrolla bajo
el signo del esfuerzo

o de la inquietud; ellos saben también


procurarse verdaderos momentos de
tranquilidad, y su agudo sentido del
ridículo a menudo les hace burlarse de
sus propios temores. Ahora bien, no es
extraño que estas culturas confíen a sus
mitos la tarea de distraer a los hombres,
desdramatizando, de alguna manera, su
existencia.

Los dos mitos que a continuación


pasaremos a leer pertenecen a esta
categoría. Fueron recogidos el año
pasado, entre los Indios Chulupí que
viven en el sur del Chaco paraguayo.
Estas narracio-nes, ora burlescas, ora
libertinas, pero nunca desprovistas de
al-gún sentido poético, son harto
conocidas por todos los miembros de la
tribu, jóvenes y viejos: cuando
realmente tienen deseos de reir, le piden
a algún anciano versado en el saber
tradicional que les vuelva a contar una
vez más. El efecto nunca se desmiente:
las sonrisas del comienzo se convierten
en risas a duras penas contenidas, la risa
estalla francamente en carcajadas, y al
final se termina con gritos de alegría.
Mientras la grabadora registraba estos
mi-tos, el estrépito de decenas de
indígenas que escuchaban cubría por
momentos la voz del narrador, a cada
instante a punto de per-der su serenidad.
Aunque no somos indios quizás
encontremos al escuchar sus mitos
alguna razón para regocijarnos con
ellos.

Primer mito.

El hombre a quien nada se podía decir


(1).
La familia de este viejo poseía
solamente una pequeña cantidad de
calabazas hervidas, cuando un día le
rogaron ir a buscar a algunos amigos
para invitarlos a comer estas calabazas.
Pero él llamó a viva voz a la gente de
todas las casas de la aldea. A gritos
lanzaba ” ¡Venid todos a comer!”¡ Es
necesario que todo el mundo venga a
comer!

(1) Es el título que los indígenas nos han


dado.

-¡Ya vamos! ¡Ya llegamos todos!”


respondían las gentes. Y sin embargo
había solamente un plato de calabazas.
Así fue como los dos o tres primeros en
llegar se comieron todo, y para los que
conti-nuaban presentándose no quedaba
absolutamente nada. Todos se
encontraban reunidos en la casa del
viejo, y no quedaba nada más para
comer. “¿Cómo es posible? se decía
asombrado. ¿Por qué diablos me han
dicho de invitar a la gente a comer? Yo
he hecho lo que me han pedido. Creía
que había un montón de calabazas. ¡No
se me puede culpar! ¡Siempre los otros
me hacen mentir! Y después me tienen
rabia, porque me hacen decir lo que no
es!” Su mu-jer le explicó entonces: ”
¡Debes hablar suavemente! Tienes que
decir tranquilamente, muy quedo: ¡Venid
a comer calabazas!
Pero ¿por qué me has dicho de invitar a
toda la gente que es-tá allá? ¡Yo he
gritado para que me pudiesen oir!” La
vieja refun-fuñó: “Que viejo cretino
este, ir a invitar a toda esa gente!”

Algún tiempo después, se fue a invitar a


su parentela para ayudar a la cosecha de
su plantación de sandías. Pero, también
en esta ocasión, toda la gente se
presentó, cuando no había más que tres
plantas: ” ¡Vamos a recoger mi cosecha
de sandías! ¡Hay muchas!”, proclamaba
a viva voz. Y toda la gente estaba ahí
con sus sacos, delante de las tres plantas
de sandías. ¡“Yo creía que había mu-
chas!.se excusaba el viejo. Pero hay
calabazas y anda’i (2): ¡Pue-den
tomarlas!” La gente que se encontraba
allí llenó sus sacos, delante de las tres
plantas de sandías. ” ¡Yo creía que

Después de la cosecha, el viejo indio


volvió a su casa. Se encontró con su
nieta, que llevaba su hijo enfermo para
que él lo curara, pues era un tóoie’éh, un
chamán.

¡Abuelo! ¡Cura pues a tu bisnieto que


tiene fiebre! ¡Escupe!

¡Sí! Lo voy a curar enseguida.

Y empezó a escupir sobre el pequeño


sin cesar, cubriéndolo completamente de
saliva. La madre del niño exclamó.
- ¡Pero no! ¡Hay que soplar! jSopla
también! ¡Cúramelo me

jor, mira!

(2) Cucúrbita moschata.

— ¡Sí, sí! Pero ¿por qué no me lo has


dicho antes? Lo que tú me has pedido es
escupir sobre mi bisnieto, pero no
soplar. ¡Por

lo tanto, he escupido!

Obedeciendo a su nieta, el viejo se puso


pues a soplar sobre el niño, a soplar y a
soplar sin detenerse. Al cabo de un
momento, la mujer lo detuvo
recordándole que era necesario
igualmente bus-car el espíritu enfermo.
El abuelo de inmediato se levantó y se
puso a buscarlo, hurgando entre los
objetos en todos los rincones de la casa.

¡Pero no, abuelo! ¡Siéntate! ¡Sopla! ¡Y


canta pues!

Pero ¿Por qué me lo dices solamente


ahora? Me pides que busque a mi
bisnieto: ¡por lo tanto, me he levantado
para buscarlo!

Volvió a sentarse y envió a buscar otros


hechiceros para que le asistiesen en la
cura, para que le ayudasen a encontrar el
espíritu de su bisnieto. Todos se
juntaron en su casa. El viejo los arengó:

—Nuestro bisnieto está enfermo. Vamos


pues a tratar de descubrir la causa de su
enfermedad.

Como animal doméstico dé su espíritu,


el viejo poseía una borrica. Los
espíritus de los chamanes emprendieron
el viaje. El vie-jo saltó sobre su borrica
y entonó su canto: ” ¡Kuvo’uitaché!
¡Kuvo’uitaché! ¡Kuvo’uitaché!…
¡Borrica! ¡ borrica! borrica…! y
anduvieron bastante tiempo.

En un momento dado, la borrica hundió


una pata en la tierra blanda: allí, había
granos de calabaza. La borrica se
detuvo. El viejo chamán señaló el hecho
a sus compañeros: “La borrica acaba de
detenerse. ¡Debe existir alguna cosa allí!
“Observaron atentamente y descubrieron
una gran cantidad de calabazas cocidas,
que se pusieron a comer. Cuando
hubieron terminado, el viejo declaró:
“¡Pues bien! ahora, podemos continuar
nuestro viaje.”

Retomaron la marcha, siempre al ritmo


del mismo canto: “¡Kuvo’uitaché!
¡Kuvo’uitaché! ¡Kuvo’uitaché…!
¡borrica! ¡borrica! ¡borrica…!” De
pronto, la oreja del animal se movió:
“¡Chchuuk!” lanzó el viejo en este
instante, recordó que allí, muy cerca, se
encontraba una colmena que antaño
había
taponado para que nuevamente las
abejas viniesen a fabricar su miel. Para
permitir que la borrica pudiese llegar a
este lugar, los chamanes abrieron un
camino a través de la selva. Llegados
junto a la colmena, colocaron la grupa
del animal contra el árbol y, con su cola,
se puso a extraer la miel. El viejo decía:
” ¡Pueden chupar la miel! ¡toda la miel
que hay en las crines de la cola! Vamos
a se-guir extrayéndola.” El animal
repitió la operación y recogió aún más
miel: ” ¡Vaya, vaya! decía el viejo.
¡Cómanse toda la miel, hombres con
nariz idéntica! ¿Quieren más, o ya tienen
bastante?” Los otros chamanes ya no
tenían hambre. “¡Pues bien! ¡Vamos a
continuar!”

Retomaron la marcha, siempre cantando:


” ¡Borrica! ¡borrica! ¡borrica…!”
Avanzaron un trecho. De pronto el viejo
exclamó: ” ¡Chuhuuuk! ¡Hay algo ahí
adelante! ¿Qué puede ser? ¡Debe ser un
ts’ich’é, un espíritu maléfico!” Se
aproximaron y el viejo afirmó: ” ¡Oh!
¡eso es un ser rápido! ¡No se le puede
alcanzar!”. Sin embargo, no era más que
una tortuga. “Me voy a quedar en el
medio para atra-parla, dijo, pues yo soy
más viejo y más experimentado que
ustedes.” Dispuso a los otros en círculo
y, a una señal, atacaron todos juntos a la
tortuga: ” ¡Borrica! ¡borrica! ¡borrica!
…” Pero el ani-mal no hizo el menor
movimiento, pues era una tortuga. La
atra-paron. El viejo exclamó: ” ¡Qué
bonita es! ¡qué bello dibujo! será mi
animal doméstico.” Se la llevó, y
continuaron, siempre cantando: ”
¡Borrica!…”

Pero enseguida, de nuevo, ” ¡Chchuuuk!”


se detuvieron.” ¡La borrica no avanza
más! Hay una cosa ahí delante.”
Observaron y descubrieron una mofeta:
“¡Será nuestro perro! decidió el viejo.
Es muy bonito, es un perro salvaje.” Lo
cercaron y el viejo se situó en el centro,
declarando: ” ¡Yo soy más viejo y más
hábil que ustedes!” Y,al canto de: ”
¡Borrica! ¡borrica! ¡borrica!…”,
pasaron al ataque. Pero la mofeta se
metió en su madriguera: ” ¡Entró ahí!
voy a tratar de sacarla.” El viejo
hechicero introdujo su mano en el hueco,
inclinándose con todo su cuerpo, y la
mofeta se orinó en el rostro (3). ”
¡Miaaa!” rugió el viejo. Estuvo

(3) En realidad, la mofeta proyecta un


líquido nauseabundo que guarda en una
glándula anal.

a punto de desvanecerse, tal era la


fetidez. Los otros chamanes “se
dispersaron en desorden, gritando: ”
¡Eso hiede! ¡hiede horriblemente!”.
Prosiguieron su viaje, cantando todos en
coro, y de pronto tuvieron ganas de
fumar. La oreja de la borrica se movió y
el animal se detuvo una vez más. “Pues
bien, ahora vamos a fumar un poco”,
decició el viejo. Llevaba consigo sus
pertrechos para fumar en su bolsita; se
puso a buscar su pipa y su tabaco. “¡Ah!
¡No esperaba haber olvidado mi pipa!”
Buscó en todas partes sin encontrar
nada. ” ¡No se muevan! ordenó a los
otros. Voy a toda velocidad a buscar mi
pipa y mi tabaco.” Y partió
acompañándose con su can-to:
“¡Borrica! ¡borrica! ¡borrica!
…“Alterminar el canto, ya es-taba de
regreso.
—¡Heme aquí!

—Ah, ¿Ya estás? Vamos pues a poder


fumar un poco.

Se pusieron a fumar.

Cuando hubieron fumado bastante,


retomaron el camino, cantando siempre.
De repente la oreja del animal se movió
y el viejo alertó a sus compañeros: ”
¡Chchuuuk! ¡Diríase que allí’ hay un
baile!” En efecto, se oía un ruido de
tambor. Los chamanes se dirigieron al
lugar de la fiesta y comenzaron a danzar.
Cada uno de ellos se juntó a una pareja
de bailarines. Bailaron durante un rato y
luego se entendieron con las mujeres
para dar una vuelta. Dejaron el lugar del
baile y todos los chamanes hicieron el
amor con las mujeres. El viejo jefe
también copuló. Pero apenas hubo
terminado se desvaneció, pues era muy
viejo.” ¡ Eich!, ¡Eich!, ¡Eich!” Jadeaba
cada vez más fuerte y finalmente, en el
colmo del esfuerzo, se desmayó. Al
cabo de un momento, recuperó el
sentido.” ¡Eich!, ¡Eich!, ¡Eich!”
exclamaba lanzando profundos suspiros,
ya mu-cho más calmado. Se recuperó
lentamente, reunió a sus compañeros y
les preguntó:

¿Qué, todo el mundo está aliviado?

¡Ah sí! Ahora nos sentimos libres.


¡Podemos proseguir, y mucho más
livianos!
Y entonando su canto, retomaron la
marcha. Al cabo de cierto tiempo, el
camino se estrechó: “Vamos a desbrozar
el sendero para que la borrica no se
espine las patas.” Sólo había cactus.

Limpiaron pues hasta llegar al lugar en


donde el camino volvía a ensancharse.
Continuaban cantando: “¡Borrica!
¡borrica! ¡borrica! …” Un movimiento
de la oreja del animal les detuvo: ” ¡Hay
algo ahí delante! Vamos a ver lo que
es.” Se adelantaron y el viejo cha-mán
percibió que eran sus espíritus
asistentes. Ya les había prevenido de lo
que buscaba. Se aproximó y ellos le
anunciaron:

—Es Faiho ‘ai, el espíritu del carbón,


quien retiene el alma de tu bisnieto.
También se hace ayudar por
Op’etsukfai, el espíritu del cactus.

- ¡Si! ¡si! ¡Perfectamente! ¡Es ese!


¡Conozco muy bien esos

espíritus.!

Había otros más, pero él no los conocía.


Advertido de todo esto por sus espíritus
asistentes, sabía desde ya donde se
encontraba su bisnieto: en un granero
(4).

Montado sobre su borrica, se adelantó


cantando y llegó al lugar indicado. Pero
ahí, quedó atrapado por las espinosas
ramas de la construcción. Sintió miedo y
llamó a los otros hechiceros en su
ayuda. Pero, viendo que permanecían
indiferentes, lanzó un alarido. Sólo
entonces sus compañeros chamanes
vinieron en su ayuda, y pudo asi
recuperar el espíritu del enfermo. Lo
llevó consigo a su casa y lo reintrodujo
en el cuerpo del niño. Entonces su nieta
se in-corporó, tomó a su hijo sanado y
se fue.

Este viejo chamán tenía otras nietas. A


ellas les encantaba mu-cho ir a recoger
frutos de algarrobo. El día siguiente, al
alba, vinieron a buscarlo:
-¿Se ha levantado ya nuestro abuelo?

-¡Oh sí! ¡Hace mucho rato que me he


despertado!

-¡Pues bien, vamos entonces!

Y partió a buscar algarrobo negro con


una de sus nietas que permanecía aún
soltera. La condujo a un lugar donde
había muchos árboles y la muchacha se
puso a recoger los frutos. Por su parte,
él se sentó a fumar. Pero poco a poco, le
venían las ganas de hacer algo con su
nieta, pues el episodio del día anterior,
en su encuentro con las mujeres durante
el viaje, le había excitado

(4) Choza de ramas donde los indios


almacenan sus provisiones.

mucho. Se puso pues a reflexionar sobre


los medios para tumbar a su nieta.

Recogió una espina de algarrobo y se la


clavó en el pié. Después fingió tratar de
sacársela. Gemía quejumbrosamente.

—¡Ay! ¡ay! ¡ay!

- ¡Oh! ¡Pobre abuelo! ¿Qué te pasa?

—¡Una desgracia! Tengo una espina en


el pié, y me parece

que pronto me va a llegar al corazón!


La muchacha, emocionada, se aproximó
y el abuelo le dijo: ” ¡Sácate tu faja,
para vendarme la herida! ¡Ya no puedo
más!” Ella así lo hizo y el abuelo la
convidó a sentarse: ” ¡Levanta ahora un
poco tu vestido para que pueda posar mi
pie sobre tus muslos! ¡Uf! ¡Uf! ¡Ay!
¡Ay!” ¡Gemidos espantosos! Sufría
horriblemente: “Déjame poner mi pié
sobre tus muslos! ¡Ay! ¡Ay ¡Ay! ¡Como
me duele! ¡Ya no soporto más! ¡Separa
un poquito tus muslos! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!“Y
la muchacha, compasiva, obedecía. El
viejo estaba muy excitado ya que ella se
hallaba totalmente desnuda: “¡Hum!
¡Que hermosas piernas tiene mi nieta!
¿No puedo poner mi pie un poco más
arriba, nietecita?”
En ese instante se arrojó sobre ella,
exclamando:

¡Ah, ah! Ahora, vamos a olvidarnos de


tu futuro marido!

¡Aaah! ¡Pero abuelo! protestó la


muchacha que no quería.

¡Yo no soy tu abuelo!

¡Abuelo, lo contaré todo!

¡Que más! Yo también contaré todo.

La tumbó y le introdujo su pene. Estando


encima de ella, exclamó: “Tsu! Ves!
¡Ahora te estás aprovechando de mis
restos! ” ¡Los últimos, verdaderamente!”
Después regresaron a la aldea. Ella no
contó nada, tal era su vergüenza.

El viejo chamán aún tenía otra nieta,


también soltera. Y bien hubiera querido
aprovecharse igualmente de ella. La
invitó pues a recoger frutos de algarrobo
y, una vez en el lugar, repitió la misma
comedia de la espina. Pero esta vez, se
apresuró en demasía, mostró la espina a
su nieta y, sin esperar más, la arrojó a
tierra echándose sobre ella. Comenzó a
penetrarla. Pero la muchacha tuvo un
sobresalto violento, y el pene del viejo
fue a clavarse en una mata de hierba
donde una brinza se le introdujo, hi-
riéndolo levemente: ” ¡Ay! ¡Mi nieta me
ha picado la nariz(5)!” Nuevamente se
arrojó sobre ella. Lucharon en el suelo.
En un momento favorable, el abuelo
tomó su impulso, pero nuevamente fa-lló
en su objetivo y, en su esfuerzo, fue a
dar con su pene en la ma-ta de hierba,
arrancándola. Comenzó a sangrar,
ensangrentando el vientre de su nieta.

Esta hizo un gran esfuerzo y logró


sacarse al abuelo de encima.

Lo agarró por el cabello, arrastrándolo


hasta un cactus y se puso a frotarle el
rostro contra las espinas. El suplicaba:

¡Ten piedad de tu abuelo!

¡No quiero saber nada de mi abuelo!


¡Vas a perder a tu abuelo!

¡Me da lo mismo!

Y ella continuaba hundiéndole el rostro


en el cactus. Enseguida, lo volvió a
tomar por los cabellos y lo arrastró
hacia un matorral de caraguatá. El viejo
soportó algunos instantes, después
intentó levantarse; pero ella se lo
impidió. Las espinas del caraguata le
arañaban el vientre, los testículos y el
pene: ” ¡Mis testículos! ¡Mis testículos
van a desgarrarse!” clamaba el abuelo.
Crr! Crr! Sona-ban las espinas al
destrozarlo. Finalmente, la muchacha lo
abando-nó sobre la pila de caraguatá. El
viejo tenía ya la cabeza completamente
hinchada a causa de todas las espinas
que en ella se habían clavado. La
muchacha recogió su saco, volvió a su
casa y reveló a su abuela lo que el
abuelo había querido hacer. En cuanto a
él, que casi no veía a causa de las
espinas que le cubrían los ojos, volvió a
tientas y se arrastró hasta su casa.

Allí, su mujer se quitó el vestido y le


golpeó con él el rostro: ” ¡Ven a tocar lo
que tengo ahí!” gritó ella. Y tomándole
la manó le hizo tocar su hlasu, su vagina.
Y rabiaba:

-¡Sí! ¡A tí te gustan las cosas de los


otros! ¡Pero lo que te pertenece, no lo
quieres!

—¡No quiero tu hlasu! ¡Es demasiado


viejo! ¡Las cosas viejas,

a uno no le dan ganas de usarlas!

(5) Según la costumbre chulupí, sería


grosero denominar al pene por su
nombre. Por lo tanto debe decirse: la
nariz.
Segundo mito

Las aventuras del jaguar.

Una mañana, el jaguar partió a pasear y


se encontró con el camaleón. Este, como
cada uno sabe, puede atravesar el fuego
sin quemarse. El jaguar exclamó:

¡Cómo me gustaría a mí también jugar


con el fuego!

¡Puedes divertirte si lo quieres! Pero no


podrás soportar el calor y te vas a
quemar.

¡Eh! ¡Eh! ¿Por qué no lo soportaría? ¡Yo


también soy rápi-do!
¡Pues bien! Vamos allá: la brasa es
menos fuerte.

Allá se dirigieron, pero en realidad la


brasa estaba más ardiente que en otra
parte. El camaleón explicó al jaguar
cómo era necesario proceder y pasó una
vez a través del fuego para mostrarle:
nada le sucedió. ” ¡Bien! ¡Sal de ahí! Yo
también voy a pasar. ” ¡ Si tú lo logras
yo también puedo lograrlo!” El jaguar se
arrojó al fuego y de inmediato se quemó:
¡f f f f! Logró atravesar, pero ya estaba
calcinado a medias, y murió, reducido a
cenizas.

