FOUCAULT-Prefacio 1961

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Prefacio[1] a La historia de la locura (1961)

Michel Foucault
 
 

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                      Pascal: "Los hombres son tan necesariamente locos que habría que estar
afectado por otro giro de locura para no estarlo". Y este otro texto de Dostoievski en el
Diario de un escritor: "No es encerrando al vecino que uno se convence de su buen
tino".
            Es preciso hacer la historia de este otro giro de locura -ésta por la cual los
hombres, en el gesto de razón soberana que encierra a su vecino, comunican y se
reconocen a través del lenguaje sin misericordia de la no-locura; reencontrar el
momento de esta conjuración, antes de que haya sido definitivamente establecida en
el reino de la verdad, antes de que haya sido reanimada por el lirismo de la protesta.
Intentar reencontrar en la historia ese grado cero de la historia de la locura, donde es
experiencia indiferenciada, experiencia aún no separada por la partición misma.
Describir, desde el origen de su curvatura, este "otro giro" que, de parte a parte de su
gesto, deja caer, cosas de allí en más exteriores, sordas a todo intercambio, como
muertas una para otra, la Razón y la Locura.
            Es esta, sin duda, una región incómoda. Para recorrerla es preciso renunciar al
confort de las verdades últimas y no dejarse guiar nunca por lo que podemos saber
de la locura. Ninguno de los conceptos de la psicopatología, aún y sobre todo, en el
juego implícito de las retrospecciones, deberá ejercer el rol de organizador. Es
constitutivo el gesto que separa a la locura, y no la ciencia que se establece, una vez
efectuada esa partición, en la calma sobrevenida. Es originaria la cesura que establece
la distancia entre razón y no-razón; en cuanto a la captura que la razón ejerce sobre la
no-razón para arrancarle su verdad de locura, de falta o de enfermedad, ella deriva
de ello y desde hace mucho. Luego va a ser preciso hablar de ese debate primitivo sin
suponer victoria, ni derecho a la victoria; hablar de esos gestos repetidos en la
historia, dejando en suspenso todo lo que puede dar la imagen de acabamiento, de
reposo en la verdad; hablar de ese gesto de corte, de esa distancia tomada, de ese
vacío instaurado entre la razón y lo que no lo es, sin tomar apoyo jamás en la plenitud
de lo que ella pretende ser.
            Entonces y sólo entonces, podrá aparecer el dominio donde el hombre de la
locura y el hombre de la razón separándose, aún no lo están, y en un lenguaje muy
originario y muy tosco, mucho más temprano que el de la ciencia, entablan el diálogo
de su ruptura, que testimonia de una manera fugaz que aún se hablan. Aquí, locura y
no-locura, razón y no-razón están confusamente implicadas: inseparables desde el
momento en que aún no existen, y existiendo uno para el otro, uno por relación al
otro, en el intercambio que los separa.
            En el medio del sereno mundo de la enfermedad mental, el hombre moderno
no comunica más con el loco: hay por un lado el hombre de la razón que delega hacia
la locura al médico, no autorizando así más relación que a través de la universalidad
abstracta de la enfermedad; por el otro el hombre de la locura que no comunica con el
otro más que por intermedio de una razón totalmente abstracta, que es orden,
compulsión física y moral, presión anónima del grupo, exigencia de conformidad. No
hay lenguaje común; o mejor dicho no hay más; la constitución de la locura como
enfermedad mental a fin del siglo XVIII, supone la constatación de un diálogo roto,
da a la separación como ya admitida, y hunde en el olvido todas esas palabras
imperfectas, sin sintaxis fija, un poco balbuciantes, en las cuáles se efectuaba el
intercambio entre la locura y la razón. El lenguaje de la psiquiatria, que es monólogo
de la razón sobre la locura, no ha podido establecerse más que sobre tal silencio.
            No he querido hacer la historia de ese lenguaje sino más bien la arqueología de
ese silencio.
 
