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Fama

Fraternitatis

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Capítulo 1
A los regentes, a las órdenes y a los hombres de ciencia de Europa.
Nosotros, Hermanos de la Fraternidad de la Rosa-Cruz, dispensamos
nuestras oraciones, otorgamos nuestro amor y saludamos cortésmen-
te a todos los que lean nuestra Fama con una intención cristiana.

Durante estos últimos tiempos, por la sabiduría de sus designios y en


su gracia singular, Dios ha derramado la bondad de sus dones sobre el
género humano con tanta prodigalidad que el conocimiento de la na-
turaleza, así como el de su Hijo, no ha cesado de aumentar, por lo que
podemos enorgullecemos de los tiempos felices que vivimos. No sólo
ha sido descubierta la mitad del mundo desconocido y oculto, sino que
el Señor también nos ha procurado innumerables obras y criaturas
naturales extrañas y desconocidas hasta ahora. Ha favorecido el naci-
miento de espíritus de gran sabiduría cuya misión fue la de restablecer
la dignidad del arte parcialmente manchado e imperfecto, para que el
hombre acabe comprendiendo la nobleza y magnificencia que le son
propias, su carácter de microcosmos, y la profundidad con que este
arte suyo puede penetrar la naturaleza.

Pero todo ello es considerado por la frivolidad del mundo como de


escasa utilidad. Las calumnias y las burlas no cesan de crecer. Los hom-
bres de ciencia se encuentran imbuidos de una arrogancia y un orgullo
tales que se niegan a reunirse para hacer un cómputo de las innume-
rables revelaciones con las que Dios ha gratificado los tiempos que
vivimos mediante el libro de la naturaleza o la regla de todas las artes.
Cada grupo combate a los otros antiguos dogmas, y, en vez de la luz
clara y manifiesta, prefiere al Papa, a Aristóteles, Galeno y a todo lo

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que se parece a una colección de leyes e instrucciones cuando, sin
ninguna duda, estos mismos autores tendrían sumo gusto en revisar
sus conocimientos si vivieran. Sin embargo, nadie está a la altura de
tan elevadas palabras y el antiguo enemigo, pese a la fuerte oposición
de la verdad en teología, en física y en matemáticas, manifiesta abun-
dantemente su astucia y su rabia entorpeciendo una evolución tan
hermosa mediante el espíritu de fanáticos y vagabundos.

Nuestro difunto padre, Fr. C. R., espíritu religioso, elevado, altamente


iluminado, alemán, jefe y fundador de nuestra fraternidad, consagró
esfuerzos intensos y prolongados al proyecto de reforma universal.
La miseria obligó a sus padres, aún siendo nobles, a ponerlo en el
convento a la edad de cuatro años. Allí adquirió un conocimiento
conveniente de dos lenguas: latín y griego. También vio colmadas sus
incesantes súplicas y plegarias en la flor de su juventud: fue confiado a
un hermano, P. A. L. que había hecho el voto de ir en peregrinación al
Santo Sepulcro. Aunque este hermano no viese Jerusalén pues murió
en Chipre, nuestro Fr. C. R. no retrocedió: por el contrario se em-
barcó para Damcar con la intención de visitar Jerusalén partiendo de
esta ciudad.

Durante el tiempo en que se vio obligado a prolongar su estancia en


Chipre obligado por el cansancio, ganó el favor de los turcos gracias a
su experiencia no despreciable del arte de curar. Por azar oyó hablar
de los sabios de Damcar en Arabia, de las maravillas que eran capaces
de realizar y de las revelaciones que les habían sido hechas sobre la
naturaleza entera. Este rumor encendió el noble y elevado espíritu de
Fr. C. R., que pensó entonces menos en Jerusalén que en Damcar. No
pudiendo contener sus deseos se puso al servicio de señores árabes
quienes, mediante una cierta cantidad, deberían conducirlo a Damcar.

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Cuando llegó sólo tenía 16 años aunque era un mozo fornido, de raza
alemana.

