Thomas Harris - Domingo Negro
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Thomas Harris
Domingo negro
ePUB v1.0
j666 23.05.12
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Título original: Black sunday
Autor: Thomas Harris
Primera edición: Mayo de 1976.
Traducción: Versión de Mercedes Mostaza sobre la traducción directa del inglés de Elisa López de
Bullrich
ePub base v2.0
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A Mary Ellen
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1
Oscurecía mientras el taxi recorría desde el aeropuerto las seis millas del camino
costero hasta Beirut. Desde el asiento de atrás, Dahlia Iyad observaba cómo el blanco
de las olas del Mediterráneo se transformaba en gris con las últimas luces del
atardecer. Pensaba en el norteamericano. Tendría que contestar muchas preguntas
respecto de él.
El taxi dobló en la calle Verdun y se internó en el barrio de Sabra, en pleno centro
de la ciudad, repleto de refugiados palestinos. El chofer no precisaba que le dieran
instrucciones. Observó detenidamente por el espejo retrovisor, apagó luego los faros
y se detuvo frente a una pequeña entrada en la calle Jeb-el-Nakhel. El patio estaba
oscuro como boca de lobo. Dahlia podía oír el lejano ruido del tráfico y el golpeteo
del motor al enfriarse. Transcurrió un minuto.
El taxi se sacudió cuando se abrieron súbitamente las cuatro puertas y el poderoso
haz de luz de una linterna encegueció al conductor. Dahlia percibió el olor a aceite de
la pistola distante solamente un centímetro de su ojo.
El hombre de la linterna se aproximó a la puerta trasera del taxi y la pistola se
alejó.
—Djinniy —dijo la joven en voz baja.
—Bájese y sígame. —El hombre pronunció esas palabras en árabe con el típico
acento del Jabal.
Un severo tribunal esperaba a Dahlia Iyad en ese tranquilo cuarto de Beirut.
Hafez Najeer, jefe del Jihaz al-Rasd (RASD) el más importante grupo de inteligencia
de Al Fatah, estaba sentado frente a un escritorio apoyando su cabeza contra la pared.
Era un hombre alto con una cabeza pequeña. Sus subordinados lo llamaban
secretamente «el mamboreta». La gente se sentía mal y atemorizada cuando les
dispensaba su plena atención.
Najeer era el jefe de Septiembre Negro. No creía en el concepto de «la situación
del Medio Oriente». La restitución de Palestina a los árabes no lo habría llenado de
entusiasmo. Creía en el holocausto, en el fuego que purifica. Y Dahlia Iyad pensaba
igual que él.
Como así también los otros dos hombres presentes en el cuarto: Abu Ali, a cuyo
cargo estaban los grupos pertenecientes a la organización Septiembre Negro,
ejecutores de los asesinatos en Italia y Francia, y Muhammad Fasil, experto en
artillería y artífice del ataque a la villa olímpica de Munich. Ambos eran miembros de
RASD, los cerebros de Septiembre Negro. Su situación no era reconocida por el
grueso del movimiento guerrillero palestino, porque Septiembre Negro vivía dentro
de Al Fatah como el deseo vive en el cuerpo.
Esos tres hombres fueron los que decidieron que Septiembre Negro debía dar su
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próximo golpe en los Estados Unidos de Norteamérica. Más de cincuenta planes
habían sido concebidos y luego desechados. Mientras tanto, los Estados Unidos
seguían desembarcando armamentos en los muelles israelitas de Haifa.
Súbitamente se presentó una solución y si Najeer daba ahora su aprobación final,
la misión estaría en manos de una joven muchacha.
Arrojó el djellaba sobre una silla y enfrentó al grupo.
—Buenas noches, camaradas.
—Bienvenida, camarada Dahlia —respondió Najeer. Permaneció sentado cuando
la joven entró al cuarto igual que los otros dos hombres. Su aspecto había cambiado
durante el año que pasó en Norteamérica. Estaba muy elegante con su traje de
pantalón y su apariencia resultaba algo desconcertante.
—El norteamericano está listo —anunció—. Estoy segura de que va a llevarlo a
cabo. Vive exclusivamente para eso.
—¿Es realmente digno de confianza? —Najeer parecía querer penetrar en el
cerebro de la joven.
—Lo suficiente. Yo le brindo apoyo. Depende de mí.
—Era lo que había supuesto por sus informes, pero el código es a veces confuso.
¿Alguna pregunta, Ali?
Abu Ali miró cuidadosamente a Dahlia. Ella lo recordaba por haber asistido a sus
conferencias sobre psicología en la universidad norteamericana de Beirut.
—¿El norteamericano parece siempre normal? —preguntó.
—Sí.
—¿Pero usted cree que es insano?
—La cordura y la racionalidad aparente no son lo mismo, camarada.
—¿Aumenta su dependencia de usted? ¿Tiene períodos de hostilidad hacia usted?
—A veces se muestra hostil, pero últimamente eso sucede cada vez menos.
—¿Es impotente?
—Dice que lo era desde que lo soltaron en Vietnam del Norte hasta hace dos
meses. —Dahlia observaba a Ali. Sus gestos breves y precisos y sus ojos húmedos le
hacían pensar en un gato montés.
—¿Se siente responsable de haber vencido su impotencia?
—No se trata de responsabilidad, camarada. Es un asunto de control. Mi cuerpo
me resulta útil para mantener ese control. Si un revólver fuera más útil, no titubearía
en usarlo.
Najeer movió la cabeza en señal de asentimiento. Sabía que estaba diciendo la
verdad. Dahlia lo había ayudado a entrenar a los tres terroristas japoneses que
realizaron ese asesinato a mansalva en el aeropuerto de Lod, en Tel Aviv.
Originalmente habían sido cuatro, pero uno se acobardó durante el entrenamiento y
Dahlia le voló los sesos con una pistola Schmeisser en presencia de los otros tres.
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—¿Cómo puede estar segura de que no tendrá un súbito remordimiento de
conciencia y la entregará a las autoridades norteamericanas? —insistió Ali.
—¿Qué ganaría si lo hiciera? —dijo Dahlia—. Soy una pequeña presa.
Conseguirían los explosivos, pero los norteamericanos tienen ya suficiente cantidad
de plástico, como todo lo hace suponer. —Esta respuesta estaba dedicada a Najeer y
advirtió como la miraba agudamente.
Los terroristas israelíes empleaban casi siempre el plástico explosivo C-4 de
procedencia norteamericana. Najeer recordó el día en que cargó el cuerpo de su
hermano para sacarlo de un destrozado apartamento en Bhandoum y regresó para
buscar las piernas.
—El norteamericano se volvió hacia nosotros porque necesitaba el explosivo.
Usted lo sabe muy bien, camarada —respondió Dahlia—. Y va a seguir
necesitándome para otras cosas. No herimos sus sentimientos políticos porque no
tiene ninguno. Ni tampoco la palabra «conciencia» es aplicable a él en el sentido
usual. No me va a delatar.
—Démosle otro vistazo —dijo Najeer—. Camarada Dahlia, usted ha estudiado a
este hombre en un determinado ambiente. Permítame mostrárselo en circunstancias
totalmente distintas. ¿Ali?
Abu Ali instaló un proyector de dieciséis milímetros sobre el escritorio y apagó
las luces.
—Recibimos esto hace muy poco, desde Vietnam del Norte, camarada Dahlia.
Fue exhibido en una oportunidad por la televisión norteamericana, pero antes de que
usted estuviera asignada a la Casa de Guerra. Dudo que lo haya visto.
El número de la película apareció en la pared y un sonido confuso salió del
altavoz. A medida que la película tomaba velocidad, el sonido se fue transformando
en el himno de la República Democrática de Vietnam y el rectángulo iluminado en la
pared se convirtió en una habitación con paredes blancas. Dos docenas de prisioneros
de guerra norteamericanos estaban sentados en el suelo. La cámara enfocó luego el
atril con un micrófono. Un hombre alto y delgado se acercó caminando lentamente al
atril. Estaba vestido con el holgado uniforme de los prisioneros de guerra, medias y
sandalias con tiras de cuero. Una de sus manos permanecía dentro de los pliegues de
su chaqueta y la otra se apoyaba sobre su muslo al inclinarse para saludar a los
oficiales situados en el frente del cuarto. Se acercó al micrófono y habló lentamente.
—Soy Michael J. Lander, capitán de corbeta de la marina de los Estados Unidos,
capturado el 10 de febrero de 1967 mientras bombardeaba un hospital civil cerca de
Ninh Binh... cerca de Ninh Binh. A pesar de que no cabe duda alguna sobre la
autenticidad de mis crímenes de guerra, la república democrática de Vietnam no me
ha infligido castigo alguno, sino que se limitó a mostrarme el sufrimiento que es el
resultado de crímenes de guerra similares a los míos y a los de otros... de otros.
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Siento mucho haber hecho lo que hice. Siento mucho que hayan muerto niños. Les
suplico a los ciudadanos norteamericanos que pongan fin a esta guerra. La república
democrática de Vietnam no guarda rencor... no guarda rencor contra el pueblo
norteamericano. Los responsables son los que están en el poder y que disfrutan con
esta guerra. Estoy avergonzado por lo que hice.
La cámara enfocó a los otros prisioneros, sentados como atentos alumnos, con
caras cuidadosamente inexpresivas. El himno indicaba el fin de la película.
—Bastante torpe —dijo Ali cuyo inglés era casi perfecto—. Debe haber tenido la
mano atada a un lado. —Había observado detenidamente a Dahlia durante la
proyección de la película. Sus ojos se abrieron ligeramente durante un segundo
cuando salió un primer plano de la cara delgada. Pero eso fue lo único que quebró su
impasibilidad.
—Bombardeó un hospital —musitó Ali—. Por lo visto tiene experiencia en este
tipo de cosas.
—Fue capturado mientras pilotaba un helicóptero tratando de rescatar la
tripulación de un Phantom abatido —explicó Dahlia—. Debe haberlo leído en mi
informe.
—Leí lo que le contó —observó Najeer.
—Sólo me dice la verdad. No es capaz de mentirme —dijo la joven—. Hace dos
meses que vivimos juntos. Lo sé muy bien.
—Es un pequeño detalle, de todos modos —dijo Ali—. Hay otras cosas respecto
de él mucho más interesantes.
Ali la interrogó durante la siguiente media hora sobre detalles más íntimos del
comportamiento del norteamericano. Cuando terminó, Dahlia tuvo la sensación de
que sentía un leve olor en el cuarto. Real o imaginario, pero la transportó al campo de
refugiados palestinos en Tiro, cuando ella tenía ocho años y debía enrollar la estera
mojada sobre la cual su madre y el hombre que les llevaba la comida se habían
revolcado en la oscuridad.
Fasil se hizo cargo del interrogatorio. Sus manos chatas y hábiles eran las de un
técnico, y tenía callos en las puntas de sus dedos. Se inclinó ligeramente hacia
adelante en su silla, con la pequeña maleta en el suelo junto a sus pies.
—¿El norteamericano ha utilizado anteriormente explosivos?
—Solamente los equipos militares. Pero ha planeado todo cuidadosamente hasta
el último detalle. Su plan parece ser bastante razonable —respondió Dahlia.
—A usted le parecerá razonable, camarada. Quizá porque está íntimamente
envuelta en él. Veremos si es realmente tanto como usted dice.
Deseó entonces que estuviera presente el norteamericano, y que todos pudieran
oír su voz suave mientras explicaba paso a paso las distintas etapas del terrible
proyecto, reduciéndolo a una serie de problemas perfectamente definidos, cada uno
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de ellos con su correcta solución.
Respiró hondo y comenzó a hablar sobre los problemas técnicos inherentes a la
aniquilación simultánea de ochenta mil personas, incluyendo entre ellas al
recientemente elegido primer magistrado de los Estados Unidos, ante la vista y
paciencia de toda la nación.
—La única limitación es el peso —explicó Dahlia—. Debemos restringirnos a
seiscientos kilos de plástico. Déme por favor un cigarrillo, un lápiz y una hoja de
papel.
Se inclinó sobre el escritorio y dibujó una línea curva que se asemejaba a la
sección transversal de un estadio. Dentro de la anterior y ligeramente más arriba,
dibujó otra línea curva menor del mismo parámetro.
—Este es el blanco —explicó señalando la curva más grande. Su lápiz se movió
hacia la otra más pequeña—. El principio de la carga...
—Sí, sí —interpuso Fasil—. Como una enorme mina Claymore. Simple. ¿Cuál es
la densidad del público?
—Sentados hombro contra hombro, totalmente expuestos desde este ángulo de la
pelvis para arriba. Necesito saber si el plástico...
—El camarada Najeer le dirá todo lo que precisa saber —respondió Fasil
altivamente.
Dahlia prosiguió impertérrita:
—Necesito saber si el plástico que decidirá entregarme el camarada Najeer es el
pre-empaquetado antipersonal con municiones de acero como el Claymore. El peso
requerido incluye solamente al plástico. La cobertura y ese tipo de municiones no van
a ser necesarios.
—¿Por qué?
—El peso, por supuesto. —Estaba cansada ya de Fasil.
—¿Y si no tiene municiones, qué hará, camarada? Si cuenta con la onda
expansiva, permítame informarle...
—Permítame informarle a usted, camarada. Necesito su ayuda y la obtendré. No
pretendo un peritaje de su parte. Usted y yo no estamos compitiendo. Los celos no
tienen cabida dentro de la Revolución.
—Dile lo que quiere saber —dijo Najeer con voz áspera.
Fasil respondió inmediatamente:
—El plástico no contiene municiones. ¿Qué es lo que piensa utilizar?
—El exterior de la carga estará recubierto por capas de dardos para rifle calibre
177. El norteamericano cree que se dispersarán sobre 150 grados verticalmente sobre
un arco horizontal de 260 grados. Calcula que ello brindará un promedio de 3,5
proyectiles por persona en la zona letal.
Fasil abrió desmesuradamente los ojos. Había visto cómo una mina
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norteamericana de las del tipo Claymore, del tamaño de un manual de colegio, había
hecho estragos en una columna de soldados, segando el pasto a su alrededor. Lo que
la joven proponía era equivalente a mil de esas minas que explotaran al mismo
tiempo.
—¿Y el detonador?
—Una cápsula de explosión eléctrica detonada por un sistema de doce voltios
existente en la aeronave. Hay también otro idéntico en caso de que el primero no
funcionara, provisto de pilas propias. Y también una mecha.
—Eso es todo —dijo el técnico—. He terminado.
Dahlia lo miró. Sonreía, pero no podía precisar si la sonrisa era de satisfacción o
de miedo de Hafez Najeer. Se preguntó para sus adentros si Fasil sabría que la gran
curva representaba el estadio de Tulane, donde se jugarían el 12 de enero los
primeros veintiún minutos del Super Bowl.
Dahlia esperó durante una hora en un cuarto que daba al vestíbulo. Cuando fue
llamada nuevamente a la oficina de Najeer, se encontró con que el jefe de la
operación Septiembre Negro estaba solo. Ahora lo sabría.
El cuarto estaba a oscuras con excepción de una zona iluminada por una lámpara.
Najeer, reclinado contra la pared, estaba en el cono de sombra. Pero sus manos
estaban iluminadas y jugaban con un cuchillo de los usados por los comandos.
Cuando habló lo hizo con una voz muy suave.
—Hágalo, Dahlia. Mate a todos los que pueda.
Súbitamente se inclinó hacia la parte iluminada, sonrió como si se sintiera
aliviado, y sus dientes blancos resaltaron contra su rostro oscuro. Su aspecto era casi
jovial cuando abrió la maleta del técnico y sacó una estatuilla de su interior. Era la
imagen de una virgen, igual a las que se exhiben en los escaparates de los comercios
dedicados a la venta de artículos religiosos, pintada de brillante colores y de rápida
manufactura.
—Examínela —le dijo a la muchacha.
La joven tomó la estatuilla en sus manos. Pesaba alrededor de medio kilo pero no
parecía ser de yeso. Una ligera protuberancia era perceptible a lo largo de sus
costados, como si hubiera sido modelada a presión en un molde y no fundida. En su
base podía leerse una inscripción que decía «Made in Taiwan».
—Plástico —dijo Najeer—. Semejante al C-4 norteamericano pero hecho en el
lejano este. Tiene ciertas ventajas sobre el C-4. En primer lugar es más poderoso, a
costa de cierta disminución de su estabilidad, y es sumamente maleable al calentarse
a una temperatura mayor de 50 grados centígrados.
—Doce mil estatuillas llegarán dentro de dos semanas a Nueva York a bordo del
carguero Leticia. El manifiesto de embarque indicará que han sido transportadas
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desde Taiwan. Muzi, el importador, se encargará de reclamarlas en la aduana. Usted
deberá responsabilizarse luego de su silencio.
Najeer se levantó y se desperezó.
—Ha hecho un buen trabajo, camarada Dahlia y ha recorrido un largo camino.
Ahora podrá descansar en mi compañía.
Najeer tenía un apartamento sobriamente amueblado en uno de los pisos altos del
número dieciocho de la calle Verdun, semejante a los que tenían Fasil y Ali en los
otros pisos del edificio.
Dahlia estaba sentada en el borde de la cama de Najeer con un pequeño grabador
en sus rodillas. Le había ordenado que hiciera una grabación para ser transmitida por
radio Beirut después de la realización del golpe. La joven estaba desnuda y Najeer,
que la observaba desde el diván, advirtió claramente cómo se excitaba a medida que
hablaba por el micrófono.
—Ciudadanos de Norteamérica —dijo—, los guerrilleros que luchan por la
liberación de Palestina han asestado hoy un gran golpe en pleno centro de vuestra
nación. Los responsables de este desastre son los mercaderes de la muerte de vuestro
propio país que suministran armamentos a los asesinos de Israel. Vuestros jefes han
permanecido sordos a los gritos de los desposeídos. Vuestros jefes han cerrado los
ojos a los desastres perpetrados por los judíos en Palestina y han cometido a su vez
graves crímenes en el Sudeste de Asia. Armamentos, aviones, y cientos de millones
de dólares han salido de vuestro país para ir a parar a manos de los traficantes de la
guerra mientras millones de norteamericanos mueren de hambre. El pueblo no debe
ser despojado.
—«Oigan lo siguiente, ciudadanos norteamericanos. Queremos ser hermanos
vuestros. Ustedes deben encargarse de echar del poder a la basura que está a cargo del
gobierno. Por lo tanto por cada árabe que muera a manos de un israelí, morirá un
norteamericano a manos de un árabe. Cada lugar sagrado musulmán o cristiano que
sea destruido por los criminales judíos será vengado con la destrucción de una
propiedad norteamericana.
El rostro de Dahlia había adquirido color y sus pezones estaban erectos mientras
seguía hablando.
—Esperamos que esta crueldad no tenga que seguir adelante. La elección está en
vuestras manos. Confiamos en no tener que volver a empezar nunca más otro año con
derramamientos de sangre y sufrimientos. Salaam Aleikum.
Najeer estaba parado frente a ella y la joven se abalanzó hacia él cuando éste dejó
caer su robe de chambre al suelo.
A dos millas de distancia del cuarto en el que Dahlia y Najeer yacían abrazados entre
las sábanas, una pequeña lancha israelí surcaba silenciosamente las aguas del
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Mediterráneo.
La embarcación viró a mil metros al Sur de la Gruta de las Palomas y bajaron una
balsa por uno de sus lados. Doce hombres armados se instalaron en la balsa. Estaban
vestidos con trajes de hombres de negocios y con corbatas de fabricación rusa,
francesa y árabe. Todos usaban zapatos con gruesas suelas de goma y ninguno
llevaba documentos de identidad. Sus rostros tenían expresiones duras. No era esa la
primera vez que visitaban el Líbano.
El agua tenía un color gris humo bajo la débil luz del cuarto creciente y una tibia
brisa proveniente de mar adentro rizaba su superficie. Ocho hombres remaban,
tratando de alargar lo más posible los golpes de sus remos para cubrir los
cuatrocientos metros que los separaban de la arenosa playa en la que desembocaba la
calle Verdun. Eran las cuatro horas y once minutos de la mañana, faltaban veintitrés
minutos para que saliera el sol y diecisiete hasta que el primer resplandor azulado se
desparramara sobre la ciudad. Arrastraron silenciosamente la balsa hacia la playa, la
cubrieron con una lona color arena y caminaron rápidamente hasta llegar a la calle
Ramlet el-Baida, donde cuatro hombres y cuatro coches los esperaban, con sus
siluetas perfiladas contra el resplandor de los hoteles de turismo más al Norte.
Estaban a pocos metros de los coches cuando un Land-Rover marrón y blanco
clavó sonoramente los frenos a treinta metros de la calle Ramlet, iluminando con sus
faros a la pequeña procesión. Dos hombres vestidos con uniformes marrones saltaron
del camión esgrimiendo sus armas.
—Quietos. Identifíquense.
Se oyó un sonido semejante al del maíz tostado y un poco de tierra voló de los
uniformes de los oficiales libaneses cuando cayeron al suelo, acribillados por los
proyectiles de nueve milímetros de las Parabellum equipadas con silenciadores.
Un tercer oficial a cargo de la dirección del vehículo trató de escapar. Una bala
destrozó el parabrisas y se incrustó en su frente. El camión se desvió hasta chocar
contra una palmera de la vereda y el policía cayó sobre la bocina. Dos hombres
corrieron hacia el vehículo y retiraron el cuerpo del hombre muerto que hacía sonar la
bocina, pero enseguida comenzaron a encenderse luces en las ventanas de algunos
apartamentos que daban sobre la playa.
Una ventana se abrió y una airada voz gritó en árabe:
—¿Qué demonios es ese escándalo? ¿Por qué no llama alguien a la policía?
El jefe del grupo invasor que estaba parado junto al camión gritó con voz ronca
como un borracho:
—¿Dónde está Fátima? Nos iremos si baja de una vez.
—Borracho sinvergüenza, váyase de aquí enseguida o yo mismo me encargaré de
llamar a la policía.
—Aleikum salaam, vecino. Ya me voy —respondió la voz del borracho desde la
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calle. La luz de la ventana se apagó.
En poco menos de dos minutos el mar devoró el camión y los cadáveres.
Dos de los coches tomaron hacia el Sur de la calle Ramlet, mientras los otros dos
avanzaron por la Corniche Ras Beyrouth durante dos manzanas y doblaron luego
nuevamente en dirección al Norte por la calle Verdun...
El número 18 de la calle Verdun estaba vigilado durante las veinticuatro horas del
día. Un centinela estaba apostado en el vestíbulo de entrada y el otro, armado con una
ametralladora, vigilaba desde el techo del edificio del otro lado de la calle. El
centinela de la azotea estaba en esos momentos en una extraña postura junto a la
ametralladora y la luz de la luna permitía advertir el húmedo brillo de una nueva boca
abierta en su garganta. El centinela del vestíbulo yacía tirado junto a la puerta de
entrada, donde había ido a investigar quién era el borracho que se había dedicado a
cantar serenatas.
Najeer se había quedado dormido, Dahlia logró librarse de su abrazo y se dirigió
al baño. Permaneció un largo rato bajo la ducha, disfrutando de la fuerte presión del
chorro de agua. Najeer no era un amante excepcional. Sonrió al enjabonarse y pensar
en el norteamericano, sin oír los pasos que se aproximaban por el pasillo.
Najeer pegó un brinco en la cama al oír abrirse bruscamente la puerta del
apartamento y la luz de una linterna lo encegueció.
—¡Camarada Najeer! —exclamó el hombre apremiante.
—Aiwa.
La ametralladora relampagueó y la sangre brotó del cuerpo de Najeer al ser
proyectado por las balas contra la pared. El asesino guardó todo lo que estaba sobre el
escritorio de Najeer en una bolsa al mismo tiempo que una explosión en otra parte del
edificio estremeció la habitación.
La muchacha desnuda parada en la puerta del baño parecía paralizada de horror.
El asesino apuntó con la ametralladora a su pecho mojado. Su dedo pulsó el gatillo.
Era un pecho magnífico. El cañón de la ametralladora osciló.
—Cúbrete con algo, ramera árabe —dijo al salir del cuarto.
La explosión que destrozó el apartamento de Abu Ali situado dos pisos más
abajo, mató instantáneamente a Ali y a su esposa. Los invasores corrían hacia las
escaleras tosiendo por el polvo, cuando salió de un apartamento del fondo del pasillo
un hombre flaco vestido con pijama, tratando de disparar una metralleta. Estaba
todavía en ello cuando fue destrozado por una lluvia de balas, que se incrustaron
dentro de su cuerpo y desparramaron por el pasillo pequeños trozos del género del
pijama.
Los invasores ganaron la calle, subieron a los coches y partieron rumbo al Sur en
dirección al mar, y sólo entonces resonaron a lo lejos las sirenas de la policía.
Dahlia, vestida con la bata de Najeer y sujetando su cartera, llegó a la calle en
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pocos segundos, y se mezcló con la gente que había salido de los apartamentos
vecinos. Estaba haciendo desesperados esfuerzos por pensar cuando sintió que una
mano la agarraba con fuerza el brazo. Era Muhammad Fasil. Una bala lo había herido
en la mejilla. Envolvió la corbata alrededor de su mano y la acercó a la herida.
—¿Y Najeer? —preguntó.
—Murió.
—Creo que Ali también. Su ventana estalló justo cuando yo daba la vuelta a la
esquina. Les disparé desde el coche, pero... escúchame detenidamente. Najeer ha
impartido la orden. Tu misión debe llevarse a cabo. Los explosivos no han sido
dañados, llegarán en la fecha convenida. Armas automáticas también, tu Schmeisser
y un AK-47, desarmados y escondidos dentro de repuestos para bicicletas.
Dahlia lo miró con ojos enrojecidos por el humo.
—Lo pagarán —dijo—. Pagarán diez mil por uno.
Fasil la llevó a una casa en la Sabra donde podría esperar segura durante ese día.
Cuando oscureció la acompañó al aeropuerto en su destartalado Citroen. El vestido
que le habían prestado era dos números más grande que su talle, pero estaba
demasiado cansada para que le importara.
El 707 de Pan Am despegó a las diez y media de la noche y Dahlia cayó en un
pesado sueño cuando aún podían verse las luces de la ciudad mientras el avión
enfilaba rumbo al Mediterráneo.
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En ese mismo momento, Michael Lander estaba haciendo lo único que realmente le
gustaba. Pilotaba el pequeño dirigible de Aldrich, a doscientos cincuenta metros de
altura, sobre el Orange Bowl de Miami, que proveía una firme plataforma al equipo
de televisión instalado en la góndola detrás de él. Debajo de ellos, en el estadio
atestado de gente, el equipo de los Miami Dolphins, campeón mundial, estaba
dándole una paliza a los Pittsburg Steelers.
El rugido de la multitud ahogaba prácticamente el chirrido de la radio situada
sobre la cabeza de Lander. Cuando sobrevolaba el estadio en días calurosos tenía la
sensación de que podía oler la multitud y el dirigible parecía estar suspendido sobre
una poderosa corriente de gritos despreocupados y calor humano. Lander encontraba
que esa corriente era sucia. Prefería los viajes entre las ciudades. Entonces el dirigible
parecía limpio y tranquilo.
Sólo ocasionalmente miraba hacia el campo de juego. Observaba entonces el
borde del estadio y el campo visual que había establecido entre la punta de un mástil
y el horizonte para mantenerse exactamente a ochocientos pies de altura.
Lander era un piloto excepcional de un complicado tipo de aeronave. No es nada
fácil pilotar un dirigible. Su fuerza ascensional es prácticamente cero y su vasta
superficie lo deja a merced del viento a menos que esté hábilmente comandado.
Lander tenía el instinto de un marino para el viento, y tenía el don que poseen los
mejores pilotos de este tipo de aeronaves: antelación. Los movimientos de un
dirigible son cíclicos, y Lander estaba dos movimientos adelantado; sujetando a la
enorme ballena gris entre la brisa, como un pez que nada contra la corriente,
enterrando ligeramente la trompa en las ráfagas y levantándola en los momentos de
calma, oscureciendo parte del campo de juego con su sombra. Muchos de los
espectadores miraban hacia arriba en los períodos de descanso entre cada tiempo de
juego y varios agitaban sus manos.
Lander tenía un piloto automático en la cabeza. Y mientras le dictaba las
constantes y los pequeños detalles que mantenían firme al dirigible, sus pensamientos
se desviaban hacia Dahlia. Pensaba en la pequeña mancha de vello donde se
estrechaba su espalda y la sensación que le producía en sus dedos. En la agudeza de
sus dientes. En el sabor a miel y sal.
Miró su reloj y pensó que Dahlia debía haber salido hacía una hora de Beirut en
viaje de regreso.
Lander podía pensar sin problemas en dos cosas: en Dahlia y en pilotar.
Su mano izquierda cubierta de cicatrices empujó suavemente hacia adelante los
controles del acelerador y de la hélice e hizo girar hacia atrás la gran rueda del timón
de profundidad situada junto a su asiento. La enorme nave ascendió rápidamente
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mientras Lander hablaba por el micrófono.
—Nora Uno Cero, abandono el estadio para realizar un giro a cuatrocientos
sesenta metros.
—De acuerdo, Nora Uno Cero —respondió jovialmente la torre de Miami.
A los empleados del tráfico aéreo y de la radio siempre les gustaba hablar con el
dirigible y varios tenían un chiste listo cuando sabían que se acercaba. La gente lo
miraba con simpatía, como si fuera un oso de juguete. Para los millones de
norteamericanos que lo veían durante los acontecimientos deportivos o en las ferias,
el dirigible era un enorme y simpático amigo que se movía lentamente en el cielo.
Las metáforas de este tipo de aeronaves son invariablemente «elefante» o «ballena».
Nadie le ha dicho jamás «bomba».
El partido terminó finalmente y la sombra del dirigible de sesenta y cinco metros
cayó sobre los miles de coches que se alejaban del estadio. El camarógrafo de la
televisión y su asistente habían sujetado su equipo y estaban comiendo sándwiches.
Lander había trabajado a menudo con ellos.
El sol ya bajo proyectaba una línea dorada y rojiza sobre la bahía de Biscayne
mientras la aeronave sobrevolaba el mar. Lander giró entonces hacia el Norte pasando
a cincuenta metros de las playas de Miami, lo que aprovecharon el ingeniero de vuelo
y el equipo de televisión para enfocar con los prismáticos a las muchachas en bikinis.
Algunos de los bañistas los saludaron al pasar.
—Eh, Mike. ¿Aldrich fabrica preservativos? —preguntó Pearson, el camarógrafo,
mientras masticaba un bocado de sándwich.
—Sí —respondió Lander por encima del hombro—. Preservativos, neumáticos,
descongeladores, limpiaparabrisas, juguetes para niños, globos y bolsas.
—¿Te regalan preservativos por hacer este trabajo?
—Por supuesto. Tengo uno puesto ahora.
—¿Para qué son las bolsas?
—Son muy grandes y vienen en un único tamaño que sirve para todas las medidas
—respondió Lander—. Son oscuras en su interior. El tío Sam las usa como
preservativos. Cuando veas una tirada, sabrás que ha estado de parranda. —No sería
nada difícil liquidar a Pearson; no sería nada difícil liquidar a cualquiera de ellos.
El dirigible no volaba a menudo en invierno. Sus cuarteles de invierno quedaban
cerca de Miami, y el inmenso hangar hacía parecer minúsculas las demás
construcciones vecinas al aeropuerto. Todas las primaveras emprendía viaje rumbo al
Norte a una velocidad de treinta y cinco a sesenta nudos, según el viento, haciendo
etapas en las ferias de los distintos estados y en los partidos de baseball. La compañía
Aldrich le proporcionaba a Lander un apartamento cercano al aeropuerto de Miami
en invierno, pero ese día, cuando amarró debidamente la gran aeronave, tomó el
vuelo de la National rumbo a Newark y se dirigió a su casa que quedaba en
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Lakehurst, Nueva Jersey, cerca de la base Norte del dirigible.