                      Los Griegos tenían relación con algo a lo que llamaban ubriz [ubris]. Esa
relación no era solamente de condenación, la existencia de Trasimaco, o de Callicles,
basta para demostrarlo, incluso si su discurso nos es transmitido ya envuelto en la
dialéctica tranquilizante de Sócrates. Pero el Logos griego no tenía oposición.
            El hombre europeo desde el fondo de la Edad media tiene relación con algo a
lo que llama confusamente: Locura, Demencia, Sinrazón. Es quizás a esta presencia
obscura a quien la Razón occidental debe algo de su profundidad, como a la amenaza
de la ubriz, la swjrosunh [sophrosune] de los discurseadores socráticos. En todo caso
la relación Razón-Sinrazón, constituye para la cultura occidental una de las
dimensiones de su originalidad; la acompañaba ya mucho antes de Jérôme Bosch y la
seguirá acompañando mucho después de Nietzsche y Artaud.
                      ¿Qué es entonces este afrontamiento por debajo del lenguaje de la razón?
¿Hacia qué podría conducirnos una interrogación que no seguiría la razón en su
devenir horizontal sino que buscaría retrazar en el tiempo esta verticalidad constante
que, a lo largo de la cultura europea, la confronta con lo que ella no es, con la medida
de su propia desmesura? ¿Hacia qué region iríamos que no es ni la historia del
conocimiento ni la historia a secas, que no está comandada ni por la teleología de la
verdad ni por el encadenamiento racional de causa, las cuáles no tienen ni valor ni
sentido sino más allá de la partición? Sin duda una región donde más bien sería
cuestión de límites antes que de la identidad de una cultura.
                      Se podría hacer una historia de los límites –de esos gestos obscuros,
necesariamente olvidados desde que han sido efectuados, por los cuáles una cultura
rechaza algo que será para ella el Exterior; y a lo largo de su historia, ese vacío
cavado, ese espacio en blanco por medio del cual se aisla, la designa tanto como sus
valores. Porque a sus valores, ella los recibe y los mantiene en la continuidad de la
historia; pero en esta región de la que queremos hablar, ejerce sus elecciones
esenciales, efectúa la partición que le da el aspecto de su positividad; aquí se
encuentra el espesor original donde se forma. Interrogar una cultura sobre sus
experiencias límites es cuestionarla, en los confines de la historia, sobre un
desgarramiento que es como el nacimiento mismo de su historia. Entonces se
encuentran confrontados, en una tensión siempre en vías de desanudarse, la
continuidad temporal de un análisis dialéctico y la puesta al día, en las puertas del
tiempo, de una estructura trágica.
            En el centro de estas experiencias-límites del mundo occidental estalla la de lo
trágico mismo –habiendo mostrado Nietzsche que la estructura trágica a partir de la
cual se constituye la historia del mundo occidental no es otra cosa que el
rehusamiento, el olvido, la caída silenciosa de la tragedia. Alrededor de esto, que es
central, puesto que anuda lo trágico a la dialéctica de la historia en el rehusamiento
mismo de la tragedia por la historia, gravitan muchas otras experiencias. Cada una,
en las fronteras de nuestra cultura, traza un límite que significa, al mismo tiempo,
una división original.
            En la universalidad de la ratio occidental, hay esa partición que es el Oriente: el
Oriente pensado como el origen, soñado como el punto vertiginoso en donde nacen
las nostalgias y las promesas de retorno; el Oriente se ofrece a la razón colonizante de
Occidente, pero indefinidamente inaccesible, porque permanece siempre como el
límite: noche del comienzo, donde Occidente se ha formado pero en la cual ha
trazado una línea divisoria; el Oriente es para él todo lo que él no es, aún cuando
deba buscar allí lo que es su verdad primitiva. Será preciso hacer una historia de esa
gran partición, a lo largo del devenir occidental, seguirla en su continuidad y sus
intercambios, pero también dejándola aparecer en su hieratismo trágico.
                      Será preciso también referir otras particiones: en la unidad luminosa de la
apariencia, la partición absoluta de sueño, donde el hombre no puede impedir
interrogarse sobre su propia verdad –sea ésta la de su destino o la de su corazón-
pero que él no cuestiona sino más allá de un rehusamiento esencial que lo constituye
y lo rechaza en la fragilidad del onirismo. Será necesario también hacer la historia, y
no solamente en términos de etnología, de las prohibiciones sexuales: en nuestra
propia cultura, hablar de las formas continuamente móviles y obstinadas de la
represión y no para hacer la crónica de la moralidad o de la tolerancia, sino para
llevar a la luz, como límite del mundo occidental y origen de su moral, la partición
trágica del mundo feliz del deseo. Será preciso en fin, y de entrada, hablar de la
experiencia de la locura.
            El estudio que se va a leer no será más que la primera, y sin duda la más fácil,
de esta larga empresa, que bajo la guía de la gran búsqueda nietzscheana desea
confrontar las dialécticas de la historia con las estructuras inmóviles de lo trágico.
 