Si creemos su propio testimonio, los sabios no lo acogieron como a


un extranjero sino como a alguien cuya llegada esperaban desde hacia
mucho tiempo. Le llamaron por su nombre y ante su sorpresa, cons-
tantemente renovada, le mostraron que conocían numerosos secretos
del convento donde había estado. En contacto con ellos se perfeccionó
en lengua árabe hasta el punto que pudo traducir en buen latín al cabo
de un año el libro M, que posteriormente conservó. Allí adquirió sus
conocimientos de física y de matemáticas por los que seria justo que el
mundo se felicitase si hubiera mas amor y la envidia fuera menos gran-
de. Tras una estancia de tres años tomó el camino de vuelta y, provis-
to de buenos salvoconductos, franqueó el golfo arábigo, se detuvo en
Egipto el tiempo justo para perfeccionar sus observaciones de la flora
y de las criaturas, a continuación atravesó el Mediterráneo en todos
los sentidos y, finalmente, llegó a donde le habían indicado los árabes:
a Fez. ¿No debemos sentir vergüenza ante estos sabios que viven tan
lejos de nosotros? Desprecian los escritos difamatorios y su armonía
es perfecta; más aún: revelan y confían sus secretos graciosamente y
con buena voluntad.

Los árabes y los africanos se reúnen cada año para examinar las dife-
rentes artes, para saber si se han hecho descubrimientos mejores y
para averiguar si las hipótesis han sido depreciadas por la experiencia.
Los frutos que cada año producen estas discusiones sirven al progreso
de las matemáticas, de la física y de la magia, que son las especialidades
de la gente de Fez. Hoy no faltan en Alemania los hombres de ciencia:
magos, cabalistas, médicos y filósofos. ¡Dios quiera que deseen actuar
por amor al prójimo y que la gran mayoría no desee acapararlo todo
para sí!

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En Fez tomó contacto con los que suelen llamarse los habitantes ele-
mentales, quienes le confiaron numerosos secretos. Si entre nosotros
los alemanes reinase un entendimiento parecido y si nuestras averi-
guaciones se caracterizaran por la mayor seriedad posible, podríamos
igualmente poner en común una parte de nuestro saber. Sospechó a
menudo que la magia de los habitantes de Fez no era enteramente
pura y que su religión también había mancillado la cábala. Sin embar-
go supo sacar de ello un gran provecho, que afirmó aún más su fe en
la presencia concordante de la armonía en el universo, armonía que
marca con su sello maravilloso periodis seculorum. Llegó a la hermosa
síntesis siguiente: al igual que cualquier semilla contiene por entero el
árbol o el fruto que aparecerá dichosamente en el momento oportuno,
el microcosmos encierra íntegro al gran número. La religión, la política,
la salud, los miembros, la naturaleza, la lengua, la palabra y los actos del
microcosmos están en acuerdo musical y melódico con Dios, con los
cielos y con la tierra.

Todo lo que contradice esta tesis es error, falsedad, obra del diablo,
causa última y primer instrumento de la confusión, la ceguera y la ne-
cedad de este mundo.

Bastaría que cualquiera examinase a todos los hombres de esta tierra


sin faltar uno, para encontrar que lo que está bien y lo que es cierto
siempre se encuentra en armonía consigo mismo mientras que, por el
contrario, todo lo que se aparta de ello, está manchado por una multi-
tud de opiniones erróneas.

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Capítulo 2
Tras permanecer dos años en Fez, Fr. C.R. partió para España llevando
numerosos objetos preciosos en su equipaje. Puesto que su viaje le
había sido tan provechoso, alimentaba la esperanza de que los hom-
bres de ciencia de Europa le acogerían con una profunda alegría y,
a partir de ahora, cimentarían todos sus estudios sobre tan seguras
bases. Discutió también con los sabios de España sobre las imperfec-
ciones de nuestras artes, sobre los remedios que había que poner
a ello, sobre las fuentes de las que se podían sacar signos seguros
concernientes a los tiempos venideros y sobre su necesaria conco-
mitancia con los pasados, sobre los caminos a seguir para corregir las
imperfecciones de la Iglesia y de toda la filosofía moral. Les enseñó
plantas nuevas y frutos y animales nuevos que la antigua filosofía no
determina.

Puso a su disposición una axiomática nueva que permite resolver


todos los problemas. Pero todo lo encontraron ridículo. Como se
trataba de asuntos desconocidos temieron que su gran reputación
quedara comprometida así como verse obligados a volver a comen-
zar sus estudios y a confesar sus inveterados errores a los que esta-
ban acostumbrados y de los que sacaban beneficios suficientes; que
reformaran otros a quienes las inquietudes fueran provechosas.