En aquel momento llegó el pajaro ts’a-


ts’i, que se puso a llorar: ” ¡Ah! ¡Mi
pobre nieto! ¡Jamás podre
acostumbrarme a cantar sobre las
huellas de un corzo!” Bajó del árbol y
con su ala se puso a juntar en un montón
las cenizas del jaguar. Enseguida vertió
agua sobre las cenizas y pasó por
encima del montón: el jaguar se levantó
” ¡Vaya! ¡Qué calor! exclamó. ¿Por qué
diablos me he acos-tado en pleno sol?”
Reanudó su paseo.

Al cabo de un momento, oyó que alguien


cantaba: era el corzo, que se encontraba
en su plantación de papas. En realidad,
las papas eran cactus.” ¡At ‘ona ‘i! ¡At
‘ona ‘i! ¡Tengo sueño sin razón!” Y,
siempre cantando, bailaba sobre los
cactus: como el corzo tiene los pies muy
finos, podía fácilmente evitar las
espinas. El jaguar observaba su
ejercicio:

¡Ah! ¡Como me gustaría a mí también


bailar allí encima!

No creo que puedas caminar sobre los


cactus sin clavarte las espinas en los
pies.

-¿Y por qué no? ¡Si tú lo haces, yo muy


bien puedo hacerlo también!

- ¡Muy bien! En ese caso, vamos allá:


hay menos espinas.

En realidad, había muchas más. El corzo


pasó el primero, para mostrar al jaguar:
bailó sobre los cactus y luego volvió,
sin una sola espina. ” ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi!
exclamó el jaguar. ¡Cómo me gusta to-do
esto!” Llegó su turno. Se introdujo entre
los cactus y llegó al medio del campo
del cactus. Sufría mucho y ya no podía
mantenerse de pie: se echó cuan largo
era, con el cuerpo acribillado de
espinas.

De nuevo apareció el ts’a-ts’i que sacó


al jaguar de allí y le extrajo todas las
espinas, una por una. Después, con su
ala, le empujó un poco más lejos. “¡Qué
calor! exclamó el jaguar. ¿Por qué
diablos me he quedado dormido en
pleno sol?”
Volvió a ponerse en marcha. Algunos
momentos más tarde, se encontró con
una lagartija: ésta puede subir a los
árboles, hasta la punta de las ramas y
bajar muy rápido sin caer. El jaguar la
vio hacer e, inmediatamente, le entraron
ganas de divertirse también. La lagartija
le condujo entonces a otro árbol y le
mostró lo que cabía hacer: subió a la
cúspide del árbol y bajó a toda
velocidad. El jaguar se lanzó a su vez.
Pero, una vez que llegó a lo alto del
árbol, cayó y una rama se le clavó en el
ano, saliéndole por la boca. ” ¡Oh! dijo
el jaguar. ¡Esto me recuerda fielmente
cuando tengo diarrea!” Una vez más,
ts’a-ts’i vino a sacarlo de este mal paso,
le curó el ano y el jaguar pudo proseguir
su camino.

Se encontró entonces con un pájaro que


estaba jugando con dos ramas que el
viento hacía cruzarse: el pájaro se
divertía pasando entre ellas
rápidamente, en el momento en que se
cruzaban. Esto gustó enormemente al
jaguar:

—¡Yo también quiero jugar!

- ¡Pero tú no lo lograrás! Eres


demasiado grande, yo soy pe

queño.

—¿Y por qué no podría yo hacerlo?


El pájaro condujo pues al jaguar a otro
árbol y pasó una vez para mostrarle: las
ramas casi tocaron su cola en el
momento en que se cruzaron. ” ¡A tí te
toca ahora!” El jaguar saltó, pero las
ramas lo apretaron por la mitad del
cuerpo, partiéndolo en dos. ” ¡Ay!” gritó
el jaguar. Los dos pedazos cayeron y
murió.

Ts’a-ts’i reapareció y vio a su nieto


muerto. Se puso a llorar: ” ¡Jamás podré
acostumbrarme a cantar sobre las
huellas de un corzo! Bajó y juntó los dos
pedazos del jaguar. Con una concha de
caracol, pulió cuidadosamente la
juntura; después caminó sobre el jaguar
quien entonces se levantó, vivo.

Se puso nuevamente en marcha. Avistó


entonces a It’o, el buitre real, quien se
divertía volando de arriba abajo y de
abajo arriba. Eso también le gustó
mucho al jaguar: le declaró a It’o que
deseaba jugar como él:

¡Ah! amigo mío, ¡Cómo me gustaría


jugar como tú!

¡Sería muy bueno! ¡Pero tú no posees


alas!

No tengo, es verdad, pero tú puedes


prestármelas.

It’o aceptó. Preparó dos alas que pegó


al cuerpo del jaguar con cera. Hecho
esto, invitó a su compañero a volar.
Juntos se eleva-ron hasta una altura
increíble, divirtiéndose durante toda la
maña-na. Pero hacia mediodía el sol
estaba ardiente y derritió la cera: las
dos alas se desprendieron. El jaguar se
aplastó sobre la tierra con todo su peso
y murió, casi reducido a migajas. Ts’a-
ts’i llegó, arre-gló los huesos del jaguar
y lo levantó. Este volvió a partir.

No tardó en encontrar a la mofeta que se


divertía con su hijo, rompiendo pedazos
de madera. El jaguar se aproximó para
ver lo que sucedía: de pronto saltó sobre
el hijo de la mofeta y luego quiso atacar
al padre. Pero éste le meó en los ojos y
el jaguar quedó ence-guecido (6).
Caminaba y ya no veía nada. Pero Ts’a-
ts’i surgió de nuevo y le lavó
cuidadosamente los ojos: es por esto
que el jaguar tiene una vista tan buena.
Sin el pájaro ts’a-ts’i, el jaguar ya no
existiría.

El valor de estos dos mitos no se limita


a la intensidad de la risa que provocan.
Se trata de comprender lo que
precisamente, en estas historias, divierte
a los indígenas; también se trata de
establecer que la fuerza cómica no es la
única propiedad común a estos dos
mitos, sino que, por el contrario,
constituyen un conjunto fundamentado
sobre razones menos externas, razones
que

(6) Cf. nota 3.

permiten ver en su agrupación algo más


que una yuxtaposición arbitraria.

El personaje central del primer mito es


un viejo chamán. Se le ve primero tomar
todo al pie de la letra, confundir la letra
y el espíritu (de tal manera que no se le
puede decir nada) y por consiguiente
cubrirse de ridículo ante los ojos de los
Indios. Lo segui-mos a continuación en
las aventuras a que lo expone su
“oficio” de médico. La expedición
extravagante que emprende con los otros
chamanes a la búsqueda del alma de su
bisnieto, está llena de episodios que
revelan una incompetencia total entre los
médicos y una capacidad prodigiosa
para olvidar el objetivo de su misión:
ellos cazan, comen, copulan, buscan el
menor pretexto para olvidar que son
médicos. Su viejo jefe, después de haber
logrado la cura por poco, da curso libre
a un libertinaje desenfrenado: abusa de
la inocencia y de la bondad de sus
propias nietas para sofaldarlas en la
selva. En resumen, es un héroe grotesco
y uno se ríe a sus expensas. El segundo
mito nos habla del jaguar. Su viaje, para
ser sólo un simple paseo, no carece de
imprevistos. Este gran bobo, que decidi-
damente encuentra mucha gente en el
camino, cae sistemáticamente en las
trampas que le tienden aquellos que él
desprecia con tanta soberbia. El jaguar
es grande, fuerte y tonto, no comprende
nunca nada de lo que le sucede y, sin la
intervención repetida de un
insignificante pajarito, habría sucumbido
enseguida. Cada uno de sus pasos
testimonia su torpeza y demuestra lo
ridículo del personaje. En resumen,
estos dos mitos presentan chamanes y
jaguares como víctimas de su propia
estupidez y de su propia vanidad,
víctimas que por tales motivos no
merecen la compasión, sino la
carcajada.

A estas alturas se puede plantear la


cuestión: ¿de quién se bur-lan? Una
primera conjunción nos muestra al
chamán y al jaguar unidos por la risa
que provocan sus desdichas. Pero,
interrogán-donos sobre el estatuto real
de estos dos tipos de seres y sobre la
relación vivida que los indígenas
mantienen con ellas, les descubri-mos
colindar en una segunda analogía: es
que, lejos de ser personajes cómicos,
son por el contrario, tanto el uno como
el otro, se-res peligrosos, capaces de
inspirar temor, respeto, odio, pero sin
duda nunca ganas de reir.

En la mayoría de las tribus


sudamericanas, los chamanes comparten
con los jefes —cuando no son ellos
mismos los que cumplen esta función
política— prestigio y autoridad. El
chamán es siempre una figura muy
importante de las sociedades indígenas
y, como tal, es a la vez respetado,
admirado y temido. En efecto, es el
único en el grupo que posee poderes
sobrenaturales, el único que puede
dominar el mundo peligroso de los
espíritus y de los muertos. El chamán es
pues un sabio que pone su saber al
servicio del grupo curando a los
enfermos. Pero los mismos poderes que
le hacen de él un médico, es decir, un
hombre capaz de provocar la vida, le
permiten también dominar la muerte: es
un hombre que puede matar. En este
sentido es peligroso, inquietante y se
desconfía constantemente de él. Amo
tanto de la muerte como de la vida, se le
ha-ce inmediatamente responsable de
todo acontecimiento extraordinario y a
menudo lo matan porque le temen. Es
decir por consiguiente que el chamán se
mueve en un espacio demasiado lejano,
demasiado exterior al del grupo para
que éste conciba, en la vida real, que su
risa pueda re-conciliarle con él.

¿Qué pasa con el jaguar? Este felino es


un cazador muy eficaz, pues es poderoso
y astuto. Las presas que ataca con
predilección (cerdos, ciervos, etc.) son
también la caza generalmente preferida
de los indios. Se desprende de ello que
el jaguar es percibido por ellos —y los
mitos en los cuales él aparece confirman
a menudo esta constatación empírica—
más como un competidor de cuidado que
como un enemigo temible. Uno se
equivocaría sin embargo si dedujera que
el jaguar no es peligroso. Sin duda
raramente ataca al hombre: pero
conocemos varios casos de indios
atacados y devorados por esta fiera, por
lo que es siempre arriesgado en-
contrarlo. Por otra parte, sus cualidades
mismas de cazador, y el imperio que
ejerce sobre la selva, inducen a los
indígenas a apreciarlo en su justo valor
y a evitar subestimarlo: ellos respetan a
su igual en el jaguar y, en ningún caso,
se mofan de él (7). En la vida real, la
risa de los hombres y el jaguar subsis-

(7) Hemos constatado entre tribus de


culturas muy diferentes, como los
guayakís, los guaraníes, los chulupís,
una tendencia a exagerar el ries-

ten siempre en la disyunción.

Concluyamos pues la primera etapa de


este examen sumario enunciando que:

1º Los dos mitos considerados nos


presentan al chamán y al jaguar como
dos seres grotescos y objetos de risa;

2° En el plano de las relaciones


efectivamente vividas entre los hombres
por una parte, los chamanes y los
jaguares por otra, la posición de estos
últimos es exactamente contraria a la
que presentan los mitos: el jaguar y el
chamán son seres peligrosos, por lo
tanto respetables, y por ello mismo se
hallan más allá de la risa;

3° La contradicción entre lo imaginario


del mito y lo real de la vida cotidiana se
resuelve cuando se reconoce en los
mitos una intención de escarnio: los
chalupíes realizan al nivel del mito lo
que les está prohibi-do al nivel de lo
real. Uno no se ríe de los chamanes
reales o de los jaguares reales, pues de
ninguna manera son seres risibles. Se
trata por lo tanto, para los indígenas, de
cuestionar, de desmistificar a sus
propios ojos el temor y el respeto que
les inspiran jaguares y chamanes. Este
cuestionamiento puede operar de dos
maneras: sea realmente, y entonces se
mata al chamán considerado demasiado
peligroso o al jaguar encontrado en la
selva; sea simbólicamente, por la risa, y
el mito (desde entonces instrumento de
desmistificación) inventa una variedad
de chamanes y jaguares tales que uno
pueda burlarse de ellos, despojados de
sus atributos reales para encontrarse
transformados en idiotas de aldea.

Consideremos por ejemplo el primer


mito. La parte central está con-sagrada a
la descripción de una cura chamánica.
La tarea de un médico es cosa grave
pues para curar un enfermo es necesario
descubrir y reintegrar en el cuerpo del
paciente el alma cautiva en la
lontananza. Es decir, que durante la
expedición que emprende su espíritu, el
chamán debe estar atento sólo a su
trabajo y no puede dejarse distraer por
nada. Ahora bien, ¿qué sucede en el
mito? Primeramente los chamanes son
numerosos,

go que hace correr este animal; los


Indios juegan a tener miedo al jaguar
porque ellos le temen efectivamente.
mientras que el caso a tratar es
relativamente benigno: el niño tiene
fiebre. Un chamán sólo solicita a sus
colegas en los casos verdaderamente
desesperados. Luego se ve a los
médicos, como niños, aprovechar la
menor ocasión para hacer novillos:
comen (primeramente calabazas
cocidas, luego la miel extraída de la
cola de la borrica), cazan (una tortuga,
después una mofeta); bailan con las
mujeres (en lugar de bailar solos, como
deberían hacerlo), y se apresuran a
seducirlas para ir a copular con ellas
(de lo cual debe abstenerse
absolutamente un chamán durante su
trabajo). Durante todo este tiempo, el
viejo se da cuenta que ha olvidado la
única cosa que un verdadero chamán no
olvidaría jamás, es decir, su ta-baco.
Para terminar, se enreda estúpidamente
en una zarza en donde sus compañeros,
pudiendo ser útiles por una vez, lo
habrían dejado tranquilamente forcejear
si es que no hubiese lanzado verdaderos
alaridos. Resumiendo, el jefe de los
chamanes hace exactamente lo contrario
de lo que haría un médico auténtico. No
se podría, sin sobrecargar
desmesuradamente la exposición, evocar
todos los rasgos que transforman en
irrisorio al chamán del mito. Sin
embargo es necesario que señalemos
brevemente dos de ellos: su “animal
doméstico” y su canto. Cuando un
chamán del Chaco comienza una cura,
envía (imaginariamente, por supuesto) a
su animal familiar en exploración. Todo
chamán es dueño de este ti-po de
espíritu-asistente animal: se trata a
menudo de pequeños pájaros o de
serpientes, pero en ningún caso de
animales tan ridículos (para los
indígenas) como una borrica. El mito, al
escoger para el chamán un animal
doméstico tan molesto y terco, indica de
entrada que va a hablar de un pobre
diablo. Por otra parte, el canto de los
chamanes chulupís nunca tiene letra.
Consiste en una melopea tenuemente
modulada, indefinidamente repetida y
pun-tuada, en escasos intervalos, por
una sola palabra: el nombre del animal
familiar. Ahora bien, el canto de nuestro
chamán se compone exclusivamente del
nombre de su animal: de este modo, no
cesa de lanzar, como un grito de triunfo,
la confesión de sus “cha-manerías”.

Se ve aparecer aquí una función por así


decirlo catártica del mito: libera en su
relato una pasión de los indígenas, la
obsesión

secreta de reir de aquello que se teme.


Devalúa en el plano del lenguaje lo que
no podría serlo en la realidad y,
revelando en la risa un equivalente de la
muerte, nos enseña que, entre los
indígenas, el ridículo mata.
Superficial hasta ahora, nuestra lectura
de los mitos es suficiente sin embargo
para establecer que la analogía
mitológica del jaguar y del chamán no es
más que la transformación de una
analogía real. Pero la equivalencia
existente entre ellos permanece exterior,
y las determinaciones que los unen
remiten siempre a un tercer término: la
actitud real de los indígenas frente a los
chamanes y a los jaguares. Penetremos,
pues, más profundamente en los textos
de los mitos, con el fin de ver si el
parentesco de es-tos dos seres no es más
íntimo de lo que a primera vista parece.

Se notará ante todo que la parte central


del primer mito y el segundo en su
totalidad, se refieren exactamente a la
misma cosa: en ambos casos se trata de
un viaje sembrado de obstáculos, el del
chamán lanzado a la búsqueda del
espíritu de un enfermo, y el del jaguar,
que se encuentra simplemente de paseo.
Ahora bien, las aventuras gallardas o
burlescas de nuestros dos héroes disi-
mulan en realidad, bajo la máscara de
una falsa inocencia, una empresa muy
seria, un género de viaje muy
importante: aquel que conduce a los
chamanes hasta el Sol. Aquí es
necesario recurrir al contexto
etnográfico.

Los chamanes del Chaco no son


solamente médicos sino también
adivinos capaces de prever el futuro
(por ejemplo, el resultado de una
expedición guerrera). A veces, cuando
no se sienten seguros de su saber, van a
consultar al Sol, que es un ser
omnisciente. Pero el Sol, poco deseoso
de ser importunado, ha dispuesto so-bre
el trayecto que lleva a su morada toda
una serie de obstáculos, muy difíciles de
franquear. Por eso, únicamente los
mejores chamanes, los más astutos y más
valientes, logran superar las pruebas; el
Sol acepta entonces apagar sus rayos e
informar a aquellos que se presentan
ante él. Las expediciones de este género
son siempre colectivas, en razón
justamente de su dificultad, y se
desarrollan bajo la dirección del más
experimentado de los hechiceros. Ahora
bien, si se compara las peripecias de un
viaje al Sol con las aventuras del viejo
chamán y del jaguar, se

nota que ambos mitos describen, a


menudo con gran precisión, las etapas
del Gran Viaje de los chamanes. El
primer mito cuenta una cura: el médico
envía su espíritu a la búsqueda del
espíritu del enfermo. Pero el hecho de
que el viaje se realice en grupo indica
ya que no se trata solamente de un
desplazamiento rutinario, sino de algo
mucho más solemne: un viaje hacia el
Sol. Por otra parte, ciertos obstáculos
que los chamanes encuentran en el mito
co-rresponden a las trampas con las
cuales el Sol ha jalonado su ca-mino:
las diversas barreras de espinas por
ejemplo, y también el episodio de la
mofeta: esta, encegueciendo al chamán,
repite uno de los momentos del viaje al
Sol: la travesía de las tinieblas donde no
se ve nada.

Lo que se encuentra finalmente en este


mito es una parodia burlesca del viaje al
Sol, parodia que toma como pretexto un
tema más familiar a los indios (el de la
cura chamánica) para burlarse
doblemente de sus hechiceros. En cuanto
al segundo mito, retoma casi término a
término el desglose del viaje al Sol, y
los diversos juegos en los que el jaguar
pierde conesponden a los obstáculos que
el verdadero chamán sabe franquear: la
danza en las espinas, las ramas que se
entrecruzan, la mofeta que sume al
jaguar en las tinieblas y, finalmente, el
vuelo icariano hacia el Sol en compañía
del buitre. No hay nada de asombroso,
en efecto, en que el sol de-rrita la cera
que mantiene las alas del jaguar, ya que,
para que el Sol consienta a apagar sus
rayos, el buen chamán debe haber fran-
queado los obstáculos anteriores.

Nuestros dos mitos utilizan así el motivo


del Gran Viaje para con esto
caricaturizar a los chamanes y a los
jaguares, mostrándo-los incapaces de
realizarlo. El pensamiento indígena no
escoge en vano la actividad más
estrechamente ligada a la tarea de los
chamanes, el dramático encuentro con el
Sol; lo que busca es introducir un
espacio de desmesura entre el chamán y
el jaguar del mito y su objetivo, espacio
que viene a ser llenado por el cómico. Y
la caída del jaguar, que pierde sus alas
por imprudencia, es la metáfora de una
desmistificación buscada por el mito.

Se comprueba pues que siguen una


misma dirección los caminos en los
cuales los mitos involucran
respectivamente al chamán y al jaguar; y
vemos precisarse poco a poco la
semejanza
que desean reconocer entre los dos
héroes. ¿Pero estas paralelas están
destinadas a juntarse? Se podría oponer
una objeción a las observaciones que
preceden: si es perfectamente coherente
e incluso, podría decirse, previsible que
el primer mito evoca la esce-nificación
del viaje al Sol para burlarse de
aquellos que lo realizan —los chamanes
— no se comprende por el contrario la
conjunción del jaguar en tanto que jaguar
y el motivo del Gran Viaje, no se
comprende por qué el pensamiento
indígena recurre a este aspecto del
chamanismo para burlarse del jaguar.
Los dos mitos examina-dos no nos
enseñan nada a este respecto, para ello
es aún necesario apoyarse sobre la
etnografía del Chaco.

Diversas tribus de esta área comparten,


como se ha visto, la convicción de que
los buenos chamanes son capaces de
acceder a la morada del Sol, lo que les
permite a la vez demostrar su talento y
enriquecer su saber al interrogar al astro
omnisciente. Pero existe para estos
indígemas otro criterio del poder (y de
la maldad) de los mejores hechiceros:
es que éstos pueden transformarse en
jaguares. La relación entre nuestros dos
mitos cesa entonces de ser arbitraria y a
los lazos, hasta el momento exteriores
entre jaguares y chamanes, substituye
una identidad, ya que, desde cierto punto
de vista, los chamanes son jaguares.
Nuestra demostración sería completa si
se lograse establecer una proposición
recíproca a ésta. ¿Son los jaguares
chamanes?

