Uba Ffyl T 2014 899653
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Laera, Alejandra
2014
Tesis doctoral
La guerra en cuestión:
relatos de Malvinas en la cultura argentina
(1982-2012)
Julio de 2014
A mis padres
2
Agradecimientos
A mi directora, Alejandra Laera, la mejor guía que pude haber hallado en este camino,
por su capacidad de encontrar la mejor versión de cada uno de mis textos (volvían de sus
manos tapados de sugerencias, correcciones, pequeños enojos, ideas anotadas en los
márgenes en las que no se disimulaba el entusiasmo de su propio derrotero intelectual; a
medida que yo iba considerando esas sugerencias y borrando los comentarios, los textos
se iban limpiando y al final del proceso, indefectiblemente, como si fuera magia, eran
mucho mejores) y enseñarme así a buscar la mejor versión de mis ideas.
A los docentes de los diversos seminarios de doctorado cursados, que tanto con sus clases
como con sus correcciones a los trabajos finales contribuyeron al desarrollo de mi
investigación: Mirta Varela, Claudia Feld, Fermín Rodríguez, Paola Cortés Rocca,
Adriana Rodríguez Pérsico y Nora Domínguez.
A Gustavo Caso Rosendi, Carlos Gamerro, Edgardo Dieleke, Martín Kohan y Federico
Lorenz, por los fructíferos intercambios que mantuvimos en algunas de las charlas
organizadas en el marco de la conmemoración de los treinta años de la guerra.
A Juan Pablo Canala, por la generosidad con que compartió conmigo sus ideas y sus
archivos.
A todos los que durante estos años me llamaron para avisarme cada vez que se
encontraban con una mención a Malvinas. Muchas de esas referencias hoy forman parte
de esta tesis.
A los colegas con los que pasamos muchas mañanas y algunas noches discutiendo teoría
literaria, pero sobre todo refutando, a fuerza de hacernos amigos, la idea de que la
escritura de una tesis es un trabajo solitario: Juan Manuel Cabado, Manuel Abeledo,
Victoria García, Marcos Zangrandi y, muy especialmente, Clea Gerber y Lucas Adur, que
fueron además “compañeros de oficina” durante las arduas jornadas laborales del último
año. A Lucas lo conocí en la primera materia que cursé en la carrera de letras. Desde
entonces, en todo lo que pensé y escribí sobre literatura, incluida desde luego esta tesis,
están entremezcladas sus ideas. Clea es una de mis amigas más queridas. Este proceso de
escritura, como tantas otras cosas durante los últimos veinte años, habría sido muchísimo
3
más difícil, y sin dudas menos alegre, sin su presencia (que desde hace unos meses es
también, felizmente, la de Antonio).
A Florencia Abadi, por alentar esta tesis desde antes incluso de que se me ocurriera
escribirla, por la lucidez de su lectura y por su valiosísima amistad.
A María, Ornella, Marcela y Joaquín W., que ayudaron a sostener el cuerpo y el alma
mientras estuvieron puestos en la escritura de esta tesis.
A José Rehin, por enseñarme que no hay otro camino mejor que el del trabajo.
A mi hermano Ignacio, que está siempre en todo lo que hago, porque es una de las mejores
partes de lo que soy. A Ariana, que en medio de una situación muy difícil para ella me
mandó a un bar a terminar la tesis: por esa manera inteligente y dulce que tiene de
reconocer qué es importante para la gente que la rodea, y propiciarlo. Y a los dos, por
hacer que mientras intentaba convertirme en Doctora me convirtiera también en “Tía
Lala”. A mi sobrino Ciro.
A mis padres, a quienes esta tesis está dedicada. A mi papá, Ricardo, que despertó en mí
el interés por la historia (y que hizo que una de mis primeras palabras tuviera que ver con
Malvinas). A mi mamá, María Elena, por la vida que me dio y por el lugar que, desde el
comienzo, tuvo en ella la literatura. Por el amor con que me ayudaron a construir y
recorrer este camino, y otros.
A Iván, que supo acompañar, en los momentos más difíciles de la escritura, y compartir,
en los más alegres. Por la vida que llevamos, hecha de amor y trabajo, y por todas las
formas que tenemos de ser felices juntos. Por lo que viene.
4
Índice
INTRODUCCIÓN ………………………………...…………………………………………… 6
III. Los años dos mil: reconfiguraciones del relato de la guerra en el “boom” malvinense ….. 143
1. Los años kirchneristas (2003-2012) ……………………………………………………… 143
2. “Otra tierra, otras guerras”: el tiempo de los hijos ………………………………………. 161
3. Lejos de la guerra: Dos veces junio y Ciencias Morales, de Martín Kohan …………….. 173
4. La guerra en el cine: Iluminados por el fuego, de Tristán Bauer ………………………… 187
5
Introducción
La guerra que enfrentó a Argentina e Inglaterra por la soberanía sobre las islas
Malvinas terminó el 14 de junio de 1982, con la rendición de las tropas argentinas
comandadas por el general Mario Benjamín Menéndez. En agosto de ese año, ya circula
en fotocopias Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill, novela que según su autor fue escrita
entre el 11 y el 17 de junio, y también se publican Los chicos de la guerra, un libro de
entrevistas a soldados realizadas por el periodista Daniel Kon –que servirá como base a
la película homónima de Bebe Kamin, estrenada en 1984–, y Así lucharon, una
recopilación de testimonios de militares. Durante el mismo mes, además, el diario Clarín
da a conocer el célebre poema de Jorge Luis Borges “Juan López y John Ward”, y Charly
García graba el disco Yendo de la cama al living, que en general alude a la guerra y al fin
de la dictadura, en especial con “No bombardeen Buenos Aires”. Así, tempranamente se
revela el interés narrativo que Malvinas suscita tanto para su elaboración literaria y
ficcional –novelas, cuentos, películas, poesías y, en menor medida, canciones– como
testimonial –sean testimonios de soldados conscriptos o de militares de carrera–.
La aparición simultánea de ficciones y testimonios es un rasgo fundamental que
está en el origen de las producciones en torno a la guerra de Malvinas y será decisivo
durante las décadas siguientes. Esto permite establecer en el relato de Malvinas una serie
de relaciones y cruces entre ficción y testimonio que las mismas producciones habilitan
por las historias que narran y por los modos de hacerlo. Así, por ejemplo, una novela
como Los pichiciegos está construida como el relato testimonial de un ex combatiente;
películas como Los chicos de la guerra de Bebe Kamin (1984) o Iluminados por el fuego
de Tristán Bauer (2005) son, por su parte, reelaboraciones ficcionales de testimonios.
Aunque son excepcionales, existen también textos que reúnen una dimensión testimonial
y una dimensión ficcional o, al menos, literaria, como 5000 adioses a Puerto Argentino
(Terzano, 1985) y Los viajes del Penélope (Herrscher, 2007), Partes de guerra (Cittadini
y Speranza, 2007) o las poesías escritas por ex combatientes (Sánchez, 2012; Caso
Rosendi, 2009; Raninqueo, 2011). Por eso, a diferencia de la perspectiva crítica que
tendió a estudiar separadamente ficciones y testimonios, y a afirmar a partir de allí que
las novelas han narrado la guerra antes como farsa que como épica, consideramos
fundamental construir un corpus que incluya ficciones y testimonios y que permita un
abordaje conjunto. Este abordaje permite formular una primera hipótesis general: no solo
6
en las ficciones sino también en los testimonios destinados a dar cuenta de la experiencia
bélica, es justamente la guerra, con sus combates, sus tácticas, sus héroes, lo que menos
aparece explicitado en el relato. Esto puede comprobarse desde el comienzo: Los
pichiciegos transcurre en una cueva donde se esconde un grupo de soldados, que por
medio de intercambios comerciales se procura de lo necesario para sobrevivir hasta que
termine la guerra; será el único sobreviviente, de hecho, quien le cuente la historia al
narrador. La novela inaugura una literatura de Malvinas cuyo centro no está en el campo
de batalla sino en los márgenes, y cuya figura principal no es el héroe sino el desertor.
Esta tendencia se irá profundizando durante las décadas del ochenta, noventa, y todavía
en los dos mil, aunque entonces comenzará a ser, también, parcialmente modificada. La
relativa ausencia del referente bélico puede pensarse en relación con una serie de
cuestiones históricas: por un lado, las características peculiares de esta guerra, sobre todo,
que la mayor parte del tiempo que los soldados pasaron en las islas haya sido de espera y
no de combate; por otro lado, las características de la posguerra, fundamentalmente las
dificultades para circular que encontraron los relatos de un hecho de guerra en el marco
de la naciente democracia, que buscaba asentar sus bases sobre un relato pacificador y
marcar un corte tajante con la violencia del período precedente. Pero, también, la
debilidad del referente bélico en los relatos de Malvinas puede pensarse en relación con
una dimensión literaria: el decaimiento general de la épica como forma narrativa (Bajtín,
1989), que parece haber sido todavía más profundo en el caso de Malvinas, conflicto en
cuya representación, mayoritariamente, no han intervenido siquiera elementos épicos
aislados, como la construcción de figuras heroicas o la focalización del relato en combates
en los que o se mata o se muere. En ese marco histórico y literario, la guerra parece
volverse irrepresentable, incluso para aquellos que la vivieron, para quienes el trauma
permanece entonces como tal, esto es, sin elaborar.
Tanto la decisión metodológica de reunir ficciones y testimonios, como la tesis
que sostiene la dilución o debilidad de lo bélico en el relato de la guerra de Malvinas nos
permiten, por otra parte, distinguir mejor sus peculiaridades respecto de otros relatos con
los que se lo ha vinculado. El surgimiento simultáneo de ficciones y testimonios traza una
diferencia entre los relatos de Malvinas y los de otra zona del pasado reciente, y
traumático, como ha sido la dictadura militar que gobernó la Argentina entre 1976 y
1983.1 En estos últimos, se identifica una primera etapa que Carlos Gamerro (2010a)
1
Tras el golpe que derrocó a María Estela Martínez de Perón, el 24 de marzo de 1976, asumió el gobierno
una junta militar integrada por representantes de las tres Fuerzas Armadas: Jorge Videla, del Ejército, que
7
denominó “de los participantes directos”, cuyos textos más importantes, como el Nunca
más (1984) o Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso (1984), son testimonios que se
proponen sacar a la luz una historia que había sido ocultada. No existió, en cambio, para
los relatos testimoniales de Malvinas, una instancia judicial equivalente al Juicio a las
Juntas Militares ni una investigación que tuviera el respaldo oficial que tuvo el Informe
de la CONADEP –publicado como Nunca más–. Por el contrario, la única investigación
realizada, a cargo del teniente Rattenbach, fue impulsada todavía durante el gobierno
dictatorial y aunque dispuso penas para la mayor parte de los mandos militares
responsables sus efectos concretos y sus repercusiones fueron muy limitados. Ya en el
gobierno de Raúl Alfonsín, los intentos por fundar un nuevo orden institucional desligado
de la dictadura militar precedente llevó a diversas formas de “desmilitarización” de la
sociedad que, en lo relativo a Malvinas, dieron forma a lo que se conoció como
“desmalvinización” (Lorenz, 2006). Todos estos procesos fueron dificultando una
circulación eficaz de los testimonios de Malvinas durante las primeras décadas de la
posguerra.
Por otro lado, la debilidad de lo bélico aleja los relatos de Malvinas de los de otras
guerras del siglo XX en los que abundan, entre otros elementos, las escenas de combates,
las reflexiones en torno a la figura del héroe, intentos de deserción, sentimientos de furia
o compasión frente a los enemigos, la posibilidad de matar, aun cuando están en función
de una posición antibélica. Dos de las grandes novelas bélicas del siglo XX son Matadero
Cinco (1969) y Los desnudos y los muertos (1948), escritas respectivamente por el
escritor Kurt Vonnegut y el escritor y periodista Norman Mailer, ambos combatientes de
la Segunda Guerra Mundial. Con respecto a Los desnudos y los muertos, Rodolfo Fogwill
dijo haberse basado en ese libro para escribir Los pichiciegos y, en efecto, es posible
encontrar puntos en común entre las novelas: las dos están protagonizadas por un grupo
cerrado de hombres, de diversas procedencias sociales, económicas y geográficas,
reunidos por la guerra, cuyo diálogo hace avanzar el relato; por otro lado, en las dos la
guerra es un prisma que permite mirar críticamente a la sociedad que envió a los soldados
a la guerra y a sus ideales. Sin embargo, los soldados de Mailer no son desertores sino
ejerció la presidencia, Orlando Agosti, de la Fuerza Aérea y Emilio Massera, de la Marina. Desde 1981 y
hasta la asunción de Raúl Alfonsín en diciembre de 1983, a la primera junta militar sucederían otras tres,
presididas respectivamente por Roberto Viola, Leopoldo Galtieri y Reynaldo Bignone. La dictadura,
autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional” fue considerada la más sangrienta de la historia
argentina, por la extensión, la crueldad y la sistematicidad de sus prácticas represivas, que incluyeron
secuestros, torturas y desapariciones (Rapoport y Spiguel, 2004).
8
una patrulla de reconocimiento, no están en una cueva sino atravesando el terreno que es
campo de batalla; es, así, un relato situado en la guerra, que da cuenta de su horror pero
también de las conductas heroicas que suscita.
La vinculación con Matadero Cinco, en cambio, radica en la explicación que da
Fogwill (2010) cuando dice que Los pichiciegos no fue escrito contra la guerra: escribir
contra la guerra sería como escribir contra la lluvia, los sismos o las tormentas. En el
primer capítulo de Matadero Cinco, esa especie de prólogo donde se cuentan algunas de
las circunstancias que rodearon la escritura de la novela, que llevó más de veinte años,
Vonnegut reproduce la conversación que tuvo una vez con un productor, que parecen
anticipar las palabras de Fogwill:
Más allá de esa coincidencia, las dos novelas, igual que otras sobre Malvinas,
recurren tanto al humor como a elementos del fantástico, en el marco de una reflexión
sobre las dificultades de transmitir la experiencia bélica. Sin embargo, Matadero Cinco
no deja de ser un libro de guerra: ahí están el bombardeo y la matanza, crudamente
presentados, ya que, en realidad, no hay nada más que se pueda agregar, solo tal vez lo
que diría un pájaro: “Pío-pío-pi”.2
El relato de Malvinas, finalmente, también puede cotejarse con el de la guerra de
Vietnam, ya que son dos acontecimientos bélicos que tienen más de un punto en común:
Vietnam transcurrió en la segunda mitad del siglo XX, desde la perspectiva
norteamericana resultó en derrota y fue además, para muchos sectores, vergonzante, en
2
En el primer capítulo se explica que cualquier agregado, en especial aquellos que tiendan a presentar a los
guerreros con un barniz de héroes, correría el riesgo de estetizar la guerra y, en consecuencia, de algún
modo volverla deseable. Al enterarse de que Vonnegut está escribiendo una novela sobre el bombardeo de
Dresde, Mary O´Hare –la mujer de su compañero, a la que terminará dedicándole la novela– le dice,
enojada: “Pretenderás hacer creer que erais verdaderos hombres, no unos niños, y un día seréis
representados en el cine por Frank Sinatra, John Wayne o cualquier otro de los encantadores guerreros y
galanes de la pantalla. Y la guerra parecerá algo tan maravilloso que tendremos muchas más”. Vonnegut le
promete que si algún día termina la novela “no habrá ningún papel para Frank Sinatra o John Wayne”
(Vonnegut, 2006: 21) y que además se llamará La cruzada de los inocentes –finalmente ese fue el subtítulo–
.
9
gran medida porque la justificación oficial de la guerra había resultado insuficiente, en
especial para los soldados que debieron arriesgar su vida por ella (Alsina Risquez, 2002).
Pese a ello, la prolífica narrativa sobre Vietnam se convirtió en faro del relato bélico, con
películas como Apocalypse Now (1969), Full Metal Jacket (1987), Born on the 4th of July
(1989), The deer Hunter (1978), que “suelen detenerse en los campos de batalla, en los
regimientos donde se preparan los soldados, el regreso y los desórdenes de posguerra, el
PTSD (Post-Traumatic Stress Disorder)”, con el objetivo de “destacar los ideales de
nación, patriotismo y heroísmo” (Guber, 2004: 86). Incluso los textos sobre Vietnam que
exponen claras posiciones críticas acerca de la guerra y las naciones que se enfrentan en
ella, como Matadero Cinco o Los desnudos y los muertos, contienen escenas propiamente
bélicas; tal es el caso, por ejemplo, de los cuentos de Las cosas que llevaban, de Tim
O’Brien, o las crónicas de Despachos de guerra, de Michael Herr.
Por todo esto, como puede observarse, la emergencia simultánea de ficciones y
testimonios, y la débil referencia, en ambos tipos de textos, al contenido bélico permiten
distinguir el conjunto de los relatos de Malvinas de otros en los que podría ser incluido,
como los relatos de la dictadura o los relatos bélicos. Asimismo, a la luz de esos
postulados consideramos que es necesario adoptar una perspectiva histórico-cultural, que
ponga en relación los aspectos históricos ligados con la guerra y la posguerra, las diversas
modalidades que adoptó el relato del conflicto y la dinámica propia del campo literario y
cultural, puesto que consideramos que el contexto político y cultural incide en el modo
en que se cuenta la guerra desde las ficciones y a través de los testimonios –y sobre el
modo en que estos se relacionan–, a la vez que los imaginarios creados a partir de los
relatos echan luz sobre el momento político o cultural. Es en la interacción de todos esos
aspectos, junto con la propia historia de la soberanía de las islas, que puede comprenderse
mejor la singularidad de los relatos de la guerra de Malvinas.
10
términos bien diferenciados que, en principio, aluden al territorio geográfico, a la
reivindicación o causa de soberanía territorial, y al conflicto bélico de 1982. (Guber,
2001: 15)
11
ya que es “como si se nos arrebatara un pedazo de nuestra carne” (2006: 25). Mientras la
pérdida se interpreta como una consecuencia de los desórdenes internos, la recuperación
promete la unidad y el orden; en estas ideas resuenan algunos de los versos de El gaucho
Martín Fierro, cuya primera parte se publicaría solo tres años después.3 En 1879, Martín
Coronado escribe el poema “La cautiva”, en el que se retoman y reconfiguran muchos de
los tópicos y recursos de su antecesor de 1837, el célebre poema de Esteban Echeverría,
pero ahora ya no referidos a la mujer blanca en tierra de indios sino al despojo de
Malvinas. En esta suerte de drama geográfico que constituye el poema, el desierto
pampeano es reemplazado por el océano, que mantiene cautiva a esa “tierra que nació
argentina”, llamándola Falkland en vez de Malvina; hacia ella se dirigen “las ondas del
Platino río / Con la caricia de la patria inquieta” (Coronado, 1983: 68).4
Ya en el siglo XX, en Las islas Malvinas, el francés Paul Groussac retoma la
relación entre la pérdida de las islas y los desórdenes internos de Argentina, al afirmar
que la verdadera causa de los incidentes que culminan en la usurpación inglesa de 1833
“debe ser buscada en el estado de anarquía política y social que destrozaba estas infelices
comarcas y, despedazadas, las tornaba presa fácil para las monarquías europeas” (1936:
47).5 Groussac hace referencia al gobierno de Juan Manuel de Rosas y,
fundamentalmente, concibe la usurpación como un castigo merecido para aquellos que
habían desconocido a Rivadavia, “quien, con todos sus errores y quimeras, significaba la
civilización que intenta detener a la barbarie” (1936: 50). Así, Groussac reinscribe el
episodio de Malvinas de 1833 en una historia argentina comprendida como un
enfrentamiento entre civilización y barbarie. En ese marco, la recuperación de las islas
significaría un avance en el camino de la civilización.
En 1934 el diputado socialista Alfredo Palacios traduce Les Îles Malouines, de
Paul Groussac, con el objeto de difundir la historia de Malvinas y así defender a las islas,
3
Por ejemplo, una de las estrofas más famosas: “Los hermanos sean unidos / porque esa es la ley primera,
/ tengan unión verdadera / en cualquier tiempo que sea / porque si entre ellos pelean / los devoran los de
afuera” (Hernández, 2003: 256).
4
Casi un siglo después, todavía se despliegan motivos similares en el más conocido drama geográfico de
Atahualpa Yupanqui, “La hermanita perdida” (1971), texto fundamental en la configuración de la historia
de Malvinas como pérdida: “Malvinas, tierra cautiva, / de un rubio tiempo pirata. / Patagonia te suspira. /
Toda la Pampa te llama. / Seguirán las mil banderas / del mar, azules y blancas, / pero queremos ver una /
sobre tus piedras, clavada. / Para llenarte de criollos. / Para curtirte la cara / hasta que logres el gesto /
tradicional de la Patria. // Ay, hermanita perdida. / Hermanita, vuelve a casa” (Müller, 1983: 2011)
5
En el primer centenario de la Revolución de Mayo, un punto de inflexión en el que la Argentina se piensa
a sí misma desde el pasado y para el futuro, el francés Paul Groussac elabora, como regalo para su patria
adoptiva, el texto Les Îles Malouines que se propone proveer de fundamentos científicos a los reclamos
argentinos de soberanía sobre el archipiélago.
12
desamparadas ante un orden internacional injusto. También en 1934, los hermanos
Rodolfo y Julio Irazusta publican La Argentina y el imperialismo británico, donde
conciben la usurpación de Malvinas como parte de una historia de entrega del país a los
intereses extranjeros, cuyo acontecimiento más reciente es la firma del tratado Roca-
Runciman en 1933. A pesar de que los hermanos Irazusta alentaban un proyecto político
por completo diferente al de Palacios, tenían en común que leían “la pérdida de Malvinas
como resultado de un proceso político nacional llevado a cabo por sus representantes
políticos en alianza con fuerzas externas” (Guber, 2001: 89) y concebían la recuperación
de las islas como una vía para la reconstrucción, ya sea social o nacional.
En la interpretación del peronismo nacionalista, las dos vertientes se unen y,
además, la recuperación de las Malvinas se reviste también con un sentido de lucha
antiimperialista, como se ve en el “operativo Cóndor”, en el cual un grupo de jóvenes
simpatizantes del nacionalismo de derecha y del peronismo secuestraron un avión de línea
y lo desviaron hacia Port Stanley, que en la ocasión fue rebautizado como “Puerto
Rivero”, en honor a aquellos gauchos comandados por Rivero que en 1833 habían
resistido la usurpación inglesa.
Este breve recorrido por los hechos y discursos fundamentales que antes de 1982
contribuyeron a configurar la causa Malvinas muestra cómo esta se constituyó de modo
indisociable al relato de una nación despojada, incompleta, desordenada. En relación con
ello, no parece casual que los escritores del siglo XIX hayan retomado la comparación
entre el océano y el desierto que en torno a la década de 1820 habían propuesto los
viajeros ingleses que visitaron el Río de la Plata (Prieto, 2003). Pues tanto el desierto
pampeano que entonces constituía la frontera occidental como el océano que se extiende
desde las costas orientales de Argentina constituyen espacios “vacíos”, zonas liminares,
de borde o en disputa, que llevan “consigo el peso simbólico de completar a la nación
misma” (Masotta, 2011: en línea), no solo geográfica sino también histórica y
narrativamente.6 La historia de las islas Malvinas previa a 1982 –es decir la que cuenta el
descubrimiento, los primeros asentamientos, la instalación de Luis Vernet en 1829 y la
ocupación inglesa de 1833– confiere un sentido a la comunidad, “permitiendo establecer
6
Claro que no se trata efectivamente de espacios vacíos sino, más bien, de espacios “vaciados”. Dando
vuelta la propuesta del historiador Halperín Donghi –la nación argentina se ha erigido sobre el desierto–,
Fermín Rodríguez afirma que fue necesario primero construir el desierto, por medio de una serie de
operaciones discursivas de vaciamiento: “Desierto es entonces el nombre para una ausencia de política, una
operación discursiva con el poder de atrapar la imaginación al evocar, en negativo, la plenitud ausente de
un estado-nación por venir: donde había virtualmente un desierto –multiplicidades salvajes sin orden ni
medida, mundos posibles, pueblos futuros– el estado-nación debía advenir” (2010: 15).
13
y controlar las diferencias con respecto a otras sociedades con otros nombres, lenguas,
geografías y símbolos, y construir a los sujetos nacionales dándoles objetivos e ideales,
un sentido de frontera, inclusión y exclusión” (Guber, 2000: 80). Esto es, proveyendo los
términos en que Argentina se imagina como nación.7
La relevancia que cobra la cuestión discursiva en el trazado de esta frontera puede
percibirse ya en el trabajo de Groussac, quien en su intento de determinar objetivamente
si las Malvinas pertenecen o no a la Argentina se encontró con que no se trata únicamente
de si los hechos avalan esa pertenencia sino también de cómo han sido narrados esos
hechos. Al estudiar los relatos de viajeros, con el objeto de dilucidar quién descubrió
efectivamente las Malvinas, Groussac encuentra un sinnúmero de errores, imprecisiones,
falsificaciones deliberadas, invenciones, y hasta objetos creados por las expectativas
previas, como las islas Pepys, una tierra enteramente imaginaria, producto de “los
extravíos de imaginación, mentiras o errores de estos viajeros que, ‘procedentes de lejos’,
han poblado el océano de tierras e islas fantásticas”, pero “cuya existencia irreal ha sido
tan tenaz que el excelente Angelis, en 1839, esforzábase aún en prolongarla con
documentos y cartas probatorias” (Groussac, 1936: 81). Es decir que un mapa imaginario
se superpone al empírico. En parte, esto sucede con todas las zonas de frontera, que al
constituir un borde de la nación, están al mismo tiempo adentro y afuera de lo conocido,
de modo que su relato es, a la vez, dominio de la experiencia y la imaginación. 8 En
relación con ello, también la literatura ocupa un lugar fundamental, junto con la historia
y la geografía, en la definición del vínculo que une a las islas con la Argentina, lo cual
puede verse tempranamente en el mencionado poema “La cautiva” de Coronado: “Pero
el secreto de la mar ceñuda / En cada oído lo dirá el poeta. // De su lira sonora / Saldrá
perenne la canción guerrera / Que marcha voladora, / Como la luz, a despertar la aurora,
/ Como la chispa, a reventar la hoguera” (Coronado, 1983: 71).
Todos estos sentidos se actualizan y se ponen en juego con los acontecimientos
que se desatan el 2 de abril de 1982, cuando la junta militar al mando de Galtieri, toma la
decisión de invadir las islas Malvinas.9 La mayor parte de los historiadores coinciden en
7
Benedict Anderson define a las naciones como comunidades imaginadas en tanto “aun los miembros de
la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera
hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (2007: 23).
8
En su carta a José Hernández, Augusto Laserre señala una paradoja vinculada con esta cuestión, al afirmar
que el interés de su descripción reside en “la doble razón de ser ellas [las islas] propiedad de los argentinos
y de permanecer, sin embargo, poco o nada conocidas por la mayoría de sus legítimos dueños” (Hernández,
2006: 35).
9
Galtieri, tercer presidente del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, asumió el 22 de diciembre
de 1981 y su mandato terminaría cuatro días después que la guerra de Malvinas: el 18 de junio de 1982.
14
señalar que Malvinas apareció como una vía posible de recuperación de la legitimidad
que el gobierno militar había perdido en un contexto de crisis económica y desprestigio
político, ligado en gran medida a la difusión de las violaciones a los derechos humanos
(Romero, 2002; Quiroga, 2007; Álvarez y Suriano, 2013). Una masiva marcha a Plaza de
Mayo convocada por la CGT (Confederación General del Trabajo) el 30 de marzo había
demostrado que el poder del régimen se estaba resquebrajando. Además, la escalada
bélica producida con Chile en 1978 por el canal de Beagle había situado la guerra en el
horizonte de lo imaginable.
Tras el desembarco, que se realiza en el mayor de los silencios, se toma Port
Stanley, la capital malvinense, donde se iza la bandera argentina. Esa mañana, el pueblo
argentino se sorprendió con la noticia, que, en general, fue tomada con alegría: después
de muchos años de encierro, una multitud salió a la calle y se reunió en la Plaza de Mayo,
adonde volvería, aún en mayor cantidad, el 10 de abril. 10 La iniciativa fue respaldada,
incluso, por la misma CGT que tres días antes había marchado contra el régimen, por la
mayor parte del arco político, por la Iglesia Católica, por los famosos de la farándula y el
deporte y por la prensa (Álvarez y Suriano, 2013).11 Desde todos esos sectores se reactivó
10
Las imágenes de esas dos jornadas en que la Plaza de Mayo se llenó de gente que festejaba la recuperación
con Galtieri en el balcón de la Casa Rosada asemejándose en su gestualidad a Perón, se convirtieron en
emblemas de la guerra de Malvinas, junto con las imágenes de los ingleses rendidos, acostados en el piso,
el 2 de abril, que tomó el fotógrafo Rafael Wollman que de casualidad se encontraba en las islas, filmando
un documental sobre pingüinos. Las palabras pronunciadas por Galtieri el 10 de abril, en relación con la
noticia de que los ingleses estaban enviando tropas para defender las islas, también se convirtieron en parte
fundamental de la memoria de la guerra: “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”. Para
algunos, incluso, el espíritu provocador de la frase se cuenta entre las razones por las que se llegó al
enfrentamiento armado (Lorenz, 2006).
11
En relación con la Iglesia Católica, hay que señalar que la Operación de recuperación de las islas fue
llamada “Operación Rosario” en honor a la Virgen del Rosario y que, por otra parte, durante todo el período
dictatorial, los sucesivos gobiernos militares mostraron su afinidad con la religión católica, asimismo,
fueron respaldados por la Iglesia, que incluso colaboró con ellos en más de una ocasión (cfr. Verbitsky
2003 y 2006).
En cuanto a los famosos de la farándula y el deporte, la mayor parte de ellos participaron del programa de
televisión “24 horas por Malvinas”, conducido por los locutores Pinky y Jorge “Cacho” Fontana y emitido
por ATC el 8 y 9 de mayo de 1982, donde, junto con la “gente común” donaban dinero o joyas para el
Fondo Patriótico, destinado a Malvinas. La suma recaudada ascendió a un millón y medio de dólares que,
sin embargo, no llegaron a destino. El programa y la malversación posterior de los fondos forman parte
también del acervo principal de la memoria de Malvinas.
Finalmente, respecto de la prensa cabe destacar que durante la guerra asumió un rol activo de apoyo a la
dictadura, por un lado, contribuyendo a delinear la ficción de una guerra que se estaba ganando –la revista
Gente, por ejemplo, con sus famosas tapas de “Estamos ganando” y “Seguimos ganando”, publicadas en
mayo cuando las tropas argentinas comenzaban a sufrir los primeros reveses–; por otro lado, alentando el
enfrentamiento y promoviendo el patriotismo a partir de intervenciones concretas, como las del periodista
Nicolás Kasanzew, único corresponsal autorizado en las islas o las de Manfred Schönfeld en el diario La
prensa, “uno de los medios que con mayor convicción ideológica fundamentó su postura nacionalista de
respaldo a la acción militar” (Álvarez y Suriano, 2013: 81). Las columnas de Schönfeld fueron
posteriormente recopiladas en el libro La guerra austral (1982). Tanto Horacio Verbitsky (2002) en
15
un fervor patriótico que no se manifestaba desde el Campeonato Mundial de Fútbol de
1978. En efecto, existió un vínculo profundo entre ambos acontecimientos, cuya
naturaleza siniestra destacó Alan Pauls:
Más que la represión, los campos o el plan Martínez de Hoz, la dictadura –lo
verdaderamente siniestro de la época de la dictadura– es para mí esa pareja de
fabulaciones perfectas: el Mundial ’78 y Malvinas. Dos acontecimientos que exigían
de nosotros algo más que nuestros cuerpos, que nuestra verdad recóndita o que los
frutos de nuestra fuerza de trabajo. Exigían nuestra creencia. Las fuerzas armadas,
los torturadores y los programas del gran capital siempre nos han aliviado porque
nos condenan al papel de inocentes, víctimas indefensas, meros objetos o soportes
de una violencia que se nos impone desde el exterior. El Mundial ’78 y Malvinas, en
cambio, nos implican –en el sentido más criminal de la palabra– porque sólo podían
funcionar si sintonizaban con lo que era, al parecer, el núcleo mismo de nuestra
humanidad: nuestra fe, nuestra ilusión, nuestro deseo. (2008: en línea)
Es cierto que hubo, también, algunas voces disonantes. Entre los intelectuales,
David Viñas, Osvaldo Bayer, Julio Cortázar, Osvaldo Soriano, Néstor Perlongher y León
Rozitchner manifestaron tempranamente su oposición a la guerra y, en muchos casos,
además, señalaron la complicidad con la dictadura de quienes la apoyaban. Especialmente
conocidos fueron los artículos escritos por Néstor Perlongher, entonces exiliado en San
Pablo: “Todo el poder a Lady Di”, publicado bajo el seudónimo de Víctor Bosch en la
revista feminista Persona en 1982, y “La ilusión de unas islas”, en la revista Sitio, en
1983, que constituye una respuesta al editorial del número anterior; a estos se agrega, en
1985, la publicación en la revista anarquista Utopía del artículo “El deseo de unas islas”,
que ya había sido leído en 1982 en un encuentro sobre “Política y Deseo” organizado por
grupos gays de San Pablo (Perlongher, 1997). En estos textos, Perlongher confrontó a los
partidos de izquierda, opositores y hasta víctimas de la dictadura y, más ampliamente, a
las masas argentinas que “en nombre de una abstracta territorialidad, que en nada ha de
beneficiarlas (…) se embarcan en la orgía nacionalista y claman por la muerte” (1997:
177), esto es, que apoyan la guerra pero olvidan la “guerra sucia” que había en su origen:
Malvinas: la última batalla de la Tercera Guerra Mundial, como Lucrecia Escudero (1996) en Malvinas:
el gran relato trabajan la cuestión del funcionamiento de la prensa durante el conflicto.
16
Victoria, o el Tigre. Sólo que en el primer caso la pantera bélica ruge más estentórea,
sin clandestinidad aparente. (1997: 181)
17
hacer política públicamente, de recuperar las calles después de años de encierro. Además,
como el Grupo de Discusión Socialista, otros sectores, principalmente provenientes de la
izquierda, interpretaron la guerra de Malvinas como una lucha antiimperialista, y fue por
ese motivo que la apoyaron, aclarando sin embargo que no por ello apoyaban al gobierno
dictatorial.12
Terminada la guerra, comienza a vislumbrarse mayoritariamente lo que hasta
entonces muy pocos habían señalado: la naturaleza espuria de los apoyos. La vergüenza
es, por tanto, una de las sensaciones colectivas que dominan la posguerra. Al mismo
tiempo, ante las primeras informaciones sobre lo que verdaderamente había ocurrido
durante esos dos meses en las islas, se agrega una fuerte sensación de estafa, que se suma
al estupor que caracteriza al primer momento de toda posguerra (Lorenz, 2006).13 Pero,
al mismo tiempo, la derrota acelera la transición a la democracia. Todo ello va haciendo
de Malvinas –ya anudadas en el término la causa y la guerra– uno de los hechos más
complejos de la historia argentina reciente, del que llevaría años comenzar a hablar.
Graciela Speranza afirma en relación con esto: “Salvo para quienes estuvieron ahí en la
línea de fuego de las tropas británicas, Malvinas se convirtió con el tiempo en la evidencia
incómoda de una paradoja histórica: el último capítulo vergonzante de la dictadura militar
y, al mismo tiempo, el prólogo de la esperada vuelta a la democracia” (2000: en línea).
La salvedad que señala Speranza no es en absoluto menor. El nudo complejo en
que se convirtió Malvinas a partir del 14 de junio de 1982 es central en relación con las
dificultades que encontraron los ex combatientes para poner en circulación sus relatos –
fundamentalmente, el hecho de que no hayan sido provistos de un marco judicial ni
oficial– y, más ampliamente, con las modalidades que adoptó el relato de la guerra
durante la democracia. En especial, la incomodidad provenía del hecho de que la guerra
constituía un puente entre dos órdenes que se quería separados: la dictadura y la
democracia. Subsidiariamente, se producía “una contradicción entre los intentos por
construir una cultura ‘pacifista’ basada en los valores democráticos y de los derechos
12
Entre estos apoyos se contó el de Jorge Abelardo Ramos, líder de la izquierda nacional, quien “planteara
la necesidad de ‘malvinizar la política’, pues la ocupación de las islas ‘forma parte de la restauración de la
soberanía total que debemos tener y es la continuidad de las grandes campañas emancipadoras’” (Álvarez
y Suriano, 2013: 89). El peculiar derrotero político de Ramos y, en especial, el giro que toma con la guerra
de Malvinas, son narrados por su hija Laura en el cuento “Licenciada en rubores” (Ramos, 2009), que
analizaremos en el capítulo III.
13
En relación con esta sensación de estafa o engaño pueden leerse un conjunto de trabajos que aparecen en
los primeros meses tras la derrota y que por distintas vías intentan subsanar la desinformación y develar la
verdadera trama, hasta entonces oculta, de los acontecimientos. Entre estos se destacan Malvinas, la trama
secreta (Cardoso et al., 1983) y Los nombres de la derrota (Montenegro, 1982).
18
humanos, y la demanda de conmemoración de un hecho ‘guerrero’ en un país cuya
identidad cultural estaba fuertemente marcada por la presencia militar en el panteón
nacional” (Lorenz, 2006: 188). El resultado fue un conjunto de políticas con las que,
durante el gobierno de Raúl Alfonsín, se quiso desmilitarizar a la sociedad pero que
redundaron en lo que se conoció como “desmalvinización”. En ese contexto, a la par del
interés que mostró la sociedad por conocer lo que había pasado en Malvinas –interés del
que dan cuenta las siete ediciones que alcanzó Los chicos de la guerra solo en 1982–,
tendieron a silenciarse, en los relatos, los episodios estrictamente bélicos así como
cualquier recurso a formas narrativas ligadas a la épica. El riesgo, por un lado, era que los
soldados quedaran asociados a la lógica militar y se convirtieran, así, en una continuidad
de la dictadura en la democracia; por otro lado, la presentación de los soldados de
Malvinas como héroes, e incluso simplemente como guerreros en combate, podía volver
bella o deseable la guerra, como temía la amiga de Vonnegut.
Ese silenciamiento operó en gran medida por medio de la subordinación de los
relatos de los ex combatientes a un discurso que los convertía en víctimas del gobierno
militar. Federico Lorenz señala que, muy tempranamente, “La identificación simbólica
de los caídos en la guerra y los sobrevivientes con las jóvenes víctimas de la dictadura
militar pasaría a ser una de las vías de apropiación social de la derrota” (2006: 145). En
una línea similar, la filósofa Verónica Tozzi sostiene que “La postdictadura ocultó la
posguerra, o mejor dicho, la posdictadura se desplegó sin dar lugar a la posguerra”, lo
cual se vio especialmente en la reacción frente a “los soldados y sus relatos, los cuales
superaban las expectativas victimizadoras que el clima posdictatorial les tenía asignados”
(2012: en línea). Concretamente, el relato bélico fue absorbido por el relato victimizador
que la sociedad argentina había construido en torno a la dictadura militar, lo que implicó,
ante todo, la exclusión de las escenas de combates, las afirmaciones en favor de la guerra,
la retórica militar, las inflexiones épicas. Una muestra clara del modo en que se realizó
esa absorción es la desaparición, en el trasposición del libro Los chicos de la guerra al
cine con la película homónima dirigida por Bebe Kamin, de las escenas de combates
contra los ingleses, de las reflexiones en torno a la cuestión de matar y de los
posicionamientos de los soldados como agentes políticos de cara a la democracia que se
viene, en favor de un relato sentimental, contado en términos individuales, en el que los
“chicos” son ante todo víctimas de los adultos.
Hay que señalar, sin embargo, que aun antes de ese borramiento, las escenas
propiamente bélicas nunca ocuparon un lugar destacado en los relatos de la guerra, que
19
se centraron, en cambio, en las historias sobre la construcción de los pozos, la descripción
de la vida en las posiciones y las quejas por las negligencias e ineptitudes que ya en abril
podía apreciarse en la conducción militar. Esto tuvo que ver, en parte, con que la mayor
parte del tiempo que los soldados pasaron en Malvinas estuvieron esperando al enemigo,
por lo tanto los combates representaron una porción de tiempo menor, aunque esto varió
levemente según los emplazamientos. Tras la toma de Stanley el 2 de abril, fueron
convocados los soldados clase 62, que habían terminado recientemente el servicio militar;
durante todo el mes de abril, los distintos regimientos de infantería, que eran los que
contaban con mayor número de conscriptos, fueron llegando a Malvinas y ocupando sus
posiciones en círculos concéntricos alrededor de la capital de las islas, ahora llamada
Puerto Argentino. Las posiciones consistían en pozos de zorro cavados por los mismos
soldados en el suelo malvinense hecho de turba, lo cual ofreció una dificultad inesperada,
pues por tratarse de un material muy blando los pozos se deshacían o se inundaban.
Asimismo, cuanto mayor fuera la distancia con Puerto Argentino, mayores eran los
problemas en la distribución de alimentos, municiones y, en general, de todos los
elementos necesarios. Los soldados emplazados en la zona de Darwin-Goose Green
fueron las principales víctimas de esas deficiencias en el sistema de abastecimiento
(Niebieskikwiat, 2012). El 1 de mayo comenzaron los ataques aéreos ingleses, que fueron
vividos con terror por los soldados, que poco podían hacer para defenderse. En los
testimonios, suele haber referencias a estos ataques. El 2 de mayo se produjo el
hundimiento del Crucero General Belgrano, donde murieron 323 soldados. Los
sobrevivientes, más allá de algunas intervenciones televisivas, en especial en torno a los
vigesimoquinto y trigésimo aniversarios de la guerra, en general no produjeron relatos
del episodio.
Los episodios bélicos más presentes en los relatos son los combates producidos
en tierra, a partir del desembarco inglés que se produce el 21 de mayo en San Carlos,
desde donde las tropas británicas comienzan su avance hacia Puerto Argentino,
enfrentándose con las tropas que estaban distribuidas en el territorio. Especialmente
cruentos fueron los combates que se produjeron entre el 10 y el 14 de junio en los montes
que rodean la capital malvinense, que eran el último bastión de la defensa argentina:
Wireless Ridge, Longdon, Kent, Dos Hermanas. En tanto los soldados ingleses avanzaban
sobre las posiciones argentinas a medida que vencían sus defensas, fue en esta zona
también donde más próximos estuvieron ingleses y argentinos y, también, donde se
originaron muchos de los relatos, tanto testimoniales como literarios, producidos desde
20
1982 hasta hoy. Así sucede en algunos de los testimonios de Los chicos de la guerra
(Kon, 1984), en los recogidos en Malvinas, la primera línea (Ayala, 2012) y en algunos
de los de Partes de guerra (Cittadini y Speranza, 2007), igual que en el libro Iluminados
por el fuego (Esteban, 1999) y en su versión fílmica (Bauer, 2005). Asimismo, los tres ex
combatientes que escribieron libros de poesía estuvieron emplazados en los montes que
rodean Puerto Argentino: Gustavo Caso Rosendi y Martín Raninqueo en el Longdon,
Hugo Sánchez en el Wireless Ridge. Es en los relatos que dan cuenta de la ocurrencia de
la guerra en esa zona, además, donde lo propiamente bélico aparece con más fuerza.
Entonces, es posible pensar que la disposición de los combatientes en el terreno de la
guerra, en especial el hecho de que la posición de los argentinos fuera de espera antes que
de ataque, y la escasez de momentos de proximidad con el enemigo, son algunos de los
motivos para que en los relatos no haya tantas escenas de combate, que se suman a las
dificultades para inventar una épica en un contexto político como el de 1982. 14
14
Correlativo al desinterés por los relatos de los episodios propiamente bélicos, la historia tendió a abordar
diversas cuestiones ligadas a Malvinas pero no tanto el desarrollo de la guerra en sí misma. Mayormente,
el estudio de estrategias, armamentos y combates quedó a cargo de militares o historiadores pro-militares
(Andrada, 1983; Ruiz Moreno, 2011 [1986]; Camogli, 2007). Recientemente, sin embargo, estudios
periodísticos basados en testimonios de soldados comenzaron a incluir algunas de esas temáticas, como
Malvinas, la primera línea (Ayala, 2012) y Lágrimas de hielo (Niebieskikwiat, 2012).
15
De aquí en adelante, dejaremos en su idioma original los títulos de libros o artículos y las citas de las que
no exista traducción al español.
21
y la amenaza de irrepresentabilidad, o entre el realismo y otras formas no realistas de
representación. Este movimiento supone también una oscilación –única respuesta posible
al dilema del nominalismo– entre la abstracción y la experiencia, entre la distancia y la
inmediatez, entre la totalidad y la fragmentariedad, entre lo familiar y lo extraño. El
resultado es una suerte de entramado donde la distinción entre todas esas categorías y, en
consecuencia, entre la ficción y la no ficción, va dejando de importar. Jameson incluso
hace ingresar aquí algunos de los textos aparentemente más abstractos sobre la guerra,
aquellos ligados a cuestiones de táctica y estrategia, como el clásico De la guerra, del
militar y estadista prusiano Karl von Clausewitz (1832), uno de los más influyentes
historiadores y teóricos de la ciencia militar moderna. Su idea de la guerra como un duelo,
sostiene Jameson, permite representarla como un combate cuerpo a cuerpo, al estilo
homérico. En ese sentido, es una metáfora antropomórfica que sugiere “a way of
translating warfare and its specialized personal back into more familiar peacetime and
civilian realities amenable to the techniques of the more conventional realist novel”
(Jameson, 2013: 239).
En una línea similar, en el exhaustivo estudio de relatos en primera persona de
guerras modernas que realiza en The soldiers’ tale, Samuel Hynes (2001) señala que estos
guardan relación con tres géneros narrativos: el relato de viaje, la autobiografía y la
historia. Sin embargo, al mismo tiempo se distinguen de ellos, en tanto la extrañeza
radical de la guerra constituye la antítesis del mundo comprensible que el autor y sus
lectores habitan. El más extraño de los elementos del campo de batalla es la
omnipresencia de una muerte más fea, más grotesca, menos humana que otras muertes,
de la cual las palabras con que normalmente se narran los viajes, las historias y las vidas
no pueden dar cuenta. En ese sentido, puede pensarse que la disrupción en la vida y en el
relato que la guerra supone es lo que la convierte en un acontecimiento traumático.16
Como respuesta, se produce una oscilación entre lo familiar o conocido y lo extraño o
“unfamiliar” –término que remite además a lo siniestro freudiano–: los relatos de guerra
tienden a ser empujados hacia los límites del realismo e incluso más allá, donde se
16
En efecto, una de las características centrales de lo traumático es su imposibilidad de ser elaborado. Según
la definición de Laplanche y Pontalis, trauma es un “acontecimiento de la vida del sujeto caracterizado por
su intensidad, la incapacidad del sujeto de responder adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos
duraderos que provoca en la organización psíquica […] se caracteriza por un aflujo de excitaciones
excesivo, en relación con la tolerancia del sujeto y su capacidad de controlar y elaborar psíquicamente
dichas excitaciones (2004: 447).
22
aproximan al “gótico del campo de batalla”, donde lo familiar, lo natural y lo racional se
encuentran con lo extraño, lo sobrenatural, lo inexplicable, lo fantástico.17
El filósofo francés Jean Baudrillard también ha pensado la cuestión de la
representación de las guerras contemporáneas, aunque desde una perspectiva
completamente diferente. En La guerra del Golfo no ha tenido lugar (1996), lejos de
quienes hicieron hincapié en las dificultades que supone representar la guerra, Baudrillard
afirma que la guerra sí se representa, aunque no se trata de una representación realista, ni
siquiera se trata exactamente de una representación sino de algo de otro orden: se trata de
lo virtual, es decir, un simulacro, elemento que considera central de posmodernidad. En
Cultura y simulacro (2005), donde ha abordado más específicamente la noción, el autor
sostiene que el simulacro es una copia cuyas diferencias con el original terminan por
anularse. En el marco de la guerra del Golfo (1990-1991), de allí deriva la polémica
conclusión de que la guerra no ha tenido lugar, puesto que el exceso de representación
virtual o simulación terminó por debilitar la realidad del acontecimiento. Fuera de la
lógica de la guerra, afirma, se entra en la “lógica de la disuasión” (1996: 13), cuyo
principal protagonista no es el guerrero sino el rehén. Este último corolario resulta
especialmente interesante para nuestro trabajo, pues desde un punto de partida
completamente distinto al de Hynes o Jameson –para Baudrillard, la guerra no solo se
representa, se representa en exceso– llega sin embargo a situar, como aquellos, la
dificultad que encuentra la representación del guerrero en la lógica narrativa de las guerras
modernas.
En ese sentido, cabe detenerse brevemente en la cuestión de la épica, modo en que
tradicionalmente han sido representadas las guerras, cuando eran protagonizadas por
guerreros e incluso héroes. En tanto constituye una de las estructuras conocidas que
permiten contar la guerra, la épica podría situarse, en última instancia, del lado del
realismo. Para Jameson, la metáfora del duelo en el ejemplo de Clausewitz muestra una
tendencia hacia un tipo de relato homérico, donde los combates eran cuerpo a cuerpo; sin
embargo, esta tendencia no implica una restitución de la totalidad homérica, pues se
recorta contra un fondo de fragmentariedad, un aquí y ahora sensorial irrepresentable. En
la misma dirección, al afirmar que los relatos de guerra constituyen entramados de ficción
17
Para Freud, unheimlich –término alemán para siniestro– resulta de la negación de heimlich, que remite a
“lo propio de la casa, no extraño, familiar, dócil, íntimo, confidencial, lo que recuerda el hogar” (1973: 11);
es decir, lo siniestro constituye una forma de la angustia que se produce frente a “algo que siempre fue
familiar a la vida psíquica y que solo se tornó extraño mediante el proceso de su represión” (1973: 42), algo
que “debía permanecer oculto, secreto, pero que se ha manifestado” (1973: 17).
23
y no ficción en los que la misma distinción entre ambas categorías deja de importar,
Jameson señala que de todos modos eso no implica un regreso al modo de contar historias
precapitalista. La épica es, entonces, una tendencia, una búsqueda: un anhelo nunca del
todo satisfecho, una herramienta nunca del todo satisfactoria.
Pero también, la fragmentariedad de la percepción que amenaza con volver
irrepresentable la guerra puede pensarse en relación con la caída de la experiencia que,
según Walter Benjamin, caracteriza a la época moderna y que se vuelve especialmente
visible después de la Primera Guerra Mundial: “¿No se notó acaso que la gente volvía
enmudecida del campo de batalla?” (1999: 112). Se escriben libros pero no hay en ellos
nada que recuerde a una experiencia comunicable como la que surgía de los relatos orales
de épocas anteriores.18 Esa pérdida que la guerra vuelve visible se remonta, en realidad,
a los inicios de la época moderna, cuando tienen lugar una serie de cambios ligados al
surgimiento del régimen de producción capitalista y a la aparición de la imprenta.
Entonces, la novela, hecha para ser leída en solitario, y la información, con su velocidad,
comienzan a desplazar a las narraciones orales tradicionales. Estas, que no eran otra cosa
que experiencia condensada, tenían lugar en los talleres artesanales, donde el ritmo lento
y repetido del trabajo permitía a los oyentes el olvido de sí necesario para retener la
historia y hacer así su propia experiencia de ella, que por otra parte era una experiencia
colectiva. Es decir, el arte de narrar, en tanto posibilidad de dar forma a la experiencia y
volverla comunicable, se asocia tanto con el tiempo lento de la producción artesanal como
con la oralidad y con lo colectivo. Aquel tiempo, hoy terminado, era también el de la
épica: “Lo que distingue a la novela de la narración (y de lo épico en su sentido más
estricto) es su dependencia esencial del libro” (Benjamin, 1999: 115). Es decir, mientras
la épica constituye una de las formas narrativas del universo de la narración oral, la novela
pertenece a un universo diferente.
18
Un ejemplo especialmente interesante de cómo se manifiesta esta crisis de experiencia en la Primera
Guerra Mundial es el de Siegfried Sassoon, escritor y soldado inglés que durante ese conflicto estuvo
emplazado en el Frente Occidental. A su regreso, intentó dar cuenta de su experiencia por muy diversas
vías, en la medida en que cada una de ellas, aisladamente, parecía insuficiente. Así, con el paso de los años
contó las mismas historias en una versión ficcional y otra testimonial. Por un lado, en 1937 publicó The
complete Memoirs of George Sherston, una trilogía de novelas autobiográficas –o una autobiografías
noveladas–, donde se cuenta la vida del propio Sassoon pero representado con el nombre de George
Sherston, compuesta por Memoirs of a Fox-Hunting Man –que fue la primera en publicarse, suelta, en
1928–,Memoirs of an Infantry Officer, y Sherston's Progress. Por otro lado, Sassoon escribió otra trilogía,
compuesta por The Old Century, The Weald of Youth, y Siegfried's Journey, en que los hechos
autobiográficos no están ficcionados –Sassoon, de hecho, conserva su nombre– pero sin embargo son muy
similares a los de las novelas.
24
Tal inconmensurabilidad entre épica y novela es el eje de uno de los textos
fundamentales sobre el tema, “Épica y novela”, de Mijaíl Bajtín (1989). Para el teórico
ruso, la novela, forma vinculada al libro y a la lectura, nace precisamente de la caída de
la épica, forma vinculada, en cambio, a la narración oral. Más precisamente, la novela
surge de la destrucción de la distancia épica que ubicaba los hechos relatados en un pasado
absoluto, separado por una frontera infranqueable del narrador y sus oyentes. A su vez,
sostiene Bajtín, “El universo épico está definitivamente acabado, no sólo como
acontecimiento real de lejano pasado, sino también como sentido y valoración: no puede
ser cambiado, ni reinterpretado ni reevaluado” (1989: 462). Y esto porque la palabra épica
es inseparable de su objeto. La novela llega entonces a partir de un acercamiento del
objeto que posibilita una mirada crítica y por lo tanto las reinterpretaciones. Con la novela
la palabra deja de coincidir con el objeto y la narración se abre, se pone en contacto con
un presente que, lejos de estar cerrado, es siempre imperfecto.
Sin embargo, a partir de las ideas de Jameson y Hynes, es posible pensar que
aunque no se pueda recuperar la totalidad perdida ni remedar la distancia, la épica –como
dijimos, asociada al realismo en el marco de los relatos de guerra– sí puede constituir una
estructura de referencia, un contrapunto para el caos y la fragmentariedad propios de la
percepción inmediata del campo de batalla. Solo así parece posible hablar de héroes, de
combates, de estrategias, de enemigos, de muertos y heridos, de armas; en definitiva, de
la guerra. En los relatos de la guerra de Malvinas que constituyen nuestro corpus, sin
embargo, lo épico mayormente no aparece, ni siquiera como tendencia ni como anhelo,
ni tampoco como contrapunto de la imposibilidad. Es más: se trata de una guerra que
necesitó desprenderse de todo rastro épico por sus propias condiciones de realización –
por la ilegitimidad de quienes la impulsaron, por los malentendidos implícitos en la
adhesión–, que precisó, por eso mismo, de relatos –testimoniales o ficcionales– en los
que lo bélico fuera o bien débil o bien un juego o bien aquello que se muestra solamente
para ser vaciado de toda epicidad. Es así que si algo no aparece en los relatos de la guerra
de Malvinas es la propia guerra; esto es: aquellos hechos, situaciones y personajes que
resultan una condición para la guerra, como lo son los combates, los enemigos, los héroes.
Esto no significa que estos hechos o figuras no se incluyan nunca en estos relatos, pero
no lo hacen predominantemente ni, mucho menos, marcan el tipo de representaciones y
figuraciones de Malvinas en la literatura, los filmes e, incluso, los testimonios.
25
3. Estudios críticos sobre los relatos de Malvinas
El artículo “El fin de una épica”, de Martín Kohan, donde recupera algunas ideas
adelantadas en “Trashumantes de neblina, no las hemos de encontrar” (Blanco et al.,
1993), es uno de los primeros en considerar con sistematicidad un conjunto de relatos de
Malvinas. Fundamentalmente, Kohan propone que existe, en esos relatos, un reparto
genérico: mientras la ficción, a partir de Los pichiciegos, ha narrado la guerra como farsa
y, en consecuencia, ha tendido a desarticular los valores nacionales que hubieran
favorecido un relato épico, los relatos testimoniales, al lamentarse por la derrota, dejan
incólumes los fundamentos de la nacionalidad en nombre de los cuales se realiza la
guerra. En ese sentido, son la contracara de las versiones triunfalistas que primaron
durante el transcurso de la guerra. Las hipótesis de Kohan permearon la mayor parte de
la crítica literaria posterior que tendió a centrarse en el corpus ficcional –ligado, en
principio, a la farsa–, dejando de lado el corpus testimonial –ligado más bien al drama de
la guerra– que fue, en cambio, tomado como fuente en estudios históricos y sociales.
En su estudio introductorio a la recopilación que incluye cuentos y fragmentos de
novelas y guiones de películas, Jorge Warley desarrolla la idea de que la guerra de
Malvinas “parece inhibir cualquier intensidad épica” (2007: 9), en tanto al decaimiento
general de la epopeya como forma narrativa de la guerra se suman las particularidades de
esta guerra en ese sentido. La investigadora argentina radicada en Estados Unidos Julieta
Vitullo (2012) retoma estas nociones en Islas imaginadas, donde destaca los múltiples
elementos farsescos que, en los relatos de Malvinas, corroen los valores constitutivos de
la nacionalidad sobre los que se funda la épica: soldaditos de plomo, pícaros, impostores,
despistados y fracasados, guerra en el burdel, enemigos invisibles; en su investigación, la
autora sitúa además la idea de nación resquebrajada en relación con las figuras de
paternidades interrumpidas, que, según advierte, aparecen con elevada frecuencia en los
relatos de Malvinas. Por su parte, en Masculinidades en guerra, Paola Ehrmantraut (2013)
despliega una línea de trabajo similar, al estudiar las diversas representaciones de
masculinidad que se ponen en juego en los relatos de Malvinas, y la forma en que se ligan
con la figura del héroe. María Pía López (2010) propone una lectura sobre los relatos de
Malvinas en la que hace hincapié en la relevancia de Los pichiciegos en el campo literario
y los artículos de León Rozitchner en el filosófico, en tanto intervenciones tempranas que
contribuyeron a desarticular la ilusión que significó Malvinas. En ese sentido, su objeto
de estudio está menos acotado a lo ficcional que otros. López, además, avanza sobre la
26
década del noventa y sostiene que, en Las islas, “la experiencia ha sido desplazada por
las representaciones” (2010: 159). En un breve artículo incluido en la revista Puentes de
la memoria, Martín Reyero (2007) esboza un análisis en términos similares, al afirmar
que, mientras Los pichiciegos es una novela sobre la guerra, Las islas lo es sobre la
posguerra.
Entretanto, los estudios realizados en el ámbito anglosajón por lo general no
separan tan tajantemente ficciones y testimonios, por lo que constituyen una perspectiva
interesante, aunque las diferencias históricas, políticas e ideológicas, así como ciertos
rasgos culturales distintivos, no pueden ser soslayados. Entre estos estudios, el más
destacado probablemente sea el de Bernard McGuirk (2007), cuyo corpus incluye obras
de géneros muy diversos y de todas partes del mundo. David Monaghan (1998) y Kevin
Foster (1999), a su vez, hacen hincapié en los mitos, vinculados a la identidad nacional,
que la guerra puso en juego y ayudó a construir, así como a las diversas formas en que la
literatura tendió a constituirse en un potente aparato “des-mitologizador”. En la misma
línea, Laura Linford Williams (2005) afirma que, más allá de las diferencias históricas y
culturales entre Inglaterra y Argentina, sus respectivas configuraciones mitológicas de
Malvinas siguen patrones similares. Para esta autora, el corpus puede dividirse en cinco
categorías: poesías que sostienen y refuerzan los mitos oficiales de la guerra, obras de
teatro de tono trágico, novelas satíricas, relatos testimoniales –ambiguos en su posición
frente a los mitos oficiales–, películas basadas en ellos que los desambiguan. En la
Argentina, los estudios sobre la literatura de Malvinas se centraron casi por completo en
las producciones locales, de allí la importancia del artículo “Cómo se cuenta una guerra”,
donde Graciela Speranza (2000) señala que las ficciones de Malvinas a ambos lados del
Atlántico fueron escasas y se caracterizaron por adoptar una posición crítica respecto del
conflicto, a la vez que destaca, en el ámbito inglés, las novelas Inglaterra, Inglaterra de
Julian Barnes (1999) y Fuera de este mundo de Graham Swift (1999).
Además de estos estudios de abordaje más general, parte de la crítica literaria ha
trabajado específicamente algunas de las obras de nuestro corpus. Beatriz Sarlo, al releer
Los pichiciegos en los años noventa, señala la relevancia que tiene en la novela la cuestión
material: “para hablar de la guerra o se sabe o no se sabe lo que la guerra hace con los
cuerpos” (Sarlo, 2007: 450). Los pichiciegos, que consigue traducir la guerra a una serie
de saberes necesarios para la supervivencia, lo sabe y por lo tanto consigue “producir esta
verdad de la Guerra en Malvinas” (Sarlo, 2007: 453). Martín Kohan retoma y profundiza
esta lectura en “A salvo de Malvinas” (2006), donde destaca la dimensión económica de
27
lo que Sarlo entendía como “material” y señala que, en la novela de Fogwill, la guerra es
traducida a los valores de la economía. Entretanto, Jorge Schvartzman (1996) analiza Los
pichiciegos en una línea similar pero destaca el carácter picaresco de sus personajes. Por
su parte, Horacio González (1994) analiza el modo en que la novela piensa la nación a
partir de un trabajo con el lenguaje de los argentinos; según González, Fogwill propone
una alegoría en la que “la condición bélica trasmutada en condición del conocer” (1994:
en línea) funciona como reparación de la hipocresía intelectual.
La cuestión del realismo, central en la consideración de los relatos bélicos, como
hemos visto, ha suscitado un debate en relación con Los pichiciegos. Beatriz Sarlo sostuvo
que “Los pichiciegos todavía debe ser leída como la gran novela realista de los ochenta”,
aunque aclara que el realismo hoy solo puede pensarse como “una situación
completamente imaginaria cuyos hilos se prolongan hasta tocar las coordenadas
verdaderas de la guerra” (2007: 454). Desde una posición intermedia, Aníbal Jarkowski
(2006) sostuvo que la novela no es realista, pero que consigue una ilusión de verosimilitud
tan intensa que muchas veces fue leída como si lo fuera. Entretanto, para Carlos Gamerro,
Los pichiciegos no puede ser leída como una novela realista; por el contrario, señala que
Fogwill, al escribirla, lo que hizo fue apostar por un relato literario de la guerra que se
adelantara incluso a la historia. Elsa Drucaroff (2011) retoma esta hipótesis y la extrema
al sostener que es posible que toda la historia de la novela sea la fabulación psicótica de
un “loco de la guerra”.
Las islas, de Carlos Gamerro, es la otra obra a la que la crítica se ha referido
individualmente con mayor frecuencia. Los diversos análisis suelen centrarse en algunas
escenas, como aquella en la que el protagonista construye un videojuego de Malvinas
utilizando fragmentos de otras guerras, para hablar del modo en que, en la novela, la
guerra es narrada desde el simulacro (Soifer, 2009; Olguín, 1999), desde una
representación de la representación (López, 2010: 158) o que, directamente, no es narrada
(Cortés Rocca, 1999). Fue Martín Kohan (1999) el primero en señalar la pertinencia de
leer Las islas en el marco de una discusión con la teoría del simulacro de Jean Baudrillard
(2005), según la cual, como vimos, la diferencia entre la copia y el original termina por
anularse. En Las islas, por el contrario, queda claro que original y copia no son lo mismo
para el que estuvo en la guerra: que la dimensión de la experiencia dibuja siempre una
diferencia respecto de cualquier representación.
Como contrapartida, los relatos testimoniales de Malvinas no suscitaron especial
interés por parte de la crítica literaria ni cultural, con la excepción de Graciela Speranza
28
y Fernando Cittadini, que con Partes de guerra no solo efectuaron un montaje de relatos
testimoniales sino que además proveyeron de una vía de expresión, circulación y
legitimación a los testimonios de la guerra, de la cual hasta entonces habían carecido.
Pero mayormente, estos relatos fueron trabajados por historiadores y cientistas sociales,
quienes los consideraron sobre todo como fuentes, con excepción de Federico Lorenz
(2005 y 2006) y Rosana Guber (2004), que estudiaron las diferencias entre los libros de
testimonios de Daniel Kon y Edgardo Esteban y sus versiones fílmicas. Esto es notable si
se tiene en cuenta que la cuestión del testimonio sí ha sido trabajada en Argentina en el
marco de la proliferación de relatos de sobrevivientes que se produjo en el marco de una
situación límite como lo fue la dictadura militar y la experiencia de los centros
clandestinos de detención. Para ello se han retomado algunos de los abordajes producidos
en Europa en torno a los testimonios ligados a la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo,
el Holocausto (Ricoeur, 1996; Benjamin, 1999; Sivan y Winter, 1999; Agamben, 2005;
Arendt, 2005; Huyssen, 2007). En muchos de esos trabajos ya se hacía evidente una
condición liminal del testimonio, es decir, cierta fuerza que lo empujaba hacia los límites
de sus funciones de prueba jurídica o fuente histórica, en relación con las cuales apareció
en primera instancia. En su lectura del texto de Maurice Blanchot, El instante de mi
muerte, Jacques Derrida (2000) señala que cuanto más tendiente a convertirse en prueba
judicial, más ligado íntimamente con la posibilidad de ficción está el testimonio. El
testimonio no consiste necesariamente en decir la verdad, pese a que reclama testificar en
la verdad, por la verdad, para la verdad. Pues si solo el testigo estuvo ahí, si solo él
enfrentó la muerte, su testimonio entraña siempre la posibilidad de perjurio, de mentira;
es decir, de ficción:
29
multiplicidad de puntos de vista puede fundarse un saber sobre el pasado. De este modo,
adquiere relevancia el contexto en que se produce el testimonio para establecer su sentido,
lo cual permite ligar el texto de Link con los fundamentales trabajos de Hugo Vezetti
(2003 y 2009), quien extrae una conclusión similar en su análisis del caso argentino. Para
Vezzetti, el contexto judicial legitima al testimonio como “verdadero” tal como ocurrió
en los primeros años de la democracia con los testimonios brindados en el marco del
Juicio a las Juntas y el informe de la CONADEP. Este es también uno de los temas
centrales de Tiempo pasado (Sarlo, 2005), uno de los libros insoslayables en relación con
el testimonio en el caso argentino. Allí, Beatriz Sarlo habla de un “giro subjetivo” que
tuvo lugar durante las últimas décadas, según el cual, los relatos en primera persona han
ganado legitimidad como medio para conservar el recuerdo. En ese marco, la autora se
pregunta por las razones de esa confianza y, tras un repaso de las consideraciones
benjaminianas sobre la destrucción de la experiencia, así como la lectura de Benjamin
que hiciera Giorgio Agamben (2003) en Infancia e historia, concluye que “no hay
equivalencia entre el derecho a recordar y la afirmación de una verdad del recuerdo”
(2005: 57). Sobre el final, Sarlo abre una línea de reflexión especialmente interesante para
esta tesis, ya que afirma encontrar en la literatura “las imágenes más precisas del horror
del pasado reciente” (2005: 163). Algunas de estas reflexiones en torno al testimonio
surgidas en relación con la dictadura resultan productivas también, como se verá a lo largo
de la tesis, para pensar los relatos de Malvinas.
30
En relación con estos dos postulados centrales –la doble emergencia ficcional y
testimonial y la débil inclusión del contenido bélico–, resulta fundamental una
periodización que permita recorrer las diversas modalidades del relato teniendo en cuenta
las condiciones histórico políticas de su enunciación –por ejemplo, la “desmalvinización”
alfonsinista o el restablecimiento de las relaciones diplomáticas y comerciales con
Inglaterra en los años noventa– y las inflexiones propiamente literarias y culturales –
rasgos de las novelas, trasposiciones cinematográficas de ficciones o de testimonios,
etcétera–. En ese marco, algunos textos que tradicionalmente han sido utilizados como
fuentes historiográficas, como los testimonios –en especial, los testimonios de militares,
de tono burocrático e informativo–, son aquí trabajados desde una perspectiva literaria
que permite poner de relieve las figuras y episodios que prevalecen en ellos, y analizar en
qué medida, en la construcción de esas figuras y episodios, los testimonios recurren a las
estructuras de la épica. Asimismo, como contrapartida, se analiza el modo en que lo
literario vehiculiza cuestiones testimoniales o, si se quiere, experienciales; esto atañe
tanto al modo en que, por ejemplo, Los pichiciegos pone en escena la instancia
testimonial, como al modo en que la poesía permite poner en palabras la experiencia
traumática, tal cual sucede en el poema “Monte Longdon”, de Gustavo Caso Rosendi,
donde a la fragmentariedad perceptiva y subjetiva corresponde un lenguaje desgarrado.
En ese marco, esta investigación propone una periodización del corpus a partir de
un doble criterio, a la vez histórico y literario, organizada en torno a tres momentos, cada
uno correspondiente a una década con su respectivo gobierno, que es también un modo
de pensar la cuestión Malvinas y de incluirla en un relato nacional de mayor alcance. En
cada uno de estos tres períodos se destacan una obra ficcional y una de corte testimonial,
que funcionan como centro de una constelación en que también aparecen otras ficciones
y testimonios, que resultan relevantes para pensar los ejes de trabajo de cada período o
que iluminan de algún modo las hipótesis propuestas para las obras consideradas
centrales.19
19
Aquí consideraremos testimonio a toda narración en primera persona que dé cuenta de una experiencia
ligada a la guerra de Malvinas, independientemente de que esa narración adopte una forma novelada, como
en 5000 adioses a Puerto Argentino (Terzano, 1985) o en Partes de guerra (Cittadini y Speranza, 2007) o
que constituya un informe escueto y burocrático, como El combate de Goose Green (Piaggi, 1994) o Desde
el frente. Batallón de Infantería de Marina n°5 (Robacio y Hernández, 1996). Un caso particular es el de
Comandos en acción (Ruiz Moreno, 2011), pues allí el autor reescribe en tercera persona los relatos
brindados por algunos militares de su experiencia en las islas. Pese a ello, lo consideraremos relato
testimonial, del mismo modo que consideramos relato testimonial a Partes de guerra, donde también hay
una intervención de los autores en los relatos incluidos.
31
Cada uno de los tres capítulos de la primera parte de la tesis está dedicado a un
período. El capítulo I abarca el que se corresponde aproximadamente con la década del
ochenta: es el que va desde la rendición en Malvinas, el 14 de junio de 1982 hasta el fin
del mandato presidencial de Raúl Alfonsín, el 8 de julio de 1989. Dentro del período, es
necesario distinguir dos momentos: el final de la dictadura, hasta el 10 de diciembre de
1983, y el gobierno democrático de Raúl Alfonsín iniciado entonces. Además, hay que
señalar un hito fundamental en torno al año 1987, cuando comienza a volverse visible la
crisis económica y cuando, además, a raíz del levantamiento carapintada de la Semana
Santa se promulgan las leyes de “Punto final” y “Obediencia debida” que ponen fin a las
esperanzas de que todos los responsables de la represión ilegal sean castigados; en 1987,
pues, comienza un momento signado por la desilusión (Romero, 2002). En este período
consideramos centrales la novela Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill, editada en 1983
pero escrita durante la guerra de Malvinas, y la recopilación de relatos testimoniales Los
chicos de la guerra, de Daniel Kon, editado en agosto de 1982, en tanto constituyen las
dos primeras respuestas a la pregunta sobre cómo contar la guerra y, en relación con ello,
fundan las dos modalidades principales que asumirá ese relato: la ficción y el testimonio,
a las que imprimen una impronta particular. Mientras Los pichiciegos cuenta la guerra
desde sus márgenes, Los chicos de la guerra refiere algunos episodios propiamente
bélicos que desaparecen en la versión ficcional realizada por Bebe Kamin en el film del
mismo nombre, estrenado en 1984.
Durante estos años aparecen también otros textos que fueron más bien olvidados,
pese a que revistieron cierta importancia, ya fuera por el lugar destacado de sus autores
en la escena literaria –la nouvelle La causa justa, de Osvaldo Lamborghini (2003 [1983])
y A sus plantas rendido un león, de Osvaldo Soriano (2008 [1986])– o por haber sido
premiados –“Primera línea”, de Carlos Gardini (1983) y la novela Arde aún sobre los
años, de Fernando López (1985)– o por constituir el primer testimonio novelado –5000
adioses a Puerto Argentino– de Daniel Terzano (1985), 5000 adioses a Puerto Argentino.
Todos estos textos permiten revisar la idea de Martín Kohan de un reparto genérico de
los relatos de la guerra, entre las ficciones farsescas, representadas por Los pichiciegos, y
los testimonios dramáticos, representados por Los chicos de la guerra, y proponer, en
cambio, una organización diferente del corpus, en relación con la mayor o menor
presencia del referente bélico.
El capítulo II abarca el período que corresponde a las dos presidencias de Carlos
Saúl Menem, de 1989 a 1999. Más lejos ya de la guerra, algunas de las obras producidas
32
durante estos años comienzan a trabajar “en segundo grado”, ya no tanto sobre la guerra
en sí misma sino sobre los relatos que dieron cuenta de ella. Si, como se afirmó en el
primer artículo crítico sobre los relatos de Malvinas, “la guerra de Malvinas, como toda
guerra, constituye una confrontación de cuerpos, y a la vez, una confrontación de
discursos” (Blanco et al., 1993: 82), en este período pareciera que la dimensión discursiva
prima por sobre la corporal o experiencial. El simulacro, la traducción y el montaje se
vuelven relevantes en tanto formas de trabajo con los discursos preexistentes, que
constituyen nuevas modalidades de alejamiento de la experiencia bélica, tanto en obras
ficcionales como testimoniales. Esto se observa en las obras consideradas centrales del
período, la novela Las islas de Carlos Gamerro (1998) y la recopilación de testimonios
Partes de guerra de Fernando Cittadini y Graciela Speranza (2007 [1997]), así como en
otras de menor impacto, por ejemplo los relatos testimoniales Banderas en los balcones
de Daniel Ares (1994) e Iluminados por el fuego de Edgardo Esteban (1999) o la novela
El desertor de Marcelo Eckhardt (2009 [1992]). En este marco, la relación entre ficciones
y testimonios se reformula. El énfasis en lo discursivo se traduce en una primacía de lo
literario sobre lo experiencial; a su vez, se valoriza la experiencia de escritura, tal como
la definió Carlos Gamerro (2006) al afirmar que Las islas constituye una “novela
autobiográfica al revés”. Se analizan aquí una serie de novelas que, de diversos modos,
pueden leerse en relación con esa idea: Arde aún sobre los años de José Stamadianos
(1995); La flor azteca de Gustavo Nielsen (1997) y El agua electrizada de C.E. Feiling
(1992). En este capítulo se aborda también un conjunto de obras que en mayor o menor
medida pueden leerse en línea con Las islas de Carlos Gamerro, en tanto se centran en la
lógica de la conspiración –las novelas El agua electrizada de C.E.Feiling; El tercer
cuerpo de Martín Caparrós (1990) y Kelper de Raúl Vieytes (1999)– o implican algún
tipo de farsa o procedimiento de inversión que anticipa los simulacros de Las islas –los
cuentos “La soberanía nacional” y “El aprendiz de brujo” de Rodrigo Fresán (1998
[1991]); “Memorándum Almazán” de Juan Forn (2007 [1991]) e “Impresiones de un
natural nacionalista” y “El amor de Inglaterra” de Daniel Guebel (1992)–. Un caso aparte
es el del film Fuckland, de José Luis Marqués (2000), cuyo relato está articulado por la
lógica del engaño.20
20
A pesar de que Fuckland fue estrenada en el año 2000, es decir, posteriormente al fin del gobierno
menemista pero también con anterioridad a la asunción de Néstor Kirchner e incluso con anterioridad a la
crisis de 2001, fechas entre las cuales se sitúa el inicio de nuestro tercer período, decidimos incluirla en el
período menemista pues su construcción a partir del engaño permite asociarla, además, con otras obras de
la década del noventa.
33
El capítulo III abarca un período cuya fecha de inicio oscila entre dos puntos: la
crisis del 2001, en que se produjo la eclosión del modelo neoliberal implementado durante
el menemismo, y la asunción como presidente de Néstor Kirchner, el 25 de mayo de 2003.
Como fecha de cierre hemos elegido el año 2012, trigésimo aniversario de la guerra, de
modo que todo el período se corresponde con algún gobierno kirchnerista. Durante este
período se toman una serie de medidas relativas a Malvinas que, independientemente de
la efectividad concreta que hayan tenido en cuanto al reclamo de soberanía, constituyen
una novedad, puesto que implican que se vuelva a hablar de Malvinas, después de veinte
años de silencio. La reconfiguración del escenario discursivo que se produce por estos
años es fundamental para pensar en contrapunto las obras que consideramos centrales del
período: la novela Ciencias morales, de Martín Kohan (2007), y la película Iluminados
por el fuego, de Tristán Bauer que, si bien es ficcional, se basa en el libro testimonial
homónimo de Edgardo Esteban (1999). Ciencias morales (2007) puede leerse como un
gesto tendiente a reafirmar la autonomía de la literatura respecto de Malvinas que el
mismo Martín Kohan (1999) le había asignado, uno de cuyos efectos más visibles era la
corrosión de los valores nacionales que la épica, por el contrario, realzaba; la guerra de
Malvinas es desplazada del centro del relato y pasa a ocupar un lugar subsidiario respecto
de la dictadura, al punto que apenas si es mencionada. En 2010, se estrena la película La
mirada invisible, versión cinematográfica de Ciencias morales dirigida por Diego
Lerman, donde un desplazamiento temporal hace desaparecer por completo del relato la
guerra. Como contrapartida, en el film Iluminados por el fuego, pese a que muchos de sus
elementos van en la dirección de un relato victimizador similar al de la película Los chicos
de la guerra, aparecen por primera vez escenas de combates, a través de las cuales la
épica se plantea como matriz narrativa posible para contar la guerra desde la perspectiva
del soldado, sin dejar afuera del relato las críticas a la conducción militar. En la misma
línea puede ubicarse el documental El héroe del Monte Dos Hermanas, de Rodrigo Vila
(2011), que confluye con Iluminados por el fuego para la configuración de un nuevo
personaje de la guerra: el héroe-soldado.
En estos años, además, lo testimonial se revitaliza y se expande, al encontrar
nuevas vías de circulación. Por un lado, se destaca la publicación de Malvinas, gesta e
incompetencia, de Martín Balza (2003), un militar de gran visibilidad durante los años
noventa, cuando fue Jefe del Ejército. Por otro lado, los testimonios de soldados
comienzan a ser incorporados en crónicas periodísticas bajo diversas modalidades del
discurso indirecto (Lorenz, 2008; Ayala, 2012; Gallardo, 2012; Niebieskikwiat, 2012).
34
En otros casos, el testimonio se aproxima a lo literario: se destacan aquí las poesías
escritas por ex combatientes (Caso Rosendi, 2009; Martín Raninqueo, 2011; Sánchez,
2012) y el relato novelado Los viajes del Penélope, del ex combatiente Roberto Herrscher
(2007).
Entretanto, las novelas se alejan aún más del escenario bélico, no solo Ciencias
morales sino también muchas de las obras producidas en estos años, en especial en torno
a los aniversarios vigésimoquinto y trigésimo de la guerra, en 2007 y 2012. La diversidad
de los autores que escriben sobre Malvinas en estos años, relativa a sus poéticas,
procedencias, intereses, lugar en el campo literario, edades e incluso géneros –en estos
años aparece la primera novela de Malvinas escrita por una mujer– muestra lo extendido
de esta tendencia. Se publican ahora Una puta mierda de Patricio Pron (2007), Trasfondo
de Patricia Ratto (2012), 2022, la guerra del gallo de Juan Guinot (2011), Segunda vida
de Guillermo Orsi (2011). Asimismo, a la gran variedad en el tipo de escritores que eligen
Malvinas como tema de sus relatos, en los dos mil se suman aquellos que escriben desde
la perspectiva de los hijos, lo cual supone un recambio generacional que se constituye en
una nueva mediatización respecto de la experiencia bélica. Entre las producciones de
estos autores, se destacan los cuentos “Licenciada en rubores” de Laura Ramos (2009),
“La guerra” de Juan Diego Incardona (2008) y la novela Cuando te vi caer de Sebastián
Basualdo (2008).
El recorrido cronológico realizado en esta primera parte de la tesis permite
constatar un doble movimiento. Por un lado, entre 1982 y 2012, la literatura se fue
alejando de la experiencia bélica: si bien desde el comienzo el relato de la guerra elude la
referencialidad y la épica, en las primeras obras de Malvinas, subsistía todavía algo del
vínculo con la experiencia bélica. Los pichiciegos transcurre en una cueva debajo del
campo de batalla y es narrada por un ex soldado. Entretanto, en los relatos testimoniales
recogidos en Los chicos de la guerra hay referencias a episodios propiamente bélicos en
que los soldados se sitúan como agentes de la experiencia y no como víctimas pasivas,
pero estos son borrados en la reelaboración ficcional que realiza la película de Bebe
Kamin. Más de veinte años después, la novela Ciencias morales, de Martín Kohan (2007),
transcurre dentro de las paredes de un colegio, en la ciudad de Buenos Aires; allí la guerra
solo es nombrada una vez, y en francés –en una salida programada de los alumnos, una
periodista pregunta a uno de ellos qué piensa de la guerre–.
Por otro lado, correlativamente, la experiencia se aproxima a la literatura. En
primer lugar, con la emergencia, durante la última década, de libros de poesía escritos por
35
ex combatientes, como Soldados de Gustavo Caso Rosendi (2009) o Haikus de guerra de
Martín Raninqueo (2011). Luego, con la conversión de un relato testimonial en un film
bélico, en Iluminados por el fuego de Tristán Bauer (2005). Allí, la reversión fílmica
opera en un sentido muy diferente al de Los chicos de la guerra, ya que la película no
solo incluye los episodios bélicos del libro de Edgardo Esteban en que se basa sino que
los enfatiza, por ejemplo por medio de la inclusión de escenas de combates que los efectos
especiales permiten presentar de un modo realista. Allí se produce una modificación
incipiente pero fundamental: lo épico ingresa al relato ficcional de Malvinas.
