Libro Mis Zapatos Rotos
Libro Mis Zapatos Rotos
Libro Mis Zapatos Rotos
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Mis zapatos rotos
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Dedicatoria
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Introducción
Cuando era niño, fui retirado de la fila del colegio porque tenía mis
zapatos rotos y, ya adulto, fui retirado nuevamente por tener remien-
dos en mi alma. Sólo los libros y Jesús pudieron cambiarme y guiarme
por una mejor senda. “Cuando Dios te cambia el calzado, también te
cambia la vida”.
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CONTENIDO
Capítulo uno
Mis zapatos rotos 11
Capítulo dos
La vieja minga 34
Capítulo tres
Mi amigo imaginario 40
Capítulo cuatro
Nuevas páginas 54
Capítulo cinco
El buen Pastor 70
Capítulo seis
Mi dulce Rebeca 84
Capítulo siete
La arenosa, movediza y peligrosa 110
Capítulo ocho
Sin Jesús 135
Capítulo nueve
Liberado por Cristo 165
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Capítulo 1
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Minutos más tarde todo terminó como lo pensé: “Me expulsaban por
mala presentación personal y solicitaban la presencia de un acudiente
que no existía”.
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Ya para ese tiempo Gustavo Petro tenía tantos seguidores que se atre-
vió a postular su nombre como candidato a la presidencia, como tan-
tos enemigos que hasta ese momento le habían impedido conquistar-
la. Entonces resolví convertirme en defensor de las causas perdidas, el
nuevo Simón Bolívar de mi propia existencia, un socialista silencioso
y precavido. Quería expresar tantas ideas elocuentes que una se im-
ponía sobre la otra y de pronto aparecía otra y otra, y al final no decía
nada. Por las noches me lanzaba un discurso a mí mismo y por el día
enmudecía de puro pánico. Supe que las ideas sin expresarlas era igual
que tener novia y que ella no lo supiera. Entendí que la única manera
de transmitir una enseñanza era estudiar con sacrificio y tenacidad. El
destino me invitó de golpe a sumergirme en el océano interminable de
la literatura y culturizar aquel niño en crecimiento, acariciado por la
mediocridad y alimentado por la pobreza.
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Nada parecía fácil; fue más difícil de lo que imaginé. Las ganas de su-
peración eran ahogadas por la miseria que me envolvía en medio de
una atmósfera de indiferencia y soledad. La vieja Leti se convirtió en
el ángel que cruzaba la esquina cada tarde con mi almuerzo. Era una
mujer estricta. Al regresar de la parcela, ejercía la autoridad que no
aplicaba en todo el día. Yo estudiaba en otro pueblo y ella se marcha-
ba de madrugada para atender al resto de su familia que cultivaba la
tierra. Sólo ella acogió con benévola intención mis angustias, compren-
diendo mi hastío por las largas jornadas recogiendo algodón, cortando
leña, vendiendo huesos, iguanas, pescado, pasteles, bollos y cuanto se
atravesara en mi camino para contribuir con mi existencia.
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Dado que todo era difícil, quise regresar al pueblo o irme a las mon-
tañas a engrosar las filas de la guerrilla. Sin embargo, el monte no era
una opción para mí. Ya estaba hastiado de tanta selva y quería saborear
otras experiencias que me abrieran paso al conocimiento, pero hasta
el momento el sabor del hambre se hacía más largo que un tren. Pocas
veces abrí la boca y, cuando lo hice, la lengua se declaraba en huelga y
se empelotaba con tanta fiereza que amotinaba todos los sentidos en
mi contra y terminaban con mis intenciones de hablar. Mi puesto en el
curso estaba asegurado: el último lugar en cualquiera de las filas.
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–¡Oh por Dios! ¡Qué tímido eres, mi amor! ¿Tú no eres de aquí,
cierto?
–¡Noooo! –Respondí.
Los habitantes de la Paz les decían buchones a los de San Diego por-
que, según ellos, tenían buche como los pájaros, haciendo relación a
la enfermedad de la tiroides. Este estigma no ha sido borrado hasta el
día de hoy. La bibliotecaria me trató con tanta sutileza que me dio la
confianza que no había encontrado en mí mismo. Muchas veces creí
que Dios me mandó a una guerra creyendo que era Rambo. No podía
entender cómo un niño de 11 años se mantenía en pie, lavando, plan-
chando y desayunando a las seis de la tarde. Durante el recreo y senta-
do en el banquito de madera, me narraba cuentos del pueblo sin parar.
Me invitó a leer el primer libro que, a su parecer, era más elocuente
que cualquier otro que hubiese pasado por sus manos. Tragué en seco
cuando me dijo que sería en algunos meses tan inteligente como Si-
món Bolívar y tan sabio como Jesucristo. No fui capaz de refutar sus
palabras. Sólo me bastaba con mirarla y sentir su perfume de jazmín.
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El libro que agarré con tanto misterio me generó gran ansiedad. Pensé
que algo tan diminuto lo podía devorar en unas cuantas horas y sería
acreedor a mi regalo sorpresa. Sus bordes desgastados me indicaban
lo antiguo que podía ser a simple vista. Rebeca aún no había separado
sus dedos del pequeño misterio y lo apretó tan fuerte que me impi-
dieron obtenerlo. Fijó su mirada penetrante en mí y nos encontramos
fijamente con el mismo respeto y temor que me generó la primera vez
que la vi.