Era la misma letanía que otras naciones entonaron. Su desengaño


fue grande porque no esperaba en absoluto una acogida semejante
y porque entonces estaba dispuesto a transmitir con mansedumbre
todas sus artes a los hombres de ciencia, por poco que estos se es-

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forzaran en encontrar una axiomática precisa e infalible estudiando las
diversas enseñanzas científicas y artísticas y la naturaleza entera. Dicha
axiomática debía orientarse por su centro Único al igual que una es-
fera y, como era costumbre entre los árabes, sólo los sabios deberían
servirse de ella como regla. Así pues era preciso fundar en Europa una
sociedad que poseyese bastante oro y piedras preciosas para prestar-
las a los reyes y que también se encargara de la educación de los prínci-
pes que conociera todo lo que Dios ha permitido saber a los hombres
para que, en caso de necesidad, estos pudieran dirigirse a ella, como
los paganos a sus ídolos. Debemos confesar en verdad que el mundo,
embarazado ya en la época con una gran perturbación, sentía los dolo-
res del parto: engendraba héroes gloriosos e infatigables que rompían
violentamente las tinieblas y la barbarie, mientras que nosotros, débiles
como éramos, no podíamos sino parodiarlos.

Estaban en el vértice del triángulo de fuego cuyas llamas aumentaban


su resplandor incesantemente y que sin ninguna duda provocará el úl-
timo incendio que consumirá al mundo. Ésta fue entonces la vocación
de Paracelso que aunque no se adhirió a nuestra fraternidad, fue un
lector asiduo del Libro M, en el que supo iluminar y aguzar su ingenio.
Sin embargo también fue obstaculizado por la barahúnda tumultuosa
de los hombres de ciencia y de los necios; nunca pudo exponer en paz
sus meditaciones sobre la naturaleza, hasta el punto que consagró más
espacio de sus obras a denigrar a los insolentes y desvergonzados que
a manifestarse enteramente. Sin embargo encontramos en él, en pro-
fundidad, la armonía de la que hemos hablado y que sin duda alguna
habría comunicado a los hombres de ciencia, por poco que los hubie-
ra encontrado dignos de un arte superior al de las vejaciones sutiles.
Abandonando el mundo a la locura de sus placeres, se olvidó a sí mis-
mo en una vida de libertad y de indiferencia. Sin embargo, volvamos al
Fr. C. R., nuestro padre bienamado: tras realizar numerosos y difíciles

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viajes impartiendo diligentes enseñanzas, frecuentemente con malos
resultados, volvió a Alemania.

Amaba particularmente a Alemania cuya transformación era inminen-


te y que debería transformarse en campo de batalla de una lucha
prodigiosa y comprometida. En este país, su arte y particularmente
el conocimiento que tenia de las transmutaciones metálicas, hubieran
podido proporcionarle una gran gloria. Pero estimó que el cielo, y
su ciudadano el hombre, eran allí de un interés altamente superior a
cualquier pompa. Se construyó una amplia y confortable morada en
la que meditó sobre sus viajes y sobre la filosofía, con el fin de com-
poner un memorial preciso. Se dice que una buena parte del tiempo
que permaneció allí lo ocupó en las matemáticas y que fabricó una
gran cantidad de hermosos instrumentos aplicados a los diferentes
aspectos de dicho arte: la mayor parte de ellos se han perdido y ha-
blaremos mas adelante de los pocos que nos quedan.

Al cabo de cinco años volvió a pensar en la tan deseada reforma.


Como era de espíritu constante, resuelto e inagotable, y como care-
cía de toda clase de ayuda, decidió intentarla por sí mismo en compa-
ñía de un pequeño grupo de adjuntos y colaboradores. Con este fin
invitó a tres de sus hermanos del primer convento por los que ali-
mentaba una estima particular: G.V., Fr. I.A., y Fr. I.O. los cuales habían
adquirido además una experiencia en las artes superior a la normal
en la época. Hizo que los tres contrajeran respecto a él un compro-
miso supremo de fidelidad, diligencia y silencio, y les pidió que anota-
ran por escrito, con el mayor cuidado, todas las instrucciones que les
transmitiera para que los miembros futuros, cuya admisión debería
efectuarse posteriormente gracias a una revelación particular, no fue-
ran engañados absolutamente en nada. Así pues, estas cuatro perso-
nas fundaron el primer núcleo de la fraternidad de la Rosa-Cruz.

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Las palabras pronunciadas, dotadas de un amplio vocabulario, sirvieron
para componer la lengua y la escritura mágicas que continuamos mane-
jando para gloria y honor de Dios, y en las que bebemos una sabiduría
profunda. Igualmente ellos compusieron la primera parte del Libro M.
Sin embargo estaban abrumados de trabajo y muy angustiados ante el
increíble aflujo de enfermos por lo que, una vez terminada su nueva
morada que posteriormente se llamó del Espíritu Santo, decidieron
ampliar su sociedad y hermandad. Escogieron como nuevos miembros
al primo hermano del Fr. RosaCruz, a un pintor de talento, Fr. B., y a
G.C. y P.D. como secretarios, todos de nacionalidad alemana salvo I. A.,
en total ocho miembros solteros con voto de virginidad.

