Ensayo. Lectores Perversos

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Lectores perversos1

Por Eduardo Escobar

Dicen que San Francisco de Asís recogía del basurero del mundo,
por amor con todas las manifestaciones de la inteligencia, cualquier
cosa escrita, por mínima que fuera. Para fortuna y descanso de sus
santos riñones, no habían inventado la imprenta.
Ahora sería imposible ejercer semejante caridad con los productos
del alfabeto. La cortesía le exigiría más que la santa paciencia: una
empresa enorme, una vasta organización, un ejército de basuriegos y
bosques de palas mecánicas, bandas de arrastre y bodegas tan grandes
como Tokio para el almacenamiento y la salvaguarda.
No fue el ocio lo que convirtió a don Alonso Quijano en un Quijote.
Fueron demasiados libros en la cabeza.
El amor por la literatura tiene sus propias perversiones, como cual-
quier amor.

1 Tomado de Prosa incompleta. (2003). Bogotá, Villegas Editores.


21 ensayos • Una selección de Leer y Releer

Conocí un hombre que azotaba a su esposa al llegar a la casa todas


las tardes, para seguir al pie de la letra el consejo de Zaratustra de
llevar el látigo siempre que vamos al encuentro de una mujer.
Hace años la gente se suicidaba con Vida de perros, una novelita de
Eduardo Zamacois, autor de prestigio en tiempos de mi padre. Y
los cementerios laicos estaban sembrados con disciplinados lectores
de Vargas Vila. Por eso, mi padre temía los libros como al diablo.
Pero los desesperados siempre encuentran una excusa para doblar
la doliente hoja de la vida.
En Colombia, «El brindis del bohemio», un poema popular y patético
que recitan con terrible insistencia cada año viejo en las emisoras,
locutores borrachos, es una fuente inagotable de ingresos para los
dueños de las funerarias, los fabricantes de raticidas y el pan de los
hijos de los declamadores y los tejedores de pañuelos de lágrimas.
Algunos prefieren la deshidratación, incapaces de pegarse un tiro
o seccionarse la yugular con una barbera para purgar la cursilería.
Y la gente se mata también con canciones. A mediados del siglo xx
hubo un bolero letal, del Trío San Juan, titulado: Adiós vida ingrata.
Comenzaba con un disparo monofónico con cierta verosimilitud para
los sistemas de grabación de entonces.
No existe un placer comparable al de permanecer encerrado leyen-
do mientras afuera gira el mundo bajo el aguacero y defiende sus
puntos de vista con rugidos de incendio. Si estuviera tan seguro de
sus obstinaciones no armaría semejante alboroto. Una bala es un
argumento tonto para resolver una desavenencia. Solo agrega un
muerto al desperdicio de la Historia.
Algunos, cogidos por la pasión contra los libros, que es otra manera
de ocuparse en la literatura, han dado, en ciertas épocas ardientes
—y dolientes— de la humanidad, en perseguirlos y quemarlos. Y
llegaron, en su celo, a incinerar a los pobres autores.

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Biblioteca Carlos Gaviria Díaz, 84 años

Los libros son faros, hontanares de ideas, estrellas en la marcha difusa


de los hombres hacia su destino, remedios de soledades de viajero,
para muchos. Algunos se mantienen indiferentes ante su callada
presencia. Estos circulan por una tierra muerta, próxima al limbo.
En el registro de las relaciones posibles que nos es dado mantener
con los libros no pueden faltar los profetas de las desgracias del libro.
Que pronostican su extinción próxima ante los centelleos hechiceros
de los televisores. Su desplazamiento definitivo ante el empuje de las
jaleas adictivas del video y el poder comunicador de la imagen. Es
como esperar que las mujeres sean olvidadas porque ahora venden
muñecas parlantes en el sex shop.
McLuhan, un profesor canadiense, se hizo rico y famoso en la década
de los sesenta publicando sucesivos libros de malos vaticinios contra
los libros. Y el maestro Krishnamurti, que en paz descanse, es él solo
el autor de una biblioteca intrincada de anatemas contra las palabras.
Todos los días se publican montones de libros para comprobar la
inutilidad del conocimiento libresco. Libros y libros para resaltar la
pobreza del lenguaje.
Los hippies mcluhanianos y krishnamurtinos del siglo xx decretaron
la banalización de la lectura. Los libros eran, para los niños de las
flores de los años sesenta, excrecencias del tiempo muerto, hongos
sentimentales sin valor real. Formaban parte de la inmensa mentira
del sistema. A lo sumo, eran cosas fumables que servían para armar
porros. La moda era el sentir, el presentir, las drogas de revelación,
la experiencia directa del mundo. La canción era el vínculo. La son-
risa. El tacto. El silencio, la mejor verdad. No me hables, quiero estar
contigo, pedía la pintora y poeta argentina Marta Menujin.
Contados libros se salvaron del cinismo rosa de los niños de la década
febril. Una temporada en el infierno, de Rimbaud. Unas pocas cosas de
Blake, Whitman, Thoreau. La Biblia. Un ramillete de antiguos textos
chinos e indios, Motsé y Lao-Tsé. El Kamasutra. No se salvó Platón.

