Libro Mis Zapatos Rotos

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Mis zapatos rotos

Richard Palacios Barrera

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MIS ZAPATOS ROTOS

ISBN: 978-958-48-4428-6 © Primera edición


© 2018
© Edición:

Fabian de Jesús Diaz Atencio


Portada:
Alveiro Florez Perez
Corrección de Estilo:
William Rodríguez
José Eduardo Cordero
Fabian Díaz
Yesmina Morales

© Todos los derechos reservados


Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmi-
tida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún
medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, por fotocopia, o cualquier
otro, sin el previo permiso por escrito de la editorial.

Richard Palacios Barrera


Celular: (+57) 310 6436532
E-mail: [email protected]

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Dedicatoria

Sería egoísta de mi parte dedicar este


libro a otro ser que no sea Dios, pero
luego de pensarlo, Él ya sabe que cada
suspiro es por Su Gracia y no necesita
que lo recuerde en estas líneas; de he-
cho ya han sido grabadas en mi cora-
zón.

Así que con Su permiso dedico esta


obra a mi madre, autora y gestora de
este humilde pecador, mi dulce esposa
y mis hermosos hijos.

Luego de ese orden, quiero dedicar


este texto a todo niño que llevamos
adentro, privado de la libertad, y al
que se le debe permitir que salga de
la jaula para que, como un ave, cante
mucho mejor.

En conclusión, mi dedicatoria es uni-


versal, sobre todo para los que piensan
que la literatura salva vidas.

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Introducción

Pensé en algunos personajes famosos para que escribieran el prólogo,


pero después de salir de prisión no encontré a muchas personas con
ganas de asumir esa responsabilidad, así que debo inventarme a un
intelectual capaz de causar arrebatamiento en las primeras palabras
de este libro. Entonces apelé al sabio que todos llevamos adentro.

“Mis Zapatos Rotos” es el relato fascinante de todo hombre con una


historia que contar, y que no se atreve a hacerlo por pensar en hacer
el ridículo.

No tenía muchas posibilidades de salir adelante, hasta que los libros


llegaron a mi vida y fuimos creando una amistad fuerte y duradera. En
algún momento también llegó la Biblia y se originaron discusiones sin
precedentes, pero al final la literatura universal es tolerante con las
Sagradas Escrituras y éstas, tolerantes con la literatura universal.

Cuando era niño, fui retirado de la fila del colegio porque tenía mis
zapatos rotos y, ya adulto, fui retirado nuevamente por tener remien-
dos en mi alma. Sólo los libros y Jesús pudieron cambiarme y guiarme
por una mejor senda. “Cuando Dios te cambia el calzado, también te
cambia la vida”.

Bienvenidos al maravilloso mundo literario de unos amigos que se nie-


gan a desaparecer y suspiran cada vez que se abre un libro.

“Porque todos en la vida hemos tenido unos zapatos rotos”.

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CONTENIDO

Capítulo uno
Mis zapatos rotos 11

Capítulo dos
La vieja minga 34

Capítulo tres
Mi amigo imaginario 40

Capítulo cuatro
Nuevas páginas 54

Capítulo cinco
El buen Pastor 70

Capítulo seis
Mi dulce Rebeca 84

Capítulo siete
La arenosa, movediza y peligrosa 110

Capítulo ocho
Sin Jesús 135

Capítulo nueve
Liberado por Cristo 165

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Capítulo 1

Mis zapatos rotos


“La evolución humana es un esfuerzo continuo del hombre para
adaptarse a la naturaleza, que evoluciona a su vez”.
José Ingenieros

Un puñado de niños acariciaba la mañana con sus gritos plagados de


alegría. El desorden era incorregible para cualquier mortal que se atre-
viese a enfrentar la pequeña turba que se hacía tan ruidosa como un
trombón.

De pronto y como un milagro, el silencio arropó la gran marea bulli-


ciosa y la convirtió en un estadio enmudecido. La presencia de aquella
mujer fue tan categórica y autoritaria que aún visita mis sueños des-
pués de tantos años. La escena tan inquietante, pero a la vez tan nece-
saria como el aire, me despertó del letargo propio de la juventud, que
apenas comenzaba asomarse a mis once años. Su inspección ocular de
360 grados le bastó para elegirme como el único de los zapatos rotos.
Los pequeños soldados formaron con una rapidez propia de la milicia;
sus miradas se perdieron en un solo sentido y el ruido demencial se
volvió quietud eterna.

La voz inconfundible se escuchó sobre la gran línea blanca, con la vehe-


mencia propia de un militar y se percibió el temor en aquellas figuras
diminutas del pelotón de sexto grado.

De inmediato, su excitante fragancia femenina se transformó en hedor.


Frenó en seco sus pisadas de yegua indomable y, deteniéndose justo
al frente, no apartaba sus ojos de mi pobre humanidad. El corazón se
aceleró, los nervios desbordados taponaron mis oídos y entré en un
trance causado por la vergüenza de tener los zapatos remendados,
que habían llamado la atención de aquella mujer adicta a la disciplina
y perfeccionista, condición que rayaba en la locura.

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MIS ZAPATOS ROTOS

–¿Usted porque trae esos zapatos tan horribles? ¡Parecen un re-


miendo! –me dijo con mirada penetrante.

–Salga de la fila. Este es un desfile en honor a San


Francisco de Asís, y no un festival de harapos.

Mis piernas no podían con ellas mismas. Mis manos entretejidas en la


vieja mochila arhuaca se enredaron al instante y, sin darme cuenta, mi
espíritu se introdujo entre los viejos cuadernos norma, degradado por
aquellos interminables instantes de horror.

–¡Te he dicho que salgas! ¡No tolero la indisciplina en mi


colegio! –concluyó la rectora.

Sus manos, pesadas como el plomo, me arrebataron de la inercia reti-


rándome de la fila. Dejé un espacio que volví a ocupar sólo cuando dio
la orden y después de darme un discurso que me mantuvo petrificado
por años y que sólo el tiempo se encargó de suavizar.

–¿Cómo se llama, jovencito? –preguntó la Diva Olarte. Así le decían en


el pueblo. Su remoquete era tan respetable como su verdadero nom-
bre: Diva Luz Olarte Guerra.