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–¡Síííííí!
Quise decirle que estaba listo para iniciar de inmediato, pero no pude
contradecir sus palabras. Guardé con calma el pequeño libro en la mo-
chila y cuando iba a detenerme a contemplar la belleza de Rebeca,
sonó la campana que anunciaba la terminación del recreo. Traté de ob-
servar el libro, pero el profesor de matemáticas estaba esperando en
el salón y no pude ocultarme en el último lugar. Al terminar mi jornada
escolar, intenté sacarlo mientras esperaba junto a varios estudiantes
el aventón diario, pero dos jóvenes revoltosos me hacían bromas pe-
sadas y en varias oportunidades me patearon la mochila, así que pasé
horas persiguiéndolos para que me devolvieran los cuadernos.
Tomé el libro con mucha seguridad, aquella que siempre me hizo falta.
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Abrí esa caja mágica con tanta atención como si se tratase de un tesoro
escondido puesto en mis manos y encontré estas palabras:
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nada alentador para mi porvenir. Debía lidiar con esa marquilla y bo-
rrarla a como diera lugar y lo único que se me ocurría era asimilar lo
que estaba a mi alcance y ponerlo a mi favor.
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del colegio. Sólo tenía una camisa blanca y un pantalón azul turquí, de
modo que debía lavarlos con urgencia y aprovechar los últimos rayos
de sol que se despedían sin darme cuenta. Fascinado con mi nueva
faceta de intelectual en silencio, me armé de valor, tomé la pelota de
potasa que permanecía al lado del lavadero como un monumento al
ahorro de la vieja Leti, que compraba el kilo mucho más barato que el
jabón azul tradicional. La ropa quedaba con un vaho a vejez atomizada,
cuyo hedor prendía las alarmas cuando el sudor se asomaba.
El jabón de potasa era usado por las familias más humildes y ahí me
encontraba yo. Con mucha rabia me dije a mí mismo: no dejaré que mi
tía me lave la ropa, aunque tenga que enfrentarla.
Pero ese día no tenía ni para una bolita de coco, y me tocó tragarme las
palabras de orgullo y recurrir a la pelota de potasa que se reía delante
de mí, haciéndole honor a mi desgracia juvenil. Pasé por alto el inci-
dente y como un rayo regresé a las páginas amarillentas y malolientes
del viejo libro que me bautizaba en el mundo mágico de la lectura.
Tenía entonces una opción: esperar ansiosamente el desayuno de las
seis de la tarde leyendo tranquilamente.
A las 7 p.m., mi tía ya estaba rendida del sueño. Mientras los niños se
disponían a jugar en San Diego, yo me preparaba para dormir o inten-
tarlo. La alta temperatura del techo de zinc, era reducida un poco por
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A la hora que se fue mi tía para el mercado, las 3:00 a.m., salté sin
contratiempos, me senté en la vieja mecedora instalada como una cruz
en la sala. Un antiguo televisor a blanco y negro parecido a un baúl
evidenciaba los tiempos de abundancia, cuando la vieja Leti era pro-
pietaria de ganado y una tienda. Como muestra de ello, a mis espaldas
descansaban los viejos estantes cubiertos de polvo y telaraña.
Con cierto grado de humildad y pureza que puede tener una diminuta
criatura de once años y tal vez por la inocencia de mi edad, le pedí al
Buen Pastor que me guiara en mi travesía por la vida y como una llama
que se encendió desperté de la quietud y el silencio impuesto por la
madrugada. Sentí un acompañamiento real de algo que me invitaba a
seguir con confianza y coraje.
No había experimentado tal paz desde hacía algunos años cuando por
accidente fui arrastrado por las corrientes del río Cesar y una joven
tuvo la valentía de arriesgar su vida para salvarme. Cuando me sacó a
la superficie ya estaba inconsciente. Otro yo observaba la escena con
la misma paz de esa madrugada en la sala.
Concluí que era la misma energía que me llenó de plenitud con mi ex-
periencia cercana a la muerte y que algo me devolvió indicándome que
aún no era mi tiempo. Mi madre en uno de sus viajes a Venezuela me
regaló una Biblia ilustrada con dibujos e historias didácticas para niños.
Ha sido lo mejor que he recibido.
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Las tres cosas las había ignorado. Uno de los grandes retos que debía
enfrentar era sin duda hablar y volverme visible.
Luego de esperar con ansias el recreo, caminé con una seguridad sin
precedentes, dispuesto a enfrentarme al Goliat que había estado mo-
lestando mi existencia, el miedo.
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Sentí miedo nuevamente creyendo que era muy poco lo que había
aprendido. Ella leyó detenidamente la frase y con una mirada sorpre-
siva fijó su atención en mí. Nuevamente me petrificó como lo había
hecho la rectora.
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–Debes creer en ti, y nada ni nadie podrán pararte. Eres muy inteli-
gente. ¡No te quedes callado! Vence el miedo y triunfarás. –me dijo
convencida.
La vieja minga
“Vamos niños todos a la orilla del río Cesar, ha recibir a esa linda
dama que nos viene a visitar, voy a regalarle estas lindas flores; yo
que soy un niño pobre se las he venido a obsequiar. ¡Bienvenida
señora gobernadora, a este humilde lugar!”
–¡¡¿¿Cómo??!!
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–Sí.
