Un Besito de Niña
Un Besito de Niña
Un Besito de Niña
Un besito
de niña
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Un besito de niña
jenniffer natalia rangel aguirre
j e n n i f f e r n a t a l i a r a n g e l a g uu
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cabello rubio y crespo, y una piel blanca y tersa, tal como lo había
soñado. Me di a la tarea de echarle el guante. Cada vez que le veía
cerca caminaba como muñequita de cuerda, acariciaba mi cabello
y le sonreía de forma coqueta, pero a él parecía no importarle. Una
noche, como a eso de las ocho, le caí de sorpresa en una esquina,
estábamos solos, le tiré mis cartas: le dije que me parecía un “pa-
pacito rico, bueno pa’ chuparlo despacito” y que quería con él.
Le abracé fuerte del cuello e intenté besarlo, pero se me escabulló,
y luego de darme un señor regaño, se marchó. Dos semanas des-
pués llegué hasta su casa con la excusa de preguntarle no sé que
tontería, él de inmediato se alertó y me sacó de allí. En el parque
hablamos durante un buen rato. Me dijo que yo era muy chiquita
para él –le contesté que crecería–, me dijo que yo era aún muy
inocente –le dije que sabía besar con lengua y que conocía los
condones–, me dijo que tenía novia –le dije que no era celosa–. Lo
único que recibí de aquel chico rubio fue una pitica amarilla que
me amarró en la muñeca izquierda para la buena suerte y un beso
en la frente el día que se marchó del pueblo. Con él comprendí que
hay cosas en la vida que se escapan de nuestro alcance y que por
más que insistamos siempre estarán lejos. Cuando tenía quince
años me pegué mi primera borrachera. El pueblo estaba de fiesta,
y mi mamá, por estar enferma, no pudo salir a disfrutarla como lo
hacía todos los años, así que decidí llevársela a la casa. Compré dos
canastas de cerveza (las pagué barriendo el parque central), puse
de esa música de carrilera que tanto le gustaba, y durante toda la
noche hablamos de la vida, de nuestros amores y odios, de lo que
vale la pena querer y de lo que definitivamente jamás se puede
amar. Con cada botella que desocupábamos eran diez las lágrimas
que dejábamos salir. Cuando terminamos la primera canasta había
en el ambiente una rara mezcla de llanto, nostalgia y alegría. Nos
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él tenía completa. Cuando cumplí mis veinte años un loco que se
creía sacerdote nos casó, nuestros padrinos fueron dos locos más,
un tipo que se hacía llamar el Arcángel San Gabriel y una mujer
que se creía la Princesa Diana. Cuando llegó la noche, y la hora de
consumar nuestro extraño matrimonio era inminente, Tito se sen-
tó junto a mí, tomó mis manos como pudo y las apretó, me miró
a los ojos y sonrió. Yo temblaba. Tito me dio un suave beso en los
labios, dijo que me amaba y salió de la habitación. Fue el acto más
caballeroso que había recibido en mi vida, y me sentí feliz de ha-
berlo conocido. Esta mañana me levanté, fui por Tito, y amenazan-
do a un sacerdote de verdad con un escándalo, nos casamos con
todas las de la ley. Volvimos a la clínica, y tuve mi primera vez.
Durante toda mi vida sentí miedo de que la muerte me sorpren-
diera en un rincón cualquiera de este mundo de mierda, pero hoy,
feliz, puedo decir: Soy Andrea, tengo veinte años, perdí mi virgini-
dad con el hombre al que amo, y seguiré viviendo exclusivamente
por el amor que le tengo a la vida. Amén.