Minutos más tarde todo terminó como lo pensé: “Me expulsaban por
mala presentación personal y solicitaban la presencia de un acudiente
que no existía”.

Mi madre estaba a kilómetros de distancia, en aquella gris y fría ciu-


dad, tratando de suplir mis necesidades, olvidando las de ella. La tía
Leticia no podía enterarse de la expulsión porque, antes que le explica-
ra el motivo, la paliza estaría asegurada.

Seguí asistiendo a clases, evadiendo cada instante a la rectora. Me con-


vertí por miedo a su presencia en un prófugo sin escape. Detectar su

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RICHARD PALACIOS B.

aroma a kilómetros era mi nueva misión. Su voz estaba inserta en mi


memoria, que me decía: “Peligro, peligro. Corre, salta, vuela. Peligro.”

San Diego es un pueblito clavado frente a las montañas del Perijá, en el


departamento del Cesar, al norte de Colombia. En sus mañanas, mien-
tras el café aromatizaba la estancia, era normal escuchar bombardeos
del ejército para destruir campamentos de las guerrillas. Para esa épo-
ca ya se habían desmovilizado los integrantes del M 19 y se les podía
ver en la plaza pública arengando a las masas con su discurso socialista.

La primera vez que escuché a un guerrillero hablar, quedé impactado


con su elocuencia y la lógica pasmosa con que resumía el conflicto. Sus
palabras transmitían una energía sin precedentes; lo pude observar
desde un billar en donde me jugaba mis últimos cien pesos. Años más
tarde me lo tropecé en una visita al Senado de la República, en mi pri-
mer viaje a Bogotá. Le narré punto por punto cómo lo había conocido
y hablamos por más de 30 minutos con tanta naturalidad que a él se le
olvidó lanzar otro discurso como senador y a mí, que debía pasar un in-
forme radial para emisora Atlántico, donde laboraba como reportero.

Ya para ese tiempo Gustavo Petro tenía tantos seguidores que se atre-
vió a postular su nombre como candidato a la presidencia, como tan-
tos enemigos que hasta ese momento le habían impedido conquistar-
la. Entonces resolví convertirme en defensor de las causas perdidas, el
nuevo Simón Bolívar de mi propia existencia, un socialista silencioso
y precavido. Quería expresar tantas ideas elocuentes que una se im-
ponía sobre la otra y de pronto aparecía otra y otra, y al final no decía
nada. Por las noches me lanzaba un discurso a mí mismo y por el día
enmudecía de puro pánico. Supe que las ideas sin expresarlas era igual
que tener novia y que ella no lo supiera. Entendí que la única manera
de transmitir una enseñanza era estudiar con sacrificio y tenacidad. El
destino me invitó de golpe a sumergirme en el océano interminable de
la literatura y culturizar aquel niño en crecimiento, acariciado por la
mediocridad y alimentado por la pobreza.

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MIS ZAPATOS ROTOS

Nada parecía fácil; fue más difícil de lo que imaginé. Las ganas de su-
peración eran ahogadas por la miseria que me envolvía en medio de
una atmósfera de indiferencia y soledad. La vieja Leti se convirtió en
el ángel que cruzaba la esquina cada tarde con mi almuerzo. Era una
mujer estricta. Al regresar de la parcela, ejercía la autoridad que no
aplicaba en todo el día. Yo estudiaba en otro pueblo y ella se marcha-
ba de madrugada para atender al resto de su familia que cultivaba la
tierra. Sólo ella acogió con benévola intención mis angustias, compren-
diendo mi hastío por las largas jornadas recogiendo algodón, cortando
leña, vendiendo huesos, iguanas, pescado, pasteles, bollos y cuanto se
atravesara en mi camino para contribuir con mi existencia.

Una sola comida al día era suficiente. Aprendí a no quejarme, sabía


que cada año era uno menos para lograr mi título de bachiller e iniciar
la travesía por el mundo o de mi propio círculo imaginario, reducido a
dos pueblos en ese momento: San Diego y La Paz.

Mi relación con los demás estudiantes no era buena; el sólo hecho de


venir de un caserío me colocaba en enorme desventaja. A la institución
educativa de la Paz llegaban muchos jóvenes que por sus actos de in-
disciplina no aceptaban en el colegio de San Diego, tanto así, que una
mañana cualquiera y luego de una trifulca entre estudiantes de ambos
municipios, el coordinador de la institución se dirigió alarmado a la
rectora para preguntarle:

“¿Usted por qué acepta tanto estudiante indisciplinado en


este colegio?”.

A lo que ella, con una sonrisa picaresca respondió:

“Aquí es el único lugar en el mundo donde los espinos pa-


ren uvas y los cardos manzanas”.

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Dado que todo era difícil, quise regresar al pueblo o irme a las mon-
tañas a engrosar las filas de la guerrilla. Sin embargo, el monte no era
una opción para mí. Ya estaba hastiado de tanta selva y quería saborear
otras experiencias que me abrieran paso al conocimiento, pero hasta
el momento el sabor del hambre se hacía más largo que un tren. Pocas
veces abrí la boca y, cuando lo hice, la lengua se declaraba en huelga y
se empelotaba con tanta fiereza que amotinaba todos los sentidos en
mi contra y terminaban con mis intenciones de hablar. Mi puesto en el
curso estaba asegurado: el último lugar en cualquiera de las filas.

Martha Pretel, una joven con apariencia disparatada, me guardaba un


espacio y yo hacía lo mismo por ella, colocando la vieja mochila en el
pupitre de al lado. Nos comunicábamos en silencio, porque el mismo
miedo colaboraba cuando nos volvíamos invisibles en el último lugar,
para evitar ser llamados al frente a explicar los ejercicios matemáticos
que nunca llegué a comprender.