Su esposa le dejó la casa cuando lo abandonó. Las luces del garaje-taller
permanecieron encendidas hasta bien tarde esa noche, mientras Lander trabajaba
esperando a Dahlia. Revolvía en esos momentos una lata de resina de epoxi sobre su
mesa de trabajo y el penetrante olor de ese compuesto de oxígeno y carbono se
desparramó por todo el garaje. En el suelo y detrás de él había un curioso objeto de
cinco metros y medio de largo. Era un molde fabricado por él del casco de un
pequeño velero. Había invertido el casco y lo había partido a lo largo de la quilla. Las
mitades estaban separadas a una distancia de cuarenta centímetros y se unían entre sí
por un lazo ordinario. Visto desde arriba, parecía una gran herradura rayada. La
construcción de ese artefacto le había llevado muchas semanas de trabajo. Ahora
estaba recubierto de grasa y terminado.
Lander aplicaba capas de fibra de vidrio y resina mientras silbaba bajito,
terminando prolijamente los bordes. Cuando la cubierta de la fibra de vidrio se secara
y la sacara del molde, tendría una barquilla liviana y suave que encajaría justo debajo
de la góndola del dirigible de Aldrich. La rueda de aterrizaje de la aeronave y la
antena del transmisor-receptor cabrían justo en la abertura del centro. El bastidor con
la carga que iba a ser encerrado dentro de la barquilla colgaba de un clavo en una de
las paredes del garaje. Era muy liviano y fuerte a la vez, y tenía dos quillas gemelas
con caños cromo y cuadernas del mismo material.
Cuando Lander se casó, transformó en taller el garaje para dos coches, y
construyó allí buena parte de sus muebles en los años anteriores a su partida a
Vietnam. Las cosas que su esposa no había querido llevarse seguían todavía
guardadas allí, suspendidas de las vigas: una silla de respaldo alto, una mesa
plegadiza para camping, y otros muebles de paja. La luz fluorescente era muy intensa
y Lander se había puesto una gorra de béisbol mientras trabajaba en el modelo
silbando suavemente.
Se detuvo una vez para pensar atentamente durante un buen rato. Pero luego
prosiguió alisando la superficie, levantando cuidadosamente los pies al caminar para
evitar romper las hojas de periódicos desparramados por el suelo.
El teléfono sonó poco después de las cuatro de la mañana. Lander contestó por el
aparato instalado en el garaje.
—¿Michael? —Todas las veces experimentaba una sorpresa al percibir el acento
británico e imaginó el auricular del aparato oculto en su tupido pelo negro.
—¿Quien quieres que sea?
—Mi abuelita está muy bien. Estoy en el aeropuerto y llegaré más tarde. No me
esperes levantado.
—Qué...
—Estoy deseando verte, Michael. —La comunicación se cortó.
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Dahlia llegó a casa de Lander casi al amanecer. No se veía ninguna luz en las
ventanas. Sintió un poco de desconfianza, pero no tanto como la primera vez que fue
a verlo, cuando tuvo la sensación de que en el cuarto había una víbora oculta.
Después de que fue a vivir con él, separó la parte letal de Michael Lander del resto de
su persona. Y desde que vivían juntos, sabía que ambos compartían el mismo cuarto
con la víbora pero con la diferencia de que ahora conocía el lugar donde se ocultaba y
podía decir si estaba dormida o despierta.
Entró a la casa haciendo más ruido del necesario y repitió suavemente su nombre
varias veces al subir la escalera. No quería asustarlo. El dormitorio estaba totalmente
a oscuras.
Desde la puerta vio el cigarrillo encendido, semejante a un pequeño ojo rojizo.
—Hola —le dijo.
—Ven aquí.
Se acercó en la oscuridad hacia el punto brillante. Tocó con el pie el revólver,
oculto a buen resguardo debajo de la cama. Todo estaba en orden. La serpiente
dormía.
Lander soñaba con las ballenas y no quería despertar del sueño. En éste veía
moverse la enorme sombra del dirigible de la marina sobre el terreno
cubierto de hielo, mientras volaba en ese día interminable. Corría el año
1956 y viajaba rumbo al polo.
Las ballenas dormitaban bajo el sol del Ártico y no vieron al dirigible
hasta que estuvo prácticamente encima de ellas. Pero entonces se
zambulleron, levantando sus colas y provocando una lluvia de espuma al
ocultarse bajo una capa de hielo azul en el mar Ártico. Lander podía ver
desde la barquilla las ballenas escondidas bajo la saliente. En ese lugar frío y
azul donde no se oía ruido alguno.
Pero al cabo de un momento se encontró sobre el polo y su brújula
magnética se enloqueció. La actividad solar interfería con el transmisor de
señales y mientras Fletcher se hacía cargo del timón de profundidad, se guió
por el sol, mientras la bandera sujeta al pesado arpón se hundía en el hielo.
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cuando tienes carnet de piloto. Si no te presentas envían enseguida a un visitador
social de la Asociación de Veteranos con un cuestionario. Viene provisto de un
formulario que dice más o menos lo siguiente: a) Estudie el medio ambiente en que
vive, b) ¿Parece deprimido el sujeto? Y sigue más o menos por el estilo
indefinidamente.
—Tú puedes responder a eso.
—Una sola llamada a la Agencia Federal de Aviación, una estúpida sugestión de
que no estoy perfectamente bien, y listo. Me quitan el carnet de piloto. ¿Y qué crees
que pasaría si el visitador social decide investigar el garaje? —Bebió un trago de jugo
de naranja—. Además quiero ver una vez más a los empleados.
Dahlia estaba parada junto a la ventana y los tibios rayos del sol calentaban su
cuello y su mejilla.
—¿Cómo te sientes?
—¿Te refieres a si estoy un poco loco hoy? Pues en honor a la verdad no lo estoy.
—No quería decir eso.
—Por supuesto que no. Todo lo que tengo que hacer es entrar con uno de ellos a
una pequeña oficina donde me dirá qué cosas nuevas piensa hacer el gobierno por mí.
—Algo extraño se ocultaba en la mirada de Lander.
—Muy bien, ¿estás realmente loco hoy? ¿Piensas echar todo a perder? ¿Vas a
agarrar por el cuello a uno de los empleados de la Asociación de Veteranos y
estrangularlo para que los otros se hagan cargo de ti? Entonces podrás sentarte
cómodamente en una celda y cantar y masturbarte. «Dios bendiga a América y a
Nixon».
Había accionado dos gatillos simultáneamente. Antes lo había hecho por separado
y ahora quería observar cuáles eran las consecuencias de ese doble accionar.
Lander tenía una aguda memoria. A veces fruncía el ceño al recordar despierto
cosas del pasado. Y muchas veces lo hacían gritar cuando dormía.
Miró a Dahlia con ojos velados. Su boca se abrió ligeramente y su cara pareció
aflojarse. Ese era el momento peligroso. Los segundos parecían eternos mientras las
partículas de polvo bailaban a la luz del sol, revoloteaban alrededor de Dahlia y de la
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fea arma corta escondida debajo de la cama.
—No precisas liquidarlos de uno en uno, Michael —dijo suavemente—. Y
tampoco precisas hacer lo otro. Yo quiero hacértelo en tu lugar. Me encanta hacerlo.
Estaba diciendo la verdad. Lander lo sabía. Sus ojos se abrieron nuevamente y en
un instante dejó de oír los latidos de su corazón.
Pasillos sin ventanas. Michael Lander caminaba en medio del aire viciado de las
oficinas de esa repartición gubernamental, recorriendo interminables corredores por
los que la lustradora de pisos había dejado sus huellas de pared a pared. Guardias
vestidos con el uniforme azul de la General Services Administration revisaban
paquetes. Lander no tenía ningún paquete.
La recepcionista estaba leyendo una novela titulada La enfermera que quería
casarse.
—Me llamo Michael Lander.
—¿Sacó un número?
—No.
—Tome un número —dijo la recepcionista.
Agarró una ficha redonda con un número de una bandeja que estaba sobre el
escritorio.
—¿Cuál es su número?
—El treinta y seis.
—¿Cómo se llama?
—Michael Lander.
—¿Incapacidad?
—No. Se supone que debo presentarme hoy —respondió entregándole la carta de
la Administración de Veteranos.
—Tome asiento por favor. —Y dirigiéndose al micrófono que tenía junto a ella
llamó—: Diecisiete.
El diecisiete, un hombre joven y desaliñado vestido con una chaqueta vinílica,
pasó junto a Lander y se introdujo en el cuarto situado detrás de la secretaria.
La mitad de los cincuenta asientos que había en la sala de espera estaban
ocupados. La mayor parte de los hombres eran bastante jóvenes, antiguos miembros
de las fuerzas especiales, que parecían tan desaseados con sus ropas de civil como lo
eran cuando llevaban uniformes. Lander podía imaginarlos jugando con la máquina
tragamonedas en una terminal de autobús vestidos con sus equipos de la Clase A.
Frente a Lander estaba sentado un hombre que tenía una reluciente cicatriz sobre
la sien. Trataba de cubrirla con el pelo. Cada dos minutos sacaba un pañuelo del
bolsillo y se sonaba.
El que estaba sentado junto a Lander permanecía sumamente quieto, con las
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manos apoyadas sobre los muslos. Lo único que movía eran los ojos. No permanecían
quietos ni un segundo, siguiendo los movimientos de todos los que pasaban por el
cuarto. A menudo tenía que desviarlos muchísimo, porque se negaba a girar la
cabeza.
Harold Pugh esperaba a Lander en una de las numerosas oficinas situadas detrás
de la recepcionista. Harold Pugh era secretario general con perspectivas de ascender.
Que lo hubieran asignado a la sección especial dedicada a prisioneros de guerra era
para él motivo de orgullo.
Su nueva designación traía consigo aparejado un copioso material literario. Entre
tantos papeles figuraba un folleto escrito por el consultor psicológico del cirujano
general de la Fuerza Aérea. El panfleto decía lo siguiente: «Es imposible que un
hombre sometido a graves abusos, aislamientos y privaciones no desarrolle un estado
depresivo originado en una tremenda ira reprimida durante un largo período de
tiempo. Es sencillamente una cuestión de cuándo y cómo aparecerá y se manifestará
la reacción depresiva».
Pugh tenía intenciones de leer todos los panfletos cuando tuviera tiempo. La hoja
de servicios del ejército que tenía sobre su escritorio era realmente impresionante.
Mientras esperaba a Lander le echó nuevamente una mirada.
Pugh pensó que era algo curioso que un oficial con una hoja de servicios como la de
Lander decidiera renunciar a su cargo. Había algo raro en eso. Pugh recordaba las
audiencias a puerta cerrada cuando regresaron los prisioneros de guerra. Mejor no
preguntarle a Lander el motivo de su renuncia.
Miró su reloj. Eran las quince y cuarenta. El sujeto estaba atrasado. Oprimió un
botón del teléfono que estaba sobre su escritorio y le respondió la recepcionista.
—¿No ha llegado todavía el señor Lander?
—¿Quién, señor Pugh?
—Lander. Lander. Es uno de los especiales. Recuerde que tiene instrucciones de
hacerlo pasar en cuanto llegue.
—Sí, señor Pugh. Haré exactamente eso.
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La recepcionista reanudó nuevamente la lectura de la novela. A las quince y
cincuenta cogió por casualidad la carta de Lander al buscar algo con qué marcar el
libro. El nombre le llamó la atención.
—Treinta y seis. Treinta y seis. —Llamó a la oficina de Pugh y le dijo—: Aquí
está el señor Lander.
Pugh experimentó una ligera sorpresa al ver a Lander. Vestido con el uniforme de
comandante de vuelo de una aeronave civil, su aspecto era el de un tipo ágil. Se
movía rápidamente y su mirada era directa. Pugh había imaginado que tendría que
vérselas con uno de esos sujetos de mirada vacía.
Lander no experimentó sorpresa alguna por el aspecto de Pugh. Había odiado a
los funcionarios durante toda su vida.
—Parece en muy buen estado, comandante. Me aventuraría a decir que ha
regresado en muy buenas condiciones.
—Así es.
—Estoy seguro de que debe sentirse muy contento de estar nuevamente con su
familia.
Lander sonrió. Pero sus ojos no participaron de la sonrisa.
—Tengo entendido que mi familia está muy bien.
—¿No viven con usted? Tenía la impresión de que usted era casado, veamos un
poco qué es lo que dice aquí. En efecto. ¿Padre de dos hijos?
—Así es, tengo dos hijos. Pero soy divorciado.
—Lo siento. Mucho me temo que el que se ocupaba antes de su caso, el señor
Gorman, dejó muy pocas notas. —Gorman había sido alejado de ese puesto por
incompetencia.
Lander observaba atentamente a Pugh sonriendo ligeramente.
—¿Cuándo se divorció, comandante Lander? Tengo que poner esto al día —Pugh
parecía una vaca pastando plácidamente al borde de un pantano sin presentir lo que
estaba oculto en las sombras desde donde soplaba el viento espiándolo.
De repente Lander comenzó a hablar de cosas en las que nunca podía pensar.
Nunca podía pensar.
—La primera vez que inició los trámites fue dos meses antes de que me soltaran.
Cuando las conversaciones en París se estancaron en vísperas de las elecciones, me
parece. Pero no siguió adelante con el juicio. Se fue de casa un año después de mi
regreso. No se aflija, Pugh, por favor, el gobierno hizo todo lo que pudo.
—Estoy seguro, pero debe...
—Un oficial de la marina vino varias veces a tomar té con Margaret después de
que me capturaron para aconsejarla. Existe un procedimiento clásico para preparar a
las esposas de los prisioneros de guerra como usted debe saberlo.
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—Supongo que a veces...
—Le explicó que existe un marcado porcentaje de homosexualidad e impotencia
entre los prisioneros de guerra liberados. De modo que debía saber qué esperar
¿comprende? —Lander quería detenerse. Tenía que detenerse.
—Es mejor dejar...
—Le dijo que las posibilidades de readaptación a una vida normal de un
prisionero de guerra eran del cincuenta por ciento. —Lander sonreía ampliamente en
ese momento.
—Pero estoy seguro, comandante, de que deben haber existido otros motivos.
—Oh, por supuesto, ya había conquistado a otro, si es a eso a lo que se refiere. —
Lander rió sintiendo el viejo aguijón que lo atravesaba, y advirtiendo cómo
aumentaba la presión detrás de sus ojos. No tienes que liquidarlos de uno en uno,
Michael. Siéntate en una celda, canta y mastúrbate.
Lander cerró los ojos para no ver la vena que latía en el cuello de Pugh.
Pugh reaccionó riéndose con Lander, tratando de congraciarse con él. Pero se
sintió ligeramente ofendido en su puritanismo por esas vulgares referencias al sexo.
Dejó de reír justo a tiempo. Y eso fue lo que le salvó la vida.
Cogió nuevamente el legajo y le preguntó:
—¿Le brindaron algún tipo de indicaciones al respecto?
Lander se había tranquilizado un poco.
—Oh, sí. Estuve hablando con un psiquiatra del hospital Naval de St. Alban.
Mientras bebía un buen trago.
—Si precisa otro consejo puedo hacer los arreglos necesarios para ello.
Lander guiñó el ojo.
—Mire, señor Pugh, usted es un hombre de mundo como yo. Son cosas que
pasan. El motivo de mi visita era para tratar de conseguir alguna clase de
compensación por esta mano —manifestó al tiempo que exhibía su mano
desfigurada.
Pugh pisaba ahora terreno conocido. Sacó del legajo de Lander el formulario 214.
—Tendremos que encontrar alguna forma, ya que evidentemente no está
incapacitado, pero —le retribuyó el guiño a Lander y prosiguió—: Nos ocuparemos
de usted.
Eran las cuatro y media de la tarde cuando Lander salió del edificio de la
Asociación de Veteranos al viciado aire vespertino de Manhattan y se encontró con
que ya estaban llenas las calles con la gente que volvía de sus trabajos. Sentía que le
corría un sudor frío por la espalda mientras observaba desde los escalones de la
entrada la muchedumbre de empleados de la industria del vestido que se dirigían
rápidamente a la boca del metro de la calle veintitrés. No podía unirse a ellos y viajar
encerrado en el tren.
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Muchos de los empleados de la Asociación de Veteranos salían más temprano de
su trabajo. Un buen número de ellos se agolparon frente a las puertas del edificio y lo
empujaron contra la pared. Sentía ganas de pelear. El recuerdo de Margaret se
presentó violentamente, le parecía estar oliéndola y tocándola. Tener que hablar de
ella del otro lado de un escritorio de oficina. Tenía que pensar en otra cosa. En el
silbido de la tetera. No, en eso no, por el amor de Dios. Sintió entonces un dolor
agudo en el colon y metió la mano en el bolsillo para tomar una pastilla de Lomotil.
Demasiado tarde para el Lomotil. Tendría que buscar un baño. Rápido. Regresó a la
sala de espera, y el aire de la habitación chocó contra su cara como si fuera una
telaraña. Estaba pálido y el sudor perlaba su frente cuando entró al pequeño toilette.
El único inodoro estaba ocupado y había un hombre esperando junto a la puerta.
Lander dio media vuelta y regresó a la sala de espera. Colon espasmódico, decía su
ficha médica. No le habían recetado ningún remedio. Descubrió el Lomotil por su
propia cuenta.
¿Por qué demonios no tomé antes una pastilla?
El hombre que movía solamente los ojos miró a Lander desde lejos sin girar la
cabeza. Lander sentía en esos momentos oleadas de dolor en sus intestinos, sus
brazos se cubrieron con piel de gallina y comenzó a hacer arcadas.
El portero gordo manoteó las llaves e hizo pasar a Lander al baño de los
empleados. Mientras esperaba afuera no podía oír los sonidos desagradables. Lander
miró finalmente hacia el techo de Celotex. Las lágrimas provocadas por los vómitos
corrían por sus mejillas.
Se acuclilló durante un instante a un lado del camino, mientras lo observaban los
guardias que lo acompañaban durante la marcha forzada a Hanoi.
Era lo mismo, lo mismo. De repente oyó el silbido de la tetera.
—Idiotas —musitó Lander—. Idiotas —repitió secándose la cara con su mano
deformada.
Dahlia, que había estado muy atareada durante todo el día con las tarjetas de crédito
de Lander, estaba esperándolo en la plataforma cuando se apeó del tren local. Lo vio
bajar los escalones con cuidado y comprendió que estaba tratando de no sacudir sus
tripas.
Llenó un vaso de papel con agua del surtidor y sacó un frasquito de su cartera. El
agua se volvió lechosa al echarle unas gotas del calmante.
No la vio hasta que se le acercó con el vaso en la mano.
Tenía gusto amargo y le dejó ligeramente adormecidos los labios y la lengua. El
opio comenzó a hacer efecto antes de que subieran al coche y el dolor desapareció a
los cinco minutos. Se metió en cama en cuanto llegó a la casa y durmió tres horas.
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Lander se despertó algo confuso y exageradamente prevenido. Sus defensas
comenzaron a funcionar y su mente rechazó imágenes dolorosas a gran velocidad.
Sus pensamientos se concentraron en las inofensivas imágenes pintadas entre los
timbres y chicharras. Podía estar tranquilo porque hoy no había echado todo a perder.
La tetera... su cuello se puso tieso. Sentía un escozor entre los hombros y la
columna en un lugar que no podía alcanzar. Le era imposible mantener los pies
quietos.
La casa estaba completamente a oscuras, los fantasmas listos para moverse a una
indicación de su mente. De repente vio desde la cama una luz vacilante que subía la
escalera. Dahlia llevaba una vela en su mano y su sombra se proyectaba gigantesca
contra la pared. Estaba vestida con un negligé negro, largo hasta el suelo que la
cubría completamente, y sus pies descalzos no hacían ruido al caminar. En ese
momento estaba parada junto a él, y la luz de la vela se reflejaba como un diminuto
punto rojo en sus inmensos ojos negros. Estiró la mano.
—Ven, Michael. Ven conmigo.
Lo guió, caminando lentamente por el pasillo oscuro, sin apartar los ojos de su
cara. El pelo oscuro caía sobre sus hombros. Caminaba de espaldas, y sus pies
blancos asomaban por debajo del dobladillo del negligé. Retrocedió hasta lo que
había sido el cuarto de juegos y que había estado desocupado durante esos siete
meses. Lander pudo ver a la luz de la vela una gran cama en el fondo del cuarto y las
paredes cubiertas por pesadas cortinas. Una oleada de incienso chocó contra su rostro
y la pequeña llama azul de una lámpara de alcohol osciló sobre una mesa junto a la
cama. No era ya el cuarto en el que Margaret había... no, no, no.
Dahlia depositó la vela junto a la lámpara y con gran suavidad le quitó a Lander
la chaqueta del pijama. Le deshizo el lazo y se arrodilló para quitarle los pantalones,
rozándole los muslos con el pelo.
—Estuviste tan fuerte, hoy. —Dijo empujándolo suavemente hacia la cama.
Sintió el frescor de la seda bajo su espalda y el aire fresco castigó suavemente sus
genitales.
Permaneció acostado mirándola encender dos velas y colocarlas en dos
candeleros contra la pared. Le alcanzó luego la delgada pipa de haschich y se quedó
parada a los pies de la cama, mientras las sombras de las velas se agitaban a sus
espaldas.
Lander sintió que caía dentro de esos ojos sin fondo. Recordó cuando era niño y
se acostaba sobre el pasto durante las claras noches de verano, mirando un cielo que
inesperadamente había adquirido dimensiones y profundidad. Mirando hasta que
dejaba de ser algo allá arriba y él comenzaba a caer entre las estrellas.
Dahlia se quitó el negligé y quedó frente a él, espléndida en su desnudez.
La visión de su cuerpo lo impresionó tal como lo había impresionado la primera
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vez, y sintió un nudo en la garganta. Dahlia tenía unos pechos grandes, sus curvas no
eran las curvas de una vasija sino las de una cúpula, y estaban separados por una
profunda hendidura aun cuando no usaba sujetador. Sus pezones se oscurecieron al
erguirse. La luz de las velas acariciaba sus montes y valles, era opulenta, pero no
repulsiva.
Lander sintió un dulce estremecimiento cuando se volvió para agarrar un frasco
de aceite de oliva que estaba sobre la lámpara de alcohol y la luz jugueteó
caprichosamente sobre su cuerpo. Se arrodilló poniendo una pierna a cada lado de él,
comenzó a friccionar su pecho y vientre con el óleo tibio, mientras sus pechos se
balanceaban ligeramente durante la operación.
Su vientre se redondeó ligeramente al inclinarse hacia adelante y retroceder
nuevamente hacia el oscuro triángulo.
Su erección no se demoró y mientras ella alcanzaba el orgasmo, sus ojos
permanecieron fijos como los de un felino sobre la cara de Lander.
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Un sonido semejante al de un trueno estremeció el aire del cuarto y la luz de las velas
titiló, pero Dahlia y Lander, concentrados el uno en el otro, no lo advirtieron. Era un
ruido común, producido por el último jet en su vuelo diario de Nueva York a
Washington. El Boeing 727 pasaba a 1800 metros sobre Lakehurst y continuaba
ascendiendo.
Esa noche llevaba a bordo al cazador. Era un hombre de espaldas anchas vestido
con un traje marrón, sentado junto al pasillo, detrás del ala. La azafata estaba
cobrando los pasajes. Le entregó un billete nuevo de cincuenta dólares. La muchacha
frunció el ceño.
—¿No tiene nada más pequeño?
—Para dos billetes —dijo señalando al hombre grandote que dormía junto a él—.
El de él y el mío. —Tenía un acento que la azafata no conseguía situar. Decidió que
debía ser alemán u holandés. Pero estaba equivocada.
Era el mayor David Kabakov, del Mossad Aliyah Beth, el servicio secreto israelí,
y esperaba que los otros tres hombres sentados detrás de él del otro lado del pasillo
tuvieran billetes más pequeños para pagar sus pasajes. De lo contrario la azafata
podría recordarlos. Pensó que debía haberse ocupado de eso en Tel Aviv. La
combinación para tomar el otro avión en el aeropuerto Kennedy no le había dado
tiempo para buscar cambio. Era un pequeño error, pero le fastidiaba. El mayor
Kabakov había vivido hasta los treinta y siete años porque no solía cometer errores.
El sargento Robert Moshevsky roncaba suavemente, sentado junto a él con la
cabeza echada hacia atrás. Ni Kabakov ni Moshevsky habían dejado entrever durante
el largo viaje desde Tel Aviv, que conocían a los otros tres hombres instalados detrás
de ellos, a pesar de que habían trabajado juntos durante años. Los tres eran
corpulentos, con rostros en los que el tiempo había dejado sus huellas y estaban
vestidos con trajes discretos, algo amplios. Integraban lo que el Mossad denominaba
«un equipo de incursión táctica». En América del Norte se llamarían una fuerza de
choque.
Kabakov había dormido muy poco durante los tres días transcurridos desde que
mató a Hafez Najeer en Beirut, y sabía que tendría que dar una detallada información
en cuanto llegara a la capital norteamericana. El Mossad analizó el material que había
juntado después de la operación contra los integrantes del Septiembre Negro y actuó
inmediatamente después de oír la grabación. Hubo una rápida conferencia en la
embajada norteamericana, de resultas de la cual Kabakov fue enviado a Occidente.
Durante la reunión mantenida en Tel Aviv por los servicios de inteligencia
israelíes y norteamericanos quedó perfectamente entendido que Kabakov sería
enviado a los Estados Unidos para ayudar a los norteamericanos a determinar si
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existía un peligro y para ayudarlos a identificar a los terroristas si podían ser
localizados. Sus instrucciones eran muy precisas.
Pero el alto mando del Mossad le había dado una directiva adicional. Impedir
cualquier operación árabe por cualquier medio.
Las negociaciones para la venta a Israel de nuevos Phantom y Skyhawks habían
alcanzado un punto crítico y las presiones árabes para impedir dicha venta se veían
intensificados por la escasez de petróleo en Occidente. Israel necesitaba esos aviones.
Los tanques árabes iniciarían la marcha el primer día que los Phantoms no
sobrevolaran el desierto.
Una catástrofe de envergadura dentro de los Estados Unidos inclinaría la balanza
del poder a favor de los aislacionistas norteamericanos. La ayuda a Israel no debería
tener un precio muy alto para los estadounidenses.
Tanto el Departamento de Estado israelí como el norteamericano ignoraban la
presencia de los tres hombres sentados detrás de Kabakov. Se instalarían en un
apartamento en las cercanías del aeropuerto internacional y esperarían a que él los
llamara. Kabakov confiaba en que no sería necesario realizar la llamada. Prefería
encargarse discretamente del asunto.
Kabakov esperaba que los diplomáticos no interfirieran en el asunto. Desconfiaba
de los políticos y de los diplomáticos.
Su posición y su actitud se reflejaban en sus rasgos esclavos: ásperos pero
inteligentes.
Kabakov pensaba que los judíos descuidados morían jóvenes y que los débiles
terminaban detrás de cercas de alambre. Era un hijo de la guerra, había tenido que
huir de Latvia con su familia justo antes de la invasión alemana y después tuvo que
huir de los rusos. Su padre murió en Treblinka. Su madre los llevó a él y a su
hermana a Italia, pero ese viaje le costó la vida. El fuego que le dio ánimos para
llegar a Trieste, consumió sus entrañas.
Cuando Kabakov recordaba al cabo de treinta años el camino a Trieste, lo hacía
viendo el brazo de su madre interrumpiendo diagonalmente su visión, mientras
caminaba sujetándolo de la mano, y su codo, sobresaliendo en el brazo delgado,
evidente a través de los harapos con que se cubría. Recordaba también su cara, casi
incandescente al despertar a su hijos antes de que las primeras luces alcanzaran la
zanja donde dormían.
Cuando llegó a Trieste los entregó a la resistencia sionista y murió en un zaguán
del otro lado de la calle.
David Kabakov y su hermana llegaron a Palestina en 1946 y dejaron entonces de
huir. Cuando cumplió diez años hizo de correo para el Palmach y peleó en la defensa
del camino que unía Tel Aviv con Jerusalén.
Después de veintisiete años de guerra Kabakov conocía mejor que cualquier otro
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hombre el valor de la paz. No odiaba al pueblo árabe, pero creía que tratar de
negociar con Al Fatah era una estupidez. Esa era la palabra que empleaba cuando era
consultado al respecto por sus superiores, lo que no ocurría muy a menudo.
El Mossad consideraba a Kabakov como un buen oficial del servicio de
inteligencia, y su hoja de servicios en combates era extraordinaria y había alcanzado
demasiados éxitos en el campo de batalla para ser confinado al trabajo de una oficina.
Pero en el campo de batalla corría el riesgo de ser capturado y por ese motivo había
sido excluido obligatoriamente de las deliberaciones internas del Mossad. Figuraba
en la rama ejecutiva del servicio de inteligencia, luchando una y otra vez contra las
fortificaciones de Al Fatah en el Líbano y Jordania. Las altas esferas del Mossad lo
apodaban «la solución final».
Pero nadie se lo había dicho en su cara.
Las luces de Washington pasaron debajo del ala del avión mientras ingresaba a la
zona de tráfico del aeropuerto internacional. Kabakov alcanzó a distinguir el
Capitolio, cuya blancura resaltaba por la luz de los poderosos reflectores. Se preguntó
para sus adentros si no sería el Capitolio el blanco elegido.
Los dos hombres que esperaban en la pequeña sala de conferencias de la
embajada israelí estudiaron detenidamente a Kabakov cuando entró acompañado por
el embajador Yoachim Tell. Cuando Sam Corley del FBI vio al mayor israelí, recordó
a un capitán de los Ranger, que había sido su jefe en el destacamento de Fort
Benning.
Fowler, de la CIA, no había realizado nunca el servicio militar, y Kabakov le hizo
pensar en un perro bulldog. Ambos hombres habían estudiado apresuradamente el
curriculum del israelí, pero éste trataba en su mayor parte, de la actuación que le
había correspondido durante la guerra de los seis días y la guerra de octubre, viejas
copias Xerox de la sección de la CIA relacionada con el Medio Oriente. Recortes en
los que podían leerse títulos como «Kabakov, el Tigre del Paso Mitla».
El embajador Tell que seguía llevando todavía su traje de etiqueta después de
asistir a una recepción de la embajada, procedió a realizar las presentaciones.
El auditorio quedó en silencio y Kabakov oprimió el botón de su pequeño
grabador. La voz de Dahlia Iyad quebró el silencio.
—Ciudadanos de Norteamérica...
Cuando la grabación terminó, Kabakov comenzó a hablar lenta y
cuidadosamente, eligiendo las palabras.
—Creemos que el Ailul al Aswad, o sea Septiembre Negro, está preparándose
para dar un golpe aquí. En esta oportunidad, no están interesados en rehenes,
negociaciones o acciones teatrales. Buscan un gran número de víctimas, quieren que
todos ustedes se sientan asqueados. Pensamos que el plan está bastante adelantado y
suponemos que esta mujer es la principal ejecutora. —Hizo una pausa—. Suponemos
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también que se encuentra actualmente en este país.
—Pues entonces debe tener otra información para completar la grabación —dijo
Fowler.
—Es completa por el hecho de que sabemos que quieren dar un golpe aquí por las
circunstancias en que fue encontrada la grabación. Lo intentaron antes —dijo
Kabakov.
—¿Sacó usted la grabación del apartamento de Najeer después de haberlo
asesinado?
—En efecto.
—¿No lo interrogó primero?
—Habría sido totalmente inútil tratar de interrogar a Najeer.
Sam Corley vio la ira reflejada en el rostro de Fowler. Corley estudió el legajo
que tenía frente a él.
—¿Qué le hace pensar que la que hizo la grabación fue la mujer que vio usted en
el cuarto?
—Porque Najeer no tuvo tiempo de guardarla en un lugar seguro —dijo Kabakov
—. No era un hombre descuidado.
—No fue lo suficientemente cuidadoso como para evitar que usted lo matara —
interpuso Fowler.
—Najeer duró bastante —manifestó Kabakov—. Lo suficiente como para que
ocurriera lo de Munich y lo del aeropuerto de Lod, demasiado tiempo. Y si ustedes no
andan ahora con cuidado volarán por el aire piernas y brazos norteamericanos.
