Guía Juan Rulfo
Guía Juan Rulfo
Guía Juan Rulfo
Nadie recuerda, en cambio, el final de Pedro Páramo, que termina con la caída del
protagonista: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si
fuera un montón de piedras”.
Con el concepto “tierra”, por tanto, concluyen las dos novelas más canónicas del siglo
XX latinoamericano. La tierra también está, implícita, en los dos títulos de los dos
libros de Juan Rulfo (quien nació en 1917 y por tanto desde este 2017 no solo es
inmortal sino también centenario).
El suyo es un viaje al origen y al núcleo duro. Un viaje en dos libros que reconstruyen
un mundo mítico y perdido, hecho de algunos recuerdos y de mucha ficción, de lo
poco que le contó su tío y de lo mucho que leyó en los libros, de todo lo que vio y pisó,
porque era un gran fotógrafo y un gran caminante.
Tanto en los cuentos como en la novela encontramos sobre todo viajes, migraciones,
peregrinaciones, movimiento. En todos sus textos late su propia migración, del
campo a la ciudad, a los quince años, cuando también emigraba de la infancia (si es
que uno puede escaparse de allí).
Aunque sean muchos los eventos que, por fortuna, van a celebrar los cien años de su
nacimiento, como la serie documental que está realizando su hijo Juan Carlos Rulfo,
yo destaco entre todos ellos un libro que llegó un año antes. Me refiero a Había
mucha neblina o humo o no sé qué (Literatura Random House), el ensayo académico
y crónica de viaje, la relectura poética y la investigación crítica con que Cristina
Rivera Garza se ha acercado a Rulfo, de forma contemplativa pero sin
contemplaciones, aunando un homenaje luminoso y crítica con rabia.
Su libro penetra en el autor de “Nos han dado la tierra” a través de sus trabajos como
inspector y como viajante y como fotógrafo y como editor; como agente doble que fue
tanto un cómplice de la destrucción del paisaje y las culturas originarias como su
narrador y su testigo.
Si nos sigue interpelando en el siglo XXI, dice Rivera Garza, es porque no solo fue
minimalista y fulminante, realista y fantasmagórico, sino también urbano (su campo
no se entiende sin sus viajes por carretera, sin su conexión a través del coche con la
ciudad) o incluso queer.
Hay en sus textos una identidad sexual líquida absolutamente contemporánea. Y una
representación corporal que supera los tabúes de su época: “Introduce el cuerpo
menstruante de la mujer en Comala y, de paso, en las letras mexicanas”. En la lectura
de la autora de Nadie me verá llorar, Rulfo escribió y publicó hasta el final. Como
editor, siguió publicando “de otra manera” y “como artista visual” prosiguió “con su
producción de otra manera”.
Nunca paró de mirar, de leer, de generar discurso. Aunque pasaran más de treinta
años desde la aparición de El llano en llamas y de Pedro Páramo hasta su muerte en
1986, el artista casi duchampiano nunca dejó de trabajar.
Este martes 16 de mayo, don Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que
solo necesitó doscientas páginas para convertirse en uno de los grandes de la
lengua, habría cumplido cien años. Hace ya 34, en Buenos Aires, pude
entrevistarlo. Quiero recordar aquel momento.
El señor Juan Rulfo es mexicano, tiene 65 años y trabaja como editor de obras
científicas en el Instituto Nacional Indigenista. Esta tarde está vestido con un traje de
excelente alpaca gris y es bajito, un poco encorvado, un aspecto pequeño. El señor
Rulfo ha escrito dos libros: uno de cuentos, El llano en llamas, y una novela, Pedro
Páramo, editados en 1953 y 1955; cada uno de ellos ha vendido millones de
ejemplares en castellano y están traducidos a –digamos– infinidad de lenguas: es
inquietante la infinidad de lenguas.