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Pasó sus grandes manos por la cabeza, cubiertas de queso salado para
las almojábanas que estaba preparando y me dijo con la seguridad de
siempre.
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Capítulo 3
Mi amigo imaginario
“Las lecciones de la realidad no matan al idealista, lo educan”.
Seguí cumpliendo la cita a Rebeca todos los días, con el ahínco con
que ella también me esperaba. Después de varias semanas dedicadas
al Hombre Mediocre y tras llenar la libreta de apuntes, amontoné tan-
tas frases elocuentes que contrastaban con aquel niño tímido que era
días atrás. Ella, sentada en su escritorio, me escuchaba con tanta de-
dicación, que llegué a sentir que le importaba más que a su trabajo.
Después de escucharme, me preguntó: “¿Estas comprendiendo lo que
quiere decir el libro?”. La miré fijamente y me percaté de que aún había
inseguridad en mí.
Ella caminó hacia mí. Tomó el libro con la punta de sus dedos y me dijo:
“Cada vez que lees y asimilas una idea del libro y la guardas en tu co-
razón y mente, es porque el libro te está hablando. Es como si hablaras
conmigo”.
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Una vez fui sorprendido por mi primo Carlos Augusto, al que le decían
el enano, porque no crecía. En el colegio siempre estaba adelante por
lo pequeño y, aunque pasaron los años, seguía formando con los alum-
nos de primer grado.
Me dijo con cierta gracia: “Me quedé enano por los bultos de yuca que
cargaba en el hombro todos los días”. Así encontró la forma para reírse
de sí mismo.
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¡Cuál loco, cuál marica! ¿No ves que estoy estudiando este
libro para una evaluación en el colegio? –respondí.
Sabía que debía responder lo más claro posible para no dejar dudas
de mi hombría, pero, sobre todo, para indicarle que se trataba de una
evaluación del colegio para la que estaba practicando. No sé por qué
el temor que le tenía a mi tía había ido desapareciendo con los días, a
medida que me sumergía en las aguas interesantes de El Hombre Me-
diocre. Respondí con la seguridad de un abuelo.
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Bajé con suavidad las dos patillas y un melón que me traían embarilla-
do. Tenía el cuello rojo como un gallo fino. La fricción del saco de fique
me había producido alergia.
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–¡Comenzó el paro de todos los años para exigir aumento en los suel-
dos! ¡El año pasado duró un mes y este año no sé cuánto tiempo será!
–dijo melancólica Rebeca.
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Tomé aire revuelto con libros viejos y saqué El Hombre Mediocre con la
nostalgia de no volverlo a tener en mis manos. Sabía que el préstamo
había llegado a su fin y temía quedarme solo nuevamente. Agarré mi
libreta de apuntes con el mismo amor que me profesaba el libro. Una
parte de él se quedaba impreso en las hojas amarillentas. Se habían
convertido en más que simples hojas.
Rebeca con una reverencia se sentó sobre la punta del escritorio. Pro-
cedí a iniciar con un pequeño resumen que me había dictado la tarde
anterior Don José Ingenieros.
Miré sus ojos una vez más, mientras su atención se concentraba ciento
por ciento en mí. Me llenó de fuerza y seguridad.
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Rebeca me observó con mayor atención y colocó las hojas que tenía en
sus manos a un lado del escritorio.
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–¡Toma! –manifestó.
Una caja cubierta con papel blanco y una cinta roja que bordeaba sus
extremos estaba frente a mí. Sentí muchos nervios y un poco de ver-
güenza al saber que aquella dama tan dulce y amable no había recibi-
do de mi parte ni un beso. Me di cuenta que hasta el momento ella era
la única protagonista y yo transitaba como mero espectador.
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Tomó el regalo, lo abrió por uno de sus bordes y descubrió una caja de
cartón. La destapó sin prisa y la puso frente a mis ojos que observaban
maravillados los impecables zapatos nuevos que reemplazarían los ya
delicados y en estado comatoso. Mis zapatos rotos parecían una lan-
cha bombardeada con granadas.
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Capítulo 4
Nuevas páginas
“Entre más pequeñas son las pelotas, más billete tienen los hombres…”
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ron olvidar al instante que estaba de visita, así que me creí el mismísi-
mo José Jorge, con la autoridad de escoger cualquiera que se me anto-
jase. Miré cuidadosamente sus títulos con la misma pasión con que lo
hacía en el colegio y me topé de frente con ese gran color naranja lleno
de vida. Lo elegí de inmediato, como amor a primera vista.
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Al instante y como un llamado del más allá, apareció de entre los ár-
boles un visitante con vestidos impecables. Su cabello blanco y sedoso
subía y bajaba como mareas tranquilas del Caribe. Sus lentes brillaban
como dos bolas de cristal que cubrían los ojos penetrantes y furtivos
de aquel personaje.
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Cada punto expuesto era explicado con la misma paciencia con que se
movía.
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Los siguientes días gané tanta confianza con Dale Carnegie, que ha-
cíamos largas caminatas por los campos de golf, recogiendo peloticas
perdidas en una mochila y discutiendo el arte de hablar en público.
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–¡Dime!
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Cuando llegamos del colegio nos sirvió la cena y con unas palabras
cortas nos dijo: “Espero que también lean la Biblia”. La señora Yolan-
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da era como el Paro, pero reservada. Hablaba poco, pero sus palabras
sonaban como pedidos de estricto cumplimiento. Guardamos silencio
mientras devoramos el pedazo de yuca con pescado que había traído
el día anterior del pueblo.
