Bermejo Alvaro - El Evangelio Del Tibet PDF
Bermejo Alvaro - El Evangelio Del Tibet PDF
Bermejo Alvaro - El Evangelio Del Tibet PDF
Tíbet
Álvaro Bermejo
II PREMIO ATENEO
DE NOVELA HISTÓRICA
El II Premio Ateneo de Novela
Histórica fue publicado por el
Excelentísimo Ateneo de Sevilla y
Algaida Editores, siendo galardonada
la obra El Evangelio del Tíbet de Álvaro
Bermejo, presentada a concurso con el
título Un pez en el Tíbet.
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. No obtenemos ningún beneficio económico ni directa
ni indirectamente (a través de publicidad). Por ello, no consideramos que nuestro
acto sea de piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la
siguiente…
RECOMENDACIÓN
AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
Sin escritores no hay literatura. Recuerden que el mayor agradecimiento sobre esta
lectura la debemos a los autores de los libros.
PETICIÓN
Primera Parte
ADN de Cristo
5
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
6
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
7
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Sólo que, para que eso sucediera, tuvieron que pasar veinte años más. Y
naturalmente, mi amigo Manuel y yo tampoco lo sabíamos.
En la Primavera de 1967 Manuel Nájera era un joven y brillante arqueólogo
español que acababa de llegar al campo de excavaciones de Nablus, y yo sólo
un periodista destinado en aquel manicomio cisjordano, a la caza de un titular
que me valiese un Pulitzer. Lo tenía difícil. La crónica de todos los días se
repetía como el canto del muecín en la Explanada de las Mezquitas, agónica,
vengativa, indestructible. Más comunicados de los mil frentes de liberación,
nuevas crisis de los sucesivos gobiernos provisionales, y de vez en cuando un
buen bombazo para dar la razón a los profetas del desastre.
Menos mal que todas las noches encontrábamos un hueco para otra música.
Después de una ducha, me ponía un caftán al estilo de George Harrison, y con
eso y el carné de prensa, me dejaba caer por el elegante hotel Semiramis, más
elegante tras el cerco de sacos terreros que protegían el bar del lobby. Allí,
Manuel Nájera y una terna de locos prematuramente alopécicos y bastante
miopes, aunque todos con un whisky largo en la mano —los expertos de la
comisión internacional instituida para descifrarlos—, escenificaban cada día su
batalla particular en torno a esos pergaminos que extraían a manos llenas de las
cuevas de Qumrán y que pronto serían conocidos en todo el mundo como los
Rollos del Mar Muerto.
La polémica estaba centrada en la posibilidad de que tales manuscritos
pertenecieran a una escisión de la secta de los esenios, que debió de establecerse
en aquellos parajes con el fin de crear una comunidad más estricta, la
comunidad de la Nueva Alianza, cuyo misticismo mesiánico no era
incompatible con la guerra santa contra la ocupación romana, como los zelotes
que se suicidaron por centenares en la fortaleza de Masada al verse cercados
por las legiones del César. Fuesen esenios o zelotes, lo cierto es que los
8
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
9
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
10
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
11
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
12
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
13
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
14
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
15
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
16
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
revolucionarias...
—Bueno, eso es difícil de ocultar. Pero no conoce mis fuentes paralelas, ni
mi método de trabajo, por supuesto.
Un botones del hotel se acercó hasta nosotros.
—Míster Nájera... Tiene una conferencia en recepción. Le llaman desde
Europa.
—Debe de ser Carmen —se justificó consultando su reloj—. Claro, prometí
llamarla. Y es tardísimo.
Un trago más y se puso en pie.
—Lo siento, Álvaro, el deber me reclama —apostilló con un guiño. Pero nos
vemos mañana, ¿no? Y se perdió por entre los macetones del vestíbulo jugando
con las llaves de su habitación, como quien se despide de un amigo al que
espera encontrar al día siguiente, para el desayuno.
La realidad fue muy distinta, pues no volví a saber de él hasta casi diez
años después, cuando publicó su tesis sobre el Libro de Cobre. Yo nunca la
hubiese encontrado, jamás me acerco a esa clase de publicaciones selectas.
Manuel me la hizo llegar, tal vez para rememorar aquellos tiempos de Qumrán.
El Libro de Cobre también remitía a las mismas fuentes. Pero, de inmediato,
proponía una nueva inmersión en el enigma.
17
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
18
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Tíbet.
En el monasterio de Hemis, al suroeste de Leh, la capital de la actual
Ladakh, los jesuitas encontraron un texto custodiado por los lamas durante casi
dos mil años, en el que se narra el paso por Cachemira, al norte de India, de un
profeta que se hacía llamar Issa y venía de Occidente, donde decía haber nacido
de una virgen y ser conocido como el hijo del dios del sol.
19
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
20
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
21
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
hombre se le había resistido. Tal vez tuviera razón. Y tal vez Manuel siempre lo
supo. Demasiados amigos suyos habían vivido una escena parecida y habían
cometido la misma traición, Pero, a diferencia de ellos, yo amé realmente a
Carmen Urkiza. Por eso me perdonó. Manuel fue testigo de todas las ocasiones
en que rehusé encontrarme con él en presencia de ella. No sólo por respeto o
por remordimientos, sino porque su maldita inocencia me sobrepasaba, hacía
que me sintiera un perfecto miserable.
22
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
La brisa traía hasta nosotros el olor dulzón las canastas de curry de los
vendedores ambulantes, y la peste a bosta de las vacas sagradas que vagaban
frente a aquel hotel del Octógono de Kandy, en Sri Lanka, donde nos
encontramos por última vez, cinco o seis años después del escándalo de aquel
suicidio. Como en los viejos tiempos, yo había sido enviado por Reuters para
cubrir unas elecciones con fondo de rebelión armada. Manuel se abstraía de los
bombazos descifrando un monolito de más de veinte metros labrado de arriba
abajo con una caligrafía de hormigas. Los dos nos veíamos más viejos, pero su
mirada, esa mirada de un intenso azul líquido, seguía siendo la misma que
conocí en Qumrán. Veinte años después seguía perdida en un horizonte muy
lejano, como haciendo tiempo a las puertas del más allá, ese enigma oscuro que
él podía ver lleno de luz con sólo asomarse a la negra boca de una vasija esenia,
mientras al otro lado de la terraza de nuestro hotel, una peregrinación de
servidores de la muerte llevaba sobre andas un muerto pintarrajeado de azafrán
hacia un baldío donde sobrevolaban los buitres.
Esa noche nos retiramos tarde, teníamos mucho que contarnos. Todo,
excepto lo que ocurrió el día de autos entre Carmen y él. Apenas me reveló lo
esencial. Pero no como quien se justifica, sino como si me propusiera un pacto
definitivo de perdón por perdón. Él me perdonaba que yo hubiera sido su
amante —siempre sospeché que lo sabía—, y yo le perdonaba... ¿Su posible
homicidio? No, algo más grave: le perdonaba por no haberla comprendido
jamás.
Abreviamos el relato, evitamos los detalles. Los tiempos de Jerusalén
habían sellado una peligrosa hermandad entre nosotros, y lo sabíamos. Como
sabíamos, en definitiva, que Carmen había sido la mujer de los dos. Lo que
supone ser, definitivamente, lo que ella fue: la mujer de nadie. Manuel y yo
habíamos sido, de diferente manera y en distinta medida, cómplices de un
23
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
24
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
25
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
26
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
exclamé, tras su monólogo—. Porque visto lo visto, ahora vas a decirme que fue
hacia allá donde se dirigió tu Caminante, y que esa geografía existe...
—Sí, eso es lo que pienso —añadió, sin inmutarse—. Cristo siempre
hablaba en clave, y sus claves remiten a un conocimiento ancestral que,
necesariamente, tiene que proceder de algún lugar —cuando dejó de revolver
su taza recordé que nunca echaba azúcar al café—. ¿Recuerdas el pasaje de la
mujer adúltera, cuando los fariseos avanzan hacia ellos y él se pone a escribir
con su dedo sobre la arena?
—Más o menos: fue escribiendo los nombres y los pecados de aquellos
puritanos, y a medida que los escribía ellos se iban retirando. ¿No es así?
—Pregúntate por qué los evangelios oficiales no cuentan algo más. En la
arena, junto a esos nombres, dibujó una puerta!... una puerta que ellos nunca
podrían cruzar. La puerta del Reino de los Cielos. Pero esa puerta a la que
aludía el Cristo permanece oculta durante el día... ¿Por qué? Porque es preciso
atravesar la noche oscura antes de que se abra.
—Perdona, Manuel, pero ahora ya no entiendo nada.
Esta vez no respondió a mi pregunta. Ni siquiera hablaba para que yo le
escuchara.
—Es la señal que esperaba, no puede ser otra... Y esta vez no puedo fallar,
sé que voy a llegar hasta el final.
Apuró de un trago el resto del café y dejó sobre la mesa un ejemplar del
Herald Tribune doblado sobre su última página.
—Échale un vistazo a esto —se levantó consultando su reloj—. Tengo que
hacer una llamada, sólo será un momento...
Cogí el periódico. Tenía que ser algo importante. Desde luego, la foto del
Herald era espectacular: al menos consiguió que abriera del todo los ojos.
Mostraba una puerta ciclópea que me recordó de inmediato las construcciones
de Tiahuanaco, en los Andes. Sin embargo la Puerta de Mulbek había sido
hallada por una importante misión arqueológica europea en las inmediaciones
de Ladakh, en el Tíbet indio. Pero había más. Bajo la puerta de piedra los
arqueólogos habían descubierto una caverna que se abría a un templo
subterráneo y, dentro de él, un Libro de Cristal único en el mundo.
Como en los cuentos de Las mil y una noches, el libro prodigioso parecía
obra de un genio encantado. Las veinticuatro placas de cristal de roca que lo
componían estaban engarzadas con herrajes de plata a las paredes de la
caverna, de manera que nadie pudiera sacarlo de allí sin romperlo.
En apariencia, no había nada inquietante en el hecho de que aquel libro
excepcional se remontase al siglo I de nuestra era, el momento de la gran
expansión del budismo Mahayana por los Himalayas. Ahora bien, cuando leí
varias veces que el libro no hablaba tanto de Buda, sino más bien del Buda
futuro profetizado por éste, al que llamaba el Caminante, y a quien describía
como «el Buda Blanco que vendrá de Occidente», comencé a entender por qué
Manuel no había podido conciliar el sueño.
27
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
28
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
A la mañana siguiente fui yo quien tuvo que partir precipitadamente, con una
cita inesperada quemándome la agenda y un landróver blanco de la ONU
abrasando con su humareda las calles de Kandy. Cuando regresé al hotel, al
caer la tarde, Manuel ya había partido. En la recepción había dejado una nota a
mi nombre que decía más o menos así: «Tendrás noticias mías. Recuerda, de la
historia más grande jamás contada el mundo sólo sabe el comienzo. Nosotros
vamos a contar el resto. Yo lo viviré y tú lo contarás, amigo mío, porque esta
vez pienso anotar cada uno de mis movimientos. Si todo sale bien, vas a ser el
personaje más importante de este relato: algo parecido al último evangelista».
Esa noche, cuando me reencontré con mis colegas en el bar del lobby, aposté
los tragos de todos contra el Pulitzer que, definitivamente, iba a ganar ese año.
—¿Ah, sí? ¿Ya tienes la historia del millón de dólares?
—Me la está escribiendo un amigo que se ha puesto en camino...
—¿En camino hacia dónde?
—Hacia el Tíbet, naturalmente.
—¿Y qué se le ha perdido allá?
—Sigue las huellas de Cristo después de que lo crucificaran. Una segunda
vida, un nuevo camino, una misión pendiente... —no me importó que todos se
rieran, no les había advertido de que hablaba en serio—. Sí, eso es lo que ha ido
a buscar el loco de Manuel Nájera, y me temo que esta vez va a encontrarlo.
Transcurrió todo un año sin tener noticias de Manuel, ni de su misterioso
viaje, pero en ningún momento se me pasó por la cabeza que nunca más lo
volvería a ver. Cuando nuestro consulado en Katmandú me confirmó que, en
efecto, Manuel Nájera había viajado hasta Ladakh auspiciado por la Fundación
Gulbenkian, y el cónsul en persona me entregó aquel grueso cuaderno de tapas
amarillas, no creí ni una palabra del resto de la historia oficial. Era
sencillamente increíble que un personaje tan desencantado como él se hubiese
29
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
dejado seducir por una guerrilla de liberación, en la frontera entre el Tíbet indio
y el territorio ocupado por el ejército chino, como aseguraban los rumores que
intentaban justificar de ese modo su desaparición sin dejar más huella que ese
cuaderno, en agosto de 1982.
—Es imposible —repetí ante el cónsul—, tiene que ser un malentendido.
¡Era un pacifista convencido! ¡No había nada que despreciase más que la
política y los políticos y, por supuesto, cualquier forma de violencia!
—Lea lo que su amigo escribió con su propia mano, léalo —respondió el
cónsul imperturbable—. Él le eligió a usted como testigo. No sé, no alcanzo a
entender muy bien de qué...
Acepté el cuaderno con la misma displicencia con que me lo ofrecía. En
cuanto salí del consulado me puse a leerlo ávidamente. En efecto, en las
guardas figuraba claramente una dedicatoria, con mi nombre y mis datos,
rubricando el deseo de que me fuera entregado en un caso extremo.
Pero a partir de ahí, todo eran fragmentos sin relación explícita entre unos y
otros, notas a veces medio tachadas y siempre apresuradas que hacia el final del
texto se volvían casi ilegibles. En el epílogo de su historia no pude evitar pensar
en el comienzo de la nuestra, cuando nos encontramos y nos conocimos, y en
cómo nos hicimos amigos hablando de otra historia escrita sobre tiras de cuero
y pergaminos hechos pedazos, los rollos de Qumrán.
Así me reencontré con él y así le hice la promesa de escribir este relato a
partir de todo lo que pude averiguar entre quienes más le frecuentaron allá
junto a la Puerta de Mulbek, en su última aventura. También yo les paso una
escritura de fragmentos. Fragmentos de su diario y de su delirio, fragmentos de
otras voces, fragmentos de lo poco o mucho que yo llegué a conocer de la vida y
los misterios de Manuel Nájera. Discúlpenme si en toda esta historia falta una
coherencia final. ¿Pero qué decide la coherencia de una vida? ¿Alguien lo sabe?
30
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Segunda Parte
Tras los pasos del Buda blanco
31
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
32
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
33
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Manuel sabía que no tendrían más oportunidades para demostrar que ese
thriller tragicómico se basaba en una verdad científica. Cristo no resucitó porque
no murió. Una vez que lo tendieron en el sepulcro y le ungieron con aquella
sustancia prodigiosa, resurgió de su estado agónico y se puso en camino.
Probablemente el Nazareno fue un ser venido de otra parte. ¿Pero enviado por
34
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
quién y para qué? Nunca ha sido fácil responder a esas preguntas. Menos aún
con el ruido de fondo de tanta literatura barata, tan denso como el de los
dogmas y los prejuicios doctorales. ¿Y si el ruido y la confusión no tuviesen
nada de casuales? ¿Podía ser que el mismo Cristo lo quisiese así? Que nadie
desvelase su misterio, para que no trascendiese más que a unos pocos, los
verdaderamente decididos a seguir su camino, los elegidos —por sí mismos—
para ser testigos de su enseñanza secreta, de su definitiva transfiguración.
Estaba claro que necesitaba algo más fuerte que ese combinado para
turistas, y lo necesitaba urgentemente. Levantó el brazo para atraer la atención
de una de aquellas muñecas de porcelana vestidas de El rey y yo. Si hubo
alguna, ésta en la que casi nadie reparaba era la verdadera estirpe de Cristo:
hijos de la tierra, humildes como espigas, que no ambicionaban encadenar su
vida a un afán de notoriedad ni a un abanico de fatuidades a la europea, y cuya
existencia no era mucho más que una onda en un océano, apenas un instante en
la rueda de las reencarnaciones infinitas.
Si él mismo se detuvo un instante más de lo que aconsejaba la decencia en
los ojos de la chica que vino a atenderle, lo hizo movido por ese loable principio
de reflexión filosófica: es decir, un poco borracho.
—Podrías haber vivido hace mil años y serías la misma. En la época
victoriana servirías el té a las muy frígidas señoras de los coroneles de la
Compañía de las Indias Orientales, y tu sonrisa y tu mirada serían la misma,
lejana, misteriosa, inaccesible. Y mil años antes, cuando el emperador Jahangir
dibujó este jardín con su espada, el Shalimar, la Mansión del Amor, también
serías la misma, tal vez una de sus concubinas, y te ofrecerías como ofreces
ahora estos gintonics, aguados y miserables, sin preguntas, sin respuestas. Por
cierto, ¿puedes traerme uno más, preciosa?
Aunque se manejaba en una docena de lenguas, Manuel prefería emplear
en estos casos el castellano. El lenguaje de las proposiciones indecentes se
entiende mejor cuando se expresa con toda naturalidad, aunque no se
comprenda ni una sola palabra. Y ciertamente, la chica entendió.
—Yes, sir —respondió la chica con una sonrisa acariciadora, deliciosa—. I
could...
«Claro, claro que puedes —tradujo Manuel—eres una diosa que no sabe
que es una diosa: tú lo puedes todo, pero aún no lo sabes.» La chica se retiró sin
volverse, y él siguió mirándola hasta que desapareció. La belleza siempre fue
una de sus mejores metáforas de la eternidad. Incluso de la efímera eternidad
de una noche de hotel.
35
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
10
36
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
37
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
supieras, preciosa, todo lo que he pontificado yo contra los que pagan por
follar, o por que se los follen... Yo que voy de místico del nirvana. Y mírame
aquí ahora, haciendo el ridículo con una niña de dieciocho años, si los tienes...
Por que lo mismo no tienes ni dieciséis.
—Ni dieciséis ni dieciocho, sir. —exclamó Shalimar, que seguía
entendiéndole a medias—, cincuenta dólares.
Entonces ya Manuel no pudo contenerse y rompió a reír. La chica dejó de
mecerse, abrió los ojos y se cruzó de brazos tal y como estaba, a horcajadas
sobre él.
—¿Qué pasa, sir? ¿He dicho algo inconveniente?
—No, no, perdona —Manuel apuró el gintonic tibio que había dejado sobre
la mesita—, el inconveniente soy yo. Absolutamente inconveniente...
—¿Quieres que me vaya ahora?
Manuel respondió con un cabeceo afirmativo y apartó de su cartera dos
billetes de cincuenta dólares. Ya desde el baño, Shalimar volvió preguntar:
—¿Y tú, cuándo te vas?
—Mañana... Bueno, dentro de un rato. Hoy ya es mañana.
En efecto, el alba comenzaba a perfilarse en los visillos. Cuando Shalimar
regresó, ya vestida, Manuel seguía en la cama. Recostado sobre un par de
almohadas, fumaba un cigarrillo con la boca seca.
—Gracias por todo, encanto —le dijo, pasándole los dólares—. Quién sabe
si algún día...
La chica no le dejó acabar la frase:
—You don't know what I mean —volvió a susurrarle al oído—. Tú no sabes lo
que pienso.
Y le dio un beso en la mejilla antes de desaparecer. Como el ruido de la
puerta al cerrarse, después de los cincuenta es muy difícil vender ante uno
mismo una noche de sexo con una adolescente como una experiencia mística.
Pero asimismo, después de los cincuenta, él todavía estaba aprendiendo a
acomodar su soledad sin pronunciar la palabra amor. Cuando ya no se puede
amar, el sexo sólo sirve para olvidar.
Pero aquella noche, cuando se supo solo en esa habitación de hotel bajo el
mandala de aquel demonio de ojos de fuego, sintió como si de pronto una
pluma descendiese por su espalda, fría como el filo de un puñal, hasta
atravesarle el corazón.
Entonces recordó.
38
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
11
39
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
40
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
41
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
12
42
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
43
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
44
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
cualquiera. ¿Pero cuál era el sentido de todo lo demás? Miró distraídamente por
la ventanilla del Cadillac el discurrir impasible de un paisaje sobrecogedor. Al
fondo de una imponente garganta, se distinguía ya lo que debía de ser él río
Indo bajando con un rugido atronador hacia el Baltistán, ansioso por inundar la
vasta llanura del Panyab. Si seguían subiendo no tardarían en advertir, a lo
lejos, la cumbre del Kailas, la montaña sagrada de Milarepa. Tomó a ese gigante
por testigo. De acuerdo, todavía le quedaba mucho por pagar en esta vida.
Llevar esa carta al monasterio de Tielontang «para salvar millares de vidas» —y
la de una mujer muy bella—, tal vez acortaría esa deuda.
45
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
13
46
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Sobre todo cuando, tras precisarle que era originario «del país de Gujé»,
Manuel insistió en un exquisito tibetano coloquial:
—Ah, vaya, es ahí donde dicen que se encuentran las mujeres más bellas de
todo el Tíbet, Gacelas de Gujé, pastoras del paraíso. ¿No empieza así el poema?
—No crea, señor —respondió el conductor con toda la naturalidad que
pudo—, la poesía dirá lo que quiera, pero a mi mujer tuve qué buscarla en el
valle de Hunza. Ya no quedan mujeres sanas en mi tierra, la tierra de mi país ya
no es fértil. Después de la ocupación china nada da el mismo fruto, ni el agua
de los manantiales nos sabe igual.
—¿Y no ha sido siempre así?
—No siempre, señor. En otro tiempo mi país era un reino fuerte. En mi casa
hay un libro que cuenta eso —continuó el chófer, mirándole a través del
retrovisor—. Era de mi padre, bueno, del padre de mi padre. Cada noche nos
leía historias de la vida de nuestros reyes y nuestros dioses, los que enseñaron a
los grandes lamas a viajar a las estrellas. Entonces el Tíbet era un paraíso, hasta
que vinieron los chinos y lo convirtieron en un infierno. Nos han masacrado
durante años sin que ninguna de las grandes potencias moviera un dedo por
evitarlo. Una vergüenza internacional...
—Tal vez el mundo esperaba que los lamas utilizasen sus poderes para
defender su reino —ironizó Manuel, midiendo a su interlocutor.
Tushita arqueó una ceja y apagó el receptor de radio.
—No dude de que los usan, señor. Los tibetanos somos un pueblo
resistente, para nosotros la guerra más larga no es más que una batalla. Un
grano de arena en una eternidad. También eso lo leí en el libro de mi padre; lo
decía un gran hombre santo: Milarepa, seguro que lo conoce.
—Sí, claro, otro que viajó a las estrellas, ¿no es cierto?
—Así fue la vida del santo Milarepa. Primero vivió en los palacios y se
entregó a todos los placeres, luego se retiró a meditar a la montaña sagrada, en
lo más alto del Kailas, y un día lo vieron elevarse hacía la gran estrella roja al
este del cielo, que debe de ser Júpiter. Lo dice el libro. Aunque, claro, de eso
hace ya más de cinco mil años.
—¿Más de cinco mil años?
—Tal vez más —puntualizó el chófer—, porque entonces ni siquiera
existían los malditos chinos.
De nada hubiera servido que Manuel le precisara que la vida de Milarepa,
el gran místico y poeta tibetano, sucedió allá por el año mil de nuestra era,
mucho después de que viniera al mundo el primer chino y muchísimo antes de
que el primer tibetano viajara a Júpiter, si es que alguno de ellos ha viajado tan
lejos alguna vez. Por más que se lo explicara, Tushita jamás cambiaría de idea.
Su tiempo era otro. Un tiempo mítico que se imponía a toda cronología cierta,
como aquel absurdo Cadillac Corvette se imponía a toda forma de cordura. No
cabía imaginar un vehículo más inapropiado para trepar por esa carretera que
sube de los tres mil a los cinco mil metros sin más empuje que el de un
47
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
48
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
14
49
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
50
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
51
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Sólo se oía el ruido del motor cuando apareció a lo lejos un valle que
permanecía oculto, como un Shangri-La invisible desde lo alto.
—Hay que buscar un refugio, ¿verdad? —exclamó Manuel.
—Eso era el Tíbet. Bueno, hasta que vinieron los chinos...
—Yo también vine al Tíbet buscando un refugio, en una vida anterior.
—¿En una vida anterior, señor?
—En otro tiempo me acusaron de asesinar a mi mujer... —Tushita le
escuchaba sin parpadear—. No, no lo hice, soy inocente... pero me llené de un
deseo de muerte que iba a más, como una enfermedad... Fue mi Kali-Yuga
personal.
—Y decidió empezar una nueva vida en el Tíbet, ¿no es así?
—No fue exactamente así. Vine al Tíbet para convencerme de que en vez de
subir a los cielos, Jesucristo subió a los Himalayas.
—¿Ah, pero no es lo mismo, señor? Quiero decir, los cielos y los
Himalayas... Aquí todas las montañas son puertas hacia el cielo, y dentro están
los palacios donde viven los dioses. ¿Quién no sabe que el sagrado
Chomolungma, el Everest, es la morada de la gran Diosa Madre?
Es cierto, algo tan evidente como eso, algo que todos sabemos desde que
nacemos, desde el primer momento en que abrimos los ojos y vemos una
montaña, sabemos que es sagrada. ¿Cómo hemos podido olvidarlo? ¿Por qué
nos enseñan a olvidarlo? Manuel se lo preguntó mientras pensaba cómo
responderle.
—Yo seguí otro camino. Los maestros del Cristo, los esenios, oraban al
amanecer mirando hacia la salida del sol, hacia el este, en lugar de volverse
hacia el templo, como los demás judíos...
—¿Y eso qué quiere decir, señor?
—Coincide con lo que respondió a uno de sus apóstoles cuando se
marchaba: «Buscadme en las Montañas del Este». No le reveló más porque
sabía que seguía siendo un proscrito. Por eso inició su andadura en secreto,
caminando siempre hacia la cuna del sol. Y ésa cuna era también la patria de
otro de sus amigos ocultos, José de Arimatea, Ari-mater, la tierra madre de los
dioses. Es decir, el país de tu sagrado Chomolungma... Hay crónicas —continuó
Manuel—que trazan su peregrinaje por Cachemira y su llegada al país de
Sindh, donde creyeron ver en él al mismo Krishna.
»Yo seguí sus pasos de manuscrito en manuscrito y de país en país a través
de inscripciones imposibles. Conseguí entenderme con los grandes lamas, con
las momias más venerables del Potala, en Lhasa. Tras regalarles un cargamento
de echarpes blancos y digerir litros de vuestro nauseabundo té a la manteca
rancia, conseguí que me mostraran un texto escrito en sulu, la lengua que
trajeron los ejércitos de Tamerlán, y que contaba la estancia de un tal San Issana
en el país de Bö, el nombre primitivo del Tíbet. Pues bien, ese personaje tenía
muchas probabilidades de ser el Cristo que yo venía buscando desde media
vida atrás. ¿Qué te parece? ¿Una locura, verdad?