            Entonces ¿Qué es la locura, en su forma más general, pero la más concreta,
para quien recusa la puesta en juego de todas las capturas ejercidas sobre ella por el
saber? Sin duda ninguna otra cosa que  la ausencia de obra.
            La existencia de la locura, ¿qué lugar puede tener en el devenir? ¿Cuál es su
lugar? Muy pequeño sin duda, algunas olitas que inquietan poco y no alteran la gran
calma razonable de la historia. ¿Qué peso tiene esto frente a ciertas palabras decisivas
que han tramado el devenir de la razón ocidental, todos esos discursos vanos, esos
dossiers de delirios indescifrables que el azar de las prisiones y las bibliotecas les han
yuxtapuesto? ¿Hay algún lugar en el universo de nuestros discursos para las miles de
páginas donde Thorin, un lacayo casi analfabeto y “demente furioso”[2], transcribió al
final del siglo XVII sus visiones en fuga y los alaridos de su terror? Todo esto no es
más que tiempo perdido, pobre presunción de un pasaje al que el porvenir recusa,
algo que en el devenir es irreparablemente menos que la historia.
            Es este “menos” el que es preciso interrogar, liberándolo de entrada de todo
índice peyorativo. Desde su formulación original, el tiempo histórico impone silencio
a algo que a continuación no podemos aprehender más que bajo las especies del
vacío, de lo vano, de la nada. La historia no es posible más que sobre el fondo de una
ausencia de historia, en medio de ese gran espacio de murmullos al que el silencio
acecha como su vocación y su verdad: “Declararé desierto ese castillo que tu desertas,
destruida esta voz, ausente tu rostro.” Equívoco de esta obscura región: puro origen,
puesto que es de ella que va a nacer, conquistando poco a poco sobre tanta confusión
las formas de su sintaxis y la consistencia de su vocabulario, el lenguaje de la historia
– y, residuo último, plaga estéril de palabras, arena recorrida y asimismo olvidada,
que no conserva en su pasividad más que la marca vacía de figuras extraídas.
            La gran obra de la historia del mundo está indeleblemente acompañada por
una ausencia de obra, que se renueva a cada instante, pero que corre inalterada en su
inevitable vacío a lo largo de la historia; y desde antes de la historia, puesto que está
ya aquí en la decisión primitiva, aún incluso después de ella, puesto que triunfará en
la última palabra pronunciada por la historia. La plenitud de la historia no es posible
más que en el espacio, vacío y poblado al mismo tiempo, por todas esas palabras sin
lenguaje que hacen escuchar a quien presta la oreja un ruido sordo por debajo de la
historia, el murmullo obstinado de un lenguaje  que hablaría sólo –sin sujeto parlante
y sin interlocutor, aplastado sobre sí, anudado a la garganta, derrumbándose antes de
haber alcanzado una formulación y retornando sin estridencias al silencio que nunca
abandonó. Raíz calcinada del sentido.
            Esto no es en absoluto locura aún, pero sí es la primera cesura a partir de la
cual la partición de la locura es posible. Esta es la retoma, el redoblamiento, la
organización en la estrecha unidad del presente; la percepción que el hombre
occidental tiene de su tiempo y de su espacio deja aparecer una estructura de rechazo,
a partir de la cual se denuncia a una palabra como no siendo lenguaje, a un gesto
como no siendo obra, a una figura como no teniendo derecho a poseer lugar en la
historia. Esta estructura es constitutiva de lo que es sentido y sin-sentido, o más bien
de la reciprocidad por la cual están ligados uno al otro; sólo ella puede dar cuenta del
hecho general de que en nuestra cultura no puede haber cultura de razón sin locura,
incluso el conocimiento racional que se tiene de ella la reduce y la desarma dándole el
frágil estatuto de accidente patológico. La necesidad de la locura a lo largo de la historia
de Occidente está ligada a ese gesto de decisión que separa del ruido de fondo y de su
monotonía continua, un lenguaje significativo que se transmite y se acaba en el
tiempo; brevemente, ella está ligada a la posibilidad de la historia.
            Esta estructura de la experiencia de la locura, que es enteramente del orden de
la historia, pero que habita sus confines, en el punto en que ella se decide, constituye
el objeto de este estudio.
            Es decir que no se trata en absoluto de una historia del conocimiento sino de
los movimientos rudimentarios de una experiencia. Historia, no de la psiquiatría, sino
de la locura misma, en su vivacidad, antes de toda captura por el saber. Es preciso
entonces tender la oreja, inclinarse hacia ese murmullo del mundo, intentar percibir
tantas imágenes que no han sido jamás poesía, tantos fantasmas que jamás han
alcanzado los colores de la vigilia. Pero sin duda es esta una tarea doblemente
imposible: puesto que nos pondría en posición de reconstituir los restos de esos
dolores concretos, de esas palabras insensatas que nada amarra al tiempo; y puesto
que, sobre todo, esos dolores y palabras no existen y no están dados en sí mismos y a
los otros más que en el gesto de la separación que ya los denuncia y los domina. Es
solamente en el acto de la separación y a partir de él que uno puede pensarlas como
restos que aún no se han separado. La percepción que busca aprehenderlas en estado
salvaje pertenece necesariamente a un mundo que ya las ha capturado. La libertad de
la locura no se entiende más que desde lo alto de la fortaleza que la tiene prisionera.
Ahora bien, ella “no dispone aquí más que del moroso estado civil de sus prisiones,
de su experiencia muda de perseguida, y nosotros no tenemos más que sus señas de
evadida”.
                      Hacer la historia de la locura entonces querrá decir: hacer un estudio
estructural del conjunto histórico –nociones, instituciones, medidas jurídicas y
policiales, conceptos científicos – que mantienen cautiva a una locura cuyo estado
salvaje no puede ser jamás restituido en sí mismo sino contando con el defecto de esta
inaccesible pureza primitiva, el estudio estructural debe remontarse hacia la decisión
que liga y separa a la vez razón y locura; ella debe tender a descubrir el intercambio
perpetuo, la obscura raíz común, el afrontamiento originario que da sentido tanto a la
unidad como a la oposición entre sentido y sinsentido. Así podrá reaparecer la
decisión fulgurante, heterogénea al tiempo de la historia, pero inaprehensible fuera
de él, que separa del lenguaje de la razón y las promesas del tiempo a ese murmullo
de obscuros insectos.
 