Ahora bien, otro mito chulupí


(demasiado largo para ser trans-crito
aquí) nos da la respuesta: en tiempos
antiguos, los jaguares eran efectivamente
chamanes. Eran por otra parte malos
chamanes pues, en lugar de tabaco,
fumaban sus excrementos, y en lugar de
sanar a sus pacientes, buscaban más bien
devorarlos. El círculo está ahora,
parece, cerrado, ya que esta última
información nos permite confirmar la
precedente: los jaguares son chamanes.
Al mismo tiempo se aclara un aspecto
obscuro del segundo mito: si hace del
jaguar el héroe de aventuras
habitualmente reservadas a los
hechiceros, es que no se trata del jaguar
en tanto que jaguar, sino del jaguar en
tanto que chamán.

El hecho pues que jaguar y chamán sean


en un sentido inter-cambiables confiere
cierta homogeneidad a nuestros dos
mitos y hace verosímil la hipótesis del
comienzo: a saber, que constitu-

yen una especie de grupos tal que cada


uno de los dos elementos que lo
componen no puede ser comprendido
sino por referencia al otro. Sin duda
estamos ahora lejos de nuestro punto de
partida. La analogía de los dos mitos les
era entonces sólo exterior, se basaba
solamente en la necesidad, para el
pensamiento indígena, de realizar
míticamente una conjunción imposible
en el plano de la realidad: la de la risa
por una parte, la del chamán y del jaguar
por la otra. El comentario que precede
(y que no es, subrayémoslo, de ninguna
manera un análisis, sino más bien un
preludio a un tal tratamiento) ha
intentado establecer que esta conjunción
disimulaba, bajo su intención cómica, la
identificación de los dos personajes.

Cuando los Indios escuchan estas


historias, no piensan naturalmente más
que en reir. Pero lo cómico de los mitos
no les priva de su seriedad. En la risa
provocada se abre paso a una intención
pe-dagógica: sin dejar de divertir a
aquellos que los escuchan, los mi-tos
vehiculan y transmiten la cultura de la
tribu. Ellos constituyen así el gay saber
de los indígenas.*

* Estudio inicialmente aparecido en Les


Temps Modernes (n. 253, junio 1967).

Capítulo 7

EL DEBER DE PALABRA.
Hablar es, antes que nada, poseer el
deber de hablar. 0 mejor aún, el
ejercicio del poder asegura la
dominación de la palabra: sólo los amos
pueden hablar. En cuanto a los subditos,
destinados al silencio del respeto, de la
veneración o del terror. Palabra y poder
mantienen relaciones tales que el deseo
de uno se realiza por la conquista del
otro. Sea príncipe, déspota o jefe de
Estado, el hombre del poder es siempre
no solamente el hombre que ha-bla, sino
la única fuente legítima de la palabra:
palabra empo-brecida, palabra pobre, es
cierto, pero rica en eficiencia, pues ella
tiene por nombre mando y no quiere más
que la obediencia del ejecutante.
Extremos inertes cada uno para sí
mismo, poder y palabra sólo subsisten
uno en el otro, cada uno de ellos es
substancia del otro y la permanencia de
su relación, aun cuando pare-ce
trascender la Historia, nutre sin embargo
el movimiento de ella: hay
acontecimiento histórico cuando,
abolido lo que los separa y por lo tanto
los destina a la inexistencia, el poder y
la palabra se establecen en el acto
mismo del encuentro. Toda toma de
poder es asimismo una adquisición de
palabra.

Naturalmente, esto concierne en primer


lugar a las sociedades fundadas sobre la
división: amos-esclavos, señores-
subditos, diri-gentes-ciudadanos, etc. La
marca primordial de esta división, su
lugar privilegiado de desarrollo, es el
hecho masivo, irreductible, quizás
irreversible, de un poder separado de la
sociedad global puesto que solamente
algunos miembros lo poseen, de un
poder que, separado de la sociedad, se
ejerce sobre ella y, en caso necesario,
contra ella. Lo que aquí se ha señalado,
es el conjunto de las sociedades con
Estado, desde los despotismos más
arcaicos

hasta los Estados totalitarios más


modernos, pasando por las sociedades
democráticas, cuyo aparato de Estado,
no por liberal de-ja de constituirse en el
dueño encubierto de la violencia
legitima.

Vecindad, buena vecindad de la palabra


y del poder: he ahí lo que suena
claramente en nuestros oídos
acostumbrados desde ha-ce mucho
tiempo a escuchar esa palabra. Ahora
bien, no puede desconocerse esta
enseñanza decisiva de la etnología: el
mundo salvaje de las tribus, el universo
de las sociedades primitivas o incluso
—y es lo mismo— de las sociedades sin
Estado, ofrece extrañamente a nuestra
reflexión esta alianza ya revelada, pero
sólo pa-ra las sociedades con Estado,
entre el poder y la palabra. Sobre la
tribu reina su jefe y este reina
igualmente sobre las palabras de la
tribu. En otros términos, y muy
particularmente en el caso de las
sociedades primitivas americanas, el
jefe —el hombre del poder—, posee
también el monopolio de la palabra. No
es necesario, entre estos Salvajes,
preguntar: ¿quién es vuestro jefe?, sino
más bien: ¿quién es entre vosotros el
que habla? Dueño de las palabras: es así
como numerosos grupos denominan a su
jefe.

No se puede, pues, aparentemente,


pensar el uno sin el otro, el poder y la
palabra, ya que el vínculo entre ellos,
claramente meta-histórico, no es menos
indisoluble en las sociedades primitivas
que en las formaciones con Estado.
Sería sin embargo poco riguroso li-
mitarse a una determinación estructural
de esta relación. En efecto, la ruptura
radical que separa las sociedades,
reales o posibles, se-gún tengan o no
Estado, esa ruptura no puede dejar
indiferente el modo de relación existente
entre el poder y la palabra. ¿Cómo se
efectúa esta relación en las sociedades
sin Estado? El ejemplo de las tribus
indígenas nos lo enseña.

Una diferencia, la más aparente y a la


vez la más profunda, se revela en la
conjugación de la palabra y del poder:
si en las sociedades con Estado la
palabra es el derecho del poder, en las
sociedades sin Estado, por el contrario,
la palabra es el deber del poder. O para
decirlo de otra forma, las sociedades
indígenas no reconocen al jefe el
derecho de la palabra porque es el jefe:
ellas exigen del hombre destinado a ser
jefe, que pruebe su dominio sobre las
palabras. Hablar es para el jefe una
obligación imperati-va, la tribu quiere
escucharlo: un jefe silencioso no puede
seguir siendo un jefe.

Y no nos equivoquemos. No se trata


aquí del gusto, tan fuerte entre muchos
Salvajes, por los discursos hermosos,
por el talento oratorio, por la bella
palabra. No se trata aquí de estética,
sino de política. En la obligación que se
hace asumir al jefe de constituirse en el
hombre de la palabra, se revela en
efecto toda la filosofía política de la
sociedad primitiva. Allí se despliega el
espacio verdadero en el cual se sitúa el
poder. Espacio que no es el que en un
pri-mer instante pudiera pensarse. Y es
la naturaleza de este discurso, por cuya
repetición la tribu vela
escrupulosamente, es la naturaleza de
esta palabra capitana lo que nos indica
el lugar real del po-der.

¿Qué dice el jefe? ¿Qué es una palabra


de jefe? Es, primeramente, un acto
ritualizado. Casi siempre el líder se
dirige cotidiana-mente al grupo, al alba
o al crepúsculo. Recostado en su
hamaca o sentado cerca de su fogata,
pronuncia con voz potente el discurso
esperado, y su voz, ciertamente, necesita
fuerza para lograr hacerse oir. Ningún
recogimiento, en efecto, cuando el jefe
habla, nada de silencio, cada uno
continúa tranquilamente, como si nada
sucedie-se, dedicado a sus ocupaciones.
La palabra del jefe no es dicha para ser
escuchada. Paradoja: nadie presta
atención al discurso del jefe. O más
bien, se finge desatención. Si el jefe
debe, como tal, someterse a la
obligación de hablar para la gente a la
cual se dirige, es suficiente con
aparentar no escucharlo.

Y, en un sentido, ellos no pierden, si así


se puede decir, nada. ¿Por qué? Porque,
literalmente, el jefe no dice,
prolijamente, nada. Su discurso consiste,
en lo esencial, en una celebración,
frecuentemente repetida, de las normas
de vida tradicionales: “Nuestros abuelos
se encontraron bien al vivir en la forma
que vivían. Siga-mos su ejemplo y, de
esta manera, llevaremos juntos una
existencia apacible.” He aquí, más o
menos, a lo que se reduce un discurso de
jefe. Se comprende pues que el mismo
no preocupe mayormente a aquellos para
quienes está destinado.

¿Qué quiere decir hablar en este caso?


¿Por qué el jefe de la tribu debe hablar
precisamente para no decir nada? ¿A
qué ne-

cesidad de la sociedad primitiva


responde esta palabra vacía que emana
del lugar aparente del poder? Vacío, el
discurso del jefe lo es porque justamente
no es discurso de poder: el jefe está
separado de la palabra porque está
separado del poder. En la sociedad
primitiva, en la sociedad sin Estado, no
es del lado del jefe que se encuentra el
poder: de esto se desprende que su
palabra no puede ser palabra de poder,
de autoridad, de mando. Una orden: he
ahí precisamente lo que el jefe no podría
dar, he ahí precisamente el tipo de
plenitud negado a su palabra. Más allá
del rechazo de obediencia que no
dejaría de provocar una tentativa tal por
parte de un jefe olvidadizo de su deber,
no tardaría en plantearse el rechazo a su
reconocimiento. Al jefe lo
suficientemente loco como para pensar,
no tanto en el abuso de un poder que no
posee, sino en el uso mismo del poder,
al jefe que quiere hacer de jefe, se le
abandona: la sociedad primitiva es el
lugar del rechazo de un poder separado,
porque ella misma, y no el jefe, es el
lugar real del poder.

La sociedad primitiva sabe, por


naturaleza, que la violencia es la esencia
del poder. En este saber se arraiga la
preocupación de mantener
constantemente separado uno de otro, el
poder y la institución, el mando y el jefe.
Y es el campo mismo de la palabra lo
que asegura la demarcación y traza la
línea de separación. Cons-triñendo al
jefe a moverse sólo en el elemento de la
palabra, vale decir en el extremo
opuesto al de la violencia, la tribu se
asegura de que todas las cosas
permanecen en su lugar, que el eje del
poder se repliega sobre el exclusivo
cuerpo de la sociedad y que ningún
desplazamiento de fuerzas vendrá a
subvertir el orden social. El deber de
palabra del jefe, ese flujo constante de
palabra vacía que él debe a la tribu, es
su deuda infinita, la garantía que prohibe
al hombre de palabra convertirse en
hombre de poder.*

* Estudio inicialmente aparecido en la


Nouvelle Revue de Psychanalyse (8,
otoño 1973).

Capítulo 8 PROFETAS EN LA
JUNGLA

La América indígena no cesa de


desconcertar a quienes intentan descifrar
su gran rostro. Verla asignar a veces a
su verdad lugares imprevistos, nos
obliga a reconsiderar la quieta imagen
que de ella se tiene y a la cual
astutamente quizá se adapta. La tradición
nos ha legado una geografía restringida y
superficialmente verídica del continente
sudamericano y de los pueblos que lo
habitaban: por una parte las Altas
Culturas andinas y todo el prestigio de
sus refinamientos, por otra parte las
culturas llamadas de la Selva Tropical,
tenebroso reino de tribus errantes por
sabanas y junglas. Se po-drá observar
así el etnocentrismo de este orden que
opone, de una manera familiar al
Occidente, la civilización, de un lado, a
la barbarie, del otro. Complementaría a
esta partición, se expresa luego la
convicción más sabia de que la vida del
espíritu accede a sus formas más nobles
sólo cuando la sostiene el suelo,
considerado más rico, de una gran
civilización: es decir, que el espíritu de
los Salvajes permanece espíritu salvaje.

Ahora bien, los mbya-guaraníes nos


enseñan que esto no es verdad y que el
mundo indígena se muestra capaz de
sorprender al auditor occidental con un
lenguaje que antaño no hubiese dejado
de tener eco. Ya que el pensamiento
religioso de estos indígenas, al
desplegarse en la frescura original de un
mundo en que coexisten dioses y
hombres, se carga de la densidad de una
meditación rigurosa y liberada. Los tupí-
guaraníes —de los cuales los mbya
constituyen una de las últimas tribus-,
proponen a la etnología americanista el
enigma de una singularidad que, desde
antes de la Conquista, los destinaba a la
preocupación incesante de buscar el más
allá prometido por sus mitos, ywy mará
ey, la

Tierra sin Mal. De esta búsqueda mayor


y ciertamente excepcional entre los
indígenas sudamericanos, se conoce la
consecuencia más espectacular: las
grandes migraciones religiosas de las
que hablan las relaciones de los
primeros cronistas. Bajo la conducción
de chamanes inspirados, las tribus se
ponían en movimiento y, a tra-vés de
ayunos y danzas, intentaban acceder a
las ricas moradas de los dioses, situadas
en el levante. Pero entonces aparecía el
obstáculo aterrador, el límite doloroso,
el gran océano, aún más terrible por
confirmar a los indígenas en la certeza
de que su ribera opuesta era el asiento
de la tierra eterna. Es por esto que
substituía en toda su plenitud la
esperanza de alcanzarla algún día y los
chamanes, atribuyendo el fracaso a la
carencia de fervor y a la falta de respeto
a las reglas del ayuno, esperaban sin
impaciencia la llegada de un signo o de
un mensaje de lo alto para renovar su
tentativa.

Los chamanes tupí-guaraníes ejercían


pues sobre las tribus u-na influencia
considerable, sobre todo los mayores,
los karai, cu-ya palabra, según se
quejaban los misioneros, contenía todo
el po-der del demonio.
Desgraciadamente sus textos no dan
ninguna indicación sobre el contenido de
los discursos de los karai: sin duda por
la simple razón de que los jesuítas no
tenían muchos de-seos de hacerse
cómplices del diablo al reproducir por
escrito lo que Satanás sugería a sus
agentes indígenas. Pero los Thevet, Nó-
brega, Anchieta, Montoya, etc.,
traicionan sin querer el silencio de
censura al reconocer la capacidad
seductora de la palabra de los
hechiceros, que constituye, según ellos,
el principal obstáculo para la
evangelización de los Salvajes. Allí se
deslizaba, a pesar de ellos, el
reconocimiento que el cristianismo
encontraba en el universo espiritual de
los tupí-guaraníes, es decir de hombres
“primitivos”, algo bastante bien
articulado para oponerse con éxito, y
como en un plano de igualdad, a la
intención misionera. Sorprendidos y
amargados, los activos jesuítas
descubrían, en la dificultad de su
prédica, la finitud de su mundo y la
irrisión de su lenguaje: constataban con
estupor que las supersticiones
diabólicas de los indígenas podían
elevarse hasta las regiones supremas de
lo que merece ser llamado una religión.

Oculto de este modo, todo este antiguo


saber podría haberse
perdido para siempre si no lo hubiesen
mantenido vivo, silenciosamente, los
últimos indios guaraníes, atentos como
han estado a su llamado y respetuosos
como han sido de su memoria. De
poderosos pueblos que eran antaño, no
son ahora sino unos pocos los que
sobreviven en las selvas del este
paraguayo. Admirables por su
perseverancia en no renunciar a ellos
mismos, los mbya, que cuatro siglos de
ofensas no fueron capaces de humillar,
persisten extrañamente en habitar su
antigua tierra, según el ejemplo de sus
antepasados, en fiel acuerdo con las
normas que promulga-ron los dioses
antes de abandonar la morada que
confiaban a los hombres. Los mbya
llegaron a conservar su identidad tribal
a des-pecho de circunstancias y pruebas
de su pasado. En el siglo XVIII, los
jesuítas fracasaron en convencerlos de
renunciar a la idolatría y unirse a los
demás indígenas en las misiones. Lo que
sabían los mbyá, y que los fortificaba en
su rechazo, era la vergüenza y el dolor
de ver lo que despreciaban amenazar su
propia substancia, su pundonor y su
ética: sus dioses y el discurso de sus
dioses, reducidos poco a poco a la nada
por el de los recién llegados. En este
rechazo reside la originalidad de los
guaraníes, se delimita el lugar muy
especial que ocupan entre las demás
culturas indígenas y se impone el interés
que presentan para la etnología.
Efectivamente, es raro ver una cultura
indígena persistir existiendo de acuerdo
con las normas de su propio sistema de
creencias y llegar a conservar este
campo especial prácticamente libre de
injertos. A menudo el resultado del
contacto entre el mundo blanco y el
mundo indígena es un sincretismo
empobrecedor donde, bajo el peso de un
cristianismo siempre superficial, el
pensamiento indígena sólo busca diferir
su muerte. Precisamente es lo que no
sucedió con los mbyá que continúan,
hasta ahora, condenando al fracaso toda
empresa misionera.

Esta secular resistencia de los guaraníes


a plegarse ante la religión de los juru’a,
de los Blancos, toma pues fuerza en la
convicción de los indios de que su
destino se da en función de la promesa
de los antiguos dioses: que viviendo en
la tierra mala, ywy mba’é megua, en el
respeto de sus normas, recibirán de los
que están en lo alto los signos
favorables a la apertura de un camino

que, más alia del horror del mar, los


llevará a la tierra eterna. Podríamos
sorprendernos de lo que se configura
casi como una locu-ra: a saber, la
constancia de esta rígida certidumbre
capaz de atravesar la historia sin
parecer afectada por ella. Sería
desconocer la incidencia sociológica
del fervor religioso. En efecto, si los
mbya actuales se piensan aún como
tribu, es decir como unidad social
tendente a preservar su diferencia, esta
intención se proyecta esencialmente
sobre un fondo religioso: los mbyá son
una tribu porque son una minoría
religiosa no cristiana, porque el
cimiento de su unidad es la comunidad
de la fe. El sistema de las creencias y de
los valores constituye pues el grupo
como tal y, recíprocamente, este
repliege obstinado sobre sí lleva al
grupo, depositario celoso de un saber
honrado hasta en la más humilde
experiencia, a permanecer como el fiel
protector de sus dioses y el guardián de
su ley.

Ciertamente, el conocimiento de la
temática religiosa se reparte
desigualmente entre los miembros de la
tribu. La mayoría de los indígenas se
contenta, como es normal, con participar
aplica-damente en las danzas rituales,
con respetar las normas tradicionales de
la vida y con escuchar con recogimiento
las exhortaciones de sus pa’i, de sus
chamanes. Ya que ellos son los
verdaderos sa-bios que, tal como los
karaí de los tiempos antiguos, habitados
por la misma pasión, se abandonan a la
exaltación de interrogar a sus dioses.
Allí se vuelve a descubrir el gusto de
los indígenas por la palabra, a la vez
como oradores y como auditores:
maestros de las palabras y fervientes en
pronunciarlas, los caciques chamanes
encuentran siempre en el resto de los
indígenas un público dispuesto a
escucharles;

Se trata casi siempre de abordar en esos


discursos los temas que literalmente
obsesionan a los mbyá: su destino sobre
la tierra, la necesidad de prestar
atención a los normas fijadas por los
dio-ses, la esperanza de conquistar el
estado de perfección, el estado de
aguyje el único que permite a los que
acceden a él verse abrir por los
habitantes del cielo el camino de la
Tierra sin Mal. La naturaleza de las
preocupaciones de los chamanes, su
significación, su alcance y la manera en
que ellos las exponen, nos enseñan
justamente que el término de chamán
califica mal la

verdadera personalidad de esos


hombres, capaces de ebriedad ver-bal,
cuando les toca el espíritu de los dioses.
A veces médicos, pe-ro no
necesariamente, les preocupa mucho
menos devolver la salud al cuerpo
enfermo que adquirir, por danzas,
discursos y mediaciones, esa fuerza
interior, esa firmeza del corazón, las
únicas que pueden agradar a Numandú, a
Karaí Ru Eté, a todas las figuras del
panteón guaraní. Más que practican tes,
los pa’í mbyá son meditantes. Apoyados
en el sólido terreno de los mitos y de las
tradiciones, ellos se entregan, cada uno
para sí mismo, a un verdadero trabajo
de glosa de esos textos. Se encuentra
pues entre los mbyá dos sedi-
mentaciones, podríamos decir, de su
“literatura” oral: una, profana, que
comprende el conjunto de la mitología y
en especial el gran mito que se llama de
los mellizos, y la otra, sagrada, es decir
secreta para los Blancos, que se
compone de plegarias, de cantos
religiosos, de todas las improvisaciones
que arranca a los pa’i su fervor ardiente
cuando sienten que en ellos un dios
quiere hacerse oír. A la sorprendente
profundidad de su discurso, los pa’i —a
los que de-beríamos llamar profetas y
no chamanes— imponen la forma de un
lenguaje notable por su riqueza poética.
Ello muestra claramente, por lo demás,
la preocupación de los indígenas en
definir una esfera de lo sagrado tal, que
el lenguaje que lo enuncia sea él mismo
una negación del lenguaje profano. La
creación verbal, surgida de la
perocupación de nombrar seres y cosas
según su dimensión encubierta, según su
ser divino, desemboca así en una
transmutación lingüística del universo
cotidiano, en un Gran Hablar, del que se
pudo creer que era una lengua secreta.
De este modo, los mbyá hablan de la
“flor del arco” para designar a la flecha,
del “esqueleto de la bruma”, para
nombrar a la pipa, y de los “ramajes
floridos”, para evocar los dedos de
Namandu. Transfiguración admirable la
de abolir la confusión y el resentimiento
de las apariencias, en que no desea
contenerse la pasión de los últimos
hombres: este es el sentido del
verdadero nombre de los mbyá,
indígenas resueltos a no sobrevivir a sus
dioses.