52
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
53
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
54
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
15
55
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
56
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
57
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
58
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
seiscientos metros sobre el nivel del mar y defendida por la imponente mole de
su castillo, una réplica del Potala, la residencia del Dalai Lama en Lhasa. Al
poco de que avistaran su inconfundible perfil, con sus tejados defendidos por
leones rampantes y coronados por centenares de pequeños campaniles y agujas
doradas, pasó junto al Cadillac otra comitiva de mujeres tocadas con esos
increíbles sombreros en forma de chistera, y engalanadas con gruesas ajorcas de
plata maciza y collares de lapislázuli. Frente a la austeridad del paisaje, tanto en
la arquitectura como en la indumentaria, esa barroca propensión al arabesco. Y
también la paradoja de esos rostros curtidos, de pieles rojas y ojos rasgados, tan
semejantes a los indios de las praderas de Norteamérica. Al fin y al cabo, ¿no
están más cerca un serpa y un sioux que un tibetano y un europeo, incluso que
un tibetano y un chino?
Cerca de la capital, la carretera se concedía el lujo de unos kilómetros de
asfalto, donde se cruzaron con el primer automóvil, una Toyota pickup cargada
de carneros, entre los que sobresalían los cuerpos de un anciano y un niño
embozados en abrigos de su misma piel. Tushita y el otro chófer se saludaron a
bocinazos, como si no pudieran verse en medio de tanto tráfico.
—No me digas que es tu abuelo paseando al Dalai Lama.
Tushita encajó la ironía:
—Le gustaba pasear de noche, cuando la calle estaba vacía. ¿Recuerda lo
que le he contado?
—Sí, claro... El mítico Potala, años veinte. Un Dodge y dos Aston Martin
ocultos en una cuadra...
—Y el Dalai Lama con un gran papagayo en la mano.
—Será una broma, supongo...
—No, no, míster, el Potala tenía un pequeño zoológico, y el papagayo era el
animal preferido del Buda viviente. Era un bicho enorme, azul y rojo, con un
pico que daba miedo. Pero al Dalai no le hacía nada. Lo sacaba en todas las
grandes fiestas, y cada vez que el animal gritaba una palabra, ya se puede
imaginar, toda la multitud se estremecía. Para ellos el grito del papagayo era
como un mensaje de los dioses...
—Y luego el Buda viviente se daba un paseo en su Aston Martin, con tu
abuelo y el papagayo.
—En cuanto se apagaban las pocas luces de la ciudad, se ponía al volante
del Aston Martin y se daba una vuelta desde el Potala hasta el Norbulingka, su
residencia de verano. Claro que aquellos eran otros tiempos...
—Sí, eran otros tiempos.
El Cadillac se detuvo para dejar pasar a un rebaño de dzos, un cruce de yak
y buey, conducidos por un par de adolescentes encaramados sobre sus grupas.
—Ya estamos saliendo de Leh, en un par de horas llegamos a Mulbek,
señor. Prepárese para ver algo grande.
59
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
16
Abro su cuaderno amarillo por la página donde aparece ese dibujo. Puerta de
Mulbek. Una mole de granito rojo cortada en planos exactos, dos sólidos pilares
cuadrangulares llenos de signos que sugieren diversas lenguas jeroglíficas pero
resultan indescifrables y, sobre ellos, un dintel monumental con el símbolo del
infinito en su centro. «La Puerta tiene la majestad del pórtico de un palacio de
proporciones cósmicas —escribe Manuel a pie de página—, un palacio que
tuviese por cúpula el cielo entero, y cuyo espacio fuese... Sí, otra dimensión del
tiempo.»
60
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
61
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
17
Desde que abordaron las tierras altas, su viaje venía siendo una sucesión de
curvas encajonadas entre ventisqueros y gargantas sombrías. Cuando apareció
aquella vasta llanura inundada por el sol, Manuel comprendió perfectamente
que Tushita pisara a fondo el acelerador. También él bajó su ventanilla para que
el viento y el sol le arrancasen del alma el frío y las sombras: cielos como
océanos, inmensidad pura y una cadena de montañas azules al final del
horizonte parecían estar, simultáneamente, en el fin del mundo, en el centro
mismo de la Tierra y al alcance de la mano. En ese momento, un golpe de luz
hizo visible, todavía a lo lejos, una construcción trapezoidal alzada en medio de
la nada que sólo podía ser la Puerta de Mulbek.
—¿Impresiona, eh?
—Písale fuerte —exclamó Manuel, sin apartar sus ojos de ella—, tenías
razón: esta puerta no es de aquí, es de otro mundo.
Ningún europeo había visto hasta entonces nada semejante en el Tíbet. Una
puerta de piedra tan majestuosa como esos monolitos que surgieron en el
amanecer de la civilización del Nilo, una ciclópea puerta solar con parentescos
imposibles con las puertas de Tiahuanaco, en el corazón de los Andes, o con la
legendaria Puerta de Ur que vio pasar el carro de fuego de Ezequiel, rumbo a
las estrellas.
«No, no puede ser», se repetía Manuel dando tumbos en el Cadillac. Las
dos únicas fotografías que se habían divulgado hasta entonces —las únicas que
se conocieron— no tenían nada que ver con la realidad. ¿Dónde estaban la stupa
que guardaba el Libro de Cristal, y el monasterio-fortaleza y, en fin, el
campamento de la expedición que había descubierto todo aquello? En muchos
kilómetros a la redonda sobre la llanura no se veía nada más que esa puerta de
piedra, un verdadero eje del mundo. Y más allá... ¿qué?
Un remolino de polvo sulfuroso y el mareo de los cuatro mil metros
62
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
envolvieron a Manuel en cuanto salió del Cadillac. Tuvo que bajar la cabeza y
entrecerrar los ojos mientras avanzaba hacia la gran puerta ciclópea seguido de
cerca por Tushita. A medida que la polvareda se fue disipando, distinguieron
una estampa tan surrealista como aquella de Picasso paseando por la playa de
Antibes bajo un suntuoso parasol tibetano que, en este caso, sostenía un joven
novicio cubierto con un bonete en forma de cresta. Un paso por delante
caminaba un tipo muy alto, de porte noble y cabeza afeitada, envuelto en una
túnica granate y azafrán. Más que un monje parecía un príncipe de una antigua
raza perdida, uno de esos hombres que hacen ver su poder por la manera en
que lo ocultan. Apenas se inclinó levemente para saludar al recién llegado.
—Sea bienvenido, míster Nájera.
—Es el venerable Gyalpo Naropa, señor —se adelantó Tushita en un
susurro reverente—, el gran tsedrung del monasterio de Mulbek...
Al ofrecerle el echarpe blanco que dicta el protocolo, Manuel reparó en el
punto escarlata sobre su frente. Lo evaluó al instante: demasiado marcado, no
me gusta. El venerable agradeció el regalo con breves palabras de cortesía:
—Me alegro de que al fin haya podido llegar, míster Nájera. ¿Han tenido
dificultades? Hemos sabido que en Srinagar se ha visto involucrado en un
incidente...
—¿Un incidente? —repitió Manuel, sorprendido—. No sé a qué se refiere...
—Hace unas horas llamó el agregado de la embajada británica. Al parecer,
poco después de que dejara su hotel se presentó una patrulla de la policía y se
llevó a una camarera. Debía de tratarse de una activista política que llevaban
mucho tiempo buscando. No obstante, la policía fue informada de que usted y
ella se vieron... —se detuvo un instante para comprobar el efecto de sus
palabras—. O tal vez, se la llevaron porque no les gusta que los nativos
importunen a los turistas, menos aún a la gente importante —sonrió—. Es algo
habitual en estos tiempos. Pero no se preocupe, nadie le molestará aquí.
Manuel ocultó su desconcierto y fingió una indiferencia que no sentía.
—Tampoco tendría ningún inconveniente en hacer una declaración, si es
necesario...
—Descuide, ya no es necesario, míster Nájera...
Lejos de tranquilizarle, aquella precisión aumentó su inquietud. O sea que
aquello iba en serio, pensó, mientras le venía a la mente el rostro de Shalimar.
¿Qué sería de ella en una de aquellas tremendas cárceles indias? Como el lama
seguía observándole, se creyó obligado a añadir algo más:
—Realmente no me interesa la política, ni la de mi país ni la del suyo —
exclamó, explorando los perfiles del sobre lacrado que ella le había entregado—
. Pero, en cualquier caso, espero que a esa joven no le suceda nada malo. Eso sí
que me importaría.
—Le doy mi palabra de que velaremos por ella. Ahora, ¿quiere
acompañarme? —el lama le invitó a precederle—. Tú también —añadió
dirigiéndose al chófer que permanecía inusualmente silencioso, junto al novicio
63
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
del parasol.
—Es Tushita, mi acompañante —precisó Manuel.
—Claro, aquí conocemos bien a Tushita. Estará deseando ver la puerta con
detalle, ¿no es así, míster Nájera?
—Sí, por supuesto.
—Y a su colega arqueólogo, también, supongo.
—Tengo más interés en la puerta que en mi colega.
Mientras caminaba, seguido y cubierto por el lacayo del quitasol, el lama se
volvió hacia Manuel con una mirada especialmente inquisitiva.
—Tengo entendido que se conocen.
—Sospecho que sí —repuso, sin experimentar ninguna alteración en el
rostro, y añadió—. También me gustaría echar un vistazo a la stupa donde se
guarda el Libro de Cristal hoy mismo, si es posible.
—Naturalmente...
—Según mis datos, la entrada queda justo debajo de la puerta —insistió,
una vez que llegaron ante ella, palpando sus pilares sin dejar de dar vueltas
alrededor del bloque—. Espero que no sea necesario accionar un resorte
secreto...
—No, no hay que accionar ningún resorte secreto, míster Nájera. El secreto
está en el gran Buda.
—¿Qué gran Buda?
—El gran Buda rojo al final del altiplano, Nájera San... —sonó a su espalda
la voz de Tushita.
Manuel miró hacia donde le indicaba su chófer. No vio ningún Buda.
Frente a ellos sólo había un abismo cortado a pico, y más allá apenas se
distinguía el perfil de una cordillera envuelta por la neblina de una gran lejanía.
—No veo nada, Tushita... —masculló sólo para él—. Otra vez me estás
vendiendo un papagayo...
—Oh, no, señor, el gran Buda rojo está ahí, esperando que me arroje por el
precipicio para salvarme. Mire, observe, se lo voy a demostrar... Y según lo
decía, echó a correr hacia el abismo con todo el sol en la cara y un grito salvaje
que parecía atravesarlo de parte a parte. Al llegar al límite, sin detenerse, sin
vacilar, aquel loco furioso saltó al vacío mientras su grito se rompía en una
cascada de ecos. Y así desapareció.
64
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
18
El corazón de Manuel dejó de latir, pero el lama y el niño del parasol ni siquiera
se inmutaron. Eso le tranquilizó y le aterró al mismo tiempo. ¿Qué clase de
manicomio era aquél? Manuel fue el primero en asomarse al precipicio
temiéndose lo peor. Se encontró con una sonrisa triunfal, llena de dientes de
oro. Tushita estaba allí, a metro y medio bajo sus suelas, sentado sobre la nuca
de una cabeza de grandes orejas. Parecía un liliputiense encaramado a un
Gulliver puesto en pie. Aunque en este caso se trataba de un Buda tan
descomunal como los Bamiyán, un Buda de treinta metros de altura, tallado en
la impresionante pared de roca viva que caía del altiplano al valle.
¿Cómo podía entenderse que ni una sola imagen de aquella maravilla
hubiera salido del Tíbet? El lama le invitó a descender hasta la gigantesca
cabeza. Había que descolgarse sólo un par de metros, pero sobre el propio
abismo y bajo el azote de un viento incesante. Se agarró con fuerza a la
cortadura y se dejó caer. Cuando abrió los ojos el lama y el niño ya habían
saltado y estaban junto a él, sobre los hombros de la estatua. Bajo la mata de
pelo rojo que arrancaba de su nuca, en la rocamadre, se dibujaba una abertura
que permitía el acceso hacia la caverna.
Urgido por el lama, el novicio les pasó un par de lámparas de acetileno, que
iluminaron un paso angosto por el que comenzaron a descender rozándose con
las paredes. Dentro de la montaña se notaba la falta de aire y el frío. Naropa
deslizó su linterna hacia un punto de la bóveda donde se abrían dos
hendiduras. De la más pequeña, que era también la más estrecha, colgaba una
escala de cuerda.
—A sus amigos les costó entenderlo, pero esa que parece no ir a ninguna
parte es la que conduce a la Garbagriha.
Garba-griha, la Cuna del Embrión, Los poetas que escribieron el Ramayana
la llamaban así. No buscaban un lugar para el culto colectivo, sino algo parecido
65
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
al útero de la gran Diosa Madre. Según los libros sagrados de muchas culturas
ancestrales, es de estas cámaras minúsculas de donde irradia todo. La luz de mil
soles que surgió del Big Bang, la conciencia cósmica que se hizo mente, hálito y
pálpito. Cavernas sin final, túneles que se pierden en un alucinante viaje al
centro de la Tierra. Los había encontrado en Karnak y Baalbek, bajo la
Explanada de las Mezquitas en Jerusalén, cuando buscaba la mítica Biblioteca
de los Cananeos... Y ahora, ¿también en el Tíbet? Manuel apretó la manija de su
lámpara entre los dientes, agarró la escala y trepó hasta la boca del santuario.
Una vez allí había que desplazarse a rastras, gateando bajo una asfixiante
sensación claustrofóbica. Había que superar esa angustiosa prueba física para
alcanzar la esencia desnuda de una verdad que era piedra y agua, fuego y aire.
A medida que avanzaba, advirtió un tenue cincelado sobre el techo. Soles y
estrellas espirales que, al final del pasadizo, se convirtieron en dibujos muy
esquemáticos de lo que parecían... ¿constelaciones?
Había llegado a la Cuna del Embrión. La piedra misma parecía emanar una
extraña fosforescencia, como si el lugar tuviera memoria y conciencia, acaso un
espacio elegido antes de la aparición del hombre por una humanidad anterior a
la nuestra. El Libro estaba allí, al fondo de la cámara. Un soberbio bloque de
cristal de roca cortado en láminas de metro y medio de largo por uno de ancho,
y encastrado a la caverna por una gruesa charnela no de plata, sino de oro
macizo. El lama hizo girar la charnela, y atravesadas por la luz de las lámparas
fueron destellando, uno tras otra, las veinticuatro láminas.
—¿No le parece maravilloso?
Manuel permaneció en silencio. Sentía la bóveda de piedra pesando sobre
su cráneo y una agobiante opresión en el pecho. Acarició una de las placas. Su
tacto reconoció los caracteres acanalados de la escritura pali, del siglo I de
nuestra Era, y recordó aquella contraportada del Herald Tribune, días después
del descubrimiento, donde se avanzaba que presumiblemente su contenido no
versaba tanto sobre Buda como sobre un Buda Futuro al que llamaba
literalmente El Caminante.
Naropa le observaba expectante. Conocida su obsesión por el Cristo de
Qumrán, el hermeneuta se volcaría en su trabajo y tendrían la traducción
definitiva en un mes, dos meses a lo sumo. Sin embargo, el venerable lama
desconocía la verdadera historia de Manuel. Su primer viaje al Tíbet y su
descalabro en la lamasería de Tikse, donde se dio de bruces con los mil budas
caminantes que acabaron con su cordura. Seguía esperando una respuesta
entusiasta o unas palabras de reconocimiento. Pero desde que respondió al
primer saludo de Naropa, Manuel supo que nunca llegarían a entenderse.
Pertenecían, no a tiempos y culturas diferentes, sino a especies anímicas
antagónicas.
—Quisiera volver a ver el gran Buda del exterior —dijo al fin—, creo que
tiene mucho que decir acerca de este libro.
66
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
67
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
68
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
19
Aquella sensación sólo le duró unos instantes, el tiempo necesario para advertir
que no se trataba de John Marco Allegro, sino de Dieter Kupka. En los tiempos
de Jerusalén, Dieter Kupka era su discípulo predilecto: un joven arqueólogo
alemán, recién llegado del otro lado del Telón de Acero, que pronto se convirtió
en el brazo derecho de Allegro. Ya por aquel entonces, Kupka empezó a cultivar
una imagen inspirada en su maestro, y que más allá de su forma de vestir o de
su corte de pelo, también había afectado a su forma de hablar, a su lenguaje
corporal o a sus tics más notorios. Los años o el azar habían realzado aquel
parecido físico: la misma piel rosácea, los mismos ojos fríos, y hasta la misma
mata de pelo negro que se apartaba a menudo de la frente con un gesto
compulsivo.
Tras hacerlo una vez más, le tendió la mano a Manuel, que se la estrechó
como una fatalidad.
—Ya me extrañaba que a la larga mano de John Marco Allegro se le hubiera
escapado esta misión... Enhorabuena, doctor Kupka.
—El maestro no pudo asumir la dirección de esta excavación, como hubiera
sido su deseo... —precisó, todavía sin soltársela—, y ha tenido la gentileza de
concederme esta responsabilidad...
—¿Os habéis cansado de embotellar esperma de Cristo?
Kupka no pudo evitar que se le cayera la mano ni que se le torciera la boca,
y miró al lama, que observaba la escena. Midió la conveniencia de aceptar el
reto de Manuel, y desistió. En vez de enfrentarse, respondió con una carcajada
algo forzada.
—Siempre serás el mismo, Nájera. ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos?
¿Veinte años?
—Unos diecinueve. Tú entonces sólo eras un estudiante.
—Toda una vida, ¿verdad?
69
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
70
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
71
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
72
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
ver la final de la Champions desde Munich. Ya sabes que juega el Real Madrid...
¿Qué te parece? Aunque la puerta seguía sin abrirse, Manuel se sentó sobre su
equipaje y no respondió. Primero se marchó el jeep del ejército, y luego el de
seguridad con Kupka en su interior. Tushita volvió a batir el llamador del
monasterio. El eco ensanchó el silencio mientras las sombras de la noche se
cerraban sobre ellos. Un silencio sideral, cósmico, en medio de una oscuridad
tan intensa que hacía olvidar la existencia de la luz.
—¿Tú crees que vendrán a abrirnos?
—No lo sé, Nájera San: no hemos avisado... y ya sabe que los lamas de la
orden Nyingmapa son un poco raros —se sentó en el suelo, mirando las
estrellas que brillaban por millares como lámparas en el techo de un gran
palacio—. Claro que, viendo este cielo, acaso piensan que nos han abierto de
par en par sus puertas.
Manuel encendió un par de Marlboros y le pasó uno a su chófer. Con la
primera calada toda su tensión mental comenzó a disolverse. Sintió que un peso
negro y viscoso resbalaba sobre su espalda hasta diluirse en la tierra, y que
hasta el frío de la noche comenzaba a resultarle acogedor. Las cumbres
plateadas de las montañas y aquella vasta planicie recostada sobre el silencio
parecían querer hablarle. También él alzó su mirada hacia el mar de estrellas.
En ese instante de lucidez y soledad absolutas, supo que nunca nada más
precioso le sería concedido. Sintió que el gran Buda de los ojos tristes descendía
de la luna menguante con sus cicatrices de piedra y se acostaba junto a él, que
también él era la tierra misma, y las estrellas, y, posiblemente se quedó
dormido. Fue entonces cuando se abrió la gran puerta de la gompa.
Y empezó otra historia.
73
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Tercera Parte
Un pez en el Tíbet
74
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
20
Lo primero que vio Manuel Nájera al despertar fue una estufa de hierro, sobre
ella un samovar y, al otro lado, junto a un cuenco de higos secos, el bigotillo de
Tushita estremeciéndose con sus propios ronquidos. Dormía plácidamente
tendido boca arriba en la tarima contigua.
Las primeras luces del día se insinuaban por un ventanuco de papel
encerado que se abría en la estancia, una habitación de techo bajo guarnecida en
madera de cedro. Manuel se incorporó preguntándose qué había sucedido
desde que llamaron a la puerta de la gompa. Alguien le había desnudado antes
de acostarle. ¿Dónde estaba su ropa? La descubrió en el otro extremo de la
habitación, recogida sobre su equipaje. Pero por más que registró todas sus
prendas, no halló el sobre lacrado de Shalimar. Ya estaba poniéndose nervioso
cuando vio su portafolios sobre una mesa, junto a la ventana. Lo abrió
precipitadamente, y respiró aliviado al comprobar que seguía allí, con su sello
intacto. ¿Había sido él mismo u otra mano quien lo puso allí? Por si acaso, lo
guardó en el compartimento interior de su maleta, que reforzó con un pequeño
candado.
Luego se sirvió una taza de té del samovar y mordisqueó un higo seco. Por
primera vez en mucho tiempo, no era el recuerdo de Carmen el que ocupaba su
pensamiento, sino aquel Buda perturbador, aquel libro portentoso, aquella
puerta frente al vacío... Pero también aquella mujer, Shalimar, su hermosa
mirada y su misterio. ¿Qué habría sido de ella?
Se asomó al ventanuco. Dos bruñidas colañas de bronce en forma de
dragones enmarcaban los tejados dorados de una pagoda de siete pisos y, más
allá, las sobrecogedoras aristas gemelas del Nun Khun emergiendo de la noche
para iluminar las siete esferas del mundo. Entonces, en medio de aquella calma,
el monasterio entero comenzó a vibrar. Los muros se estremecieron, las
tinieblas se transfiguraron en rostros y voces, y entre ellas se fue perfilando la
75
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
76
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
77
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
78
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
79
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
21
El sol brillaba con intensidad sobre el landróver donde les aguardaba Dieter
Kupka. Tras cambiar las formalidades inevitables, el teutón tuvo ocasión de
calibrar los efectos de esa primera noche en la gompa y la ducha con agua
helada.
—No, por aquí no —precisó Manuel, cuando aquél se disponía a tomar la
pendiente que subía hasta la Puerta—. Sigo decidido a empezar por la losa a los
pies del Buda.
Naropa cruzó una significativa mirada con Kupka, pero permaneció en
silencio. Era al director de la excavación a quien le correspondía responder.
—Nájera, te lo ruego, no seas recalcitrante. No se trata de un capricho. Hace
un par de meses trajimos al equipo de Sörensen, ya sabes, el máximo
especialista en glíptica oriental, y declaró que era imposible leer nada a causa
del desgaste extremo de la piedra...
—Sörensen no sabe leer —declaró Manuel imperturbable—. Quiero decir
que no sabe leer con los dedos —añadió.
Kupka detuvo el todoterreno.
—No puedo entender por qué esa maldita losa te interesa más que el Libro
de Cristal. Una piedra rota, borrada, machacada... ¿Por qué?
—¿Por qué? Precisamente por eso, Kupka.
—Ya tendrás ocasión de traducirla, Nájera. Pero primero dedícate al Libro.
¡Es nuestra prioridad!
Manuel se cruzó de brazos como si demostrara lo poco que le importaba
demorarse.
—¿Sabes una cosa? —dijo Kupka, de pronto extrañamente sereno—.
Aunque no lo parezca, aquí el clima es una maravilla cuando pasan las
tormentas de arena y llegan las primeras lluvias... En el Tíbet apenas llueve,
pero en Mulbek se da un microclima peculiar. ¿Puedes creer que estamos casi a
80
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
81
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
82
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
22
Sus discípulos más amados, junto con los genios de los bosques, los espíritus
resplandecientes que coronan las montañas y aun los demonios de las tinieblas, al saber
que se acercaba el final de los días del Buda vinieron a él y le pidieron que dilatase su
muerte, diciéndole que sólo su presencia sostenía el mundo. «Hermanos míos, estáis
equivocados —exclamó el Iluminado—, pues no es ningún hombre sino la luz
palpitante anterior a todos los hombres quien sostiene el mundo, mientras que es tarea
de cada hombre aprender cuál es la ley de la vida. Y ésta es la fugacidad de cada
existencia, pero también hacer de cada instante una puerta hacia la eternidad.» Y
mientras lo decía, pasado y futuro, todos los seres y todas las vidas se hacían presentes
en los mares de su memoria viva. Cien nacimientos y cien iluminaciones. Todo se
revelaba luz en él, pues el Bienaventurado se disponía a nacer como una nueva estrella
en el seno de la gran consciencia. Entonces reunió a sus discípulos al pie del Árbol de la
Vida, y todos acudieron a su llamada y se dispusieron a transcribir cuanto su Maestro
les dijera. Pero en tres días de meditación ni una sola palabra salió de sus labios hasta
que, uno tras otro, rendidos por el cansancio, todos sus discípulos cayeron dormidos.
Entonces, por los cuatro caminos que conducían a ese lugar, aparecieron cuatro
animales que avanzaron hasta detenerse a sus pies, y a éstos les dijo: «Sabed que nuestro
mundo es la raíz de todos los mundos y que, semejante al que veis brillar ahí fuera, la
semilla de un gran sol duerme en el corazón de cada uno de vosotros. Es a cada hombre a
quien corresponde despertar ese sol dormido con sus actos y con sus palabras, pues así
como cada cosa en este mundo sirve de vestidura a otra cosa superior a ella, todo hombre
lleva dentro de sí el embrión de un ángel que nace cuando aquel muere. Pero escuchad,
sabed asimismo que de entre todos los hombres, sólo uno me sucederá, y será el que es
hijo de la estrella Origen, el que nacerá saliendo de su propia boca, palabra a palabra,
83
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
hasta que por sus palabras se cumpla su memoria, que es la memoria de los hijos de la
raza solar.
84
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
23
Durante los primeros cuatro días ni siquiera reparó en el tiempo que llevaba
trabajando. Con la mañana, él y su chófer se tendían sobre la losa de basalto
negro y no interrumpían su auscultación ni para comer. Sólo se daban cuenta
del paso de las horas al ver que el sol descendía demasiado rápido en el
horizonte. El quinto día, todo se detuvo con esa pregunta. ¿Un pez en el Tíbet?
Kupka necesitó dos días más para averiguar qué había sido de Manuel Nájera.
Y cuando lo encontró, seguía donde estaba desde hacía dos días.
Sentado en lo alto de la cortadura sobre la que se alzaba la Puerta, con los
pies colgando sobre la cabeza del gran Buda rojo y una botella de licor de arak
entre sus manos. ¿Qué podía hacer él? ¿Cómo recuperarlo para el mundo de los
vivos? Kupka rebuscó en la guantera de su landróver.
Al llegar junto a él, le ofreció un envoltorio de papel de aluminio que éste
abrió sin volverse ni darle las gracias. Apareció un sándwich de roastbeef y
pepinillos genuinamente británicos.
—Veinte años persiguiéndome, veinte años machacándome... —exclamó
mientras se lo devolvía sin tocarlo—, ¿y aún no te has enterado de que soy
vegetariano?