            Esta estructura, ¿es preciso asombrarse que sea visible sobre todo durante los
ciento cincuenta años que han precedido y llevado a la formación de una psiquiatría
considerada por nosotros como positiva? La época clásica -de Willis a Pinel, del furor
de Orestes a la Casa del Sordo y a Juliette- abarca precisamente este período durante
el cual el intercambio entre locura y razón modifica su lenguaje de una manera
radical. En la historia de la locura, dos  acontecimientos señalan esta alteración con
singular precisión: la creación del Hôpital Général en 1657, seguida del "gran
encierro" de los pobres; la liberación de los encadenados de Bicêtre en 1794. Entre
estos dos acontecimíentos singulares y simétricos sucede algo tan ambiguo que ha
dejado confusos a los historiadores de la medicina: represión ciega en un régimen
absolutista, según unos, y descubrimiento progresivo por la ciencia y la filantropía de
la locura en su verdad positiva según otros. En realidad, por debajo de estas
significaciones reversibles, se forma una estructura, que no deshace esta ambigüedad,
sino que la decide. Es esta estructura la que explica el tránsito de la experiencia
medieval y humanista de la locura, a esa otra experiencia que es la nuestra, la cual
confina la locura dentro del ámbito de la enfermedad mental. En la Edad Media,
hasta el Renacimiento, el debate del hombre con la demencia era un debate
dramático, que lo enfrentaba con las potencias sordas del mundo; y la experiencia de
la locura se obnubilaba entonces en imágenes donde era cuestión de la Caída, la
Consumación, la Bestia, la Metamorfosis, y todos los maravillosos secretos del Saber.
En nuestra época la experiencia de la locura se efectúa en la calma de un saber que, de
tanto conocerla, la olvida. Pero de una experiencia a otra se ha pasado por un mundo
carente de positividad y de imágenes, semejante a una transparencia silenciosa, que
deja aparecer como institución muda, gesto sin comentario, saber inmediato, una
gran estructura inmóvil; ésta no es ni del orden del drama ni del conocimiento; es el
punto donde la historia se inmoviliza en lo trágico, que a la vez la funda y la recusa.
            En el centro de esta tentativa por dejar valer, en sus derechos y en su devenir,
la experiencia clásica de la locura, se encontrará, entonces, una figura sin
movimientos: la partición simple del día y de la obscuridad, de la sombra y de la luz,
del sueño y la vigilia, de la verdad del sol y las potencias de la noche. Figura
elemental que no acoge al tiempo más que como retorno indefinido del límite.
            Y pertenecería también a esta figura el inducir al hombre a un potente olvido;
esa gran partición, llevaría a aprender a dominarla, a reducirla a su propio nivel; a
hacer en él el día y la noche; a ordenar el sol de la verdad a la frágil luz de su verdad.
Por haber dominado su locura; por haberla captado, liberándola, en las prisiones de
su mirada y su moral, por haberla desarmado rechazándola hacia un costado de sí, se
autorizó el hombre a establecer, en fin, de sí mismo a sí mismo esta suerte de relación
que se llama “psicología”. Ha sido necesario que la Locura cese de ser la Noche y
devenga sombra fugitiva en la conciencia, para que el hombre pueda pretender
detentar su verdad y desanudarla en el conocimiento.
                      En la reconstitución de esta experiencia de la locura, una historia de las
condiciones de posibilidad de la psicología se ha escrito como por sí misma.
 