—¿Por qué supone que el plan va a seguir en marcha a pesar de que Najeer esté
muerto?
Corley levantó la vista del papel que estaba examinando y decidió responderle a
Fowler.
—Porque la grabación era peligrosa. Debe haber sido prácticamente el último
paso del golpe. Las órdenes ya debían haber sido impartidas. ¿Estoy en lo cierto,
mayor?
Kabakov sabía reconocer un experto en interrogaciones cuando veía uno. Corley
se había convertido en el abogado.
—Exactamente —respondió.
—La operación podía haber sido montada en otro país y trasladada aquí en el
último momento —explicó Corley—. ¿Por qué piensa que está instalada aquí la
mujer?
—El apartamento de Najeer había sido vigilado durante un buen tiempo —
explicó Kabakov—. No fue vista en Beirut antes o después de la noche de la
incursión. Dos lingüistas del Mossad llegaron a la misma conclusión: debe haber
aprendido inglés de niña con alguien de origen británico, pero ha sido expuesta luego
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durante uno o dos años al inglés que se habla en Norteamérica. En el cuarto se
encontraron además, ropas de origen norteamericano.
—A lo mejor era simplemente un correo, esperando que Najeer le diera las
instrucciones finales —dijo Fowler—. Podían impartirse órdenes desde cualquier
parte.
—Si hubiera sido solamente un correo, nunca habría tenido oportunidad de
conocer el rostro de Najeer —aclaró Kabakov—. El grupo de Septiembre Negro está
dividido en células como si fuera un nido de avispas. La mayor parte de sus agentes
solamente conocen a uno o dos miembros de la organización.
—¿Por qué no mató también a la mujer, mayor? —Fowler hizo la pregunta sin
mirar a Kabakov. Si lo hubiera mirado no lo habría hecho durante mucho rato.
El embajador habló entonces por primera vez.
—Porque no había motivos que justificaran matarla en ese momento, señor
Fowler. Espero que no llegue a desear que lo hubiera hecho.
Kabakov parpadeó una vez. Esos hombres no comprendían el peligro que corrían.
No querían ser prevenidos. Kabakov vio detrás de sus ojos al ejército árabe
avanzando por el Sinaí y marchando en las ciudades, desalojando a los civiles judíos.
Porque no tenían aviones. Porque los norteamericanos se habían desanimado. Porque
él no había matado a esa mujer. Sus numerosas victorias se convirtieron en cenizas.
El hecho de que no podía haber adivinado que la mujer era un personaje importante
no lo excusaba en lo más mínimo ante sus propios ojos. La misión de Beirut no había
sido perfecta.
Kabakov miró a Fowler.
—¿Tiene usted un curriculum sobre Hafez Najeer?
—Figura en una lista de oficiales de Al Fatah.
—Junto con mi informe figura su historial completo. Le sugiero que mire las
fotografías, señor Fowler. Fueron tomadas después de algunas de las primeras
acciones de Najeer.
—He visto ya muchas atrocidades.
—Pero ninguna como éstas. —La voz del israelí subió de tono.
—Hafez Najeer ha muerto, mayor Kabakov.
—Y lo bueno quedó enterrado junto con sus huesos, Fowler. Si no encontramos a
esta mujer, Septiembre Negro se encargará de refregarle la nariz en las entrañas.
Fowler miró al embajador como si esperara que éste interviniera, pero los ojos
pequeños e inteligentes de Yoachim Tell tenían una expresión dura. Apoyaba a
Kabakov.
Cuando el mayor habló nuevamente su voz sonó demasiado suave.
—Tiene que creerme, señor Fowler.
—¿La reconocería si la viera otra vez, mayor? —preguntó Corley.
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—Sí.
—¿Por qué se trasladaría a Beirut si estaba asignada aquí?
—Necesitaría algo que no podía conseguir aquí. Algo que solamente podía darle
Najeer, y debía tener que confirmarle algo personalmente para poder obtenerlo. —
Kabakov no estaba muy satisfecho porque sabía que esa explicación era algo vaga.
Estaba descontento también por haber usado tres veces seguidas la palabra «algo».
Fowler abrió la boca pero Corley lo interrumpió.
—Debían ser armas.
—Traer armas aquí es como llevar arena al desierto —replicó Fowler
pesarosamente.
—Debía tratarse de armamentos o acceso a otra célula o a algún agente
importante —prosiguió Corley—. Pero dudo que necesitara ponerse en contacto con
un agente. Según tengo entendido, el servicio de inteligencia de la RAU aquí deja
mucho que desear.
Así es —interpuso el embajador—. El ordenanza de la embajada les vende el
contenido de mi papelera. Y le compra a su vez al ordenanza de ellos, el contenido de
la suya. Nos encargamos de llenar el nuestro con cartas sin importancia y
correspondencia falsa. El de ellos está lleno de intimaciones de sus acreedores y
avisos de inusuales productos de goma.
La reunión se prolongó durante otros treinta minutos hasta que los
norteamericanos se pusieron de pie para marcharse.
—Trataré de que esto figure en la agenda de Langley mañana por la mañana —
dijo Corley.
—Si ustedes quisieran, yo podría...
Fowler interrumpió a Kabakov.
—Bastará con su informe y la grabación, mayor.
Los norteamericanos salieron de la embajada pasadas las tres.
—Cuidado que vienen los árabes —le dijo Fowler a Corley mientras caminaban
hasta sus coches.
—¿Qué piensas de todo esto?
—No siento ninguna envidia por ti al pensar que mañana vas a hacerle perder el
tiempo a Bennett con este asunto —dijo Fowler—. Si andan por aquí algunos locos
sueltos, la Agencia no tiene nada que ver con ellos. Nada de tonterías en los Estados
Unidos. —La CIA estaba restañando todavía sus heridas después del escándalo de
Watergate—. Te avisaremos si la sección dedicada al Oriente Medio descubre algo.
—¿Por qué estabas tan quisquilloso allí dentro?
—Estoy cansado de esto —respondió Fowler—. Hemos trabajado con los
israelitas en Roma, Londres, París e inclusive una vez en Tokio. Descubres un árabe
sospechoso, les pasas el dato y ¿qué pasa? ¿Tratan de detenerlo? No. ¿Lo vigilan? Sí.
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Lo suficiente para averiguar quiénes son sus amigos. Y luego dan un gran golpe. Los
árabes son liquidados y tú te quedas mirando.
—No era preciso que enviaran a Kabakov —dijo Corley.
—Claro que sí. No sé si habrás advertido que el agregado militar no estaba
presente. Ambos sabemos que trabaja para el servicio secreto. Pero está ocupándose
de la venta de los Phantom. No quieren relacionar oficialmente las dos cosas.
—¿Estarás mañana en Langley?
—Firme como una roca. No dejes que Kabakov te meta en un lío.
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—¿Puede enviar una alerta general a las aduanas?
—Ya lo hice. Es nuestra mejor esperanza. Si se trata de una operación importante,
tendrán que traer la bomba del exterior, siempre y cuando se trate de una bomba —
manifestó Corley—. Durante los últimos dos años hemos tenido tres pequeñas
explosiones relacionadas al movimiento 5 de julio, todas en oficinas israelitas en
Nueva York. De eso...
—Usaron una vez plástico y las otras dos dinamita —acotó Kabakov.
—Exactamente. Está bien informado, ¿verdad? Aparentemente no debe haber
mucha facilidad para conseguir plástico aquí porque de lo contrario no habrían
acarreado dinamita ni explotarían tratando de obtener nitroglicerina.
—Ese movimiento está lleno de aficionados —interpuso Kabakov—. Najeer no
hubiera confiado en ellos para este proyecto. El armamento debe venir por separado.
Si no está ya aquí, ellos se encargarán de traerlo —el israelita se levantó y se dirigió a
la ventana—. ¿De modo que todo lo que piensa hacer su gobierno es permitirme el
acceso a unos archivos y alertar a los empleados de aduana sobre sujetos que intenten
entrar con una bomba?
—Lo siento, mayor, pero no sé qué otra cosa podríamos hacer con la información
que poseemos.
—Los Estados Unidos podrían pedirle a sus nuevos aliados egipcios que
presionaran a Khadafy en Libia. El financia el movimiento de Septiembre Negro. Ese
sinvergüenza les dio cinco millones del tesoro de su país como recompensa por el
asesinato de Munich. Quizás podría suspender la operación si Egipto insistiera lo
suficiente.
El coronel Muammar Khadafy, jefe del Comando del Consejo Revolucionario de
Libia estaba adulando nuevamente a Egipto en su afán de construir una sólida base de
poder. Era posible que en ese momento estuviera dispuesto a acceder a una petición
de Egipto si éste ejerciera suficiente presión.
—El Departamento de Estado no quiere meterse en el asunto —anunció Corley.
—El servicio de inteligencia norteamericano no cree que vayan a dar un golpe
aquí, ¿verdad Corley?
—No —respondió de mala gana Sam Corley—. Creen que los árabes no se
atreverán.
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4
En esos momentos el carguero Leticia cruzaba el meridiano veintiuno rumbo a las
Azores y Nueva York. En la última bodega de proa descansaban cuatrocientos kilos
de plástico embalado en unos cajones grises.
Alí Hassan yacía semiinconsciente junto a los cajones en la total oscuridad de la
bodega. Una enorme rata estaba sobre su vientre y caminaba hacia su cara. Hacía tres
días que Hassan estaba tirado allí, herido de un balazo en el estómago por el capitán
Kemal Larmoso.
La rata estaba hambrienta pero no famélica. Al principio se había asustado al oír
los quejidos de Hassan, pero ahora oía solamente su respiración traqueal y hueca.
Estaba sobre la costra del hinchado estómago y luego de olfatear la herida avanzó por
el pecho.
Hassan sentía las uñas de las patas a través de la camisa. Debía esperar. En su
mano izquierda sujetaba una barra de hierro que había dejado caer el capitán Larmoso
cuando Hassan lo sorprendió inspeccionando los cajones. En la mano derecha tenía la
Walther PPK automática que había sacado demasiado tarde. Pero no pensaba utilizar
en ese momento la pistola. Alguien podría oír el disparo. Ese traidor de Larmoso
debía darlo por muerto cuando volviera nuevamente a la bodega.
El hocico de la rata estaba prácticamente tocando el mentón de Hassan. La difícil
respiración del hombre hacía estremecer los bigotes del roedor.
Hassan esgrimió la barra con todas sus fuerzas sobre su pecho y la sintió golpear
el flanco de la rata. Las uñas se incrustaron en su cuerpo cuando el animal pegó un
salto alejándose de él, y oyó cómo sonaban al correr sobre la cubierta metálica.
Transcurrieron varios minutos. Hassan sintió un débil crujido. Le pareció que
provenía del interior de la pernera del pantalón. Daba gracias por estar totalmente
insensible de la cintura para abajo.
Tenía permanentemente la tentación de matarse. Poseía fuerzas suficientes como
para ponerse la pistola en la sien. Y lo haría en cuanto se presentara Muhammad
Fasil. Pero custodiaría los cajones hasta que llegara ese momento.
Hassan no sabía cuánto tiempo hacía que estaba tirado allí en la oscuridad. Sabía
que su mente estaría despejada durante pocos minutos esta vez, y trató de pensar. El
barco estaba a poco más de tres días de las Azores cuando sorprendió a Larmoso
inspeccionando los cajones. Si Muhammad Fasil no recibía el telegrama que Hassan
había quedado en enviarle desde las Azores el 2 de noviembre, tendría dos días para
actuar antes de que zarpara nuevamente el Leticia, y las Azores eran la última escala
antes de Nueva York.
Fasil actuará, pensó Hassan. No voy a fallarle.
Cada sacudida del viejo motor Diesel del Leticia hacía vibrar los tablones de la
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cubierta sobre los que tenía apoyada la cabeza. Ondas rojizas se extendían detrás de
sus ojos. Se esforzó por escuchar el ruido del motor y pensó que era el pulso de Dios.
El capitán Kemal Larmoso reposaba en su cabina, quince metros por encima de la
bodega donde yacía Hassan, y bebía una cerveza mientras escuchaba las noticias por
la radio. El ejército libanés y las guerrillas luchaban nuevamente. Bien, pensó. Mierda
para ambos.
Los libaneses eran una amenaza para sus papeles y las guerrillas para su vida.
Tenía que pagarles a ambos cada vez que hacía escala en Beirut, Tiro o Tobruk. No
tanto a los guerrilleros como a esos sinvergüenzas de la aduana libanesa.
Pero ahora estaba en la lista negra de los guerrilleros. Lo comprendió en el
momento en que Hassan lo sorprendió inspeccionando los cajones. Fasil y los demás
se encargarían de buscarlo cuando regresara a Beirut. Quizás los libaneses habían
aprendido la lección del rey Hussein y liquidarían a los guerrilleros. Entonces tendría
que pagar tributo a una sola facción. Estaba harto ya. «Llévalo allí». «Trae las
armas». «Mantén la boca cerrada». Como si no supiera lo que significaba mantener
la boca cerrada, pensó Larmoso. Mi oreja no está así por afeitarme
apresuradamente. Una vez encontró una mina adherida al casco del Leticia con el
fusible listo para entrar en funcionamiento si rehusaba cumplir con las exigencias de
los guerrilleros.
Larmoso era un hombre grande y peludo, cuyo olor corporal hacía lagrimear hasta
a los mismos miembros de su tripulación y su peso había desfondado prácticamente
su litera. Abrió otra botella de Sapporo con sus dientes y se quedó meditando
mientras la bebía, sin apartar la vista de una revista pornográfica italiana que colgaba
de la mampara.
Levantó luego la pequeña imagen de la virgen que estaba en el suelo junto a su
litera y la apoyó sobre su pecho. Tenía unas marcas donde la había raspado con su
cuchillo antes de adivinar qué era.
Larmoso conocía tres lugares donde podía convertir los explosivos en dinero.
Había un exiliado cubano en Miami con más contante y sonante que sentido común.
En la República Dominicana vivía un hombre que pagaba con cruzeiros brasileros
por cualquier cosa que detonara o explotara. Y el otro posible cliente era el gobierno
de los Estados Unidos de Norteamérica.
Habría una recompensa, por supuesto, pero Larmoso sabía que lograría además
otras ventajas al negociar con los norteamericanos. Quizás la aduana de ese país
olvidaría ciertos prejuicios que tenían en contra de él.
Larmoso abrió los cajones porque quería sacarle un poco de dinero a Benjamín
Muzi, el importador, para ajustar cuentas, y necesitaba saber el valor del contrabando
para tener una idea aproximada de lo que podía exigirle. Larmoso nunca había metido
mano en los embarques de Muzi, pero habían llegado a sus oídos unos insistentes
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rumores de que Muzi pensaba retirarse del negocio con el Medio Oriente, y si eso
llegaba a suceder, las entradas ilícitas de Larmoso disminuirían considerablemente.
Quizás éste era el último embarque de Muzi y Larmoso quería sacar una buena
tajada.
Había esperado encontrarse con un extraordinario cargamento de haschich,
mercancía que Muzi compraba a menudo a los secuaces de Al Fatah. Pero en cambio
descubrió plástico, y entonces apareció Hassan enloquecido tratando de sacar su
pistola. El plástico era un asunto difícil, mucho más que las drogas, con las que un
amigo podía presionar al otro.
Larmoso esperaba que Muzi pudiera resolver el problema con las guerrillas y
poder percibir además una ganancia con el plástico. Pero Muzi iba a enfadarse
muchísimo con él por haber revisado los cajones.
Si no quería cooperar, si se negaba a pagarle y arreglar su situación con los
guerrilleros, entonces no tendría más remedio que guardarse el plástico y venderlo en
alguna otra parte. Mejor ser un fugitivo rico que pobre.
Pero primero tendría que hacer un inventario de lo que debía vender, y librarse de
algunas basuras que le incomodaban en la bodega.
Larmoso sabía que había herido gravemente a Hassan. Y le había dejado tiempo
suficiente para morir. Decidió envolverlo en una bolsa, y cuando llegaran al puerto de
Ponta Delgada donde quedaba solamente un vigía en el ancla, tirarlo por la borda en
las aguas profundas al salir de las Azores.
El capitán Larmoso relevó al primer piloto del timón cuando el Leticia avistó las
cumbres de Santa María en la madrugada del 2 de noviembre. Pasaron junto a una
pequeña isla al Sudoeste y luego viraron hacia el Norte, rumbo a San Miguel y el
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puerto de Ponta Delgada.
La ciudad portuguesa quedaba preciosa bajo la luz invernal que hacía resaltar la
blancura de sus edificios con techos de tejas coloradas, separados por grupos de
árboles de hojas perennes casi tan altos como el campanario de la iglesia. Detrás de la
ciudad se alzaban las suaves pendientes de las montañas, con sus cuadrados de tierras
labradas.
El Leticia, amarrado al muelle, parecía más descascarado que nunca, y su
despintada línea de flotación emergió fuera del agua cuando la tripulación descargó
un embarque de equipo liviano de agricultura y se hundió nuevamente cuando
cargaron cajones de agua mineral en sus bodegas.
Larmoso no estaba preocupado. El movimiento de carga y descarga se realizaba
exclusivamente en las bodegas de popa. El pequeño compartimiento de la bodega de
proa cerrado con llave no sería afectado en la maniobra.
Casi la totalidad del trabajo fue terminado durante la tarde del segundo día, por lo
que dio a la tripulación permiso para bajar a tierra, encargándose el comisario de a
bordo de darle a cada hombre el dinero justo para pasar una noche en los burdeles y
en los bares.
La tripulación se apresuró a pisar tierra firme y recorrió con paso rápido la
longitud del muelle; el marinero más apurado tenía todavía un poco de jabón de
afeitar junto a su oreja. Ninguno vio al hombre delgado parado bajo la columnata del
Banco Nacional Ultramarino, que los contaba a medida que pasaban.
El barco quedó en un silencio quebrado solamente por los pasos del capitán
Larmoso mientras bajaba al taller del cuarto de máquinas, pequeño compartimiento
iluminado débilmente por una bombilla recubierta por un armazón de alambre.
Después de escarbar en un montón de partes de máquinas desechadas, eligió una
varilla de pistón con el correspondiente eje, que había sido estropeada cuando el
Leticia amarró en Tobruk durante la última primavera. Parecía un enorme hueso de
hierro al tomarlo en sus manos. Confiado en que sería lo suficientemente pesado
como para arrastrar al fondo del Atlántico el cuerpo de Hassan, Larmoso llevó la
varilla a popa y la guardó en un armario junto con varios metros de soga.
Sacó luego de la cocina una de las grandes bolsas de basura y la llevó a proa
después de pasar por el salón de los oficiales y subir por una escalera que conducía a
proa. Dobló la bolsa sobre su hombro como si se tratara de una chalina y caminó
pisando fuerte por el corredor mientras silbaba entre dientes. De repente oyó un ruido
a sus espaldas. Larmoso se detuvo para escuchar. Posiblemente eran solamente los
pasos del viejo que estaba de guardia junto al ancla. Pasó por la escotilla del cuarto de
oficiales, llegó a la escalera y bajó los escalones de metal hasta estar a la altura de la
bodega de proa. Pero en lugar de entrar a la bodega, cerró ruidosamente la escotilla y
se quedó parado contra la mampara al pie de la escalerilla, mirando hacia la escotilla
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que remataba los peldaños en sombra. La Smith-Wesson de cinco tiros parecía una
pistola de juguete en su enorme manaza.
Vio cómo se abría la escotilla del cuarto de oficiales y cómo aparecía lentamente
como una serpiente curiosa, la pequeña y prolija cabeza de Muhammad Fasil.
Larmoso disparó, y el tiro resonó con inusitada violencia dentro de las paredes
metálicas mientras la bala rozaba el pasamanos. Se zambulló en la bodega y cerró la
escotilla a su paso. Estaba transpirando y mientras esperaba en la oscuridad, el olor a
rancio que exudaba su cuerpo se mezclaba con el de la grasa fría.
Los pasos que bajaban por la escalerilla eran lentos y rítmicos. Larmoso sabía que
Fasil estaba agarrado del pasamanos con una mano y que la otra sujetaba el revólver
con el que apuntaba a la escotilla cerrada. Larmoso se escondió detrás de un cajón
distante cuatro metros de la puerta por la que debía entrar Fasil. Tenía el tiempo a su
favor. La tripulación debía llegar dentro de un rato. Pensó en los tratos y excusas que
podría ofrecerle a Fasil. Pero nada serviría. Le quedaban cuatro tiros. Mataría a Fasil
en cuanto entrara por esa puerta. Estaba decidido.
El pasillo quedó en silencio durante un momento. Luego resonó el Magnum de
Fasil y la bala perforó a su paso la escotilla, desparramando fragmentos metálicos por
la bodega. Larmoso disparó a la escotilla cerrada, pero la bala del 38 solamente
abolló el metal de la puerta, y disparó otras dos veces más al ver que ésta se abría y
que un bulto oscuro entraba por ella.
Pero al mismo tiempo que disparaba el último proyectil, Larmoso advirtió,
gracias al fogonazo de su arma, que había hecho blanco en un almohadón del cuarto
de oficiales. Comenzó entonces a correr, tropezando y maldiciendo en la oscura
bodega en dirección al compartimiento de proa.
Buscaría la pistola de Hassan. Mataría a Fasil con esa arma.
Larmoso era bastante ágil considerando su enorme tamaño y conocía al dedillo la
topografía de la bodega. Llegó a la escotilla del depósito de proa en menos de treinta
segundos y comenzó a manotear la llave para abrirla. El hedor que lo envolvió al
abrir la puerta le provocó náuseas. No quería usar una luz, por lo que se arrastró sobre
el suelo de la oscura bodega buscando a Hassan y murmurando en voz baja. Tropezó
con los cajones y dio la vuelta alrededor de ellos. Su mano tocó un zapato. Larmoso
recorrió con su mano la pierna hasta llegar al vientre. El revólver no estaba en la
cintura. Palpó ambos costados del cuerpo. Encontró el brazo, lo sintió moverse, pero
no encontró el arma hasta que explotó en su cara.
Los oídos de Fasil comenzaron a zumbar y pasaron varios minutos hasta que oyó
el débil susurro proveniente del compartimiento de proa.
—Fasil. Fasil.
El guerrillero iluminó la bodega con su linterna y pequeñas patas resonaron
contra las tablas del suelo. Fasil iluminó con el haz de luz el rostro de Larmoso
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semejante a una máscara roja, tirado de espaldas y muerto, y pasó entonces al interior.
Se arrodilló y tomó entre sus manos la cara de Ali Hassan comida por las ratas.
Los labios se movieron.
—Fasil.
—Te portaste bien, Hassan. Buscaré un médico. —Fasil sabía que sería inútil.
Hassan, cuyo vientre estaba hinchado por la peritonitis, no tenía ya salvación. Pero
Fasil podía secuestrar un médico media hora antes de que zarpara el Leticia y
obligarlo a acompañarlo. Mataría luego al médico antes de que el barco llegara a
Nueva York. Era lo menos que merecía Hassan. Era lo más humano que podía hacer.
—Regresaré dentro de cinco minutos con un equipo de primeros auxilios, Hassan.
Te dejaré mientras tanto la linterna.
—¿He cumplido con mi deber? —susurró.
—Cumpliste, viejo amigo. Espera un poco que te traeré primero la morfina y
luego buscaré un médico.
Fasil caminaba a tientas en la oscuridad en busca de la puerta de la bodega
cuando oyó el disparo de la pistola de Hassan. Se detuvo y apoyó la cabeza contra las
frías planchas de acero del barco.
—Van a pagar por esto —musitó. Se dirigía a gente que jamás había visto.
El viejo que hacía la guardia junto al ancla seguía inconsciente y tenía un gran
chichón en la nuca de resultas del golpe que le había dado Fasil. Este lo arrastró hasta
la cabina del primer contramaestre y luego de depositarlo sobre el catre se sentó a
pensar.
El plan original consistía en que los cajones serían buscados en el muelle de
Brooklyn por Benjamín Muzi, el importador. No había forma de saber si Larmoso se
había puesto en contacto con Muzi y lo había hecho partícipe de su traición. No
quedaba más remedio que despachar a Muzi porque de todos modos, ya sabía
demasiado. La aduana podría mostrarse curiosa por la ausencia de Larmoso. Harían
preguntas. No parecía probable que los demás miembros de la tripulación estuvieran
enterados del contenido de los cajones. Las llaves de Larmoso colgaban aún de la
cerradura en la bodega de proa cuando lo mataron. Ahora estaban en el bolsillo de
Fasil. Era evidente que el plástico no debía ir al puerto de Nueva York.
Mustafá Fawzi, el primer contramaestre, era un hombre razonable y no muy
valiente. Fasil mantuvo una breve conversación con él cuando regresó al barco
alrededor de la medianoche. Fasil tenía en una de sus manos un revólver grande y
negro. Y en la otra, dos mil dólares. Le preguntó por la salud de su madre y de su
hermana que vivían en Beirut, y luego le dio a entender que dicha salud dependía en
su mayor parte de la cooperación de Fawzi. Todo quedó solucionado muy
rápidamente.
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El teléfono sonó en la casa de Michael Lander a las siete de la tarde, hora del Este.
Trabajaba en el garaje y pasó allí la comunicación. Dahlia estaba mezclando una lata
de pintura.
A juzgar por el ruido que se oía en la línea, Lander supuso que el que lo llamaba
estaba muy lejos. Tenía una voz muy agradable con un acento inglés como el de
Dahlia. Preguntó por «la señora de la casa».
Dahlia contestó la llamada sin pérdida de tiempo, comenzando una aburrida
conversación en inglés sobre parientes y propiedades. De repente la conversación se
interrumpió durante veinte segundos con una rápida frase en argot.
Dahlia se apartó del teléfono cubriendo el auricular con la mano.
—Michael, tendremos que recoger el plástico en alta mar. ¿Podrás conseguir una
embarcación?
La mente de Lander trabajó febrilmente.
—Sí. Toma nota del lugar de la cita. Cuarenta millas al Este del faro de Barnegat
media hora antes de la puesta del sol. Estableceremos contacto visual con la última
luz y nos aproximaremos cuando esté oscuro. Si los vientos soplan a más de cuarenta
kilómetros hora, postérgalo exactamente por veinticuatro horas. Dile que lo prepare
en unidades que puedan ser cargadas por un hombre.
Dahlia repitió rápidamente el mensaje y luego colgó.
—El martes 12 —dijo, mirándolo curiosamente—. Qué rápido se te ocurrió la
solución, Michael.
—No me parece —respondió Lander.
Dahlia hacía tiempo que sabía que no debía mentirle jamás a Lander. Sería algo
tan estúpido como programar una computadora con verdades a medias y pretender
recibir respuestas correctas. Además, siempre se daba cuenta aun cuando ella sólo
sintiera la tentación de mentir. Ahora se alegraba de haber confiado en él desde el
principio para hacer los arreglos necesarios para traer el plástico.
La escuchó tranquilamente mientras le explicaba lo que había sucedido en el
barco.
—¿Crees que Muzi metió a Larmoso en el asunto? —le preguntó.
—Fasil no lo sabe. No tuvo oportunidad de interrogar a Larmoso. Tenemos que
suponer que Muzi le contó todo a Larmoso. No podemos permitirnos el lujo de
pensar en otra forma, ¿verdad Michael? Si Muzi se arriesga a interferir con el
embarque, si planea quedarse con nuestro adelanto en dinero y vender el plástico en
otra parte, quiere decir que nos ha vendido a las autoridades de aquí. Tendría que
hacerlo para su propia protección. No hay más remedio que liquidarlo aun cuando no
nos haya traicionado. Sabe demasiado y te ha visto. Podría identificarte.
—¿Pensabas matarlo desde el primer momento?
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—Sí. No es uno de los nuestros y está metido en un negocio peligroso. Quién
sabe lo que sería capaz de contar si las autoridades lo amenazan por cualquier otra
causa —Dahlia advirtió que estaba siendo demasiado dogmática—. No podría tolerar
la idea de que siempre sería una amenaza para ti, Michael —agregó con voz suave—.
Tú tampoco confiabas en él, ¿verdad Michael? Y habías planeado de antemano
recoger la mercancía en el mar por las dudas, ¿no es así? Qué curioso.
—Sí, muy curioso —acotó Lander—. Pero en primer lugar, nada debe sucederle a
Muzi hasta de que tengamos el plástico en nuestro poder. Si ha acudido a las
autoridades para conseguir inmunidad para su persona en algún otro asunto, la trampa
la habrán preparado en el muelle. Mientras sigan pensando que vamos a ir a recoger
la mercancía a los depósitos de la aduana es menos probable que decidan enviar por
aire un equipo investigador al barco. Si Muzi cae antes de que entre el barco, sabrán
que no iremos al muelle. Estarán esperándonos cuando vayamos allí. —Lander se
puso súbitamente furioso y un círculo pálido rodeó su boca—. Así que Muzi fue lo
mejor que tu cerebro de mierda consiguió.
Dahlia no pestañeó. Se abstuvo de hacerle notar que Lander había sido el primero
en ir a ver a Muzi. Sabía que se le pasaría la furia pero que se incorporaría a la que
tenía acumulada cuando su mente volviera irresistiblemente a considerar el problema.
Cerró los ojos durante un momento.
—Tendrás que salir de compras —le dijo la muchacha—. Dame un lápiz.
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Muertos Hafez Najeer y Abu Ali, los únicos que conocían la identidad de Lander eran
Dahlia y Muhammad Fasil, pero Benjamín Muzi lo había visto varias veces, pues
había sido la primera conexión de Lander con el grupo Septiembre Negro y con el
plástico.
Desde el primer instante el gran problema fue obtener los explosivos. En los
primeros y agitados momentos en que concibió su fantástica idea, Lander no pensó
que necesitaría ayuda. Parte de la estética de la operación era hacerlo solo. Pero a
medida que el plan se desarrollaba en su mente y mientras contemplaba desde lo alto
una y otra vez a la multitud, decidió que merecían algo más que unas cuantas cajas de
dinamita que tendría que comprar o robar. Debería dedicárseles algo más especial que
las dispersas esquirlas de una barquilla destrozada y unos cuantos kilos de clavos y
cadenas.
Había veces cuando estaba despierto a medianoche, que los rostros de la gente
mirando hacia lo alto con las bocas abiertas y meciéndose como un campo de flores
con el viento, invadían el techo de su cuarto. Muchos de ellos adquirían las facciones
de Margaret. Y al cabo de un momento la enorme bola de fuego alejaba el calor de su
cara y se dirigía hacia ellos, formando un remolino semejante a la nebulosa con forma
de cangrejo de la constelación de Tauro, quemándolos hasta convertirlos en carbones
y devolviéndole la tranquilidad como para poder dormir.
Tenía que conseguir plástico.
Lander viajó dos veces por el interior del país en busca de ese explosivo. Fue a
tres arsenales militares para estudiar las posibilidades de robo pero vio que era
imposible. Fue a la fábrica de una gran compañía productora de aceite para bebes y
napalm, adhesivos industriales y explosivos plásticos, y descubrió que el sistema de
seguridad era tan completo como cualquiera de las otras fábricas militares pero
mucho más imaginativo. La inestabilidad de la nitroglicerina descargaba la
posibilidad de extraerla de la dinamita.
Lander revisó meticulosamente los diarios en busca de informes sobre actividades
terroristas, explosiones, bombas. La pila de recortes que tenía en su dormitorio crecía
diariamente. Se habría sentido muy ofendido si hubiera sabido que eso era algo típico
y que las personas mentalmente enfermas como él, juntaban recortes en sus cuartos
esperando la ocasión propicia. Muchos se vinculaban con sucesos acaecidos en el
extranjero: Roma, Helsinki, Damasco, La Haya, Beirut.
La idea se le ocurrió a mediados de julio mientras estaba en un motel de
Cincinnati. Había volado ese día sobre una feria estatal y estaba emborrachándose en
el bar del motel. Era bastante tarde. Un televisor colgaba del techo al final del
mostrador. Lander estaba sentado prácticamente debajo del aparato, con la mirada fija
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en su bebida. La mayoría de los clientes estaban mirando hacia él, con la fría luz de la
televisión reflejada en sus caras.
