Ensayo. Lectores Perversos
Ensayo. Lectores Perversos
Ensayo. Lectores Perversos
Dicen que San Francisco de Asís recogía del basurero del mundo,
por amor con todas las manifestaciones de la inteligencia, cualquier
cosa escrita, por mínima que fuera. Para fortuna y descanso de sus
santos riñones, no habían inventado la imprenta.
Ahora sería imposible ejercer semejante caridad con los productos
del alfabeto. La cortesía le exigiría más que la santa paciencia: una
empresa enorme, una vasta organización, un ejército de basuriegos y
bosques de palas mecánicas, bandas de arrastre y bodegas tan grandes
como Tokio para el almacenamiento y la salvaguarda.
No fue el ocio lo que convirtió a don Alonso Quijano en un Quijote.
Fueron demasiados libros en la cabeza.
El amor por la literatura tiene sus propias perversiones, como cual-
quier amor.
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esenciales son los que se nos convierten en un secreto, los que dejan
en el lector la hermosa impresión de lo incomunicable.
Antes de romper a hablar, los libros tienen su propio gusto. Huelen
a pegantes, a trementinas. Cada libro tiene una textura y un peso
particular. Hay libros tersos, ásperos, pesados como guanábanas.
Consistentes. Corchosos. Que traquetean al abrirse como cadáveres
agradecidos. Y los hay musicales, de compañía, de consuelo y con-
sejo. Y libros que divierten. Susurrantes y tranquilizadores. Y que
hieren. Y hieden. Tonantes. Dichosos. Que desgarran. Trágicos. Jus-
tos. Amargos. Sabrosos mientras se comen. Y amargos en el vientre.
Como los hongos. A San Juan le dieron a comer uno en Patmos.
Según recuerda el Apocalipsis.
La lectura se ha convertido en una perversión cuando el adicto se
descubre empacando en la maleta de una luna de miel la Estética de
Lukács, El mundo como voluntad y representación o la Decadencia de Occi-
dente. Cuando lleva a la piscina los Ejercicios de San Ignacio de Loyola. Y
a la playa La divina comedia en edición bilingüe con notas, apéndices
e índices. Entonces ya puede afrontar con serenidad el destierro y el
mismo infierno sin dejarse abatir por el aburrimiento, siempre que
tenga cerca, a mano o a ojo, un escaparate repleto de Selecciones viejas
o un cajón de exvinos con las obras completas de Víctor Hugo y los
dos Dumas a dos columnas. Y está listo para meterles el diente, o el
párpado, sin soltar un bostezo, a Fabiola o los Mártires de las catacum-
bas. Nada se le escapará, como a san Francisco, que esté impreso. Ni
siquiera los recortes de papel periódico que cuelgan en los clavos de
los retretes de los hoteles pobres, auténticas obras maestras de sus
amigos, muchas veces, que digiere con respeto antes de someterlas
a la iniquidad del sacrificio ramplón. Y no se dormirá leyendo las
Enfermedades de las plantas de sombra ni el Tratado del hormigón. Y hará
menos largo un tenso trayecto en autoferro, ida y vuelta, con una
historia de los griegos de Rodolfo Mondolfo.
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