La primera blancura del alba recorta la


copa de los grandes árboles. Se
despierta al mismo tiempo en el corazón
de los Indios guaraníes el tormento,
rebelde a la tranquilidad de la no-
che, de su tekoach, de la existencia
enferma, que viene a iluminar
nuevamente el fulgor del astro,
recordándoles así su condición de
habitantes de la tierra. No es raro,
entonces, ver levantarse un pa’i. Voz
inspirada por los invisibles, lugar de
espera del diálogo entre los humanos y
los dioses, él acuerda al rigor de su
logos el impulso de la fe que anima las
bellas formas del saber. Maitines
salvajes en la selva, las graves palabras
de su lamento se vuelven hacia el este,
al encuentro del sol, mensajero visible
de Namandú, el poderoso señor de lo
alto: a él se dirige esta ejemplar
plegaria.
Desmintiendo el primer y legítimo
movimiento de esperanza, las palabras
que inspira la salida del astro al pa’í lo
sumen poco a poco en el círculo del
desamparo en que lo abandona el
silencio de los dioses. Los esfuerzos de
los hombres para arrancarse a su
morada terrestre parecen inútiles, ya que
no conmueven a quienes ellos solicitan.
Pero, llegado el punto extremo de su
duda y de su angustia, el que las
experimenta y las dice rememora el
pasado, el recuerdo de los ancestros:
¿no fueron acaso sus danzas, ayunos y
plegarias recompensados antaño, y no
les fue otorgado atravesar el mar,
descubrir la senda? Quiere decir que los
hombres pueden con los dioses, que aún
todo es posible. Se afirma entonces la
confianza en un destino semejante para
los hombres de ahora, pa-ra los últimos
Jeguakava: la espera de las Palabras no
será vana, los dioses se harán oir de
aquellos que aguardan su voz.

Así se construye el movimiento de la


súplica tardía y pronto llegada. Dejando
brotar nuevamente su luz, Namandú
consiente en dejar vivir, pues, a los
hombres: su sueño nocturno es una
muerte de la que los arranca el alba.
Pero vivir, para los Jeguakava, para los
portadores de jeguaka, para aquellos
que el peinado ri-tual masculino adorna,
no sólo es despertar a la neutralidad de
las cosas. Los mbyá habitan la tierra en
el espacio del cuestionamiento y el
Padre acepta pues escuchar la queja de
sus adornados. Pero, al mismo tiempo
que surge la esperanza donde se arraiga
la misma posibilidad de cuestionar, la
terrena fatiga lleva a frenar el impulso:
la sangre y la carne la miden, y pueden
tener razón de ella la plegaria y la
danza, sobre todo la danza, cuyo

ritmo exacto aligera el cuerpo de su


carga terrestre. ¿Qué ausencia expresa
esta búsqueda tan apremiante que
inaugura el día? La de las ñe’é pora
tenonde las hermosas palabras
originales, lenguaje divino donde se
alberga la salvación de los hombres.
Pausa en el umbral de su verdadera
morada: así es el habitar de los
Jeguakava en la mala tierra. La
imperfección de los cuerpos y de las
almas impide abandonarla, sólo ella los
mantiene en el más acá de la frontera,
del metafórico mar, menos temible en su
realidad muy a menudo desconocida por
los indígenas, que en el hecho de lle-
varlos a presentir la división, tal vez
definitiva, de lo humano y de lo divino,
cada cual anclado en su propia ribera.
Agradar a los dioses, merecer de ellos
las Palabras que abren el camino de la
tierra eterna, las Palabras que enseñan a
los hombres las normas de su futura
existencia: tal es sin embargo el deseo
de los mbyá. ¡Que hablen pues los
dioses! ¡Que reconozcan el esfuerzo de
los hombres, sus ayunos, sus danzas, sus
plegarias! No menos ricos en méritos
que sus padres, los Jeguakava tenonde
porangue’í, los últimos de aquellos que
fueron los primeros adornados, aspiran
a dejar la tierra: se cumplirá, pues, su
destino. He aquí, trágica en el silencio
matinal de una selva, la meditante
plegaria de un Indio: la claridad de su
llamada no se altera por lo que,
subterráneamente, se perfila en él el
sentido y el gusto de la muerte, hacia
donde sa-be encaminarse la extrema
sabiduría de los guaraníes.

¡Padre mío! ¡Namandú! ¡Haces que me


levante nuevamente! Del mismo modo,
haces que se levanten los Jeguakava, la
totalidad de los adornados.

las Jachukava, las adornadas, también


haces que se levanten nuevamente todas.

en cuanto a todos aquellos a quienes no


has dado jeguaká, también haces que se
levanten nuevamente todos.

he aqui: a propósito de.los adornos, a


propósito de los que no son tus
adornados, a propósito de todos ellos,
yo pregunto.

sin embargo, en cuanto a todo ello,

tu no pronuncias las palabras, Karaí Ru


Eté:
ni para mí ni para tus hijos destinados a
la tierra indestructible, a la tierra eterna
que ninguna pequenez altera. Tu no
pronuncias las palabras donde residen
las futuras normas de nuestra fuerza, las
futuras normas de nuestro fervor.

Ya que, en verdad, yo existo de un modo


imperfecto. Mi sangre es de naturaleza
imperfecta, mi carne es de naturaleza
imperfecta, es espantosa, está
desprovista de toda excelencia. Estando
así dispuestas las cosas, con el fin de
que mi sangre de naturaleza imperfecta,
con el fin de que mi carne de naturaleza
imperfecta, se sacudan y lancen lejos de
ellas la imperfección: con las rodillas
dobladas (1) me inclino, para conseguir
un corazón valeroso.

Y sin embargo, he aquí: tu no pronuncias


las palabras.

Por eso, por todo esto

no es en absoluto en vano que, en lo que


me concierne, necesito tus palabras: las
de las futuras normas de la fuerza, las de
las futuras normas de un corazón
valeroso, las de las futuras normas del
fervor.

Ya nada, entre la totalidad de las cosas,


inspira valor a mi corazón. Ya nada me
dirige hacia las futuras normas de mi
existencia.
Y el maléfico mar, el maléfico mar,

no has hecho que yo lo atraviese,

Es por eso, en verdad, es por eso que


sólo permanecen mis hermanos
reducidos a un pequeño número, que
sólo permanecen en pequeño número,
mis hermanas. He aquí: sobre el
pequeño número de los que quedan, yo
hago escuchar mi lamento. Sobre ellos,
nuevamente pregunto: ya que Ñamandú
hace que se levanten. Estando así
dispuestas las cosas, en cuanto a la
totalidad de los que se levantan, es a su
futuro alimento adonde dirigen su
mirada todos,

(1) Descripción del movimiento de la


danza ritual.

y porque el interés de su mirada se


dirige a su futuro alimento,

son, entonces, todos ellos los que


existen.

Tu haces que sus palabras tomen vuelo,

tu inspiras sus preguntas,

tu haces que de todos ellos se levante un


gran lamento.

Pero he aquí: yo me levanto en mi


esfuerzo,

y sin embargo tu no pronuncias las


palabras, no, en verdad, tu

no pronuncias las palabras.

En consecuencia, he aquí lo que me veo


llevado a decir, Karaí Ru Eté, Karaí
Chy Eté: los que no eran poco
numerosos,

los destinados a la tierra indestructible,


a la tiena eterna que ninguna pequeñez
altera,

todos esos, tu has hecho que en verdad


ellos pregunten, antaño, sobre las futuras
normas de la propia existencia. Y,
seguramente, las conocieron en su
perfección, antaño. Y si, en cuanto a mí,
mi naturaleza se libera de su habitual
imperfección,

si la sangre se libera de su habitual


imperfección de antaño: entonces,
seguramente, ello no proviene de todas
las cosas malas, sino de que mi sangre
de naturaleza imperfecta, mi carne, de
naturaleza imperfecta, se sacudan y
lanzan lejos de ellas su imperfección.

Es por eso que tu pronunciarás en


abundancia las palabras, las palabras de
alma excelente,

para aquel cuyo rostro no está dividido


con ningún signo. (2)

Tu las pronunciarás en abundancia, las


palabras,
oh! tú Karaí Ru Eté, y tú Karaí Chy Eté,

para todos los destinados a la tierra


indestructuble, a la tierra

etema que ninguna pequenez altera.

¡Tú, Vosotros! (3)*

(2) Es decir para aquél que rechaza el


bautismo cristiano.

(3) Este texto fue recogido en junio de


1966 en el Este paraguayo. Fue grabado
en lengua indígena y traducido con la
ayuda de León Cadogan. Le
agradecemos por ello.

* Estudio aparecido inicialmente en


Echangeset Communications (Melanges
offerts a Claude Levi-Strauss en su 60
cumpleaños) J. Pouülon et P. Maranda,
ed. Paris-La Haye, Mouton, 1970.

Capítulo 9

DEL UNO SIN LO MÚLTIPLE

Era después del diluvio. Un dios


calculador y malicioso enseña-ba a su
hijo como recomponer el mundo: “Hijo,
he aquí lo que ha-rás. Establece los
fundamentos futuros de la tierra
imperfecta… Coloca un buen gancho
como futuro fundamento de la tierra… es
el pequeño jabalí que va a provocar la
multiplicación de la tierra imperfecta.
Cuando ella haya alcanzado la
dimensión que queremos, yo te voy a
prevenir, hijo… Yo, Tupan, que soy
quien vela por el sostén de la
tierra…“Tupan, amo del granizo, de la
lluvia y de los vientos se aburría, se
encontraba solo para jugar, necesitaba
compañía. Pero no cualquier persona, no
en cualquier parte. A los dioses les
gusta elegir a sus compañeros de juego.
Y éste quería que la nueva tierra fuera
una tierra imperfecta, una tierra mala,
sin embargo capaz de acoger a los
pequeños seres destinados a permanecer
allí. Es por esto que, previsor, sabía de
antemano que debería enfrentarse a
Nande Ru Eté, el amo de una bruma
pesada y tene-brosa que, exhalándose de
la pipa que fuma, vuelve inhabitable la
tierra imperfecta. “Yo canto más que
Nade Ru Eté. Yo sabré que hacer, yo
volveré. Yo haré que la bruma sea
liviana para la tierra imperfecta. Sólo de
este modo los seres pequeños que
enviamos allí, se refrescarán, felices.
Los que enviamos a la tierra, nuestros
hijos, esos pedazos de nosotros, serán
felices. A ellos, debemos engañarlos”.
Travieso: así era el divino Tupan.

¿Quién habla así en nombre del dios?


¿Qué mortal sin temor se iguala sin
temblar a uno de los poderosos de lo
alto? Y sin embargo no está loco, este
modesto habitante de la tierra. Es uno de
los pequeños seres a quien Tupan
confió, desde el alba

de los tiempos, su propia distracción. Es


un Indio Guaraní. Rico en el
conocimiento de las cosas, reflexiona en
el destino de los suyos, que se llaman a
sí mismos, con altiva y amarga certeza,
los Últimos Hombres. Los dioses
revelan a veces sus designios. Y él, el
karai diestro en escucharlos y destinado
a decir la verdad, la re-vela a sus
compañeros.

Tupan lo inspiraba esa noche, por ello


su boca estaba divini-zada, él era el
mismo dios y contaba la génesis de la
tierra imperfecta, ywy mba’emaguá, la
morada maliciosamente confiada a la
felicidad de los guaraníes. Habló
largamente, y la luz de las lla-mas
iluminaba las metamorfosis: ya sea el
tranquilo rostro del indiferente Tupan, y
la amplitud acordada del gran lenguaje,
ya sea la tensión intranquila de un
demasiado humano resurgiendo de-trás,
y palabras extrañas. Al discurso del
dios seguía la búsqueda de su sentido, el
pensamiento de un mortal se adiestraba
en traducir la engañosa evidencia. Los
dioses no tienen que reflexionar. Y en
cuanto a los Últimos Hombres, ellos no
se resignan: son sin duda los últimos,
pero sabiendo por que. Y he aquí que
los la-bios inspirados del karai
disiparon el enigma de la desgracia,
glosa inocente y constatación gélida,
cuyo brillo no es alterado por ningún
resentimiento: “Las cosas son una en su
totalidad; y para nosotros que no hemos
deseado eso, ellas son malas.”

Obscuridad y profundidad: ciertamente


no faltan en este fragmento. El
pensamiento que ahí se expresa solicita
doblemente: por su dureza, por su
origen. Ya que es un pensamiento de
Salvaje, autor anónimo, viejo chamán
guaraní, en el fondo de un bosque del
Paraguay. Y sentimos bien que no nos es
totalmente extraño.

Se trata de la geneologia de la
desgracia. Las cosas son malas, indica
el texto, los hombres son habitantes de
una tierra imperfecta, de una tierra mala.
Siempre fue así. Para los guaraníes la
desgracia es una experiencia
permanente, no es nueva para ellos, no
es sorprendente. Mucho sabían sobre
ella, y mucho antes de la llegada de los
occidentales, que no les enseñaron nada
nuevo a ese respecto. Nunca fueron
buenos salvajes los guaraníes, a quienes
acosaba sin cesar la convicción de no
estar hechos para la desgracia, y la
certeza de alcanzar algún dia ywy mara-
ey, la Tierra sin Mal. Y meditando
siempre sobre los medios de llegar a
ella, sus sabios reflexionaban sobre el
problema del origen. ¿De dónde viene
que nosotros vivamos en una tierra
imperfecta? A la grande-za del
interrogante corresponde el heroísmo de
la respuesta: si la existencia es injusta
los hombres no son culpables; no
tenemos por qué culparnos de existir en
el modo imperfecto

Pero, ¿dónde se arraiga esta


imperfección que acomete a los
hombres, y que no hemos deseado?
Proviene del hecho que “las cosas en su
totalidad son una”. Articulación
inesperada, como pa-ra hacer
estremecer hasta el vértigo la más lejana
aurora del pensamiento occidental. Sin
embargo ahí está lo que dicen, lo que
siempre proclamaron —y hasta las más
rigurosas consecuencias, hasta las más
locas-los pensadores guaraní: la
desgracia se engendra en la
imperfección del mundo, ya que puede
decirse que son una todas las cosas que
componen el mundo imperfecto. Ser uno:
esa es la propiedad de las cosas del
mundo. Uno: es el nom-bre del
Imperfecto. En suma, reuniendo la
virulenta concisión del discurso, ¿qué
dice el pensamiento guaraní? Dice que
el Uno es el Mal.

Desgracia de la existencia humana,


imperfección del mundo, unidad como
grieta inscrita en el corazón de las cosas
que componen el mundo: he ahí lo que
rechazan los indios guaraníes, lo que
siempre les llevó a buscar otro espacio,
para conocer allí la felicidad de una
existencia recuperada de su herida
esencial, de una existencia desplegada
en un horizonte liberado del Uno. ¿Pero
cuál es este no-Uno deseado tan
obstinadamente por los guaraníes? ¿Se
expresa la perfección del mundo en lo
múltiple de acuerdo con una repartición
familiar a la metafísica occidental? ¿Y
los guaraníes contrariamente a los
antiguos griegos, afirman el Bien allí
donde nosotros lo descalificamos
espontáneamente? Si encontramos sin
embargo entre los primeros insurrección
activa contra el imperio del Uno,
nostalgia contemplativa del Uno, por el
contrario, entre los otros, no es sin
embargo lo múltiple lo que los indios
guaraníes afirman, ellos no descubren el
Bien, lo Perfecto, en la disolución
mecánica del Uno.

¿En qué las cosas llamadas una caen por


ello mismo en la im-

perfección? Debemos destacar una


interpretación aparentemente expresada
en la letra del fragmento: la del Uno
como Todo. El sa-bio guaraní declara
que “las cosas en su totalidad son una”;
pero no nombra el Todo, categoría
quizás ausente de este pensamiento.
Explica que cada una de las “cosas”,
tomadas una por una, que componen el
mundo -el cielo y la tierra, el agua y el
fuego, los vegetales y los animales,
finalmente los hombres-están marcadas,
grabadas con el sello maléfico del Uno.
¿Qué es una cosa una? ¿En qué
reconocemos la marca del Uno sobre las
cosas?

Uno es toda cosa corruptible. El modo


de existencia del Uno es lo transitorio,
lo pasajero, lo efímero. Lo que nace,
crece y se desarrolla solamente en vistas
a perecer, eso es lo que será llamado U-
no. ¿Qué significa eso? Accedemos
aquí, por el lado de una curiosa puesta
en práctica del principio de identidad, al
fundamento del universo religioso
guaraní. Rechazado hacia el lado de lo
corruptible, el Uno se vuelve signo de lo
Finito. La tierra de los hombres sólo
guarda en sí misma imperfección,
podredumbre, fealdad: tie-rra fea, es el
otro nombre de la tierra mala. Ywy
mba’e megua es el reino de la muerte.
De toda cosa en movimiento en una
trayectoria, de toda cosa mortal, se dirá
-dice el pensamiento guaraní-que es una.
El Uno: anclaje de la muerte. Muerte:
destino de lo que es uno. ¿Por qué son
mortales las cosas que componen este
mundo imperfecto? Porque son finitas,
porque son incompletas. Lo que es
corruptible muere por ser incompleto, el
Uno califica lo incompleto.

Vemos ahora tal vez más claro. La tierra


imperfecta en donde “las cosas en su
totalidad son una”, es el reino de lo
incompleto y el espacio de lo finito, es
el campo de aplicación rigurosa del
principio de identidad. Ya que decir que
A=A, que esto es esto, y que un hombre
es un hombre, es declarar al mismo
tiempo que A no es no-A, que esto no es
eso, y que los hombres no son dioses.
Nombrar la unidad en las cosas,
nombrar las cosas según su unidad, es
también asignarles el límite, lo finito, lo
incompleto. Es descubrir, trágicamente,
que ese poder de designar el mundo y de
determinar los seres —esto es esto y no
otra cosa, los guaraníes son hombres y
no otra cosa— es sólo la irrisión del
verdadero poder, del poder secreto que
puede enunciar silenciosamente que esto
es esto y al mismo tiempo eso, que los
guaraníes son hombres. y al mismo
tiempo dioses. Descubrimiento trágico
porque no lo hemos deseado, nosotros,
que sabemos cuan engañoso es nuestro
lenguaje, que nunca hemos ahorrado
esfuerzos para alcanzar la patria del
verdadero lenguaje, la morada inco-
rruptible de los dioses, la Tierra sin
Mal, donde nada de lo que existe puede
ser llamado Uno.

En el país del no-Uno, donde se anula la


desgracia, el maíz crece solo, la flecha
trae la presa a aquellos que ya no
necesitan cazar, el flujo regulado de los
casamientos es desconocido, los
hombres, eternamente jóvenes, viven
eternamente. Un habitante de la Tierra
sin Mal no puede ser calificado
unívocamente: es, ciertamente, un
hombre, pero, también el otro del
hombre, un dios. El Mal es el Uno. El
Bien no es lo múltiple, es el dos, el uno
y su otro a la vez, el dos que designa
verídicamente a los seres completos.
Ywy mara-ey, destino de los Últimos
Hombres, ya no acoge a hombres, ya no
acoge a dioses: solamente a iguales,
dio-ses-hombres, hombres-dioses, de tal
modo que ninguno de ellos se expresa
según el Uno.