            En el curso de este trabajo me ha sucedido servirme de material que ha podido
ser reunido por otros autores. Lo menos posible, sin embargo,  y sólo en los casos en
que no he podido tener acceso al documento mismo. Es que por fuera de toda
referencia a una “verdad” psiquiátrica, es preciso dejar hablar por sí mismas a esas
palabras, a esos textos que corren por debajo del lenguaje y que no estaban hechos
para acceder a la palabra. Quizás la parte, a mi entender, más importante de este
trabajo es el lugar que he dado al texto mismo de los archivos.
            Por lo demás, ha sido preciso mantenerse en una especie de relatividad sin
recurso, no buscando la solución en ningún recurso psicológico, que habría dado
vuelta las cartas, denunciado la verdad desconocida. Ha sido preciso no hablar de la
locura más que por relación al “otro giro” que permite a los hombres no estar locos, y
ese otro giro por su parte, no ha podido ser descripto, más que en la vivacidad
primitiva que lo engancha en un debate indefinido respecto de la locura. Fue
entonces necesario un lenguaje que sin apoyo: un lenguaje que entrando en el juego
debía autorizar el intercambio; un lenguaje que retomándose sin cesar debía ir, en un
movimiento continuo, hasta el fondo. Se trataba de salvaguardar a cualquier precio lo
relativo, y ser escuchado absolutamente.
            Aquí, en este simple problema de elocución, se ocultaba, y se expresaba la
mayor dificultad de la empresa; era preciso hacer venir a la superficie del lenguaje de
la razón una separación y un debate que deben necesariamente permanecer más acá,
puesto que ese lenguaje no toma sentido más que mucho más allá de ellos. Era
necesario entonces un lenguaje suficientemente neutro (suficientemente libre de
terminología científica, y de opciones sociales o morales) como para que pudiésemos
aproximarnos lo más cerca a esas palabras primitivamente embrolladas, para abolir
esa distancia por medio de la cual el hombre moderno se asegura contra la locura;
pero mediante un lenguaje suficientemente abierto como para que viniesen a
inscribirse allí, sin traicionarse, las palabras decisivas por las cuáles para nosotros se
ha constituído la verdad de la locura y de la razón. Por regla y método, no he retenido
más que una, que está contenida en un texto de Char, donde puede leerse también la
definición de la verdad más apremiante y al mismo tiempo la más mantenida en
reserva: “Retiraré de las cosas la ilusión que ellas producen para preservarse de
nosotros y les dejaré la parte que ellas nos conceden.” [3]
           