Así, el tipo de organización y la periodización propuestas permiten verificar la
hipótesis de que ni la guerra ni el rasgo narrativo convencionalmente asociado a ella, lo
épico, ocupan lugares destacados en el corpus de los relatos de Malvinas y a la vez hace
posible advertir tanto los cambios respecto de esa marca originaria en el relato como sus
inflexiones más sutiles que, como se verá en la segunda parte de esta tesis –conformada
por el capítulo IV–, aparecen en relación con una serie de figuras propias del universo
bélico. Hemos afirmado que los relatos de guerra tienden a oscilar entre la amenaza de
irrepresentabilidad y las estructuras del realismo; o, más específicamente, entre la
experiencia de una percepción inmediata caótica y fragmentaria, y la totalidad, la
distancia y el brillo de una narración épica; y que como resultado de esa oscilación los
relatos suelen situarse en las fronteras del realismo y constituir un collage en donde la
distinción entre ficción y no ficción deja de importar. La primera parte de esta tesis
permite observar sin embargo que, en los relatos de Malvinas, tal oscilación no se
produce, o se produce débilmente, lo cual termina por alejar los relatos del universo de lo
propiamente bélico. Como resultado, la figura principal de estos relatos es la del desertor
que, de Los pichiciegos en adelante, constituye una propuesta ficcional que representa
una fuerza centrífuga respecto del campo de batalla, y cuyo relato permite, por contraste,
hacer visibles a las figuras que, desde los testimonios –en especial los de los militares–,
representan una fuerza de signo contrario: los héroes. Se trata, aquí, de pensar el modo
en que estas figuras ejercen fuerzas desde distintos tipos de textos que tienden a aproximar
o, mayormente, a alejar, el relato del universo bélico. Otras figuras, como el isleño, son
en sí mismas portadoras de fuerzas contrarias, en tanto por unos es representado como
compatriota y por otros como enemigo. Finalmente, un conjunto de figuras sobrenaturales
que consideramos liminares –los monstruos y los fantasmas–, en tanto a la vez son y no
son parte del campo de batalla, de la guerra y, más ampliamente, de la realidad son
contadas tanto por ficciones como por testimonios a través de formas discursivas también
36
liminares: relatos fantásticos, góticos o grotescos, o por medio de rumores. En ese sentido,
constituyen otro modo de debilitar referencialidad y desestabilizar el realismo propio de
los relatos de guerra. La segunda parte de esta tesis, entonces, está dedicada a presentar
este tipo de figuras y explorar sus significados y sus efectos literarios y culturales sobre
la cuestión Malvinas.
37
PRIMERA PARTE
38
I. Los años ochenta: ficciones de la democracia
21
Aunque su impacto fue mucho menor, cabe mencionar aquí un manifiesto que circuló por Buenos Aires
de forma anónima durante el desarrollo del conflicto, en el que se exponían ideas similares a las de
Perlongher y Rozitchner.
39
fotocopias, Los pichiciegos fue editada sucesivamente en 1983 (Ediciones de la Flor),
1994 (Sudamericana), 2006 (Interzona) y 2010 (El Ateneo) y en los últimos años se
convirtió en lectura frecuente en el ámbito educativo secundario (AAVV, 2009 y 2010).
El libro Los chicos de la guerra, entretanto, contó con trece reediciones entre 1982 y
1984, además de una versión fílmica que fue vista en cine por casi 700.000 espectadores.22
En el momento de su aparición, sin embargo, estos textos no despertaron
mayormente el interés de la crítica. Será recién en los años noventa, cuando Beatriz Sarlo
escriba “No olvidar la guerra de Malvinas” en Punto de vista, a partir de una relectura de
Los pichiciegos, motivada seguramente por la reedición del libro en 1994 (Sarlo, 2007),
y cuando Oscar Blanco, Adriana Imperatore y Martín Kohan afirmen que “La guerra de
Malvinas, como toda guerra, constituye una confrontación de cuerpos y, a la vez, una
confrontación de discursos” (1993: 82). Es a partir de allí que los relatos de Malvinas
comienzan a ser pensados como conjunto susceptible de ser tomado como objeto de
análisis. El gesto es ratificado por Martín Kohan (1999) en “El fin de una épica”, donde
organiza su corpus de relatos de Malvinas en dos grupos: las ficciones, fundadas por Los
pichiciegos, y los testimonios, fundados por Los chicos de la guerra. A cada uno le
corresponde una actitud diferente respecto de los valores nacionales que sostienen la
guerra. En Los pichiciegos, según Kohan, la lógica bélica, basada en el enfrentamiento de
dos naciones cuyos valores son exaltados por quienes pertenecen a cada una de ellas, es
relegada por la lógica de la supervivencia subterránea. Narrativamente, ello supone un
reemplazo de la épica por la farsa. Siguiendo esta línea de lectura, Julio Schvartzman ve
a los pichiciegos como pícaros: “Los pichiciegos elige la perspectiva y la lengua de una
picaresca de guerra, de la corrosión de los límites entre los bandos, de la negativa cínica
a hablar en serio de los valores involucrados” (1996: 139). Más recientemente, Elsa
Drucaroff extremó estas lecturas al afirmar que, en la novela “la entonación cínica y
juguetona de la escritura” no permite que nada “alcance dimensión dramática” (2011:
299).
Como contrapartida, a partir de la modalidad que inaugura Los chicos de la
guerra, los relatos testimoniales serán definidos por Kohan como “versiones del lamento
por la derrota”, en tanto cuentan la guerra como drama, dejando en pie “los fundamentos
de la fe nacionalista”. En ese sentido, los testimonios se aproximan a las versiones
22
La película fue la segunda en cantidad de espectadores, después de Camila, estrenada el mismo año, que
fue uno de los mayores éxitos de taquilla de la historia del cine argentino. Fuente:
http://www.cinesargentinos.com.ar/pelicula/4702-los-chicos-de-la-guerra/
40
triunfalistas que circularon durante la guerra en los comunicados oficiales y la prensa:
“aunque opuestas, al parecer, ambas inflexiones integran una misma concepción de la
fábula nacional: la que erige héroes, gloriosos si ganan, inmolados si pierden, pero héroes
al fin” (Kohan, 1999: 6).23 Los dos órdenes narrativos de Malvinas, entonces, se organizan
como un contraste en que la literatura farsesca se contrapone, punto por punto, al drama
testimonial:
Por un lado, la literatura representa una farsa, una farsa de la guerra y de la identidad
nacional, donde lo más farsesco, por lo pronto, son las propias identidades […] Hay
en la literatura toda la risa que en los relatos testimoniales resulta tan inverosímil
como imposible, inadecuada, intolerable. Los quiebres de la derrota, expresados
como lamento en los testimonios, se recuperan, realimentan el credo nacional, y
eliminan esa distancia descreída e irónica que está en la base de las narraciones
literarias. (Kohan, 1999: 7)
23
El emblema de este triunfalismo lo constituye la tapa de la revista Gente del 7 de mayo de 1982, con el
titular “¡Vamos ganando!” o la de la semana siguiente: “¡Seguimos ganando!”. Otros ejemplos pueden
verse en Decíamos ayer (Blaustein y Zubieta, 2006: 459-489). Asimismo, tanto Martín Balza (2003) como
Horacio Verbitsky (2002) citan en su análisis algunos de los comunicados militares difundidos durante el
conflicto por las autoridades, en los cuales el ocultamiento de información y hasta las abiertas mentiras
configuran el discurso triunfalista al que refiere Martín Kohan.
41
en el marco de la gesta patriótica, preguntándose en primera instancia qué haría San
Martín en su lugar. Sin embargo, todo se vuelve absurdo. El enfrentamiento de Argentina
con Inglaterra por las Malvinas se mezcla con la disputa que mantiene Bertoldi con el
embajador inglés, por la mujer de este, de la que Bertoldi es amante. Simultáneamente,
se desata una revuelta comunista en Bonguwtsi, de la que participan los monos. En ese
marco, la defensa de la patria y de los valores nacionales resulta en una serie de hechos
cada vez más delirantes, hasta que nada serio queda en pie. En ese sentido, A sus plantas
rendido un león es una de esas obras que representan la guerra como farsa y no como
épica y sus protagonistas, que están tan alejados del escenario bélico como es posible, son
“pícaros y farsantes, antes que héroes” (Kohan, 1999: 6). Lo mismo sucede con algunos
de los cuentos publicados a comienzos de la década del noventa, a los que Kohan, en “El
fin de una épica”, hace referencia directa y cuyos autores pertenecieron al grupo
denominado de “los planetarios”, influenciados directamente por Osvaldo Soriano
(Saítta, 2004).24
La nouvelle “La causa justa”, de Osvaldo Lamborghini (2003 [1983]), transcurre
en Buenos Aires durante la guerra de Malvinas, después de un partido de fútbol
empresarial.25 Borracho, uno de los empleados le dice a otro: “Mirá, hermano, yo te
quiero tanto, que te lo juro por mi madre te chuparía la pija si fuera puto” (Lamborghini,
2003: 20), lo que para Straface constituye una “vuelta de tuerca (o de campana) que se le
daba al costumbrismo” (2008: 794). El japonés Tokuro, ingeniero electrónico que acaba
de alistarse como voluntario para pelear en Malvinas, se dispone a obligar a Heredia a
cumplir su promesa. Pues es “fanático de la verdad”, para él, “quien falta a la palabra falta
al honor” y por tanto es capaz de traicionar a la patria (Lamborghini, 2003: 21). Es en
vano que traten de explicarle que era un chiste o de convencerlo de que interpretó mal a
causa del idioma. “Usted sabe, una palabra trae a la otra”, le dice el Gerente General. A
lo que Tokuro responde: “Pero Heredia quería chupar pija Mancini, y otra palabra trae
Hiroshima” (Lamborghini, 2003: 23). Para Tokuro, el chiste es el intento de no cumplir
la palabra empeñada, lo cual es inadmisible para quien, como él, forjó su honor según los
preceptos de “La causa justa”, un folleto editado por la casa imperial nipona, según el
cual “solo se podía acudir a la violencia cuando existía una causa justa. Pero que una vez
24
Los cuentos son “La soberanía nacional” y “El aprendiz de brujo”, de Rodrigo Fresán (1998 [1991]) y
“Memorándum Almazán”, de Juan Forn (2007 [1991]). Trabajaremos todos estos relatos en el capítulo II.
25
Lo que hoy conocemos como “La causa justa” era llamado por Lamborghini “novelita”, en tanto estaba
planeado que formara parte de un proyecto mayor, la “novelona”, aunque finalmente se autonomizó
(Straface, 2008).
42
tomada la decisión, todos, todos sin excepción los que se cruzaran en el camino entre el
que reivindicaba su honra, su orgullo o su propiedad, debían recibir el trato que le cupiera
al criminal cuando fuera hallado” (27). Tratando de hacer cumplir la palabra, Tokuro
termina matando a Jansky, un empleado que era su único amigo y del cual, incluso,
descubrirá después que estaba enamorado. Una vez cumplida la palabra empeñada, a
Tokuro lo inunda una enorme tristeza. Teme haber comprendido mal “La causa justa” y
que, en consecuencia, su vida pierda todo sentido. Finalmente, se suicida con un Harakiri.
Así, la farsa que supone la falsa encarnación de la argentinidad del voluntario Tokuro
(Kohan, 1999) y la burla que puede leerse en el texto respecto del modo en que asume la
defensa de la patria y de su honor sin matices tienen como reverso aspectos dramáticos;
como descubre Tokuro en su desesperación final, Argentina es un “país llanura” donde
“chistes terminan con muertos” (Lamborghini, 2003: 36).
En 1985 el cordobés Fernando López gana el Premio Casa de las Américas con su
novela Arde aún sobre los años, en la que se cuenta la vida de un grupo de adolescentes
en San Tito, un pueblo de Córdoba. La dictadura es el telón de fondo de las historias de
este grupo que descubre la amistad, el amor y el sexo mientras filman una película
policial. En ese sentido, la novela ha sido leída como una “novela de aprendizaje” en la
cual “todos asumirán, modesta e inconscientemente la tarea de alcanzar la propia
identidad” (De Miguel, 1986: en línea). El protagonista y narrador, Cachito, encuentra a
su alter ego y guía, figura característica de las novelas de aprendizaje, en Moro, otro de
los integrantes del grupo, unos años mayor que él. En la crítica que hiciera con ocasión
de la reedición de la novela, en 2007, la crítica señaló la inflexión picaresca de esta novela
de aprendizaje (Zeiger, 2007). Como en la lectura de Schvartzman sobre Los pichiciegos,
aquí la noción de picaresca se liga con la desarticulación de los valores que sostienen la
guerra, y en especial, una guerra como la de Malvinas, tan estrechamente ligada con la
dictadura militar, aunque en muchos casos esa operación no es resultado de operaciones
textuales sino que se realiza directamente por medio de una crítica abierta en boca de
alguno de los personajes, como se ve en el siguiente fragmento, referido al acto del 2 de
abril de 1982 en San Tito:
Me dio por pensar cómo puede cambiar la historia de un país en un día, la historia
del mundo en un instante, cómo se puede, por la magia del entusiasmo popular,
hacerle creer a un general que levantando los brazos en el balcón de la Casa Rosada
se iba a convertir en el nuevo Perón del siglo XX. ¿No eran los mismos militares del
Proceso los que ahora proclamaban el fin del colonialismo? ¿No era la misma CGT
la que llamó a la concentración y esta vez no fue reprimida? Me acordé de los
43
militares peruanos, de los militares de Etiopía, encabezando sendas revoluciones y
me pareció que era posible asistir al nacimiento de una idea novísima de país, de
república, de continente, esbozada sobre la marcha de un suceso extraordinario como
el de ese día. De pronto el sentimiento de rechazo al Turco se convirtió en una
complicidad saludable, con él y con el coronel Medina […] y no pude menos que
emocionarme y empezar a saltar y cantar «el que no salta es un inglés» al ritmo de
los tamboriles. (López, 1985: 128-9)
El principal objeto de las críticas son los discursos que circularon durante el
conflicto. Los discursos políticos y, también, la información, que muy rápidamente
comienza a ser contradictoria “acerca de ciertos hechos, como la recuperación de
Grytviken, o la presencia del submarino Superb frente a la costa de Mar del Plata” (López,
1985: 135). El primer hecho refiere a los sucesos del 25 de abril en las islas Georgias,
donde mientras el Teniente de Navío Alfredo Astiz se rendía sin pelear, diarios y revistas
hablaban de la resistencia heroica de los “Lagartos”. El segundo, a un rumor que comenzó
a circular antes de la guerra y que, durante esta, se convirtió en noticia (Escudero, 1996).
Ambos episodios constituyen ejemplos claros de las imposibilidades que encontró el
relato de Malvinas para configurarse como épica –los supuestos héroes se rindieron antes
de pelear, las armas letales son falsas–.
Al final de Arde aún sobre los años, aquellos mismos políticos afines a la
dictadura, algunos de los cuales incluso habían colaborado con ella, ejerciendo una forma
de censura al intentar impedir la realización del policial, terminan lanzando sus
candidaturas políticas. De ese modo, uno de los señalamientos que la novela realiza sobre
Malvinas respecta a la continuidad que supone entre dictadura y democracia, la cual será
también uno de los ejes de Los pichiciegos, como veremos. En ese sentido, comienza a
aparecer aquí también, un punto dramático de Malvinas que además constituye uno de los
obstáculos fundamentales para su representación, lo cual se ve en las dificultades que el
grupo de amigos encuentra en filmar una película de guerra, proyecto que encaran,
infructuosamente, antes del fin de las hostilidades, pero que nunca terminan. En parte,
porque Moro, que fue convocado a la guerra, regresa malherido, sin hablar, sin caminar:
“Parece un muñeco con cara de idiota en una silla de ruedas”, dice su hermano, “No
esperen que vuelva a ser el mismo de antes” (López, 1985: 245). De ese modo, el
aprendizaje se ve interrumpido y la picardía de los adolescentes es repentinamente
reemplazada por un espíritu sombrío que no es, tampoco, la adultez. En ese sentido, la
novela de aprendizaje cuenta Malvinas ante todo como una interrupción: de la amistad,
del amor, de la vida tal como se la conoció, de la formación. Y esa interrupción es, para
44
estos adolescentes, como para los que fueron a pelear, un drama. En efecto, como
veremos, en la película Los chicos de la guerra la narración asume una perspectiva
biográfica, según la cual la guerra constituye ante todo una interrupción.
Por último, cabe detenernos en dos cuentos que, alejados de todo espíritu farsesco,
destacan tempranamente algunos de los aspectos más dramáticos de Malvinas. El primero
es “El dolmen”, de Federico Andahazi, escrito en 1986. Allí se cuenta la historia de
Santiago Rataghan, un voluntario de Malvinas que está dispuesto a tolerar las peores
torturas por parte de su superior, el teniente Severino Sosa, “un correntino retacón y
aterrado que, hasta entonces, suponía que la guerra consistía en torturar y matar
prisioneros maniatados y quebrados” (Andahazi, 2009: 112). Si Rataghan soporta todo,
nos enteramos después, es porque urde un plan de venganza contra Sosa, quien en 1976
secuestró a su hermano, del que nunca más supo nada. El segundo cuento es “Primera
línea”, con el que Carlos Gardini obtuvo el premio “Círculo de lectores” en 1982,
otorgado por un jurado compuesto, entre otros, por Jorge Luis Borges y José Donoso.
Carlos Gardini –y este cuento no es la excepción– es un autor que procede del mundo de
la ciencia ficción; de hecho, es uno de los autores ligados a la revista Axxon, revista de
ciencia ficción, fantasía y horror creada en Argentina, donde “Primera línea” fue
publicado.26 Allí se narra el que tal vez sea uno de los aspectos más horrorosos de la
guerra: lo que hace con los hombres, más precisamente con sus cuerpos. El relato
comienza con el combate en el que el soldado Cáceres es herido en su pozo de zorro. A
continuación, abre los ojos en el hospital y descubre que ha perdido sus extremidades, lo
cual, sin embargo, no lo deja fuera de combate. Rápidamente, Cáceres es incorporado al
grupo especial MUTIL, sigla que significa Móvil Unitario Táctico Integral para Lisiados.
Allí, los amputados como él pueden reincorporarse a la guerra gracias a las unidades
MUTIL a las que sus cuerpos serían adosados. No hay, en el relato, resquicio por donde
pueda filtrarse la risa. Lo que se vuelve visible, en este cuento, es que, más allá de la risa
que puede suscitar el modo en que se hizo la guerra y de la necesidad de cuestionar las
motivaciones y los métodos de los militares que la llevaron a cabo, está el horror del
campo de batalla, parte constitutiva de toda guerra, y fundamental en la experiencia de
quienes pelearon en ella. En ese sentido, la historia efectivamente transcurre en la primera
línea del combate. Si, como hemos afirmado, el realismo muchas veces parece
insuficiente para narrar la guerra, es posible pensar que existe una relación entre el recurso
26
La revista puede consultarse en línea en http://axxon.com.ar/
45
a la ciencia ficción y el hecho de que este sea uno de los cuentos donde la guerra está más
presente.27
Este recorrido permite observar dos hechos fundamentales. En primer lugar, que,
con la excepción de A sus plantas rendido un león, las obras ficcionales de la década del
ochenta oscilan, en distinto grado, entre la farsa y el drama. En segundo lugar, que en la
mayor parte de ellas, con la notable excepción del cuento de Gardini, el centro del relato
no está en la guerra: está en África –en un país, además, inventado, es decir, en tierras
ficticias–, en Buenos Aires –y el único que menciona la guerra es un japonés homosexual–
, está en la vida de un grupo de adolescentes –la guerra es allí una huella– o está en la
dictadura militar –de la que la guerra no es más que un subproducto–. En lo que sigue,
trabajaremos con las obras que consideramos faro del período, para pensar cómo se
insertan en este escenario discursivo.
En primera instancia, hay que destacar que tanto en Los pichiciegos como en Los
chicos de la guerra se desdibuja la frontera entre ficción y testimonio, lo que vuelve
necesario matizar la idea de un reparto genérico. Por un lado, la novela de Fogwill está
construida como una desgrabación de una serie de entrevistas al único pichiciego
sobreviviente, es decir, la ficción es una puesta en escena de lo testimonial. Por otro lado,
el libro de Kon sirvió de base para la película Los chicos de la guerra, que es una
ficcionalización de los testimonios. En la trasposición, además, se realzan los aspectos
dramáticos, asociados a una mirada de la guerra como interrupción de la vida y de los
soldados como víctimas, que si bien aparecían en los testimonios, estaban entremezclados
con escenas bélicas en que el posicionamiento de los soldados era mucho menos pasivo.
En ese sentido, como desarrollaremos en el apartado 4 de este capítulo, el film Los
chicos de la guerra opera retrospectivamente sobre el libro, subsumiéndolo e
invisibilizando sus rasgos distintivos, el principal de los cuales es precisamente ese: la
encarnación por parte de los soldados de una agencia en el relato de su experiencia, lo
cual redunda en una presencia más fuerte del referente bélico en el libro. El hecho de que
se tratara de una experiencia bélica, en efecto, era difícilmente conciliable con una
narración desde el rol de víctimas en que la película y las lecturas retrospectivas de los
testimonios situaron a los soldados. En relación con ello, Federico Lorenz parte de la
afirmación de Samuel Hynes de que “ningún hombre con un arma en la mano puede ser
enteramente una víctima”, para sostener que “la permanente apelación al ‘yo estuve ahí,
27
Retomaremos el análisis del cuento de Gardini y profundizaremos en la importancia de su acercamiento
a la ciencia ficción en el capítulo IV.
46
yo puedo contarlo’ es una marca discursiva de una situación mucho más profunda: los
veteranos, aun cuando reproducen discursos que tienden a pasivizarlos, no se ven a sí
mismos como víctimas, sino como protagonistas activos de su experiencia” (Lorenz,
2005: 11).
El énfasis en el rol de víctimas de los soldados como consecuencia de una lectura
del libro de Kon realizada a la luz de la película de Kamin no se restringió al ámbito de
la crítica literaria. Por el contrario, la película Los chicos de la guerra brindó una de las
estructuras con las que se narraría Malvinas durante unos años. Aunque en los testimonios
aparecieran también otros elementos, estos serían borrados en pos de hacer encajar a los
soldados en el rol de víctimas que permitiría si no asimilarlos, al menos sí volver sus
relatos digeribles. En ese sentido, la película operó respecto de Malvinas de un modo
similar al Nunca Más respecto de la dictadura.
En efecto, el Juicio a las Juntas Militares realizado durante 1985 por iniciativa del
entonces presidente, Raúl Alfonsín, y el informe presentado por la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de Personas, creada el 15 de diciembre de 1983 y presidida por
Ernesto Sábato, constituyen dos de los hitos fundamentales en la creación de un orden
nuevo (Quiroga, 2007). Para Hugo Vezzetti, un primer momento de la memoria social del
terrorismo de estado estuvo constituido por los testimonios producidos frente a la
CONADEP y frente al tribunal del Juicio a las Juntas. En la misma línea, Carlos Gamerro
(2010a) habla de una etapa signada por las producciones discursivas de los participantes
directos, es decir, testimonios de militantes y sobrevivientes y afirma: “El Nunca Más fue
el texto fundamental del período: un informe, cuyo fin principal era el de establecer la
verdad de los hechos, pero también una colección de relatos, que funda un género
discursivo: el Decamerón o Las mil y una noches de los años oscuros” (Gamerro, 2010a:
en línea). La estructura narrativa que proponía ese relato es la que se conoció como “teoría
de los dos demonios”: “ciertas representaciones colectivas sobre la violencia política y la
represión” que “contenían la imagen de un enfrentamiento entre ‘dos terrorismos’, el de
extrema izquierda y el de extrema derecha” (Carnovale, 2006). El comienzo del Nunca
más es ilustrativo en este sentido: “Durante la década del 70 la Argentina fue
convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la
extrema izquierda…” (CONADEP, 1995: 7). El resultado es la imagen de una sociedad
ajena al enfrentamiento y, por tanto, víctima inocente, que, durante los primeros años de
la democracia, resulta funcional al impulso de dejar atrás el horror de la dictadura. En
relación con esto, Pilar Calveiro (2007), ella misma detenida durante la dictadura, destaca
47
la configuración en estos relatos del desaparecido como víctima inocente y señala que
durante hasta 1983 esto permitía eludir la acusación de subversivos con la que la dictadura
justificaba su exterminio; por otro lado, posibilitaba que los organismos de derechos
humanos se constituyeran y actuaran en tanto defensores de la vida inocente. Una vez en
democracia, en cambio,
el recurso a la figura de la víctima inocente fue parte del triunfo del proyecto militar,
un triunfo armado pero también político e ideológico, que logró no solo la
eliminación de una alternativa política específica sino la “desaparición” de la política
misma, de su validez y sentido como práctica social colectiva. A su vez, al
reivindicar al “inocente” apolítico com verdadera víctima, la sociedad se identificaba
con él, como igualmente “inocente” y ajena al enfrentamiento, eludiendo así las
diversas responsabilidades que le cabían en relación con la política de desaparición
de personas. (Calveiro, 2007: 57)
Esta versión de los hechos tuvo su correlato en el marco de las políticas estatales
en los pedidos de captura casi simultáneos de, por un lado, los líderes de las
organizaciones guerrilleras y, por otro, de los integrantes de las tres primeras juntas
militares. Más ampliamente, contribuyó a establecer y resaltar la diferencia radical entre
el nuevo gobierno y la dictadura. Esa diferencia es una condición de posibilidad de los
Juicios a las Juntas Militares, pero también un efecto: es allí, en la condena que el recién
recuperado marco legal establece para quienes en el pasado se apartaron de él, donde esa
diferencia se vuelve tangible. En la misma línea, “Nunca más”, el título del Informe
elaborado por la CONADEP en 1984, se convirtió rápidamente en la consigna que trazaba
la línea divisoria entre el pasado traumático y un futuro, más esperanzador.
En ese marco, sin embargo, la guerra de Malvinas es vista como “la evidencia
incómoda de una paradoja histórica: el último capítulo vergonzante de la dictadura militar
y, al mismo tiempo, el prólogo de la esperada vuelta a la democracia” (Speranza, 2000:
en línea), salvo para quienes estuvieron en las islas. Ellos, al volver, encarnaron como
nadie ese incomodidad, pues: “los ‘chicos’, tal como lo habían sido en Malvinas,
operaban como una bisagra que articulaba (ahora conflictivamente) al sector militar […]
con la población civil” (Guber, 2001: 118). Situarlos a ellos también como víctimas del
gobierno dictatorial permitía enmarcarlos en un relato que, además, exoneraba a la
sociedad que los había enviado a pelear como héroes y lo recibía ahora en medio del
silencio y la vergüenza. Por ello, el relato de la dictadura que se difunde con el Nunca
más es solidario con el de Malvinas que se difunde con la película Los chicos de la guerra.
48
Sin embargo, es necesario trazar una diferencia fundamental, que nos reenvía a un
punto nodal de nuestro análisis: mientras el primer relato proviene de una investigación
oficial y un juicio, el segundo es provisto por una película ficcional. Por otra parte, el
hecho de que esta película se base en un relato testimonial no hace más que reforzar las
diferencias. En efecto, los testimonios de sobrevivientes del terrorismo de estado fueron
pronunciados en un contexto oficial, que les otorgó legitimidad y los proveyó de un marco
externo de fijación de, al menos, una verdad:
la verdad que se buscaba establecer no estaba en las formas del testimonio mismo,
no dependía de la fuerza o de la convicción de la primera persona, sino de una
construcción externa a ella. El horizonte de la verdad se situaba en la correlación de
los testimonios, la relación con las pruebas, el cotejo de evidencias. Y lo más
importante, cuando esos relatos se proyectaban hacia la sociedad, los testigos
hablaban menos de sí mismos que de otros… (Vezzetti, 2009: 28)
28
Aunque la investigación fue completada y dispuso penas para la mayor parte de los mandos militares
responsables, su efecto final fue limitado. Además, el informe fue objeto de múltiples distorsiones, censuras
y hasta fue falsificada la firma del Teniente Rattenbach (cfr. Niebieskikwiat, 2012; Ayala, 2012). Uno de
los episodios espuriamente modificados fue el de Astiz en las Georgias, que trabajaremos en IV.2.
49
Además, surgía “una contradicción entre los intentos por construir una cultura ‘pacifista’
basada en los valores democráticos y de los derechos humanos, y la demanda de
conmemoración de un hecho ‘guerrero’” (Lorenz, 2006: 188).
Así, el nuevo orden institucional reaccionó con las políticas conocidas como
“desmalvinización”.29 Entre ellas, por ejemplo, el decreto del gobierno de Raúl Alfonsín
por el cual se trasladaba al 10 de junio el feriado nacional establecido para el 2 de abril
por una ley de facto de 1983. El decreto, por medio del cambio de fecha, recuperaba la
historia de la instalación de Luis Vernet en las islas en 1829 y de ese modo buscaba
separar la guerra de 1982 del reclamo histórico de soberanía; es decir, el ámbito de la ley
del de la guerra. En efecto, el 10 de junio no se conmemora la guerra sino el “Día de la
afirmación de los derechos argentinos sobre las Malvinas, Islas y Sector Antártico”. Así,
uno de las relatos predominantes a partir de 1983 es el que separa la dictadura de la
democracia y divide en dos la cuestión Malvinas: por un lado, la causa diplomática,
vinculada a la tradición democrática y, por el otro, la guerra que, asociada a la dictadura,
queda relegada a una especie de limbo: “desde entonces, ‘Malvinas’ ingresó en un cono
de sombra y silencio, que algunos interpretaron como ‘olvido’ […] Como resultado,
‘Malvinas’ empezó a aparecer, si aparecía, como objeto del mayor extrañamiento,
enviando la única guerra argentina del siglo XX al mundo de la irracionalidad” (Guber,
2001: 112).
Lógicamente, quienes más sufrieron este intento de desmilitarizar, devenido en
desmalvinización, fueron los ex combatientes que no eran militares pero sí malvineros.
Desde entonces, solo pudieron hablar en ámbitos privados y sus testimonios fueron leídos
como relatos de víctimas, aun en los casos en que no lo fueron del todo. Los
reconocimientos económicos y simbólicos por parte del Estado, entretanto, fueron
escasos. En cuanto a los militares, como se ve en muchos de sus testimonios aparecidos
durante estos años, intentaron utilizar el hecho de haber peleado en Malvinas como
atenuante en los Juicios, lo cual colaboró con que la desmilitarización se confundiera con
desmalvinización.
29
El concepto de “desmalvinización” lo acuñó el sociólogo francés Alain Rouquié en una entrevista que le
hiciera Osvaldo Soriano para la revista Humor en marzo de 1983. Allí, Rouquié sostuvo: “Eso es muy
importante: desmalvinizar. Porque para los militares las Malvinas serán siempre la oportunidad de recordar
su existencia, su función y, un día, de rehabilitarse. Intentarán hacer olvidar la ‘guerra sucia’ contra la
subversión y harán saber que ellos tuvieron una función evidente y manifiesta que es la defensa de la
soberanía nacional (…) Malvinizar la política argentina agregará otra bomba de tiempo en la casa Rosada”
(Lorenz, 2006: 141).
50
Esta situación comienza a modificarse durante 1987. En esa fecha, el fin de la
ilusión democrática coincide con la irrupción de Malvinas en el discurso oficial. En 1987
comienza a hacerse visible el retroceso económico que culminará en 1989 con la crisis
hiperinflacionaria (Damill, 2007; Romero: 2002). Por otra parte, se produce el
levantamiento de Semana Santa: un grupo de militares que se niegan a comparecer ante
los tribunales civiles para ser juzgados se subleva en Campo de Mayo entre el 15 y el 19
de abril.30 De la negociación del presidente Raúl Alfonsín resulta la efectivización de la
ley de Punto Final, por la cual se pone un límite a la presentación de cargos contra
militares por crímenes de lesa humanidad durante la dictadura. Así, después de Semana
Santa, decaen las esperanzas que durante los años anteriores habían alentado a amplios
sectores de la sociedad respecto de la condena oficial a todos los responsables de la
represión ilegal; además, el episodio representa “la culminación de la participación de la
civilidad, el máximo de tensión que se podía alcanzar, y al mismo tiempo la evidencia de
su limitación [de Alfonsín] para doblegar un factor de poder igualmente tensado”
(Romero, 2002: 264). Así, la Pascua de 1987 señala el fin de la ilusión democrática. Es
en el contexto del levantamiento que se produce el reingreso de Malvinas al discurso
oficial, cuando Alfonsín, al dirigirse a la multitud reunida en la Plaza de Mayo, se refiere
a los militares sublevados como “héroes de Malvinas”: “Compatriotas, ¡felices pascuas!
Los hombres amotinados han depuesto su actitud. Como corresponde serán detenidos y
sometidos a la Justicia. Se trata de un conjunto de hombres, algunos de ellos héroes de la
guerra de Malvinas, que tomaron esta posición equivocada…”.31 El episodio deja al
descubierto que en 1987 siguen vigentes las dificultades que supone para el nuevo orden
institucional asimilar Malvinas. Fundamentalmente, deja al descubierto que todavía no es
posible nombrar la guerra, pues la guerra, igual que sus héroes, sigue estando
estrechamente ligada a lo militar.
30
Para un análisis detallado de este levantamiento y sus consecuencias vinculadas a Malvinas, véase Guber
(2001) y Romero (2002).
31
Diario Clarín, 20 de abril de 1987.
51
2. Rumores de guerra: “Los pasajeros del tren de la noche”
En 1978, el conflicto con Chile por las islas Picton, Lennox y Nueva en el canal
de Beagle no solo contribuyó a configurar en el imaginario social la guerra como un
escenario posible sino que, además, fue la ocasión para que comenzara a circular un
rumor: “se decía que alguien conocía a alguien que en una estación de tren del suburbio,
desierta, a la madrugada, había visto pasar un tren con féretros que iba hacia el sur. Un
tren de carga que alguien había visto pasar lento, fantasmal, cargado de ataúdes vacíos,
que iba hacia el sur, en el silencio de la noche” (Piglia, 2001: en línea). La historia, por
un lado, refería a la posible guerra y a los muertos que vendrían. Pero por otro lado
también los féretros vacíos “narraban implícitamente lo que estaba pasando con los
desaparecidos” (Piglia, 2006: 37).
Para Ricardo Piglia ese rumor constituye un ejemplo de la “trama de versiones y
de historias que funcionan como alternativa y contrarrealidad” (2006: 37). Es, como dirá
en otra parte, un “contrarrumor” o “contrarrelato”, parte de esas “pequeñas historias,
ficciones anónimas, microrrelatos, testimonios que se intercambian y circulan” (2001: en
línea) que se oponen o resisten a las historias que, por su parte, el Estado pone a circular.
En efecto, Piglia retoma una cita de una cita de Paul Valéry: “La era del orden es el
imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden con la sola represión
de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias” (Piglia, 2006: 35); y desde
allí afirma:
El Estado no puede funcionar sólo por la pura coerción, necesita lo que Valéry llama
fuerzas ficticias. Necesita construir consenso, necesita construir historias, hacer creer
cierta versión de los hechos […] el Estado también construye ficciones: el Estado
narra, y el Estado argentino es también la historia de esas historias. No sólo la historia
de la violencia sobre los cuerpos, sino también la historia de las historias que se
cuentan para ocultar esa violencia sobre los cuerpos. (2001: en línea)
Estos relatos, que son constitutivos del ejercicio del poder estatal, en el caso de un
estado dictatorial, esto es, censor y represivo, como el que existió en Argentina entre 1976
y 1983, se potencian y se convierten en la contracara de la censura: “El discurso militar
ha tenido la pretensión de ficcionalizar lo real para borrar la opresión” (Piglia, 2006: 11).
Es contra esas fuerzas ficticias que surgen historias como el rumor del tren de los féretros,
que son, así, el modo en que consigue circular la voz de los vencidos.
En sus estudios sobre memoria, Michael Pollak acuñó el concepto de “memorias
subterráneas”, historias que, durante ciertos períodos de represión y censura, parecen
52
desaparecer pero en realidad están confinadas en círculos familiares y a una circulación
restringida por canales no oficiales a la espera de un tiempo más propicio para salir a la
luz:
A pesar del gran adoctrinamiento ideológico, estos recuerdos durante tanto tiempo
confinados al silencio y transmitidos de una generación a otra oralmente, y no a
través de publicaciones, permanecen vivos. El largo silencio sobre el pasado, lejos
de conducir al olvido, es la resistencia que una sociedad civil impotente opone al
exceso de discursos oficiales. Al mismo tiempo, esta sociedad transmite
cuidadosamente los recuerdos disidentes en las redes familiares y de amistad,
esperando la hora de la verdad y de la redistribución de las cartas políticas e
ideológicas. (Pollak, 2006: 20)
El caso que aquí analizamos podría considerarse como una de estas memorias
subterráneas, en tanto circula oralmente y es un modo de burlar la censura y mantener
viva la memoria. Sin embargo, tiene la particularidad de circular públicamente, ya que su
verdadero sentido está oculto, o pasa desapercibido porque no tiene estatuto de verdad.
Esto se vincula con el hecho de que la historia circula bajo la forma del rumor, que, como
veremos a continuación, es un discurso que está a medio camino entre la ficción y la
información.
En su exhaustivo análisis del fenómeno, Jean Kapferer comienza por señalar que
el rumor se distingue de la leyenda, en tanto no se refiere como esta al pasado sino a una
persona o acontecimiento de la actualidad y que, por otra parte, está destinado a ser
reconocido como una verdad, por lo que “se distingue de las historias entretenidas o de
los cuentos” (1989: 13). El rumor, además, es siempre una acción colectiva por medio de
la cual se busca dar sentido a hechos no explicados y se forma a través de una serie de
interpretaciones y comentarios, es decir, no es un relato que permanezca siempre igual,
sino que por el contrario, se va modificando a medida que circula. Pero,
fundamentalmente, el rumor es una información no oficial. En relación con esto, el “se
dice” con el que comienza constituye una forma de oposición a la voz autorizada para
hablar que, o bien dice otra cosa o bien calla. Piglia percibe esta cualidad del rumor al
iniciar la historia del tren de los féretros diciendo: “se decía que alguien conocía a alguien
que…”. En este sentido,
El rumor es una manera espontánea de tomar la palabra, sin que medie invitación
alguna. A menudo es la expresión de una disidencia, y los desmentidos oficiales no
convencen, como si ya no fuera posible equiparar lo oficial con la credibilidad […]
Como información paralela y a veces opuesta a la información oficial, el rumor
53
constituye un poder alternativo […] Al revelar aquello que no se sospecha y abrir
las puertas a las verdades ocultas, el rumor deja ver las actuaciones del poder y
alimenta los poderes alternativos. Como palabra molesta, el rumor constituye la
primera radio libre. (Kapferer, 1989: 28)
Curiosamente (o, mejor dicho, lógicamente), en ese ámbito cerrado que lleva hasta
el paroxismo las medidas para asegurar el desconocimiento y la desinformación más
integrales, los mensajes proliferan. En este mundo, donde los signos están prohibidos
o rigurosamente controlados, todo es signo y mensaje: todo es inevitable y
enfáticamente significante. Y a su vez, todo preso político se convierte, desde que se
incorpora al medio carcelario, en un lector, un descifrador, un hermeneuta
hipersensibilizado. (2005: 29)32
32
Cabe señalar que La bemba es uno de los dos libros que destaca Beatriz Sarlo en Tiempo pasado, al
analizar el rol del relato testimonial en la Argentina pos-dictatorial, ya que ambos exhiben “otra manera de
trabajar la experiencia”, en tanto “desconfían de la sinceridad y la verdad de la primera persona como
producto directo de un relato” (2005: 95). Es decir, son libros que de algún modo empujan el límite del
testimonio, agregando a su función informativa cierta fuerza ficcional. El otro libro destacado es Poder y
desaparición, de Pilar Calveiro (2004).
54
Si el rumor permite a los relatos oscilar entre lo ficcional y lo informativo, es
porque no se define en relación con la distinción entre verdad y falsedad; su dinámica
resulta independiente del problema de su autenticidad. En este sentido, ocupa una zona
intermedia, entre un relato ficcional y una noticia. Si por un lado presupone al testigo –
alguien que ha visto y que por eso puede contar–, la existencia del testigo es inverificable,
pertenece al campo de lo verosímil y no al de lo verdadero/falso.
En relación con ello, Piglia señala que los contrarrumores “son el contexto mayor
de la literatura. La novela fija esas pequeñas tramas, las reproduce y las transforma. El
escritor es el que sabe oír, el que está atento a esa narración social, y también el que las
imagina y las escribe” (2001: en línea). Es en ese sentido que la literatura no es una
esencia sino “un efecto”: una intervención en esa trama de relatos que es la sociedad,
inclinando la relación de fuerzas en favor de los vencidos y en contra los relatos estatales,
en especial en contextos como el de la dictadura en que el estado ya no centraliza las
maneras de contar la realidad sino que las monopoliza, tanto por medio de la represión
física de las otras voces como por una exacerbación de sus fuerzas ficticias.
Estas consideraciones pueden tomarse como punto de partida para analizar “Los
pasajeros del tren de la noche”, de Rodolfo Fogwill, escrito en 1980 y publicado en 1981
en Música japonesa. El cuento, por un lado, es notoriamente sensible al rumor del tren.
Por otro lado, como veremos, está estructurado narrativamente en base a la circulación,
justamente, de un rumor. La historia cuenta cómo, un jueves por la noche, el tren
comienza a traer al pueblo a los soldados que vuelven de una guerra. La reacción de los
habitantes es ante todo de estupor: a todos ellos se los había dado por muertos. Incluso
algunas madres afirmaban haber recibido telegramas de pésame del Ejército y hasta una
indemnización. Se habían hecho misas.
Como en el rumor de Piglia los ataúdes vacíos, estos jóvenes dados por muertos,
que todos los jueves sus madres iban a reclamar con vida en el espacio público, remitían
a los desaparecidos:
La guerra tiene esas cosas, y las madres, que son tan resignadas para traer hijos al
mundo y para servir a los hijos de ellas y a los hijos de otras, no saben resignarse
cuando les faltan los hijos, y siguieron yendo al andén de la estación a esperar y
esperar, muchas con los maridos, o con los otros hijos civiles o con nueras y nietos,
y así los jueves desde temprano se producían montones de gente esperando la llegada
del tren de la noche. (Fogwill, 2009: 228)
55
Los jóvenes que regresan, además, no hablan, no cuentan nada “como si ellos
mismos hubiesen sabido –tal vez sabían– que con el tiempo todo el pueblo daría por
natural tenerlos con ellos, a fuerza de amoldarse” (Fogwill, 2009: 232). Incluso, con el
tiempo, se dejará de hablar de ellos:
Los que nacieron el verano cuando la vuelta de soldados comenzó, deben andar ahora
por los diez años de edad y seguro que no saben nada de ellos. Para estos chicos,
todo lo de la guerra es un cuento de viejos y cuando hablan con uno de ellos, cuando
por caso, los sobrinos de Ortiz o de Vigliani se quedan con el tío, juegan como si
estuvieran con cualquier otro y los tíos los alzan en brazos, o los llevan al circo o al
cine cuando hay películas permitidas como cualquier tío del pueblo se ocupa de los
sobrinos chicos. Así, estas criaturas crecen sin saber nada, iguales que los grandes,
que saben, pero que andan por ahí sin darse por enterados de lo que estuvo pasando
todos estos años.
Por eso nadie los va a enterar, y los chicos van a crecer, van a vivir, van a hacer otros
hijos y se van a morir sin saber estas cosas, aunque muchos se las escriban y las
guarden para ver si pasados los años a alguien le puede interesar. (Fogwill, 2009:
233)
Así, solo se puede hablar de ellos en presente, y por medio del rumor. En efecto,
la noticia de la llegada de los soldados circula como rumor, de boca en boca, rodeada de
imprecisiones:
Nadie conoce bien cómo se inició. La primera noticia se conoció un jueves, pero eso
no demuestra nada: las cosas pudieron empezar días o semanas antes de aquel jueves
de diciembre, cuando el mayorista de cigarrillos y el vendedor de diarios de la
estación dijeron que volvían los soldados y que esa mañana de comienzos verano,
ellos mismos, juntos, habían visto con sus propios ojos a Diego Uriarte bajando del
tren que lleva los tarros de los tambos y trae los diarios del día anterior y los paquetes
con los pedidos de los mayoristas. (Fogwill, 2009: 225)
56
decirlo, discursos «desechables»: se las utiliza hasta que se gastan y jamás se las
acumula. (2005: 18)
A pesar de esta estrecha relación de “Los pasajeros del tren de la noche” con su
presente, después de la rendición argentina en Malvinas el cuento será leído casi como
una anticipación de la guerra y, sobre todo, de la atmósfera de silencio y vergüenza que
rodeó al regreso de los soldados. Sobre esta cuestión, Fogwill sostuvo: “La guerra vino a
estropear el efecto esperado de una alegoría de las marchas de los jueves de Plaza de
Mayo” (Pruneda Paz, 2010: en línea). En ese sentido, la realidad –en este caso la guerra–
ingresa en la literatura modificando su sentido; es decir, como contrapartida de la
literatura que Piglia veía como un efecto en lo real, puede postularse aquí un efecto de lo
real en la literatura.
Pero si Malvinas consigue ingresar en el cuento a posteriori y causar un efecto es
porque de algún modo ya estaba allí antes, en solución.33 En efecto, si el cuento –y
también el rumor– anuncian la guerra de Malvinas es porque configuran narrativamente
la lógica del poder militar, de la que Malvinas es una extensión. Es lo que León Rozitchner
definió como la ligazón entre una “guerra sucia” y una “guerra limpia”, fundada en la
confianza en la “omnipotencia de la pura fuerza” (2005: 25): “La lógica política de la
Junta Militar, que se siente fuerte con sus hierros, para ‘recuperar’ las islas recurrió a la
fuerza armada, es decir a los medios de la guerra. Planteó las primeras condiciones como
cuando desplazaran al poder civil en el propio país: recurriendo no a los medios jurídicos
sino a los medios de la fuerza” (2005: 24). En relación con esto, Fogwill sostuvo: “Todo
el mundo sabe, lo que pasa es que yo puedo organizar narrativamente ese saber. Un saber
que es de contigüidades lógicas, transformarlo en contigüidades léxicas y temporales:
armo una novela” (Speranza, 1995: 45).
33
La idea de “solución” permite pensar en la definición que diera Raymond Williams de la estructura de
sentimiento de una época como una serie de “experiencias sociales en solución, a diferencia de otras
experiencias semánticas sociales que han sido precipitadas y resultan más evidente y más inmediatamente
aprovechables” (2000: 156). Según Williams, “en la mayoría de las descripciones y los análisis, la cultura
y la sociedad son expresadas corrientemente en tiempo pasado. La barrera más sólida que se opone al
reconocimiento de la actividad cultural humana es esta conversión inmediata y regular de la experiencia en
una serie de productos acabados” (2000: 151). Algunas manifestaciones artísticas, como la literatura,
consiguen referir esos elementos en solución que todavía no son fácilmente visibles, pero lo serán en el
futuro cuando cristalicen.
57
3. De la guerra por otros medios: Los pichiciegos
58
yo sufrí mucho del frío navegando. Sabía de pibes, porque veía a los pibes. Sabía del
Ejército Argentino, porque eso lo sabe todo tipo que vivió la colimba. Cruzando esa
información, construí un experimento ficcional…” (Kohan, 2006a: en línea).
Fiel a su afán polémico, Fogwill situó estos pronósticos, que solo él parecía capaz
de realizar, siempre en contra de algo. En más de una oportunidad afirmó que Los
pichiciegos no fue escrita “contra la guerra sino contra una manera estúpida de pensar la
guerra y la literatura” (2010: 11). Pues escribir contra la guerra sería como escribir contra
la lluvia, los sismos o las tormentas. No se trata, por tanto, de embestir contra la realidad
sino contra los modos de representar, desde la literatura, esa realidad, contra “las maneras
equivocadas de nombrar” (2010: 11). Incluso Fogwill llegó a afirmar que la novela no es
sobre la guerra. En efecto, como veremos a lo largo de este apartado, Los pichiciegos
elige, para contar la guerra, no la perspectiva del centro del combate sino la de sus
márgenes. Correlativamente, no trata tanto sobre la guerra como sobre los modos de
mirarla, de representarla. Este desplazamiento respecto del escenario y la lógica bélicas
son, además, fundamentales en tanto inauguran un modo para el relato de Malvinas que
se repetirá, aunque con variaciones, en otras obras durante las décadas siguientes (cfr.
capítulos II y III). Cabe preguntarse, entonces, cuáles son esas maneras estúpidas de
nombrar contra las que Fogwill escribe a toda velocidad para fundar la literatura de
Malvinas.
En primer lugar, conviene volver a la escena originaria de Los pichiciegos. El
verdadero origen es la frase “Hundimos un barco” en boca de la madre apostada frente al
televisor, y el efecto que provoca en Fogwill: “Ni la imagen de decenas de ingleses
violetas flotando congelados, que de alguna manera me alegraba, pudo atenuar el espanto
que me provocaba el veneno mediático inoculado a mi familia” (Fogwill, 2010: 10). La
escena se comprende mejor si se la lee junto con otra, similar en muchos puntos, que es
la que evoca Ricardo Piglia en un documental homenaje a las Madres de Plaza de Mayo.34
La escena tuvo lugar un tiempo antes de que Piglia escribiera Respiración artificial,
novela emblemática de la dictadura que no solo es simultánea respecto de Los pichiciegos,
sino que, además, puede compararse con ella en tanto ambas encarnan modalidades de lo
clandestino en el marco de la censura dictatorial.35
34
El fragmento del documental en que habla Piglia puede verse en:
https://www.youtube.com/watch?v=O1ZwOK3tPnQ
35
Respiración artificial es de 1980 y Los pichiciegos de 1982. Los dos años de diferencia y el hecho, no
menor, de que entre una y otra se produjera la guerra de Malvinas establecen diferencias pero resultan
secundarios respecto de que las dos novelas fueron escritas y puestas en circulación durante la dictadura.
59
En 1978, cuenta Piglia, fue a visitar a Antonia Cristina, cuya hija había
desaparecido y cuyo hijo desaparecería también poco tiempo después. Y la encontró
gritándole al televisor. Cuando lo vio, le dijo: “mienten tanto, que yo no puedo menos
que contestarles”. Y le contó que solía fantasear con tener un minuto en televisión y que
se preguntaba qué diría para desmontar la mentira. En su relato, Piglia traduce la pregunta:
“¿qué tipo de historia tendría que contar para que la verdad se hiciera noticia?” Y afirma:
“siempre me pareció que [la escena] era una metáfora de la lucha entre esas mujeres y esa
unanimidad que circulaba por la sociedad argentina en esos años”. Una diferencia
fundamental respecto de la escena que relata Fogwill se vincula con el hecho de que, en
la madre de Fogwill, el veneno de los medios es inoculado, mientras que Antonia Cristina
tiene un hijo desaparecido, sabe lo que pasa.
Cabe partir de este punto para pensar, brevemente, en Respiración artificial. Así
como Antonia Cristina quería meterse en la televisión para desde allí contar una historia
que dijera la verdad, Respiración artificial trafica una verdad –la de las desapariciones,
la de la censura– disimulada en la literatura. Como señaló muy tempranamente Beatriz
Sarlo, Respiración artificial pertenece a esa zona de la literatura argentina escrita y
publicada en el país o en el exilio durante el período dictatorial que
puede ser leída como crítica del presente, incluso en los casos en que su
referente primero sea el pasado. Enfrentada con una realidad difícil de captar,
porque muchos de sus sentidos permanecían ocultos, la literatura buscó
modalidades más oblicuas (y no solo a causa de la censura) para colocarse en
una relación significativa respecto del presente y comenzar a construir un
sentido de la masa caótica de experiencias escindidas de sus explicaciones
colectivas. (1987: 34)36
36
Ficción y política (AAVV, 1987) reúne una serie de trabajos dedicados al estudio de la literatura y de la
cultura argentina producidas durante la dictadura, generados en el marco de un congreso realizado en
Minnesota en 1986. Estos artículos resultaron muy relevantes en cuanto a la delimitación del corpus
fundamental de la dictadura para la década del ochenta y a la fijación de las principales líneas de lectura.
Cabe señalar que Respiración artificial ocupa un lugar destacado en el libro, a diferencia de Los pichiciegos
que, como vimos, recién recibirá el interés de la crítica unos años más tarde.
37
Respiración artificial es publicada en Argentina por editorial Pomaire en 1980.
60
efecto, como intervención en la trama de relatos, tal como mencionamos en el apartado
anterior. Como señala Sylvia Saítta, Piglia y Saer, “los dos escritores faro de los ochenta”,
postulan “una nueva teoría de los vínculos entre literatura y política, o literatura y
realidad: al retirar la literatura de la política –concebida como en los años setenta–,
reafirman el carácter político de la función de la literatura pero en su especificidad
literaria” (2004: 245).
El lugar de Fogwill en el campo literario de los ochenta es más marginal. Como
vimos, será recién en los años noventa que la crítica literaria se interesará por Los
pichiciegos. Concomitantemente, su punto de partida es, también, ligeramente distinto al
de Piglia. Él escribe no solo contra los medios sino contra sus cómplices, los televidentes
que durante la guerra se incluyeron en la primera persona que, en parte a través de los
medios, proponía el estado dictatorial. Y, sobre todo, contra el relato que entre y uno y
otro conformaron y que podría sintetizarse en la primera persona del plural en que la
televidente y el televisor comulgan. Fogwill escribe, entonces, en primera instancia,
contra esa comunión. Para eso, su primer gesto es excluirse de ella, situarse en el margen,
lo cual realiza, en parte, a través de la circulación en fotocopias. Es desde allí, que se
propone “rasgar la ilusión, mostrando que el fondo de cuerpos supliciados no dejaba lugar
para la amalgama nacional” (López, 2010: 152). Aunque la frase “mamá hoy hundió un
barco” finalmente no quedó en la novela, en el comienzo de Los pichiciegos quedó su
huella. Allí todavía puede leerse el posicionamiento en contra del modo en que la guerra
es presentada en televisión que redunda, incluso, en el hecho de que la guerra en sí misma
–los combates, los hundimientos– no ocupe siquiera el centro del relato:
Que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema.
Pegajosa, pastosa. Se pega por la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los
borceguíes, pringa las medias […] Imaginaba la nieve blanca, liviana, bajando en
línea recta hacia el suelo y apoyándose luego sobre el suelo hasta taparlo con un
manto blanco de nieve. Pero esa nieve, ahí, amarilla, no caía: corría horizontal por
el viento, se pegaba a las cosas, se arrastraba después por el suelo y entre los pastos
para chupar el polvillo de la tierra; se hacía marrón, se volvía barro. Y a eso llamaban
nieve cuando decían que los accesos tenían nieve. Nieve: barro pesado, helado, frío
y pegajoso. En el televisor la nieve es blanca. Cubre todo. Allí la gente esquía y
patina sobre la nieve. Y la nieve no se hunde ni se hace barro ni atraviesa la ropa, y
tiene trineos con campanillas y hasta flores. (Fogwill, 2006: 11)
61
nacionales enfrentados. Lejos, en definitiva, de la guerra. La historia es la de un grupo de
desertores, los pichiciegos, cuyo origen es narrado a cada nuevo que llega a la cueva
donde se esconden:
Los pichiciegos intentarán sobrevivir. Para ello, harán uso del comercio,
cambiando lo que les sobra por lo que les hace falta. Y cuando algo les sobra en cantidad,
hacen correr el rumor de que falta para poder intercambiarlo a más valor. En relación con
ello, Kohan señala la conexión semántica fundamental en la lógica de los pichiciegos, es
aquella entre ser y estar, que a los ingleses les está vedada: “para estar vivo hay que ser
vivo. Lo dice el Sargento: ‘de ésta no salimos vivos si no nos avivamos’. Avivarse es la
fórmula indicada para sobrevivir; ser vivo es la clave para estar vivo” (2006b: en línea).
En tanto los pichis, para sobrevivir, comercian indistintamente con ingleses y
argentinos, las relaciones de la nacionalidad son reemplazadas en la novela por las del
comercio. Tal preponderancia de la lógica mercantil por sobre la lógica bélica es, para
Martín Kohan, una de las fuentes principales de la deconstrucción farsesca en Los
pichiciegos:
El mundo de Los pichiciegos está dividido en dos: los vivos y los boludos. No los
ingleses y los argentinos, no los patriotas y los desertores, no los valientes y los
cobardes, tampoco los pacifistas y los belicistas; sino los vivos y los boludos […]
De esta manera, el credo nacionalista, fundamento de la guerra y de la identidad, se
devalúa y trastabilla hasta caer. La adscripción a los fervores de la argentinidad lleva
el sello inexorable de la boludez lisa y llana; en su contracara, los escépticos, los
descreídos, son los que se avivan, son los vivos de esta historia. Los pichiciegos se
rige por un principio de completa desarticulación de la identidad nacional. (Kohan,
2006b: en línea)
Beatriz Sarlo, entretanto, hace partir su lectura de una escena en que los
pichiciegos se quejan de la falta de polvo químico, para afirmar que la novela imagina
62
cómo es materialmente una guerra: la ficción, puesta en situación concreta a partir
del registro de las acciones y del inventario de las cosas, piensa cómo es el frío, el
dolor de una herida, el olor de un cuerpo vivo o descomponiéndose, en situación de
guerra […] Sin héroes y sin traidores (porque la suspensión de los valores en el teatro
de esa guerra hace casi imposible su emergencia), la novela evalúa en términos de
un mercado de sobrevivientes y, se sabe, un mercado es abstracto en sus reglas de
funcionamiento general de intercambios y concreto en la apreciación particular de
las mercancías que se intercambian en cada acto. (2007: 450)
Por esa vía, uno de los aspectos más dramáticos de la guerra comienza a aparecer
bajo la forma de una información incierta e inverosímil. En la misma línea cabe destacar
63
la escena en que el pichi Pugliese, que salió a comerciar, al volver cuenta que vio dos
monjas que andan en el frío, repartiendo papeles, rodeadas de ovejas y que hablan en
francés. Los otros pichis desconfían, creen que se volvió loco. Pero después las ven
Viterbo y García. Entonces “las opiniones de los Reyes se dividieron. Las opiniones de
los pichis se dividieron igual. Unos pensaban que era verdad y otros que también Viterbo
y García se estaban empezando a volver locos. Igual impresionaba…” (Fogwill, 2006:
76).
En el reverso de las monjas aparecidas es posible ver a Léonie Duquet y Alice
Domon las dos monjas francesas desaparecidas unos años antes.38 Nuevamente, los
aspectos más siniestros de Malvinas, vinculados al gobierno dictatorial que llevó a cabo
la guerra, ingresan en la novela rodeados de imprecisiones y bajo la desonfianza que
genera su inverosimilitud. En relación con ello, una de las frases que más repiten los
pichis es “parece mentira”. En este caso, concretamente, la historia de las aparecidas es
un rumor, uno de los más duraderos entre todos los que circulan en la pichicera. En efecto,
el rumor es, en Los pichiciegos, una de las formas principales en que circula la
información. Como resultado de la clandestinidad en que viven, los pichis van
construyendo la historia de lo que pasa afuera –la guerra– por medio de los rumores que
traen los que salen. Asimismo, los de afuera construyen la historia de los pichis a través
de los rumores que circulan:
38
Léonie Duquet y Alice Domon eran dos monjas de origen francés vinculadas a la fundación de Madres
de Plaza de Mayo, que fueron detenidas en diciembre de 1977 por un grupo de militares al mando de
Alfredo Astiz y asesinadas unos días después por medio de los denominados “vuelos de la muerte”.
Trabajaremos en detalle el episodio de las monjas aparecidas en el marco del análisis de las figuras
fantasmáticas de Malvinas, en IV.4.2.
64
al modo en que esa información ingresa en la novela. Cuando en una entrevista hicieron
referencia al hecho de que Los pichiciegos fue uno de los primeros libros que denunció
los vuelos de la muerte, Fogwill respondió: “Los vuelos de la muerte fueron denunciados
un par de años antes por The Buenos Aires Herald y el Argentinisches Tagelblat, que
dieron cuenta de la aparición de cuerpos en la costa uruguaya y en la caída de un cuerpo
sobre la cubierta de un carguero en el Río de la Plata. Nadie le prestó atención a aquello.
Yo sí” (Munaro, 2010: en línea).
Ahora bien: dijimos antes que “las maneras equivocadas de nombrar” contra las
que Fogwill escribía Los pichiciegos no eran únicamente las de los medios de
comunicación, sino, más bien, las que surgían de cierta complicidad que el público
estableció con el discurso mediático oficial durante la guerra de Malvinas y que, podría
agregarse, mantuvo en los años siguientes, aun cuando primaran el enojo y el estupor por
el engaño sufrido. Y es que, en 1983, los medios de comunicación dejaron de representar
al gobierno dictatorial y pasaron a asociarse con el nuevo gobierno democrático, aunque
los términos de esta nueva asociación fueran tal vez más complejos, más indirectos que
los de la etapa anterior. En ese sentido, cabe preguntarse ahora por el discurso que se
genera en esta nueva forma de una antigua complicidad, en la medida en que, como
veremos, es también contra él –tal vez fundamentalmente contra él– que se escribe Los
pichiciegos.
En la sugestiva fecha de diciembre de 1983, Los pichiciegos abandona la
clandestinidad para ser editada por Ediciones de la Flor. En la contratapa, Fogwill sostiene
que Los pichiciegos está lejos de cualquier preocupación sobre el acontecimiento bélico;
que, por el contrario, se refiere, entre otras cosas, a “la democracia que sobrevendría”.
Los pichiciegos, entonces, tal vez deba ser pensada como una novela de la transición de
la dictadura a la democracia, antes que como una novela de la dictadura y que, por ello,
su verdadera premonición no es la derrota, que constituye en realidad un evento
simultáneo a la escritura, sino la democracia: la forma que adoptará, cuáles serán sus
relatos dominantes, nuevas “maneras equivocadas de nombrar” contra las que también se
erige la escritura. Fundamentalmente, se trata del discurso al que referimos en el primer
apartado de este capítulo, aquel que, ligado a la teoría de los dos demonios, quiso ver en
Malvinas un hito que marcaba un antes y un después, completamente desconectados entre
sí. En la medida en que, pese a todo, la novela es sobre Malvinas, se comprende que
Malvinas prefigura la democracia o, en otras palabras, la democracia ya existe en solución
en Malvinas, tal como la dictadura había prefigurado Malvinas en “Los pasajeros del tren
65
de la noche”. Así, Fogwill traza una línea que conecta no solo dictadura, Malvinas y
democracia, sino también la dictadura con los años anteriores, e incluso, la democracia
de los ochenta con el menemismo, en la que es posible “adivinar” el futuro.
En una serie de artículos publicados durante 1984, Fogwill hizo referencia a estas
mismas cuestiones, confrontando y denunciando el discurso pacifista que primó durante
la década del ochenta y que encubría una configuración de la sociedad como víctima,
ajena a la violencia.39 Así, por ejemplo, responde Fogwill a unas declaraciones del doctor
Alberto Cormillot acerca de la inhumanidad de los torturadores:40
Pero –sucede– toda gorda en el fondo sigue siendo una gorda y algún día recae y
vuelve a los dulces, a los hidratos de carbono, la celulitis y la fealdad, tal como toda
sociedad puede volver a la picana, a los campos de concentración, a la monstruosidad
inhumana, al pus de fondo. Habría que aniquilar las verdaderas causas de la gordura
–de la aniquilación– y dejarse de ponerle sucaryl periodístico al sistema. Creer, como
cualquier señora gorda, que los torturadores son inhumanos […] es el menú para
adelgazar conciencias que distribuyen hoy los medios que cantaban a los laureles
eternos del orden y la paz mientras el país engordaba y se hinchaba de horror y de
miseria… (2008: 60)
39
Casi todos estos artículos fueron originalmente publicados en la revista El porteño, donde también se
publicó un fragmento de Los pichiciegos en noviembre de 1983, a modo de anuncio. Una menor cantidad
de artículos se publicaron en el semanario Primera plana. Todos ellos fueron reunidos en 2008 por editorial
Mansalva en Los libros de la guerra.
40
Alberto Cormillot (Buenos Aires, 1938) es un médico argentino especializado en temas de obesidad, que
ha desarrollado gran parte de su carrera en los medios de comunicación, donde frecuentemente hizo
declaraciones sobre temas de actualidad como la que Fogwill responde aquí.
66
y palabras que entusiasman a un público que, como siempre, necesita dormir entre los
sueños que distribuye la cultura” (Fogwill, 2008: 65).41
Lo que Fogwill insiste en señalar, entonces, es el trasfondo de violencia de las
instituciones aparentemente pacíficas, como el lenguaje o la democracia; en otras
palabras, que la guerra, lejos de oponerse a la paz, existe consubstanciada con ella,
disimulada en ella. En las conferencias que integran Defender la sociedad, Michael
Foucault (2010b) desarrolla unas ideas que apuntan en la misma dirección, al proponer
una lectura de la historia a partir del conflicto, de la guerra o de la amenaza de guerra,
que se contrapone a las lecturas republicanas de la historia, que conciben la guerra como
excepción o como estado primigenio previo a la conformación del Estado. En ese marco
Foucault propone, como clave de lectura histórica, una inversión de la conocida fórmula
de Karl von Clausewitz –la guerra como continuación de la política por otros medios–: la
política como continuación de la guerra por otros medios. En esta clave, “el papel del
poder político sería reinscribir perpetuamente esa relación de fuerza, por medio de una
especie de guerra silenciosa, y reinscribirla en las instituciones, en las desigualdades
económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros” y, por lo tanto, nunca
se escribirá “otra cosa que la historia de esta misma guerra, aunque se escribiera la historia
de la paz y sus instituciones” (Foucault, 2010b: 29).
Durante la transición democrática, entonces, Fogwill concibió la guerra como
reverso de la paz, ya sea al señalar las continuidades de la guerra bajo la aparente paz,
como en sus intervenciones periodísticas o al situar la guerra sobre la endeble paz de una
cueva de desertores, como en Los pichiciegos. En esta novela, en efecto, no hay un tiempo
lejano de conflicto y otro, actual, de armonía. No hay guerra separada de la ley. Por el
contrario, la guerra está en las catacumbas de la paz, nutriendo sus raíces; la nieve se
pegotea en el suelo con el polvo y se hace barro.
En Los pichiciegos, una de las formas específicas que adopta ese conflicto que la
democracia reescribe como paz es la de la economía. Como vimos, en la novela, la lógica
mercantil se superpone a la lógica bélica, hasta confundirse con ella. Por un lado, se
venden servicios militares e información estratégica –colocar unas cajitas que guían a los
misiles en campamentos argentinos, distribuir fotos de oficiales argentinos tomando el té
41
Estas afirmaciones de Fogwill pueden pensarse en relación con las definiciones barthesianas, el fascismo
del lenguaje no reside en lo que impide sino en lo que obliga a decir: “No vemos el poder que hay en la
lengua porque olvidamos que toda la lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva”
(Barthes, 2008: 95).
67
con los ingleses o señalar en un mapa alguna posición. Es decir, los intercambios no son
ajenos a la guerra o, en otras palabras, todo lo que hace a la guerra puede comercializarse
en un mercado. Por otro lado, dentro de la misma comunidad pichi hay que luchar para
sobrevivir: los que no sirven para nada, los dormidos, son cada tanto sacados, enviados
fuera, entregados a los ingleses, al campo de batalla. En relación con esto, Martín Kohan
propone una lectura de Los pichiciegos a partir de una nueva reformulación de la máxima
de Von Clausewitz, según la cual: “en la novela la guerra es la continuación del comercio
por otros medios (2006b: en línea).
Cabe destacar que tanto esta lectura de Martín Kohan como las de Beatriz Sarlo y
Julio Schvartzman que citamos al principio, que coinciden en destacar la relevancia que
tiene la dimensión económica en la guerra que narra Los pichiciegos, se producen en la
década del noventa. En relación con esto, Fogwill ha señalado que esa lectura de Beatriz
Sarlo está posibilitada por nuevas condiciones en el contexto del menemismo. “El
menemismo está –en Los Pichiciegos–, en la imagen del turco. Aguante y merca, merca,
merca. No tiene enemigos. Ese personaje es el que prefigura el menemismo. Eso lo ve,
en pleno menemismo, Sarlo” (Kohan, 2006a: en línea). En efecto, lo que comienza a
hacerse visible en los años noventa es que en el terreno económico la democracia, lejos
de establecer un corte con la dictadura, la continúa, principalmente a partir de las políticas
neoliberales que durante el gobierno de Carlos Menem terminarán de implementarse
(Damill, 2007; Bonvecchi, 2004; Llach, 2004). Asimismo, comienza a hacerse visible
que la identidad nacional, lejos de constituir un todo uniforme, se ve corroída por
enfrentamientos internos y múltiples desigualdades.42
En estrecha relación con la cuestión económica, se sitúa otra de las formas de
conflicto que la democracia reescribe como paz: la lengua, que constituye un tema central
en Los pichiciegos, tal como observó, también durante la década del noventa, Horacio
González:
la novela desea decir algo sobre el “idioma” de los argentinos, aunque él le resta el
término borgeano a ese concepto y entonces dice “lenguaje” de los argentinos. Por
todos lados, el tema de la nación. Es decir, el tema del lenguaje usual cuando se
dedica a hablar de las vidas arrojadas a la vorágine incomprensible. La guerra: lo no
usual. Cuando el plano del lenguaje vivo contrasta con el empleo que hacen de él
unos hombres sometidos a experiencias extraordinarias, se produce el choque
magistral entre lo normal y lo monstruoso, entre el gabinete y la trinchera. En ese
momento ocurren las vibraciones que recorren el idioma, solicitado por el
desbarajuste en el mundo cotidiano. (1994: en línea)
42
Estas cuestiones serán abordadas en el capítulo II, dedicado a la década del noventa.
68
Más recientemente, María Pía López remarcó la relevancia de la dimensión
lingüística en la novela, al afirmar que, en Los pichiciegos, se inserta un “doble modo de
la lengua: por un lado, el que apega la palabra a las cosas; por otro, el que hace de la
lengua el campo de las diferenciaciones sociales y de las pertenencias simbólicas, pero
también el que se hace superficie expresiva de una experiencia inédita, constituyendo una
neolengua” (2010: 155). En efecto, la lengua constituye un tema central en la novela en
al menos dos sentidos. Por un lado, está el modo de hablar de los pichis, donde pueden
leerse tanto las pertenencias nacionales como las diferenciaciones sociales. Este aspecto
guarda estrecha relación con el modo en que opera en la novela la dimensión económica.
Por otro lado, resulta fundamental la cuestión de cómo contar la guerra.
Respecto de la primera de esas modulaciones que asume en la novela la cuestión
de la lengua, Beatriz Sarlo sostiene que “de la nación, lo único que los pichis conservan
es la lengua” (2007: 450), pues
Así, la lengua común no provee a los pichis de una identidad homogénea, por el
contrario, reinscribe el conflicto, las diversas formas de la desigualdad y escinde la unidad
imaginaria de las nacionalidades.43 Las diferentes maneras de hablar de los pichiciegos
son reflejo de esas desigualdades que a la vez contribuyen a reproducir, vinculadas a la
posición social y económica: “Como oficiales, ese modo de hablar. Los tipos llegan a
oficiales y cambian la manera. Son algunas palabras que cambian: quieren decir lo mismo
–significan lo mismo– pero parecen más, como si el que las dice pensara más o fuera más.
Tiene que haber una guerra para darse cuenta de esto” (Fogwill, 2007: 62). Estas
distinciones se superponen a las diferencias geográficas a la hora de definir la identidad
43
Consideramos aquí la definición de Benedict Anderson de nación como “comunidad imaginada” (cfr.
introducción), según la cual lo que se imagina es una comunidad “porque, independientemente de la
desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siempre
como un compañerismo profundo, horizontal.” (2007: 25).
69
de los bandos enfrentados: “haciendo cuentas, se veía raro que siendo que en el país la
mayoría de la gente es porteña, allí la mayoría era de provincias” (Fogwill, 2007: 115) y
que haya “escots, wels, gurjas”, pero no ingleses” (Fogwill, 2007: 68). Incluso la palabra
“pichiciego”, que es la que provee de identidad no existe en todas las provincias. En
algunas, el mismo animal se denomina de otros modos.44
Por otro lado, Los pichiciegos reflexiona acerca de las posibilidades que tiene la
lengua de dar cuenta de la guerra: “Según él, ‘desintegrado’ no es la mejor palabra,
tampoco ‘derretido’. Tendría que encontrar una palabra que dijera lo mismo, entre
‘desintegrado’ y ‘derretido’, pero en la isla, en medio de la guerra, no había tiempo ni
tampoco lugar donde buscar palabras mejores que explicaran las cosas” (Fogwill, 2006:
99). Fundamentalmente, esta reflexión se produce en lo que constituye una suerte de
marco narrativo de la novela: los encuentros entre Quiquito, el único pichiciego
sobreviviente, y un hombre que lo escucha y graba lo que él dice. Es en esos encuentros
donde aparece una reflexión sobre las posibilidades de transmisión de la experiencia
bélica. Permanentemente, Quiquito le pregunta a su interlocutor si lo está grabando y,
sobre todo, si lo entiende y si le cree, y por momentos se enoja ante la presuposición de
que no:
– ¿Entendés?
– Sí –respondí convencido.
– No. ¡No me entendés! Seguro que a vos alguna vez habrán estado a punto de
boletearte, fuiste preso, tuviste dolores en una muela o se murió tu viejo. Entonces,
vos, por eso, te pensás que sabés. Pero vos no sabés. Vos no sabés. (Fogwill, 2006:
95)
44
Tal vez pueda ligarse con esto el hecho de que en la edición de 1983 la novela se haya denominado “Los
Pichy-cyegos”, lo cual era una forma de fragmentar extrañar aún más el nombre con el que se designaba la
identidad.
70
En mi imaginario de narrador, lo que yo estaba tratando de narrar era la cabeza de
un psicólogo porteño. Había una canalla universitaria, que se llamaba Asociación
Psicólogos de Buenos Aires, gente de izquierda, que se plegó a Galtieri, y
compareció ante el Comando en Jefe del Ejército el presidente, que se llamaba
Abelutto (fonét), y este gordo Abelutto puso la mano de obra de los psicólogos al
servicio de las Fuerzas Armadas para reparar el mal que iba a provocar la guerra en
los soldados […] estos psicólogos salieron a hacer guita con la guerra. Eso fue en la
primera semana de la guerra. Y me indignó tanto que quise poner la escena del
psicólogo. Y después, efectivamente, toda la mano de obra psicológica se movilizó
con eso, pensando que el tipo que vuelve de la guerra está enfermo. (Schettini, 2007:
en línea)
Por otra parte, el hecho de que los encuentros se graben, sumado a las menciones
a la preparación de un libro, apunta a la idea de que se trata de un periodista. Algunas de
las preguntas que el personaje formula a Quiquito refuerzan esta idea. Por último, el
entrevistador se convierte por momentos en escritor y alter ego de Fogwill, ya que, como
él, acaba de publicar el libro de cuentos Música japonesa –que incluye, recordemos, “Los
pasajeros del tren de la noche”– y, además, toma notas, es decir, escribe. Y en este sentido,
puede pensarse también que Quiquito es un alter ego, en diminutivo, de Quique Fogwill.
En la escena, pues, se ve que el énfasis de Los pichiciegos no está en la guerra
sino en su relato. En efecto, allí se cifran las principales posibilidades del relato de la
guerra durante los inicios del gobierno alfonsinista: la literatura y el testimonio. La
variante de que el entrevistador sea un psicólogo incluye, además, una tercera posibilidad:
la del testimonio dado por un paciente psiquiátrico que, como tal, pierde validez. En ese
sentido, el psicólogo funciona, en la novela, como equivalente desvalorizado del
periodista.45 En efecto, esta es la lectura que ha hecho de la novela Elsa Drucaroff,
extremando la idea de Martín Kohan acerca del carácter eminentemente farsesco de Los
pichiciegos. Para Drucaroff, el hecho de que todo el relato esté puesto en boca de Quiquito
permite afirmar que es posible que toda la historia sea la fabulación psicótica de un “loco
de la guerra”; aunque, en todo caso no importa, pues si hay algo que la novela de Fogwill
postula ante todo es “la voluntad de no tomarse demasiado en serio” (2011: 299).46 Sin
45
Durante algunas entrevistas, el mismo Daniel Kon (1984) se vio a sí mismo desempeñando funciones de
terapeuta, según cuenta en el prólogo de Los chicos de la guerra. Desarrollaremos esta cuestión en el
apartado que sigue.
46
Tal vez como consecuencia de una lectura que insiste en no tomarse en serio a la novela, la autora hace
mención de una psicóloga con la que habla Quiquito. Al margen de las controversias en torno a la figura,
no hay dudas de que se trata de un hombre. La psicóloga es, sí, un personaje paródico pero secundario:
Quiquito se refiere a ella como “la mina de los tests”: “No empecés como la tipa del otro día, ‘¿si fuera un
animal, qué sería?’, ‘¿y si fuera una planta?’, ‘¿y si fuera una comida?’” (Fogwill, 2006: 137); “Como a la
mina de los tests, te engrupí. A ella le dije que quería ser león, arbolito, piano. La engrupí” (Fogwill, 2006:
139).
71
embargo, como hemos visto a lo largo de este apartado, la farsa tiene, en Los pichciegos,
un reverso dramático. Pero además ese reverso dramático tiene que ver no solo con los
vínculos entre dictadura y Malvinas, sino también con los vínculos entre Malvinas y
democracia que en gran medida se configuran en los modos que asume el relato de la
guerra.
En ese sentido, llama la atención que la crítica literaria haya prestado
relativamente poca atención a la escena del entrevistador, incluso cuando, en general, se
trató de lecturas preocupadas por los modos en que la novela daba cuenta de la guerra,
producía una verdad en torno a ella o anticipaba su resultado, cuestiones que justamente
se ponen en juego en esa escena. Para Aníbal Jarkowski, Fogwill basó su novela en una
decisión narrativa extrema: “limitó la temporalidad del relato y la acopló a la de la guerra
hasta hacerlas coincidir casi exactamente” (2006: en línea), de lo cual resulta que:
47
Esta lectura de Los pichiciegos y la concepción de literatura que de allí se desprende puede vincularse
con la afirmación que hiciera Sarlo sobre el final de Tiempo pasado, libro en el que se dedica a estudiar el
problema del testimonio en la Argentina de la posdictadura: “Si tuviera que hablar por mí, diría que encontré
en la literatura (tan hostil a que se establezcan sobre ella límites de verdad) las imágenes más precisas del
horror del pasado reciente y de su textura de ideas y experiencias” (2005: 163).
72
en la escena de los sociólogos, que andan por el campo de batalla haciendo siempre las
mismas preguntas inútiles –si tienen hambre, si creen que Argentina va a ganar– a los
soldados que “hacía diez días que no veían ración caliente y que ya no podían ni aguantar
el fusil” (Fogwill, 2006: 71) y que finalmente desaparecen porque lo único que
conseguían era que los soldados se rieran de ellos.
Carlos Gamerro, parte de una afirmación opuesta: sostiene que Los pichiciegos no
es una novela realista. Para Gamerro, la guerra de Malvinas fue, desde el principio “una
guerra de ficción: ficción imaginada por la dictadura y escrita por la revista Gente”
(2010b: en línea). Y ¿qué puede hacer la ficción frente a esa otra ficción? Extremarse:
alejarse todo lo posible del ámbito de la verdad. Esa es, para Gamerro, la respuesta de
Fogwill. En consecuencia, solo es posible leer Los pichiciegos como relato imaginario:
totalmente autónomo de cualquier experiencia.
Así se explican, según Gamerro, la urgencia de la escritura y la circulación:
Fogwill tuvo la intuición de que tenía que terminar antes de que comenzaran a volver los
soldados, antes de que comenzaran los testimonios, antes de que apareciera la verdad de
la guerra. Al lograrlo, “desmintió el dictum de que deben pasar años para que un episodio
histórico se convierta en literatura” (Gamerro, 2010b: en línea) y “ganó” la guerra de
Malvinas para la literatura (2010b).48 En este escenario de competencia que plantea
Gamerro, en el que ya aparecen los testimonios de los soldados, cobra relevancia la faceta
periodística del entrevistador de Los pichiciegos. El mismo Fogwill, en algunas
entrevistas, ha planteado sus intenciones de disputar al periodismo y al testimonio el
relato inmediato de los acontecimientos: “Para mí, el factor récord tiene un componente
importante en lo que quería decir; corrí contra reloj. Cuando llegaron los primeros ex
combatientes de Malvinas a la Argentina, ese libro ya estaba circulando por todo San
Pablo entre los exiliados” (Speranza, 1995: 44). En otras partes, la competencia se torna
más concreta: “Para mí fue un golpe lo de Los chicos de la guerra. Primero, porque me
lo robaron —me lo robó la Editorial Galerna, que conste—, y segundo, porque creó una
48
En una charla organizada por la Biblioteca Nacional con ocasión de la conmemoración de los 30 años de
la guerra, Carlos Gamerro sostuvo una reflexión interesante en relación con estas cuestiones, que glosamos
a continuación: es curioso que frecuentemente en países con dictaduras o contextos de censura en algún
momento se ponga en escritores el peso de decir la verdad. Pasó en Argentina en los ochenta, con Sábato,
pasó con Vargas Llosa en Perú (en tiempos de Sendero Luminoso encabezó la comisión investigadora). El
escritor se erige en figura que da credibilidad. Fogwill buscó escapar de ese lugar de credibilidad, de ese
lado de la verdad tan difícil para un escritor.
73
mitología, muy parecida a la de Pichis, que podía impedir la venta de mi libro” (Kohan,
2006a: en línea).
Finalmente, Fogwill afirmará, en el marco de un relato sobre las dificultades que
encontró para publicar Los pichiciegos: “Un vivo prometió editarlo, pero inspirado en las
escenas del grabador de los pichis, encomendó a un periodista la compilación de relatos
de sobrevivientes que tuvo éxito por su ingenuidad y su tono antibélico” (2010: 11). Y es
justo a continuación que Fogwill vuelve a la sentencia que viene repitiendo desde la
contratapa de la primera edición: Los pichiciegos “no fue escrito contra la guerra sino
contra una manera estúpida de pensar la guerra y la literatura” (2010: 11). En esta última
versión, la literatura ya no compite con el relato testimonial sino que lo contiene, lo
prefigura, lo anticipa.
En ese sentido, aunque las lecturas de Beatriz Sarlo y Carlos Gamerro partan de
afirmaciones opuestas respecto de la cuestión del realismo, pueden sin embargo
emparentarse, en la medida en que, en última instancia, ambos conciben Los pichiciegos
como un espacio eminentemente literario, como una afirmación, incluso, de lo literario
frente a otros discursos que pudieran dar cuenta de la guerra. También podría ubicarse en
esta línea a Martín Kohan, en tanto, en su clásica hipótesis sobre los relatos de Malvinas,
ubica a la ficción, representada ante todo por Los pichiciegos, y al testimonio,
representado por Los chicos de la guerra, en espacios completamente separados entre sí,
sin puntos de contacto. En efecto, en la entrevista realizada en 2006, a la afirmación de
Fogwill de que Los chicos de la guerra “creó una mitología muy parecida a la de los
pichis” (Kohan, 2006a: en línea), Kohan responde: “Pero en Los Pichiciegos hay un
principio de descreimiento en la guerra y en toda la mitología nacional. Eso en los
testimonios no está, todo lo contrario”. Fogwill, a su vez, responde: “No está, pero... acá
sumaron cuatrocientos suicidas. ¿Vos creés que el suicidio es cualquier cosa? Beatriz
Sarlo escribe un artículo sobre Los Pichiciegos, que a mí no me gusta —digamos, no
defiendo su interpretación—, pero dice una cosa muy inteligente. Dice que en la situación
límite, todo argentino es un muerto, porque carecen de Nación” (Kohan, 2006a: en línea).
Así, la crítica literaria, producida mayormente en los años noventa –aunque el
texto de Gamerro es posterior, veremos en el capítulo II que, en cierta medida, su novela
Las islas puede verse como una lectura en esta misma clave de Los pichiciegos– provee
de argumentos solidarios con una interpretación del entrevistador como escritor. Estas
posiciones pueden situarse en el marco de la crítica literaria predominante en las décadas
del ochenta y noventa, que la misma Beatriz Sarlo define en relación con un pasaje “del
74
sistema de la década del sesenta, presidido por Cortázar y una lectura de Borges
‘contenidista’, al sistema dominado por Borges y un Borges procesado en la teoría
literaria que tiene como centro al intertexto” (Saítta, 2004: 243); en este proceso,
desempeña un papel fundamental Ricardo Piglia, en tanto escritor y en tanto crítico. Este
movimiento es el correlato, en sede literaria, de una cultura democrática y no
revolucionaria que surge durante la “primavera democrática”, cuando “las formas de
hacer política del pasado reciente –la intransigencia de las facciones, la subordinación de
los medios a los fines, la exclusión del adversario, el conflicto entendido como guerra–
dejaban paso a otras en las que se afirmaba el pluralismo, los acuerdos sobre formas y
una subordinación de la práctica política a la ética” (Saítta, 2004: 243).