Pueblo religioso, enclavado a través de


los siglos en su rechazo altanero de la
servidumbre a la tierra imperfecta,
pueblo de locos orgullosos que se
estimaban lo bastante como para desear
un lu-gar en el rango de los divinos,
hace poco los Indios Guaraní vaga-
bundeaban aún en busca de su verdadera
tierra natal, que ellos suponían, que
habían situado allá, del lado del sol
naciente, “el lado de nuestro rostro”. Y
habiendo llegado allí, muchas veces, a
las playas, a las fronteras de la mala
tierra, casi a la vista del objetivo, la
misma astucia de los dioses, el mismo
dolor, el mismo fracaso: obstáculo a la
eternidad, la mer allée avec le soleil. *

Ya no son sino unos pocos, y se


preguntan si no están viviendo la muerte
de los dioses, viviendo su propia
muerte. Somos los Últimos Hombres. Y
no abdican, sin embargo, rápido superan
su aba-timiento, los karaí, los profetas.
¿De dónde les viene la fuer-

*E1 mar ido con el sol (Rimbaud).

za de no renunciar? ¿Son tal vez ciegos,


insensatos? Sucede que el peso del
fracaso, el silencio en el azur, la
repetición de la desgracia nunca
constituyen para ellos experiencias
adquiridas. ¿Aca-so los dioses no
consienten a veces en hablar? ¿No hay
siempre en alguna parte, en el fondo del
bosque, un Elegido a la espera de su
discurso? Tupan renovaba la antigua
promesa aquella no-che por la boca de
un indio poseído por el espíritu del dios;
“A los que enviamos a la tierra
imperfecta, hijo, los haremos prospe-
rar. Encontrarán a sus futuras esposas,
se casarán con ellas y tendrán hijos: con
el fin de que puedan alcanzar las
palabras que surgen de nosotros. Si no
las alcanzan, nada bueno habrá para
ellos. Todo esto lo sabemos bien.”

He ahí por qué, indiferentes a todo lo


demás —el conjunto de las cosas que
son una—, sólo preocupados de alejar
la desgracia que no desearon, he ahí por
qué los Indios Guaraní se regocijan sin
alegría al escuchar una vez más la voz
del dios:“Yo, Tupan, los doy estos
consejos. Si uno de estos saberes
permanece en vuestras orejas, en vuestro
oído, conoceréis mis huellas…Sólo así
alcanzaréis el término a vosotros
indicado… Me voy lejos, me voy lejos,
no me veréis más. En consecuencia no
perdáis mis nombres.”*

♦Estudio aparecido inicialmente en


L’Ephémére (19-20,1972-73).

Capítulo X

DE LA TORTURA EN LAS
SOCIEDADES PRIMITIVAS
1.- La ley la escritura

La dureza de la ley, nadie la puede


ignorar. Dura lex sed lex. Según las
épocas y las sociedades se inventaron
diversos medios pa-ra mantener fresca
en la memoria esta dureza. En nuestra
civilización la más simple y reciente fue
la generalización de la escuela, gratuita
y obligatoria. Desde el momento en que
la educación se imponía como universal,
ya nadie podía sin mentir -sin
transgresión- argüir su ignorancia. Ya
que, dura como es, la ley es al mismo
tiempo escritura. La escritura es para la
ley, la ley habita la escritura; y conocer
una es ya no poder desconocerla otra.
Toda ley es, pues, escrita, toda escritura
es índice de ley. Todos los grandes
despotas que jalonan la historia nos lo
enseñan, todos los reyes, emperadores,
faraones, todos los Soles que supieron
imponer su Ley a los pueblos: siempre y
en todo lugar la escritura vuelta a
inventar señala de partida el poder de la
ley, grabada so-bre piedra, pintada
sobre las cortezas, dibujada sobre los
papiros. Incluso los quipu de los Incas
pueden considerarse escritura. Las
cuerdas anudadas, lejos de considerarse
como simples medios ne-motécnicos de
contabilidad, eran primeramente,
necesariamente, una escritura que
afirmaba la legitimidad imperial, y el
terror que ella debía inspirar.
2.- La escritura el cuerpo

Tal o cual obra literaria puede


enseñarnos que la ley encuentra
espacios inesperados en los que
inscribirse. El oficial de la

Colonie pénitentiaire (1) explica en


detalle al viajero el funcionamiento de
la máquina para escribir la ley:

“Nuestra sentencia no es severa. Se


graba simplemente, con ayuda del
rastrillo, el párrafo violado sobre la piel
del culpable. Se escribirá por ejemplo,
sobre el cuerpo de este condenado -y el
oficial indicaba al hombre-:“Respeta a
tu superior”.

Y al viajero, sorprendido de saber que


el condenado ignora la

sentencia que le afecta, responde el


oficial juiciosamente:

“Sería inútil hacersela saber ya que va a


aprenderla sobre su cuerpo.”

Y más adelante:

“Usted ha visto que no es fácil leer esta


escritura con los ojos; y bien, el hombre
la descifra con sus llagas. Es
ciertamente un gran trabajo: necesita
seis horas para terminar.”
Kafka designa aquí al cuerpo como
superficie de escritura, co-mo superficie
apta para recibir el texto legible de la
ley.

Y si se objeta la imposibilidad de llevar


al plano de los hechos

sociales lo que es sólo imaginería de


escritor, podremos respon

der que el delirio kafkiano aparece más


bien anticipándose y que

la ficción literaria anuncia la más


contemporánea realidad. El

testimonio de Martchenko (2) ilustra


sobriamente la triple alian
za, adivinada por Kafka, entre la ley, la
escritura y el cuerpo:

“Entonces nacen los tatuajes.

Conocí a dos antiguos de derecho común


que llegaron a ser “políticos”; uno
respondía al sobrenombre de Moussa, el
otro al de Mazaí. Tenían la frente, las
mejillas tatuadas: “Comunistas-
Verdugos”, “Los comunistas chupan la
sangre del pueblo”. Más tarde había de
encontrar muchos deportados que
llevaban máximas seme-

(1) F. Kafka.Ia Colonie pénitentiaire,


Paris, “Le livre de Poche”, 1971.

(2) Martchenko, Mon témoignage (trad.


Francois Oliver), Paris, Ed. du seuil
(CoU. “Combats”), 1971.

jantes grabadas sobre sus rostros. Muy a


menudo en toda su frente se leía en
gruesas letras: “ESCLAVOS DE
KHROUTCHTCHEV”, “ESCLAVO
DEL P.C.U.S.”

Pero algo, en la realidad de los campos


de la U.R.S.S. en el cur-so del decenio
60-70), supera la misma ficción de la
colonia penitenciaria. Es que aquí el
sistema de la ley necesita una máquina
para escribir el texto sobre el cuerpo del
prisionero que soporta la prueba
pasivamente, mientras que, en el campo
real, la triple alianza, llevada a su
extremo de unidad, determina la
abolición de la misma máquina: o más
bien, es el mismo prisionero que se
transforma en máquina de escribir la ley,
y que la inscribe sobre su pro-pio
cuerpo. En las colonias penitenciarias
de Moldavia, la dureza de la ley
encuentra su enunciación en el mismo
cuerpo, en la mis-ma mano del culpable-
víctima. Se ha alcanzado el límite, el
prisionero está absolutamente fuera de
la ley: su cuerpo escrito lo dice.

3.- El cuerpo el rito

Numerosas sociedades primitivas


marcan la importancia que otorgan a la
entrada de los jóvenes en la edad adulta
por la institución de los ritos llamados
de pasaje. Estos rituales de iniciación
constituyen a menudo un eje esencial en
relación con el cual se ordena en su
totalidad la vida social y religiosa de la
comunidad. Ahora bien, casi siempre el
rito iniciático pasa por el cuerpo de los
iniciados. Es el cuerpo que la sociedad
designa inmediatamente como único
espacio propicio para llevar el signo de
un tiempo, la huella de un pasaje, la
asignación de un destino. ¿A qué secreto
ini-cia el rito que, por un momento,toma
completa posesión del cuer-po iniciado?
Proximidad, complicidad del cuerpo y
del secreto, del cuerpo y de la verdad
que revela la iniciación: reconocer eso
conduce a precisar la interrogación.
¿Por qué es necesario que sea el cuerpo
individual el punto de reunión del ethos
tribal, por qué el secreto sólo puede ser
comunicado mediante la operación
social del rito sobre el cuerpo de los
jóvenes? El cuerpo mediatiza la
adquisición de un saber, ese saber se
inscribe sobre el cuerpo. Naturaleza de
ese haber transmitido por el rito, función
del cuerpo en el desarrollo del rito:
doble cuestión en la que se resuelve la
del sentido de la iniciación.

4.- El rito de la tortura

“Oh! horribile visu, et mirabile dictu


.‘Gracias a Dios terminó, y voy a poder
contarles todo lo que he visto”.
George Catlin (3) acaba de asistir,
durante cuatro días, a la gran ceremonia
anual de los Indios mandan. En la
descripción que ofre-ce, como en los
dibujos que la ilustran —ejemplares de
finura—, el testimonio no puede dejar
de decir, a pesar de la admiración que
siente por esos grandes guerreros de los
Llanos, su miedo y su ho-rror frente al
espectáculo del rito. Si bien el
ceremonial es toma de posesión del
cuerpo por la sociedad, ésta no se
apodera de él de cualquier modo: casi
constantemente, y es lo que aterroriza a
Ca-tlin, el ritual somete el cuerpo a la
tortura:

“Uno por uno, los jóvenes ya marcados


por cuatro días de ayuno absoluto y tres
noches sin sueño, avanzaron hacia sus
verdugos. Había llegado la hora.”

Hoyos perforados en el cuerpo, púas


pasadas por las heridas, colgadura,
amputación, la última carrera, carnes
destrozadas: los recursos de la crueldad
parecen inagotables. Y sin embargo:

“La impasibilidad, diría incluso la


serenidad con que esos jóvenes
soportaban su martirio era aún más
extraordinaria que el mismo suplicio.
Algunos incluso, al darse cuenta que yo
dibujaba, llegaron a mirarme a los ojos
y a sonreir, mientras que al escuchar
como el cuchillo chirriaba en la carne,
yo no podía retener mis lágrimas”.
(3) G. Catlin,Les Indiens de la Prairie,
trad. por Fance Franck y Alain
Gheerbrant, Club des Libraires de
France, 1959.

De una a otra tribu, de una a otra región,


las técnicas, los me-dios, los objetivos
explícitamente afirmados de la crueldad
varían; pero al fin permanece igual: hay
que hacer sufrir. Nosotros mis-mos (4)
hemos descrito en otra parte la
iniciación de los jóvenes guayakí, cuyas
espaldas se labran en toda su superficie.
El dolor siempre termina por ser
insoportable: silenciosamente, el
tortura-do se desmaya. Entre los
famosos mbayá-guaycurú del Chaco
paraguayo, los jóvenes en edad de ser
admitidos en la clase de los guerreros
debían también pasar por la prueba del
sufrimiento. Con la ayuda de un hueso de
jaguar afilado, se les perforaba el pene y
otras partes del cuerpo. El precio de la
iniciación era allí también el silencio.

Se podría multiplicar al infinito los


ejemplos que nos enseña-rían todos una
y la misma cosa: en las sociedades
primitivas, la tortura es la esencia del
ritual de iniciación. ¿Pero esta crueldad
impuesta al cuerpo pretende sólo medir
la capacidad de resistencia física de los
jóvenes, tranquilizar a la sociedad sobre
la calidad de sus miembros? ¿Sería el
objeto de la tortura en el rito solamente
el de proporcionar la ocasión de
demostrar un valor individual? Ca-tlin
expresa este punto de vista clásico
perfectamente:

“Mi corazón sufrió con tales


espectáculos, y me llenaron de asco tan
abominables costumbres: pero estoy
dispuesto sin embargo, y con todo mi
corazón, a excusar a estos Indios, a
perdo-narles las supersticiones que los
conducen a actos de tal salvajismo, por
la valentía que demuestran, por su
notable poder de resistencia, en una
palabra por su estoicismo excepcional”.
Si nos detenemos aquí, nos condenamos
a desconocer la función del sufrimiento,
a reducir infinitamente el alcance de su
apuesta, a olvidar que la tribu enseña
con ella algo al individuo.

5.- La tortura la memoria

Los iniciadores velan para que la


intensidad del sufrimiento llegue a su
colmo. Un cuchillo de bambú bastaría,
entre los gua-

(4) P. Clastres, Chronique des lndiens


Guayaki, Paris, Plon, 1972.
yakí para cortar la piel de los iniciados.
Pero no sería suficientemente doloroso.
Es necesario, pues, utilizar una piedra,
un poco cortante, pero no demasiado,
una piedra que, en vez de cortar, des-
garre. Por eso, un hombre experto se va
a explorar el lecho de ciertos ríos,
donde se encuentran estas piedras de
tortura.

Georges Catlin constata entre los


mandan una preocupación similar en la
intensidad del sufrimiento:

“…El primer doctor levantaba entre los


dedos alrededor de dos cen-tímetros de
carne que perforaba de un lado a otro
con su cuchillo de escalpar
cuidadosamente mellado para hacer más
dolorosa la operación.”

Y del mismo modo que el escarificador


guayakí, el chamán mandan tampoco
manifiesta ninguna compasión:

“Los verdugos se aproximaban;


examinaban su cuerpo
escrupulosamente. Para que el suplicio
cesara, era necesario que estuviese,
según su expresión, enteramente muerto,
es decir, desvanecido.”

Exactamente en la misma medida en que


la iniciación es, indis-cutiblemente, una
prueba de la valentía personal, ésta se
expresa en el silencio que se opone al
sufrimiento. Pero luego de la iniciación,
y cuando ya se ha olvidado todo
sufrimiento, subsiste como excedente,
como irrevocable excedente, las huellas
que dejan en el cuerpo la operación del
cuchillo o de la piedra, las cicatrices de
las heridas recibidas. Un hombre
iniciado es un hombre marcado. El
objetivo de la iniciación, en su momento
de tortura, es marcar el cuerpo: en el
ritual iniciático la sociedad imprime su
sello en el cuerpo de los jóvenes. Ahora
bien, una cicatriz, una huella, una marca
son imborrables. Inscritas como
permanecen, en la profundidad de la
piel, ellas testimoniarán siempre,
eternamente, que si el dolor sólo puede
ser un mal recuerdo, se experimentó sin
embargo en el temor y el temblor. La
marca es un obstáculo para el olvido, el
mismo cuerpo lleva impresas las huellas
del recuerdo, el cuerpo es una memoria.

Pues se trata de no perder la memoria


del secreto confiado por la tribu, la
memoria de ese saber del que en lo
sucesivo son depositarios los iniciados.
¿Qué es lo que ahora saben el joven

cazador guayakí, el joven guerrero


mandan? La marca señala sin duda su
pertenencia al grupo: “Eres de los
nuestros, no lo olvi-darás.” Las palabras
faltan al misionero jesuíta Martín
Dobrizho-ffer (5) para calificar los ritos
de los abipones que tatúan cruelmente el
rostro de las niñas en el momento de su
primera menstruación. Y a una de ellas,
que no puede dejar de gemir con la
mordedura de las espinas, he aquí lo que
grita, furiosa, la mujer que la tortura:

” ¡Basta de insolencia! ¡No eres digna


de nuestra raza! ¡Monstruo que no eres
capaz de soportar el cosquilleo de la
espina! ¿No sabes acaso que perteneces
a la raza de los que llevan heridas y se
sitúan entre los vencedores? Eres una
vergüenza para los tuyos, ¡débil
mujercita! Pareces más blanda que el
algodón. No hay duda de que morirás
soltera. ¿Acaso alguno de nuestros
héroes te juzgará digna de unirte a él,
miedosa?”

Y recordemos como, un día de 1963 los


guayakíes se cercio-raron de la
verdadera “nacionalidad” de una joven
paraguaya: arrancándole completamente
los vestidos descubrieron en los brazos
tatuajes tribales. Los blancos la habían
capturado en su in-fancia.

Medir la resistencia personal, significar


una pertenencia social: tales son las dos
funciones evidentes de la iniciación
como ins-cripción de marcas en el
cuerpo. ¿Pero es verdaderamente todo lo
que debe retener la memoria adquirida
con el dolor? ¿Hay que pasar realmente
por la tortura para recordar siempre el
valor del yo y de la conciencia tribal,
étnica, nacional? ¿Dónde está el secreto
transmitido, dónde el saber revelado?
6.- La memoria la ley

El ritual iniciático es una pedagogía que


va del grupo al individuo, de la tribu a
los jóvenes. Pedagogía de afirmación y
no

(5) M. Dobrizhofer, Historia de los


Abipones, Universidad Nacional del
Nordeste, Facultad de Humanidades,
Residencia (Chaco), 3 vol.,1967.

diálogo: es por eso que los iniciados


deben permanecer silenciosos bajo la
tortura. El que no habla consiente. ¿Qué
consienten los jóvenes? Consienten en
aceptarla por lo que son en adelante:
miembros totales de la comunidad.Nada
más, nada menos. Y están irreversible-
mente marcados como tales. He aquí el
secreto, pues, que el grupo revela, a
través de la inclinación, a los jóvenes:
“Ustedes son de los nuestros. Cada uno
de ustedes es igual a nosotros, cada uno
de ustedes es igual a los demás. Llevan
el mismo nombre y no cambiarán. Cada
uno de ustedes ocupa entre nosotros el
mismo espacio y el mis-mo lugar: lo
conservarán. Ninguno de ustedes es
menos que nosotros, ninguno de ustedes
es más que nosotros. Y no podrán
olvidarlo. Incesantemente, las mismas
marcas que hemos dejado en los cuerpos
les recordarán.”
O, en otros términos, la sociedad dicta
su ley a sus miembros, inscribe el texto
de la ley en la superficie del cuerpo.
Porque la ley que funda la vida social de
la tribu, nadie puede olvidarla.

En el siglo XVI, decían los primeros


cronistas, a propósito de los indios
brasileños, que eran gente sin fe, sin rey,
sin ley. Ciertamente, esas tribus
ignoraban la dura ley de división, la que
en una sociedad dividida impone el
poder de algunos sobre todo el resto.
Esa ley, ley de rey, ley del Estado, es
ignorada por los mandan, los guaycurús,
los guayakís y los abipones. La ley que
ellos aprenden a conocer en el dolor es
la ley de la sociedad primitiva que le
dice a cada uno: Tu no vales menos que
otro, tu no vales más que otro. La ley
inscrita en el cuerpo, señala el rechazo
de la sociedad primitiva a correr el
riesgo de la división, el riesgo de un
poder separado de ella misma, de un
poder que se le escaparía. La ley
primitiva, cruelmente enseñada, es una
prohibición de la desigualdad, de la que
cada uno guardará memoria. Siendo la
misma substancia del grupo, la ley
primitiva se hace substancia del
individuo, voluntad personal de cumplir
la ley. Escuche-mos una vez más a
George Catlin:

“Aquel día parecía que una de las


rondas no terminaría jamás. Por más que
se arrastraba indefinidamente a un
desgraciado que llevaba un cráneo de
alce enganchado en una pierna, ni la
carga caía ni se rompía la carne. Era tal
el peligro que corría el pobre muchacho
que se levan-taron clamores de piedad
en la muchedumbre. Pero la

ronda continuaba, hasta que el maestro


de ceremonias en persona dio orden de
detenerse.

Aquel joven era particularmente


hermoso. Recuperó pronto su sentido y
no sé cómo le volvieron las fuerzas.
Examinó calmadamente su pierna
sangrante y desgarrada y la carga
enganchada todavía en su carne y luego,
con una sonrisa de desafío, se arrastró
gateando a tra-vés de la muchedumbre
que se abría delante de él hasta el Prado
(en ningún caso los iniciados tienen
derecho a caminar mientras sus
miembros no hayan sido liberados de
todas sus púas). Logró hacer más de un
kilómetro, hasta un lugar alejado donde
permaneció solo tres días y tres noches,
sin ayuda ni alimento, implorando al
Gran Espíritu. Al término de ese lapso,
la supuración lo liberó de la púa, y se
volvió al pueblo, caminando con las
manos y las rodillas, ya que estaba en tal
estado de agotamiento que no podía
levantarse. Se le curó, se le alimentó y
pronto se restableció.”
¿Qué fuerza impulsaba al joven mandan?
Desde luego no la de un afán
masoquista, sino el deseo de fidelidad a
la ley, la voluntad de ser, ni más ni
menos, igual a los demás iniciados.