Debían componer un volumen en el que se registraran todos los anhe-


los, deseos y esperanzas que los hombres pudieran alimentar. Sin que
pongamos en duda los notables progresos que el mundo ha realizado
durante un siglo, estamos convencidos de la inmutabilidad de nuestra
axiomática hasta el juicio final. El mundo no vera nada más, incluso
en su edad última y suprema porque nuestros ciclos comienzan con
el Fiat divino y se acaban con el Perat, aunque el reloj divino registre
cada minuto y pese a que nosotros tengamos dificultades para marcar
las horas. Igualmente tenemos la firme convicción de que si nuestros
padres y hermanos bienamados hubieran podido aprovechar la viva luz
que hoy nos baña, les hubiera sido más fácil vapulear al Papa, a Mahoma,
a los escribas, a los artistas y a los sofistas, en vez de recurrir a los sus-
piros y a los deseos fúnebres para manifestar las fuentes de su ingenio.

Cuando nuestros ocho hermanos dispusieron todo de manera tal que


no tuvieron mas trabajos especiales, y cuando cada uno compuso un
tratado completo sobre la filosofía revelada y sobre la filosofía secreta,
decidieron no seguir juntos durante más tiempo.

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Así pues y como habían convenido al principio, se dispersaron por todo
el país, no sólo para que los hombres de ciencia pudieran someter su
axiomática a un estudio secreto más profundo, sino también para que
pudieran informarles sobre si tales o cuales observaciones habían ori-
ginado errores en uno u otro lugar.

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Capítulo 3
Sus signos de reconocimiento eran los siguientes:

1. Prohibición de ejercer profesión alguna excepto la curación de en-


fermos a título benévolo.

2. Prohibición de obligar a llevar hábitos especiales reservados a la


hermandad. Por el contrario, deberían adaptarse a las costumbres
locales.

3. Obligación para cada hermano de presentarse el día C. en la mora-


da del Espíritu Santo, o de explicar los motivos de su ausencia.

4. Obligación para cada hermano de buscar una persona de valía que


pudiera sucederle en caso necesario.

5. Las letras R. C. deberían servirles de sello, sigla y emblema.

6. Durante un siglo la hermandad tenía que permanecer secreta.

Juraron fidelidad mutua a los seis artículos y cinco hermanos se pu-


sieron en camino, quedándose junto a Fr. C. solamente B. y D. Cuan-
do al cabo de un año estos también partieron, vinieron junto a él su
primo I. O., de manera que durante toda su vida estuvo asistido por
dos personas. Y por mancillada que aun estuviera la Iglesia, sabemos

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sin embargo lo que pensaba al respecto así como el objeto de sus es-
peranzas y anhelos.

Cada año se volvían a encontrar con alegría y relataban exhaustiva-


mente sus tareas: sin duda momentos llenos de encanto los de escu-
char el relato verídico y sin artificio de todas las maravillas que Dios
no ha dejado de derramar por el mundo. Tengamos por seguro que el
encuentro de estas personas, escogidas entre los espíritus más sutiles
de cada siglo, es obra de la máquina celeste en su conjunto, y de que
vivieron entre ellos y en medio de la sociedad en la más perfecta con-
cordia, en una discreción total y lo más caritativamente posible.

Sus vidas transcurrieron en estas actividades encomiables y, aunque sus


cuerpos estuvieran exentos de todo dolor y enfermedad, sus almas no
pudieron rebasar el límite predeterminado de la desagregación. El pri-
mer miembro de la comunidad que murió fue I. O., en Inglaterra, como
le había predicho desde hacía varios años Fr. C. Era de una erudición
particularmente profunda y muy versado en la cábala como atestigua
su obra H. Su fama en Inglaterra era grande, sobre todo porque curó la
lepra a un joven conde de Norfolk.

Aunque cada puesto fue ocupado por un sucesor de valía, los herma-
nos habían decidido ocultar el emplazamiento de su sepultura, lo que
explica que aun hoy ignoremos donde están enterrados algunos. Acti-
tud con la que, en honor de Dios, queremos testimoniar públicamente
que, aunque podamos imaginarnos la forma y constitución del mundo
entero, ignoramos sin embargo -y ésta es también la enseñanza se-
creta del Libro I., dónde la hemos bebido- tanto el infortunio que nos
amenaza como la hora de nuestra muerte. Dios en su grandeza se los
ha reservado para que estemos constantemente preparados, cuestión
que trataremos más explícitamente en nuestra Confessio.