Así como en “Los pasajeros del tren de la noche” la realidad de Malvinas había
operado retrospectivamente borrando la referencia a las Madres de Plaza de Mayo y los
desaparecidos, y borrando, sobre todo, la profunda ligazón entre ambos acontecimientos;
en Los pichiciegos, la difusión de un relato en gran medida constituido por medio de los
testimonios periodísticos y la consolidación de una crítica literaria que se centró en las
incursiones de la literatura en lo real y no en las incursiones de lo real en lo literario,
terminaron por borrar de la novela la escena testimonial que es, sin embargo, una de las
formas principales en que Los pichiciegos se refiere a la democracia, o la anticipa. En
efecto, la inclusión de una instancia testimonial en la novela remite a los discursos que
primarán en democracia a la hora de hablar de Malvinas y, por tanto, de la dictadura
militar: discursos “ingenuos” y “antibelicistas” cuyo motivo principal será el de presentar
la dictadura separada de la democracia, y a Malvinas como el episodio, ligado a la
primera, que marca un antes y un después.
Para terminar este apartado, quisiéramos postular una última reflexión ligada a la
escena del entrevistador. Tanto Walter Benjamin como Mijail Bajtín, desde abordajes
disímiles, trazaron una relación entre épica y narración oral y asociaron, en consecuencia,
la caída de la épica con el imperio del libro y la lectura (cfr. introducción). En relación
con ello, es posible pensar que, en la medida en que representa un pasaje de la oralidad a
la escritura –con especial énfasis en la dimensión material de la escritura: el entrevistador
no solo graba, sino que además toma notas–, la escena representa también un alejamiento
del relato de Malvinas del universo épico, que se agrega a los otros que hemos trabajado.
75
4. Los chicos de la guerra y la consolidación de la ficción democrática
49
Según el propio Kon, las primeras entrevistas tuvieron lugar el 23 de junio, pocos días después de la
rendición argentina.
50
El libro fue publicado por editorial Sudamericana en diciembre de 1982 y durante ese mismo mes tuvo
que ser reeditado. Profundizaremos en el análisis de los testimonios recogidos en Así lucharon en IV.2.
76
O tal vez la idea haya nacido unos días después, cuando un periodista que hasta poco
antes había alentado la desmesura triunfalista explicaba, también en televisión, que el
programa de ese día se iba a dedicar a “dos temas prioritarios: la falta de gas y el súper
pozo del Prode” (Kon, 1984: 9). En este sentido, también Daniel Kon pareciera emprender
su empresa en contra del olvido que propugnaban en sus relatos los medios de
comunicación, representantes del gobierno dictatorial en retirada.
Pero, ¿qué forma dale a esa empresa? En la misma nota introductoria, Kon entrevé
dos posibilidades: la primera supone “ahondar en lo estrictamente anecdótico, rescatar
sólo las aristas más terriblemente dolorosas de estos testimonios” (1984: 10). La segunda
apunta a “intentar una interpretación desde cualquiera de los ángulos posibles
(psicológico, sociológico, político, estratégico-militar, etc.)” (1984: 10). Las dos
conllevan riesgos: si se ahonda en lo anecdótico, el libro puede terminar convirtiéndose
“en un mero catálogo del horror” (1984: 10). En cuanto a proponer una interpretación de
los hechos, Kon se declara poco idóneo y prefiere dejarlo en manos de los especialistas –
psicólogos, sociólogos, políticos, estrategas militares–. Por otra parte, sin embargo,
ambos caminos se le imponen. Lo anecdótico, dice Kon, no puede ni debe descartarse
completamente: “El hecho concreto, potente, de la guerra, no era en estos muchachos una
simple anécdota; la forma en que contaban su guerra ya era parte de ellos mismos” (1984:
10). En cuanto a la interpretación, incluso prevalece, según la percepción del propio Kon:
Podría pensarse, finalmente, que esta tarea quedó a mitad de camino entre las dos
posibilidades enunciadas. Creo, sin embargo, que sin defraudar las expectativas que
lo anecdótico siempre despierta, puede servir como una sencilla pero útil herramienta
para los que quieran o necesiten interpretar, explicar. Por los temas tratados durante
las conversaciones con los chicos, que no excluyen lo anecdótico pero que, por
momentos en forma intencionada, en otros, naturalmente, lo trascienden, lo espero
así. (1984: 11)
Es decir que ya desde el prólogo se explicita que, mientras los relatos tienden a la
anécdota, al periodista que los entrevista la anécdota le resulta incompleta si no puede
funcionar, al menos para otros, más idóneos, como herramienta de conocimiento.
La cuestión del testimonio ha sido abordada por Walter Benjamin (1982; 1999) en
estrecha relación con el contexto bélico, en el marco de lo que él consideró una dificultad
de puesta en palabras de la experiencia que se volvió manifiesta a partir de la Primera
Guerra Mundial, cuando la gente volvió muda del campo de batalla, empobrecida en
experiencia comunicable (Benjamin, 1999). Específicamente, en “Experiencia y pobreza”
77
ha trabajado el modo en que, antes de esta devaluación de la experiencia, se
entremezclaban, en el relato, el saber y la narración. Para ello, cuenta una fábula:
En nuestros libros de cuentos está la fábula del anciano que en su lecho de muerte
hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Sólo tienen que cavar.
Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo cuando llega el otoño, la viña aporta
como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó
una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad. Mientras
crecíamos nos predicaban experiencias parejas en son de amenaza o para sosegarnos:
«Este jovencito quiere intervenir. Ya irás aprendiendo». Sabíamos muy bien lo que
era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes. En
términos breves, con la autoridad de la edad, en proverbios; prolijamente, con
locuacidad, en historias; a veces como una narración de países extraños, junto a la
chimenea, ante hijos y nietos. (2007: 216-217)
En “El narrador”, Benjamin sostuvo que toda verdadera narración “aporta de por
sí, velada o abiertamente, su utilidad; algunas veces en forma de moraleja, en otras, en
forma de indicación práctica, o bien como proverbio o regla de vida. En todos los casos,
el que narra es un hombre que tiene consejos para el que escucha” (1999: 111) Consejo,
utilidad, saber: en cualquier caso, no se trata de una explicación: “ya no nos alcanza
acontecimiento alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras: casi
nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información. Es que la
mitad del arte de narrar radica precisamente, en referir una historia libre de explicaciones”
(1999: 112).
En ese sentido, podría pensarse que, al contrario de lo que parece sostener Daniel
Kon, de la misma tendencia a narrar anécdotas de sus entrevistados nace la posibilidad de
algún tipo de saber, que tal vez no coincida con las explicaciones sociológicas,
psicológicas o políticas pero que sí constituya un sentido. Cabe preguntarnos ahora,
entonces, cuál es ese sentido que construyen los testimonios al volverse narración, que
surge entremezclado en las anécdotas.
Las experiencias traumáticas en general y las guerras en particular constituyen
interrupciones no solo en el curso de la vida sino en el modo en que se la significa. Es por
ello que para quienes participan de ellas resultan muy complejas de significar con las
palabras y los relatos con que suele contarse la vida. En su extenso análisis de los relatos
de diversas guerras del siglo XX, Samuel Hynes señala que ni la razonable linealidad de
la historia ni de la vida propia consiguen dar cuenta de la experiencia de la guerra. Es por
ello que los relatos de guerra, que en algún sentido se asemejan a las biografías, difieran
78
de ellas en un punto fundamental: mientras la autobiografía narra una vida continua, la
guerra supone una interrupción, una discontinuidad respecto del mundo conocido (Hynes,
2001).51
Sin embargo, es por eso mismo que al volver al mundo ordinario los soldados
sienten la necesidad de contar las historias de donde estuvieron con el objeto de aproximar
la guerra al universo de lo conocido, de suturar el hiato en la medida de lo posible y de
reinsertarse así en el universo lógico del que fueron sustraídos. Esa restitución, al menos
parcial, de la continuidad es uno de los sentidos fundamentales de la narración. En
relación con ello, Leonor Arfuch ha definido al testimonio –en tanto discurso inmerso en
lo que denomina “espacio autobiográfico”– como una de las narrativas vivenciales.
Retomando a Hans-Georg Gadamer, sostiene que “cada vivencia es un momento de la
vida infinita”, en tanto está “entresacada de la continuidad de la vida y al mismo tiempo
se refiere al todo de esta” (2010: 36). A su vez, son narrativas porque cuentan: “Se
inscriben así, más allá del género en cuestión, en una de las grandes divisiones del
discurso, la narrativa, y están sujetas por lo tanto a ciertos procedimientos compositivos,
entre ellos, y prioritariamente, los que remiten al eje de la temporalidad” (Arfuch, 2010:
87). La narrativa es, incluso, desde esta perspectiva, una dimensión configurativa de la
experiencia, no algo ajeno a ella: “existe, entre la actividad de contar una historia y el
carácter temporal de la experiencia humana, una correlación que no es puramente
accidental”. Existe, incluso, una “mutua implicación entre narración y experiencia”
(Arfuch, 2010: 88).
Así, la continuidad del relato permitiría tal vez suturar la interrupción en la vida
trazada por la guerra, otorgándole un sentido. Es lo que sucede en uno de los libros más
hermosos pero también menos conocidos de Malvinas: 5000 adioses a Puerto Argentino,
un relato autobiográfico de largo aliento, que el ex combatiente Daniel Terzano publicó
en 1985. En el comienzo, a partir de una descripción de Puerto Argentino, se dice:
51
En IV.4 trabajaremos en detalle la forma que adoptan en los relatos estas interrupciones en el sentido que
provoca la guerra.
79
referencias conocido (nuestra casa, nuestro trabajo, nuestra amistad, nuestro
amor) y llevados por una fuerza extraña a una situación que se transforma así
en un corte de nuestra experiencia normal, en una circunstancia
absolutamente extraña a nosotros. Representado irónicamente, ese momento
es tan ajeno a nuestra historia que en ella (en el presente cuando se lo vive, en
el pasado cuando se lo recuerda) se transforma en una isla. (1985: 14-15)
El libro, pues, surge en ese marco: “de la necesidad de encontrar los lazos de unión
de esa experiencia con mi vida tal como era antes y tal como es ahora” (Terzano, 1985:
15), con el objetivo de resistir “la tensión que se establece entre una realidad que se ha
deformado y un pensamiento que cuenta, para entenderla, con hábitos ya muy viejos”
(Terzano, 1985: 130). Es en esa dirección que se despliega el relato, centrado en el
repliegue sobre Puerto Argentino durante los días finales de la guerra. El derrotero de esa
subjetividad sustraída de su marco cotidiano y puesta en una guerra va apareciendo, en el
relato, entremezclado con los episodios propiamente bélicos.
En contraposición, en Los chicos de la guerra los relatos no alcanzan a
desplegarse, pues permanentemente son interrumpidos por las preguntas de un periodista
que teme que su libro se convierta en un “mero catálogo del horror” y que, además, apunta
a extraer alguna enseñanza de los relatos, para que así estos puedan contribuir con la
explicación de los hechos. En este sentido, la figura de Kon tiende a separar los roles que
el entrevistador de Los pichiciegos aunaba: el escritor y el periodista. Así, las preguntas
de Daniel Kon apuntan en muchos casos a provocar en los soldados las reflexiones que
según la separación que traza no provienen del testimonio: “En una guerra, siempre un
soldado es un número, una pequeña pieza en una gran estructura, ¿no?” (1984: 18), “¿Y
el hecho de haber convivido con la muerte hizo que tu actitud hacia ella cambiara? ¿Le
tenés menos miedo, por ejemplo?” (1984: 42). A veces, las asociaciones de ideas parecen
aproximar a Kon al rol de terapeuta del que, según afirmaba en la Introducción, él mismo
se sentía llamado por momentos a desempeñar: “las preguntas fueron apenas el hilo
ordenador de un largo y tenso monólogo que, sin las bondades de una terapia genuina,
tenía igualmente para ellos un efecto casi catártico (y al no ser yo terapeuta me dejaban
exhausto y tensionado)” (1984: 11). Así, por ejemplo, sobre el final de la entrevista con
Guillermo, Kon saca el tema de la juventud, haciendo partir la pregunta de una reflexión:
“Justamente esos cargos, el desinterés, el descreimiento, se hacen con frecuencia a los
jóvenes. Para mucha gente, la imagen de un joven de hoy es la de un chico subido a un
par de patines y aislado del mundo exterior por medio de un par de auriculares” (1984:
45). Guillermo responde: “Bueno, en muchos casos esa es una imagen real […] Se ponen
80
eso en la cabeza y no les importa nada más, van para adelante…”. Entonces Kon
interrumpe la frase para introducir una asociación con un fragmento anterior del relato de
Guillermo: “Como los gurkas” (1984: 45). Guillermo había dicho: “Algunos gurkas
venían barriendo zonas con las Mag, las ametralladoras que pesan tres veces más que un
fusil […] No les interesaba nada, ni sus propias vidas” (Kon, 1984: 37). En la asociación
de Kon, el temible combatiente nepalés que aparece en el relato de los combates finales,
que fueron los más terribles, donde la vida estaba en riesgo permanentemente deviene un
joven desinteresado que escucha su walk-man. Así, puede verse en esa escena una réplica
de la ligazón entre psicólogo y periodista que había trazado Fogwill en Los pichiciegos,
no solo por el tipo de asociación a través del significante, propia del ámbito terapéutico,
sino también porque esta tiene el efecto “pacificador” sobre la imagen y, más
ampliamente, sobre el discurso, contra el que Fogwill escribía.
Muchas otras preguntas de Kon tienen un efecto similar, en la medida en que, por
medio de un tono paternalista, el periodista pareciera reprender cariñosamente a los
soldados por alguna de las conductas adoptadas durante la guerra o guiarlos en el camino
para que por sí mismos se reencaucen. Estas preguntas suelen girar en torno a la cuestión
de la muerte –haber matado o, mayormente, haber temido morir– y, sobre todo, al hecho
de si los soldados robaron comida estando en las islas. Así, por ejemplo, en la entrevista
con Fabián tiene lugar el siguiente diálogo, a propósito de cómo resolvían el tema de la
comida:
81
dos discursos diferentes confluyen en un mismo relato, uno que apunta a contar la
anécdota, otro que apunta a utilizarla con fines moralizantes.
A Guillermo, entretanto, Kon le pregunta: “¿Pensás que algunas de las cosas que
esta guerra las enseñó pueden resultar peligrosas, en el futuro, para algunos de ustedes?
Aprendieron a robar, a mentir, a ocultar” (1984: 27). Se ve, allí, cuál es la pregunta
fundamental que subyace a la mayor parte de estas intervenciones del periodista: ¿cómo
van a integrarse estos jóvenes, marcados por la guerra, a la sociedad democrática? Las
posibles huellas de la guerra representan un riesgo para la democracia, como manifiesta
Kon en muchas de sus preguntas: “Otro peligro de esta posguerra es que ustedes, al haber
aprendido durante la guerra tantas cosas (desde cuerear una oveja hasta enfrentar la
muerte), sientan que, a pesar de su juventud, saben más que los demás, ya no tienen nada
que aprender” (1984: 43). Y en otra entrevista: “Otra preocupación de esta posguerra es
cómo se van a adaptar ustedes a vivir en familia, a aceptar la autoridad de los padres,
después de haber vivido experiencias que ellos desconocen” (1984: 130).
Así, los sentidos que Kon introduce desde afuera con sus intervenciones se ligan
al discurso pacificador que, como vimos en el primer apartado de este capítulo, primó en
los primeros años de la democracia y para el cual Malvinas representaba un problema, en
tanto ligaba el presente con el pasado dictatorial que se quería dejar atrás y recordaba que
el nuevo orden, que en sus relatos se afirmaba como basado en la cultura pacífica y
conciliadora, se originaba en realidad en un hecho bélico. Y los ex combatientes y sus
relatos, muy pronto, se erigieron en un emergente especialmente dramático de este
problema. En sus primeras apariciones públicas y en sus primeros testimonios tendieron
a exhibir la experiencia bélica de diversas maneras, lo cual resultaba difícilmente
digerible para el nuevo orden. En muchos casos, reivindicaban la guerra que habían
peleado y aun cuando eran más ambiguos respecto de esta posición, las heridas en sus
cuerpos, las mutilaciones y el daño psicológico se volvían pruebas irrefutables de la
experiencia bélica. Además muchos de ellos en las manifestaciones usaban los uniformes,
lo cual a los ojos de la sociedad los ligaba al sector militar que, simultáneamente estaba
siendo juzgado y, en las primeras conmemoraciones participaron de hechos violentos,
como la sustracción de la estatua del canciller George Canning de la Torre de los ingleses
y la quema de banderas (cfr. Guber, 2001). Federico Lorenz sintetizó esta situación al
afirmar de los ex combatientes que “su posición política acerca de la guerra, su apelación
a elementos como el uso de uniformes y una retórica militar, dificultaron la circulación
de sus relatos” (2005: en línea).
82
En ese marco el hecho de que Los chicos de la guerra tienda a ubicar la guerra en
un marco de excepcionalidad y lejanía se liga con el requerimiento del nuevo orden de
dejar atrás lo que ocurrió en Malvinas y se asocia, por tanto, con las políticas conocidas
como “desmalvinización”. Si retomamos la escena de la Introducción, en que el periodista
situaba su deseo de contar la historia de Malvinas en contra del olvido del relato
mediático, vemos que la respuesta es dudosa: habla de la guerra pero insertándola en un
relato antibélico, de Malvinas desde un relato desmalvinizador. El hecho de que el primer
libro testimonial sobre Malvinas pueda integrarse de algún modo a la desmalvinización
señala con precisión una de las principales paradojas que asumió el relato de la guerra.
En ese sentido, las interrupciones en el relato replican la imagen de la guerra como
interrupción, como hecho discontinuo respecto del presente y del futuro: tanto en términos
biográficos como históricos, es la experiencia bélica lo que no llega a constituirse en
relato. Y es por esa doble vía que ejercen la pasivización de los ex combatientes que
muchas veces se ha notado: evitando que hablen de la guerra y hablando por ellos. Pues
en el acto mismo de narrar la experiencia el soldado asume un rol activo en el que le es
posible dar un sentido a lo que le pasó y restituir así, la continuidad perdida, al menos
parcialmente.
En De chicos a veteranos, Rosana Guber analizó el modo en que los ex
combatientes quedaron, en la posguerra, atrapados entre estas dos fuerzas de signo
contrario: un discurso pacificador y desmalvinizador que quería olvidar la guerra y borrar
las huellas que había dejado en ellos para reinsertarlos en la sociedad como los chicos que
eran antes de irse y el impulso de reivindicar la experiencia bélica, en parte dándole forma
narrativa. Como consecuencia, los ex combatientes quedan suspendidos en una especie
de limbo:
Las tres preguntas que los civiles le hicieron a los ‘chicos’ y que los ‘chicos’
escucharon hasta el hartazgo fueron ‘¿mataste?’, ‘¿tuviste hambre?’, ‘¿tuviste
frío?’, evidenciaban más la actitud de un adulto con respecto a un niño que la
inquietud por una experiencia que había endurecido y conmovido a aquellos
muchachos, pero que ciertamente no los había convertido en ‘chicos’ ni,
mucho menos, les permitiría el reingreso a esa condición. (Guber: 128)
83
chicos de la guerra constituye un hito fundamental en la construcción de este limbo. Ya
desde la Introducción, aparece una cuestión central del libro, que es la pregunta por la
generación que fue a Malvinas. Allí, Kon la recorta a partir de dos características
predominantes que son, sin embargo, contradictorias: los soldados son, por un lado,
“bisoños combatientes, de 18 o 19 años, a los que todo el mundo, desde el comienzo de
las hostilidades en el Atlántico Sur, bautizó como ‘los chicos’” (Kon, 1984: 10). Por otro
lado, los distinguen las huellas que la experiencia bélica dejó en ellos. En efecto, en el
libro son muy visibles las dos fuerzas narrativas en tensión que son las que definirán la
posición liminar de los ex combatientes durante la democracia: así como vimos el modo
en que a través de las intervenciones de Kon se interrumpía el relato de la experiencia
bélica y se intentaba reinsertarlo en el marco discursivo del nuevo orden democrático,
cabe detenerse ahora en el modo en que aparece la otra fuerza, el impulso de los ex
combatientes por hablar de la guerra. En efecto, como señala Samuel Hynes: “humankind
is not completely powerless so long as it has a voice” (1999: 270).
Un primer elemento es destacado por Rosana Guber: en sus testimonios los
soldados otorgan importancia al lugar en que nacieron, el puesto de combate y la clase
social a la que pertenecen. Un primer dato que llama la atención es que de los ocho
entrevistados, siete son bonaerenses o porteños. De ese modo, el recorte se distingue del
que aparecía en Los pichiciegos, más próximo sin embargo a lo que aparece en los
testimonios: “haciendo cuentas, se veía raro que siendo que en el país la mayoría de la
gente es porteña, allí la mayoría era de provincias” (Fogwill, 2007: 115). Es decir que en
la selección ya está operando un borramiento: el de las desigualdades sociales y
geográficas que tanto se manifestaron en las convocatorias militares cuanto fueron
reforzadas por ellas. Además, María Isabel Menéndez señala que la sensación, en una
serie de testimonios recogidos por ella: “aparece con fuerza esta idea de ‘ser de un lugar’
o ‘ser dueño de un lugar’ como en el caso de las islas, y se marca el momento de la llegada
a ellas, de pisar esa tierra, como el momento de toma de conciencia de esa noción de
pertenencia” (1998:38). Esa conciencia, afirma la autora, es más fuerte en los jóvenes del
interior que en los porteños, en tanto tienen un vínculo más estrecho y directo con la tierra
a la que pertenecen. En ese sentido, podría pensarse que hay algo de la reivindicación
territorial, o más bien de la fuerza sentimental que la alienta, que también se borra cuando
se priorizan las voces de los porteños por sobre las de soldados de otras provincias.
84
El relato de Guillermo también recuerda a Los pichiciegos cuando él refiere una
de las cosas que rescata de la guerra: el hecho de haber aprendido a convivir. Cuenta
Guillermo:
Con sus intervenciones, Kon tenderá a realzar los aspectos negativos de esta
experiencia y a soslayar el aprendizaje respecto de la convivencia. Dirá, por ejemplo:
“¿Eso hace que sin olvidarla del todo, vayas sintiendo que perdés tu condición anterior?”;
“¿O sea que según vos, la forma más sana de permanecer allí era asumir esa condición
casi de ex hombre?”; “Como a un ser marginado” (Kon, 1984: 28-29).
Pero fundamentalmente, la fuerza narrativa de los soldados contrapuesta a la que
se ejerce desde las sucesivas interrupciones se manifiesta a través de cierto belicismo,
visible, primero, en la voluntad de pelear y, luego, en las ganas de hablar de la guerra.
Así, por ejemplo, el relato de la batalla final de Guillermo se extiende durante seis
páginas, con una sola intervención del periodista, que no llega a desviar el relato –“Y en
ese momento, ya en el combate final, ¿habías recobrado la conciencia del peligro, de la
muerte?” (Kon, 1984: 37)–. Allí, Guillermo, lejos de posicionarse como víctima, narra
activamente un episodio bélico, del que ni siquiera lo distrae la muerte de un querido
compañero, que es comprendida, por el contrario, dentro de la lógica de la guerra:
Allí quedó ese chico, tirado entre nosotros, que seguíamos combatiendo, y que unas
horas antes habíamos estado jugando al truco con él. Pero no se habló más del tema.
Estaba muerto y nosotros volvimos a la guerra. Yo lo conocía mucho, había estado
charlando con él mil veces, conocía a su familia, por las cartas que le mandaban,
pero ahora él estaba muerto, y no había que hablar más del tema. Lo único que se
empezó a escuchar, otra vez, eran los gritos “cuidado, cuidado”, cuando
recomenzaron las bombas. A mí algunas me estaban pegando a cinco o seis metros,
las esquirlas me pasaban por arriba de la cabeza. Hasta las esquirlas más chiquitas
venían al rojo vivo. Yo tuve la suerte que ninguna me pegó, pero al lado mío vi cómo
les caían sobre las camperas de duvet a algunos chicos y quemaban todo, las
camperas, los pulóveres, las camisetas, hasta llegar a la carne. Creo que ninguno de
los que estábamos metidos en el medio de ese infierno sentía miedo, a esa altura. En
lo único que pensábamos era en salvar el pellejo. (Kon, 1984: 39)
85
Ariel, entretanto, llega a las islas con un problema en las rodillas que la
interrupción del tratamiento y el clima de las islas agravan muchísimo –de hecho, cuando
Kon lo entrevista, Ariel sigue muy dolorido y apenas puede caminar–. Llega a desmayarse
de dolor durante la guerra. Sin embargo, lo disimula, porque quiere seguir peleando, no
abandonar a sus compañeros en el momento más difícil:
Yo tenía las rodillas cada vez más negras, se me habían hinchado muchísimo, y me
costaba caminar, pero no decía nada. Finalmente, conseguí hacer la guardia sentado,
con permiso de un suboficial […] A los pocos días, cuando terminó mi turno, me
paré, se me nubló todo, y me caí desmayado […] El capitán vino y me dijo: “¿Qué
te pasa negro?”. Le expliqué mi problema y al día siguiente me vino a avisar que me
iba al continente. Le pedí por favor que me dejara un par de días más, a ver si
mejoraba. Me sentía muy mal, teniendo que dejar a mis amigos allí, ahora que los
ingleses ya habían desembarcado, y comenzaban a avanzar. (Kon, 1984: 68)
52
La película, protagonizada por Héctor Alterio, Carlos Carella, Ulises Dumont, Marta González, Tina
Serrano y Miguel Ángel Solá, entre otros, se estrenó el 2 de agosto de 1984 y fue un éxito de taquilla.
86
fue su destino; esto es, la dimensión privada, individual, que incluso es narrada desde las
infancias de los protagonistas. Así, se refuerza el impacto de lo que la guerra generó,
como interrupción, en esas vidas.
Como consecuencia de la magnitud dramática de esa interrupción, la reinserción
será muy difícil, según la propuesta de la película, que concibe tres destinos posibles para
los soldados en la sociedad democrática, a los que se agrega un cuarto, el de la muerte en
las islas. Santiago, que pierde su empleo al volver de Malvinas, termina llevando una
mala vida de borracho y pendenciero y finalmente acaba en la cárcel. Con Pablo aparecen
la locura y el fantasma del suicidio: termina encerrado en un cuarto disparando a
enemigos imaginarios con el rifle de caza de su padre. Fabián es el único para el que la
película propone un desenlace aceptable: en la última escena se lo ve con su novia,
presenciando un recital de Juan Carlos Baglietto.53
Por otra parte, en el libro de Kon los entrevistados suelen afirmar que la
experiencia de la guerra los volvió más concientes políticamente y que despertó en ellos
la voluntad de participar. Sin embargo, esta voluntad de participación política no forma
parte de ninguno de los destinos propuestos por la película para los ex combatientes.
Incluso, más ampliamente, podría decirse que la dimensión política en su totalidad está
obturada en una película que elige contar la guerra desde la perspectiva de la peripecia
individual y el sufrimiento humano. En la misma medida en que se desdibujan los lazos
de los soldados con el presente democrático, se refuerzan, en la película, los lazos que
unen la guerra con la dictadura y que sitúan a los soldados como sus víctimas. En ese
sentido, cobra gran importancia el personaje de Santiago, que en el libro es el que más se
detiene en el relato de los maltratos y hasta torturas de los superiores sobre los soldados
e, incluso, cuenta que en un caso desató a un soldado que había sido estaqueado por
ausentarse de su puesto de combate. El resultado es una película que exacerba el gesto de
Kon en desmedro de algunos otros elementos, propuestos sobre todo por los soldados en
sus testimonios: una película que “limpia” los relatos de aquello que pudiera resultar
53
Según Cecilia Flachsland, “durante los años ochenta se había cantado sobre Malvinas desde la ironía –
García y Virus– y el progresismo –Gieco, Lerner, Porchetto–” (2007: 60). La actitud irónica y hasta cínica
del primer grupo, fundamentalmente el disco Yendo de la cama al living, de Charly García (1982), es similar
a la de Los pichiciegos: “El disco de García, al igual que Los pichiciegos, puede leerse como una bisagra
entre la dictadura y las lógicas e mercado neoliberales” (2007: 59). Como contrapartida, el otro grupo, en
el que sin dudas podría incluirse a Baglietto, se asocia mejor con el discurso conciliador de los primeros
años de la democracia que representa Kon con sus preguntas y que Kamin consolida. En efecto, uno de los
entrevistados cuenta que cuando estaba internado después de la guerra recibió la visita de Palito Ortega,
pero que estaba tan deprimido que el show no pudo levantarle el ánimo. A lo que Kon responde: “A lo
mejor si iba León Gieco la cosa cambiaba” (1984: 72).
87
difícil de asimilar por la sociedad en la primera posguerra produciendo una ficción apta
para el consumo del gran público. Fundamentalmente, la película termina de delinear una
determinada imagen de los ex combatientes como víctimas pasivas del régimen militar
que los llevó a la guerra. Si bien el gesto victimizador ya aparecía en el libro, allí todavía
era tensionado por las voces de los soldados y sus “anécdotas” bélicas.
En ese sentido, cabe retomar, para cerrar este capítulo, la asociación que trazamos
al comienzo entre el relato propuesto por el Nunca Más y la versión fílmica de Los chicos
de la guerra, para señalar ahora una diferencia fundamental: mientras el primer libro
constituye un informe, la película es un relato ficcional. Así, aunque en un primer
momento la guerra de Malvinas es narrada por medio de una novela y un libro de
testimonios que, pese a sus diferencias, tienen puntos en común, apenas dos años después
quedarán dos ficciones: una, de consumo masivo, que funciona incluso como uno de los
relatos con que el poder cuenta para mantenerse. La otra ficción, Los pichiciegos, es en
cambio una contra-ficción, pero tenderá a quedar relegada, hasta los años noventa, en que
será redescubierta por la crítica.
88
II. Los años noventa: la guerra en segundo grado
Carlos Saúl Menem asumió la presidencia el 9 de julio de 1989, seis meses antes
de lo pautado, en medio de un clima de debilidad política y descontrol de la economía,
que se había comenzado a gestar en torno al año 1987 con el fin de la denominada
“primavera democrática”. También en 1987, durante el levantamiento militar de Semana
Santa, se había producido el reingreso de Malvinas en el discurso oficial, cuando el
entonces Presidente Alfonsín había intentado reconciliar a la sociedad con los militares
sublevados llamando a estos últimos “héroes de Malvinas” (cfr. capítulo I). El modo como
Malvinas funciona durante la década del noventa comienza allí: se trata de una noción
que permite incorporar a los militares al relato de la democracia. Como consecuencia de
ese levantamiento, además, se acordaron las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida,
que pusieron fin a la etapa de juzgamiento de los militares involucrados en la represión
ilegal. Pocos años después, los indultos promulgados por el presidente Carlos Saúl
Menem, entre cuyos beneficiarios se encontraría Galtieri, terminan de clausurar el ciclo
de la reparación judicial. Por todo eso, aunque estrictamente el período que aquí
trabajamos coincide con el del gobierno de Menem (1989-1999), su inicio puede situarse
en 1987.
En 1990, una nota del diario Clarín describe un acto que tuvo lugar el 10 de junio,
en ocasión de la conmemoración del “Día de la afirmación de los derechos argentinos
sobre las Malvinas, Islas y Sector Antártico”.54 Allí se relata que los militares se sentaron
en las bancas del congreso en un acto en que diputados cedieron sus lugares para la
condecoración con medallas a todos los combatientes.55 El hecho de que militares y
políticos compartan el acto, realizado en la fecha de conmemoración oficial y, además,
en un edificio que es símbolo de la vida democrática, marca una serie de diferencias
respecto de la década anterior, que, en conjunto, suponen una reconciliación entre poder
político y corporación militar.
Durante el gobierno de Menem, se ejecutan una serie de acciones que buscan
reparar a los distintos sectores involucrados en la dictadura militar –tanto a las víctimas
54
Recordemos que desde 1984 el feriado nacional ligado a Malvinas era el 10 de junio y no el 2 de abril
(cfr. capítulo I). El 2 de abril se reestablecerá recién en el año 2000 (cfr. capítulo III).
55
Diario Clarín, 11 de junio de 1990.
89
como a los victimarios– y en la guerra de Malvinas. La diversidad de estas acciones de
carácter compensatorio da cuenta del espíritu de reconciliación general que alienta la
memoria durante la década del noventa. Así, entre 1989 y 1991 se promulgan tanto los
indultos a los represores que habían sido condenados por su participación en la represión
ilegal como los decretos ligados a la reparación económica de los familiares de víctimas.56
Como señala María José Guembe, la reparación económica durante este período
“coincide con la definitiva paralización de la actuación de la justicia” (2004: en línea), de
modo que la propuesta general supone una reconciliación por lo económico en desmedro
de una reparación judicial. En el caso de Malvinas, también en estos años, en septiembre
de 1990, se otorga una pensión vitalicia para los ex combatientes. Aunque, como vimos
en el capítulo anterior, no hubo aquí proceso judicial previo, la voluntad conciliadora se
hizo visible en el hecho de que los beneficiarios de la pensión fueran tanto conscriptos
como militares. Esto guarda relación con la formación de la Federación de Veteranos de
Guerra de la República Argentina, que reúne a sectores afines al gobierno que de este
modo son dotados de algún poder político. La Federación apunta a abrir un espacio común
de memoria de Malvinas en el que se encuentren los soldados, los ciudadanos y las
Fuerzas Armadas. En efecto, agrupa a los “veteranos” sin distinguir entre cuadros y
conscriptos. En este sentido, también propone un corte con las agrupaciones nucleadas en
la Coordinadora Nacional de Centros de ex Soldados Combatientes en Malvinas que,
durante la década anterior, habían buscado definir una identidad diferenciándose de los
mandos militares.57
Al acercarse el 10 de junio de 1990, ambas agrupaciones se posicionaron respecto
del acto del gobierno, que en esa ocasión revestía un interés suplementario, pues se
esperaba que se inaugurarse el Monumento a los Héroes de Malvinas.58 La Federación
sostuvo: “incorporaremos a esa marcha al personal de cuadros que nosotros consideremos
adecuado. Ya hemos anunciado anteriormente que la Causa de Malvinas y la defensa de
nuestra Patria no tienen relación con una cuestión de sastrería” (Lorenz, 2006: 224).
Entretanto, los sectores de ex combatientes nucleados en la Coordinadora decidieron no
participar de los actos, argumentando que “todos sabemos que el 10 de junio no es el día
56
Durante el gobierno constitucional de Raúl Alfonsín (1983-1989) se adoptaron algunas medidas
reparatorias de carácter general. Sin embargo, las prioridades en la agenda de la transición democrática
habían estado ligadas a la búsqueda de la verdad y la justicia. Fue recién a partir de 1990, durante el gobierno
de Carlos Menem, que se dictaron las medidas de reparación económica de las graves violaciones a los
derechos humanos cometidas durante la dictadura.
57
Sobre la historia de las agrupaciones de ex combatientes, véase Las guerras por Malvinas (Lorenz, 2006).
58
Finalmente, el Monumento fue inaugurado dos semanas después.
90
de los ex combatientes. Es el día de Alfonsín. Es un símbolo de la ‘desmalvinización’”
(Lorenz, 2006: 225). Fundamentalmente, sostienen que el verdadero objetivo del acto
organizado por el gobierno es “lavarle la cara a las negociaciones con Inglaterra, a la
entrega del país a los enemigos, al indulto a los traidores…” (Lorenz 2006: 226).
El comunicado refiere a una serie de medidas ligadas a Malvinas que se tomaron
durante los dos gobiernos de Carlos Menem (1989-1999) como parte de las políticas de
apertura del país a un mundo cada vez más globalizado. Esta apertura se produjo sobre
todo en relación con los flujos internacionales de comercio y de capitales, en base a una
amplia confianza en el papel estabilizador de los mecanismos del mercado, y supuso,
entre otras cosas, “el fin del intervencionismo estatal, la privatización de empresas
públicas, el ajuste fiscal, la condena al capitalismo protegido” (Damill, 2007: 196). En
definitiva, la década se caracterizó por la consolidación del modelo económico neoliberal,
cuyas bases había sentado, durante la dictadura, Martínez de Hoz. El resultado “ha sido
no sólo una vigorosa expansión de la economía capitalista de mercado sino también y por
sobre todo la instauración de una verdadera sociedad de mercado” (Lechner, 1999: 16),
es decir que durante estos años la dimensión económica prima sobre cualquier otra.59
La política exterior propiciada por el canciller Guido di Tella, que ejerció su cargo
durante casi todo el gobierno menemista, se integró con este movimiento general y apuntó
también en la dirección de una apertura, que redundó en un estrechamiento de las
relaciones, sobre todo comerciales, de la Argentina con el resto del mundo, en especial
con los países considerados “centrales”. En este marco, se reformula también la actitud
argentina en relación con Malvinas: la causa de la soberanía es relegada en pos de una
priorización de las relaciones comerciales. Fundamentalmente, se reanudaron las
relaciones diplomáticas con Gran Bretaña, que habían sido interrumpidas en 1982: entre
fines de 1989 y comienzos de 1990 se reabren las embajadas y se retoman los vínculos
comerciales. Asimismo, se restablecen los vuelos a Malvinas.60 Entretanto, se busca
59
Recordemos que este es el contexto en el que las lecturas críticas comienzan a destacar el papel que los
intercambios mercantiles desempeñan en Los pichiciegos (cfr. capítulo I).
60
Después de que la suspensión de los vuelos realizados desde Chile por la empresa LAN dejara a las islas
en un aislamiento casi total, una serie de reuniones durante 1999 concluyeron en un acuerdo entre el
gobierno argentino y el británico, en el cual se establecía: “1.- Los ciudadanos argentinos podrán visitar las
Islas Malvinas con sus propios pasaportes. Esta disposición se aplica de manera igual a los ciudadanos
argentinos que viajan por aire o por mar; 2.- Dar pleno apoyo a la reanudación inmediata de servicios aéreos
civiles regulares directos entre Chile y las Islas Malvinas operados por Lan Chile o cualquier otra aerolínea
que acuerden las Partes. Desde el 16 de octubre de 1999 estos servicios incluirán escalas en el territorio
continental argentino donde podrán embarcar y desembarcar pasajeros, carga y correo; 3.- Expresar
satisfacción con la posibilidad de vuelos entre las Islas Malvinas y terceros países con la opción, desde el
16 de octubre de 1999, de realizar escalas en el territorio continental argentino” (Machuca, 2001: 641).
91
encauzar los reclamos por la soberanía sobre las islas por una vía pacífica que no
entorpezca las recién recuperadas vinculaciones comerciales; la serie de medidas
destinadas a recuperar la simpatía de la población isleña se conoció como política de
seducción e incluyó envíos de ositos de peluche y tarjetas navideñas (Niebieskikwiat,
1999: en línea). Aunque en 1990, el entonces Ministro de Defensa Humberto Romero
justificó esta política al sostener que “los acercamientos con Gran Bretaña tienen por
finalidad crear confianza para poder recuperar, como ya se está logrando, lo que es
patrimonio de nuestro país”,61 algunos sectores de los ex combatientes la interpretaron
como una continuación de la política de “desmalvinización” que había caracterizado al
gobierno de Alfonsín (cfr. capítulo I). Para el historiador Vicente Palermo, sin embargo,
este conjunto de políticas constituyó, ante todo, una “sobreactuación simbólica” (2007:
324), tal cual lo muestra, por esos años, el sinnúmero de declaraciones caracterizadas por
un optimismo grandilocuente y un exagerado voluntarismo, que encubren el vacío de
acciones concretas ligadas a los reclamos de soberanía. El mismo Carlos Menem, en más
de una oportunidad, sostuvo que antes del año 2000 las Malvinas volverían a ser parte del
territorio argentino en forma definitiva.62
En ese sentido, durante la década del noventa, el vínculo con el pasado reciente
en general y con Malvinas en particular se caracteriza por el espíritu de reconciliación y
por acciones concretas de reparación económica; sin embargo, también surge ahora una
discursividad que corre por un carril diferente al de las acciones concretas, de lo material
y de lo experiencial, una discursividad que podría caracterizarse de “liviana”, que por
momentos hasta adopta ribetes humorísticos, como en la nota publicada en el diario
Clarín el 10 de junio de 1997, titulada: “Misión riesgosa en Malvinas”, donde se lee: “La
capitana de 25 años que rastrea minas en las islas. Una joven y atractiva británica es la
encargada de localizar las minas enterradas en las islas durante la guerra de 1982. Por su
belleza, los kelpers la llaman “la bomba rubia”.63
Todas estas cuestiones se vuelven visibles en algunas de las decisiones tomadas
respecto del Monumento a los Héroes de Malvinas, inaugurado el 24 de junio de 1990.
Tras una serie de debates, se decide construirlo en Plaza San Martín: por un lado, se espera
que, al tratarse de un lugar céntrico, la memoria de Malvinas y el duelo impliquen a todos
los argentinos y no solo a quienes perdieron allí a sus seres queridos. Por el otro, se busca
61
Diario Clarín, 3 de abril de 1990.
62
Ver, por ejemplo: http://www.youtube.com/watch?v=CwxSTl89AeQ
63
Diario Clarín, 10 de junio de 1997.
92
entroncar la gesta malvinense con la sanmartiniana, lo que tiene como correlato un
borramiento de la otra línea posible en la que incluir la guerra: la de la represión ilegal de
la que habían participado las mismas Fuerzas Armadas.64 En la misma dirección opera el
hecho de que en el cenotafio estén inscriptos los nombres de todos los caídos, sin orden
y, sobre todo, sin distinción de grado. Así, pues, el relato que construye el monumento
elude uno de los problemas principales que acarrea la memoria de la guerra de Malvinas:
el hecho de que recordar la guerra implique recordar, al mismo tiempo, a soldados
conscriptos, que fueron enviados a pelear, y a los militares que en mayor o menor medida
tenían responsabilidad en la dictadura.
En los hechos, tal elusión se integra en el marco de una aproximación mayor de
los militares al Estado y a sus relatos. En ese marco, durante los años noventa se vuelve
central la figura de Martín Balza, Jefe del Ejército durante la mayor parte del gobierno de
Menem, que es símbolo de una reconciliación de la que participan muchos militares como
él haciendo una autocrítica respecto de las violaciones a los derechos humanos cometidas
durante la dictadura.65 En 2003, Balza hará extensiva esta crítica al modo en que los
militares condujeron la guerra de Malvinas en el libro Gesta e incompetencia (cfr.
capítulo III). Para Miguel Dalmaroni, la autocrítica de Martín Balza se incluye en una
serie de hechos que, a mediados de los noventa, permiten hablar de una “nueva fase de la
posdictadura” (2004: 156), de la que forma parte también la aparición de nuevas formas
de narrar el horror, con novelas que “procuran abrir la posibilidad de narrar refiriendo por
completo, y de modo directo, los sucesos y acciones más atroces o inenarrables” (2004:
159).66 Esta nueva fase se caracteriza por un auge editorial de relatos testimoniales –entre
los que se destaca La voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós (1997)– en los
64
Los sectores que se oponían a la ubicación del monumento en la Plaza San Martín basaban su posición
en tres argumentos: el exceso de circulación en una zona turística que además se encuentra próxima a la
terminal de Retiro, lo que atentaría contra el recogimiento y el silencio requeridos por el duelo; la
inconveniencia de ligar una guerra absurda, llevada a cabo por un gobierno dictatorial, con la gloria del
General San Martín y, finalmente, el temor a que la proximidad con la Torre de los Ingleses pueda generar
violencia en futuras conmemoraciones. Para un análisis detallado de este debate, véase ¿Por qué Malvinas?
(Guber, 2001).
65
El 25 de abril de 1995, el General Martín Balza se presentó en el programa televisivo Tiempo Nuevo,
conducido por Bernardo Neustadt y leyó una declaración en la que reconocía la responsabilidad del ejército
por violaciones sistemáticas de los derechos humanos durante la dictadura militar y ordenó a los soldados
desobedecer las órdenes inmorales que pudieran dárseles en el futuro. Como consecuencia de la ampliación
de estas declaraciones en 1998 y 1999 Balza fue expulsado del Círculo Militar.
66
Otros hechos que el autor destaca son: las leyes de impunidad y los indultos, una serie de relatos de fuerte
impacto mediático –el testimonio en el Senado de Juan Carlos Rolón y Antonio Pernías, ex genocidas de
la ESMA, las declaraciones televisivas de Adolfo Scilingo y la “autocrítica” de Martín Balza–, el vigésimo
aniversario del golpe de Estado, que acrecentó la movilización social y cultural en torno al problema, un
repentino interés del mercado editorial en los relatos y testimonios sobre la militancia de los años ‘70 y el
surgimiento de la agrupación H.I.J.O.S (Dalmaroni, 2004).
93
que se observa el pasaje de la víctima al militante como personaje central. Pilar Calveiro
se refiere también a este proceso: “Poco a poco, sobre todo con relatos autobiográficos,
biográficos, novelas y películas esta figura del militante popular fue desplazando del
centro de la memoria a la ‘víctima inocente’” (2007: 56); para Calveiro, este
desplazamiento se apoya en la reparación económica y fundamentalmente legal que
recibieron las víctimas durante los ochenta y principios de los noventa. Hugo Vezzetti,
entretanto, sitúa estos relatos en un segundo momento de la memoria social en el que, ya
fuera del marco judicial, no se pide al testimonio que sirva de prueba ni que se coloque
en relación externa a una verdad; por el contrario, ahora los testimonios “buscan fundarse
en la evidencia de lo vivido, en el peso de la primera persona, en una idea de ‘verdad’
sostenida en la fuerza de los vínculos y las convicciones personales” (2009: 29).
Como vimos en el capítulo anterior, en el caso de Malvinas también los ex
combatientes aparecieron en los relatos como víctimas inocentes del poder militar que los
había enviado a pelear, lo cual les impidió, entre otras cosas, erigirse en sujetos activos
de sus relatos y, antes que nada, de su experiencia. Sin embargo, esta configuración no se
produjo en un marco judicial, de modo que la reparación económica de los noventa no se
apoya en una reparación legal previa. En ese sentido, la nueva situación –la
“reconciliación” entre poder político y militar y el hecho de que, como consecuencia, en
los relatos estatales sobre la guerra, los militares ocupen lugares cada vez más
destacados– no redundó en un auge ni en una reconfiguración de las narrativas
testimoniales de la guerra, ni tampoco brindó a los soldados la posibilidad de elaborar
narrativamente sus experiencias, con la notable excepción de Partes de guerra, de
Fernando Cittadini y Graciela Speranza.
Los relatos testimoniales sobre Malvinas publicados en la década del noventa son
más bien escasos. Nos permitimos incluir en este conjunto a Banderas en los balcones de
Daniel Ares (1994), puesto que aunque es definido como una novela, esta se basa en
hechos reales –de los cuales el propio Ares es protagonista–, lo cual la transformación de
los nombres propios no llega a ocultar. La historia, contada en primera persona, es la de
Miguel Nogueira, alter ego del propio Ares, que es contratado por la revista Todos, de
editorial Roma –Somos, de editorial Atlántida– para cubrir los acontecimientos de
Malvinas, pero no desde las islas sino desde Ushuaia. Allí, Nogueira/Ares se cruzará con
94
hoteleros, empleados de Vialidad Nacional, prostitutas y otros seres a la vez ajenos al
escenario bélico y próximos a él. En el prólogo a una de las reediciones del libro, Federico
Lorenz destaca el hecho de que “Ares pone en carne y hueso el dicho popular de que ‘la
guerra se vivió del Colorado para abajo’” (2012b: en línea), al exhibir la diferencia entre
Buenos Aires y otras zonas del país que en realidad están a muy pocas horas de vuelo.
Sin embargo, bajo esa innegable proximidad entre Tierra del Fuego y Malvinas subyace
también una distancia insalvable: la que existe entre la guerra y la paz, como comprende
el reportero, que a toda costa quiere llegar al lugar de los hechos. En efecto, el
protagonista, que se caracteriza a sí mismo como un pícaro, en vez de huir del escenario
bélico como los pichiciegos, intenta llegar a él, pero no para pelear sino para cubrir el
acontecimiento bélico como periodista.
En Iluminados por el fuego, el relato testimonial de Edgardo Esteban, soldado
clase 62, publicado por editorial Sudamericana en 1993, la guerra también se ve
desplazada del centro del relato, aunque de un modo diferente. Como señala Federico
Lorenz, quien también prologó este libro, en ese momento, “el silencio sobre Malvinas –
culposo de la sociedad, culpable de los militares responsables de la guerra– era muy
grande” (2012: 11). Por ese motivo, la circulación del libro fue más bien limitada. Distinta
será la situación cuando, en 2005, se estrene la película Iluminados por el fuego, de
Tristán Bauer, en cuyo guion colaboró Esteban:
La sociedad que vio Iluminados por el fuego era muy distinta que aquella en la que
salió la primera edición del libro. La política de memoria impulsada por Néstor
Kirchner, las demandas por una apropiación crítica del pasado, encontraron en la
película y en la historia de Edgardo un ariete para atacar las ciudadelas del silencio
(por acción u omisión) acerca de la historia de miles de jóvenes, de la lucha silenciosa
que llevaron contra los ingleses y en ocasiones contra sus propios hombres, y contra
la posguerra. (Lorenz, 2012: 12)
95
ex combatiente que vuelve para reencontrarse con parte de su historia convive con la del
periodista, que quiere estar presente en el hecho histórico que representa la reanudación
de los vuelos, “trabajar e informar como en el ’90, cuando el presidente Menem se
entrevistó con el papa Juan Pablo II en Roma” (Esteban, 1999: 10). Así, el relato oscila
entre el presente de la crónica periodística y el pasado del recuerdo, a veces incluso en
una misma oración: “Aunque nada me parecía real, era verdad: son las 16:30 de este
histórico 7 de agosto de 1999 y otra vez los argentinos estamos pisando las islas
Malvinas” (Esteban, 1999: 17); “A esta altura del reencuentro, el frío comenzó a dolerme
y resulta insoportable” (Esteban, 1999: 26). Sin embargo, muy pronto se comienza a notar
que es la voz del periodista la que prima, en la medida en que todos los recuerdos aparecen
narrados en función de los espectadores o lectores:
Decido que a partir de ahora llevaré mi notebook a todas partes, será mi nueva
compañera, una especie de tesoro testimonial. En la época de colimba […] me decían
que al Fusil Automático Liviano (FAL parac) que uno tenía como armamento había
que cuidarlo como a una novia.
A partir de ahora esta será mi novia: mi pequeña computadora portátil, a la que le
contaré cada minuto y cada experiencia que viva en este viaje. (Esteban, 1999: 29)
En agosto de 1998, por fin los argentinos pudimos volver a Malvinas. En el primer
vuelo iba un ex combatiente, el corresponsal de la CBS en Argentina Edgardo
Esteban. Me pegué a las noticias de ese viaje esperando responder a muchas
preguntas. Esperaba que Esteban me representara en las islas, que en su viaje pudiera
yo también volver y cuestionarme qué significó esa guerra y qué nos dice Malvinas
hoy.
Pero Esteban fue como personaje. Lloró en el cementerio ante las cámaras, jugó al
fútbol con los isleños, recogió el sable de un oficial y la chapita identificatoria de un
67
Trabajaremos este episodio en IV.4.1.2.
96
soldado, dio declaraciones armadas sobre la emoción de volver. Como conocedor de
la lógica periodística, se aprovisionó de imágenes para aparecer en las portadas de
los diarios cada día de la visita.
Pero ese viaje fue portada cada día en Argentina, y fue protagonista de noticieros y
tertulias de radio y televisión. (2002: 19)
68
Cfr. http://www.numerossueltos.com/media/notadeprensapdg.pdf
98
su escritura, ya que en su poesía, y en especial en su más conocido libro, De parte de las
cosas, intentará hacer que las cosas mudas tomen la palabra. Pero además, como señala
Silvio Mattoni en el prólogo a Métodos, un libro en el que Ponge reflexiona sobre su
propia escritura, el hombre es una cosa más: “el hecho de que hable no lo hace más
significativo que, por ejemplo, una mesa, callada por ser lo que es. Inclusive: la mayoría
de los hombres y las mujeres parlotean, pero no dicen nada de sí mismos […] También
están en ese mundo que pide la palabra con ese ronroneo inquietante” (Ponge, 2000: 11).
Métodos comienza con la siguiente frase: “Sin duda que no soy muy inteligente: en todo
caso, las ideas no son mi fuerte […] Las opiniones mejor fundadas, los sistemas
filosóficos más armoniosos (los mejor construidos) siempre me parecieron absolutamente
frágiles” (Ponge, 2000: 19). En efecto, la palabra no será dada a las cosas ni a los hombres
mudos por medio de la filosofía ni por medio de ninguna otra proposición ligada a una
verdad, sino por medio de la poesía o, más ampliamente, de la escritura literaria.
En ese sentido, la frase de apertura de Ponge es central en Partes de guerra, pues
sintetiza el gesto fundamental del libro. Si hasta entonces los relatos testimoniales no
habían tenido ocasión de producirse, de modo que los ex combatientes llegaron al
quinceavo aniversario de la guerra enmudecidos o “lacónicos”, o si los que pudieron
hablar fueron interrumpidos o se interrumpieron ante la imposibilidad de poner en
palabras la experiencia traumática, la tarea principal del montaje es la reinserción de estos
relatos fragmentarios, esforzados, en un solo relato fluido. Decíamos en el capítulo I,
retomando algunas reflexiones de Leonor Arfuch, que la narración es tal por estar sujeta
a ciertos procedimientos compositivos, fundamentalmente a los que remiten al eje de la
temporalidad. De ese modo, se precisa la afirmación que hicimos antes, siguiendo a
Benjamin, de que narrar es configurar la experiencia, puesto que subyace una correlación
entre la actividad de contar una historia y el carácter temporal de la experiencia humana.
Recuperar la fluidez y la cronología es la tarea fundamental de Partes de guerra, ya que
supone una reinserción de los relatos en el eje de la temporalidad y, así, en el de la
narración, que constituye una vía para que la experiencia bélica pueda constituirse como
tal y comunicarse. En este sentido, cabe señalar el contraste con Los chicos de la guerra,
donde los relatos eran continuamente interrumpidos y donde el objetivo central era la
extracción de explicaciones y no la constitución de una narración de la que esas
explicaciones, en todo caso, pudieran desprenderse posteriormente. Como ha señalado
José Natanson sobre el libro de Speranza y Cittadini, “cada fragmento se articula con el
siguiente de modo tal que, guiados por la mano invisible de los autores, las diferentes
99
experiencias se sintetizan de manera coherente en un libro que se lee como una novela,
con suspenso y grandes momentos de tensión dramática” (2005: en línea). Por añadidura,
el relato de Partes de guerra se ordena en función de los hechos de la guerra: las diversas
voces confluyen en un relato, no exento de tensiones, de lo que fueron “La convocatoria”,
el “2 de abril”, “Los primeros ataques”.
En su análisis sobre las representaciones de la guerra, Fredric Jameson se detiene
en una crónica del cineasta y escritor Alexander Kluge en la que el autor agrupa “bloques”
de relato, unidades puestas una al lado de la otra formando, un “collage” (2013: 252).
Aunque el resultado es una narrativa no lineal, en la que las anécdotas y las enumeraciones
se superponen, más que continuarse, unas a otras, lo cual distingue fundamentalmente el
texto de Kluge del que aquí trabajamos, nos interesa la pregunta que Jameson desprende
del análisis: ¿puede considerarse este texto como una novela de no ficción?69 Y, sobre
todo, nos interesa la respuesta, que resulta iluminadora respecto de Partes de guerra:
I believe that we must think our way back into a situation in which this question
make no sense and in which –as with the storytelling that precedes the emergence of
the so-called Western novel– the distinction between fiction and nonfiction (or
history) does not yet obtain, any more than that (so closely related to it) between
figurative and literal language. This is not to say that Kluge marks a regression to
pre-capitalist storytelling, but rather on the contrary that posmodernity as such has
now rendered those distinctions obsolete… (Jameson, 2013: 253)
No pensaba en mi familia o en lo que había dejado atrás. Ahora mi deber era conducir
y motivar a mis hombres con gritos de batalla, especialmente el canto de guerra de
la provincia de Corrientes, que nos hacía hervir la sangre. Estábamos todos
dispuestos a morir. Los Paracs se acercaban más y más, trataban de desbordarnos
por el flanco. Evitaban un asalto frontal porque les estábamos presentando una dura
69
En efecto, más allá de las peculiaridades del texto de Kluge, el collage y el montaje son recursos a los
que diversos relatos de guerra han recurrido, desde la Primera Guerra Mundial, momento que precisamente
Benjamin sitúa como el del decaimiento de la experiencia transmisible. Un ejemplo notable de este tipo de
procedimiento es el que realiza Peter Englund en La belleza y el dolor de la batalla, un libro de más de 700
páginas construido a partir del montaje de veinte historias de la Primera Guerra Mundial.
100
resistencia. Sin embargo, el fuego de ellos era muy preciso. Recuerdo haber visto un
cabo que recibía un impacto directo de un misil guiado por cable. Un soldado de mi
trinchera cayó herido y yo tomé su fusil automático y abrí fuego, pero el enemigo
todavía continuaba en su intento de desbordarnos por el flanco. Un soldado que
estaba haciendo un uso muy efectivo de un lanzador de misiles antipersonales
también fue herido y el lanzador quedó destruido. A un hombre que estaba al lado
mío le arrancaron el fusil de un tiro. Dijo: “Señor, están muy cerca, muy cerca”.
(Cittadini y Speranza, 2007: 136)
Al otro día, cuando venía amaneciendo, se empezaron a acercar, los veíamos a unos
doscientos metros. Ya había fuego de artillería de los dos lados. Había que cubrirse
todo el tiempo […] Tiraban y nosotros los ubicábamos y tirábamos también. Había
veces que los veíamos que saltaban o que venían agazapados, saltando, y les
tirábamos. Y el cabo decía: “Tiren, tiren, que se nos vienen encima”. Era increíble,
atacaba un grupo y después retrocedía, había momentos que mermaban los tiroteos
y momentos que se venían con todo. Mendoza quiso poner unas chapas en el pozo,
como un parapeto para protegernos de las ametralladoras y cuando se asomó, lo
agarraron tres ráfagas. Lo tiré de la chaquetilla y se cayó sobre mí. Ya estaba muerto
[…] Así habremos estado unas cuantas horas y de repente vi que delante, en la
primera línea, algunos compañeros ya se estaban entregando […] yo no me quería
rendir […] El campo estaba lleno de heridos, muertos, una masacre. Eran todos
ingleses, los distinguíamos por la ropa y yo decía, entre mí: “Nosotros también les
dimos duro”. Ahí me calmé un poco. (Cittadini y Speranza, 2007: 126-128)
101
regreso. El de Ulises, que, al cabo de diez años de errar por mares peligrosos y de
demorarse en islas de encantamiento, vuelve a su Ítaca”. (1996: 504). Y también esta
segunda historia es narrada en Partes de guerra, en otro capítulo enormemente tenso,
llamado precisamente “Odisea”, en que se narra el regreso de un grupo de soldados a
Puerto Argentino, acarreando heridos y totalmente desprotegidos, en medio de los ataques
finales ingleses.
3. La generación de Malvinas
En relación con lo expuesto, puede señalarse que, durante la década del noventa,
muchos de los relatos de Malvinas efectúan algún tipo de trabajo con discursos
preexistentes. El montaje, como vimos en el apartado anterior, es uno de ellos. Otro es el
simulacro, noción central en las teorizaciones de Jean Baudrillard, que retomaremos en
el análisis de Las islas, de Carlos Gamerro. Este tipo de trabajos pueden constituirse en
modos de facilitar la narración de la experiencia bélica, como sucede en Partes de guerra,
según vimos, o bien pueden, por el contrario, implicar un alejamiento, como el de Diario
de un regreso respecto del relato de la guerra de Iluminados por el fuego. En este apartado
veremos que, en el ámbito ficcional, también aparecen en estos años una serie de novelas
que realizan algún tipo de trabajo con discursos preexistentes y que suponen un
alejamiento, ya no de la experiencia, pero sí de la guerra en sí misma y de la posibilidad
de narrarla como épica: por un lado, el trabajo intertextual; por otro lado, la revalorización
de la experiencia de escritura de ficción como remedo de la experiencia bélica.
El desertor, de Marcelo Eckhardt, publicada en 1992 por Quipu, una editorial
orientada a un público juvenil, puede leerse como una reescritura, a la vez, de Los
pichiciegos y de “Juan López y John Ward”, que se lleva a cabo con herramientas del
comic.70 Asimismo, en la escena central de la novela resuena el encuentro de Martín
Fierro y el sargento Cruz que cierra la primera parte de Martin Fierro de José Hernández
(1872). En ese sentido, puede decirse que se trata de una obra que se sitúa en la tradición
de los desertores de la literatura argentina, la cual además contribuye a trazar. La novela
cuenta la historia del narrador, Yo Perro García, y del gurka Hang Ten, que, como Juan
López y John Ward, los personajes del poema de Borges, se encuentran enfrentados en
Malvinas, pero que a diferencia de aquellos, en vez de matarse deciden huir juntos, como
70
Retomaremos y profundizaremos el análisis de esta novela cuando trabajemos la figura del desertor en el
capítulo IV.
102
Fierro y Cruz en el poema de Hernández. Como no tardan en descubrir, el verdadero
conflicto, reeditado en todas partes, no es el que enfrenta a una nación con otra sino el
que enfrenta a opresores y oprimidos. Y ellos dos están del lado de los oprimidos. Yo
Perro García es un aborigen del Chaco, paria, desterrado, “nada en el ser argentino”
(Eckhardt, 2009: 83); el gurka Hang Ten, por su parte, proveniente de una colonia, fue
adoptado por el ejército británico para ser usado como carne de cañón y terminó
convirtiéndose en un “esclavo ganador” (Eckhardt, 2009: 83). En su viaje, Hang Ten y
Yo Perro García descubrirán que lo que los une –entre sí y con todos los oprimidos del
mundo– no es la cultura sino la barbarie. Así, la novela reescribe el poema de Borges
desde la noción benjaminiana de que “No existe documento de cultura que no sea a la vez
documento de barbarie” (Benjamin, 2001: 46). Pero, además, la novela de Eckhardt tiene
como intertexto a Los pichiciegos: no solo porque su temática central es la de la deserción,
sino también porque, en su relato, Yo Perro García se dirige a una segunda persona, a la
que pregunta constantemente si le cree y si lo entiende. Así, el relato de El desertor está
estructurado, como el de Los pichiciegos, en torno a una instancia testimonial en la que
se plantean las dificultades en la transmisión del relato de la experiencia bélica.
Complementariamente, la novela de Eckhardt incluye una serie de ilustraciones, que
recuerdan las del comic Maus, de Art Spiegelman (1973), no solo por su estilo sino
también porque surgen como alternativa frente a las limitaciones del testimonio para dar
cuenta de la experiencia.71
Por otra parte, hay un conjunto de novelas sobre Malvinas producidas durante la
década del noventa en las que el desplazamiento de la experiencia bélica en primera
persona del centro del relato –y, por tanto, de la guerra misma– es concomitante a una
valorización de un tipo de experiencia ligada a la escritura literaria: la del autor. Carlos
Gamerro se refirió a estos dos procesos simultáneos en relación con el origen de Las islas.
En un artículo de 2010, cuenta que antes de escribir la novela entrevistó a algunos ex
combatientes pero comprobó, reformulando a Benjamin, que estos habían vuelto del
campo de batalla “no mudos sino lacónicos”, es decir, “para comunicarse entre ellos, las
palabras eran casi innecesarias: lo mismo valían los silencios y los gestos” (2010a: en
línea), en cambio, para hablar con otras personas las palabras resultaban insuficientes.
Esto lo llevó a hacer un primer descubrimiento:
71
La historieta Maus, de Art Spiegelman, publicada en 1973, cuenta la historia del padre del autor en
Auschwitz, haciendo especial hincapié en las dificultades que entrañan la transmisión y la narración de una
experiencia límite.
103
Ellos no necesitan hacer real esa experiencia mediante el lenguaje. Yo, que no estuve
allí, yo, el que nada ve y el que nada siente ante esas pobres palabras en que destila
todo lo que vieron y vivieron, me veo obligado a construir esa experiencia con las
palabras; debo hacerla verdadera para mí, primero, y si lo logro, hay una buena
probabilidad de que logre hacerla verdadera para mis lectores; y quizá, quién sabe,
verdadera, de modos nuevos, incluso para ellos, los que estuvieron. Ese fue mi
primer descubrimiento, obvio tal vez, pero una de esas verdades que sólo valen si
uno las descubre por su cuenta: que la pobreza de la experiencia puede ser suplida
por la riqueza de la imaginación y, sobre todo, por el trabajo de la escritura, que no
siempre el que ha tenido la experiencia será el que mejor la cuente. (Gamerro, 2010a:
en línea)
Soy clase 62, la clase que fue a Malvinas. No fui a Malvinas. De hecho, estaba fuera
del país cuando comenzó la guerra, y tan alejado de ella como podía estalo,
geográfica y espiritualmente –en Méjico, y viviendo mi primer amor. De ese sueño
–el sueño de que la vida, después de todo, valía a veces la pena de ser vivida– me
despertaron, con una semana de demora, los clarines de la guerra […] Malvinas, en
ese sentido, me marcó, como marcó a toda mi generación, a los que fueron y a los
que se quedaron. Y me dejó, además, la sensación de una vida, quizá también una
muerte, paralela, fantasmal –la mía, si me hubiera tocado ir. Malvinas no fue para
mí una eventualidad remota; fue un destino al cual por pura suerte –haber pedido
prórroga en lugar de hacer la colimba a los dieciocho años– escapé. Ese destino
paralelo me seguiría hechizando de tal modo que, diez años después, me vi obligado
a acatarlo, al menos en esa otra vida de ficción. Las islas es, de alguna manera, una
novela autobiográfica al revés: lo que podría haber sido mi vida si el ojo del destino
hubiera sido menos descuidado. (2006: 64)
104
y cuestiona la experimentación, a la vez que propone personajes y conflictos vinculados
directamente con la historia política o social. En cambio, el grupo ligado a Babel había
acuñado la expresión “literatura Roger Rabbit”, que
En los dos grupos, sin embargo, hay autores que escriben sobre Malvinas durante
la década del noventa: Martín Caparrós, Daniel Guebel y Charlie Feiling formaban parte
del grupo Babel, mientras Juan Forn y Rodrigo Fresán eran “planetarios”. Escribir sobre
Malvinas resulta, así, una de las marcas comunes que construye a esa generación como
tal. Además, todos ellos nacieron entre 1956 y 1962, hecho que si bien no basta para
definir una generación, adquiere relevancia precisamente en relación con la guerra de
Malvinas. En efecto, muchos de ellos son, como Gamerro, de la generación que fue a
Malvinas; incluso algunos que no lo son estrictamente lo sintieron así. Fuera de babélicos
y planetarios, Raúl Vieytes, autor nacido en 1961, y que analizaremos en el apartado que
sigue, sostuvo:
105
puntano Gustavo Romero Borri, nacido en 1962, en la escritura de Iluminados por el
fuego.
Entretanto, Rodrigo Fresán, cuyos cuentos “La soberanía nacional” y “El aprendiz
de brujo” serán analizados en el apartado siguiente, nació en 1962. Charlie Feiling nació
en 1961 pero por haberse formado en un Liceo Militar debió presentarse para pelear en
Malvinas. Finalmente, fue eximido porque durante la revisación médica de rutina le fue
descubierta la leucemia que le provocaría la muerte en 1997. Sobre esa experiencia,
escribió el poema “País de Mala Muerte”, luego incluido en el libro Amor a roma,
publicado en 1995. El poema está dedicado a José Luis R., sugestivamente llamado “un
héroe de nuestro tiempo”, quien había sido compañero de Feiling en el Liceo Militar y
luego falleció por un cáncer de testículos:
72
Retomaremos más adelante el tema de la asociación entre cáncer y guerra, señalada oportunamente por
Susan Sontag (2003).
106
sorprendido por el hecho, comienza a averiguar si su amigo se suicidó. Por la hermana
del Indio, se entera de que pudo haber tenido para ello dos razones; el trauma que le dejó
haber peleado en Malvinas o el haber sido diagnosticado con leucemia. A lo largo de la
novela, ambos dramas, la enfermedad y la guerra, se irán entremezclando, como de hecho
se entremezclaron en la vida de Feiling. Aunque retomaremos este texto en el apartado
que sigue, es preciso mencionar acá que, mientras Hope tiene el nombre y los antepasados
ingleses, la profesión literaria y la relación con la academia, Juan Carlos no solo es
argentino sino que además, es marginal, como Yo Perro García, está enfermo de leucemia
y fue convocado para pelear en Malvinas. Así, aquí también la literatura construye, en su
referencia a Malvinas, una serie de vidas y muertes posibles –paralelas y fantasmales, en
términos de Gamerro–. De ese modo, Malvinas es menos la referencia a un episodio
histórico que una zona eminentemente literaria, donde la ficción trae como reverso una
experiencia que no es la de la guerra.
En este marco, durante la década del noventa aparecen una serie de novelas cuyos
autores nacieron en 1961 y 1962: Acerca de Roderer de Guillermo Martínez (2002
[1992]), La flor azteca de Gustavo Nielsen (1997) y Latas de cerveza en el Río de la Plata
de Jorge Stamadianos (1995).73 En todas ellas, los protagonistas no son los que fueron a
Malvinas sino los que podrían haber ido y no lo hicieron.
La flor azteca está narrada por Fabio, huérfano y mago aficionado. Su amigo
Carlos, quien se valdrá de un truco que sabe hacer con la cadera para evitar ser embarcado
como conscripto en el Crucero General Belgrano rumbo a Malvinas. La picardía de
Carlos, puesta en función de “zafar” y no de “vencer”, permite a Martín Kohan incluir a
la novela entre las ficciones farsescas que, en la línea inaugurada por Los pichiciegos,
desarticulan los valores nacionales. La flor azteca lo hace “desplazando el eje hasta
descentrar el relato bélico (al tomar la perspectiva del conscripto que se aburre en una
oficina de Buenos Aires)” (Kohan, 1999: 6).
A ese descentramiento se agrega otro: la magia, que ocupa un rol central en la
historia, configura un universo en el que todas las categorías son inestables, lo cual
termina por volverse aterrador. La flor azteca es una figura femenina que atraviesa toda
la novela: le falta medio cuerpo y sin embargo llega a constituir para Fabio el objeto de
las primeras y más perdurables fantasías sexuales. Como señala Julieta Vitullo, “lo que
lo excita a Fabio de esta imagen de mujer de la cintura para arriba, sin piernas y sin sexo,
73
Martínez y Nielsen nacieron en 1962 y Stamadianos en 1961.
107
es precisamente la falta […] La novela tematiza la imposibilidad y la falta” (2012: 140).
La falta, por otra parte, está revestida de erotismo, de deseo. En ese sentido, es posible
leer en la flor azteca una metonimia de las islas, tal como fueron definidas por Carlos
Gamerro: “Si a algo me recordaron siempre las formas de Malvinas es a un Rorschach,
esas manchas simétricas de tinta en las cuales el paciente puede reconocer las formas del
delirio o el deseo, y el médico estudiar las de su locura” (2006: 66). En efecto, según
vimos en la introducción, muchos autores han considerado que el despojo es un aspecto
central de la definición del ser nacional argentino y que, por tanto, es la carencia de las
Malvinas el principal fundamento del deseo de recuperarlas (cfr. Palermo, 2007). Martín
Kohan ha sintetizado esta postura al sostener que “Si un día se lograra recuperarlas, las
Malvinas serían un poco más argentinas. Pero seríamos un poco menos argentinos los
argentinos” (2012: en línea). Así, lo que está en el centro de La flor azteca es la falta: de
los padres, de las islas, de la totalidad nacional. Y, al final, del amigo. Aunque “zafó” de
la guerra, Carlos sufre un cáncer de testículos, réplica orgánica, según las interpretaciones
del propio Fabio, de su “falta de huevos”, pero también continuidad maligna de la vida
en los que se quedaron, que termina por convertirse en una discontinuidad. La flor azteca
cuenta, así, la interrupción que significa la guerra incluso para los que no pelearon.
Asimismo, el cáncer de testículos de Carlos y la sexualidad incompleta de Fabio llevan a
pensar que la interrupción es también genealógica, en la medida en que estos jóvenes,
igual que los que murieron en Malvinas, no alcanzan a procrear.74
Antes de continuar con otras novelas donde se narra la guerra como interrupción,
quisiéramos subrayar la relación, que articulan tanto esta novela como el poema de
Charlie Feiling que mencionamos antes (“País de Mala Muerte”), entre la muerte en la
guerra de Malvinas y la muerte por cáncer de testículos. Entre las metáforas que, según
Susan Sontag (2003), usualmente se asocian al cáncer, se encuentran tanto la de la guerra
como la de la indignidad en tanto es una enfermedad que, a diferencia de la tuberculosis
suele asociarse a partes “bajas”, “inconfesables” del cuerpo. Tanto en el poema de Feiling
como en La flor azteca, la indignidad común pareciera reforzar la asociación entre ambas
formas de muerte: por cáncer o en la guerra. En “País de Mala Muerte”, además, la
equivalencia se refuerza en la dedicatoria, cuando se denomina “héroe de nuestro tiempo”
al amigo muerto de cáncer de testículos.
74
Retomaremos el análisis de esta novela en IV.1, cuando trabajemos la figura del desertor.
108
En Acerca de Roderer, de Guillermo Martínez (1992), el narrador y protagonista
es un adolescente que cuenta la transformación que sufre su vida cuando conoce a
Gustavo Roderer, un muchacho recién llegado al pueblo que es el primero en ganarle al
ajedrez y no tarda en convertirse en su amigo y guía. Después se sabrá que es una especie
de genio loco embarcado en una búsqueda extraordinaria. El protagonista es enviado a
Malvinas. El episodio ocupa apenas unas pocas páginas. Pero, a su regreso, cuando se
reencuentra con su familia, quiere gritar: “soy el mismo” y no lo consigue. En efecto, en
pocos meses todo ha cambiado: su hermana está por casarse, la madre de Roderer está
enferma y Roderer se ha ido. Aunque aquí Malvinas es un episodio secundario, marca un
antes y un después en la vida del protagonista, al poner fin a su amistad con Roderer.
Latas de cerveza en el Río de la Plata es ante todo la historia de un pícaro, Ulises,
y de los diversos modos en que busca ganarse la vida en la Argentina de los años noventa,
que se va revelando a lo largo de la novela como una década de profundos contrastes
económicos y sociales: mientras algunos viajan en cruceros de lujo o, como su dueño
Ben, se entrevistan con el Ministro de Economía para hacer negocios millonarios de muy
dudosa transparencia, otros, como Ulises y sus amigos, solo consiguen trabajos mal
pagos, casi siempre humillantes. En uno de los episodios de la novela Ulises debe mediar
entre dos amigos que se pelean porque uno, a través de negociados turbios, consiguió
comprarse un departamento en una torre, mientras que el otro, un profesional honesto,
vive en un monoambiente con su hija y su mujer que además está embarazada. En el
medio, va apareciendo otra historia, a la que esta se superpone, ocurrida más de diez años
atrás: Ulises tenía un hermano mayor, Miguel, a quien convocaron para pelear en
Malvinas. Miguel decidió escaparse, junto con su amigo Juan Francisco, ayudados por el
pequeño Ulises; sin embargo, a último momento, no se atrevió a irse y Juan Francisco se
fue solo. Avanzada la novela sabemos, primero, que Juan Francisco es Vincent, uno de
los empleados del crucero, quien llegado el momento no solo no devuelve el favor que le
hizo Ulises años atrás sino que además se convierte en su enemigo; y después, que Miguel
murió en la guerra. Comprendemos así que esa muerte está operando sobre todo lo que
pasa en la novela, que todas las imposibilidades remiten a aquel episodio, que la
inmadurez de Ulises se debe en parte a que se quedó detenido entonces, en sus trece años,
que no siguió creciendo. Más ampliamente, en esta novela el presente es el resultado de
una sociedad que se quedó trabada en un pasado que no pudo ser tramitado. En efecto, la
década del noventa, caracterizada por la desigualdad social, la falta de oportunidades y la
corrupción, hunde sus raíces en el no tan lejano pasado; se revela así que bajo la apariencia
109
de lujo y concordia, se trató de una década de conflictos que, de un modo u otro, remiten
a la herida todavía abierta de Malvinas.75
En todas estas novelas, no es el protagonista el que va a la guerra, sino otro, un
hermano o un amigo, que, sin embargo, representa una influencia vital fundamental, de
modo que su desaparición provoca un corte irremediable. Se introduce de este modo la
figura del doble: la guerra le toca a otro, pero ese otro es un par. La conclusión inevitable
a la que arriban casi todos los protagonistas es que les podría haber tocado a ellos; si no
ocurrió, fue casi siempre por azar.76 Así, en los años noventa, una serie de novelas
comienzan a narrar la interrupción que significa la guerra en todas las vidas, no solo de
quienes fueron a pelear.
Como vimos, si bien en estos años volvió a hablarse de Malvinas en la esfera
pública, las palabras no redundan, en la mayoría de los casos, en prácticas concretas que
apunten a la reincorporación a la sociedad de los ex combatientes o que signifiquen un
avance en relación con el reclamo de soberanía; correlativamente, este es el momento de
mayor silencio de los ex combatientes, quienes, como descubre Carlos Gamerro (2010a),
están “lacónicos”. Si, como vimos en el capítulo anterior, en los primeros años de la
democracia se procuraba acotar desde afuera el relato de los soldados, ahora estos
parecieran haber incorporado el límite. En ese marco, desde la literatura se procura volver
a construir una experiencia común a partir de Malvinas, ya que no la del combate, sí la de
la interrupción que significó la guerra en las vidas de una generación.
Fundamentalmente, en estas novelas puede comprobarse definitivamente que para
escribir sobre Malvinas, no hace falta la guerra: ni representar sus elementos intrínsecos,
como los combates, ni haber participado de ella, como los combatientes. No solo porque
es falso que el que tuvo la experiencia será el que mejor la cuente, como advirtió Gamerro,
sino también porque la falta de épica positiva que, según Vieytes, había marcado a la
generación –los que fueron y los que se quedaron– disoció los relatos de esta guerra de
las modalidades de la épica, tradicionalmente ligadas a él. Como consecuencia, no es la
guerra lo que prioritariamente se cuenta. Esto, que marcó desde el comienzo a los relatos
de Malvinas, en estas novelas asume la particularidad de que lo que desplaza a la guerra
en el relato es su representación. Lo fundamental ya no es si la guerra se representa desde
el realismo ni en qué medida los relatos remiten a una verdad de la guerra, sino eso que
hemos llamado representación en segundo grado. El desertor que reescribe las historias
75
Retomaremos el análisis de esta novela en IV.1, cuando trabajemos la figura del desertor.
76
Retomaremos estas ideas en IV.4.1.2.
110
de Martín Fierro, Los pichiciegos y “Juan López y John Ward”; el periodista que quiere
contar la historia de la guerra –o de su propia guerra–; el amigo o hermano del que fue,
que cuenta la historia por él: todos ellos constituyen equivalentes literarios del testigo
que, según lo definiera Giorgio Agamben, siempre es vicario, en tanto no es el que tuvo
la verdadera experiencia.77
4. De farsas y conspiraciones
77
En su análisis de los relatos de sobrevivientes de los campos de concentración nazis, Agamben encuentra
que en todo testimonio hay una laguna, un centro indecible: nadie puede contar más que la muerte de los
otros. La muerte propia es indecible. Agamben cita a Primo Levi: “Ellos son la regla, nosotros la
excepción… Los que tuvimos suerte hemos intentado, con mayor o menor discreción, contar no solamente
nuestro destino sino también el de los demás, precisamente el de los hundidos; pero se ha tratado de una
narración por cuenta de terceros, el relato de cosas vistas pero no experimentadas por uno mismo.”
(Agamben, 2005: 33)
111
tienen en común el hecho de que sus autores, en general, pertenecen a la generación de
los que podrían haber ido a Malvinas y no fueron. La farsa y la conspiración, como
veremos, proveen estructuras solidarias con lo que denominamos representación en
segundo grado de la guerra, que caracteriza mayormente la literatura de esta generación.
En los relatos regidos por la lógica de la conspiración, una investigación suscitada
por un crimen lleva a la guerra de Malvinas que de un modo u otro se liga con el crimen
y lo explica. La guerra de Malvinas es, así, un episodio del pasado, que fue ocultado y del
que, por tanto, no se habla, pero que, desde las sombras, sigue operando sobre un presente
que es el de la década del noventa, en el que, como vimos, se habla de todo. En ese sentido,
es posible pensar esta narración de Malvinas desde la lógica de la conspiración en relación
con las ideas desarrolladas por Ricardo Piglia en torno al complot. Para Piglia, existe una
relación paradojal entre el exceso de información y las teorías conspirativas, en la medida
en que en un mundo donde todo se sabe comienza a sospecharse que en lo que no se sabe
está la clave, que en lo oculto está la explicación:
Lo que no se sabe en un mundo donde todo se sabe obliga a buscar la clave escondida
que permita descifrar la realidad. Si la crisis de la experiencia situada por Benjamin
en la Primera Guerra Mundial ha sido desplazada (aunque no resuelta) es quizás por
la presencia creciente de la idea de complot en las relaciones entre información y
experiencia. La paranoia, antes de volverse clínica, es una salida a la crisis del
sentido. (2007: 10)
112
un excéntrico millonario italiano quien termina por revelarle que las tumbas fueron
profanadas por el empresario Rafael López Aldabe, que había escondido en ellas
documentos que necesitaba recuperar. Tales documentos demostraban que en 1978
algunos militares, entre los que se encontraba el padre de Jáuregui, y algunos miembros
de la burguesía local, como el propio López Aldabe, habían colaborado con Inglaterra, a
cambio de cuantiosas sumas de dinero para la construcción de tanques de combustible en
las islas Georgias, que pudieran abastecer buques de guerra en caso de necesidad. Por eso,
según la historia que va descubriendo Jáuregui, unos años después, las operaciones en
Malvinas se iniciaron en las Georgias, con el objeto de destruir la fuente de
abastecimiento inglesa.
Así, la guerra constituye uno de los eslabones de una compleja conspiración, en
la que los poderes económicos juegan un rol fundamental, tal como le es revelado a
Jáuregui por el millonario italiano, que lo recibe su oficina, ubicada en el último piso de
una torre del complejo Catalinas, en pleno centro porteño. Como culminación de la escena
de ostentación, el italiano exhibe también sus teorías sobre el capitalismo. Dirigiéndose a
un estupefacto y drogado Jáuregui, afirma, mientras señala la ciudad:
¿Ves todo eso? ¿Te lo imaginás en plena actividad? ¿Todos esos pequeños hombres
corriendo, desesperados, siempre al borde de la crisis, colgados de un teléfono, de
una terminal, de una estafa posible? Desde acá se los ve muy bien, son como
pequeñas hormigas, hormigas de un hormiguero que se derrumba, ¿capito?, que
alguien pateó más de la cuenta. Son hormiguitas. Y todo lo que se hace ahí en verdad
se hace acá, en estas computadoras. Todo […] Con unos millones y un poco de maña
puedo manejarlos a todos, ¿capito? Bajo el dólar, subo el dólar, las tasas, los bonos,
todos esos papeles de fantasía […] Yo puedo hacer que una fortuna de veinte años
se disuelva en dos días, ¿capito? Yo sé cómo destruirlos. Me alcanza con poner un
millón en unas acciones para que un ejecutivo exitoso se convierta en un desecho”
(Caparrós, 2004: 203-204).