Decíamos que toda ley es escrita. He


aquí como se reconstruye, de cierto
modo, la triple alianza ya reconocida:
cuerpo, escritura, ley. Las cicatrices
dibujadas en el cuerpo es el texto
inscrito de la ley primitiva, es en este
sentido una escritura en el cuerpo. Las
sociedades primitivas son, dicen con
fuerza los autores del Anti-Edipo,
sociedades de la marca. Y en esta
medida las sociedades primitivas son,
efectivamente, sociedades sin escritura,
pero en el sentido en que la escritura
indica primeramente la ley de división,
lejana, despótica, la ley del estado que
escriben sobre el cuerpo los
codetenidos de Martchenko. Y es
precisamente —nunca se in-sistirá
suficientemente en ello— para conjurar
esa ley, ley fundadora y garante de la
desigualdad, es contra la ley de Estado
que se plantea la ley primitiva. Las
sociedades arcaicas, sociedades de la
marca, son sociedades sin Estado,
sociedades contra el Estado. La marca
en el cuerpo, igual en todos los cuerpos,
enuncia: No tendrás el deseo del poder,
no tendrás el deseo de sumisión. Y esta
ley de la no división no puede hallar
para inscribirse sino un espacio sin
división: el cuerpo mismo.

Profundidad admirable de los salvajes,


que de antemano sa-bían todo eso, y
cuidaban, al precio de una terrible
crueldad, de

evitar el advenimiento de una crueldad


aún más aterradora: la ley escrita en el
cuerpo es un recuerdo inolvidable. *

* Estudio inicialmente aparecido


enL’Homme XIII (3), 1973.
Capítulo XI LA SOCIEDAD CONTRA
EL ESTADO

Las sociedades primitivas son


sociedades sin Estado: este juicio de
hecho, exacto en sí mismo, disimula en
realidad una opinión, un juicio de valor
que grava de inicio la posibilidad de
constituir una antropología política en
tanto que ciencia rigurosa. Lo que en
realidad se enuncia es que las
sociedades primitivas están privadas de
algo -el Estado-que les es, como a toda
otra sociedad —la nuestra por ejemplo
—, necesario. Estas sociedades son
pues incompletas. No son totalmente
verdaderas sociedades -no son
civilizadas—, subsisten en la
experiencia quizá dolorosa de una
carencia —carencia del Estado— que
intentarían, siempre en vano, lle-nar.
Más o menos confusamente es lo que
dicen las crónicas de los viajeros o los
trabajos de los investigadores: es
imposible pen-sar la sociedad sin el
Estado, el Estado es el destino de toda
sociedad. En esta actitud se revela un
fondo etnocéntrico, tanto más só-lido
cuanto que es a menudo inconsciente. La
referencia inmediata, espontánea, es, si
no lo más conocido, en todo caso lo más
familiar. Cada uno de nosotros lleva
efectivamente en sí, interiori-zada como
la fe del creyente, la certitud de que la
sociedad es pa-ra el Estado. ¿Cómo
concebir entonces la existencia misma
de las sociedades primitivas, sino como
especies relegadas de la historia
universal, como sobrevivencias
anacrónicas de un estadio remoto en
todas partes superado desde hace
tiempo? Se puede reconocer aquí la otra
cara del egocentrismo, la convicción
complementaria de que la historia tiene
un sentido único, que toda sociedad está
condenada a emprender esa historia y a
recorrer las etapas que conducen de la
barbarie a

la civilización. “Todos los pueblos


civilizados han sido salvajes”, afirma
Raynal. Pero la constatación de una
evolución evidente no funda
necesariamente una doctrina que,
ligando arbitrariamente el estado de
civilización a la civilización del Estado,
designa a esto último como término
necesario asignado a toda sociedad.
Podemos entonces preguntarnos sobre lo
que ha retenido aún en su lugar a los
últimos pueblos todavía salvajes.

Detrás de las modernas formulaciones el


viejo evolucionismo permanece de
hecho intacto. Siendo más sutil para
disimularse en el lenguaje de la
antropología y ya no en el de la
filosofía, aflora sin embargo a nivel de
las categorías que se pretenden
científicas. Nos hemos dado cuenta de
que casi siempre las sociedades
arcaicas se determinan negativamente,
en función de las carencias: sociedades
sin Estado, sociedades sin escritura,
sociedades sin historia. Aparece en el
mismo orden la determinación de estas
sociedades en el plano económico:
sociedades con economía de
subsistencia. Si se quiere expresar con
ello que las sociedades primitivas
ignoran la economía de mercado en
donde se da salida a los excedentes
producidos, nada se dice estrictamente,
nos contentamos con destacar una
carencia más, y siempre con referencia a
nuestro mundo: esas sociedades que son
sin Estado, sin escritura, sin historia,
son del mismo modo sin mercado. Pero
el buen sentido podría objetar: ¿para
qué mercado si no hay ex cedente?
Ahora bien, la idea de economía de
subsistencia contie-ne la afirmación
implícita de que, si las sociedades
primitivas no producen excedentes es
porque son incapaces, por estar
ocupadas en producir el mínimo
necesario a la supervivencia, a la
subsistencia. Antigua imagen, siempre
eficaz, de la miseria de los salvajes. Y
con el fin de explicar esta incapacidad
de las sociedades primitivas de evadirse
de la inercia cotidiana, de esta
alienación permanente de la búsqueda
del alimento, se invoca el subequipa-
miento técnico, la inferioridad
tecnológica.
¿Qué hay de ello en realidad? Si se
entiende por técnica el conjunto de los
procedimientos de los que se dotan los
hombres, no para asegurar el dominio
absoluto de la naturaleza (esto sólo es
válido para nuestro mundo y su demente
proyecto cartesiano cuyas consecuencias
ecológicas recién comenzamos a medir)

sino para asegurarse un dominio del


medio natural adaptado a y en relación
con sus necesidades, entonces no
podemos en absoluto hablar de la
inferioridad técnica de las sociedades
primitivas: ellas demuestran una
capacidad de satisfacer sus necesidades
por lo menos igual a la. que enorgullece
a la sociedad industrial o técnica. Es
decir que todo grupo humano llega, por
la fuerza, a ejercer el mínimo necesario
de dominación sobre el medio que
ocupa. No se conoce hasta ahora ninguna
sociedad que se haya establecido, sal-vo
por presión y violencia externa, en un
espacio natural imposible de dominar: o
desaparece o cambia de territorio. Lo
que sorprende en los esquimales o entre
los australianos, es justamente la
riqueza, la imaginación y la finura de la
actividad técnica, la potencialidad de
invención y de eficacia que demuestra el
instrumental utilizado por estos pueblos.
Basta, por lo demás, con pasearse por
los museos etnográficos: el rigor de
fabricación de los instrumentos de la
vida cotidiana casi hace de cada
modesta herramienta una obra de arte.
No hay, pues, jerarquía en el campo de
la técnica, no hay tecnología superior ni
inferior; no puede medirse un
equipamiento tecnológico sino por la
capacidad de satisfacer, en un me-dio
dado, las necesidades de la sociedad. Y
desde este punto de vista no parece en
absoluto que las sociedades primitivas
se hayan mostrado incapaces de darse
los medios para realizar este fin. Esta
potencialidad de innovación técnica de
que hacen gala las sociedades primitivas
se despliega, ciertamente, en el tiempo.
Na-da se da de entrada, siempre está el
trabajo paciente de observación y de
búsqueda, la larga sucesión de intentos,
errores, fracasos y éxitos. Los
estudiosos de la prehistoria nos enseñan
el nú-mero de milenios que necesitó el
hombre paleolítico para substituir los
toscos “bifaces” del comienzo por las
admirables láminas del solutré. Desde
otro punto de vista, se observa que el
descubrimiento de la agricultura y de la
domesticación de las plantas son casi
contemporáneos en América y en el
Viejo Mundo. Y es necesario constatar
que los amerindios no le van a la zaga,
muy por el contrario, en el arte de
seleccionar y diferenciar múltiples
variedades de plantas útiles.

Detengámonos un instante en el interés


funesto que llevó a
los Indios a querer instrumentos
metálicos. Tiene directamente que ver
con la cuestión de la economía en las
sociedades primitivas, pero no de la
manera que podría creerse. Se dice que
estas sociedades estarían condenadas a
la economía de subsistencia a causa de
la inferioridad tecnológica. Este
argumento no es de hecho ni de derecho,
como acabamos de ver. Ni de derecho,
ya que no hay escala abstracta con que
medir las “intensidades” tecnológicas:
el equipamiento técnico de una sociedad
no es comparable directamente al de una
sociedad diferente, y no sirve de nada
oponer el fusil al arco.Ni de hecho, ya
que la arqueología, la etnografía, la
botánica, etc., nos demuestran
precisamente el poder de rentabilidad y
de eficacia de las tecnologías salvajes.
Si las sociedades primitivas, pues,
descansan sobre una economía de
subsistencia, no es por carencia de un
conocimiento técnico. El verdadero
problema está allí: ¿es realmente la
economía de estas sociedades una
economía de subsistencia? Si se le da un
sentido a las palabras, si por economía
de subsistencia no entendemos
solamente economía sin mercado y sin
excedente, lo que sería simplemente una
perogru-llada la pura constatación de la
diferencia, en ese caso se afirma que
este tipo de economía permite solamente
subsistir a la sociedad que funda, se
afirma que esta sociedad moviliza
permanentemente la totalidad de sus
fuerzas productivas con el fin de
proporcionar a sus miembros el mínimo
necesario para la subsistencia.

Encontramos aquí un prejuicio tenaz,


curiosamente coextensivo a la idea
contradictoria y no menos corriente de
que el salvaje es pe-rezoso. Si en
nuestro lenguaje popular decimos
“trabajar como un negro”, en América
del Sur por el contrario se dice
“holgazán co-mo un Indio”. Entonces,
una de dos: o bien el hombre de las
sociedades primitivas, americanas y
otras, vive en economía de subsistencia
y pasa la mayoría del tiempo en busca
del alimento; o bien no vive en
economía de subsistencia y puede pues
permitirse ocios prolongados fumando
en su hamaca. Es lo que sorprendió, sin
ambigüedad, a los primeros
observadores europeos de los Indios de
Brasil. Grande era su reprobación
cuando constataban que los mo-cetones
llenos de salud preferían emperifollarse
como mujeres con plumas y pinturas en
lugar de transpi-rar en sus huertos.
Gente, pues, que ignoraba
deliberadamente que hay que ganar el
pan con el sudor de su frente. Era
demasiado y eso no duró: rápidamente
se puso a los indios a trabajar y mu-
rieron a causa de ello. Efectivamente,
parecen ser dos los axiomas que guían la
marcha de la civilización occidental
desde sus comienzos: el primero plantea
que la verdadera sociedad se desarrolla
bajo la sombra protectora del Estado; el
segundo enuncia un imperativo
categórico: hay que trabajar.

Los Indios, en efecto, sólo dedicaban


poco tiempo a lo que se llama trabajo. Y
sin embargo no morían de hambre. Las
crónicas de la época son unánimes al
describir la hermosa apariencia de los
adultos, la buena salud de los numerosos
niños, la abundancia y la variedad de
los recursos alimenticios. En
consecuencia, la economía de
subsistencia, que era la propia de las
tribus indias no implicaba en absoluto la
búsqueda angustiada, a tiempo
completo, del alimento. Una economía
de subsistencia es, pues, compatible con
una considerable limitación del tiempo
dedicado a las actividades productivas.
Es el caso de las tribus sudamericanas
de agricultores, como los tupí-guaraníes
por ejemplo, cuya holgazanería irritaba
tanto a los franceses y a los portugueses.
La vida económica de es-tos indios se
fundaba principalmente en la agricultura
y accesoriamente en la caza, la pesca y
la recolección. Un mismo huerto era
utilizado de cuatro a seis años
consecutivos. Después se le abando-
naba, a causa del agotamiento del suelo,
o más posiblemente de la invasión del
espacio despejado por una vegetación
parasitaria difícil de eliminar. El trabajo
mayor, efectuado por los hombres,
consistía en desbrozar la superficie
necesaria con hacha de piedra y fuego.
Esta tarea, realizada al final de la
estación de las lluvias, movilizaba a los
hombres durante uno o dos meses. Casi
todo el resto del proceso agrícola -
plantar, desyerbar, cosechar-estaba a
cargo de las mujeres, de acuerdo con la
división sexual del trabajo. El resultado
es esta graciosa conclusión: los
hombres, es decir, la mitad de la
población, trabajaban alrededor de dos
meses cada cuatro años! En cuanto al
resto del tiempo, ellos lo dedicaban a
ocupaciones que experimentaban no
como esfuerzo sino como placer: caza,
pesca, fiestas y bebida; en satisfacer en
fin su apasio-nante gusto por

la guerra.

Ahora bien, estos datos masivos,


cualitativos, impresionistas encuentran
una evidente confirmación en recientes
investigaciones, algunas en realización
aún, de carácter rigurosamente
demostrativo, ya que miden el tiempo
del trabajo en las sociedades de
economía de subsistencia. Se trate de
cazadores nómadas del desierto de Ka-
laharí o de agricultores sedentarios
amerindios, las cifras obtenidas revelan
una repartición media del tiempo
cotidiano de trabajo inferior a cuatro
horas por día. J. Lizot, instalado desde
hace varios años entre los Indios
yanomamí del Amazonas venezolano, ha
establecido cronométricamente que el
tiempo medio consagrado cada día al
trabajo por los adultos, considerando
todas las actividades, supera apenas las
tres horas. Nosotros mismos no hemos
realizado mediciones análogas entre los
guayakí, cazadores nómadas de la selva
paraguaya. Pero podemos asegurar que
estos Indios, hombres y mujeres,
pasaban por lo menos la mitad del día
en un ocio casi completo, ya que la caza
y la recolección se situaba entre las 6 y
las 11 de la mañana aproximadamente, y
no todos los días. Es probable que
estudios similares, llevados a cabo en
las últimas poblaciones primitivas
llegaran a resultados parecidos,
considerando las diferencias ecológicas.

Estamos así bien lejos del


miserabilismo que envuelve la idea de
economía de subsistencia. No sólo el
hombre de las sociedades primitivas no
está en absoluto constreñido a esa
existencia animal que sería la búsqueda
permanente para asegurar la
supervivencia, sino que este resultado
—y más allá de él— se obtiene al
precio de un tiempo de actividad
notablemente corto. Esto significa que
las sociedades primitivas disponen, si lo
desean, de todo el tiempo necesario para
acrecentar la producción de bienes
materiales. Con toda razón podría
preguntarse: ¿por qué los hombres de
estas sociedades querrían trabajar y
producir más, dado que tres o cuatro ho-
ras de tranquila actividad cotidiana
bastan para asegurar las necesidades del
grupo? ¿Para qué les serviría? ¿Para qué
servirían los excedentes así
acumulados? ¿Cuál sería el destino de
ellos? Siempre es por la fuerza que los
hombres trabajan más allá de sus
necesidades. Precisamente esa fuerza
está ausente del mundo primitivo, la
ausencia de esta fuerza externa define
incluso la naturaleza de las sociedades
primitivas. Podemos de ahí en adelante
admitir, para calificar la organización
económica de esas sociedades, la
expresión de economía de subsistencia,
desde el momento en que se entiende por
ella no la necesidad de una carencia, de
una incapacidad, inherentes a este tipo
de sociedad y a su tecnología, sino por
el contrario el rechazo de un exceso
inútil, la voluntad de concertar la
actividad productiva con la satisfacción
de las necesidades. Y nada más. Tanto
más que, para aproximarse mejor a la
realidad, hay efectivamente producción
de excedente en las sociedades
primitivas: la cantidad de plantas
cultivadas producidas (mandioca, maíz,
tabaco, algodón, etc.) supera siempre lo
que se necesita para el consumo del
grupo, y ese suplemento de producción
está incluído, por supuesto, en el tiempo
normal de trabajo. Ese excedente,
obtenido sin sobretrabajo, es
consumido, gastado, con fines
propiamente políticos, durante las
fiestas, invitaciones, visitas de
extranjeros, etc. La ventaja de un hacha
metálica sobre un hacha de piedra es
demasiado evidente para que nos
detengamos en ella; se puede realizar
con la primera tal vez diez veces más de
trabajo en el mismo tiempo que con la
segunda; o bien realizar el mismo
trabajo en un tiempo diez veces menor.
Y cuando los indios descubrieron la
superioridad productiva de las hachas
de los hombres blancos, las quisieron,
no para producir más en igual tiempo,
sino para producir tanto como antes en
un tiempo diez veces más corto. Lo que
se produjo fue exactamente lo contrario,
ya que con las hachas metálicas
irrumpieron en el mundo primitivo indio
la violencia, la fuer-za, el poder que
ejercieron sobre los Salvajes los
civilizados re-cien llegados.

Las sociedades primitivas son, como


describe J.Lizot a propósito de los
yanomamí, sociedades de rechazo del
trabajo: “El desprecio de los yanomamí
por el trabajo y su desinterés por un
progreso tecnológico autónomo es un
hecho.” (1) Primeras so-

(1) J. Lizot, “Economie ou société?


Quelques thémes á propos de l’étude
d’une communauté d’Amérindiens”,
Journal de la société des américanistes,
9,1973, p. 137-175.

ciedades de la recreación, primeras


sociedades de la abundancia, según la
justa y alegre expresión de M. Sahlins.

Si el proyecto de constituir una


antropología económica de las
sociedades primitivas como disciplina
autónoma tiene una sentido, éste no
puede ser el resultado de la simple
consideración de la vi-da económica de
estas sociedades: nos quedamos en una
etnología de la descripción, en la
descripción de una dimensión no
autónoma de la vida social primitiva. La
idea de una antropología económica
aparece fundamentada más bien cuando
esa dimensión del “hecho social total”
se constituye como esfera autónoma:
cuando desaparece el rechazo del
trabajo, cuando al sentido del ocio le
substituye el gusto de la acumulación, en
una palabra, cuando se evidencia en el
cuerpo social esa fuerza externa que
evocábamos más arriba, esa fuerza sin
la cual los Salvajes no renunciarían al
ocio y que destruye la sociedad en tanto
que sociedad primitiva: esa fuerza es el
poder de forzar, la capacidad de
coerción, es el po-der político. Pero
entonces la antropología deja de ser
económica, pierde de algún modo su
objeto en el mismo instante en que cree
tomarlo, la economía se vuelve política.

Para el hombre de las sociedades


primitivas la actividad de producción es
exactamente medida, delimitada por las
necesidades a satisfacer, considerando
que se trata esencialmente de
necesidades energéticas: la producción
es empleada para la reconstitución del
stock de energía gastada. En otros
términos, es la vida como naturaleza
quien —salvo en el caso de los bienes
consumidos socialmente durante las
fiestas-funda y determina la cantidad de
tiempo dedicado a reproducirla. Es
decir, que una vez que se ha asegurado
la satisfacción global de las necesidades
energéticas, nada podía incitar a las
sociedades primitivas a querer producir
más, es decir, a alienar su tiempo en un
trabajo sin destino, cuando ese tiempo
es-tá disponible para el ocio, el juego,
la guerra o la fiesta. ¿En qué
condiciones puede transformarse esa
relación del hombre primitivo con la
actividad de producción? ¿En qué
condiciones se asigna esa actividad un
objetivo diferente de la satisfacción de
las necesidades energéticas? Se trata en
es te caso de plantear el problema del
origen del trabajo como trabajo
alienado.

En la sociedad primitiva, sociedad


igualitaria por esencia, los hombres son
dueños de su actividad, dueños de la
circulación de los productos de esa
actividad: sólo actúan para sí mismos,
cuando incluso la ley de intercambio de
bienes mediatiza la relación directa del
hombre con su producto. En
consecuencia, todo se transforma cuando
la actividad de producción se desvía de
su objetivo inicial, cuando, en lugar de
producir sólo para sí mismo, el hombre
primitivo produce también para los
demás, sin intercambio y sin
reciprocidad. Es entonces cuando se
puede hablar de trabajo: cuando la regla
igualitaria de intercambio deja de
constituir el “código civil” de la
sociedad, cuando la actividad de
producción tiende a satisfacer las
necesidades de los demás, cuando a la
regla del intercambio la substituye el
terror de la deuda. Es allí entonces
donde se inscribe la diferencia entre el
Salvaje amazónico y el Indio del
imperio inca.El primero sólo produce
para vivir, mientras que el segunto
trabaja, además, para hacer vivir a los
demás, a los que no trabajan, a los amos
que le dicen: hay que pagar lo que nos
debes, tienes que reembolsar
eternamente tu deuda.

Cuando lo económico en la sociedad


primitiva se deja señalar como campo
autónomo y definido, cuando la
actividad de producción se vuelve
trabajo alienado, contabilizado e
impuesto por quienes van a gozar de su
producto, esta sociedad ya no es
primitiva, se ha vuelto sociedad
dividida en dominantes y dominados, en
amos y, ha dejado de exorcizar lo que
está destinado a matarla: el poder y el
respeto al poder. La mayor división de
la sociedad, la que funda todas las
demás, incluida sin duda la división del
trabajo, es la nueva disposición vertical
entre la base y la cúspide, es la gran
ruptura política entre poseedores de la
fuerza, sea bélica o religiosa, y
sometidos a esa fuerza. La relación
política del poder precede y funda la
relación económica de explotación.
Antes de ser economista la alienación es
política, el poder está antes del trabajo,
lo económico es un derivado de lo
político, la emergencia del Estado
determina la aparición de las clases.

