Guía Juan Rulfo

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GUIA DE Actividades . Unidad I: Individuo y sociedad. LENGUAJE.

Nombre Curso IV medio


Profesor Alejandra Cadena Fecha

Objetivo de Aprendizaje: Distinción entre Opinión y Argumentación. Expresión de


opiniones personales. Identificación de elementos de la estructura interna del discurso
argumentativo.

El centenario de Juan Rulfo, el escritor que


nos llevó de la ciudad a la tierra
Por JORGE CARRIÓN 19 de febrero de 2017

Retrato de Juan Rulfo por de Sonia Basch

Este 2017 celebramos el centenario del


nacimiento del escritor mexicano Juan Rulfo,
uno de los escritores fundamentales del siglo XX
pese a publicar en vida tan solo dos libros.

Siglos antes de que naciera la superstición


del spoiler, se volvió tendencia recitar de
memoria los inicios de las novelas y olvidar los
finales. Todo el mundo sabe cómo empieza El
Quijote, pero muy pocos recuerdan qué escribió
Cervantes en las últimas líneas, excepto quizá
esa palabra final: “Vale”, que es una fórmula
clásica de despedida y no propiamente un final.

Una de las pocas excepciones es la de Cien años


de soledad, tal vez porque la novela es circular —
además de redonda—, o quizá porque Gabriel García Márquez ya era zorro viejo a los
cuarenta años: “Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una
segunda oportunidad sobre la tierra”.

Nadie recuerda, en cambio, el final de Pedro Páramo, que termina con la caída del
protagonista: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si
fuera un montón de piedras”.

Con el concepto “tierra”, por tanto, concluyen las dos novelas más canónicas del siglo
XX latinoamericano. La tierra también está, implícita, en los dos títulos de los dos
libros de Juan Rulfo (quien nació en 1917 y por tanto desde este 2017 no solo es
inmortal sino también centenario).

El apellido de Pedro significa “terreno yermo, raso y desabrigado”; y en El llano en


llamas, el incendio tiene lugar en la “llanura”, en el terreno “sin altos ni bajos”. Rulfo
invoca, por tanto, en sus dos únicos títulos a la tierra desnuda, sí; pero también lo
exento de retórica u ornamento, el estilo llano (al menos en apariencia).

El suyo es un viaje al origen y al núcleo duro. Un viaje en dos libros que reconstruyen
un mundo mítico y perdido, hecho de algunos recuerdos y de mucha ficción, de lo
poco que le contó su tío y de lo mucho que leyó en los libros, de todo lo que vio y pisó,
porque era un gran fotógrafo y un gran caminante.
Tanto en los cuentos como en la novela encontramos sobre todo viajes, migraciones,
peregrinaciones, movimiento. En todos sus textos late su propia migración, del
campo a la ciudad, a los quince años, cuando también emigraba de la infancia (si es
que uno puede escaparse de allí).

Maestro de Enrique Vila-Matas, como escritor se presentó a sí mismo como un


excursionista hacia el silencio, como un autor del no, como un Bartleby sin
compañía. Lector de Rilke, en sus autorretratos se imaginó como un viajero
romántico con la mirada perdida en un horizonte de tierra, de polvo, de nada.

Como escritor fue vanguardista y ficcional; como fotógrafo, clásico y documental. El


artista que los reúne a ambos inaugura cierta línea de escritores mexicanos que se
metamorfosean en creadores transmedia (Ulises Carrión, Mario Bellatin); pero al
mismo tiempo crea, recorre y agota un camino pedregoso y en llamas, tan solamente
suyo.

Aunque sean muchos los eventos que, por fortuna, van a celebrar los cien años de su
nacimiento, como la serie documental que está realizando su hijo Juan Carlos Rulfo,
yo destaco entre todos ellos un libro que llegó un año antes. Me refiero a Había
mucha neblina o humo o no sé qué (Literatura Random House), el ensayo académico
y crónica de viaje, la relectura poética y la investigación crítica con que Cristina
Rivera Garza se ha acercado a Rulfo, de forma contemplativa pero sin
contemplaciones, aunando un homenaje luminoso y crítica con rabia.