Lander se estremeció y prestó atención. Había algo especial en los rostros de los
parroquianos que miraban la televisión. Recelo. Ira. No era exactamente miedo,
porque estaban a buen resguardo, pero sus expresiones eran semejantes a las de un
hombre que mira los lobos por la ventana de su cabaña. Lander cogió su copa y
caminó hasta el otro extremo del bar para poder ver la pantalla. Era una película de
un Boeing 747 recostado sobre el desierto mientras ondas de calor bailaban a su
alrededor. Explotó primero la parte de atrás, luego la parte central y el avión se
consumió luego en una gran llamarada. El programa era una reedición de un
noticiario especial sobre atentados terroristas árabes.
Un corte para transmitir lo sucedido en Munich. El horror de la villa olímpica. El
helicóptero en el aeropuerto. El sonido ahogado de disparos en su interior cuando
ametrallaron a los atletas israelíes. La embajada de Kartum donde asesinaron a los
diplomáticos belgas y norteamericanos. Yasir Arafat, delegado de Al Fatah, negando
todo tipo de responsabilidad.
Yasir Arafat nuevamente durante una conferencia de prensa en Beirut acusando
denodadamente a Inglaterra y a los Estados Unidos de ayudar a los israelitas en las
incursiones contra los guerrilleros.
—Cuando llegue el momento, nuestra venganza será enorme —dijo Arafat
mientras se reflejaban en sus ojos las dobles lunas de los focos de la televisión.
Una declaración de apoyo del coronel Khadafy, estudioso de Napoleón y aliado y
banquero permanente de Al Fatah:
—Los Estados Unidos merecen recibir un buen golpe.
Un nuevo comentario de Khadafy:
—Dios maldiga a Norteamérica.
—Mierda —dijo un hombre vestido con una chaqueta para jugar a los bolos,
parado junto a Lander—. Puros mierdas.
Lander rió ruidosamente. Varios de los que estaban en el bar lo miraron.
—¿Te parece gracioso?
—No señor. Le aseguro que no es nada gracioso. Grandísima mierda. —Lander
depositó el dinero sobre el bar y salió en medio de los reiterados insultos del hombre.
Lander no conocía ningún árabe. Se dedicó entonces a leer informes sobre la
actividad de grupos árabes-norteamericanos que simpatizaban con la causa de los
árabes de Palestina, pero después de asistir a una reunión en Brooklyn, quedó
convencido que los comités de árabes-norteamericanos eran demasiado correctos para
él. Discutían sobre la «justicia» y los «derechos del individuo» y consideraban
seriamente presentar sus mociones por escrito a algunos miembros del Congreso. Si
se hubiera dedicado a buscar entre ellos a algún militante, sospechaba y con razón,
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que no tardaría mucho en aproximársele un policía secreto con un transmisor sujeto
en la pierna.
Tampoco eran mucho mejores las manifestaciones realizadas en Manhattan
apoyando la guerrilla palestina. En el Unión Square y en la plaza de las Naciones
Unidas se encontró con menos de veinte jovencitos árabes rodeados por un mar de
judíos.
No, lo que precisaba era un bribón ambicioso y competente con buenos contactos
en Medio Oriente. Y finalmente encontró uno. Lander obtuvo el nombre de Benjamín
Muzi de boca de un piloto comercial de su relación, que traía cargamentos peligrosos
del Oriente Medio ocultos en su máquina de afeitar y entregaba luego a dicho
importador.
La oficina de Muzi, situada en los fondos de un destartalado depósito de la calle
Sedgwick en Brooklyn era bastante tétrica, Lander fue acompañado por un enorme y
hediondo griego, cuya cabeza calva reflejaba la débil luz que pendía del techo,
iluminando el camino entre un verdadero laberinto de cajones.
Lo único lujoso era la puerta, de hierro, con dos pasadores y un candado Fox. La
abertura para la correspondencia quedaba a la altura del estómago, y la tapa de hierro
podía ser cerrada con una tranca del otro lado.
Muzi era muy gordo y dejó escapar un quejido al levantar un montón de facturas
de una silla y hacerle señas a Lander para que se sentara.
—¿Puedo ofrecerle algo? ¿Un refresco, quizás?
—No.
Muzi vació el contenido de su botella de agua Perrier y sacó otra de la nevera.
Dejó caer en su interior dos tabletas de aspirinas y bebió un largo trago.
—Me dijo por teléfono que quería hablarme sobre un asunto sumamente
confidencial. Ya que no me ha dicho su nombre, ¿tendría algún inconveniente en que
lo llame Hopkins?
—En absoluto.
—Excelente. Cuando la gente habla de un asunto confidencial, señor Hopkins,
siempre se refiere a algo contrario a las leyes. Si se trata de eso, entonces no quiero
tener nada que ver con usted, ¿entendido?
Lander sacó un fajo de billetes de su bolsillo y lo depositó sobre el escritorio de
Muzi. Este no tocó el dinero, ni siquiera lo miró. Lander agarró el fajo y se encaminó
a la puerta.
—Un momento, señor Hopkins. —Muzi le hizo una seña al griego que se
adelantó y cacheo minuciosamente a Lander. Miró luego a Muzi y meneó la cabeza.
—Siéntese, por favor. Gracias, Salop. Puedes esperar afuera. —El grandote cerró
la puerta a su paso.
—Qué feo nombre —dijo Lander.
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—En efecto, pero él no conoce el significado —respondió Muzi secándose la cara
con un pañuelo. Apoyó los dedos de sus manos bajo el mentón y se dispuso a esperar.
—Tengo entendido que usted es una persona con grandes influencias —comenzó
a decir Lander.
—Soy en efecto una gran persona con influencias.
—Ciertos consejos...
—Contrariamente a lo que usted puede creer, señor Hopkins, no es necesario
recurrir a interminables circunloquios árabes al tratar con un árabe, especialmente,
porque los norteamericanos en su mayoría no poseen la sutileza como para hacerlo
interesante. Dígame qué es lo que quiere.
—Quiero que una carta llegue a manos del jefe del servicio de inteligencia de Al
Fatah.
—¿Y quién es?
—Lo ignoro. Usted puede averiguarlo. Me han informado que puede conseguir
prácticamente cualquier cosa en Beirut. La carta va a ser lacrada y cerrada en una
forma un tanto especial y debe ser entregada sin haber sido abierta.
—Sí, así lo supongo —los ojos de Muzi estaban velados como los de una tortuga.
—Usted está pensando en una carta explosiva —dijo Lander—. Pero no es eso.
Puede observarme guardar el contenido en el sobre a diez metros de distancia. Puede
cerrar la solapa del sobre y luego yo me encargaré de poner los otros sellos.
—Yo trabajo con hombres interesados en dinero. Los que están metidos en
política difícilmente pagan sus cuentas o lo matan a uno por incapaz. No creo.
—Dos mil dólares ahora y dos mil si el mensaje es entregado a satisfacción. —
Lander depositó nuevamente el dinero sobre el escritorio—. Y otra cosa. Le aconsejo
que abra una cuenta numerada en un banco de La Haya.
—¿Con qué objeto?
—Para depositar allí una buena suma de dinero de Libia si llegara a decidir
retirarse.
Hubo un largo silencio, que fue interrumpido finalmente por Lander.
—Debe comprender que esto debe ser entregado de primera intención al hombre
indicado. No debe circular por todos lados.
—Como no sé qué es lo que usted quiere, trabajaré a ciegas. Pueden hacerse
ciertas averiguaciones, pero inclusive eso puede resultar peligroso. Usted debe saber
que Al Fatah está desmembrado, dividido entre ellos mismos.
—Entrégueselo a Septiembre Negro —dijo Lander.
—¿Por cuatro mil dólares? Ni soñarlo.
—¿Cuánto, entonces?
—Será difícil realizar las averiguaciones y muy caro y aún así nunca se puede
estar seguro...
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—¿Cuánto?
—Por ocho mil dólares pagados inmediatamente, quizás accedería a hacer todo lo
posible.
—Cuatro mil ahora y cuatro mil después.
—Ocho mil dólares ahora, señor Hopkins. Después no sabré quién es usted y
nunca más volverá a poner los pies aquí.
—De acuerdo.
—Iré a Beirut dentro de una semana. No quiero que me entregue la carta hasta
inmediatamente antes de mi partida. Puede traerla aquí el 7 por la noche. Será sellada
en mi presencia. Le aseguro que no tengo el menor interés en leer su contenido.
Además de estipular el nombre real de Lander y su dirección, la carta aclaraba
que podría realizar un gran servicio para la causa de Palestina. Solicitaba encontrarse
con algún representante de Septiembre Negro en cualquier lugar del hemisferio
occidental. Adjuntaba además un giro por mil quinientos dólares para cubrir gastos.
Muzi aceptó la carta y los ocho mil dólares con una seriedad que no condescendía
con el acto. Una de sus características era que cumplía con su palabra cuando se
pagaba el precio solicitado por él.
Lander recibió al cabo de una semana, una tarjeta postal proveniente de Beirut.
No contenía mensaje alguno. Se preguntó si Muzi habría decidido abrir la carta y
obtener así su nombre y dirección.
Pasó una tercera semana. Tuvo que volar cuatro veces fuera de Lakehurst.
Durante esa semana tuvo la sensación de que lo seguían en dos oportunidades
mientras se dirigía al aeropuerto, pero no estaba completamente seguro. El jueves 15
de agosto sobrevoló Atlantic City durante la noche llevando un cartel en el que
aparecían mensajes iluminados provenientes de los paneles de luces controlados por
una computadora a ambos lados del dirigible.
Cuando regresó a Lakehurst y se introdujo en su coche advirtió una tarjeta sujeta
por la escobilla del limpiaparabrisas. Bajó algo fastidiado esperando encontrarse con
una propaganda. Examinó la tarjeta a la luz del coche. Era un vale para hacer uso de
la piscina de natación del Maxie's Swim Club, situado en las cercanías de Lakehurst.
En su dorso estaba escrito: «Mañana a las tres de la tarde; apague y encienda los faros
si la respuesta es afirmativa».
Lander echó un vistazo por el desierto aparcamiento del campo de aviación. No
vio a nadie. Encendió y apagó lo faros y se dirigió a su casa.
En Nueva Jersey existen muchos clubs privados de natación, todos bien
mantenidos y bastante caros, que ofrecen una variedad de reglas exclusivas. La
clientela de Maxie era en su mayor parte de procedencia judía, pero a diferencia de
otros, Maxie aceptaba unos pocos negros y portorriqueños siempre y cuando los
conociera. Lander llegó a la piscina a las dos y cuarenta y cinco, y se puso el traje de
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baño en un vestuario con el suelo salpicado por charquitos de agua. El sol, el
penetrante olor a cloro y el ruido de los niños lo hicieron pensar en épocas anteriores,
cuando iba a bañarse al club de oficiales acompañado de Margaret y sus hijas.
Recordaba cómo Margaret, sujetando un vaso con sus dedos arrugados por el agua,
reía echando la cabeza hacia atrás y sacudiendo su pelo negro mojado, consciente de
las miradas de los tenientes.
Lander se sentía ahora sumamente solo, algo incómodo por la blancura de su piel
y su mano desfigurada mientras avanzaba por el caliente suelo de cemento. Colocó
sus pertenencias en una canasta de alambre tejido y se la entregó al encargado del
vestuario, guardando la tarjeta de plástico para reclamarlas dentro del bolsillo de su
bañador. La piscina tenía un tono azul algo artificial y la luz del sol bailaba sobre su
superficie, hiriendo su vista.
Pensó que una piscina de natación tenía muchas ventajas. Nadie puede llevar un
arma o una grabadora, y tampoco pueden tomarse impresiones digitales a hurtadillas.
Nadó pacientemente de una punta a la otra durante media hora. Dentro de la
piscina había por lo menos quince niños con sus correspondientes salvavidas de
variadas formas y cámaras de goma. Varias parejas jóvenes jugaban con una pelota a
rayas y un musculoso muchacho estaba embadurnándose con una loción bronceadora
a un lado de la piscina.
Lander se volvió y comenzó a nadar lentamente de espaldas en dirección a la
parte más profunda, fuera del alcance de los que se zambullían. Estaba observando
una pequeña y rápida nube cuando chocó con una bañista, enredándose los brazos y
piernas de ambos, una muchacha provista de una máscara para bucear, observando
aparentemente el fondo en lugar de mirar hacia donde se dirigía.
—Lo siento —dijo chorreando agua. Lander sopló el agua que se le había metido
por la nariz y siguió nadando sin decir nada. Se quedó otra media hora más en la
piscina y luego decidió salir. Estaba por subir al borde cuantío surgió de dentro del
agua justo frente a él, la muchacha con el equipo de buceo. Se quitó la máscara y
sonrió.
—¿Se le cayó esto? Lo encontré en el fondo de la piscina. —Tenía en su mano la
tarjeta de plástico de Lander.
Lander bajó la vista y advirtió que el bolsillo de su traje de baño estaba vuelto
hacia afuera.
—Será mejor que revise su billetera y se fije si no le falta algo —le aconsejó
antes de sumergirse otra vez.
Prolijamente doblado dentro de la billetera estaba el giro que había enviado a
Beirut. Entregó la canasta nuevamente al encargado del vestuario y se reunió con la
muchacha en la piscina. Estaba tomando parte en una pelea con agua con dos niños
pequeños. Ambos se lamentaron ruidosamente cuando los abandonó. Su aspecto en el
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agua era espléndido, y Lander, que tenía frío y se sentía achicharrado dentro de su
bañador, se sintió enojado ante el espectáculo.
—Será mejor que conversemos dentro de la piscina, señor Lander —dijo
dirigiéndose hacia una parte donde el agua llegaba justo a la altura de sus pechos.
—¿Qué se supone que debo hacer, desembuchar todo el asunto aquí?
La joven lo miró fijamente mientras multicolores manchas de luz bailaban en sus
ojos. Súbitamente Lander puso su mano deformada sobre el brazo de la muchacha,
sin apartar los ojos de ella, esperando descubrir el clásico rechazo. Pero la única
reacción que vio fue una sonrisa cordial. Lo que no vio fue su reacción debajo de
agua. Volvió hacia arriba su mano izquierda con los dedos como ganchos, lista para
golpear si fuera necesario.
—¿Puedo llamarlo Michael? Yo soy Dahlia Iyad. Este es un buen lugar para
conversar.
—¿Le satisfizo el contenido de mi billetera?
—Debería estar contento de que la haya revisado. No creo que le interesara
negociar con un tonto.
—¿Qué es lo que sabe de mí?
—Sé cuál es su trabajo. Sé que fue prisionero de guerra. Que vive solo y lee hasta
altas horas de la noche y que fuma una clase de marihuana bastante mediocre. Sé que
su teléfono no está intervenido, por lo menos desde la terminal que tiene en el sótano
de la casa ni en el poste de la vereda. Pero no sé bien qué es lo que quiere.
Tendría que decírselo tarde o temprano. Aparte de su desconfianza por la mujer,
era difícil manifestarlo, tan difícil como abrirse con un psicoanalista. Muy bien.
—Quiero detonar mil doscientas libras de plástico explosivo en un estadio.
Lo miró como si hubiera reconocido penosamente una aberración sexual que ella
apreciara particularmente. Con tranquila y cariñosa compasión, y contenido
entusiasmo. Bienvenido a casa.
—No tiene el plástico ¿verdad Michael?
—No. —Miró hacia otro lado mientras le preguntaba—: ¿Puede conseguirlo?
—Es una cantidad grande. Todo depende.
Gotas de agua cayeron a su alrededor al girar bruscamente la cabeza para mirarla.
—No quiero oírle decir eso. Eso no es lo que quiero oír. Hable bien.
—Sí, tengo el convencimiento de que puede hacerlo, si puedo afirmar a entera
satisfacción de mi jefe que usted puede hacerlo y que lo hará, entonces sí podrá
conseguirle el plástico. Lo conseguiré.
—Muy bien. Me parece razonable.
—Quiero ver todo. Quiero que me lleve a su casa.
—¿Por qué no?
Pero no fueron directamente a la casa de Lander. Debía realizar un vuelo nocturno
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con una propaganda luminosa y llevó a Dahlia como acompañante. No era habitual
llevar pasajeros durante ese tipo de vuelos nocturnos ya que se quitaban la mayor
parte de los asientos en la góndola para hacer sitio para la computadora de a bordo
que controlaba las ocho mil luces diseminadas a ambos lados del dirigible. Pero
cabrían todos si se apretaban un poco. Farley, el copiloto, había molestado a todos
previamente en dos ocasiones al llevar a bordo a su novia de Florida, de modo que no
estaba en situación de protestar por tener que cederle su asiento a la joven. El y el
encargado de la computadora se relamieron al ver a Dahlia y se entretuvieron
realizando silenciosas y obscenas pantomimas en el fondo de la barquilla mientras la
muchacha y Lander no miraban.
Manhattan resplandecía en la noche como un enorme y brillante barco mientras
volaron por encima a ochocientos metros. Bajaron en dirección al círculo
resplandeciente del estadio Shea, donde los Mets jugaban un partido nocturno y los
flancos del dirigible se convirtieron en enormes y refulgentes carteles con letras que
se movían en sus costados. «No olvide hermano, contrate al veterano», rezaba el
primer mensaje. «Winston sabe a gloria...», pero este mensaje se interrumpió
mientras el técnico maldecía y luchaba contra la cinta perforada.
Dahlia y Lander se quedaron luego observando cómo el equipo del aeropuerto de
Lakehurst aseguraba al iluminado dirigible a tierra firme. Prestaron atención especial
a la góndola, mientras los hombres vestidos con monos, retiraban la computadora e
instalaban nuevamente los asientos.
Lander señaló el firme pasamanos que rodeaba la base de la cabina. La condujo
luego a la parte posterior de la barquilla para que observara cómo le quitaban el
turbogenerador que accionaba las luces. El generador es un artefacto delgado y
pesado con una forma similar a la de un pescado y que posee un fuerte sistema de
fijación en tres puntos que podría serles de gran utilidad.
Farley se les aproximó llevando en su mano la tablilla con las hojas en que hacía
las anotaciones y les dijo:
—Supongo que no pensarán quedarse aquí toda la noche.
Dahlia sonrió inexpresivamente.
—Es tan interesante.
—Ya lo creo —respondió Farley ahogando una risita y despidiéndose con un
guiño.
Un rubor coloreaba el rostro de Dahlia y sus ojos relampagueaban mientras
regresaban del aeropuerto.
Desde el primer momento puso en claro que no pretendía ninguna actuación de
ninguna clase por parte de Lander cuando llegaron a su casa. Y tuvo la precaución de
no demostrar tampoco ninguna repulsión por él. Su actitud parecía dar a entender que
había llevado allí su cuerpo porque le resultaba cómodo hacerlo. Su deferencia física
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hacia Lander era tan sutil, que no existen palabras para describirla en este idioma. Y
era muy, pero muy suave y dulce.
La situación cambiaba cuando se trataba de negocios. Lander descubrió
rápidamente que no podía intimidarla con sus conocimientos técnicos superiores.
Tenía que explicarle su plan hasta el más mínimo detalle, aclarando los términos
paulatinamente. Los desacuerdos con él eran generalmente por la forma de manejar a
la gente, descubrió que era un buen juez de las personas y sumamente experimentada
en la actuación de los hombres presionados por el miedo, y aun cuando estuviera en
total desacuerdo sobre algún punto, nunca lo recalcaba con un movimiento de su
cuerpo o con una expresión del rostro que reflejara algo más que concentración.
A medida que iban resolviéndose los problemas técnicos, en teoría, por lo menos,
Dahlia advirtió que el mayor de todos los peligros que amenazaban el proyecto era la
inestabilidad de Lander. Era una maravillosa máquina controlada por un niño
homicida. Su misión se volvió cada vez más protectora y de apoyo. Pero en ese
aspecto no le era posible basarse siempre en cálculos sino que estaba obligada a
guiarse por sensaciones.
A medida que transcurrían los días comenzó a contarle muchas cosas sobre él,
cosas inocuas que no le dolían. A veces, cuando estaba ligeramente borracho por la
tarde, censuraba interminablemente las injusticias de la marina hasta que por fin ella
se retiraba a su dormitorio alrededor de medianoche, dejándolo maldiciendo a la
televisión. Y una noche, cuando estaba sentada junto a su cama le contó una anécdota
como si estuviera haciéndole un regalo. Le explicó cuándo había visto por primera
vez un dirigible.
Era un niño de ocho años con impétigo en las rodillas, y estaba en el patio de
juegos de un colegio de provincia, cuando levantó la cabeza y vio la aeronave. Su
estructura plateada flotaba sobre el patio de la escuela, luchando para encontrar una
brecha sobre el viento, desparramando desde el aire pequeños objetos que caían a la
tierra en diminutos paracaídas: chupetines con la imagen de Baby Ruth. Michael echó
a correr siguiendo la sombra del dirigible que cubría por completo todo el patio,
mientras los demás niños corrían también detrás, afanados en recoger los chupetines.
Llegaron entonces a un campo arado del otro lado del colegio y la sombra se apartó
velozmente, ondeando sobre cada surco. Lander, que usaba pantalones cortos, se cayó
en el campo arado y se le cayeron las costras de las rodillas. Se puso nuevamente de
pie y se quedó parado mirando el dirigible hasta perderlo de vista, sujetando en su
mano un chupetín y su paracaídas, mientras hilos de sangre corrían por sus canillas.
Dahlia se acostó junto a él sobre la cama mientras estaba ensimismado en su
relato, y él se le aproximó desde el patio de juegos, con el asombro y la luz de ese
lejano día reflejados aún en su rostro.
Después perdió totalmente la vergüenza. Ella había escuchado su terrible deseo y
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lo había aceptado como propio. Lo había recibido en su cuerpo. No con marchitas
esperanzas, sino con gracia abundante. No advertía fealdad alguna en él. Sintió
entonces que ahora podría contarle cualquier cosa, y comenzó a brotar
impetuosamente todo lo que hasta entonces no podía mencionar, ni siquiera a
Margaret, especialmente a Margaret.
Dahlia lo escuchó con compasión e interesada preocupación. Jamás demostró un
dejo de disgusto o recelo, si bien aprendió a tener cuidado cuando hablaba de ciertas
cosas porque podía enfurecerse súbitamente con ella por daños que le habían hecho
otras personas. Dahlia tenía que conocer bien a Lander, y consiguió conocerlo
perfectamente, mejor de lo que jamás lo conocería cualquier otro, inclusive las
comisiones especiales que investigaron su última actuación. Los investigadores
tuvieron que basarse en pilas de documentos y fotografías, mientras sus testigos
estaban sentados rígidos en sus lugares. Dahlia lo obtuvo directamente de labios del
monstruo.
Es verdad que estudió a Lander para poder utilizarlo, ¿pero quién está dispuesto a
escuchar algo porque sí? Podría haber hecho mucho por él de no haber tenido el
crimen como objetivo.
Su franqueza total y sus propias deducciones le abrieron muchas ventanas de su
pasado. Y a través de ellas podía observar cómo se forjaba su arma...
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Su padre es pastor y su madre ocupa un cargo importante dentro de la Liga de
Padres de Familia. No es un chico rico, atractivo. Está convencido de que tiene una
falla enorme. Y hasta donde alcanza su memoria, ha tenido siempre terribles
sensaciones que no consigue comprender. No puede todavía identificar la ira y el
desprecio por uno mismo. No consigue pensar en él sino como en un niño remilgado
vestido con pantalones cortos y detesta esa imagen de su persona. A veces observa a
los otros niños de su edad jugando a los cowboys entre los arbustos. Trató de jugar
algunas veces, gritando «bang-bang» y apuntando con su dedo. Pero se siente muy
tonto. Los demás saben perfectamente bien que no es realmente un cowboy y que no
cree en el juego.
Se dirige entonces a sus compañeros de clase, cuyas edades oscilan entre los once
y doce años. Están eligiendo compañeros para jugar al fútbol. Se para en el grupo y
espera. No es tan malo ser el último elegido, siempre y cuando lo elijan a uno. Ha
quedado solo entre los dos bandos. Pero no lo eligen. Se fija en cuál equipo fue el
último en elegir y se dirige al otro. Puede verse caminar hacia ellos. Le parece estar
viendo sus rodillas huesudas bajo sus pantalones cortos y se da cuenta que están
hablando de él en el grupo. Le dan la espalda. No puede suplicar que lo dejen jugar.
Se aleja de ellos sintiendo un fuego en su cara. No existe ningún lugar dentro del
campo de juegos donde pueda perderse de vista.
Como buen sureño, Michael tiene bien grabado el Código. Un hombre lucha
cuando lo llaman. Un hombre debe ser duro, derecho, honrado y fuerte. Debe saber
jugar al fútbol y le debe gustar cazar, y se guardará muy bien de hablar en términos
vulgares frente a las damas, si bien hablará de ellas en términos lascivos con sus
amigos.
Cuando se es niño, el Código sin los correspondientes avíos puede llegar a ser
mortal.
Michael aprendió a no pelear contra los niños de doce años siempre que pueda
evitarlo. Lo acusan entonces de ser un cobarde. Y lo cree. Es distinto y no ha
aprendido a disimularlo. Le dicen que es una mujercita. Piensa que quizás eso sea
verdad.
Terminó de leer su trabajo frente a la clase. Sabe cómo será el aliento de Junior
Atkins contra su cara. La maestra le dice a Michael que es un gran «ciudadano
estudiante». Pero no comprende por qué vuelve la cara.
Michael Lander ha decidido jugar al fútbol. Está en décimo grado y sus padres
ignoran la decisión que ha tomado. Pero siente que tiene que hacerlo. Quiere tener la
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misma deliciosa sensación que sienten sus compañeros por el deporte. Siente
curiosidad por su persona. El uniforme lo vuelve maravillosamente anónimo. No
consigue pensar que es él, cuando se lo pone. El décimo grado es un poco tarde para
empezar a jugar al fútbol, y tiene mucho que aprender. Ante su gran sorpresa los otros
son tolerantes con él. Después de unos cuantos días de práctica, los otros descubren
que si bien es un novato en el juego, es capaz de pegar y quiere aprender de ellos. Es
un momento feliz para él. Dura una semana. Sus padres descubren que está jugando
al fútbol. Odian al entrenador, un hombre sin fe que, según se rumorea, guarda
bebidas alcohólicas en su casa. El reverendo Lander forma parte actualmente de la
junta de directores del colegio. Los Lander llegan al campo de juego en su Kaiser.
Michael no los ve hasta que oye que lo llaman. Su madre se acerca por uno de los
flancos, caminando con paso firme por el césped. El reverendo espera dentro del
coche.
—Quítate ese disfraz.
Michael simula no oír. Está jugando como zaguero de línea y los demás están
juntos en el serum. Asume su puesto. Cada mata de césped se destaca nítidamente
ante sus ojos. El tackle frente a él tiene una marca roja en la pantorrilla.
Su madre se aproxima por el costado. Cruza la línea demarcatoria. Se acerca.
Setenta kilos de furia contenida.
—Te dije que te quitaras ese disfraz y subieras al coche.
Michael pudo haberse salvado en ese momento. Pudo haberle gritado a su madre
frente a todos. El entrenador podía haberlo salvado, de haber sido más rápido y temer
menos por su puesto. Michael no puede permitir que los otros sigan presenciando ese
espectáculo. No puede seguir más con ellos después de esto. Están intercambiando
miradas entre ellos con expresiones que no puede tolerar. Se dirige corriendo hacia la
casa prefabricada que utilizan como vestuario. Se oyen risas a sus espaldas.
El entrenador tiene que hablar dos veces con los muchachos para reanudar la
práctica.
—De todos modos, no nos hace falta ningún nenito de su mamá —explica.
Michael se mueve con gran precisión dentro del vestuario, dejando su equipo
cuidadosamente doblado sobre el banco con la llave del armario encima. Siente
solamente un embotamiento en su interior, pero ninguna ira aparente.
Mientras regresa a su casa en el Kaiser de sus padres, debe escuchar una serie de
improperios. Responde que sí, que comprende cómo ha abochornado a sus
progenitores y que debía haber pensado en los demás. Asiente solemnemente cuando
le recuerdan que debe cuidar sus manos para el piano.
Julio 18 de 1948:
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Michael Lander está sentado en el porche de atrás de su casa, una modesta parroquia
junto a la iglesia bautista de Willett. Está arreglando una máquina de cortar césped.
Gana unos pocos centavos arreglando ese tipo de máquinas y otras herramientas. A
través del alambre tejido puede ver a su padre recostado sobre una cama, con las
manos detrás de la cabeza, escuchando la radio. Cuando piensa en su padre, Michael
ve inmediatamente sus manos blancas e inútiles, en cuyo dedo anular lleva el anillo
de la Cumberland-Macon Divinity School. En el Sur, como en muchos otros lugares,
la Iglesia es una institución de, por y para mujeres. Los hombres la toleran en pro de
la paz de sus familias. Los miembros masculinos de la comunidad no sienten respeto
alguno por el reverendo Lander porque nunca trabajó en una cosecha y nunca hizo
nada práctico. Sus sermones son aburridos y vagos, compuestos mientras el coro
canta el himno del ofertorio. El reverendo Lander pasa gran parte del tiempo
escribiendo cartas a una muchacha que conoció cuando iba al colegio secundario.
Nunca las envía, las guarda cuidadosamente en una cajita de lata en su escritorio. La
combinación del candado es sumamente sencilla. Hace años que Michael lee las
cartas. Nada más que para divertirse un poco.
La pubertad ha transformado notablemente a Michael. A los quince años es un
muchacho alto y delgado. Con considerable esfuerzo ha conseguido aprender a
realizar mediocres tareas en el colegio. Y contrariamente a lo que parecía, ha
desarrollado una personalidad agradable. Conoce el chiste del loro pelado y lo cuenta
con gracia.
Una muchacha pecosa dos años mayor que él, ayudó a Michael a descubrir que es
un hombre. Lo que representa para él un gran alivio después de oírse llamar «un tipo
raro», con ninguna evidencia para poder juzgar si pertenecía a uno u otro bando.
Pero al mismo tiempo que Michael Lander alcanzaba la madurez, una parte de su
ser permanecía a un lado, fría y observadora. Es la misma parte que reconoció la
ignorancia de sus compañeros de clase, que constantemente repite pequeñas viñetas
de los grados haciendo fruncir al nuevo rostro, que se empeña en proyectar la imagen
del poco agraciado niño de escuela en los momentos de gran tensión y que puede
abrir ante él un gran vacío al ver amenazada su nueva imagen.
El pequeño escolar encabeza una cohorte de ira, sabe todas las veces la respuesta,
y su credo es Dios los Maldiga a Todos. Lander funciona muy bien a los quince años.
Un observador especializado podría advertir quizás algunas pocas cosas de él que
podrían denotar sus sentimientos, pero que no son en sí muy sospechosas. No tolera
competencias personales. Nunca ha experimentado inclinaciones hacia esa agresión
controlada que nos permite sobrevivir a casi todos. No tolera ni siquiera juegos de
salón, le es imposible jugar a ningún juego de cartas tampoco. Comprende
objetivamente el significado de una limitada agresión pero no puede tomar parte en
ella. Desde el punto de vista emocional, no existe para él término medio entre una
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atmósfera agradable, no competitiva y una guerra total a muerte con el cadáver
profanado y quemado. Por eso es que no tiene ninguna válvula de escape y ha
tolerado el veneno durante más tiempo de lo que muchos podrían haberlo soportado.
A pesar de que repite una y otra vez que detesta la Iglesia reza numerosas veces
durante el día. Está convencido de que sus oraciones tendrán más éxito si adopta
ciertas posiciones. Tocarse la rodilla con la frente es una de las más efectivas. Cuando
le es necesario hacerlo en público inventa una artimaña para que no sea tan notorio.