Estado incompleto, carencia, falta:


ciertamente no es de este

modo como se revela la naturaleza de


las sociedades primitivas. Se impone
mucho más como positividad, como
dominación del me-dio natural y
dominación del proyecto social, como
libre voluntad de no dejar salir fuera de
su ser nada que pudiese alterarlo, co-
rromperlo y disolverlo. Se trata de
afirmar fuertemente esto: las sociedades
primitivas no son embriones retrasados
de sociedades posteriores, cuerpos
sociales de desarrollo “normal”,
interrumpido por alguna rara
enfermedad, no se encuentran en el punto
de partida de una lógica histórica que
conduce directamente al término inscrito
por anticipado, conocido solamente a
posteriori, nuestro propio sistema
social.(Si la historia es esta lógica,
¿cómo pueden existir todavía
sociedades primitivas?) Todo esto se
traduce, en el plano de la vida
económica, por el rechazo de las
sociedades primitivas a dejarse anegar
por el trabajo y la producción, por la
decisión de limitar los stocks a las
necesidades socio-políticas, por la
imposibilidad intrínseca de la
competencia —¿de qué serviría en una
sociedad primitiva ser rico entre los
pobres?- en una palabra, por la
prohibición, no formulada y sin embargo
dicha, de la desigualdad.

¿Qué hace en una sociedad primitiva que


la economía no sea política? Como
vemos, se debe a que la economía no
funciona allí de modo autónomo. Se
podría decir que en este sentido las
sociedades primitivas son sociedades
sin economía por rechazo a la economía.
Pero ¿debemos también determinar
como ausente el ser de lo político en
estas sociedades? ¿Hay que admitir que,
ya que se trata de sociedades “sin ley ni
rey”, el campo de lo político les hace
falta? ¿Y no caeríamos así en el trillado
camino clásico de un etnocentrismo en
el que la carencia marca a todos los
niveles a las sociedades diferentes?

Plantéese pues el problema de lo


político en las sociedades primitivas.
No se trata simplemente de un problema
“interesante”, de un tema reservado a la
reflexión de los puros especialistas, ya
que la etnología se despliega allí en las
dimensiones de una teoría general ( a
construir) de la sociedad y de la
historia. La diversidad extrema de los
tipos de organización social, la
abundancia de sociedades disimiles, en
el tiempo y en el espacio, no impiden sin
embargo la posibilidad de un orden en
lo discontínuo, la posibilidad de una
reducción de esa infinita multiplicidad
de diferencias/Reducción masiva, ya
que la historia sólo nos ofre-ce, el
hecho, dos tipos de sociedades
absolutamente irreductibles uno al otro,
dos macroclases que reúnen
individualmente a sociedades que tienen
algo fundamental en común, más allá de
sus diferencias. Por una parte están las
sociedades primitivas, o sociedades sin
Estado, y por la otra las sociedades con
Estado. Es la presencia o ausencia de
aparato del Estado (susceptible de tomar
múltiples formas) lo que asigna a toda
sociedad su lugar lógico, lo que traza
una línea de irreversible discontinuidad
entre las sociedades. La aparición del
Estado ha efectuado la gran división
tipológica entre salvajes y civilizados,
ha inscrito la imborrable ruptura más
allá de la cual todo cambia, ya que el
Tiempo se vuelve Historia. Se ha
observado a menudo, con razón, en el
movimiento de la historia mundial dos
aceleraciones decisivas de su ritmo. El
motor del primero fue lo que se llama la
revolución neolítica (domesticación de
los animales, agricultura,
descubrimiento de las artes del tejido y
de la cerámica, sedentarización
consecutiva de los grupos humanos, etc.)
Vivimos aún y cada vez más, en la pro-
longación de la segunda aceleración, la
revolución industrial del siglo XIX.
Evidentemente no hay duda de que la
ruptura neolítica trastor-nó las
condiciones de existencia material de
los pueblos anteriormente paleolíticos.
¿Fue esta transformación tan
fundamental como para afectar en su
mayor profundidad el ser de las
sociedades? ¿Se puede hablar de un
funcionamiento diferente de los sistemas
sociales según sean preneolíticos o
postneolíticos? La experiencia
etnográfica indica más bien lo contrario.
El paso del nomadismo a la
sedentarización sería la más rica
consecuencia de la revolución neolítica
en la medida en que gracias a la
concentración de una población
estabilizada ha permitido la formación
de ciudades y más allá de ello, de
aparatos del Estado. Pero afirman-do
esto se decide que todo “completo”
tecnocultural desprovisto de agricultura
está necesariamente condenado al
nomadismo. Lo que etnográficamente es
inexacto: una economía de caza, pesca y
recolección no exige necesariamente un
modo de vida nómada. Esto lo
confirman muchos ejemplos, tanto en
América como en otros lugares: la
ausencia de agricultura es compatible
con la vida sedentaria. Lo que haría
suponer de paso que si ciertos pueblos
no han adquirido la agricultura, en
circunstancias en que ella era
ecológicamente posible, no es por
incapacidad, retardo tecnológico,
inferioridad cultural, sino simplemente
porque no la necesitaban.

La historia post-colombina de América


presenta el caso de poblaciones de
agricultores sedentarios que, bajo el
efecto de una revolución técnica
(conquista del caballo y,
accesoriamente, de las armas de fuego)
eligieron abandonar la agricultura para
dedicarse casi exclusivamente a la caza,
cuyo rendimiento era multiplicado por la
movilidad diez veces mayor que les
proporcionaba el caballo. Desde el
momento en que se volvieron ecuestres,
las tribus de los Llanos en América del
Norte o las del Chaco en América del
Sur intensificaron y extendieron sus
desplazamientos: pero estamos bien
lejos del nomadismo en el que se
incluye generalmente a las bandas de
cazadores-recolectores (tales como los
guayakís del Paraguay) y para los grupos
en cuestión el abandono de la agricultura
no se ha traducido en la dispersión
demográfica ni en la transformación de
la organización social anterior.

¿Qué nos enseñan este movimiento del


mayor número de sociedades de la caza
a la agricultura, y el movimiento inverso
de algunas otras de la agricultura a la
caza? Que parece realizarse, sin
cambiar nada en la naturaleza de la
sociedad, que ésta permanece idéntica a
sí misma cuando se transforman
solamente sus condiciones de existencia
material; que si la revolución neolítica
ha afectado y sin duda facilitado
considerablemente la vida material de
los grupos humanos de entonces, no
implica necesariamente un trastorno del
orden social. En otros términos, y en lo
que concierne a las sociedades
primitivas, el cambio al nivel de lo que
el marxismo llama la infraestructura
económica, no determina en absoluto su
re-flejo corolario, la superestructura
política, ya que ésta aparece
independiente de su base material. El
continente americano ilustra claramente
la autonomía respectiva de la economía
y de la sociedad. Grupos de cazadores
—pescadores— recolectores, nómadas
o no presentan las mismas propiedades
socio-políticas que sus vecinos
agricultores sedentarios: infraes
tructuras” diferentes, “superestructura”
idéntica. Inversamente, las sociedades
meso-americanas —sociedades
imperiales, sociedades con Estado-eran
tributarias de una agricultura que,
aunque más intensiva que en otras
partes, no dejaba de situarse, desde el
punto de vista técnico, muy cerca de las
tribus “salvajes” de la Selva Tropical:
“infraestructura” idéntica,
“superestructuras” diferentes, ya que en
un caso se trata de sociedades sin
Estado, en el otro de Estados
consumados.
Es la ruptura política, pues, la que es
decisiva, y no el cambio económico. La
verdadera revolución en la protohistoria
de la humanidad no es la del neolítico,
ya que ella puede muy bien dejar intacta
la antigua organización social, es la
revolución política, es esa aparición
misteriosa, irreversible, mortal para las
sociedades primitivas que conocemos
con el nombre de Estado. Y si se quiere
conservar los conceptos marxistas de
infraestructura y de superestructura,
habría entonces tal vez que reconocer
que la infraestructura es lo político y la
superestructura lo económico. El único
trastorno estructural, abismal, que puede
transformar la sociedad primitiva
destruyéndola como tal, es el que hace
surgir en su seno, o del exterior, aquel
cuya misma ausencia define esta
sociedad: la autoridad de la jerarquía, la
relación de poder, el sometimiento de
los hombres, el Estado. No tendría
sentido buscar su origen en una
hipotética modificación de las
relaciones de producción en la sociedad
primitiva, modificación que al dividir
poco a poco la sociedad entre ricos y
pobres, explotadores y explotados,
conduciría mecánicamente a la
instauración de un órgano de ejercicio
del poder de los primeros sobre los
segundos, a la aparición del Estado.

Más aún que hipotética, esta


modificación de la base económica es
imposible. Para que en una sociedad
dada el régimen de la producción se
transforma en el sentido de una mayor
intensidad de trabajo en vistas a una
producción acrecentada de bienes, es
necesario que los hombres de esta
sociedad deseen esta transformación de
su tipo de vida tradicional o que, no
deseándola, se vean forzados a ello por
la violencia exterior. En el segundo
caso, nada surge de la misma sociedad,
que padece la agresión de

una fuerza externa en beneficio de la


cual va a modificarse el régimen de
producción: trabajar y producir más
para satisfacer las necesidades de los
nuevos amos del poder. La opresión
política determina, llama, permite la
explotación. Pero la evocación de tal
“guión escénico” no sirve de nada, ya
que plantea un origen exterior,
contingente, inmediato de la violencia
del Estado, y no la lenta realización de
las condiciones internas, socio-
económicas, de su aparición.

Se dice que el Estado es el instrumento


que permite a la clase dominante ejercer
su dominación violenta sobre las clases
dominadas. Aceptémoslo. Para que haya
aparición de Estado es necesario pues
que haya con anterioridad división de la
sociedad en clases sociales
antagonistas, ligadas entre ellas por
relaciones de explotación. La estructura
de la sociedad, entonces, —la división
en clases-debería preceder al
surgimiento de la máquina estatal.
Observemos de pa-so la fragilidad de
esta concepción puramente instrumental
del Es-tado. Si la sociedad es
organizada por opresores capaces de
explotar a los oprimidos, quiere decir
que esta capacidad de imponer la
alienación se sostiene en el uso de una
fuerza, es decir, en lo que ha-ce la
substancia misma del Estado,
“monopolio de la violencia físi-ca
legítima”. ¿A qué necesidad respondería
desde ese momento la existencia de un
Estado ya que su esencia —la violencia
— es inmanente a la división de la
sociedad, ya que en este sentido está
dado de antemano en la opresión que
ejerce un grupo social sobre los demás?
Solo sería el órgano inútil de una
función cumplida antes y en otra parte.

Articular la aparición de la máquina


estatal a la transformación de la
estructura social conduce solamente a
llevar más atrás el problema de esta
aparición. Y hay que preguntarse
entonces por qué se produce, en el seno
de una sociedad primitiva, es decir de
una sociedad no dividida, la nueva
repartición de los hombres en
dominantes y dominados. ¿Cuál es el
motor de esta transformación ma-yor que
culminaría con la instalación del
Estado? Su surgimiento sancionaría la
legitimidad de una propiedad privada
aparecida previamente, el Estado sería
el representante y el protector de los
propietarios. Muy bien. ¿Pero por qué
tendría que haber aparición de la
propiedad privada en un tipo de
sociedad

que ignora, porque la rechaza, la


propiedad? ¿Por qué algunos quisieron
proclamar un día: esto es mío, y cómo
los demás dejaron establecerse así el
germen de lo que la sociedad primitiva
ignora, la autoridad, la opresión, el
Estado? Lo que se sabe actualmente de
las sociedades primitivas ya no permite
buscar al nivel de lo económico el
origen de lo político. No es en ese suelo
que se arraiga el árbol genealógico del
Estado. Nada hay en el funcionamiento
económico de una sociedad primitiva,
de una sociedad sin Estado, nada que
permita la introducción de la diferencia
entre más ricos y más pobres, ya que
nadie experimenta el barroco deseo de
hacer, poseer, parecer más que su
vecino. La capacidad de satisfacer las
necesidades materiales, igual para
todos, y el intercambio de los bienes y
servicios, que impide constantemente la
acumulación privada de los bienes,
hacen simplemente imposible el
surgimiento de tal deseo, deseo de
posesión que es de hecho deseo de
poder. La sociedad primitiva, primera
sociedad de la abundancia, no deja
ningún lugar al deseo de
sobreabundancia.

Las sociedades primitivas son


sociedades sin Estado porque el Estado
es imposible allí. Y sin embargo todos
los pueblos civilizados han sido
primeramente salvajes: ¿qué ha hecho
que el Estado haya dejado de ser
imposible? ¿Por qué los pueblos dejaron
de ser salvajes? ¿Qué enorme
acontecimiento, qué revolución dejaron
surgir la figura del Déspota, del que
manda a aquellos que obede-cen? ¿De
dónde viene el poder político”!
Misterio, tal vez provi-sorio, del origen.
Si aún parece imposible determinar las
condiciones de aparición del Estado, se
pueden precisar por el contrario las
condiciones de su no aparición, y los
textos que aquí han sido reunidos,
intentan ubicar el espacio de lo político
en las sociedades sin Esta-do. Sin fe, sin
ley sin rey: lo que Occidente decía en el
siglo XVI de los Indios puede
extenderse sin dificultad a toda sociedad
primitiva. Puede incluso ser el criterio
de distinción: una sociedad es primitiva
si le falta el rey, como fuente legítima de
la ley, es decir la máquina estatal.
Inversamente, toda sociedad no
primitiva es una sociedad con Estado:
poco importa el régimen socio-econó-
mico en vigor. Es por esto que se puede
agrupar en una sola clase a los grandes
despotismos arcaicos -reyes,
emperadores de China o de los Andes,
faraones—, a las monarquías más
recientes —el Estado soy yo—, o a los
sistemas sociales contemporáneos, ya
sea el capitalismo liberal, como en
Europa occidental, ya el de Estado,
como en otras partes…

No hay pues un rey en la tribu, sino un


jefe que no es un jefe de Estado. ¿Qué
significa eso? Simplemente que el jefe
no dispone de ninguna autoridad, de
ningún poder de coerción, de ningún
medio de dar una orden. El jefe no es un
comandante, la gente de la tribu no tiene
ningún deber de obediencia. El espacio
del liderazgo no es el lugar del poder, y
la figura (muy mal llamada) del “jefe”
salvaje no prefigura en nada a la de un
futuro déspota. Ciertamente no es del
liderazgo primitivo de donde puede
deducirse el aparato estatal en general.

¿En qué el jefe de la tribu no prefigura


el jefe de Estado? ¿En qué tal
anticipación del Estado es imposible en
el mundo de los salvajes? Esa
discontinuidad radical -que hace
impensable un paso progresivo del
liderazgo primitivo a la máquina estatal
-se funda naturalmente en esa relación
de exclusión que sitúa el poder político
al exterior del liderazgo. Lo que se trata
de pensar es un jefe sin poder y una
institución —el liderazgo—, extraña a
su esencia, la autoridad. Las funciones
del jefe, tal como han sido analizadas
más arriba, muestran que no se trata de
funciones de autoridad. Encargado
esencialmente de resolver los conflictos
que pueden surgir en-tre individuos,
familias; linajes, etc., el jefe sólo
dispone, para restablecer el orden y la
concordia, del prestigio que le reconoce
la sociedad. Pero prestigio no significa
poder, por supuesto, y los medios que
posee el jefe para cumplir su tarea de
pacificador se limitan al exclusivo uso
de la palabra: ni aún para ser arbitro
entre partes opuestas, pues el jefe no es
un juez, puede permitirse tomar partido
por uno u otro; sólo puede intentar,
armado únicamente con su elocuencia,
persuadir a la gente de que debe
calmarse, renunciar a las injurias,imitar
a los antepasados, quienes siempre
vivieron en el buen entendimiento.
Empresa de éxito nunca seguro, apuesta
siempre incierta, pues la palabra del
jefe no tiene fuerza de ley. Si el esfuerzo
de persuadir fracasa, el conflicto puede
resolverse por la violencia y el prestigio
del jefe puede muy bien no sobrevivir a
ello, ya que ha

demostrado su impotencia para realizar


lo que se espera de él.

¿En qué estima la tribu que un hombre es


digno de ser jefe? Só-lo en su
competencia “técnica”, al fin de cuentas:
dones oratorios, pericia como cazador,
capacidad de coordinar las actividades
guerreras, ofensivas o defensivas. Y de
ningún modo deja la sociedad al jefe
pasar más allá de ese límite técnico,
nunca deja convertirse una superioridad
técnica en autoridad política. El jefe
está al servicio de la sociedad, es la
sociedad misma —verdadero lugar del
poder— que ejerce como tal su
autoridad sobre el jefe. Es por esto que
es imposible para el jefe invertir esa
relación para su provecho, poner a la
sociedad a su propio servicio, ejercer
sobre la tribu lo que se llama el poder:
jamás la sociedad primitiva tolerará que
su jefe se transforme en déspota.

La tribu somete al jefe de algún modo a


una estricta vigilancia, y éste es
prisionero de un espacio del que ella no
le deja salir. Pero; ¿tiene él deseos de
salir de allí? ¿Sucede que un jefe desee
ser jefe? ¿Que quiera substituir al
servicio y al interés del grupo la
realización de su propio deseo? ¿Que la
satisfacción de un interés personal tome
la delantera sobre la sumisión al
proyecto colectivo? En virtud mismo del
estrecho control al que la sociedad
somete (por su naturaleza de sociedad
primitiva y no, por supuesto, por una
preocupación conciente y deliberada de
vigilancia), como todo el resto, la
práctica del líder, escasos son los jefes
en situación de transgredir la ley de la
sociedad primitiva: no eres más que los
de-más. Escasos, por cierto, pero no
inexistentes: ocurre a veces que un jefe
quiere hacer de jefe, y no por cálculo
maquiavélico sino más bien porque en
definitiva no tiene alternativa, no puede
hacer de otro modo. Expliquémonos. Por
regla general un jefe no intenta (ni
siquiera lo piensa) subvertir la relación
normal (conforme a las normas) que
mantiene con su grupo, subversión que,
de servidor de la tribu, lo convertiría en
amo de ella. El gran cacique Alaykín,
jefe de guerra de una tribu abipona del
Chaco argentino definió perfectamente
esa relación normal en la respuesta que
dio a un oficial español, quien quiso
convencerlo de arrastrar su tribu a una
guerra no deseada: “Por costumbre
recibida de sus antepasados los
abipones hacen todo a su gusto y no al
de su cacique. Yo les dirijo, pero no po-
dría perjudicar a ninguno de los míos sin
perjudicarme yo mismo; si yo utilizara
las órdenes o la fuerza con mis
compañeros, ellos me volverían pronto
la espalda. Prefiero ser amado y no
temido por ellos.” Y no lo dudemos, la
mayoría de los jefes indios habrían
tenido el mismo discurso.