Así, pues, un grupo exiguo de hombres, desde las sombras, maneja la economía.
Y es el mismo que, en su momento, entabló relaciones comerciales con Inglaterra. En ese
sentido, menos de diez años después de Los pichiciegos, la guerra vuelve a pensarse como
estrechamente ligada con lo económico y, específicamente, con lo comercial, aunque
ahora el sistema se ha complejizado y virtualizado: se maneja “desde computadoras”, que
pueden disolver en dos días la fortuna de veinte años.
Un cruce similar entre lo visible y lo oculto es el que realiza la ya mencionada
novela de Charlie Feiling, El agua electrizada, más precisamente bajo la forma de un
cruce entre lo real y lo metafórico. Allí, tras la muerte de su amigo Juan Carlos –el
113
“Indio”– en circunstancias sospechosas, el profesor Tony Hope comienza a investigar si
pudo tratarse de un suicidio o un crimen. Rápidamente descubre que esa muerte se
entrelaza con un hecho policial de gran resonancia periodística: dos mujeres que fueron
halladas muertas en una bañera, con un estado de descomposición de semanas, cuando en
realidad habían muerto el día anterior a que las encontrasen. Asimismo, Hope descubre
que la mayor de las mujeres estuvo detenida durante la dictadura y a partir de allí
comienza a encontrar por todos lados huellas de una represión ilegal que todavía continúa,
en las sombras, con la que el Indio tiene alguna relación. En la extensísima cobertura
periodística del caso de las mujeres muertas, sin embargo, nada de eso aparece: es Hope
el primero en verlo. A partir de allí, se revela que, en la muerte de Juan Carlos, de algún
modo misterioso, se entrelazan la guerra de Malvinas, la “guerra contra la subversión” y
la leucemia. Hope recuerda entonces una vez que el Indio se arrancó el suero y se escapó
del hospital en medio de un tratamiento por la leucemia:
Ese día me peleé con Juan Carlos porque empezó con el delirio de que tenía que
mantenerse en forma, mantener el entrenamiento militar para poder derrotar
definitivamente a la subversión. Ahora me doy cuenta de que estaba invirtiendo los
términos de esa metáfora hija de puta que usaban los milicos, que llamaba
“subversión” a su propio cáncer. (Feiling, 1992: 141)
78
Retomaremos está metáfora y su análisis en el capítulo III, cuando trabajemos la novela Ciencias morales
(Kohan, 2007).
114
guerrilleras’ (Feiling, 1992: 142). Cabe recordar aquí lo que afirmamos a propósito del
poema de Feiling, “País de Mala Muerte” y sus puntos de contacto con La flor azteca. En
El agua electrizada, una vez más, las metáforas del cáncer y la guerra se entrelazan, pero
falta, en cambio, el tercer término: la indignidad. No es menor, en ese sentido, el hecho
de que aquí la metáfora esté puesta en boca del Indio, alguien ligado a la institución militar
y a sus crímenes, en la medida en que él mismo se convierte en encarnación del carácter
indigno, no sólo de Malvinas y de la enfermedad, sino también de la metáfora que las
reúne.
La novela Kelper, del actor, pintor y dramaturgo Raúl Vieytes, gana la primera
mención del Premio Clarín de Novela en 1999. Allí, Malvinas también aparece como un
hecho del pasado que una lectura conspirativa de la realidad encuentra en el origen de los
crímenes del presente. Sin embargo, presenta una gran diferencia respecto de las otras
novelas que analizamos: Kelper transcurre en Malvinas. Al referirse al origen de la
escritura, Vieytes hace referencia al enojo que sintió al enterarse de que los isleños no
iban a permitir el ingreso de los argentinos a las islas, ahora posibilitado por la
reanudación de los vuelos (Costa, 1999). Así, el punto de partida de la novela es ese enojo
y su voluntad es la de realizar de todas formas ese viaje a Malvinas. El resultado ya se ve
en el título: “kelper” remite, por un lado, a los habitantes de Malvinas, que son los
protagonistas de la novela, pero, por el otro, devuelve, en la carga peyorativa del
gentilicio, la violencia que, se supone, la comunidad isleña ejercerá sobre los argentinos
que viajen.79
La historia de Kelper comienza cuando Len Bresley, un oscuro terrateniente
malvinero es convocado por el proxeneta y contrabandista Pete Holligray para colaborar
en la defensa de las islas ante una supuesta invasión de argentinos, que llegan por la noche
con fines ocultos, presumiblemente vinculados a tareas de espionaje. Concretamente, Pete
Holligray pide a Bresley que entierre el cuerpo de uno de esos argentinos, que la banda
de Holligray acaba de asesinar. Bresley, siempre dispuesto a defender las islas y a
defenderse, no duda en aceptar, especialmente después de haber sido abordado, en el bar
del pueblo y frente a la vista de todos, por Andrew Catcher, un político del cual es sabido
que no solo comercia con el continente sino que además es promotor de una política de
restablecimiento de los vínculos y el contacto interno de los invasores: el miedo a que sus
compatriotas puedan asociarlo con él lleva a Bresley a exagerar el entusiasmo por una
79
“Kelper”, derivado de “kelp” (alga) es, en efecto, una denominación altamente peyorativa.
115
tarea que de todos modos hubiera aceptado. En mitad de la noche invernal, Bresley cruza
la isla para enterrar el cuerpo en una de las tumbas al soldado desconocido del cementerio
de Darwin, pero al llegar descubre con horror que el muerto en realidad está vivo y debe
rematarlo a golpes. Entonces comienza una trama de violencia y asesinatos que hace que
Kelper se integre a las serie de policiales ligados a Malvinas que conformaban El tercer
cuerpo y El agua electrizada, aunque con los rasgos peculiares del policial negro, entre
los que se destaca la paranoia como forma del relato conspirativo que es, aquí, el relato
de una comunidad cerrada, endogámica e insular.
Ante la llegada de los argentinos con su excusa inverosímil de que vienen a
fotografiar pingüinos, Bresley asume el mando en la defensa de la comunidad en tanto
miembro destacado, ejemplar: “yo, Len Bresley, era un respetable terrateniente,
originario de una familia de cinco generaciones de isleños, pujante productor de lana,
puntal de la economía de las Falkland” (Vieytes, 1999: 44). Así, el horizonte ideal de
pertenencia a la comunidad no se define tanto en términos territoriales como en relación
con dos variables: la genealogía y la participación económica. A estas, cabría agregar una
tercera, un poco más difusa pero no por eso menos relevante: la de la cultura compartida
que, por otra parte, se comparte en virtud de la pertenencia a una misma genealogía, tal
como se ve en las siguientes afirmaciones de Bresley: “¡Soy conservador desde que nací!
Quiero seguir siendo británico y que mis nietos sean británicos y conservadores” (Vieytes,
1999: 63).
La comunidad que define Kelper es una comunidad cerrada que, lejos de dar lugar
a lo nuevo tiende a conservarse, a encontrar fundamento en la repetición. El hecho de que
la historia transcurra en una isla, por otra parte, no hace más que reforzar este efecto
claustrofóbico. Los límites de la comunidad tienden, en principio, a coincidir con los de
las islas y a superponerse, también, con los de la familia. Familia y patria se confunden
entre sí al mismo tiempo que se distinguen de los otros, los que no son familia ni patria,
que se convierten automáticamente en una amenaza. Bresley cree que su mujer lo engaña
con su capataz e incluso nota que su hijo se parece más a él que a sí mismo. Y la duda no
solo se extiende hacia adelante en la genealogía. “En el retrato teníamos todos un
alarmante parecido físico, los de la familia y los que trabajaban en la estancia…” (Vieytes,
1999: 157), sostiene Bresley al observar un retrato familiar antiguo. Sin embargo, la duda,
lejos de corroer el sentido de la identidad, lo refuerza pues, precisamente, lo que define
importa para ese sentido son las barreras que separan del afuera. De todos modos, hay
que señalar también que, en esta novela, el amor –por la familia, por la comunidad– parece
116
bastante precario y encuentra pocas ocasiones para manifestarse. Una de ellas es el festejo
del 15 de junio por la reconquista de las islas tras la invasión argentina, que Bresley
organiza en su casa. El clima es de confraternidad, todos brindan, ríen y se cuentan una y
otra vez esas historias del 82 que los unen. El comisario levanta la copa y dice: “¡Damas
y caballeros, esta tendencia a la unidad se llama amor…!” (53). El amor y la unidad nacen
sin embargo del recuerdo de la guerra, es decir, del odio a los argentinos, que son
denominados “argies”, palabra que, en la violencia que contiene, deviene un espejo de
“kelper”.
El hecho de que el amor surja del odio o, en otras palabras, de que el amor no sea
más que una máscara del odio, hay que relacionarlo con la decisión de Vieytes de contar
desde la perspectiva del enemigo y, además, justo en el momento de su rechazo; es decir,
desde el presupuesto de que existen dos comunidades enfrentadas, irreconciliables,
igualmente cerradas. El encuentro entre ellas no puede, así, producirse más que de un
modo violento, como una continua reedición de los términos de la guerra. Las acciones
de Catcher tendientes a reanudar los vínculos con el continente son interpretadas como
traición a la patria, y pueden costarle la vida. Del mismo modo, los argentinos que entran
a las islas –tal vez sea cierto que son espías, no lo sabemos– se meten en territorio hostil:
no les queda otra opción que morir, e incluso morir dos veces. Así, pues, el encuentro
entre comunidades vuelve a producirse bajo el signo del enfrentamiento: no hay encuentro
posible y la historia se repite. En relación con ello, cabe señalar que la novela está escrita
emulando una traducción del inglés. Los isleños de Kelper usan palabras como “polla”,
“barbacoa” o “aparcar” y hablan de “tú”. Es decir que se trata de una “mala traducción”,
una traducción extraña para el hablante de español argentino, que impide también la
comunicación entre las dos comunidades.80
Hay que destacar en este punto que la homogeneidad interna de una comunidad
no es más que una ilusión óptica que se produce mirando desde lejos o desde afuera, que
es precisamente lo que hace Kelper al enfatizar la heterogeneidad entre los bandos
enemigos. Si uno se acerca, comienzan a verse numerosas líneas que horadan a la
80
Para Benedict Anderson, la lengua es uno de los elementos centrales en la imaginación de una nación:
“Si la nacionalidad tiene cierta aurora de fatalidad, sin embargo es una fatalidad integrada a la historia.
Aquí resulta ilustrativo el edicto de San Martín que bautizaba como “peruanos” a los indios de habla
quechua: un movimiento que tiene afinidades con la conversión religiosa. En efecto, demuestra que la
nación se concibió primero en la lengua, no en la sangre, y podríamos ser “invitados a” la comunidad
imaginada. Incluso las naciones más insulares aceptan ahora el principio de naturalización (¡maravillosa
palabra!), por mucho que puedan dificultarla. Vista como una fatalidad histórica y como una comunidad
imaginada mediante la lengua, la nación se presenta simultáneamente abierta y cerrada” (2007: 205).
117
comunidad, que la amenazan desde adentro. En primer lugar, la comunidad isleña dista
mucho de ser presentada como una comunidad ideal: los “kelpers” son violentos,
asesinos, contrabandistas, crueles, borrachos. En segundo lugar, contiene elementos
irreductibles que refutan cualquier homogeneidad: la prostituta Lilith, el traidor Catcher.
Y, finalmente, la paranoia de Bresley, puesta en marcha por la presencia de los “argies”
termina por enfrentarlo con otros isleños: “También Lilith –igual que yo, que Steve
Catcher, que todos los demás– era una isla. Un ser humano aislado en un mar de basura”
(Vieytes, 1999: 87). El recorte último se traza alrededor de cada individuo, de modo tal
que el mapa de la comunidad acaba por ser el de un archipiélago, una comunidad abierta,
vulnerable, horadada por líneas de ajenidad, rodeada por mares que traen, o pueden traer,
amenazantes otros. En síntesis, la comunidad isleña de Kelper interpreta como
conspiración cualquier contacto con otros. La guerra de Malvinas es el episodio fundante
de esa inconmensurabilidad de las comunidades y del consecuente enfrentamiento, que
una y otra vez se reedita desde la lectura y la escritura paranoicas.81
Pasemos ahora al segundo grupo de textos de este apartado: aquellos en que el
desplazamiento de la guerra del centro del relato se produce bajo una serie de operaciones
deconstructivas de los valores de la nacionalidad que Martín Kohan denominó farsa, por
medio de las cuales se hacen a un lado “la gloria y las hazañas, el mandato de matar o
morir, el deber de la recuperación de las hermanitas perdidas, o el mérito de caer por la
patria” (Kohan, 1999: 6). En 1991, Rodrigo Fresán publica su libro Historia argentina,
compuesto por una serie de cuentos que de diversas maneras reescriben episodios de la
historia nacional. Dos de ellos están relacionados con Malvinas. En “El aprendiz de brujo”
se cuenta la historia de un joven que está estudiando gastronomía en Inglaterra cuando
81
En los años noventa, correlativamente a los movimientos de la globalización puede percibirse un contra-
movimiento de resurgimiento nacionalista, dentro del que puede situarse Kelper y también el film Fuckland
(cfr. infra). En el ámbito musical, Cecilia Flachsland señala que, en estos años, los que hablan de Malvinas
son el heavy metal y el denominado rock chabón, ambos nutridos de los resabios de un discurso
nacionalista, que sirve como “último refugio de los desangelados frente a las lógicas mercantilistas”. En
efecto, la autora señala que en los noventa, “ya no son las clases medias las que cantan a las Malvinas sino
las clases populares de la argentina de la exclusión […] personas que viven sin el amparo de las instituciones
modernas –estado, trabajo, escuela, familia– ancladas en barrios cuyo paisaje se vio transformado por la
miseria, la desocupación, la delincuencia, el tráfico y el consumo de drogas” (2007: 61). Entre estos nuevos
grupos que cantan a Malvinas, se destaca Almafuerte, que hiciera la música para la película El visitante, de
Javier Olivera, estrenada en 1999. Tanto en la película como en la canción el tema es la desmalvinización,
el limbo al que fueron relegados tanto la guerra como los ex combatientes, al no ser incluidos en la
Argentina que comenzó a tomar forma en diciembre de 1983. La propuesta, entonces, es la de una
reivindicación de lo nacional que incluya a Malvinas y a sus héroes. Como señala Gustavo Zabala,
guitarrista de la banda heavy metal Tren Loco: “Me interesa hacer lo mismo que los yankees hicieron con
Vietnam. Allá los cagaron a tiros pero ellos te filman películas onda Rambo y se sienten orgullosos de sus
héroes” (Flachsland, 2007: 61). Para que tal propuesta comience a encontrar eco en un espacio más amplio
que el del público del metal, tendría todavía que esperar unos años.
118
estalla la guerra. Al poco tiempo se entera de que su hermano menor, el del futuro
promisorio pero también el de la mala suerte, fue enviado a las islas. Alejo, justamente,
es el protagonista de “La soberanía nacional”, el otro cuento del libro sobre Malvinas, en
el que se cuentan, intercaladas, tres historias que, aunque ocurren en la guerra, escapan a
la lógica bélica y la ponen en jaque. En una, Alejo mata a un gurka por accidente. En las
historias que los otros soldados cuentan sobre el episodio, el asesinato se convierte en un
acto de valentía y es reinscrito, así, en la lógica del relato bélico.82 En otra de las historias,
un soldado cuenta cómo ideó el plan de ir de voluntario a Malvinas para ser tomado
prisionero, ser llevado a Inglaterra y así cumplir su sueño de conocer personalmente a los
Rolling Stones. Por último, en la tercera historia del cuento, es un militar el que revela la
falsedad de su espíritu épico, al confesar que se embarcó a Malvinas para escapar, justo
después de matar a su mujer y a su amante. En este cuento, como ha señalado Martín
Kohan, los héroes son reemplazados por farsantes que o bien falsean su voluntad de
defender la patria o bien falsean el fundamento mismo de la guerra cuando prefieren no
matar a sus enemigos. El relato épico, que hace de Alejo el valiente asesino o de los otros
personajes convencidos defensores de la patria, se revela no solo falso sino absurdo, lo
que termina por poner en jaque la noción de patria sobre la que ese relato se asienta.
Algo similar sucede en el cuento “Memorándum Almazán”, de Juan Forn (1991),
donde se cuenta la estrepitosa caída que sufrió un alto diplomático argentino en Chile
cuando se descubrió que el ex combatiente de Malvinas, Matías Almazán, mudo por estrés
post traumático, a quien había ayudado, era en realidad un impostor: no era mudo ni ex
soldado, ni siquiera era argentino sino chileno. La impostación de la argentinidad primero
y de la condición de héroe después, revela la inestabilidad de esas categorías.
Dos cuentos del libro El ser querido, de Daniel Guebel (1992), se agregan a esta
profusión de relatos que surgen en el comienzo de la década del noventa. En “El amor de
Inglaterra” se narra un ataque inglés a Buenos Aires durante el invierno de 1982. Como
en la canción de Charly García “No bombardeen Buenos Aires”, de ese mismo año, el
cuento “advierte que ese refugio, después de la experiencia de la dictadura, fue
dinamitado” (Flachsland, 2007: 58); presiente que de lo común sólo quedan ruinas. Por
otro lado, en su análisis de este relato, Jorge Warley destaca el hecho de que “la catástrofe
general no impide lo central, esto es, el amor y la fascinación por las letras inglesas”
(2007: 24). En este sentido, puede trazarse alguna relación entre “El amor de Inglaterra”
82
El análisis de este episodio será retomado en el Capítulo IV, cuando abordemos la figura del gurka.
119
y “Juan López y John Ward”, el poema de Borges en el que la cultura en común permite
reivindicar una hermandad de los hombres que trasciende la guerra que los enfrenta. Cabe
señalar que dentro de lo que denominamos “generación Malvinas”, Guebel pertenece al
grupo de escritores nucleados en torno a la revista Babel, para los cuales la figura de
Borges era central:
120
Ese sí es un mar verdadero…” (Guebel, 1992: en línea). A la inversión, casi punto por
punto, del relato de la guerra, se suma aquí también la parodia de los elementos que
configuran la definición “natural” de la nacionalidad. Así, por ejemplo, habiendo sido
mutilado por el fantasma del inglés que mató en el duelo, el protagonista se pregunta,
acongojado: “¿Con qué parte de mi cuerpo iba a ayudarme a cortar el asado?” (Guebel,
1992: en línea). O en la escena delirante en que una mujer le chupa los dedos de los pies
mientras él tiene a medio bajar la bombacha de gaucho. O, finalmente, cuando intenta
seducir a la inglesa ofrendándole un alfajor santafesino pero es rechazado porque a ella
le cae mal el dulce de leche. La desarticulación de los valores con los que se define la
identidad nacional, por momentos, parece incluso, si no cuestionar, al menos sí
desnaturalizar una de las causas más caras a esa identidad: la de la soberanía sobre
Malvinas. Al recapitular brevemente la historia de la “Isla del Hombre” el protagonista
cuenta que:
desde su ocupación por nuestros héroes, los ingleses no cejaban de reivindicar la isla
fundándose en necias cuestiones de precedencia. A simple vista el argumento de
rerum primerum origenes puede parecer inapelable, mas cualquiera que lo analice
un poco descubrirá su falacia. ¿Usted permitiría que en su propiedad se aposentara
un indio mataco alegando su condición de preternativo de las Provincias Unidas del
Río de la Plata? (Guebel, 1992: en línea)
121
5. Otra vez la misma historia: Fuckland, de José Luis Marqués
83
Fuckland fue la única película en recibir, en Argentina, el certificado de autenticidad de Dogma 95
firmado por los directores daneses que habían dado origen al movimiento.
84
Las diez reglas del “voto de castidad” eran: “1. El rodaje debe realizarse en escenarios auténticos. Los
accesorios y decorados no pueden ser introducidos (si un accesorio en particular es necesario para la
historia, será preciso encontrarlo en el escenario original en el que se realizará el rodaje); 2. El sonido no
debe ser producido separadamente de las imágenes, ni viceversa. (No se puede utilizar música, salvo que
ésta esté presente en la escena en la que se rueda); 3. La cámara debe sostenerse en la mano. Cualquier
movimiento o inmovilidad logrados con la mano están autorizados. (La película no debe desarrollarse
donde la cámara se encuentra ubicada; sino que la filmación se llevará a cabo donde la escena tiene lugar);
4. La película tiene que ser en color. La iluminación especial no es aceptada. (Si hay poca luz, la escena
debe ser cortada, o bien se puede montar sólo una luz sobre la cámara); 5. Los trucajes y filtros están
prohibidos; 6. La película no debe contener ninguna acción superficial. (Los muertos, las armas, etc., no
122
tradicionalmente para ello, el objetivo final sigue siendo insertar al espectador en el
mundo ficcional. El actor que protagoniza el film, Fabián Stratas, afirmó en relación con
esto, al ser consultado por el periódico inglés The guardian: “We live in a world in which
people are begging to cross the line of fiction –in Big Brother, reality shows. Even in a
so-called documentary, we’re playing with lights, music, emotions– it’s a fiction. I made
the film to explore the line where fiction begins” (Moss, 2000: en línea). En efecto, como
veremos, la película establece su propia versión de Dogma a partir de su elaboración
peculiar de la relación entre ficción y verdad.
Fuckland se presenta a sí misma como un documental filmado con una cámara de
mano oculta por el protagonista, Fabián Stratas, aunque en realidad tanto él como la
coprotagonista femenina, Camilla Heaney, son actores. Sin embargo, la atmósfera de
clandestinidad en que transcurre la acción tiene su correlato en el hecho de que la película
fue filmada de incógnito en las Malvinas. En efecto, Marqués y las seis personas del
equipo llevaron pensadas historias falsas, “pantallas” que justificaran su presencia en las
islas. Para los encargados de llevar el equipo, se falsificó un contrato con una productora
española para la cual iban a filmar y grabar a los pingüinos. Esta última pantalla recuerda
la escena de Kelper, en que Bresley no cree en que un grupo de argentinos pueda estar
fotografiando pingüinos reales. Guiado por su profunda desconfianza, piensa, por el
contrario, que se trata de una nueva invasión en ciernes.85 Así, según Marqués, “las islas
fueron el escenario de tres historias simultáneas: la que fuimos a filmar, la de nuestras
pantallas y la de la realidad en sí” (2000: 33). En tanto interactúan entre sí y la
configuración misma de la película resulta de la tensión entre lo ficcional y lo documental,
el género de Fuckland ha sido definido como “ficción/verdad”, un nuevo formato que
Va todavía más allá de las pautas del Dogma 95. En él no se controla nada; solo se
sigue un hilo conductor en la historia, y el azar está presente casi como un
protagonista más. Por lo tanto, no podía prever siquiera el elemento más importante:
el guión. Lo único ya determinado era el lugar donde transcurriría la acción. Una vez
allí debía averiguar cómo la realidad iba a modificar lo que yo proponía como
ficción, y cómo, paralelamente, la ficción iba a intervenir sobre la realidad
transformando esa relación de ida y vuelta en un relato cinematográfico. (Marqués,
2000: 9).
se utilizarán); 7. Los cambios temporales y geográficos están prohibidos. (Es decir, que la película sucede
aquí y ahora); 8. Las películas de género no se aceptan; 9. El formato de la película debe ser en 35 mm.;
10. El director no debe aparecer en los créditos” (Gottberg, 2007: en línea).
85
La relación tampoco es nueva: el fotógrafo Rafael Wollman, que tomó las imágenes del 2 de abril de
1982 –por ejemplo, las de los soldados ingleses rendidos que publicó la revista Gente del 8 de abril– estaba
en las islas trabajando en un documental sobre los pingüinos cuando fue sorprendido por el desembarco
argentino.
123
Sin embargo, el azaroso vínculo entre ficción y realidad, intenta ser controlado
por el director. El hecho de que su nombre aparezca en los créditos, constituye una de las
violaciones al “voto de castidad”.86 Por otra parte, con simultaneidad al estreno del film
se publica el libro Fuckland, en el que se explicitan y se explican las intenciones
originales y las formas en que los planes intentan llevarse a cabo. De ese modo, el libro
constituye un remedo de esa ausencia de control que, se pretendía, caracterizaba al film.
La película comienza con la llegada de Fabián al aeropuerto de Malvinas. Marqués
destaca la relevancia de la escena, en tanto la sensación que produjo en los miembros del
equipo terminó por trasladarse a la película. Esa sensación, que es la de estar entrando
clandestinamente en territorio enemigo, es la que permite ligar Fuckland con Kelper. Así
como en Kelper el relato paranoico se disparaba por la presencia del enemigo en la propia
tierra, aquí, especularmente, es el argentino el que se siente rodeado en territorio enemigo:
Nuestra paranoia se acentuaba día a día. Una mañana, Guillermo entró de repente en
mi habitación y con expresión asustada y el ceño fruncido me dijo que había un par
de militares hablando sospechosamente con la conserje del hotel […] Después de un
rato me di cuenta de que lo que realmente estaban haciendo era reservar el salón del
hotel para una fiesta particular. Hablaban en voz baja, chequeaban de reojo si alguien
los estaba escuchando porque estaban encargando una gran cantidad de alcohol. La
película de espionaje que había creído protagonizar de inmediato se convirtió en una
comedia. (Marqués, 2000: 64)
86
Además, se incluyó una voz en off y se agregó música en el proceso de post-producción.
124
Se cae de culo”. Pero, como señala Roberto Herrscher, cuando Tony le pregunta si el
paisaje le recuerda un poco al sur argentino le demuestra “que obviamente sabe de dónde
viene y que el insulto está sólo en la cabeza del que cree que el otro también lo desprecia
y tampoco se lo dice” (2007: 36). En otras declaraciones, Tony Smith señala que “Ya
desde el nombre es realmente fuerte. Se lo toman como un juego, en los carteles parece
algo muy gracioso, pero no sé si se dan cuenta de lo fuerte que es la palabra, el concepto.
O tal vez sí se dan cuenta, y es mucho peor” (Herrscher, 2007: 36).
Así, Fuckland atribuye al otro todo el odio, “olvidando” el odio que contienen las
acciones propias, y “olvidando”, fundamentalmente, la guerra del 82. Todo sucede, en
efecto, como si la guerra no hubiera tenido lugar.87 Después de la escena del aeropuerto,
la voz de Stratas en off dice: “Linda bienvenida. La culpa es nuestra, los que pusimos las
minas fuimos nosotros”. Durante el transcurso de la película, Stratas alternativamente se
burla y se enoja frente al rechazo de los isleños que, tal como es presentado, no es
consecuencia de una guerra que se libró en su propio territorio sino una prueba de su
maldad y su estupidez, que es corroborada por una serie de imágenes tomadas en las islas
en las que aparecen un sinnúmero de bares, pubs, tabernas, hombres y mujeres bebiendo,
tachos de basura rebosantes de botellas vacías. Los isleños son, entonces también,
borrachos y piratas, según colige Stratas a partir de los elevados precios de las cosas. Más
adelante en la película, al visitar un bar, Stratas imagina conversaciones con los
parroquianos que, desde su punto de vista, solo conseguirían eludir la violencia si él
negara ser argentino: “Qué aburrido que está esto… Acá el ‘Te veo cara conocida’ no va
a funcionar… Hi, mi name is Fabian. I´m from Argentina. Y me cagan a trompadas. Hola,
¿qué tal?, ¿cómo estás? ¿Hablás español? No, no, yo soy uruguayo, ¿tá? No, a los
argentinos no los bancamos, se creen que son no sé qué”.
Simultáneamente, la película cuenta la historia de una segunda invasión a
Malvinas, de características peculiares. Fabián Stratas se propone seducir isleñas y
embarazarlas con el objetivo de ir poblando las islas de argentinos que, frente a una
eventual votación, elijan pertenecer a la Argentina. En esta segunda “reconquista”, “a
87
Respecto de este “olvido” de la guerra, cabe señalar que en su trabajo sobre las representaciones de la
masculinidad en los relatos de Malvinas Paola Ehrmantraut reúne en un mismo análisis Fuckland y la
novela de Osvaldo Soriano A sus plantas rendido un león (cfr. capítulo I): “Para los personajes masculinos
de la novela A sus plantas rendido un león y el filme Fuckland, la guerra es un evento que pone a prueba
su amor por la patria y el momento decisivo para afianzar su identidad como argentinos y como hombres.
Al mismo tiempo, su viril patriotismo es marginal a la gran celebración colectiva de abril de 1982 y lo viven
como una responsabilidad individual que los lleva a actuar independientemente” (2013: 103). Lo que resulta
interesante es que tal equiparación de una película filmada en las islas Malvinas y una novela que transcurre
en un país africano es propiciada por el hecho de que en ninguno de esos relatos aparece la guerra.
125
diferencia de la comandada por Leopoldo Fortunato Galtieri, no se utilizarían armas sino
semen argentino” (Marqués, 2000: 12). La película, entonces, se propone ser “una versión
libre de aquella frase tan usada durante la época del conflicto de Vietnam, ‘Make
Love/Not War’” (Marqués, 2000: 12). Esta historia se convierte en una nueva acción
violenta e invasiva que se suma al ingreso fraudulento del equipo en Malvinas.
La idea de que los niños pertenecen a la nacionalidad del padre implica que la
única vida que vale y se reproduce es la argentina, o si no, que lo es la masculina. O, en
todo caso, las dos. Si “el objetivo del personaje es ‘sembrar semen argentino’ […] Algo
así como ‘Haga patria, embarace una kelper’” (Marqués, 2000: 12), el cuerpo doblemente
rebajado de la mujer –mujer y kelper– solo puede funcionar como recipiente, idea que,
como veremos más adelante, es parodiada en Las islas de Carlos Gamerro. En este
sentido, en una de las críticas sobre el film se ha señalado la correspondencia entre “una
misoginia casi hostil en lo sexual y la malvinización en lo político” (Gottberg, 2007: en
línea), aunque malvinización en este caso refiere al nacionalismo belicoso desplegado
durante el conflicto en 1982 y recuperado ahora y no a la guerra en sí misma. La posición
del film puede alinearse con la tradición nacionalista de Atahualpa Yupanqui, cuyo
famoso poema “La hermanita perdida” ya citado en la Introducción es, de hecho, de 1971,
es decir, es anterior a la guerra: “Malvinas, tierra cautiva /Patagonia te suspira. / Toda la
Pampa te llama. / Seguirán las mil banderas / del mar, azules y blancas, / pero, queremos
ver una / sobre tus piedras clavada. / Para llenarte de criollos. / Para curtirte la cara / hasta
que logres el gesto / tradicional de la Patria” (Yupanqui, 1983).
Durante lo que denomina la “temporada de exploración”, Stratas conoce a
Camilla, una isleña con la que, finalmente, consigue tener relaciones sexuales.
Previamente, vemos cómo pincha los preservativos. En este sentido, si bien se trata de
una relación consentida, se llega a ella por medio de sucesivos engaños, ficciones de amor
que mal encubren el profundo desprecio de Stratas. Por otra parte, la rotura de los
preservativos convierte el potencial embarazo en una violación de la soberanía de Camilla
sobre su propio cuerpo, que se suma a la violación de las leyes del Dogma –del “voto de
castidad”– y a la violación de las leyes migratorias. Todas esas violaciones se ligan, en
Fuckland, con alguna forma de engaño: las pantallas para entrar al aeropuerto, el
certificado de garantía del dogma y el amor de Stratas por Camilla enmascaran la
violencia de una segunda invasión al territorio malvinense, que, por otra parte, quiere ser
presentada como “comedia”, como “ironía”: según Marqués, el objetivo del film era
ironizar sobre la idiosincrasia argentina. En ese sentido, la película no propone ficciones
126
que interactúan con lo real, sino historias falsas que están en lugar de otra cosa, a la que,
al no darle forma, dejan intacta: no dejan espacio para las mutaciones del azar, nada nuevo
puede producirse. La historia se repite igual y no puede más que gestar, por tanto, el
mismo resultado. Los intentos del director de intervenir desde afuera para redireccionar
la historia no pueden sino fracasar, en tanto constituyen, también, una violación, en este
caso a las reglas del Dogma a las que se suscribió:
En efecto, en Fuckland también aparece, del otro lado, una resistencia inesperada.
De esta situación entre Camilla y Fabián nace la principal modificación del guión de la
película. “Yo me sentía un poco responsable del conflicto entre ellos, así que transformé
la idea original del ‘cazador’ en una situación de ‘cazador cazado’. De ahí surgió la idea
del monólogo final de Camilla que cierra la película” (Marqués, 2000: 71). En ese
monólogo, que Fabián encuentra grabado en su cámara al volver a Buenos Aires, Camilla
revela que lejos de ser una pobre víctima engañada por las irresistibles dotes seductoras
del argentino, nunca le creyó e, incluso, se aburrió con él. Aunque la duda de si Camilla
finalmente queda o no embarazada nunca se despeja, cabe suponer, a partir de este final,
que en todo caso su hijo no sentirá por la Argentina ni por su padre el amor que Stratas
supone inevitable. De modo que, embarazada o no, el exceso de soberbia de Fabián
termina por arruinar los planes. Y no solo en el plano de la historia: también en el plano
de la película, allí donde la reacción más natural de los espectadores es irritarse con
Fabián, identificarse con Camilla y celebrar su breve pero contundente resistencia final.
De este modo, no solo se repiten los términos de la invasión de 1982; también se repite,
inevitablemente, su resultado. Es necesario agregar una escena para reparar el daño moral
infligido a Camilla: las islas vuelven a quedar en manos de los ingleses y el odio se
reactualiza. A partir de los sucesivos engaños que la estructuran, entonces, la historia de
127
Fuckland puede leerse como una reescritura de la historia de la guerra en la que todo se
repite igual.
Aprendan cómo se gana una guerra, y después se lo vamos a enseñar a los ingleses,
también. Mucho manual, mucho mapa, mucho pizarrón, los ingleses. Se creen que
se las saben todas pero nosotros –dijo golpeándose el pecho para aclarar que nos
incluía– somos veteranos de una guerra que ellos no vieron ni en los libros. ¡Vamos
a ver de qué les sirve tanta teoría cuando estén amarrados acá abajo! ¡Denme sólo
unos elásticos de cama viejos y una batería bien cargada y van a ver como en este
sector la guerra se termina en dos patadas! ¡Se hacen los machos porque vienen con
chaleco térmico y mira infrarroja y munición trazante, pero en bolas y chorreando
agua en un elástico se le aflojan las tripas al más pintao! (Gamerro, 1998: 359)
88
En relación con ello, el mismo Gamerro ha afirmado que Las islas es un policial argentino “porque se
sabe la identidad del asesino pero no la del asesinado, el cuerpo no está, y la investigación tiene como
objetivo ocultar las huellas del crimen, no resolverlo” (Reyero, 2007: 52).
128
Por otra parte, a medida que avanza en su investigación, Félix encuentra que todos
los caminos conducen al misterioso Mayor X, mítico jefe de comandos que, según cuenta
la leyenda, nunca se rindió y sigue peleando en las islas con un pelotón fantasma. Sobre
el final, se revela que el Mayor X es Arturo Cuervo, un militar que después de haberla
torturado se enredó sentimentalmente con Gloria, la mujer de la que terminará
enamorándose Félix. Al descubrir en el cuerpo de Gloria las marcas de la picana y las
quemaduras de cigarrillos, Félix le dice: “¿Te creés que tenés el monopolio del
sufrimiento? Cuando tenía diecinueve me mandaron a Malvinas, me hirieron en la cabeza
y estuve un año sin poder hablar” (Gamerro, 1998: 300). Y a continuación, se cuentan sus
historias, unidas por la figura siniestra de Arturo Cuervo y por la infancia en el mismo
pueblo pampeano: Malihuel. En una novela posterior de Carlos Gamerro, El secreto y las
voces (2002), se cuenta el regreso de Félix a Malihuel en busca de información sobre un
crimen cometido allí en tiempos de la dictadura. Ambas novelas pueden ser leídas
conjuntamente, en tanto comparten no solo el protagonista, sino también el hecho de que
el relato avance por medio de una profusión de discursos. En El secreto y las voces, todos
los habitantes del pueblo acceden a hablar con Félix: como en Las islas, todo parece estar
a la vista, ponerse en juego, todo parece poder ser dicho. Sin embargo, la misma lógica
discursiva provoca efectos diferentes: mientras la dictadura es configurada como secreto,
ya que cuanto más le hablan los habitantes de Malihuel más se aleja Félix del
esclarecimiento del crimen; en el centro de las aparentemente infinitas maneras de
nombrar Malvinas, en cambio, va apareciendo la guerra, como veremos.
En Las islas, esa profusión de los sentidos de Malvinas y la exposición de los
múltiples y complejos vínculos de la guerra con la dictadura forman parte de una continua
reescritura de la historia nacional desde sus orígenes, necesaria puesto que ni la guerra ni
la dictadura parecen tener lugar en la historia tal como estaba; no encajan, como dice
Félix en referencia a los ex combatientes: “Dejamos un espacio preciso cuando nos
fuimos, pero allá cambiamos de forma, y al volver ya no encajábamos, por más vueltas
que nos dieran, en el rompecabezas” (Gamerro, 1998: 404). Así, tras estaquear a Carlitos,
Verraco “sonreía complacido, habiendo logrado poner su toque de originalidad en la más
tradicional de las torturas argentinas” (Gamerro, 1998: 358). Entretanto, el cordero que
Carlitos había robado –razón por la que se lo castigaba– se asaba a un costado, y Verraco,
a quien la arenga le había abierto el apetito, aprovechó para invitar a un sargento a
acercarse a comer: “Lamento no poder ofrecerle el tintacho que esta comida merece, ni
129
sal tenemos, fíjense qué crimen. ¿Es como un cuento, no? Digo, Martín Fierro, Don
Segundo Sombra, todo eso” (Gamerro, 1998: 359).
En la investigación que encara Félix, se vuelve fundamental encontrar el diario
donde el Mayor X (Arturo Cuervo) consignó sus vivencias en Malvinas. Cuando
finalmente aparece, se constata que emula el tono y los tópicos de los relatos de viajeros
de siglos pasados, en los que se entrelazaban el interés científico y el afán de
dominación.89 Además el diario, “concentra todos los mitos de la utopía nacionalista pre-
y pos- guerra de Malvinas” (Vitullo, 2012: 139). La primera entrada es del 21 de mayo
de 1982 y corresponde a la llegada a las islas:
Según Felipe Félix, el diario en realidad fue escrito por el Mayor X en el campo
de prisioneros de San Carlos. En ese sentido, es una reversión de la guerra que requiere
reversionar toda la historia y la tradición argentinas, permitiendo trazar una serie de
89
Retomaremos esta cuestión en IV.3, cuando analicemos en los relatos de soldados los fragmentos
referidos a la llegada a las islas, momento en el que, la disonancia entre lo que se esperaba encontrar y lo
que efectivamente se encuentra se resuelve en muchos casos desde la distancia del interés científico.
130
relaciones: este asado de Lugones –en el diario del Mayor X, que reescribe la derrota en
Malvinas a partir de una exacerbación de las tradiciones nacionales– resuena en el asado
del cordero de Verraco en Malvinas, junto a Carlitos estaqueado, escena que no solo
reescribe la tradición del asado sino también la “más tradicional de las torturas argentinas”
(Gamerro, 1998: 358) –“la parrilla” es, además, el nombre de una de las torturas
practicadas en la ESMA por esos mismos años– y, finalmente, la tradición literaria:
Martín Fierro, mencionado por Verraco, fue el primer estaqueado de la literatura
argentina y el primer desertor. Julieta Vitullo traza otra línea posible para estas relaciones,
a partir de una escena en que Fausto Tamerlán somete sexualmente a su hijo:
Por otra parte, en sus distintas versiones, la guerra de Malvinas no solo reversiona
la historia y la literatura argentinas hacia el pasado, sino también hacia el futuro: 1992, el
presente de la novela, es el futuro para los tiempos de Malvinas y de la dictadura. En ese
sentido, la novela funciona como un caleidoscopio, en el que al moverse una pieza se
mueven todas las demás, trazándose cada vez nuevas líneas temporales. Según consigna
en su diario el Mayor X, al llegar a “la Argentina Invisible”, mientras comen asado,
Lugones le cuenta que en realidad la de Malvinas fue la primera batalla “de la Tercera
Guerra Mundial, que llevará a la conquista del mundo por parte de Argentina” (Gamerro,
1998: 469). Y, en efecto, eso es lo que el diario narra a continuación: el 20 de junio de
1982, día patrio, la Task Force se rinde, “la enseña de Belgrano ondea sobre todas las
naves del enemigo” (Gamerro, 1998: 470). El 9 de julio se decapita a la familia real
británica y se proclama la república, “La Mazorca se reorganiza como policía mundial,
para reemplazar a la Interpol” (Gamerro, 1998: 479), se reimplanta la esclavitud –cada
país africano se compromete a suministrar una cuota anual–, el Santo Oficio vuelve a
entrar en funciones, la Comunidad Europea se rinde y los distintos estados son anexados
como provincias del Imperio, en septiembre se vence también a la URSS y comienza
entonces el “Proceso de Reorganización Mundial”.
131
En la nueva historia argentina consignada en el diario, la dimensión económica es
fundamental, en tanto es la que subyace como explicación que conecta los tiempos de la
conquista, el siglo XIX, la dictadura, la guerra de Malvinas y la década del noventa. El
tatú carreta en el que Sobremonte escondió el tesoro virreinal al huir de Buenos Aires
durante una de las invasiones inglesas terminó llegando a las islas, y convirtiéndose es el
origen mítico de la disputa; asimismo cuando el Mayor X escucha la palabra “England”
en boca de los nativos, entiende “In gold land” y está seguro de estar aproximándose al
tesoro. Pero también la otra historia, la que vive Félix en 1992, está regida en gran medida
por lo económico.90 Esa historia comienza, precisamente, con la llegada de Félix a la
oficina de Tamerlán, situada en el último piso de una torre de Puerto Madero: paradigma
del auge de una economía neoliberal según la cual todo es tomado por el mercado. Más
adelante, uno de los personajes con los que se encuentra Félix, el Doctor Tarino, explica
su negocio del siguiente modo:
Todas las mañanas un par de mis hombres disfrazados de desempleados recorren las
colas de gente que busca trabajo, entablando conversación con los que más cara de
desesperados tengan para convencerlos de que no tienen oportunidad y luego, como
quien no quiere la cosa, mencionarles que hay un lugar […] Sangre. Córneas.
Riñones. Qué más. Podemos despellejar el cuerpo hasta el esqueleto, y utilizar cada
una de sus partes. Sólo quedan huesos. ¿Hay algo, después de los huesos? ¿Qué es
lo más profundo de lo profundo? […] Se la sacamos de la cresta del psoas, ah,
disculpáme, la cadera; y les pagamos lo que no podrían ganar en una quincena de
trabajo honrado. (Gamerro, 1998: 263-264)
Félix, asqueado, piensa: “No soporto a los menemistas” (Gamerro, 1998: 264); y
todavía tiene que escuchar cómo, una vez realizada la extracción, el doctor Tarino intenta
convencer a sus pacientes para que ingresen a “Surprises from Spain”, una empresa de
ventas de productos importados cuyo funcionamiento explica así uno de los empleados:
En Surprise nadie trabaja para nadie: no hay empleados, sólo socios. En Surprise se
ha realizado por primera vez el sueño dorado y la promesa de nuestro líder y
presidente: convertir a todos los proletarios en propietarios […] Este logro plasma
plenamente nuestras más caras aspiraciones utopistas, que de jóvenes perseguíamos
de manera equivocada. Queríamos convertir a los propietarios en proletarios, cuando
era al revés. Nuestro jefe puso a la realidad de pie, como Colón a su huevo […]
Surprise ha conseguido desmantelar la arcaica estructura jerárquica que se había
adherido como una rémora a la dinámica netamente igualitaria y democrática del
mercado. (Gamerro, 1998: 199)
90
Más adelante nos detendremos en los vínculos entre Las islas y Los pichiciegos. Baste por ahora señalar
que esta importancia de la dimensión económica en la explicación histórica es uno de ellos (cfr. capítulo I).
132
Pero, como descubre enseguida Félix, el sistema funciona gracias a que cada
miembro tiene que llevar un número de amigos y cada nuevo ingresante tiene que
depositar mil dólares, de modo que “los de arriba se quedaban con la plata que perdían
los giles de abajo, y los de abajo sólo tenían oportunidad de recuperar lo perdido
(excepcionalmente, ganar algo) si conseguían más giles –muchos más– dispuestos a
perder plata más abajo” (Gamerro, 1998: 216). La aparente sociedad encubría, así, una
pirámide de explotación, algo similar a las diferencias que la igualdad ante el mercado
oculta. En el reverso o, más bien, en la cima de la pirámide, Tamerlán sostiene:
Hemos podido resolver la ecuación del dinero, que consiste en crear pobreza en los
demás para generar riqueza en nosotros. Pero no hemos resuelto la ecuación de la
libertad. No hemos encontrado, hasta ahora, la manera de controlar a los demás sin
controlarnos a nosotros mismos […] Si logro desarmar la ecuación perversa del
control para que sea igual a la del dinero, para que nuestra libertad aumente de forma
directamente proporcional a la esclavitud de los demás, entonces no habré vivido en
vano […] En los últimos doscientos años han logrado hacernos sentir culpables de
nuestra fuerza y nuestra riqueza, vergüenza de ostentarla, como antes nos rogaban
que hiciéramos. Esa etapa toca a su fin […] La burguesía fue una etapa de transición,
un rodeo gatopardista de quinientos años al cabo del cual podemos volver, esta vez
de manera perfecta y definitiva a lo que en el fondo de nuestros corazones nunca
dejamos de ser: feudales. (Gamerro, 1998: 169 y ss.)
133
determinados manejan todo desde las sombras. En relación con ello, en El tercer cuerpo,
Malvinas alcanza su sentido a partir de la metáfora de un cuerpo sepultado que vuelve a
salir a la superficie. En Las islas, en cambio, no hay nada sepultado, no hay silencio, ni
final: todo puede alcanzar algún nivel de existencia, todo puede decirse, actuarse,
sobreactuarse. Después de casi una década de gobierno menemista, el sepulcro de
Malvinas ha dejado lugar al simulacro.
Cabe, entonces, reformular lo que hemos dicho hasta ahora. Si en Las islas las
metáforas de Malvinas, las representaciones de la guerra y las versiones de la historia
nacional proliferan, es decir, se repiten, se traducen y se renuevan, lo hacen casi siempre
bajo la forma de simulacros: distintos tipos de imágenes o escenas que buscan reproducir
la forma de las islas o alguno de los aspectos de la guerra. Así, uno de los ex combatientes
compañeros de Félix se tatuó una imagen de las islas en el brazo, otra aparece impresa en
un ácido lisérgico. Las islas son lo que los ex combatientes internados en el Borda ven
indefectiblemente en todas las manchas del test de Roscharch que les muestran los
médicos.91 La guerra aparece representada en un combate naval en los lagos de Palermo
donde se intenta invadir la isla del medio con barquitos a pedal, en una lucha de Titanes
en el Ring entre un paracaidista inglés y un soldado argentino o en la maqueta de Puerto
Argentino que desde hace años Ignacio, uno de los compañeros de Félix, está
construyendo en el sótano de su casa. Cuando esté terminada, se utilizará para simular el
bombardeo inglés del 1 de mayo. Pero él nunca la termina:
Quería reproducir con exactitud cada piedra, cada ventana, cada cerco caído y cada
participante individual; lograr como una fotografía de satélite captar cada detalle de
esa mañana de abril cuando la guerra era todavía una posibilidad remota, y erigir la
perfección de su modelo en amuleto contra su llegada. Ignacio había descubierto, de
manera puramente intuitiva, que el espacio es infinitamente divisible y que mientras
uno profundice en esta división puede obligar a mantenerse inmóvil al tiempo.
Siempre habría algún detalle que agregar a la cada vez más perfecta reproducción de
ese maravilloso 30 de abril, y mientras tanto, hasta que éste alcanzara su plenitud, el
1 de mayo tendría que esperar. (Gamerro, 1998: 77)
91
Cabe recordar que antes mencionamos la misma comparación realizada por Gamerro (2006) en un
artículo, y la situamos en relación con La flor azteca, la novela de Nielsen donde la media mujer,
caracterizada por la falta, sobre la que se proyectaba el deseo, era susceptible de ser pensada como una
metonimia de las islas. Como veremos en lo que sigue, sin embargo, en este sentido Las islas se distingue
de sus antecesoras: no hay aquí un espacio en blanco sobre el que se proyectan la locura o el deseo.
134
aparente fidelidad de la copia subyace una diferencia. En la misma dirección opera el
libro “Mil finales posibles distintos para la guerra de Malvinas”, en el que está trabajando
Sergio, un ex combatiente, que “tenía pasión por la historia alternativa. Revisaba cada
acontecimiento progresivamente, con minuciosidad obsesiva, buscando siempre el nudo
a partir del cual las cosas podrían haber sido de otra manera, en cada bifurcación siguiendo
siempre un camino distinto al que la historia había elegido” (Gamerro, 1998: 61).
Esa diferencia, presente en todos los casos, entre el simulacro y el original es
central es lo que convierte a la novela en una discusión antes que en una implementación
narrativa de las teorías de Baudrillard (1996 y 2005), según las cuales se suprimiría toda
distinción entre jugar a la guerra e ir a la guerra (Kohan, 1999). Siempre existe un borde
que no coincide entre original y copia, que es precisamente donde la diferencia se vuelve
visible. Es más: en esta novela el original –el referente; la guerra– aparece en la copia o,
más bien, es producido por ella. El simulacro, entonces, opera más bien a la manera
deleuziana, como una máscara sobre otra máscara: juego de enmascaramientos sucesivos
de la realidad y su simulación, de la guerra y sus relatos, donde se descubre, al final, que
la guerra es indisociable de sus múltiples simulaciones, o, en otras palabras, de las
múltiples formas en que se habla de ella.
En Lógica del sentido, Gilles Deleuze sostiene que los simulacros se distinguen
de las copias en tanto están “construidos sobre una disimilitud y poseen una diferencia y
una desviación esenciales” (2005: 258). “En definitiva, hay en el simulacro un devenir-
loco, un devenir ilimitado […] un devenir siempre otro, un devenir subversivo de las
profundidades, hábil para esquivar lo igual, el límite, lo Mismo o lo Semejante: siempre
más y menos a la vez, pero nunca igual” (2005: 260). A partir de esta distinción entre
simulacros y copias, Deleuze enuncia la posibilidad de una inversión del platonismo. Si
la motivación fundamental del platonismo ha sido “imponer un límite a este devenir,
ordenarlo a lo mismo, hacerlo semejante; y, en cuanto a la parte que se mantuviera
rebelde, rechazarla lo más profundamente posible, encerrarla en una caverna al fondo del
océano”; entonces es hora de invertir el platonismo: “mostrar los simulacros, afirmar sus
derechos entre los íconos o las copias” (2005: 263), pues “el simulacro no es una copia
degradada; oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la
reproducción” (2005: 263). Esta negación de original y copia hace del simulacro otra
cosa, diferente de ambas; en ese sentido, no se equipara a la negación del original por la
proliferación de copias-simulacros que constituía el eje de la propuesta de Baudrillard.
Para Deleuze, fundamentalmente, la inversión del platonismo implica “lo falso como
135
potencia”, esto es, la producción de un efecto, que distingue al simulacro de la apariencia
o la ilusión –o, podríamos agregar, el engaño–.
Es posible encontrar esta potencia, o productividad, en muchas de las metáforas y los
simulacros que propone Las islas. Por ejemplo: “La Argentina es una pija parada lista
para procrear, y las Malvinas son sus pelotas. ¡Cuando las recuperemos volverá la
fertilidad a nuestras tierras y seremos una gran nación como soñaron nuestros próceres!”
(Gamerro, 1998: 56). Así como antes marcamos la diferencia entre las teorías económicas
conspirativas del millonario de El tercero cuerpo y las de Tamerlán, a partir de esta
metáfora reproductiva puede verse ahora la diferencia entre el simulacro, modalidad en
que la guerra y, más ampliamente, la historia son referidas en Las islas y el engaño que
articula, como vimos, el film Fuckland. Fundamentalmente, en la novela de Gamerro el
contrapunto irónico es claro, y es allí donde se sitúa la productividad, puesto que lo que
está en juego es, precisamente, la posibilidad de producir algo nuevo. En un momento de
la novela, Tamerlán cuenta a Félix el proceso por medio del cual concibió a su hijo Fausto:
se inseminó con su simiente recién extraída a la mujer, que luego fue cosida durante dos
meses para evitar cualquier duda posible sobre la paternidad. Sin embargo, aun
asegurándose de que el hijo no es de otro, sigue siendo de ella. En relación con ello,
Tamerlán explica la teoría del homúnculo: “en la Edad media, creían que el
espermatozoide era un hombrecito completo, pero minúsculo, proveniente entero del
padre, y la mujer era meramente la vasija donde crecía hasta tener tamaño de andar por
el mundo” (Gamerro, 1998: 381). Y a continuación sostiene: “Era una teoría que
funcionaba, como la del sol girando alrededor de La Tierra. Ellos veían el mundo no como
era, sino como debe ser” (Gamerro, 1998: 381). En la misma línea, en su visita a la
Argentina Invisible, el Mayor X descubre que allí los descendientes del Homo argentinus
descrito por Florentino Ameghino “incontaminados de cualquier influencia extranjera o
inmigración habían destilado la esencia de la sangre y la lengua argentinas manteniendo
su pureza hasta el presente” (Gamerro, 1998: 468). Las mujeres kelpers, le explica
Lugones, “incuban nuestros embriones clonados en su vientre, y el comercio de su carne
nos otorga la cuota necesaria de placer, ya que notará la ausencia de mujeres entre
nosotros” (Gamerro, 1998: 469). El contrapunto irónico es evidente. Ambos fragmentos
aparecen además altamente mediados: Tamerlán habla drogado y el diario, como vimos,
constituye una reescritura de la historia y Félix sirve de constante contrapunto a las teorías
delirantes de Tamerlán y del Mayor X. Finalmente, al hablar de Malvina y Soledad, las
hijas que tuvo con Arturo Cuervo, Gloria formula la contracara de estas teorías: “Mi
136
cuerpo hizo de filtro, y absorbió todo el daño. Las nenas nacieron puras. ¿No te diste
cuenta vos? Qué me importa que no sean inteligentes. Lo que sí sé es que no hay un átomo
de maldad en sus cuerpos. Ése es mi triunfo, ahí es donde le gané” (Gamerro, 1998: 310).
En cambio, en Fuckland, como vimos, es más difícil percibir la ironía; la película parece
recuperar un fundamento biológico en la definición de la nación más que ironizar sobre
él. La diferencia, más profundamente, es la que hay entre el engaño, modalidad del relato
que despliega Fuckland, sustituto de lo real destinado a ocultar lo que sustituye, y el
simulacro, modalidad que prima en Las islas que, como hemos dicho, tiende más a exhibir
sus diferencias con el original que a taparlo.
Tal vez el mejor ejemplo –sin dudas el más trabajado– del modo en que la guerra
es simulada en esta novela sea el del videojuego que Félix crea para entretener a Verraco,
que ahora trabaja en la Secretaría de Inteligencia del Estado. El plan consiste en
aprovechar la distracción para sustraer de las computadoras de la SIDE la lista de testigos
del asesinato cometido por el hijo de Tamerlán.92 En el juego modelo que recibe de
Estados Unidos, la guerra de Malvinas no existe entre las que vienen “armadas”, por eso
Félix decide “combinar cachos de guerras mayores para simular la nuestra” (Gamerro,
1998: 82), en una suerte de collage o montaje. Elige entonces “la Primera Guerra Mundial
para los combates terrestres” (Gamerro, 1998: 83), pero moderniza un poco los
armamentos. Como soldados argentinos, usa a los iraquíes, y como Puerto Argentino, un
pueblo noruego. De gurkhas pone a las tortugas ninja, que saca de otro videojuego. Las
pantallas van mostrando los sucesivos combates que Félix crea de modo tal que hasta un
inútil como Verraco pueda ganarlos. Pero el videojuego lleva adentro el virus de la
derrota. Si, llegado el caso, hubiese algún problema y Félix no pudiera extraer la lista de
testigos durante la instalación, entonces existe un plan alternativo: un programa de
búsqueda oculto en el juego recorrerá las computadoras de la SIDE y obtendrá la
información. Al terminar, activará el virus Malvinas 140682, por medio del cual el juego
dejará de facilitar la victoria Argentina. Entonces Verraco va a tener que llamar a Félix
para que repare el juego y Félix aprovechará para retirar la lista.
Verraco iba a revivir, como dicen que un ahogado recupera toda su vida disuelta en
el agua que le llena los pulmones, cada minuto de esos setenta y cuatro días en una
o dos horas de juego. Longdon, Harriet, Dos Hermanas, Wireless, Tumbledown.
Repitiendo la historia sin mejorarla, el virus iba a comerse uno a uno todos sus
92
Alejandro Soifer (2009) trabaja la escena a partir de un análisis pormenorizado de la lógica y la historia
de los videojuegos.
137
sueños, dejar sus fantasías tan pobres como sus recuerdos, convertir la derrota en
derrota. (Gamerro, 1998: 113)
Allí puede percibirse con claridad que los simulacros en la novela en realidad
constan de dos instancias, aunque no sucesivas sino simultáneas. En una, se demarca y se
exhibe la diferencia con el original –la guerra se gana–. Se trata de una instancia
productiva, que es necesaria para llegar a la otra, en la que la guerra otra vez se pierde.93
Del mismo modo, la imagen tatuada del contorno de las islas, más que tapar lo que hay
debajo, llama la atención y lo revela: hay una herida de guerra. Las alucinaciones que
tiene Félix al tomar el ácido lisérgico con la imagen de las islas tienen que ver con
Malvinas –son, de hecho, unos de los primeros recuerdos que recupera de la guerra–.
Martín Kohan se ha referido a esto que llamamos segunda instancia del simulacro al
afirmar que en muchas de estas escenas “por debajo del simulacro hay otra representación
que se liga con la experiencia y que, por lo tanto, involucra la realidad de los cuerpos”
(1999: 9). Así ocurre, por ejemplo, en el episodio de la “ingesta de Malvinas”, en el que
en un festejo los ex combatientes comen una torta con la forma de Malvinas y al hacerlo
descubren que algo del gusto o la textura del bizcochuelo recuerda a la turba malvinense,
“una verdad que sólo se advierte desde la experiencia del que estuvo en la guerra” (Kohan,
1999: 9). El simulacro, entonces, no es un sustituto de la guerra sino un modo de llegar a
ella. En su estudio sobre la novela de Gamerro, Vera Jacovkis apunta en una dirección
similar, al afirmar que es en las farsas –que funcionan, en su razonamiento, como
sinónimo de simulacros– que Felipe Félix consigue si no convertirse en héroe, al menos
sí tener algunos gestos heroicos:
93
El videojuego, además, pone en escena la compleja articulación entre victoria y derrota que supuso
Malvinas, en tanto, la derrota frente a los ingleses implicó la caída del régimen dictatorial. En relación con
ello cabe mencionar que existe un videojuego real –todo lo real que puede ser un videojuego– disponible
en http://www.tudiscovery.com/malvinas/, en el que el jugador debe trazar una estrategia eligiendo siempre
entre dos opciones. Al jugar como comandante argentino y ganar la guerra, el juego muestra la siguiente
leyenda: “Los británicos perdieron mucho tiempo. Las tropas argentinas retrasaron el ataque terrestre
británico y sus aviones lograron hundir a muchos de los buques logísticos. Las tropas del Reino Unido se
dieron por vencidas cuando sus suministros y municiones se agotaron. El cansancio y los constantes
contraataques de los argentinos han hecho fracasar el intento británico de retomar las islas. En el Reino
Unido, el parlamento destituyó a Margaret Tatcher. En Argentina, la Junta decidió suspender las elecciones
por tiempo indeterminado y la popularidad del gobierno militar ha subido a niveles asombrosos. Los
argentinos organizan un desfile militar en las Malvinas para celebrar la victoria y nombran a su comandante
gobernador honorario de las islas. El comandante británico es destinado a administrar un archivo en el
Ministerio de Defensa de Londres”. El orden de victorias y derrotas se reformula una vez más a partir de la
simulación de una victoria argentina.
138
Felipe realiza, de hecho, acciones “heroicas”, desde un lugar que no responde a los
valores de la nacionalidad, del “Gran Relato Argentino”. Primero, cambia el cheque
falso por dinero verdadero porque le da culpa engañar a Gloria; luego, organiza, en
clave farsesca, la salvación de Gloria y sus hijas, quienes están siendo perseguidas
por Tamerlán, argumentando una supuesta amenaza de los ingleses a la esposa del
Mayor X. Asimismo, salva a los testigos que aún no han sido asesinados mediante
llamadas telefónicas que, de todas formas, no pueden evitar el tono farsesco. (2012:
158)
Pero sobre todo, es en el derrotero de la memoria del propio Félix donde se ve más
claramente la productividad del simulacro en relación con el relato de la guerra. Sobre el
final de la novela, a Félix lo inoculan con una droga, cuyo efecto es bloquear los
inhibidores del dolor habitual para probar “que el dolor es la esencia de la vida, la
condición básica de la existencia física. El cuerpo es una masa de dolor, una agonía
constante. Todo lo que sucede adentro sucede con un dolor indecible” (Gamerro, 1998:
534). Tras la agonía, Félix descubre que:
Diez años había dormido bajo el abrigo incierto de la ciudad del dolor, y ahora
despertaba desnudo bajo el brillo único de las estrellas. Era el fin de la comedia. En
ese momento, una mano gigante bajó del cielo y levantándola de una punta, como
quien se prepara para sacar una curita, arrancó de un tirón la piel de la ciudad, para
revelar debajo el páramo desolado, los pastizales barridos por el viento, los ríos de
piedra, las rocas y el barro y los turbales de Malvinas. (Gamerro, 1998: 540)
139
De ello infiere que “Malvinas es entonces algo que no ocurre y no porque Gamerro
sostenga la pavada de una guerra sólo existente en los espejismos mediáticos. Malvinas
no ocurre porque no se narra en presente, porque no tiene sentido en sí misma sino como
trama de antecedentes y efectos” (1999: en línea).
Sin embargo, tal vez la guerra de Malvinas no pueda ocurrir más que de esta
manera en esta novela. Es más, tal vez solo así Malvinas puede ocurrir en los noventa: de
modo indisociable de los discursos que hablan de ella, de todos los nombres que se le han
dado, de todas las formas en que se la ha representado; ocurre, en efecto, en presente –
está en presente el capítulo 15 “La batalla del Longdon”–, aunque ese presente sea parte
de una “trama de antecedentes y efectos”. Y esos antecedentes y esos efectos son,
también, simulados, dichos una y otra vez, son parte del juego incesante de máscaras que
propone la novela como clave de lectura de la historia e incluso, como dijimos: como
modo de ocurrencia de la historia. Puesto que esa es la lógica del simulacro en Las islas:
la copia es productiva; la lectura es una escritura.
En relación con ello, cabe mencionar que durante la escritura de la novela
Gamerro cuenta que realizó dos lecturas: entrevistó a ex combatientes, pero no le sirvió
de mucho, pues habían retornado “lacónicos” –“Me miraban como si supieran de
antemano que yo no iba a entender, que las mismas palabras significarían, para nosotros,
cosas diferentes…” (2010a: en línea)–. Más productiva fue, en cambio, la lectura de su
gran antecesora, Los pichiciegos. Pues como él mismo descubrió tras el laconismo de los
soldados, “la pobreza de la experiencia puede ser suplida por la riqueza de la imaginación
y, sobre todo, por el trabajo de la escritura, que no siempre el que ha tenido la experiencia
será el que mejor la cuente” (2010a: en línea). Así, Gamerro cuenta que leyó Los
pichiciegos con un poco de temor, mientras escribía Las islas, pero terminó por descubrir,
con alegría, que Fogwill le había hecho un favor: había ganado la guerra para la literatura.
Esa frase sintetiza la lectura que Gamerro efectúa sobre Los pichiciegos que vimos
en el capítulo anterior, según la cual, en la urgencia de su escritura, Los pichiciegos “gana”
la guerra para la literatura, esto es, se la gana a los relatos ligados a la verdad de la guerra,
con los que compite. Las islas puede pensarse como la escritura producida por esa lectura,
como se ve en dos escenas que ya mencionamos pero que retomaremos brevemente. La
primera es la del videogame de la guerra. Apremiado por Tamerlán y por su propia
necesidad económica, para construirlo Félix pasa dos días tomando cocaína, sin dormir y
sin detenerse, hasta alcanzar un estado de estupefacción y extrañeza tal que termina por
confundir la virtualidad del juego con la realidad de la guerra. La medida temporal –dos
140
días–, la urgencia, la cocaína y la atmósfera de irrealidad resultante hacen que esta esta
escena recuerde a la de la escritura de Los pichiciegos, aunque aquí se trata de un
personaje ficcional, que además construye su guerra de Malvinas con fragmentos de otras
guerras, es decir, no trabaja con la guerra sino con sus representaciones –que no son,
siquiera, representaciones de Malvinas: he ahí, una vez más, la diferencia entre original
y copia–.
La segunda escena es aquella en que un ex combatiente, Emilio, da testimonio de
lo que pasó en Malvinas. Emilio es, como Quiquito en Los pichiciegos, el único
sobreviviente de su pelotón que pasó a la historia como el pelotón fantasma –y, en ese
sentido, recuerda a los pichis que eran “medio muertos”–. De esa aventura solo queda su
relato. Pero Emilio está internado en el Borda y además tiene alojada una bala en el
cerebro que le provoca afasia. Vagamente, en su relato un misterioso ente va pasando de
tanque inglés a “tutú con arnés a ta-te-tí otra vez hasta estabilizarse en tatú cordobés”
(Gamerro, 1998: 64). En vano, Félix y otros a lo largo de la novela intentarán reconstruir
su estructura original para utilizarlo como fuente de información. La escena remite al
testimonio de Quiquito, pero es mucho más delirante: el consultorio del psicólogo se
convirtió en hospital psiquiátrico; la dificultad de transmitir la experiencia, en
imposibilidad y el relato inverosímil, en discurso psicótico.
Puede situarse aquí uno de los signos más importantes de la reconfiguración del
relato de Malvinas en los años noventa: la literatura ya no compite con el testimonio,
como lo hacía en los ochenta. La simultaneidad ya no es la de ficciones y testimonios,
sino la de los dos momentos del simulacro o, podríamos decir ahora, los dos movimientos:
uno destinado a cubrir y otro a descubrir. Ahora, en el trabajo en segundo grado con las
representaciones de Malvinas que es Las islas, la literatura es un pasaje necesario para
encontrar, al final, en el centro del laberinto, algo, una huella de la experiencia bélica,
incluso de su momento más dramático: el combate del Longdon, los compañeros muertos,
los maltratos de superiores, la derrota. Incluso es posible percibir en esos capítulos
escenas muy similares a otras contadas en relatos testimoniales, que posiblemente hayan
sido recabadas por Gamerro en las entrevistas que hizo a los soldados, a pesar del
laconismo.94 Pero Las islas no parte de ellas: llega a ellas. Como contrapartida, durante
estos años el relato testimonial realizó, en cierta medida, el camino inverso. Hemos visto
94
Por ejemplo, la escena en que tras la derrota, los soldados argentinos deben enterrar a sus compañeros
muertos (Gamerro, 1998: 561; Ayala, 2012: 116; Kon, 1984: 187). Trabajaremos esta escena en
profundidad en IV.4.1.2.
141
que Partes de guerra partía de narraciones ligadas a la experiencia bélica, los desarmaba
y producía un relato literario –la poesía era allí, a través de la cita de Ponge, una salida a
la afasia que permitía dar cuenta de la experiencia dolorosa, eludiendo la tendencia al
laconismo–; Las islas, en cambio, parte de la literatura, Fogwill, las representaciones, los
simulacros. Los desarma, los parodia, y arma una estructura que contiene, en el centro,
totalmente mediado, algo de la experiencia bélica: allí, es la literatura, asociada a la
proliferación discursiva –la poesía propia de la afasia– que produce un relato delirante,
digresivo, que parece hablar de cualquier cosa pero en cuyo centro, muy escondida, está
la guerra.
142
III. Los años dos mil: el relato de la guerra en el “boom” malvinense
En los dos capítulos precedentes, vimos que en los años ochenta la posdictadura
tendió a tapar la posguerra; es decir que la ligazón entre guerra y dictadura volvió difícil
hablar de la guerra. En los noventa, Malvinas reingresó en el discurso, pero despojada de
la complejidad que suponía el hecho de que la guerra haya sido llevada a cabo por un
gobierno militar; incluso, en esos años se dejaron de lado las acciones judiciales, se
indultó a los responsables y, en general, la problemática de la dictadura fue relegada de
los discursos y las políticas oficiales. Simultáneamente, aunque se hablara sobre
Malvinas, tampoco ello suponía hablar de la experiencia material de la guerra: las
palabras estaban separadas de los cuerpos. A partir de los años dos mil, en cambio,
comienza a volverse posible hablar de la guerra, sin soslayar sus relaciones con la
dictadura, pero reivindicando, al mismo tiempo, su carácter de acontecimiento bélico. En
ese marco, comienzan a aparecer, aunque todavía tímidamente, los héroes de Malvinas,
que ya no son los héroes de los altos mandos que en los años anteriores habían poblado
los testimonios de los militares, sino soldados. Como resultado de una serie de
reconfiguraciones que se producen en esta década, el hecho de haber sido víctimas de la
dictadura, lejos de obturar la heroicidad de los soldados, la potencia.
En lo que sigue, repasaremos algunos de los hechos ligados a esa reconfiguración
que, a grandes rasgos, son de dos tipos: por un lado, la épica hace su aparición como
modo de relato para la historia y la política. Ya sobre fines de los noventa, vimos que el
militante popular había comenzado a reemplazar a la víctima inocente en los relatos
autobiográficos, biográficos, novelas y películas. En esos relatos que tenían por objeto la
militancia de los setenta, la épica comenzaba a aparecer como la matriz narrativa
fundamental, desplazando a la matriz victimizadora. Durante los gobiernos de Néstor y
Cristina Kirchner, filiados políticamente con la militancia de los setenta y con el
peronismo de izquierda, la épica comienza a ingresar en los relatos oficiales, no solo a la
hora de hablar de la historia sino también de definirse, en el presente. Por otro lado, en
estos años, y en el marco de unas nuevas políticas públicas en relación con la memoria y
la justicia de la dictadura militar, se producen también una serie de hechos vinculados a
Malvinas, tanto a la reactivación de los reclamos de soberanía en sede diplomática como
143
a la construcción de una memoria y a la inclusión de la guerra en el relato de la historia
nacional.
La renuncia del presidente Fernando de la Rúa en diciembre de 2001 fue el hecho
institucional más destacado de una crisis a la vez política, económica y social con la que
culminaba una década de neoliberalismo. El período que siguió fue, en lo inmediato,
igualmente convulsionado: se sucedieron cinco presidentes hasta que, en 2003, resultó
electo Néstor Kirchner. Esa fecha, ligada indisolublemente con el proceso que la
antecedió, señala el comienzo de la recomposición política, institucional y económica,
centrada en una intervención del estado que marcó una diferencia sustancial con las
décadas anteriores. En ese sentido, el inicio del período que abordamos en este capítulo
es doble: 2001/2003.
El 24 de marzo de 2004, casi un año después de haber asumido su mandato, Néstor
Kirchner ordenó, en su carácter de presidente y de Comandante en Jefe de las Fuerzas
Armadas, descolgar los cuadros de Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone de la pared
del Colegio Militar de El Palomar. El gesto –que se sumó a un pedido de perdón por los
crímenes de la dictadura en nombre del Estado– dejó sentadas las bases de lo que
constituiría, en los años siguientes, uno de los pilares del kirchnerismo: la política de
derechos humanos. En este marco, tras la anulación, en 2003, de las leyes de obediencia
debida y punto final, se reabren en el país las causas contra los militares acusados por
violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura. Algunos de ellos ya
habían sido condenados en los Juicios a las Juntas Militares pero luego fueron
beneficiados con los indultos durante el gobierno de Menem, de modo que volvían a
comparecer ahora ante los tribunales (cfr. capítulos I y II).95 Incluso se llevaron a cabo
algunas denominadas “megacausas”, en las que se juzgó a un elevado número de
represores vinculados a un mismo centro clandestino de detención.96
A diferencia de lo que había ocurrido en los ochenta, ni las condenas al accionar
de los militares en el pasado ni la consecuente desmilitarización redundaron en un
abandono de la causa Malvinas. Por el contrario, en su primer discurso como presidente,
Néstor Kirchner sostuvo: “Venimos desde el sur de la Patria, de la tierra de la cultura
95
Por medio de la Ley 25.779, sancionada el 21 de agosto de 2003 y promulgada el 2 de septiembre del
mismo año, se declaran insanablemente nulas las leyes 23.494 y 23.521, de Punto Final y Obediencia debida
respectivamente.
96
Tal es el caso, por ejemplo, de la serie de causas interrelacionadas conocida como “megacausa ESMA”,
en la que se investigaron y juzgaron los delitos de lesa humanidad cometidos en la Escuela de Mecánica de
la Armada entre 1976 y 1983. Entre los represores imputados estuvieron Alfredo Astiz, Antonio Pernías,
Miguel Donda y Alberto Radice.
144
malvinera y de los hielos continentales y sostendremos inclaudicablemente nuestro
reclamo de soberanía sobre las Islas Malvinas”.97
Por un lado, en efecto, fue relevante el hecho de que el matrimonio Kirchner
proviniera de la provincia de Santa Cruz, pues la Patagonia siempre mantuvo con las islas
Malvinas una relación de mayor proximidad que el resto del país: antes de la guerra
existían fluidos contactos comerciales y humanos entre el continente y las islas; durante
la guerra, las ciudades del litoral patagónico –como Río Gallegos, donde residían
entonces Néstor y Cristina Kirchner– quedaron frente al campo de batalla y se
convirtieron en bases de operaciones. La proximidad con la guerra era también, sobre
todo, una proximidad con la muerte, que implicaba una conmoción mucho mayor.
Por otro lado, tanto Néstor como Cristina Kirchner se definieron en reiteradas
oportunidades como “malvineros” también en relación con sus convicciones ideológicas.
Ambos provenían de un sector del peronismo cuya tendencia nacionalista y popular
entronca con una de las vertientes fundamentales que confluyeron en la conformación de
la “causa Malvinas” durante el siglo XX.98 Con esa misma línea se vincula la acción
conocida como “Operación Cóndor”, emprendida en 1966 por un grupo de jóvenes del
peronismo nacionalista que secuestró un avión de línea y lo desvió hacia Port Stanley,
ciudad a la que rebautizaron “Puerto Rivero”. El gaucho Antonio Rivero, al que alude el
nombre, llevado a Malvinas por Luis Vernet, y la rebelión que encabezó contra las nuevas
autoridades británicas en 1833 constituyen un núcleo de la historia de Malvinas que será
objeto de múltiples apropiaciones y reinterpretaciones, que según señala Rosana Guber
se orientan en torno a dos polos: “La rebelión de Rivero es interpretada por los
historiadores ‘revisionistas’ y ‘populistas’ como un clamor patriótico contra el invasor y
sus lugartenientes (Almeida 1966, Campos 1966, Moya 1966). La historiografía liberal,
en cambio, la interpreta como un acto de simples foragidos (Academia Nacional de la
Historia 1967)” (2000: 85). Guber destaca también el hecho de que uno de los momentos
de mayor relieve de la figura de Rivero fue aquel en que se produjo la “Operación
Cóndor”, cuando diversas organizaciones políticas, especialmente ligadas a la juventud,
97
El discurso, pronunciado ante la Asamblea Legislativa, puede consultarse completo en:
http://www.casarosada.gov.ar/index.php?option=com_content&view=article&id=24414&catid=28:discur
sos-ant
98
En ¿Por qué Malvinas?, Rosana Guber (2001) desarrolla un exhaustivo análisis sobre el modo en que
ciertos sectores del peronismo y la causa Malvinas se fueron entrelazando a lo largo de la historia. De
hecho, la Marcha Peronista, en su versión original, incluía dos estrofas ligadas al reclamo de soberanía
sobre las islas: “Después de haber liberado / a toda la economía / gritamos soberanía / con fundamento y
razón / ¡Viva Perón! ¡Viva Perón! // Porque las Islas Malvinas / y el Antártico Sector / son netamente
argentinos / aunque nos digan que no”.
145
se oponían al régimen autoritario del General Onganía y luchaban por el regreso de un
gobierno popular.
La historia de Malvinas que comienza a formularse en 2003 invoca a Rivero como
héroe patriótico, lo cual sucede por primera vez después de 1982 y da cuenta tanto de la
filiación del nuevo gobierno con el peronismo militante anterior al golpe militar como
con cierto resurgimiento de la matriz épica de los relatos, para la cual los héroes son
figuras centrales.99 Pero además, también por primera vez desde 1982, lo épico no viene
asociado a ninguna reivindicación militar. La mejor síntesis de esta nueva situación la
provee, precisamente, un militar. Martín Balza, Jefe del Ejército durante la mayor parte
del gobierno de Carlos Menem, fue siempre un militar cercano al poder político, que
además se destacó por reconocer la responsabilidad del ejército en las violaciones
sistemáticas a los derechos humanos durante la última dictadura. En 2003 publica su libro
sobre Malvinas al que titula Gesta e incompetencia. La noción de gesta, que durante las
décadas anteriores había intentado ser separada de la causa y silenciada o tapada, se
recupera ahora en el marco más amplio de, al menos, una relativa superación del ideal
pacifista que había borrado el conflicto en los ochenta y noventa; al mismo tiempo, hablar
de gesta ya no está reñido con la crítica a los mandos militares que la condujeron.
Más ampliamente, entonces, lo que se observa durante los años dos mil es una
reconfiguración, bajo la épica, del relato de la historia nacional, en el que Malvinas, ya
no solo como causa sino también como guerra, comienza a encontrar un lugar. En ese
marco, en 2010, el Ministerio de Relaciones Exteriores, presidido entonces por Alfredo
Atanasof, publica el libro La Cuestión Malvinas en el marco del Bicentenario, compilado
por Agustín Romero. Allí, veinte personalidades destacadas de la cultura y la política –
por ejemplo, Nilda Garré, Jorge Taiana, Rafael Bielsa o Federico Lorenz– se dedican a
dilucidar precisamente esa relación entre Malvinas –la causa, pero también la guerra– y
la historia nacional. Para la mayor parte de los análisis, los discursos culturales –literarios,
cinematográficos, folclóricos– ocupan un lugar central en la configuración de esa
relación. En uno de los artículos, “Malvinas en el Bicentenario: en busca del relato
colectivo”, el politólogo Juan Cruz Vázquez señala que falta un relato colectivo sobre la
guerra pero considera que el bicentenario
99
En 2012, al conmemorarse el 30° aniversario de la guerra, el torneo de fútbol argentino de primera
división fue bautizado “Crucero General Belgrano”, y la copa, “Gaucho Rivero”.
146
como gran conmemoración y celebración de lo que se considera el “nacimiento” de
la nación argentina, ofrece en este sentido un marco propicio para situar en el tiempo
la propuesta de construcción de un nuevo relato colectivo sobre Malvinas post-1982.
Y esto no sólo por Malvinas como hito contenido en la conmemoración de la nación
argentina, sino por la especificidad de una fecha que retrotrae –al mismo tiempo– a
un acto fundacional que, cien años atrás, hizo una base fundacional de Malvinas.
(Romero, 2010: 205)100
100
El autor se refiere a la publicación del libro Les Îles Malouines, de Paul Groussac, “una obra que fundaba
a Malvinas como pilar de la nacionalidad argentina y como causa nacional” (Romero, 2010: 205) en el
marco del Centenario de la República Argentina. Lo que se propone, entonces, es recuperar esa iniciativa
en el Bicentenario.
147
de Descolonización de la ONU. En uno de los párrafos iniciales de ese discurso, Cristina
Kirchner adelanta el que constituirá uno de sus argumentos esenciales:
101
El discurso completo puede encontrarse en:
http://es.wikisource.org/wiki/Wikisource:Documentos_hist%C3%B3ricos
148
, sino que, además, posee una serie de apartados en los que se destaca la existencia de
conductas heroicas individuales, independientes de los errores de la conducción.102
La segunda medida, anunciada en el discurso del 2 de abril de 2012, es la de
solicitar, por intermedio de la Cruz Roja, la identificación de los restos de los 123
soldados enterrados en el cementerio de Darwin bajo la inscripción “Soldado solo
conocido por Dios” y el número impreciso de los que están enterrados en otras partes de
las islas. Para ello, se propuso la intervención del Equipo de Antropología Forense que
desde hacía algunos años venía trabajando en el reconocimiento de restos de personas
desaparecidas durante la dictadura. La medida refuerza el paralelismo entre los
desaparecidos y los caídos en la guerra, pero lo hace revirtiendo, al mismo tiempo, el
silencio y el desconocimiento que durante muchos años recayeron sobre ambos. Además,
una diferencia fundamental proviene de que, en el caso de Malvinas, el silencio fue
alentado en en muchos casos por los propios familiares de los muertos.
A comienzos de 1983 se creó la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas,
presidida por Héctor Cisneros. Desde allí se desalentaron las ideas vinculadas a la
investigación de los restos. Uno de los argumentos principales fue que eventuales
exhumaciones podrían proveer de fundamentos a los isleños para sugerir la repatriación
de los cuerpos, mientras que la posición sostenida por los familiares era que los muertos
en Malvinas constituyen raíces para la soberanía argentina. Posiciones como esta se
enmarcan en la voluntad de la Comisión de honrar a los caídos como héroes que puedan
erigirse en bastiones de resistencia frente al olvido propio de las políticas de
“desmalvinización”.
En 2010, Cisneros se vio forzado a renunciar a raíz de una investigación llevada
adelante por el diario Crítica de la Argentina cuyo contenido fue publicado, precisamente,
el 24 de marzo. Allí se revelaba que, desde el Batallón 601 del Ejército al que pertenecía,
había desempeñado tareas de espionaje entre los familiares durante los primeros años de
su gestión, alentando “sutilmente aquello de ‘el silencio es salud’” con el objetivo
primordial de “controlar a los familiares díscolos” (Gallardo, 2012: 55). Desde entonces,
la presidencia quedó en manos de Delmira Hasenclever de Cao quien, sin embargo, en
102
El 22 de marzo de 2012 se oficializó la entrega del Informe Rattenbach a las autoridades. Desde entonces,
puede descargarse el texto completo desde la página web de la Casa Rosada:
http://www.casarosada.gov.ar/component/content/article/108-gobierno-informa/25773-informe-
rattenbach
149
uno de sus primeros comunicados, del 27 de marzo de 2010, ratifica la postura de la
Comisión respecto de la identificación de restos:103
103
Aunque en sus asociaciones los familiares tendieron a manifestar estas posiciones, hubo muchos casos
individuales que marcaron una diferencia. En una de las crónicas que integran Vidas marcadas, el libro
publicado por el periodista Agustín Gallardo en 2012, se entrevista a Norma, hermana de un caído en
Malvinas, cuyo nombre no aparece en ninguna de las cruces del cementerio de Darwin. Para Norma, su
hermano es un desaparecido: porque su cuerpo no ha aparecido pero también porque la dictadura operó
sobre su historia un borramiento, que es precisamente lo que se intenta subsanar con la identificación de
los restos. En efecto, en la crónica denominada “MalviNNas”, Gallardo reconstruye, a través del testimonio
de Norma, las distintas instancias de ese borramiento operado sobre la historia de los cuerpos y constata
que, contrariamente a lo que podría esperarse, este fue muchas veces avalado o, incluso, impulsado por
sectores de ex combatientes y de familiares de caídos.