Dejar caer algo debajo de la silla y agacharse para recogerlo es una buena
estratagema. Las oraciones formuladas en los umbrales o al tocar la cerradura de las
puertas son también mucho más eficaces. Reza a menudo por personas que aparecen
súbitamente como chispazos en su mente varias veces en el día dejándolo agotado. Y
sin quererlo y a pesar de sus renovados esfuerzos por impedirlo, mantiene a menudo
diálogos interiores mientras está despierto. En estos momentos está dialogando:
Michael se vuelve hacia atrás para tocar la cerradura de la puerta de alambre tejido.
Toca la rodilla con su frente. Se concentra luego en la cortadora de césped. Está
ansioso por terminar ese trabajo. Está ahorrando dinero para pagarse unas lecciones
de piloto.
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verdadero don para trabajar en las máquinas. Esto se convirtió en una pasión sólo
cuando descubrió las que lo rodeaban, y que se transformaron así en parte de él.
Cuando estaba dentro de ellas, olvidaba completamente al pequeño escolar.
La primera de todas fue un Piper Cub en un campo de aterrizaje de césped. Al
hacerse cargo de los controles perdió completamente de vista a Lander, y veía en
cambio el pequeño avión inclinarse, perder velocidad y caer en picada y la gracia y
fuerza de esos movimientos era también suya y podía sentir el viento sobre la
máquina y sentirse libre a su vez.
Lander entró en la Marina a los dieciséis años y nunca más volvió a su casa. No
fue aceptado en la escuela de vuelo la primera vez que se presentó y durante la guerra
de Corea tuvo a su cargo el manipuleo de armamentos en el transporte Coral Sea. En
una fotografía de su álbum aparece frente al ala de un Corsair, junto a un grupo de
tripulantes detrás de una pila de bombas de fragmentación. Los demás miembros de
la tripulación sonríen y están abrazados unos a otros. Lander no sonríe. Tiene en su
mano una espoleta.
El 1.° de junio de 1953, Lander despertó en el cuartel de Lakehurst, Nueva Jersey,
poco después del amanecer. Llegó a su nuevo destino a medianoche y necesitaba
darse una ducha fría para despertarse. Luego se vistió cuidadosamente. La Marina le
había hecho mucho bien. Le gustaba el uniforme, le gustaba como le quedaba y el
anonimato que le brindaba. Era competente y fue aceptado. Ese día debía presentarse
para realizar su nuevo trabajo que consistía en el manejo de detonadores que actuaban
a presión en las cargas submarinas que estaban preparándose para realizar
experimentos con armas antisubmarinas. Como a muchos hombres con ocultas
inseguridades, le encantaba la nomenclatura de las armas.
Se dirigió esa fresca mañana hacia el sector reservado para los armamentos,
mirando curiosamente a su alrededor descubriendo un montón de cosas que no había
visto en la oscuridad. Ahí estaban los hangares gigantescos donde se guardaban los
aviones. Las puertas del más próximo a él comenzaron a abrirse con estrépito. Lander
controló la hora en su reloj y se detuvo a observar. La nariz apareció lentamente y
luego el resto del fuselaje. Era un ZPG-1, con capacidad de un millón de pies cúbicos
de helio. Nunca había visto uno tan de cerca. Trescientos veinticuatro pies de metal
plateado iluminado por el fuego rojo del sol naciente. Cruzó corriendo la pista de
asfalto. La tripulación de tierra estaba atareada debajo de la máquina. Uno de los
motores de babor rugió y una nube de humo azul quedó suspendida en el aire detrás.
A Lander no le interesaba armar dirigibles con cargas de profundidad. No quería
trabajar en ellos o ayudar a empujarlos afuera o dentro del hangar. Lo único que veían
sus ojos era el tablero de controles.
Pasó holgadamente el siguiente examen para entrar en la escuela de oficiales.
Doscientos ochenta reclutas se presentaron a la prueba una calurosa tarde de julio de
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1953. Lander obtuvo el primer lugar. Esa puntuación le sirvió para poder elegir entre
varias posibilidades. Se decidió por las aeronaves.
La dimensión del sentido kinestético para controlar máquinas voladoras nunca ha
sido explicada satisfactoriamente. Algunos son titulados como «aptos», pero el
término es inadecuado. Mike Hailwood el gran corredor de motocicletas es «apto».
Como podría atestiguarlo también cualquiera que haya visto a Betty Skelton realizar
acrobacias con su pequeño biplano. Lander era apto. Al frente de los controles de un
dirigible, libre de sí mismo, tenía una seguridad y decisión a prueba de presiones.
Mientras volaba, parte de su mente podía adelantarse, estudiando las probabilidades y
los problemas subsiguientes.
En 1955, Lander era uno de los más eficientes pilotos de dirigibles en el mundo
entero. En diciembre de ese mismo año, ocupó el puesto de segundo oficial en una
serie de azarosos vuelos desde la base de la marina en South Weymouth,
Massachusetts, experimentando los efectos del hielo acumulado durante malas
condiciones atmosféricas. Esos vuelos hicieron acreedora a la tripulación al Harmon
Trophy de ese año.
Y entonces apareció Margaret. La conoció en el mes de enero en el club de
oficiales en Lakehurst, donde se lo consideraba como una celebridad de resultas de
los vuelos desde South Weymouth. Fue el comienzo del mejor año de su vida.
Margaret tenía veinte años, era bonita y acababa de salir de la universidad de
West Virginia. Lander el héroe, con su uniforme inmaculado, la conquistó
inmediatamente. Aunque parezca extraño, fue el primer hombre en su vida y si bien
el poder enseñarla fue motivo de gran satisfacción, ese recuerdo le dificultó
muchísimo todo, más adelante, cuando sospechó que tenía otros hombres.
Se casaron en la capilla de Lakehurst, cuya placa conmemorativa había sido
hecha con los restos del dirigible Akron.
Lander llegó a definirse en base a Margaret y su profesión. Pilotaba el dirigible
más grande, más largo y más esbelto de todo el mundo. Pensaba que Margaret era la
mujer más bonita de todo el mundo.
¡Qué diferente era a su madre! Cuando a veces se despertaba después de haber
estado soñando con su madre, se quedaba mirando a Margaret durante un buen rato,
admirándola al tiempo que constataba sus diferencias físicas.
Tenían dos hijos y durante el verano iban a la costa de Nueva Jersey con su barco.
Pasaron momentos muy agradables. Margaret no era una persona muy suspicaz, pero
gradualmente comenzó a darse cuenta de que Lander no era exactamente lo que ella
había pensado. Ella necesitaba un considerable y constante grado de aliento, pero él
oscilaba entre los extremos en su trato. A veces era terriblemente solícito. Pero
cuando había sufrido un inconveniente en su trabajo o en su casa, se volvía frío y
lejano. A veces demostraba rasgos de crueldad que la aterrorizaban.
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No podían discutir sus problemas. El adoptaba una modesta y pedante actitud o se
negaba a hablar. Les había sido negada la catarsis de una ocasional pelea.
En los primeros años de la década del 60 pasaba la mayor parte del tiempo
pilotando el gigantesco ZPG-3W. No se había construido hasta entonces ninguna
aeronave de tipo flexible de ciento veinte metros. La antena del radar de doce metros
que giraba en su interior constituía un enlace clave dentro del primitivo sistema de
alarma del país; Lander estaba feliz y su comportamiento en familia era
idénticamente bueno. Pero la expansión de la Distant Early Warning Line, la «DEW
Line» de instalaciones permanentes de radar, estaba restándole importancia al papel
de las aeronaves en el plan de defensa, y en 1964 llegó el fin de la carrera de Lander
como piloto de dirigibles de la Marina. Su grupo fue desmembrado, las aeronaves
desarmadas y le fue asignado un trabajo en tierra firme en la Administración.
Su comportamiento con Margaret se deterioró ostensiblemente. Hirientes
silencios se producían durante las horas que estaban juntos. Por las noches la sometía
a un interrogatorio sobre sus actividades del día. Era realmente inocente. Pero él se
negaba a creerlo. Se volvió físicamente indiferente hacia ella. A fines de 1964 sus
actividades durante el día dejaron de ser inocentes. Pero más buscaba cariño y
amistad que sexo.
Lander se ofreció como voluntario para pilotar helicópteros durante la
prolongación de la guerra de Vietnam y fue rápidamente aceptado. Su entrenamiento
sirvió para distraerlo. Estaba en el aire una vez más. Le compró a Margaret regalos
muy caros. Ella se sentía incómoda e intranquila al aceptarlos, pero con todo, eso era
mejor que la forma en que se había comportado antes.
Durante su último permiso antes de embarcarse hacia Vietnam fueron a pasar
unos días a las Bermudas. Si bien la conversación de Lander estaba saturada de
aburridos tecnicismos sobre los helicópteros, se mostró por lo menos más atento y a
veces inclusive cariñoso. Margaret respondió. Lander pensó que nunca la había
querido tanto.
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con qué. —Lander podía encontrar a la tripulación del Phantom en el agua por su
sistema de guía a la base, pero quería ahorrar el mayor tiempo posible—. Señor
Dillon —dijo el artillero—, descenderemos y usted estará mirando hacia la tierra.
Parece que no hay amigos cerca. Los botes que no son de goma no son nuestros.
La voz del piloto del Phantom resonaba claramente en sus audífonos.
—Mixmaster, tengo otro principio de incendio y el avión se está llenando de
humo. Vamos a usar los asientos eyectores —le comunicó las coordenadas y su voz
se perdió antes de que Lander pudiera repetirlas para confirmarlas.
Lander sabía lo que estaba pasando: los dos hombres que integraban la tripulación
del Phantom estaban bajando las viseras de sus cascos, haciendo volar el techo de la
cabina, saliendo proyectados hacia el aire frío, dándose la vuelta en sus asientos
eyectables, cayéndose los asientos y luego la sacudida y el frío descenso hacia la
oscura jungla.
Enfiló el gran helicóptero hacia la tierra, con sus paletas golpeando el pesado aire
marino. En ese momento tenía dos posibilidades. Esperar a tener protección aérea,
quedándose allí dando vueltas, tratando de establecer contacto con los otros por la
radio, esperando protección, o lanzarse directamente al rescate.
—Allí está, señor —dijo el copiloto señalando.
Lander vio una lluvia de fuego, una milla tierra adentro, producida por el estallido
del Phantom en el aire. Estaba sobre la playa cuando recibió la señal. Pidió
protección aérea pero no se quedó esperándola. El helicóptero descendió sobre la
tupida selva con sus luces apagadas.
Una luz se encendió y se apagó en el estrecho camino cubierto de piedras. Los
pilotos que estaban en tierra habían tenido la buena idea de señalarle una zona para
poder bajar. Las hileras de árboles a ambos lados del camino dejaban espacio
suficiente para el helicóptero. Más rápido sería aterrizar que tratar de levantarlos uno
por uno con el gancho. Tocó tierra entre los grupos de árboles, haciendo tumbarse las
matas de hierba a ambos lados del camino y de repente la oscuridad se llenó de luces
naranjas y una ráfaga de ametralladoras perforó el fuselaje a su alrededor. Salpicado
por la sangre del copiloto, cayó hacia un lado meciéndose desesperadamente, rodeado
por el olor a goma quemada.
La jaula de bambú no era lo suficientemente grande como para que Lander
pudiera acostarse en su interior. Su mano había sido destrozada por una bala y el
dolor era constante y terrible. Deliraba la mayor parte del tiempo. Sus captores no
tenían nada con qué curarlo excepto un poco de polvo de sulfamidas de un viejo
botiquín francés. Arrancaron una delgada plancha de madera de un cajón y le
vendaron la mano contra la tabla. La herida latía constantemente. Después de pasar
tres días en la jaula, fue obligado a caminar hasta Hanoi, empujado por esos hombres
pequeños y delgados. Estaban vestidos con unos sucios pijamas negros y portaban
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unos limpios y relucientes rifles automáticos AK- 47.
Lander pasó el primer mes de reclusión en Hanoi enloquecido por el dolor de su
mano. Compartía la celda con un navegante de la Fuerza Aérea, un compasivo
exmaestro de zoología llamado Jergens. Este le ponía paños húmedos en la mano
herida y trataba de consolarlo lo mejor que podía, pero Jergens había estado preso
desde hacía mucho tiempo y se encontraba a su vez muy inestable emocionalmente.
Treinta y siete días después que llegara Lander, el estado de Jergens empeoró.
Comenzó a gritar constantemente y tuvieron que llevárselo. Lander lloró cuando se
fue.
En la tarde de la quinta semana apareció en su celda un médico vietnamita
llevando un maletín negro. Lander se apartó de él. Pero lo agarraron los guardias y lo
sujetaron mientras el médico le inyectaba un poderoso anestésico local en su mano.
La sensación de alivio fue como si corriera sobre su cuerpo un chorro de agua fresca.
Durante la hora siguiente, mientras estaba en condiciones de pensar, le ofrecieron un
trato.
Le explicaron que en la República Democrática de Vietnam los recursos médicos
terapéuticos eran muy limitados, inclusive para curar a sus propios heridos. Pero le
conseguirían un cirujano que le arreglara su mano y drogas para calmar sus dolores si
firmaba una confesión reconociendo sus crímenes de guerra. Lander sabía muy bien
que si no le arreglaban debidamente ese montón de carne y huesos destrozados que
colgaban del extremo de su brazo, perdería la mano y probablemente el resto del
brazo. Nunca más podría volver a volar. No creía que una confesión firmada bajo
esas circunstancias pudiera ser considerada seriamente en su país. Y aún así, prefería
conservar su mano más que la buena opinión de la gente. Estaba empezando a pasarse
el efecto de la anestesia. El dolor comenzaba a hacerse sentir nuevamente en el brazo.
Dijo que sí.
No estaba preparado para lo que vino después. Cuando vio el atril y el cuarto
lleno de prisioneros sentados como en una clase, cuando le dijeron que debía leerles
su confesión, se quedó helado.
Lo empujaron a una antecámara. Una mano poderosa que olía a pescado le cerró
la boca mientras un guardia le retorcía los metacarpos. Casi se desmayó. Asintió
vehementemente, luchando contra la mano que le cerraba la boca. Le dieron otra
inyección mientras le ataban la mano ocultándola dentro de su chaqueta.
Leyó el papel, pestañeando por la luz de los reflectores mientras giraba la
filmadora.
En primera fila estaba sentado un hombre con el cuero cabelludo coriáceo y
cubierto de cicatrices como un halcón desplumado. Era el coronel Ralph DeJong, el
oficial norteamericano de más alto grado en el campo de prisioneros Plantation; el
coronel DeJong había cumplido doscientos cincuenta y ocho días de reclusión
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solitaria. Cuando Lander terminó de leer su confesión, el coronel DeJong exclamó
súbitamente con una voz potente que resonó en todo el cuarto:
—Son mentiras.
Dos guardias se abalanzaron inmediatamente sobre DeJong y lo arrastraron fuera
del cuarto. Lander tuvo que leer el final una segunda vez. DeJong pasó cien días en
reclusión solitaria con raciones reducidas.
El Vietcong se ocupó de curarle la mano a Lander en un hospital situado en los
suburbios de Hanoi, un edificio grande, totalmente blanqueado a la cal por dentro,
con cortinas de cañas cubriendo las aberturas donde habían sido voladas las ventanas.
No hicieron un trabajo fino. El cirujano de ojos enrojecidos que se ocupó de Lander
no poseía conocimientos suficientes de cirugía estética para solucionar el problema
de esa araña roja sujeta sobre su mesa y tenía pocos remedios. Pero poseía alambre de
acero inoxidable y ligaduras y paciencia y con el tiempo la mano recobró el
movimiento. El médico hablaba inglés y practicaba este idioma con Lander en
terriblemente aburridas conversaciones mientras realizaba su trabajo.
Lander, desesperado por distraerse, mirando a cualquier lugar que no fuera su
mano mientras le hacían las curas, descubrió un viejo resucitador de fabricación
francesa, evidentemente en desuso, tirado en un rincón del quirófano. Funcionaba con
un motor de corriente directa provisto de un volante excéntrico que accionaba los
fuelles. Con voz entrecortada por el dolor, preguntó si funcionaba.
El médico le dijo que el motor se había quemado. Nadie sabía arreglarlo.
Tratando de concentrar su atención en cualquier cosa que le distrajera del dolor,
Lander comenzó a hablar sobre dínamos y rebobinamientos. Gotas de sudor corrían
por su cara.
—¿Podría arreglarlo? —El doctor tenía el ceño fruncido. Estaba atando un
pequeño nudo. Un nudo que no era mayor que la cabeza de una hormiga colorada, ni
que la pulpa de un diente, pero más grande que el sol resplandeciente.
—Sí —respondió Lander hablando sobre alambre de cobre y bobinas, algunas de
sus palabras cortadas por la mitad.
—Bueno —acotó el médico—. Terminé con usted por el momento.
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ojos de los mártires. No había emitido juicio alguno sobre Lander hasta que lo vio en
una celda con un carrete de alambre de cobre, rebobinando el dínamo de un motor
norvietnamita, y junto a él un plato en el que podían verse espinas de pescado.
El coronel DeJong hizo correr la voz y Lander recibió el tratamiento del silencio
en el campamento. Se convirtió en un paria.
Lander no pudo nunca valerse de su habitual grado de habilidad manual para
presionar en el débil sistema de defensas que le permitía sobrevivir. Su vergüenza
frente a los otros prisioneros, la aislación que debió soportar luego, todo eso era un
resurgimiento de los malos tiempos. El único que se dignaba hablarle era Jergens,
pero Jergens estaba muy a menudo en reclusión solitaria. Era encerrado cada vez que
no podía dejar de gritar.
Debilitado por su herida, enfermo de malaria, Lander quedó reducido a sus dos
antagónicas personalidades: el niño, odiado y lleno de odio y el hombre que había
creado a imagen de lo que quería ser. Se reanudaron los viejos diálogos en su cabeza,
pero la voz del hombre, la de la cordura seguía siendo la más fuerte. Permaneció en
ese estado durante seis años. Fue necesario algo más que la prisión para que Lander
aflojara y permitiera que el niño le enseñara al hombre a matar.
Le enseñaron una carta de Margaret durante la última Navidad que pasó en el
campamento de prisioneros. Le contaba que tenía un trabajo. Los niños estaban muy
bien. Le enviaba una fotografía en la que estaba con los niños frente a la casa. Los
chicos habían crecido. Margaret estaba un poco más gordita. En primer plano podía
verse la sombra de la persona que había tomado la fotografía. Caía sobre las piernas
de sus familiares. Lander se preguntó quién habría tomado la fotografía. Miraba más
esa sombra que a su esposa e hijos.
Lander fue conducido a bordo de un C-141 de la fuerza aérea en Hanoi el 15 de
febrero de 1973. Un asistente le colocó el cinturón de seguridad. No miró hacia
afuera por la ventanilla.
El coronel DeJong estaba a bordo del mismo avión, pero era difícil reconocerlo.
Tenía la nariz rota y le habían arrancado los dientes a patadas durante los dos últimos
años al intentar dar una demostración de no cooperación a sus hombres. Ahora estaba
dando otra demostración ignorando a Lander. Si éste lo advirtió, no dio señales de
ello. Estaba delgado y pálido y en cualquier momento podía sufrir una crisis de
malaria. El médico de la fuerza aérea que estaba en el avión no lo perdía de vista. Un
carrito con refrescos era empujado permanentemente de una punta a otra del pasillo.
Varios oficiales habían sido enviados en el avión para conversar con los
prisioneros de guerra que tuvieran ganas de hablar. Uno de éstos estaba sentado junto
a Lander. Pero Lander no tenía ganas de conversar. El oficial le señaló el carrito con
comida. Lander cogió un sándwich y le dio un mordisco. Masticó varias veces y
luego escupió el bocado en la bolsita de papel. Guardó el resto del sándwich en el
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bolsillo. Acto seguido cogió otro sándwich y lo guardó también en un bolsillo.
El oficial que estaba sentado junto a él se apresuró a asegurarle que los sándwich
no escasearían pero luego se interrumpió. Le palmeó entonces el brazo. Pero no
obtuvo respuesta.
El avión llegó a Clark, base de la fuerza aérea en las Filipinas. Los esperaban una
banda de música y el comandante de la base. Había cámaras de televisión listas para
filmar el recibimiento. El primero en bajar del avión iba a ser el coronel DeJong.
Caminó por el pasillo en dirección a la puerta, vio a Lander y se detuvo. La ira se
reflejó durante un instante en el rostro de DeJong. Lander lo miró y desvió
rápidamente la vista. Estaba temblando. DeJong abrió la boca, pero luego su
expresión se suavizó casi imperceptiblemente y prosiguió caminando en medio de los
vítores hacia el sol.
Lander fue llevado a St. Alban's, hospital de la marina en Queens. Allí comenzó a
escribir un diario, pero ese proyecto no duró mucho. Escribía lenta y cuidadosamente.
Tenía miedo que de hacerlo más deprisa la pluma se le escapara de las manos y
escribiera algo que no quería ver.
Las siguientes son las primeras cuatro anotaciones:
Estoy en libertad. Margaret vino a verme todos los días durante la primera
semana. En esta segunda vino tres veces. Los otros días le tocaba llevar a las
chicas al colegio. Margaret está bien pero no como yo la recordaba en
Vietnam. Da la sensación de que está siempre satisfecha. Trajo a las chicas
dos veces. Hoy estuvieron de visita. Todo lo que hicieron fue quedarse
sentadas mirándome y mirando el cuarto. Mantuve la mano oculta debajo de
las sábanas. No tienen mucho con qué distraerse en el hospital. Pueden ir al
comedor y tomar una gaseosa. Debo recordar que tengo que conseguir
cambio. Margaret tuvo que darles el dinero. Supongo que debo parecerles un
bicho raro. Margaret es muy buena y tiene mucha paciencia y las chicas le
hacen caso. Anoche soñé otra vez con la Comadreja y estaba un poco
distraído cuando conversaba con ellas. Margaret se ocupó de mantener la
conversación.
Los médicos dicen que tengo malaria falciparum y por eso es que las fiebres
no son regulares. Me están tratando con cloroquinina, pero no surte efecto
inmediatamente. Hoy tuve un ataque de fiebre mientras estaba Margaret. Se
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ha cortado el pelo. No le queda muy bien pero huele deliciosamente. Me
sujetó mientras temblaba. Se mostró afectuosa pero apartó su cara. Espero no
oler mal. Quizás sean mis encías. Tengo miedo de que Margaret oiga algún
comentario. Espero que no vea nunca la película.
Buenas noticias. Los médicos afirman que mi mano está dañada solamente
en un diez por ciento. No debería afectar mi condición de piloto. Margaret y
las chicas van a tener que verla tarde o temprano.
Jergens está al final del pasillo. Espera poder trabajar nuevamente como
maestro. Pero está en muy mal estado. Fuimos compañeros de celda
exactamente dos años, según me parece. El dice que fueron setecientos
cuarenta y cinco días. Está soñando también. A veces con la Comadreja. Tiene
que tener abierta la puerta de su cuarto. Esa larga reclusión solitaria fue la que
lo arruinó. No querían creer que no gritaba a propósito todas las noches en su
celda. La Comadreja lo insultó y llamó al general Smegma. Su verdadero
nombre era capitán Lebrón Nhu, no debo olvidarlo. Mitad francés y mitad
vietnamita. Empujaron a Jergens contra la pared y lo abofetearon y lo
siguiente es lo que dijo Jergens:
—Varias especies de plantas y animales son portadores de factores letales
que, cuando son homocigóticos, detienen en cierto momento el desarrollo del
individuo y éste muere. Un caso conspicuo es el de la raza amarilla de la rata
casera, mus musculus, cuyas crías no son iguales. Esto debería interesarle,
Smegma (Ahí fue cuando comenzaron a arrastrarlo fuera de la celda). Si una
rata amarilla se aparea con una no-amarilla (Jergens se aferraba a los barrotes
en ese momento y la Comadreja salió de la celda para patearle los dedos), la
mitad de la cría es amarilla y la otra mitad no, proporción que debe esperarse
al unir un animal heterocigótico amarillo, con un recesivo homocigótico, que
no sea amarillo, como por ejemplo el acutí, pequeño y voraz roedor, de patas
largas, semejante a un conejo pero con orejas más pequeñas. Si se unen dos
amarillos, las crías serán dos amarillas y una de otro color, pero la proporción
que debería resultar sería de un amarillo puro a dos amarillos heterocigóticos
y uno no amarillo. (Le sangraban las manos y seguía gritando mientras lo
arrastraban por el pasillo.) Pero, el amarillo homocigótico muere siendo un
embrión. Y ése es usted, Smegma. La gallina rastrera con patas cortas y
torcidas se comporta genéticamente como la rata amarilla.
Jergens pasó seis meses de reclusión solitaria por eso y perdió los dientes
de resultas de su dieta alimenticia. Había grabado todo lo referente a las ratas
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amarillas sobre las tablas de su catre y yo me entretenía leyéndolo después de
que se fue.
Pero no voy a seguir pensando en eso. Sí, seguiré haciéndolo. Puedo
decirlo para mí mismo durante las otras cosas. Tengo que levantar este
colchón y fijarme si alguien ha dejado algo grabado en las tablas.
El regreso de Lander fue muy difícil para Margaret. Se había organizado una nueva
vida con gente nueva durante su ausencia y tuvo que interrumpir ese ritmo para
llevarlo de vuelta a casa. Es muy probable que lo hubiera abandonado si hubiera
regresado durante su último período en 1968, pero no quiso iniciar un juicio de
divorcio mientras estaba preso. Trató de ser justa y no podía soportar la idea de
dejarlo mientras estaba enfermo.
El primer mes fue espantoso. Lander estaba muy nervioso y sus píldoras no
resultaban siempre eficaces. No toleraba tener las puertas cerradas con llave, ni
siquiera de noche, y rondaba por la casa hasta altas horas verificando que estuvieran
abiertas. Abría la nevera veinte veces al día para comprobar que estaba llena de
comida. Las chicas eran amables con él pero generalmente hablaban sobre personas
que no conocía.
Recuperó fuerzas progresivamente y comenzó a hablar de retornar al servicio
activo. La historia médica del St. Alban's registró un aumento de peso de seis kilos en
los dos primeros meses.
Los archivos del juez y abogado general del departamento de la marina indican
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que Lander fue convocado a una audiencia a puerta cerrada el 24 de mayo para
responder a acusaciones de colaboración con el enemigo presentadas por el coronel
Ralph DeJong.
La transcripción de dicha audiencia señala que inmediatamente después de la
proyección de la Prueba Siete, que consistía en una película de propaganda
norvietnamita, la audiencia fue suspendida durante quince minutos a petición del
acusado. Inmediatamente después se oyeron las declaraciones del acusado y del
coronel DeJong.
La transcripción de la audiencia registra que en dos oportunidades el acusado se
dirigió al tribunal como «mamá». Mucho tiempo después esas citas fueron
consideradas por la comisión investigadora como errores tipográficos de la
transcripción.
Los oficiales que integraban el tribunal se mostraron indulgentes con el acusado
en vista de sus excepcionales antecedentes previos a la captura y su condecoración
por lanzarse al rescate de la tripulación del avión derribado, lo que derivó en su
prisión.
Un memorándum firmado por el coronel DeJong está agregado a la transcripción.
Manifiesta que está dispuesto a abandonar los cargos «para el beneficio del servicio»
en vista del deseo expresado por el Departamento de Defensa de evitar propaganda
adversa en relación al comportamiento de los prisioneros de guerra.
Las alternativas eran renunciar o un consejo de guerra. Lander no se sentía capaz
de soportar nuevamente la exhibición de la película.
Una copia de su renuncia a la marina de los Estados Unidos fue agregada a la
transcripción.
Lander salió de la sala de audiencias totalmente atontado. Tenía la sensación de
que le habían arrancado uno de sus miembros. Iba a tener que contárselo a Margaret
pronto, y si bien ella nunca había mencionado la película, tendría que saber las
razones de su renuncia. Deambuló sin rumbo por Washington, solitaria figura en un
día primaveral, elegantemente vestido con el uniforme que nunca más podría volver a
llevar. La película seguía proyectándose en su cabeza. Figuraban todos los detalles,
excepto quizás, que su uniforme de prisionero de guerra había sido reemplazado por
pantalones cortos. Se sentó en un banco cerca de la Elipse. No quedaba muy lejos del
puente que conducía a Arlington, ni del río. Se preguntó para sus adentros si el
empleado de la funeraria le cruzaría las manos sobre el pecho. Se preguntó si podría
escribir una nota solicitando que pusieran encima la mano sana. Se preguntó si la nota
se desintegraría dentro del bolsillo. Miraba el monumento a Washington sin verlo. Lo
veía con la visión especial de un suicida, el monumento dentro de un círculo brillante,
como la guía del retículo de una mira telescópica. Algo se movió dentro del campo de
visión, atravesando el círculo brillante, adelante y detrás del retículo punteado.
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Era el dirigible plateado de su niñez, el dirigible de Aldrich. Podía verlo
meciéndose suavemente por el viento detrás del punto fijo que constituía el
monumento, y se aferró del borde del banco como si fuera el timón de profundidad.
La aeronave giraba, cada vez más rápidamente al recibir el viento del lado de estribor,
desviándose ligeramente por su impulso. Lander se sintió invadido de nuevas
esperanzas en ese claro día primaveral.
La compañía Aldrich se alegró de contratarlo. Nunca mencionaron el hecho de
que su rostro había aparecido frente a las cámaras de televisión denunciando a su
país. Descubrieron que volaba maravillosamente bien y eso les era suficiente.
Tembló toda la noche en la víspera de su prueba como piloto. Margaret tenía
serias dudas mientras lo conducía al aeropuerto, distante solamente cinco kilómetros
de su casa. Pero no era necesario preocuparse. Cambió en cuanto se dirigió hacia la
aeronave. Se sintió invadido y fortalecido por antiguas sensaciones que dejaron su
mente en paz y tonificaron sus manos.
Volar pareció ser una maravillosa terapia y así resultó serlo para una parte de él.
Pero la mente de Lander estaba dividida como un látigo y a medida que recuperaba
confianza la otra mitad de su mente que se afirmaba por esa confianza, infundía
fuerza a los golpes de la otra mitad. La humillación de Hanoi y Washington resurgió
con más bríos en su interior durante el otoño e invierno de 1973. El contraste entre su
propia imagen y la forma en que había sido tratado se acentuó haciéndose más
intolerable.
Su confianza no le servía de apoyo durante los momentos de oscuridad.
Transpiraba, soñaba y seguía impotente. Era durante las noches que el niño oculto en
su interior, el niño lleno de odio, alimentado por su sufrimiento le susurraba al
hombre:
—¿Qué más te costó? ¿Qué más? Margaret da vueltas en su sueño, ¿no es
verdad? ¿No crees que aflojó un poquito mientras tú no estabas?
—No.
—Tonto. Pregúntaselo.
—No necesito hacerlo.
—Grandísimo idiota.
—Cállate.
—Mientras tú aullabas en una celda ella se consolaba con otro.
—No. No. No. No. No. No.
—Pregúntale.
Se lo preguntó una tarde fría a fines de octubre. Sus ojos se llenaron de lágrimas y
salió del cuarto. ¿Inocente o culpable?
Le obsesionó la idea de que le había sido infiel. Le preguntó al farmacéutico si la
receta para píldoras anticonceptivas había sido renovada regularmente durante los
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últimos dos años y le respondieron que no era asunto suyo. Acostado junto a ella
después de otro fracaso, lo atormentaban escenas gráficas de su actuación con otros
hombres. A veces los hombres eran Buddy Ives y Junior Atkins, uno de ellos sobre
Margaret y el otro esperando turno.
Aprendió a esquivarla cuando estaba enfadado y receloso y pasó varias tardes
meditando preocupado en el taller que había instalado en el garaje. Otras veces
trataba de conversar de banalidades, fingiendo interesarse en cosas de la rutina diaria,
en las actividades de las niñas en el colegio.
Margaret fue engañada por su recuperación física y por el éxito alcanzado en su
trabajo. Pensó que estaba prácticamente bien. Le aseguró que su impotencia era
pasajera. Dijo que un consejero de la marina le había hablado de ello antes de que él
regresara. Empleó la palabra impotencia.