Kupka, sin inmutarse, le pasó una de las dos Franziskaner que colgaban de
su mano y se sentó junto a él.
—¿Pero qué más da que sea un pez o el signo del infinito? En cualquier
caso, no se trata más que de una metáfora...
—Las metáforas son peligrosas, pueden matar. Algún día lo descubrirás
por ti mismo. Además, no es sólo el pez. Hay muchas cosas que no me encajan
en esa traducción. Y sin embargo, todas están ahí...
—A ver, comencemos de nuevo. Además de ese pez en el Tíbet, ¿qué es lo
que no encaja?
—¿Qué es eso de la «luz palpitante»? Jamás he encontrado una descripción
85
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
86
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
87
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
88
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
24
Avanzo unas cuantas páginas en su cuaderno amarillo, el papel cruje, los trazos
de su pluma avanzan entre tachaduras:
15 de agosto, Mulbek
No, los tiempos felices no volverán jamás. Nada debe volver. Sin embargo, día tras
día, desde mi llegada aquí, todo está volviendo. Vuelve como un huracán que se anuncia
primero por ese viento suave que mece las palmeras, sin que se advierta apenas cuando
se avecina algo parecido al apocalipsis. Ese viento es el Espíritu. Nada parece decir,
nadie sabe de dónde viene, Él no revela sus intenciones. Pero mientras pasa, penetra en
el interior del ser y lo prepara para respirar un tiempo nuevo.
Tuve un oscuro presentimiento cuando el lama Naropa me mostró el Libro de
Cristal. De pronto sentí que retrocedía muchos años, hasta aquel día en que vi por
primera vez un lienzo de Carmen Urkiza. Un lienzo expresionista, difícil, pero lleno de
una vida extraña que, sin embargo, no me suscitó ninguna emoción estética especial.
Fue otra cosa. Desde el primer vistazo supe que esa pintura y todo lo que irradiaba, la
mano que la había pintado, acababan de entrar como un huracán dentro de mi vida.
Incluso ahora que Carmen ya no está, algo de ella trabaja dentro de mí, moviéndome
hacia la consumación de un destino acerca del cual lo ignoro todo. ¿Qué significan el
Libro, la Losa, la Puerta...? ¿Qué significa el Pez? No quiero reconocerlo, me niego a
unir los cabos más sencillos, los más evidentes. Ese Hijo de la estrella Origen. Ese Pez,
que precisamente era el emblema del Cristo entre los primeros cristianos. O esa fórmula:
Metteya-sidi-mana-Buda.
¿Ya están otra vez aquí? Dios, ¿por qué me persigues? ¿Estaré paranoico de
verdad? ¿Por qué todo vuelve? Al principio de este viaje, en Srinagar, Shalimar... Y
aquí, en Mulbek, Tara. Estas mujeres como surgidas de otro tiempo, de otra dimensión
de mi propia vida.
89
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
¿Qué significa este regreso al viejo laberinto? Nada debe volver. Debo rehuir la
tentación de arrojarme al vértigo que intuyo en ese libro, al otro lado de esa puerta,
dentro de cada mujer. Pero cómo resistirse a dar un paso más. Cómo negarse a esa otra
dimensión de la vida que parece salvarnos de la muerte. Convertirse en parte del
misterio, aprehender el gran secreto, incorporarlo a tu sustancia.
Aceptación. Sí, la aceptación es la clave. No hay que poner orden en el mundo: el
mundo es el orden encarnado. Es a nosotros a quienes corresponde ponernos en
consonancia con esa música. Conocer cuál es el verdadero orden del mundo por
oposición a los órdenes ilusorios que intentamos imponernos unos a otros. Es una suerte
que carezca de todo poder.
Primero he de conquistar mi propia visión —trabajo secreto—. La losa me enseña:
me enseña a arrodillarme ante sus enigmas con toda humildad, a despojarme de toda mi
superioridad racional, a ver con los ojos cerrados lo que otros vieron brillando con el
esplendor de mis soles antes que yo. Y es así en todo, no hay otro camino. Hasta que no
reconozcamos la preexistencia de una visión del mundo que superó a la nuestra, hasta
que no aceptemos la existencia de poderes superiores al hombre y tengamos fe y
confiemos en ellos, el ciego seguirá guiando al ciego. Y nadie responderá.
90
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
25
Yo tampoco pude dormir aquella noche, ni durante muchas otras noches. Quien
quiera saber por qué, tiene una plaza reservada en este desolado vuelo
nocturno: un triste vuelo de regreso en el tiempo, del Tíbet a San Sebastián,
quince años atrás.
Manuel llevaba tres meses sepultado en otra de sus cuevas de Alí Babá,
frente a otra puerta mágica. La que se descubrió entonces bajo la Explanada de
las Mezquitas, en Jerusalén. En ese corredor subterráneo apareció ese año una
enorme puerta de piedra sellada. ¿Conducía a la mítica Biblioteca de los
Cananeos, donde se cifraron las claves de ese elixir de la inmortalidad que el
Nazareno dio de beber a sus discípulos la noche de Última Cena? Nunca lo
sabremos, pues ya en aquel convulso 1977 árabes y judíos se opusieron a que
nadie profanara el recinto sagrado y, aunque cueste creerlo, treinta años
después la Puerta Warren sigue sellada, por temor a que se desencadene un
conflicto interreligioso sin precedentes. Un conflicto mucho más grave se había
desencadenado ya para entonces dentro de su matrimonio, y esa copa no tenía
nada que ver con el Santo Grial. Acaba de ofrecérmela Carmen para vengarse
de tres meses de silencio hiriente y herido: ni una llamada, ni un mensaje, ni
una triste tarjeta postal con un beso.
Hacía ya mucho tiempo que su matrimonio naufragaba: él trataba de huir
en viajes a ninguna parte, y ella le perseguía con lienzos expresionistas donde a
veces aparecíamos los dos, amándonos y destruyéndonos hasta el fin. Ya ha
pasado todo, sí, incluso los días felices, de noches extenuantes y besos ardientes
en los que tantas veces la vi taparse la boca para no gritar de placer, o tapar la
mía para sofocar mis palabras, porque todas las palabras estaban de más
mientras la tuviera entre mis brazos, sintiendo palpitar su corazón, acariciando
la eternidad.
Comienza a llover. Recorremos una de las callejuelas empedradas que
91
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
92
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Un mes después sucedió la escena del puerto donde comenzaba este relato.
Siempre fue así entre nosotros. Ella elegía los caminos, y aquella vez yo puse la
lluvia. Cuando la alcancé, el rostro que volvió hacia mí era el de una furia
herida:
—¡Te lo dije, te lo advertí...! ¡Y tú siempre me dijiste que me querías para
algo más que follar conmigo! ¿Por qué no me dejaste en paz, por qué no te
fuiste cuando te dije que te fueras?
—No es así Carmen: tú también tienes tu parte de responsabilidad. Y claro
que te quiero, lo sabes muy bien, pero no puedes pedirme tanto.
¡Basta, no quiero oírte más! ¡No quiero saber nada de ti! ¡Date la vuelta y
desaparece de una puta vez!
—Por favor, Carmen...
—Déjame en paz. Vete, ya no te necesito. Ni tú puedes hacerme más daño.
—Carmen, amor mío... —en cuanto la abracé, ella empezó a llorar.
—¿Qué voy a hacer, dime: qué puedo hacer ahora? ¿No entiendes que ya
no puedo abortar? Es demasiado tarde...
93
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
94
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
que deciden dejarte entrar en su vida, lo hacen con todas sus consecuencias. Ya
nunca sales de ellas. Y así sucede siempre. Por eso las verdaderas historias de
amor son tan autodestructivas.
En el momento en que se empieza, ya no hay final.
95
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
26
¿Y Manuel? ¿La amaba realmente? ¿Alguna vez estuvo enamorado de ella? ¿La
seguía queriendo, después de todo? Estoy seguro de que lo sabía. Sabía lo
nuestro, sabía que yo me acostaba con su mujer y lo aceptaba. Lo aceptaba,
ahora lo sé, porque la quería más que a nada ni a nadie. El amor de Manuel era
como una segunda piel cosida a la piel de Carmen. Cada vez que se alejaba de
él, en vez de romperse, las ataduras se hundían un poco más en su carne. Y ella
se complacía en ese tormento.
No es fácil aceptar esta clase de paradojas, pero todavía es más difícil
explicarlas. Mucho más adelante, pensando en ella, descubrí sorprendido que
aunque también yo la amaba profundamente, me aterraba la idea de que
pudiera volver a mí como aquella noche del puerto. Las dos tendencias
coexistían en mí sin excluirse. A ellos les sucedió algo parecido. Diez años
después, seguían hechizados por el sortilegio de aquel viaje por la Toscana, y
seguían haciendo el amor bajo esa condición monstruosa, aun siendo
conscientes de que ese tiempo había pasado y de que no volvería jamás. ¿Pero
por qué? ¿Qué texto buscaba descifrar Manuel sobre la seda de su piel, sobre la
mentira de sus besos? Probablemente la misma mentira o el mismo misterio que
guiaba su mano sobre la áspera losa de Mulbek. Y acaso también sobre la caoba
de otra piel, sobre la herida de otros besos.
Él lo cuenta así en su cuaderno:
15 de agosto, Mulbek
Mis manos han acabado por contagiarse del mal de la piedra. La sequedad las
agrieta. Desde que trabajo sobre esta losa, se me están abriendo pequeñas llagas que
tardan en cicatrizar. A veces creo distinguir sobre ellas el dibujo de un laberinto.
¿Dónde me llevará? Pese al estado en que se encuentran sigo notando en las yemas de
96
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
mis dedos una gran sensibilidad. Siguen vivas. O al menos responden a lo que espero de
ellas. Pero lo hacen ásperamente.
También mi tacto se ha vuelto más seco. Todo yo me estoy resecando. Lo sentí
cuando la toqué por primera vez. Ya no recordaba cómo era eso. Una mujer después de
tanto tiempo. Entonces será que el laberinto conducta a ella. A tocar su piel, a perderme
en ella. Después de todo, esta experiencia también supone una nueva traducción,
descifrar un nuevo enigma.
97
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
27
Un enigma con nombre de mujer que comenzó a resolverse al quinto día en que
Manuel descendió de la Puerta de Mulbek al monasterio sin saber cómo
continuar su trabajo. Hasta entonces Tushita dormía en su misma celda. Ese día
dejó de hacerlo. Una nota sobre su cama explicaba que el venerable Naropa le
había encontrado un acomodo mejor en el pabellón de los copistas.
Pero no fue sólo eso lo que cambió aquella noche. A lo largo de las cuatro
anteriores Tara se venía comportando de la misma manera. Le esperaba sentada
sobre el suelo, frente a la mesa baja donde disponía su cena entre dos velas.
Manuel llegaba tan cansado que apenas probaba unos bocados de cualquier
cosa. Tara le servía y él comía en silencio. Después de lavarse un poco, Manuel
se acostaba y se cubría con la gruesa manta de pelo de yak. Luego ella se tendía
junto a él mansamente, sin la menor insinuación, como un animal elegido para
dar calor. Él no la tocaba, no porque no se atreviera. En realidad no lo deseaba.
Él era así y Carmen lo sabía muy bien. Cuando trabajaba tenía la cabeza en otra
parte. Esa noche, sin embargo, todo fue distinto.
Manuel llegó a su celda con la sensación de que el laberinto le estaba
venciendo. El laberinto de la losa que no conseguía descifrar, pero sobre todo
ese otro laberinto donde no acababa de encontrar su camino por más que lo
tuviera dibujado en la palma de su mano. Nada más empujar la puerta le
invadió ese olor tan gratificante. Alguien había echado ramas de enebro al
fuego. No obstante, en esa estancia apenas iluminada por el resplandor rojizo
de la estufa no parecía esperarle nadie. ¿Dónde estaba Tushita? ¿Y Tara?
Por una vez todos se habían olvidado de él. Mejor. La celda bien caldeada y
la cama dispuesta suponían una tentación suficiente para acostarse cuanto antes
y descansar. Creyó que se dormiría de inmediato, pero no fue así. Su cuerpo
pesaba demasiado, se había convertido en un sarcófago lleno de piedras. La
vieja angustia, el miedo al fracaso, la soledad. Ni siquiera pudo cerrar los ojos.
98
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
99
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
sientes, pero no lo entiendes. Por eso no has sabido encontrar el camino. Amas a
Buda, pero no sabes moverte hacia él. Necesitas a Krishna, el Auriga. Si mueres
ahora te perderás para siempre. Sólo yo puedo salvarte.
—Sálvame entonces y mátame después, pero no dejes de hacerme eso.
Mátame así.
—Hablo de tu alma. Has matado a tu alma de hambre y de sed. Necesitas
raíz de estrellas, la hierba que despierta Kundalini...
—Hummm, creo que necesito todo lo que tú me des.
—Y un ángel bajará del cielo para salvarte...
—El ángel ya está aquí, a horcajadas sobre mi espalda.
—No te rías, no te burles de Tara. ¿No me crees, Nájera San? Mírame. Yo
soy Tara, la reina de las montañas. Déjate llevar por mí, sígueme por el camino
de regreso a la verdad perdida y te conduciré hacia la luz que buscas.
Sin saber cómo, Manuel siente que ya está dentro de ella, de su mar, de su
loto. La energía Kundalini, la serpiente dormida, recorre su médula con un
deseo violento. Tara le calma, no debe moverse, sólo sentir cómo actúa dentro
de él, como si se dispusiera a mover toda su sexualidad hacia el centro de su
ser.
Manuel nunca ha sentido un ajuste tan ceñido y sedoso. Sin moverse, sólo
con su sexo, Tara intensifica la caricia de los pétalos, se abre y se cierra como un
corazón irradiante de amor. Un espíritu puro entendería este ritual como una
iniciación. Un libertino juzgaría que sólo busca incrementar su mortífero placer
con la máxima lentitud, como el veneno de la serpiente. Le traicionó su manera
de morderse el labio mientras comenzaba a imprimir una lenta rotación a sus
caderas. La iniciadora también puede perderse en el camino de regreso a la
verdad perdida, el ritual que abre los chakras empapa de sudor su cuello y su
pecho. A medida que se retuerce sobre él, Tara gime de una manera casi
perversa, como una nínfula que fingiera perder la virginidad, se mece en
círculos lentos de una sensualidad infinita.
Es ella quien le está nutriendo, su sexo toca su corazón, están fundidos en
un torrente sanguíneo que fluye en espirales cada vez más luminosas e intensas.
Cuando Manuel siente que ya no va a poder contenerlas, desliza su mano y
acaricia sus gruesos labios mojados como si quisiera gozar desde ella, siendo
ella, el placer que le proporciona su sexo hembra. Porque ella es ahora el
hombre. Se lo dice con una brusca acometida de sus caderas, sólo una, y luego
le concede un beso profundo, hasta la raíz del alma. Cuando Tara pone sus dos
manos sobre su cabeza, Manuel contiene la respiración, cierra los ojos. Latido a
latido, los dos se sumergen en el espacio primigenio, cósmico, indivisible,
donde ya no hay hombre y mujer, sino un solo cuerpo hecho de estrellas.
Entonces estalla dentro de ellos un relámpago ascendente, desde la base de la
columna hasta la fontanela, y se abrazan estremeciéndose sin derramarse en esa
eclosión absoluta que les llena de luz en ráfagas largas, de una intensidad
inaudita.
100
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
101
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
28
En otra estancia no muy lejana, un anciano vestido con el tosco nambú de los
siervos aviva el fuego con un fuelle de piel de cabra, y otro acaba de ajustarse la
gran túnica morada de los tsedrungs, mientras escucha a la mujer que acaba de
entrar.
—Nájera San vuelve a su trabajo —anuncia la mujer, inclinándose ante el
gran lama.
—¿Al Libro de Cristal? —pregunta el venerable Naropa.
—No, mi señor. Vuelve a la piedra.
Naropa no puede disimular su desagrado. Al fin y al cabo, ha sido él quien
ha urdido la mudanza de Tushita, y acaso el cambio de actitud de Tara para con
su ilustre invitado.
—Esperábamos que le convencieras, Tara...
—Al menos he conseguido salvarle de las sombras que le paralizaban, mi
señor.
—Ahora debes conseguir que abandone la piedra, lo antes posible.
Cuando penetra en la estancia otro lama con su misma túnica morada y un
maletín de cuero, Tara sabe que debe retirarse ya, pero no lo hace.
—¿Quieres decirme algo más? —le interpela Naropa—. Nuestra sesión de
gobierno no puede esperar.
—Sí, mi señor, he de decirte algo más acerca de Nájera San...
—¿Qué?
—Ha decidido no trabajar más durante las horas del día.
102
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
103
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Cuarta Parte
Demonios con forma de mujer
104
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
29
Entonces Manuel no podía saber nada de ese otro misterio al que se referían
Naropa y Kupka. Estaba en otro mundo o, mejor dicho, en ese otro plano de esa
realidad que representaba el mensaje cifrado en la losa.
Durante el día, el gran excéntrico permanecía en su celda, transcribiendo y
cotejando sus averiguaciones. A mediodía se hacía servir la comida de los
lamas, y luego sesteaba con la botella de arak que le suministraba Tushita,
White Tiger, el Tigre Blanco, directamente importada de las selvas de Kerala
para Su Graciosa Majestad. Sobre las cinco Manuel y Tushita, se encaminaban
hacia la gran losa. A eso de las siete se concedían un refrigerio mientras un par
de operarios ajustaban cuatro grandes hachones sobre los mástiles del dosel.
Poco después, ya con el escenario montado, comenzaba el espectáculo.
Recapitulaba todo lo esbozado hasta entonces y hacían hablar a la piedra. Y
verdaderamente la piedra hablaba. Manuel se volvía a recostar sobre la losa,
cerraba los ojos para dar más vida a sus manos, y se hacía un gran silencio.
Bastaba un gesto para que Tushita se tendiera junto a él. De esa manera
recomenzaba la parte más espectacular de su escenificación, entre susurros
reptantes, transcripciones y hasta imprecaciones.
Antes que los expertos de la expedición arqueológica, los nativos supieron
encontrarle un sentido a aquella inaudita representación. De un día para otro,
los niños de Mulbek se acostumbraron a seguir las pantomimas de aquellos dos
locos sobre la piedra, y les parecieron muy divertidas. Enseguida trajeron a sus
padres y, en menos de una semana, familias enteras convergían hacia el lugar
con toda naturalidad, todos los días a la misma hora, al caer la tarde. Se
instalaban sobre esteras cada vez más numerosas, alguien comenzaba a batir
una darbuka, las mujeres desenvolvían sus hatillos de hojas de baniano, corría
de un lado a otro un pellejo de vino, al tambor se unía una flauta de pastor o el
zumbido de una cítara. Como a la llamada de un conjuro, hasta los nómadas de
105
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
las montañas acabaron por acercarse a ese espacio que intuían sagrado.
También ellos se cruzaban historias entre susurros. Superstición o cercanía
a ese primigenio orden cósmico que hemos olvidado quienes nos llamamos
civilizados. Miradas muy anteriores a Euclides, que no pueden explicarse con
teoremas. Inhalaciones de un incienso muy espeso que abre las puertas de la
percepción bajo ese cielo de estrellas vivas, donde todo habla y todo escucha.
En ese escenario de fin del mundo, a la luz de los hachones, fue naciendo así
una leyenda que crecía noche tras noche. Un anillo invisible acabó uniendo a
aquellos dos hombres y a toda aquella gente que les contemplaba trabajar sobre
la gran losa de Mulbek con una mezcla de fascinación y temor reverencial,
como si esperasen la exhumación o el advenimiento de un nuevo dios desde las
profundidades de la piedra, bajo la mirada displicente del gran Buda rojo.
De esa manera, mientras Manuel Nájera descifraba una crónica mítica
buscando sus raíces reales, su propia realidad fue derivando en una leyenda
donde cada día resultaría más difícil deslindar lo real de lo imaginario. Los
fragmentos que iba extrayendo de la piedra resultaban cada vez más
desconcertantes y alejados del canon que se presumía en el Libro de Cristal,
algo que inquietaba sobremanera tanto a Dieter Kupka como al venerable
Gyalpo Naropa.
106
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
todos ellos hablan de despertar en el hombre esa poderosa energía interna que
llevamos latente como un olvido.
La gran perturbación, sin embargo, tenía que ver con lo insólito de otras
voces surgidas de la piedra sin equivalente en ninguna cultura conocida.
¿Cómo podía interpretarse «todo hombre lleva dentro de sí el embrión de un
ángel»? ¿Y la alusión a la gran consciencia o a la estrella Origen? ¿De dónde
venían, quiénes eran esos alucinantes «hijos de la raza solar»?
Sólo la Cábala hebrea se adentraba en laberintos comparables, pero jamás
en esos términos. ¿Podían ser descendientes de los hebreos los que tallaron su
testamento sobre esa losa? ¿Descendientes o antecesores? Cualquiera de esos
dos desvaríos justificaría al menos la importancia de la memoria en su
traducción. Pero lo que vino después, tras una larga semana acariciando la
piedra negra, conmocionó hasta los cimientos a toda la comunidad de Mulbek:
107
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
aparecen subrayadas unas cuantas expresiones. Al parecer son las que más le
desconciertan de las dos traducciones, anotadas como Losa 1 y Losa 2.
Curiosamente, alrededor de las tres últimas se permite avanzar un par de
interrogantes donde parece prestarse al juego.
De esta manera:
pez → cordero
Iluminado → Caminante
hijos de los soles muerto → hijos de la carne
estrella Origen → hijos de la raza solar
embrión ángel → Cámara del Embrión
puerta de la vida → puerta del corazón → ¿Puerta de Mulbek?
Algún día seréis soles radiantes en el jardín de estrellas, allá donde mora la
Inteligencia del Universo
108
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
30
109
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
31
Al amanecer, sin embargo, Manuel despierta solo. Como todas las noches. ¿Por
qué desaparecía Tara de esa manera? ¿Sería verdaderamente una tulpa? Desde
luego, por más que hiciera el amor con ella, él nunca se había encontrado mejor.
Al contrario, se sentía más lleno de energía, cada día la amaba más.
Basta de preguntas entonces, se dijo, una ducha y a la tumba. Hacía tiempo
que no se le soltaba la risa de esa manera tan espontánea. Había que celebrarlo.
¿Cómo? Con el sabroso cuenco de kefir que Tara le había dejado antes de
desaparecer. El sol alto invitaba a desayunar en la terraza. Manuel sacó un par
de sillas, se sentó en una, estiró las piernas sobre la otra... Y nada más hundir la
cuchara en el kefir, por la zona de sombra del patio irrumpió Dieter Kupka con
su libro de actas bajo el brazo. Se le veía bastante alterado. Ni siquiera vio a
Manuel, que en esos momentos parecía levitar sobre la azotea, mientras él
invadía la escuela de copistas, donde a esa hora impartía sus clases el lama
Naropa. Enseguida se oyeron las prime ras voces. Poco después, Kupka
reaparecía junto a Naropa en el vano de la gran ventana trapezoidal. Su libro de
actas se abrió con un golpe sobre el atril, y él no cesaba de dar palmadas sobre
el texto. Se le veía iracundo, el cortesano florentino parecía haber sucumbido al
bárbaro britano que combatió a César aullando con la cara pintada. El lama por
su parte le observaba como un entomólogo que sigue los movimientos de un
insecto particularmente ofuscado.
Nájera seguía saboreando su cuenco de kefir y observándoles desde lo alto.
Si afinaba el oído, podía oír su catarata de abominaciones.
—¿No comprende que es increíble que en el primer milenio antes de Cristo
se utilizaran términos como estrella Origen o genética solar? ¿Cómo es posible
que le envíe mi libro y usted me lo devuelva dándolo por bueno? Adelante,
léalo otra vez. Este hombre se ha vuelto loco o se está riendo de nosotros...
Naropa extendía sus manos pidiendo calma.
110
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
111
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
112
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
113
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
contenido esperma del Redentor, por no hablar del hongo Cristo. Se le escapó
una sonrisa. El discípulo de aquel visionario se había convertido en un
intransigente guardián decidido a impedir que nadie transgrediese el orden
establecido.
—No se equivoque —Kupka endureció el gesto—. Los arqueólogos no
confundimos las hipótesis con las fantasías.
—No se trata de ninguna fantasía —continuó Naropa recuperando su tono
conciliador— sino el objeto de estudio de los físicos moleculares y los
neurólogos más eminentes. De la misma manera que la música tiene distintas
octavas, cada cerebro humano vibra en una escala determinada. Los hombres
con más luz vibran en una escala más alta, irradian como soles, de ahí los cercos
de luz que rodean las cabezas de los iluminados y los santos en todas las
culturas. Cuando era niño, vi con mis propios ojos a un lama centenario que
meditaba cubierto con una simple túnica sentado sobre un glaciar a cinco mil
metros de altura... y el hielo se derretía bajo su cuerpo.
»A ese calor, a esa vibración, o a ese campo cuántico, nosotros lo llamamos
akasa-mana. Una multiplicación del poder energético del hombre, unas fuerzas
psicofísicas que nos hace semejantes a dioses, hijos de la misma energía que
mueve a las estrellas, y herederos por tanto de una cierta genética solar, como
sostiene la traducción de su amigo. Uno de sus chamanes más venerables, que
también pasó por Zurich y por Berkeley, escribió: «no hay más futuro para la
humanidad que el que se derive de enlazar la energía que hace palpitar a las
estrellas con la que todavía duerme en nuestro cerebro. Creo que se llamaba
Albert Einstein.»
Era la exposición más brillante que había oído en mucho tiempo, y Manuel
no vaciló en aplaudir silenciosamente desde la terraza. Nadie podía verle, nadie
le oyó. Pero Kupka lejos de rendirse, se replegó sobre sí mismo como un
alacrán:
—Están todos completamente locos, pero no voy a pasar por ahí. Mi
academia no puede validar esta traducción ni este texto, y así lo haré constar en
mi próximo informe.
—Siento defraudarle, pero eso no nos preocupa...
—Claro, sé muy bien qué les preocupa: que la losa no entre en colisión con
sus verdades reveladas. Al fin y al cabo su religión también se ha constituido en
una Iglesia tan putrefacta como el Vaticano, con su misma estructura de poder y
sus mismos hipócritas principios alzados para sostener sus privilegios a costa
de los miserables campesinos que trabajan para el clero en condiciones feudales.
Qué nauseabunda doble moral la suya: prohíben matar animales, pero luego
traen a musulmanes afganos o pakistaníes para que hagan ese trabajo fuera de
sus lamaserías, y les sirvan bien fresca esa carne que luego comen hasta
hartarse. ¡Y encima desprecian como a intocables a los pobres pakistaníes!
Igualmente, predican la austeridad y el celibato, pero dentro de sus gompas se
consienten el matrimonio y hasta la poligamia. Usted mismo tuvo dos mujeres,
114
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
y ahora le queda una que sigue usando y manipulando como le viene en gana...