En la misma línea, en el documental Locos de la bandera (Cardoso, 2005), muchos de los miembros de la
Comisión brindan testimonio y muestran algunas ambigüedades que no muestran en otras partes: si bien el
tono predominante de la película es el que remarca el carácter innegociable del heroísmo de todos los
caídos, algunos familiares afirman que el hecho de que los cuerpos de sus seres queridos no hayan aparecido
–en especial aquellos que murieron en el hundimiento del Belgrano– los lleva a mantener cierta esperanza,
que impide la normal continuidad del duelo. Algunos de estos familiares se refieren insistentemente a estos
soldados como desaparecidos e incluso una mujer afirma que perdió dos hermanos, uno secuestrado en
1976 y otro en Malvinas.
104
El comunicado completo puede consultarse en http://www.malvinense.com.ar/smalvi/10/1487.htm
105
En efecto, allí están, por ejemplo, el cuerpo del soldado Vojcovic, que se sospecha murió por una mina
propia y a causa de la negligencia de sus superiores, o el del soldado Remigio Fernández muerto por
inanición (Niebieskikwiat, 2012). A ambas familias se les reportaron las bajas como producidas en
combate. Analizaremos en detalle la figura del héroe y las grietas que generan en su relato los soldados
muertos por la propia tropa en el capítulo IV.
150
extranjero. En esta concepción, la idea de un enfrentamiento interno resulta por completo
disruptiva.
En el marco de la defensa de ese tipo de heroicidad que había primado en las
décadas anteriores, se produjeron escenas de tinte violento, como la que tuvo lugar en
junio de 2011, cuando se quiso descolgar un cuadro con una imagen del Capitán Pedro
Giachino de la Municipalidad de Mar del Plata, a raíz de que saliera a la luz su
responsabilidad en la represión ilegal, precisamente en uno de los juicios impulsados por
el kirchnerismo. Giachino había sido el primer caído de la guerra de Malvinas, durante la
toma de Puerto Argentino el 2 de abril de 1982 y durante muchos años fue presentado
como héroe de la recuperación. En 2011, entonces, ambos relatos entran en colisión.
Quienes piden que el cuadro sea descolgado sostienen que la participación en la guerra
no exime de responsabilidad en crímenes de lesa humanidad. En la vereda opuesta,
quienes encabezaron la protesta, nucleados en torno a un organismo creado ad hoc, el
Foro Nacional Patriótico, sostienen que nada debería socavar el heroísmo de Giachino.
Entre ellos, aparece nuevamente Hasenclever de Cao, quien reclama “la restitución del
cuadro del héroe nacional caído en Malvinas” y pide un desagravio. Entre estas defensas
de una figura del héroe que comienza a resquebrajarse, cabe mencionar el disco Quijotes
de Malvinas, de 2009, cuyas letras fueron escritas por el periodista Nicolás Kasansew.106
El disco, que celebra la gesta y a sus actores en un evidente tono laudatorio y busca
restituir la condición de héroes a quienes la ostentaron hasta entonces, dedica una canción
a Pedro Giachino.107
Asimismo, en el marco de la exposición organizada en 2007 por el Ministerio de
Defensa con ocasión del vigesimoquinto aniversario de la guerra, a último momento la
Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas decidió no participar, a raíz de la inclusión
106
Nicolás Kasansew fue el único periodista autorizado por el gobierno de facto a transmitir desde las islas
durante la guerra y se convirtió en un símbolo del programa “60 minutos”, conducido por el periodista José
Gómez Fuentes. Desde una perspectiva nacionalista y pro-militar ambos formaron parte activa de las
tergiversaciones de información durante el conflicto.
107
“¿Por qué todo cambió? ¿Por qué el cielo murió? / Aunque siga del mismo gris mate. / Igual turba, igual
viento y garúa igual. / Pero él no volvió del combate. / Igual turba, igual viento y garúa igual, / Pero él no
volvió del combate. // Con su alma en ristre y su rostro de tizne / Al Rex Hunt le cantó jaque mate. / Y ese
fue asimismo su canto de cisne / Porque él no volvió del combate. / Y ese fue asimismo su canto de cisne,
/ porque él no volvió del combate. // Hombro a hombro viví y con él compartí / Las penurias, las chanzas
y el mate, / Y hoy ha muerto algo en mí, todo es baladí / porque él no volvió del combate. / Y hoy ha muerto
algo en mí, todo es baladí / Porque él no volvió del combate. //Al caer fue a su amada a la que nombró /
cual si de ella aguardara un rescate. / Su coraje trompeta fue de Jericó, / pero él no volvió del combate. / Su
coraje trompeta fue de Jericó, / pero él no volvió del combate. // Debería gozar que a la parca esquivé /
disfrutar del vital acicate, / mas es tal mi vacío, que hasta pensé /que fui yo, quien cayó en el combate. /Mas
es tal mi vacío, que hasta pensé /que fui yo, quien cayó en el combate.”
151
de un maniquí que representaba a un soldado estaqueado. Entre los argumentos
esgrimidos, en palabras del propio Héctor Cisneros, aparece la idea de que la muestra
“abona el camino de la confusión, deshonra la memoria de nuestros Héroes, reduce la
complejidad a una mirada prejuiciosa y lejana a la verdad de los hechos” (Lorenz, 2013:
198).
Todas estas constituyen reacciones a un nuevo tipo de héroe que, como dijimos
antes, comienza a delinearse en los años dos mil, que ya no está reñido con las diversas
formas de maltrato y hasta asesinato perpetradas por los mandos militares. En ese sentido,
se trata de un acortamiento de la distancia entre la figura de la víctima y la del héroe que
durante veinte años había estructurado los relatos, que se produce en gran medida a partir
de la publicación del Informe Rattenbach y, sobre todo, del pedido de identificación de
los cuerpos. Si bien ambas figuras ya venían siendo asociadas, es recién ahora, en el siglo
XXI, cuando más próximas se encuentran, en tanto ambos pueden ser pensados,
simultáneamente, como víctimas y como héroes.
En términos generales, podemos decir que este proceso es el de un relato oficial
que se vuelve, por primera vez, malvinizador pero desmilitarizador. Como resultado de
esta separación entre la guerra y los militares que la llevaron a cabo, en ese relato el
acontecimiento bélico en sí mismo comienza a hacerse más visible. Otro hecho
fundamental que contribuye a esto es el inicio en 2009 de juicios radicados en Río Grande
por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la guerra.108 Por esta vía, no solo estas
historias, silenciadas durante casi treinta años, comienzan a salir a la luz, sino que son
investidas, por primera vez, de la legitimidad que otorga la sede judicial, aunque hay que
aclarar que hasta el momento no existen condenas efectivas como resultado de estos
juicios, y que el Estado, que iba a presentarse como querellante, aún no lo hizo
(Niebieskikwiat, 2012; Lorenz, 2013).
En efecto, ninguno de los movimientos que señalamos se produce uniformemente
ni en bloque. Así como vimos que había excepciones entre los familiares de los caídos
respecto de la resistencia a la aparición de nuevos tipos de héroes, en el ámbito
108
Según señala Federico Lorenz, el puntapié inicial de este proceso lo constituyó “el trabajo de la
Subsecretaría de Derechos Humanos de la provincia de Corrientes, que se ocupó de preparar la causa y
publicó parcialmente sus conclusiones y testimonios en un libro que, sintomáticamente, estaba prologado
por Estela de Carlotto: Memoria, verdad, justicia y soberanía. Corrientes en Malvinas” (2013: 199). En
efecto, en 2007, algunos grupos de ex combatientes de Corrientes, La Plata y Chaco denunciaron las
violaciones a los derechos humanos cometidas por oficiales argentinos contra su propia tropa durante la
guerra: una serie de torturas y abusos que incluyeron muertes por fusilamiento e inanición. Al radicarse en
un juzgado de Río Grande, en Tierra del Fuego, los testimonios existentes se amplían y además se les
agregan nuevos, recopilados en otras partes del país.
152
gubernamental hubo, en relación con el desarrollo de los juicios, quienes exhibieron
actitudes ambiguas o reticentes, vinculadas a la idea de que no corresponde incluir los
abusos y maltratos cometidos por los mandos militares sobre la propia tropa entre los
crímenes contra la humanidad. Para algunos sectores nacionalistas, incluso pertenecientes
al kirchnerismo, los juicios muestran las grietas locales ante el enemigo externo.
(Niebieskikwiat, 2012).109
Pese a ello puede observarse un movimiento de carácter general, según el cual, en
la medida en que la guerra y sus héroes se vuelven elementos posibles en un relato que se
aproxima a lo épico, Malvinas comienza a ser objeto de un número cada vez mayor de
obras. En efecto, en torno a 2007 y, sobre todo, a 2012 –es decir, al vigesimoquinto y el
trigésimo aniversario de la guerra– se produce una suerte de boom editorial malvinense.
En estos años se publican una gran cantidad de novelas y cuentos, que trabajaremos en el
apartado que sigue; se reeditan algunos de los textos fundamentales de la guerra –Partes
de guerra, en 2007 y Los pichiciegos, en 2006– y se realizan además algunas
recopilaciones –Las otras islas (AAVV, 2012); La guerra de Malvinas (Warley, 2007)–.
En 2012, la novela ganadora del Premio Clarín de Novela, Sobrevientes, de Fernando
Monacelli (2012) cuenta la historia de la reaparición, en la Antártida, de un soldado
muerto en el Crucero General Belgrano, que quedó congelado durante veinticinco años.
El historiador Federico Lorenz, especialista en el tema Malvinas publica en estos años
dos libros en que se sale del género historiográfico: la novela Montoneros o la ballena
blanca (2012) y la crónica de viajes Fantasmas de Malvinas (2008). En relación con ello,
Malvinas comienza a suscitar el interés en ámbitos que hasta ahora le habían sido
indiferentes, como la novela histórica. En estos años aparecen una serie de novelas en las
que la guerra o la vida en las islas durante el siglo XIX constituyen el trasfondo histórico
109
Por otra parte, sectores opositores al gobierno manifestaron su desacuerdo con muchas de estas medidas
que consideraron más espectaculares que efectivas. En 2012, un grupo de diecisiete intelectuales se nucleó
en torno de algunas figuras sobresalientes con el objetivo de criticar la posición gubernamental frente a
Malvinas. Publicaron un documento en el que consideran los reclamos internacionales como gestos vacíos
y el tono general como una reedición de la violencia y piden que se respete el derecho a la
autodeterminación de los isleños. El grupo se nucleó a partir de la publicación del artículo “¿Son realmente
nuestras las Malvinas?” de Luis Alberto Romero, el 14 de febrero de 2012. Allí, el historiador postula la
necesidad de cuestionar no solo la guerra –que por otra parte suele ser más un cuestionamiento de la derrota
que de la guerra en sí– sino también la causa. Considera necesario volver a preguntarse por los fundamentos
de la argentinidad de las islas y no subirse a un “revival” que, a sus ojos, resulta preocupante aunque se
produzca en términos pacíficos (Romero, 2012). El historiador Vicente Palermo ya había adelantado esta
postura en 2007, al hablar de una “remalvinización” que no puede producirse más que en términos bélicos,
en tanto incluso la causa Malvinas estuvo desde el comienzo cerrada a cualquier interpretación y se
constituyó en uno de los puntos nodales del nacionalismo argentino. Es por ello que, para Palermo, “los
militares no bastardearon ninguna noble causa sino que fueron trágicamente consecuentes con ella” (2007:
207).
153
para relatos de amor o aventuras. Entre estas, se destacan La balsa de Malvina, de Fabiana
Daversa (2012), Vernet, caballero de las islas y Malvinas, la ilusión y la pérdida, ambas
escritas en colaboración por Silvia Plager y Elsa Fraga Vidal (2005 y 2012). También en
estos años la literatura infantil y juvenil se vuelca a Malvinas: se publican Pipino, el
pingüino, el monstruo y las Islas Malvinas de Claudio Garbolino (2013), con ilustraciones
de Antonella Garbolino, un libro pensado para niños de tres a ocho años, y las novelas
juveniles Nunca estuve en la guerra de Franco Vaccarini (2012), Nadar de pie de Sandra
Comino (2010) y Rompecabezas de María Fernanda Maquieira (2013). Finalmente,
Malvinas se vuelve materia predilecta para la dramaturgia: solo en 2012, en Buenos Aires,
se estrenan al menos ocho obras teatrales sobre Malvinas. Algunas, transcurren en las
islas: Queen, Malvinas, dirigida por Esteban Massari y escrita por el escritor y psicólogo
Agustín Palmeiro –quien además fue combatiente–; Los Tururú, escrita y dirigida por
Diego Quiroz, y Piedras dentro de la piedra, de Mariana Mazover –versión libre de Los
pichiciegos–. Otras, en cambio, como Islas de la memoria de Julio Cardoso y 1982,
obertura solemne de Lisandro Fiks, se sitúan en el presente para reflexionar sobre las
dificultades que entraña representar Malvinas. Finalmente, se estrenan también la versión
teatral de la novela Las islas, de Carlos Gamerro, dirigida por Alejandro Tantanian, y
versiones de ¡Hundan el Belgrano!, la gran parodia de Margaret Tatcher escrita por el
inglés Steven Berkoff, y de Gurka de Vicente Zito Lema.110
Por otra parte, aparecen estudios periodísticos que abarcan una gran variedad de
temas. Entre estos pueden destacarse Los rabinos de Malvinas de Hernán Dobry (2012)
y Malvinas. Los vuelos secretos de Gonzálo Sánchez (2012), en tanto en ellos los
protagonistas son los nuevos héroes: rabinos que viajaron a Malvinas para acompañar
espiritualmente a los combatientes judíos y que sufrieron la guerra como cualquier otro;
los pilotos de Aerolíneas Argentinas que, a raíz de una convocatoria secreta del gobierno
militar, realizaron siete viajes –dos a Tel Aviv, cuatro a Trípoli y uno a Ciudad del Cabo–
en busca armamento. Según su autor, se trata de una historia de heroísmo civil.
Asimismo, en estos años, los testimonios encuentran nuevas vías de circulación y,
correlativamente, la experiencia bélica que en ellos se relata encuentra nuevos modos de
elaborarse. Por un lado, algunos relatos testimoniales comienzan a ser incluidos en
110
Las obras recorrieron distintos circuitos, ligados a tipos de público también distintos. Algunas de estas
obras, como 1982, obertura solemne se estrenaron en teatros pequeños, del under porteño. Otras, en cambio,
se estrenaron en teatros más grandes como Las islas, en el Teatro Presidente Alvear, de la calle Corrientes,
o Islas de la memoria, en el Teatro Cervantes.
154
investigaciones periodísticas, en las que se intercalan con la voz del periodista, a la que
sirven de apoyo. Por otro lado, hay testimonios que se producen en una aproximación a
lo literario, ya sea como poesías o como novelas.
Entre los libros que incorporan testimonios como fuentes periodísticas se destaca
Lágrimas de hielo, de Natasha Niebieskikwiat (2012), donde se investigan los maltratos
recibidos por los soldados por parte de sus superiores. Se trata, según la misma autora, de
“una extensa crónica donde los ex combatientes que sufrieron esos abusos brindan su
testimonio” (2012: 19). El libro, además, da cuenta de la investigación judicial que se está
realizando paralelamente. En ese sentido, sitúa la cuestión de la judicialización del
testimonio, fundamental en tanto la incorporación de testimonios como fuentes
periodísticas puede ubicarse en relación con el hecho de que hayan comenzado a usarse
también en estos años como pruebas en sede judicial.
Aún más importante es el libro Malvinas, la primera línea, donde el periodista
Juan Ayala cuenta la guerra desde la perspectiva de los soldados del Regimiento de
Infantería Mecanizada 7 de La Plata, apostado en los montes que rodean Puerto Argentino
en los que se produjeron los combates más cruentos y se registró la mayor cantidad de
bajas.111 Las voces de siete soldados pertenecientes a ese Regimiento aparecen citadas
directamente y alternan con la crónica del periodista Ayala. El libro parte de la afirmación
–que además contribuye a sostener– de que “los colimbas fueron la carne de cañón de
unas Fuerzas Armadas que, en su pretensión de eternizarse en el poder, mandaron a
regimientos de conscriptos a la guerra” y, en relación con ello, refiere que “en las islas,
en pleno conflicto, sus cuadros –oficiales y suboficiales– se dedicaron a torturar psíquica
y físicamente a sus soldados, nada extraño si pensamos que muchos de ellos habían hecho
desaparecer poco antes a 30 mil argentinos” (Ayala, 2012). Esto que, a simple vista, no
se aleja demasiado de las posturas adoptadas por libros anteriores de testimonios de
soldados –fundamentalmente, Los chicos de la guerra– toma aquí una forma particular,
pues lejos de articularse como queja adopta la forma de una revisión concienzuda de los
errores estratégicos, tácticos y logísticos cometidos por la Junta Militar primero, y por
toda la escala de grados militares después. El estudio de las tácticas y estrategias y la
descripción de los combates, en muchos pasajes en voz de los propios combatientes, dan
como resultado un relato que da cuenta del acontecimiento bélico en sí mismo, en el que
111
Esto es, en combates terrestres, excluyendo el hundimiento del Crucero General Belgrano. Como señala
Ayala, el Regimiento 7 contó con 36 muertos, 33 de los cuales eran conscriptos. Además, por el difícil
acceso de sus posiciones fueron quienes tuvieron mayores dificultades para ser abastecidos.
155
no solo a las falencias de los militares se contrapone el heroísmo de los soldados, sino
que además se lee que Argentina podría haber ganado la guerra, gracias a esos héroes y a
algunas situaciones ventajosas que los mandos militares desaprovecharon. Así, Ayala
sostiene, apoyándose en los relatos testimoniales de soldados, que si se hubiesen
construido pistas de aterrizaje antes del 12 de abril, o si se hubiera esperado a septiembre
para atacar; si hubiera dejado el Crucero General Belgrano cerca de Puerto Argentino; si
se hubiera aprovechado el momento de vulnerabilidad de la flota inglesa durante el
desembarco en el estrecho de San Carlos y si, finalmente, se hubiesen enviado patrullas
en vez de aguardar el ataque en Puerto Argentino, Argentina podría haber ganado la
guerra.
Así, en este libro los héroes son los soldados. Si hubiese sido por ellos, la guerra
podría haberse ganado; si se perdió fue a causa de la mala conducción. Lo que aparece en
este libro es, por un lado, el retorno de la guerra y, por el otro, la posibilidad de una mirada
épica en torno a las conductas de los soldados. En ese sentido, puede comparárselo a otro
libro publicado en esta década, Gesta e incompetencia, de Martín Balza, donde también
se responsabiliza a los mandos militares por la derrota y se afirma que hubo
comportamientos heroicos “aunque en ellos no figuren generales” (2003: 8). Sin
embargo, constituye una gran diferencia el hecho de que el libro de Ayala incluya las
voces de los soldados, de modo que sean ellos quienes pongan en palabras la guerra y el
heroísmo. Es por esa vía que la épica deja de ser patrimonio exclusivo de los relatos de
militares. Además es en ese punto donde puede verse la distancia recorrida por el relato
testimonial desde Los chicos de la guerra hasta ahora. Si en los tempranos ochenta Daniel
Kon interrumpía los relatos buscando insertarlos en un discurso victimizador, ahora los
relatos de los soldados son incorporados a un relato mayor que da cuenta de la guerra y
del rol no solo activo sino a veces también heroico de los soldados en ella.
Mencionamos antes un segundo movimiento, el de los testimonios que se vuelcan
hacia lo literario. Se destaca aquí la crónica Los viajes del Penélope, de Roberto
Herrscher, en la que también puede verse cierta ligazón entre la narración y la mirada
épica. Allí, a través de la historia de un barco, al que estuvo asignado durante la guerra
pero que antes había sido el Feuerland, construido para una expedición a la Patagonia a
principios del siglo XX, Herrscher cuenta en primera persona lo que podría llamarse una
aventura de largo aliento en la que los soldados dicen sentirse héroes en tanto se sienten
habitando una novela de aventuras. Es decir, es la recurrencia a una imagen literaria la
que les permite construir la mirada épica:
156
Nos abrazamos con los colimbas del Apostadero y entre mates y chocolates les
contamos las aventuras del Penélope como si fuéramos héroes de un libro de
aventuras. Yo, un chico de asfalto y de clase media de Buenos Aires, que crecí
leyendo las aventuras de Sandokán en el jardín de mi casa, me sentía marinero,
aventurero y tigre de la Malasia.
Eduardo dice que cuando el radio-operador Manuel Escalada nos vio llegar no lo
podía creer. «A ustedes ya los habíamos dado por muertos a todos», dice que le dijo
Manuel.
[…]
Esa noche la sensación de todos era que habíamos hecho algo especial, y nos
dormimos en el camarote redondo de proa como se duermen los jóvenes de los
cuentos de muchachos que maduran y cometen acciones heroicas: repasando los
momentos más peligrosos… (Herrscher, 2007: 112-113)
Pero sobre todo, constituye una novedad de esta década la aparición de varios
libros de poesía escritos por ex combatientes, en los que la primera persona de la
experiencia y la dimensión literaria se encuentran más próximas que nunca: Soldados de
Gustavo Caso Rosendi (2009), Haikus de guerra de Martín Raninqueo (2011) y Brilla tú,
borracho loco de Hugo Sánchez (2012). Los tres autores comparten el haber sido poetas
antes de la convocatoria y el haber sido destinados a los montes que rodean Puerto
Argentino, que es donde se produjeron los combates más cruentos.112 En los tres casos,
el marco para elaborar y transmitir la experiencia bélica es provisto por la literatura. Por
tratarse, además, específicamente de poesías, ese marco es acotado, preciso. En Matadero
Cinco, una obra que comparte con estas el hecho de ser una obra literaria escrita por un
ex combatiente –en ese caso, de la Segunda Guerra Mundial–, se dice que cuando se
escribe sobre una matanza como las que se producen en las guerras, no hay nada que
agregar:
Mira, Sam, si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque no hay nada
inteligente que decir sobre una matanza. Después de una carnicería solo queda gente
muerta que nada dice ni nada desea; todo queda silencioso para siempre. Solamente
los pájaros cantan.
¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se puede decir sobre una matanza; algo así
como «¿Pío-pío-pi?». (Vonnegut, 2006: 25)
La poesía funciona, pues, del mismo modo: no agrega nada más que una leve
musicalidad a la descarnada experiencia de la guerra. En el caso de Martín Raninqueo
112
Gustavo Caso Rosendi y Martín Raninqueo, los dos provenientes de la ciudad de La Plata, pertenecieron
al Regimiento de Infantería 7, apostado en el Monte Longdon –el mismo del que provenían los soldados
que dieron testimonio en Malvinas, la primera línea, de Juan Ayala–; Hugo Sánchez, por su parte, estuvo
en el Wireless Ridge.
157
este gesto es llevado al extremo: escribe haikus, composiciones de origen japonés que se
caracterizan por la extrema brevedad y por la austeridad y cuyo tema principal es el
asombro que causa en el poeta la contemplación de la naturaleza. Los haikus de
Raninqueo, en efecto, utilizan metáforas de la naturaleza para dar forma a la guerra. Así,
por ejemplo: “Brusco es el viento / que empuja a un soldado / herido en el monte”
(Raninqueo, 2011: 45) o “Luciérnagas de muerte / llegando el ocaso / vienen del mar”
(Raninqueo, 2011: 41). Los maltratos sufridos por parte de los superiores también forma
parte de esa experiencia asombrosa de la guerra que consigue ser representada en tanto se
la compara con elementos de la naturaleza, como se ve en el haiku “el estaqueado”:
“Sobre la turba / ramita verde / muriéndose de frío” (Raninqueo, 2011: 31).
Al presentarse así de despojada –al natural–, la desgarradora experiencia de la
guerra desgarra también al lenguaje que la nombra y hasta a la forma poética, como en el
poema “Monte Longdon”:
es como un corso es como si fuera el último febrero desde una vitrola oxidada canta
castillo siga el baile una mujer con rostro de ibis pasea en el chingui-chingui llueven
serpientes de papel la avenida con lamparitas de colores gualeguaychú todo nevado
pero no le parece raro porque sabe que le tocaba mirar hacia el frente y ganas de
tomarse una cerveza y un cabeceo y otro y otro más y ahí está buscando a la marcela
entre la gente pero una estatua lo detiene le besa la frente la bufanda se le escapa
como un pájaro ciego se va enganchando entre las ramas se deshilacha escocesa en
el cielo y llega un frío oscuro oscuro oscuro y ya no puede enterarse de aquel filo
que se le apoya en la garganta justo cuando se encienden los primeros alaridos de la
noche. (Caso Rosendi, 2009: 37)
En la misma línea, como puede apreciarse en los ejemplos citados, los Haikus de
guerra de Martín Raninqueo no responden a la estructura de diecisiete sílabas que
caracteriza al haiku clásico –distribuidas en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas
respectivamente–. Son, por tanto, lo que se denomina “haikus de verso roto”. Además, la
escritura poética de la experiencia desgarra también a los hombres, los duplica o los parte
en pedazos: “Cuando volví a Darwin / leí los nombres en el granito / como un ciego /
tratando de encontrar el mío / entre los que dicen que están ahí. / Eso dicen” (Sánchez,
2012: 23); “Tras la bruma / los niños que fuimos / nos están gritando: adiós” (Raninqueo,
2011: 63).113
113
Analizaremos en profundidad estos poemas y, en particular, las distintas imágenes del cuerpo
despedazado o duplicado en en IV.4.1.2.
158
La poesía es una forma literaria que tolera bien el desgarro o la fragmentación,
por lo que constituye una vía para nombrar la experiencia bélica, o al menos, sus restos,
y para reincorporarlos a la biografía que esa misma experiencia desgarró:
Llovía
era el momento de llorar
buscamos entre las piedras
(nuestras piedras)
enterramos los dedos en la turba
quedaban en nuestras manos pedazos
de mantas podridas de bolsas de dormir
que supieron guardar el miedo
un borcego retorcido
una suela de flecha
un pomo de kolynos
correajes
vainas servidas
caramañolas
nos reconocimos entre los despojos
En ese sentido, es muy distinto el caso de los libros de poesía que no fueron
escritos por ex combatientes, donde al diluirse la experiencia de la primera persona,
simultáneamente se aleja el episodio bélico en sí mismo, con sus singularidades. La poesía
deja de ser una vía para nombrar la experiencia y se convierte en una forma ajena a ella.
En este período se publican Responso en Malvinas de Gustavo Soler (2006) y Malvinas,
de Mario Sampaolesi (2011).114 El subtítulo de este último define Malvinas como un
poema, al estilo homérico. La misma cualidad destaca en su prólogo Georges Popescu, el
editor de la traducción rumana del texto: “este poema me parece inscrito en la precisa
vecindad de la aventura homérica-iliadesca: Malvinas […] se metamorfosean por
decisión poética, en una Troya sitiada por los ‘atenienses’ británicos” (Sampaolesi, 2011:
6). En el poema, sin embargo, la épica no es el relato de acciones heroicas que realizaron
los soldados ni de los combates de los que participaron; por el contrario, es una forma
universal, desligada de la experiencia singular de la guerra de Malvinas. En efecto, el
escenario es Malvinas y la guerra es la de 1982, pero podrían ser otros. En relación con
114
Responso en Malvinas, sin embargo, reúne poemas escritos con mucha anterioridad, incluso el poema
“Responso para el Sur”, fechado el 17 de junio de 1982, fue incluido en Nuestros poetas y las Malvinas,
compilación realizada por Agueda Müller en 1983. Por este motivo, no ahondaremos aquí en el análisis del
texto de Soler.
159
ello, el poema se ve atravesado por una pregunta sobre el mal, primero circunscrito a un
contexto bélico, luego replicado en otras formas, como el maltrato de los padres a los
hijos o la matanza sin control de animales, hasta convertirse en un mal ahistórico que
atraviesa las épocas.115 En ese contexto, la guerra de Malvinas es una de las múltiples
manifestaciones de ese mismo mal y los soldados ingleses y argentinos son sus víctimas:
Parpadeo: titilante ocultamiento producido sobre la materia del ojo […] Cada
determinado lapso de tiempo, algún suceso no es registrado.
Caen los párpados: en el punto de mayor delicadeza, el afuera muta y en ese afuera
ocurre aquello que la mirada pierde: en ese espacio no controlado se desarrollan
otras realidades, la vida sigue su movimiento de expansión y de contracción, y los
acontecimientos transcurren sin posibilidad de sospecha, sin que podamos ser
siquiera testigo de ellos. (Sampaolesi, 2011: 32)
En una de las múltiples charlas organizadas con ocasión del trigésimo aniversario
de Malvinas, realizada en la Feria del Libro de Buenos Aires el 28 de abril de 2012, se
suscitó un debate, por momentos ríspido, entre Gustavo Caso Rosendi y el escritor y
crítico Martín Kohan, cuyas novelas analizaremos en el apartado 3 de este capítulo. El
115
Por ejemplo: “Son señales a la deriva de un pasado desde donde se expulsa, un no refugio (el mismo
símbolo pero no el mismo objeto: aquel arcón será destruido, partido a hachazos frenéticos, con cada
golpe destrozará también las escenas secretas de un niño amordazado, sometido a las cacerías del padre;
con cada golpe eliminará los bocados putrefactos con los que alimentaron su juventud), un no refugio,
repite, un espacio de desprotección donde transformaría el ultraje, donde iluminaría el espanto”
(Sampaolesi, 2011: 76).
160
debate comenzó con la afirmación de Kohan de que literatura y experiencia corren por
carriles separados, lo cual despertó cierta incomodidad en Caso Rosendi, quien se refirió
a ello en un relato del episodio publicado el 30 de abril en su cuenta de facebook. Allí,
Caso Rosendi sostiene respecto de “Juan López y John Ward”, el poema de Borges:
en una primera lectura –quizá más superficial– siempre me dio la impresión que el
Maestro estuviera tocando de oído, como si me estuviera sanateando. Como si no
tuviera ni quisiera tener el más mínimo compromiso de contar algo que tenga que
ver realmente con lo que significó nada menos que nuestro país haya entrado en
guerra. Pero paradójicamente, la hechura de este texto representa como ninguno ese
sentimiento de dejadez, de lejanía, que comenzaba a impregnar aquella época en
cuanto al tema Malvinas.116
En el mismo texto, Caso Rosendi hace referencia a una pregunta realizada al final
por una persona del público y la respuesta que proveyera Martín Kohan: “¿Puede
escribirse, en Poesía, una situación que alguien no ha vivido, como por ejemplo la Guerra
de Malvinas, los campos de concentración de Auswicht? [sic] –sabiamente le
preguntaron– Y él, livianamente contestó que sí”. Como ejemplo de las enormes
limitaciones que la poesía encuentra a la hora de referirse a Malvinas, Caso Rosendi citó,
precisamente, el libro de Sampaolesi que, en efecto, guarda relación, en sus planteos
filosóficos, con el poema borgeano. Ambos textos reivindican el valor de lo humano por
sobre las causas de las guerras –todas las guerras– que no son nunca las de los hombres
sino las de instancias superiores, ajenas, abstractas.
116
El texto completo puede verse en https://www.facebook.com/gustavocasorosendi?fref=ts
161
se transforma permanentemente y no se puede saber qué es real y qué no. Finalmente, hay
novelas que transcurren en el presente, donde nuevas guerras hacen de Malvinas una de
muchas, situada en el lejano pasado.
Respecto de la literatura de la dictadura, Carlos Gamerro señala que hay una etapa
en que los relatos comienzan a estar a cargo de “los testigos, aunque quizá les convenga
mejor la palabra inglesa bystanders, que designa al testigo-observador más que al testigo–
participante; niños o como mucho adolescentes cuando aquel fatídico 24 de marzo de
1976, demasiado jóvenes para la militancia y mucho más para la guerrilla” (2010a: en
línea). Para Gamerro también son testigos los narradores de las novelas de Kohan que
analizaremos en el apartado que sigue: “un colimba o una preceptora de escuela” que
“habitan rincones remotos del aparato represivo” (2010a: en línea). Pero sobre todo, esta
figura resulta útil para pensar los textos que denominamos de “los hijos”, pues si bien
están por completo alejados, física y a veces temporalmente, del escenario bélico, son sus
testigos. Es decir, tienen con la guerra una relación, aunque mediada: hay, entre ellos y la
guerra, una generación que, como señala también Gamerro, es el tiempo –
aproximadamente treinta años– que requiere un episodio histórico, sobre todo si es
traumático, para ser entendido. Aunque, aclara, “el tiempo no pasa solo, hay que hacerlo
pasar: no es tiempo de espera sino de trabajo incesante. La distancia no se crea con
silencio sino a fuerza de escritura” (2010a: en línea). Entre los hijos que aquí referimos y
la guerra media, pues, una generación, un conjunto de relatos. En relación con ello, uno
de los temas centrales de esta literatura es el de las diversas relaciones que las nuevas
generaciones entablan con la generación de Malvinas y con sus relatos.
En Cuando te vi caer, del joven escritor Sebastián Basualdo (2008), esta relación
se entabla fundamentalmente en torno a la figura del héroe. La novela cuenta la historia
de Lautaro Nogán, quien descubre, a los quince años, que su madre le es infiel a su pareja,
Francisco. La novela comienza con el momento de ese descubrimiento que, para Lautaro,
resulta traumático:
Tenía quince años cuando descubrí que engañaba al hombre que yo más admiraba
en el mundo, y no sólo por tratarse del padre que me había elegido, o acaso fuera
justamente por eso, porque me había inculcado un respeto feroz hacia ese hombre
que, sin ser mi padre, afrontó como un héroe la obligación de criar a un niño poco
después de regresar de la guerra de Malvinas. (Basualdo, 2008: 11)
162
Desde que lo conoce, Francisco viene rodeado para Lautaro de los relatos de la
madre que hacen de él un héroe: “¿Sabés una cosa, hijo? Francisco estuvo en la guerra.
El amigo de mami es un héroe de la guerra de Malvinas” (Basualdo, 2008: 46). Poco
tiempo después, Francisco le contará cómo fue herido al saltar de un helicóptero para
rescatar a sus compañeros. La bala le atravesó la cara y fue a incrustarse en su brazo,
donde dejó para siempre una cicatriz. Con esa historia, cuenta Lautaro, Francisco se gana
automáticamente su respeto y admiración. En un momento, Francisco acompaña a
Lautaro a buscar a su padre biológico, pero no lo encuentran: “Mientras regresábamos a
casa, me contó la historia del avión Super Etendard que derribó al destructor Sheffield
con un misil Exocet M-39, y logró regresar ileso al portaaviones 25 de Mayo” (Basualdo,
2008: 55).
En este marco, sin embargo, no es un dato menor el hecho de que Francisco no
sea el padre biológico de Lautaro sino, como se enfatiza una y otra vez, el postizo, pues
es de ese desplazamiento que surgen los relatos que lo vuelven héroe:
al final debía imaginar una guerra y el regreso triunfal de un héroe con una herida en
el brazo izquierdo. Todo muy epopéyico si lo que mi madre pretendía era deslumbrar
a un niño, inventarle un héroe para arrancarle de raíz la imagen escuálida de un padre
ausente: Norberto Nogán, mi padre, «tu padre biológico», como decía ella tan
despectivamente. (Basualdo, 2008: 45)
Aunque Lautaro sienta algo diferente, existe siempre un desfasaje –una fecha que
no cierra, un oyente que desconfía–. En ese sentido, en esta novela, como en otras del
163
período, es el artificio de un relato –es decir, cierta mediatización, cierta distancia– lo que
convierte en héroes a los soldados. Esta idea se ve reforzada por el hecho de que algunos
elementos, dispersos en la novela, permiten sospechar un Francisco por completo
diferente, una figura violenta: un fanático de las armas que sale a disparar tiros al aire
cada vez que puede. Lautaro, fascinado, “heroiza” también estas conductas que, sin
embargo, desde otro punto de vista podrían interpretarse como daños producidos por la
experiencia de la guerra.117
El cuento “Licenciada en rubores”, de Laura Ramos (2009), también está narrado
desde la voz de una hija, que en este caso además es la propia Laura Ramos, y también
tematiza –sobre todo, cuestiona– la construcción de la figura heroica. “Licenciada en
rubores” es una crónica en la que se cuenta el extraño derrotero seguido por Jorge
Abelardo Ramos, padre de la autora, militante de izquierda, perseguido por la dictadura,
que sin embargo en 1982 prestó su apoyo no solo a la guerra sino también, después, a la
dictadura militar que había encabezado esa “guerra antiimperialista”. La mirada de la
autora sobre el padre es siempre extrañada, por momentos tiende a la admiración, por
momentos al rechazo:
No volví a ver a mi padre hasta unas semanas más tarde, por televisión, con las
solapas de su saco de franela gris subidas hasta las orejas y la cabeza semicubierta
por una bufanda escocesa muy punk que yo le había prestado, caminando por
Malvinas junto a Deolindo Bittel, presidente del Partido Justicialista, al dirigente de
la CGT, Saúl Ubaldini, y a otros políticos. Yo no discernía si esa acción era
revolucionaria o no lo era, pero sabía que quienes la dirigían eran responsables de
tres atentados contra la vida de mi padre y la de su nueva familia… (Ramos, 2009:
75).
117
Paola Ehrmantraut llega a una conclusión similar en su análisis del cuento “Muero contento”, de Martín
Kohan, donde se narran los momentos finales de la vida del Sargento Cabral desde una perspectiva diferente
a la que se inmortalizó en relatos escolares y en la marcha de San Lorenzo. En estos relatos, Cabral es el
héroe que entrega su vida para salvar al padre de la Patria, el General San Martín. Al hacerlo exclama:
“Muero contento, mi General, hemos vencido al enemigo”. En el cuento de Kohan, por el contrario, ante la
inminencia de la muerte, Cabral está asustado y triste, pero lo disimula. De ese disimulo, es decir, de esa
mentira, de esa ficción, nace el relato del héroe que perdurará hasta nuestros días. La sólida imagen del
héroe se resquebraja, cuando se ve que es una fachada. Pero sobre todo, del análisis de Ehrmantraut nos
interesa la siguiente conclusión: “El cuento hace de Cabral un hombre capaz de un acto literario admirable,
pero incapacitado para un acto heroico indiscutible” (2013: 61).
164
desde siempre –pero sobre todo durante la guerra– “una espía doble, o triple”, que
esconde ante el padre las costumbres hippies de la madre y ante el mundo burgués los
“operativos económico-subversivos” del padre. Fundamentalmente, esconde sus propias
vacilaciones políticas y morales, su oscilación entre la vergüenza y la admiración, entre
la pertenencia y la distancia. Sin embargo, el hecho de que la mirada esté anclada en lo
autobiográfico, es decir, en la línea de la herencia, de la que no puede correrse nunca del
todo, impide que terminen de consumarse tanto el mito heroico como la distancia crítica.
Así, “Licenciada en rubores” es un caso paradigmático de literatura de testigos que se
ubica, como tal, en una posición centrada, ambivalente, es decir, compleja.
Cabe mencionar aquí “La guerra”, un cuento breve de Juan Diego Incardona,
incluido en su libro Villa Celina (2008).118 En “La guerra”, la guerra aparece doblemente
distanciada: aunque la historia transcurre en 1982, el protagonista es un niño y el
escenario es el conurbano bonaerense. Las marcas que la guerra deja por allí son mínimas:
una tortuga que se llama Argentina, ganada en un sorteo del colegio por la hermana del
protagonista, que sale volando después de que choque el colectivo en el que los hermanos
viajan rumbo a Villa Celina; un hombre que se suicidó y cuelga de un árbol, una extensión
de la muerte trágica en el sur del conurbano.
Finalmente, el último testigo-observador es Masi, el protagonista de la novela
2022. La guerra del gallo, de Juan Guinot (2011). Masi tiene la particularidad, sin
embargo, de no estar del todo cuerdo –y para el final de la novela, estará completamente
loco–, de modo que los hechos y las experiencias desaparecen bajo interpretaciones y
relatos siempre desviados, erróneos. En 1982, con solo trece años de edad, Masi se anota
como voluntario y se queda esperando que lo llamen. Con ese episodio comienza la serie
de lecturas “desplazadas” de la realidad que darán forma a la vida de Masi. Con el tiempo,
terminará por ser internado en un manicomio, donde seguirá interpretando cada
acontecimiento como si perteneciera a una guerra infinita. Masi quiere ser un héroe de
guerra a toda costa. Así, pasa la adolescencia atento a los enemigos que pudieran aparecer
sorpresivamente en los trenes que lo llevan y lo traen del colegio, hasta que por fin
encuentra uno, un joven con una remera de “Kiss” que canturrea la música que escucha
en su walk-man, la cual, como detecta Masi, no es nativa:
118
Juan Diego Incardona es uno de los escritores nacidos en la década del setenta que en los años dos mil
acumularon prestigio y visibilidad, en parte gracias a la circulación de sus cuentos en diversas antologías y
que pasaron a ser conocidos como Nueva Narrativa Argentina (Drucaroff, 2011).
165
Masi no podía hacer un ataque franco como, por ejemplo, empujarlo a las vías,
porque si bien era un recurso efectivo aprendido en las películas de espías que
permitiría liberar a la Patria de un invasor, se pondría en evidencia. Todos le
festejarían el pequeño logro y allí «san se acabó». Los «otros» cipayos que andarían
mezclados en la ciudad conocerían su nombre, dirección e irían a eliminarlo. Si
terminaban para siempre con él, nunca iría a accionar el plan maestro que, en algún
momento, iba a presentársele para erigirse en el nuevo torso de acero y bronce que
las placitas de los pueblos iban a mostrar en la posteridad […] Dentro del tren
eléctrico frunció el ceño para concentrar más poder y empezó a mandarle una
repetición: Cipayo go home – Cipayo go home.
Y lo dijo tantas veces para adentro, que al final se le empezó a escapar entre los
labios un susurro que, a la altura de Ramos Mejía, manaba como alaridos
ensordecedores de tribuna. «El Objetivo» andaba con los walkman en el último tema
de Kiss, ajeno a los gritos repetidos que ya tenían cansado a los demás viajeros.
Cuando fue a cambiar el casete de lado, lo escuchó gritándole desde atrás.
Y, para sorpresa de Masi, le propinó una golpiza memorable… (Guinot, 2011: 50
y ss.)
166
plano cualquier otra motivación; las constantes referencias a un misterioso “soterraño”
que es necesario defender a toda costa y, por último, el hecho de que sobre el final se
descubra que los argentinos estaban “escondidos bajo tierra”. Todos estos son elementos
con los que esta novela se filia directamente con su antecesora, además de cierto tono de
burla que en la novela de Pron es todavía más pronunciado y más general que en la de
Fogwill. En relación con ello, sin embargo, surgen también una serie de diferencias entre
las dos novelas. En Una puta mierda, la burla es generalizada, es decir, no hay un punto
donde se detenga, mientras que, en Los pichiciegos, instancias como la aparición de las
monjas desaparecidas incluían en la farsa aspectos dramáticos. Pero fundamentalmente
marca una diferencia el hecho de que, en Los pichiciegos, como vimos en el capítulo I,
todo el relato estuviera articulado como el testimonio del único pichi sobreviviente. En
ese sentido, hay un anclaje, dentro de la ficción, en la experiencia material de la guerra,
aun cuando el relato esté desplazado del centro de los acontecimientos bélicos. En la
novela de Pron, al no existir una instancia equivalente, no hay punto de anclaje: la guerra
pareciera estar en movimiento continuo y su sentido también, volviéndose, ambos,
inasibles, hasta el punto en que ya no se sabe cuál es la realidad y cuál la representación.
La atmósfera de la novela de Pron es en todo momento onírica. Las cosas más
extrañas suceden sin que nadie reaccione frente a ellas; por el contrario, son tomadas con
naturalidad. Así, la bomba que pende sobre las cabezas de los soldados no supone un
desafío al lenguaje como el de la “gran atracción” y, en consecuencia, no atañe a la
cuestión de cómo narrar la guerra, central en Los pichiciegos.119 Aquí, nadie se pregunta
si alguien creerá o no el relato; tampoco hay enemigo, y no se sabe dónde están las islas
por las que se combate. Todo forma parte de un mundo que no parece manejarse con las
mismas reglas que el que conocemos. En ese marco, cuando se descubre que la bala que
mató a uno de los soldados entró por la nuca, no se lee una referencia a una grieta interna
sino un efecto más de la confusión reinante. Del mismo modo, el tono delirante y la
119
La “gran atracción” es una “ve corta” enorme de pucarás que se dirige volando hacia uno de los pichis.
Pero al llegar, cuando parece que van a atravesarlo, “...la ve de aviones quedó pegada contra el aire,
incrustada en lo azul, y después los avioncitos se desparramaron por lo azul y empezaron a deshacerse sin
caer.” (Fogwill, 2006: 99). El pichi espectador se lamenta por no tener una cámara de fotos o saber dibujar.
Trata de contarlo así, pero sabe que parece increíble. Otros soldados que lo vieron lo cuentan de otras
maneras, dicen que los aviones se desintegraron. Según el pichi, “desintegrado no es la mejor palabra,
tampoco derretido. Tendría que encontrar una palabra que dijera lo mismo, entre desintegrado y derretido,
pero en la isla, en medio de la guerra, no había tiempo, ni tampoco lugar donde buscar palabras mejores
que contaran las cosas.” (Fogwill, 2006: 99). Este episodio se liga con el temor permanente de Quiquito de
que lo que cuenta no sea creído por quien lo escucha, es decir, implica una pregunta por las posibilidades
de narrar una experiencia como la de la guerra a quien no participó de ella (cfr. capítulo I).
167
atmósfera onírica se reúnen en la siguiente escena, que transcurre cuando el protagonista
se recupera de una herida en la cama de un hospital:
En Una puta mierda, pues, los seres se sitúan en una zona fronteriza entre el ser y
el no ser, una suerte de limbo o mundo paralelo, o mundo onírico. Lo mismo sucede con
la guerra. En efecto, las referencias a la guerra de Malvinas aparecen disimuladas o
transformadas, como si hubieran pasado por lo que Freud denominara “trabajos del
sueño”: el desplazamiento y la condensación, mecanismos que han sido comparados
respectivamente con la metonimia y la metáfora, en tanto los rigen las lógicas de la
contigüidad y la asociación. En ese sentido, las condensaciones y desplazamientos
utilizados para representar la guerra en Una puta mierda pueden pensarse también como
“trabajos literarios” sobre esa materia inconciente, irrepresentable en tanto tal, que es la
guerra.120 El presidente, San Pantaleón, es un borracho. Uno de los militares, en una
arenga a los soldados afirma: “¡No estáis aquí para preguntar sino para obedecer! ¡Solo
los intelectuales pueden jactarse de tener dudas!” (Pron, 2007: 15).121 Lo mismo sucede
120
La condensación fue descrita por Freud en La interpretación de los sueños como uno de los mecanismos
fundamentales por medio de los cuales se efectúa el “trabajo del sueño”, aunque después será caracterizado
como uno de los modos esenciales de funcionamiento de los procesos inconcientes: “una representación
única representa por sí sola varias cadenas asociativas, en la intersección de las cuales se encuentra […] Se
traduce por el hecho de que el relato manifiesto resulta lacónico en comparación con el contenido latente:
constituye una traducción abreviada de este” (Laplanche y Pontalis, 2004: 76). Sin embargo, la
condensación no debe considerarse sinónimo de un resumen, más bien, ha tendido a considerarse su
funcionamiento como similar al de la metáfora. El desplazamiento, entre tanto, es el otro mecanismo
fundamental del “trabajo del sueño” y “consiste en que el acento, el interés, la intensidad de una
representación puede desprenderse de esta para pasar a otras representaciones originalmente poco intensas,
aunque ligadas a la primera por una cadena asociativa […] El «libre » desplazamiento de esta energía
constituye una de las principales características del proceso primario, que rige el funcionamiento
del sistema inconsciente” (Laplanche y Pontalis, 2004: 98). En virtud de estar regido por la lógica de la
contigüidad, el desplazamiento ha sido comparado con la metonimia.
121
La frase remite a una conocida frase de Aldo Rico: “la duda es la jactancia de los intelectuales”.
168
con las referencias a una tradición literaria que, por este camino, comienza a situarse en
el mismo nivel incierto de existencia que la guerra: además de las ya mencionadas
referencias a Fogwill, un soldado cornudo recuerda al personaje de “La soberanía
nacional”, hay un soldado O’Brien y el Nuevo Periodista escribe en uno de sus artículos:
“‘¡Bum!’, como escribió Norman Mailer” (Pron, 2007: 47). Tanto la referencias a
Norman Mailer –autor de Los desnudos y los muertos, novela fundamental de la Segunda
Guerra Mundial basada en la propia experiencia de su autor–, como la referencia a Tim
O´Brien –escritor que volcó en los cuentos de Las cosas que llevaban su experiencia
como soldado en Vietnam–, como así también las referencias al nuevo periodismo –
corriente iniciada en los años sesenta en Estados Unidos, entre otros, por Truman Capote
y Tom Wolfe que se proponía hacer narrar literariamente los hechos reales– aluden a una
modalidad de encuentro entre ficción y no ficción o entre experiencia y literatura que es,
precisamente, lo que no se produce en Una puta mierda, donde la ficción parece arrasar
con todo, hasta que nada real queda en pie. En efecto, en esta novela el Nuevo Periodista
solo escribe falsedades. El artículo escrito por el Nuevo Periodista hace llorar al
protagonista, aunque sabe perfectamente que no fue eso lo que ocurrió. En efecto, el
Nuevo Periodista inventa: la historia heroica del soldado que se inmoló para matar a
seiscientos enemigos al grito de “¡Viva la patria!” nunca sucedió. El heroísmo es, aquí,
una construcción ficcional o, aún más, mediática.
Cuando el número de muertos no se corresponde con el que cuentan los informes,
el Nuevo Periodista escribe una nota sobre un soldado que, al inmolarse, mató a
seiscientos enemigos, para colaborar con la imaginación de muertes que completen las
once requeridas. Más adelante, comienzan a aparecer japoneses, que llegaron con el
objetivo turístico de conocer la guerra “tal como esta era, sin ninguna manipulación
televisiva” (Pron, 2007: 109). Enseguida, comienzan a quejarse “si la acción disminuía o
si había pocas explosiones o no podían presenciar las amputaciones y las heridas que
ilustraban los catálogos que les habían mostrado en las agencias de viaje de su país” (Pron,
2007: 111). De ese modo, los japoneses, dueños de “una imaginación sin límites”,
prefieren los acontecimientos más inverosímiles: “una bala que hacía estallar el globo
ocular de un soldado –pero solo el globo ocular– sin provocar la muerte” o una bomba
que cercenaba un pie, el cual, “al ser levantado por uno de los soldados que Morin había
destinado a la atención de los turistas japoneses , hacía ver que en la suela tenía un
mensaje de salutación a estos” (Pron, 2007: 111). Tales cosas que, como dice el
protagonista, “sucedían realmente” llevan a algunos a preguntarse “si no eran puestas en
169
escena de alguna forma” (Pron, 2007: 112). Así, pues, en Una puta mierda, las
representaciones –oníricas, mediáticas, literarias– terminan por volver inaccesible lo real,
hasta poner en duda su misma existencia. Y lo real no es otra cosa que la experiencia de
la guerra que pierde aquí toda dimensión material, a diferencia de lo que ocurría con
Fogwill, con Mailer y con O’Brien. Novela posmoderna, en la que los textos no se
distinguen de los contextos, Una puta mierda tiende a afirmar las tesis de Baudrillard que,
como mencionamos en el capítulo anterior, Las islas refutaba: la guerra, aquí, no tiene
lugar. El hecho de que la novela esté escrita en el español de España –los personajes
hablan de “tú”– parece confirmar esta lectura, en la medida en que exagera la extrañeza,
sitúa la distancia de la representación. Incluso puede leerse como un simulacro de
traducción: en ese caso, en el origen del texto no hay una guerra sino otro texto.
Así, el protagonista termina afirmando que cuando quiera contar la historia de su
vida le pedirá que lo haga al Nuevo Periodista. Y aunque es posible encontrar aquí una
referencia al periodista que, en Los pichiciegos, entrevista a Quiquito y graba lo que él
dice, una vez más resulta insoslayable la distancia entre ambas figuras y entre los dos
modos de contar la guerra que suponen: mientras en Los pichiciegos se ponía en escena
la instancia testimonial con todas sus dificultades –¿cómo transmitir la experiencia de la
guerra?, ¿es posible que ese relato sea creído por quien no estuvo allí?–, en Una puta
mierda resulta igual de irreal la guerra que su relato. No hay testimonio posible, pues todo
el espacio lo ocupa la ficción.122
La novela Trasfondo, de Patricia Ratto (2012) puede colocarse en la misma línea,
en tanto también allí es tan difícil percibir la guerra que esta, en tanto experiencia material
termina por desaparecer por completo. De hecho al final nos enteramos de que Trasfondo
es una novela de fantasmas. Como en Una puta mierda, la atmósfera es onírica, aunque
aquí nada mueve a la risa: se trata, en realidad, de una pesadilla. Fundamentalmente, lo
pesadillesco proviene de la desconexión que tienen los tripulantes de un submarino que
protagonizan la novela, respecto de la guerra. Como Una puta mierda, Trasfondo se sitúa
en la línea de Fogwill, a partir de la presentación de un universo cerrado de hombres que
se ubican en los márgenes de la guerra. Sin embargo, aquí no existe la posibilidad de salir
y volver con noticias de lo que pasa en la guerra. La desconexión es total, pues los
soldados están bajo el agua y el instrumental no es confiable; funciona mal o directamente
no funciona. A su vez, el narrador, lejos de ser un testigo como era Quiquito, parece ser
122
Retomaremos algunos aspectos de Una puta mierda en el capítulo IV.
170
el que más dificultades encuentra para percibir la realidad o para conectarse con ella. A
medida que avanza la novela, descubrimos que él no habla con nadie ni nadie le habla. Él
menciona a sus compañeros, pero ellos no lo mencionan a él. Pasa mucho tiempo
acostado, durmiendo. Sus recuerdos son vagos, sus percepciones también, al punto que
no logra distinguir los hechos de los pensamientos. Al final, nos enteraremos de que está
muerto y, por lo tanto todo lo que parecía real, incluida la guerra –fundamentalmente la
guerra– era un sueño.123
Cabe aquí mencionar dos cuentos escritos por autores ligados a la ciencia ficción
en los que el escenario bélico es permeado por otros mundos, fantásticos, que como lo
onírico en Una puta mierda y Trasfondo debilitan lo real y alejan el relato del realismo:
“El beso de la valquiria”, de Carlos Gardini (2004), autor también de otro cuento sobre
Malvinas, “Primera línea” (cfr. capítulo I) y “Hombres y piedras”, de Carlos Alonso
(2004).
En “El beso de la valquiria”, las islas durante la guerra revelan la existencia de un
mundo subterráneo de seres fantásticos –las valquirias, la Calígine, la virgen guerrera–
que, comprendemos después, constituye una suerte de infierno. El hecho de morir o
salvarse en la guerra guarda estrecha relación con los vínculos que se establezcan con ese
submundo de seres sin ojos. En “Hombres y piedras”, las islas tienen voz. Hablan –en
inglés– para decir que no quieren allí a los argentinos. El desánimo resulta no solo del
rechazo sino también de la desconfianza en la propia percepción: “No era la artillería
enemiga la que quebraba la permanencia de las cosas y la idea de continuidad en la mente
de los hombres, eran las islas” (Alonso, 2004). Si bien este cuento tiene la particularidad
de que en él se narran escenas de combates, estas son seguidas por una disrupción en el
realismo: una niebla comienza a extenderse “sobre el campo de batalla como si tuviera
voluntad propia” (Alonso, 2004). La brújula falla, el territorio no coincide con el mapa:
el lugar se convierte en un infierno. Finalmente, cuando la bruma se levanta, los soldados
descubren que están en una planicie costera y que ha aumentado la temperatura. Se
encuentran en un puerto inglés, en otra parte de las islas, el 2 de enero de 1833, y serán
tomados prisioneros por los ingleses. Han viajado en el tiempo.
Finalmente, nos referiremos a la novela Segunda vida, de Guillermo Orsi (2011),
donde se cuenta la historia de un robo a una cooperativa agraria perpetrado por un grupo
de ex combatientes y otro de policías, en el marco de la crisis de 2001, la cual, de hecho,
123
Retomaremos el análisis de Trasfondo en el capítulo IV, cuando abordemos la figura del fantasma en
los relatos de Malvinas.
171
termina por malograr el plan al impedir que el botín sea convertido en dólares. El Porteño,
protagonista y narrador, lidera un grupo de ex combatientes que, expulsados de la
sociedad tras el regreso de las islas, se volcaron a la delincuencia como forma de vida.
Son, en ese sentido, los anti-héroes protagonistas de una literatura de los márgenes que
comienza a despuntar después del 2001.124 La peculiaridad, en el caso de la novela de
Orsi, es la ligazón que se establece entra estas formas de marginalidad y los excluidos
que dejó la guerra de Malvinas. En este sentido, Segunda vida propone una idea de
continuidad entre la guerra y la historia argentina posterior: la misma patria que llevó a
la guerra en 1982 es la que en los años posteriores generó una enorme masa de excluidos
sociales y los chicos que fueron a Malvinas son, veinte años después, los habitantes de la
villa 31, que encuentran en ese ámbito y en el delito la posibilidad de ser héroes que no
les dio la guerra. Existe incluso un personaje, al que llaman “el jardinero”, que no fue a
Malvinas y considera el robo a la cooperativa agraria como una segunda oportunidad de
morir por algo.
Para los personajes de Segunda vida, como para los pichiciegos, lo importante es
sobrevivir, para lo cual la economía resulta una dimensión fundamental. Lo mismo podría
decirse de Francisco, el padrastro de Lautaro Nogán en Cuando te vi caer, que
permanentemente debe tomar “changas”, trabajos menores, siempre mal pagos, para
mantenerse y mantener a su familia. Sin embargo, para los pichiciegos, sobrevivir
económicamente es indistinguible de sobrevivir a la guerra, ambas cosas vienen juntas.
Para Francisco o el “Porteño”, en cambio, ya se ha sobrevivido a la guerra de Malvinas y
lo que se cuenta, ahora, es la lucha por la supervivencia en el marco de otras guerras,
posteriores. En ese sentido, lo que estas novelas proponen son segundas oportunidades
para los héroes: oportunidades en un contexto nuevo, en el tiempo de los hijos.125 En
efecto, en Segunda vida, aparece muchas veces mencionado el hijo del protagonista, con
el que no tiene casi contacto, pero que sin embargo constituye una promesa de relato en
el futuro.
Así, hemos visto a lo largo de este apartado que en muchos de los cuentos y
novelas que se escriben en los años dos mil la guerra de Malvinas parece haberse alejado:
124
Nos referimos a una serie de novelas que ubican su acción o en villas de emergencia o en zonas
marginales, en general del conurbano bonaerense. Algunas de ellas son La villa (Aira, 2001); Kryptonita
(Oyola, 2011); La virgen cabeza (Cabezón Cámara, 2009); La 31 (Magnus, 2012); Si me querés, quereme
transa (Alarcón, 2010), entre otras.
125
Cabe mencionar que para la edición de Los pichiciegos realizada por la editorial Interzona en 2006
Fogwill decidió dedicar la novela a todos sus hijos, para lo cual agregó al inicio el siguiente texto: “A
Andrés, Vera, Francisco, José y Pilar Fogwill que habitan otra tierra, otras guerras”.
172
en el tiempo, en el espacio, generacionalmente. O, a la inversa, la literatura parece haberse
alejado de la experiencia material de la guerra. Este alejamiento se vuelve especialmente
visible en aquellas obras que de algún modo dialogan con Los pichiciegos, en la medida
en que todas ellas amplían la distancia del relato respecto del acontecimiento bélico.
126
La idea de un “reparto genérico” –ficciones farsescas por un lado, testimonios dramáticos por el otro–,
que fue adelantada en el artículo “Trashumantes de neblina, no las hemos de encontrar” (Blanco et al.,
1993) y desarrollada en “El fin de una épica” (Kohan, 1999) resuena en las ideas expresadas por Martín
Kohan en la Feria del Libro el 28 de abril de 2012, respecto de que en lo relativo a Malvinas la literatura
puede prescindir de la experiencia (cfr. supra).
173
Monumental, donde se disputaron los partidos más importantes. La contigüidad entre
ambos lugares no hace más que realzar la dimensión trágica del contraste entre el festejo
y el horror, que atraviesa prácticamente cualquier recuerdo de la victoria argentina de
1978.127 El mundial de 1982, en el que Argentina resultó tempranamente eliminada,
coincide con la derrota de Malvinas. Ese segundo junio constituye, según la estructura de
la novela, un epílogo del primero.
La historia está narrada por un soldado conscripto que se desempeña como chofer
del Doctor Mesiano, un médico del Ejército, a quien en el comienzo de la historia se le
consulta a partir de qué edad es posible empezar a torturar a un niño. Se trata del hijo de
una detenida, que finalmente será requerido por Mesiano, quien se lo prometió a su
hermana. Así, el soldado conscripto es testigo directo de una de las caras más oscuras de
la última dictadura militar: la apropiación de bebés. Al ver salir a los espectadores del
partido contra Italia, el soldado observa que son los testigos directos de la derrota –
pequeña tragedia que configura la novela– y reflexiona: “extrañamente tenían, a un
mismo tiempo, la apariencia de los inocentes y la apariencia de los que no son inocentes”
(Kohan, 2002: 77). Tales son los polos entre los que la novela oscila, sin terminar de
definirse.
Miguel Dalmaroni ubica Dos veces junio como una de las obras centrales del
período nuevo de la memoria que se inaugura entre 1995 y 1996 (cfr. capítulo II). Entre
los hechos ligados a esta transformación, se destacan los testimonios brindados en estos
años por algunos de los partícipes de la represión ilegal, que para Dalmaroni constituyen
un corte con la doxa hegemónica del período anterior, signada por el relato del Nunca
más –es decir, por una explicación vinculada a la teoría de los dos demonios, donde la
mayor parte de la sociedad resultaba exculpada– “no solo porque rompían el mandato del
secreto militar […], sino además porque proponían una continuidad entre la
subordinación de los uniformados a las órdenes ilegales de sus superiores y el
consentimiento de ‘gran parte de la población’ a ‘la barbaridad que se estaba haciendo’”
(2004: 156).128 En relación con ello, las novelas de este período imaginan “las hablas
privadas de los torturadores, asesinos y apropiadores en la rutina horrenda de los
127
Por citar un único ejemplo, la fotografía en la que Massera, Videla y Agosti, por entonces los tres
integrantes de la Junta Militar, festejan en la final se convirtió en un ícono de lo siniestro de esa victoria,
pues exhibe cómo no solo el horror es contiguo a la fiesta, sino que la atraviesa, convirtiendo la sonrisa en
una mueca de espanto.
128
Los participantes directos del horror que durante la década del noventa confiesan por primera vez ante
las cámaras son Juan Carlos Rolón, Antonio Pernías y Adolfo Scilingo.
174
chupaderos, en las metódicas sesiones de tormento, en las miserias y vericuetos cotidianos
del cuartel…”. Se trata de relatos que insisten en “el problema de las diversas formas y
grados de contigüidad entre aquellas voces y las de […] los argentinos ordinarios que
colaboraron, consintieron, o callaron y prefirieron olvidar” (Dalmaroni, 2004: 160).
El conscripto que narra la novela “se limita a acatar, obedecer y, con la
conformidad y la discreción retórica del subalterno que se complace en el deber cumplido
y en su celo de la norma, reproduce una versión de los hechos en que ha participado que
suena para sí misma casi neutral” (Kohan, 2002: 163). Se mantiene, al mismo tiempo,
imperturbable y al margen de cualquier iniciativa personal. Es por eso que, después de
corregir una falta de ortografía en un cuaderno de notas –no es menor que la corrección
se realice sobre la frase “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”–
el conscripto se queda abrumado, culposo, con la sensación de que se ha excedido. Es,
pues, un engranaje, noción que él mismo define en una parte de la novela: “cuando […]
se forma parte de un sistema conjunto, hay que entender que en una máquina cada
engranaje funciona en relación con otros engranajes, y que en esa máquina, al igual que
en cualquier motor, hay piezas más importantes y piezas menos importantes” (Kohan,
2002: 79). Lo único que preocupa a este soldado es cumplir con sus funciones, mantener
la disciplina, sin que nada falte ni sobre en su desempeño. Se obsesiona, así, por los
tiempos, los números, las medidas y en eso se equipara a un narrador externo, que hace
su aparición cada tanto para proponer listas: de los nombres de los jugadores de la
selección argentina, de sus pesos, los números de sus camisetas. Además, las cifras
proveen de títulos a los capítulos –“Cuatrocientos noventa y siete”, el número en el sorteo
de la colimba; “Ochenta mil”, la capacidad del estadio; “Doscientos dos”, la habitación
del hotel alojamiento– y así estructuran el relato: lo vuelven, también, un mecanismo en
el que nada parece faltar ni sobrar y en que el horror –las violaciones, las torturas, la
apropiación de bebés– encuentran su lugar en una formulación de apariencia neutral.
Se trata de una versión literaria de lo que, en su ensayo sobre el juicio a Eichmann
en Jerusalem, Hannah Arendt denominó “banalidad del mal”, noción a partir de la cual
intenta resolver el dilema que se postuló durante el juicio “entre el execrable horror de
los hechos y la innegable insignificancia del hombre que los había perpetrado” (Arendt,
2005: 85). Eichmann era el encargado de los transportes de judíos a través de Europa en
el marco de la implementación de la denominada “Solución Final” pero al mismo tiempo
era un hombre normal, según constatan los peritos, que “no constituía un caso de
enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insanía moral”, incluso “tampoco
175
constituía un caso de anormal odio hacia los judíos, ni un fanático antisemita, ni tampoco
un fanático de ninguna otra doctrina” (Arendt, 2005: 46). El hecho de que no se ocupara
de matar sino de los transportes, señala Arendt, deja abierto un interrogante, al menos
desde un punto de vista formal –legal–, respecto de si conocía el significado de lo que
hacía. Esta cuestión permite profundizar el paralelismo con el conscripto de Dos veces
junio, quien también se dedica al transporte –de Mesiano, pero también del bebé
apropiado y de alguien más, porque en una de las escenas debe limpiar del tapizado una
mancha de sangre–.
A veces hay que callar lo que se sabe, otras veces hace falta fingir, activamente,
que no se sabe. En relación con ello, la banalidad del mal excede la mera obediencia:
“Gran parte de la horrible y trabajosa perfección de la Solución Final […] se debe a la
extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las leyes no significa
únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las leyes que obedece.
De ahí la convicción de que es necesario ir más allá del mero cumplimiento del deber”
(Arendt, 2005: 201). Lo que importa es la ley y no el hombre que las cumple, y en el caso
de Eichmann –y de toda la maquinaria de muerte del nazismo– la ley “era la voluntad del
Führer” (Arendt, 2005: 201). Y es que, como concluye Arendt sobre el final del libro, “en
materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa” (406). En el caso de
Eichmann, además, Arendt destaca una profunda irreflexión, que lo llevó a convertirse en
uno de los mayores criminales de su tiempo sin saber realmente lo que hacía:
Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», e incluso puede parecer
cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica
profundidad, también es cierto que no podemos decir que sea algo normal o común
[…] En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal
alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los
malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana. (Arendt 2005: 418)
176
de imaginar ninguna forma de resistencia o alejamiento del deber, por mínimos que sean.
En Dos veces junio, esto se ve claramente en la segunda parte, la que transcurre en 1982.
Cuando, invitado a comer un asado con la familia de su antiguo superior, el conscripto se
encuentra con el niño apropiado por la hermana de Mesiano, que ya tiene cuatro años, se
percibe en él cierto fastidio respecto del hecho de que ese niño apropiado sea llamado
Antonio, cuando él sabe que se llama Guillermo –la propia madre se lo dijo–. Pero nada
resulta de ese fastidio: él oculta ese nombre como oculta la charla con la secuestrada y
como había ocultado, al comienzo, la corrección de la falta de ortografía. Tampoco se
menciona a Sergio Mesiano, hijo del doctor, que acaba de morir en Malvinas. Después de
que el ex conscripto –actual estudiante de medicina– vea el nombre de Sergio en una lista,
se elaboran una serie de reflexiones acerca de los múltiples modos en que listas como
esas pueden no corresponder con la realidad que designan, es decir, pueden fallar:
Otras listas se fueron completando con las notificaciones de los ingleses. Esas listas
se encabezaban con la letra P, de prisioneros. Las otras llevaban tres letras, o acaso
una sigla, CEC, que significaba caídos en combate. A veces era necesario efectuar
algunos ajustes. Alguien figuraba, por ejemplo, en una lista CEC. Pero después
llegaba un reporte de Londres y había que tachar y trasladar a ese alguien a la lista P
[…] Otras veces, en cambio, se ponía a alguien en una lista P. Y después una brigada
de rastrillaje lo encontraba congelado en un pozo inverosímil y olvidado, y había que
pasarlo a una lista CEC”. (Kohan, 2002: 164)
Y más adelante: “Se intenta, por todos los medios, evitar cualquier error en la
confección de las listas, porque se sabe que cada imprecisión va a derivar en una
circunstancia ingrata. Sin embargo, resulta humanamente imposible conseguir una
perfección organizativa tal que no llegue a ocurrir nunca la eventualidad de una
equivocación. Sólo Dios es infalible” (Kohan, 2002: 166). Es decir que la posibilidad de
error, de escape o de resistencia –equivalentes en tanto posibilidades de imaginar otra
cosa–desaparecen bajo el peso conjunto de la obediencia y el silencio.
Algo similar sucede con la guerra que, en esta novela, apenas si es mencionada, y
nunca directamente sino a través de uno de sus efectos más trágicos: la muerte de Sergio
Mesiano. La guerra y, sobre todo, la derrota constituyen un error en los cálculos, un
apartamiento del orden férreo con que la dictadura había se había manejado hasta
entonces, algo que escapa al control. Esto se vuelve especialmente visible en la
imposibilidad de confeccionar las listas, cuya problemática se desarrolla en la segunda
parte en párrafos que funcionan como contrapartida de las enumeraciones minuciosas de
la primera. Es precisamente por ese desvío que constituye Malvinas que el orden no puede
177
ponerle palabras, solo puede esconder la guerra en el silencio.129 Es en lo que queda fuera
de ese orden –que, como veremos más en detalle en Ciencias morales, también es
discursivo– donde se sitúa la guerra: en ese desvío, ausente en Eichmann, que Arendt
refería como imaginación.
En Ciencias morales, se cuenta la historia de María Teresa, una joven que
comienza a trabajar como preceptora en el Colegio Nacional de Buenos Aires en marzo
de 1982.130 En ese sentido, se sitúa también en el terreno de las figuras subalternas del
poder, los engranajes, las zonas grises que ejercen la “banalidad del mal”. Sin embargo,
aquí no es ella la narradora. El narrador, que se asemeja al de Dos veces junio en tanto es
también metódico, minucioso, presta su voz a un orden disciplinario y discursivo que
estructura la novela, a diferencia de aquel no coincide con ninguno de los personajes que
ejercen esa disciplina –no es ni María Teresa, ni el jefe de preceptores, ni un militar, ni
un subalterno. Es una pura voz cuyo efecto principal es el de volver omnipresente el
discurso disciplinar. Lo que en Dos veces junio era fragmentario, es decir, voces
intercaladas por silencios, aquí es pura voz, constante, páginas llenas donde casi no hay
puntos aparte. De modo que, instalados ya en 1982 –en aquel epílogo–, cuando todo está
próximo a derrumbarse, el discurso del poder se exacerba en busca de narrar hasta los
más mínimos detalles. La página sin espacios en blanco duplica la pretensión de
panoptismo de la mirada disciplinaria –de la cual María Teresa es un engranaje–: se busca
abarcarlo todo, no dejar un espacio sin controlar.131 Sin embargo, algunas cosas
permanecen sin nombre o requieren del eufemismo para ser nombradas. Entre ellas, la
guerra constituye el gran blanco discursivo en la novela.
El narrador de Ciencias morales acompaña así, desde afuera, el relato de un modo
de funcionamiento de la disciplina durante la dictadura en un espacio interno, el del
Colegio, que es, ante todo, un espacio de orden y de control, con ambiciones de totalidad.
129
La cuestión de la confección de las listas y, específicamente, su permanente falta de coincidencia con la
realidad de la guerra, es también trabajada por Patricio Pron en Una puta mierda, aunque en clave farsesca
(cfr. supra).
130
El 5 de noviembre de 2007, la novela obtuvo el XXV Premio Herralde de Novela. El jurado estuvo
compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas y el editor Jorge
Herralde.
131
El panóptico es una estructura carcelaria diseñada en el siglo XVII por el filósofo Jeremy Bentham que
consta de una torre central en la que un guardián puede observar al mismo tiempo a todos los prisioneros,
ubicados en celdas individuales que rodean la torre. La mayor utilidad del sistema consiste en que incluso
si la torre está vacía los prisioneros se sentirán vigilados, de modo que el control se internaliza. En Vigilar
y castigar, Michel Foucault (2009) utilizó este modelo para explicar el funcionamiento del poder
disciplinario, que es aquel que, en las sociedades contemporáneas, aúna la exclusión y la distribución de
los individuos, dos modalidades del poder que hasta entonces habían sido incompatibles.
178
Un espacio cercado, dividido y visible, en el que cada elemento se define por el lugar que
ocupa y por la distancia que lo separa de los otros. La novela comienza, precisamente,
con una de las rutinas vinculadas a esta distribución disciplinaria de los individuos en el
espacio: el momento de formar fila y tomar distancia. Durante varias páginas, se describen
la complicación y hasta el sufrimiento que implica ese momento para la preceptora, que
debe controlar que los alumnos se formen como es debido, ya que, para tomar distancia,
cada alumno debe apoyar la mano en el hombro del compañero de adelante, es decir,
hacer contacto físico con él. Allí se concentran las preocupaciones de María Teresa quien,
más de una vez, creerá percibir que la mano de uno de los chicos no sólo se vale del
hombro de adelante para tomar distancia, sino que también hace una cosa muy distinta:
lo toca, lo envuelve con la mano. El contacto físico, sobre todo entre los hombres y las
mujeres, que es potencialmente contacto sexual, amenaza con destruir la separación entre
individuos correspondiente al sistema disciplinario. Los mecanismos de control de esa
disciplina fundada en la separación de los cuerpos entre sí y del adentro y el afuera están
constituidos por toda una maquinaria de la cual los preceptores constituyen el último
eslabón. Son el punto de contacto entre los alumnos y las autoridades. En una dirección,
deben aplicar las normas; en la otra, deben informar a las autoridades de cualquier
anomalía. No son tareas fáciles, ya que la amenaza late especialmente en los mínimos
detalles, en una mano excesivamente apoyada en un hombro, en una cabellera que excede
en milímetros el largo reglamentario, en una media que respeta el color pero no el
material. Por eso es allí donde la vigilancia debe acentuarse.
La voluntad de hacer bien el trabajo –ver sin ser vista, descubrir las subversiones
del orden que se ubican en el límite de lo visible– lleva a María Teresa a esconderse en el
baño de varones para averiguar si hay alumnos fumando. La incursión en el ámbito del
cuerpo masculino, de lo abyecto y lo sexual, provoca en María Teresa un cosquilleo que
no sabe cómo interpretar y cuyo origen –“la cosa” que los alumnos sacan para hacer pis–
tampoco puede nombrar. Al descubrirla en el baño, el señor Biasutto, el jefe de
preceptores, terminará por abusar de ella. El peligro que latía ya en la cercanía de los
cuerpos, que era potencialmente deseo sexual en la mano que envolvía el hombro,
aumenta cuando María Teresa imagina los cuerpos de los alumnos en el baño y,
finalmente, hace eclosión con el abuso. La “cosa” que los alumnos sacan para hacer pis y
que María Teresa imagina le provoca ahora terror. Se trata de un terror provocado por
algo que no se puede nombrar, por otra forma del eufemismo. Lo que permanece sin
nombre es, precisamente, aquello que viene a producir sus efectos de disrupción en el
179
mundo siempre igual del hábito y la segmentación disciplinar, pues escapa al control
sobre las palabras y los cuerpos.
Los dispositivos disciplinarios fueron estudiados por Michel Foucault, quien en
Vigilar y castigar situó su surgimiento en estrecha relación con el de los estados
modernos, en el marco de las epidemias de peste que asolaron Europa sobre el final de la
Edad Media. Cuando llega la peste, existe toda una reglamentación para los individuos,
que deben encerrarse en sus casas, ordenarse y separarse. En tanto la mezcla entre los
cuerpos es lo que produce el contagio, la peste se asocia al desorden. La respuesta es la
implementación del más riguroso orden, capilarmente distribuido. Así, en el ámbito
francés durante lo que Foucault denomina la época clásica y luego en el resto de
Occidente, surge una nueva metáfora médico-política, según la cual la enfermedad y el
desorden se equiparan y se contraponen al orden disciplinario. Esta contraposición es,
también, discursiva. De un lado la confusión y el caos de la peste; del otro, la maquinaria
eficaz del poder disciplinario, como decía Arendt carente de imaginación, que dispone de
los medios para imponer su discurso como verdadero. Así, lo que nace con los regímenes
disciplinarios –con los estados modernos– es finalmente un sistema metafórico: un modo
de leer la realidad avalado por el poder.
Más recientemente y en el ámbito local, Ricardo Piglia ha actualizado la
asociación entre los regímenes disciplinarios y las metáforas de la peste al ligar la
represión con la imposición de un orden discursivo para el caso de la última dictadura
militar argentina. Puntualmente, Piglia analiza una historia que circulaba entonces en la
que se configuraba relato “quirúrgico”, “que trabaja sobre los cuerpos”. Los militares
“hablaban de la Argentina como un cuerpo enfermo, que tenía un tumor, una suerte de
cáncer que proliferaba, que era la subversión, y la función de los militares era operar,
ellos funcionaban de un modo aséptico, como médicos, más allá del bien y del mal”
(2001: en línea). Por medio de ese relato, los militares no solo justificaban su función sino
que además ponían en escena lo que querían ocultar, aunque desplazado, al aludir a la
sala de operaciones a los cuerpos desnudos, ensangrentados y mutilados.
En Ciencias morales, la metáfora médica es expresada por el señor Biasutto, a
quien corresponde la fama de haber sido el responsable, unos años antes, de “confeccionar
las listas”:132
132
Las “listas” son aquellas que desde distintas instituciones eran elevadas al gobierno para indicar quiénes
estaban de algún modo comprometidos políticamente y debían ser por lo tanto “castigados”. Si ponemos
180
La subversión […] es como un cáncer, un cáncer que primero toma un órgano,
supongamos la juventud, y la infecta de violencia y de ideas extrañas; pero luego ese
cáncer hace además sus ramificaciones, que se llaman metástasis, y a esas
ramificaciones, que parecen menos graves, hay que combatirlas de todas maneras,
porque en ellas el germen del cáncer late todavía, y un cáncer no se acaba hasta tanto
se lo extirpa por completo. (Kohan, 2007: 48)
En 1982, lo que viene a subvertir el orden según la metáfora del poder son las
pequeñísimas ramificaciones del cáncer, imperceptibles para el ojo no atento, cuyas
manifestaciones más visibles ya fueron eliminadas por medio de la cirugía mayor de la
represión. La función de María Teresa es justificada y se define, además, en relación a lo
corporal, como ya se adelantó en la escena del baño. En efecto, como adelantamos en el
capítulo anterior, en La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag señala la estrecha
relación metafórica del cáncer con lo corporal e incluso con las zonas “bajas” del cuerpo:
Mientras que la tuberculosis hace suyas las cualidades propias de los pulmones,
situados en la parte superior y espiritualizada del cuerpo, es notorio que el cáncer
elige partes del cuerpo (colon, vejiga, recto, senos, cuello del útero, próstata,
testículos) que no se confiesan fácilmente […] Metafóricamente, una enfermedad de
los pulmones es una enfermedad del alma. El cáncer, que se declara en cualquier
parte del cuerpo, es una enfermedad del cuerpo. Lejos de revelar nada espiritual,
revela que el cuerpo, desgraciadamente, no es más que el cuerpo. (2003: 7)
El control del cuerpo –individual y social– por parte del Estado implica también
control sobre la vida, sueño político que Michel Foucault asoció al nacimiento del
biopoder. Para Foucault, desde la edad clásica en adelante los mecanismos de poder en
occidente sufren una profunda transformación según la cual el soberano ya no solo deja
vivir –contrapartida del derecho soberano de matar– sino que comienza a ejercer
“funciones de incitación, de reforzamiento, de control, de vigilancia, de aumento y
organización de las fuerzas que somete” (2005: 165). Así, nace un poder que administra
la vida, la hace crecer y la ordena, antes que obstaculizarla o doblegarla, en palabras de
Foucault, “el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado por el poder de
hacer vivir o de rechazar hacia la muerte” (Foucault, 2005: 167). Ese biopoder se
desarrolló, a partir del siglo XVII en torno a dos ejes: por un lado, el de las disciplinas del
cuerpo, centrado en el cuerpo como máquina –“su educación, el aumento de sus aptitudes,
el arrancamiento de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su
Ciencias morales en relación con Dos veces junio podemos pensar que estas listas también habrán estado
plagadas de trágicos errores.
181
integración en sistemas de control eficaces y económicos” (Foucault, 2005: 168)–; por
otro lado, el eje centrado en el cuerpo-especie que sirve de soporte a los proceso
biológicos –“la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la
duración de la vida y la longevidad” (Foucault, 2005: 168)–. Estos dos ejes terminan por
unirse en los estados modernos y, entonces, pasan a constituir “un elemento indispensable
en el desarrollo del capitalismo; este no pudo afirmarse sino al precio de la inserción
controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los
fenómenos de población a los procesos económicos” (Foucault, 2005: 170). Por otra
parte, Foucault destaca el hecho de que es en gran medida por medio del dispositivo de
la sexualidad que el biopoder nace y se desarrolla.
Claro que el biopoder produce una sociedad normalizadora, pero esto “no significa
que la vida haya sido exhaustivamente integrada a técnicas que la dominen o administren;
escapa de ellas sin cesar” (Foucault, 2005: 173). Y aún más, la vida no solo escapa,
también se opone a esas fuerzas normalizadoras del poder:
…contra este poder aún nuevo en el siglo XIX las fuerzas que resisten se apoyaron
en lo mismo que aquel invadía, es decir, en la vida del hombre en tanto que ser
viviente. Tenemos ahí un proceso de lucha muy real; la vida como objeto político
fue en cierto modo tomada al pie de la letra y vuelta contra el sistema que pretendía
controlarla. (Foucault, 2005: 175)
El cuerpo es, por tanto, una zona de control pero también de resistencia: en
definitiva, una zona de lucha. La metáfora del cáncer utilizada por Biasutto, en ese
sentido, es también precisa:
182
contracara de la ambición panóptica: el cosquilleo ininteligible de María Teresa en el
baño de varones, la “cosa” de los varones primero y de Biasutto después y, finalmente, el
abuso –todos eufemismos que comprometen el deseo, la vida, lo corporal–. Pero tal como
se revela en sus metáforas, el cáncer toma su fuerza del cuerpo sano. La proliferación del
control no está, como quisiera, separada de la enfermedad. Hay una zona de contacto y
de guerra que es, de hecho, aquella en que transcurre esta novela, en la que aquello que
el régimen disciplinario y discursivo más quiere dejar afuera es, en realidad, lo que está
adentro, carcomiendo el cuerpo desde adentro, como un cáncer.