El primer vuelo del dirigible durante la primavera de 1974 fue restringido al
Noroeste de modo que Lander pudo quedarse en su casa. El segundo debía recorrer la
costa Este hasta Florida. Estaría fuera tres semanas. Unos amigos de Margaret daban
una fiesta a la que habían sido invitados los Lander la víspera de su partida. Lander
estaba de buen humor. Insistió en ir.
Fue una agradable reunión de otras ocho parejas. La comida era buena y todos
bailaron. Pero Lander no bailó. Hablando rápidamente mientras una película de
transpiración cubría su frente, les dio a un grupo de maridos una serie de
explicaciones técnicas sobre el mecanismo de un dirigible. Margaret interrumpió su
discurso para enseñarle el patio. Cuando regresó la conversación había pasado al
fútbol profesional. Volvió a su lugar para reanudar la explicación desde donde había
sido interrumpido.
Margaret bailó con el dueño de casa. Dos veces. La segunda vez el anfitrión le
sujetó la mano durante unos instantes después de que la música hubo terminado.
Lander los observaba. Hablaban en voz baja. Sabía que estaban hablando de él. Inició
otra explicación técnica mientras sus interlocutores miraban el fondo de sus copas.
Pensó que Margaret actuaba con gran cuidado. Pero podía ver que atraía las miradas
de los otros hombres. Era algo que formaba parte de su ser.
Cuando volvieron a su casa, permaneció callado, lívido de ira.
Finalmente ella no pudo aguantar más su silencio.
—¿Por qué no empiezas a gritar y te descargas? —le dijo mientras estaba en la
cocina—. Di lo que estás pensando.
Su gatito entró en la cocina y se restregó contra la pierna de Lander. Lo agarró,
temerosa de que le diera una patada.
—Dime qué fue lo que hice, Michael, estábamos pasándolo muy bien. ¿No lo
crees?
Era tan bonita. Su belleza la acusaba. Lander no dijo nada. Se le acercó
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rápidamente mirándola a los ojos. Ella no retrocedió. Nunca le había pegado ni jamás
podría hacerlo. Agarró el gatito y se dirigió a la pila. Cuando se dio cuenta de lo que
había hecho el gato estaba ya, en el triturador de basuras. Corrió a la pila y se prendió
de sus brazos mientras él hacía funcionar el aparato. Podía oír los gritos del gato
mientras el triturador daba cuenta de sus miembros y despedazaba sus órganos.
Lander no apartó la vista ni un segundo de su cara.
Sus gritos despertaron a las chicas. Fue a dormir con ellas y la oyó partir poco
después del amanecer.
Le envió flores desde Norfolk. Trató de llamarla desde Atlanta pero ella no
contestó el teléfono. Quería decirle que comprendía que sus sospechas eran
infundadas, que se debían a una imaginación enfermiza. Le escribió una larga carta
desde Jacksonville, diciéndole lo arrepentido que estaba y que sabía que había sido
muy cruel y que había actuado como un loco pero que eso no volvería a repetirse.
A los diez días de su gira, el copiloto estaba maniobrando para conducir el
dirigible a la pista de aterrizaje, cuando una ráfaga de viento lo arrojó contra un
camión, destrozándose parte de la tela. La aeronave tendría que quedarse en tierra
durante un día y una noche hasta que terminaran de repararla. Lander no podía tolerar
la idea de pasar una noche y un día en un motel sin tener noticias de Margaret.
Tomó el primer vuelo hacia Newark. En la veterinaria de Newark compró un gato
persa. Llegó a su casa a mediodía. La casa estaba en silencio, las chicas estaban en el
campamento. El coche de Margaret estaba aparcado delante del garaje. La tetera
estaba calentándose a fuego lento. Le daría el gatito y le diría que lo sentía mucho y
entonces se abrazarían nuevamente y ella lo perdonaría. Sacó el gato de la caja y le
enderezó el moño que tenía en el cuello. Subió la escalera.
El desconocido estaba recostado contra el diván y Margaret estaba sobre él,
moviéndose frenéticamente, sacudiendo sus pechos. No lo vieron hasta que Lander
gritó. Fue una breve lucha. Lander no había recuperado todas sus fuerzas y el
desconocido era grande, rápido y estaba asustado. Le pegó dos veces a Lander en la
sien y huyó en compañía de Margaret.
Lander quedó sentado en el suelo del cuarto de juguetes, apoyado contra la pared.
Tenía la boca abierta y de ella corría un hilo de sangre. Su mirada era vaga. La tetera
silbó durante media hora. No se movió, y cuando el agua se evaporó por completo, un
olor a metal quemado invadió toda la casa.
Cuando el dolor y la ira alcanzan niveles mucho más altos que los que la mente puede
enfrentar, se produce una curiosa sensación de alivio, pero que exige una muerte
parcial.
Lander sonrió con una sonrisa horrible, un rictus sanguinolento, cuando sintió
morir su voluntad. Le pareció que pasaba entre su boca y nariz como una fina
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columna de humo que se alzaba bien alto en un suspiro. Experimentó entonces esa
sensación de alivio. Había terminado. Oh, sí, había terminado. Para la mitad de él.
Los restos del hombre que era Lander sentirían cierto dolor, se estremecerían
violentamente como las patas de una rana al arrojarla a una cacerola, lloraría de
alivio. Pero nunca más volvería a hundir sus dientes en el palpitante corazón de la ira.
La ira no destrozaría nunca más su corazón ni refregaría sus fragmentos contra su
cara.
Lo que quedaba viviría en medio de la ira porque había sido engendrado en la ira
y ésta constituía su elemento, donde crecía tal como un mamífero crece con el aire
que respira.
Se levantó, se lavó la cara, y cuando salió de su casa para regresar a Florida lo
hizo con paso firme. Su mente era tan fría como la sangre de un reptil. No había más
diálogos en su interior. Se oía solamente una voz ahora. El hombre funcionaba
perfectamente porque el niño lo precisaba, necesitaba su mente rápida y sus manos
hábiles. Para encontrar su propio alivio. Matando y matando y matando. Y muriendo.
No sabía todavía qué iba a hacer, pero la idea se le ocurriría al sobrevolar los
estadios repletos de gente semana tras semana. Y cuando supo qué era lo que quería
hacer, buscó el medio para hacerlo, pero Dahlia se presentó antes. Y Dahlia se enteró
de todas estas cosas y dedujo todo lo demás.
Estaba borracho cuando le contó que había descubierto a Margaret con su amante
en su propia casa, pero luego se puso violento. Ella le dio un golpe detrás de la oreja
con el filo de la mano y lo dejó inconsciente. A la mañana siguiente cuando se
despertó no recordaba que ella le había pegado.
Dos meses transcurrieron antes de que Dahlia estuviera segura de él, dos meses
de escuchar, observarlo construir, planear y volar, acostada junto a él durante las
noches.
Cuando estuvo bien segura le contó a Hafez Najeer lo que había averiguado y éste
dio su aprobación.
Y ahora que los explosivos estaban en alta mar, dirigiéndose rumbo a los Estados
Unidos a una velocidad de doce nudos en el carguero Leticia, todo el proyecto se veía
amenazado por la traición del capitán Larmoso, y quizás por la del propio Benjamín
Muzi. ¿Habría inspeccionado Larmoso el contenido de los cajones cumpliendo
órdenes de Muzi?
Quizá éste había decidido quedarse con el primer pago, denunciar a Lander y a
Dahlia a las autoridades y vender el plástico en otra parte. En ese caso, no podían
correr el riesgo de recoger los explosivos en los muelles de Nueva York. Tendrían que
buscarlos en el mar.
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El aspecto de la embarcación era común y corriente, un pesquero deportivo de diez
metros de largo, de línea esbelta, del tipo utilizado por los hombres con mucho dinero
y poco tiempo. Todos los fines de semana en la época veraniega muchas de estas
lanchas ponen proa al Este y se internan en medio de las grandes olas llevando a
bordo unos gordos barrigones vestidos con bermudas, rumbo a las abruptas
profundidades afuera de la costa de Nueva Jersey, donde vienen a comer los grandes
peces.
Pero a pesar de tratarse de la era de los barcos de fibra de vidrio y aluminio, éste
estaba construido en madera, con un doble forro de caoba de las Filipinas. Tenía una
línea muy bonita, una estructura sólida y había costado mucho dinero. Su
sobreestructura era también de madera, pero ello no era aparente ya que la mayor
parte de las áreas barnizadas habían sido pintadas. La madera refleja muy mal las
ondas del radar.
Estaba equipado con dos poderosos motores diesel a turbina y gran parte del
espacio destinado a comedor y estar, en los barcos comunes, había sido sacrificado
para hacer sitio a reservas extra de agua y combustible. Su dueño lo utilizaba en el
Caribe durante el verano, traficando haschich y marihuana desde Jamaica a Miami a
la luz de la luna. Durante el invierno se dirigía al Norte y lo alquilaba, pero no a
pescadores. El precio eran dos mil dólares diarios, sin ninguna clase de preguntas,
más un gigantesco depósito. Lander hipotecó su casa para conseguir el depósito.
Estaba guardado en un varadero al final de una serie de muelles desiertos en
Toms River, saliendo de la bahía de Barnegat, con los tanques llenos de combustible,
listo para ser usado.
Lander y Dahlia llegaron al varadero en una camioneta alquilada a las diez de la
mañana del 10 de noviembre. Caía una lluvia fría y persistente y los muelles
invernales estaban desiertos. Lander abrió la puerta doble del fondo del varadero que
daba a tierra y entró con la camioneta marcha atrás hasta quedar a dos metros de
distancia de la popa de la lancha. Dahlia dejó escapar una exclamación al ver la
embarcación, pero Lander estaba atareado constatando si estaba todo lo que figuraba
en su lista y no le prestó atención. Durante los veinte minutos siguientes estuvieron
ocupados cargando un variado equipo a bordo, varios metros de soga, un mástil
delgado, dos escopetas de cañón largo, una con el cañón recortado, un poderoso rifle,
una pequeña plataforma sujeta sobre cuatro flotadores, más cartas de navegación para
completar la bien provista colección con que contaba el barco y varios bultos
cuidadosamente envueltos, que constituían un almuerzo.
Lander ató todos los objetos con tanta fuerza que aun si el barco diera una vuelta
de campana, nada se habría caído.
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Oprimió un interruptor situado en una de las paredes, y la gran puerta de la casilla
que daba al agua se levantó, dejando entrar la gris luz invernal. Subió al puente
volante. El primero en rugir fue el motor de babor; luego el de estribor, y una nube de
humo azul inundó el cobertizo. Sus ojos pasaban de uno a otro indicador mientras se
calentaban los motores.
A una señal de Lander, Dahlia soltó los cables de popa y se reunió con él en el
puente. Empujó los aceleradores hacia adelante, el agua se infló como un músculo a
popa, la hélice apareció en la superficie y la lancha se internó lentamente en la lluvia.
Cuando dejaron atrás Toms River, Lander y Dahlia se trasladaron al tablero de
controles situado dentro de la cabina climatizada y pusieron rumbo a Barnegat Inlet,
al final de la bahía, para internarse en mar abierto. Soplaba viento del Norte que hacía
encresparse ligeramente el agua. Avanzaron fácilmente, mientras los limpiaparabrisas
barrían lentamente las gotas de lluvia. No se veía ninguna otra embarcación. El largo
banco de arena que protegía la bahía se divisaba por debajo de la niebla de babor y
del otro lado podían ver una chimenea en el extremo de Oyster Creek.
Llegaron a Barnegat Inlet en menos de una hora. El viento soplaba ahora del
Noreste y una fuerte marejada castigaba la entrada de la caleta. Lander lanzó una
carcajada al enfrentarse a las primeras y grandes olas del Atlántico cuya espuma
salpicaba desde la proa. Habían subido nuevamente al puente exterior para salir de la
caleta y una llovizna fría mojaba sus caras.
—Las olas no van a ser tan grandes mar afuera —dijo Lander mientras Dahlia se
secaba la cara con el dorso de la mano.
Podía ver que estaba divertido. Le encantaba sentir el barco bajo su control. No
había nada que fascinara más a Lander que la sensación de flotar. Esa fuerza fluida
que cedía y empujaba con un respaldo firme como el de una roca. Movió lentamente
la rueda del timón hacia uno y otro lado, alterando ligeramente el ángulo en el que la
lancha hendía las olas, aumentando la percepción de sus músculos para sentir las
distintas fuerzas que golpeaban el casco. La tierra firme iba quedando cada vez más
atrás a ambos lados y la luz del faro de Barnegat podía verse a estribor.
Pasaron de la llovizna a la tenue luz de un sol de invierno al dejar atrás la línea de
la costa y cuando Dahlia miró por encima de su hombro vio gaviotas volando en
círculos, con sus siluetas blancas, recortadas contra las nubes grises. Dando vueltas
como lo hacían sobre la playa de Tiro cuando ella era una niña y las observaba parada
sobre la arena caliente, con sus pies pequeños y bronceados que asomaban por el
deshilachado dobladillo de su vestido. Se había internado en demasiados vericuetos
de la mente de Michael Lander durante demasiado tiempo. Se preguntó en qué forma
incidiría en sus relaciones la presencia de Muhammad Fasil, si es que todavía estaba
vivo y los esperaba con los explosivos pasando la curva de los noventa pies de
profundidad. Tendría que hablar con Fasil inmediatamente. Había cosas que debería
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explicarle antes de qué cometiera un error fatal.
Cuando volvió la cabeza para mirar al mar que se extendía adelante, Lander
estaba observándola desde el asiento del timonel, con una mano apoyada sobre el
timón. El aire marino había coloreado sus mejillas y sus ojos brillaban. El cuello de
su chaquetón forrado de piel de oveja estaba vuelto contra su cara y los pantalones se
ceñían contra sus muslos, al inclinarse siguiendo el balanceo de la embarcación.
Lander al comando de dos poderosos motores diesel, ocupado en algo que sabía hacer
bien, echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír. Fue una risa auténtica que la
sorprendió. No la había oído a menudo.
—¿Sabe señora que usted es pura dinamita? —dijo secándose los ojos con los
nudillos.
La joven bajó los ojos y luego levantó nuevamente la cabeza mirándolo sonriente.
—Vayamos a buscar un poco de plástico.
—Por supuesto —respondió Lander sacudiendo la cabeza— Todo el plástico de la
tierra.
Fijó un rumbo de ciento diez grados, apenas un poco más al Norte que al Este con
las variaciones de la brújula y luego lo corrigió cinco grados más al Norte cuando las
campanas y las sirenas de las boyas fuera de Barnegat le indicaron con más exactitud
el efecto del viento. La marejada golpeaba ahora contra la banda de babor, pero con
mucha menos fuerza, salpicando apenas mientras la lancha hundía la proa en ellas. En
algún lugar más allá del horizonte esperaba el carguero, cabalgando sobre ese mar
invernal.
Se detuvieron al promediar la tarde mientras Lander constataba su posición con el
radiogoniómetro. Lo hizo temprano para evitar la distorsión que ocurriría al atardecer
y lo hizo muy cuidadosamente, tomando tres puntos de referencia y señalándolos en
su carta, anotando horas y distancias con diminutos y cuidados números.
Mientras avanzaban a toda velocidad hacia el Este, rumbo a la «X» de la carta,
Dahlia preparó café en la pequeña cocina, que bebieron acompañado por los
sándwiches que había comprado y luego guardó todo lo que había sobre la mesa.
Utilizando pequeños trozos de cinta adhesiva sujetó a la contratapa un par de tijeras
de cirujano, gasas, tres jeringas descartables con morfina y otra con Ritalin. Apoyó
unas cuantas tablitas sobre la mesa sujetándolas contra la barandilla con tiras
engomadas.
Llegaron al punto fijado para el encuentro, situado bastante más allá de la ruta
usual de los barcos que iban de Barnegat-Ambrose, una hora antes de la puesta de sol.
Lander controló su posición con el radiogoniómetro y la corrigió ligeramente en
dirección al Norte.
Lo primero que vieron fue el humo, una mancha oscura en el horizonte hacia el
Este. Luego dos puntos debajo del humo al aparecer la sobreestructura del carguero.
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No tardó mucho en aparecer su casco, aproximándose lentamente. El sol estaba
bajando por el Sudoeste, a espaldas de Lander, mientras éste se aproximaba al barco a
toda máquina. Todo sucedía como lo había planeado. Saldría de la zona iluminada
por el sol para inspeccionarlo, y cualquier artillero a bordo del barco provisto de una
mira telescópica quedaría encandilado por la luz.
La lancha pesquera avanzó hacia el descarado carguero a reducida velocidad,
Lander estudiándolo con sus prismáticos. Pudo ver entonces que por las drizas de
babor subían dos banderines. Uno tenía una X blanca sobre fondo azul y el de abajo,
un rombo colorado sobre fondo blanco.
—M. F. —leyó Lander.
—Eso es, Muhammad Fasil.
Quedaban todavía cuarenta minutos de luz. Lander decidió aprovecharlos. Como
no se divisaba ningún otro barco en las cercanías era mejor arriesgarse a hacer el
trasbordo con luz de día que correr el riesgo de un accidente con el carguero en la
oscuridad. El y Dahlia podrían vigilar la borda del carguero mientras tuvieran luz.
Dahlia izó el banderín con la D. El barco se acercaba cada vez más dejando a su
paso una estela de espuma. Dahlia y Lander se colocaron unas máscaras hechas con
medias.
—Escopeta grande —dijo Lander.
La joven se la puso en la mano. Abrió el parabrisas que tenía frente a él y
depositó el arma sobre el panel de instrumentos, con el cañón apuntando a la cubierta
de proa. Era una Remington de calibre doce automático con cañón largo y
estrangulado, cargado con perdigones grandes 00. Lander sabía que sería imposible
disparar con precisión un rifle desde el barco en movimiento. El y Dahlia lo habían
ensayado muchas veces. Si Fasil había perdido el control del barco carguero y les
disparaban, Lander devolvería el fuego, haría girar la lancha pesquera hasta ponerla
de proa al sol mientras Dahlia vaciaba el contenido de la otra escopeta grande contra
el carguero. Cambiaría de arma y tomaría el rifle cuando la distancia aumentara.
—Con el movimiento del barco, no te preocupes por tratar de herir a alguien —le
dijo—. Dispara suficiente cantidad de plomo junto a sus cabezas y ellos cesarán el
fuego. —Recordó entonces que la muchacha tenía más experiencia que él con armas
pequeñas.
El carguero viró lentamente y se meció pausadamente con la marejada en ángulo
recto con la quilla. A trescientos metros de distancia, Lander podía ver solamente tres
hombres sobre la cubierta y un solo vigía sobre el puente. Uno de los hombres corrió
hacia la driza con los banderines y los bajó, indicando así el reconocimiento de las
señales que había izado Lander. Hubiera sido más sencillo utilizar la radio, pero Fasil
no podía estar al mismo tiempo sobre la cubierta y en la cabina de la radio.
—Ese es él, el de la gorra azul es Fasil —dijo Dahlia dejando los prismáticos.
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Cuando Lander estaba a menos de cien metros de distancia, Fasil les dijo algo a
los dos hombres que estaban junto a él. Bajaron un aparejo para un bote salvavidas
por la borda y luego se quedaron con las manos bien visibles sobre la baranda.
Lander aminoró al máximo los motores, se dirigió a proa para colocar una
defensa sobre la borda de estribor y regresó luego al puente llevando la escopeta
corta.
Parecía que Fasil estaba al mando del carguero. Lander podía ver que llevaba un
revólver en la cintura. Debía haber ordenado que despejaran todos la cubierta con
excepción del piloto y un tripulante. Las manchas de óxido en los costados del barco
tenían reflejos dorados a la luz del sol poniente cuando Lander acercó la lancha hacia
sotavento y Dahlia le arrojó un cabo al marinero. Este comenzó a asegurarlo a una
cornamusa de la cubierta del carguero, pero Dahlia meneó la cabeza y le hizo señas
con la mano. Comprendió entonces y después de pasar el cabo por la cornamusa le
tiró la otra punta.
Esto había sido cuidadosamente ensayado por ella y Lander, y lo sujetó con un
nudo especial que podía ser desatado desde la lancha con un solo tirón. Giró el timón
al máximo y la potencia de las máquinas mantuvieron la embarcación paralela al
carguero, con la popa junto al barco.
Fasil había reempaquetado el explosivo de plástico en bolsas de diez kilos.
Cuarenta y cinco bolsas estaban apiladas sobre la cubierta junto a él. La defensa
golpeaba contra el costado del carguero mientras la lancha subía y bajaba por la
marejada junto al barco. Echaron una escala de cuerdas por el costado del Leticia.
—Va a bajar el piloto —le gritó Fasil a Lander—. No está armado. Podrá
ayudarlos a estibar la carga.
Lander asintió y el hombre bajó por el costado. Trataba evidentemente de no
mirar a Dahlia y a Lander a quienes las máscaras les otorgaban un aspecto siniestro.
Utilizando el aparejo del bote salvavidas como un guinche en miniatura, Fasil y el
marinero bajaron las seis primeras bolsas dentro de una red de las que se utilizaban
para bajar la carga, junto con varias armas automáticas envueltas en una lona. Era
bastante difícil calcular el momento preciso para desenganchar la carga y en una
oportunidad Lander y el piloto cayeron de bruces.
Después de haber guardado doce bolsas en la cabina, la operación de carga se
detuvo mientras los tres que estaban en la lancha pasaban las bolsas a proa,
apilándolas en la cabina de adelante. Era todo lo que Lander podía hacer para evitar
la tentación de abrir una bolsa y examinar su contenido. Los tres que trabajaban en la
lancha estaban empapados de sudor a pesar del frío.
El grito del vigía situado en el puente fue casi arrastrado por el viento. Fasil dio
media vuelta y colocó las manos detrás de sus orejas. El hombre agitaba los brazos y
señalaba algo. Fasil se asomó por la borda y gritó a los de la lancha.
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—Viene alguien por allí, desde el Este. Voy a investigar.
Subió al puente en menos de quince segundos y le arrebató los prismáticos al
atemorizado vigía. Regresó inmediatamente a la cubierta y después de luchar durante
un instante con la red, les grito por la borda:
—Tiene una raya blanca cerca de la popa.
—Guardacostas —respondió Lander—. ¿Cuál es el alcance... a qué distancia
están?
—Ocho kilómetros avanzando a toda velocidad.
—Bajen eso de una vez, carajo.
Fasil abofeteó al marinero parado junto a él y le colocó las manos sobre el
aparejo. La red cargada con las últimas doce bolsas de plástico se meció sobre el mar
y descendió rápidamente, mientras las sogas chirriaban. Cayó sobre la lancha con un
ruido sordo y fue rápidamente vaciada de su contenido.
A bordo del carguero, Muhammad Fasil se dirigió al sudoroso marinero.
—Quédate parado con las manos visibles sobre la borda.
—El hombre fijó sus ojos en un punto del horizonte y pareció retener la
respiración mientras Fasil se aproximaba al costado del barco.
El piloto parado en la cubierta de la lancha no podía apartar su mirada de Fasil. El
árabe le entregó al hombre un fajo de billetes y extrajo su revólver apuntando a la
boca del hombre.
—Has hecho un buen trabajo. El silencio es la razón de la salud. ¿Me
comprendes?
El hombre quiso asentir pero no pudo hacerlo por la pistola que apuntaba debajo
de su nariz.
—Ve en paz.
Trepó la escala de sogas lo más rápido que pudo. Dahlia soltaba en ese momento
el cabo que los mantenía amarrados al carguero.
Lander parecía pensativo mientras transcurrían todas estas acciones. Estaba
esperando que su mente le brindara la respuesta basada en todas las posibilidades que
conocía.
El guardacostas que se aproximaba del otro lado del carguero no podía verlos
todavía. Posiblemente su curiosidad se había despertado al ver anclado el barco, a
menos que hubieran sido alertados. Lancha guardacostas. Había seis en esta zona,
todas de veinte metros de largo, equipadas con dos motores Diesel, que podían
desarrollar una velocidad de veinte nudos. Provistas de un radar Sperry-Rand SPB-5,
y una tripulación de ocho personas. Una ametralladora de calibre 50 y un mortero de
81 milímetros. Lander consideró rápidamente la posibilidad de provocar un incendio
en el carguero, obligando a la lancha a detenerse y prestarles ayuda. Pero no, el piloto
alegaría piratería y se armaría un gran alboroto. Aparecerían aviones, algunos
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equipados con instrumental infrarrojo, que registrarían la temperatura de sus motores.
Estaba oscureciendo. La luna no saldría en cinco horas. Mejor sería una persecución.
Lander regresó al presente. Sus deliberaciones le habían llevado cinco segundos.
—Dahlia, instala el radar. —Apretó a fondo los aceleradores y la lancha se alejó
del carguero dejando a su paso una estela de espuma. Se dirigió hacia la tierra,
distante treinta kilómetros, los motores trabajando al máximo, haciendo unos
enormes bigotes de agua al hendir las olas. A pesar de estar bien cargado, la
magnífica lancha desarrollaba una velocidad de aproximadamente diecinueve nudos.
El guardacostas tenía cierta ventaja respecto a velocidad. Trataría de mantener el
carguero entre ellos mientras fuera posible.
—Sintoniza la banda de dos mil ochenta y dos kilociclos.
Correspondía a la frecuencia internacional de emergencia del radioteléfono, era
una frecuencia utilizada para realizar peticiones de auxilio entre los barcos.
El carguero había quedado bien atrás, pero mientras lo observaban vieron
aparecer la lancha guardacostas, levantando una gran cortina de agua a su paso.
Lander miró por encima de un hombro y vio la proa de su perseguidor balancearse
ligeramente hasta quedar apuntando directamente a ellos.
Fasil trepó por la escalerilla hasta que su cabeza quedó por encima del nivel del
puente de mando.
—Nos está dando órdenes de detenernos.
—Al diablo con él. Cambia a la frecuencia de los guardacostas. Está marcada en
el dial. Veremos si llama pidiendo ayuda.
La lancha avanzaba hacia el último resplandor en el Oeste, con sus luces
apagadas. Detrás de ellos aparecía graciosamente, entre dos bigotes de espuma, la
lancha guardacostas persiguiéndolos como un perro.
Dahlia había terminado de instalar la pantalla del radar sobre la baranda del
puente. Tenía una forma semejante a un barrilete y estaba formada por varillas
metálicas. La compró en una tienda dedicada a implementos navieros, le costó doce
dólares y se estremecía con el cabeceo de la lancha en la marejada.
Lander envió a Dahlia abajo para verificar que todo estuviera bien sujeto. No
quería que nada se soltara por la vibración que tendría que soportar la lancha.
Revisó la cabina de mando en primer lugar y luego se dirigió a la de proa donde
Fasil escuchaba la radio con el ceño fruncido.
—Nada todavía —le dijo hablando en árabe—. ¿Para qué demonios la pantalla de
radar?
—Los guardacostas deben habernos visto ya, de todos modos —respondió
Dahlia. Tenía que hablar a gritos para que pudiera oírla por la vibración del barco—.
Cuando el capitán del guardacostas se dé cuenta de que la persecución va a seguir en
la oscuridad, hará que el operador del radar nos localice mientras somos todavía
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visibles y luego no tendrá problemas en identificar el «blip» que haremos en su
pantalla cuando haya oscurecido —Lander había explicado anteriormente todo esto
con gran lujo de detalles—. Con ese reflector, el ruido será intenso y profundo, bien
perceptible a pesar de la interferencia del oleaje. Como el reflejo de un barco de
casco metálico.
—Crees...
—Escúchame —dijo la muchacha apresuradamente mirando hacia el puente de
mando situado por encima de su cabeza—. No debes tratarme de ningún modo con
familiaridad ni tocarme ¿comprendes? Debes hablar exclusivamente en inglés en su
presencia. No se te ocurra nunca subir al primer piso de su casa. No debes tratar de
sorprenderlo. Por el buen éxito de nuestra misión.
El rostro de Fasil estaba iluminado por debajo de los controles de la radio y sus
ojos resplandecían en sus oscuras órbitas.
—Por el éxito de la misión, entonces, camarada Dahlia. Lo complaceré mientras
trabaje eficazmente.
—Si no lo complaces, descubrirás que puede trabajar con gran eficiencia —
respondió la joven pero sus palabras se perdieron en el viento cuando subió a proa.
Había oscurecido. Se veía solamente la débil luz de la bitácora del puente, visible
solamente a los ojos de Lander. Podía ver las luces rojas y verdes del guardacostas
con gran claridad como así también la de su poderoso faro horadando la oscuridad.
Calculó que el barco del gobierno tenía medio nudo de ventaja sobre él y que ellos le
llevaban cuatro millas y media de distancia. Fasil subió la escalera y se paró junto a
Lander.
—Ha enviado un mensaje radial advirtiendo a la aduana acerca del Leticia. Dice
que él se encargará de detenernos.
—Dile a Dahlia que ya es casi la hora.
Avanzaban hacia los bancos de arena a toda velocidad. Lander sabía que los
hombres del guardacostas no podían verlo, sin embargo podían registrar la menor
alteración en su curso. Le parecía sentir los dedos del radar sobre su espalda. Sería
mejor si hubiera otros barcos... ¡sí! Por la banda de babor aparecieron las luces de
posición de un barco a medida que se acercaron se hicieron visibles las luces de un
costado. Un carguero con rumbo al Norte, avanzando a toda máquina. Alteró
ligeramente su rumbo para pasar lo más cerca posible de su costado. Lander vio en su
mente la pantalla del radar del guardacostas, la luz verde titilando frente al operador
que observaba cómo convergían la gran imagen del carguero y la más pequeña de la
lancha, sus «blips» haciéndose más fuertes a medida que la aguja barría la pantalla.
—Prepárense —le gritó a Dahlia.
—Vamos —le dijo ésta a Fasil, que se abstuvo de hacer preguntas. Empujaron
juntos la pequeña plataforma provista de flotadores, apartándola de los explosivos
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firmemente sujetos. Cada flotador consistía en un tambor de cinco litros con un
agujerito en la parte superior y una canilla en la inferior. Dahlia sacó el mástil de la
cabina, y el reflector del radar del puente. Ajustaron el reflector en la punta del mástil
y sujetaron a éste dentro de un agujero expresamente hecho en la plataforma.
Ayudada por Fasil sujetó una soga de dos metros a la parte inferior de la plataforma y
le ató al otro extremo un gran trozo de plomo. Levantaron la vista de su trabajo para
ver las luces del carguero prácticamente encima de ellos, su costado semejante a un
enorme acantilado. Pasaron junto a él en menos de lo que canta un gallo.
Lander que había puesto rumbo al Norte, miró hacia la popa, tratando de
mantener al carguero entre su barco y el guardacostas. Los ecos del radar se habían
mezclado, y la gran mole del barco lo protegía de la persecución del radar.
Calculó la distancia que lo separaba de sus perseguidores.
—Media vuelta a las canillas. —Acto seguido detuvo los motores—. Arrójenlo
por la borda.
Dahlia y Fasil dejaron caer la plataforma flotante por un lado de la lancha, y su
mástil se meneó agitadamente mientras el peso que colgaba por abajo lo mantenía
firme como una quilla, con el reflector del radar bien por encima de la superficie del
agua. El aparato se meció nuevamente cuando Lander aceleró a fondo rumbo a la
costa, rumbo al Sur con todas las luces del barco apagadas.
—El operador del radar no puede estar seguro de si la imagen del reflector es la
nuestra, si se trata de algo nuevo, o si estamos avanzando del otro lado del carguero
—dijo Fasil—. ¿Cuánto tiempo seguirá flotando?
—Quince minutos con las canillas a medio abrir —respondió Dahlia—. Habría
desaparecido cuando llegue el guardacostas.
—¿Seguirá entonces al carguero rumbo al Norte para ver si navegamos junto a él?
—Quizás.
—¿Qué es lo que puede ver de nosotros en estos momentos?
—Tratándose de un barco de madera, yo diría que muy poca cosa por no decir
nada. Ni siquiera la pintura tiene plomo. Habrá ciertas interferencias desde el barco.
El ruido de las máquinas ayudará también si se detienen a escuchar. No sabemos
todavía si ha mordido el anzuelo.