Su libro penetra en el autor de “Nos han dado la tierra” a través de sus trabajos como
inspector y como viajante y como fotógrafo y como editor; como agente doble que fue
tanto un cómplice de la destrucción del paisaje y las culturas originarias como su
narrador y su testigo.

Si nos sigue interpelando en el siglo XXI, dice Rivera Garza, es porque no solo fue
minimalista y fulminante, realista y fantasmagórico, sino también urbano (su campo
no se entiende sin sus viajes por carretera, sin su conexión a través del coche con la
ciudad) o incluso queer.

Hay en sus textos una identidad sexual líquida absolutamente contemporánea. Y una
representación corporal que supera los tabúes de su época: “Introduce el cuerpo
menstruante de la mujer en Comala y, de paso, en las letras mexicanas”. En la lectura
de la autora de Nadie me verá llorar, Rulfo escribió y publicó hasta el final. Como
editor, siguió publicando “de otra manera” y “como artista visual” prosiguió “con su
producción de otra manera”.

Nunca paró de mirar, de leer, de generar discurso. Aunque pasaran más de treinta
años desde la aparición de El llano en llamas y de Pedro Páramo hasta su muerte en
1986, el artista casi duchampiano nunca dejó de trabajar.

Juan Rulfo: ‘Los latinoamericanos están


pensando todo el día en la muerte’
Por MARTÍN CAPARRÓS 15 de mayo de 2017
Juan Rulfo

Este martes 16 de mayo, don Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que
solo necesitó doscientas páginas para convertirse en uno de los grandes de la
lengua, habría cumplido cien años. Hace ya 34, en Buenos Aires, pude
entrevistarlo. Quiero recordar aquel momento.

El señor Juan Rulfo es mexicano, tiene 65 años y trabaja como editor de obras
científicas en el Instituto Nacional Indigenista. Esta tarde está vestido con un traje de
excelente alpaca gris y es bajito, un poco encorvado, un aspecto pequeño. El señor
Rulfo ha escrito dos libros: uno de cuentos, El llano en llamas, y una novela, Pedro
Páramo, editados en 1953 y 1955; cada uno de ellos ha vendido millones de
ejemplares en castellano y están traducidos a –digamos– infinidad de lenguas: es
inquietante la infinidad de lenguas.

Eso es lo sustantivo. El problema es adjetivar a alguien que odia los adjetivos,


aunque ya se adjetivará con los más tristes, esta noche. Pero eso será más tarde. Por
ahora, el señor Rulfo está en Buenos Aires, en un puesto de la Feria Internacional del
Libro. Llueve sobre el techo de chapa, una gotera pertinaz cae sobre una copia del
Himno a la Noche de Novalis y el señor fuma un negro sin filtro; lo mira, lo disfruta,
con infinito cuidado deposita en su mano izquierda la ceniza pendiente. El señor
Rulfo se llena la mano de ceniza.

La gente pasa, y algunos se detienen. Lo reconocen y le piden, por ejemplo, un


autógrafo: “Es para mi hermana, sabe”. El señor Rulfo lo borda con letra trabajosa. O
le hablan de las cosas más diversas, que él soporta con paciencia tímida: de Borges
(alguien le explica que el argentino, en su perfecto realismo, ha creado nuevamente
Buenos Aires con laberintos, espejos y tigres; él dirá: “Sí, me gusta mucho”); de la
deuda externa (“Nosotros también la tenemos: lo que hay que hacer es declararse
insolventes y que nos busquen, nomás”); de la caída del imperio colonial español (y
le brillan por un momento los ojitos opacos para decir: “Todos los grandes imperios
caen, ahorita falta solamente el de Reagan, pues”).