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21 ensayos • Una selección de Leer y Releer

Platón es un plato, decían los hippies, exhalando una bocanada de


marihuana con gesto socrático.
Contra las peores predicciones, esa forma de la comunicación con
los muertos que son los libros, en palabras de Jean-Paul Sartre, aún
resiste. Los libros siguen con nosotros, proponiendo una charla.
Ese primer libro remoto de Grimm. Del tamaño de una puerta. Ilus-
trado con paisajes azules de montañas entre nubarrones morbosos.
Habla de heladas transformaciones, metamorfosis de príncipes en
osos enamoradizos, de princesas convertidas en castillos de piedra. Y
¡cataplum! Ya no habrá en adelante, para el joven lector, libros buenos
ni malos, sino por descubrir, libros mejores que otros. Condenado
a terminar con rigor exhaustivo hasta el colofón, con un agujero de
polilla, toda clase de textos: técnicos, atroces, innecesarios, castos,
cautos, licenciosos, aburridos, espléndidos, risueños, serios, sabios,
abstrusos.
Me precio de haber sido leal bailarín con los buenos. Y de haber
resistido hasta la última letra los plomizos, sin dejarme vencer. Leí
uno en el cual solo entendí las jotas. Espantoso. Monotemático. Su
autor, un inglés con un estilo de minucias y repeticiones, se empeñaba
en convencerme de que algunas galaxias izquierdas se corresponden
con ciertos, raros, caracoles levógiros, encontrables con suerte en las
playas de un mar griego.
Hay libros que uno le desearía a su peor enemigo. Hay que leerlos
de todos modos. El bosque de los libros ofrece un árbol de precio
cuando menos se espera. Es preciso leer montañas de libros confusos
para encontrar uno claro. Arrumes de salacidades para excavar un
verso limpio. Este paga por los ripios del tiempo perdido.
El placer del libro no termina con su lectura. Sigue con la rumia y
el paladeo en las tertulias de los lectores dedicados. Sin embargo,
también hay libros de los que nunca hablamos. Los más hondos y

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esenciales son los que se nos convierten en un secreto, los que dejan
en el lector la hermosa impresión de lo incomunicable.
Antes de romper a hablar, los libros tienen su propio gusto. Huelen
a pegantes, a trementinas. Cada libro tiene una textura y un peso
particular. Hay libros tersos, ásperos, pesados como guanábanas.
Consistentes. Corchosos. Que traquetean al abrirse como cadáveres
agradecidos. Y los hay musicales, de compañía, de consuelo y con-
sejo. Y libros que divierten. Susurrantes y tranquilizadores. Y que
hieren. Y hieden. Tonantes. Dichosos. Que desgarran. Trágicos. Jus-
tos. Amargos. Sabrosos mientras se comen. Y amargos en el vientre.
Como los hongos. A San Juan le dieron a comer uno en Patmos.
Según recuerda el Apocalipsis.
La lectura se ha convertido en una perversión cuando el adicto se
descubre empacando en la maleta de una luna de miel la Estética de
Lukács, El mundo como voluntad y representación o la Decadencia de Occi-
dente. Cuando lleva a la piscina los Ejercicios de San Ignacio de Loyola. Y
a la playa La divina comedia en edición bilingüe con notas, apéndices
e índices. Entonces ya puede afrontar con serenidad el destierro y el
mismo infierno sin dejarse abatir por el aburrimiento, siempre que
tenga cerca, a mano o a ojo, un escaparate repleto de Selecciones viejas
o un cajón de exvinos con las obras completas de Víctor Hugo y los
dos Dumas a dos columnas. Y está listo para meterles el diente, o el
párpado, sin soltar un bostezo, a Fabiola o los Mártires de las catacum-
bas. Nada se le escapará, como a san Francisco, que esté impreso. Ni
siquiera los recortes de papel periódico que cuelgan en los clavos de
los retretes de los hoteles pobres, auténticas obras maestras de sus
amigos, muchas veces, que digiere con respeto antes de someterlas
a la iniquidad del sacrificio ramplón. Y no se dormirá leyendo las
Enfermedades de las plantas de sombra ni el Tratado del hormigón. Y hará
menos largo un tenso trayecto en autoferro, ida y vuelta, con una
historia de los griegos de Rodolfo Mondolfo.

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21 ensayos • Una selección de Leer y Releer

Fernando González cuenta que a un sacristán en Envigado se le se-


caron los sesos de tanto leer novenarios. Yo no advertí algún efecto
secundario después de la ingesta de los de mis dos abuelas y mis
cuatro bisabuelas durante una sinusitis. Y mantuve mi peso.
El amigo que me recomendó el Antijovio de Jiménez de Quesada
como un manjar y leyó en tres ediciones distintas las Elegías de varo-
nes ilustres por el placer de compararlas, es un ejemplar insuperable
de esta familia de viciosos ilustres de la que hago parte. El tipo se
incorporó, en una sorda vigilia de treinta días a pan y agua y música
clásica por la onda corta, las obras completas de Rilke en alemán.
Y solo vino a percatarse de que ignoraba el alemán por completo
cuando le pregunté dónde lo había aprendido. Ya iba por el índice
en papel cebolla.
Conozco otro que, como debe dormir, aprovecha el tiempo del sueño
escribiendo los libros que le gustaría leer despierto.
Pero el peor aspecto de la enfermedad es cuando el lector de libros
decide convertirse en autor de libros él mismo. Entonces está per-
dido para la vida práctica, sin remedio. Y solo queda desearle que
Dios le ayude.

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