Lander observaba desde el puente las luces del guardacostas. Podía ver las dos
luces blancas de posición y la colorada de babor. Si viraba rumbo a ellos vería
también la luz verde de estribor.
Dahlia estaba parada junto a él y juntos observaban las luces de sus
perseguidores. Veían solamente la colorada y a medida que aumentaba la distancia,
fueron perceptibles únicamente las blancas, y luego nada, salvo un ocasional destello
del faro al elevarse el barco sobre la cresta de una ola, inspeccionando la oscuridad.
Lander advirtió una tercera persona en el puente.
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—Un bonito trabajo —dijo Muhammad Fasil.
Lander no le contestó.
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7
El mayor Kabakov tenía los ojos colorados y estaba algo irascible. Los empleados de
la oficina neoyorquina del Servicio de Naturalización e Inmigración habían aprendido
a caminar a su alrededor sin hacer ruido, mientras se pasaba sentado día tras día
estudiando fotografías de los árabes que residían en el país.
Los grandes libros apilados junto a él sobre la gran mesa contenían en total ciento
treinta y siete mil fotografías y descripciones. Estaba decidido a revisarlas una por
una. Tenía el convencimiento de que si esa mujer iba a cumplir con una misión en los
Estados Unidos, lo primero que debía haber hecho era tratar de disimular bajo falsas
apariencias sus verdaderos propósitos. El archivo de «árabes sospechosos» que
mantenía en secreto el departamento de Inmigración contenía muy pocas mujeres, y
ninguna de ellas se parecía a la que estaba en la habitación de Hafez Najeer. Dichas
dependencias calculaban que en la zona Este del país había por lo menos ochenta y
cinco mil árabes que habían entrado ¡legalmente con el correr de los años y que no
figuraban en ningún archivo. La mayoría trabajaba pacíficamente en tareas poco
importantes, sin molestar a nadie y rara vez tenían contactos con las autoridades. Lo
irritaba la posibilidad que esta mujer fuera uno de ellos.
Dio la vuelta a otra página con gran desánimo. Otra mujer. Katherine Ghalib.
Trabajaba con niños retardados en Phoenix. Tenía cincuenta años y no los disimulaba.
Se le aproximó un empleado.
—Lo llaman por el teléfono de la oficina, mayor.
—Bien. No mueva esos malditos libros porque de lo contrario perderé la página.
Era Sam Corley desde Washington.
—¿Qué tal anda eso?
—Hasta ahora absolutamente nada. Todavía me falta revisar a ochenta mil árabes.
—Recibí un informe de los guardacostas. Quizás no sea importante, pero uno de
sus barcos vio ayer por la tarde una poderosa lancha junto a un carguero con bandera
de Libia en las afueras de la costa de Nueva Jersey. La lancha se les escapó cuando se
aproximaron a investigar.
—¿Ayer?
—Sí, estuvieron muy ocupados con un incendio en un barco y los sorprendieron
cuando volvían. El carguero procedía de Beirut.
—¿Dónde está ahora ese barco?
—Detenido en Brooklyn. El capitán está ausente. No tengo todavía los detalles.
—¿Qué pasó con la lancha?
—Se les escapó en la oscuridad.
Kabakov lanzó un juramento.
—¿Por qué tardaron tanto en avisarnos?
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—No tengo la menor idea, llamaré a la aduana de allí. Ellos se encargarán de
explicarle todo el asunto.
Mustapha Fawzi, primer oficial del Leticia, que ocupaba actualmente el lugar del
capitán, conversó durante una hora con los oficiales de la aduana en su pequeña
cabina, agitando sus brazos en ese ambiente saturado por el humo acre de sus
cigarrillos turcos.
Les dijo que en efecto, la lancha se había acercado al barco. Estaban escasos de
combustible y solicitaban ayuda. De acuerdo a las leyes del mar, le fue imposible
negársela. Su descripción de la lancha y sus ocupantes fue algo vaga. Hizo hincapié
en que todo había ocurrido en aguas internacionales. No, no estaba dispuesto a
permitir una inspección de su barco. De acuerdo a las leyes internacionales el
carguero era territorio de Libia y él era el responsable a consecuencia de haberse
caído por la borda el capitán Larmoso.
La aduana no tenía interés en suscitar un incidente con el gobierno libio,
especialmente en ese momento en que la situación en el Oriente Medio era algo tensa.
Lo que habían visto los guardacostas no era excusa suficiente para obtener una orden
judicial para revisar el barco. Fawzi prometió entregarles una declaración sobre el
accidente de Larmoso y los oficiales de la aduana bajaron a tierra para consultar con
los departamentos de Justicia y Estado.
Fawzi bebió una botella de cerveza del desaparecido capitán y se quedó
profundamente dormido por primera vez en varios días.
Una voz parecía llamarlo desde lejos. Repetía su nombre en tono grave y algo le
lastimaba los ojos. Fawzi se despertó y levantó la mano para protegerse la vista de la
fuerte luz.
—Buenas noches, Mustapha Fawzi —dijo Kabakov—. Mantenga sus manos
sobre la sábana, por favor.
La alta silueta del sargento Moshevsky que se alzaba detrás de Kabakov encendió
las luces. Fawzi se sentó de un brinco e invocó la protección divina.
—Quédate quieto —dijo Moshevsky acercando su navaja a la oreja de Fawzi.
Kabakov cogió una silla y la acercó junto a la cama. Encendió un cigarrillo, y
dijo:
—Me gustaría poder conversar un poco con tranquilidad. ¿Será posible?
Fawzi asintió y Kabakov le hizo señas a Moshevsky de que se apartara.
—Y ahora le explicaré, Mustapha Fawzi, cómo podrá ayudarme sin correr usted
ningún riesgo. Pues le advierto que no titubearé en matarlo si no coopera, pero no
tengo motivos para hacerlo si decide ayudarme. Es sumamente importante que
entienda muy bien eso.
Moshevsky se movió impacientemente y colocó su frase:
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—Déjame primero que le corte...
—No, no —respondió Kabakov alzando la mano—. Pues verá usted, Fawzi, que
con hombres menos inteligentes que usted a menudo es necesario dejar sentado en
primer lugar, que va a sufrir un terrible dolor y será mutilado si no me convence, y en
segundo lugar, que recibirá una maravillosa recompensa si decide cooperar. Ambos
sabemos en qué consiste normalmente la recompensa —Kabakov hizo caer la ceniza
de su cigarrillo con la punta de su dedo meñique—. Por lo general dejaría que mi
amigo le rompiera los brazos antes de iniciar nuestra charla. Pero verá usted, Fawzi,
no tiene nada que perder si me cuenta qué fue lo que ocurrió aquí. Su negativa a
cooperar con los de la aduana ha sido ya registrada. Pero su cooperación conmigo
permanecerá en secreto. —Le arrojó sobre la cama su tarjeta de identificación israelí
—. ¿Va a ayudarme?
Fawzi miró la tarjeta y tragó. No dijo nada.
Kabakov se levantó y suspiró.
—Voy a salir a respirar un poco de aire fresco, sargento. Quizás a Mustapha
Fawzi le gustaría algún aperitivo. Llámeme cuando haya terminado de comer sus
testículos —dijo dirigiéndose a la puerta de la cabina.
—Tengo parientes en Beirut. —A Fawzi le resultaba difícil controlar su voz.
Kabakov podía percibir los latidos de su corazón en su cuerpo delgado y medio
desnudo.
—Por supuesto —repuso Kabakov—. Y estoy seguro de que deben haber sido
amenazados. Dígales todas las mentiras que quiera a los empleados de la aduana.
Pero no me mienta a mí, Fawzi. No existe lugar alguno en el que pueda estar a salvo
de mí. Ni aquí, ni en su país, ni en ningún puerto del mundo. Siento respeto por sus
parientes. Comprendo su situación y no lo descubriré.
—El libanés mató a Larmoso en las Azores —comenzó a explicar Fawzi.
Moshevsky no disfrutaba con la tortura. Sabía que a Kabakov tampoco le gustaba.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír cuando empezó a registrar la cabina.
Cada vez que Fawzi hacía una pausa en su relato, Moshevsky interrumpía su trabajo,
lo miraba frunciendo el ceño y aparentaba cierta desilusión al no poder hacer uso de
su cuchillo.
—Describe al libanés.
—Delgado, altura mediana. Tenía una cicatriz en la cara que conservaba aún la
costra.
—¿Qué había dentro de las bolsas?
—Alá es testigo de que no tengo la menor idea. El libanés las llenó con el
contenido de los cajones guardados en la bodega de proa. No dejó que nadie se
aproximara.
—¿Cuántas personas había en la lancha?
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—Dos.
—Descríbelas.
—Uno alto y delgado y el otro más bajo. Llevaban puestas máscaras. Estaba
asustado y no quise mirar.
—¿En qué idioma hablaban?
—El más grande hablaba en inglés con el libanés.
—¿Y el más bajo?
—No decía nada.
—¿Podría haber sido una mujer?
El árabe se sonrojó. No quería reconocer que había sido intimidado por una
mujer. Era inconcebible.
—El libanés apuntándote con una pistola, tus parientes amenazados, estos
pensamientos fueron los que te hicieron cooperar, Fawzi —dijo Kabakov
suavemente.
—El más bajo podía haber sido quizás una mujer —dijo Fawzi finalmente.
—¿Viste sus manos cuando agarraba las bolsas?
—Usaba guantes. Pero había una protuberancia en la parte de atrás de la máscara
que podía haber sido quizás su pelo. Y luego su trasero...
—¿Qué pasa con su trasero?
—Era redondeado, comprende. Más ancho que el de un hombre. ¿Sería quizás un
muchacho bien formado?
Moshevsky que estaba inspeccionando la nevera, sacó una botella de cerveza.
Había algo detrás de la botella. Lo sacó y se lo entregó a Kabakov.
—¿Los principios religiosos del capitán Larmoso lo obligaban a mantener objetos
de su culto guardados en la nevera? —preguntó Kabakov acercando la estatuilla de la
Virgen raspada por el cuchillo a la cara de Fawzi.
Fawzi la miró con genuina incomprensión mezclada con cierto disgusto
musulmán hacia las imágenes religiosas. Kabakov, concentrado en sus pensamientos,
olió la estatua y clavó en ella su uña. Plástico. Dedujo que Larmoso sabía de qué se
trataba pero que no conocía muy bien sus propiedades. El capitán pensó que estaría
mucho más segura si la conservaba en el frío, igual que el resto de los explosivos
guardados en la bodega. Kabakov pensó que podía haberse ahorrado ese trabajo. Dio
vuelta a la estatuilla en sus manos. Si se habían tomado el trabajo de disimular en esa
forma el plástico, quería decir que en un primer momento habían pensado hacerla
pasar por la aduana.
—Quiero ver los libros del barco —acotó Kabakov.
Fawzi encontró el manifiesto y el conocimiento de embarque después de una
breve pausa. Agua mineral, cueros sin restricciones, porcelana... eso era. Tres cajones
de estatuillas religiosas. Hechas en Taiwan. Despachadas a nombre de Benjamín
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Muzi.
Muzi observaba desde sus oficinas en Brooklyn Heights cómo el Leticia entraba
al puerto de Nueva York escoltado por la lancha de los guardacostas. Lanzó toda
clase de juramentos en varios idiomas. ¿Qué demonios habría hecho Larmoso? Muzi
se dirigió a una cabina telefónica a toda velocidad, es decir un kilómetro y medio por
hora. Se movía con la dignidad de un elefante, poseía la misma sorprendente gracia
en sus extremidades que esos paquidermos y le gustaban las cosas ordenadas. Este
asunto era de lo más desorganizado.
Su tamaño le impidió introducirse en la cabina, pero consiguió alcanzar el dial
con su brazo. Llamó al servicio de Búsqueda y salvamento de los guardacostas
dándose a conocer como un reportero del diario La Prensa. El solícito empleado del
servicio de guardacostas le brindó los detalles que podían transmitirse por radio
referentes al Leticia y su capitán desaparecido y la persecución de la lancha pesquera.
Muzi se dirigió en su coche por la autopista Brooklyn-Queens desde la cual
pueden verse los muelles de Brooklyn. En el muelle al que estaba amarrando el
Leticia advirtió la policía de aduanas y la de puertos. Sintió cierto alivio al constatar
que ni el carguero ni la lancha guardacostas ostentaban el gallardete que indicaba que
llevaban carga peligrosa a bordo. Lo que quería decir que o bien las autoridades no
habían descubierto todavía los explosivos, o que la lancha había sacado el plástico del
carguero. En este último caso, que era lo más posible, le quedaba un poco de tiempo
en lo concerniente a la ley.
Las autoridades tardarían varios días en inventariar el cargamento de Leticia y
descubrir lo que faltaba. Posiblemente no lo buscaba todavía la policía. Pero sentía
que no tardarían mucho en hacerlo.
Algo andaba muy mal. No sabía quién era el culpable, pero él sería acusado.
Tenía doscientos cincuenta mil dólares en un banco de los Países Bajos y sus
superiores no aceptarían ninguna clase de excusa. Si habían bajado el plástico en alta
mar, es porque pensaban que estaba dispuesto a traicionarlos, mejor dicho que ya los
había traicionado. ¿Qué demonios había hecho ese idiota de Larmoso? Fuera lo que
fuera, Muzi sabía que jamás tendría oportunidad de explicar que era inocente.
Septiembre Negro se encargaría de liquidarlo en la primera ocasión. Evidentemente
tendría que jubilarse antes de lo previsto.
Sacó de la caja de seguridad que tenía en un banco de Manhattan un gran fajo de
billetes y varias chequeras. Una de ellas llevaba el nombre de una de las más viejas y
prestigiosas instituciones bancarias de Holanda. Registraba un saldo de doscientos
cincuenta mil dólares, depositados en una sola vez, y que solamente él podía sacar.
Muzi suspiró. ¡Habría sido tan bonito juntarse con los segundos doscientos
cincuenta mil cuando entregaran el plástico!... Estaba seguro de que los guerrilleros
vigilarían ahora durante un tiempo el banco holandés. No importaba. Transferiría la
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cuenta y cobraría el dinero en algún otro lugar.
Lo que más le preocupaba no estaba en la caja de seguridad. Sus pasaportes.
Durante años los había tenido guardados en el banco, pero inexcusablemente los
había dejado en su casa después de su último viaje al Oriente Medio. Tendría que
buscarlos. Volaría entonces de Newark a Chicago, Seattle y a Londres pasando sobre
el polo. ¿En qué restaurante solía comer Farouk cuando estaba en Londres? Muzi,
gran admirador de los gustos y el estilo de Farouk, decidió averiguarlo.
No tenía intenciones de volver a su oficina. Que se divirtieran interrogando al
griego. Su ignorancia los dejaría boquiabiertos. Era muy posible que los guerrilleros
estuvieran vigilando también su casa. Pero no lo harían durante mucho tiempo. Con
los explosivos quemándoles las manos, tendrían cosas más importantes que hacer.
Sería una tontería apresurarse a regresar allí. Mejor era dejar que pensaran que ya
había huido.
Se registró en un motel del West Side, bajo el nombre de Chesterfield Pardue.
Enfrió doce botellas de Perrier en el lavabo del baño. Sintió durante un instante un
estremecimiento nervioso. Experimentó una urgente necesidad de sentarse en la
bañera seca con la cortina de baño corrida, pero tuvo miedo de que su enorme trasero
se quedara atascado en la bañera como le había sucedido una vez en Atlantic City. Se
le pasó el frío después de recostarse un rato en la cama, con las manos apoyadas
sobre su prominente estómago, mirando el techo con el ceño fruncido. Qué tonto fue
en meterse con esos roñosos guerrilleros. Una colección de flacos idiotas a los que lo
único que les interesaba era la política. Beirut había resultado algo funesto para él
hace unos años cuando quebró el banco Intra en 1967. Eso le comió una buena parte
de la suma que había juntado para poder jubilarse. De no haber ocurrido ese desastre
haría tiempo ya que habría dejado de trabajar.
Estuvo a punto de recuperar lo perdido cuando los árabes se presentaron con esa
oferta. La fantástica suma que cobraría por conseguir el plástico lo haría salir
nuevamente a flote. Esa fue la razón por la que decidió correr el riesgo. Bueno,
tendría que arreglárselas con la mitad del dinero prometido por los guerrilleros.
Jubilarse. Vivir en su deliciosa casa cerca de Nápoles sin escalones que subir.
Hacía mucho que lo esperaba.
Comenzó a trabajar como camarero del carguero Ali Bey. A los dieciséis años su
volumen le hacía ya difícil subir y bajar las escalerillas del barco. Cuando el Ali Bey
llegó a Nueva York en 1938, Muzi echó una larga mirada a la ciudad y abandonó el
barco sin más trámite. Dominaba cuatro idiomas y era hábil con los números, por eso
le resultó fácil conseguir trabajo en la zona portuaria de Brooklyn como contador de
un depósito propiedad de un turco llamado Jahal Bezir, un hombre de una astucia casi
satánica, que se llenó de dinero trabajando en el mercado negro durante la segunda
guerra mundial.
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Bezir estaba muy impresionado por Muzi, porque nunca pudo sorprenderlo
robando. En el año 1947, Muzi llevaba los libros de Bezir, y a medida que transcurría
el tiempo, el viejo confiaba más y más en él.
La mente del anciano turco seguía despejada y activa, pero cada vez adoptaba
más frecuentemente el idioma turco de su niñez, dictando inclusive su
correspondencia en esa lengua y dejando que Muzi se ocupara de hacer la traducción.
Bezir hacía la gran parodia de leer las traducciones, pero si las cartas eran varias, a
menudo no sabía cuál era la que tenía en su mano. Esto intrigaba a Muzi. La vista del
viejo era buena. Estaba lejos de ser senil. Hablaba inglés corrientemente. Después de
realizar unas cuantas pruebas atinadas, Muzi llegó a la conclusión de que Bezir ya no
podía leer. Una excursión a la biblioteca pública lo puso al tanto sobre varias
características de la afasia. Era lo que tenía el anciano. Muzi pensó un buen rato sobre
su descubrimiento. Luego comenzó a hacer pequeñas especulaciones con moneda
extranjera, aprovechándose del crédito del turco, sin que éste lo supiera ni lo
autorizara a hacerlo.
Las fluctuaciones monetarias de la posguerra fueron beneficiosas para Muzi. Con
la única excepción de tres días terribles en que un grupo de especuladores de Muscat
se presentaron a las puertas del negocio para reclamar los diez mil certificados
retenidos por Muzi a veintisiete dólares por libra, mientras el turco roncaba
pacíficamente en el piso de arriba. Eso le costó tres mil dólares de su propio bolsillo,
pero en ese momento tenía con qué pagarlos.
Mientras tanto había hecho las delicias de Bezir al inventar un cable hueco para
contrabandear haschich. Cuando el turco murió, aparecieron unos parientes lejanos
que se hicieron cargo de su negocio y lo arruinaron. Muzi se quedó con sesenta y
cinco mil dólares que había ganado con divisas y unas excelentes relaciones para
entrar contrabando. Eso era todo lo que necesitaba para convertirse en un traficante
de cualquier cosa que le produjera beneficios, con excepción de narcóticos. El
astronómico beneficio potencial de la heroína lo tentó, pero resistió la tentación. No
quería quedar marcado para el resto de su vida. No quería tener que dormir en una
caja de seguridad todas las noches. No quería correr los riesgos ni le gustaban las
personas que traficaban con heroína. Haschich era algo totalmente distinto.
En 1972 la sección Jihaz-al-Rasd de Al Fatah estaba muy metida con el
contrabando de haschich. Muchas de las bolsitas de medio kilo que Muzi importaba
del Líbano estaban decoradas con su marca de fábrica: un fedayin empuñando una
metralleta. Fue a través de esas conexiones que Muzi entregó la carta del
norteamericano y a través de ellos fue contactado para contrabandear el plástico.
Muzi había estado alejándose del tráfico de haschich durante los últimos meses, y
liquidando sistemáticamente todos sus otros intereses en el Oriente Medio. Quería
hacerlo gradualmente y no dejar clavado a nadie. No tenía interés en llenarse de
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enemigos que podrían interferir luego la paz de su alejamiento de esas actividades y
la interminable sucesión de comidas al fresco en su terraza que daba a la bahía de
Nápoles. Este asunto del Leticia había amenazado todo eso. Quizás los guerrilleros
no confiaban ya en él al enterarse de que pensaba desvincularse del Oriente Medio.
Posiblemente el mismo Larmoso se había enterado de sus intenciones, se había
sentido incómodo y decidió aprovechar esa oportunidad para entrar en el negocio.
Fuera lo que fuera lo que había hecho Larmoso, había conseguido molestar a los
árabes.
Muzi sabía que podría arreglárselas muy bien en Italia. Tenía que correr un
pequeño riesgo en Nueva York y luego quedaría libre de irse a su casa. Tirado sobre
la cama del motel, esperando poder hacer algún movimiento mientras su estómago
protestaba, Muzi imaginó estar comiendo en el Lutece.
Kabakov estaba sentado sobre una manguera enroscada, tiritando. Una corriente de
aire frío entraba por el desván donde se guardaban las herramientas en la parte alta
del depósito y las paredes estaban cubiertas de escarcha, pero además de ser un buen
escondite, desde la barraca podía verse perfectamente bien la casa de Muzi situada en
la vereda de enfrente. El hombre somnoliento que vigilaba por la ventana del costado
del cobertizo, quitó el papel a una tableta de chocolate y comenzó a mordisquearla,
haciendo ruiditos secos al quebrarse cada barrita. El y otros dos integrantes del
equipo táctico invasor habían viajado desde Washington en un coche alquilado
después de recibir la llamada de Kabakov.
El agotador viaje por carretera fue necesario porque el equipaje del grupo habría
despertado mucho interés bajo el fluoroscopio del aeropuerto: metralletas, rifles,
granadas. Otro miembro del equipo estaba apostado sobre el techo de otra casa en la
misma manzana pero del otro lado de la calle. El tercero estaba con Moshevsky en la
oficina de Muzi.
El somnoliento israelí le ofreció un pedazo de chocolate a Kabakov, pero éste
meneó la cabeza y prosiguió observando la casa con los prismáticos espiando por la
pequeña rendija en la puerta de la barraca. Kabakov se preguntó si habría hecho bien
al no contarle a Corley y las otras autoridades norteamericanas lo que había
averiguado sobre Muzi y la estatuilla de la Virgen. Resopló por la nariz. Por supuesto
que había hecho bien. Lo más que le habrían permitido hacer los norteamericanos era
conversar con Muzi en una antesala de la comisaría con un abogado presente. Así
podría hablar con él en circunstancias más favorables si es que los árabes no lo
habían matado ya.
Muzi vivía en una simpática calle con árboles a ambos lados en el barrio Cobble
Hill de Brooklyn. El edificio, cuyo frente era de piedra, contenía cuatro apartamentos.
El suyo era el más grande de la planta baja. La única entrada estaba en el frente y
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Kabakov estaba seguro de que por ahí iba a pasar Muzi cuando llegara. Era
demasiado gordo para tratar de meterse por una ventana a juzgar por el tamaño de la
ropa guardada en el armario.
Kabakov esperaba terminar con su asunto rápidamente si Muzi le daba una buena
pista de dónde podían haber ido a parar los explosivos. Llamaría a Corley cuando
hubiera terminado. Miró el reloj con sus ojos irritados: eran las siete y media de la
mañana. Si Muzi no aparecía durante el día tendría que organizar guardias alternadas
para que sus hombres pudieran dormir. Kabakov se repitió una y otra vez que iba a
aparecer. Los pasaportes del importador, tres de ellos con distintos nombres, estaban
en el bolsillo de la chaqueta de Kabakov. Los encontró durante un rápido registro del
dormitorio de Muzi. Habría preferido esperarlo allí, pero sabía que donde Muzi corría
más peligro era en la calle y prefería estar en un lugar donde poder defenderlo.
Inspeccionó una vez más las ventanas del otro lado de la calle. Una cortina se
corrió en un apartamento. Kabakov se puso tenso. Una mujer se paró junto a la
ventana. Cuando se alejó pudo ver detrás de ella un niño sentado a la mesa de la
cocina.
Unos pocos madrugadores circulaban por las veredas, pálidos todavía de sueño y
apurando el paso para llegar a la parada de autobús en Pacific Street, distante una
manzana. Kabakov abrió los pasaportes y estudió por centésima vez la cara de Muzi.
Se levantó para estirar las piernas que tenía acalambradas. El walkie-talkie chilló.
—Jerry Dimples, un hombre en la puerta principal con un manojo de llaves.
—Roger Dimples —respondió Kabakov en el micrófono. Con un poco de suerte
debía ser el relevo del sereno que había pasado la noche roncando en la planta baja de
la barraca. La radio funcionó nuevamente al ratito, y el israelita que estaba en el techo
de la casa situada en el otro extremo de la manzana confirmó que el sereno estaba
saliendo del edificio. Cruzó la calle dentro del campo visual de Kabakov y se dirigió
hacia la parada del autobús.
Kabakov se dedicó nuevamente a vigilar las ventanas y cuando miró otra vez a la
parada vio que un grupo de mujeres que hacían trabajos de limpieza bajaban del
autobús. Mujeres maduras, provistas de bolsas para hacer compras, que comenzaron a
menear sus traseros mientras avanzaban por la calle. Muchas de ellas tenían rasgos
eslavos similares a los del propio Kabakov. Se parecían mucho a las vecinas que
había tenido durante su niñez. Las siguió con los prismáticos.
El grupo se fue achicando a medida que desaparecían una tras otra en las casas
donde trabajaban. Pasaban en ese momento frente a la de Muzi; una gorda en medio
del grupo se volvió para acercarse a la entrada llevando un paraguas colgado del
brazo y una bolsa en cada mano. Kabakov la enfocó con los binoculares. Tenía algo
raro... los zapatos. Eran unos zapatos abotinados de cuero graneado español y una de
las gruesas pantorrillas tenía un corte de navaja bien fresco.
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—Dimples Jerry —dijo Kabakov por el micrófono de su walkie-talkie—. Creo
que la mujer gorda es Muzi. Voy a entrar. Cubran la calle.
Kabakov dejó su rifle a un lado y cogió un hacha de un rincón del depósito.
—Cubran la calle —repitió al hombre que estaba junto a él. Bajó la escalera a
toda velocidad importándole un comino que el sereno de día lo oyera. Una rápida
mirada al exterior, una carrera hasta el otro lado, llevando el hacha adelante.
La entrada del edificio no tenía echada la llave. Se quedó parado del otro lado de
la puerta de Muzi esforzándose por oír lo que hacía. Golpeó entonces con el hacha
con todas sus fuerzas, dando de lleno en la cerradura.
La puerta se abrió violentamente, arrancando parte del marco y Kabakov entró al
apartamento antes de que las astillas cayeran al piso, apuntando con una gran pistola
al hombre gordo vestido de mujer.
Muzi se quedó parado en la puerta que daba al dormitorio con la manos llenas de
papeles. Sus mandíbulas se estremecieron y sus ojos miraron a Kabakov con una
expresión enferma y cansada.
—Juro que no...
—Dé media vuelta y apoye las manos contra la pared —Kabakov registró
minuciosamente a Muzi, quitándole una pequeña pistola automática. Cerró entonces
la puerta destrozada y apoyó una silla contra ella.
Muzi reaccionó a gran velocidad.
—¿Le importa si me quito la peluca? Me pica, sabe.
—No. Siéntese —Kabakov habló por su radio—. Dimples Jerry. Busca a
Moshevsky. Dile que traiga el camión. —Sacó los pasaportes del bolsillo—. ¿Tiene
ganas de seguir viviendo, Muzi?
—Una pregunta retórica, sin duda alguna. ¿Puedo preguntarle quién es usted? No
ha exhibido una orden de arresto ni me ha liquidado. Esas son las únicas credenciales
que reconocería inmediatamente.
Kabakov le entregó a Muzi su tarjeta de identificación. La expresión del gordo no
se alteró, pero su cerebro comenzó a funcionar aceleradamente pues le pareció
advertir una posibilidad de sobrevivir. Muzi cruzó las manos sobre el delantal y
esperó.
—Ya le han pagado ¿verdad?
Muzi titubeó. La pistola de Kabakov entró en funcionamiento, haciendo silbar el
silenciador y una bala se incrustó en el respaldo de la silla junto al cuello de Muzi.
—Si no me ayuda, es hombre muerto. No lo dejarán vivo. Si se queda aquí
terminará en la cárcel. Es obvio que yo constituyo su única esperanza de vida. Le
haré esta propuesta una sola vez. Dígame todo lo que pasó y lo depositaré en un avión
en el aeropuerto Kennedy. Mis hombres y yo somos los únicos que podremos meterlo
vivo en un avión.
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—Reconozco su nombre, mayor Kabakov. Sé a qué se dedica y creo poco
probable que me deje con vida.
—¿Cumple usted con su palabra en los negocios?
—Frecuentemente.
—Pues yo también. Ya tiene el dinero o por lo menos una buena parte. Dígame lo
que sabe y vaya a disfrutarlo.
—¿En Islandia?
—Ese es un problema estrictamente suyo.
—Muy bien —asintió Muzi pesadamente—. Se lo diré. Pero quiero partir esta
misma noche.
—Si la información concuerda no habrá inconveniente.
—La verdad es que no sé dónde está actualmente el plástico. Fui contactado dos
veces, una aquí y otra desde Beirut. —Muzi se secó la cara con el delantal, mientras
una sensación de alivio se desparramaba por su cuerpo como los efectos del coñac—.
¿Le importa si saco una botella de agua mineral? Esta charla me está dando mucha
sed.
—Sabe que la casa está rodeada.
—Le aseguro mayor que no tengo intenciones de escapar.
La cocina estaba separada del salón por una mesa. Kabakov podía observar
permanentemente sus movimientos. Asintió.
—El primero fue el norteamericano —dijo Muzi junto a la nevera.
—¿El norteamericano?
Muzi abrió la puerta de la nevera y vio el dispositivo durante un breve instante
antes de que la explosión lo hiciera volar en pedazos por la pared de la cocina. El
cuarto se estremeció, Kabakov fue lanzado por el aire, le salía sangre de la nariz y
cayó al suelo, en medio de los restos de los muebles diseminados a su alrededor. Todo
se volvió oscuro. Un silencio estridente y luego el chasquido de las llamas.
La primera alarma sonó a las ocho y cinco minutos. El empleado lo describió
como «un edificio de ladrillos de cuatro pisos, totalmente envuelto en llamas en la 75
y 125, Autobomba 224. Escalera 118 y Servicio de Emergencia respondiendo».
Los teletipos de la policía tabletearon en las comisarías, imprimiendo el mensaje.
SLIP 13 0820 HRS CQN SLIP 12 UN MUERTO UN HERIDO AUTH LONG ISLAND COLLEGE
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HOSP OPR 24
ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ
Reporteros del «Daily News», «New York Times» y AP esperaban en los corredores
del hospital del Long Island College cuando salió del cuarto el jefe de bomberos, con
la cara arrebatada y muy enojado. Junto a él estaban Sam Corley y un comisario. El
jefe de bomberos carraspeó.
—Creo que fue una explosión de gas en la cocina —dijo apartando la vista de las
cámaras—. Estamos investigándolo.
—¿Identidad de las victimas?
—Solamente del muerto. —Echó una ojeada a la hoja de papel que tenía en la
mano—. Benjamín Muzi. Luego les darán otros detalles. —Se abrió paso entre los
reporteros y salió del edificio. La parte de atrás del cuello estaba muy colorada.
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La bomba que mató a Benjamín Muzi el jueves por la mañana había sido instalada
veintiocho horas antes en la nevera por Muhammad Fasil, al que casi le costó una
mano antes de colocar un detonador en el plástico. Porque Fasil cometió un error,
pero no con el explosivo sino con Lander.
Era casi medianoche del martes cuando Lander, Fasil y Dahlia amarraron la
lancha y cerca de las dos de la mañana cuando llegaron a la casa de Lander con el
plástico.