El colegio me parecía una cápsula de entrenamiento. Después de algún


tiempo evadiendo a la rectora, pude concluir que era la única perso-
na que ponía orden en la casa, era tan respetado su nombre que con
sólo mencionarlo se arreglaban los problemas. Nadie quería tenerla en
frente para evitar explicaciones, se corrió la bola que en el departa-
mento del Cesar, “lo torcido tenía arreglo en la Paz”. Debía hacer algo
conmigo mismo, mi timidez me arropaba cada día y no encontraba la
forma de liberarme. Mi nombre se escuchaba únicamente en el lla-
mado a lista. Cuando decía “presente”, todos miraban hacia el último
lugar y soltaban una carcajada que me enmudecía aún más.

En la desorientación en la que me encontraba, una mañana la vieja Leti


decidió no ir a la parcela y me sorprendió con una deliciosa mazamorra
de plátano; la terminé con tanta velocidad que no me percaté de lo
caliente que estaba.

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–¿Quieres más? –después de unos segundos de silencio


me dijo–.¡Ay! hijo, la timidez te va a matar de hambre!

En varias oportunidades no acepté invitaciones por vergüenza y por


orientación de mi madre que decía: “Cuando usted vea que están sir-
viendo comida en algún lado, mejor váyase”.

No sé qué tan buena era esa recomendación, porque mi abuela tenía


otra idea: “¡Con la comida no se puede pelear!”.

Resuelto a despertarme del silencio impuesto por mí mismo, decidí


acercarme a la biblioteca del colegio. Era como una especie de cuarto
forrado de oscuridad y silencio, dos cosas que hasta el momento eran
mis mejores compañías. Al mirar su interior desde la puerta de en-
trada, contemplé cuatro hileras de libros ubicados por colores rojos y
azules; al fondo, un estante impedía observar claramente si alguien se
encontraba. Mi curiosidad por primera vez le ganaba un round a los
nervios y decidí dar un paso dentro de la línea imaginaria que dividía
el pasillo con el interior. De pronto y como una advertencia mis piernas
dieron dos pasos atrás sin poder controlarlas. Ya para ese momento
de pánico había escuchado la orden de retirada y como buen soldado
debía cumplirla.

Al dar media vuelta, una voz me sorprendió.

–A la orden, nene. ¿Qué necesitas?

Guardé silencio, aterrado por los nervios.

–¡Dime en qué te puedo ayudar! ¿Necesitas un libro?

No supe qué responder y quedé congelado por unos segundos. Ya se


me había olvidado cómo hablar.

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RICHARD PALACIOS B.

–¡Ven acá mi amor! ¿Qué necesitas? ¡No estés nervioso!

Proseguía diciendo aquella mujer de cabellos negros perfectos y labios


bien decorados con un rojo intenso. Su lazo en su cabellera la endiosa-
ba de tal manera que no supe qué hacer. Salió del lugar donde había
estado inclinada unos instantes y se incorporó con tanta suavidad que
este ha sido el movimiento más delicado que pueda recordar. Su fra-
gancia a jazmín ocultó el aroma a libros viejos y sin uso. Caminó hacia
mí con tanta elegancia que sólo se escuchaba el tic tac de sus zapatos
altos que hacían juego con sus labios y la armonía de su belleza.

–¡Mucho gusto! Mi nombre es Rebeca. Soy la biblioteca-


ria. –hizo una pausa y prosiguió–. Eres el primer niño que
visita la biblioteca en días. Ya ni sé qué hago aquí. Nadie
se interesa por leer.

De pronto y como de la nada, cambió su tono suave y delicado, y me


habló con la autoridad de una madre.

–Si quieres seguir adelante y ser diferente a todos los ga-


solineros, debes leer y no parar nunca. ¡Sólo así no asegu-
rarás tu futuro como un pimpinero más!

No entendí lo que me decía, pero años más tarde comprendí que me


advertía del contrabando de combustible proveniente de Venezuela
que enamoraba a los niños con salarios de adultos y relegaba el estu-
dio a un segundo plano. Me tomó del brazo con tanta confianza que en
vez de asustarme me generó la paz que sentía al lado de mi madre. Su
mano cálida y suave me arrebató el miedo acumulado por la soledad
en la cual navegaba sin brújula.

–¡Siéntate! –me dijo.

Ya para cuando quise reaccionar, ella misma me había inclina- do. No


fue un pedido, sino una orden que había hecho cumplir.

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MIS ZAPATOS ROTOS

Una vez reducido a un pequeño banco de madera que utilizaba como


escalera para acomodar y desacomodar los viejos libros, pude tener
una dimensión clara de la situación en que me hallaba.

–¡A ver, qué necesitas, nene!

–Naaa… da, señooora… –respondí bajo el pánico.

–¡Oh por Dios! ¡Qué tímido eres, mi amor! ¿Tú no eres de aquí,
cierto?

–¡Noooo! –Respondí.

–¡Con razón eres diferente! ¿Dónde vives?

–Ennnn Sannn Dieeego –respondí envuelto en pánico.

–¿Cómo? ¡Te van a comer vivo! ¡Eres buchón! ¡No lo pue-


do creer!

Los habitantes de la Paz les decían buchones a los de San Diego por-
que, según ellos, tenían buche como los pájaros, haciendo relación a
la enfermedad de la tiroides. Este estigma no ha sido borrado hasta el
día de hoy. La bibliotecaria me trató con tanta sutileza que me dio la
confianza que no había encontrado en mí mismo. Muchas veces creí
que Dios me mandó a una guerra creyendo que era Rambo. No podía
entender cómo un niño de 11 años se mantenía en pie, lavando, plan-
chando y desayunando a las seis de la tarde. Durante el recreo y senta-
do en el banquito de madera, me narraba cuentos del pueblo sin parar.
Me invitó a leer el primer libro que, a su parecer, era más elocuente
que cualquier otro que hubiese pasado por sus manos. Tragué en seco
cuando me dijo que sería en algunos meses tan inteligente como Si-
món Bolívar y tan sabio como Jesucristo. No fui capaz de refutar sus
palabras. Sólo me bastaba con mirarla y sentir su perfume de jazmín.

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RICHARD PALACIOS B.

Me encantaba esa fragancia que también había usado mi madre en los


tiempos de abundancia en Venezuela, cuando se refugió en el vecino
país buscando mejor porvenir y regresaba los diciembres cargada de
regalos para toda la familia.