Se llama tabú a aquello que las normas de un determinado grupo humano prohíben
nombrar explícitamente. Así el tabú, lo innombrable, carga de su contenido a todas
las otras cosas, a los otros nombres. El tabú es aquello a lo que siempre se alude sin
nombrarlo.
***
El señor Rulfo me miró con ojitos resignados cuando le recordé que había llegado la
hora fijada para la entrevista: con ojitos resignados asintió. El señor Rulfo caminaba
delante, yo detrás; no redoblaban cajas destempladas y, sin embargo, yo me sentía
infelizmente verduguesco:
Discúlpeme una vez más por molestarlo. ¿No le gusta nada todo esto, no?
Ya le han hecho tantas entrevistas… Debe tener todas las respuestas estereotipadas.
No, al contrario; me sé las preguntas, pero las respuestas no. Cada vez tengo menos
respuestas.
Como usted quiera. Pero a mí nunca se me perdió un buey. Nunca he tenido bueyes.
Bueno, es que la iglesia ha perdido mucho en todas partes, debido a su… bueno, en
realidad, lo perdieron cuando se quitó el ritual latino, que era una especie de rito
mágico, que atraía a la gente. Pero desde que se impuso la lengua de cada pueblo,
para hacer sus actos religiosos… En castellano, en español, la misa perdió toda su
magia.
El señor Rulfo habla de la muerte, dice que la toma como una cosa natural, que
nosotros los latinoamericanos tenemos un modo muy diferente al de los europeos de
pensar en la muerte: “Ellos nunca piensan en la muerte hasta el día en que se van a
morir”, dice. “Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte, hasta
para despedirse en la noche dicen ‘Dios mediante’ o ‘si Dios nos da vida’, dicen
‘Hasta mañana si Dios nos da vida’. Porque siempre conviven con la muerte”, dice. Y
describe –se lo he preguntado– la fiesta del 2 de noviembre, Día de Muertos. “Sí, van
todos a los cementerios y comen calaveras de azúcar. Le hacen una ofrenda al muerto
y después se comen la ofrenda. Y, según ellos, el muerto viene a visitarlos y se
emborrachan y se comen la ofrenda y se ponen unas borracheras feroces… porque le
ponen aguardiente al difunto, porque le gustaba tomar aguardiente, emborracharse,
entonces también ellos se emborrachan, con aguardiente, mezcal, pulque, lo que
sea”, dice el señor Rulfo con risita y los ojos todavía más entrecerrados.
***
El señor Rulfo habló de la muerte. Pedro Páramo es un libro de muertos. Pero esta
es una entrevista con tabú.
***
¿Y lo de la chingada también tiene que ver con la muerte?
No, la chingada es una mala palabra… Allá decir “Chinga a tu madre” es una ofensa,
es la ofensa, es la peor ofensa…
No, a la muerte le dicen calaca, le dicen la silliqui… ¡quién sabe qué! La calaca se dice
mucho. La chingada es una mala palabra que se dice cuando se quiere ofender a
alguien. “Me está llevando la chingada”, por ejemplo, es como decir “me está
llevando el demonio”. Pero, además, decir “Chinga a tu madre” es una ofensa muy
grande, para sacar la pistola y darse de balazos.
¿Por qué?
¿Y viceversa?
Sí, claro.
Entonces le digo que algo similar pasó aquí durante mucho tiempo con Borges, que
la izquierda intelectual argentina le cuestionaba sus elecciones políticas, y le
pregunto si se podría hacer un paralelo. “Sí”, dice el señor Rulfo; “pero tiene más
fuerza la derecha que la izquierda”. “¿Allá?”, le pregunto. “Allá”, me contesta.
“¿Culturalmente?”, le pregunto. “Sí”, me contesta. Estamos en la oficina del director
de la Feria Internacional del Libro. El alfombrado es rojo borravino, los sillones de
imitación cuero y el escritorio macizo y de caoba. La luz son tubos de neón: es el
único lugar que conseguimos para hablar con cierta calma, y el señor Rulfo sigue
contestando bajito y lento y a trozos y a nuestro alrededor cuatro o cinco señores
maduros con trajes maduros se esfuerzan por escuchar nuestras (sus) palabras.