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En ella enunciaremos también los 37 motivos por los que revelamos
ahora nuestra fraternidad ofreciendo libre, espontánea y graciosamen-
te, misterios tan profundos y la promesa de más oro que el que sumi-
nistran las dos Indias al rey de España; pues Europa está preñada y va
a parir un robusto retoño al que sus padrinos cubrirán de oro. Tras la
muerte de O., el Fr. C. no interrumpió su actividad: tan pronto como
pudo convocó a los demás miembros y nos parece probable que su
tumba fuera construida en su época. Aunque los más jóvenes ignorá-
bamos por completo hasta entonces la fecha de la muerte de nuestro
padre bienamado R. C. y sólo supiéramos los nombres de los fundado-
res y de todos los que les sucedieron hasta nosotros, guardábamos sin
embargo en la memoria un misterio que nos confió A., sucesor de D. y
último representante de la segunda generación que vivió con muchos
de nosotros, en enigmáticos discursos sobre los 100 años.

Confesamos también que tras la muerte de A., nadie obtuvo la menor


información sobre R.C. y sus primeros hermanos salvo lo que sobre
ellos se encuentra en nuestra Biblioteca Filosófica, entre otras obras
en la “Axiomática” para nosotros capital, en los “Ciclos del Mundo”, la
obra de mayor sabiduría y en “Proteo” la más útil. Así que no sabemos
con certeza si los representantes de la segunda generación poseyeron
la misma sabiduría que los de la primera, y si tuvieron acceso a todos
los misterios. Pero recordemos al lector generoso que ha sido Dios
quien ha preparado, aprobado y ordenado lo que hemos aprendido
aquí mismo sobre la sepultura de Fr. C. y que ahora proclamamos pú-
blicamente. Le seguimos tan fielmente que en manera alguna tememos
revelar en una obra impresa todo lo que se desea saber de nosotros,
nuestros nombres de pila, nuestros seudónimos, nuestras asambleas, a
condición de que como contrapartida se nos aborde circunspectamen-
te y que las respuestas sean cristianas.

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He aquí pues la relación verídica y completa del descubrimiento del
muy iluminado hombre de Dios Fr. C. R. Después de la bienaventura-
da muerte de A. en la Galia narbonense, le sucedió nuestro hermano
bienamado N. N. Cuando se nos presentó para prestar el solemne
juramento de fidelidad y silencio, relató confidencialmente que A. ha-
bía asegurado lo que sigue: la fraternidad no seguiría siendo secreta:
dentro de poco serviría necesaria y gloriosamente en nuestra patria
común, la nación alemana. En su posición, la noticia no le confundió.
Como era un buen arquitecto, cuando al año siguiente terminó sus
tareas y se le presentó la ocasión de iniciar un viaje, abastecido con un
viático respetable y con la bolsa de un favorito de la Fortuna, pensó en
restaurar y modernizar la morada. Mientras realizaba este trabajo se
interesó por unas placas de cobre amarillo donde estaban grabados los
nombres de todos los miembros de la fraternidad y otras inscripciones
diversas. Quiso trasladarlas bajo otra cúpula más amplia puesto que
los Antiguos habían mantenido secreto tanto el lugar y la fecha de la
muerte de Fr. C. como, posteriormente, su sepultura, razón por la cual
no sabíamos nada de ella. Ahora bien, dicha placa contenía un enorme
clavo, más grande que los otros. Cuando lo arrancaron tirando con
fuerza, arrastró una piedra tallada primorosamente que se desprendió
del delgado revestimiento, mostrando una puerta que nadie había sos-
pechado.

Con alegría y ansiedad quitamos lo que quedaba del yeso y a conti-


nuación limpiamos la puerta en cuyo dintel aparecieron los siguientes
caracteres de gran formato: “Me abriré dentro de 120 años”, seguidos
del antiguo milésimo (*). Dimos gracias a Dios e interrumpimos nues-
tro trabajo pues deseábamos consultar primero nuestra obra sobre
los Cielos (Por tercera vez remitimos a nuestra Confessio pues estas
revelaciones beneficiarán a los que son dignos de ellas y, si Dios lo
quiere, servirán de poco a los que no lo son. En efecto, de la misma
manera que nuestra puerta se ha abierto de forma maravillosa al cabo

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de tantos años, también deberá abrirse otra puerta en Europa cuando
se descombre el revestimiento: muchos son los que la esperan con
impaciencia).