Mi madre de joven lucía fresca y hermosa. Todo el pueblo llegaba en


fila india a saludarla, la mayoría, hombres que deambulaban por su
encanto de rosa blanca con su piel clara y cabello ondulado. Sus ojos
grandes y festivos alegraban las cuarenta y dos viviendas del reducido
caserío. Rebeca comenzó a confundirme con su belleza maternal y, a la
vez, con su dulzura indescriptible. Llevaba su propia merienda en una
pequeña lonchera: siempre dos sándwiches, con abundante jamón y
queso. Lo que ignoraba Rebeca es que ese emparedado sería mí desa-
yuno y almuerzo por mucho tiempo.

Nunca me atreví a mencionarle que no desayunaba, que mi presen-


cia no obedecía a querer leer un libro, sino a mitigar el hambre que
regresaba cada día con más fuerza. Me parecía vergonzoso que mi tía
se levantara a prender el fogón en la madrugada a cocinarle a alguien
que no aportaba nada para su manutención. Un día la vi tan atareada
tratando de encender dos leños, que saqué valor para decirle que yo
compraba mi desayuno en el colegio con el poco dinero que mi madre
me mandaba. La vieja Leti me miró con sus ojos empapados en lágri-
mas por el humo y terminó creyendo una ingenua mentira. Para cuan-
do apareció Rebeca con la merienda, mi gastritis estaba tan avanzada
que aún sufro sus daños colaterales.

Terminé cautivado por el espacio que me brindaba Rebeca en su mara-


ña de libros viejos. Cuando no la encontraba limpiando, estaba leyendo
con tanta concentración, que gritaba o lloraba. No comprendía cómo
una mujer tan llena de carácter, podía rendirse ante un libro. Llegué a
sufrir al verla llorar una mañana. Pensé que estaba enamorada y que
algún sinvergüenza le había destrozado su corazón. Sin embargo, ella
con voz suave y firme me respondió lo que aún no me había atrevido
a preguntar.

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MIS ZAPATOS ROTOS

–Nene, no pienses nada malo. Es que esta novela me ha


vuelto boba –De inmediato prosiguió –¿Quieres leer un
libro y convertirte en un hombre interesante?

Enmudecí por el reto al cual me enfrentaba. Abrió una gaveta que yo


no sabía que existía debajo de un estante tupido de carpetas. Sacudió
violentamente con sus manos aquel libro diminuto de color amarillo,
desgarrando el polvo impregnado en sus hojas. Yo estaba congelado
por aquel suceso que poco a poco me llevaría a nuevos hábitos e ins-
tancias en el mar del conocimiento, sin salvavidas que me garantizara
flotar. Mi más deseado anhelo era sumergirme en otro mundo, lejos de
la rutina que empobrecía mi existencia.

¡Agarra que no es paja! Quiero que comiences a leer –Me


dijo–. Tienes un mes para terminar el libro. Te lo puedes
llevar, pero en recreo vienes aquí y me dices qué no com-
prendes y yo te explico. Si terminas el libro, te doy un re-
galo sorpresa.

No sólo me daban merienda, ¡ahora me querían volver intelectual!

El libro que agarré con tanto misterio me generó gran ansiedad. Pensé
que algo tan diminuto lo podía devorar en unas cuantas horas y sería
acreedor a mi regalo sorpresa. Sus bordes desgastados me indicaban
lo antiguo que podía ser a simple vista. Rebeca aún no había separado
sus dedos del pequeño misterio y lo apretó tan fuerte que me impi-
dieron obtenerlo. Fijó su mirada penetrante en mí y nos encontramos
fijamente con el mismo respeto y temor que me generó la primera vez
que la vi.

–Antes que tomes este libro, debes comprometerte con-


tigo mismo que lo vas a leer y a cuidar. ¡Debes prometer
que no me vas a quedar mal!

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RICHARD PALACIOS B.

Su voz autoritaria me puso a vacilar y comprendí que el sándwich no


sería gratis en adelante.

Mis dedos, que agarraban el diminuto libro amarillo, desearon no ha-


berlo tocado nunca, de modo que comencé a temblar de inmediato.

–¿Quieres ser un intelectual, sí o no?

–¡Síííííí!

–Entonces toma y haz lo que tienes que hacer. Comienza


en tu casa y conversamos mañana en recreo.

Quise decirle que estaba listo para iniciar de inmediato, pero no pude
contradecir sus palabras. Guardé con calma el pequeño libro en la mo-
chila y cuando iba a detenerme a contemplar la belleza de Rebeca,
sonó la campana que anunciaba la terminación del recreo. Traté de ob-
servar el libro, pero el profesor de matemáticas estaba esperando en
el salón y no pude ocultarme en el último lugar. Al terminar mi jornada
escolar, intenté sacarlo mientras esperaba junto a varios estudiantes
el aventón diario, pero dos jóvenes revoltosos me hacían bromas pe-
sadas y en varias oportunidades me patearon la mochila, así que pasé
horas persiguiéndolos para que me devolvieran los cuadernos.

Ya liberado de todo obstáculo, me senté en una piedra debajo de un


árbol de anón y al lado de la llave del agua (que era un inmenso tubo de
hierro que servía de baño a la intemperie) frente a mí estaba otro árbol
de mamón y a espaldas mías uno de níspero. El olor a jazmín me gene-
raba confianza; intuía que estaba cerca de mi madre o de Rebeca, no al
lado de unas flores diminutas que despedían su aroma al bailotear del
viento suave de la sierra.

Tomé el libro con mucha seguridad, aquella que siempre me hizo falta.

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MIS ZAPATOS ROTOS

Observé aquel objeto desgastado, preguntándome porque Rebeca me


lo había encargado tan celosamente. Su título me llamó la atención: “El
Hombre Mediocre” de José Ingenieros.

¡Guaooo! ¿El hombre mediocre? –me pregunté de inmediato.