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muy sombría y lo hacía parecer más viejo de lo que era, pero esa noche
sus lentes colgaban de su cuello. Así esquivó una piedra en la oscuri-
dad con la misma sagacidad de un leopardo.
–El discurso más difícil es aquel que tiene que salir del co-
razón –me dijo Don Florentino.
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–Las cartas que te dejo son todas las que escribí y nunca
envié a Fermina. Las deseché por no encontrarlas perfec-
tas, pero después de tantos años he querido regalarlas.
Espero que te sirvan no sólo para conquistar, sino para
aprender a amarte a ti mismo.
Después de leer y releer tantos libros, aún había algo que no podía
llenar. La sed de conocimiento se había convertido en un enjambre
de preguntas sin respuestas de tipo espiritual y material. La Biblia de
Doña Yolanda permaneció por días en la mesita sin ser tocada.
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Capítulo 5
El Buen Pastor
“En lugares de delicados pastos te haré descansar… te guiaré por sen-
das de justicia y aunque andes en valles de sombras no temerás mal
alguno”. Salmo 23
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Había pasado una semana, pero sin tener respuesta, y mucho menos
Dios se reveló tal como lo hacía con Abraham, descrito como el padre
de la fe. Dios hizo un pacto con este hombre y prometió convertirlo en
padre de una gran nación y darle a él y a sus descendientes la tierra de
Canaán. Dios le dijo a Abraham que abandonara su casa entre los he-
breos de Mesopotamia y lo guio a Canaán (también llamada Palestina),
la tierra prometida. Abraham tuvo un hijo a quien llamó Isaac y este,
a su vez, tuvo a Jacob quien fue llamado Israel, quien tuvo doce hijos y
una hija. La familia se convirtió en la nación de Israel y a ella se refiere
como las doce tribus. Encontré una historia fascinante de un joven lla-
mado José y como fue vendido por sus propios hermanos. Se convirtió
en un alto funcionario en Egipto gracias a su don para revelar sueños.
La época era difícil, así que José perdonó a sus hermanos y trasladó
a su familia a Egipto, donde había comida en abundancia gracias a la
sabiduría de este joven que pasó de ser esclavo a ocupar el segundo
mayor cargo después del faraón. Los hebreos se convertirían en una
pequeña nación gobernada por otra nación.
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Una gran luz iluminó su rostro y las aguas del riachuelo que hacía un
momento estaban turbias se volvieron cristalinas; veía los peces de di-
ferentes colores y tamaños revolotear y alegrar las corrientes diáfanas
del lugar. La naturaleza insípida y sobria cambió por inmensas flores,
sobrecargadas de mariposas y abejas que danzaban con un zumbido
de armonía capturando su polen. Tomó el canasto con los pequeños
peces y los arrojó al agua; y ellos recobraron vida al instante y saltaban
sobre el manantial. De repente, el canasto estaba lleno de peces gran-
des y limpios. Sentí la necesidad de reverenciar aquel ángel, inclinando
mi cabeza. Caí en el suelo delante de su presencia. Me tomó por los
hombros y me levantó con tanto amor que hubiese preferido quedar-
me toda mi vida repitiendo aquel instante. Me sentó sobre la piedra
que estaba debajo y prosiguió.
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De repente desperté y mis lágrimas corrían por mis mejillas al ser abor-
dado por aquella visita inesperada. Entendí que, más que un Ángel, era
el mismo Jesús al revelarse como El Buen Pastor.
Quedé muy tocado por aquel diálogo, de modo que sus palabras re-
tumbaban en mis oídos cargando aquel momento por días, analizan-
do sus palabras y meditando en ellas. “Reconocer a Jehová en todos
nuestros caminos, y él enderezará nuestras veredas”. Es como aceptar
la voluntad de Dios sin cuestionar su decisión, sin importar si creemos
que tal situación nos golpea duramente. “El ser humano me dio a en-
tender que Jesús es limitado, así que no podemos predecir el futuro y
somos muy malos recordando el pasado, por lo cual lo más prudente
es confiar nuestros caminos a Dios Todopoderoso y él enderezará las
situaciones adversas”.
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–La construcción del universo… ¿crees que pueda ser obra de Dios?–
pregunté a Don José Ingenieros, que estaba contemplando el horizonte
con la misma dedicación de siempre.
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Tenían algo en común. Cristo había sido asesinado por un crimen que
no cometió así como el Extranjero al no tener un juicio justo.
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Su curiosidad por todo cuanto existía era muy fascinante. Decía venir
de un planeta pequeño y hablaba de su cordero y de una flor, como
una madre, de su hijo. Había recorrido, según él, varios planetas y es-
taba tan loco como yo, buscando respuestas en un mundo complejo.
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Capítulo 6
Mi dulce Rebeca
“Los grandes soñadores nos burlamos de la realidad, porque al soñar
volamos, nadamos y hasta nos volvemos inmortales. El subconsciente
es más astuto que la realidad que disfraza la vida con dolor, mientras
que el soñador lo envuelve con alegría. Soñar es una ventaja para los
que duermen despiertos, y no esperan que llegue la oportunidad, sino
que salen a buscarla como si fuera la comida del día”.