El señor Rulfo escucha, escucha, murmura –el primer nombre de Pedro


Páramo era Los murmullos–, hasta que llega alguien que le dice que Manuel Mujica
Láinez está firmando libros acá cerca, si no querría ir a conocerlo. “No, gracias”, dice
el señor Rulfo, “ahorita estoy mirando libros”. “¿Tal vez más tarde?”. “Tal vez”. Y se
calla: sus silencios a veces se llenan de ironía, son filosos. Alguien le pregunta si no le
interesa conocer a Mujica: mirada socarrona. Pocos minutos más tarde aparece el
prestigioso polígrafo nativo, su bastón en ristre. “No quería dejar pasar esta
oportunidad de decirle que lo considero el más grande escritor de América Latina”,
dice Mujica Láinez. “Gracias”, dice el señor Rulfo, “igualmente”. El encuentro fue
breve, muy trabado.
***

Se llama tabú a aquello que las normas de un determinado grupo humano prohíben
nombrar explícitamente. Así el tabú, lo innombrable, carga de su contenido a todas
las otras cosas, a los otros nombres. El tabú es aquello a lo que siempre se alude sin
nombrarlo.

***

El señor Rulfo me miró con ojitos resignados cuando le recordé que había llegado la
hora fijada para la entrevista: con ojitos resignados asintió. El señor Rulfo caminaba
delante, yo detrás; no redoblaban cajas destempladas y, sin embargo, yo me sentía
infelizmente verduguesco:

Discúlpeme una vez más por molestarlo. ¿No le gusta nada todo esto, no?

No, es muy odioso.

Ya le han hecho tantas entrevistas… Debe tener todas las respuestas estereotipadas.

No, al contrario; me sé las preguntas, pero las respuestas no. Cada vez tengo menos
respuestas.

¿Podemos hablar de bueyes perdidos?

Como usted quiera. Pero a mí nunca se me perdió un buey. Nunca he tenido bueyes.

¿Usted no cree en Dios?

(El señor Rulfo se detiene, me mira con alarma).

Sí, yo sí creo en Dios.

Entonces no cree en los curas…

Bueno, es que la iglesia ha perdido mucho en todas partes, debido a su… bueno, en
realidad, lo perdieron cuando se quitó el ritual latino, que era una especie de rito
mágico, que atraía a la gente. Pero desde que se impuso la lengua de cada pueblo,
para hacer sus actos religiosos… En castellano, en español, la misa perdió toda su
magia.

¿Y ve la muerte desde un punto de vista cristiano?

El señor Rulfo habla de la muerte, dice que la toma como una cosa natural, que
nosotros los latinoamericanos tenemos un modo muy diferente al de los europeos de
pensar en la muerte: “Ellos nunca piensan en la muerte hasta el día en que se van a
morir”, dice. “Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte, hasta
para despedirse en la noche dicen ‘Dios mediante’ o ‘si Dios nos da vida’, dicen
‘Hasta mañana si Dios nos da vida’. Porque siempre conviven con la muerte”, dice. Y
describe –se lo he preguntado– la fiesta del 2 de noviembre, Día de Muertos. “Sí, van
todos a los cementerios y comen calaveras de azúcar. Le hacen una ofrenda al muerto
y después se comen la ofrenda. Y, según ellos, el muerto viene a visitarlos y se
emborrachan y se comen la ofrenda y se ponen unas borracheras feroces… porque le
ponen aguardiente al difunto, porque le gustaba tomar aguardiente, emborracharse,
entonces también ellos se emborrachan, con aguardiente, mezcal, pulque, lo que
sea”, dice el señor Rulfo con risita y los ojos todavía más entrecerrados.

***

El señor Rulfo habló de la muerte. Pedro Páramo es un libro de muertos. Pero esta
es una entrevista con tabú.

***
¿Y lo de la chingada también tiene que ver con la muerte?

No, la chingada es una mala palabra… Allá decir “Chinga a tu madre” es una ofensa,
es la ofensa, es la peor ofensa…

Pero ¿también se llama chingada a la muerte?

