Una Doncella
Una Doncella
Una Doncella
Esta niña fue sacrificada al Apu (dios) Ampato, en la misma cumbre del volcán,
para apaciguar su virulencia y a fin de que trajera bonanza a los asentamientos
incas de la comarca. Exactamente seis horas antes de su ejecución por el
sacrificador, se le dio de comer un guiso de verduras. La receta de ese menú
está siendo revivida por un equipo de biólogos. No fue degollada ni asfixiada.
Su muerte ocurrió gracias a un certero golpe de garrote en la sien derecha. "Tan
perfectamente ejecutado que no debió sentir el menor dolor", me aseguró el
doctor José Antonio Chávez, que codirigió con Reinhard una nueva expedición
a los volcanes de la zona, donde encontraron las tumbas de otros dos niños,
también sacrificados a la voracidad de los Apus andinos.
Es probable que, luego de ser elegida como víctima propiciatoria, Juanita fuera
reverenciada y paseada por los Andes -tal vez llevada hasta el Cusco y
presentada al Inca-, antes de subir en procesión ritual, desde el valle del Colca
y seguida por llamas alhajadas, músicos y danzantes y centenares de devotos,
por las empinadas faldas del Ampato, hasta las orillas del cráter, donde estaba
la plataforma de los sacrificios. ¿Tuvo miedo, pánico, Juanita, en aquellos
momentos finales? A juzgar por la absoluta serenidad estampada en su delicada
calavera, por la tranquila arrogancia con que recibe las miradas de sus
innumerables visitantes, se diría que no. Que, tal vez, aceptó con resignación y
acaso regocijo, aquel trámite brutal, de pocos segundos, que la trasladaría al
mundo de los dioses andinos, convertida ella misma en una diosa.
Fue enterrada con una vestimenta suntuosa, la cabeza tocada con un arco iris de
plumas trenzadas, el cuerpo envuelto en tres capas de vestidos finísimamente
tejidos en lana de alpaca, los pies enfundados en unas ligeras sandalias de cuero.
Prendedores de plata, vasos burilados, un recipiente de chicha, un plato de maíz,
una llamita de metal y otros objetos de culto o domésticos -rescatados intactos
todos ellos- la acompañaron en su reposo de siglos, junto a la boca de aquel
volcán, hasta que el accidental calentamiento del casquete glacial del Ampato,
derritió las paredes que protegían su descanso y la lanzó, o poco menos, en los
brazos de Johan Reinhard y Miguel Zárate.
Ahí está ahora, en una casita de clase media de la recoleta ciudad donde nací,
iniciando una nueva etapa de su vida, que durará tal vez otros quinientos años,
en una urna computadorizada, preservada de la extinción por un frío polar, y
testimoniando -depende del cristal con que se la mire- sobre la riqueza
ceremonial y las misteriosas creencias de una civilización ida, o sobre la infinita
crueldad con que solía (y suele todavía) conjurar sus miedos la estupidez
humana.
Mario Vargas Llosa, 1997. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas
reservados a Diario El País, SA, 1997.