Abrí esa caja mágica con tanta atención como si se tratase de un tesoro
escondido puesto en mis manos y encontré estas palabras:

“Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra


ante la naturaleza que le envuelve. La penumbra se espe-
sa, el color de las cosas se uniforma en el gris homogéneo
de las siluetas, la primera humedad crepuscular levanta
de todas las hierbas un vaho de perfume, aquieta el reba-
ño para echarse a dormir, la remota campaña tañe su avi-
so vesperal. La impalpable claridad lunar se emblanquece
al caer sobre las cosas; algunas estrellas inquietan con
su titilación el firmamento y un lejano rumor de arroyo
brincante en las breñas parece conversar de misteriosos
temas.

Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al bor-


de del camino, el pastor contempla y enmudece, invitado
en vano a meditar por la convergencia del sitio y la hora”.

No sé porque de inmediato relacioné al pastor que se sentó sobre la


piedra conmigo, que estaba justo en una.

Proseguí creyéndome el pastor:

“Su admiración primitiva es simple estupor: La poesía


natural que le rodea, al reflejarse en su imaginación, no
se convierte en poema. Él es apenas un objeto en el cua-
dro, una pincelada; un accidente en la penumbra. Para él

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RICHARD PALACIOS B.

todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo,


desde la tierra que pisa hasta el rebaño que apacienta.

La inmensa masa de los hombres piensa con la cabeza de


aquel ingenuo pastor, no entendería el idioma de quien le
explicara algún misterio del universo o de la vida”.

Hacía apenas un momento me creía el pastor, pero ahora le decían


ingenuo por lo cual descarté de inmediato la comparación creyéndo-
me mayor cosa. Continué leyendo las siguientes líneas y me detuve a
pensar con lo que me encontré.

“Para concebir una perfección se requiere cierto nivel éti-


co y es indispensable alguna educación intelectual. Sin
ellos pueden tenerse fanatismos y supersticiones; ideales,
jamás”.

Me hice varias preguntas a la vez y la primera respuesta fue la siguien-


te: No creo que vaya a leer este libro en un rato. Esto va pa’ largo.
Continué.

“Los que viven debajo de ese nivel y no adquieren esa edu-


cación. Permanecen sujetos a dogmas que otros les impo-
nen, esclavos de fórmulas paralizadas por la herrumbre
del tiempo.

Sus rutinas y sus prejuicios paréceles eternamente invaria-


bles; su obtusa imaginación no concibe perfecciones pasa-
das ni venideras; el estrecho horizonte de su experiencia
constituye el límite forzoso de su mente. No pueden for-
marse un ideal”.

Tenía razón en cierta forma sobre lo que pensaba de mí mismo; y es


que en ese momento comprobé que era un ser mediocre o sin ideales,

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MIS ZAPATOS ROTOS

nada alentador para mi porvenir. Debía lidiar con esa marquilla y bo-
rrarla a como diera lugar y lo único que se me ocurría era asimilar lo
que estaba a mi alcance y ponerlo a mi favor.

Seguí adentrándome al fascinante océano de la lectura para creerme


un lector digno de Rebeca, pues debía responder a sus preguntas al
otro día. La velocidad de mis ganas se detuvo con el contenido del
libro. ¿Cómo algo tan pequeño y desgastado se robó mí atención y ya
no quería levantarme de la piedra que escogí para sentarme?

Después de un par de horas, no había devorado las páginas que su-


puse leer arbitrariamente. Intuí que los treinta días que tenía como
plazo podrían quedar cortos o tal vez se configuraban en el espacio
justo, luego que Rebeca, después de largo tiempo, me observara en la
biblioteca.

Seguí sin detenerme. Mi hambre de conocimiento era igual de com-


plicada que el desgastado libro. Cuando no podía comprender alguna
frase, pasaje o idea, tomaba aire, inhalaba una ración de jazmín y re-
leía nuevamente.

Era un niño creyéndome adulto, anémico y con la piel traslucida. En


mi estómago sólo había el sándwich de Rebeca y con eso bastaba para
esperar a mi tía. De repente me detuvo una frase que me pareció muy
sabia y oportuna:

“Sólo hay juventud en los que trabajan con entusiasmo


para el porvenir. Y no se nace joven; hay que adquirirla y
sin un ideal no se logra”.

¡Vaya! Entendí que sin entusiasmo no podía reducir la timidez


y, por lógica, era imposible salir adelante.

Entrada la tarde, me percaté de que aún llevaba puesto el uniforme

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RICHARD PALACIOS B.

del colegio. Sólo tenía una camisa blanca y un pantalón azul turquí, de
modo que debía lavarlos con urgencia y aprovechar los últimos rayos
de sol que se despedían sin darme cuenta. Fascinado con mi nueva
faceta de intelectual en silencio, me armé de valor, tomé la pelota de
potasa que permanecía al lado del lavadero como un monumento al
ahorro de la vieja Leti, que compraba el kilo mucho más barato que el
jabón azul tradicional. La ropa quedaba con un vaho a vejez atomizada,
cuyo hedor prendía las alarmas cuando el sudor se asomaba.

Por cierto, una vez me acerqué a la tienda de la esquina y la señora


que me atendió, me dijo sin tapujos: “¡Niño, ya hueles a hombre!”.
Guardé silencio, entendiendo que lo que me quiso decir fue: “Hueles a
demonio”.

El jabón de potasa era usado por las familias más humildes y ahí me
encontraba yo. Con mucha rabia me dije a mí mismo: no dejaré que mi
tía me lave la ropa, aunque tenga que enfrentarla.

Pero ese día no tenía ni para una bolita de coco, y me tocó tragarme las
palabras de orgullo y recurrir a la pelota de potasa que se reía delante
de mí, haciéndole honor a mi desgracia juvenil. Pasé por alto el inci-
dente y como un rayo regresé a las páginas amarillentas y malolientes
del viejo libro que me bautizaba en el mundo mágico de la lectura.
Tenía entonces una opción: esperar ansiosamente el desayuno de las
seis de la tarde leyendo tranquilamente.

Me volví un tanto ingenioso y me atreví a robar los anones y nísperos


de la vieja Leti para madurarlos con periódico. Me percaté que tarda-
ban dos días para estar listos; así que mi comida en época de cosecha
era una combinación de nísperos al anón y anones a la níspero.