Dahlia sentía todavía el movimiento de la lancha cuando entró al salón. Preparó
rápidamente una comida caliente y Fasil, con el rostro gris por el cansancio, dio
buena cuenta de ella en la cocina. Tuvo que llevarle el plato a Lander al garaje. No
quería separarse del plástico. Había abierto una bolsa y tenía seis estatuillas puestas
en fila sobre su mesa de trabajo. Dio vueltas a una en sus manos, la olió y la
mordisqueó como si fuera un mapache con una almeja. Decidió que debía ser
hexógeno de fabricación china o rusa, mezclado con TNT o kamnikita y una clase
especial de goma sintética para unir la mezcla. La sustancia, de un color blanco
azulado, tenía un olor particular que se adhería a los conductos nasales, como el de
una manguera olvidada al sol, o el olor de un preservativo. Lander sabía que iba a
tener que ponerse a trabajar rápidamente para poder tener todo listo durante las seis
semanas que faltaban para el gran partido. Depositó la estatuilla sobre la mesa y se
esforzó en tomar la sopa hasta que sus manos dejaron de temblar. No se molestó
prácticamente en mirar a Dahlia y Fasil cuando entraron al garaje, este último
ingiriendo una pastilla de anfetamina. El guerrillero se aproximó a la mesa de trabajo
con la hilera de estatuillas, pero Dahlia lo detuvo presionando ligeramente su brazo.
—Por favor Michael, necesito medio kilo de plástico —dijo—. Para lo que
estábamos hablando. —Hablaba como lo hace una mujer con su amante, dejando las
cosas a medio decir en presencia de un tercero.
—¿Por qué no matan a Muzi de un tiro?
Fasil había pasado una semana bajo gran tensión custodiando el plástico
almacenado en el barco y sus ojos inyectados en sangre se entrecerraron al oír el tono
indiferente empleado por Lander. —¿Por qué no matan a Muzi de un tiro? —repitió
imitándolo—. Usted no tendrá que hacer nada más que darme el plástico. —El árabe
se aproximó a la mesa de trabajo. Lander movió su brazo con rapidez, sacó la sierra
eléctrica del estante de abajo y la puso en funcionamiento, acercando la ruidosa hoja
a medio centímetro de la mano de Fasil.
Este se quedó quieto como una estatua.
—Lo siento, señor Lander. No fue una falta de respeto —cuidado, con mucho
cuidado—. Quizás no nos sea posible dispararle. Quiero cubrir cualquier
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eventualidad. Su proyecto no debe interrumpirse.
—Muy bien —respondió Lander en una voz tan baja que le resultó inaudible a
Dahlia por el ruido de la sierra. Soltó el gatillo y la hoja dentada se detuvo. Lander
cortó una estatua en dos con un cuchillo—. ¿Tienen un detonador y alambre?
—Sí, gracias.
—¿Les hará falta alguna pila? Tengo varias.
—No, muchas gracias.
Lander se dedicó nuevamente a su trabajo y no levantó la vista cuando Dahlia y
Fasil se alejaron en su coche, dirigiéndose hacia el Norte, rumbo a Brooklyn para
organizar la muerte de Muzi.
La estación de radio WCBS «Newsradio 88» transmitió el primer boletín relativo
a la explosión a las ocho y media de la mañana del jueves y confirmó la identidad de
Muzi a las nueve y cuarenta y cinco. El acto había sido consumado. La única posible
conexión entre él y el plástico acababa de ser eliminada. El jueves se presentaba en
forma favorable. Lander oyó que Dahlia entraba al taller. Le traía una taza de café.
—Buenas noticias —le dijo a la joven.
Escuchó cuidadosamente la repetición del noticiero mientras comía un
melocotón.
—Ojalá pudieran identificar al herido. Existe una mínima posibilidad de que sea
El Griego.
—No me preocupa El Griego —dijo Lander—. Me vio solamente una vez y no
oyó lo que hablamos. Muzi no demostró ningún respeto por él. Dudo que le tuviera la
más mínima confianza.
Lander hizo una pausa en su trabajo para mirarla recostada contra la pared
comiendo el melocotón. Dahlia tenía pasión por la fruta. Le gustaba verla absorbida
en un placer tan sencillo. Satisfaciendo su apetito. Le hacía sentir que no estaba
complicada en todo el asunto, que no era peligrosa, que se movía alrededor de ella sin
que pudiera verlo. Se sentía el oso bueno contemplando cómo alguien
desempaquetaba las provisiones del campamento junto al fuego. Durante los primeros
días que vivieron juntos, se había vuelto repentinamente muchas veces esperando ver
malicia o astucia o desagrado en su expresión. Pero siempre era la misma: una actitud
insolente y una expresión benévola en su cara.
Dahlia estaba bien al tanto de todo eso. Aparentaba estar observando con interés
cuando él se dedicó nuevamente a fabricar el armazón de alambre, pero en realidad
estaba preocupada.
Fasil había dormido la mayor parte del día anterior y toda esa mañana, pero no
tardaría mucho en despertarse. Iba a estar entusiasmado por el éxito de su invento y
debía evitar que lo demostrara. Dahlia sentía mucho que Fasil hubiera terminado su
entrenamiento antes de 1969, cuando llegaron al Líbano los instructores chinos.
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Podrían haberle enseñado mucho respecto a modestia, algo que jamás aprendió
durante su entrenamiento en Vietnam del Norte, ni en Alemania Oriental. Observó
cómo los dedos largos de Lander manipulaban hábilmente el alambre de soldar. Fasil
había cometido un error casi fatal con Lander y ella debía asegurarse de que no
volvería a suceder. Debía hacerle comprender que si no actuaba con sumo cuidado, el
proyecto podría tener un final sangriento en la propia casa de Lander. La mente
rápida y salvaje de Fasil era necesaria para el éxito del plan, y su músculo y potencia
eran esenciales para el penúltimo instante cuando debía sujetar el explosivo al
dirigible. Pero tenía que mantenerlo a raya.
Fasil era nominalmente, su superior en la organización terrorista, pero esta misión
había sido reconocida como de ella nada menos que por el propio Hafez Najeer. Más
aún, era el trampolín hacia Lander y Lander era irremplazable.
Por otra parte, Hafez Najeer había muerto y Fasil no tenía que temer ya su ira. Y
tampoco era muy progresista en sus opiniones sobre las mujeres. Sería mucho más
fácil si todos hablaran en francés. Pensó que esa pequeña diferencia hubiera sido
invalorable.
Como muchos árabes educados, Fasil practicaba dos tipos de comportamiento
social. En las reuniones al estilo occidental, hablaba en francés y trataba a las mujeres
con amabilidad y de igual a igual. Pero cuando estaba en medio de los tradicionalistas
árabes, su innato chauvinismo sexual aparecía con toda su fuerza. Una mujer era una
vasija, un sirviente, un animal de tiro con ninguna clase de control sobre sus
necesidades sexuales, una cerda permanentemente en celo.
Fasil podía mostrarse cosmopolita en sus modales y radical en sus ideas políticas,
pero Dahlia estaba segura de que en el vaivén de sus emociones, no estaba tan
distante de los tiempos de su abuelo, la época de la circuncisión de las mujeres,
clitoridectomía e infibulación, esos sangrientos ritos que aseguraban a la familia que
no sufriría deshonra de parte de su descendencia femenina. Siempre le parecía
advertir un leve desdén en su voz cuando la llamaba camarada.
—Dahlia —la voz de Lander le hizo volver a fijar su atención en él. El cambio no
se registró para nada en su cara. Era un truco que había aprendido—. Alcánzame el
alicate de punta fina —su voz era tranquila, su pulso firme. Buen presagio de lo que
podría ser un día difícil. Estaba decidida a evitar las discusiones estériles. Dahlia
confiaba en la inteligencia y dedicación básica de Fasil aunque no en su
comportamiento. Tenía confianza en la fuerza de su propia voluntad. Creía en la
auténtica comprensión y cariño que compartía con Lander y creía en los cincuenta
miligramos de clorpromazina que había disuelto en su café.
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Kabakov luchaba por recuperar el conocimiento como un buceador agotado tratando
de llegar a la superficie para respirar. Sentía un fuego en su pecho y trató de agarrar
con las manos su garganta ardiente, pero sus muñecas estaban sujetas por un puño de
hierro. Comprendió que estaba en un hospital. Sintió bajo su cuerpo la aspereza de la
sábana mal planchada y sintió la presencia de alguien parado junto a la cama. No
quería abrir sus ojos doloridos. Su cuerpo estaba controlado por su voluntad. Tenía
que aflojarse. No debía forcejear y desangrarse. No era la primera vez que
recuperaba el conocimiento en un hospital.
Moshevsky, cuya alta figura se alzaba junto a la cama, aflojó la presión con que
sujetaba las muñecas de Kabakov y volviéndose hacia un asistente parado al lado de
la puerta le dijo con su voz más suave:
—Está volviendo en sí. Dígale al médico que venga. ¡Rápido!
Kabakov abrió y cerró una mano y luego la otra. Movió la pierna derecha y luego
la izquierda. Moshevsky casi sonrió de alivio. Sabía lo que estaba haciendo Kabakov.
Un inventario de su persona. Moshevsky lo había hecho también en repetidas
ocasiones.
Varios minutos pasaron mientras Kabakov flotaba alternadamente entre la
oscuridad y el cuarto del hospital. Moshevsky se dirigió a la puerta mascullando un
juramento entre dientes, justo cuando entró el médico seguido por una enfermera. El
médico era un hombre joven con patillas.
Miró el cuadro clínico mientras la enfermera abría la carpa de oxígeno y
levantaba la sábana de arriba, suspendida como una carga sobre una armazón
metálica para evitar que tocara al paciente. El médico acercó una pequeña linterna a
los ojos de Kabakov. Estaban colorados y comenzaron a lagrimear cuando los abrió.
La enfermera le aplicó un colirio y sacudió un termómetro mientras el médico
escuchaba la respiración.
La piel se estremeció con el frío del estetoscopio y el médico vio entorpecida su
tarea por la tela adhesiva que cubría el costado izquierdo de las costillas. La sala de
emergencia había realizado un buen trabajo. Miró con curiosidad profesional las
viejas cicatrices salpicadas por el cuerpo de Kabakov.
—¿Le importa quitarse de la luz? —le dijo a Moshevsky.
Este se balanceó sobre uno y otro pie y finalmente se puso junto a la ventana en
una posición semejante a la del descanso de los soldados, y se quedó mirando hacia
afuera hasta que terminó la revisión. Acompañó entonces al médico fuera del cuarto.
Sam Corley estaba esperando en el pasillo.
—¿Y bien?
El joven doctor arqueó las cejas y pareció molesto:
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—Ah, sí. Usted es del FBI —Parecía estar identificando una planta—. Tiene una
pequeña conmoción. Tres costillas rotas. Quemaduras de segundo grado en el muslo
izquierdo. Y el humo que respiró le ha irritado mucho la garganta y los pulmones.
Tiene un seno roto al que quizás haya que punzar. Esta tarde vendrá un ORL. Sus
ojos parecen estar en buen estado pero creo que debe sentir un zumbido en los oídos.
Es muy común.
—¿Le dijo algo al director del hospital respecto de que debía catalogarlo como
muy delicado?
—El director puede catalogarlo como más le plazca. Yo diría que su estado es
regular o inclusive bastante pasable. Tiene un cuerpo increíblemente resistente, pero
muy vapuleado.
—Pero usted...
—Señor Corley, a mí no me importa que el director le diga al público que está
embarazado si tiene ganas. No lo contradeciré. ¿Puedo preguntarle cómo pasó esto?
—Creo que explotó una cocina.
—Sí, seguramente —refunfuñó el médico alejándose por el pasillo.
—¿Qué es un ORL? —le preguntó Moshevsky a Corley.
—Un especialista otorrinolaringólogo. A propósito, creía que usted no sabía
hablar inglés.
—Muy mal —respondió Moshevsky introduciéndose rápidamente otra vez al
cuarto mientras Corley lo miraba maliciosamente.
Kabakov durmió la mayor parte de la tarde. A medida que se pasaba el efecto del
sedante que le habían administrado, sus ojos se contraían bajo sus párpados cerrados
y comenzó a soñar sueños de brillantes colores. Estaba en su apartamento de Tel Aviv
y sonaba el teléfono rojo. No podía alcanzarlo. Estaba enredado en un montón de
ropa tirada en el suelo y esa ropa tenía olor a cordita.
Las manos de Kabakov estrujaron la sábana del hospital. Moshevsky oyó el ruido
de la tela al desgarrarse y se levantó de su silla con la velocidad de un búfalo. Aflojó
los puños cerrados de Kabakov y colocó nuevamente las manos a cada lado del
cuerpo, aliviado al comprobar que había roto solamente la sábana y que no se había
arrancado el vendaje.
Kabakov se despertó recordando lo sucedido. Los hechos acaecidos en la casa de
Muzi no se presentaron en forma ordenada y le resultaba exasperante tener que
reordenar las piezas a medida que acudían a su memoria. Le quitaron la carpa de
oxígeno esa misma tarde y el zumbido de sus oídos había disminuido lo suficiente
como para escuchar a Moshevsky mientras le contaba los detalles de los episodios
posteriores a la explosión: la ambulancia, los fotógrafos, los periodistas engañados
momentáneamente pero sospechando algo distinto.
Kabakov no tuvo inconveniente alguno en oír a Corley cuando le permitieron
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entrar al cuarto.
—¿Qué pasó con Muzi? —Corley estaba lívido de ira.
Kabakov no quería hablar. Cuando hablaba le daban ganas de toser y la tos hacía
que le doliera más el pecho. Le hizo señas con la cabeza a Moshevsky y masculló:
—Cuéntale.
La pronunciación de Moshevsky mejoró notablemente.
—Muzi era un importador...
—Por el amor de Dios, eso lo sé de memoria. Tengo un archivo sobre él. Dígame
lo que vio y oyó.
Moshevsky miró a Kabakov y recibió una señal de asentimiento. Empezó con el
interrogatorio de Fawzi, el descubrimiento de la estatuilla de la Virgen, y la revisión
de los papeles del barco. Kabakov completó la escena en el apartamento de Muzi.
Cuando terminaron, Corley agarró el teléfono que estaba junto a la cama de Kabakov
e impartió rápidamente una cuantas órdenes: mandamientos judiciales para
inspeccionar el Leticia, y su tripulación, y un equipo de laboratorio para revisar el
barco.
Kabakov lo interrumpió una vez.
—Dígales que insulten a Fawzi delante de la tripulación.
—¿Qué dice? —inquirió Corley cubriendo con su mano el auricular del teléfono.
—Diga que van a arrestarlo por no cooperar con las autoridades. Sacúdanlo un
poco. Le debo un favor. Tiene parientes en Beirut.
—Nos va a reventar si llega a quejarse.
—No lo hará.
Corley agarró nuevamente el teléfono y prosiguió dando instrucciones durante
varios minutos.
—... Sí, Pearson y dígale a Fawzi que es un...
—Degenerado hijo de... —interpuso Moshevsky.
—... Sí, eso es lo que le dije que lo llamara —manifestó Corley finalmente—.
Cuando le explique cuáles son sus derechos, eso es. No haga preguntas Pearson,
limítese a obedecer —y colgó el teléfono.
—Muy bien, Kabakov. Lo sacaron de la casa dos tipos provistos de sendas bolsas
de golf que pasaban casualmente por allí, según dice el informe del departamento de
bomberos. Unos golfistas. —Corley, vestido con un traje arrugado se quedó parado
en la mitad del cuarto jugando con un manojo de llaves—. Da la casualidad que esos
sujetos desaparecieron del lugar en un furgón cerrado en el preciso momento en que
llegó la ambulancia. ¿Qué demonios era ese furgón? ¿Un expreso hacia un club de
golf donde todos hablan de un modo especial? Repito lo que figuraba en el acta de la
policía. —Ambos hablaban en una forma especial—. Usted también habla en una
forma curiosa. ¿Qué demonios está tramando hacer aquí, Kabakov? ¿Piensa reírse de
A más de cien kilómetros del hospital, en Lakehurst, Nueva Jersey, Michael Lander
manipulaba nerviosamente los controles de su televisor. La imagen era excelente —
todos sus aparatos funcionaban a la perfección— pero nunca estaba satisfecho.
Dahlia y Fasil no demostraban su impaciencia. El noticiario de la seis de la tarde
hacía rato que había empezado cuando Lander dejó finalmente en paz el televisor.
—Una explosión ocurrida en la mañana de hoy en Brooklyn causó la muerte del
importador Benjamín Muzi. Un segundo hombre resultó gravemente herido —
anunciaba el locutor—. Aquí tenemos a Frank Frizzell con la nota tomada en el lugar
del siniestro.
El locutor miró a la cámara durante un prolongado momento antes de que se
proyectara la película. Podía verse a Frank Frizzell parado en medio de una maraña
de mangueras de incendio en la vereda de enfrente de la casa de Muzi.
—... Hizo volar la pared de la cocina y causó otros daños de menor importancia
en la casa de al lado. Treinta y cinco bomberos con seis equipos lucharon contra el
fuego durante más de media hora antes de poder controlarlo. Seis de ellos fueron
asistidos por intoxicación por humo.
La escena se trasladó a un lado de la casa, pudiendo apreciarse el boquete en la
pared. Lander se inclinó hacia adelante con vehemencia, tratando de calcular la
fuerza de la explosión. Fasil observaba la escena como si estuviera hipnotizado.
Los bomberos comenzaron a enroscar las mangueras. Evidentemente el equipo de
Cuando Rachel llegó al Long Island College Hospital, tuvo que enseñar en dos
lugares distintos su identificación a los agentes federales, para poder acompañar a
Moshevsky hasta el piso donde estaba Kabakov.
Este se despertó al oír el ruido de la puerta que se abría. Rachel atravesó el cuarto
oscuro, puso su mano sobre la mejilla de Kabakov, sintió que las pestañas acariciaban
la palma y comprendió que estaba despierto.
—Aquí estoy, David —le dijo.
Seis horas más tarde Corley regresó al hospital. Había comenzado la hora de
visita y los familiares de los pacientes iban con sus flores por los pasillos y
conversaban con preocupación en grupos ante las puertas con carteles que decían:
«No se admiten visitas». «No fumar».
Corley encontró a Moshevsky sentado en un banco frente a la puerta del cuarto de
Kabakov, comiendo una enorme hamburguesa. Junto a él había una niña de ocho años
sentada en una silla de ruedas. Estaba comiendo también una gran hamburguesa.
—¿Kabakov duerme?
—Se está bañando —respondió Moshevsky con la boca llena.
—Buenos días —dijo la niña.
—Buenos días. ¿Cuándo terminará, Moshevsky?
—Cuando la enfermera termine de refregarlo —respondió la niña—. Hace
muchas cosquillas. ¿Lo bañó alguna vez una enfermera?
—No. Moshevsky, dígale que se de prisa. Tengo que...
—¿Quiere un bocado de hamburguesa? —inquirió la chiquilla—. El señor
Moshevsky y yo mandamos buscarlas. La comida de aquí es muy mala. El señor
Moshevsky no le dio permiso al señor Kabakov para comer una hamburguesa. El
señor Kabakov se enfadó y dijo unas palabras feísimas.
—Comprendo —dijo Corley comiéndose la uña del dedo pulgar.
—Tengo una quemadura igual a la del señor Kabakov.
—Cuánto lo siento.
La niña se inclinó cuidadosamente en su silla para sacar unas patatas fritas de una
bolsa que tenía Moshevsky sobre sus rodillas. Corley abrió la puerta, introdujo la
cabeza, intercambió unas breves palabras con la enfermera y salió nuevamente.
—Falta una pierna —musitó—. Falta una pierna todavía.
—Estaba cocinando y me tiré encima una cacerola de agua hirviendo —agregó la
niña.
El cónsul del Líbano manifestó el martes por la noche que un ciudadano de su país
fue interrogado después de ser sometido a torturas por agentes israelitas que
Kabakov salteó el resto del artículo. Las autoridades aduaneras habían mantenido la
boca cerrada respecto de la investigación del Leticia y el diario no lo había
relacionado todavía con Muzi, gracias a Dios.
Kabakov hubiera preferido mantener a Corley fuera del asunto. Hasta el momento, el
agente del FBI no sabía nada de sus tratos con Jerry Sapp y su lancha. Kabakov
quería seguir adelante solo. Necesitaba hablar con Sapp antes de que ese hombre se
amparara en la Constitución.
No le importaba violar los derechos de un hombre, su dignidad o su persona si esa
violación le brindaba resultados inmediatos. El hecho de hacerlo no le preocupaba,
pero la simiente interior que se nutría con el éxito de esas tácticas lo hacía sentirse
incómodo.
Se daba cuenta de que estaba desarrollando actitudes despreciativas hacia la red
de defensas existentes entre el ciudadano y la velocidad de su investigación. No
trataba de razonar sus actos con frases capciosas como «el mayor bien», porque no
era un hombre reflexivo. Al mismo tiempo que creía que sus métodos eran necesarios
—y le constaba que eran efectivos— temía que la mentalidad que podría adquirir un
hombre al practicarlos era algo feo y peligroso, algo que tenía un rostro para él. El de
Hitler.
Kabakov reconocía que las cosas que hacía dejaban marcas en su mente como así
también en su cuerpo. Quería pensar que el aumento de su impaciencia ante las
restricciones de la ley era exclusivamente el resultado de su experiencia, que sentía
rabia contra esos impedimentos tal como sentía tirones en las viejas cicatrices durante
las mañanas de invierno.
Pero eso no era totalmente cierto. El origen de sus actitudes residía en su
naturaleza, y eso lo había descubierto años atrás cerca de Tiberiades en Galilea.
Estaba en camino para inspeccionar unas posiciones en la frontera siria, cuando
detuvo su jeep junto a un pozo de agua en la ladera de una montaña. Un molino de
viento, un viejo American Aermotor, bombeaba agua de la roca. El molino chirriaba a
intervalos regulares mientras sus paletas giraban lentamente, produciendo un sonido
Corley pidió permiso a mediodía al Tribunal de Justicia de Newark para intervenir los
El Glamareef es un edificio grisáceo situado en West Palm Beach sobre una base
arenosa. Como muchos otros bares del Sur, construidos después de popularizarse el
aire acondicionado, no tiene ventanas. Originalmente era un bar llamado Shangala
que tenía una mesa de billar y un fonógrafo mecánico y provisto de un ruidoso equipo
de aire acondicionado y un bloque de hielo en el lavabo. En la actualidad su
concurrencia era más sofisticada. Sus reservados tapizados en cuero y su oscuro bar
atraían gente de dos mundos diferentes: los gigolós y los adinerados dueños de
lujosos barcos con veleidades bohemias. El Glamareef, originalmente el Shangala,
era un buen sitio para buscar mujeres jóvenes con problemas conyugales. Era el lugar
indicado para que una mujer mayor y opulenta encontrara un candidato que nunca
había hecho el amor entre sábanas de seda.
Kabakov estaba sentado en el extremo del bar bebiendo una cerveza. Alquiló un
coche en el aeropuerto en compañía de Moshevsky y su apresurada inspección de los
cuatro fondeaderos más próximos resultó algo descorazonante. Había una enorme
flota de barcos en West Palm Beach, la mayoría lanchas de pesca. Tendrían que
Sapp no había mentido a sabiendas, pero estaba equivocado al afirmar que no conocía
a ningún piloto profesional. Era un comprensible fallo de su memoria, ya que habían
transcurrido muchos años desde que vio por última vez a Michael Lander o que había
recordado el aterrador e irritante día en que se conocieron.
Sapp estaba realizando su periódica migración al Norte, cuando una madera
abolló las dos hélices de su lancha en las afueras de Manasquan, Nueva Jersey,
obligándolo a detenerse. Sapp era fuerte y hábil, pero no podía cambiar una hélice
abollada en medio del océano y con mar gruesa. El barco navegaba a la deriva
acercándose lentamente a la costa, arrastrando el ancla, impulsado por un empecinado
viento que lo empujaba hacia tierra. No podía solicitar la ayuda de los guardacostas
porque olfatearían el mismo olor que le hacía sentir náuseas al bajar para buscar el
ancla de mar, el olor a cueros de cocodrilo comprados en el mercado negro a un
cazador furtivo de Florida en cinco mil quinientos dólares, para ser revendidos en
Nueva York. Cuando Sapp subió a la cubierta vio que se acercaba otra lancha.
Michael Lander navegaba con su familia en un pequeño y cuidado crucero, le tiró
un cabo a Sapp y lo remolcó hasta una bahía protegida de la marejada. Sapp no quería
quedarse allí con un barco averiado cargado con material de contrabando y le pidió a
Lander que lo ayudara. Se pusieron máscaras para bucear y patas de rana y trabajaron
debajo del barco. Sus esfuerzos combinados fueron suficientes para desatascar una de
las hélices y arreglar la otra. Sapp estaba en condiciones de emprender el regreso.
—Disculpe el olor —le dijo algo incómodo cuando se sentaron a descansar en la
popa. Era evidente que Lander había visto los cueros ya que había bajado durante la
reparación de la lancha.
—No es asunto mío —respondió Lander.
El incidente fue el comienzo de una amistad que terminó cuando Lander regresó
por segunda vez a Vietnam. La relación de Sapp con Margaret continuó, empero,
durante varios meses más. En las raras oportunidades en que pensaba en los Lander,
Sapp recordaba más vividamente a la mujer que al piloto.
Lander corrió al garaje en cuanto se fue Margaret. Estaba con los nervios de punta.
Comenzó a trabajar rápidamente, tratando de ignorar los pensamientos que surgían
como aguas arremolinadas en su mente. Empujó hacía adelante el elevador a
horquilla que había alquilado, deslizando la horquilla debajo del soporte que contenía
la barquilla. Puso en marcha el motor y se subió al asiento. Pensó en todos los
elevadores de cargas que había visto en los depósitos y en los muelles. Pensó en los
principios de las palancas hidráulicas. Salió afuera y abrió la puerta de atrás del
camión. Enganchó la rampa metálica a la parte posterior del vehículo. Recordó los
dispositivos de aterrizaje que había visto y la forma en que estaban enganchadas las
rampas. Pensó desesperadamente en las rampas de carga. Echó un vistazo a la calle.
Nadie vigilaba. De todos modos no tenía importancia. Se instaló nuevamente en el
¡Fasiiiiiil!
Hubiera sido increíblemente bello. Tuvo que sentarse porque estaba temblando. Hizo
un esfuerzo por pensar nuevamente en las restantes posibilidades. Trató de reducir
sus pérdidas. Cuando se tranquilizó nuevamente se sintió orgulloso por la fuerza de
su carácter, por su paciencia frente a la adversidad. Era Fasil. Trataría de hacerlo lo
mejor posible.
Los pensamientos de Fasil se concentraron en camiones y pintura mientras
regresaba a Nueva Orleans. Todo no está perdido, se dijo a sí mismo. Quizás era
mejor así. La intervención del norteamericano había empañado siempre la misión.
Ahora él era el único responsable del golpe. No sería tan espectacular, quizás; no
tendría un cien por ciento de eficacia como si hubiera sido lanzada desde el aire, pero
él adquiriría de todos modos un gran prestigio, y se realzaría la importancia del
movimiento guerrillero, agregó rápidamente para sus adentros.
Tenía ahora a su derecha el estadio cerrado. El sol se reflejaba en la cúpula
metálica. ¿Y qué era eso que se alzaba por detrás? Un helicóptero del tipo «guinche
aéreo». Estaba levantando algo. Una pieza de una máquina. Avanzaba en ese
momento sobre el techo. Un grupo de obreros esperaban junto a una de las aberturas
de la cúpula. La sombra del helicóptero se deslizó por ésta y los cubrió. Lenta y
delicadamente descargó la máquina el pesado objeto dentro del agujero del techo. El
casco de uno de los obreros voló y cayó por la cúpula como si fuera un pequeño
puntito, rebotando arrastrado por el viento. El helicóptero ascendió nuevamente,
liberado de su carga y desapareció de la vista detrás del inconcluso Superdome.
Fasil dejó de pensar en camiones. No tendría problemas en conseguir un camión.
Su cara se cubrió de gotas de sudor. Pensaba si el helicóptero trabajaría también los
domingos. Le pidió al chofer que le condujera al Superdome.
Dos horas más tarde Fasil estaba en la biblioteca pública estudiando un párrafo de
«Jane's All the World's Aircraft». De la biblioteca pasó al hotel Monteleone, donde
copió el número de uno de los teléfonos del vestíbulo. Copió el número de otro
teléfono público en la Union Passenger Terminal, y se dirigió luego a la oficina de
Western Union. Pidió un formulario de telegrama y redactó cuidadosamente un
mensaje consultando repetidas veces una pequeña tarjeta con números de un código
En ese momento ocurrían en Israel una serie de cosas que harían sentir mucho más su
peso en la petición de Fasil que cualquier influencia del fallecido Hafez Najeer.
Catorce pilotos israelíes subían a bordo de siete Phantom caza-bombarderos F-4 en
una base aérea de Haifa. Corrieron por la pista, distorsionando el calor el aire detrás
de ellos, como un vidrio resquebrajado. Avanzaron de a dos por el asfalto y
ascendieron al cielo dando un largo giro que los condujo sobre el Mediterráneo, hacia
el Oeste, rumbo a Tobruk, Libia, al doble de la velocidad del sonido.
Era una incursión en represalia. Humeaban todavía los escombros de la casa de
apartamentos de Rosh Pina destruida por cohetes rusos Katyusha, suministrados a los
fedayines por Libia. Está vez la represalia no sería contra las bases de los fedayines
en el Líbano y Siria. Esta vez sufrirían las consecuencias los proveedores.
El jefe de la escuadrilla divisó a los treinta y nueve minutos de despegar un
Fasil fue detenido bajo la acusación de entrada ilegal al país y conspiración para
violar las reglamentaciones aduaneras. Awad fue detenido por entrada ilegal. La
embajada de la Unión de Repúblicas Árabes hizo los arreglos necesarios para que los
representara una firma de abogados de Nueva Orleans. Ninguno de los árabes dijo
nada. Corley interrogó durante horas a Fasil el domingo por la noche en la enfermería
de la prisión y lo único que obtuvo fue una mirada burlona. El abogado de Fasil
renunció al caso al enterarse de la naturaleza de las preguntas que le hicieron. Fue
reemplazado por otro proporcionado por la Ayuda Legal. Fasil no hizo caso a
ninguno de los dos. Parecía no preocuparle en absoluto la espera.
Corley vació el contenido de un sobre de cartulina sobre un escritorio de la
oficina del FBI.
Se apagaron las luces de los cuartos del Royal Orleans y del Fairmont. La ciudad
vieja se extendía alrededor de ambos. Nueva Orleans conocía muy bien todo eso.
A las nueve de la mañana Dahlia Iyad pidió que le subieran tres desayunos a su
cuarto del hotel Fairmont. Mientras esperaba cogió unas tijeras bien grandes y un
rollo de cinta aislante plástica. Desatornilló el tornillo que sujetaba ambas partes de
las tijeras y lo reemplazó por uno delgado y de casi diez centímetros de largo,
sujetándolo con la cinta aislante a una de las mitades. Cubrió luego por completo el
puño de las tijeras con la cinta aislante y se la metió dentro de la manga.
Le trajeron el desayuno a las nueve y veinte.
—Tómalo antes de que se enfríe, Michael —dijo Dahlia—. Volveré enseguida —
se dirigió hacia el ascensor llevando una bandeja de desayuno y bajó dos pisos.
Farley respondió con voz de dormido a su llamada.
—¿El señor Farley?
—Sí.
—Su desayuno.
—No pedí que me subieran el desayuno.
—Un obsequio del hotel. Para toda la tripulación. Pero me lo llevaré si no lo
quiere.
—No, déjemelo. Un momento por favor.
Corley y Kabakov corrieron al coche del primero en cuanto recibieron las confusas
noticias de un tiroteo en el aeropuerto. Avanzaban a toda velocidad por la carretera
número 10 cuando les transmitieron una información más precisa.
—Desconocidos disparan desde el dirigible Aldrich —dijo la radio—. Dos
oficiales muertos. La tripulación de tierra advierte que la aeronave tiene suspendido
debajo un extraño objeto.