Del mismo modo aparece la guerra de Malvinas, que solo se menciona una vez en
toda la novela y no en español sino en francés –cuando en una salida programada para
asistir a los actos del 25 de mayo, una periodista extranjera encara a los alumnos para
preguntarles qué piensan de la “guerre”–, pero de la cual aparecen múltiples referencias
indirectas –la sirena del diario La Prensa que suena el 2 de abril y, sobre todo, las cartas
que envía el hermano de María Teresa, que está haciendo la conscripción y es enviado
cada vez más al sur–. En ese sentido, tampoco las fronteras entre el colegio y el exterior
o entre la guerra y la historia nacional son tan impermeables como se quisiera.
Ciencias morales actualiza un relato de la nación argentina que no es otro que el
de la paulatina conquista de la barbarie por las fuerzas de la civilización. No casualmente
la historia transcurre en un colegio de larga tradición al que concurrieron muchos de los
hombres de la política desde el siglo XIX; esos hombres que pensaron y produjeron los
fundamentos de la nación, vinculados a la necesidad de hacer desaparecer el desierto bajo
la fuerza civilizatoria de la ciudad. María Teresa, preocupada por los peligros de la
proximidad entre hombres y mujeres, añora aquella época, en que el colegio era sólo de
varones. Aunque reconoce que entonces también existían conflictos, sostiene: “Que los
porteños se pelearan con los provincianos no dejaba de expresar, al fin de cuentas, una
verdad profunda de la historia argentina” (Kohan, 2007: 10). El colegio es resumen de la
nación y ambas historias se entrelazan indisolublemente. O, más bien, el colegio es
resumen de las fuerzas civilizatorias de la nación y, como tal, participa de los
enfrentamientos y su historia es también una historia sangrienta. Si el poder dictatorial –
representado aquí por las autoridades del colegio– elabora para sí un relato de raíces
históricas, lo hace ubicándose del lado de las fuerzas de la civilización que vienen a
reorganizar un país dominado por el caos. El caos es la subversión, el cáncer, la barbarie.
La dictadura de Rosas es “la mayor tragedia de la historia argentina en todo el siglo XIX”,
que “había interrumpido las actividades de enseñanza en el colegio, y nada semejante
183
debía volver a ocurrir, ni siquiera por un día.” (Kohan, 2007: 54) La historia de Ciencias
morales es, en gran medida, la historia del colegio cerrándose sobre sí mismo, resistiendo
a las fuerzas subversivas del desorden que, se pretende, provienen de afuera. El sonido de
la sirena inquieta, pero no produce consecuencias. El colegio no debe volver a suspender
sus actividades porque eso implicaría una claudicación del orden frente a las fuerzas del
caos. Sin embargo, la ambigüedad con que el desierto ha sido representado a lo largo de
la historia se hace eco en la novela: “…las jornadas de clase transcurren como si el edificio
del colegio no estuviese en pleno centro de la ciudad, sino en medio de un desierto”
(Kohan, 2007: 53, el destacado es nuestro). La manzana de las luces en la que se ubica el
edificio está surcada por túneles subterráneos, contracara oscura de la historia de la
civilización y su relato oficial. De ese desierto en que la escuela se ubica sin reconocerlo,
del Sur, en que transcurre una guerra que no se nombra, provienen las fuerzas silenciosas
de la erosión de un régimen.
En efecto, como ha señalado Fermín Rodríguez para pensar la literatura argentina,
en el “desierto” hay vida. Reformulando la propuesta del historiador Halperín Donghi de
que la nación se ha erigido sobre el desierto, Rodríguez afirma que fue necesario primero
construir el desierto, por medio de una serie de operaciones discursivas de vaciamiento:
“Desierto es entonces el nombre para una ausencia de política, una operación discursiva
con el poder de atrapar la imaginación al evocar, en negativo, la plenitud ausente de un
estado-nación por venir: donde había virtualmente un desierto –multiplicidades salvajes
sin orden ni medida, mundos posibles, pueblos futuros– el estado-nación debía advenir”
(Rodríguez, 2010: 15). Pero por más que se la acalle, se la ignore o reprima, hay vida en
el desierto y es por eso que las fronteras son peligrosas, porque hay algo del otro lado,
que opone resistencia: “Malones, montoneras, deserciones, exilios entre los indios,
violencia política, catástrofes naturales, estampidas de animales salvajes, robo de ganado,
tráfico de armas y de ganado, son fuerzas turbulentas que vienen del desierto a erosionar
las representaciones y a esquivar los saberes” (Rodríguez, 2010: 17).
De modo que el colegio, en tanto ámbito civilizatorio, no está tan separado del
desierto de afuera y, además, ese desierto no es tal. Se pretende separar el desierto, la
barbarie y el desorden, de la ciudad, la civilización y sus instituciones de gobierno, el
control y el orden, pero las fronteras son permeables y las distinciones no son claras. Lo
que quiere dejarse afuera erosiona el cuerpo desde adentro. Se pretende no hablar de la
guerra, situarla lejos –en el Sur–, no nombrarla. Pero son hermanos los que se están
desplazando hacia allá. Se silencian sobre todo los túneles, las zonas oscuras, las
184
catacumbas trágicas de la historia. Pero están ahí, bajo los propios pies, atravesando los
discursos. Si en Ciencias morales el narrador es a la vez víctima y cómplice de un poder
dictatorial que se ejerce también sobre y desde el discurso, entonces la erosión del orden
toma la forma de una desertificación: lenta y silenciosa.
En Ciencias morales, lo que el orden discursivo dictatorial silencia es
fundamentalmente la guerra, a la que no consigue dar forma justamente porque es el
hecho que está comenzando a corroerlo. En contraposición, en el último capítulo de
Ciencias morales, que funciona como un epílogo en el que ya ha terminado la guerra y
de un día para el otro las autoridades del Colegio Nacional fueron removidas y
reemplazadas, el narrador también desaparece y es reemplazado por otro diferente, que
llama a las cosas por su nombre. Habla de la guerra, de la dictadura; el hermano de María
Teresa se llama ahora Francisco Cornejo. Es un narrador que, con la llegada de la
democracia, cuenta la historia de un modo, si se quiere, más cercano al informe que al
relato ficcional. Aunque la ficción aquí debe ser comprendida concretamente como
ficción estatal –de un Estado, además, dictatorial– en el sentido propuesto por Piglia, el
hecho de que la ficción no nombre la guerra puede ser pensado en relación con una
propuesta de alcance más amplio, ligada a las ideas desplegadas por Kohan en sus trabajos
teóricos. En efecto, la suerte de epílogo que cierra el libro parece ubicarse por fuera de la
novela, de modo que es en la novela donde la guerra no se nombra o, en otras palabras,
donde la experiencia de bélica no tiene representación, como se ve claramente en las
postales sin texto que envía Francisco Cornejo.
Este alejamiento literario del acontecimiento bélico es aún mayor en la versión
fílmica de la novela, La mirada invisible, dirigida por Diego Lerman y estrenada en
2010.133 Aunque la película es en gran medida fiel al libro, a sus acciones, a sus personajes
y a lo que dicen, a la atmósfera opresiva del control disciplinario, también introduce una
serie de variaciones, entre las cuales tal vez la más relevante sea que La mirada invisible
no transcurre durante la guerra de Malvinas sino justo antes, en marzo de 1982. María
Teresa no tiene hermano, no hay acto del 25 de mayo, no hay periodista extranjera que
pregunte por la “guerre”. Si bien el contexto sigue siendo el final de la dictadura militar,
esto es, su exacerbación y su ocaso, el desplazamiento temporal sitúa la mirada sobre
otros factores de erosión. Aparecen aquí los compañeros de María Teresa, otros
133
Diego Lerman pertenece al denominado Nuevo Cine Argentino. El film se estrenó en Argentina en
agosto de 2010, tras haber cosechado buenas críticas en el Festival de Cannes. Sin embargo, su repercusión
en el país fue limitada.
185
preceptores que son jóvenes y que escuchan rock, hacen fiestas, se emborrachan, se
desean: representan un cierto clima de época. Un poco por lástima, invitan a María Teresa
a una de sus fiestas; ella asiste pero sólo encuentra exclusión y burlas. La escena recorta
a María Teresa sobre el fondo de una juventud que es vida, potencia, futuro y promesa de
cambio y la convierte en excepción. Y no sólo los preceptores en la fiesta introducen la
dimensión del deseo sexual, también en el colegio, adentro del colegio, María Teresa
encuentra a dos alumnos besándose. Esta escena remite a una del libro, pero la transforma:
en Ciencias morales era una alumna que, le parece a María Teresa, se apoya levemente
sobre un compañero a la salida del colegio, es decir, afuera. En efecto, las insinuaciones
de carácter sexual que atravesaban la novela de Kohan –que la mirada obsesiva de la
preceptora creía descubrir en todas partes– son extremadas en La mirada invisible. El
abuso de Biasutto en el baño se convierte en violación. Y no se habla de “la cosa” como
un peligro, pues la imagen explicita el terror consumado.
La represión de María Teresa se torna aquí más claramente sexual y es este
conflicto interno el que la guía en su afán de control. Incluso, lo que en Ciencias morales
era la ambigüedad de la mirada de un alumno Baragli en la película adquiere un claro
contenido sexual y de esa forma la interpreta la preceptora, quien en un momento dado
se atreve a rozar la mano del alumno, lo cual constituye una verdadera transgresión en su
universo. Junto con la fuerte presencia de la juventud que la encarna, la sexualidad se
intuye en La mirada invisible como una forma de resistencia. No una resistencia abierta,
pero sí algo que sucede efectivamente por fuera del control, que se opone a él y que
representa, como dijimos, las fuerzas del cambio. Es la libertad que, tímidamente,
comienza a aparecer en la potencia de la vida que escapa al control de la muerte. Se trata,
aquí, de formas más explícitas de resistencia que ocurren en el nivel de la historia y que,
en el final, darán forma a la mayor variación de la película respecto del libro: María Teresa
asesina a Biasutto, se venga de la violación y escapa, dando forma aquí sí a un modo
abierto de resistencia al abuso de poder que en la novela de Kohan está por completo
ausente. Se trataba, en Ciencias morales, de un avance imperceptible que se colaba como
polvo por los intersticios del relato, sin decirse nunca, sin formar realmente parte de lo
narrado.
La mirada invisible también tiene un epílogo, separado por los títulos del resto de
la película y que constituye un después de la historia. Aparece allí una imagen
documental, de archivo: la de Galtieri hablando en Plaza de Mayo el 2 de abril de 1982.
Una imagen emblemática, que constituye un núcleo central de los relatos de la guerra y
186
que casi cualquier argentino conoce, que incluso fue interpretada posteriormente como
uno de los motivos del enfrentamiento armado. Una imagen, por lo tanto, cargada de
significado. “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, dice Galtieri y la
multitud en la plaza aplaude.
Pero el desplazamiento temporal provoca que este después sea el de Malvinas. El
hecho de que aparezca allí una imagen documental, de archivo, no puede leerse
únicamente como una exacerbación del tono informativo del epílogo de Ciencias
morales, en la medida en que en la novela de Kohan ese tono funcionaba como contraste,
mientras que aquí constituye la única referencia a Malvinas de la película. Desplazada del
rol que le cabía en Ciencias morales, la guerra parece convertirse en algo ajeno al relato,
que guarda una relación puramente secuencial con él. Tal vez sea por fidelidad a la novela
que se incluye esta última escena y la elección de la imagen documental esté motivada
por el potencial sintético que ofrece. No hay que decir nada, ya se sabe lo que sigue:
después vino Malvinas. Pero esto, lejos de constituir una forma de fidelidad, en realidad
constituye el punto de mayor distancia de la película respecto del libro. Pues los dos
narradores de Ciencias morales –el de la novela, que no nombra a la guerra y el del
informe final, que sí la nombra– implican dos modos de narrar que, en su contraste,
explicitan una propuesta narrativa y una inclusión peculiar de Malvinas en la historia
nacional –sobre todo, en relación con la dictadura que llevó a cabo la guerra y con la
dictadura a la que la guerra abrió paso–. La película, y esto constituye el mayor
alejamiento, no posee una propuesta narrativa semejante. Se cuenta una historia que es,
ante todo, una historia individual –la de María Teresa, sus represiones y sus obsesiones,
su rebelión final– y cuyo trasfondo es el del final de la dictadura. La opresión, la
disciplina, el personaje mismo de Biasutto configuran un contexto en el que se integra,
también, al final, la guerra de Malvinas. Las formas de resistencia que mencionábamos
son más explícitas precisamente por esto, porque deben ocupar su lugar en una trama
argumental más simple, más lineal. Si hay un abuso, ciertas formas consolidadas del
relato requieren una venganza, independientemente de cuál sea el contexto mayor en que
el abuso se produce.
187
Malvinas. Correlativamente, se alejan del escenario bélico y también, en el caso de la
película, del tiempo en que se produce la guerra. Bajo diversas modalidades y con algunas
excepciones, tal debilidad de la referencia al episodio bélico –asociada siempre a una
caída de la epicidad–, que en la novela de Kohan y su versión fílmica alcanzaron su punto
más alto, caracterizó desde el comienzo a las ficciones de Malvinas. Es recién en 2005,
con el estreno de la película de Tristán Bauer, Iluminados por el fuego, que puede
comenzar a percibirse una modificación, aunque incipiente, en esta dirección. Iluminados
por el fuego fue presentada como perteneciente al género bélico. Aunque a lo largo de
este apartado discutiremos la pertinencia de tal inclusión, ya la intención supone una
novedad que distingue a esta película de sus antecesoras, fundamentalmente de Los chicos
de la guerra, con la que, por otro lado, la unen una serie de semejanzas. En efecto, algunas
escenas permiten asociar a Iluminados por el fuego al género bélico y a una matriz
narrativa de matices épicos, aun cuando otras escenas recuerden el tono victimizador de
Los chicos de la guerra.
Iluminados por el fuego, estrenada en 2005, fue dirigida por Tristán Bauer, quien,
al convertirse dos años después en director de Canal Encuentro, el canal televisivo del
Ministerio de Educación, y luego también de la TV Pública y Radio Nacional, se
constituyó en uno de los intelectuales más afines y más influyentes del proyecto
kirchnerista. La película se estrenó en el circuito comercial y no solo resultó un éxito de
taquilla sino que además cosechó una enorme cantidad de premios y nominaciones.134 La
historia, basada en la que cuenta Edgardo Esteban en el libro homónimo, de 1993,
comienza con el llamado en que avisan al periodista Esteban Leguizamón que su amigo
Alberto Vargas, ex combatiente igual que él, intentó suicidarse y está internado.135 Junto
a la cama de su amigo, Leguizamón comienza a recordar los días que compartieron en
Malvinas, que aparecen en la película narrados por medio de flashbacks. Finalmente,
Vargas muere y Esteban le promete volver a Malvinas para cerrar la historia.
Así, la película consta de tres grandes núcleos que delimitan tres momentos
narrativos: el del intento de suicido y la muerte de Vargas, los flashbacks y el regreso de
Leguizamón a Malvinas. Los dos últimos reproducen aproximadamente los dos libros de
134
Entre otros, recibió el Premio especial del jurado en el Festival de San Sebastián (2005), el Premio Goya
por mejor película extranjera de habla hispana (2005), el Premio Founding Fathers por mejor narrativa en
el Festival de Cine Tribeca (2006) y los Premios Cóndor de Plata a la mejor dirección artística, al mejor
guión adaptado, mejor compaginación y mejor actriz de reparto.
135
Cabe destacar que en el momento en que recibe el fatídico llamado, Leguizamón acaba de regresar de
cubrir una manifestación que permite situar la acción de la película en el contexto de la crisis de 2001.
188
Edgardo Esteban en los que se basa la película: Iluminados por el fuego y Diario de un
regreso. De estos dos, el relato de la guerra propiamente dicha aparece en el primero, que
en la película corresponde a la narración por medio de flashbacks. El suicidio de Vargas,
en cambio, es un agregado de la película que, además de articular narrativamente los otros
dos momentos, permite introducir lo que para muchos constituye la novedad más
destacada del film: la denuncia de las enormes dificultades que encontraron los ex
combatientes para reintegrarse socialmente al regresar de la guerra, situación que es causa
directa de la gran cantidad de ex soldados que se quitaron la vida.
Para el sociólogo Lior Zylberman esa denuncia constituye la principal novedad de
la película de Bauer respecto de sus antecesoras, con las que, sin embargo, también se
vincula. En efecto, como Los chicos de la guerra, Iluminados por el fuego refiere ante
todo el sufrimiento de los soldados en el frente, infligido más por sus propios superiores
que por los ingleses. En ese sentido, Iluminados por el fuego continuaría la
caracterización de los soldados que la película de Kamin había iniciado, al constituir un
caso tardío de “la compasión por los soldados infantilizados como chicos” (Kohan,
2006b). En este punto hay que agregar que a la victimización de los soldados y al tono
eminentemente emotivo se agrega una concepción no dinámica de la memoria, que se
mantiene igual a lo largo de los años, lo cual contradice cualquier idea de memoria como
trabajo, como potencia.136 En su análisis de Las islas, la novela de Gamerro, María Pía
López hace al comienzo una referencia a Iluminados por el fuego, que le sirve de
contrapunto. Para López, en el film “El trauma se pone de manifiesto para ser resuelto al
interior de la sensibilidad progresista: los soldados fueron víctimas del poder militar y del
olvido social, y la muerte solo puede ser superada y conjurada por la memoria fiel del
pasado” (López, 2010: 161). Esteban regresa y encuentra todo igual: nada ha cambiado.
No hubo trabajo sobre la memoria. Igualmente, para Zylberman, la victimización de los
soldados, la preponderancia del enemigo interno y el borramiento del externo son hechos
que atentan contra la posibilidad de incluir la película dentro del género bélico, definido
en cambio por la confluencia de un elemento heroico y otro espectacular. En los films
bélicos “el heroísmo es un valor a destacar”, por medio de la fuerte presencia de “héroes
ejemplares, grandes villanos, gestas, triunfalismos y sacrificios”, además de “soberbios
efectos especiales y visuales” (Zylberman, 2010: 251).
136
Durante toda la escena final se oye la canción de León Gieco “La memoria”, en la que se insiste en la
idea de que “todo está guardado en la memoria”.
189
Pensar en la pertinencia de incluir el film dentro del género bélico significa
preguntarse en qué medida cuenta la guerra como guerra. La respuesta dependerá en parte
de la importancia y el sentido que se otorgue a las escenas de guerra que Leguizamón
“recuerda” durante los flashbacks, para las cuales se utilizan por primera vez efectos
especiales que podrían caracterizarse, siguiendo la terminología de Zylberman, de
espectaculares. Como hemos visto, la razón por la que en muchos casos se obtura la
posibilidad de un relato épico, incluso bélico en lo que atañe a Malvinas, es que está muy
arraigada la creencia de que mostrar combates o hablar de héroes supone adscribir, más
o menos implícitamente, a la dictadura militar. Sin embargo, hemos visto también que
durante estos años algunas de estas articulaciones comienzan, incipientemente, a
modificarse y creemos que Iluminados por el fuego es una de las zonas donde eso se
produce, especialmente relevante por tratarse de una obra de consumo masivo. En primer
lugar, el hecho de que los combates sean puestos en escena, aunque sea brevemente y
aunque en algunos casos deriven en escenas paródicas –como aquella en que se ve a los
soldados argentinos preparando una emboscada que, como se revela enseguida, no es para
los ingleses sino para un grupo de ovejas (Vitullo, 2012)– constituye una novedad que no
carece de importancia. En segundo lugar, y esto es lo principal, consideramos que si bien
es cierto que el enemigo inglés está desdibujado, de todas formas la película consigue
delinear cierto perfil heroico para sus protagonistas –Leguizamón, ante todo, pero
también Vargas, en su batalla sin cuartel contra el olvido y el correntino Juan Chamorro,
que muere en las islas–. Los soldados de Iluminados por el fuego son héroes en ese
contexto particular, en que el principal enemigo estaba en el propio bando. Cuando
Leguizamón desobedece a su superior que le da órdenes absurdas en medio del repliegue
para ir a ayudar a Vargas que está herido, está asumiendo la única conducta heroica que
esta guerra permitió. Así, en esta película, por primera vez, un elemento épico propio del
género bélico se articula con una denuncia a los militares que condujeron la guerra.
En otro de los artículos sobre el cine de Malvinas, publicado en el número de la
revista Puentes dedicado a la conmemoración del vigesimoquinto aniversario de la
guerra, Samanta Salvatori se aleja de los otros críticos al sostener que, en términos
genéricos, el film puede, sin dudas, ser catalogado como bélico e incluso que es el primero
que contribuye a pensar histórica y políticamente Malvinas. En ese marco, también
destaca la denuncia que Iluminados por el fuego produce en torno a la compleja situación
de los ex combatientes y se sorprende al encontrar sobre el final de la película cierto
retroceso a los relatos más victimizadores de los años ochenta, lo que la lleva a afirmar:
190
“Y hasta quizás extrañamos a ese personaje estereotipado que encarnado por Ulises
Dumont en Los chicos de la guerra gritaba enfervorizado “¡las Malvinas son argentinas,
carajo!” (Salvatori, 2007: 33). Pues, afirma, “esquivar la cuestión del nacionalismo y los
discursos patrióticos que hoy circulan sobre el tema, significa no poder comprender y
contextualizar Malvinas políticamente” (Salvatori, 2007: 33). En un sentido similar,
Verónica Tozzi sostiene que son los sectores progresistas los que más dificultad
encuentran en representar a los soldados de Malvinas como héroes, e incluso como
“activos guerreros en enérgico combate” (2012: en línea). La hipótesis principal de su
artículo es que los relatos de Malvinas han carecido de circulación, lo cual se debe en
gran parte a la aversión de los sectores progresistas a hablar de la guerra, en tanto en ella
la justicia del reclamo parece unirse de modo indisoluble al nacionalismo más
recalcitrante.
Entonces, Iluminados por el fuego introduciría la posibilidad de articular, desde
la ficción, el reclamo por la soberanía con cierto relato de la guerra que no es pro-militar.
En relación con ello puede situarse la leyenda que aparece en pantalla al final de la
película: “Esta película está dedicada a todos los soldados conscriptos que combatieron
en Malvinas. A los muertos del Belgrano. A los que lucharon con dignidad. Las Malvinas
son Argentinas”. La referencia a lucha, por un lado y, por el otro, la reivindicación
simultánea de los soldados conscriptos y la causa de la soberanía son los elementos
fundamentales de una articulación que, como hemos visto a lo largo de esta capítulo, es
una novedad de los años dos mil. No es un dato menor que esto ocurra no solo durante el
gobierno kirchnerista que, como vimos, produce en relación a Malvinas un relato que
justamente realiza esas uniones, sino además de la mano de uno de los intelectuales más
próximos al proyecto.
En la misma línea, cabe mencionar otro film, de corte documental, estrenado en
el año 2011, El héroe del Monte Dos Hermanas. El documental fue uno de los ganadores
del Concurso “El camino de los héroes”, realizado por el INCAA en el marco del
Bicentenario, fecha que, recordemos, es pensada como un momento clave para
reconsiderar la cuestión Malvinas y, en especial, el lugar de la guerra en la historia
nacional, es decir, para construir “un nuevo relato colectivo sobre Malvinas post-1982”
(Romero, 2010: 205). El film cuenta la historia del Oscar Poltronieri, que defiende su
patria del enemigo inglés sin dudarlo y poniendo en juego su vida. Que se trate de un
soldado y que el relato circule con el aval del Estado son hechos que permiten percibir la
configuración de un nuevo tipo de figura en los relatos de Malvinas: el héroe que es, al
191
mismo tiempo, víctima –en el caso de Poltronieri no se enfatiza demasiado en la cuestión
del maltrato de los superiores, sin embargo, sí se remarcan su extrema pobreza y su
analfabetismo, que lo convierten en víctima de un sistema económico y social; asimismo,
el film cuenta el olvido del que fue víctima Poltronieri al regresar de la guerra, igual que
la mayor parte de los soldados–. El rasgo heroico, además, convierte al personaje en una
figura propia del escenario bélico. La anécdota de Poltronieri, en efecto, incluye
ametralladoras, riesgos, ataques y defensas, de modo que la guerra se vuelve, allí, visible,
mucho más que en Iluminados por el fuego. Sin embargo, hay que trazar también una
diferencia: mientras la película de Bauer es una ficción, Iluminados por el fuego es un
documental. En la segunda parte de esta tesis retomaremos esta cuestión y nos
preguntaremos por la relevancia de esa diferencia, es decir, por la singularidad que
asumen las distintas figuras del escenario bélico –el héroe entre ellas– según sean
incorporadas a relatos ficcionales o no ficcionales, para luego preguntarnos por el modo
en que, también, adoptan una forma híbrida, en el diálogo entre esos diversos tipos de
relatos.
192
SEGUNDA PARTE
193
IV. Figuras de los relatos de Malvinas
En la primera parte de esta tesis pudo verificarse la hipótesis de que, en los relatos
de Malvinas, ni la guerra ni el rasgo narrativo convencionalmente asociado a ella, lo
épico, ocupan lugares destacados. En cambio, en muchos casos la guerra servía de puente
para abordar otras cuestiones relevantes para pensar el presente: hablar de Malvinas
permitía hablar, al mismo tiempo, de la democracia naciente, sus continuidades y sus
rupturas con el período dictatorial previo; de la implementación, durante los años noventa,
de un modelo neoliberal y de los discursos vacíos de contenido asociados a él; de un
retorno de la épica o del surgimiento de la biopolítica como claves de lectura de la historia
en los años dos mil.
El recorrido cronológico realizado permitió ver que esa singularidad de nuestro
corpus se asociaba, por un lado, a algunas características peculiares de esta guerra:
fundamentalmente, el hecho de que la mayor parte del tiempo que los soldados pasaron
en las islas haya sido de espera y no de combate y que los combates, en algunos casos,
hayan sido contra un enemigo “invisible” y en otros contra un enemigo “interno”, los
propios superiores; por otro lado, a las diversas circunstancias históricas y también
culturales de cada década de la posguerra. Asimismo, la debilidad del referente bélico en
los relatos de Malvinas puede pensarse en relación con una dimensión literaria: el
decaimiento general de la épica como forma narrativa de la guerra, que parece haber sido
todavía más profundo en el caso de Malvinas.
Como ya hemos señalado en otras partes de esta tesis, Fredric Jameson (2013)
señala que la guerra, cuando se la percibe inmediatamente, es extraña, constituye una
suerte de desfamiliarización de lo conocido. Para representarla, el realismo resulta
insuficiente, de modo que corre el riesgo de tornarse irrepresentable. Sin embargo, no
solo la guerra es representada sino que, además, esas representaciones llegan a configurar
un estereotipo que es el que la percepción inmediata de la batalla desfamiliariza. Y, al
mismo tiempo, se produce el movimiento contrario: ante la desfamiliarización que
implica la batalla, se recurre a las estructuras conocidas del realismo, esto es, a los
estereotipos. Entre estos, puede situarse la épica, que provee de un orden para el relato de
la guerra. Como el realismo, en la modernidad la épica es solamente una tendencia, una
búsqueda: un anhelo nunca del todo satisfecho y una herramienta nunca del todo
satisfactoria. No hay posibilidad de una restitución de la totalidad homérica, pues todo
194
elemento épico se recorta contra un fondo de fragmentariedad, un aquí y ahora sensorial
irrepresentable.
En el exhaustivo estudio de relatos en primera persona de guerras modernas que
realiza en The soldiers’ tale, Samuel Hynes (2001) señala que estos guardan relación con
tres géneros narrativos: el relato de viaje, la autobiografía y la historia. Sin embargo, al
mismo tiempo se distinguen de ellos, en tanto la extrañeza radical de la guerra constituye
la antítesis del mundo comprensible que el autor y sus lectores habitan. El más extraño
de los elementos del campo de batalla es la omnipresencia de una muerte más fea, más
grotesca, menos humana que otras muertes, de la cual las palabras con que normalmente
se narran los viajes, las historias y las vidas no pueden dar cuenta. En ese sentido, puede
pensarse que la disrupción en la vida y en el relato que supone es lo que hace de la guerra
un acontecimiento traumático.137 Como respuesta, se produce una oscilación entre lo
familiar o conocido y lo extraño o “unfamiliar”: los relatos de guerra tienden a ser
empujados hacia los límites del realismo e incluso más allá, donde se aproximan al
“gótico del campo de batalla”. Allí lo familiar, lo natural y lo racional se encuentran con
lo extraño, lo sobrenatural, lo inexplicable, lo fantástico.
Así, aunque sus enfoques y sus objetos difieren, Hynes y Jameson coinciden en
que contar la guerra supone una oscilación: entre la abstracción y la experiencia, entre la
distancia y la inmediatez, entre la totalidad y la fragmentariedad, entre el realismo y la
irrepresentabilidad, entre lo familiar y lo extraño, entre la épica y el trauma. Como
resultado de ese movimiento los relatos se constituyen en una suerte de entramado donde
la distinción entre ficción y no ficción deja de importar. Lo que la primera parte de esta
tesis permitió observar es que en la mayor parte de los relatos, tanto ficcionales como
testimoniales, de la guerra de Malvinas esa oscilación no se produce, o se produce
débilmente. No parece posible recurrir a la épica, que es vista como un elemento extraño,
ajeno, que de nada sirve para narrar esta guerra, como puede verse en la frecuencia con
que, en sus relatos, los combatientes afirman sentirse en una película a la hora de referir
la experiencia del combate:
137
En efecto, una de las características centrales de lo traumático es su imposibilidad de ser elaborado.
Según la definición de Laplanche y Pontalis, trauma es un “acontecimiento de la vida del sujeto
caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto de responder adecuadamente y el trastorno y los
efectos patógenos duraderos que provoca en la organización psíquica […] se caracteriza por un aflujo de
excitaciones excesivo, en relación con la tolerancia del sujeto y su capacidad de controlar y elaborar
psíquicamente dichas excitaciones (2004: 447).
195
Y así, entre una cosa y otra, llegó el primero de mayo. Esa noche, lo primero que vi
fueron los disparos de nuestras baterías antiaéreas, y más tarde, por la mañana
alcancé a ver el paso de los aviones Harrier. Vi cómo le pegábamos a dos, cómo se
alejaban humeando […] Y, para qué negarlo, a mí me encantaba. Era como una
película que yo estaba viendo. Se había hecho realidad una película. (Kon, 1984: 24)
Sin embargo, es posible reponer esa oscilación desde una lectura conjunta de
ficciones y testimonios, que por otra parte, como se vio, están muchas veces más
próximos de lo que podría en principio creerse. Esto es, rastrear de qué modo aparece lo
bélico en el diálogo entre los textos, qué historia de la guerra de Malvinas cuentan entre
todos, lo cual supone incorporar incluso los testimonios de los militares, que son los más
disímiles dentro de nuestro corpus y que además nunca han sido considerados como
narraciones ni trabajados desde una perspectiva literaria. Se trata de una reconstrucción
similar a la que Samuel Hynes propone con su noción de “soldiers’ tale”:
I have imagined that if all the personal recollections of all the soldiers of the world´s
wars were gathered toghether, they would tell one huge story of men at war –
changing, as armies and weapons and battlefields changed, but still a whole coherent
story. Such an entire tale can never exist: the men who could tell it are mostly dead,
and while they lived they where inarticulate, or unlettered, or simply distracted by
life, so that their wars were left unrecorded. Nevertheless, that notional tale is my
subject: what happened in war, one man at a time… (2001: 13)
Aunque aquí ese relato polifónico no está construido únicamente por testimonios
sino también por ficciones. De hecho, es el diálogo entre lo ficcional y lo testimonial lo
que nos proponemos reconstruir, tal como se entabla en torno a una serie de figuras. Pues,
como veremos, las ficciones reponen, compensan, pero también delatan, aquello que
estaba negado u obliterado en el plano de la historia y del testimonio. Al fundar la
literatura de Malvinas, Los pichiciegos establece al desertor como el personaje ficcional
central de esta guerra, una figura que se sitúa en los márgenes del escenario bélico. La
literatura siguiente tiende, en un gesto equivalente, a presentar antihéroes. Contra unos y
otros, los testimonios de los militares intentan recuperar para Malvinas la figura del héroe,
en un esfuerzo claramente orientado a devolver a los relatos al eje de lo bélico. Así, se
producen dos movimientos simultáneos, resultado de dos fuerzas de signo contrario: una,
centrípeta, que quiere contar la historia de la guerra y sus héroes como épica, y otra
centrífuga, que habla de pícaros y desertores y que sitúa las dificultades para llamar
“héroes” a los militares de Malvinas. En ese sentido, héroes y desertores son figuras en
tensión, campo de batalla ellos mismos de esas fuerzas contrarias, lo cual los sitúa siempre
en un límite, en una zona inestable. En relación con ello, tampoco está del todo claro el
196
lugar de los enemigos y, mucho menos, el de los isleños que, según afirmaban las órdenes,
debían ser tratados como argentinos aunque parecieran ingleses. En el medio de todas
esas fuerzas, quedan los ex combatientes, tironeados: “en un campo de fuerzas de
explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano”
(Benjamin, 2007: 219). Del desgarramiento, en muchos casos literal, físico, que deriva de
esa posición, nos ocuparemos en el apartado 4.1.2 de este capítulo, pues los soldados
despedazados constituyen una de las figuras monstruosas del campo de batalla. La otra
es el soldado gurka. Ambos tipos de monstruos se integran, como veremos, en el conjunto
más amplio de los seres sobrenaturales, muy frecuentes en los relatos de Malvinas así
como en los de algunas otras guerras: seres que a la vez son y no son parte del campo de
batalla, de la guerra y, más ampliamente, de la realidad son contadas tanto por ficciones
como por testimonios a través de relatos fantásticos, góticos o grotescos, o por medio de
rumores, formas discursivas en el límite del realismo para nombrar figuras en el límite de
la realidad –entre lo natural y lo sobrenatural, entre la vida y la muerte, entre lo familiar
y lo extraño–.
Hay que entender, entonces, que estas figuras son construidas en los relatos a partir
de un enfrentamiento de fuerzas contrapuestas que se establecen desde ficciones y
testimonios en torno diferentes límites: de lo épico (el desertor y el héroe), de lo propio y
lo ajeno (el isleño), el realismo (monstruos y fantasmas). Se infiere de esto que, para su
análisis, resulta fundamental la noción de límite, ligada además con la condición
fronteriza de las Malvinas. Rosana Guber definió este tipo de fronteras como zonas
liminares, de borde o en disputa, que llevan “consigo el peso simbólico de completar a la
nación misma” (Masotta, 2011: en línea), no solo geográfica sino también histórica y
narrativamente, en tanto sus relatos –anteriores y posteriores a 1982– confieren un sentido
a la comunidad, “permitiendo establecer y controlar las diferencias con respecto a otras
sociedades con otros nombres, lenguas, geografías y símbolos, y construir a los sujetos
nacionales dándoles objetivos e ideales, un sentido de frontera, inclusión y exclusión”
(Guber, 2000: 80). Esto es, proveyendo los términos en que Argentina se imagina como
comunidad.138 De este modo, Malvinas –las islas pero también la guerra–, como todas las
zonas de frontera que, al constituir un borde de la nación, están simultáneamente adentro
138
Benedict Anderson define a las naciones como comunidades imaginadas en tanto “aun los miembros de
la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera
hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (2007: 23).
197
y afuera de lo conocido, de modo que su relato es, al mismo tiempo, dominio de la
experiencia y la imaginación.139
Así, a partir de estas figuras, se restituye, al menos en parte, esa oscilación que
permite contar la guerra y que, ampliamente, podemos identificar como una oscilación
entre lo ficcional y lo testimonial. En ese sentido, en esta parte de la tesis es posible ubicar
a los relatos de Malvinas en relación con una tradición de la narrativa de guerra, respecto
de la cual, a primera vista, resultaban heterogéneos.140 Asimismo, se puede tender un
puente con algunos de los relatos sobre Malvinas que se produjeron del lado inglés. Si en
la primera parte de esta tesis eran centrales la evolución política e histórica argentinas, la
salida de la dictadura, los distintos momentos de la democracia, ahora, aunque estas
cuestiones siguen estando de fondo, ya no constituyen el eje central del análisis, por lo
cual, en esta segunda parte haremos algunas referencias a la literatura inglesa sobre la
guerra, en la medida en que resulte significativa para nuestros propósitos.141
139
En relación con ello, a partir del estudio de algunos de los múltiples relatos que durante el siglo XIX
argentino abordan la cuestión de la frontera, Batticuore, El Jaber y Laera coligen que “es posible advertir,
a primera vista, dos grandes grupos de relatos de frontera. Uno surge del viaje exploratorio, que alterna la
narración con descripciones de la naturaleza, los habitantes y las costumbres […] El otro toma la forma del
viaje ficcional, que recrea experiencias imaginarias”; ambos contrastan fuertemente “con el tono
predominante en los informes topográficos de corte burocrático estatal que resultan de la demarcación de
fronteras” (Batticuore et al., 2008: 8). Así, la frontera es una “zona fluctuante entre lo documental y lo
ficcional” (Batticuore et al., 2008: 10).
140
El paradigma de esta tradición bélica podría considerarse la literatura de Vietnam. La guerra de Vietnam
se asemeja a la de Malvinas en varios sentidos: transcurrió en la segunda mitad del siglo XX, desde la
perspectiva norteamericana resultó en una derrota para muchos sectores vergonzante, en gran medida
porque la justificación oficial de la guerra había resultado insuficiente, en especial para los soldados que
debieron arriesgar su vida por ella (Alsina Risquez, 2002). Sin embargo –desde luego que como
consecuencia de muchas otras diferencias entre ambas guerras y entre Argentina y Estados Unidos,
fundamentalmente la muy diversa tradición bélica entre dichas naciones–, la prolífica narrativa sobre
Vietnam se convirtió en faro del relato bélico, sobre todo en el cine, con películas como Apocalypse Now,
Full Metal Jacket, Born on the 4th of July, The deer Hunter, que “suelen detenerse en los campos de batalla,
en los regimientos donde se preparan los soldados, el regreso y los desórdenes de posguerra, el PTSD (Post-
Traumatic Stress Disorder)”, con el objetivo de “destacar los ideales de nación, patriotismo y heroísmo”
(Guber, 2004: 86). Entretanto, los textos sobre Vietnam se distinguen de los de Malvinas en especial porque
en muchos casos los primeros tienden a aunar la dimensión testimonial con la literaria, en novelas como
Los desnudos y los muertos (Mailer, 2005), cuentos como Las cosas que llevaban (O’Brien, 1992) o
crónicas como Despachos de guerra (Herr, 2001).
141
Nos referiremos fundamentalmente a literatura testimonial: en especial, a los relatos de soldados y
militares ingleses incluidos en Hablando claro (Bilton y Kosminsky, 1991) y al emblemático libro Viaje al
infierno, del paracaidista británico Vincent Bramley. Entre las muchas otras obras que existen se destacan
también No picnic, de Julian Thompson (1985) y La batalla por las Malvinas, del corresponsal inglés Max
Hastings, citado por Federico Lorenz en Fantasmas de Malvinas. Además, el ex combatiente Robert
Lawrence publicó en 1988 el relato testimonial When the Fighting is Over: Tumbledown, a Personal Story,
que sirvió de base para el film Tumbledown, de Charles Wood, estrenado en Inglaterra en 1988, con gran
repercusión. En su estudio Malvinas Myths, Falklands Fictions: Cultural Responses to War from Both Sides
of the Atlantic”, Laura Linford Williams compara el testimonio de Lawrence con el Los chicos de la guerra,
no solo porque ambos libros dieron pie a películas en las que el testimonio se mezcla con la ficción sino
también porque en los dos son “presented as ambiguous works that have escaped categorization and been
assigned multiple interpretations” (Williams, 2005: 5) Entre las obras ficcionales, Malvinas aparece
mencionada en dos novelas centrales de la literatura inglesa contemporánea: una es Inglaterra, Inglaterra,
198
1. Hacia los márgenes: el desertor en los relatos de Malvinas
de Julian Barnes, donde el autor imagina un destino absurdo para el ex imperio británico y sus últimas
colonias que “es una expansión ficcional de sus duras críticas al thatcherismo, una farsa despiadada sobre
los mitos más arraigados de la nacionalidad, desempolvados estratégicamente en abril del 82” (Speranza,
2000). La otra novela es Fuera de este mundo, de Graham Swift, donde se “actualiza una reflexión más
grave sobre los dilemas éticos de la guerra y los conflictos estéticos de su representación” (Speranza, 2000).
Esta última novela, en efecto, podría leerse “en diálogo” con los testimonios del corresponsal Hastings. La
farsa que ya aparece en estas novelas como mecanismo por medio del cual la literatura toma distancia del
reverbero nacionalista que Inglaterra también, como Argentina vivió durante la guerra, alcanza su punto
más alto en el género dramático, con la obra ¡Hundan al Belgrano!, de Steven Berkoff. Otras dos novelas,
trabajadas extensamente por Bernard McGuirk (2007) en Falklands-Malvinas, An Unfinished Business, son
Swansong, de Richard Francis (1986) –de la cual Laura Linford Williams destaca el carácter paródico, al
compararla con Las islas, de Carlos Gamerro– y Anthem, de Tim Binding (2003). En cuanto a la filmografía
inglesa, en mayor o menor medida, películas como Tumbledown, de Charles Wood (1988), Resurrected de
Paul Greengrass (1990) y For Queen and Country de Martin Stellman (1989), como Los chicos de la
guerra, presentan “los efectos de la guerra desencadenados por los mezquinos intereses de la política
interna” (Guber, 2004: 86).
142
El caso paradigmático en la literatura argentina del desertor que con sus pasos dibuja la frontera de la
nación que abandona es sin duda Martín Fierro. Sobre el tema, ver: “Martín Fierro: frontera y relato”, de
Pablo Ansolabehere (Batticuore et al., 2008: 234-260).
199
testimonios, se desprende que a la mayor parte de los soldados conscriptos que fueron
convocados ni se les cruzó por la cabeza la opción de no presentarse. De los ocho “chicos
de la guerra” entrevistados por Daniel Kon en 1982, ninguno concibe la posibilidad de no
presentarse o escapar. Incluso algunos, como Santiago, hacen lo imposible por cumplir
con el deber:
Desde la alambrada hablé con un chico de mi clase, que todavía no había salido de
baja. “Andate –me dijo– que nos vamos todos a las Malvinas. Presentate mañana que
ya van a estar las listas completas, y no va a pasar nada”. Él no quería ir, pero yo
dije: “Si están todos los pibes, yo también voy, vamos todos juntos”. Pero cuando
llegué a la compañía no me querían llevar, estaban todas las secciones completas.
Miré las listas y estaban anotados todos mis amigos […] Al final encontré a un
suboficial que me dijo que buscara a un pibe de la 63 para cambiarle el lugar. (Kon,
1984: 84)
143
De esta doble ausencia se desprende el hecho de que en estos testimonios tampoco es posible, ni siquiera
en términos imaginarios, imbuir de heroísmo el gesto de la deserción, lo cual marca una diferencia con
muchos de los relatos de otras guerras, atravesados por la pregunta acerca de en qué consiste el verdadero
heroísmo, si en presentarse o escapar. Es el caso, por ejemplo, del cuento “En el Río Lluvioso”, de Tim
O’Brien: “Y lo que era tan triste, descubrí, era que Canadá se había convertido en una lastimosa fantasía.
Tonta y desesperanzada. Ya no era una posibilidad. Justo entonces, con la costa tan cerca, comprendí que
no haría lo que tenía que hacer. No me alejaría nadando de mi pueblo natal y mi país y mi vida. No sería
valiente. Esa vieja imagen de mí mismo como héroe, como hombre de conciencia y coraje, todo aquello no
era más que una débil alucinación […] El día era nublado. Atravesé pueblos con nombres familiares,
bosques de pinos y pradera, y después Vietnam, donde fui soldado, y después regresé a casa. Sobreviví,
pero no es un final feliz. Fui un cobarde. Fui a la guerra” (1992: 58 y ss).
200
Declaración de apoyo a la guerra del Grupo de Discusión Socialista en México, editada
luego como libro bajo el título Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia, y al
artículo “Todo el poder a Lady Di” publicado por Néstor Perlongher en la revista
feminista Persona n°12 durante las primeras semanas del conflicto, al que se agregarán,
en los meses siguientes, “La ilusión de unas islas” y “El deseo de unas islas”. 144 Estos
textos comienzan a mencionar, más o menos abiertamente, la deserción como respuesta
a una de las preguntas fundamentales que la guerra plantea: ¿vale la pena dar la vida en
nombre de, en este caso, la recuperación de las Malvinas? Tanto León Rozitchner como
Néstor Perlongher responden que no y coinciden en señalar la profundidad de los vínculos
entre la guerra y la dictadura, razón por la cual toda causa queda relegada y toda adhesión
resulta aberrante:
144
El primero, fue publicado en la revista Sitio n°3, en diciembre de 1983, como respuesta a artículos
vinculados al tema que habían aparecido en el número anterior; el segundo, “El deseo de unas islas” fue
publicado en la revista anarquista Utopía n°3, en 1985.
201
escritura, por salvaguardar la Historia, zambúllese en las marcaciones de una Geografía
colorinche […], de una Geopolítica enseñante. Que se diseña sobre un desierto sedentario,
del que no se puede desertar” (1997: 183). Tal es el caso de Borges, cuyos Juan López y
John Ward, antes de hacerse amigos, “habrían tenido que ponerse de acuerdo sobre la
tenencia de dicho accidente geográfico” (1997: 183). Esa literatura, junto con la
geografía, la historia, los estados soberanos –y asesinos– tiende a sedentarizar, a volver
imposible la figura nómade y disruptiva del desertor.
En cambio, en los textos ficcionales, la figura del desertor aparece
recurrentemente. Como sucederá con los gurkas, la ausencia de certezas acerca de su
existencia real parece abrir camino a la imaginación: las ficciones reponen, compensan,
pero también delatan, aquello que estaba negado u obliterado en el plano de la historia y
del testimonio (cfr. 4.1.1). Es, en efecto, por medio de la ficción que los desertores pueden
desplegar su nomadismo en el desierto sedentario. La primera salida a esta aparente
paradoja la propone Fogwill, en ese texto fundacional de las ficciones de Malvinas que
es Los pichiciegos: sus protagonistas son desertores que huyen hacia abajo, cavando en
la tierra. En tanto “Zafar y no vencer, es la impronta en la novela; y el corte que esa
impronta produce en la definición de aliados y de enemigos no tiene una correspondencia
directa con el corte que marcan las pertenencias nacionales” (Kohan, 1999: 6), los pichis
se colocan al margen del combate pero también de su lógica: su deserción posee un efecto
profundamente corrosivo sobre los valores nacionales y sobre las posibilidades de un
relato épico. Así, frente al pedido de los ingleses de que distribuyan unas fotos en las que
se los ve tomando el té con militares argentinos para apurar la rendición, uno de los pichis
sostiene: “–¡Tirémoslas! ¡Que no se rindan! Que se maten entre ellos y que se vayan a la
puta que los parió todos. ¡Las quemamos y les decimos que las repartimos igual!”
(Fogwill, 2006: 70). Sin embargo, lo mismo puede pensarse también en sentido inverso:
no solo los desertores obturan el relato épico al corroer los valores nacionales en los que
se apoya el enfrentamiento sino que además, ante la imposibilidad de un relato épico el
desertor se convierte en la figura predominante del relato.
Como ya hemos dicho en otras partes, la nación de la que los pichiciegos desertan
es la de Leopoldo Galtieri, los centros clandestinos de detención, las torturas, los vuelos
de la muerte: todos temas de los que se habla en la pichicera. En relación con esto, María
Pía López sostiene que Los pichiciegos, igual que la respuesta de León Rozitchner a la
Declaración de apoyo a la guerra del Grupo de Discusión Socialista en México, tiene el
efecto de rasgar la ilusión “mostrando que el fondo de cuerpos supliciados no dejaba lugar
202
para la amalgama nacional” (2010: 152). En ese sentido, en su deserción, los pichiciegos
trazan una línea que, al dividir el plano vertical en un arriba y un abajo –y no el plano
horizontal en, por ejemplo, naciones– constituye una frontera interna de la Argentina,
pero que lo es también, más ampliamente, de cualquier estado capitalista: se trata de la
frontera que, en términos de Kohan, divide a los vivos de los boludos:
El mundo de Los pichiciegos está dividido en dos: los vivos y los boludos. No los
ingleses y los argentinos, no los patriotas y los desertores, no los valientes y los
cobardes, tampoco los pacifistas y los belicistas; sino los vivos y los boludos […] En
el acta oral de la fundación de los pichiciegos, el Sargento establece la división
definitoria: “Ustedes no son boludos, ustedes son vivos”. El vivo es el que se raja
(“¡Se dejaron fusilar por boludos, por no rajar!”), el que deserta (“¡Yo estoy por
boludo! –se quejó Acosta-. ¡Yo tendría que haberme quedado desertor!”), el que se
va lejos (“todos se iban a ahogar o helar como boludos y los vivos tenían que irse
lejos”). (2006b: en línea)
Una vez en Malvinas o, mejor dicho, bajo Malvinas, los vivos son los que saben
cómo ingeniárselas para sobrevivir, los boludos son los que no y por eso deben ser
echados al frío. La cuestión de la supervivencia en las islas, ligada más a las habilidades
comerciales que a las militares, permite leer una referencia a la división social
fundamental: la económica. Así, los pichiciegos están siempre preocupados por los
sueldos de cada implicado en la guerra, y sacan cuentas: “¿Cuánto es el sueldo de un
coronel? […] ¿Dos mil palos? ¡Dos mil millones! Multiplicá, te da una ganancia de
setecientos veinte mil millones de pesos en la vida, sin laburar” (Fogwill, 2006: 121). En
ese sentido, son más parecidos entre sí los militares ingleses y los argentinos que los
militares argentinos y sus soldados. La frontera que separa a estos últimos se demarca
también en la lengua: “Como oficiales, ese modo de hablar. Los tipos llegan a oficiales y
cambian la manera. Son algunas palabras que cambian: quieren decir lo mismo –
significan lo mismo– pero parecen más, como si el que las dice pensara más o fuera más.
Tiene que haber una guerra para darse cuenta de esto” (Fogwill, 2006: 62). Estas
distinciones, en efecto, se superponen a las geográficas a la hora de definir la identidad
de los bandos enfrentados: “haciendo cuentas, se veía raro que siendo que en el país la
mayoría de la gente es porteña, allí la mayoría era de provincias” (Fogwill, 2006: 115) y
que haya “escots, wels, gurjas”, pero no ingleses” (Fogwill, 2006: 68).
Todo esto constituye una de las continuidades entre dictadura y democracia que
Fogwill señaló, y no solo en esta novela. Por ello, al desarmar los valores que sostienen
la guerra, Los pichiciegos desarma también los valores que sostienen al Estado, tanto
203
militar como liberal. Propone una tercera opción: la de no participar. Es por eso que en
esta novela es el gesto de desertar el que funda la posibilidad del margen, de situarse fuera
de las opciones que desde el Estado –cualquier Estado– se proponen. En términos
deleuzianos, podría decirse que los desertores
204
en la que se cuentan las aventuras de Yo Perro García a bordo del barco en el que se
escapa de Malvinas junto con el gurka Hang Teng (cfr. capítulo II). En este caso, la huida
se produce en un momento de máxima expresión de la lógica de la guerra, núcleo central
de la estructura épica: el enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el enemigo, donde parece
que solo se puede matar o morir.
El desertor puede pensarse como una lectura de Los pichiciegos, no solo porque
aborda una temática similar sino también porque retoma y actualiza los vínculos entre
deserción y ficción. En el barco en el que, tras la fuga, Yo Perro García y Hang Teng
recorren el mundo, viaja también un traductor, que participa de las discusiones que
mantienen los tripulantes, de muy diversas nacionalidades. En una de ellas, se trata el
tema de la traición y del héroe, aunque “no desde Borges porque Nicolás y Pedro no lo
ubicaban muy bien” (Eckhardt, 2009: 56). En cambio, Nicolás cuenta la historia de un tío
abuelo suyo, Kart Radek, héroe y traidor de la revolución rusa. “Hay tres versiones sobre
su muerte: una, que fue fusilado; otra, que murió a manos de sus propios compañeros de
cárcel hacia 1940; la última, que murió de un ataque cardíaco en 1941” (Eckhardt, 2009:
58). Pero después se descubre que el final de la historia fue mal traducido, ya que “Morir
fusilado, ajusticiado o en forma natural, equivale en el dialecto ucraniano a una cuarta
posibilidad: la deserción” (Eckhardt, 2009: 59). El traductor se defiende diciendo que “a
su entender, lo histórico debe traducirse de forma literal” (Eckhardt, 2009: 58). De este
modo, aquí también la deserción es lo que queda afuera de la literalidad, tanto de la
historia como del testimonio: la deserción es intraducible puesto que no forma parte del
sistema sino que tiende hacia afuera, lo que lo desestabiliza. En este sentido, la novela de
Eckhardt apuesta permanentemente a este afuera desestabilizador: al mismo tiempo que
se aparta de la guerra, se aparta de las formas en que tradicionalmente esta es contada.
Dice Yo perro García: “Es muy difícil escapar de una guerra. Es muy difícil decir ‘no’
cuando fueron dispuestos los paredones –‘este, ese y aquel’– para posibles fusilamientos
[…] Yo no dije ni sí, ni no, dije ‘ni’ y aquí me tenés, escribiéndote a vos” (Eckhardt,
2009: 28). Así, todo el relato nace de la negación de las opciones establecidas, del
señalamiento de su indecidibilidad; nace de la toma de distancia; nace, en definitiva, de
la deserción. Como se vio en el capítulo II, la inclusión en la novela de ilustraciones que
recuerdan las del comic Maus refuerza este alejamiento, en tanto ofrece una alternativa
frente a las limitaciones que los géneros tradicionales encuentran para representar la
guerra (cfr. capítulo II). En efecto, El desertor también retoma a Los pichiciegos en cierta
preocupación por las dificultades de contar una guerra. Yo Perro García interpela al lector
205
con preguntas similares a las que utilizaba Quiquito para saber si su interlocutor le creía
o le entendía; por otra parte, las constantes referencias a la tradición literaria “equivocada”
remiten a aquellas maneras de pensar la guerra y la literatura que Fogwill llamaba
estúpidas (cfr. capítulo I) y que Perlongher asoció con vates legañosos.145
Pero además de encontrar en El desertor una relectura de Los pichiciegos, puede
pensarse a la novela como una reescritura de “Juan López y John Ward”, el poema de
Borges en que dos soldados, que en otras circunstancias hubieran sido amigos, mueren
enfrentados en las islas. Incapaces de sustraerse a la lógica implacable de la guerra, al
encontrarse, “cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel” (Borges, 2005: 631); y
finalmente, los entierran juntos. En cambio, así cuenta Yo Perro García el encuentro cara
a cara con su enemigo: “[el gurka] con un gesto de profundo cansancio tiró el machete a
un costado y dijo, o creí escuchar ‘bah’; dio media vuelta y comenzó a correr hacia la
playa” (Ekhardt, 2009: 43). Yo Perro García lo sigue y así huyen juntos del destino
pautado por el Estado y su tradición. Por otra parte, en el poema de Borges, López y Ward
estaban hermanados por la cultura: “[Ward] había estudiado castellano para leer el
Quijote. El otro profesaba el amor de Conrad…” (Borges, 2005: 631). El desertor, en
cambio desarticula esta idea. En primer lugar, porque la hermandad entre los enemigos
no es algo que preexista, sino que nace de la deserción, del abandono conjunto de
“lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de
agravios, de una mitología, peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de
demagogos y de símbolos”, todo eso que, en el poema de Borges, “auspiciaba las
guerras”. En efecto, dice Yo Perro García: “Estas cosas paralelas nos ocurrían a Hang
Teng y a mí después de 1982 ¿entendés? Después de sobrevivir, no como un preámbulo
dramático de dos juanes que van al muere en hermosos versos.” (Ekhardt, 2009: 88). En
segundo lugar, El desertor desarticula la idea borgeana de la hermandad de la cultura al
reemplazarla por una hermandad más profunda, la de la opresión. En ese sentido, las
oposiciones que traza la lógica estatal en realidad encubren otras, que son las que en esta
novela la deserción exhibe:
…nosotros somos perros de los potreros del mundo, por así decirlo, en vías de
desarrollo y profesamos la cultura de los humildes. Nacimos en un mundo destruido,
en las orillas de las atrocidades y aún en nuestros países fuimos los parias, los
desterrados absolutos. A Hang Teng el real Ejército Inglés lo adoptó para convertirlo
145
“Se discute, se va a las manos, por la posesión de unos desiertos (de los que al parecer no puede
desertarse). Se despierta, en el desierto, el vate: legañoso, ilusiónase: ‘La guerra –imaginábamos–
forzosamente nos dejaría en relaciones sociales nuevas…’” (Perlongher, 1997: 181).
206
en carne de cañón de primera categoría de exportación destructiva. Y Hang Teng se
convirtió en un gurka conocedor de la sangre ajena, las ruinas, del poder de los
vencedores. Tuvo el napalm de su lado. Fue un esclavo ganador. […] Yo Perro
García nací en los bordes del Impenetrable […] descendiente de indios comprobé
desde niño lo que es ser nada en el ser argentino. Una sensación desagradable por
cierto; tal vez, por dicha sensación, me reía a carcajadas cuando llegó la citación del
Ejército para incorporarme a sus filas-no podía entender el alto sentido del humor
macabro-. ¿Soy argentino? Para los que deciden qué es ser argentino y qué no, no.
No lo soy. Soy un indio ladino, borracho y vago. (Eckhardt, 2009: 83)
207
En Latas de cerveza en el Río de la Plata, entretanto, la figura del desertor
constituye una fuga respecto de la lógica estatal en un sentido amplio, en tanto abarca el
Estado dictatorial que condujo a la guerra de Malvinas y el Estado neoliberal de los años
noventa. De hecho, en la novela se narran dos deserciones, íntimamente relacionadas. La
primera, es la de Juan Francisco, a quien le avisó su amigo Miguel que ambos habían sido
convocados para pelear en Malvinas. Llegan juntos hasta el bote que los espera para
escapar a Uruguay pero a último momento Miguel no se anima y Juan Francisco huye
solo. Más adelante nos enteramos de que Miguel murió en las islas. La otra deserción
ocurre años después, durante la década del noventa, y tiene como protagonista a Ulises,
el hermano menor de Miguel, que tenía trece años en 1982 y que había ayudado a Juan
Francisco en su huida. El drama nunca resuelto del hermano muerto, la culpa de no
haberlo obligado a huir, las dificultades económicas en el contexto de la década del
noventa, un hijo que no buscó y una mujer que no ama hacen de Ulises un joven
profundamente infeliz. Un día, entonces, decide huir, también en un bote que
accidentalmente choca con un crucero de origen estadounidense que visita Buenos Aires.
Cuando lo suben al barco, encuentra allí a Juan Francisco, que se hace llamar Vincent y
que está de novio con Cris, la hija del multimillonario dueño del barco. Contrariamente a
lo que Ulises espera, Vincent no lo ayuda, pues no considera que le deba nada. De todos
modos, la fuga se produce, pero el enfrentamiento con Vincent hace que resulte mucho
más difícil de lo planeado. En un momento, Ulises está en el barco estadounidense
desempeñando funciones de limpieza con otros empleados latinos, antes de pedirle ayuda
a Vincent/Juan Francisco, y por un desperfecto técnico tiene los pies hundidos en el agua,
lo cual lo lleva a recordar a su hermano y a pensar en Malvinas:
Yo bajo la cabeza y me miro los pies. Tengo los zapatos y toda la parte inferior de
los pantalones, desde la rodilla hasta la botamanga, chorreando agua. En el piso, bajo
mis pies, un charco; y más allá las huellas que se pierden hacia la cocina. Intento
mover los dedos pero los tengo entumecidos. En Malvinas no había equipos
adecuados para resistir el frío. A varios conscriptos les tuvieron que amputar los pies
porque se les congelaban. Pienso en mi hermano. Lo veo parado en la punta del
muelle mientras Vincent, iluminado intermitentemente por la luz del faro, se pierde
en el río. Después lo veo tieso, pálido; enrollado en unas sogas, cayendo a una fosa
junto con otros cadáveres. (Stamadianos, 1995: 138)
208
neoliberal, es decir, que huye de la muerte –ya sea la muerte literal o la muerte en vida de
la pobreza y la falta de perspectivas en un país al borde del colapso– a causa de las
pertenencias de clase.
Así, en las cuatro novelas que aquí trabajamos el desertor constituye una fuerza
contraria a la fuerza centrípeta del Estado, que cruza las fronteras que desde ese centro se
demarcan. Pero además, el desertor es siempre un personaje ficcional: la fuerza que
encarna es la de la ficción, sobre todo en Los pichiciegos, novela que, como vimos en el
capítulo I se propone como competencia de los registros testimoniales y, en menor
medida, en El desertor, que construye para sí un linaje ficcional –con Los pichiciegos,
Maus y “Juan López y John Ward”–, del cual, finalmente, huye también. En ese sentido,
la figura del desertor aparece, desde Los pichiciegos, relacionada íntimamente con las
dificultades de contar la guerra en general y Malvinas en particular. En su huida o en su
reclusión, lo que el desertor parece decir es: no cuenten conmigo, sustrayéndose, al mismo
tiempo, de la guerra y de los modos “estúpidos” de contarla. Sin embargo, al mismo
tiempo que se excluye de un orden –bélico, narrativo–, también inaugura otro.
Como contrapartida, vimos que en los testimonios son infrecuentes las referencias
a la deserción y que el desertor como figura no llega a constituirse. Pero tampoco los
soldados consiguen representarse como héroes. Si bien fueron enviados a la guerra como
tales, al regresar fueron recibidos como víctimas, en medio de una atmósfera de vergüenza
y silencio, en la que les resultaba muy difícil, cuando no imposible, dar sentido a la
experiencia por medio de un relato que además fuera audible. Así, quedaron en lo que
Rosana Guber denominó una “condición liminal”:
El hecho de que muchos de ellos hayan optado por el suicidio, puede pensarse en
relación con ello.146 Cabe recordar que, en El desertor, la deserción era concebida como
146
Tal como sucede con los desertores, no hay datos concluyentes sobre el número de ex combatientes que
se quitaron la vida, pero se sabe que es elevado. Según el historiador Federico Lorenz (2013), la cifra ronda
entre los 300 y los 500 casos. Para algunos centros de ex combatientes es incluso mayor y amenaza con
superar la de los soldados caídos durante la guerra (cfr.
(http://www.cescem.org.ar/excombatientes/consecuencias.html o
http://www.apfdigital.com.ar/despachos.asp?cod_des=58318).
209
una forma de muerte: “Morir fusilado, ajusticiado o en forma natural, equivale en el
dialecto ucraniano a una cuarta posibilidad: la deserción”: el suicidio, entonces, como una
forma radical y absoluta de la deserción.147 El suicidio también dibuja los límites de lo
que se abandona: la guerra pero también la imposibilidad de narrarla como épica y de
narrarse, por tanto, como héroes; ese “límite o margen del sinsentido” (Guber, 2004: 225)
en que quedaron atrapados, tironeados, de un lado, por la posibilidad narrativa de erigirse
en víctimas y, del otro, por la imposibilidad de erigirse en héroes, pues la figura, como
veremos en el apartado que sigue, tendió a ser monopolizada por los testimonios de los
militares, con quienes, en la mayoría de los casos, los soldados no quisieron o no pudieron
identificarse.
En el apartado anterior, vimos que los soldados casi nunca se plantearon la opción
de desertar. Más o menos afines a la causa, alentados por sus compañeros o convencidos
de que no se llegará al enfrentamiento, los convocados viajan a las islas.
El relato de lo que allí sucede quedará a cargo, como vimos, tanto de los soldados
como de los militares. Sin embargo, las diferencias entre unos y otros testimonios son
múltiples: una de las fundamentales es la que se teje en torno a la figura del héroe. Los
soldados no solo omiten referencias a esa figura sino que, en general, cuando se les
pregunta, rechazan el epíteto; mientras que, en palabras de los militares, los héroes son
los principales protagonistas. En efecto, gran parte de su trabajo discursivo se orientará a
construir esa figura y a otorgarle protagonismo, como veremos en lo que sigue. Es en este
sentido que los relatos de los militares operan como una fuerza de re-territorialización:
frente a figuras como la del desertor, que se mueven hacia y en los márgenes de lo bélico,
el héroe representa una fuerza contraria, centrípeta, fundamentalmente en los relatos
producidos por los militares en los primeros años de la posguerra, cuando todavía
detentan un cierto poder. Cabe mencionar aquí que una de las funciones primordiales del
147
Sobre esta idea se articula el cuento “El miedo”, de Federico de Roberto, situado en la Primera Guerra
Mundial, en el que ante la necesidad de recuperar una posición perdida, el teniente Alfani se ve obligado a
enviar uno a uno a sus soldados al puesto de avanzada, donde estos, sin poder hacer nada por evitarlo, van
siendo detectados por el enemigo y abatidos. Hasta que el soldado Morana, cuando llega su turno, se niega
a obedecer. En vano Alfani intenta, alternativamente, convencerlo y obligarlo. Un compañero, desesperado,
lo toma de los hombros y lo sacude, preguntándole “Di, a ver, ¿qué hacemos ahora”. A lo que Morana
responde: “«Pues, mira… esto…» Y, antes que nadie tuviera tiempo de entender lo que quería decir, lo que
iba a hacer, corrió por el foso, hasta el subterráneo, se agachó a coger el mosquetón, apoyó su culata en la
aspillera, se apuntó a la boca, bajó la barbilla, y lanzó el disparo que hizo salpicar el cerebro contra los
sacos del parapeto” (De Roberto, 2010: 54). Así termina el cuento.
210
Estado, según el desarrollo teórico de Deleuze y Guattari en Mil mesetas, es la de “re-
territorializar”, incluir permanentemente aquello que se fuga:
estriar el espacio sobre el que reina, o utilizar espacios lisos como un medio de
comunicación al servicio de un espacio estriado. Para cualquier Estado no solo es
vital vencer el nomadismo, sino también controlar las migraciones, y, más
generalmente, reivindicar una zona de derechos sobre todo un ‘exterior’, sobre el
conjunto de flujos que atraviesan el ecúmene. En efecto, el Estado es inseparable,
allí donde puede, de un proceso de captura de flujos de todo tipo, de poblaciones, de
mercancías, o de comercio, de dinero o de capitales, etc. […] En ese sentido, el
Estado no cesa de descomponer, recomponer y transformar el movimiento, o regular
la velocidad. (Deleuze y Guattari, 2004: 389-390)
El paradigma del héroe de los relatos asociados a esta fuerza estatal es el Capitán
Pedro Giachino, el primer caído de Malvinas, el 2 de abril de 1982 durante la recuperación
de Puerto Argentino. En los últimos años, cuando el poder de los militares haya sido
desarticulado por completo y en el marco de los cambios en el relato de Malvinas que
analizamos en el capítulo III, comienza a aparecer un nuevo tipo de héroe, cuyo emblema
es el soldado Oscar Poltronieri, que desplaza a la figura de Giachino. Al final de este
apartado nos dedicaremos brevemente al modo en que se opera este desplazamiento.
En los relatos de soldados, el rechazo a presentarse a sí mismos y a sus
compañeros como héroes es una constante que se mantiene desde los primeros
testimonios hasta los más recientes, con la única excepción de las referencias a los caídos
en combate. Así, ya en Los chicos de la guerra, Guillermo decía: “Ahora todos dicen que
somos héroes, pero yo no me siento ningún héroe. Si yo hubiera ido como voluntario,
entonces sí, sería un héroe, pero yo fui por obligación” (Kon, 1984: 43). La posición se
relaciona con la de Daniel Terzano en el fragmento citado en el apartado anterior,
perteneciente al libro Partes de guerra, de 1997: “¿Por qué no tuve un mínimo reflejo de
huida? Ojalá pudiera recuperar ese gesto como un acto heroico, pero de verdad, no podría
decir que iba a luchar por la patria, sólo sé que fui” (Cittadini y Speranza, 2007: 18).
Treinta años después de la guerra, el soldado Sergio Sánchez dice: “No tuve ningún acto
de heroísmo, ni me cagué a tiros con 400 ingleses…Yo tenía 1800 tiros y me los tuve que
meter en el orto porque combatimos de noche ¡y no tenía a quién tirarle!” (Ayala, 2012:
66), lo que lleva al periodista que lo entrevista a sostener que “en la guerra no se puede
improvisar, porque la logística gana o pierde batallas. Los actos heroicos terminan siendo
anécdotas frente al desastre que provoca la imprevisión” (Ayala, 2012: 50).
211
En esos fragmentos, aparecen comienzos de explicaciones para las ausencias o
rechazos de la figura del héroe en los testimonios de soldados. Por un lado, las fallas en
la organización por parte de las fuerzas armadas argentinas, que impidieron en muchos
casos que los soldados tuvieran acciones heroicas a las que aparentemente estaban
dispuestos y, en otros, alejaron a los soldados de cualquier voluntad de participar en esa
guerra tan mal conducida. Por otro lado, aparece con frecuencia la cuestión de la
obligatoriedad como obstáculo en el camino de los héroes. Es claro que la imagen de
héroe que está detrás de las palabras de estos soldados es, ante todo, la de alguien que
lucha por su patria con toda su convicción, que no duda de la causa al punto de estar
dispuesto a dar la vida por ella. Es por eso que para estos soldados sí son héroes sus
compañeros caídos.148 Tanto el hecho de haber ido obligados como el de tener duras
críticas a sus mandos y al modo en que se produjo la defensa de Puerto Argentino abren
grietas en la causa y en la convicción de morir por ella que, para estos soldados, es
condición de la conducta heroica. El testimonio del conscripto Sergio Sánchez continúa
así:
Entonces cuando vos hablás de esto, te dicen «No, porque la Patria y la gesta no se
discute». Sí, chabón, ¡se discute! ¡Mirá si no se discute! Habiendo armas nuevas nos
mandaron con armas hechas mierda. ¿Es para discutir o no? La ropa era de verano y
con agujeros y nos dieron un uniforme nuevo que recién en mayo dejaron que nos lo
pusiéramos. Antes no, ¡porque teníamos que aclimatarnos! ¡Pelotudeces de Baldini!
Baldini me merece respeto porque fue el único oficial del regimiento que murió, pero
nos torturaba. (Ayala, 2012: 66-67)
En su clásico estudio “Épica y novela”, Mijaíl Bajtín sostiene que existe una
relación entre el relato épico –cuyo protagonista es el héroe– y un universo
“definitivamente acabado, no sólo como acontecimiento real de lejano pasado, sino
también como sentido y valoración: no puede ser cambiado, ni reinterpretado ni
reevaluado” (Bajtín, 1989: 462). Lo que él denomina universo épico es, pues, total,
distante, homogéneo, ajeno a la posibilidad de crítica. Como tal, pues, solo es posible en
148
En relación con estas afirmaciones podría trazarse un paralelismo con la noción desarrollada por Giorgio
Agamben en Lo que queda de Auschwitz a partir de su trabajo con los relatos de sobrevivientes de campos
de concentración. Para el autor, todo testimonio de una situación límite incluye una laguna, un centro
indecible: el de la muerte de los otros, que nadie podrá nunca contar en primera persona pero que,
paradójicamente, constituye la esencia del campo y, tal vez, de toda situación límite. Agamben cita a Primo
Levi: “Ellos son la regla, nosotros la excepción… Los que tuvimos suerte hemos intentado, con mayor o
menor discreción, contar no solamente nuestro destino sino también el de los demás, precisamente el de los
hundidos; pero se ha tratado de una narración por cuenta de terceros, el relato de cosas vistas pero no
experimentadas por uno mismo” (2005: 33).
212
los relatos de los militares, en la medida en que, para ellos, no hay grietas en la
reivindicación de la causa de Malvinas ni en la convicción de dar la vida por la patria. La
adhesión es total y no solo a la causa sino también a la fuerza a la que pertenecen: es por
ello que, según cuentan, no dudarían en dar la vida, lo que los convierte al menos
potencialmente, en héroes. En efecto, en las anécdotas que involucran conductas heroicas
siempre aparecen misiones o decisiones en que la vida se pone en riesgo, pero ello no
merma en nada el amor por la patria ni la voluntad de sacrificio. Así, por ejemplo, en una
de las historias recopiladas por Isidoro Ruiz Moreno,149 se cuenta que durante un combate
extremadamente duro y riesgoso para las fuerzas argentinas, en medio de los bombardeos
y el humo, uno de los soldados logra incorporarse –con el consecuente riesgo de ser
divisado– y grita en dirección a los ingleses: “¡Viva la Patria, hijos de puta!”.150
Hay que señalar que, para los militares, el problema de la voluntad o la
obligatoriedad no se plantea. Para ellos, ir a Malvinas es un trabajo que nace de una
vocación; un desafío, en definitiva que no sólo se dirime en términos nacionales, sino
también personales; es la posibilidad de poner en práctica aquello que aprendieron
durante toda su vida: “Parecía que estuviésemos viviendo un sueño, que esto no podía
estar pasándonos a nosotros. Por fin íbamos a poder demostrar que lo aprendido en la ya
lejana Escuela de Aviación Militar era cierto…” (Carballo, 1983: 8).151 Algunos hablan
de “bautismo de fuego” (Carballo, 1983: 13).152 Otros, interpretan la guerra como el
hecho definitivo que los incluirá para siempre en la historia heroica del ejército: “Con la
149
Isidoro Ruiz Moreno es Doctor en Derecho y Ciencias Sociales especializado en historia militar y con
estrechas relaciones con el Ejército. En 1986 publica Comandos en acción, en donde se relatan las
operaciones de las Compañías 601 y 602 de “Comandos” del Ejército, integradas únicamente por militares
profesionales –esto es, sin conscriptos– en Malvinas, a partir de los testimonios de sus participantes
directos.
150
La adhesión total a la causa patriótica y la disposición a dar la vida por ella que deja traslucir esta escena
se vuelven aún más evidentes si se la compara con la de la muerte del conscripto que relata Rodolfo Walsh
en el inicio de Operación Masacre. Durante la fallida revolución de Valle, que culminará con los
fusilamientos de José León Suárez, Walsh sale del bar en que jugaba al ajedrez para ver qué son esos ruidos
que él confunde con fuegos artificiales y corriendo llega hasta su casa: “pegado a la persiana, oí morir a un
conscripto en la calle y ese hombre no dijo: “Viva la patria” sino que dijo: ‘No me dejen solo, hijos de
puta’” (Walsh, 2006: 18). Además de la simetría entre las frases, alienta la comparación el hecho de que en
ambos casos se trate de escenas producidas en un momento de enfrentamientos entre militares y civiles, en
que es sumamente difícil asignar un sentido de comunidad a la palabra “patria”.
151
El Comodoro Carballo publicó una serie de libros en los que recopila las experiencias de los pilotos de
la Fuerza Aérea durante la guerra de Malvinas, contadas en primera persona: Dios y los halcones (1983),
Halcones sobre Malvinas (1985), Halcones de Malvinas (2005) y Los halcones no se lloran (2009). Dado
que gran parte de los relatos se repiten prácticamente sin variaciones de un libro al otro, aquí nos referiremos
fundamentalmente a dos, uno de la década del ochenta y otro más reciente: Dios y los halcones (Carballo,
1983) y Halcones de Malvinas (Carballo, 2009).
152
En la misma línea, en la tapa de la Revista Somos del 7 de mayo de 1982, solo aparecía la imagen de un
soldado empuñando su fusil y las palabras “bautismo de fuego”.
213
humildad propia del soldado frente a un deber, somos conscientes de que entramos en los
anales de la historia argentina, en el registro militar de sus luchas por la soberanía
territorial propia y de los hermanos pueblos de la América del Sur” (Piaggi, 1994: 37). Y
que los incluirá, por tanto, en la tradición del ejército de San Martín, “institución cuyas
glorias guerreras no son discutibles habiendo nacido antes que la patria lo hiciera en mayo
de 1810” (Piaggi, 1994: 18).
Aunque a veces el tono de los testimonios de militares se vuelve excesivamente
burocrático, es en ellos donde aparecen por primera vez elementos del universo bélico.
De hecho, en el caso de la dictadura militar que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983,
lo bélico y lo burocrático no se excluyen; por el contrario, constituyen dos dimensiones
de lo estatal –y, como vimos en el apartado anterior, el desertor representa una fuerza
contraria respecto de ambas–. Así, por un lado, se destacan en los testimonios de los
militares las explicaciones técnicas acerca de las armas, las estrategias, las posiciones, los
mapas, que llegan casi a conformar un diccionario de léxico castrense que los militares
“traducen”, lo cual termina por exhibir y reforzar la distancia que los separa de los civiles,
aunque se presente como un intento de aproximación: “El visor nocturno es un aparato
que permite la visión dentro del campo de combate mediante un incremento de la luz
natural del ambiente” (Túrolo, 1982: 71); “Un comando es una tropa, no llamemos tropa
especial, sino especialmente educada e instruida para operar dentro del dispositivo
enemigo” (Túrolo, 1982: 18); “Esto es lo que se llama ‘fuego de perturbación’. Eligen
una zona y tiran a hacer blanco contra cualquier cosa. El objeto es impedir el libre
movimiento” (Túrolo, 1982: 75). En otros relatos, como los de Pablo Carballo o los de
Isidoro Ruiz Moreno, tales explicaciones figuran en notas al pie.153 Por otro lado,
aparecen en estos testimonios escenas de combates:
153
En contraposición, en los relatos de soldados estas explicaciones suelen estar permeadas por referencias
a las fallas, ineptitudes y negligencias. Así, por ejemplo, Carlos Amato cuenta que él estaba a cargo del
radar cuando su batallón, apostado en el Monte Longdon, recibió el primer ataque. Al ver algo nuevo en la
pantalla, da aviso al sargento Nista, que le responde que no se preocupe, que eso “son ramas que se
mueven”: “Nosotros estábamos acostumbrados a hacer esas barridas con el radar y en la pantalla, muy
chiquita, como de los primeros monitores de computadora en los que se veía verde, veíamos en un diagrama
de puntos, las manchas, las depresiones del terreno, y esa imagen ya te quedaba grabada porque vos barrías,
barrías, y siempre veías esa imagen […] Si memorizás, cuando ves algo nuevo te das cuenta. Bueno, la
cuestión es que yo en la esquina de abajo, a la izquierda, en la pantalla, veo formaciones nuevas […] La
vegetación que hay en Malvinas no debe superar los 30 centímetros de alto, es toda como una gran matita.
Para que se produzca algo en la escala que eso te devuelve en la pantallita del radar –que no medía más de
15 centímetros por 10– debería haber bastante de esa matita […] Cuando ves manchas, si las proyectás,
tiene que ser muy grande el movimiento. El análisis del radar tendría que haber sido más responsable
porque, por un lado el movimiento era grande, y por el otro, esperábamos un ataque ya anunciado” (Ayala,
2012: 95-96).
214
Fernández –colocado más adelante– sintió detrás una explosión, y creyó que el avión
había disparado sobre él; pero enseguida vio que salía directo contra el Harrier un
misil accionado por el cabo primero Martínez, situado a unos seiscientos metros del
aparato. Orientado con buena puntería, de frente, el proyectil explotó en el extremo
del ala izquierda. El Harrier se ladeó inmediatamente echando humo, y comenzó a
perder altura hacia el estrecho ubicado más abajo y, desapareciendo del campo visual
de los Comandos, se oyó una explosión. (Ruiz Moreno, 2011: 152)
Aunque estas escenas no llegan todavía a constituir más que una parte de los
relatos –generalmente intercaladas entre detalles técnicos y justificaciones políticas– son
relevantes porque es allí donde pueden aparecer los héroes. Así, por ejemplo, sucede con
el relato de los combates producidos tras el desembarco inglés en San Carlos, donde el
“heroico oficial” Carlos Esteban logró frenar durante un tiempo a una que superaba
ampliamente a la suya en número y armamento, retrasando el avance sobre Puerto
Argentino y permitiendo así el repliegue argentino:
En las páginas que siguen, se relata completo el combate desigual en que Esteban
se convirtió en un héroe.154
De ese modo, la narración de los combates y la descripción de armamentos
contribuyen a que los héroes se conviertan en fuerzas de re-teritorialización, en parte en
virtud de dos de las características con que suelen ser presentados, en las que nos
detendremos a continuación. La primera es que los relatos heroicos están narrados
154
La canción “Héroes de San Carlos”, del disco Quijotes de Malvinas, que constituye uno de los intentos
más vehementes –aunque de escasísima repercusión– de narrar Malvinas desde la épica (cfr. capítulo III),
está dedicada también a este combate y en especial al Oficial Carlos Esteban.
215
siempre en tercera persona; la segunda es que los testimonios de militares publicados
hasta 1983 están firmados solo por iniciales.
En relación con la primera de esas características, en los ejemplos citados ya se
vio que el heroísmo es siempre narrado en tercera persona. A veces, se introduce la voz
de una figura legitimada, que reconoce –y así construye– el heroísmo de las fuerzas
argentinas: es el caso de la carta que prologa Dios y los halcones, en la que Pierre
Clostermann, “uno de los más grandes pilotos de combate del mundo”, se dirige a los
aviadores argentinos y les hace llegar toda su admiración: “Nunca en la historia de las
guerras desde 1944, tuvieron aviadores que afrontar una conjunción tan terrorífica de
obstáculos mortales […] Vuestro valor nos ha deslumbrado…” (Carballo, 1983: 5). Otras
veces esa voz autorizada que se introduce es la del enemigo y, en esos casos, el efecto de
“heroización” parece ser aún mayor. Así, en uno de los relatos testimoniales sobre el
hundimiento del Belgrano, una nota al pie incluye una cita de una referencia inglesa al
episodio, en la que se cuenta cómo el submarino Conqueror debió huir después de
torpedear al crucero argentino, perseguido por los destructores escoltas del Belgrano:
Sus escoltas, los destructores Bouchard y Piedra Buena, atacaron sin vacilar al
submarino no midiendo riesgos […] Refutando la versión del propio ministro de
Defensa británico John Nott ofrecida a la Cámara de los Comunes, en el sentido de
que las escoltas huyeron abandonando en el mar a los sobrevivientes del Belgrano,
el equipo especial de The Sunday Times rectifica con honesta independencia: “Esto
es una tontería. El que se largó fue el Conqueror, perseguido por los dos destructores
que, durante dos horas de espanto, lo acosaron con el sonar y cargas de profundidad
Hedgehog. Algunos de los tripulantes del submarino encontraron que la experiencia
era peor de lo que se podían haber imaginado: «Yo creía que antes había pasado
sustos –dijo Guinea– pero nunca tuve un miedo tan descomunal»”. (Ruiz Moreno,
2011: 81)
Existen sobre todo dos frases en las que se condensa la admiración que despertó
en los militares ingleses la inesperada resistencia argentina y que los militares argentinos
repiten en sus testimonios hasta el cansancio, como si esa fuera una prueba irrefutable del
heroísmo. Una, es la expresión “no picnic”, originada en el libro de ese nombre publicado
en 1985 por Julian Thompson, Comandante de la Royal Marine que desembarcó en
Malvinas. Según cuenta el Comandante, él había llevado desde Inglaterra un queso
“stilton”, que pensaba degustar en Malvinas, pero en un ataque los mal alimentados
soldados argentinos se lo robaron (Avignolo, 2007). La expresión “no picnic”, originada
en esa pequeña anécdota gastronómica se hace extensiva, en sus usos posteriores, a la
idea de que la ida a Malvinas no fue un paseo para los ingleses, que la recuperación no
216
fue fácil. La otra frase fue pronunciada por el Comandante Jeremy Moore en una
entrevista, poco después de la guerra y fue muy citada por los militares argentinos, como
por ejemplo en el relato del Teniente Primero V.H.R.P:
El reconocimiento del valor por parte de los enemigos constituye uno de los rasgos
centrales de la tradición épica, presente en la Ilíada, La Araucana y otros poemas
155
posteriores. En los casos que aquí analizamos, resulta evidente que la admiración de
los enemigos contribuye con la homogeneidad que la figura heroica requiere: una opinión
divergente representaría una grieta que el verdadero héroe no puede tolerar.