A las 7 p.m., mi tía ya estaba rendida del sueño. Mientras los niños se
disponían a jugar en San Diego, yo me preparaba para dormir o inten-
tarlo. La alta temperatura del techo de zinc, era reducida un poco por

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MIS ZAPATOS ROTOS

el inmortal abanico Sanyo que tenía los mismos años de matrimonio


de mi tía con el viejo chin. Después de unos minutos, el abanico era
a pagado con precisión para racionar el gasto de energía eléctrica. El
hijo mayor de mi tía, Jesualdo, le dijo en una oportunidad: “¿Para qué
prendes el abanico si lo vas apagar? ¿Prefieres asarte que dormir tran-
quila?”.

La vieja Leti se levantaba a las tres de la madrugada para comprar su


libra de carne en el mercado. Cuando murió, los carniceros la lloraron
con más sentimiento que sus propios familiares, por ser ella el des-
pertador del mercado público de San Diego. Una vez no llegó al mer-
cado por no tener dinero y, entrada la tarde, uno de los matarifes se
acercó a reclamarle por su ausencia. Él le indicó con vehemencia:
–Leti, cuando no tengas para la carne, ven por ella que yo siempre te
guardaré tu pedazo.

El día que faltó fue precisamente cuando se marchó al hospital para


nunca regresar.

Ese episodio lo narraba con orgullo. Los carniceros a cambio recibían


de la vieja Leti las patillas, los melones, la yuca y todo cuanto produ-
cía la parcela. Muchas veces la vi haciendo trueque con conejos y se
convirtió en una especie de madre para los vendedores, a tal punto
que no llevaba dinero y regresaba cargada de alimentos. Yo, por mi
lado, si quería comer, debía caminar varios kilómetros; a mi regreso
del colegio y después del almuerzo, me esperaba una larga jornada de
trabajo, limpiando la yuca, cortando leña, vendiendo carbón o bollos
de mazorca. Me inventaba tareas a fin de sacar tiempo para mi nuevo
trabajo, la lectura.

Esa noche no pude conciliar el sueño, no por la temperatura, sino por


las posibles preguntas que me podría hacer Rebeca. Estaba nervioso
por lo que fuera a suceder, pero también debo admitir que me sentí
fascinado por mi nuevo amigo, “El Hombre Mediocre”

26
RICHARD PALACIOS B.

A la hora que se fue mi tía para el mercado, las 3:00 a.m., salté sin
contratiempos, me senté en la vieja mecedora instalada como una cruz
en la sala. Un antiguo televisor a blanco y negro parecido a un baúl
evidenciaba los tiempos de abundancia, cuando la vieja Leti era pro-
pietaria de ganado y una tienda. Como muestra de ello, a mis espaldas
descansaban los viejos estantes cubiertos de polvo y telaraña.

Tomé el libro y arranqué desde el principio, para releer lo que ya había


leído y grabar alguna frase que pudiera convencerme que había apren-
dido algo. Después de vanas repeticiones buscando frases a la fuerza,
miré con detenimiento un viejo lienzo de Jesús clavado en la pared. Me
detuve a contemplar su elegancia y la frescura del rostro.

Con cierto grado de humildad y pureza que puede tener una diminuta
criatura de once años y tal vez por la inocencia de mi edad, le pedí al
Buen Pastor que me guiara en mi travesía por la vida y como una llama
que se encendió desperté de la quietud y el silencio impuesto por la
madrugada. Sentí un acompañamiento real de algo que me invitaba a
seguir con confianza y coraje.

No había experimentado tal paz desde hacía algunos años cuando por
accidente fui arrastrado por las corrientes del río Cesar y una joven
tuvo la valentía de arriesgar su vida para salvarme. Cuando me sacó a
la superficie ya estaba inconsciente. Otro yo observaba la escena con
la misma paz de esa madrugada en la sala.

De pronto y por algo que no puedo explicar ese cuerpo sobrenatural


volvió hasta mí y comencé a toser y a recuperar la consciencia.

Concluí que era la misma energía que me llenó de plenitud con mi ex-
periencia cercana a la muerte y que algo me devolvió indicándome que
aún no era mi tiempo. Mi madre en uno de sus viajes a Venezuela me
regaló una Biblia ilustrada con dibujos e historias didácticas para niños.
Ha sido lo mejor que he recibido.

27
MIS ZAPATOS ROTOS

Algunas historias quedaron sembradas en mi corazón y parte del sufri-


miento y el hambre era soportable, sencillamente porque creía en la
existencia de una fuerza sobrenatural que me cuidaba celosamente y
me guiaba sin darme cuenta. Odiaba ser tan pobre y no tener dinero
para evitar que mamá estuviera alejada de mí. La necesitaba a mi lado
para ser como otros niños que se iban con su desayuno y su merienda.
La necesitaba para despreocuparme de lavar y planchar. La necesitaba
para no llorar en silencio.

Después de contemplar el cuadro de Jesús clavado en el mismo lugar


por décadas, pude percatarme de mi soledad. Me sentí muy vulnera-
ble. Un par de lágrimas se deslizaron suavemente por mis mejillas. Me
enterré en el piso curtido de la sala y sin sospecharlo estaba arrodi-
llado implorándole al mismo Dios que me había sacado de las aguas
turbulentas, que ahora me lanzara una voz de aliento para soportar la
tristeza.

Me incorporé con energía. Deslicé a ciegas mi mano derecha sobre


la vieja mecedora de mimbre y sostuve con la otra el pequeño libro.
Como un milagro y gracias a esa vitalidad misteriosa, sentí haber co-
brado fuerzas. Pude leer y comprender con claridad esta frase:

“La evolución humana es un esfuerzo continuo del hombre


para adaptarse a la naturaleza, que evoluciona a su vez”.

¿Debía evolucionar y esforzarme para adaptarme a mi entorno?

Lo entendí claramente y anoté la frase en mi cuaderno de español, que


se encontraba en la mochila, colgada de un clavo al lado de la hamaca.
Reservé las últimas páginas de la libreta para llevar apuntes que me
parecieran interesantes. Estaba decidido a responder las preguntas de
Rebeca, para lo cual tenía una sola respuesta: “La evolución humana es
un esfuerzo continuo del hombre para adaptarse a la naturaleza, que
evoluciona a su vez”.