En esta tarea, que no podía dejar de ser un poco solitaria, todos los que me han
ayudado tienen derecho a mi reconocimiento. Y Georges Dumézil el primero, si quien
este trabajo no habría podido ser emprendido –ni ser iniciado en el curso de la noche
sueca ni acabado en el gran sol testarudo de la libertad polaca. Me es preciso
agradecer a Jean Hyppolite, y entre todos, a Georges Canguilhem, quien leyó este
trabajo aún informe, me aconsejó cuando nada era simple, me ahorró muchos errores,
y me mostró el precio que tiene ser escuchado. Mi amigo Robert Mauzi me aportó
sobre el siglo XVIII, que es el suyo, muchos conocimientos que me faltaban.
Sería preciso citar otros nombres que aparentemente no importan. Sin embargo
ellos saben, esos amigos de Suecia y esos amigos polacos, que hay algo de sus
presencias en estas páginas. Que me perdonen haberlos puesto a prueba, a ellos y a
su felicidad, tan próximos a un trabajo donde no era cuestión más que de lejanos
sufrimientos, y de archivos de dolor un tanto polvorientos.
 
“Companeros patéticos que apenas murmuran, vamos, enciendan la lámpara
extinta y muestren las joyas. Un misterio nuevo canta en vuestros huesos. Desarrollad
vuestra legítima extranjeridad.”
 
                                                           Hambourg, el 5 de febrero de 1960.
 
 
Fuente:
Préface; M. Foucault, M, Folie et Déraison. Histoire de la folie à l'âge classique, París, Plon,
1961, pp. I-XI. En M. Foucault, Dits et écrits I (1954-1969), Paris, Gallimard, 1994.
 
Traducción:
Adrian Ortiz
 
 
 
 
 

Apéndice
 
Versión del Prefacio publicado en la primera edición castellana de Historia de la locura
en la época clásica, FCE, 1967. Esa edición se atiene a la segunda edición, abreviada, de
la obra.
 
Prólogo
 
Pascal: "Los hombres son tan necesariamente locos,  que sería estar loco de alguna
otra manera el no estar  loco." Y Dostoiewski, en el Diario de un escritor: "No es
encerrando al vecino como se convence uno del buen sentido propio."
 