Nadie esperaba un alegato tan brutal. Todas las miradas se dirigieron hacia
Naropa, que le devolvió el libro de actas:
—No puedo consentirle que me insulte, míster Kupka.
El arqueólogo apretó las mandíbulas, pero no se retractó y concluyó con
una voz tan recia que hasta Manuel pudo escucharle claramente:
—Ahora debo callarme religiosamente y retirarme con una respetuosa
reverencia, ¿verdad? Que nadie sepa que el venerable Naropa está usando a su
joven y bella mujercita para seducir al viejo loco de Nájera.
115
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
32
Los gongs llamaron al servicio del templo, pero nadie se movió. El rostro de
Kupka era un coágulo de ira contenida. A Naropa se le veía demudado.
—Le ruego que abandone inmediatamente este recinto, míster Kupka.
Váyase, se lo pido por su bien —añadió presionando su brazo con delicadeza,
pero con una determinación invencible—. Mañana se arrepentirá de todo lo que
ha dicho y vendrá a pedirnos disculpas. No sé si podré aceptárselas.
El arqueólogo le mantuvo la mirada y la tensión hasta el límite, luego se
retiró sin darse por vencido, pero dejó un cadáver en una terraza y era mi
amigo Manuel. Al oír en su boca el nombre de Tara sintió un fuerte golpe en el
pecho: su corazón dejó de palpitar, luego rompió a latir aceleradamente, y cada
latido ensanchaba la herida. ¡Tara, su amante, su iniciadora, su hechicera, no era
una mujer libre al servicio del templo, sino la esposa del lama Naropa!
Pese a que sabía que muchos lamas estaban casados, y tenían hijos, y
también que era relativamente usual que ofrecieran sus esposas a sus invitados,
como una cortesía más, aquello no podía aceptarlo. Lo de Tara con él había sido
otra cosa, se lo decía su corazón. Entonces, ¿por qué le dolía tanto aquella
insidia vertida por Kupka delante de todos? ¿Tal vez porque era cierta? Sí, tal
vez fuera cierto que Tara se prostituyera obligada por aquel otro miserable que
se jactaba de ser un espíritu puro y elevado, el lama Naropa, el mismo que
parecía defender con tanto desprendimiento y tanta lucidez su traducción... O
sea que ese repugnante tartufo había metido a su mujer en su cama para
mediatizar su juicio cuando comenzara a traducir el Libro de Cristal. Así se
entendía mejor el misterioso desplazamiento de Tushita de una estancia a otra,
para que no entorpeciera las maniobras de su cortesana. Y todo lo demás. Cómo
se habían burlado de él, unos y otros, todos, hasta la misma Tara, desde el
principio.
En medio del torbellino de dolor, pasaron por su mente todas sus
116
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
confesiones de amor, sus promesas, sus besos, sus rendiciones. ¿Qué había
detrás? Cuanto más lo pensaba más le convencía la imputación vertida por el
maldito Kupka. Para los fariseos de la orden Nyingmapa, el peligro no estaba
tanto en que la losa hablase de estrellas vivas y genéticas solares, sino en la
posibilidad de que las últimas palabras del Buda Maitreya, fuese quien fuera,
pusiesen en cuestión la doctrina sobre la que se fundaba su orden. Porque, a fin
de cuentas, eso era lo que se suponía que contaba el Libro de Cristal. ¿Y si ese
Buda de los últimos días se hubiese decantado definitivamente por el sendero
Mahayana, desechando el canon Hinayana sobre el que se fundaba toda la
superioridad doctrinal de Naropa y los suyos? Eso sí que supondría un
cataclismo más terrible que la ocupación china: una revelación que supondría el
fin de Mulbek, el definitivo crepúsculo de los dioses del bonete rojo y la túnica
azafrán.
¿Pero qué importancia tenía ahora hasta el hundimiento de los Himalayas,
en comparación con lo que había supuesto para él la traición de Tara? Sintió
que algo se le rompía dentro, y los diques que contenían su pasado comenzaron
a manar un líquido oscuro del que se alzó el peor de sus demonios familiares.
Acababa de tomar un buen trago de su segunda botella. Al ir a dejarla sobre la
mesa creyó sentir la caricia de una mano: una mano helada. Era la mano de
Carmen recién muerta, todavía balanceándose en la mecedora de su terraza
frente al lago. También ella parecía examinarle con una lenta mirada de sus ojos
entrecerrados y una media sonrisa entre amarga y burlona. «¿Pero cómo has
podido ser tan estúpido, Manuel? ¿No te das cuenta de que esa preciosidad
podía ser tu hija? ¿Cómo se iba a acostar por amor con un viejo como tú? Claro
que a ti eso siempre te dio igual, jamás te importó una mierda engañarme ni con
tus amantes ni con tus putas.» No fue así, Carmen: yo nunca te engañé. Tú a mí
sí. Tú sí que me engañaste. «Por favor, Manuel, ¿ya no te acuerdas de cuando te
pillé haciéndolo aquí mismo?» Eso sucedió mucho después de que te suicidaras,
Carmen. «No, yo no me suicidé, me mataste tú, canalla, y nunca te perdonaré.»
Manuel bebe suplicando que el licor le arrase la memoria. Cierra los ojos y
ya no sabe dónde está, si en la gompa de Mulbek o en su villa de Bellagio, diez
años atrás y a diez mil kilómetros de distancia. Junto a la botella de arak tiene
un cuaderno de tapas amarillas. Junto al combinado, Carmen acaba de dejar un
revólver plateado con el que le gusta jugar delante de él. Pese a su aspecto
inofensivo —se trata de un revólver tan pequeño que casi parece de juguete—,
él detesta verla así. ¿Sabía entonces que ella estaba embarazada y que le
obsesionaba la idea de suicidarse? ¿Sabía que se acostaba conmigo y que sufría
por él? En realidad, ¿qué sabía de ella?
¿Y qué sabía de Tara, a fin de cuentas? ¿Sabía si le quería o no? ¿Sabía qué
había dentro de sus besos, amor, mentiras, angustia, un simple juego? Qué
casualidad que precisamente la noche anterior hubieran jugado a eso. Al menos
ya no tenía que volver a preguntarle por qué le quería. Dieter Kupka había
respondido por ella.
117
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Siguen unas líneas tachadas, ilegibles, hasta el final del párrafo. El siguiente
comienza con un giro desconcertante:
Pobre Tara. Pobre Naropa. Pobre Kupka. Valientes conspiradores. No saben que la
conjetura que se afianza en mi mente de día en día no tiene nada que ver; ni con lo que
temen, ni con lo que esperan de mí. El primer fragmento de la losa me hizo sospechar
que su contenido era algo extraordinario. El tercero ha superado todas las expectativas.
Ya no se trata del gran Buda anunciando a su sucesor. Este tercer extracto lo cambia
todo, y lo que puede salir de aquí es una revelación cien veces más explosiva que la que
surgió de Qumrán. Lo reconozco, tengo miedo, quizá no debería seguir adelante.
118
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
33
119
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
120
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
121
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
34
Manuel siempre creyó que este mundo estaba acabándose y que nos
encontrábamos en el umbral de un tiempo nuevo. Creía en la existencia de un
apocalipsis personal que hemos de atravesar en esta vida, creía en la
resurrección de cada uno de nosotros, los muertos vivientes, pero también en la
de los mundos. Y no era ningún imbécil convertido de repente a una religión
postmoderna. Era un rebelde, un heterodoxo nada convencional. Hablaba de la
Luz con mayúsculas porque de algún modo, cuando estaba borracho, incluso
cuando estaba sobrio, él podía verla.
Fuese locura o verdad, esa lectura de la vida le hacía aún más insoportable
ante los doctos de corazón seco como Dieter Kupka, y lo supo desde del primer
día de su reencuentro. Tras el episodio del día anterior al menos le cabía el
consuelo de que ya ni uno ni otro tenían por qué disimular su aversión mutua.
Aunque Kupka no tuviera la certeza de que Manuel hubiera escuchado su
disputa con el lama, suponía —y no se equivocaba— que el escándalo había
llegado a sus oídos.
De hecho, aquella mañana, cuando vio venir a Manuel a través del ventanal
de su pabellón prefabricado, ya tenía decidida su estrategia: nada de pedir
disculpas, ni tampoco de entrar en el terreno de las descalificaciones personales.
Nájera había sido convocado para traducir el Libro de Cristal. Ya era un exceso
injustificable que se hubiera consentido la excentricidad de comenzar por la
losa de basalto. Había tomado una decisión: no aceptaba esa traducción
delirante y punto. El expediente que acababa de rubricar seguiría su curso, y el
loco se enteraría de la cancelación de su contrato por la misma Gulbenkian
Foundation. Todo muy aséptico, muy profesional.
Manuel tomó asiento en su despacho, rebosante de naturalidad, para
pedirle exactamente eso.
—¿Cómo dices? Repítemelo, por favor... —exclamó, atónito—. ¿Que ahora
122
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
123
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
124
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
125
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
126
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
35
Tras su disputa con Naropa, Kupka, optó por una estrategia nueva: nada de
confrontaciones.
Escuchó a Nájera sin refutar aquella teoría que se le antojaba, cuando
menos, demencial. Luego miró al techo, después a su cerveza y por último a su
colega. Antes de hablar desplegó una sonrisa condescendiente.
—No me digas más: ya veo la concordancia entre el poder de las estrellas,
la energía mana de la que irradiaba la gloria de Dios contenida en el Arca de la
Alianza y, en fin, esa geografía maravillosa donde se triangulan los más
fantásticos centros de poder. Naturalmente, como Noé tras el Diluvio, Moisés a
través del desierto, y los tres Reyes Magos, también los nestorianos seguían una
estrella. ¿Cuál? La primera estrella, la estrella Origen, la estrella del Pez y del
Cordero en cuya bisectriz se sitúa, ni más ni menos, la subterránea y
supercríptica cosmópolis de Agartha, el eje del mundo. It's wonderful, my dear!
—prosiguió, cada vez más sarcástico—. No entiendo cómo no te nombran de
inmediato gran maestre del Priorato de Sión, pues al fin te ha sido revelado el
gran secreto cifrado en Qumrán y preservado en la mítica biblioteca de los
cananeos ¿No es así?
»La raza humana no tiene nada de humana, en realidad se trata de una raza
solar dotada con un inmenso potencial y un destino cósmico. La clave consiste
en encadenar nacimientos hasta una progresiva desmaterialización. Así nos
convertiremos en ángeles y luego en estrellas, como dice tu traducción, «pues
en el destino del hombre está escrito llegar al corazón del universo para ser
soles nuevos». En el fondo, todo esto no es más que una elemental cuestión de
genética interplanetaria...
Pese al sarcasmo de su colega, el gesto de Manuel continuaba siendo
extrañamente cálido y conciliador.
—Por un instante, John —le dijo, utilizando su nombre por primera vez—,
127
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
he llegado a pensar que hablabas en serio. Ya veo que no, y es una lástima. No
porque seas incapaz de creer en algo que no figure en tus manuales, sino por lo
poco que te respetas a ti mismo: si te conocieras un poco y supieras lo que eres
capaz de hacer, no estarías aquí sentado, esperando a que los viejos babuinos de
la Gulbenkian te concedan una de sus medallas de hojalata, el premio al
primero de la clase, por haber descubierto el Libro de Cristal.
—Naturalmente, me hubiera adelantado y estaría ya dominando las Tierras
de Poder, como Sean Connery y Michael Caine en El hombre que pudo reinar.
»Tu cinismo no es más que una defensa, John, igual que tu ciencia para
ciegos. No la utilizas para saber, sino para defenderte de todo lo que te inquieta.
Cuando sueñas, si es que sueñas, seguro que tu alma te dice que estás aquí
intentando recuperar algo perdido. Pero con sólo imaginar qué, te despiertas
aterrorizado y te refugias en tus biblias agnósticas, en tus decálogos donde te
pone muy claro qué se puede pensar y qué es lo impensable, y eso te
tranquiliza. Sólo sabes ver con la mente, pero la mente sólo ve lo que le dices
que vea. La mente no puede abrir los ojos y ver más allá.
Consecuentemente, no te atreves a imaginar un mundo diferente al que te
han contado. No hay más que echar un vistazo a tus trabajos: la repetición de la
repetición, el monólogo del loro ilustrado. Te empeñaste en ser un gran
arqueólogo, el mejor del mundo, y fracasaste. Pues probablemente tu fracaso
sea lo mejor que te ha sucedido: lástima que no supieras aprovecharlo. Te
equivocaste en Qumrán, pero hubieras debido seguir adelante. Al final, seguro
que habrías acertado, encontrando tu propia puerta. Pero en lugar de eso, te
dejaste vencer, y te has convertido en el gran inquisidor de toda visión que no
coincida con la de tus verdugos...
»Algún día, en este mundo de cretinos tecnológicos, todo dejará de
funcionar, y sobrevendrá una oscuridad como no se ha conocido en toda la
historia de la humanidad. Entonces hasta los ciegos se quitarán la venda de los
ojos y serán testigos de una nueva visión, en la que veremos las puertas que se
abren entre ésta y otras dimensiones, y que superarán todo nuestro saber actual.
Y entenderemos. Descubriremos científicamente que la vida es un crecimiento
infinito, de lo físico a lo metafísico, de la materia a la mente, de la mente al
espíritu, es decir, de la losa de piedra al Libro de Cristal, y de los pies del Buda
a la puerta sobre su cabeza, porque en esta vida los comienzos y los finales sólo
son pasos en un camino eterno: el camino lo es todo, ese camino del que
hablaban el Cristo y el Tao, el camino que primero es aceptación y luego
revelación y después...
»¿Y después qué? ¿Transfiguración del hombre al ángel, fusión con el sol y
las estrellas, expansión cósmica...? ¿Pero a ti qué más te da? Tú no admites estas
cosas, te tapas los oídos para no escuchar, te amputas los pies para no caminar,
como te has extirpado el alma para sobrevivir en tu confortable miseria
espiritual. A cambio de una buena paga te has convertido en el guardián de una
ortodoxia en la que no crees. Todo por no atreverte a mirar hacia adentro y
128
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
averiguar quién demonios eres. ¿Pero qué hay dentro de ti a lo que le tienes
tanto miedo? Pregúntatelo y hazle frente. Atrévete, porque atreverte ya es para
ti una cuestión de estricta supervivencia. Muchas veces en la vida el que queda
sepultado por el terremoto es el cobarde que se agazapó bajo una pared, muerto
de miedo y angustia. Es inútil que te refugies detrás de esas murallas mentales.
Fuera, siempre hay un caballo de Troya esperando que le hagan rodar. Y
cuando eso suceda, ¿qué será de ti? ¿Dónde buscarás la seguridad, la certeza, el
dogma protector? Entonces verás que no existen, y echarás a correr en busca de
una salida sin saber que sigues atrapado en el laberinto de espejos de tu propia
pesadilla, y así descubrirás que lo único que te rodea son imágenes deformadas
de tu propio yo, y te volverás loco, loco de dolor y de amargura. Escúchame,
John, tú mismo te has castrado, y después dirás que alguien te ha cortado los
cojones.
Cuando Manuel concluyó su monólogo Kupka abrió su agenda, y preguntó
apenas con un hilo de voz:
—No recuerdo para cuándo me has dicho que necesitas esa visa...
—¿Podría ser para mañana? —respondió Manuel con la misma asepsia.
—Haré todo lo posible para que puedas disponer de ella esta misma noche.
—Y yo te quedaré eternamente agradecido...
La puerta del pabellón prefabricado se cerró con un encaje perfecto. Y en
cuanto se cerró, Kupka descolgó el teléfono.
¿En qué pensaba Manuel mientras se alejaba tan despacio, como para dejar
que algún demonio le diera alcance? ¿Un triunfo dialéctico? Podía ser, pero
como Allegro, también él llevaba su derrota a cuestas. Aunque no lo
pronunciaran, el nombre de Tara había dominado toda esa conversación y
seguía envenenando su mente. Necesitaba salir de esa historia como fuera. Y, si
lo necesitaba tanto, ¿cabía la posibilidad de que todo lo demás fuera una
invención suya? Todo ese asunto de las estrellas dentro de los animales
grabados en la losa, los mapas coincidentes y todo lo demás. Lo cierto es que en
su cuaderno amarillo no figura ninguna anotación que corrobore ese hallazgo.
No, no me sorprendería nada que hubiera ideado esa fábula para justificar su
viaje a Tielontang sin tener que dar cuenta de su motivación real, esa carta
lacrada que se había comprometido a llevar hasta allá. Pero no sé...
En ocasiones, Manuel Nájera no dejaba constancia escrita de sus mayores
descubrimientos. ¿Y si todo fuera cierto, y realmente hubiera descubierto ese
rumbo y esa ruta, de manera que, de pronto, coincidían ambos viajes?
Conociéndole, hasta cabe pensar una tercera posibilidad. La posibilidad de que
hubiera algo más, una historia más increíble que comenzaba a entrever bajo la
losa, quizá la clave maestra que descifraría todo el Libro de Cristal, quizá una
historia tan desconcertante que ni siquiera se atrevió a consignar en su libro
amarillo.
129
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
36
130
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Existe un momento en las crisis de las parejas en que roza los labios una
confesión definitiva: «Te quiero más que a mi vida, perdóname y empecemos
de nuevo. Por favor, créeme, déjame enamorarte como la primera vez». Seguro
que en los días finales este pensamiento cruzó ante los ojos de Carmen y
Manuel. Cualquiera de ellos hubiera podido pronunciar las palabras justas.
Aquel día, en lugar de eso, él le dejó un mensaje anunciándole que no iría a
cenar. Y ella se dejó caer por la fiesta donde yo intentaba olvidarla, deseando no
volver a verla.
Hacía calor, un calor sofocante, incluso en aquel ático tan snob con vistas a
la bahía. Decoración zen a mil euros el metro cuadrado, iluminación de velas
aromáticas, sofás italianos de cuero negro y coca muy blanca por todas partes.
No sé qué había fumado, una mezcla de todo con mucho Passport Scotch,
cuando sentí que alguien me acariciaba la mano con un vaso largo.
—¿Voy a pasar la noche sola? —no necesité volverme para saber que era
ella.
Música india, a tono con el aire suave y caliente de la noche. Y en el
dormitorio donde nos perdimos una cama con sábanas negras, a juego con las
gruesas cortinas que enmarcaban un acuario tenuemente iluminado.
—¿Qué quieres de mí? —le pregunté, de esa manera absurda en que se
hacen estas preguntas—. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—Lo hago porque quiero joder a Manuel y acabar contigo de una vez.
—Qué halagador.
—A él le ponía loco que hiciera estas cosas.
Estaba a horcajadas sobre mí, no sé de dónde sacó ese lápiz de labios.
Cuando se inclinó para besarme, su melena cayó como seda sobre mi rostro. Sus
labios quemaban.
—Demasiado carmín...
—A mí me gusta, lo pongo hasta en mis cuadros. Dibujo grandes cruces de
carmín sobre los hombres que han sido importantes en mi vida.
—Pensaba que sólo hacías expresionismo abstracto.
—No, también tengo una galería de retratos.
—Los hombres importantes de tu vida.
—Mis amantes muertos.
Era cierto. Para cuando comenzó el ritual de ese amor prohibido, los dos
sabíamos ya demasiado el uno del otro. No importaba lo que cada uno
obtuviera de esta transacción. Antes de consumarla ya habíamos sido
derrotados, ya estábamos muertos. A horcajadas sobre mí, Carmen se mecía
como un alma en pena que buscara desesperadamente entrar en un cuerpo, en
cualquier cuerpo que pudiera darle un poco de vida al suyo.
—Siempre me has usado para esto, Carmen, pero esto no es hacer el amor.
—¿Quién ha dicho que lo sea? ¿Aún no te has enterado de que ya no te
quiero?
—Está claro, por eso lo haces tan bien... Tu sexo es lo mejor que hay en ti.
131
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
132
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
37
Al anochecer resuenan por todo Mulbek las delgadas flautas de fémur humano.
Uno de los tulkus acababa de rasgar el velo de la muerte. En el patio, una
procesión de monjes se dirige hacia la pagoda, que comienza a llenarse de
cantos graves y profundos. Durante tres días los lamas recitarán al oído del
difunto las letanías del bardo Thodol, para ayudarle en su viaje hacia el corazón
de las estrellas. Entretanto, en su celda se ha colado una maga que le mira
fijamente y le pregunta en un susurro: «Dime, ¿qué ves en este sueño?». Manuel
despierta bruscamente, viendo brillar las serpientes tatuadas en sus mejillas, el
sobresalto le para el corazón. ¡Es ella! ¡Es Tara! ¿Cómo se ha atrevido...? Su
primera reacción es apartarse, pero al instante siente que se rinde ante esa
mirada.
—¿Qué veo? Nada. Mirar tus ojos es como asomarse a un espejo oscuro.
—Mientes, Nájera San, yo sé que has visto en mí algo que no habías visto
antes en ninguna mujer. Y eso que has visto es parte de ti, aunque te da miedo.
Pero yo soy Tara, yo te he escogido, ¿me oyes? Yo te he escogido. Estoy aquí
para salvarte, porque sé lo que vas a hacer y he venido para detener tu muerte.
Mientras la escucha Manuel reconstruye aquella conversación entre Kupka
y Naropa. «Yo te he escogido», esa es su respuesta, su confesión de amor por
encima de todo y de todos. Pero, ¿y eso de que venía para detener su muerte?
—¿Por qué he de creer en ti, por qué...?
—Porque lo sabes, porque has oído latir mi corazón y sabes que te quiero...
Como yo sé que estás a punto de hacer algo muy peligroso, Nájera San, mucho
más de lo que tú crees.
No, no es la belleza de su rostro, su curvatura de porcelana en la penumbra,
ni esos ojos rasgados. Basta con su voz, la voz de Tara está llena de verdad.
Manuel acepta sus caricias, pero se resiste a aceptar sus palabras.
—¿Quién sabe lo que es peligroso y lo que no lo es?
133
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
134
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Cada puerta que se abre conduce a un vacío mayor. Cada mujer de la que
te enamoras, te hace depositario de un secreto. Cada vez que hacemos el amor,
algo innombrable se da, algo innombrable se recibe. Suenan las últimas
campanas, las palomas duermen. Bajo una luna de hielo los monjes recogen sus
címbalos y desaparecen en una larga procesión hacia la torre del silencio donde
un impuro, un ragyab, despedazará el cuerpo del anciano muerto. En lo alto del
acantilado, sobre la cabeza del gran buda rojo, la puerta cósmica se cierne como
un desafío bajo las estrellas, y un hombre y una mujer la atraviesan desnudos,
cogidos de las manos. Sí, ¿por qué no? Cuando acabe todo esto me la llevaré
conmigo a San Sebastián. Viviremos en un estudio cerca del puerto, buenos
vinos y unos pocos amigos. A las cuatro de la mañana Tara lucha por
despertarle.
—¿Qué te pasa, Nájera San, qué te pasa? —le dice una y otra vez, pero
Manuel no puede contestar—... Estabas gritando en sueños, gritabas...
Sin decir nada, sin preguntar qué gritaba, Manuel se abraza a ella y apoya
su cabeza sobre su regazo. La oscuridad de la noche le ayuda a llorar. Sabe que
los tiempos felices nunca regresarán.
135
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Quinta Parte
La cruz de Tielontang
136
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
38
137
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
138
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
139
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
39
140
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
141
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
142
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
40
Manuel prosiguió con aquella confesión de verdades a medias. Tal vez era la
última ocasión en que podía hablar con Naropa:
—Cuando apareció la naja, tenía unas palabras muy sorprendentes en la
yema de mis dedos... Confío en que podré reconstruirlas cuando vuelva.
»En fin, quería decirle que me ha parecido advertir una segunda escritura
oculta bajo las claves que ya conocen: los animales sagrados, las estrellas, las
cruces, los mapas ... Eso sólo es la piel del enigma. Debajo hay otro mensaje que
sólo ahora comienzo a entrever, aunque preferiría no aventurar demasiado
hasta tener suficientes elementos de juicio.
—Entonces, ¿es cierto que va por ellos a Tielontang?
—No sé qué decirle, es cierto y no es cierto. Posiblemente todo se resolverá
cuando abramos el Libro de Cristal.
—¿Me permite que le avance una parte de lo que usted empieza a entrever?
—Adelante...
—Cuando el gran Buda rojo empezó a llorar lágrimas de sangre, pasó por
esta zona un equipo de una importante compañía minera japonesa en busca de
yacimientos. Les pedimos que se acercaran, y ellos accedieron. Durante tres días
estudiaron la rocamadre del acantilado y la caverna, además del Libro de
Cristal y, por supuesto, todo el Buda, desde los pies a la puerta de piedra sobre
su cabeza. Pues bien, sucedió algo inaudito que no hemos revelado a nadie...
»Desde la Puerta de Mulbek a los pies del Buda, pasando por la Cámara del
Embrión, todo ese espacio está recorrido por una corriente radioactiva que
alcanza su máxima intensidad, precisamente, sobre la losa de piedra que usted
está descifrando.
La cara que se le quedó a Manuel esculpió una tenue sonrisa en el rostro
del lama, que se vio obligado a añadir:
—No se preocupe, la radiación que emite la piedra es de muy baja
143
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
intensidad. Aunque se haya pasado tres semanas tendido sobre ella, le aseguro
que su salud no corre ningún peligro...
—No es mi salud lo que me preocupa, amigo Naropa, sino —perdóneme—
la manera descarada en que pretende jugar conmigo.
¿A qué venía tanta franqueza? ¿Su guerra había llegado al extremo de
combatir incluso contra aquellos que respaldaban sus tesis? ¿O tal vez la causa
de su salida de tono fue la ausencia de Tara? El lama no afectó el golpe. Su
silencio se extendió sobre Manuel como una invitación a explicarse.
—Hace tres semanas, en Srinagar, me crucé con un especialista en esta clase
de indagaciones, el célebre Erik Von Daniken. Vamos, llámele. Relacione el
hallazgo de la caverna radioactiva con mis tesis sobre el peregrinaje de Cristo al
Tíbet, y elija una exótica princesa tibetana para protagonizar la escena cumbre
en la Cámara del Embrión... Mañana tendrá aquí treinta unidades móviles
filmándolo todo. ¿Es eso lo que quiere...?
El lama dejó caer la pregunta, su rostro denotaba más decepción que
irritación.
—Me ha interpretado mal. Yo no quiero nada de usted, ni pretendo
halagarle con leyendas tibetanas acordes con sus teorías para que su traducción
del Libro de Cristal parezca favorable a nuestra doctrina...
—Yo tampoco he dicho eso, Naropa.