La segunda característica que contribuye a construir los héroes como figuras de
reterritorialización en los testimonios de los militares se vincula al hecho de que los
testimonios publicados hasta 1983 no están firmados sino por iniciales. En el prólogo de
Así lucharon el autor propone una explicación: “se ha citado a todos los protagonistas con
iniciales por pedido de muchos que no querían poner a uno por encima de otros en lo que
fue un esfuerzo conjunto” (Túrolo, 1982: 8). La decisión parece apuntar en la dirección
de la construcción de un héroe colectivo, las Fuerzas Armadas, que en ese momento
coinciden con el Estado. Como vimos, este sujeto colectivo es heroico en tanto adhiere
completamente a la causa de la guerra y está dispuesto a dar la vida por ella. Sin embargo,
en 1985, aparecen nuevos libros en los que los mismos militares cuentan las mismas
anécdotas de Así lucharon, pero ahora firmando con sus nombres completos. Entre estos,
se destacan Malvinas: relatos de soldados y Operaciones terrestres en las Islas Malvinas,
los dos publicados por el Círculo Militar. No parece menor el hecho de que estos libros
155
Ricardo Piglia encuentra este mismo recurso épico en su análisis de la carta en que Rodolfo Walsh narra
la muerte de su hija Victoria. Allí, Rodolfo Walsh incluye las palabras de admiración de un soldado que
participó del enfrentamiento, que dice: “El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una
muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha, porque cada vez que tiraba una ráfaga
y nosotros nos zambullíamos, ella se reía”. Piglia (2001) señala que esta inclusión refuerza el heroísmo,
pues el hecho de que quienes van a matar a Vicky sean los primeros en reconocer su valor pertenece a la
mejor tradición de la épica.
217
hayan sido publicados en simultaneidad con el Juicio a las Juntas Militares. En ese marco,
la fuerza centrípeta que ejercían al unísono el Estado y la corporación militar se disgregó
en un montón de historias con nombre propio en la que cada uno aspira a una salvación
individual. Cabe recordar que en ese juicio muchas veces se buscó que el desempeño en
Malvinas funcionara como atenuante de las penas, lo cual no estuvo finalmente tan
alejado de la realidad: en 1987, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida estuvieron
ligadas en su origen a la adjudicación, por parte del Estado, del epíteto de “héroes de
Malvinas” a los militares sublevados (cfr. capítulo I). Entonces, la figura del héroe
comienza a perder protagonismo y fuerza, pero al mismo tiempo comienza la
transformación que se consolidará en los años dos mil con la aparición de unos héroes
nuevos, como veremos más adelante (cfr. capítulo III).
Lo que estas dos características de los relatos heroicos –la narración en tercera
persona, el reemplazo de las firmas por iniciales– revelan es que la re-territorialización
constituye un esfuerzo que los textos realizan contra otras fuerzas de tendencia contraria.
Mencionamos en el apartado anterior la deserción que, sin embargo, no aparece en estos
textos. Es, en todo caso, una fuerza que se manifiesta en cuanto se articula la red textual
de Malvinas. Pero también hay otras formas en que los testimonios de los militares son
corroídos desde adentro, contra las cuales se despliega el esfuerzo por construir héroes.
Nos referiremos a ellas en lo que sigue. En estos relatos, es frecuente encontrar referencias
a falencias en la preparación de los conscriptos y a fallas en las armas y las
comunicaciones, que contrastan además con la situación británica. Ante ellas se producen
diferentes reacciones. Algunos militares, como Italo Piaggi y el mismo Martín Balza años
después, estructuran sus testimonios en torno a la explicitación y la descripción de estas
falencias. Así, por ejemplo, Piaggi interrumpe permanentemente su relato con
evaluaciones como las que siguen:
218
- Logística: los efectos (excepto equipo, armamento y dotaciones individuales) se
encuentran con el escalón marítimo. (Piaggi, 1994: 40-41)
Ante esta situación, el mismo Piaggi se constituye en héroe, en parte por pelear en
condiciones que incluso empeoran, pero sobre todo por ser prácticamente el único en
comprender cabalmente la situación y tratar de mejorarla. En efecto, en numerosas
oportunidades Piaggi se dirige a sus superiores con el objeto de informarlos de estas
deficiencias y conminarlos a aportar respuestas. Como estas nunca llegan, Piaggi decide
la rendición de su sección, a fines del mes de mayo, para evitar un inútil derramamiento
de sangre.
Otros militares producen unos relatos que responden a la estructura “David contra
Goliat” (Carballo, 1983: 14). Para ellos, haber logrado resistir con tal desventaja
armamentística pone de manifiesto el espíritu aguerrido de los combatientes, que se revela
así como la verdadera fuente de un heroísmo que, en estos relatos, resulta finalmente
exaltado. Esta operación es especialmente visible en los testimonios de militares
pertenecientes a la Fuerza Aérea:
detrás de los números, las estadísticas y evaluaciones surgió algo, algo distinto y ya
olvidado, que asombró al mundo y tuve la oportunidad de vivir desde adentro. Esto
fue el maravilloso descubrimiento del triunfo del hombre sobre la máquina, de que
la fe, el amor, el romanticismo, la hidalguía, el honor y los ideales aún existen,
irguiéndose por sobre los intereses, los dolores, el oro y el materialismo.
Superando el despliegue técnico surgió el empuje tremendo de un grupo de hombres;
el personal de la FAA que, amparado solo en Cristo, un Rosario y el convencimiento
de que la causa por la cual luchaban era superior aún al valor de su propia vida,
fueron al combate sobre aviones leales pero antiguos, contra la tercera flota del
mundo y lo más avanzado de la técnica moderna, en lo que se refiere a armamento
naval, logrando la admiración del mundo e incluso de sus propios enemigos.
(Carballo, 2009: 21-22)
219
Evidentemente nosotros tenemos mucho que conseguir y desarrollar para la próxima,
pero ese espíritu que se muestra en hechos como arrastrar la pieza a pulso o
sobrevivir largos días en una posición anegada esperando las voces de mando para
el tiro, o para el jefe permanecer en vela atendiendo personalmente cualquier llamado
a cualquier hora, pasando horas allí esperando intervenir; evidentemente todo ese
espíritu volcado en la acción que se vio, demuestra que el elemento humano se
mantiene y hace honor al arma. Ahora sobre esta experiencia de guerra directa habrá
que conseguir los elementos y hacer los ajustes necesarios para darle una dimensión
acorde al espíritu de los artilleros, a las bocas de fuego y al tronar del cañón. (Túrolo,
1982: 200)
A veces, para superar estas falencias y desventajas, los militares tienen que acudir
a su ingenio: “En el camino de trepada me encontré con el logístico del 4, el capitán
J.R.F., que venía subiendo con unos cohetes de Pucará. Estas coheteras se habían
adaptado con ingenio criollo para utilizarlas tirando desde tierra” (Túrolo, 1982: 205). El
Teniente Primero V.H.R.P. destaca el accionar de la artillería durante los duros combates
del 13 de junio, que logró resistir hasta último momento, ya que “llegaron a enfriar con
baldes de agua las bocas de los tubos debido a como se calentaban” (Túrolo, 1982: 291).
Isidoro Ruiz Moreno señala que este tipo de rebusques constituyen una cualidad propia
de los Comandos, en tanto se orientan a facilitar la infiltración en el territorio enemigo.
Así, se introducen nociones como “emboscadas y golpes de mano, o una fulminante
penetración en el territorio enemigo” pero también “técnicas no convencionales, como el
disfraz, el empleo de animales, o el uso de elementos corrientes con propósitos bélicos,
sobre todo el fuego” (Ruiz Moreno, 2011: 28). En este tipo de secuencias, junto a las
referencias a la tradición sanmartiniana comienzan a aparecer historias vinculadas a la
defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas, cuando el aceite hirviendo sirvió
de arma improvisada que, junto al coraje y al fervor patriótico, permitió expulsar al
enemigo: “La voluntad de luchar nos unía e inclusive inventamos nuevas armas que se
construían con pedazos de aviones o helicópteros, en fin, algo así como el aceite hirviendo
de 1806” (Túrolo, 1982: 11).156 El propósito de estas referencias es construir héroes
ingeniosos, como Odiseo. Ruiz Moreno afirma: “Desde que existieron guerras en la
humanidad, siempre hubo grupos de soldados audaces que ejecutaron actos arriesgados
dentro de los campos enemigos: el caballo de Troya es un ejemplo clásico de infiltración
efectuada por tropas escogidas” (2011: 28). Sin embargo, en ese tipo de escenas,
comienza a percibirse también cierto desplazamiento, un movimiento originado desde el
156
La comparación fue alentada también, durante el desarrollo del conflicto, por los medios de
comunicación (Verbitsky, 2002).
220
interior mismo de los relatos de los militares: aunque el recurso al ingenio busca
configurar héroes, estos terminan teniendo también algo de pícaros, que recuerdan en
algún punto a los anti-héroes de la ficción:
Ahí me encontré con el capitán Z., que me informó de todo. También me comentó
sobre la tropa mía que quedó en el primer peñasco, que recibió intenso fuego y que
resultó herido el sargento V. Los soldados, por su parte, me dijeron que el sargento
se puso al frente de su pelotón y comenzó a avanzar, y en la noche gritó: “¡Viva
Argentina, carajo!”; entonces, un inglés lo puso fuera de combate con un proyectil
en el estómago. (Túrolo, 1982: 298-299)
El soldado disparando solo, sin protección, enceguecido ante el peligro que corre
por la fuerza de la causa que defiende recuerda a dos escenas altamente paródicas de la
literatura de Malvinas. La primera se encuentra al inicio de Una puta mierda, la novela
221
de Patricio Pron. Allí, es el soldado Sorgenfrei quien permanece de pie, expuesto al ataque
enemigo:
«¡Sorgenfrei, por Dios, agáchate!», escuché que gritaba Moreira. «Le prometí a tu
madre que te llevaría sano y salvo de vuelta a casa», gimió. Sorgenfrei lo miró un
instante y luego dijo: «No me conocen. No saben mi nombre, no saben que me llamo
Sorgenfrei y no conocen a mi madre. No es contra mí que disparan. Es contra todos.
No tengo de qué preocuparme». Una andanada de obuses le hizo eco. O’Brien gritó:
«Es tan imbécil que podría pasar por héroe». (Pron, 2007: 12)
Levantó sobre la cabeza el panamá del irlandés, porque supuso que así nadie lo
confundiría con un enemigo, y fue abriéndose paso entre los monos que hacían cola
para tomar asiento en el banquete, los sirvientes borrachos que distribuían botellas,
y los negros pintarrajeados que bailaban y tocaban el tambor […] Llegó hasta el pie
del mástil, llamó la atención del ruso para que no se perdiera la instantánea y empezó
a arriar la bandera del enemigo […] Ató la bandera y se irguió para izarla cuando
oyó que alguien gritaba “a vencer o morir” y empezaba a entonar, con una voz
porteña, desafinada pero sincera, las primeras estrofas del Himno Nacional. Bertoldi
se dio vuelta y miró al joven desharrapado que llevaba un trapo rojo en las manos.
Le sonreía, parado junto a la glorieta y cuando olvidaba la letra de un verso la
reemplazaba por un juego de sonidos que seguían los compases. El cónsul, que ya
había empezado a sentirse menos solo, besó el sol de la bandera y prosiguió la
ceremonia con un fervor que le salía del alma. Estuvieron mirándose a los ojos,
157
Simultáneamente, estos gritos pueden relacionarse con el del soldado que muere en el relato de Walsh
al comienzo de Operación masacre, al que nos referimos antes.
222
midiéndose, mientras dos emociones diferentes y profundas los ganaban en aquel
jardín arrebatado al imperio británico. (Soriano, 2008: 227)
Los soldados argentinos –salvo los Comandos– ignoraban cualquier dato sobre la
presunta operación inglesa, pues no había trascendido la información; y luego
declararon haber visto un avance de hombres que no eran propios. No habían estado
nerviosos con anticipación, en consecuencia, y sin embargo de no estar alertas,
entraron en combate. ¿Elementos del S.A.S. o del S.B.S.? ¿Kelpers que
intencionalmente provocaron la confusión? ¿O simplemente un exceso de celo de
contagio multiplicador? La respuesta es aún una incógnita. (2011: 85)
223
El caso más extremo de este tipo de confusiones aparece un poco más adelante,
cuando la Compañía 601 es enviada a la isla Leones Marinos, en la que, según “datos
concretos”, la Flota del almirante Woodward estaba desplegando “diferentes actividades,
desembarcando una cantidad indeterminada de helicópteros Sea King, según indicaba
alguna fuente, mientras otra –aviones propios que la sobrevolaron– señalaba la existencia
de radares o antenas” (2011: 86). La misión es muy riesgosa, pues se trata de una isla
alejada en una zona perfectamente cubierta por los aviones británicos. Además, una serie
de complicaciones impiden que se realice del modo en que fue planeada. El
establecimiento que encuentran está deshabitado, aunque algunos elementos permiten
pensar que fue recientemente abandonado: “daba la impresión de que la isla estaba siendo
preparada como base para helicópteros, aunque no podía descartarse que los equipos
militares hubieran pertenecido a ejercitaciones anteriores de la tropa territorial de
guarnición en el archipiélago” (2011: 88). Unas páginas más adelante, se cuenta una
misión de vigilancia de la zona de San Carlos: los comandos fingen retirarse pero se
esconden en un galpón vacío para esquila de ovejas, donde pasan la noche; uno de los
soldados advierte sobre el riesgo de contagiarse sarna de los animales al mayor
Castagneto, quien , “espantado, no perdió tiempo en cuanto despuntó el día siguiente en
inquirir al manager del Establecimiento el problema que les podría causar la proximidad
de las ovejas (sheep), y este hombre le aseguraba que no había ninguno cerca, refiriéndose
a un navío (ship). No pudieron entenderse” (2011: 101). La noche siguiente, la pasan en
pozos de zorro cavados en la zona, pero a las tres de la madrugada la luz de la luna
despierta al capitán Llanos, que sale a estirar las piernas, hasta que
Finalmente, existe todo un conjunto de relatos que omiten por completo cualquier
referencia a falencias, errores o desventajas y se vuelven por momentos abiertamente
triunfalistas. Allí, la celebración del espíritu heroico y de la capacidad de resistencia muta
158
El episodio recuerda las confusiones referidas por Paul Groussac en el contexto de los fallidos
descubrimientos de Malvinas. En ese sentido, podría pensarse que el combate contra los lobos marinos que
aquí se relata constituye un nuevo “extravío de la imaginación” (Groussac, 1936: 81).
224
en versiones de la victoria argentina. En algunos casos, por ejemplo, se dice que la
diferencia armamentística entre Argentina e Inglaterra no fue tan fuerte como se creyó:
159
Tanto los combates del 1 de mayo a los que se refieren los “errores” de Carballo como los
acontecimientos de Bahía Agradable son abordados por Horacio Verbitsky (2002) en su análisis de las
mentiras con que, fundamentalmente desde sectores militares o pro-militares, tendió a ser construida la
historia de la guerra de Malvinas.
160
En este sentido, consideramos la figura del héroe en los relatos de Malvinas desde una óptica por
completo diferente a la que propone María Isabel Menéndez en La “comunidad imaginada” en la guerra
225
Carlos Gamerro ha señalado, a propósito de los relatos triunfalistas de Malvinas,
que no se trataba únicamente de ocultar información, sino que se creaba activamente un
relato, a veces inverosímil, para consumo masivo.161 El ejemplo más conocido tal vez sea
el de las tapas de la revista Gente del 6 y el 27 de mayo, cuyos titulares afirmaban,
respectivamente, “Estamos ganando” y “Seguimos ganando”. De un número al otro, se
acompaña el desarrollo de diversos ataques exitosos a las fuerzas británicas, entre los que
se destaca el bombardeo al portaaviones Hermes, por parte de un heroico piloto, Daniel
Jukic, al mando de un Pucará. En algunas de las versiones –pues estas difieren incluso de
un número de la revista al siguiente–, él solo realizó el ataque, hundió al portaaviones y
mató a su jefe, el almirante Woodward: estas son las versiones más extremas de un
combate de David contra Goliat. En otras, atacaron primero los aviones Mirage y luego
los Pucará. En cuanto al héroe de la historia, Jukic, no ha aparecido, pero a medida que
pasa el tiempo, se tiende a considerar que ha muerto en el ataque y hasta se llega a
publicar, en el número del 27 de mayo, una entrevista a Alejandro Jukic, titulada “Así era
mi hermano, el que atacó al Hermes”. Para esa fecha, sin embargo, los ingleses ya
desembarcaron en San Carlos y en apenas dos semanas habrán recuperado Puerto
Argentino. En La última batalla de la tercera guerra mundial, el periodista Horacio
Verbitsky remite a este episodio en el marco de un análisis exhaustivo del engaño
ingeniado por los militares y perpetrado por los medios de comunicación. 162 Al final del
capítulo, incluye el testimonio de un soldado que presenció la muerte de Jukic y cuenta
cómo aconteció verdaderamente. Allí queda claro que “no solo el teniente Jukic nunca
atacó un portaaviones inglés, sino que tampoco hubo misiones de combate cumplidas por
aviones Pucará el 1° de mayo” (Verbitsky, 2006: 171). En efecto, el teniente Hernández,
de Malvinas, a partir de su análisis de los actos conmemorativos del 2 de abril en tanto rituales. Para la
autora, allí se va construyendo, año a año, una historia del “drama épico” que constituyó la guerra, a partir
tanto de “las narrativas oficiales” que reivindican la gesta de Malvinas como de “las historias personales
intercambiadas por los soldados y por el resto de la gente (1998: 83). Esa historia construida en la
confluencia de los discursos, en el poder evocativo de la palabra “que, como una fuerza potente, se instala
entre los asistentes al ritual” (1998: 83) genera una serie de personajes: el héroe es uno de ellos. El héroe
es comprendido aquí, pues, como una noción homogeneizadora, en relación con la cual “los sujetos rituales
sufren un proceso de nivelación, de anulación de las diferencias que, en este caso, puede estar expresado
por el uniforme de combate que llevan” (1998: 83).
161
Estas ideas fueron expuestas por Carlos Gamerro en la mesa redonda “Representaciones de Malvinas”,
realizada el 11 de abril de 2012 en la Biblioteca Nacional, en el marco de las actividades realizadas por
dicha institución en conmemoración de los treinta años de la guerra. Algunas de esas ideas aparecen también
en el artículo “El último pichiciego” (Gamerro, 2010b).
162
En este punto, Verbitsky señala que tanto Argentina como Gran Bretaña distorsionaron y ocultaron
información, pero sitúa una diferencia fundamental: mientras que Gran Bretaña lo hizo para los ojos
argentinos, con objetivos estratégicos, el gobierno argentino utilizó a la prensa para engañar a sus propios
compatriotas.
226
también piloto de Pucará y compañero de Jukic, relata que, estando en el aeropuerto de
campaña de Goose Green, el 1 de mayo a las 8.30 sufrieron un ataque de aviones Harrier:
Entre estos, señala a continuación Hernández, estaba Jukic, que por lo tanto nunca
atacó ningún portaaviones inglés, ya que había muerto antes, en el primer ataque sobre
Goose Green.163 En ese sentido, el héroe, nacido del centro mismo de la literatura
testimonial –incluso en su versión más burocrática– y de la necesidad de contrarrestar el
peligro de dispersión que entrañan las fuerzas nómades de la ficción encarnadas en figuras
como el desertor, termina también por revestirse de una cierta fuerza ficcional, según ya
se anticipaba en algunos elementos de los testimonios militares que analizamos a lo largo
de este apartado, como la incipiente conversión del héroe en pícaro.
El relato de la muerte del subteniente Juan Domingo Baldini constituye otro
ejemplo del modo en que, frente a las versiones “anti-heroicas”, el heroísmo se despliega
como ficción. Uno de los soldados conscriptos a su mando, Beto Alonso cuenta:
Los ingleses sabían que el jefe del pelotón estaba en un lugar beneficioso por las
condiciones climáticas, pero en una depresión. Y los tipos subieron y lo cagaron a
tiros desde arriba. El relato épico militar cuenta otra cosa de cómo muere Baldini.
Que hizo un repliegue con un grupo de soldados, malherido…Pero Baldini muere
adentro de la carpita, porque de ahí lo sacaron De Luca, Arreta y otros compañeros.
Tenía tres bolsones portaequipo llenos de comida que se la terminaron morfando los
ingleses. (Ayala, 2012: 93-94)
Pero el ejemplo tal vez más conocido sea el de los sucesos de las Georgias el 25
de abril. Allí, estaba emplazado el grupo de militares de los “Lagartos” comandados por
Alfredo Astiz, que se rindió sin pelear. Sin embargo, los diarios y revistas argentinos
hablaron de la resistencia heroica del grupo, que compararon, una vez más, con la de los
163
Italo Piaggi confirma la versión de Hernández y además enfatiza el hecho de que el ataque no pudo ser
previsto por la inteligencia argentina: “8.25 horas –Ataque de cuatro aviones Sea Harrier, a caballo de la
pista y sus instalaciones, a muy baja altura en dirección nornoreste/sursudeste con bombas y ametralladoras.
Sorpresa total por no haber habido alerta roja local previa. Dos bombas dan sobre la pista, una sobre un
Pucará que precalienta motores para el despegue. El piloto es el teniente Daniel Antonio Jukic, muere al
estallar la cabina” (1994: 53).
227
porteños durante las invasiones inglesas. La edición de la revista Gente del 29 de abril
incluye una entrevista al brigadier José Miret, uno de los oficiales que acompañan a Costa
Méndez en sus gestiones diplomáticas. Allí, en referencia a la batalla de las Georgias,
Miret se muestra seguro de la victoria y afirma: “en 1896 y 1807 resistimos con agua y
aceite hirviendo. Ahora tenemos bastante más que eso para defender lo nuestro”
(Verbitsky, 2006: 149). A continuación, la edición incluye una nota titulada: “1763-1982:
Las ocho invasiones inglesas”, donde se maneja la misma interpretación de los
acontecimientos. En diciembre de 1982, la nueva Junta Militar forma la Comisión de
Análisis y Evaluación de las Responsabilidades por el Conflicto del Atlántico Sur,
presidida por el Teniente General Benjamín Rattenbach. Cuando en 1983 el Estado Mayor
Conjunto envía una copia del informe para que revise el sumario de un militar,
“Rattenbach se da cuenta de que habían falsificado su firma y que habían cambiado cuatro
hojas, las que se referían al teniente de navío Alfredo Astiz en las Georgias del Sur”
(Ayala, 2012: 137).
No se trata, pues, de que el heroísmo solo pueda aparecer ante nociones unificadas
y homogéneas de la nación o la causa que se defienden, sino de que, sobre las grietas, las
fallas y las dudas que siempre existen pero que en Malvinas se exacerban, se realiza una
construcción del relato heroico. Así, el heroísmo se despliega como artificio: un relato
que tapa lo más dramático e incluso lo más miserable de la guerra. Lo que antes llamamos
re-territorialización es, en gran medida, el despliegue de una potencia ficcional que se
orienta más, como hemos podido observar, a los mismos militares, y que funciona, en
estos primeros años de la posguerra, gracias a recursos como la tercera persona y las
iniciales, que son los que contribuyen a delinear los contornos de un héroe corporativo
con la suficiente fuerza como para resistir, desde Malvinas, los embates de la justicia y
de la sociedad en relación con el terrorismo de estado.
Como correlato de estas formas del heroísmo corporativo, en los testimonios de
militares casi no aparecen soldados. Estos son, pues, excluidos de la condición heroica
que es, recordemos, el epíteto con que se los despidió cuando partieron rumbo Malvinas.
En ningún caso se les toma testimonio, pero en general tampoco son mencionados. En los
esporádicos casos en que aparecen, los soldados son más bien despreciados. A veces, este
desprecio resulta útil para achacar a los soldados los errores y las conductas oprobiosas
que, como se sabría después, pertenecieron casi siempre a los mandos militares. Así, por
ejemplo, Daniel Esteban los hace responsables de los crímenes de guerra que pudieron
haberse cometido durante la defensa de San Carlos:
228
Habíamos cometido crímenes de guerra, es cierto […] Se debió al descontrol de un
grupo. Yo no podía pararlos, desplegados en el terreno, porque no podía andar
saltando de un lado para otro. Además, nosotros habíamos realizado una buena
acción psicológica sobre los hombres y, soldados con dos meses y medio de
instrucción, actuando muy violentamente, estos chicos de dieciocho años estaban
temerarios. (Ruiz Moreno, 2011: 138)
Los únicos casos en los que la muerte de soldados es reescrita como heroica son
aquellos en los que esa muerte, de algún modo, quita heroísmo a los militares, por haber
ocurrido en circunstancias poco claras, tal vez como consecuencia del maltrato de los
superiores o de las falencias organizativas.164 Es por eso que, aquí también, el esfuerzo
discursivo de la corporación militar se orienta a tapar esa grieta, que de volverse visible
imposibilitaría el relato épico. La verdad de estos casos comienza a aflorar recién en los
últimos años y es uno de los signos más visibles de la reconfiguración de los relatos que
se produce y que atañe fundamentalmente a la noción de héroe.165
En la entrevista que cierra el libro Malvinas, la primera línea, Mario Benjamín
Menéndez dice no conocer ninguna de las historias de soldados muertos por hambre y
congelamiento. Y en ese marco, agrega: “Yo tengo un respeto enorme por los veteranos,
pero sé que algunos inventan historias. Piensan que con eso pueden pasar al bronce”
(Ayala, 2012: 141). La afirmación adjudica a los soldados la “invención de historias” que,
hasta ese momento y, en especial, durante la guerra y el inicio de la posguerra, había sido
prerrogativa exclusiva de los mismos militares. En ese sentido, permite también apreciar
el cambio que se ha producido, al corroborar la distancia que separa esa afirmación de
Menéndez de la frase que, en 1982, cerraba Así lucharon: “Hubo soldados que se
destacaron mucho, verdaderos héroes, pero los años de instrucción de un profesional no
se pueden discutir” (Túrolo, 1982: 327). Allí, en consonancia con los ejemplos que
venimos analizando, los únicos que merecen y, por tanto, que elaboran un relato heroico
son los profesionales.
Mayor aún es la distancia que existe entre el testimonio de Italo Piaggi, de 1986,
y el de Martín Balza, de 2003. Los textos resultan comparables en la medida en que ambos
militares centran su relato en el señalamiento de las falencias y los errores cometidos
durante el conflicto, que desembocaron en la derrota. En consecuencia, ninguno de los
164
Trabajaremos algunas de las historias de estos soldados en el apartado 4.1.2.
165
En otras partes de esta tesis nos hemos detenido en dos de los hitos fundamentales en esta
reconfiguración: los juicios a las juntas militares (cfr. capítulo I) y, después, las reformulaciones que se
producen en el marco del kirchnerismo (cfr. capítulo III).
229
dos se detiene especialmente en el relato de conductas heroicas. Sin embargo, Italo Piaggi
se queja por la distinción que durante la democracia se trazó entre los militares
combatientes en Malvinas, a quienes se les adjudicó toda la responsabilidad de la derrota,
sin “consideración alguna a la abnegada heroicidad sin esperanzas con que debieron
enfrentar, en defensa de las islas recuperadas, el poderío de los colosos militares del
planeta”, y los no combatientes, que quedaron “sin mácula alguna” (Piaggi, 1994: 18-19).
Los primeros, sin embargo, toleraron estoicamente los ataques –incluso los falsos “cargos
y culpas por violación de los derechos humanos” (Piaggi, 1994: 18)– pese a pertenecer a
una institución “cuyas glorias guerreras no son discutibles habiendo nacido antes que la
patria lo hiciera en mayo de 1810, fiel a una trágica tradición histórica” (Piaggi, 1994:
18). En ese sentido, si existe alguna reivindicación es la de los militares que, como él,
condujeron a los soldados con responsabilidad, intentando contrarrestar las deficiencias a
fuerza de coraje. En 2003, en cambio, Martín Balza formula claramente las
modificaciones en la relación entre las “dos guerras” y la nueva configuración del héroe
que de allí se desprende.166 En Gesta e incompetencia, publicado ese año, Balza sostiene
que da testimonio en honor a quienes pelearon por un sentimiento; y explica: “la sociedad
argentina quiere conocer y comprender lo que sucedió y por qué, y no sólo una narración
de heroicos comportamientos, que los hubo, y muchos, aunque en ellos no figuren
generales” (2003: 8). Así, veinte años después, Balza invierte los términos: los héroes
comienzan a ser los que pelearon obligados y no quienes lo hicieron desde un supuesto
profesionalismo y por la adhesión a una causa y a una corporación que después de seis
años de dictadura habían quedado profundamente contaminadas. En ese sentido, Balza
sustrae al ejército que peleó en Malvinas de la tradición en la que había intentado
colocarse desde los primeros testimonios:
Fuimos a una guerra exaltando una tradición maravillosa de éxitos militares del siglo
XIX, sin pensar en el compromiso con esa tradición que habíamos abandonado
durante la segunda mitad del siglo XX, con un Ejército politizado y con dictaduras
militares que afectaron nuestra profesionalidad, agravado todo esto por la
instrumentación, por parte de la última de estas dictaduras, de un terrorismo de
Estado que cometió crímenes contra la humanidad. (Balza, 2003: 9)
166
Hay que recordar que Martín Balza, quien fuera Jefe del Ejército entre 1991 y 1999, constituye un
ejemplo de las nuevas relaciones entre Ejército y poder político, tal como se reformulan durante el gobierno
de Menem. Un hecho fundamental en esta reformulación es el indulto, que pone fin a los últimos
levantamientos carapintadas. Además, en 1995 estuvo a cargo de Balza la autocrítica por los crímenes
cometidos por el ejército durante la dictadura militar (cfr. Capítulo II).
230
Pero donde tal vez sea más clara la transformación es en el tipo de héroes que cada
época propone: mientras que en los primeros relatos el gran héroe, indiscutido, de
Malvinas, es el capitán Pedro Giachino, en los años dos mil parece reemplazarlo el
soldado Oscar Poltronieri.
El capitán Pedro Giachino, caído durante la toma de Puerto Argentino el 2 de abril
de 1982, fue durante muchos años el héroe de la recuperación. Como vimos antes, la
muerte en combate era la mejor prueba de la convicción por la causa y la fortaleza del
espíritu patriótico, y Giachino, además, era militar. Sin embargo, durante los juicios
realizados en los años recientes, salió a la luz su participación en la represión ilegal y su
imagen heroica comenzó a ser socavada, con las consecuencias que analizamos en el
capítulo III. Por esos mismos años, se torna cada vez más visible la historia del conscripto
que terminará por erigirse en el nuevo paradigma del héroe de Malvinas, Oscar
Poltronieri, único soldado raso en recibir la “Cruz de la Nación Argentina al heroico valor
en combate”. Poltronieri nació en Mercedes, provincia de Buenos Aires, en 1962. Fue a
Malvinas siendo analfabeto, como conscripto del Regimiento de Infantería Mecanizado
número 6, destinado al Monte Dos Hermanas. Una noche de junio, él solo, con su
ametralladora M.A.G., detuvo el avance inglés durante casi dos días, permitiendo así que
todo su Regimiento pudiera replegarse y salvar la vida. Así lo cuenta él mismo:
Los ingleses venían todos amontonados, tirando tiros por cualquier parte, gritando,
tocando el tambor. Un soldado que estaba arriba del monte comenzó a tirarles con
su Ametralladora (MAG). Ahí nos vieron y comenzó el fuego cruzado. A mi lado
cayo un compañero con la cara llena de sangre. A mí me dio impresión verlo, me dio
más coraje, mas bronca. […] era mi compañero de arma. Él era MAG N° 2 y yo
MAG N° 1. Éramos muy amigos, por eso me dio tanta bronca. Ahí me dije: “Si a él
lo mataron a mí me van a matar también. ¿Por qué me la voy a salvar?”. Entonces
tenía que jugarme... Era casi de día; yo tiraba y tiraba, mi abastecedor, el que le ponía
las cintas a la MAG, estaba cansado, pero yo seguía y seguía tirando contra los tipos.
No se la iban a salvar.
En un momento parecía que todos los ingleses querían pararme, les jodía mi
Ametralladora, sentía como pasaban las balas, a las trazantes se las veía clarito. Atrás
de unas piedras estábamos nosotros amontonados, y a la orden de retirada, todos mis
compañeros comenzaron a salir de sus posiciones, se fueron replegando hasta que en
un momento estoy con mi abastecedor y el ayudante apuntador. Entonces les digo a
los pibes: “Váyanse, repliéguense, que yo me quedo solo”. Ellos no querían, me
decían: “Negro, vayámonos todos, a vos solo te van a matar, te la van a dar”. Yo les
contesto: “No váyanse ustedes, tienen familia, amigos, todo”. […] En tres
oportunidades me quedé solo con la ametralladora, dándoles tiempo a los otros a que
se replegaran. Los ingleses no podían avanzar, en cuanto levantaban la cabeza yo les
sacudía. Vi caer a varios. […] Solamente quedaba cerca de mí un Sargento, pero yo
sabía que la señora de él, justo ese día había tenido una nena. Le había llegado un
telegrama. Le digo entonces al Sargento: “Mi sargento, usted tiene un nuevo hijo en
el mundo y tiene que verlo. Repliéguese. Déjeme a mí solo. Yo soy soltero y prefiero
231
morir yo, antes que usted. Me voy a arreglar”. Y me arreglé. El subteniente me decía:
“Vámonos Poltronieri, que te van a matar...” Pero yo le decía que se fueran ellos.
[…] Llovían las balas sobre mí, estaba solo. Me repliego y tiro, me repliego y tiro,
hasta que llegué al pueblo.[…] ya habían pasado casi dos días, mis compañeros me
ven y no lo pueden creer. Ellos pensaban que me habían matado los ingleses. Y yo
les digo: “¿¡Qué!? ¡Esos tipos a mí no me matan, que va´cer, me salvé, no me la
dieron!” Todos empezaron a gritar, a abrazarme, se me tiraban encima, como en la
cancha al que hace un Gol. Luego me levantaron, me llevaron en andas, tenían mucha
alegría de verme. Entonces lloré.
Después me enteré que al hacer el parte, me habían dado por muerto o desaparecido,
pero el Sargento contó que yo me había quedado en la posición tirando con mi MAG.
El Teniente no podía creer que yo hubiera vuelto, me agarra y me da un abrazo, y
me dice: “¡Poltronieri!”. “Que va´cer”, dije yo, “El destino mío era volver. Acá
estoy”.167
167
El relato fue tomado del blog del Ejército Argentino, donde fue publicado en abril de 2013:
http://ejercitonacional.blogspot.com.ar/2013/04/soldado-oscar-ismael-poltronieri.html
168
Revista Gente, 16 de diciembre de 1982.
169
La película El héroe del Monte Dos Hermanas (Vila, 2011) puede verse completa en el sitio youtube:
https://www.youtube.com/watch?v=FVPbqRXSxws.
170
Aparece así, por ejemplo, la muerte del compañero, que es, en el relato de Poltronieri y en el documental,
el momento más dramático. El tipo de imágenes y su utilización recuerdan los de las ilustraciones incluidas
en la novela El desertor, a las que nos referimos antes. Como aquellas, estas buscan subsanar, al menos
parcialmente, algunos de los dilemas que plantea, en el caso de Malvinas, la representación de las escenas
de la guerra.
232
El documental fue uno de los ganadores del Concurso “El camino de los héroes”,
realizado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales –INCAA– en el marco
del Bicentenario. Allí, se eligieron veintiséis proyectos, que serían financiados y
expuestos. Cada uno de ellos contaba la historia de un héroe vinculado a una provincia
argentina –incluyendo las islas Malvinas–. Es decir que se trata de un relato que recibe el
aval del Estado. Y, por primera vez, se cuenta la historia de un soldado, no en su condición
de víctima de la dictadura sino de héroe: defiende su patria sin dudar, pone en juego su
vida.
Al comienzo del documental, durante el viaje en auto rumbo al cementerio de
Darwin, Poltronieri hace un relato profundamente dramático, mirando a la cámara,
visiblemente emocionado. En un momento, sobre el final, llora, imposibilitado de
continuar:
Es una cosa muy fuerte para nosotros. Perder la vida por nada significa mucho para
nosotros. ¿Vos sabés lo que es que vos vayas a pelear por nuestra patria, por la azul
y blanca y que cuando vuelvas te traigan escondido? Yo tengo varios que se
suicidaron. Por psicosis de la guerra. ¿Psicosis de la guerra sabés por qué? Porque
iban a buscar trabajo a un lado y bronca les daba, por eso […] Yo les digo a ustedes
que gracias a que me han traído acá y que me encontraron. Porque unos meses atrás
tuve el coraje ese, tal vez, de… Se me cortó la soga del gajo y me encontró el chico
más chico mío. Me encontró mi pibe que tiene doce años. Se me cortó el gajo, si no,
no estaría acá hoy.171
Si, como afirmamos al final del apartado anterior, los suicidios entre los ex
combatientes pueden pensarse como el dramático reverso real de la deserción que la
ficción propone como única perspectiva posible para narrar Malvinas, se comprende
entonces cuál es el verdadero rescate que efectúa la película al posibilitar a los soldados
una narración heroica, habilitando para ellos una zona del relato que antes no podían sino
abandonar, porque les estaba vedada. Aún más: la habilitación de una épica que tenga por
protagonistas a los soldados supone una novedad respecto de la épica misma que
tradicionalmente ha contado las acciones heroicas de las clases elevadas, que desde la
perspectiva jerárquica de unas Fuerzas Armadas que además en 1982 eran gobierno, son
los mismos militares. En su análisis del estilo homérico –la forma de épica tal vez más
influyente en la cultura occidental, al punto que los militares argentinos mencionan la
Ilíada al construir su tradición (cfr. supra)–, Erich Auerbach sostiene que no está tan lejos
171
El fragmento referido se encuentra en https://www.youtube.com/watch?v=FVPbqRXSxws, a partir de
00:21:00.
233
como el Antiguo Testamento de la antigua regla según la cual “la descripción realista de
lo cotidiano no es compatible con lo sublime, y sólo encuentra un lugar adecuado en la
comedia” (2006: 28). En efecto,
los episodios grandiosos y sublimes de los poemas homéricos tienen lugar en forma
exclusiva e innegable entre los pertenecientes a la clase señorial, los cuales
permanecen más intactos en su sublimidad heroica que las figuras del Antiguo
Testamento […] y finalmente, en Homero, el realismo casero y la descripción de la
vida cotidiana permanecen constantemente dentro de un apacible idilio, mientras
que, ya desde el principio, en las narraciones del Antiguo Testamento lo elevado,
trágico y problemático se plasman en lo casero y cotidiano: episodios como los de
Caín y Abel… (Auerbach, 2006: 28)
172
Una vecina de Mercedes, entrevistada a raíz del estreno del documental “El héroe del Monte Dos
hermanas”, destaca respecto de la condecoración recibida por Poltronieri, la Cruz de la Nación Argentina
al heroico valor en combate: “Sólo San Martín y el Sargento Cabral recibieron la misma condecoración que
él” (Revista Gente, 10 de abril de 2011).
173
La película, de un tono continuamente exagerado que deja ver la admiración sin matices de la directora
por su padre, va incluso más allá y propone la desobediencia de Reale como modelo de conducta: si todos
hubiesen desobedecido las órdenes como él, se dice, la dictadura no hubiera sido lo que fue.
234
porque lo que se le pide a Reale –siendo él, además, un médico– es que interrogue a un
herido. En el caso de Poltronieri lo que se desobedece es la orden de repliegue.
Si bien existen enormes diferencias entre ambos movimientos, la desobediencia
recupera algo del alejamiento propio de la deserción, en tanto supone también, aunque en
menor grado, un gesto disruptivo respecto del ideal del militar profesional sobre el que se
apoya, en definitiva, la posibilidad de un relato heroico. Si la deserción nunca es posible
más que en la ficción, la desobediencia muestra cierto margen que, independientemente
de que haya existido o no, al ser valorizada por los relatos y avalada por el Estado muestra
todo el camino recorrido por la figura del héroe, y, por lo tanto, por el relato de la guerra,
de la que el héroe –por presencia o ausencia– es el principal protagonista. En la medida
en que, en diversas modalidades, los nuevos héroes se alejan del ideal militar, consiguen
encarnar mejor las complejidades de una guerra llevada a cabo por una nación dividida,
en contra de los relatos que, durante treinta años, quisieron hacer de Malvinas un signo
de unidad nacional y de sus héroes los mejores exponentes de esa unidad.
Resulta por lo menos irónico comprobar cómo la ocupación militar de las Malvinas
–extendiendo a los desdichados kelpers los rigores del estado de sitio– ha permitido
a una dictadura fascistizante y sanguinaria como la Argentina agregar a sus méritos
los raídos galones del antiimperialismo. (1997: 177)
Por otra parte, quienes lleguen a las islas después del 2 de abril experimentarán
diversas formas de extrañeza, al encontrarse con esos “compatriotas” que hablan inglés,
habitantes de una tierra, también supuestamente argentina, pero de aspecto y costumbres
británicas. En efecto, lo que se hace presente en las escenas de la llegada a Malvinas en
los testimonios es el contraste entre un imaginario –a grandes rasgos, que las Malvinas
174
El término “kelper” deriva de “kelp”, un tipo de alga típica de las islas, y literalmente significa
“recolector de algas”.
235
son argentinas– y una percepción; una suerte de cortocircuito al que nuevamente los
militares y los conscriptos reaccionarán de modos diferentes.
Para los militares, la llegada a las Malvinas e incluso ya el momento en que se
divisa desde el aire la silueta de las islas, es un momento de profunda emoción, en el que
el sentimiento experimentado se presenta casi como una demostración de la pertenencia:
“aparece con fuerza esta idea de ‘ser de un lugar’ o ‘ser dueño de un lugar’ como en el
caso de las islas, y se marca el momento de la llegada a ellas, de pisar esa tierra, como el
momento de toma de conciencia de esa noción de pertenencia” (Menéndez, 1998: 38).
Los ejemplos abundan: “…bajamos los primeros a tierra y corrimos a un costado de la
pista, tiramos el bolsón, nos tiramos al suelo, lo besamos…” (Túrolo, 1982: 183); “Al ver
las islas desde el avión pensé más que nunca que eran nuestras y que pasara lo que pasara,
siempre iban a ser nuestras” (Túrolo, 1982: 255); “el sobrevuelo previo al aterrizaje nos
permite una visión panorámica de la salvaje belleza y ‘realidad’ de nuestras Malvinas.
Soldados, y sobre todo argentinos, nos sobrecoge el alma la trascendencia de estos
instantes” (Piaggi, 1994: 37); “comprendí que eran las islas. Faltaban aún muchos
kilómetros, pero allí estaban. Me emocioné. ¡Cuántos argentinos desearían estar
compartiendo conmigo este momento! Las islas son mucho más grandes de lo que uno
imagina al mirar el mapa […] No son piedras desoladas como las describen algunos”
(Carballo, 1983: 10).
En general, estos testimonios pasan de mirar el territorio como un fragmento de la
patria recién recuperado a mirarlo como un centro de operaciones, donde deben ubicarse
y prepararse para esperar al enemigo. En el medio, no queda tiempo para una mirada más
detenida. Entre los testimonios de Así lucharon, solo hay uno que hace referencia a la
extrañeza y la sensación de ajenidad que provoca el paisaje de las islas: “Por la
construcción parecía más un pedazo de Inglaterra el lugar donde habíamos arribado”. Sin
embargo, esta no tarda en dejar lugar a otra cosa: “Al desembarcar en las islas nos
sentimos con ese orgullo que siente el que inicia una empresa que tiene como fin hacer
justicia…” (Túrolo, 1982: 237).
En cambio, los soldados conscriptos, aunque también quieren ver en la tierra por
la que van a pelear un fragmento faltante de la patria, no pueden evitar ver otra cosa:
“Para mí significaba un forzamiento intelectual pensar que estábamos en nuestra tierra.
En realidad parecía que estábamos invadiendo un pueblo costero inglés” (Cittadini y
Speranza, 2007: 42). Incluso, la extrañeza llega en algunos casos a ser tal que constituye
casi una forma de irrealidad: “La imagen que más tengo grabada es la del pueblo, esas
236
casitas inglesas de madera y chapa, cada una con su parquecito. Parecía un pueblito como
el de las películas […] y la guerra es exactamente igual que en las películas” (Kon, 1984:
59); “Me parecía un sueño. Nunca había viajado en avión, y en 24 horas había hecho dos
vuelos […] Unas horas antes estaba en mi casa, con mi familia, y ahora estaba en el
aeropuerto de Puerto Argentino. Ya te digo, era como un sueño” (Kon, 1984: 137). En
relación con los isleños, los soldados son, en general, indiferentes, aunque muchos
refieren cierta sensación extraña: “uno sabía que esa tierra era nuestra, pero veía gente
que ni siquiera hablaba nuestro idioma” (Cittadini y Speranza, 2007: 36).
Los isleños son mencionados casi siempre por los militares, posiblemente porque
eran ellos los encargados de hacer cumplir las órdenes vinculadas a tratarlos como
compatriotas. Como señala Oscar Reyes: “Los tratábamos como si fuesen nuestros
aliados pero en realidad nunca lo fueron. Las directivas eran: ‘Son argentinos’, pero no
lo eran y nunca lo van a ser” (Cittadini y Speranza, 2007: 41). En Así lucharon, es el
subteniente G.A.T. quien se refiere extensamente a los habitantes de las islas y sus
costumbres. El relato tiene la peculiaridad de operar una suerte de inversión, según la cual
toda la extrañeza y el rechazo son puestos en la mirada de los isleños:
Cuando entramos en la ciudad, de calles tan estrechas que apenas nos permitían girar
cómodamente nuestros vehículos – sobre todo por el cañón – observábamos cómo
los habitantes furtivamente nos miraban desde sus ventanas, con un tanto de temor
ante esas tropas que estaban haciéndose fuertes en la isla. Como con el temor del que
ve llegar a alguien desconocido […] Sin duda, nosotros habíamos inyectado un
nuevo frenesí a toda esa ciudad, un pueblo que estaba siempre tranquilo se veía
conmocionado. Había cambiado la mano de circulación de las calles, había un
montón de gente que hablaba otro idioma y que era diferente de ellos. Esto sin duda
le provocó una especie de shock a todos los habitantes y nos observaban un poco
como bichos raros… (Túrolo, 1982: 237).
237
Entonces, los militares recurren a diversas estrategias para evitar ese riesgo.
Algunos, como el subteniente G.A.T., procuraron salvar la distancia por medio de una
paternal tolerancia. Otros, en cambio, la aceptaron e intentaron, dentro de sus
posibilidades, conocer y comprender a los isleños. El médico del ejército Juan Carlos
Adjigogovich, por ejemplo, relata cómo, al llegar a la zona donde desempeñaría sus
funciones, se encargó de hacer un acta con el estado médico de todos los habitantes de la
zona, en el cual se consignaron tanto los miembros de cada familia como sus estados
generales de salud. Una vez realizada esta tarea, se instaló una enfermería en una de las
casas de pueblo; en ese momento, algunas apreciaciones personales comienzan a permear
el relato, reinstalando allí la distancia y la desconfianza mutua que el registro objetivo del
acta médica disimulaba: “Nosotros tratábamos de tener buen trato con ellos pero nos
miraban con desconfianza. Se hacía una revista médica diaria y cada vez que necesitaban
médico se los atendía. No sé cómo harían antes de nosotros, porque nos llamaban bastante
seguido, prácticamente todos los días, por cualquier motivo” (Cittadini y Speranza, 2007:
40).
Pero no solo los médicos observaron a los isleños con interés científico. El
subteniente Gómez Centurión, por ejemplo, incluye en su relato algunas observaciones
de tinte antropológico: “Aprendí en el contacto con ellos que se trata de gente sin ningún
tipo de intereses comunitarios, sin ninguna preocupación por el nucleamiento social. Sus
vínculos son meramente económicos. “Kelper” es un alga de las costas de Malvinas y,
realmente, el kelper tiene una psicología de alga… (Cittadini y Speranza, 2007: 37). Aquí,
el conocimiento científico permite aproximar a los isleños, al asignarles unas cualidades
despreciables, pero comprensibles. Dice el mismo Gómez Centurión en otra parte: “Los
soldados desconfiaban de esa gente que hablaba en otro idioma, todo les era ajeno,
agresivo. Yo intentaba tener una actitud más relajada, un poco más contemporizadora.
Hablaba inglés y podía entenderme con ellos. Cuando entraba a una casa, los soldados
quedaban apostados afuera, muy tensos, con las armas listas (Cittadini y Speranza, 2007:
41).
En estos testimonios se ve cómo los militares, por medio de diversas estrategias,
intentan colocar a ese otro en un universo significante conocido, aplacar el terror que
provoca el desconocimiento total y aproximarlo, recuperándolo, al menos parcialmente,
para la argentinidad. Entre estas estrategias, vimos antes la inversión de la mirada, la
238
negación de las diferencias, el exceso emotivo, pero sin dudas la más artera es esta que
vemos aquí, el recurso al discurso científico.175
La mirada, apenas esbozada en estos relatos, en la que el interés científico se
conjuga con afán de dominación, puede enmarcarse en una larga tradición que, en
América, se inicia con los diarios y crónicas de los conquistadores europeos y algunos de
los diarios de viajes de científicos de la misma época y se continúa, por lo menos, durante
todo el siglo XIX.176 Estos relatos son parodiados en el capítulo del diario del Mayor X,
en la novela Las islas, de Carlos Gamerro. El diario, en el que el mayor escribió su
particular experiencia de Malvinas, da cuenta de lo antiguo del vínculo entre curiosidad
científica y dominación, a la vez que de lo antiguo del lenguaje en que ese vínculo se
narra. A su vez, el diario remite a los relatos de los soldados de 1982, justamente en el
modo en que el Mayor mira y trata de “conocer” a los kelpers:
175
Una mirada similar, guiada por el afán científico, es la que prima en Los kelpers, un estudio publicado
por Haroldo Foulkes en 1982. Aunque Foulkes es, en efecto, un observador externo y no un soldado, el
hecho de que el libro haya sido publicado justo después de la guerra permite pensar que también, a su modo,
la mirada científica se propone también remedar la distancia con ese “mitad enemigo-mitad compatriota”
que es el isleño.
176
Sobre el modo en que, en los más tempranos de estos relatos, la ciencia configuró un modo de mirar al
otro, véase Ojos imperiales, de Mary Louise Pratt (2011).
239
Así, por medio de la parodia a la mirada “científica” sobre los isleños se parodia,
más profundamente, toda una concepción de la nacionalidad argentina que se ha
construido a lo largo del tiempo sobre esa mirada, que es, en definitiva, la mirada sobre
el otro. En el capítulo II, trabajamos dos obras que, en varios sentidos, resultaban muy
distantes de Las islas: la novela Kelper, de Raúl Vieytes (1999), y la película Fuckland,
de José Luis Marqués (2000). Cabe retomarlas brevemente ahora, pues no solo en ambas
es central la figura del isleño, sino que además es utilizada en una dirección que no hace
más que confirmar la distancia de estas obras con Las islas. En efecto, tanto la novela de
Vieytes como la película de Marqués producen una representación del isleño en términos
peyorativos que redunda en una valorización de cierta cualidad de lo argentino, en Kelper
de un modo menos explícito y más indirecto que en Fuckland. Además, ambos autores
ligan el origen de sus obras con la reanudación de los vuelos, hecho que, por primera vez
después de la guerra, volvía a poner en proximidad con los argentinos a aquellos extraños
y hostiles “compatriotas”.177
Los kelpers de Vieytes son violentos, conservadores, borrachos, tratantes de
blancas, contrabandistas y, sobre todo, profundamente anti-argentinos. “Argie” es el
término que utilizan para referirse a los argentinos en un gesto despectivo que emula el
de los argentinos llamándolos “kelpers”. Se trata, ante todo, de personajes preocupados
por establecer y defender los límites de su comunidad isleña. Así, Kelper imagina una
comunidad de contornos definidos y desde allí construye dos bandos enemigos, que se
remiten el uno al otro, y que se definen por complejos mecanismos de exclusión que
suponen, como contracara, formas de inclusión. Los kelpers son profundamente anti-
argentinos precisamente porque son imaginados desde la aversión argentina.
Fuckland también se ubica, según las palabras del propio Marqués, en la “vereda
del enemigo” que, en la medida en que isleños e ingleses son equiparados por el mismo
desprecio, es fundamentalmente el propio territorio de las islas, donde se filma la película.
Fuckland parte de una exacerbación del enojo con los isleños por no querer ser argentinos,
que Vieytes situaba en el origen de su novela. Aquí, la intrusión en secreto, la exageración
177
José Luis Marqués afirma: “Cuando se reanudaron los vuelos a las Malvinas, se me ocurrió una historia
donde un argentino, por alguna razón personal […] quisiera reconquistar las islas por segunda vez” (2000:
12). Entretanto, Raul Vieytes cuenta en una entrevista: “Yo estaba en Buenos Aires, no había podido salir
de vacaciones, y escuché algunas informaciones sobre los kelpers en las que se decía que ellos no iban a
permitir el ingreso de los argentinos a las islas. De alguna manera me molestó esa actitud, y en un arranque
me puse a escribir” (Costa, 1999: en línea).
240
del riesgo y del odio ajeno y la violencia que conlleva todo engaño resultan la contracara
necesaria de una comunidad cerrada que interpreta cualquier proximidad como invasión,
así como de un odio propio mal disimulado. Pero además de no querer ser argentinos, los
isleños tienen otros defectos: son borrachos y piratas.
Así, tanto Kelper como Fuckland construyen con desprecio la figura del isleño,
con el objeto de, en contraposición, reivindicar lo argentino, constituyéndose de ese modo
en faros de un reverbero nacionalista que tiene lugar sobre el final de los años noventa
(cfr. capítulo II). Una posición completamente distinta, en la medida en que no piensa a
los isleños como una comunidad cerrada y enemiga, es la que propone, pocos años
después, Horacio González, sociólogo y director de la Biblioteca Nacional. Para él, en
primer lugar, la recuperación de Malvinas debe producirse en el marco de una profunda
revisión de todos los modos en los que se intentó recuperarlas hasta el momento.
Fundamentalmente, debe producirse en un marco latinoamericano que permita replantear
los términos del colonialismo: “Un sentimiento público latinoamericano y emancipador,
no los viejos y nuevos intereses generales referidos al petróleo y la pesca, debe ser en
primer lugar el alimento de la juridicidad político-histórica que enmarque el caso”
(González, 2012: en línea). Es decir que la recuperación de Malvinas no se piensa como
una anexión sino como parte de un proceso de transformación de dimensiones
latinoamericanas. Y es allí donde encuentran su lugar los isleños:
Recibir a los actuales habitantes de Malvinas será propio de un país que a su vez
cambie al recibirlos, al meditar sobre los ámbitos receptivos de su propio idioma, sus
renovaciones culturales y sus revisitadas tradiciones folklóricas […] La Argentina
[…] los debe recibir cambiando al mismo tiempo ella, por el simple y extraordinario
hecho de recibirlos. Trazar una línea de reflexión activa, de una diplomacia nacional
que beba hasta el último sorbo de sus propias posibilidades expresivas –para lo cual,
leer una gran novela limítrofe que piensa la guerra y el idioma al mismo tiempo,
como Los Pichiciegos, de Rodolfo Enrique Fogwill, tanto como el debate sobre
Malvinas que recoge León Rozitchner, es esencial–, significa que las Islas pueden
ser recobradas recobrándose a la vez una nueva energía democrática nacional, siendo
ambas cosas causa y complemento de la mutua posibilidad de la otra. (González,
2012: en línea)
241
más consciente del cambio que hay que operar en las condiciones universales de vida”
(2012: en línea). En ese sentido, se ubica, en tanto intelectual afín y funcionario del
gobierno kirchnerista, en la vereda opuesta a los diecisiete intelectuales opositores que,
en 2012, presentaron el documento “Malvinas, una visión alternativa”, en el que se hacía
especial hincapié en la necesidad de que, en la discusión por la soberanía, se considerasen
los intereses y la opinión de los isleños (cfr. Capítulo III). En ese marco, nació el interés
por estos hombres y mujeres que habitan Malvinas, que redundó en varias notas
periodísticas sobre la vida en las islas y en un libro, de la periodista Natasha
Niebieskikwiat, titulado Kelpers. Ni ingleses ni argentinos, de 2014. Allí, la autora se
propone dilucidar “cómo es la nación que crece frente a nuestras costas”. Sin embargo, la
contundente la negativa de los isleños a ser argentinos y su repudio que la idea de un
referéndum –de la que los diecisiete intelectuales eran los principales propulsores– eran
incompatibles con la defensa de la soberanía que la mayor parte de los argentinos
defiende, aun con matices, de modo que el impacto de las propuestas de este grupo
terminó siendo acotado.
En este contexto, principalmente desde los sectores opositores y los medios de
comunicación afines, se volvió relevante la figura de James Peck, un isleño que había
decidido, por su propia voluntad ser argentino y que permitía, por tanto, instalar en la
opinión pública la idea de un referéndum que, en el futuro, resultara favorable a la
Argentina. En 2011, cuando Peck solicitó el documento, fue entrevistado en múltiples
canales de televisión. Y en 2013 sacó su propio libro: Malvinas, una guerra privada, que
fue presentado como “el testimonio íntimo y personal de un isleño, hijo de un héroe
militar del lado británico y actual ciudadano argentino”.
Resulta difícil sintetizar todas estas posiciones: los isleños son y no son ingleses
y son y no son argentinos. En el contexto de la guerra, esto redunda en que son, a la vez,
compatriotas y enemigos. Los militares intentan, por diversos medios, aproximarlos,
disminuir o disimular la brecha que los separa y los vuelve más enemigos que
compatriotas. En el contexto del debate diplomático de 2012, surge la idea de
considerarlos un pueblo autónomo, ni inglés ni argentino, aunque esta idea es puesta al
servicio de argumentaciones totalmente contrapuestas: en el caso de los firmantes del
documento “Malvinas, una visión alternativa”, tal condición implica otorgar autonomía a
los isleños; en el caso de Horacio González se trata, por el contrario, de integrarlos a partir
de esa condición.
242
Esta posición intermedia entre la alteridad y la pertenencia que ocupan los isleños
desde la mirada de los argentinos es, por un lado, propia de los habitantes de cualquier
zona de frontera pero, por otro lado, se potencia en el contexto bélico. En efecto, en el
apartado que sigue trabajaremos con otro conjunto de seres que pueblan los relatos de la
guerra de Malvinas y que ocupan una posición equivalente, sin ser, estrictamente,
habitantes de la frontera, al menos no en términos territoriales. Se trata de monstruosos
hombres-animales y hombres-máquinas, grotescos cuerpos despedazados, fantasmas,
seres que habitan en el límite entre la vida y la muerte, entre la realidad y la irrealidad y
también, finalmente, entre la alteridad y la pertenencia.
En su libro The soldiers tale, al que ya hemos hecho oportuna referencia, Samuel
Hynes parte del análisis de un extenso corpus de relatos en primera persona de diversas
guerras del siglo XX para afirmar que estos guardan relación con tres géneros narrativos:
el relato de viaje, la autobiografía y la historia. Por un lado, las guerras suelen pelearse en
islas, desiertos o montañas, paisajes destruidos: lugares extraños, que no se parecen en
nada a casa y que en ese sentido Hynes define como “unfamiliar”. Los narradores de
relatos de guerra suelen intentar dar cuenta de esos lugares extraños y describir su propia
inmersión en esa otra, terrible, existencia, que es lo que hacen los buenos relatos de viaje.
Además, los relatos de guerra dan cuenta de un episodio histórico y una experiencia
personal, convirtiéndose así en relatos históricos y autobiográficos. Sin embargo, sostiene
Hynes, por otro lado, la extrañeza radical de la guerra respecto de cualquier otra
experiencia termina por distinguir los relatos bélicos de aquellos otros a los que asemejan.
En efecto, los relatos de soldados nunca consiguen volver la experiencia bélica ni su
paisaje del todo familiares. Más bien, muchas veces parece que son escritos con el
objetivo de mostrar cuán “unfamiliar” es la guerra, qué extrañas y desoladas son sus
escenas, que constituyen la antítesis del mundo comprensible que el autor y sus lectores
habitan. Si en ese sentido los relatos de guerra se distinguen de los de viaje, se distinguen
de las biografías porque narran una interrupción y no una continuidad, y del relato de la
historia porque les falta la racionalidad científica. Los relatos de guerra abundan en
escenas inverosímiles de las que ni la razonable linealidad de la historia ni de la vida
propia consiguen dar cuenta. Hynes cita a Primo Levi, autor de Si esto es un hombre y
Los hundidos y los salvados, testimonies de su experiencia en el campo de concentración
243
de Auschwitz, para sostener que “hell is a place whithout why. Why leads to reason and
to civilization; there will be none of that there” (2001: 264).
Fundamentalmente, la extrañeza radical de la guerra se vincula con la
omnipresencia de una muerte más fea, más grotesca, menos humana que otras muertes,
de la cual las palabras con que normalmente se cuentan los viajes, las historias y las vidas
no pueden dar cuenta:
War is an activity in which men become the food of predatory animals, in which rats
and cats and pigs eat people, even people eat people. In war every kind of
monstrosity is possible. And the witness sees it more with fascination than with
disgust, arrested by its strangeness. It’s a simple but true proposition: in war, death
is grotesque and astonishing. (Hynes, 2001: 20)
244
4.1. Lo grotesco-siniestro: Malvinas, tierra de monstruos
Ya desde la definición clásica provista por Mijaíl Bajtín, lo grotesco aludía a una
zona de contacto o de mezcla. En La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento,
el autor sostiene que “lo grotesco ignora la superficie sin falla que cierra y delimita el
cuerpo, haciéndolo un objeto aislado y acabado” por lo que “muestra la fisonomía no
solamente externa, sino también interna del cuerpo: sangre, entrañas, corazón y otros
órganos” (2005: 286). Así, los acontecimientos principales que afectan ese cuerpo
grotesco son “los actos del drama corporal, el comer, el beber, las necesidades naturales
[…], el acoplamiento, el embarazo, el parto, el crecimiento, la vejez, las enfermedades,
la muerte, el descuartizamiento, el despedazamiento, la absorción de un cuerpo por otro–
se efectúan en los límites del cuerpo y el mundo, o en los del cuerpo antiguo y del nuevo;
en todos estos acontecimientos del drama corporal, el principio y el fin de la vida están
indisolublemente imbricados” (Bajtín, 2005: 286).
Sin embargo, aunque “frisa en la monstruosidad” (Bajtin, 2005: 275), lo grotesco
sigue constituyendo una mezcla más que nada cómica. En cambio, lo grotesco de los
relatos de guerra es, tanto en el análisis de Hynes como en el que aquí proponemos, una
mezcla, ante todo, de lo farsesco y lo dramático, aquellas dos categorías que la crítica
solía separar a la hora de hablar de los relatos de Malvinas, haciéndolas corresponder con
las ficciones y los testimonios, respectivamente. Lo grotesco, entonces, es una de las
zonas donde la distinción entre ficciones farsescas y testimonios dramáticos se vuelve
menos clara. En ese sentido, se trata de una noción de lo grotesco más próxima a la que
propone Wolfgang Kayser en Lo grotesco: su configuración en pintura y literatura, quien
toma distancia de Bajtín al ofrecer una definición que pone el acento en el carácter
angustioso de lo grotesco.178 El autor parte del análisis de uno de los Desastres de la
guerra, de Goya, donde constata que es nuestro mundo aquel en el cual nace el monstruo.
El ser que allí aparece no es un ser humano, pero “tampoco es una criatura que pertenezca
a un mundo onírico meramente fantástico, pues en el ángulo derecho del dibujo están
gritando y retorciéndose llenas de desesperación las víctimas de la guerra” (Kayser: 2010:
16). En la misma línea, para el Renacimiento, el término grotesco, “encerraba no solo el
juego alegre y lo fantástico libre de preocupación, sino que se refería al mismo tiempo a
178
El libro, publicado en 1957, constó de una única edición en español, agotada hace años. Recientemente,
Soledad Croce y Rocco Carbone (2012) buscaron subsanar este hecho por medio de la recuperación de
alguna de las ideas fundamentales de Kayser en Grotexto, con el objeto de ofrecer una visión sobre la
cuestión del grotesco que permitiera ampliar la propuesta por Bajtín.
245
un aspecto angustioso y siniestro en vista de un mundo en que se hallaban suspendidas
las ordenaciones de nuestra realidad” (Kayser, 2010: 20). Así, se va construyendo una
definición de lo grotesco cuyo rasgo distintivo es “la mezcla de lo animal y lo humano, o
bien lo monstruoso” (Kayser, 2010: 24) y cuyo efecto es el de una “congoja perpleja”,
que se produce al descubrir que ese mundo que el monstruo desquicia con su presencia
es nuestro mundo:
179
Recordemos que Samuel Hynes (2001) utiliza el mismo término (“unfamiliar”) al referirse a las escenas
bélicas.
246
El monstruo no es tan sólo un viviente de valor disminuido, es un viviente cuyo valor
reside en el contraste. Al revelar la precariedad de la estabilidad a la que la vida nos
había habituado –sí, solamente habituado, pero habíamos hecho una ley de este
hábito–, el monstruo confiere a la repetición específica, a la regularidad morfológica,
al éxito de la estructuración, un valor tanto más eminente cuanto que ahora
aprehendemos su contingencia. La monstruosidad y no la muerte es el contravalor
vital. (1962: 34)
247
Gabriel Giorgi retoma algunas de las ideas de Cohen y las amplía. Para Giorgi, el
monstruo es pura cultura, en el sentido en que permite “leer las gramáticas cambiantes de
ansiedades, repudios y fascinaciones que atraviesan las ficciones culturales y la
imaginación social; eso que, como escribía Foucault, define las coordenadas de lo
prohibido y lo impensable y se condensa en la figuración de un cuerpo irreconocible”
(2009: 323). Sin embargo, a este saber negativo del monstruo, vinculado con lo que la
sociedad excluye, reprime o teme, se suma un saber positivo: “el de la potencia o
capacidad de variación de los cuerpos, lo que en el cuerpo desafía su inteligibilidad misma
como miembro de una especie, de un género, de una clase”; allí, los cuerpos desafían “la
norma de lo ‘humano’, su legibilidad y sus usos” (Giorgi, 2009: 323). Pues el monstruo
es vida, y en la medida en que la vida es potencia, variación, azar, es también,
potencialmente, lo que escapa al control. En este punto, Giorgi liga la idea del monstruo
como vida de Canguilhem con la idea de la resistencia como principal potencialidad
positiva del monstruo, de Antonio Negri, autor en el que se apoya especialmente. En “El
monstruo político”, Negri estudia cómo el monstruo fue dejando de ser lo excluido de la
tríada “eugenesia-poder-filosofía” para ser lentamente interiorizado por el sistema
capitalista hasta convertirse, en los últimos siglos, en lo que él denomina “resistencia
monstruosa”, es decir, en un acontecimiento positivo, que “no reconoce la ambigüedad
sino que la ataca, se enfrenta al límite y no diluye los márgenes, reconoce al otro sujeto
como enemigo y contra él deviene potencia” (Negri, 2007: 104). En este proceso, Negri
destaca la aparición de algunos testimonios: “el de los deportados a los campos, el de los
torturados en las guerras de liberación, el del apartheid y el de los palestinos en lucha, el
de los guetos afroamericanos, etc.” (2007: 102). Estos “testimonios del monstruo”
incluyen al monstruo en la ontología del concepto, de donde antes lo habían excluido la
metafísica clásica y el racionalismo occidental.
De modo que, en esta lectura de Negri que hace Giorgi, el monstruo se vuelve
fundamentalmente político, en la medida en que “afirma la potencia inmanente de la vida
contra y más allá de los intentos de normalizarla y controlarla según criterios normativos
[…] La política del monstruo explora y afirma la potencia de variación de los cuerpos
contra los imaginarios y las tecnologías eugenésicas que apuntan a la reproducción
normativa de lo humano” (Giorgi, 2009: 324). De esa reproducción potencialmente
descontrolada, Giorgi extrae una conclusión especialmente interesante: si lo que
reconocemos como humano “resulta de una producción política, jurídica, epistémica,
estética que tiene lugar sobre el fondo de lo monstruoso”, lo monstruoso, entretanto, posee
248
algo inherentemente ficcional, “pero no porque sea un cuerpo imaginado, imaginario o
fantasmático –todo lo contrario–, sino porque registra eso que en los cuerpos los lleva
más allá de sí mismos y los metamorfosea: eso que en los cuerpos es virtual, invisible o
inmaterial pero real en la medida en que forma parte de los devenires potenciales de un
organismo” (2009: 324). En ese sentido, la proliferación de la imaginación que ya
aparecía en Canguilhem se carga aquí de un sentido político. De hecho, en sus primeros
desarrollos sobre la cuestión de la biopolítica, Michel Foucault ya había anticipado esta
asociación entre ficción y resistencia política, en relación con la peste que fue, en su
momento, una forma monstruosa de la vida (cfr. capítulo III):
Ha habido en torno de la peste toda una ficción literaria de la fiesta: las leyes
suspendidas, las prohibiciones levantadas, el frenesí del tiempo que pasa, los cuerpos
mezclándose sin respeto, los individuos que se desenmascaran […] Pero ha habido
también un sueño político de la peste, que era exactamente lo inverso: no la fiesta
colectiva sino las particiones estrictas; no las leyes transgredidas, sino la penetración
de reglamento hasta en los más mínimos detalles de la existencia y por intermedio
de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento capilar del poder; no las
máscaras que se ponen y se quitan sino la asignación a cada uno de su “verdadero”
nombre, de su “verdadero” lugar, de su “verdadero” cuerpo y de la “verdadera”
enfermedad. (Foucault, 2009: 230)
En este breve recorrido teórico es posible percibir entonces que algo, en los
testimonios monstruosos, tiende a la ficción: la liminaridad ontológica se torna, también,
discursiva. En efecto, el límite entre lo que una sociedad considera familiar y lo que
considera extraño se articula en gran medida discursivamente: a veces, lo monstruoso es
aquello de lo que no se habla –no se puede hablar, en los casos en que el silencio se
impone por medio de la censura–; otras veces, es lo que se relega al campo de lo
inverosímil, lo irreal, lo intrascendente. Ese límite que los discursos trazan y en el que,
también, se constituyen, no está fijado de una vez y para siempre. Por el contrario, es el
resultado de permanentes corrimientos que son, a su vez, el resultado de las luchas en
torno a cómo se define la pertenencia, a partir de lo que se define como alteridad. Los
monstruos nacen, pues, en ese límite y de esas luchas. Los monstruos son, en sí mismos,
ese límite y esas luchas.
Parece que los gurkas avanzaban dopados, pisando las minas argentinas, gritando,
como locos. Ellos eran ocho, en una trinchera un poco retrasada, detrás de una loma.
En un momento, un grupo de ocho o nueve gurkas se les habían acercado, riéndose
y gritando. Ellos les tiraron granadas y ráfagas de Fal y bajaron como a cinco o seis,
y los que quedaron vivos gritaban, como riéndose de lo que había pasado, y
terminaron de rematar, ellos mismos, a sus compañeros que estaban heridos.
Saltaban, se reían, y les disparaban, todo al mismo tiempo. (Kon, 1984: 102)
Entretanto, al referirse a los soldados que habían quedado heridos en las primeras
líneas, Guillermo afirma que: “Si no los podían replegar y los gurkas los encontraban los
remataban. Donde los gurkas veían una fortaleza te hacían salir, y una vez afuera, aunque
te rindieras, te cortaban la cabeza” (Kon, 1984: 30). Los gurkas avanzan drogados, en
algunos otros relatos escuchando sus walk-mans, no tienen miedo de nada ni sufren, la
muerte de sus compañeros incluso les provoca risa, gritan y degüellan a todo el que
encuentren a su paso. La imagen se repite sin muchas variaciones. Otro de los
entrevistados afirma haberlos visto cuando los ingleses lo tomaron prisionero: “Son unas
cositas chiquitas y sanguinarias, no parecen hombres, son seres totalmente inhumanos.
250
Creo que si alguien dijera que los gurkas son monos, los pobres monos se
escandalizarían.” (Kon 1983: 165).
Los gurkas aparecen, desde el principio, caracterizados como monstruos. Si la
monstruosidad supone, como vimos, una mezcla entre lo humano y lo no humano, entre
lo familiar y lo extraño, en este caso lo no humano, lo extraño, es lo animal. Los gurkas
podrían englobarse en una categoría de monstruos del campo de batalla que es la de los
hombres-animales, que ya había sido destacada por Georges Canguilhem (1962).180 El
hombre es un animal pero también se distingue de otros animales, en tanto es un ser
racional. Por ello, este tipo de monstruos que son los gurkas de Malvinas, se caracterizan
ante todo por su irracionalidad, que en este caso se vincula con la falta total de temor ante
la muerte, lo cual los convierte en un enemigo muy poderoso, prácticamente invencible:
Los gurkas venían muy estimulados, muy dopados, se mataban entre ellos mismos.
Avanzaban caminando, sin protegerse, a los gritos. No era difícil matarlos, pero eran
demasiados. Tal vez matabas a uno o dos, pero el siguiente te mataba a vos. Eran
como robots; un gurka pisaba una mina y volaba por el aire, y el que venía atrás no
se preocupaba en lo más mínimo, pasaba por la misma zona, sin inmutarse, y a lo
mejor también volaba él. No tenían instinto de supervivencia. (Kon, 1984: 37)
180
En el mismo sentido, en los testimonios ingleses sobre la guerra, aparece con cierta frecuencia la
equiparación de los soldados argentinos –a quienes ellos veían, a la distancia, correr por los montes que
rodean Puerto Argentino– con hormigas. El corresponsal de guerra inglés, Max Hastings, relata así la huida
de los argentinos del Monte Two Sisters, bajo ataque británico: “a una media milla, racimos de hormigas
corriendo –fugitivos argentinos–. El comandante de batería adjunto ordenó una salva. Las plumas de humo
cayeron cortas, y las hormigas corrieron más rápido” (Lorenz, 2008: 188). El historiador Federico Lorenz
cita el fragmento para contrastar esta perspectiva con la de quienes optan por contar la historia desde la
experiencia personal y humana de los soldados. De hecho, menciona el dramático testimonio de Diego, uno
de los soldados que huyeron aquel día del Monte Two Sisters y que Hastings llamó “hormigas”. Vincent
Bramley acude a la misma comparación que Hastings: “Eso de ahí arriba es como un hormiguero […]
Sudacas en todas partes” (1992: 94). Incluso es posible percibir la animalización del enemigo en el famoso
“elogio” en que los soldados británicos se refirieron a los argentinos como “mejillones prendidos a las
rocas” (cfr. supra).
251
Ser preso de los británicos era otra posibilidad. Daba miedo:
– No se van a garchar a todos. Somos diez mil. ¿Cuántos tipos se necesitan para
garcharnos a todos…?
– De a poco, entre todos, te garchan… –pensaba Rubione, que una vez vio gurjas y
les había tomado miedo.
Eran negros, oscuros, petisos y anchos, y no miraban a la cara. (Fogwill, 2006: 68)
La referencia a las violaciones cometidas por los gurkas puede leerse en relación
con lo que para Rosana Guber representa una de las múltiples dificultades que los
soldados encontraron al volver al continente para convertirse en enunciadores legítimos
de su propia historia. Hacerlo requería de una serie de muy complejas operaciones
discursivas tendientes a transformar el deber de la conscripción en un acto de voluntad,
separarse de las Fuerzas Armadas y, finalmente, demostrar que habían completado su
pasaje de chicos a adultos:
La tercera alternativa de no pasar era el desvío a otra condición de género, esto es,
rechazar la masculinidad. Ello podía implicar quedar adscriptos al orden femenino,
pero como la conscripción en Argentina fue siempre masculina, la alternativa era,
entonces, la homosexualidad. En esta imagen, que emergía en las burlas sobre los
gurkhas violando soldados, no sólo se revelaba una relación de género sino también
de poder. (Guber, 2004, 163)
En ese sentido, al encontrarse con los gurkas los soldados argentinos quedan
situados en lo más bajo de la escala del poder. Los gurkas son enemigos casi invencibles.
252
Por un lado, esta imagen se nutre de las imágenes que ya circulaban desde otras guerras,
en tanto estos entrenados combatientes nepaleses venían siendo contratados por el ejército
británico desde el siglo XIX. La historiadora neozelandesa Joanna Bourke cita una
descripción de los combatientes gurkas tomada de una historia de las milicias de origen
indio, en la cual aparece ya la vinculación con lo animal que se destacará luego en los
relatos de Malvinas: “The Gurkhas are famed for the night raids they make upon the
enemy. They move with the stealth and noiselessness of panthers until they are right upon
their unwary foes, and then they make effective use of their khukris and Western arms”
(en Vitullo, 2012: 100, el destacado es nuestro).181 La autora incluye la cita en el contexto
de una reflexión sobre la aplicación en la guerra de lo que denomina “racismo científico”:
“Identifying such races could help military strategists allocate men to particular types of
service and could be used by military propagandists to scare the enemy into deserting by
using ‘phantasy-fears about certain types of Allied soldiers’ (such as ‘wild Ghoums,
Poles, Czechs, Gurkhas, Highlanders)” (en Vitullo, 2012: 100).
En el marco de Malvinas puede verse cómo estos relatos previos se entrelazan con
otros y encuentran una función en el nuevo contexto. Como vimos, para Rosana Guber la
figura del gurka es funcional a las dificultades del pasaje de los ex combatientes. Vicente
Palermo, por su parte, considera la posibilidad de que haya formado parte de una campaña
psicológica en tanto, pese a que no hayan participado en ningún combate de importancia
“…podría ser demostrado que no obstante tuvieron influencia en el desenlace de la
lucha…” (2007: 279).182 Y esto se explica porque “su condición legendaria
─provenientes de un país ‘exótico’, mercenarios, halo de ferocidad─ los precedía…”
(2007: 278). En la misma línea, en Partes de guerra, el subteniente Gómez Centurión se
refiere a algunas de las fotografías de prácticas inglesas que circulaban entre las tropas
argentinas durante la guerra –muchas habían aparecido incluso en el marco de pretendidas
campañas de desprestigio del enemigo británico que promovía la revista Gente– y afirma:
Había una foto excelente del portaaviones Hermes donde aparecía toda la cubierta
llena de infantes del 42° Comando de Infantería de Marina, haciendo ejercicios de
tiro, unos gorilas con unos tubos enormes, sosteniendo el fusil con un solo brazo. El
Fal parecía de juguete. O sea que en nuestro mismo proceso publicitario venía inserta
la acción psicológica británica. Y todo eso terminó, a mi juicio, en esa fábula de los
gurkas, que de hecho nunca participaron en ningún asalto frontal, en ninguna
181
La cita está tomada del libro de Saint Nihal Singh, India´s Fighters: Their Mettle, History and Services
to Britain.
182
Lucrecia Escudero (1996) analiza extensamente este tipo de acción psicológica en Malvinas: el gran
relato, aunque no se detiene en el caso específico de los gurkas.
253
posición. Ese es un dato histórico: el grueso de los soldados que vieron feroces
gurkas vieron la acción psicológica británica. (Cittadini y Speranza, 2007: 54)
Esta precedencia de los relatos que caracteriza a los gurkas se repite en el marco
de la guerra de Malvinas. Con algunas muy escasas excepciones, los combatientes suelen
referirse a los gurkas de modo indirecto, reproduciendo relatos que oyeron de los que
llegaban del frente.183 Así, en Los chicos de la guerra, se dice: “ese fue uno de los
problemas con los que quedaban heridos en las primeras líneas. Si no los podían replegar
y los gurkas los encontraban los remataban” (Kon, 1984: 30); “me había encontrado con
un grupo de la compañía B, que se venía replegando. Esos chicos habían vivido cosas
horribles […] ‘No sabés lo que fue la masacre esa –me decían–, los que caían prisioneros
de los gurkas eran degollados” (Kon, 1984: 36); “Ellos habían estado en una zona del
frente por donde habían avanzado los gurkas […] Parece que los gurkas avanzaban
dopados…” (Kon, 1984: 102); “Los chicos que llegaban del frente contaban historias de
lo duro que había sido el combate, los encuentros con los gurkas y esas cosas” (Kon,
1984: 165). Es menos frecuente encontrar gurkas en los relatos de los militares, pero
cuando aparecen, muchas veces lo hacen, también, rodeados de imprecisión: “Escuché
voces, entonces me paré, avancé y grité, para ver si era propia tropa. No me contestaron
y volví a escuchar las voces, probablemente de ‘gurkhas’ pues no era ni inglés ni
castellano […] aprecio que eran ‘gurkhas’ por las voces raras” (Túrolo, 1982: 298). Es
decir, los gurkas ingresan en los relatos mayormente por medio de un rumor, forma ideal
para la circulación de sus historias, en la medida en que, si degüellan a todo el que
encuentran a su paso, entonces un relato en primera persona sería imposible. El rumor
sobre los gurkas viene avanzando, pues, junto con los ingleses o, más bien, junto con los
soldados argentinos que se repliegan, desde las primeras líneas. Como vimos en el
capítulo I, el rumor siempre se enuncia como verdadero: la referencia a un testigo directo
funciona como garante de esa veracidad. Sin embargo, el rumor, que posee una dinámica
más vinculada a la verosimilitud que a la autenticidad, ocupa una zona intermedia entre
un relato ficcional y una noticia, lo cual lo convierte en una forma discursiva liminar:
zona de frontera, de contacto y de mezcla, donde los monstruos, seres también liminares,
183
Entre los soldados entrevistados por Daniel Kon para Los chicos de la guerra, solo Carlos afirma haber
visto a los gurkas, estando prisionero, es decir que tampoco los vio en combate. Entretanto, algunos
militares mencionan a los gurkas entre sus enemigos, pero no relatan la experiencia del combate: “mis
hombres, un batallón reforzado con dos compañías, han luchado contra el segundo Batallón de guardias
Escoceses; Primer y Séptimo de fusileros Gurkhas y parte del Batallón de guardias Galeses” (Robacio y
Hernández, 1996: 240).