“Allá”, me contesta.
***
Esta es una entrevista con tabú, pero juro que fue él quien empezó con esta cosa de
las letras.
***
“La literatura no puede actuar ni puede modificar nada… La literatura es ficción, y si deja de
ser ficción, deja de ser literatura”.
“Y la ficción es mentira”, dice el señor Rulfo, citando una frase de él mismo aparecida
en un reportaje reciente.
Son escritores muy intimistas, que no conocen ni siquiera el país. No han salido de
Ciudad de México.
No es su caso…
No, no. Yo conozco todo el país. He vivido en muchas ciudades del interior. Viví
bastantes años en Guadalajara… Yo soy de allá, de occidente. Y además conozco otros
países también. Casi conozco todos los países… Menos China y la Unión Soviética.
Una de las fotografías tomadas por Juan Rulfo que forman parte de una exhibición en el Museo
Amparo en Puebla, México Hugo Ortuño/EPA
En los años cincuenta, en sus viajes por el país, Rulfo hacía fotos que salieron
publicadas hace poco en un libro.
Le pregunto por esas fotos, si hay algún lenguaje común entre la fotografía y la
literatura. “No, no hay nada”, dice el señor Rulfo, “en absoluto”. Pero sigue: “Dicen
que sí hay ciertas similitudes con las fotografías”, dice, citando seguramente a algún
crítico. “Porque en realidad, como son de la época pasada, representan un México
muerto ya, que ya no existe”.
Uno de los problemas, por ejemplo, fue siempre su relación con el alcohol. Pero
ahora lo ha dejado, ya lleva algunos años sin beber. Aunque, a veces, cuenta que le
cuesta.
Se ríe. “No, no tengo pesadillas”, dice. Y se ufana: “He soñado a colores. Es bonito.
Son muy brillantes, muy fuertes los colores”.
***
El tabú es lo que no se puede nombrar, aunque todo lo aluda. ¿Cómo hablar con el
señor Juan Rulfo de esos dos libros que escribió a principios de los cincuenta, esos
dos clásicos latinoamericanos, esos dos libros solitarios? ¿Cómo preguntarle cómo se
siente un hombre que mira desde el llano su propio monumento? O sobre la unicidad
del acto de escribir, sobre su permanencia: si alguien es escritor por escribir, o por
haber escrito. Estoy hablando con él por algo que hizo hace más de treinta años. Si le
preguntara por qué no escribió más me miraría con odio y me diría, como lo dijo
tantas veces, que le faltaba un libro en su biblioteca y por eso lo hizo, para llenar el
hueco, y hasta quizá me diría que está escribiendo algo, como lo dijo tantas veces,
para sacudirse la pregunta acosadora, acusadora. Todo mirándome con odio. No
quiero que me odie. Lo admiro. Quizá en otra ocasión se lo pregunte.
***
Hay una larga pausa y, de verdad, parece como si pensara. “Un… un pobre diablo”,
dice.
“Ahí hay un adjetivo y un sustantivo”, me atrevo a decirle, porque lo dijo con una
sonrisa ladeada. “Un pobre miserable diablo”, dice. Y completa: “Deprimido y
desanimado”. “¿Por qué?”. “Así tengo ratos”, dice, y su voz es cada vez más baja,
“ratos de depresión y de desánimo”. Se abre la puerta y entra un señor de traje. “Está
el embajador”, dice. El señor Rulfo se incorpora: “Ya está el embajador”, dice.
Pero ya caminaba. “A los embajadores no se los puede hacer esperar”, dijo, y cerró la
puerta.
Posdata: Juan Rulfo murió menos de tres años después de esta entrevista, el 7 de
enero de 1986, en México, de un cáncer de pulmón.