—Pero lo piensa. Igual que Kupka —todos entendieron: era su respuesta
tácita a la pregunta, igualmente tácita, sobre la ausencia de Tara—. No le oculto
que esperaba de usted otra sensibilidad —siguió el lama—. Resulta curioso que
quien tanto ha sufrido el recelo de sus colegas, desacredite con su misma
precipitación todo aquello que contraviene sus ideas... o sus prejuicios. Porque
usted, por lo que veo, también los tiene. ¿Cuál es su problema? ¿Acaso no está
dispuesto a admitir hallazgos que avancen en su misma dirección si vienen de
otra parte? —Manuel bajó la cabeza y sintió una extraña oscuridad ahondando
el silencio—. Créame, Nájera, lo que le estoy contando es tan cierto como lo que
le he comentado acerca de la necrópolis de las máscaras de oro.
»¿Sabe qué datación nos ofreció Cambridge? Siete mil años, nada menos
que siete mil años. ¿Y sabe qué encontramos bajo la máscara del que parecía el
personaje más relevante? Otra máscara, pero ésta había sido tallada en cristal de
roca, sí, el mismo material que el Libro de Cristal.
—Está bien, acabe de contármelo —exclamó Manuel, casi ya ganado por el
lama—. ¿Y qué había bajo esa máscara de cristal de roca?
—Un rostro, un rostro perfectamente conservado... siete mil años después
de haber sido momificado. Nunca olvidaré aquel día en que vi con mis propios
ojos el rostro que transparentaba esa máscara —un silencio expectante,
vibrante, precedió a la revelación final de Naropa—. A través del cristal vi otros
ojos, unos ojos obstinadamente abiertos, tan vivos que parecían mirarme.
—¿No podría ser un efecto de la refracción del cristal? —preguntó Manuel.
—Sin duda que era así, pero vaya más lejos. Al fin y al cabo, no hago sino
144
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
145
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
146
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
41
147
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
kilómetros de Shyok, ya había bajado a la mitad. ¿Es posible conducir por una
carretera tibetana con siete tragos de aguardiente? Posiblemente sea la mejor
manera de hacerlo, sobre todo cuando jamás se ha conducido un landróver —le
avergonzaba confesárselo a Tushita—, aunque el tibetano también se las veía y
deseaba para dominarlo.
Una vez que dejaron atrás la región de Mulbek y a medida que ascendían
hacia el Aksai-Chin, la presencia humana resultaba más inopinada. Alguna
pequeña aldea al fondo de un valle perdido, un eremitorio de lamas y pastores
colgado de un bancal a cinco mil metros de altura y nada más que eso en un
paisaje lunar abierto a la infinitud. El aire comenzaba a enrarecerse, y hasta el
motor del todoterreno se ahogaba mientras trepaba por aquel páramo azufroso,
cuando Tushita le advirtió que se acercaban a la zona de seguridad. Podían
encontrarse con una patrulla china en cualquier momento.
Poco después se abrió ante ellos un pueblo asentado en terrazas que
descendían hasta un río. Entre una arboleda de abedules se alzaba una pagoda
de remates chinos, pero todavía coronada por la bandera del Tíbet: el león y las
montañas. Aquello tenía que ser ya Shyok.
Era día de mercado y las calles se llenaban de gente: los curiosos miraban
por la ventanilla y los niños pegaban las manos al cristal exhibiendo sus
sonrisas desdentadas y felices. Un aldeano con dos enormes fardos colgados de
una pinga se apartó para dejarlos pasar y los sacos oscilaron. Uno de ellos rozó
la ventanilla y desprendió un poco de curry que brilló al atrapar la luz del sol:
el cristal del parabrisas se tiñó de polvo de oro. Apenas podían avanzar entre el
gentío, detenidos ante un almacén de abastos presidido por un buda rebosante
de felicidad, con una botella de Kampa Cola que sobre su regazo.
Ya que no podían moverse, se bajaron del jeep dejándolo en medio de la
calle y se acercaron al almacén a tomar algo. ¿No era aquella tortuosa balada de
Tom Watts que le venía persiguiendo desde la noche del Mogol Gardens, en
Srinagar, lo que sonaba dentro? Huir, desaparecer, perderse en el último confín
de los Himalayas. Ni siquiera eso es suficiente. No dejaba de pensarlo mientras
revolvía aquel café tan espeso dentro de su taza de barro.
—¿Sabes, Tushita? He estado dándole vueltas en lo que me dijiste el otro
día... Si no te parece mal, cuando vuelva, me gustaría conocer a tu familia...
El tibetano no pudo reprimir un gesto de extrañeza, y por un instante su
mirada se ensombreció. ¿Qué le hacía dudar? ¿Pudor quizás? Pero enseguida
regresó su sonrisa de siempre, que por primera vez le pareció a Manuel una
máscara.
—Será un honor para mí presentarle a mi mujer y a mis hijos, Nájera San.
Es usted un hombre muy importante... Cuando vuelva le llevaré a Gujé, aunque
será un día entero de camino...
—Lo haremos como tú dispongas, Tushita. Pero si tardo en volver de
Tielontang, o no vuelvo, también quiero darte esto —y le entregó un sobre con
148
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
149
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
42
150
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
151
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
152
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
153
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
43
154
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Una gran cruz de San Jorge de más de veinte metros labrada sobre la pared
de roca viva, la misma que vio años atrás en un reportaje de la revista Stern, le
recordó las cruces que ilustraban la gran puerta roja de Mulbek. Sacó su
cuaderno y cotejó los dibujos: no es que fueran parecidas, resultaban idénticas.
Aquellos primeros cristianos que salieron de Siria a finales del siglo I pautaron
su camino con unas cuantas señales indelebles, de manera que quedara bien
claro que el cristianismo de rito caldeo había llegado hasta el Alto Tíbet. ¿Qué
buscaban? ¿A quién seguían? Manuel sabía que era una temeridad asegurar sin
más fundamento que los nestorianos siguieron las huellas de Cristo —¿y de
María de Betania?— en su segunda vida en común tras la crucifixión.
Alzó la mirada hasta lo alto de la colina, respiró hondo y metió la primera.
La campana había dejado de sonar. Había bastantes probabilidades de que
dentro, más que una comunidad de monjes, le esperara aquel ejército de las
tinieblas que había perpetrado la masacre. Pero ¿qué podía hacer? ¿Darse la
vuelta? A medida que subía hacia el eremitorio, se hacía más perceptible el
trabajo de un martillo sobre madera. Detuvo el jeep frente al arco que daba a un
pequeño claustro de estilo bizantino, Al otro lado del claustro descubrió a un
monje muy atareado en una ocupación muy razonable que le restituyó al
presente: mientras él filosofaba, el místico claveteaba ataúdes.
¿Qué sentido tenía preguntar quién era el responsable del holocausto, ni
cuál podía haber sido su causa, a aquel monje que parecía envejecer un siglo a
cada paso? Al advertir la presencia de Manuel el anciano volvió hacia él un
rostro flaco y descarnado, con la piel tan pegada al hueso que transparentaba la
calavera. Manuel se miró en esos ojos rehundidos en sus cuencas, y apenas
articuló:
—Busco al padre Komay. Me han dicho que podría encontrarlo aquí.
—Soy yo —repuso el monje—. Soy el último, no queda nadie más.
Manuel no pudo evitar una mirada alrededor: el vetusto edificio cayéndose
a pedazos, su espadaña partida, los jardines de maleza... y sólo entonces
percibió el inmenso abandono que contenían. Hasta aquel anciano olía a una
mezcla de moho y carcoma, como si él mismo no fuese más que un pergamino
perdido en el tiempo. Cuando le entregó el sobre lacrado, lo cogió sin ningún
asombro y se lo guardó sin una sola pregunta. En lugar de eso, le tomó por el
codo y le invitó a seguirle.
—No puedo ofrecerle mucho, pero tenemos un vino excelente. ¿Conoce
nuestra viña?
Claro que la conocía. Era mundialmente célebre desde que aquel reportaje
de Stern publicó fotos del viñedo. Las cepas sarmentosas trepaban por los
muros del presbiterio y, a través de las ojivas, entraban hasta el ábside
rodeando el altar. En época de la vendimia, los racimos de pámpanos rojos y
ocres se entrelazaban sobre la cruz de aquel Cristo de rasgos orientales, que
parecía complacerse en esa alquimia de su sangre en vino.
Al cruzar frente al altar el padre Komay se arrodilló y esperó a que Manuel
155
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
De pronto, escuché con toda nitidez una voz muy cálida que decía: «Yo también te
esperaba. ¿Es que aún no lo sabes? Tú eres parte del fuego que camina conmigo». Sentí
un golpe en el corazón, pero no hice nada. El golpe en el pecho se repitió —«Tú eres
parte del fuego que camina conmigo»—. Entonces, me arrodillé.
156
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
—¿Y si hubieran sido los tibetanos? En ocasiones, la guerrilla actúa así con
los pueblos que considera que le han traicionado. Llegan de noche, juntan a
todos los hombres en la plaza y los pasan por las armas. Luego empiezan con
las mujeres.
—Pero usted debe saberlo. Usted tiene que saber quién fue.
—Hijo mío —exclamó el monje, que hablaba despacio, como
ensimismado—, cuanto más tiempo pasa uno aquí, menos importan las
opiniones. Todas las guerras se parecen demasiado, todos los hombres que se
odian se combaten hasta el exterminio. Yo sólo soy un intermediario, el
intermediario que siempre llega tarde, como esta carta. Demasiado tarde. Pero
no te culpes por ello. Tú has cumplido una misión que no era la tuya, y lo has
hecho generosamente, poniendo en riesgo tu vida.
—Ah, o sea que... —balbució Manuel, que no salía de su perplejidad.
¿Cómo que aquel anciano era un intermediario? ¿Entre quiénes, y al servicio de
quién?
—Los libros sagrados de los uigures afirman que fue aquí donde acabó
todo, hace doce mil años... Cada día es más posible que sea también aquí donde
vuelva a consumarse un nuevo fin del mundo. Aunque tal vez prefieras la
versión de los periódicos. Bueno, ya sabes que cada día está más cerca una
guerra entre India y China, y que nuestro Tíbet podría ser el detonante. Sobre
todo desde que pasó por aquí cierta expedición japonesa, y descubrieron
importantes yacimientos de uranio cerca de Tengri Nor...
Eso le sonaba a Manuel. Naropa también le había hablado de esa
expedición. Pero en su versión lo destacable no era tanto el uranio, sino la
presunta radioactividad mística que envolvía la necrópolis de los Bogdo Janes
hallada cerca de allí. Curioso, muy curioso.
—Eres libre de pensar lo que quieras —prosiguió Komay—. Sólo te pido
que seas piadoso con este pobre viejo, y que guardes silencio acerca de esta
visita. Nadie debe saber que esta carta ha llegado a manos de Abba Komay, ni
siquiera que Abba Komay ha sobrevivido. Y cuando digo nadie, me refiero tanto
a la guerrilla tibetana como a los servicios de inteligencia chinos, cuyas
conexiones llegan hasta ciertas lamaserías...
—¿Lamas al servicio del ejército chino? Por favor, no me diga eso...
—No sería la primera vez... En 1947, muy cerca de Lhasa, se produjo un
conato de guerra civil. Un regente demasiado ambicioso levantó en armas al
monasterio de Sera, que entonces contaba con más de seis mil monjes. Y el
ejército tibetano, no el chino, bombardeó el monasterio de los rebeldes hasta
que se rindieron. Ese mismo día, más de un millar de monjes de Sera emigraron
a China. Nunca volvieron. Desde allí, siguieron conspirando...
Manuel sintió como si tuviera una mosca en la boca, al fin preguntó:
—¿Puedo preguntarle a qué orden pertenecían esos monjes?
—A la que estás imaginando, hijo mío, a la Nyingmapa.
Al oír aquello empezó a entender muchas cosas, incluidas las prevenciones
157
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
158
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Sexta Parte
El vino del rey del mundo
159
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
44
160
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Abba Komay recitaba las palabras como un médium. La luz de sus ojos se hizo
extraordinaria, sus movimientos se agilizaron, y su cuerpo, hasta entonces casi inerte,
parecía recorrido por una especie de vibración... ¿Estaba recibiendo de algún modo la
posesión solar de los que beben el akasa mana?
161
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
162
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
163
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
45
164
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
se revelaba la inconfundible arcilla negra, rematada con una incisión que unía el
pez y el cordero dentro de un círculo coronado por una estrella y una cruz. La
clave que se repetía sobre la losa y la Puerta de Mulbek. La misma que vio por
primera vez muchos años atrás en la cueva número cuatro de Qumrán.
¿Sería la cueva de Tielontang la número cinco? ¿Qué iba a encontrar? ¿Qué
le esperaba dentro de aquellas tinajas?
Sin saber si el mundo se hundía bajo sus pies o el cielo se abría en espirales
de locura sobre su cabeza, Manuel tuvo una sensación de vértigo aterrador.
Tuvo que apoyarse en la pared de la cripta y, pese al frío, rompió a sudar
copiosamente. Para acabar de convencerle, el monje metió su mano en la vasija
y extrajo uno de los pergaminos que la rebosaban. Veinte años atrás hubiera
dado su vida a cambio de un vestigio de aquel pergamino. Y ahora, cuando
había renunciado a la búsqueda, se encontraba con centenares perfectamente
conservados y marcados con el mismo sello.
Desde los tiempos de Qumrán y Engaddi, los esenios venían preservando
como su mayor secreto una sabiduría milenaria que había producido a Cristo, el
gran testigo solar, pero también al gran príncipe de Egipto que fue Moisés, a
aquel sabio babilónico que se llamó Noé, incluso a aquel mago caldeo, nacido
en la ciudad de Ur, conocido como Abraham. Por las citas descifradas en los
propios rollos, Manuel sabía que Qumrán sólo suponía el preámbulo de un
conocimiento oculto y de una gran biblioteca jamás hallada donde convergían
todas esas fuentes. Incluso se había llegado a emparentar a los esenios con los
atlantes, con los mayas, y aun con los nagas del Ramayana. ¿Pero para qué
apelar a la fantasía cuando aquella realidad era más fantástica que todos los
mitos? Cuando Abba Komay extrajo aquel pergamino de inconfundible
escritura cuadrada, Manuel Nájera supo que se trataba de un documento
aterradoramente real: el tesoro que nunca se encontró en Qumrán.
Allá, oculta en la heladora cripta del monasterio de Tielontang y
celosamente guardada en cien tinajas de barro negro, de pronto tenía ante sí la
mítica Biblioteca de los Cananeos, donde el Segundo Isaías había compilado
toda aquella sabiduría esencial. La misma donde, según las crónicas herméticas,
se guardaba la versión príncipe del Evangelio del Mesías. Ese Testamento
manuscrito por el Hijo de Dios, obsesivamente buscado a lo largo de dos mil
años y jamás encontrado. La verdadera historia de Jesús el Cristo contada por Él
mismo, desde su nacimiento hasta... ¿Hasta dónde? ¿Hasta su regreso las
estrellas?
No, eso ya no pudo soportarlo. Aterrado, Manuel echó a correr en la
oscuridad, escaleras arriba. No se detuvo hasta que alcanzó el claustro y pudo
respirar a la luz plena de la tarde, libre por fin de aquella pesadilla. El Libro de
Cobre, el Libro de Piedra, el Libro de Cristal, y ahora aquellas tinajas repletas de
pergaminos... ¿Qué eran sino pasadizos de ese laberinto interior donde llevaba
toda una vida buscándose a sí mismo? Una vez más respondía huyendo como
un loco a través de un bosque de preguntas sin respuesta, preguntas como
165
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
puertas cerradas que al final prefería no abrir, pues en cada una de ellas leía
nombres que sólo significaban espejos deformados de sí mismo, diferentes
formas de caer hasta el fondo del más negro de todos los abismos.
Si los esenios habían llegado hasta Tielontang, y allá estaba todo, ¿qué
sentido tenía su traducción de la gran losa de Mulbek? Esas palabras, esa
terminología sin precedentes, luz palpitante, estrella Origen, hijos de la raza solar o
aquel inverosímil todo Hombre lleva dentro de sí el embrión de un ángel. ¿A qué
remitía todo ese lenguaje resonante sino al eco de las tinajas de Qumrán?
Asimismo, el Buda barbado de Mulbek, ¿qué era sino un hermano del Cristo de
rasgos orientales de Tielontang? La fusión perfecta, el Buda Blanco, el divino
Maitreya profetizado por Sakyamuni, encarnado en ese definitivo Cristo
Omega. Entonces, ¿qué demonios había dentro de esas vasijas? ¿La Biblioteca
de los Cananeos, el Testamento de Cristo, o tal vez algo todavía más alucinante,
una teofanía que situase las figuras de Buda y Cristo en una misma línea, la de
esos Fundadores de rostros resplandecientes, irradiados por la luz del mana, los
vástagos de la raza solar que fundaron las bases de una nueva humanidad entre
las puertas de Teotihuacán y Tiahuanaco, entre la cumbre del Kailas y la
caverna de Tielontang? Pero si esto era así, en definitiva, ¿con qué podía
encontrarse cuando comenzase a traducir el Libro de Cristal?
166
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
46
Tenía que volver a esa cripta —se dijo cuando se tranquilizó— y llevárselo todo
a Europa, las cien tinajas. Probablemente allá abajo estaban todas las claves, y
entre ellas la más valiosa: la fuerza primigenia, el germen de los Fundadores, la
fórmula alquímica que permitiría a cualquier hombre despertar dentro de sí la
luz del mana y convertirse en un dios... Estaba a punto de desandar sus pasos
cuando reapareció a su espalda el padre Komay. Había una viveza especial en
su mirada. Y llevaba una caja de madera entre las manos.
—Tenga, esto puede salvarle de muchos peligros... —exclamó el monje
ofreciéndosela con una sonrisa casi paternal.
Manuel no pudo contenerse. La abrió delante de él. ¿Qué había dentro?
¿Tal vez los documentos más valiosos de la cripta? ¿Acaso aquel Evangelio del
Tíbet? ¿O más bien alguna clase de talismán, algún libro de conjuros o un
manuscrito prodigioso? ¿Pero qué burla era aquella? ¿Tres miserables botellas
de vino?
—Le serán muy útiles si se cruza con alguna patrulla china —insistió el
anciano, ajeno al rostro desencajado de su invitado—. Si no abre ninguna,
siempre podrá decir que ha venido a esta santa casa por el vino del Patriarca.
—El vino del Patriarca —repitió Manuel como un autómata.
—Recuerde la versión oficial: en las bodegas del monasterio de Tielontang
no se guarda otra cosa que el preciosísimo vino de Noé.
Ningún águila cruzó el cielo cuando Manuel cerró los ojos. Cuando los
abrió, ya casi se había recuperado. Aquello no podía acabar así.
—Gracias por el vino, gracias por todo, padre... Pero ¿puedo hacerle una
pregunta más?
—Dime...
—¿Podré volver, algún día?
—¿Para qué, hijo mío? —no esperaba esa respuesta, no supo cómo seguir.
167
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
El monje continuó por él—. Cuando Teilhard salió de esta cripta ya era otro. Se
llegó a decir que había alcanzado el grado iniciático de hamsa, los espíritus
superiores que, pese a toda oposición, alcanzan a cumplir su misión de luz.
¿Entiendes? —Manuel cabeceó: lo entendía pero no podía aceptarlo—. Son las
leyes de los Fundadores, no las mías. Nadie regresa a Agartha, porque nadie la
encuentra. Es Agartha quien conduce hacia ella a aquellos a los que elige... Sólo
los Fundadores deciden quién, cuándo y cómo... Y la única manera de que
suceda es un pacto de silencio. No revelarás a nadie nada de lo que te he
enseñado, ni yo diré una palabra acerca de tu paso por esta biblioteca. Y en
cualquier caso, has de saber que algo más: en cuanto salgas por esa puerta,
tengo intención de sellarla, de manera que nadie pueda acceder a ella en mucho
tiempo...
—¿Sellarla? ¿Por qué?
—La sabiduría corre peligro. Esta vez nuestros enemigos han respetado el
monasterio, no ven ningún peligro en este viejo loco borracho. Pero la próxima
vez, tal vez les tiente llevarse hasta la última tinaja del vino de Noé...
—Y usted, ¿cuánto tiempo más se quedará?
Un ruido de motores todavía lejanos se interpuso entre la pregunta y la
respuesta: los chinos o los tibetanos, quienquiera que hubiese perpetrado el
holocausto de Tielontang, regresaban.
—Vamos, venga conmigo —insistió Manuel—. Tengo un visado
diplomático, puedo llevarle hasta Mulbek, y estaría salvado...
—Salvado, perdido, condenado... Te agradezco tu generosidad, pero no
puedo aceptarla. Me debo a una misión en la que hay mucho en juego, Manuel
Nájera. Mi presencia en este cenobio responde a un propósito que aún no ha
concluido... Por ahora sólo sé que debo quedarme aquí.
El ruido de los motores se hacía más cercano, más opresivo, y se podía
distinguir un chirriar de orugas, tal vez las de una tanqueta acorazada o algo
parecido. Manuel se encaramó a su jeep y le dirigió una mirada más que
elocuente al padre Komay. No había nada que hacer. El viejo loco le respondió
con una sonrisa de iluminado que le recordó a esos violinistas judíos de Chagall
que bailan sobre las ruinas de una ciudad devastada como equilibristas sobre la
única cuerda de su violín.
—Le voy a hacer otro regalo, el último... —dijo el nestoriano, sin desdibujar
su impasibilidad—. ¿Te has preguntado por la orientación de la Puerta de
Mulbek?
—La verdad es que no...
—Observarás que la Puerta, como la losa, incluso como la Cámara del
Embrión que se abre tras la cabeza del Buda... Todo está orientado de Este a
Oeste... No puedo decirte más.
Mejor, porque desde el noroeste y apenas a unos centenares de metros,
comenzaron a escucharse disparos —¿alguna resistencia?—, a los que
respondieron de inmediato las ametralladoras de la columna blindada. Manuel
168
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
169
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
47
31 DE AGOSTO. MULBEK
Nadie encuentra Agartha. Es Agartha quien conduce hasta ella a aquellos a los que
elige. ¿Pero para qué? ¿Para qué si una vez que llego hasta sus puertas no se me
consiente rebasar el umbral? Tengo la sensación de que es mi propia vida quien me lo
impide, mi vida pasada. La siento detrás de mí, encadenándome a los episodios nunca
resueltos, exigiéndome su resolución final y repitiéndome una y otra vez: hasta que no
los resuelvas no pasarás, no pasarás, no pasarás...
Es enloquecedor... Carmen reaparece en Tara, Qumrán vuelve a ser Tielontang...
Vuelven los esenios, vuelve Jesús el Cristo, las tinajas de barro negro vuelven a abrirse y
las respuestas parecen levantarse de la losa de Mulbek, como estas arenas amarillas del
desierto que nublan toda visión de lo real. Me he pasado toda la vida intentando
descifrar el gran enigma, y ahora, sólo después de este viaje, comienzo a pensar que tal
vez no se trata de resolver el gran enigma, sino de incorporarlo al mío, a mi yo esencial.
Entonces me convertiría en parte del misterio, viviría en él en vez de frente a él.
La aceptación es parte de la solución. La aceptación es el comienzo de la iniciación.
Unirse al misterio. Unirse a la vida como un dios que se funde con su creación, y
descubrir que todos formamos parte de un latido que se prolonga desde las bacterias a los
ángeles, y más allá. Estamos siempre a caballo entre dos mundos. Este es el significado
más profundo de la palabra humano. Caminamos sobre la tierra, nadaremos como peces
a través de los cielos. Verdaderamente somos hijos de una raza solar cuyo destino es el
signo del Pez, es decir, el Infinito. Saberlo, descubrirlo en ti, es eso los que nos hace
inmortales.
Constrúyete desde dentro como un ser de luz y verás llover maná del cielo. Ese
maná que es el mana, la fuerza interior que le consintió al Cristo la resurrección y la
transfiguración en el Tabor o en Tíbet, la Gloria de Dios.
Todos llevamos esa fuerza latente, dormida como el manantial escondido que espera
170
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
171
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
48
Quien haya viajado por esas latitudes, sabe lo que significa verse sorprendido
por la noche en una pista de montaña tibetana, sin más iluminación que los
faros de tu coche y sin más orientación que las estrellas. Conduces sin mirar al
horizonte, con los ojos clavados en la carretera que no es más que un trazo de
piedras ante el abismo, mientras constatas que no te quedan más que dos rayas
de carburante y que en cualquier momento pueden encenderse todas las luces
de avería mecánica, fallo eléctrico o sálvese quien pueda.
Recuerdo otro viaje que nos volvió a reunir en Yemen, cuando yo iba detrás
de un reportaje sobre Osama Bin Laden, que entonces era un personaje casi
anónimo, mientras que Manuel supervisaba el hallazgo de un presunto palacio
de la reina de Saba, muy al norte del país, en las montañas. Acordamos
compartir una destartalada pickup que acabó por subirnos, en un milagro
equivalente al del caballo de Mahoma, hasta los nidos de águilas de Jabel
Mihan y Sakhara. Ni Bin Laden ni la reina de Saba nos estaban esperando allí, y
en una encrucijada sin señalización alguna echamos la moneda al aire... y
acabamos perdidos en lo alto de otra montaña, que sólo podía ser la del fin del
mundo.
También entonces caía la noche de una manera espectacular. Frente a
nosotros la vista se perdía una sucesión infinita de cumbres azules y violetas
que las sombras iban engullendo silenciosamente. De pronto, comenzó a
elevarse en la lejanía la voz rota de un muecín llamando a la plegaria. Una voz a
la que enseguida se sumó otra, y luego otra, una por cada minúsculo punto de
luz perdido en aquellas cresterías imponentes. Nos bajamos de la pickup
sobrecogidos por lo que estábamos viendo y oyendo, aquellas voces resonando
de montaña en montaña, en una polifonía tan portentosa que rozaba lo
sobrenatural. Perdidos en aquella desolación infinita, ese canto nos traspasó el
alma, como si esas voces que se elevaban hacia lo alto surgiesen de las mismas
172
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
173
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
174
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
49
En todo el planeta no se conocen más de seis o siete puntos donde sucede eso.
Enseguida, las palabras de Stellios le llevaron a las de Naropa, cuando le dijo
que la piedra emitía radioactividad. Con su alusión a los yacimientos de uranio,
Stellios le estaba revelando el anverso de aquel juego. Su intuición le había
sugerido que Naropa ocultaba algo... ¿Algo como qué? Entonces se produjo un
estallido de luz en su mente y rompió a contárselo a sí mismo en voz alta,
creyendo que no le escuchaban más que los chacales y las estrellas:
—¡De este a oeste! ¡Eso es, de este a oeste! ¡Pero cómo no me he dado
cuenta antes! ¿Qué es lo que se orienta de este a oeste? ¡Las tumbas cristianas o
las judías! Nunca musulmanes, que las disponen de norte a sur. Y menos aun
los budistas, que no practican enterramientos... ¿Pero por qué pienso ahora en
tumbas? ¡Pues claro, por la radioactividad, por el magnetismo terrestre, por la
vibración de las partículas elementales! Es decir, ¡por el mana que irradió
durante siglos el sepulcro de José de Arimatea, el Sudario de Turin, y hasta la
cueva número cuatro de Qumrán!