No, a la muerte le dicen calaca, le dicen la silliqui… ¡quién sabe qué! La calaca se dice
mucho. La chingada es una mala palabra que se dice cuando se quiere ofender a
alguien. “Me está llevando la chingada”, por ejemplo, es como decir “me está
llevando el demonio”. Pero, además, decir “Chinga a tu madre” es una ofensa muy
grande, para sacar la pistola y darse de balazos.

¿Sacan muy fácil la pistola?

Bueno, la sacaban. Ahorita como ya no tienen pistola…

¿Por qué?

Se las quitaron, se despistolizaron a toda la gente. Hubo una despistolización


general.

De chingada en Malinche, de Malinche en laberinto, le pregunto por Octavio Paz. El


señor Rulfo dice que esa lectura de la historia de México a través de la Malinche, de
la gran madre violada, entregada al enemigo, que postula El laberinto de la
soledad está tomada de un libro de Samuel Ramos, un filósofo mexicano que fue
profesor de Paz. Y que Octavio Paz maneja una mafia intelectual en México y que
muchos no pertenecen a esa mafia. “Y el que no es amigo de Octavio Paz es su
enemigo”, dice. “Usted no es amigo”, creo entender, arriesgo. “Sí, yo soy amigo”,
corrige. Quiero entender eso de mafia, entonces. “¿Qué pretende?”, pregunto.
“Controlar la cultura”, dice el señor Rulfo, “revistas culturales, los suplementos
culturales, los premios culturales que se dan en los concursos de novela o de cuento,
todo eso. Controlar la cultura”.

A Paz también lo cuestionan por problemas ideológicos…

Claro, la izquierda mexicana es enemiga de ellos. La izquierda de todas partes, no


solo la mexicana. Todo lo que sea de izquierda para ellos es… es el demonio, ¿no?

¿Y viceversa?

Sí, claro.

Entonces le digo que algo similar pasó aquí durante mucho tiempo con Borges, que
la izquierda intelectual argentina le cuestionaba sus elecciones políticas, y le
pregunto si se podría hacer un paralelo. “Sí”, dice el señor Rulfo; “pero tiene más
fuerza la derecha que la izquierda”. “¿Allá?”, le pregunto. “Allá”, me contesta.
“¿Culturalmente?”, le pregunto. “Sí”, me contesta. Estamos en la oficina del director
de la Feria Internacional del Libro. El alfombrado es rojo borravino, los sillones de
imitación cuero y el escritorio macizo y de caoba. La luz son tubos de neón: es el
único lugar que conseguimos para hablar con cierta calma, y el señor Rulfo sigue
contestando bajito y lento y a trozos y a nuestro alrededor cuatro o cinco señores
maduros con trajes maduros se esfuerzan por escuchar nuestras (sus) palabras.
“Allá”, me contesta.

Y seguirá hablando –se lo he preguntado– sobre la pureza del castellano, la libertad


que los escritores deben tener para utilizar palabras del idioma usual de cada país
(“en México eso es muy fuerte, siempre se escabullen muchos nahuatlismos, del
náhuatl”), y que últimamente el director de la Real Academia Española (“que ya no
limpia ni fija ni da esplendor”) hizo una gira por América y dijo que a cada país había
que dejarle el idioma que acostumbraba usar. “Si nosotros usamos muchas palabras
en náhuatl es porque es el lenguaje común, de la gente”, dice el señor Rulfo. “No nos
las han impuesto, sino que… como dijo él, si ustedes quieren decir ‘vos tenés’, pues es
la forma como se entienden y no tenemos por qué impedirlo… Lo dijo la Real
Academia Española”, dice. Y que es América Latina la que va a conservar el
castellano, que en España se está perdiendo. “Uno a los madrileños ya no los
entiende”, dice, y casi se sonríe.