El reino del norte fue gobernado por varias dinastías, porque su gente
no siguió el pacto, sino que era un pueblo desobediente y terco. Dios
envió a profetas que advirtieron que el pueblo sería derrotado si no se
volvía a Dios. El pueblo de Israel, sin embargo, no escuchó las adver-
tencias de Dios, así que en los años 722–721 A.C., Samaria cayó ante
la invasión de los asirios y Judá ante los Babilónicos. La desobediencia
pasaba factura de cobro, pero Dios seguía insistiendo a través de sus
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Las cosas eran diferentes debido al círculo imaginario que había sem-
brado en mi vida, tan real como el aire; sin embargo, había otra reali-
dad que no escapaba y a la cual debía darle frente, por más dura que
pareciera: la pobreza. Los campos de algodón eran lindos y uniformes,
pero no tan hermosos cuando me tocaba recoger algodón todo el día
y ahorrar para mi ropa y comida. Las largas jornadas, empapado de
sudor y quemado por el sol, me obligaron a cargar la vieja Biblia en
una mochila para leerla en los momentos de descanso, así como uno
que otro libro que, una vez terminaba, cambiaba para darle paso a
otro igual o más interesante. Todos decían algo, aunque no estuviera
de acuerdo, y aprendí a respetarlos con el mismo respeto con que ellos
me trataban. Después de saborearlos totalmente, o antes, se unían a
la gran familia ya casi incontable de personajes que me ayudaban a
cargar las lonas de algodón en los largos trayectos desde el centro del
campo blanco hasta la orilla, donde eran transportadas por un tractor.
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Cada quien vivía su mundo de acuerdo con lo que le tocó vivir. Todos
eran conscientes de su aporte a la humanidad y deseaban arduamente
no ser aplastados por el olvido, llenos de polvo, pero más que eso por
el hollín de la soledad que resulta más pesada que el mismo tiempo
que no se detiene jamás.
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Neruda es sin duda un gran referente para mí. Nacido en Chile y con-
siderado uno de los más influyentes artistas del presente siglo, su ver-
dadero nombre era Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto y a sus die-
cisiete años comenzó a firmar sus trabajos como Pablo Neruda, según
él, para no atormentar a su padre de tener un hijo poeta.
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Yo colocaba sus poemas en carteleras por los pasillos, el día del idioma.
El mismo Neruda me pidió que le escribiera lo siguiente:
Ah, ¡las rosas del pubis! Ah, ¡tu voz lenta y triste!
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Rebeca me ponía como ejemplo y muchos siguieron los pasos del buen
lector que estaba a punto de graduarse con honores después de una
maratónica carrera de casi seis años. Leí tantos libros que me pregun-
taba si los seguía leyendo o sólo volvía a repasarlos. Pero la literatu-
ra siempre es corta y encontramos nuevas sorpresas que nos dejan
boquiabiertos con su encanto. Es como estar enamorado de un gran
paisaje y, de repente, observar otra belleza nunca antes vista. Aprendí
a combinar la literatura universal con la Biblia y nadie lo objetó. Ni los
ateos más fervientes se imponían sobre mi voluntad, lo cual me pare-
ció un gesto democrático.
–Los únicos que andan en desacuerdo son las religiones, que se en-
frascan en discusiones absurdas, pero en definitiva adoran al mis-
mo Dios con diferente nombre –dijo Neruda.
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hicieron el resto, y ella creyó lo que le decía. Pinté una enorme casa
con una familia estable económicamente. Lo que nunca imaginé era
que Marianela me sorprendiera con una visita. Ese día mi tía Leticia,
me mandó a vender la yuca al pueblo en el burro. Yo bajaba las car-
gas en las tiendas y, cuando iba por toda la carretera central, levanté
la mirada y allí estaba ella, observándome fijamente, asombrada de
lo cambiado que estaba, sucio, despeinado, empapado en sudor, sin
casa, sin familia pudiente, sólo con un burro. Deseé amargamente que
me tragara la tierra por las mentiras que pasaban cuenta de cobro.
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Los asistentes aplaudían a Rebeca, que se hizo tan notoria como yo.
Incluso varios estudiantes coreaban su nombre sin parar. Agradecí de
igual manera a mi madre quien se encontró con Rebeca. Se entrelaza-
ron con un abrazo enorme de amor mutuo. Una, por traerme al mun-
do, y la otra, por mantenerme de pie en los últimos seis años.
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Judas conocía muy bien quién era. Tuvo todas las oportu-
nidades para ser salvo, pero de manera deliberada optó
por la traición sin creer nunca que su carrera terminaría
en el suicidio. ¡El Buen Pastor lo alejó varias veces del
abismo, pero regresaba al barranco seducido por el dine-
ro y el mal!
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esos días a cargar los tanques de miel del viejo Lucho Fuentes, un hom-
bre con una fuerza descomunal que parecía levantador de pesas. Una
explosión lo había dejado sordo, y le había destrozado su mano dere-
cha y tres dedos de la otra, cuando trataba de pescar unas sardinatas
en el río Cesar y dejó la mecha del taco de dinamita muy corta, así que
le estalló en su cuerpo. Sin embargo, las secuelas en realidad no eran
impedimento para desarrollar las labores más difíciles a la hora de tra-
bajar. Hacía lienzos con unas líneas perfectas y su miel era apetecida
por la región no por su sabor, sino por sus anécdotas que arrancaban
carcajadas de propios y extraños, y por el desparpajo con que las na-
rraba de forma elocuente.