28
RICHARD PALACIOS B.

–Debo evolucionar, esforzarme y adaptarme –me dije a


mí mismo.

Las tres cosas las había ignorado. Uno de los grandes retos que debía
enfrentar era sin duda hablar y volverme visible.

Luego de esperar con ansias el recreo, caminé con una seguridad sin
precedentes, dispuesto a enfrentarme al Goliat que había estado mo-
lestando mi existencia, el miedo.

Toqué la puerta de la biblioteca con la misma disciplina de siempre.


Ahí estaba la encantadora Rebeca esperándome pacientemente como
león a su presa. Observé que el encuentro de ese día no sería parecido
a los anteriores. Iniciaba ahora un nuevo ciclo y transcurría otro capí-
tulo en que yo era el actor protagónico.

–¡Pasa, mi amor! ¡Te estaba esperando!

Tomó el banquito de madera que ya consideraba mío y lo acercó a su


escritorio para iniciar las preguntas que eran todo un enigma para mí.
Mis manos empapadas en sudor y un gran nudo en la garganta me
impedían respirar. Rebeca, se percató de mis nervios, se acercó con la
misma suavidad de siempre y me dio un abrazo. Esperaba todo menos
eso.

De pronto y por algo que aún me pregunto, comenzó a sollozar. Atur-


dido por lo que estaba pasando, me dejé caer en su cuerpo, abracé
aquella mujer convertida en mi madre y desgarré el silencio que lle-
vaba atorado en mis entrañas. Entonces nos confundimos en un solo
llanto liberador que marcó un antes y un después para mi vida. La fra-
gancia a jazmín no la había sentido tan dentro de mí; comencé una
travesía por un campo imaginario, lleno de flores blancas y mucha paz.

–¡Sé que sufres, mi amor! Eres un niño lindo y hermoso,


pero me tienes a mí, así que no tengas miedo.

29
MIS ZAPATOS ROTOS

Comprendí que Rebeca, sin preguntarme, se había percatado que no


gozaba de buen color así que pudo concluir que no me alimentaba
bien. Sin preguntar, de ahí en adelante agrandó la merienda con un
tarro de jugo que compartíamos, acompañado otras veces con ricas
almojábanas o arepas con queso. Me tomó por los hombros y me guió
al banco. Sus lágrimas habían estropeado su maquillaje, de modo que
la vi más natural y vulnerable. Entonces comprendí que necesitaba el
cariño que también a mí me faltaba.

–Mira, si quieres ser grande, debes hablar con naturali-


dad, dejar los miedos y tenerme confianza. No te voy ha-
cer daño, quiero ser tu amiga.

Esas palabras de Rebeca generaron la seguridad que transmitía mi ma-


dre, así que la observé desde ese instante, como protectora y digna de
mi confianza.

–¿Cómo te sientes? –preguntó–. Bueno, habla sin pena


que estoy para ayudarte. Ya te lo dije.

–¡Estoy bien, señora Rebeca! –respondí.

Sus ojos se iluminaron y golpeó sus palmas con tanta emoción


que parecían aplausos para un artista.

–¡¡Ohhh, milagro!! ¡Hablaste bien, sin miedo y me llamaste por mi


nombre! Te felicito, mi amor.

Una sonrisa de confianza que no pude controlar se asomó en mi rostro.


Después de una mirada juguetona, entre ambos soltamos una carcaja-
da. Sentí por primera vez que los libros celebraban el encuentro desde
los viejos estantes de sus dos visitantes infaltables, adornando la ma-
ñana del colegio.

30
RICHARD PALACIOS B.

–¿Qué entendiste del libro?

Desapareció entonces la sonrisa de mi rostro y me sentí enfrentado a


la realidad.

–No te preocupes, vamos por paso. Saca el libro y me


muestras qué te gustó.

Descansé de inmediato y me dije: “¡Ah, puedo sacar el libro y mis


apuntes!”.

No sólo saqué el pequeño libro, sino que traía la libreta de español


conmigo.

–¿Tomaste apuntes? –preguntó.


–¡Sí! –respondí.

Con un gesto de aprobación, ella me generó más confianza y me dijo:


“Todas las cosas que te parezcan interesantes puedes anotarlas. Aque-
llas palabras que no entiendas las apuntas y las buscas en el dicciona-
rio y así conoces el significado de palabras extrañas”.

–¿Qué anotaste? ¡Permíteme!

Sólo había una frase al final de la libreta. “La evolución humana es un


esfuerzo continuo del hombre para adaptarse a la naturaleza, que evo-
luciona a su vez”. Debo evolucionar, esforzarme y adaptarme.

Sentí miedo nuevamente creyendo que era muy poco lo que había
aprendido. Ella leyó detenidamente la frase y con una mirada sorpre-
siva fijó su atención en mí. Nuevamente me petrificó como lo había
hecho la rectora.

31
MIS ZAPATOS ROTOS

–La evolución humana es un esfuerzo continuo del hom-


bre para adaptarse a la naturaleza, que evoluciona a su
vez. Debo evolucionar, esforzarme y adaptarme –leyó Re-
beca con voz suave y sensual–.
¡Es lo más sabio que hayas podido aprender en tu primer
día de lectura. ¡Te felicito, mi amor!

Mi esfuerzo había valido la pena. Por fin me creí digno de mi madre,


quien confiaba ciegamente en mis capacidades. Logré ser un estudian-
te modelo en mi pueblo y graduado con honores. A pesar del ambien-
te en el que me encontraba, estaba Rebeca como mi ángel guardián.
Regresó la confianza que estaba de vacaciones o que tal vez nunca ha-
bía existido.

–Debes creer en ti, y nada ni nadie podrán pararte. Eres muy inteli-
gente. ¡No te quedes callado! Vence el miedo y triunfarás. –me dijo
convencida.

Rebeca siguió dándome ánimo; me habló con tanta confianza que no


generó respeto, sino amor. Por eso creí cada una de sus palabras y las
escuché tan celosamente que aún las guardo como un tesoro.