***

Esta es una entrevista con tabú, pero juro que fue él quien empezó con esta cosa de
las letras.

***

¿La literatura tiene alguna posibilidad de transformar la realidad?

Sí, hay una transformación de la realidad, si no, no es literatura…

No, quería decir alguna acción sobre la realidad para transformarla.

Claro, precisamente la literatura testimonio es menos valiosa que la literatura que


transforma la realidad. La realidad tiene sus límites… Entonces hay que apoyarla con
la imaginación. En el momento en que viene la imaginación o la intuición, entonces
transforma la realidad. La realidad es muy limitada.

Sí. Lo que quería preguntarle es si lo escrito, a su vez, puede accionar sobre la


realidad para modificarla.

No, la literatura no puede actuar ni puede modificar nada. Pueden la sociología, la


antropología, la economía; pueden hacer algo por transformar las realidades. Pero la
literatura… el escritor no puede lograr hacer nada. La literatura es ficción, y si deja de
ser ficción, deja de ser literatura.

“La literatura no puede actuar ni puede modificar nada… La literatura es ficción, y si deja de
ser ficción, deja de ser literatura”.
“Y la ficción es mentira”, dice el señor Rulfo, citando una frase de él mismo aparecida
en un reportaje reciente.

Y después me dirá –se lo he preguntado– que, a diferencia de muchos escritores


latinoamericanos, él nunca se expatrió, que vivió siempre en México. “El mexicano
no se desarraiga fácilmente”, dice. “Hay pocos escritores que han vivido fuera, en el
extranjero, pero ha sido porque eran diplomáticos, después regresan al país. A los
turistas españoles les exigían treinta mil pesos para entrar al país, que entonces eran
treinta mil pesos de este tamaño… ahora son así chiquitines”, dice el señor Rulfo y se
ríe, y sigue contando: “En cambio a los mexicanos nos cobraban doscientos pesos
para ir a España. Y le reclamaron al secretario de Gobernación por qué les exigía a
los españoles tanto dinero por venir como turistas a México. Y contestó: ‘Bueno,
porque los españoles vienen y se quedan; los mexicanos van y regresan’. El mexicano
es muy arraigado… No es el chile ni los frijoles, no es la nostalgia por esas cosas. Es
una costumbre ya, un arraigo que se tiene… Por ejemplo, mire, Ciudad de México: es
una ciudad caótica, infernal, horrenda, ¿no? Y, sin embargo, vive uno allí y la
extraña… Tenemos posibilidades de irnos a otras partes, a ciudades que son bonitas,
Querétaro, Morelia, donde no hay esmog, donde la gente no es neurótica como en
Ciudad de México y, sin embargo, no queremos salir de Ciudad de México”, dice, por
una vez entusiasmado.

Y eso se nota en los escritores mexicanos.

Son escritores muy intimistas, que no conocen ni siquiera el país. No han salido de
Ciudad de México.

No es su caso…
No, no. Yo conozco todo el país. He vivido en muchas ciudades del interior. Viví
bastantes años en Guadalajara… Yo soy de allá, de occidente. Y además conozco otros
países también. Casi conozco todos los países… Menos China y la Unión Soviética.

¿Por alguna razón particular?

No, porque me da flojera ir tan lejos… Está muy lejos.

Una de las fotografías tomadas por Juan Rulfo que forman parte de una exhibición en el Museo
Amparo en Puebla, México Hugo Ortuño/EPA

En los años cincuenta, en sus viajes por el país, Rulfo hacía fotos que salieron
publicadas hace poco en un libro.

Le pregunto por esas fotos, si hay algún lenguaje común entre la fotografía y la
literatura. “No, no hay nada”, dice el señor Rulfo, “en absoluto”. Pero sigue: “Dicen
que sí hay ciertas similitudes con las fotografías”, dice, citando seguramente a algún
crítico. “Porque en realidad, como son de la época pasada, representan un México
muerto ya, que ya no existe”.