Sin embargo hay excepciones, casi todas


ligadas con la guerra. Se sabe,
efectivamente, que la preparación y la
conducción de una expedición militar
son las únicas circunstancias en que el
jefe pue-de ejercer un mínimo de
autoridad, fundada, solamente, repitá-
moslo, en su competencia técnica de
guerrero. Una vez que han terminado las
cosas, y sea cual fuere el resultado del
combate, el jefe de guerra vuelve a ser
un jefe sin poder, y en ningún caso el
prestigio consecutivo a la victoria se
transforma en autoridad. To-do se juega
precisamente en esta separación
mantenida por la sociedad entre poder y
prestigio, entre la gloria de un guerrero
vencedor y el mando que se le prohibe
ejercer. La más cabal fuente para apagar
la sed de prestigio de un guerrero es la
guerra. Al mismo tiempo, un jefe cuyo
prestigio está ligado con la guerra no
puede conservarlo y reforzarlo más que
la guerra: es una especie de salida
obligada hacia adelante que le empuja a
organizar incesantes expediciones
guerreras de las que cuenta retirar los
beneficios (simbólicos) resultantes de la
victoria. Mientras su deseo de guerra
corresponde a la voluntad general de la
tribu, en especial de los jóvenes, para
quienes la guerra es también el principal
medio de adquirir prestigio, mientras la
voluntad del jefe no exceda la de la
sociedad, las relaciones habituales entre
la segunda y el primero no cambian.
Pero el peligro de que el deseo del jefe
sobrepase el deseo de la sociedad, el
riesgo de que él vaya más allá de lo que
debe, saliendo del estricto límite
asignado a su función, tal peligro es
permanente. A veces el jefe acepta
correrlo, intenta imponer a la tribu su
proyecto individual, intenta substituir su
interés personal al interés colectivo.
Invirtiendo la relación normal que
determina al líder como medio al
servicio de un fin socialmente definido,
intenta hacer de la sociedad el medio de
realizar un fin puramente privado: la
tribu al servicio del jefe y no el jefe al
servicio de la tribu. Si eso funcionara,
tendríamos entonces ahí el lugar de
nacimiento del poder político, como
compulsión y violencia, se tendría su
primera encarnación, la figura mínima
del Estado. Pero eso no funciona nunca.
En el hermoso relato de los veinte años
que pasó entre los yanomamí (2), Elena
Valero habla largamente de su primer
marido, el líder guerrero Fusiwe. Su
historia ilustra perfectamente el destino
del liderazgo salvaje cuando es llevado,
por la fuerza de las cosas, a transgredir
la ley de la sociedad primitiva que,
verdadero lugar del poder, rehusa
deshacerse de él, rehusa delegarlo.
Fusiwe es pues reconocido como “jefe”
por su tribu gracias al prestigio que ha
adquirido como organizador y conductor
de incursiones victo-riosas contra los
grupos enemigos. Dirige, en
consecuencia, guerras deseadas por su
tribu, pone al servicio de su grupo su
competencia técnica de hombre de
guerra, su valentía, su dinamismo, es el
instrumento eficaz de su sociedad. Pero
la desgracia del guerrero salvaje
consiste en que el prestigio adquirido en
la guerra se pierde rápido si no se
renuevan constantemente sus fuentes. La
tribu, para quien el jefe sólo es el
instrumento apto para realizar su
voluntad, olvida fácilmente las victorias
pasadas del jefe. Nada pa-ra él está
ganado definitivamente, y si quiere
devolver a la gente la memoria tan
fácilmente perdida de su prestigio y su
gloria, no lo logrará exaltando sus
hazañas del pasado, sino suscitando la
ocasión de nuevos hechos guerreros. Un
guerrero no puede elegir: es-tá
condenado a desear la guerra. Es
exactamente por allí por don-de pasa el
límite del consenso que le reconoce
como jefe. Si su de-seo de guerra
coincide con el deseo de guerra de la
sociedad, ésta continúa siguiéndole.
Pero si el deseo de guerra del jefe
intenta imponerse a una sociedad
animada por el deseo de paz -de hecho
ninguna sociedad desea siempre hacer la
guerra—, entonces, la relación entre el
jefe y la tribu se invierte; el líder intenta
utilizar la sociedad como instrumento de
su objetivo individual, como medio para
su fin personal. Ahora bien, no lo
olvidemos, el jefe primitivo es un jefe
sin poder: ¿cómo podría imponer la ley
de su deseo a una so-
(2) E. Biocca, Yanoama, Plon, 1969.

ciedad que le rechaza? Es a la vez


prisionero de su deseo de prestigio y de
su impotencia para realizarlo. ¿Qué
puede suceder entonces? El guerrero
está condenado a la soledad, a ese
combate dudoso que sólo le conduce a
la muerte. Ese fue el destino del
guerrero sudamericano Fusiwe. Por
haber querido imponer a los suyos una
guerra que no deseaban, se vio
abandonado por su tribu. No le quedaba
más que llevar adelante solo esa guerra,
y murió acribillado por las flechas. La
muerte es el destino del guerrero, ya que
la sociedad primitiva es tal que no deja
substituir el deseo de prestigio la
voluntad de poder. En otros términos, el
jefe, en las sociedades primitivas, como
posibilidad de voluntad de poder, está
de antemano condenado a muerte. El
poder político separado es imposible en
la sociedad primitiva, no hay lugar, no
hay vacío que pueda llenar el Estado.

La historia de otro líder indio,


infinitamente más célebre que el obscuro
guerrero amazónico, el famoso jefe
apache Jerónimo, es menos trágica en su
conclusión, pero muy similar en su
desarrollo. La lectura de sus Memorias
(3) se revela muy instructiva, a pesar de
haber sido recogidas bastante fútilmente.
Jerónimo no era sino un joven guerrero
como los demás, cuando los soldados
mexicanos atacaron el campamento de
su tribu e hicieron una masacre de
mujeres y de niños, La familia de
Jerónimo fue exterminada
completamente. Las diversas tribus
apaches hicieron alianza para vengarse
de los asesinos, y Jerónimo fue
encargado de conducir el combate. Éxito
completo de los apaches, que redujeron
a la nada la guarni-ción mexicana. El
prestigio guerrero de Jerónimo,
principal artífi-ce de la victoria, fue
inmenso. Y a partir de este momento las
cosas cambian, algo sucede en
Jerónimo, algo pasa. Ya que si para los
apaches, contentos de una victoria que
satisface plenamente el deseo de
venganza, la cuestión está de algún
modo finiquitada, para Jerónimo la
cuestión es distinta: quiere continuar
vengándose de los mexicanos, estima
insuficiente la derrota sangrienta
impuesta a los soldados. Pero, por
supuesto, no puede atacar solo los
pueblos mexicanos.

(3) Mémoires de Gerónimo, Maspero,


1972.

Intenta pues convencer a los suyos para


volver a realizar otra expedición. En
vano. La sociedad apache aspira al
reposo una vez alcanzado el objetivo
colectivo, la venganza. El propósito de
Jerónimo es pues un objetivo individual
para cuya realización quiere arrastrar a
la tribu. Quiere hacer de la tribu el
instrumento de su deseo, habiendo sido
anteriormente, gracias a su competencia
de guerrero, el intruniento de su tribu.
Por supuesto, los apaches nunca
quisieron seguir a Jerónimo, del mismo
modo que los yanomamí rehusaron
seguir a Fusiwe. A lo más, el jefe
apache logra-ba (a veces al precio de
mentiras) convencer a algunos jóvenes,
ávidos de gloria y de botín. Para una de
esas expediciones, el ejército de
Jerónimo, heroico e irrisorio, ¡se
componía de dos hombres! Los apaches,
que habían aceptado el liderazgo de
Jerónimo por su habilidad de combate,
le volvían sistemáticamente la espalda,
cuando quería llevar adelante su guerra
personal. Jerónimo, el último gran jefe
de guerra norteamericano, pasó treinta
años de su vida queriendo “hacer de
jefe”, y no lo logró…

La propiedad esencial (es decir que toca


a la esencia) de la sociedad primitiva es
la de ejercer un poder absoluto y
completo so-bre todo lo que la
compone, es la de prohibir la autonomía
de cualquiera de los subconjuntos que la
constituyen, es la de mantener todos los
movimientos internos, concientes e
inconcientes, que alimentan la vida
social, en los límites y en la dirección
queridos por la sociedad. La tribu
manifiesta, entre otras cosas (y por la
violencia si es necesario), su voluntad
de preservar ese orden so-cial
primitivo, prohibiendo la emergencia de
un poder político individual, central y
separado. Sociedad a la que nada
escapa, pues, que no deja salir nada
fuera de sí, ya que todas las salidas
están cerradas. Sociedad que debería
eternamente reproducirse, en
consecuencia, sin que nada substancial
la afecte a través del tiempo.

Hay sin embargo un campo que escapa


al parecer, por lo me-nos en parte, al
control de la sociedad; hay un “flujo”, al
que sólo parece imponer una
“codificación” imperfecta: se trata del
cam-po demográfico, campo regido por
reglas culturales, pero también por leyes
naturales, espacio donde se despliega
una vida social arraigada a la vez en lo
social y en lo biológico, lugar de

una “máquina”, que funciona tal vez


según un mecanismo pro-pio, y que
luego se sitúa fuera del alcance de la
influencia social.

Sin pensar en substituir a un


determinismo económico un
determinismo demográfico, en inscribir
en las causas (el crecimiento
demográfico) la necesidad de los
efectos (la tranformación de la
organización social), es necesario
comprobar, sin embargo, so-bre todo en
América, el peso sociológico del
número de la población, la capacidad
que posee el aumento de las densidades
para trastornar -no decimos destruir—
la sociedad primitiva. Es muy probable,
en efecto, que una condición
fundamental de existencia de la sociedad
primitiva consiste en la debilidad
relativa de su dimensión demográfica.
Las cosas pueden funcionar según el mo-
delo primitivo sólo si los habitantes son
escasos. En otros términos, para que una
sociedad sea primitiva, es necesario que
sea pequeña en número. Y, de hecho, lo
que se constata en el mundo de los
salvajes es una extraordinaria división
de las “naciones”, tribus, sociedades en
grupos locales, que velan por conservar
su autonomía en el seno del conjunto del
que forman parte, a riesgo de concluir
alianzas provisorias con los vecinos
‘compatriotas”, si las circunstancias -
guerreras en especial-lo exigen. Esta
atomi-zación del universo tribal es
ciertamente un rnedio eficaz de impedir
la constitución de conjuntos socio-
políticos que integren los grupos
locales, y más allá de ello, un medio de
impedir el surgimiento del Estado, que
es en su esencia unificador.

Ahora bien, es sorprendente constatar


que en la época en que Europa los
descubre, los tupí-guaraníes parecen
alejarse sensiblemente del modelo
primitivo habitual, y en dos puntos
esenciales: el índice de densidad
demográfica de sus tribus o grupos
locales supera claramente el de las
poblaciones vecinas; por otra parte la
dimensión de los grupos locales no tiene
común medida con la de las unidades
socio-políticas de la Selva Tropical.
Evidentemente, las aldeas tupinambás,
por ejemplo, que reunían varios miles
de habitantes, no eran ciudades; pero
dejaban igualmente de pertenecer al
horizonte “clásico” de la dimensión
demográfica de las sociedades vecinas.
Sobre ese fondo de expansión
demográfica y de concentración de la
población, se destaca
—hecho igualmente no habitual en la
America de los Salvajes, si no en la de
los Imperios— la evidente tendencia de
los liderazgos a adquirir un poder
desconocido en otra parte. Los jefes
tupi-gua- raníes no eran ciertamente
déspotas, pero ya no eran totalmente
jefes sin poder. No es aquí el lugar para
emprender la larga y completa tarea de
analizar el liderazgo entre los tupi-
guaraníes. Báste-nos con indicar, en un
extremo de la sociedad, si así puede
decirse, el crecimiento demográfico, y
en el otro, la lenta emergencia del poder
político. Indudablemente no corresponde
a la etnología (o por lo menos no
solamente a ella) contestar a la pregunta
sobre las causas de la expansión
demográfica en una sociedad primitiva.
Tiene que ver, por el contrario, con esta
disciplina la articulación de lo
demográfico y de lo político, el análisis
de la fuerza que ejer-ce el primero sobre
el segundo, por intermedio de lo
sociológico.

Hemos proclamado a lo largo de este


texto la imposibilidad interna del poder
político separado en una sociedad
primitiva, la imposibilidad de una
génesis del Estado a partir del interior
de una sociedad primitiva. Y he aquí
que, pareciera, nosotros mismos e-
vocamos, contradictoriamente, a los
tupi-guaraníes como un ca-so de
sociedad primitiva, en donde comenzaba
a surgir lo que ha-bría podido llegar a
ser el Estado. Indudablemente se
desarrollaba en esas sociedades un
proceso, desde hacía mucho tiempo
seguramente, de constitución de un
liderazgo, cuyo poder político no era
despreciable. A tal punto que los
cronistas franceses y portugueses de la
época no dudan en atribuir a los grandes
jefes de fe-deraciones de tribus los
títulos de “reyes de provincia” o
“reyezuelos”. Ese proceso de
transformación profunda de la sociedad
tipi-guaraní conoció una brutal
interrupción con la llegada de los
europeos. ¿Significa esto que si el
descubrimiento del Nuevo Mundo
hubiese sido diferido un siglo, por
ejemplo, se habría impuesto una
formación estatal a las tribus indias del
litoral brasileño? Siempre es fácil y
arriesgado reconstruir una historia
hipotética que nada vendría a desmentir.
Pero en este caso, pensamos poder
responder con firmeza por la negativa;
no es la llegada de los occidentales lo
que cortó la posible emergencia del
Estado en-tre los tupi-guaraníes, sino un
sobresalto de la sociedad misma, como
sociedad primitiva, un sobresalto, un
levantamiento, dirigido de algún modo,
si no explícitamente contra los
liderazgos, al menos, por sus efectos,
destructor del poder de los jefes.
Queremos hablar de ese extraño
fenómeno que desde los últimos
decenios del siglo XV agitaba a las
tribus tupi-guaraníes; la prédica
encendida de ciertos hombres que, de
grupo en grupo, llamaban a los indios a
abandonar todo para lanzarse a la
búsqueda de la Tierra sin Mal, el
paraíso terrestre.

Liderazgo y lenguaje están


intrínsecamente ligados en la sociedad
primitiva, la palabra es el único poder
otorgado al jefe: más que ello, la
palabra es para él un deber. Pero hay
otra palabra, otro discurso, articulado
no por los jefes sino por esos hombres
que en los siglos XV y XVI arrastraban
detrás de ellos a los indios por millares
en locas migraciones en busca de la
patria de los dioses: es el discurso de
los karai, es la palabra profética,
palabra virulenta, eminentemente
subversiva por llamar a los indios a
emprender lo que bien puede designarse
como la destrucción de la sociedad. El
llamado de los profetas a abandonar la
tierra mala, es decir, la sociedad tal
como era, para acceder a la Tierra sin
Mal, a la sociedad de la felicidad
divina, implicaba la condena a muerte
de la estructura de la sociedad y de su
sistema de normas. Ahora bien, cada vez
con mayor fuerza se imponían a esta
sociedad la marca de la autoridad de los
jefes, el peso de su naciente poder
político. Tal vez podamos entonces
decir que si los profetas, sur-gidos del
corazón de la sociedad, proclamaban
malo el mundo en que vivían los
hombres, es porque ellos descubrían la
desgracia, el mal, en esa muerte lenta a
que condenaba la emergencia del poder,
a más o menos largo plazo, a la
sociedad tupi-guaraní, co-mo sociedad
primitiva, como sociedad sin Estado.
Animados por el sentimiento de que el
antiguo mundo salvaje temblaba en su
fundamento, obsesionados por el
presentimiento de una catástrofe socio-
cósmica, los profetas decidieron que era
preciso cambiar el mundo, que era
preciso cambiar de mundo, abandonar el
de los hombres y ganar el de los dioses.
Palabra profética aún viva, tal como lo
testimonian los textos “Profetas en la
Jungla” y “Del uno sin lo múltiple”. Los
tres o

cuatro mil Indios guaraní que subsisten


miserablemente en los bosques de
Paraguay gozan todavía de la riqueza
incomparable que les ofrecen los karaí.
Estos ya no son conductores de tribus
como sus antepasados del siglo XVI, ya
no hay más búsqueda posible de la
Tierra sin Mal. Pero la falta de acción
parece haber permitido una ebriedad del
pensamiento, una profundización
siempre más tensa de la reflexión sobre
la desgracia de la condición humana. Y
este pensamiento salvaje, casi
enceguecedor de tanta luminosidad, nos
dice que el lugar de nacimiento del Mal,
la fuente de la desgracia, es el Uno.

Hay que decir tal vez más sobre ello, y


preguntarse lo que el sa-bio guaraní
designa con el nombre de el Uno. Los
temas favoritos del pensamiento guaraní
contemporáneo son los mismos que
preocupaban, hace más de cuatro siglos,
a los que ya se llamaban karaí, profetas.
¿Por qué el mundo es malo? ¿Qué
podemos hacer para escapar del mal?
Son preguntas que a través de
generaciones estos indios se plantean
incesantemente: los karaí de ahora se
obstinan patéticamente en repetir el
discurso de los profetas de antaño. Ellos
sabían, pues, que el Uno es el mal, ellos
lo decían de aldea en aldea, y la
multitud los seguía en busca del bien, en
busca del no-Uno. Tenemos, pues, entre
los tupi-guaraní del tiempo del
Descubrimiento, por una parte, una
práctica —la emigración religiosa—,
inexplicable si no vemos allí el rechazo
de la vía hacia donde el liderazgo
conducía a la sociedad, el rechazo del
poder político separado, el rechazo del
Estado; por otra, un discurso profético
que identifica al Uno como la raíz del
Mal y afirma la posibilidad de escapar.
¿En qué condiciones es posible pensar
el U-no? Es necesario que de algún
modo su presencia, odiada o deseada,
sea visible. Y es por esto que creemos
poder desentrañar,bajo la ecuación
metafísica que iguala el Mal al Uno, otra
ecuación más secreta, y de orden
político, que dice que el Uno es el
Estado. El profetismo tupi-guaraníes la
tentativa heroica de una sociedad
primitiva para abolir la desgracia en el
rechazo radical del Uno como esencia
universal del Estado. Esta lectura
“política” de un pensamiento metafísico
debería, entonces, incitar a plantear una
pregunta, tal vez sacrilega: ¿no
podríamos someter a una lectura similar
toda metafísica del Uno? ¿Qué hay del
Uno como Bien, como objeto
preferencial que la metafísica occidental
asigna, desde su aurora, al deseo del
hombre? Atengámonos a esta evidencia
sorprendente: el pensamiento de los
profetas salvajes y el de los griegos
antiguos piensan lo mismo el Uno; pero
el Indio Guaraní dice que el Uno es el
Mal, mientras que Heráclito dice que es
el Bien. ¿En qué condiciones es posible
pensar el Uno como el Bien?

Volvamos, para concluir, al mundo


ejemplar de los tupi-guara- níes. He
aquí a una sociedad primitiva que,
atravesada, amenazada por la
irresistible ascensión de los jefes,
suscita en sí misma y libera fuerzas
capaces, incluso al precio de un cuasi-
suicidio colectivo, de hacer fracasar la
dinámica del liderazgo, de detener el
movimiento que, tal vez, lo habría
llevado a transformar a los jefes en
reyes portadores de ley. Por un lado, los
jefes, por el otro y contra ellos, los
profetas: este es el cuadro, trazado en
sus líneas esenciales, de la sociedad
tupi-guaraní a fines del siglo XV. Y la
máquina profética funcionaba
perfectamente bien, ya que los karaí eran
capaces de arrastrar tras ellos masas
sorprendentes de indios fanatizados, di-
ríamos hoy, por la palabra de esos
hombres, hasta el punto de a-
compañarlos hasta la muerte.

¿Qué quiere decir esto? Armados


únicamente con su logos, los profetas
podían determinar una “movilización”
de los indios, po-dían realizar esta cosa
imposible en la sociedad primitiva:
unificar en la migración religiosa la
diversidad múltiple de las tribus.
¡Llega-ban a realizar, de una sola vez, el
“programa” de los jefes! ¿Astucia de la
historia? ¿Fatalidad que a pesar de todo
destina a la misma sociedad primitiva a
la dependencia? No sabemos. Pero en
todo ca-so el acto insurreccional de los
profetas contra los jefes confería a los
primeros, por una extraña vuelta de las
cosas, infinitamente más poder que el
poseído por los segundos. Entonces hay
que rec-tificar, quizá, la idea de la
palabra como lo opuesto a la violencia.
Si el jefe salvaje está en la obligación
de transmitir una palabra inocente, la
sociedad primitiva puede también,
ciertamente en condiciones
determinadas, ser proclive a escuchar
otra palabra, olvidan-do que esta
palabra es dicha como un mandamiento:
es la palabra profética. En el discurso
de los profetas yace tal vez en germen el
discurso del poder y, bajo los rasgos
exaltados del conductor de hombres que
di-ce el deseo de los hombres, se
disimula tal vez la figura silenciosa del
Déspota.

Palabra profética, poder de esta


palabra: ¿tendríamos acaso allí el lugar
originario del poder, el comienzo del
Estado en el Verbo? ¿Profetas
conquistadores de almas antes de ser
amos de los hombres? Tal vez. Pero
hasta en la extrema experiencia del
profetismo (porque sin duda la sociedad
tupi-guaraní había alcanzado, por
razones demográficas u otras, los límites
extremos que determinan a una sociedad
como sociedad primitiva), lo que nos
muestran los Salvajes es el esfuerzo
permanente para impedir a los jefes ser
je-fes, es el rechazo a la unificación, es
el trabajo de conjuración del Uno, del
Estado. La historia de los pueblos que
tienen una historia es, se dice, la historia
de la lucha de clases. La historia de los
pueblos sin historia es, diremos por lo
menos con igual grado de ver-dad, la
historia de su lucha contra el Estado.
ÍNDICE

Copérnico y los Salvajes 7

Intercambio y poder: filosofía del

liderazgo indígena 26

Independencia y exogamia 45

Elementos de demografía amerindia 72

El arco y el cesto 91

De qué se rien los indios 116

El deber de la palabra 136


Profetas en la jungla 140

Del uno sin lo múltiple 149

De la tortura en las sociedades


primitivas 155

La sociedad contra el Estado 165

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