»Entonces, si esta piedra es una lápida funeraria judía o nestoriana... ¿quién
hay debajo? No, es imposible. La última datación de la losa nos remonta hasta
el segundo milenio antes de Cristo. Sin embargo, todas esas referencias al Pez,
al Cordero, al Caminante, al Buda-Metteya, el Buda Blanco que vendría desde
Occidente... ¿Hasta cuándo puedo seguir ignorando las palabras que desde esta
losa siempre me gritan lo mismo?
—Disculpa mi intromisión, pero eres tú quien grita una y otra vez las
mismas palabras, pero la piedra ha dejado de escucharte.
Como la serpiente, Kupka había llegado sin anunciarse! Le contemplaba
sentado sobre el pie izquierdo del gran Buda rojo. Manuel se preguntó cuánto
tiempo llevaría observándole.
—A cambio he ganado un gran oyente, por lo que veo... —exclamó, sin
175
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
inmutarse, convencido de que el inglés sólo había oído la frase final—. Dime,
qué te trae por aquí...
—Lamento comunicarte que mis plegarias han sido atendidas. Los de la
Gulbenkian acaban de confirmarme que envían un nuevo equipo de expertos.
Llegan en dos semanas.
—Dos semanas, muy bien —aprobó Manuel mientras recogía sus cosas—.
Me sobra una.
—No es nada personal, créeme... Cada día veo más claro que tu obsesión
por la segunda vida de Cristo está distorsionando la traducción. Reconócelo de
una vez, Nájera, y aprende de mi propia experiencia. Yo también me dejé cegar
por una visión en Qumrán, hasta que me di contra el muro y aprendí la
lección...
—¿Quieres decir que esta piedra de mil toneladas también forma parte de
un delirio?
—Muy bien, centrémonos en tus teorías... ¿Puedo hacerte un par de
observaciones muy elementales?
La manera en que Manuel se sentó frente a Kupka, sobre la losa, fue su
forma de decirle adelante.
—Su concepción fue anunciada por un ángel, nació de una virgen y tres
reyes vinieron a adorarle, pero no se llamaba Yeshua ni Emmanuel, sino
Siddharta Gautama. En cualquier texto sobre Buda encontrarás parentescos con
la historia de Jesús...
»Coinciden en lo aparente, pero se contraponen en lo esencial. Jesús es el
Cristo, es decir, el Ungido, el enviado de Dios... mientras que Gautama será el
Buda, el Iluminado, el Despierto, pero despierto por sí mismo, sin referencias a
ningún ser superior.
—De todas formas, Buda no negó jamás la idea de Dios, y como Cristo, se
marchó diciendo que volvía a la Casa del Padre.
—Ya, pero su mensaje sigue siendo radicalmente diferente. Por la boca del
Nazareno habla un proscrito que se rodea de desclasados y desafía
abiertamente al poder. Siddharta en cambio busca a la nobleza de la que
procede, los selectos Kstryas, deja de lado cualquier implicación política de su
doctrina y acaba sus días como un apacible anciano...
—De acuerdo, pero ambos convocan a las gentes diciéndoles: «Ven y
sígueme». Predicaron por medio de parábolas y marcaron un antes y un
después tras un definitivo Sermón de la Montaña.
—Vuelves a perderte en la leyenda. En realidad no sabemos nada del Buda
a ciencia cierta, ni si era alto o bajo, ni si tenía barba o no como éste... Ni
siquiera tenemos un solo vestigio fiable acerca de lo que hizo o dijo.
—Pues ya ves que sucede lo mismo con el Cristo, y los enigmas acerca de
uno y otro se solapan continuamente. ¿Por qué los dos eligieron doce
discípulos, ni uno más ni uno menos? ¿Por qué entre esos doce hubo, en ambos
casos, tres ejemplares y uno avieso? Llámese Buda o Cristo, siempre hay un
176
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
discípulo que traiciona a su Maestro. Siempre hay otro que funda una Iglesia y
un clero, sea en el Vaticano o en el Tíbet, pese a que todos sabían que el
Iluminado repudiaba los templos de piedra, las castas sacerdotales y
probablemente también las de los escribas, como nosotros...
—No tengo ningún inconveniente en reconocerlo —sonrió al fin Kupka—,
pero temo que sigues sin entenderme. Reconozco que hay ciertas
coincidencias... Tanto Cristo como Buda anteponían el perdón, incluso al
enemigo, a toda forma de violencia. Recomendaban abstenerse de la carne y del
contacto carnal. Y hasta sus premoniciones de muerte son simétricas. Los dos
dijeron que volvían a Eli, que es el Sol y el Padre, tanto para los arios como para
los hebreos.
—Ya veo que te sabes la lección —aprobó Manuel mientras el teutón
apuraba un trago de su cerveza—, pero ¿qué quieres mostrarme?
—Simplemente lo más elemental: que toda tu tesis está planteada cabeza
abajo.
—No te entiendo.
—Si cualquier orientalista reconoce que los evangelios tienen una clara
inspiración budista, por ejemplo a través del pensamiento gnóstico egipcio, que
empapa todo el evangelio de Juan incluso en la idea de la reencarnación, ¿por
qué no admites que todo pudo ser al revés? Es decir, que no fue el Nazareno el
que vino a los Himalayas tras su crucifixión, sino más bien que fue Buda quien
viajó a Judea tras su última reencarnación. Cuando el rey Asoka envió
misioneros por todo el mundo, éstos llegaron no ya a Judea, sino incluso hasta
Britania. De hecho, los primeros cristianos de Siria ya conocieron a Buda, tanto
que aquella primera Iglesia canonizó a Siddharta bajo el nombre de San Josafat.
Un nombre que suena casi como Yeshuá: otra vez el fantasma de Cristo sobre
las huellas de Buda...
177
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
178
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
50
179
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
180
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
181
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Séptima Parte
Mahattissa
182
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
51
183
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Moisés. Sin necesidad de ir tan lejos, como aquellos emperadores romanos que
aseguraban ser descendientes de Júpiter, desde la Edad Media nuestra historia
está trufada de intervenciones providenciales de santos y ángeles en beneficio
de la Cristiandad. Y a finales del siglo xx, la Unión Europea, en apariencia tan
laica y racionalista, había elegido como bandera el azul y las doce estrellas que
cualquier discípulo de Lactancio identificaría sin vacilar con el manto de la
Virgen.
¿Hasta qué punto la inextricable urdimbre de nuestras creencias y ficciones
configura la realidad? Hoy tenemos muy claro en qué se diferencian Batman y
Beckham. Pero dentro de quinientos años, ¿quién será el personaje histórico y
cuál el legendario? ¿No es acaso Don Quijote más real que todos los grandes
monarcas de la España de entonces? ¿Tiene tanta importancia la veracidad
histórica, no ya en lo que se refiere a la historia de un tiempo... sino incluso en
lo que afecta a nuestra propia historia personal?
¿Qué sucedió y qué no sucedió realmente de todo aquello que recordamos?
Y hasta eso que recordamos, y que vivimos con tanta intensidad en su
momento, ¿no fluctúa en nuestra memoria como una secuencia de imágenes
muy tenues, semejantes a las de nuestros sueños? Tan evanescentes son
nuestros recuerdos de lo vivido, como intensos nuestros deseos por hacer de
nuestros sueños vivencias reales. Todo es sueño, todo es texto, todo es ficción.
Pero el extracto del Libro de Cristal que Manuel tenía por primera vez entre
sus manos, no se resolvía de forma tan sencilla. Comenzaba con una alusión a
una gran estrella roja que le recordó de inmediato las claves de la Puerta
Cósmica, pero también un cometa, pues se trataba de una estrella que surcaba
los cielos. ¿Qué cometa podía ser? A continuación, mencionaba una ciudad no
menos misteriosa: Asoka-Udaya, la Ciudad de los Príncipes del Sol de Hielo.
¿Había existido realmente? El texto la situaba en el País de Bö, el nombre
primitivo del Tíbet. Una consulta al canon de Ceram confirmó su existencia,
aunque la definía como una de las capitales jamás encontradas de aquel
imperio. ¿Fue destruida con la gran invasión dravídica del siglo I, o
simplemente se trataba de un centro de poder imaginario?
Mientras se lo preguntaba, Manuel tenía delante el dibujo del mapa que
había completado tras su visita a Tielontang. ¿Figuraría entre sus arcanos uno
que precisase la ubicación de esa ciudad en la ruta hacia Agartha? ¿Con qué
signo estelar se correspondería, con qué animal celeste, con qué órgano del
hombre cósmico que se superponía al laberinto de constelaciones?
184
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
que en hindú se traduce como Maitreya: una vez más, el Buda que habría de
venir a continuar su trabajo, según las palabras del propio Buda Sakyamuni.
Manuel sabía por experiencia que ese término se había aplicado a cientos de
budas peregrinos, y no le concedió mayor importancia. Sin embargo, esos
cuatro nombres previos —Atman, Baabat, Bhakti y Mahatissha—, le planteaban
demasiadas incógnitas. De ahí en adelante, cada avance en su traducción
operaba a la inversa de lo que se espera de un desciframiento. En vez de
clarificar los términos, éstos se volvían más oscuros.
Atman, del sánscrito at man, «soy yo», se conoce como el undécimo de los
soplos vitales, el que subsiste incluso después de toda existencia, asociado con
el espíritu, la esencia vital básica no ya del hombre, sino de todo lo existente.
No obstante, si sus definiciones pueden llegar a ser infinitas, Manuel jamás lo
había visto asociado a un nombre propio. Y sin embargo, ¿no resulta de lo más
inquietante que un principio vital abstracto se traduzca, literalmente, como una
voz que habla y dice: at man, «soy yo».
Más desconcertantes resultaban aún esos dos nombres, Baabat y Bhakti. El
primero invitaba a un nuevo salto hasta la tradición paleocristiana, pues como
Baabat se conoció en su tiempo a Tomás, también llamado el Gemelo de Cristo.
Un discípulo, por otra parte, demasiado parecido al Ananda de Buda, el
predilecto del Iluminado. Con Bhakti, las complicaciones se ensanchaban.
Bhakti es la vía prebudista del amor que lo da todo sin pedir nada, el amor que
se sacrifica hasta la muerte. Fue esa fuerza misteriosa la que inspiró el Bhagavad
Gita, uno de los cantos de amor más maravillosos que se hayan compuesto
jamás. También es la bhakti quien mueve a los bodhisattvas a proteger a quienes
no deben perderse en su camino. Gracias a ella las mujeres dan a luz sin dolor,
el veneno de la cobra pierde su fuerza, y hasta se puede llegar a detener en el
aire el golpe de una espada. Pero, una vez más, ¿quién era ese Bhakti que
acompañaba a Atman y a Baabat? ¿Otra fuerza cósmica encarnada en un
hombre? ¿Y qué decir de aquella mujer que seguía a los tres, la misteriosa
Mahatissa?
Todo resultaba demasiado extraño. La llegada de Atman a la ciudad de
Asoka-Udaya cuando parecía gravitar sobre ella una maldición, la manera en
que propuso a su rey una nueva alianza, la traición de su casta sacerdotal... y su
profecía final. Porque había una profecía final. Todo eso era lo que recogía el
Libro de Cristal, un libro dictado por Atman a sus discípulos, Baabat y Bhakti,
de manera que resplandeciera en la luz «como un diamante de su memoria».
185
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
52
Como en la losa a los pies del buda, volvía a aparecer la memoria relacionada
con la transparencia. Pero asimismo, por la otra puerta del laberinto, la
oscuridad se hacías más y más densa. Esto es lo que cuentan las primeras
páginas del Libro de Cristal, tal como las tradujo Manuel Nájera:
Cuatro ciclos de doce años se habían cumplido ya desde que la gran estrella roja
había surcado los cielos sobre el viejo país de Bö, y su ciudad más sagrada, la siete veces
esplendorosa Asoka-Udaya, había caído en un tiempo largo de plagas y tinieblas. Las
cosechas no germinaban, los animales ni fecundaban ni parían, los hombres sólo veían
en su hermano al enemigo, todo era desolación. Fue en ese tiempo cuando llegó a
nosotros el Bienaventurado Atman, a quien acompañaban dos de sus discípulos, Baabat
y Bhakti, y una mujer joven llamada Mahatissa. Nadie sabía de dónde venían ni a dónde
se dirigían, pero los primeros que se acercaron a escuchar al Caminante decían que de su
voz manaba luz, una luz que curaba. Por ello, quienes creían en su palabra comenzaron
a llamarle Metteya, pues lo tenían por heredero del Auténticamente Venido. Sólo los
sacerdotes de la vieja religión le miraban con recelo y no se acercaban a él, como él
tampoco se acercaba a sus templos. Pero como su fama crecía por encima de todos, un
día el buen rey Gopananda decidió convocarlo a su palacio, pues, si aquel Caminante
curaba con su palabra, no podría negarse a sanar su reino. El Insondable acudió a la cita
junto a sus discípulos y le siguió una gran muchedumbre. Pero al ver al oráculo de los
sacerdotes reunidos en torno al rey, se entristeció, y lloró por el rey y su reino.
—¿Qué es lo que te causa tanto dolor? —preguntó el sumo sacerdote, Chenrezi.
Como el bienaventurado no contestaba, otro añadió:
—¿Temes acaso que no has de revelar tus secretos ante nosotros?
—Y como el Maestro perseverase en su silencio, un tercero dijo:
—Los secretos de los dioses pertenecen a aquellos que les temen. Y todos cuantos
estamos aquí, ¿no tememos a los dioses y hemos hecho votos de guardar con nuestra
186
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
187
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
de sus males y todo se revelaba luz a través de las siete puertas de la siete veces
esplendorosa Asoka-Udaya.
—Cada hombre lleva dentro de sí el embrión de un ángel —dijo al fin—. Cada
hombre y todos los hombres están en el camino de retorno al sol. Pero esa mutación no
se producirá sin una gran batalla final entre quienes luchan por despertar su memoria
de luz y los espíritus hambrientos que descienden a este espacio desde los soles muertos,
devorados por su propia oscuridad.
188
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
53
189
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
190
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
191
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
54
192
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
193
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Aquel que será fecundado según el principio del amor absoluto. Aquel que será
llamado a fundar un reino nuevo.
—¿El reino de Agartha?
—El reino de Agartha se funda cada día dentro de ti. Eso es Agartha, el
estado de conciencia que precede al gran retorno. El que llega allá detiene la
rueda del Samsara y entra en el Nirvana-Madre, que es el Origen.
—Ya, por eso dejaron dos libros, uno de sabiduría pura y otro de
enseñanzas para el camino, ¿no es así?
—Así es, prajna y dharma, la doctrina de la sabiduría y la guía del camino,
esos son los dos libros. El primero lo escribió Baabat sobre piedra y Bhakti
escribió el otro sobre cristal. Pero cada libro es también una puerta que se
corresponde con otras dos puertas, aquí, en Mulbek, la de la vida y la de la
muerte.
—¿Dos puertas? Veo la puerta de la vida sobre la cabeza del gran buda
rojo. Pero la puerta de la muerte, ¿cuál es? ¿Dónde está?
Tara no respondió con palabras. Se lo dijo presionando sus pulgares sobre
su nuca. El dolor le hizo cerrar los ojos. Entonces vio esa puerta bajo sus pies. Y
al verla, apenas entreabierta, un escalofrío le recorrió la médula. ¿Qué era eso
que brillaba? ¿Parte de un rostro? ¿Un rostro o una máscara?
—Acéptame una pregunta más, Tara, sólo una...
—Está bien, pregunta. Será tu última pregunta.
—¿Quién es Mahatissa?
—¿Mahatissa? —repitió Tara, sorprendida de que ignorase hasta lo que ella
consideraba más evidente—: Mahatissa es la mujer virgen que acompaña al
Caminante. La hija de reyes que le acompaña en su camino, y le da un hijo
sagrado, hasta que se abren para ellos las puertas del Reino.
—Pero Jesús jamás hizo el amor con ninguna mujer...—Manuel estaba
convencido de la falsedad de todas las teorías que frivolizaban con eso: Cristo
había hecho el voto de los esenios nazarenos, el sexo era la muerte para dios—.
No pudo fecundar un hijo en el vientre de una virgen...
—¿Y quién te ha dicho que se trata de un hijo de carne y sangre? ¿No acabo
de revelarte que tu hijo ha nacido ya y tú aún no lo ves? ¿No acabas de oír que
Atmana supone la fusión de nuestro Buda y vuestro Jesús en un solo avatar?
Atmana es el Maestro Supremo, como Maitreya fue su Continuador en su
tiempo... y Bhakti en todo tiempo futuro. ¿Entiendes ahora? El Continuador de
Buda y de Jesús, de Atmana y de Maitreya, es todo aquel que despierte esa luz
virgen en su corazón y se dé a luz a sí mismo y se convierta en Bhakti. Igual que
tú eres Mana, el manantial de luz que llevas cifrado en tu nombre.
Manuel lo estaba viendo todo, como si Tara estuviese proyectando dentro
de su mente la película de ese regreso de Cristo al Tíbet, al corazón del mundo.
Con Él regresaba a su trono el príncipe de una estirpe milenaria de fundadores
de la que procedían todos los mitos, de Atman a Arhiman, de Buda a Maitreya,
de Krishna a Cristo. Siempre ese avatar inmortal que tras morir sacrificado
194
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Tara sigue hablando de otra manera. Su voz se funde a su cuerpo, y a medida que
entra en él se diluye en su oído como un narcótico.
Cuando el rayo entra en el loto, la luz llega hasta las raíces de la vida y la vida se
llena de luz, florece y da fruto.
Todo sucede dentro de ti, el mundo es tu creación, tú eres padre de ti mismo y tu
propio hijo.
Cierra los ojos. Aprende a mirar por los suyos, fortalece tu corazón con su latido.
Mira cómo fluye el loto en la corriente de la vida, mira el rayo dorado que atraviesa sus
pétalos y se refracta en el agua como arcoiris, azul violeta, oro líquido, como los cielos
que despiertan dentro de ti. Imagina. Sueña. Escribe. Nadie se ha atrevido a imaginar
hasta dónde puede llevarnos la vía de los poderes que duermen dentro de cada uno de
nosotros, y que hace semejantes a los hombres y a los dioses. Tu dios, como el mío, sólo
fue Dios porque se atrevió a imaginarlo todo.
195
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
196
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
55
Hace calor, un calor extraño en estas latitudes, pese a que Mulbek es el punto
más meridional del Tíbet. A lo lejos, la corona de hielo del Nun Khun refulge
como un diamante donde se reflejan los primeros destellos del amanecer, pero
sobre los glaciares que descienden por el noroeste la nieve comienza a alzarse
en imponentes columnas blancas. Se acerca la estación de los vientos, la
tempestuosa primavera tibetana. Pronto florecerán los pastos, las praderas
verdearán con esa hierba brillante que aquí llaman la cabellera de Buda, y
volverán las caravanas y los rebaños de yaks, y se escuchará de nuevo el silbido
de las hondas con que los pastores a caballo reconducen a los animales que se
extravían.
En el patio de la gompa los jóvenes novicios recitan una salmodia con
pretensiones de infinitud. Los pastores y los lamas que pastorean a su grey lo
tienen más fácil. Ellos no dudan acerca del recto camino. Tanto es así que
muchos de estos jóvenes novicios jamás llegan a aprender a leer, sino sólo a
repetir de memoria los textos sagrados. Manuel, en cambio, no cesa de hacerse
preguntas mientras traduce la quinta lámina del Libro de Cristal.
Poco antes del alba ha despertado solo, como aquellas noches en que Tara
se acostaba junto a él. No tiene ninguna sensación en el paladar ni en la cabeza,
pero abriga la misma sospecha. Como si mientras hiciera el amor con ella, tal
vez con esos untuosos masajes previos, le hubiera infiltrado alguna droga. De
otra manera no acierta a explicarse todas las intuiciones de la noche anterior.
También los indios tarahumara, en México, llaman hijo de luz y niño santo al
hongo alucinógeno que favorece esa clase de iluminaciones.
Las imágenes siguen muy vivas en su mente, sobre todo la última. Y es una
locura. Ese descenso a través de una puerta que no se atreve a nombrar. Apura
un trago de té escuchando a los niños de cabeza rapada y túnica azafrán. Junto
a los borradores de la traducción, tiene abierto su cuaderno amarillo por una
197
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Trato de concentrarme en el texto, pero me desborda todo lo que intuyo bajo su piel.
Como si estuviera tocando su corazón. Siento una excitación increíble, algo semejante a
lo que experimentaron los decodificadores del ADN o los descubridores de un nuevo
mundo. Es muy posible que esté cerca de las últimas respuestas. Todos los caminos me
conducían aquí, y aquí está la consumación de todo. La energía crística existe. Da igual
el nombre con que se la conozca. Se trata del mismo fluido que resucitó a Cristo en el
sepulcro, que fluyó de sus venas al Santo Grial, o del que bebió Buda Sakyamuni antes
de rebasar las Puertas de la Percepción.
La luz del mana es el maná de Moisés, el soma de los Fundadores, la fusión del
Atman y el Brahman... Estas son las puertas definitivas por las que transmigraron los
últimos maestros. De Qumrán al Tíbet, del monasterio de Tikse al de Mulbek, de las
tumbas de Tengri Nor a la cripta de Tielontang, y ahora este Libro de Cristal que
completa todas las claves del Libro de Piedra. Pero, ese libro, ¿no será algo más? Lo que
comienzo a entrever me fascina y me aterra —escribe, antes de un párrafo muy
tachado que concluye así—. Aunque todo sean alucinaciones, debo seguir avanzando.
He accedido a un plano superior del conocimiento, y aun de la existencia, ya no puedo
volver atrás. Ahora bien, tal vez no me sea consentido ver más. ¿Qué me espera más
adelante? No lo sé. ¿Pero quién lo sabe?
198
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
con su verdad sumidos en una especie de trance. Sus palabras iluminan los
rostros con una llama serena que nos restituye a la corriente profunda de la
vida, mientras nos prometen cielos nuevos y unas vacaciones en la eternidad.
Aunque no les creamos, tal vez lo que no podemos soportar es que ellos crean
en lo que dicen. Que crean verdaderamente que van a vivir dentro de una
infinita expansión de luz, mientras que a nosotros sólo nos espera el frío y las
tinieblas. No, no estoy hablando de credos ni de iglesias; hablo de ciencia y de
belleza, pues mis evangelistas son todos el mismo, aunque se llamen Fleming o
Semmelweiss, Van Gogh o Beethoven.
Cada evangelista emplea un lenguaje diferente, pero todos descifran el
mismo Libro de Luz sobre una losa ilegible que sólo ellos pueden entender,
porque también fueron ellos quienes la escribieron mil años atrás. Eso era lo
que hacía de Manuel un hombre marcado al rojo vivo. Creía profundamente en
la estrella que sentía arder dentro de su corazón. Sabía que ese fuego generaba
una soledad infinita a su alrededor pero ya no imaginaba otro rumbo para su
vida, siempre expandiéndose hasta fusionar en un sólo latido —hálito y pálpito,
alfa y omega— el final y el origen.
199
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
56
¿Tardará mucho en acabar, Nájera san? —le sorprendió Tushita ese mediodía,
cuando ya estaba ultimando la traducción de la quinta lámina del Libro de
Cristal.
Manuel apenas alzó la mirada y siguió escribiendo.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? Te he echado mucho de menos...
—Ya lo sabe, Nájera San. He estado en Leh, cuestiones administrativas.
Tal vez esa segunda mirada de Manuel le incomodó más que la primera.
Tushita la desvió, pero se creyó obligado a decir algo más.
—También tuve que esperar un día más, por Tara...
—¿Ah, sí? No lo sabía.
—Ella estaba en Tradum, que cae de camino...
—Comprendo, no te preocupes. Ya ves que he podido seguir adelante con
la traducción sin tu ayuda.
—Ya lo veo, señor. Le traigo los periódicos.
—Ah, gracias, déjalos ahí —precisó Manuel, indicándole el arcón donde
ordenaba sus diccionarios—. ¿Quieres un té?
Tushita negó con la cabeza y, en lugar de dejar los periódicos sobre el
arcón, interpuso uno doblado por la primera página sobre su mesa.
—Échele un vistazo, Nájera San —exclamó con un gesto nervioso—, es el
Kashmir Tribune de hace dos días.
Manuel interrumpió su trabajo y se asomó a la fotografía de portada. Una
larga hilera de cadáveres sin cubrir, a los que seguían apuntando los fusiles de
los soldados chinos que los habían ejecutado. Los que estaban más cerca del
objetivo de la cámara apenas eran unos niños, también había mujeres con
signos de haber sido violadas, una carnicería.
—¿Son tibetanos, verdad? —preguntó Manuel.
—Es lo que queda de la guerrilla que operaba al sur del Aksai-Chin. Medio
200
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
201
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
202
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
57
203
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Kupka seguía sin saber nada acerca del descubrimiento paralelo de Manuel
en Tielontang. ¿Pero para qué necesitaba saberlo? A él le bastaba con el impacto
mediático del hallazgo de Mulbek. Nunca había buscado el conocimiento puro,
sino el puro reconocimiento personal. Y en ese sentido, el Libro de Cristal
colmaba y superaba todas sus expectativas. Se convertía en un digno sucesor
del John Marco Allegro de Qumrán. Ya se veía en una nueva portada de Time
como hombre de año: él un refugiado de Alemania Oriental, condecorado por la
reina como Caballero de la Orden del Imperio, incluso eligiendo un nicho bien
prominente en el rincón de los poetas de Westminster.
Claro que, para llegar a eso, necesitaba salvar dos obstáculos. Y el más
grave no era que la teoría base y la traducción llevaran la firma de Manuel
Nájera. Lo peor de todo tenía que ver con la cronología. Según las dataciones
más solventes, el Libro de Cristal había sido escrito entre el siglo II y el I antes
de Cristo. Por más que una de las acepciones de la voz sánscrita Metteya
enlazase con el término hebreo Mashia, fuera quien fuese ese Mesías que llegó a
Mulbek entre esos siglos, no pudo haber sido Jesús de Nazareth, pues
evidentemente en el siglo II antes de Cristo... Cristo aún no había nacido.
Todo eso se vino abajo aquella mañana a primera hora, al poco de que
recibiera la traducción de Manuel, cuando Kupka conectó vía satélite con los
cinco departamentos de Historia Antigua más acreditados del mundo para fijar
la datación de la ciudad de Asoka-Udaya, y apenas tres horas después, los cinco
le ofrecieron una respuesta unánime y concluyente.