“Y entonces, ¿la similitud?”, pregunto. “No la hay”, responde. “Además, cuando yo


tomaba fotografías no pensaba en la literatura, son dos géneros muy diferentes”. No
es el caso de la música. Allí sí reconoce puntos de contacto, y habla de la música
medieval, renacentista, barroca, el canto gregoriano. “Yo considero que la música es
un gran estímulo”, dice, “serena el espíritu, el ánimo, es muy estimulante, hacia la
calma, y deja uno de pensar en… ciertos problemas”.

Uno de los problemas, por ejemplo, fue siempre su relación con el alcohol. Pero
ahora lo ha dejado, ya lleva algunos años sin beber. Aunque, a veces, cuenta que le
cuesta.

¿Usted sueña mucho?

Sueño, pero no me acuerdo nunca de lo que sueño.


Pero ¿son sueños agradables?

Pues no sé decirlo, nunca los recuerdo.

Pero ¿no son pesadillas?

Se ríe. “No, no tengo pesadillas”, dice. Y se ufana: “He soñado a colores. Es bonito.
Son muy brillantes, muy fuertes los colores”.

***

El tabú es lo que no se puede nombrar, aunque todo lo aluda. ¿Cómo hablar con el
señor Juan Rulfo de esos dos libros que escribió a principios de los cincuenta, esos
dos clásicos latinoamericanos, esos dos libros solitarios? ¿Cómo preguntarle cómo se
siente un hombre que mira desde el llano su propio monumento? O sobre la unicidad
del acto de escribir, sobre su permanencia: si alguien es escritor por escribir, o por
haber escrito. Estoy hablando con él por algo que hizo hace más de treinta años. Si le
preguntara por qué no escribió más me miraría con odio y me diría, como lo dijo
tantas veces, que le faltaba un libro en su biblioteca y por eso lo hizo, para llenar el
hueco, y hasta quizá me diría que está escribiendo algo, como lo dijo tantas veces,
para sacudirse la pregunta acosadora, acusadora. Todo mirándome con odio. No
quiero que me odie. Lo admiro. Quizá en otra ocasión se lo pregunte.

***

¿Usted tiene una relación especial con los adjetivos?

Yo soy enemigo de los adjetivos. Cuando yo estaba estudiando literatura nos


imponían mucho a Pereda, que era uno de los caballitos de batalla de los maestros de
literatura. Pereda usaba a veces hasta seis u ocho adjetivos para un solo sustantivo. Y
el sustantivo es la sustancia del lenguaje y el adjetivo pues es un adorno, una cosa
superficial. Entonces… yo luché mucho y combatí mucho al adjetivo, la adjetivación
la odio… Pero fue por eso, llegué a odiar hasta la literatura porque nos imponían el
adjetivo como norma. En la literatura española de esa época, que era la mayor
influencia que teníamos, pensaban que sin el adjetivo no había ornato, no había
esplendor en las letras, ¿no?

¿Y si pese a eso le pidiera tres adjetivos para describirse a usted mismo?

Hay una larga pausa y, de verdad, parece como si pensara. “Un… un pobre diablo”,
dice.

“Ahí hay un adjetivo y un sustantivo”, me atrevo a decirle, porque lo dijo con una
sonrisa ladeada. “Un pobre miserable diablo”, dice. Y completa: “Deprimido y
desanimado”. “¿Por qué?”. “Así tengo ratos”, dice, y su voz es cada vez más baja,
“ratos de depresión y de desánimo”. Se abre la puerta y entra un señor de traje. “Está
el embajador”, dice. El señor Rulfo se incorpora: “Ya está el embajador”, dice.

¿Cinco minutos más, señor Rulfo, por favor?

Pero ya caminaba. “A los embajadores no se los puede hacer esperar”, dijo, y cerró la
puerta.

Posdata: Juan Rulfo murió menos de tres años después de esta entrevista, el 7 de
enero de 1986, en México, de un cáncer de pulmón.

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