                     Es preciso hacer la historia de esa otra forma de la  locura, por la cual los
hombres, con el gesto de la razón soberana capaz de encerrar al vecino, se comunican
y
reconocen a través del lenguaje despiadado de la no- locura; es preciso encontrar el
momento en que se ha  formado esta conjura, antes de que se estableciera en el
reino de la verdad, antes de haber sido reanimada por  el lirismo de la protesta. Hay
que tratar de alcanzar  en la historia ese punto de arranque de la historia de la
locura, cuando era aún experiencia indiferenciada, no  repartida todavía, de la
herencia común. Describir, desde los orígenes de su desvío, esa "otra forma" que con
un ademán separa dos cosas, desde entonces exteriores e incapaces de comunicarse
entre sí, como muertas la una para la otra: la Razón y la Locura.
            Es sin duda una región incómoda. Para recorrerla es preciso renunciar a la
comodidad de las verdades concluyentes, y no dejarnos guiar jamás por lo que po-
damos saber de la locura. Ningún concepto de psico patología, sobre todo, deberá
desempeñar un papel organizador en nuestro juego retrospectivo. El gesto que
reparte la locura es constitutivo; no así la ciencia que se establece, una vez lograda
hecho el reparto, cuando la  calma ya ha vuelto. Es original la cesura que establece la
distancia entre razón y no-razón; en cuanto al estudio que hace la razón de la no-
razón para arrancarle su verdad de locura, de falta o de enfermedad, está desviado, y
mucho. Va a ser, pues, necesario, hablar de este primitivo debate sin suponer la
victoria, ni el derecho a la victoria; hablar de esas actitudes que se repiten
continuamente en la historia, dejando en suspenso todo lo que pudiera parecer
conclusión o reposo en la verdad; hablar de esa actitud de separar, de esa distancia
creada, de ese vacío instaurado entre la razón y lo que no es ella, sin apoyarse jamás
en la plenitud de lo que la razón pretende ser.
            Entonces, y solamente entonces, podrá aparecer el dominio donde se separan
el hombre de la locura y el hombre de la razón, mas no están separados aún;  allí con
un lenguaje muy temprano y rudo, mucho más matinal que el lenguaje científico,
entablan el diálogo de su ruptura, que demuestra, así sea fugazmente, que se hablan
todavía. Allí, locura y no-locura, razón y no-razón están confusamente implicadas:
inseparables, pues todavía no existen, y existentes la una por la otra, la una en
relación con la otra, en el intercambio que las separa.
            En medio del mundo sereno de la enfermedad mental, el hombre moderno
cesa de comunicarse con el loco; por un lado encontramos al hombre razonable que
encarga al médico la tarea de ocuparse de la locura, y que no autoriza más relación
que la que puede establecerse a través de la universalidad abstracta de la
enfermedad; por otro lado, está el hombre loco, que no se comunica con el razonable
sino a través de una razón igualmente abstracta, que es orden, constreñimiento físico
y moral, presión anónima del grupo, exigencia de conformidad. No existe lenguaje
común, o más bien, ya no existe; la constitución de la locura como enfermedad
mental, a finales del siglo XVIII, hace constar la existencia de un diálogo roto y hace
de la separación algo adquirido; asimismo, hunde en el olvido esas palabras
imperfectas, carentes de una sintaxis fija, un poco balbucientes, que eran el medio
merced al cual se realizaba el intercambio entre razón y locura. El lenguaje de la
psiquiatría, que es monólogo de la razón sobre la  locura, sólo se ha podido establecer
sobre un silencio así.
            No me he propuesto hacer la historia de aquel lenguaje, sino la arqueología de
este silencio.           
 