Notas del texto


(*) La expresión es oscura pues la palabra milésimo, del latín millesi-
mus, tiene un doble sentido. Por un lado, acompañaba antiguamente a la
fecha en todas las monedas, medallas, etc., sin alterar la cronología. En
esta acepción. 120 años son 120 años normales. Pero, también puede
expresar la cantidad mil que se omite al enunciar la cifra. En esta segun-
da acepción los 120 años pueden equivaler a 1.120 años o a 120.000
años.

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Capítulo 4
Por la mañana abrimos la puerta y apareció una sala abovedada en for-
ma de heptaedro.

Cada lado tenía siete pies de largo y su altura era de ocho pies. Aunque
los rayos del sol nunca llegasen a ella, estaba iluminada por otro sol
-copiado sobre el modelo del primero- que se encontraba en todo lo
alto, en el centro del techo. Como sepulcro habían levantado en medio
de la sala un altar en forma circular, con una placa de cobre amarillo
que tenía este texto:

A C.R.C.

Estando en vida me di por sepulcro esta quintaesencia del Universo.

El primer círculo que servía de orla llevaba en su contorno:


Jesús es mi todo. La parte central contenía cuatro figuras encerradas
en un círculo y cubiertas por las inscripciones siguientes:

1. El vacío no existe;
2. El yugo de la ley;
3. La libertad del Evangelio;
4. Intacta está la gloria del Señor.

El estilo de estas inscripciones, así como el de los siete paneles late-


rales y el de las dos veces siete triángulos que figuraban en ellas, era

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claro y puro. Nos arrodillamos todos a la vez para dar gracias a Dios,
único en su sabiduría, en su poder y en su eternidad y cuyas enseñan-
zas, bendito sea su nombre, son superiores a todas las invenciones de
la razón humana.

Dividimos la sala abovedada en tres partes: el techo o cielo, el muro o


flancos, y el suelo o pavimento. No diremos ahora nada del cielo salvo
que su centro luminoso estaba dividido en triángulos orientados hacia
los siete lados (más vale que, si Dios lo quiere, los veáis con vuestros
propios ojos, vosotros que esperáis la salvación). Cada flanco estaba
subdividido en diez campos cuadrangulares, cubierto cada uno por fi-
guras y sentencias particulares que reproduciremos con el mayor cui-
dado y precisión posibles en nuestra obra “Compendium”.

En cuanto al suelo, también estaba dividido en triángulos que, por re-


presentar el reino y los poderes del déspota inferior, no pueden ser
revelados ante el temor de que el mundo impertinente y pagano abuse
de ellos (quien por el contrario está en armonía con la percepción ce-
leste, aplasta sin temor ni daño la cabeza de la vieja serpiente del mal,
tarea que corresponde a nuestro siglo). Cada lado ocultaba una puerta
que abría un cofre onteniendo objetos diversos: todos los libros que
poseemos y, además, el “Vocabulario” de Teoph. P. ab Ho, y diferentes
escritos que no cesamos de difundir lealmente, entre otros su “Itine-
rario” y su “Vida”, fuente principal esta última de todo lo que prece-
de. Otro cofre contenía espejos de propiedades múltiples, campanillas,
lámparas encendidas, compendios de cantos maravillosos, dispuestos
todo de tal manera que, si la orden o la fraternidad entera vinieran a
desaparecer, todo se pudiera reconstituir aunque pasaran varios siglos,
sobre la única base de esta sala abovedada.

Sin embargo, aún no habíamos visto los despojos mortales de nuestro

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padre, tan meticuloso, prudente y reflexivo. Así que desplazamos el al-
tar y levantamos una gruesa placa de cobre. Entonces vimos un cuerpo
perfecto y glorioso, todavía intacto, sin la menor huella de descompo-
sición y coincidente por completo con el retrato que lo representaba
engalanado con todos sus adornos y vestiduras. Tenía en la mano un
libro en pergamino con letras de oro llamado T., nuestro tesoro más
preciado después de la Biblia y que no conviene someter a la opinión
del mundo de manera imprudente.