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Me hacía una explicación, como si supiera que sería la última vez que
nos veríamos. Me impresioné de sus razonamientos objetivos, como
precisándome que ella también leía libros y los atesoraba con cuidado.
Sacó otro libro de la caja de Pandora y me mostró a una dama con un
enorme y elegante sombrero y vestido negro, cinta roja y abrigo del
mismo color. A su lado posaban algunos libros y paredes decoradas
con flores de diversos colores, mostrando la elegancia del personaje.
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Era un libro blanco con unos labios rojos en su centro y su título “Lo-
lita” escrito como por un niño o la misma niña, que me atrapó de in-
mediato. Mis ojos se emocionaron y me puse rojo como el centro de
un corazón.
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–¡No te duermas!
Abrí un solo ojo mientras el otro dormía, y ya no la vi tan niña. Ahí es-
taba ella con su cabellera rubia y unas trenzas que le jugueteaban en
sus hombros, ojos color miel y su vestido corto de colegiala en busca
de su profesor.
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Quedé pasmado por sus palabras y no podía creer lo que estaba escu-
chando. Hasta donde recordaba, había estado con mi Lolita y no con
ella.
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Jesús había dado reglas claras y precisas acerca de la ingesta del alco-
hol o cualquier sustancia que me nublara la razón. Antes de marcharse
con una sonrisa, aquella que no mostró al llegar, me dijo tocando mi
cabeza suavemente: «Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones,
haz obra de evangelista, cumple tu ministerio» 2da Timoteo 4:5.
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Los Brasiles quedaba cerca de una gran cordillera, donde mis padres
vivieron sus primeros años de unión. Esos son los únicos buenos mo-
mentos de mi familia biológica. Recuerdo al viejo Martín con mi ma-
dre, discutiendo bobadas o desayunando juntos rebosados de alegría,
al lado de una bandeja de chicharrones con yuca. Me veo cargando a
mi hermanita al lado de un arroyo con aguas cristalinas y frío como
un trozo de hielo. Eran épocas de paz, épocas de amor, épocas que
no volverán. Momentos que quisiera volver a vivir, pero que no serán
posibles.
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–¡мои соболезнования!
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–¡Lo que más odia el hombre es al propio hombre! –le dije con la mis-
ma rabia interior con la que me hablaba.
–Cuando pienso en todos los males que he visto y sufrido a causa de los
odios en el mundo, me digo que todo ello descansa sobre una odiosa
mentira: el amor a la patria –me indicó.
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Ahí estaba yo, a solas con mi madre, impotentes como el señor que
amarraron a un poste en Los Brasiles mientras veía a sus asesinos cómo
se sentían importantes disparando sobre blancos fijos y desarmados.
Mi abuela ya no vería a sus hijos. No los pudo ni enterrar, tuvo que salir
corriendo a una ciudad donde no se escuchan los pájaros en las maña-
nas, donde no se crían gallinas y en donde no vería una cerca de caña
brava, única división entre un hogar y otro para compartir una taza de
café fresco bajado de la sierra, con una almojábana hecha con el maíz
que se siembra en el mismo patio.
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Todos fijaron sus miradas sobre mí. Centré mis ojos sobre mis amigos
imaginarios y me dije: “No lo haré solo. ¡Tengo decenas de ayudantes
que me acompañarán!”. Pero por encima de eso estaba el esfuerzo de
la vieja Elsa que llegaba cada tarde agotada, después de lavar y plan-
char. Yo me sentía minúsculo por no poder contribuir con mi propia
existencia. Le dije al jefe: “¡Voy pa’ esa!”. De inmediato me dio una
pala, guantes, tapabocas y una bolsa de jabón en polvo.
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–¿Y qué pasa con todos los que han hecho tanto daño y
asesinan sin piedad?
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La vieja Elsa me dijo una tarde: “¿Por qué no le pides empleo al señor
Jaime? Él te aprecia y de seguro te va ayudar.”
Decidí llamar a Don Jaime después del discurso de mi vieja y con ale-
gría me respondió como anhelando por años la llamada.
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Salía de la oficina con la excusa de estirar las piernas con el único pro-
pósito de poder verla y ella hacía lo mismo simulando completar al-
gún mandado del jefe que pocas veces llegaba Entre tanto, Lolita a
la January y January a la Lolita siguieron visitando mi pequeño cam-
buche, desafiando los horarios de mamá. Se volvió entonces la cos-
tumbre a la una de la tarde los encuentros de apareamiento en la vie-
ja casona del barrio Abajo. Sin embargo, la joven recién conocida de
nombre Libia era muy diferente, diplomática, sencilla, con un toque de
reina e interesada por el buen vestir. Sus lentes oscuros hacían juego
con su cabello y la volvían más interesante, más caribe, mucho más
mujer. Después de largos días deambulando entre ascensores y escale-
ras, tuve la valentía de saludarla e invitarla almorzar con escasos 5 mil
pesos que quedaban de la quincena. Ya había visitado los restaurantes
improvisados que se instalan los mediodías para vender corrientazos
y pude hallar un lugar digno donde pudiese compartir con mi nueva
aventura Debía ser muy inteligente para no sobrepasar lo presupuesta-
do. Cada almuerzo costaba 2 mil devaluados pesos, incluida la limona-
da. Además tenía aire acondicionado y no había necesidad de tomar
transporte por encontrarse en pleno centro, muy cerca de la oficina.