                      Los griegos conocían una cosa que llamaban ubriV. Su actitud ante este
concepto no era exclusivamente de condenación: la existencia de Trasímaco o la de
Calicles lo demuestran, pese a que sus discursos nos han llegado envueltos en la
dialéctica tranquilizadora de Sócrates. Sin embargo, el Logos griego carecía de
contrario.
            El hombre europeo, desde principios de la Edad Media, conoce una cosa, a la
cual, confusamente, denomina locura, demencia, sinrazón. Tal vez, la razón
occidental deba a esta presencia oscura algo de su profundidad, como a la amenaza
de la ubriV, la swjrosunh de los discursos de los socráticos. En todo caso, la relación
entre razón y sinrazón constituye para la cultura occidental una de las dimensiones
de su originalidad;
la acompañaba desde antes de Jerónimo Bosco, y la seguirá mucho después de
Nietzsche y de Artaud.
            ¿En qué consiste, pues, esta confrontación por debajo del lenguaje de la razón?
¿Hacia qué nos podría conducir una interrogación que no siguiera la línea horizontal
del camino de la razón, sino que tratara de seguir el camino, en el tiempo, de esta
verticalidad
constante, que a lo largo de toda la cultura europea la enfrenta a lo que ella no es, la
medida de su propia desmesura? ¿Hacia qué región iríamos, que no es ni la historia
del conocimiento ni la historia en sentido estricto, que no es gobernada ni por la
teleología de la verdad ni por el encadenamiento racional de las causas, las cuales no
tienen ni valor ni sentido más allá del momento de la separación? Una región, sin
duda, donde se trataría más de límites que de la identidad de una cultura.
[...]
[Acá es donde la edición del FCE se saltea una importante porción de la versión original del
Prefacio]
 
            La época clásica -de Willis a Pinel, de las furias de Orestes a la Casa del Sordo
y a Juliette- abarca precisamente este periodo durante el cual el intercambio entre
locura y razón modifica su lenguaje de una manera radical. En la historia de la locura,
dos acontecimientos señalan esta alteración con singular precisión: la creación del
Hôpital Général en 1657 seguida del "gran encierro" de los pobres; y la liberación de
los encadenados de Bicêtre en 1794. Entre estos dos acontecimíentos singulares y
simétricos, algo sucede, tan ambiguo, que ha dejado confusos a los historiadores de la
medicina: represión ciega en un régimen absolutista, según unos, y según otros el
descubrimiento progresivo por la ciencia y la filantropía de la locura en su verdad
positiva. En realidad, por debajo de estas significaciones reversibles, se forma una
estructura, que no deshace esta ambigüedad, sino que decide. Es esta estructura la
que explica el tránsito de la experiencia
medieval y humanista de la locura, a esa otra experiencia que es la nuestra, la cual
confina a la locura dentro del ámbito de la enfermedad mental. En la Edad Media,
hasta el Renacimiento, el debate del hombre con la demencia era un debate
dramático, que lo enfrentaba con las potencias sordas del mundo; y la experiencia de
la locura se obnubilaba entonces en imágenes donde se representaban la Caída, la
Consumación, la Bestia, la Metamorfosis, y todos los maravillosos secretos de la
Sabiduría. En nuestra época la experiencia de la locura se calla en la calma de un
saber que, de tanto conocerla, la olvida. Pero de una experiencia a otra se ha pasado
por un mundo carente de positividad y de imágenes, semejante a una transparencia
silenciosa, que deja vislumbrar, como muda institución, gesto sin comentario, saber
inmediato, una gran estructura inmóvil; ésta no es drama ni conocimiento; es el punto
donde la historia se inmoviliza en lo trágico, que a la vez la funda y la recusa.
 
[Aquí termina la traducción del Prefacio en la primera edición castellana]
 
 [1] Este prefacio no figura íntegramente más que en la edición original. A partir de 1972,
desapareció de tres reediciones. (Nota del Traductor)
[2] Bibliothèque de l’Arsenal, mss. N°s 12023 y 12024.
[3] Char (R.), Suzerain, en “Poemas y Prosa”, p. 87.

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