Pese a su aura mítica, la ciudad había existido realmente, y también su rey.
La historia conoce al rey Asoka, que fue el primer gran impulsor del budismo
allá por el siglo II antes de Cristo. Pero el término Udaya, un numeral simple,
sólo admite traducirse como «diez». Es decir, Asoka-Udaya sería la ciudad del
Décimo Asoka. ¿Quién fue el Décimo Asoka? El Gopananda que aparecía en el
Libro de Cristal, un rey que existió fehacientemente, aunque hasta entonces el
tiempo de su reinado fuera impreciso.
Ahora bien, si el Libro lo situaba cinco décadas después de que la gran
estrella roja surcara los cielos del Tíbet, esa estrella tenía que ser un cometa. Y el
único cometa que cruzó la Tierra entre el siglo I antes de Cristo y el año 0 no fue
otro que el inconfundible Halley que anunció el nacimiento del Redentor a los
Magos: la cronología del carbono 14 quedaba superada por aquella evidencia
histórica que despejaba definitivamente todas las incógnitas.
El Bienaventurado Metteya, el Príncipe del Atman, era Jesús el Cristo.
El mismo Mesías que llegó de regreso al Tíbet a la edad de cincuenta años,
donde dictó su Evangelio, antes de emprender una nueva andadura junto a
María de Betania.
204
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
58
Sin embargo, ahora que parece que vamos a Tocar el sol con las manos, y que
cada página promete llenarse de luz, ¿por qué de pronto comienza a
oscurecerse todo en esta historia?
Encuentro una postal rota que me habla de otro viaje. Verano de 1975. Hace
quince días que hemos aterrizado en Birmania por primera vez los tres juntos
—Manuel, Carmen y yo—, y por primera vez de vacaciones. La foto muestra
una deslumbrante puesta de sol sobre el valle de los ocho mil templos, en la
llanura de Pagán. Una planicie infinita surcada por un río serpenteante, un
silencio sólo quebrado por el canto de los pájaros, y entre los enormes banianos,
ocho mil templos abandonados, muchos devorados ya por la jungla, sin más
habitantes que las serpientes y los monos.
¿Cómo sería ese paisaje de ruinas mil años atrás? Una visión de la gloria:
ocho mil campanas de oro vibrando con una misma invocación, y miles de
sacerdotes y de fieles fundiéndose en ella, no sólo de una manera religiosa, no,
me refiero a otro milagro. Pienso en el nacimiento de una civilización, en ese
milagroso empuje que lleva a los hombres a la conquista del cielo, en esa fusión
de almas y cuerpos cuya consecuencia final es la belleza sobrehumana de
algunas de sus creaciones, como los ocho mil templos de Pagán. Pero de todo
eso, sólo recuerdo una pregunta:
—¿Adónde se fueron?
—¿Adónde se fueron quiénes, Manuel?
—¿Adónde se fueron los creadores?
—Si lo dices por mí, aún estoy aquí —Carmen se retocaba el maquillaje con
ayuda de un espejito, de espaldas a nosotros—. Y quiero que sepas que esta
historia y este lugar empiezan a agobiarme.
No le faltaba razón. ¿Qué pintábamos tres sublimes colgados europeos y
una botella de Jack Daniels en lo alto de uno de esos templos campana, en un
205
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
país donde apenas se veían extranjeros y por el que merodeaban con absoluta
impunidad los khmeres prófugos de la guerra de Camboya?
—Tranquila, Carmen —mentí mientras le pasaba la botella—, la
superstición nos protege. Lo único que puede aparecemos aquí es uno de esos
monjes medio locos que vagan por estos templos o con un chacal sarnoso.
Caía de la tarde, el sol resbalaba por la curvatura de las grandes campanas
doradas y precisamente entonces se oyó el aullido de uno de esos chacales
solitarios, tan acompasado con mis palabras que nos soltó la risa a los tres.
—Lo que me angustia es otra cosa —dijo entonces Manuel, y ahora
entiendo el sentido de sus palabras—: cierro los ojos y dentro de mí sólo veo mi
propio templo en ruinas. No hay nadie dentro, ni siquiera yo...
—Muy bonito, pero como siempre, no hay quien te entienda.
—Se trata de algo muy simple. ¿Por qué me siento más vivo aquí que en mi
ciudad, en mi mundo, en mi cultura?
—¿Que te sientes vivo aquí? —me interpuse—. Manuel, no te pases... Lo
veas como lo veas, esto no es más que un cementerio.
—No, es al revés: el cementerio de verdad coincide con el luminoso mundo
del que venimos, con todo su poder y toda su deslumbrante cultura.
Pertenecemos a la civilización más poderosa que ha conocido la Humanidad
pero estamos vacíos. Da igual que entremos hasta el corazón de la gran
pirámide de Keops o de Teotihuacán, que lleguemos a la Luna, que plantemos
una colonia en Júpiter o consigamos descifrar las claves de nuestro código
genético. Pregúntate qué buscamos. Merodeamos por los lugares abandonados
del espíritu como esos chacales que aúllan en la noche, y eso nos angustia, no
por la desolación exterior, sino por la interna, por la nuestra, porque sabemos
que somos incapaces de crear algo semejante.
—No estoy de acuerdo —exclamó entonces Carmen, que se rebelaba por
sistema—. Nuestra civilización ha levantado creaciones extraordinarias. Sólo la
Gioconda vale más que todos estos templos juntos... Y si quieres que hablemos
de arquitectura, ahí tienes la Ópera de Sidney, o el Golden Gate...
—No me refiero sólo a la belleza, te hablo de una visión.
—¿Una visión de qué?
—Piénsalo un poco antes de responder, Carmen. ¿Dónde te has sentado?
—En una puta piedra más vieja que el mundo.
—No, estás sentada sobre el alma de una civilización. Todas las
civilizaciones de la antigüedad funcionaban igual: primero creían y después
creaban. Así se nacieron las pirámides de aquí, las de Egipto y las de
Centroamérica... Siempre de dentro afuera.
—¿Pero qué estás diciendo? ¿Que los egipcios arrojaron a la arena una
semillita, y que fue creciendo y creciendo hasta convertirse en la gran pirámide
de Keops? Qué borracho estás, Manuel.
—Estoy más lúcido que nunca, y sólo os pido que entendáis esto: las
tumbas de aquellas culturas no eran sólo tumbas, eran semillas. Por eso
206
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Lo sabía desde entonces. Desde diez años atrás, cada vez que profanaba
una tumba se repetía las mismas palabras de Tara cuando le pidió que no
perturbase «a los que duermen», pues le iba la vida en ello. Pero su fatalidad
también pasaba por otra evidencia: Manuel Nájera era incapaz de retroceder
ante un enigma. Siempre había sido así y así seguiría siendo. Nadie cambia,
pasa el tiempo pero seguimos cometiendo los mismos errores.
207
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
59
Por alguna razón que aún no me atrevo a escribir, ese día Manuel dejó sus
dos traducciones —la del libro y la de la losa— perfectamente ordenadas sobre
su mesa, y sólo se llevó consigo los borradores. ¿Presintió de alguna manera
que tardaría en volver y quería dejarlo todo bien ordenado, o tal vez daba por
concluido su trabajo? Sin embargo, para un hombre como él, que había
invertido su vida entera en esa búsqueda, ¿cabía la posibilidad de cerrar el
Libro de Cristal antes de llegar hasta la última línea de su última página?
Lo más alucinante de todo, sin embargo, comienza con una posibilidad
208
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
insospechada hasta entonces. Tal vez, descifrando clave sobre clave, llegó a la
conclusión de que su camino ya no debía de seguir un texto, sino una andadura
física donde el tercer paso era ya una ruta más allá de Tielontang... Una ruta por
las que ya sólo podía guiarle el padre Stellios ¿o quizá alguien más?
Manuel y Tushita llegaron al acantilado a esa hora en que los Himalayas se
bañan en una inmensa luz rosada que parece ir resbalando de cumbre en
cumbre y de eternidad en eternidad. Las golondrinas cruzaban en elipses
fulgurantes sobre la Puerta de Mulbek, y el Gran Buda rojo, vivificado por la
intensa luminosidad del sol poniente, más que un Buda semejaba uno de los
imponentes colosos de Abu Simbel puesto en pie.
Había una mujer junto a la escultura, una mujer vestida de negro riguroso,
con el rostro cubierto por una máscara de cuero. El viento que azotaba su túnica
justificaba la máscara. Era el tiempo de las tempestades de arena, y todas las
mujeres tibetanas se protegen así cuando emprenden un viaje. ¿A quién
esperaba esa mujer?
—Viene con nosotros —exclamó Tushita, sin detenerse a presentársela—,
también ella ha sido llamada por el padre Stellios.
La mujer les saludó con una inclinación de cabeza pero no se movió.
Manuel repitió el mismo gesto y siguió hacia la piedra, tampoco él tenía tiempo
que perder. El viento batía los folios que llevaba en su mano, apenas media
docena. Los suficientes para desatar toda una revolución. Una revolución
revelada que, verdaderamente, estaba llamada a cambiar el orden del mundo.
Tanto él como Dieter Kupka sabían que allá, en ese remoto paraje de los
Himalayas, habían encontrado y descifrado, tal vez, el único y definitivo
Evangelio de Cristo. ¿Podía haber algo más? ¿Quedaba algo por descubrir?
¿Qué había averiguado Manuel contrastando los dos textos? ¿Qué necesitaba
verificar sobre la losa?
Tushita lo vio avanzar hacia la piedra y tenderse sobre su superficie, pero
esta vez no le siguió, ni Manuel se volvió para llamarle. Pero, ¿y esa manera de
leer la losa, a qué obedecía? De pronto, el gran Nájera se ponía a leerla en
vertical. Su mano acariciaba las iniciales de cada párrafo, y enseguida saltaba al
siguiente. Luego volvía a sus escritos, anotaba algo, lo subrayaba y regresaba a
la losa.
Apenas media hora después de iniciar la que sería su última prospección,
Manuel Nájera se quedó de rodillas sobre la gran losa de Mulbek, y se llevó las
manos al rostro. Su cuerpo comenzó a estremecerse de una manera extraña,
como si llorara y riera al mismo tiempo. Tuvo que ser un momento sagrado,
una epifanía equivalente a la de aquellos caballeros andantes que empeñaron su
existencia en la búsqueda del Arca de la Alianza o del Santo Grial. Sin embargo,
la frase que Manuel legó a la historia no tuvo nada de solemne.
—Es un maldito acróstico —exclamó—: algo tan sencillo como un
acróstico...
Y se echó a reír con una risa callada ante la que Tushita no pudo por menos
209
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
que preguntar:
—¿Qué es un acróstico, Nájera San?
—Algo muy simple... Una escritura en clave aplicada a un texto, en el cual
las letras iniciales, las medias o las finales, leídas en vertical, revelan un mensaje
cifrado y sin embargo, evidente. Tan evidente como el signo del pez que
descubrimos el primer día, y no entendimos nada.
—Y eso, ¿está en la losa?
—No sólo en la losa. El que ideó esta historia fue un personaje de una
inteligencia extraordinaria, y le gustaba mucho jugar. Escucha: es muy posible
que las letras iniciales de cada párrafo de la losa se completen con las de cada
lámina del Libro de Cristal.
—¿Y qué dicen? —preguntó el chófer, que parecía impacientarse.
—¿Qué dicen? —repitió Manuel, clavándole una mirada profunda—. Me
temo que eso tú ya lo sabes, Tushita. Por eso estás aquí.
Tushita le sostuvo la mirada, pero no pudo mantenerla por mucho tiempo.
Antes de añadir nada, pareció vacilar.
—Entonces está bien. Si los dos lo sabemos cuál es el mensaje, podemos
irnos ya. El padre Stellios nos está esperando.
—¿No me vas a dejar echarle un vistazo?
—Nájera San, usted mismo dijo que su trabajo aquí ha terminado. Tenemos
que irnos.
Pero Manuel no se movió, sus dedos avanzaron hasta el borde de la losa, se
deslizaron por sus cantos como buscando un resorte o un resquicio. Diez años
atrás, hubiera dado la vida por poder ajustar una palanca en ese resquicio y
alzar siquiera quince centímetros aquel bloque de basalto negro.
—Es inútil que intente alzar la losa —insistió Tushita, confirmándole sus
peores sospechas—: esa losa está sellada desde hace más de mil años, y así debe
de continuar durante mil años más.
Como Manuel seguía sin responderle, y el tibetano añadió en otro tono de
voz:
—Por última vez le pido cortésmente que venga conmigo, Nájera San. Su
tiempo se ha acabado.
Cuando Manuel alzó la vista, se encontró con un revólver apuntándole. Por
la mano que le había salvado de ella, volvía la serpiente para acabar su trabajo.
Carmen volvía a por él desde Villa Bellagio. Volvía aquella noche terrible en
que, al entrar de la terraza al salón, la encontró apuntándole con un arma muy
parecida a ésa, antes de quitarse la vida delante de él. Siempre lo había sabido.
Más tarde o más temprano, sabía que ese momento iba a repetirse en su vida, y
que eso sólo sucedería una vez que hubiera resuelto el enigma que le
obsesionaba desde que entró por primera vez en la caverna número cuatro de
Qumrán.
O sea, que todo era cierto: debajo de esa losa le aguardaba la respuesta final
que ajustaba todas las piezas y todos los libros en una presencia absoluta. «Está
210
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
bien —se dijo—, acepto no saber más. Acepto no desvelar el último velo y
guardar dentro de mí el último secreto. Así ha sido siempre, así ha de ser y así
será.»
Pese al revólver con que le invitaba a caminar, la expresión de Tushita no
había cambiado. Le miraba como si le dijera: «Tienes que entenderlo, viejo
amigo, no es nada personal». Manuel entró en el desportillado Cadillac
Corvette, donde ya les estaba esperando la mujer enmascarada y se acomodó a
su lado, en el amplio asiento posterior. También ella, muy cortésmente, le
apuntaba ahora con otro revólver. Tushita pisó a fondo el acelerador y el
automóvil desapareció de inmediato envuelto en una nube de polvo y arena.
Pero no hacia la carretera que conducía hasta el Aksai Chin, sino hacia el sur de
Ladakh.
211
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
60
212
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
213
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
otras y, por supuesto, todas gobernadas por una nomenclatura de clérigos que
administraban todo lo humano y lo divino, haciendo del Tíbet una ominosa
teocracia encubierta? Si el Perfecto se abstuvo de comer carne, si desaconsejaba
los sacrificios y los oráculos, casi tanto como las hechicerías de la vieja religión,
¿cómo se podía justificar que hubieran dado la espalda a todo eso, de la misma
manera que le habían dado la espalda a Buda, convirtiéndolo en un ídolo, una
fría estatua cubierta con panes de oro, un dios más constelado de ángeles y
demonios, en las antípodas de su conmovedora verdad desnuda, de su llamada
a la conciencia y al camino incesante?
Mucho mejor que ese Buda Blanco fuese el Cristo de los occidentales. Pero,
sin lugar a dudas, nada más prudente que evitar que se agitaran las apacibles
aguas del estanque dorado. La agitación, la controversia, la polémica en torno a
un texto como aquél, podía ser el primer paso hacia una revisión de su doctrina
que acabase cuestionando sus fundamentos, o poniendo a toda su casta
sacerdotal en evidencia, como los usurpadores que probablemente eran. Y de
los budistas tibetanos a los católicos romanos, o ante todos esos millones de
seres humanos que se dicen creyentes o seguidores de Cristo, ¿qué podía
suceder si Manuel regresaba a Europa proclamando que había descubierto su
único y definitivo Evangelio, y que no tenía nada que ver con los aceptados y
difundidos por el Vaticano?
Verdaderamente, aquel Libro de Cristal podía generar toda una revolución
espiritual, cultural y, por consiguiente, también política. Aunque, lo más
probable sería que, veinte siglos después, Cristo fuese utilizado como pretexto
para un monumental ajuste de cuentas. Una vez que se revelase su voz a través
del Libro de Cristal, y tras la convulsión que este descubrimiento produciría en
todo el mundo, primero elevarían su palabra viva al cielo mediático entre
cantos de aleluya, y el Cristo volvería a vivir un segundo domingo de Ramos en
Jerusalén. Pero tan cierto como eso que, noventa días después, de un modo u
otro, volvería a ser crucificado en el sangriento altar del choque de
civilizaciones.
214
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
61
Ahora lo entiendo, ése fue el motivo por el que Manuel anunció a Kupka que no
traduciría ni una página más del Libro de Cristal. Pero, sobre todo, ése era
también el motivo que le llevó a ocultarle su tesoro más preciado: aquel
acróstico que se resolvía cruzando las letras capitulares de aquel libro con las de
la losa a los pies del Buda. Por eso aceptó la conminación de Tushita cuando le
apremió a retirarse. En el fondo, estaba de acuerdo con él. Por diferentes
caminos, los dos habían descubierto qué había debajo y llegado a la misma
conclusión. Creían fervientemente que debían actuar de ese modo por el bien de
la humanidad. Sin embargo, ahora que compartían el mismo camino a bordo
del Cadillac Corvette, ¿por qué ya no podían entenderse?
Parte de la respuesta me estaba esperando en un folio amarillo muy ajado,
doblado en cuatro entre las páginas finales de su cuaderno:
215
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Sólo cuando he aplicado esa lógica a la traducción paralela del Libro y de la losa, he
comenzado a entender. Aunque no ha sido fácil. Escribo, en dos columnas, esas cinco
palabras capitulares de cada uno de los dos textos:
Veamos, ¿es posible que cinco palabras en lengua pali, las capitales del Libro de
Cristal, sean compatibles con otras cinco claves en lengua vatannan, las que presiden la
losa de basalto? No, por supuesto que no.
Pero si las descompongo en fonemas, y las voy cruzando, ¿con qué me encuentro?
Evidentemente, con doce palabras imposibles, pues sólo podrían pertenecer a una lengua
imaginaria. Las doce palabras son éstas:
An-O-Khia-Du-Nai
Sar-Nay-Be-Khay
Sar-Y-Na-Ma-Li-Ka
Sar-Man-A-Gar-A-Th-I-A
216
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Hace ya un buen rato que el Cadillac remonta los riscos del Pachal-Kangiri,
con el motor tan ahogado que parece a punto de romperse. Tushita conduce
como aquella primera vez, la misma serenidad fría al volante. Ni una plegaria
ni un juramento por más que las ruedas rechinen al filo de los abismos que van
dejando atrás. De vez en cuando, tras cruzar una mirada a través del retrovisor,
le pasa a Manuel la botella de arak, como en los viejos tiempos. El aguardiente
le quema el paladar, y baja por su garganta envuelto en llamas mientras siguen
subiendo por encima de las nubes.
Poco antes de coronar la pirámide del Kamet, llega hasta ellos el eco de la
deflagración. Un estruendo formidable que retumba de montaña en montaña,
como si la espina dorsal de los Himalayas se hubiera partido en dos. Al
volverse, Manuel distingue una densa columna de humo que crece a
borbotones. El origen puede ser Mulbek, es Mulbek. Cuando cesa el estruendo,
mi amigo ya ha acabado de ordenar todas sus ideas. Y sus ideas caben en una
sola palabra, en un solo nombre que pronuncia en forma de pregunta:
—¿El padre Stellios?
Tushita entendió. Pero también él, como si le hubiera leído el pensamiento,
respondió con otra pregunta:
—¿Por qué subió a la Cámara del Vientre, Nájera San? ¿Por qué no dejó
dormir en paz al Libro de Cristal? Y lo más grave de todo, ¿por qué volvió a la
217
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
218
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
62
219
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
220
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
221
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
63
Pese al frío más que intenso, Tushita había comenzado a sudar. Sus sienes y su
nuca se veían empapadas. Probablemente llegaban a algún punto donde todo
iba a precipitarse. El Cadillac ralentizó su marcha y Manuel estuvo tentado de
preguntar: «¿Dónde me lleváis?». Conociéndole, seguro que esa pregunta le
pareció banal. Lo que nunca hubiera llegado a imaginar —eso sí que le
desconcertaba— es que Tara y Tushita formasen parte de una misma trama.
Hasta entonces apenas les había visto cruzar un saludo y poco más. ¿Bajo el
mando de quién actuaban? ¿Pertenecerían a alguna orden mística juramentada
para preservar el secreto de la tumba de Cristo y de su Evangelio, una suerte de
herederos de aquellos esenios que llegaron hasta Tielontang siguiendo a su
Maestro, y que ahora dirigía el misterioso padre Stellios? O tal vez...
Tal vez toda esa historia, sin dejar de ser cierta, no era más que la tapadera
de una acción mucho más prosaica. Manuel lo pensó al recordar aquel
reencuentro con Tushita, después de la aventura de Tielontang, cuando arrojó
encima de su mesa aquel ejemplar del Kashmir Tribune donde aparecía la noticia
de la masacre de Tengri Nor. «Es lo que queda de la guerrilla que operaba al sur
del Aksai Chin. Medio centenar de muertos y ni un solo superviviente.» Esas
fueron sus palabras, como si le responsabilizara de la masacre. Desde luego
resultaría de lo más sospechoso aquel súbito viaje al Aksai Chin con un sobre
lacrado. Y lo peor de todo, ¿cómo pudo ocurrírsele confraternizar con los
soldados chinos durante su regreso? Les había ofrecido una botella de vino de
Noé, un puñado de dólares, ¿y qué más? Si Tara y Tushita formaban parte, no
ya de una orden secreta al estilo del Priorato de Sión, sino de un muy plausible
Frente de Liberación Tibetano, aquel gesto podía costarle la vida. Aunque fuera
inocente, por sospechas mucho menos fundadas se ejecuta a cientos de
inocentes todos los días, se bombardean objetivos civiles, se declara la guerra
preventiva contra un enemigo que aún no sabe que está en guerra. No obstante,
222
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
de ser así, ¿a qué venía toda la insistencia de Tara para que no descifrase el
Libro de Cristal?
Es decir, ¿qué tenía que ver el Libro de Cristal con la liberación del Tíbet?
223
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Octava Parte
El punto Omega
224
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
64
Durante horas habían conducido sin cruzarse con un alma, y ya había caído la
noche: una de esas noches tibetanas de lunas azules en que las aristas de los
ventisqueros parecen enhebradas de piedras preciosas, hasta que de pronto las
nubes se cierran en un tumulto de tormenta y todo se vuelve una negra boca de
lobo. Fue en ese momento cuando apareció aquel gigante en la encrucijada. Un
tipo alto y compacto, de cráneo afeitado, tan corpulento como un luchador de
grecorromana, que se fue haciendo visible a medida que lo perfilaban los faros
del Cadillac. Primero aquella chaqueta polvorienta de bolsillos desfondados
que acentuaba el volumen de su corpachón, luego esa cabeza granítica de nariz
rota y mandíbula cuadrada, y al fin la manaza con que detuvo el coche y entró
en él, sin una palabra. El gigante ocupó el asiento del copiloto y, en cuanto
arrancó, se puso a hablar con Tushita en un dialecto del que, acaso por primera
vez en su vida, el gran Manuel Nájera no consiguió entender ni una palabra.
Ellos tampoco parecían entenderse. Lo que había comenzando siendo un
intercambio de información fue derivando hacia una discusión, no acalorada,
pero sí bastante tensa. Aunque no comprendiera, resultaba evidente que
estaban hablando de él, y que las órdenes eran concluyentes. Manuel tenía una
manera bien sencilla de advertirlo: el rostro de Tushita se ensombrecía por
momentos. Estaba claro que intentaba interceder, como si hasta entonces
hubiera estado abierta otra posibilidad. Pero el luchador no se doblegaba, ni
aun cuando Tara le propuso algo que sonaba como un pacto personal y que él
rechazó con un monosílabo seco, tajante. Entonces reapareció la luna en el
retrovisor, turbia y opaca, como el ojo de un ciego. Manuel buscó los del
gigante a través del espejo y le preguntó en tibetano:
—¿Cómo te llamas?
El otro se lo pensó antes de volverse, pero aceptó el reto:
—Puedes llamarme Tigre —le dijo—, pero no te vas a salvar.
225
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
—Salvarse o condenarse, qué más da, al final todos nos vamos de aquí. Sólo
es cuestión de tiempo.
Al gigante le gustó esa respuesta. Se le quedó mirando hasta que se le
torció en la boca una sonrisa oscura, como una cicatriz.
—Oye, amigo... ¿sabes que yo conozco España?
—No sabes cuánto lo celebro.
—Uno se lo puede pasar bien allí —siguió el Tigre—, los monjes no
mandan, se come bien y las mujeres hacen lo que quieren.
—Ya veo que estás muy bien informado.
—La ciudad que más me gustó fue Sevilla. ¿Has estado en Sevilla?
—Sí, claro, pero hace mucho tiempo que no vuelvo.
—¿Quieres una buena dirección? —el Tigre chasqueó la lengua y le guiñó
un ojo—. Pero una buena de verdad.
—Venga...
—La Puerta del Sol —exclamó, y se echó a reír él sólo mientras se llevaba la
mano al bolsillo—. Oye, amigo, ¿fumas habanos? Pues toma.
Y le pasó un puro enorme, casi grotesco, que Manuel se sintió tentado de
rechazar con una de sus ironías macabras: «No gracias, fumar provoca cáncer».
En lugar de eso aceptó el ofrecimiento como lo que era, la última gracia que se
concede a un condenado. Al encender el cigarro no le temblaron las manos.
Pero media hora después, cuando el Tigre le hizo un gesto a Tushita para que se
detuviera a un lado de la carretera, empezaron a temblarle las rodillas. Sintió
que se le formaba un nudo en el estómago, y que se le secaba la boca, y se sintió
muy viejo, como si le hubieran caído cien años encima. ¿No iba a ser de otra
manera? Ni la mediación de Tushita, ni la intercesión de Tara. ¿Todo iba a
acabar así?
Hasta ese día había vivido tanto y tan intensamente como había podido,
había viajado bien lejos, pero ya no iría más allá. El camino le había llevado
hasta allí y allí terminaba. Sin inmersiones en el mito, sin leyendas maravillosas,
sin paraísos perdidos ni tierras prometidas abriéndose ante él en el último
instante. Unos pasos sobre aquella tierra pedregosa y ahí acabaría todo. A duras
penas salió del Cadillac por sí mismo, y si lo hizo así probablemente fue por
otro gesto absurdo. Por no quedar como un cobarde ante la última mujer a la
que había amado y a la que ahora tenía ante sí, esquivando su mirada, pero
indicándole el camino con una pistola.
Se sentía incapaz de dar un paso, el habano le quemaba la mano. Cuando al
fin lo arrojó al suelo notó que alguien le empujaba por la espalda, sin violencia
pero con firmeza. Aquella mano pétrea no podía ser otra que la del Tigre.