254
mezclas grotescas de hombres con animales, hacen su aparición, aunque no pueda
constatarse que esta haya sido real. En la novela Las islas, de Carlos Gamerro, es posible
encontrar también esta ligazón entre gurkas y rumores, cuando el protagonista, Felipe
Félix, cuenta sobre la guerra:
Otra de las cosas que encontramos para entretenernos eran los rumores. Había, por
ejemplo, rumores sobre las negociaciones […] Cuando la flota inglesa rodeó las Islas
empezaron los rumores catástrofe: desde los misiles nucleares que nos barrerían en
segundos (los kelpers contaban desde hace rato con refugios antiatómicos) hasta los
gurkhas que avanzaban bajo tierra como topos y evisceraban a los soldados en sus
pozos de zorro, sorbiéndoles las entrañas y dejando a su paso sólo cáscaras vacías.
(Gamerro, 1998: 347)
Así, las historias sobre la invencibilidad de los gurkas avanzan bajo la forma de
rumores precediendo el ataque que culminará en rendición. En esos breves relatos
monstruosos que vienen del frente, la derrota se narra antes de que ocurra: de ese modo,
los rumores no solo anticipan la derrota sino que también contribuyen a producirla.
Sin embargo, durante el conflicto, los gurkas también formaron parte de otros
relatos, por completo diferentes, en los que, lejos de referirse a la inferioridad de los
soldados argentinos, remiten a una superioridad en la que anida la posibilidad de una
victoria: relatos de corte triunfalista en los que los gurkas son ante todo mercenarios, es
decir, soldados contratados. En efecto, durante el conflicto se mencionó en muchas
oportunidades que para los argentinos constituía una ventaja el hecho de que iban a pelear
por una causa en la que creían mientras que, para los ingleses, constituía una obligación,
como si el sentimiento alentara una fuerza superior a la del dinero (Lorenz, 2013). En la
prensa de la época son muy frecuentes las referencias a esta diferencia entre ambas
fuerzas, supuestamente ventajosa para Argentina.184 La cuestión es retomada luego en
algunos testimonios, donde comienza a relacionarse más fuertemente con los gurkas,
sobre todo en aquellos, escritos por militares, en los que prevalece algo del espíritu
triunfalista. Dice sobre este punto Rosana Guber: “Los argentinos consideraban a los
gurkhas como los soldados más sangrientos y primitivos del cuerpo británico y, además,
como alienados que peleaban sólo por dinero al servicio de un imperio al que no
pertenecían” (2004: 163). Mientras lo primitivo y lo sangriento, términos que Bourke
asociaba al racismo científico aplicado a la guerra, remiten, como vimos, a la
184
Frecuentemente, durante el conflicto, la prensa argentina presentó a los soldados ingleses como
desmotivados, mal preparados e incluso alcohólicos y drogadictos. Ver, por ejemplo, “El archivo secreto
de los marines en Malvinas”, en la revista Gente del 6 de mayo de 1982.
255
invencibilidad del gurka, la alienación del mercenario, constituía una fuente de debilidad.
En relación con este punto, Federico Lorenz refiere a una nota publicada por la revista
Gente el 20 de mayo de 1982 para afirmar que “El Ejército regular británico fue pintado
como un ejército de mercenarios. Para este fin, el anuncio del envío de tropas gurkhas a
las islas fue un elemento central en la propaganda argentina. Los nepaleses son ‘los que
pelean por otros’” (2013: 75). Asimismo, en La semana del 17 de junio se agregaban
“elementos racistas a la caracterización monstruosa de los nepaleses: “No son ‘ni ingleses
ni guerreros’, sino ‘asesinos’ por dinero que enfrentan a los ‘patriotas’ argentinos, y ‘no
son –ni física ni moralmente– ingleses. Tienen ojos rasgados, escasa estatura y una
tradición sanguinaria que los hace indeseables en su propia tierra’” (Lorenz, 2013: 75).
Por contraste, esta debilidad de las fuerzas inglesas permitía apreciar mejor el sentimiento
patriótico que supuestamente alentaba a los soldados argentinos.185
En relación con ello, surgió durante el conflicto una suerte de contra-figura, que
también retomaba una larga tradición, la del cuchillero correntino, provisto de un
primitivismo y una sed de sangre similar a la de los gurkas, que unidos al fervor patriótico
los dotaba de la posibilidad de vencer al invencible gurka. Si bien nunca hubo cuchilleros
en Malvinas, la figura tenía un efecto: era funcional al relato triunfalista que los gurkas
amenazaban con truncar. Además, lejos de ser arbitraria, la figura nacía de un hecho real:
el rol que desempeñaron en la guerra los soldados correntinos:
Durante la guerra, la prensa argentina habló con alguna insistencia de los cuchilleros
correntinos, un supuesto cuerpo especial de gran fiereza, integrado por soldados de
la provincia de Corrientes. Que los supuestos “cuchilleros” fueran correntinos no era
casual. Su procedencia, una de las provincias más pobres de la Argentina, era la
misma que había provisto históricamente buena parte de la “carne de cañón” o
personal de tropa para el ejército nacional (p.e., durante la guerra de la Triple Alianza
contra la República del Paraguay, en 1870. Ahora Malvinas recibía al nutrido
personal de origen nordestino de la Brigada III de Infantería, con sede en el sur
correntino, sobre la frontera argentino-brasileña. (Guber, 2004: 163-164)
185
Cabe recordar en este punto que una de las operaciones que, según Rosana Guber (2004), los ex
combatientes debieron realizar a su regreso al continente para erigirse en narradores autorizados de su
propia experiencia fue la de transformar el deber de la conscripción en un acto de voluntad (cfr. supra).
256
En la ya mencionada novela El desertor, de Marcelo Eckhardt, no solo es relevante
la figura del gurka sino también esta suerte de contrafigura pobre, enviada a la guerra
como carne de cañón que paradigmáticamente representa el correntino –aunque, en la
novela, Yo Perro García en realidad es chaqueño–. Como vimos, en la novela es menos
importante, en términos identitarios, la frontera entre los países que aquella que divide a
los opresores de los oprimidos. Por ello, el gurka Hang Teng se equipara con Yo Perro
García, el soldado argentino, en la medida en que ambos están sometidos por los países
que los obligan a ir a pelear en nombre de causas que no les pertenecen. Más próximos
entre sí que de sus opresores, que los obligan a ir a la guerra, Hang Teng y Yo Perro
García huyen juntos: “Hang Teng, a mi entender, desertó por asco, asco a guerras ajenas
bien pagas, armamento de primera y demás porquerías. Yo deserté porque no me quedaba
ninguna otra opción…viable” (Eckhardt, 2009: 83-84). Como vimos en el apartado 1, la
deserción tiene un efecto desestabilizador respecto de las identidades nacionales y los
límites que las definen: en este caso, borra la diferencia entre unos soldados
supuestamente alentados por el amor a la causa y unos mercenarios monstruosos. Como
consecuencia, el gurka se aproxima a su contrafigura, el soldado argentino –en especial
aquellos más humildes, del interior del país– y es despojado, al menos en parte, de su
monstruosidad.
Sin embargo, por este camino, al ser privado de su ferocidad animal, el gurka
pierde también toda efectividad narrativa, tanto para los relatos triunfalistas que veían en
él un rival digno pero en desventaja por la carencia de fervor patriótico, como para su
contracara, los relatos que se lamentan por la derrota. Humanizado, el gurka se vuelve
objeto de la parodia, como sucede en el cuento “La soberanía nacional” de Rodrigo
Fresán, escrito durante los primeros años de la década del noventa, igual que El desertor
(cfr. capítulo II). Allí, un soldado argentino, Alejo, se encuentra de casualidad con un
gurka que, lejos de ser un asesino impiadoso, habla igual que Bugs Bunny e insiste en
que quiere ser tomado prisionero. Alejo y el gurka discuten sobre a cuál de los dos le
corresponde ser tomado prisionero, hasta que en el forcejeo el fusil se dispara
accidentalmente y el gurka muere. En este cuento, los gurkas son mucho más humanos y
menos monstruosos de lo que dice la reputación que los precede: es por eso que en el
accidente tanto podía morir uno como el otro, los dos son humanos, ninguno es
invencible. No obstante, a continuación, la brecha que separa a los soldados argentinos
de los terroríficos gurkas vuelve a trazarse y lo hace precisamente en el momento en que
la anécdota es narrada por otro soldado. Es decir, es en la instancia del relato posterior al
257
hecho cuando los gurkas son reinscritos como monstruos y los argentinos como héroes a
partir de una producción de la lógica del enfrentamiento:
Lo trajeron anteayer al gurquita. Pobre flaco. Será el enemigo y todo lo que quieras,
pero morirse así, la verdad que te la regalo. Con el agujero de bala justo entre los
ojos. Y quién iba a decir que el mufa de Alejo tenía tanta puntería. O que era tan
valiente […] Parece que el gurquita se le tiró encima por detrás, venía arrastrándose
como una serpiente y le clavó el cuchillo en el brazo. Se pusieron a luchar, Alejo se
soltó, hizo puntería y, ¡bang!, peint it blac y a otra cosa, loco. (Fresán, 1998: 112)
También en Las islas las historias sobre los gurkas forman parte de los discursos
que la novela parodia: el carácter feroz y sanguinario de estos guerreros se vuelve objeto
de burla y la figura pierde su efecto aterrador. Así, por ejemplo, ocurre en el episodio que
protagoniza un ex combatiente, Petete, en un supermercado, tras el cual es internado en
el Borda por segunda vez:
Había ido al supermercado, parece, y cuando estaba pagando el coreano lo miró raro
a través de esas mirillas que tienen por ojos, o le reclamó algo en su lengua y Petete
entendió mal, no se sabe bien, la cosa es que se le desencajó la cara y largando todas
las provisiones al suelo empezó a retroceder, señalándolo con el dedo y gritando
“¡Un gurkha! ¡Un gurkha!”. Terminó atrincherándose detrás de una góndola de
envasados, defendiendo su posición arrojando latas de cerveza –les arrancaba la
argolla y todo, estará loco pero el entrenamiento no lo perdió– hasta que la yuta vino
a buscarlo. Trató de explicarles que todos los coreanos de Flores eran en realidad
gurkhas camuflados preparando la tercera invasión… (Gamerro, 1998: 63)
258
En efecto, los relatos sobre los gurkas aparentemente servían, por un lado, para
mostrar, por contraste, que los soldados argentinos no iban a pelear obligados sino
convencidos de la justicia y el valor de la causa, y por el otro, para constituir un enemigo
tan sangriento y fuerte que solo los soldados más valientes podrían, tal vez, derrotar. Sin
embargo, terminan por mostrar lo contrario: que gurkas y conscriptos argentinos no son
figuras completamente opuestas, que incluso se parecen, en la medida en que están
igualmente sometidos por un ejército que ni siquiera forma parte claramente de la misma
nación que ellos –en el caso de los gurkas, es el ejército de un Estado colonialista; en el
de los argentinos, un Estado usurpado por el ejército–; por otro lado, las historias acerca
de las violaciones de prisioneros por parte de los gurkas, lejos de convertir a los soldados
en héroes, contribuyeron a confinarlos en una posición desde la cual era muy difícil dar
sentido narrativo a la experiencia bélica, e incluso representarla.
En ese sentido, la presencia de los gurkas termina alejando a los relatos del
universo épico. Vimos que en los límites se dirime qué es lo ajeno y qué es lo propio: tal
es el sentido que provee la frontera. En tanto el límite que encarnan los gurkas constituye
una zona de ambivalencias, de pasajes, de resistencias, allí aquello que quiso excluirse se
muestra como propio, lo cual, en palabras de Freud constituye el modo del retorno de lo
siniestro (cfr. supra). Fundamentalmente, las fronteras de las naciones enfrentadas, que
la extrañeza radical del gurka debía confirmar, no solo se desdibujan sino que comienzan
a mostrar, como reverso, otras fronteras, interiores, las que separan a los opresores de los
oprimidos, en este caso a los soldados conscriptos de los militares.
Así, pues, si tomamos los textos como conjunto, vemos que el gurka deja de ser
una figura completamente heterogénea, puesta ahí únicamente para narrar el
enfrentamiento entre ingleses y argentinos, sino que se aproxima y narra, además, un
enfrentamiento interno, una grieta en la pretendida totalidad argentina. Quien más
claramente expresa esta posición es Gustavo Caso Rosendi, cuyos poemas ocupan
también una suerte de frontera discursiva, donde se unen lo testimonial con lo literario:
Cuchillos fantasmales
cortando los sueños
259
las picanas sobre panzas
embarazadas?
186
Gustavo Caso Rosendi es un poeta y ex combatiente. Nacido en 1962 fue enviado a Malvinas con el
Regimiento de Infanería 7, de la ciudad de La Plata, apostado en el Monte Longdon, donde se vivieron
algunos de los combates más cruentos en los días previos a la rendición argentina. En 2009, su libro
Soldados fue publicado por la editorial del Ministerio de Educación (cfr. capítulo III)
260
por entre los peñascos […] La cabeza del argie se sacudió con el impacto de los
proyectiles. Los ojos se le fueron para atrás, se le abrió la boca y empezó a chorrear
sangre y saliva por todo el mentón hasta el cuello de la camisa. Al mismo tiempo la
mano me soltó la pierna y se apoyó en mi bota. La pateé como si fuera una pelota de
fútbol. (1992: 144)
261
que es en realidad el que se vincula con lo familiar, es decir, con los muertos y heridos
del propio bando. El libro Soldados, de Gustavo Caso Rosendi, conscripto clase 62 que
combatió en el Monte Longdon, comienza así:
262
amigos de Vojkovic y Colita el perro
y un compañero de la primaria
que Vojkovic tenía medio olvidado
y hasta el almacenero
a quien Vojkovic
le compraba la yerba
cuando estaba de guardia
El 8 de junio de 1982 Vojkovic había ido, junto con otros tres soldados, Vargas,
Hornos y Zelarrayan, hasta una casa abandonada en la que buscaban provisiones. En el
camino de regreso, uno pisó una mina que los mató a todos. Hugo Sánchez, otro poeta ex
combatiente del Regimiento 7, recuerda esa muerte cuando vuelve a Malvinas veintisiete
años después:
Me senté
mirando la casa
desde la otra orilla del murrell
el alambrado con los carteles
rojos de danger mines
partía el paisaje al medio
cuando
Encendí un partagas
no sé cuánto tiempo estuve sentado
recordándolos
enteros
me paré
hecho pedazos
y seguí mi camino (2012: 62)
Mientras los soldados están enteros, el “yo” que los recuerda está hecho pedazos.
Así, en esta poesía, como en las de Caso Rosendi, se configura una zona en la que los
vivos se sienten tan próximos a los muertos que incluso podrían convertirse en ellos.
La posibilidad de un pasaje como ese, que constituye una de las escenas más
aterradoras, se produce en parte porque en la guerra la muerte es una lotería, que uno
263
muera y otro viva es casi siempre un puro azar.187 Santiago, entrevistado por Daniel Kon,
hace referencia a ello al narrar la escena del repliegue: “Todos corrían como locos. Era
una lotería, salir vivo o muerto era nada más que cuestión de suerte. Por ahí, un chico se
apuraba un poco más, corría más rápido y justo lo agarraba una bomba y lo destrozaba, y
otro que venía un poco más atrás se salvaba” (Kon, 1984: 99). En Iluminados por el fuego,
Edgardo Esteban cuenta la escena en que, después de la rendición argentina, se acerca a
la tumba donde quedó su compañero Vallejos: “lo había visto morir en el lugar, a la hora
donde yo tendría que haber estado; me impresionaba esa muerte, me impresionaba tanto
como el hecho de estar yo con vida” (2012: 60). A partir de allí, se rememora la noche
del 12 de junio, en que Vallejos murió al cumplir el turno de guardia que le correspondía
a Esteban. El intercambio se había producido porque, llegada la hora, Vallejos no se
presentó, y como el oficial a cargo justo lo vio a Esteban sin nada que hacer, lo envió a
cumplir el turno hasta las 22, hora en que fue reemplazado por Vallejos.188 Allí, Esteban
se dirige a descansar en su pozo de zorro, pero apenas unos minutos más tarde se desata
el bombardeo. En ese momento, reflexiona: “Era terrible pensar que la continuidad de mi
vida dependía sólo de la suerte: mi vida entera estaba expuesta a la muerte por azar”
(2012: 67). Enseguida descubrirá, sin embargo, que quien moriría esa noche era Vallejos,
en su turno de guardia: “yacía dentro del pozo, con todo el pecho abierto. Una masa de
ropa y sangre. Tenía un puñado de esquirlas incrustadas” (2012: 68). También en la
historia de la muerte de Vojkovic, Vargas, Hornos y Zelarrayan interviene el azar: los
soldados que querían ir a la casa eran más de los que podían. En la versión del soldado
Guillermo Pirich, recogida por la periodista Natasha Niebieskikwiat en Lágrimas de
hielo, la discusión se zanjó mediante el sistema de palitos, lo que provocó el enojo de los
que no pudieron ir. En la que la madre de Vojkovic cuenta al padre de Vargas, no son
palitos sino monedas (Vargas, 2003).
De todos modos, lo fundamental es que únicamente ante los muertos del propio
bando los soldados pueden reconocer que los lugares son intercambiables. No ocurre lo
187
En los testimonios ingleses, el azar también interviene a la hora de narrar el instante en que se define
que un soldado muera y otro viva: “Era una posición perfecta para la matanza: las trincheras de las
posiciones argentinas estaban en las tierras más altas, mirando hacia abajo en dirección a una pequeña
hondonada que tenía agua a la izquierda. Sin embargo, las primeras descargas de las trincheras pasaron por
arriba […] Yo me alegro mucho de que haya sido así, porque si hubieran esperado hasta tener más luz,
habrían acabado con nosotros.” (Bilton y Kosminsky, 1991: 168-169).
188
Algunos ex combatientes presentan una versión diferente del episodio, según la cual Esteban rehuyó la
guardia adrede, del mismo modo en que rehuyó casi todos sus deberes de soldado. En estas versiones,
generalmente promovidas por militares y soldados afines a las Fuerzas Armadas, Esteban es un cobarde y
un mentiroso. Véase, por ejemplo: http://infoconnoticias.blogspot.com.ar/2013/04/iluminados-por-la-
mentira-edgardo.html
264
mismo frente a los enemigos, mucho menos frente a los extrañísimos gurkas. Fabián, uno
de los entrevistados por Kon para Los chicos de la guerra, relata así el episodio que vivió
tras ser tomado prisionero:
189
Esta constituye una característica común de la mayoría de los relatos bélicos. En efecto, en sus
testimonios, los soldados ingleses también están “hablando constantemente de la muerte”, como señala el
soldado Chris White (Bilton y Kosminsky, 1991: 202) y de su poder de extrañamiento. Así, por ejemplo,
relata el soldado Wayne Trigg las escenas grotescas vividas en el Sir Galahad luego de que fuera
bombardeado: “Mientras miraba alrededor pude ver a otros heridos, mis compañeros. Pero era imposible
reconocerlos porque tenían la cara completamente negra. Los cabellos habían desaparecido, quemados […]
Vi a dos o tres de ellos tendidos en sus camillas; uno era aparentemente amigo mío –me lo dijo después–
pero yo no pude reconocerlo. No dejaba de gritar diversos nombres, pero nadie podía reconocer a ninguno
de nosotros. La piel de las caras estaba completamente negra y empezaba a ampollarse y llenarse de costras.
El olor era espantoso” (Bilton y Kosminsky, 1991: 215). Esta disrupción de la muerte hay que comprenderla
en el marco de una guerra, “que no se parece a nada que uno haya podido experimentar antes en su vida”,
donde los compañeros se han convertido en una verdadera familia: “somos un cuerpo de hombres
265
ellos, mirarlos siquiera sin estallar en llanto, como se ve en la continuación del relato de
Fabián:
Entre los múltiples relatos de Malvinas que Las islas reversiona, aparece también
este, el del enterramiento de compañeros en el monte Longdon. Sin embargo está incluido
en “La batalla de Longdon”, que no solo es uno de los pocos capítulos predominantemente
dramáticos de la novela sino también el único donde la guerra, en vez de ser simulada,
como ocurre en el resto del texto, es narrada (cfr. capítulo II). Allí, Felipe Félix recuerda
el momento en que debió enterrar a sus propios compañeros muertos junto con otro
soldado: “Está llorando, desde que empezamos a cavar, llora casi sin tristeza, como si
cavar y llorar fueran naturalmente juntos, y no para de llorar mientras cava […] El primero
que damos vuelta es Rubén” (Gamerro, 1998: 561). En eso, comienza un ataque: “El
silbido del proyectil crece en intensidad: por la dirección es uno de los nuestros, pero no
alcanzo a darme cuenta si es un obús o un disparo de 105” (Gamerro, 1998: 563).
En el relato de la escena que, en 2012, hace el soldado Carlos Amato en Malvinas, la
primera línea, también el trabajo es interrumpido por un ataque que parece venir del
propio lado:
Por ahí nos hacen levantar, nos dan palas y nos separan en grupos de cinco. Teníamos
que enterrar a doce compañeros y realmente era muy poco lo que podíamos hacer
[…] En un momento, nuestra propia artillería bombardeaba tan intensamente que
nos tuvimos que tirar arriba de nuestros propios compañeros muertos, en la fosa. Nos
levantamos, tiramos un poco más de tierra hasta que los ingleses nos sacan corriendo
porque las bombas caían en esa posición. Era una cosa grotesca. Estás enterrando a
tus compañeros y encima te tira tu propio regimiento. Eso de bombardear posiciones
propias porque alguien les dijo que había que tirar porque si no los ingleses
avanzaban…¡Yo no le encuentro mucha explicación! ¿Por qué me están queriendo
matar los míos? (Ayala, 2012: 116)
fuertemente unidos por nuestras tradiciones, por nuestro regimiento, por un sentimiento de pertenencia y
unidad. Somos una familia de personas, y es necesario recordarlo” (Bilton y Kosminsky, 1991: 186, el
destacado es nuestro). Así, pues, es el encuentro con los muertos propios lo que al mismo tiempo que vuelve
extraña la guerra, la vuelve real: “Y entonces nos entró por la fuerza la verdadera sensación ‘Esto es la
guerra y no un ejercicio, cuando vimos a nuestros propios tipos caídos muertos o heridos” (Bilton y
Kosminsky, 1991: 168).
266
El ataque del propio bando, comúnmente denominado “fuego amigo”, es un
accidente propio de los escenarios bélicos, al que hacen referencia incluso los militares
en sus testimonios, de diversas maneras. Ítalo Piaggi, por ejemplo, refiere a un caso de
fuego amigo muy frecuente en Malvinas que es el riesgo de las propias minas: “Las tropas
quedaron delante de los propios campos minados y de las alturas de la zona, de manera
que en caso de tener que replegarse, mis hombres iban a tener que pasar a través de los
campos minados que habíamos instalado para su defensa…” (Cittadini y Speranza, 2007:
123). El Capitán J.R.S. se permite incluso cierto tono de broma al respecto:
190
Una de las poesías de Hugo Sánchez liga también la guerra con lo “dantesco”, aunque de un modo más
velado: “El monstruo de tres cabezas / a través de un embudo / nos escupió en las islas / sin dante ni Virgilio
/ Desde el wireless ridge / no nos mostraron / ni el lete ni el eunoe / sólo conocimos el murrell / Sin
trashumanar / pasamos la esfera de fuego / para escribir / nuestra propia comedia” (2012: 18)
267
Era una lluvia de plomo infernal, un espectáculo dantesco. Hubo un momento en que
me quedé pasmado, detrás de una ametralladora, en la primera línea. La cantidad de
bombazos era tan espantosa, el ruido tan ensordecedor, que me quedé quieto,
mirando nada más, porque era un espectáculo admirable, no era bello pero era eso,
la guerra. Los fuegos trazantes, la turba en llamas por efecto de los bombardeos, el
campo de combate incendiado, una visión terrorífica. Era el infierno. (Cittadini y
Speranza, 2007: 150)
A esa altura ya comíamos muy mal, casi no nos llegaba la comida. Entonces muchos
pibes empezaron a escaparse para ir al pueblo, a robar comida a los depósitos […]
Otros iban como mendigos a pedirles a los kelpers. Les hacían seña, llevándose la
mano a la boca, de que tenían hambre […] Algunos suboficiales le llenaban la cabeza
al capitán, le decían que los pibes se escapaban y que eso no podía ser. Entonces a
cada rato estaban tomando lista, y siempre faltaban uno o dos. Cuando volvían, los
castigaban. Les hacían sacar las medias y los metían con los pies descalzos adentro
de los charcos de agua fría, escarchada, o los hacían arremangar y les metían ahí las
manos. En otra sección, me contaron que los desnudaban de la cintura para abajo,
les hacían apoyar los huevos en una tabla y les pegaban con fuerza desde atrás. En
mi sección, a los que iban a robar al pueblo les daban calabozo de campaña, los
estaqueaban. (1984: 89)
En este fragmento se conjugan las dos principales formas de este singular “fuego
amigo”: en primer lugar, la negligencia o desorganización, por las cuales los soldados
pasaban hambre y frío, y en segundo lugar, el castigo físico.
En el libro Lágrimas de hielo, la periodista Natasha Niebieskikwiat presenta
pruebas de al menos dos casos de muertes de soldados argentinos provocadas por la
268
primera de esas formas. La más documentada por testimonios es la de Remigio
Fernández, un soldado proveniente de una zona carenciada de Corrientes que, según uno
de sus compañeros, ya al llegar a Malvinas “era delgado en extremo y tal vez habrá tenido
algunas complicaciones, de parásitos, o alguna complicación renal” (Niebieskikwiat,
2012: 24). Las dificultades para hacer llegar la comida al frente, que eran mayores en la
alejada zona de Puerto Howard donde él estaba, sumadas al hecho de que estaba bajo el
mando de jefes inescrupulosos que se apropiaban de la poca comida que llegaba, dejando
sin nada a los soldados, provocaron que, al final, Remigio ya no quisiera comer y
terminara muerto por inanición en una carpa, “arrolladito” con una manta, según los
testimonios. El ex médico militar Juan Reale, asignado a la zona de Howard, confirma la
historia en el documental Desobediencia debida (Reale, 2010). El otro caso es el de Juan
Quintana, del que algunos afirman que murió de hambre mientras se lo trasladaba.
Lágrimas de hielo habla también de maltratos y torturas, perpetrados por algunos
militares. Un caso es el del ex general Omar Parada, a cargo de la III Brigada de Infantería,
descripto por Isidoro Ruiz Moreno como un hombre “de modales ásperos, con
manifestaciones autoritarias y despectivas hacia sus subalternos” (Niebieskikwiat, 2012:
29), que permitió que Puerto Howard se convirtiera en un infierno para sus soldados, que
en algunos casos llegaron a perder 20 kilos y no se movió de Puerto Stanley durante todo
el conflicto. Otro es Mario Benjamín Menéndez (hijo), quien, en numerosos testimonios,
aparece como responsable de estaqueamientos entre otras formas de tortura. Finalmente,
el libro incluye también la historia de la muerte de Vargas, Zelarrayan, Hornos y
Vojkovic, pues la autora considera que la muerte de los cuatro jóvenes es resultado de la
negligencia militar. En primer lugar, está el hecho de que los soldados estuvieran
famélicos y tuvieran que conseguirse sus propios alimentos, lo cual era frecuente en los
montes más alejados de Puerto Argentino –tal como se vio en los dos casos de soldados
muertos por inanición–. En segundo lugar, los testimonios coinciden en que la excursión
fue autorizada por los mandos superiores, de modo que lo allí sucedido queda en la esfera
de su responsabilidad. Pero lo más relevante es el hecho de que la mina que detona es
argentina. En su testimonio, Javier Torres, ex combatiente de la Compañía de Ingenieros
encargada de minar la zona donde murieron los cuatro conscriptos, sostiene: “Yo no tuve
instrucción sobre cómo colocar minas, porque en el regimiento fui chofer. Pero cuando
llegamos a Malvinas me dijeron: ‘Se hace un agujero así con la bayoneta, se entierra la
mina y ya está’” (Niebieskikwiat, 2012: 161). Entretanto, Salvador Vargas cuenta en su
libro que en un acto tuvo oportunidad de hablar con el oficial del escuadrón de su hijo, y
269
que le preguntó dónde estaba él cuando ocurrió lo del bote: “Me respondió que había
estado en Puerto Argentino. Que eso ocurrió por una picardía” (2003: 60). Esta ausencia
de los mandos militares en el frente es muy frecuente y puede sumarse a los maltratos y
negligencias, como el caso de Baldini que citamos antes, o incluso la confesión del mismo
Mario Benjamín Menéndez (Ayala, 2012: 146). En algunos fragmentos de Iluminados
por el fuego también se hace referencia a las torturas a los soldados por parte de los
militares:
El alivio de dejar ese lugar fue increíble; era como si me hubieran desatado después
de haber estado cautivo. Pensé en los pibes estaqueados, eso sí que debía ser duro.
Los estaqueaban de pies y manos en un terreno descampado y cada quince minutos,
cuando se estaban congelando, los hacían correr alrededor del lugar para volverlos a
atar. Así durante horas. (Esteban, 2012: 65)
Así, pues, este es uno de los aspectos más siniestros de la guerra de Malvinas y,
por tanto, uno de los que más dificultó su relato, en tanto no el enfrentamiento con el
propio bando no concibe ser narrado desde la épica y en muchos casos ni siquiera concibe
ser narrado. De hecho, en general, los abusos y maltratos no aparecen directamente en los
relatos. Pueden leerse entre líneas en la insistencia del fuego amigo y del horror ante los
compañeros muertos. Por un lado, como hemos visto, porque los soldados intentaron en
sus relatos eludir la victimización; por otro lado porque al finalizar la guerra fueron
conminados a guardar silencio, primero a través de presiones y hasta la obligación de
firmar compromisos al regresar al continente y luego, como hemos visto, porque sus
relatos no encontraron un marco oficial ni social en el que desplegarse, de modo que
quedaron relegados a ámbitos privados hasta que, recién en los últimos años, a partir de
una serie de transformaciones y con la intervención del juzgado de Río Grande,
comenzaron a aparecer. Entretanto, las fuerzas armadas no solo guardaron silencio en
relación con los accidentes, muertes dudosas y abusos a los derechos humanos durante la
guerra; también, en otros casos, los partes oficiales proveyeron de versiones falsas que
convertían las muertes por inanición, estacamiento o negligencia en muertes en combate.
Un ejemplo de estos relatos encubridores es el que construyeron las Fuerzas Armadas
sobre la muerte de Remigio Fernández, mencionado antes:
en contraste con los testimonios de los soldados que compartieron con él la posición
y de otros que vieron trasladar su cuerpo, la partida de defunción oficial de
Fernández, expedida por el Comando en Jefe de la fuerza terrestre, señala que su
270
muerte se produjo “en acciones de guerra en las Islas Malvinas”, es decir, en
combate. (Niebieskikwiat, 2012: 22)
Otro caso es el del soldado Héctor Rolla, de la clase 63, incluido en Malvinas, la
primera línea. Allí, el soldado Beto Alonso cuenta que a Rolla, que pertenecía al BIM 5,
se lo vio deambulando, en muy malas condiciones, porque “allá se le desacomodaron los
jugadores” (Ayala, 2012: 90). Carlos Amato explica: “parecía como un tipo
perdido…Parecía como alguien que tenía problemas, porque no se le entendía bien.
Después me dijeron que era un tipo normal, pero que en Malvinas quedó muy mal”
(Ayala, 2012: 91). Era una persona que no podía cumplir su rol, por eso se había vuelto
potencialmente peligroso para sí mismo y para su grupo. En un momento, le agarran
convulsiones; los soldados van a llamar al enfermero pero cuando este llega, Rolla ya está
muerto. Beto Alonso cuenta: “Yo lo vi morirse ahí. Tuvo un ataque al corazón. Por
congelamiento, por hipotermia…Y la Marina lo pone a Rolla como que murió en combate
el 14 de junio de 1982”; y concluye: “Hay una construcción de la mentira, se
«falsificaron» los certificados de defunción de las Fuerzas Armadas” (Ayala, 2012: 92).
Asimismo, en Historias breves y sentimientos, Salvador Vargas relata cómo se
enteró de lo que le había pasado a su hijo Alejandro, presente en el episodio del bote. El
16 de junio de 1982, cuenta, tres militares le informaron del fallecimiento de su hijo. Al
día siguiente, él se acercó al regimiento donde le corroboraron la noticia sin
proporcionarle más detalles. Estos llegaron recién con la visita de un compañero que
había estado con Alejandro en Monte Longdon.
De manera que los militares tienden a encubrir sus falencias, negligencias y
maltratos por medio de la producción de versiones “encubridoras”, en las que la extrañeza
radical de la muerte en la guerra –y, fundamentalmente, en esta guerra– desaparece, al
quedar subsumida o bien en relatos heroicos que se abren al universo ficcional (cfr.
apartado 2); o bien en números, que tienden, por el contrario, al informe burocrático,
como se ve en el siguiente testimonio, del Teniente Primero V.H.R.P: “…hicimos un
recuento y nos encontramos con que teníamos un cincuenta por ciento de la compañía.
Además, enfriada…” (Túrolo 1982: 301). Lo mismo sucede con las explicaciones
técnicas acerca de las armas, las estrategias, las posiciones, los mapas que abundan en
estos testimonios hasta conformar casi un diccionario de léxico castrense, a las cuales
también nos hemos referido en el apartado 2 de este capítulo.
271
Por esas vías la guerra se inscribe en un marco lógico, racional, se vuelve
explicable y analizable; los militares en sus relatos pretenden ser limpios, claros,
completos, sólidos. Sin embargo, en cuanto uno coteja estos relatos con los de sus
subalternos, comienzan a mostrar sus grietas:
272
T.J.F conoce ese límite es porque en la “otra guerra” se ubicó del otro lado de la línea que
separa a las víctimas de los victimarios; y precisamente a causa de ese conocimiento, se
asusta:
¿De dónde saca el Capitán la idea de que a los prisioneros se los puede tirar vivos
al mar, en una guerra que, en líneas generales, se realizó cumpliendo las normas de la
convención de Ginebra? ¿Es posible pensar que está apelando aquí también al saber
profesional que obtuvieron los militares en su período de formación que incluyó, como
vimos, “la otra guerra”? Las explicaciones técnicas y tecnológicas implican un saber que
excede la formación profesional del ejército y que trae, como reverso, el relato de esa
“otra guerra” que vuelve familiares a los monstruos.
Cabe mencionar, para terminar, el cuento “Primera línea”, escrito por Carlos
Gardini a comienzos de los años 80, donde también la tecnología es un modo de narrar la
monstruosidad asociada a Malvinas.191 El relato comienza con el combate en el que el
soldado Cáceres es herido en su pozo de zorro; a continuación, abre los ojos en el hospital
y descubre que ha perdido sus extremidades: “¿Cuál era la parte mutilada? ¿Cuál era él?
Que él estuviera vivo y las otras partes muertas no era suficiente diferencia. Era un
misterio, y cuando pensaba en el misterio sentía ganas de llorar, y cuando lloraba pensaba
en sus piernas, que al menos tendrían la suerte de no llorar por lo que les faltaba” (Gardini,
1983: en línea). Luego se narra la incorporación de Cáceres al grupo especial MUTIL,
sigla que significa Móvil Unitario Táctico Integral para Lisiados. Allí, los amputados
como él pueden reincorporarse a la guerra gracias a las unidades MUTIL a las que sus
cuerpos serían adosados:
191
El cuento obtuvo el premio “Círculo de lectores” en 1982, otorgado por un jurado compuesto, entre
otros, por Jorge Luis Borges y José Donoso.
273
o botones accionaban las armas y orientaban los rotores. Utilizaban la última
tecnología médica en materia de prótesis, decía el capitán, y en ese énfasis se notaba
la pobreza, la sofisticación de la pobreza. Una unidad MUTIL era mucho más costosa
que un infante, pero menos que un blindado; como arma antipersonal era mucho más
rentable que una bomba de alta potencia, y mucho más barata que un avión derribado.
(Gardini, 1983: en línea)
En la misma dirección, una grotesca escena del final del libro de Terzano cuenta
cómo los soldados se sienten convertidos en animales cuando, después de la rendición, se
encuentran con un depósito en que estaba guardada toda la comida que no había sido
repartida:
274
Así, en fila india ingresamos a nuestra última morada en Puerto Argentino, y casi sin
poder creerlo nos vimos en un mundo inmenso y maravilloso […] repleto de
provisiones que no habían sido distribuidas durante la guerra […] encontramos allí
la mayoría de las cosas que hubiéramos necesitado durante la campaña.
En fila india cruzamos todo el largo de ese paisaje de cuento de hadas sucio y caótico
[…] mirando a uno y otro lado, haciendo un inventario rápido de lo que había y
viendo cómo otros soldados, ya instalados hacía varias horas, habían comenzado la
tarea depredadora […] Ya calzados con sus nuevas botas, comían monstruosamente
de cuanta lata tenían a mano, mezclando cacao con salchichas, mate con duraznos al
natural […]
Al caer la tarde llevábamos ya varias horas de comer constantemente todo lo que
habíamos encontrado a nuestro paso […]
Así, durante toda esa noche, la puerta corrediza se abrió muchas veces para dejar
pasar a los que decidían aceptar la solución final y, de rodillas, asomando sus cabezas
por entre los maderos de la baranda del muelle, devolvían al agua cristalina y heroica
del Atlántico Sur una masa a medio digerir de chocolate, salchichas, duraznos y
mate.
Al mismo tiempo, unos pasos más allá, en dirección al mar, una pequeña casilla se
recortaba en la oscuridad de la noche neblinosa. No tenía ninguna luz y por eso, para
ver en su interior, se había dejado abierta la puerta. La luz pobre de una lámpara, que
colgaba en medio del muelle, alcanzaba apenas para guiarse, una vez dentro, en
medio de una maraña de excrementos de toda forma y consistencia. (Terzano, 1985:
160 y ss)
192
Sigmund Freud se refiere al origen de este precepto: “Frente al cadáver de la persona amada no sólo
nacieron la doctrina del alma, la creencia en la inmortalidad y una potente raíz de la humana conciencia de
culpa, sino los primeros preceptos éticos. El primer mandamiento, y el más importante, de esa incipiente
conciencia moral decía «No matarás». Se lo adquirió frente al muerto amado, como reacción frente a la
satisfacción del odio que se escondía tras el duelo [la pena], y poco a poco se lo extendió al extraño a quien
no se amaba y, por fin, también al enemigo” (Freud, 1991: 16).
275
tener que matar, pero también por las duras condiciones de la vida en el frente, los
soldados refieren sentirse empujados hacia el límite que los separa de los monstruos.193
Pero en esta guerra en particular la incorporación de lo monstruoso resulta indisociable
de las acciones de los mandos militares que hemos referido a lo largo de este capítulo y
que fueron desde la negligencia hasta el asesinato de los propios compatriotas, pues, allí,
las dos formas de muerte inexplicable, la del compatriota y la infligida por uno mismo –
por el propio bando–, se aúnan.
193
Las diversas formas de aproximación del hombre al animal y al monstruo en el contexto bélico aparecen
con mucha recurrencia en las historias sobre la guerra de Vietnam que cuenta en Las cosas que llevaban el
ex combatiente Tim O´Brien –ver, en especial, “Hablando de coraje” (O´Brien, 1992: 129-144), o en las de
la Segunda Guerra Mundial de Kurt Vonnegut en Matadero 5, por citar solo dos ejemplos.
276
se la estaba soñando su alma en el infierno: los ilusos abundan. ¿No? (Fogwill, 2006:
79)
«No podemos informar un número de bajas diarias inferior a quince porque eso daría
la impresión de que la guerra no va bien y desmoralizaría a la población, pero
tampoco de una inferior a siete porque esto llevaría a que alguna gente pensara que
la guerra va demasiado lento y no estamos haciendo bien nuestro trabajo, lo que
también desmoralizaría, así que el General Mayor, el Mayor General y yo acordamos
difundir diariamente una lista de once muertos. Quiero decir: nosotros aceptamos
divulgar los nombres de once muertos por día y el Alto Mando se comprometió a
darnos esos once muertos, no importa de qué forma. El problema es que, en realidad,
la guerra no avanza y no tenemos los muertos para nuestro parte diario y tenemos
que inventárnoslos […] A ti te hemos matado anteayer». (Pron, 2007: 44-45)
194
En el apartado 2, mencionamos el comienzo de Operación Masacre, a propósito de la escena, disruptiva
respecto del ideal heroico que ponía a Walsh en conocimiento de los hechos que luego investigaría. Cabe
señalar ahora que un poco más adelante Wlash sitúa el verdadero hecho en que se originan la investigación
y la escritura: el conocimiento de que hay un fusilado que vive. Es decir, hay un muerto que vive. La figura
es literaria: constituye un oxímoron. Pero precisamente de allí proviene su fuerza narrativa. El origen de
este libro se ubica en el encuentro del periodista con la historia increíble. Y su trabajo consistirá,
precisamente, en volverla creíble, por medio de la presentación de pruebas y testimonios. Novela y prueba,
Operación Masacre es el resultado de la tensión entre este origen marcado por lo literario y un desarrollo
periodístico, vinculado a lo empírico y lo experiencial. Aunque, una vez más, las diferencias son enormes,
conviene tener en mente esta historia, en la medida en que en este apartado trabajaremos la figura del muerto
que vive y nos preguntaremos por las narraciones a las que da origen.
277
línea). Drucaroff afirma que, aunque el fantástico y específicamente los fantasmas tienen
extensos antecedentes en la literatura argentina, “lo fantasmal no constituye una mancha
temática reiterada hasta la nueva narrativa. La detecto por primera vez en Los Pichy-
cyegos, de Fogwill, la primera novela de un escritor de la generación de la militancia que
fue descubierto, admirado y leído por los jóvenes de la postdictadura” (2011: 298).
Al ser empujado hacia sus límites el realismo se encuentra con lo gótico, que como
adelantamos al inicio es, en sí mismo, un discurso liminar, una zona donde lo familiar, lo
natural y lo racional se encuentran con lo extraño, lo sobrenatural, lo inexplicable, lo
fantástico. En su estudio sobre el fantasy, Rosemary Jackson definió el gótico como una
“literatura de irracionalidad y terror” por medio de la cual retorna lo silenciado durante el
Iluminismo: “Relegadas a los márgenes de la cultura iluminista, estas ‘fortalezas de la
insensatez’ fueron creadas por el orden clásico dominante, y ejercieron también una
presión oculta contra él” (1986: 98). Es decir, aquello situado en los bordes de la cultura,
no se mantiene separado sino que “establece una relación dialógica con esa cultura”
(1986: 98).
Las conceptualizaciones de Jackson no distan demasiado, en este punto, de las ya
clásicas de Julio Cortázar y Tzvetan Todorov. En “Del cuento breve y sus formas”,
Cortázar define lo fantástico como un momento de ósmosis, de permeabilidad entre dos
mundos heterogéneos entre sí: el de lo fantástico y la estructura ordinaria. Entretanto, para
Todorov, lo fantástico ocupa el tiempo de una vacilación entre dos tipos de explicaciones
para los fenómenos extraordinarios: “o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un
producto de imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el
acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y entonces esta
realidad está regida por leyes que desconocemos” (2003: 24). Más allá de los reparos que
se puedan hacer a su definición, la noción de vacilación es productiva en tanto puede ser
ligada con la oscilación que Jameson situaba como central en la representación de la
guerra.
En el fragmento antes citado de Los pichiciegos se ve claramente el momento de
esa vacilación entre lo verosímil y lo inverosímil, que por otra parte atraviesa toda la
novela, bajo la forma de una dicotomía entre creer y no creer. Los soldados en el campo
de batalla no saben si los pichis existen o no, si son muertos o si son vivos. Como hemos
visto para otras figuras sobrenaturales, la indeterminación ontológica se corresponde con
la liminaridad discursiva que en esta novela asume muchas veces la forma del rumor (cfr.
capítulo I). Así ingresan los pichis en la categoría de fantasmas –como lo hacen, también,
278
las monjas aparecidas– las figuras que otorgan a Los pichiciegos su rol fundacional en la
relación entre Malvinas y el relato gótico.
Las aparecidas son dos monjas que andan en el frío, repartiendo papeles, rodeadas
de ovejas y que hablan con acento francés. Primero las ve el pichi Pugliese. Los otros
pichis desconfían, creen que se volvió loco. Pero después las ven Viterbo y García.
Entonces “las opiniones de los Reyes se dividieron. Las opiniones de los pichis se
dividieron igual. Unos pensaban que era verdad y otros que también Viterbo y García se
estaban empezando a volver locos. Igual impresionaba…” (Fogwill, 2006: 76). La escena
ha sido considerada por Claudia Torre como un relato de terror: “Por un lado en su forma:
está contada en un vivac, en un corro de soldados de guerra. Se trata de concentrar la
atención de todos los que escuchan, generar expectativa, convocar y capturar la atención
o el espanto”. Sobre este punto, Torre destaca que el hecho de que las monjas hablen en
castellano “es el elemento de realidad que, combinado con el fantástico potencia el
fantástico (esto de acuerdo a la ya clásica teoría de Cortázar sobre el fantasy)” (Torre,
2012: mimeo). El efecto terrorífico de la escena, sin embargo, proviene ante todo del
hecho de que las monjas aparecidas constituyen el retorno siniestro de Léonie Duquet y
Alice Domon, las dos monjas de origen francés vinculadas a la fundación de Madres de
Plaza de Mayo, desaparecidas unos años atrás. En este sentido, el hecho de que hablen en
castellano, potencia el efecto terrorífico de la escena porque inscribe a estos fantasmas en
el mundo de lo familiar, de lo propio, de lo nacional.
En cambio, Elsa Drucaroff destaca la inflexión paródica que asume en Los
pichiciegos la vacilación fantástica: “la entonación cínica y juguetona de la escritura no
permite que la vacilación alcance dimensión dramática” (2011: 299). Incluso, el hecho de
que todo el relato esté puesto en boca de Quiquito la lleva a afirmar que es posible que
toda la historia sea la fabulación psicótica de un “loco de la guerra”; aunque, en todo caso
no importa, pues si hay algo que la novela de Fogwill postula ante todo es “la voluntad
de no tomarse demasiado en serio” (2011: 299).195 En relación con el episodio de las
monjas, afirma que marca el temprano ingreso a la literatura del trauma político. Estas
195
Tal vez como consecuencia de una lectura que insiste en no tomarse en serio a la novela, la autora hace
mención de una psicóloga con la que habla Quiquito. Aunque es una posibilidad que se trate de un
psicólogo, la figura del entrevistador es controversial y es difícil demostrar que se trata de un psicólogo, un
periodista o un escritor (cfr. capítulo 2). En cualquier caso, no hay dudas de que se trata de un hombre. La
psicóloga es, sí, un personaje paródico pero secundario: Quiquito se refiere a ella como “la mina de los
tests”: “No empecés como la tipa del otro día, ‘¿si fuera un animal, qué sería?’, ‘¿y si fuera una planta?’,
‘¿y si fuera una comida?’” (Fogwill, 2006: 137); “Como a la mina de los tests, te engrupí. A ella le dije que
quería ser león, arbolito, piano. La engrupí” (Fogwill, 2006: 139).
279
aparecidas se fusionan con los “fantasmas que habitan desde siempre la cultura popular
argentina”, hasta volverse “parte de nuestro folklore, de un temor irracional, superstición
colectiva, de lo irreductible a la comprensión política” (Drucaroff, 2011: 300-301). Sin
embargo, a continuación, la autora reinscribe el episodio en el marco farsesco en que
insiste en leer la novela:
Sin embargo, tanto las monjas aparecidas como la media existencia de los pichis,
de la cual Quiquito es el único testigo porque es el único sobreviviente, constituyen
momentos por entero dramáticos. En medio de una guerra que de tan absurda puede
resultar cómica, persiste un núcleo de horror que coincide con esa zona de confluencia de
lo ficcional y lo testimonial en que se ubican el rumor pero también el testimonio de
Quiquito: esa zona en la que los muertos no están del todo muertos y los vivos se parecen
a los muertos, a punto de confundirse con ellos. La zona se corresponde con ese limbo
que una vez definió Jorge Rafael Videla: “El desaparecido, en tanto esté como tal, es una
incógnita el desaparecido. Si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamiento X y si la
desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z, pero
mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita,
es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido”.196
Con sus dos grupos de fantasmas –las monjas y los pichis–, Fogwill traza por
primera vez la asociación entre desaparecidos y muertos en Malvinas, y lo hace con tal
fuerza que de allí en más la referencia gótica a los fantasmas del campo de batalla llevará,
más o menos visible, la referencia a los otros muertos insepultos de la dictadura militar.
Fundamentalmente, la referencia es posible en la medida en que se trata de relatos que,
como el rumor –en el que muchas veces se apoyan– vacilan entre lo verdadero y lo
verosímil, entre el realismo y el fantástico.
196
Esa fue la respuesta que en 1979 el entonces presidente de facto, Jorge Rafael Videla, dio a un periodista
extranjero que en una conferencia de prensa le preguntó por los desaparecidos.
280
Vimos en el apartado anterior que los casos de muerte de soldados argentinos por
responsabilidad de sus propios jefes tendieron a ser velados por relatos sobre sus muertes
en combate, a manos del enemigo inglés. Pero hay otros casos en que no hay rastros de
los cuerpos, no se sabe qué pasó con ellos ni dónde están. Es el caso de los 323 muertos
en el hundimiento del Crucero General Belgrano y de algunos soldados cuyas tumbas no
tienen nombre.197 En el capítulo III, mencionamos el testimonio de Norma, incluido en
Vidas marcadas (Gallardo, 2012), que considera a su hermano, caído en Malvinas, como
un desaparecido. En el documental Locos de la bandera (Cardoso, 2005), en el que se
entrevista a varios familiares de caídos, Valeria, la madre de Eleuterio Ramos, tripulante
del Belgrano, relata cómo recibió la noticia sobre lo que le había pasado a su hijo, el día
11 de mayo, nueve días después del hundimiento. Según cuenta, ella se quejó de tal
demora, a lo que el militar que traía la noticia respondió: “Las noticias van así, tampoco
vamos a decirle que su hijo ha muerto si a lo mejor está vivo”. Entonces Valeria
repregunta: “¿Y con esto qué me quiere decir? ¿Qué está muerto o que está vivo?”; y el
militar responde: “No, él no está entre los rescatados”. En el relato, en ningún momento
se confirma la muerte. En efecto, al no haber cuerpo, no hay confirmación posible, no hay
certeza. Valeria concluye: “La duda queda. Como quedó en mí, quedó en muchas
madres”. A continuación, otra madre se refiere al retorno de su hijo, otro de estos muertos
insepultos, como fantasma: “Yo y toda mi familia estamos pensando que está de viaje.
No sé si es la ignorancia o es algo, ¿viste?, que uno tiene adentro, que siempre me parece
que va a tocar al timbre, me parece que lo voy a ver, presente, como sabía venir, con su
uniforme de Marina”.198 Algo similar dice el padre del soldado Juan Domingo
Horisberger, caído en combate, en el documental El héroe del Monte Dos Hermanas
(Vila, 2011): “A veces algún vecino me va a ver que estoy ahí adelante mirando, porque
se me pone en la mente mía que lo veo caminando que venía con su guardapolvo blanco
de la escuela y que yo salía esperarlo en la esquina”.199 La superposición de tiempos en
la misma frase da cuenta de la superposición de tiempos en que vive el fantasma,
simultáneamente en el pasado y en el presente.
197
Por un lado, se sospecha que quedan cuerpos enterrados en fosas comunes en diversos lugares de las
islas, por otro lado, de las 237 tumbas del cementerio de Darwin, 123 llevan la inscripción “Soldado
argentino solo conocido por Dios”.
198
La película Locos de la bandera (Cardoso, 2005) puede verse completa en:
http://www.youtube.com/watch?v=r6Y-Gfokz9k. Los fragmentos referidos se encuentran a partir de
1:01:10.
199
La película El héroe del Monte Dos Hermanas puede verse completa en:
http://www.youtube.com/watch?v=FVPbqRXSxws. El fragmento citado se encuentra en 00:18:30.
281
Es especialmente en estos vacíos, en estas ausencias de cuerpo –con la
consecuente ausencia de certeza–, donde el relato se vuelve inestable, vacilante, y es en
esas vacilaciones, en esas zonas de incertidumbre, donde se filtra la posibilidad de la
ficción. Ligada al eufemismo de Videla sobre los desaparecidos, existe desde la dictadura
una historia según la cual los desaparecidos en realidad se exiliaron y siguieron sus vidas
escondidos en otras partes del mundo. El correlato malvinense no nace tanto de una
voluntad del Estado de reversionar la historia para exculparse –aunque podría pensarse
que una disminución en el número de muertos en Malvinas de algún modo podría
disminuir la culpa del Estado–, sino más bien de todas las familias que, al no contar con
cuerpos que llorar, quedan siempre en el vilo de una incertidumbre y producen historias
fantasmáticas como parte de ese duelo inconcluso.
El relato de origen testimonial de 5000 adioses a Puerto Argentino termina con
los últimos instantes de los soldados en el muelle de Puerto Argentino, antes de que fueran
embarcados de regreso al continente. Es un momento de mucha incertidumbre para ellos,
que no saben si quedarán como prisioneros ni a dónde serán enviados, y para sus familias,
que en muchos casos ignoran si volverán vivos. De esa misma escena parte la ficción de
la novela El enigma de Malvinas (Ambrosini, 2011), basada precisamente en el
despliegue de un rumor que circulaba entre los soldados en aquel momento de tanta
incertidumbre y que durante un tiempo continuaría circulando entre los familiares de
quienes no habían regresado pero cuyos cuerpos no aparecían: que los soldados podrían
quedar como prisioneros de los ingleses.200 En el prólogo, la misma autora afirma:
Esta obra es una novela. Nada más que una novela. Los personajes y hechos que se
mencionan son totalmente imaginarios, pero inspirados en el dolor de tantos padres
de soldados desaparecidos que creen que sus hijos no han muerto sino que se
encuentran en poder de los usurpadores victoriosos; e inspirados, también, en
publicaciones aparecidas en diversos medios de comunicación masivos. (Ambrosini,
2001: 11)
200
Un corolario de este rumor es el que mencionamos antes, acerca de que los prisioneros eran violados
por los gurkas.
282
Suelen ser historias que abundan entre los padres de los desaparecidos, aquí y en
todas partes. Algunas, en el caso de la guerra de Malvinas, volvieron a tener por
protagonistas a los soviéticos […]: hubo madres y padres que creyeron que sus hijos
desaparecidos en el hundimiento del ARA Belgrano habían sido rescatados por un
submarino ruso, y se encontraban a salvo en algún lugar de ese inmenso país.
(Lorenz, 2008: 37)
En ese libro, que reúne las crónicas que escribió tras un viaje a las islas en 2007,
Lorenz reflexiona sobre las diversas formas en que los relatos de las guerras en general y
de Malvinas en particular, se configuran fantasmas: incluso, los mismos relatos terminan
siendo fantasmas, que se superponen al territorio hasta volverse inseparables de él.
Durante todo el viaje, Lorenz percibe esa presencia fantasmática de la guerra, en especial
en su visita al Monte Longdon. Allí, “no hay recordatorios que indiquen el lugar donde
murieron los argentinos, salvo las voces de sus compañeros que relatan esas muertes
veinticinco años después” (Lorenz, 2008: 106), y marcan el terreno: “Por allá vinieron”,
“Desde acá disparaba yo”, “Los enterraron allá abajo” (Lorenz, 2008: 105-106). A medida
que comienza a oscurecer, esas voces comienzan a entremezclarse con otras, más difusas,
que traen órdenes, saludos, despedidas, hasta que
De entre las rocas, de los antiguos pozos aplastados, emergen figuras harapientas que
se acomodan en silencio junto a sus posiciones, para hacer de centinelas un día más.
Escucho risas. Son apenas bosquejos de personas, dibujos al carbón, pero son
inconfundibles. Son los fantasmas de Malvinas, que montan guardia y esperan.
Entre las rocas del Longdon hay muchísimas esquirlas. Hierros que en vida,
flamígeros e hirvientes, buscaron carnes y cuerpos para hacer su obra, hoy yacen
oxidados e inofensivos, pero sus bordes aún filosos, sus cortes angulados, los revelan
como diseñados para el mal. La dureza del bombardeo también se puede medir por
las cantidades enormes de esos trocitos de metal que hay en los cerros.
Hay numerosas supersticiones que unen a las ánimas con el hierro. En muchos
lugares del mundo son un talismán contra las sombras y las brujas […]
El metal de las armas y las azadas, de los clavos de los ataúdes y de las llaves de las
prisiones es el mejor amuleto para mantener alejados a los fantasmas, que deben
buscar otros sitios no vedados.
Los sueños de sus padres, hermanos, amigos. Las calles y las plazas del país que los
envió a combatir y morir.
Por eso siguen aquí. Hay demasiado hierro en el Longdon como para que los muertos
descansen en paz. (Lorenz, 2008: 108-109)
Esas voces fantasmáticas del Longdon le recuerdan a Lorenz a dos poetas que han
transmitido la experiencia de la guerra y de la muerte en la guerra, suturando así no solo
la distancia entre los muertos y los vivos sino también entre las generaciones, es decir,
283
entre los tiempos: uno, es Wilfred Owen, un británico que murió en el Frente Occidental
en 1918, el otro es Gustavo Caso Rosendi.201
En otro episodio, aparece nuevamente la cuestión de los monumentos –que son,
finalmente, formas del relato– ligados a los fantasmas. Cuenta Lorenz que en la visita a
una fosa común recordó que en las fotos que había visto del lugar había una cruz que
ahora faltaba. Pese al viento y el frío que arreciaban, él y sus compañeros reconstruyeron
la cruz y luego quisieron volver a la camioneta para emprender el regreso a Stanley. Sin
embargo, repentinamente se vieron rodeados por un montón de caballos, que parecían
haber salido de la nada, que los lamían, los cuerpeaban para que los abrazaran y se
cruzaban impidiendo que los hombres se acercaran a la camioneta, con unos ojos “tan
grandes y negros con una expresión extraña. Tan extraña” (Lorenz, 2008: 81). El capítulo
termina así: “Tiempo después, Germán me contó que uno de sus compañeros petroleros,
al ver las fotos, le explicó con toda naturalidad que los caballos eran los muertos
agradeciendo el gesto, que si no les veía en los ojos que eran ellos” (Lorenz, 2008: 82).
La cuestión central en este libro es, entonces, esa presencia fantasmática
configurada por los relatos, que con el tiempo se vuelve indisociable de los
acontecimientos. Aunque Fantasmas de Malvinas por un lado trabaja casi exclusivamente
con relatos de soldados considerados como fuentes historiográficas, por otro lado incluye
referencias literarias como la que mencionamos antes de Caso Rosendi y Owen. La
dimensión literaria y la historiográfica se cruzan además en el mismo libro que si bien es
un texto atravesado por la investigación historiográfica, es también una crónica con tintes
literarios, en la que además se encuentra el origen de la novela sobre Malvinas que
escribirá Lorenz en 2012: Montoneros o la ballena blanca.202 En ese sentido, Fantasmas
de Malvinas es, a su modo, un doble fantasmático de los textos a los que refiere, lo cual
recuerda la imagen que diera Carlos Gamerro al referirse a su propia relación con
Malvinas: “Malvinas, en ese sentido, me marcó, como marcó a toda mi generación, a los
que fueron y a los que se quedaron. Y me dejó, además, la sensación de una vida, quizá
también una muerte, paralela, fantasmal –la mía, si me hubiera tocado ir” (2006: 64). Las
201
Además, fue Federico Lorenz quien publicó el libro Soldados en 2009.
202
Así cuenta Lorenz la visita a la Iglesia que realiza durante su estadía en las islas: “Stanley, ahora, vuelve
a ser el puerto buscado como alivio a los mares azarosos de finales del siglo XIX, refugio de viajeros y
balleneros. –Pueden llamarme Ismael. Podría escribir ahora mismo, dentro de la pequeña capilla católica
que cruje bajo mis pies y mis costados […] Es la mañana del sermón del padre Mapple, en New Bedford,
en vísperas de la partida del Pequod. Espero escuchar las voces que cantan los salmos, pero nada hay…”
(Lorenz, 2006: 56). Sobre la base de una superposición con Moby Dick como esa está escrita la historia de
aventuras de Montoneros o la ballena blanca (Lorenz, 2012).
284
islas es, en ese relato, una suerte de consecuencia de esa existencia, en tanto “novela
autobiográfica al revés” (Gamerro, 2006: 64). En efecto, el doble es una de las figuras
predilectas no solo del gótico sino de muchas de las manifestaciones de lo fantástico. En
el texto ya comentado, Rosemary Jackson destaca la relevancia en la literatura gótica de
las personas divididas en dos que vienen a romper la noción unificada de lo real.
Como dice Lorenz, los fantasmas son muertos que no descansan en paz porque
para hacerlo necesitan un monumento, una cruz, un recuerdo: un relato. En ese sentido,
los caballos que visitan a Lorenz o las voces que se dirigen a él en el Longdon se parecen
a los que visitan a Felipe Félix en uno de los dramáticos capítulos finales de la novela Las
islas, al agonizante Vargas de Iluminados por el fuego, y a Raúl, el compañero de Pedro
muerto en las islas, de El visitante. Todos ellos son muertos que no descansan en paz
porque tienen todavía algo pendiente en la tierra de los vivos: debutar sexualmente, un
amigo que no los deja ir, un regreso a las islas, un monumento que los recuerde. 203 En
líneas generales, lo que parecen reclamar es un relato que dé forma a su existencia
fantasmal, que cuente la interrupción que supuso la guerra en sus vidas, la extrañeza de
sus muertes, la paradoja histórica de la guerra: piden que se diga dónde y cómo fueron
enterrados, y que sobre sus enterradores llovía “fuego amigo”.
En algunos casos, sin embargo, ese relato se vuelve imposible: o los soldados no
pueden hablar, o no encuentran dónde, o los cuerpos no aparecieron, o no se sabe dónde
fueron enterrados, o los monumentos están prohibidos y a los improvisados los destruye
el viento: es allí donde, como doble fantasmático del testimonio, aparecen ficciones que
justamente tematizan la imposibilidad de representar la guerra. Tal es el caso de las
novelas Trasfondo, de Patricia Ratto (2012) y Una puta mierda, de Patricio Pron (2007),
a las que ya nos hemos referido en el capítulo III. En las dos, los hechos y los personajes
se ubican en una zona difusa entre el ser y el no ser, entre las referencias a una guerra
concreta y la imprecisión de la ficción; en las dos, la atmósfera es por completo onírica.
Sin embargo, hay una diferencia fundamental: nada en Trasfondo mueve a la risa. No hay
farsa, ni parodia. Al contrario, lo onírico configura una atmósfera opresiva y lo
fantasmático está puesto al servicio del drama: se trata, en realidad, de una pesadilla,
narrada en clave gótica.204
203
Todos ellos, además, se encuentran con ex combatientes, figuras especulares de los muertos vivos, en
tanto son vivos que parecen muertos: Felipe Félix, Pedro, Esteban Leguizamón.
204
En los testimonios de soldados ingleses, una de las escenas más dramáticas es la del bombardeo del
buque Sir Galahad. El escenario marítimo y el tenor gótico recuerdan a la novela de Ratto, aunque están
ligados a una violencia mucho más estrepitosa: “Las luces se apagaron y todo quedó desdibujado en la
285
Trasfondo cuenta la historia de los tripulantes de un submarino en el que todo
parece funcionar mal o directamente no funcionar, lo cual refuerza la desconexión de los
tripulantes con el resto del mundo –aunque, cada tanto, llegan algunas noticias: el
hundimiento del Belgrano, por ejemplo– y aproxima este universo cerrado de hombres –
con sus nombres–, a la vez inmersos en la guerra y al margen de ella, al de Los
pichiciegos. Aquí, a esa desconexión se agrega otra: la del narrador respecto de todo lo
que lo rodea. A medida que avanza la novela, descubrimos que él no habla con nadie ni
nadie le habla. Él menciona a sus compañeros, pero ellos no lo mencionan a él. Pasa
mucho tiempo acostado, durmiendo. Sus recuerdos son vagos, sus percepciones también.
Así, por ejemplo, las botas del narrador aparecen y desaparecen. Parece una broma, pero
no es. Nada es una broma en este espacio cerrado en el que lo real se confunde con lo
imaginario: “últimamente se me confunden las cosas, es como si los hechos y los
pensamientos tuvieran el mismo peso, como si todo fuera consistente y a la vez
escurridizo” (Ratto, 2012: 25). Y así como lo real parece un sueño sucede a la inversa:
“No sé por qué tengo estos sueños que por momentos no parecen sueños, es como si
estuviera viviéndolos, como si accediera momentáneamente a otro tiempo y a otro lugar,
como si todo eso fuera también real” (Ratto, 2007: 48). Uno de esos sueños transcurre en
la Escuela de Mecánica de la Armada. Nada se sabe con seguridad: “incertidumbre, esa
es la palabra, todo es incertidumbre por estos días, salvo la mugre de las medias que
llevamos puestas” (Ratto, 2012: 23). Lo material, cuando aparece, lo hace como falta:
como un resto perdido en tierra de fantasmas, como un límite, algo que quedó atrás y por
momentos como un anhelo, pero en todo caso siempre como una zona que el pensamiento
invade: “Hay momentos en que se me da por pensar en comida, me detengo en los detalles
de cada plato que podríamos comer, en los colores, en el sabor específico de cada
ingrediente, pero después cuando llega la hora de sentarse a la mesa es poco, o más bien
nada, lo que como” (Ratto, 2012: 20). La dimensión material de la guerra –lo que la guerra
hace con los cuerpos, diría Sarlo– solo puede aquí ser imaginada:
Y entonces imagino cómo ha de ser aquello que nunca veremos desde esta nave
clausurada y ciega, la explosión del torpedo contra el barco enemigo, el fuego, el
oscuridad. Se oyeron gritos y chillidos en la sala, y luego se hizo un silencio total. Yo estaba tendido en el
suelo y empecé a revisar mi cuerpo. Sangraba de la cabeza, pero no tenía nada demasiado grave y sabía
dónde estaba la puerta […] Desgraciadamente, en ese momento, me apoyé sobre los restos de alguien. Lo
sentía, pero no lo podía ver. Empecé a moverme hacia la salida. Desde el fondo de la sala, muy poco visible
por la oscuridad y el humo, uno de los muchachos empezó a gritar que había perdido una pierna” (Bilton y
Kosminsky, 1991: 201).
286
humo, el estupor, los heridos, la sangre, las cosas que alguna vez vimos en las
películas pero que ahora pueden ocurrir en serio, aunque cómo saberlo, no vamos a
ver nada, sólo vamos a percibir el eco del estallido y a sentir quizá algún cimbronazo,
pero no los gritos, los gritos del dolor y del miedo, el ruido de la muerte apagado por
el agua, los otros –los de afuera– flotando. (Ratto, 2012: 75).
Y así también, en esa zona confusa entre la vigilia y el sueño donde todo se va
volviendo cambiante, incierto e inasible, aparece un libro que por momentos parece un
libro de zoología, es decir, científico, en el que puede verse una referencia a Los
pichiciegos:
Estoy sentado a la mesa de proa con un libro que encontré por ahí, viejo, amarillo,
le falta la tapa, quién sabe cómo habrá llegado hasta el barco, pero algo hay que hacer
mientras se espera, sobre todo cuando uno no está de turno, así que leo la historia de
un bicho que acaba de terminar su guarida bajo la tierra; a mi lado, Almaraz escribe
en su libreta de tapas negras , desde acá alcanzo a leer algunas frases: a las cero de
hoy partimos, pronto entraremos en las doscientas millas que están custodiadas por
los ingleses […] el animal, mi animal del libro, recorre los túneles laberínticos de su
madriguera y llega al centro, al almacén de provisiones, pero no puede estarse quieto
y destruye paredes y construye nuevos túneles… (Ratto, 2012: 55-56)
Más adelante, el protagonista lee que “el animal no soportó estar afuera de la
guarida y terminó volviendo a su ciego mundo cerrado” (Ratto, 2012: 70). Así, se traza
el paralelismo entre aquellos animales bajo tierra y estos hombres que viven bajo el agua,
elemento más proclive a albergar sueños y fantasías.205 El libro termina perdiéndose, igual
que las botas del protagonista, que se admira de aquellos que son capaces de llevar la
cuenta de todo. Sobre el final, nos enteramos del porqué de esta atmósfera tan extraña, de
ese puro presente incierto: el protagonista está muerto, murió en el hospital donde estuvo
internado. Así, el que cuenta la historia es el muerto: un fantasma. En relación con esto,
Ezequiel Alemian sostuvo que: “este narrador fantasma es también el fantasma de la
narración: el trauma del cual no se puede hablar pero desde el cual se habla. Si cada texto
es también respuesta a su época, Trasfondo podría ser la novela que delata la
transformación de la guerra de Malvinas en una experiencia fantasmática” (Alemian,
2012). Entonces comprendemos, al final de la novela, que estuvimos confundidos: lo que
205
Según el Diccionario de los símbolos, estas son algunas de las cualidades que se asocian al agua: “las
aguas, masa indiferenciada, representan la infinidad de lo posible, contienen todo lo virtual, lo informal, el
germen de los gérmenes, todas las promesas de desarrollo, pero también todas las amenazas de
reabsorción”; “el agua es el símbolo de las energías inconscientes, de las potencias informes del alma, de
las motivaciones secretas y desconocidas…”. Entretanto, de la tierra se dice que “es la sustancia universal,
Prakriti, el caos primordial, la materia prima separada de las aguas, según el Génesis…” (Chavealier y
Gheerbrant, 1995).
287
creímos sueño era la realidad –la guerra, los muertos, la sangre, la ESMA– y lo que
creímos realidad era un sueño, el sueño de la muerte y su extrañísimo relato, lleno de
agujeros, como la memoria de este narrador fantasma; el libro científico, entretanto, era
una novela.
288
Conclusiones
A lo largo de esta tesis, vimos que ya desde sus inicios, el 2 de abril de 1982, la
guerra de Malvinas fue objeto de las más diversas elaboraciones narrativas: cuentos y
novelas de escritores jóvenes y no tanto, incluso de algunos que con los años se
consagrarían; películas, muchas veces con guiones originales y otras basadas en relatos
escritos; eventualmente, canciones y poesías, en muchos casos compuestas por ex
combatientes; y por supuesto, relatos testimoniales, algunos novelados, tanto de militares
como de soldados, recopilados por periodistas, autogestionados, promovidos por
editoriales o por instituciones ligadas a las Fuerzas Armadas. Esta situación, lejos de
modificarse, con el paso de los años se sostuvo y aun se profundizó, sobre todo en los
aniversarios vigesimoquinto y trigésimo de la guerra. Ante este extenso y variado corpus,
y solo a modo de punto de partida para su organización y análisis, hemos tomado algunas
de las ideas propuestas por los principales trabajos críticos previos. De todas ellas, la más
importante, por su eficaz formulación y su pregnancia crítica, fue la que sostiene que en
la literatura argentina la guerra de Malvinas ha tendido a ser narrada más como farsa que
como épica (Kohan, 1999, y también Warley, 2007; Vitullo, 2012).
A medida que avanzamos en nuestro trabajo, fuimos constatando, sin embargo,
que los relatos no solo carecían de épica sino que, incluso, tampoco aparecía en ellos de
modo contundente la guerra, esto es: las armas, las tácticas y estrategias, la posibilidad de
matar y de morir, los combates contra un enemigo extranjero, las conductas heroicas. El
gesto inaugural de Los pichiciegos, en ese sentido, no residió tanto en sus inflexiones
farsescas –que, por otra parte, se ven opacadas por el drama de una guerra que, sin
constituir del todo un acontecimiento excepcional, funcionó como un puente conflictivo
entre la dictadura y la democracia–, sino en el hecho de ubicar la acción en el margen de
la guerra e instalar, simultáneamente, al desertor como personaje principal; es decir,
elegir a quien abandona no solo la guerra sino también su lógica y su relato.
Asimismo, observamos que esta doble debilidad –del relato épico y del referente
bélico– no es un rasgo distintivo de lo que, en función del corpus, convencionalmente se
entendería por literatura. Si bien los relatos testimoniales, en mayor o menor medida,
incluyen escenas de combates, lo hacen pobremente en relación con el objetivo del que
nacen: dar cuenta de la experiencia de guerra. Tanto los abordajes teóricos sobre la
cuestión del testimonio como muchos de los propios soldados dan cuenta de la relación
289
que existe entre contar la guerra y darle forma o sentido a la experiencia, esto es, asignarle
un lugar en la propia historia, suturando, aunque sea parcialmente, la interrupción que
significó el acontecimiento bélico. Pero, paradójicamente, ese objetivo del testimonio
constituye también su principal obstáculo. Como dice Daniel Terzano, su libro 5000
adioses a Puerto Argentino –uno de los textos más bellos sobre la guerra y también uno
de los pocos que unen la dimensión testimonial con la literaria– surgió “de la necesidad
de encontrar los lazos de unión de esa experiencia con mi vida tal como era antes y tal
como es ahora” (Terzano, 1985: 15); sin embargo, agrega, al escribirlo se enfrentó con
“la tensión que se establece entre una realidad que se ha deformado y un pensamiento que
cuenta, para entenderla, con hábitos ya muy viejos” (Terzano, 1985: 130). Partiendo,
entonces, de esta nueva mirada sobre los relatos –posible por el hecho de hacer una lectura
que, sin perder de vista o bien la peculiaridad o bien el carácter adocenado de cada uno
de los textos o películas, los ha abordado en su conjunto (ficciones y testimonios a la
vez)–, redefinimos el corpus y sus rasgos, y reformulamos la hipótesis inicial.
Entre las razones por las que la guerra de Malvinas no fue representada
prioritariamente en los relatos que le estuvieron dedicados, encontramos una serie de
cuestiones históricas: por un lado, el hecho de que la mayor parte del tiempo que los
soldados pasaron en las islas haya sido de espera y no de combate; por otro lado, las
dificultades que encontraron sus relatos para circular en los distintos momentos de la
posguerra debido a esa suerte de mancha de origen de la guerra de Malvinas –la
utilización, por parte de la dictadura, de una causa considerada justa; el hecho de que
Malvinas se erigiera en puente de dos órdenes inconciliables como la dictadura y la
democracia–. Si bien otras guerras compartieron alguno de estos rasgos –la Primera
Guerra Mundial fue una guerra de trincheras con largos períodos de espera; Vietnam fue
considerado por muchos como ilegítimo o vergonzante y la posguerra fue reacia a admitir
un relato heroico–, ello no fue obstáculo para que se produjeran relatos que, con carácter
bélico o antibélico, hicieron de la guerra el escenario principal y, de los hombres
marcados por ella, sus protagonistas.
Entre otros motivos de difícil comprobación, nos interesa destacar algunas
cuestiones que ligan la experiencia de la guerra con la literatura y que explican la
debilidad o casi ausencia del referente bélico en los relatos de Malvinas en relación con
la dificultad de recurrir a la épica para contar esta guerra. Sabemos, desde Bajtín en
adelante, que el relato épico se corresponde con un universo total y homogéneo, que no
puede ser cambiado, reevaluado ni interpretado, y que hoy ese universo ya no existe, se
290
ha aproximado y fragmentado, por lo que la épica, como tal, pertenece al pasado. Sin
embargo, vimos con Jameson –y podemos constatarlo en las novelas y filmes de otros
conflictos armados– que, pese a ello, todavía es posible recuperar algunos elementos de
le épica que existe, entonces, como uno de los polos de una oscilación narrativa. En
cambio, en los diversos tipos de relatos que analizamos en esta tesis, priman la
fragmentariedad y la confusión propias de la inmediatez perceptiva, que no consiguen,
casi en ningún momento, organizarse, resolver la oscilación. Es posible colegir, entonces,
que cuando los soldados se refieren a viejos hábitos del pensamiento –que no sirven para
contar la novedad de la guerra o al lenguaje de Hollywood que nada tiene que ver con la
propia experiencia– no están hablando de otra cosa que de las dificultades que encuentran
para recurrir a las estructuras de la épica, lo cual se relaciona con la escasa tradición que
esta tiene en la literatura de guerra argentina –piénsese, por ejemplo, en un conflicto
armado anterior también vergonzante, como la guerra del Paraguay (Laera, 2008)–.
Por otro lado, también se tendió a obturar desde afuera el movimiento hacia lo
épico. Los rasgos de heroicidad que aparecieron fueron borrados, o convertidos en
victimización, según hemos visto en el pasaje del libro Los chicos de la guerra, de Daniel
Kon, a la película del mismo nombre dirigida por Bebe Kamin. Tal conversión constituye
también un gesto fundacional que confluye con el que realizó Los pichiciegos, en tanto
ambos implican un desplazamiento hacia el margen de lo bélico. A partir de allí, los
soldados no pueden ser representados ni representarse a sí mismos como héroes en el
sentido más amplio del término, esto es, como protagonistas del relato bélico, como
guerreros. Durante la mayor parte del tiempo de posguerra que abarca esta tesis, tal
representación pareció inhibirse en relación con el hecho de que cualquier epicidad era
asociada inmediatamente con el discurso militar. Como vimos, desde sus orígenes la épica
tendió a ser usada para narrar las vidas de los hombres de clases elevadas –las cuales,
desde cierta perspectiva, coinciden con los profesionales de la guerra– y, en cambio,
resistirse a la voz de los hombres comunes. En Argentina, los militares se instalaron en
esa tradición, apropiándose del discurso bélico. Fueron ellos, en efecto, casi los únicos en
hablar de combates, de estrategias, de armamentos, de héroes –los cuales, por otra parte,
siempre eran ellos mismos–. Así, se reforzó la asociación entre relato épico y corporación
militar. Hay que tener en cuenta, además, que los militares siempre hablaron de dos
guerras –una en Malvinas, contra los ingleses, otra interna, contra la “subversión”–, de
modo que la terminología bélica y las estructuras narrativas de la épica quedaron
asociadas así, también, a la represión ilegal. En ese contexto, cualquier detentación, por
291
parte de los soldados, de símbolos o palabras ligadas al universo de la guerra fue
repudiada y excluida de los relatos –es conocido, por ejemplo, el impacto que generaba
en la población, durante los primeros años de democracia, que los ex combatientes
utilizaran en sus apariciones públicas sus uniformes de combate–. Entonces, al obturarse
la posibilidad de que en los relatos de Malvinas aparezcan héroes, que enfrenten en
combate a sus enemigos, que utilicen armas y que maten, es decir, en definitiva, la
posibilidad de recurrir a la épica, lo que se obtura es, en líneas generales, la representación
de la guerra entendida a partir de sus elementos más reconocibles. Como contrapartida, a
medida que se habilita la recuperación de elementos del relato épico, como sucedió en
estos últimos años, puede comenzar a aparecer también la guerra en los relatos. Un
ejemplo de este movimiento lo constituye la revalorización de la historia del soldado
Oscar Poltronieri. Toda la primera parte de este trabajo ha explorado, analizado y puesto
en discusión estas cuestiones.
A su vez, la tesis general de este trabajo nos condujo, en la segunda parte, a rastrear
la eventual aparición de algunas figuras propias del escenario bélico a partir de la puesta
en diálogo de los distintos tipos de textos, en especial los ficcionales con los testimoniales.
Aun cuando en la guerra de Malvinas no hubo una cantidad significativa de desertores,
según explicamos oportunamente, la investigación de un tan amplio corpus nos llevó a
constatar que se trató de una figura privilegiada en las ficciones. El desertor es, en sí
mismo, una fuerza centrífuga respecto del escenario bélico por medio de la cual las
ficciones canalizaron su propia excentricidad respecto del campo de batalla y su lógica;
el héroe, en cambio, es durante la mayor parte del tiempo exclusivo de los relatos de
militares. Atrapados entre esas dos fuerzas, una centrífuga, ejercida por el desertor, y otra
centrípeta, ejercida por el héroe, los ex combatientes en muchos casos no pudieron
encontrar su lugar en la historia. El enemigo, elemento insoslayable del combate,
entretanto, tampoco terminó encontrando una figura en la que encarnar, ya que el isleño,
según las órdenes, debía ser considerado compatriota, aunque la percepción indicara otra
cosa; y los soldados ingleses, aun en los casos en que cometieron atrocidades, aparecieron
muy escasamente en los relatos argentinos. En cambio, tendieron a configurarse seres
monstruosos en los que se depositaba todo el horror del campo de batalla: los gurkas
fueron el ejemplo más claro y más frecuente de este procedimiento. Pero la visión en el
propio bando de figuras monstruosas (los cuerpos despedazados de los compañeros) o la
aparición de fantasmas (muertos que viven y vivos que parecen muertos) sugieren que lo
monstruoso, cuya condensación máxima es la posibilidad misma de matar y morir, está
292
mucho más cerca de lo que se quisiera: lo monstruoso está próximo, está aquí, mientras
lo que está lejos es solo la capacidad de nombrarlo. De hecho, vimos a partir de diversos
abordajes teóricos que el monstruo en sí mismo implica esa crisis de la representación
que se produce como consecuencia de la tensión entre lo ajeno y lo propio, o lo extraño
y lo familiar, a la que Freud denominara lo siniestro. Así, el movimiento hacia los límites
del realismo en las escenas de monstruos y fantasmas –muy frecuentes tanto en ficciones
como en testimonios– debe comprenderse como respuesta a esa crisis, es decir, como
respuesta a la imposibilidad de realizar el movimiento de oscilación que comunica la
guerra con la épica.
Para terminar, nos gustaría dejar abierta una pregunta respecto del futuro del relato
de Malvinas. Vimos, a lo largo de esta tesis, que durante los años dos mil –y con mayor
fuerza en los últimos años– comenzó a aparecer, incipientemente, la posibilidad de contar
la guerra recurriendo a algunos elementos épicos sin que ello implicara una adscripción
al discurso militar; por el contrario, lo que pareció volverse posible en estos años es un
relato que contara la guerra como guerra y exaltara las conductas heroicas que en ella se
desplegaron y, a la vez, fuera crítico con el gobierno militar que la condujo –incluso,
crítico con la misma decisión de haber invadido las islas–. En el capítulo III nos hemos
referido a un discurso desmilitarizador pero malvinizador, conjunción que hasta ahora no
había podido alcanzarse. Este movimiento puede verse en relación con la reciente
inauguración del Museo de Malvinas en el predio de la ex Escuela de Mecánica de la
Armada (ESMA) que es, a su vez, un espacio de memoria y derechos humanos desde que
el predio fuera recuperado en 2004. El principal objetivo del museo es concientizar sobre
la situación de las Malvinas y promover la reivindicación del reclamo argentino de
soberanía, por lo cual gran parte de la muestra está dedicada a la geografía, la flora y la
fauna de las islas, como si en ella resonara el eco lejano de las palabras de Augusto Laserre
cuando afirmaba que el interés de las descripciones en sus cartas a José Hernández residía
en “la doble razón de ser ellas [las islas] propiedad de los argentinos y de permanecer, sin
embargo, poco o nada conocidas por la mayoría de sus legítimos dueños” (Hernández,
2006: 35). Pero la muestra incluye también, previsiblemente, cartas, fotografías y
elementos que cuentan la historia de la guerra, que la recuperan a través de imágenes,
objetos, documentos. En ese sentido, es posible pensar que este espacio de memoria aúna
la historia más sangrienta de la dictadura militar, la historia de las islas y de la causa, y
finalmente, también la historia de la guerra: los tres aspectos cuya imbricación hasta ahora
293
no había podido ser resuelta. Todos estos movimientos son, sin embargo, todavía
incipientes.
Queda abierta la pregunta, entonces, por las formas que tomará el relato de
Malvinas en el futuro –al que además, se sumarán las voces de las nuevas generaciones,
como también hemos visto–; por si contar la guerra permitirá hallar los lazos de unión de
esa experiencia con la vida tal como estaba antes, y podemos agregar, tal como siguió
después.
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