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pedidos. La señora que leía la suerte por medio del tabaco también
me abordó con sus artimañas, ofreciéndome menjurjes para reducir
amores prohibidos.
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Capítulo 8
Sin jesús
“Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y
él conmigo”. Apocalipsis 3.20
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Tomé muy en serio lo que me decía y lo apliqué paso por paso a mis
nuevos hábitos. Saludaba cada día con amor en mi corazón, como el
secreto más grande del éxito en mi propia empresa aprendí que la
fuerza muscular puede partir un escudo e incluso destruir la vida, pero
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sólo el poder invisible del amor puede abrir el corazón del hombre.
Todo cuanto hacía lo desarrollaba con amor. Debía nacer de nuevo.
Cuando estaba bajo el sol canicular de Barranquilla, sabía que me ca-
lentaba los huesos y aprendí a tolerar la lluvia y los arroyos porque
purifican mi espíritu. Cada obstáculo constituía un desafío. Elogiaba a
los contradictores del programa que llamaban a criticar y se convertían
en amigos y animaba a los amigos y los convertía en hermanos.
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Sin fe era imposible agradar a Dios. Cada viernes era una cita con el
desorden y desenfreno. Estuve en varios medios de comunicación, re-
corrí emisoras y me codeé con los dueños de la sintonía mayor en la
arenosa. Sin darme cuenta me volví encartonado, simple, carente de
amor y apartado de Dios. Edwin Parejo, el popular flaco amigo de Neru-
da por sus poemas secretos y compañero de cabina en Radio Minuto,
emisora cristiana, estaba sobrecargado de una nobleza indescriptible.
Él se quitaba la máscara los viernes, cuando dejaba de ser evangélico
y se introducía en el llamado “Clan Rojo”, un grupo de periodistas ju-
diciales que se encargaban de la crónica judicial de la ciudad. No deja-
ban nunca de ser periodistas; incluso con las borracheras más elevadas
seguían hablando de muertos. Sus historias eran fabulosas. De hecho,
me quedaba escuchando a William Ahumada, veterano cronista, quien
narraba historias que hacía suyas y que a su vez le había escuchado
a un delincuente contadas por otro, y éste, de otro, de modo que se
volvían leyendas.
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para llegar con los amigos cualquier día, cavando mi propia tumba es-
piritual. En medio de ese mundo adictivo y carente de Dios, me ponía
una máscara de lunes a viernes en mi trabajo. Era riguroso con mis
responsabilidades laborales y estricto a la hora de cumplir con mis de-
beres. Por ejemplo, aprendí el hábito del cumplimiento desde las 4:00
de la mañana.
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Una tarde, minutos antes de las 3:00 p.m., agentes encubiertos apun-
taron sus armas sobre mi humanidad. Pensé que era una broma y son-
reí, pero segundos después me di cuenta de que era la cruda realidad
con la cual debía lidiar por el resto de mi vida. Recibía supuestos 70
millones de pesos para evitar que mi amigo siguiera siendo mencio-
nado por miembros de las desmovilizadas autodefensas, los mismos
que masacraron a amigos y familiares. ¡70 millones que en realidad
eran 500 mil pesos que nunca usé! Siempre lo vi como un amigo. Nun-
ca pretendí dañarlo, ni siquiera reporté su paradero a las autoridades
cuando se encontraba prófugo de la justicia, aunque conocía de su ubi-
cación, y menos a grupos paramilitares de quien era objetivo militar.
Soy consciente de la ilicitud en la cual incurrí al tratar de sobornar a un
paramilitar para que no siguiera mencionando los supuestos nexos que
tuvo el político con las AUC. Ese capítulo en mi vida se llama “tristeza”.
Cuando las esposas de acero rodearon mis muñecas, sentí que un vaho
de miseria cruzaba mi existencia en fracción de segundos.
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Tenía mucho tiempo sin elevar una oración y cuando lo hacía no pa-
saba del techo. Ese día, en el calabozo, lamenté haberme alejado del
Buen Pastor. Mis necedades contribuyeron a quedarme solo frente al
mundo. Traté de pagar un favor con otro favor y aprendí que los favo-
res no se pagan, pues, de ser así, serían deudas. Les pedí a los demás
detenidos orar por lo que había de venir en las próximas horas. Cada
uno debía estar delante de un fiscal y un juez para imputarle cargos y
definir su detención en un centro penitenciario.
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Fui noticia día tras día. Se decían tantas cosas que me limité por sani-
dad a no escuchar ni leer. Satanás había usado toda su fuerza sobre
mí y me había degradado y arrastrado por el pavimento desnudo y
con cadenas. Los más de mil amigos en las redes sociales se diluyeron.
De los cientos de contactos en mi agenda, sólo apareció mi madre a
compartir mis tristezas. Cuando me abrazó, sentí el amor que había
ignorado toda mi vida. La vi llorar con un sentimiento abrumador.