Probablemente se trataba de un tipo tan simple como noble, seguro que el suyo
era un corazón leal. Pero, como tantas veces sucede, una cadena infinita de
malentendidos le había llevado a esa situación límite. La vida es así y no de otra
manera. El sentido y la duración de las cosas vienen determinados por una ley
oculta. Entender ese hecho y aceptarlo supone sin duda alguna adquirir la
226
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
227
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
siete mil metros culminada por una aguja de hielo. Se trataba del Gurla
Mandhata, la cumbre gemela del sagrado Kailas. Fría como el acero, en lo más
alto la montaña perdía sus contornos, parecía elevarse sin fin. Posiblemente, el
viaje continuaría en esa dirección.
El viento azotaba con fuerza. El Tigre le indicó que se diera la vuelta con la
punta de la pistola. Quedó a un paso de la cortada, ni siquiera necesitaba una
bala para hacerle desaparecer. Nadie le encontraría en mucho tiempo. Una
semana para que la noticia llegase a Europa, y otra para actualizar toda su
historia. En un mes, el enigma de su misteriosa desaparición, la estupidez
humana y los medios de comunicación, harían de él una leyenda.
—Venga, ¿a qué esperas? —exclamó el Tigre—. Acaba de una vez con él.
El corazón se le paró de golpe. ¿Cómo? ¿La elegida había sido Tara? No, no
podía ser. Si hacía eso, su disparo también acabaría con ella.
—¡Por Dios, Tara, tú no...!
Aquel grito le salió del alma, pero ella no respondió. Sólo le miraba con el
arma en la mano. Miraba su pinta de turista loco perdido en el Tíbet, su aspecto
de niño desamparado, esa inocencia exasperante que no le abandonaba en
ninguna circunstancia. Tara lo sabía mejor que él. No era un cobarde, no le
rogaba por su vida. Pedía por ella.
Y ella, pese a todo, seguía queriéndole. ¿Podría disparar contra él? Un dolor
agudo le bajó de la garganta al pecho, notó que empezaba a derrumbarse. Elevó
la pistola aferrándola con las dos manos, centró su nuca en el punto de mira
diciéndose que podría soportarlo todo: la memoria de sus besos, cada caricia
suya sobre su piel, esas noches infinitas de amantes y, al despertar, esa luz en
sus ojos diciéndole cuánto la quería.
Probablemente el Tigre no sabía nada de su historia de amor, pero la
indecisión de Tara le estaba poniendo nervioso, lo que suponía un grave riesgo
para ella. Si no disparaba, el Tigre sospecharía acerca de su fidelidad a la
organización. Y ya empezaba a impacientarse. Pero Tara, aunque permanecía
con su pistola en alto, no disparaba.
228
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
65
Entonces Manuel oyó que alguien más avanzaba hacia él por la espalda. Tenía
que ser el Tigre, harto de esperar a que Tara se decidiera. Pero en su mente
resonaban los pasos de otra mujer. Una mujer que caminaba con zapatos de
tacón de aguja sobre un suelo de losanges blancos y negros.
En una fracción de segundo, mientras esos tacones seguían resonando, vio
un balandro de tres palos y velas rojas que avanzaba hacia él desde la otra
ribera del lago de Como, y más allá distinguió el mar y la bahía de San
Sebastián, y se contempló corriendo y riendo por las verdes colinas llevando de
la mano a su primera novia, hacia un prado de manzanos, y se vio brindando
con ella en una fiesta de Año Nuevo, y mientras bebía una copa más observó a
Carmen bañándose desnuda dentro de esa misma copa, haciendo sonar sus
zapatos de tacón sobre aquel suelo de mármol, como aquel día al regresar de la
playa, cuando se la encontró en el salón, desnuda, sin nada más que esas
sandalias doradas y esa pistola, hasta arriba de coca o de algo peor, coca y
prozac, cualquiera de sus cócteles de ansiolíticos y drogas de diseño, diciéndole
que estaba embarazada de su mejor amigo y que se iba a suicidar delante de él.
Manuel estaba demasiado habituado a ese género de exhibiciones de su
decadencia. Por más desesperada que estuviera, él sólo la vio patética. Esa
noche venía muy cansado, se derrumbó en el sofá frente a la terraza y cogió un
libro. Ella seguía hablando, insultándole, cargándole la cabeza con sus
reproches y sus lamentaciones de borracha. «No te soporto, no aguanto esta
mierda de vida, me voy a suicidan ¿Te enteras? Me voy a suicidar.» En ningún
momento volvió a mirarla. Sin levantar los ojos del libro que intentaba leer, no
se resistió a la tentación de provocarla. Aunque en el informe policial nunca
constó esta frase, él sí la pronunció:
—¿Por qué no disparas de una vez?
Y en efecto, esa vez Carmen sí disparó.
229
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Al volverse la vio derrumbarse con la cara tan blanca como una máscara y
los ojos brutalmente abiertos frente a esos balcones abiertos de par en par, en su
villa de Bellagio, mientras, a lo lejos, el balandro de la fiesta se arbolaba de
fuegos artificiales. Ya nunca, ni un sólo instante de su vida, dejaría de volverse
para mirarla y para encontrársela siempre así.
Pero esa vez, cuando cerró los ojos al borde del abismo del Gurla
Mandhata, consiguió atravesar los visillos que se agitaban al viento como si
también él fuera viento, y dejó atrás para siempre el gran salón de Bellagio, y
volvió para siempre al país inocente de su infancia, y un caballo blanco vino
galopando hacia él a través de los campos de manzanos, y con sólo mirarle a los
ojos supo que era Él, Buda Maitreya o el Cristo de Mulbek, y ya no tuvo miedo
a morir, porque morir no es sino silenciar todo clamor y recobrar por fin la
armonía, porque la muerte no existe, sólo existe el cambio de forma, porque
uno no pertenece a nada, ni a una familia, ni a un pueblo, ni siquiera a un amor.
Hasta que nace verdadera y conscientemente a una vida nueva en un nuevo
punto de la espiral, donde ya todo es luz.
Entonces oyó la sentencia del Tigre:
—Lo siento, amigo, pero en el Tíbet no nos gustan los espías.
Y al instante, una gran estrella roja estalló dentro de su cabeza y todo se
llenó de luz. La luz irradiante del mana que le envolvió como en un capullo,
como un arrullo dentro de una placenta viva, y esos labios, y ese beso. «Nunca
pensé que sería tan fácil», dijo, mientras entraba como un pez por la boca de la
caverna del embrión, y la atravesaba de parte a parte hasta nacer de nuevo
como un cordero por la puerta cósmica sobre los acantilados de Mulbek. Al fin
había encontrado el paso hacia los valles de praderas doradas y cielos violetas.
Y a la caída en el espacio vertiginoso siguió un plácido dejarse flotar,
abandonarse en su cauce de estrellas y respirar la luz más pura, la luz del mana,
la luz del Thatagata que es también la clave de Agartha, porque Agartha no es
una ciudad, sino un estado de conciencia, el umbral absoluto de lo abierto y lo
indistinto, no-vida no-muerte, no esperes el advenimiento de los dioses
sepultados, ahora eres tú quien ha de alzarse de entre los muertos. Vamos,
Manuel, respira de tu propia luz y toma mi mano. Te lo dicen ellos mismos, ¿no
escuchas la serena voz de Cristo dentro de ti? Con él, en este viaje, te
acompañan todos los budas encarnados, los sagrados Bogdo Janes, los príncipes
de Agartha, los Fundadores, escucha, te dicen, de cada hombre lo esperamos
todo, pues cada hombre lleva dentro la fuerza solar primigenia y el embrión de
un ángel, por eso te decimos que no esperes que vayamos hacia ti, ven tú hacia
nosotros, asciende hasta tu dimensión cósmica, pues todo el cosmos es una
totalidad sagrada, como tu vida es sagrada, un crecimiento infinito de
dimensión en dimensión, hasta que tu mente dé a luz una estrella y tu corazón
nazca de nuevo en el mismo corazón del sol.
230
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
66
231
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
—Cuéntame...
—Estaba en el Tíbet, sí, había vuelto al Tíbet.
—¿Manuel en el Tíbet? —pregunté, sin poder imaginar entonces que el
sueño de Carmen se iba a cumplir al pie de la letra, diez años después—. ¿Y qué
se le había perdido allí esta vez?
—Era él quien estaba perdido. Le he visto caminando perdido por una
senda entre montañas. Era de noche, había un pequeño templo estucado en
yeso, con sus cúpulas doradas y sus estandartes al viento. Dentro estaba muy
oscuro, pero en la penumbra del fondo, en el sueño, he visto brillar los ojos de
un Buda enorme y cinco monjes muy viejos rezando por él. Pero Manuel no los
veía, caminaba como un ciego bordeando un precipicio...
—No me gusta esa historia —le interrumpí.
—La verdad es que a mí tampoco. No me gusta nada, no sé por qué te la
cuento.
—No, adelante, termínala...
Carmen me miró con una expresión de tristeza, como si desconfiara de sí
misma o temiera que no la creyera.
—Adelante —insistí—, acaba de contarla.
—Caminaba bordeando el precipicio sin verlo, no lo veía, o lo veía y le
daba igual, no sé... Pero al caer la noche sobre aquellas montañas, yo supe que
iba a morir y lo salvé. Sí, como lo oyes. En el sueño me vi volando como un
águila hasta él, que tenía la forma de un cordero, y yo le salvaba.
—Puede que algún día suceda eso, ¿quién sabe? Acaso entraste en su vida
con esa finalidad... —añadí, mientras me servía otra copa—. Está claro que en la
vida de Manuel hay mujeres principales y secundarias.
—Muy original —dijo ella secamente, aunque no estaba dispuesta a
quedarse con la duda—. ¿Y te ha dicho alguna vez...?
—¿Qué pasa, ahora quieres saber cómo apareces en los títulos de crédito?
—Déjate de chorradas, lo único que me importa es saber si alguna vez te ha
dicho que me quiere de verdad. Si me ha querido alguna vez.
—Después de tu sueño, la pregunta sobra, Carmen. Aunque te abandone
hoy mismo, aunque regrese por sorpresa y te estrangule esta noche, tú siempre
serás una mujer única y excepcional en su vida. Casi tanto como en la mía.
No era del todo cierto. Principales o secundarias, sus mujeres no eran sus
mujeres. Eran sus vírgenes negras, seductoras y salvadoras a un tiempo, sus
ángeles de redención y condenación. Él las adoraba, se enamoraba de muchas
con sólo mirarlas dos veces, pero jamás tuvo un comportamiento frívolo con
ellas. Manuel Nájera no sólo se entregaba como un amante, lo hacía más como
un niño que se confía a una madre, como un caballero medieval que rinde sus
armas ante su dama, como un acólito que espera ser bendecido por una diosa
en la que ha depositado toda su fe. Por eso las eligió siempre como albaceas de
su historia. Bueno, por eso y por una razón más que no me atrevo a escribir
todavía.
232
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
67
Intento atar los cabos que me permitirán hacerlo mientras sobrevivo a esta
carretera infernal, la que me está llevando desde Ladakh a Mulbek, siguiendo la
misma ruta que emprendió mi amigo hace ya casi un año. Sí, casi ya se ha
cumplido ya un año desde que lo vieron por última vez.
A comienzos de la primavera de 1982, los habitantes de una aldea perdida
en el valle de Nubra, en la frontera noroeste del Aksai Chin, informaron a las
autoridades locales de la presencia de un vagabundo harapiento que iba de casa
en casa mendigando algo que comer, pese a tratarse de un occidental. Pocos
días después, la policía tibetana conseguía localizarle. El vagabundo no llevaba
encima ningún documento que permitiera identificarle y parecía haber perdido
la razón. No obstante, el hecho de que hablara tibetano con toda fluidez
actualizó una pista perdida, y las tres embajadas asentadas en Leh fueron
informadas del caso. La americana y la rusa, como era de esperar, se lavaron las
manos. Sólo la británica manifestó un cierto interés, probablemente
especulativo, pero suficiente para abrir una investigación. El resto no fue difícil:
se tomaron sus huellas y en apenas una semana quedaron resueltas todas las
dudas acerca del misterioso vagabundo. En efecto, se trataba del célebre
orientalista Manuel Nájera, desaparecido siete meses atrás en circunstancias
nunca esclarecidas, cuando trabajaba en una investigación arqueológica en la
comarca de Mulbek.
¿Qué milagro había sucedido en el final de su historia, qué intervención
providencial de los bodhisattvas salvadores le había hurtado de aquella ejecución
sumaria en un barranco entre los pasos de Khaling y Sangchen-La, y qué había
sido de él en todo este tiempo?
Supongamos que hubiera conseguido huir en el último momento. ¿Se
puede sobrevivir a un invierno tibetano vagando de aldea en aldea a cinco mil
metros sobre el nivel del mar y a treinta o cuarenta grados bajo cero?
233
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
234
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
68
235
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
236
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
237
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
69
238
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
239
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
hubiera podido formular algo parecido: «Si vuestro Mesías fuese nuestro
Maitreya, toda nuestra fe se vendría abajo». Y es que en modo alguno podrían
aceptarlo como continuador de la senda emprendida por Siddharta Gautama,
sino como alguien muy parecido a su antagonista.
Sus doctrinas, en apariencia semejantes, son en esencia inconciliables. El
Buda Sakyamuni jamás se consideró un dios encarnado: jamás manifestó que
viniera a cumplir una profecía, ni se prestó a sacrificarse por la salvación de la
humanidad. La resurrección cristiana puede parecer una variante de la rueda
de reencarnaciones, pero la máxima perfección budista supone trascender el
Samsara en Nirvana —es decir, acceder a la desintegración absoluta de la
conciencia en la luz—, y el Cristo prometía en cambio un segundo nacimiento
más allá de esta dimensión, preservando la conciencia y hasta la memoria a lo
largo de infinitas vidas donde los que se purificaran llegarían a ser ángeles, y
luego tal vez soles y estrellas pensantes y sintientes, que jamás olvidarán su raíz
humana, ni aun cuando habiten en el corazón de la gran inteligencia universal.
—A partir de esa comunión en la luz —aseguraba Naropa—, podríamos
comenzar a entendernos como creyentes. Pero las jerarquías nunca se
entenderán. Del Vaticano a Lasha, ¿cuántos pasos habríamos de dar sobre
nuestros propios abismos? ¿Cuántas mentiras, imposturas y mixtificaciones
habríamos de desmontar, y a cambio de qué? Y lo peor de todo, ¿quién creería
en nosotros después de eso? Si vuestro Mesías es nuestro Maitreya, tendríamos
que renunciar a nuestras dignidades y prebendas, a la veneración de nuestro
pueblo, a nuestras jerarquías e incluso a estos templos que ellos tanto
despreciaron. Para nuestro alto clero, como para el vuestro, eso jamás pasará de
ser una utopía. Una utopía autodestructiva, pues supondría el final de nuestra
infalibilidad. Por eso ni nuestro Dalai Lama admitirá que Gautama fue un
precursor de vuestro Nazareno, ni vuestro Papa reconocerá jamás que
Jesucristo pudiera ser nada más que otra reencarnación de nuestro Buda.
No esperaba tanta franqueza por su parte, ni que mi elocuencia alcanzase
tales cotas de esplendor. Yo, un humilde periodista freelance, nada que ver con
el gran orientalista Manuel Nájera, el gran experto en religiones antiguas, de
pronto me ponía a hablar como él, y argumentaba brillantemente:
—Y sin embargo —me vi diciendo—, qué fácil serla todo si los que pueden
hacerlo revelaran lo que ocultan desde hace milenios. Vuestros hermeneutas y
los nuestros, los doctores de nuestras iglesias y los vuestros, vuestro Dalai Lama
y nuestro Papa saben mejor que nosotros que Buda y el Cristo no son sino
manifestaciones de esa inteligencia cósmica que generó el Big Bang. ¿Qué más
da quién sea quién? Si el autor del Libro de Cristal es el Maitreya que
esperabais y si de pronto ese Buda es un Buda que habla de Dios, aceptadlo
como aceptaremos nosotros a este Jesucristo inaudito que aquí, en Mulbek,
habla no ya de la eterna encarnación del Verbo, sino de las sucesivas
reencarnaciones de sus hijos, hasta acceder a la plenitud de la vida en la luz.
»No me cabe ninguna duda de que en ese Libro, lámina sobre lámina, los
240
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
241
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
Novena Parte
La última puerta
242
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
70
243
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
perdemos. Fue eso lo que me sucedió con Tara. Nunca sospeché nada.
Había dormido bien, apenas acababa de conocerle y estaba en su casa, a
veinte mil kilómetros de la mía. No sé cómo me atreví a tanto:
—No le creo —dije, muy sereno, pero con toda claridad.
Fui un ingenuo. Si en algo estaba adiestrado Naropa era, precisamente, en
el arte de la incredulidad.
—No importa que no me crea —exclamó sin afectar el desaire y cabeceando
como si lo entendiera—. No sabemos a ciencia cierta lo que sucedió una vez que
se llevaron a Nájera San, sólo nos han llegado retazos que hemos intentado
ordenar de una manera lógica. Si tampoco le parecen convincentes, en su
periódico puedo contar lo que le parezca. Y permítame decírselo, la versión que
madura en su mente me parece estupenda. Además, aunque se le antoje
demasiado novelesca, hasta un poco increíble acaso, lo cierto es que se ajusta
bastante a la verdad. Es decir, a la verdad posible.
Nunca me he encontrado ante una evidencia más clara de que alguien me
estuviera leyendo el pensamiento. O mantenía la naturalidad o estaba perdido.
—¿En qué sentido? —pregunté.
—En el sentido de los personajes que desaparecen... —exclamó, sin
inmutarse—. Si le parece, le cuento lo que sé...
—Adelante.
—Al día siguiente de su secuestro, en el barranco de Khaling —prosiguió el
lama—, apareció un hombre muerto con un disparo en la cabeza.
Evidentemente, no se trataba de Nájera San.
—¿Tushita?
—No, el muerto era aquel que se hacía llamar el Tigre. ¿No es así como
piensa escribirlo en su novela?
Aquello era demasiado, sobre todo porque entonces ni se me pasaba por la
cabeza que acabaría escribiendo esta novela. ¿Estaba delirando o todo aquel
delirio sucedía en una especie de realidad paralela?
—Entonces, en el último momento... Tara...
—O Tushita. Él ya le había salvado la vida una vez. Tushita era un hombre
con mucho corazón.
—Pero era Tara quien tenía la pistola, ¿no es así?
—No lo sé, eso tampoco puedo asegurarlo y me costaría mucho aceptarlo.
Compréndame, Tara me fue entregada cuando era apenas una niña, y se trataba
de una niña con poderes extraordinarios. No vino a este mundo para matar,
sino para todo lo contrario. ¿Conoce la tradición de los bodhisattvas?
—He leído algo de eso, no mucho. No me diga que Tara también era una
enviada. ¿No acaba de asegurarme que formaba parte del Frente de Liberación
Tibetano?
—En este mundo y aun en el otro se puede batallar en dos frentes
simultáneos y en muchos más, hijo mío. En cualquier caso, Tara sabía muy bien
que quien mata a un ser humano ya no tiene salvación: apaga para siempre la
244
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
luz de su alma.
—Salvo que lo haga para salvar la vida de otro ser humano. Si fue ella
quien disparó, estoy seguro que lo hizo en defensa de la vida y...
—Y por amor. Sí, dígalo como lo está pensando —añadió el lama—.
Aunque le cueste creerlo, también para mí sería un consuelo.
No lo era, nunca lo sería. Como a todo hombre, le hubiera dolido menos
que aquella mujer hubiese desaparecido de su vida, incluso matando, que el
hecho de que hubiera dejado de quererle.
A lo lejos, la cabellera de niebla que coronaba la cumbre del Gurla
Mandhata había comenzado a diluirse y entre sus jirones se filtraban, como los
dedos de un dios desconocido, cinco haces de luz que caían hasta el valle. Me
vino a la memoria esa parte del Libro de Cristal donde habla de la mujer que
acompañaba al Caminante, la Mahatissa que tenía todas las trazas de ser una
nueva encarnación de María de Betania. A las dos las movía esa fuerza solar por
excelencia, la bhakti, la vía del amor supremo que lo da todo sin pedir nada, la
que inspira a los verdaderos santos, sea cual sea su credo o su herejía, a todos
cuantos llegan a dar su vida por aquellos a los que aman. ¿Y de qué no es capaz
una mujer enamorada que, además, lleva dentro de sí la luz del mana?
—Ella no ha vuelto, ¿verdad? —pregunté cuando creí que podía hacerlo.
El lama dejó la taza de té sobre la estera y se encaminó hacia la terraza
cogiéndose una mano con la otra. Cambió rápidamente de conversación:
—Discúlpeme, casi había olvidado la razón de esta visita...
—Le escucho.
—Ayer noche nuestro diálogo concluyó de una manera muy insatisfactoria
para mí, y supongo que también para usted —me pareció ridículo pedir
explicaciones. Naropa continuó—. Por ello, después de acomodarle aquí, me
reuní con el bonpo de nuestra congregación. Le expuse sus inquietudes, y me
lamenté por no poder satisfacerlas.
—Le comprendo...
—He sido autorizado a permitirle dar un paso más: el Buda. Viviente le
espera.
—¿El Buda Viviente? —repetí sin disimular mi asombro—. ¿El Dalai Lama
en persona?
—No, no es él —Naropa tampoco disimuló otra de sus sonrisas de ojos
bajos—, pero pertenece a su misma estirpe. Como sabrá, en Tíbet hay nueve
grandes reencarnados a los que consideramos Budas Vivientes. El venerable
Kyrlong Rimpoché es uno de ellos. Fue la cabeza del Oráculo del Estado, en
Nenchung, y hoy ejerce como uno de los cuatro Trunyi Chemo que constituyen
nuestro gobierno en el exilio...
—Vaya, qué Buda tan polifacético —ironicé—, ¿y aun así, incluso tiene
tiempo para un humilde mortal, como yo?
—No dude que es así. No obstante, pese a sus altas obligaciones el tulku
Kyrlong vive más tiempo al otro lado de la vida que aquí. Y le aseguro que ve
245
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
246
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
71
247
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
siguió Nájera San hasta donde se encuentra ahora. Pero, recuerde: sólo serán
señales, nunca un destino.
Habíamos cruzado el último patio y estábamos ya bajo el dintel de la
estrecha puerta dorada que nos conduciría hasta la estancia donde nos esperaba
el Buda Viviente. El sol que caía de lleno fuera contrastaba con la oscuridad que
se compactaba en el interior del tabernáculo. Una neblina de incienso parecía
suspendida como un velo en el umbral. Antes de atravesarla, eché una mirada
hasta el fondo de la oscuridad y allá, no muy lejos, sobre un sitial iluminado con
centenares de velas, distinguí la figura de un hombre sentado con las piernas
cruzadas y cubierto con una suntuosa túnica morada. Bajo una especie de mitra
del mismo color, vi destellar dos ojos de una intensidad inaudita. Pensé en un
gato, pero aquellos ojos se parecían más a los de una pantera al acecho y, sin
embargo, sólo podía tratarse del Buda Viviente.
Hubo un instante extraño, sucedió algo en ese fugaz cruce de miradas. Tal
vez, en efecto, me llegaron las señales. O tal vez desde allá donde estuviera,
Manuel me envió un último mensaje y obré en consecuencia. Sin una palabra,
sin una pregunta, me di la vuelta y eché a andar hacia la puerta del monasterio
de Mulbek.
—¿Pero qué hace? —exclamó Naropa, sorprendentemente desconcertado—
. El Buda Viviente le aguarda...
Seguí caminando sin volverme. Cada paso que daba, me hacía sentir más
profundamente que era eso y no otra cosa lo que debía hacer.
—No se puede rechazar una invitación del Buda Viviente... —insistió
Naropa, que seguía clavado en el umbral del tabernáculo, elevando
sensiblemente su tono de voz—. La llamada del Buda Viviente se escucha una
sola vez en la vida. Su voz sana todos los males del cuerpo y del alma. Su
bendición dispensa la inmortalidad...
Yo seguí mi camino, me quedaba poco para alcanzar la puerta del patio.
—¡Lo que está haciendo es muy grave, señor...! —Naropa había comenzado
a gritar, algo impensable en un maestro de la serenidad celestial, como sin duda
lo era él—. ¡Ha de saber que su comportamiento es una ofensa al Buda Viviente
y a todos nosotros! ¡Vuelva ahora mismo o se arrepentirá!
Consulté mi reloj, las once y media de la mañana...
—¿Es que no me oye? ;Le he dicho que vuelva!
Con un poco de suerte, llegaría para dormir en Leh.
—¡Vuelva!
Un hombre fuera de sí, ahogado en su espléndida dignidad: ésa es la última
imagen que conservo del lama Naropa. Ya nunca más volvería a oír su voz,
jamás regresaría a Mulbek.
248
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
72
249
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
250
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
251
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
73
252
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
253
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
254
Álvaro Bermejo El evangelio del Tíbet
74
Tardé siete horas más en alcanzar Leh. En el hotel, al solicitar mis llaves, un
recepcionista sonriente me pasó un sobre con mi nombre. Lo abrí y me encontré
con un telegrama de la embajada británica. Un secretario de la delegación
diplomática me informaba que el cuerpo de alguien que podía ser Manuel
Nájera había sido localizado en un paraje casi inaccesible de la senda de
peregrinos que conduce al monte Kailas, en el Tíbet Occidental.
El cónsul en persona me proporcionó algunos detalles que, sin embargo,
cuestionaban la moderada certeza que parecía desprenderse de aquel
telegrama. Lamentablemente, cuando lo encontraron, los ragyab —esa orden de
monjes descuartizadores de cadáveres a la que había pertenecido el propio
Manuel— ya habían subido sus restos a la Torre del Silencio. Los buitres no
dejaron ni un mínimo vestigio de su osamenta que permitiera identificarle. Por
otra parte, la inexistencia de familiares vivos tampoco permitía el entonces
innovador recurso al ADN.
Ahora bien, aquel cadáver nuevamente desaparecido, ¿era el suyo o se
trataba de una nueva pista falsa, la definitiva?
Una leyenda tibetana asegura que toda una constelación de budas llena el
universo, y que sólo en el nuestro se pueden contar más de un millón de
miríadas. Pero todos esos budas descendientes de un gran Buda primordial y
esparcidos como granos de arena en los tres millones de mundos, se reúnen en
el corazón de cualquier hombre cuando éste da un paso hacia ellos y a favor de
sí mismo, hacia su despertar.
Había caído ya la medianoche cuando salí de la embajada británica. Antes
de meterme dentro del taxi eché una mirada al cielo. Por primera vez en mi
vida me sentí tan cerca de las estrellas que empezó a darme miedo ser inmortal.
255