El epílogo del libro contenía el panegírico siguiente:

Simiente enterrada en el corazón de Jesús, C. Ros. C. era el descen-


diente de la noble y gloriosa familia germánica de los R. C. El único de
su siglo que, iluminado por la revelación divina, dotado de la más refina-
da imaginación, y de un ardor inagotable en el trabajo, tuvo la suerte de
acceder al conocimiento de los misterios y arcanos de los cielos y del
hombre. Tras haber sido el guardián de un tesoro más que real y más
que imperial que reunió durante sus viajes por Arabia y África y para
el que su siglo no estaba aún maduro (corresponde a la posteridad
revelar su sentido); tras haber formado herederos fieles y leales a sus
artes y a su nombre; después de acabar un resumen de todas las cosas
pasadas, presentes y futuras; con más de cien años y sin que ninguna
enfermedad le obligara (protegía al prójimo de ella y nunca su cuerpo
fue atacado por las misma), fue llamado por el Espíritu Santo, y entregó
su alma iluminada a Dios su creador en medio de los abrazos y de los
últimos besos de sus hermanos. Durante 120 años estuvo oculto en
este lugar, padre muy amado, el más dulce de los hermanos, preceptor
fidelísimo, amigo íntegro.

Debajo habían firmado todos los hermanos siguientes:

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1. Fr. A. Fr. ch., jefe electo de la fraternidad.
2. Fr. G.V., M.P.G.
3. Fr. R.C. el más joven heredero del Espíritu Santo.
4. Fr. F. B., M.P.A., pintor y arquitecto.
5. Fr. G.G., M.P.I., cabalista.

Pertenecientes a la segunda generación:

1. Fr. P.A., matemático, sucesor del hermano I.O.


2. Fr. A., sucesor del hermano P.D.
3. Fr. R., sucesor del P. Christian Rosenkreutz, triunfante en Cristo.

Todo se acababa en las siguientes palabras: Nacemos de Dios, morimos


en Jesús, revivimos por el espíritu.

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Capítulo 5
En este tiempo ya habían desaparecido Fr. O. y Fr. D. ¿ Dónde se en-
cuentran sus sepulturas? No nos cabe ninguna duda que el mayor de
los hermanos fue objeto de cuidados especiales en el momento de su
muerte y que también tiene una sepultura oculta.

Esperamos igualmente que el ejemplo que hemos dado incitará a otros


a que busquen e investiguen con más celo sobre los nombres que
hemos revelado precisamente con dicha finalidad, así como para que
encuentren los lugares donde están enterrados.

Casi todos ellos fueron célebres y apreciados entre las antiguas gene-
raciones por su arte médico y pueden contribuir a acrecentar nuestro
tesoro o, al menos, a que lo comprendamos mejor. En cuanto al peque-
ño mundo lo encontramos conservado en otro altar de talla pequeña,
cuya belleza no puede ser imaginada por ningún hombre razonable, y
que no reproduciremos en tanto no se haya testimoniado confianza
a nuestra Fama. A continuación volvimos a poner la placa en su sitio,
la cubrimos con el altar y después cerramos la puerta colocamos en
ella todos nuestros sellos, antes de descifrar algunas obras basándonos
en las orientaciones de nuestro tratado sobre los ciclos (entre otras,
en el libro M. hoh. que sirve como tratado de economía doméstica y
cuyo autor es el dulce M. P.). Después según nuestra costumbre, nos
dispersamos de nuevo abandonando nuestros tesoros a sus herederos
naturales y esperando la respuesta, el juicio y el veredicto de sabios e
ignorantes sobre nuestras revelaciones.

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Aunque seguramente conozcamos la amplitud de la reforma general
divina y humana que no sólo satisfará nuestros deseos sino también la
esperanza de otros hombres, no es malo en efecto que el sol, antes de
salir, proyecte en el cielo una luz clara u oscura; no es malo que algunos
se den a conocer y se reúnan para promover nuestra fraternidad con
su número y con el prestigio del canon filosófico que deseaba y que
dictó Fr. C., o incluso para disfrutar humildemente y con amor nues-
tros inalienables tesoros, dulcificando así las miserias de este mundo
y utilizando las maravillas divinas sin tanta ceguera. Sin embargo, para
que cada cristiano pueda apreciar nuestra piedad y nuestra integri-
dad, confesamos públicamente la certeza en Jesucristo en los términos
claros y netos con los que ha sido proclamada en Alemania en estos
últimos tiempos, y con los que la mantienen y la defienden todavía hoy
algunas provincias célebres, contra los fanáticos, los heréticos y los
falsos profetas.