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Una mañana, dos sujetos llegaron hasta la entrada del conjunto re-
sidencial preguntando por mí. Un joven les dijo: “No lo conozco”. Era
verdad. Después de algunos días, el joven me vio asomado en la ven-
tana y me reconoció al verme días antes en la prensa; se acercó y me
contó que me buscaban. Sentí la muerte rondando mi vida. Compré un
arma ilegal. Aunque nunca había usado una, estaba dispuesto a pelear
para preservar mi existencia. No podía despedirme y dejar tantas cosas
inconclusas, ni reparar el daño causado a mi madre, esa buena mujer
que me acompañaba y que no dudó en seguir aferrada a mi vida, y es-
pecialmente no debía rendirme por mis hijos que necesitaban afecto y
protección. Pero sobre todo, en lo más interno de mis entrañas, sabía
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que le debía unas disculpas a Dios que me sacó del campo para edificar
una vida mejor, pero mis actos habían destrozado esos anhelos.
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No podía creer lo que estaba pasando. Mi vida había sido salvada por
un mensaje de una página cristiana llamada “Renuevo de Plenitud”.
Pero más que una página, sentía que había sido el Buen Pastor mismo
quien usaba la tecnología para salvar a un moribundo. Caí de rodillas
y lloré por largo rato. Mi perrito Lucas comenzó a ladrar. Lo tomé fuer-
temente y lo enjugué con mis lágrimas. Pedí perdón por mis errores y
deseé que el Buen Pastor regresara y me diera otra oportunidad.Cuan-
do volví a sentirme muerto, una gran luz inundó el cuarto forrado de
oscuridad. La claridad proyectada por el celular fue opacada por la paz
que comenzó a sacudir los demonios que habitaban mi cabeza. Sabía
que algo grande estaba pasando. Una fuerza interior comenzó a sacu-
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Lloraba sin cesar, pero el Buen Pastor me tomó de los hombros, me le-
vantó con mayores energías, como recargado por el tiempo y me abra-
zó fuertemente, con la misma ternura con que se me había aparecido
en el arroyo.
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Jesús esta vez se arrodilló y me dio un abrazo aún más cálido. Sentí su
Santo Espíritu inundando mi vida. El peso que mantenía desapareció y
por fin vi todo el panorama claro. El ser humano necesita un defensor
y ese es Jesús. El abogado que nunca ha perdido un caso.
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Capítulo 9
Estuve privado de la libertad por dos años, dos meses cuatro días y
una tarde, aunque la condena que esperaba era inicialmente de doce
años. La persona que me había acusado se sentó conmigo y decidió
desistir del proceso penal, pues entendió que nunca pretendí hacerle
daño. Presenté disculpas atendiendo a la voz del Buen Pastor, quien
me indicó que debía amar a mis amigos, pero también a mis enemigos.
Pido perdón a todas aquellas personas lastimadas que directa e indi-
rectamente resultaron afectadas, entre quienes cuento a mis amigos
de radio que nada tuvieron que ver con mi conducta individual.
Jesús envió a dos pastores de una iglesia humilde para que me evange-
lizaran y creciera en conocimiento, como el niño que comienza alimen-
tarse de leche materna y se va nutriendo poco a poco. Un día les pedí
que me bautizaran, pero no podía llegar a la piscina donde realizaban
la inmersión por tener la vigilancia electrónica en una de mis piernas.
Llené un tanque y me sumergí por fe. Cuando me bendijo el pastor,
sentí un soplo que nadie me ha podido explicar, aunque yo sí conozco
la respuesta: es el Espíritu Santo mismo quien mora en mí.
Los vicios no se tiran por la ventana, sino que se sacan por las escaleras
peldaño a peldaño. No soy un religioso, ni mucho menos un fanático,
pero ahora soy más espiritual. Reconozco que me equivoco a diario,
pero decidí cambiar de hábitos tratando de parecerme más al Buen
Pastor. Muchos en la calle me saludan con cariño y otros me miran
con desprecio. No ven a un ser humano capaz de rehabilitarse, sino a
un delincuente. Un día llegué un tanto deprimido, pues había salido
a buscar trabajo, pero las puertas se cerraron donde fueron tocadas.
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–Todos los que estamos aquí hemos sufrido los efectos de las guerras.
El hombre, como lobo peleando su presa. Ideologías van y otras vienen,
y al final todos morimos, de una forma u otra, pero todos morimos.
Sólo Dios es capaz de darnos vida eterna. El diálogo y la concertación
son más potentes que las balas y las motosierras –manifestó Jesús.
Cuando creía que el buen Jesús sólo podía soportar a mis amigos lite-
ratos y al gran Facundo, que se había colado en la fiesta, dio la orden
para que ingresaran dos nuevos visitantes. Al verlos todos quedaron
pasmados por su presencia: Pedro Antonio Marín Marín, más conocido
como Manuel Marulanda Vélez, y Carlos Castaño Gil. El primero, jefe
máximo de la guerrilla de las Farc; el otro, de las Autodefensas Unidas
de Colombia, AUC. Ambos, vestidos de camuflados, irrumpieron en la
sala, no con la autoridad que imponían en sus frentes, sino con cierta
humildad que les permitió saludar amablemente a todos los presentes.
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¡Oh, Dios Santo! Era la nota que Rebeca me dio el día que nos despe-
dimos. Aún estaba ahí para recordarme que debía seguir luchando. La
tomé con mucho cuidado y corroboré que la fragancia de jazmín que
había en el colegio había permanecido con el tiempo revuelto con el
olor a libro.
Amén.
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todas las redes sociales.
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