Celebramos igualmente los dos sacramentos instituidos por la prime-


ra Iglesia reformada, con las mismas fórmulas y las mismas ceremonias.
En asuntos de gobierno reconocemos como nuestro regente y como
regente de los cristianos a la IV Monarquía. Pese a nuestro conoci-
miento de los cambios que se preparan y al deseo profundo que nos
anima de comunicarlos a los que están instruidos por Dios, éste es
nuestro manuscrito, el que poseemos. Ningún hombre nos pondrá
fuera de la ley ni nos librará a los indignos sin la ayuda del Dios único.
Sostendremos en secreto la buena causa según lo que Dios nos per-
mita o nos prohíba, pues nuestro Dios no es ciego como la fortuna de
los paganos; es el tesoro de la 1glesia, el honor del templo. Nuestra
filosofía no es nueva; coincide con la que heredó Adán después de la
caída y con la que practicaron Moisés y Salomón.

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No debe poner en duda ni refutar teorías diferentes. Porque la verdad
es única, sucinta, siempre idéntica a sí misma; porque en consonancia
con Jesús en todas sus partes y en todos sus miembros, es la imagen
del Padre al igual que Jesús es su retrato; es falso afirmar que lo que
es verdad en filosofía no es cierto en teología. Lo que establecieron
Platón, Aristóteles o Pitágoras; lo que confirmaron Henoch, Abraham,
Moisés y Salomón; allí donde la Biblia coincide con el gran libro de las
maravillas, corresponde y describe una esfera o un globo en el que
todas las partes están a igual distancia del centro, ciencia de la que tra-
taremos con más detalle y con más amplitud en la Colección cristiana.

El gran éxito actual del arte impío y maldito de los hacedores de oro
incita a una multitud de bribones escapados de la horca a cometer
grandes canalladas abusando de la buena fe y de la ingenuidad de nu-
merosas personas. Algunas de ellas están honestamente convencidas
que la transmutación metálica es la cima de la filosofía y su resultado,
y que hay que consagrarse enteramente a ello porque la fabricación
de grandes masas de lingotes de oro agrada a Dios especialmente
(esperan conquistar a un Dios cuya omnisciencia penetra todos los
corazones, mediante oraciones irreflexivas y con caras sufrientes y
derrotadas). Lo que proclamamos al respecto es lo siguiente: estas
concepciones son erróneas.

Los verdaderos filósofos opinan que la fabricación de oro no es sino


un trabajo preliminar de escasa importancia, uno más entre los mi-
les que tienen que realizar, la mayor parte de ellos de bastante más
envergadura. Repetimos el dicho de nuestro padre bienamado C. R.
C.: ¡Uf! ¡Oro! ¡Nada mas que oro! Aquel ante cuyos ojos se abre la
naturaleza entera no se alegra por poder hacer oro para, según pala-
bras de Cristo, cebar a los diablos. Se alegra por ver cómo el cielo se
desvela, cómo suben y bajan los ángeles del Señor y de que su nombre

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esté inscrito en el Libro de la Vida. Igualmente atestiguamos que, en el
terreno químico, se han publicado libros e imágenes que mancillan la
gloria de Dios.

En su tiempo los daremos a conocer y proporcionaremos un catálogo


de ellos a los corazones puros. Suplicamos a los hombres de ciencia
que redoblen su prudencia leyendo estas obras: el enemigo no cesa
de sembrar su cizaña hasta que encuentre el maestro que le expulse.
Así pues, según el parecer del Fr. C.R. C., dirigimos la siguiente súplica
a los discípulos y también a todos los hombres de ciencia europeos
que lean nuestra Fama traducida en seis lenguas y la Confessio latina:
que sometan su arte a un examen extremadamente preciso y riguroso
y que estudien cuidadosamente los tiempos modernos antes de co-
municarnos en obras impresas el resultado de sus meditaciones indi-
viduales o comunes; que mediten con espíritu reflexivo el ruego que
les dirigimos. Aunque actualmente no hayamos indicado ni nuestro
nombre ni dónde se encuentra nuestro consistorio, es seguro que nos
llegaran las opiniones de todos, sea cual fuere la lengua en la que es-
tén redactadas. Y que todos los que indiquen su nombre, conversaran
sin falta con cada uno de nosotros de viva voz o, si tienen dudas, por
escrito. Por el contrario, también declaramos lo que sigue: quien man-
tenga respecto a nosotros una actitud cordial y seria, se beneficiará de
ello en cuerpo y alma; en cambio quien tenga un corazón falso o rapaz
se sumirá en una miseria extremadamente profunda y no nos causara
ningún mal. Es preciso que nuestra morada, aunque cien mil hombres
la puedan contemplar de cerca, siga siendo eternamente virgen, intacta
y celosamente oculta a los ojos del mundo impío.

A la sombra de tus alas, Jehová.

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www.rosacruziniciatica.org

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