Antes de acabarse el descanso, me dio instrucciones precisas para me-


jorar mi lectura y aprendizaje; y como buen soldado estaba listo para
cumplir las órdenes. Me aconsejó sobre cómo tomar apuntes, pregun-
tar si no entendía una palabra o idea y, sobre todo, cómo hablar más.

–Cuando quieras aprender algo, concentra toda tu atención en ello


y vuélvelo tu amigo. Así comprenderás qué te quiere decir. Y si no
comprendes, preguntas –me dijo Rebeca con su sonrisa eterna cu-
bierta del rojo intenso en sus labios que la hacían más atractiva.

Debía vencer el temor y llenarme de heroísmo, el mismo que me per-


mitió decir unas palabras a la gobernadora en la escuela de mi pueblo,
una mañana calurosa cuando por fin se inauguró la llegada del fluido
eléctrico.
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33
Capítulo 2

La vieja minga
“Vamos niños todos a la orilla del río Cesar, ha recibir a esa linda
dama que nos viene a visitar, voy a regalarle estas lindas flores; yo
que soy un niño pobre se las he venido a obsequiar. ¡Bienvenida
señora gobernadora, a este humilde lugar!”

En 1986, un 31 de diciembre, año en que Diego Maradona fue figura y


se coronó Argentina como campeona del mundo, yo me convertí en el
mimado del caserío al pronunciar unas palabras que no fueron de mi
autoría, sino de mi abuela Dominga María, conocida en las cuarenta y
dos casas del pueblo como la Vieja Minga.

Fui escogido como el niño que llevaría un mensaje de agradecimiento


a la señora Gobernadora y le entregaría un ramo de flores que corté
con mis propias manos en el jardín de la casa. No sabía qué carajos
iba a decir. Me encomendaron la misión de pronunciar unas cuantas
palabras, como si se empeñaran en volverme poeta antes de aprender
a hablar. Mi abuela, mi otro ángel, notó las vueltas y vueltas que daba
en la hamaca y, unas noches antes del evento, me preguntó: “¿Qué te
pasa hijo, porque no duermes, te duele algo?”

Respondí como si estuviera esperando la pregunta por años: “Me toca


hablar en la inauguración de la luz a la gobernadora y no sé qué voy a
decir.”

–¡¡¿¿Cómo??!!

Saltó de la hamaca la Vieja Minga y, como un rayo, fue por la esperma


que alumbraba a San Antonio, puesta en el mismo rincón donde se
produjeron dos incendios que consumieron toda la ropa y que dejaron
a la familia, en ambas ocasiones, con una mano adelante y otra atrás.
Me indicó que me sentara en la mesa de la sala, no sin antes esquivar

34
RICHARD PALACIOS B.

cuatro hamacas colgadas en los extremos como una especie de labe-


rinto. Entonces me ordenó tomar lápiz y papel.

–Yo te voy ayudar a hacer una poesía.

Reí internamente dudando de mi abuela, que no sabía ni leer. Recuer-


do escucharla cantar las rancheras de Antonio Aguilar y José Alfredo Ji-
ménez cada tarde cuando íbamos a bañarnos al río; pero no la creía ca-
paz de componer unas palabras de agradecimiento a la Gobernadora.
Su fuerza intelectual la descargaba sobre la preparación de dulces de
ñame y maduro y, por supuesto, las almojábanas que me permitieron
vivir en épocas de angustia. Pero hacer poesías me parecía una locura.

Levantó su cabeza como buscando inspiración divina. Miró fijamente la


esperma que estaba sobre un platico de vidrio y dijo:

–Escribe, hijo: “Vamos, niños todos, a la orilla del río Ce-


sar…”. ¡Escribe antes que se me vaya la paloma! –dijo,
inspirada la Vieja Minga–

Al notarla tan decidida, yo tomé la libreta con rapidez y un tronquito de


lápiz que casi no se veía.

–Escribe: “Vamos, niños todos, a la orilla del río Cesar…”.


¿Ya escribiste?

–Sí, mamá, ya escribí.

–“Vamos, niños todos, a la orilla del río Cesar, a recibir a


esa linda dama que nos viene a visitar…”.
¿Estás escribiendo?

–Sí.

35
RICHARD PALACIOS B.

Por primera vez y de forma convincente, comprendí que la vaina iba en


serio y concentré toda mi atención para no perder detalles de aquella
mujer que era mi abuela, pero que le decía madre por hacerse cargo
de mí desde los tres meses de nacido, cuando mi verdadera mamá
tuvo que salir a buscar trabajo para sostener el pequeño encargo de
la vida.

–“Vamos, niños todos, a la orilla del río Cesar, a recibir


a esa linda dama que nos viene a visitar. Voy a regalarle
estas lindas flores; yo, que soy un niño pobre, se las he
venido a obsequiar. ¡Bienvenida, Señora Gobernadora, a
este humilde lugar!”.

¡Guaoooo! Minga era toda una poetisa, un diamante en bruto. Su in-


sistencia para no dejarme en vergüenza delante de la Gobernadora y el
pueblo, la llevaron a inspirarse de tal forma que recuerdo sus versos, a
los cuales no he quitado una coma ni un punto. Le doy todo el crédito
a esa linda mujer que me salvó la campana y me la seguiría salvando
por lo que había de venir. Practicamos tanto los versos, que no se me
han olvidado jamás. Los recité de memoria, tanto así, que el día del
evento no eran mi preocupación, sino los zapatos rotos que tenían dos
rajas incurables. Mi primo Aureliano, quien estaba de visita, tomó sus
herramientas de zapatero y los cosió con tanto cuidado que les sacó
brillo a punta de betún.

–Toma. Ya les hice una cirugía –me indicó el primo al en-


tregarme los zapatos.

La Negra, aquella mujer que me arrancó de las aguas turbulentas del


río un par de años atrás, fue por mí, para llevarme al colegio. Me sor-
prendió su presencia buscándome afanosamente y terminó de cam-
biarme con la misma velocidad con la que se tiró al agua sin dudarlo.
Inclinada en el aposento, peinando mi cabello sedoso y amarillo cha-
muscado por el sol, fijó su mirada angelical sobre mí y me dijo:

36
MIS ZAPATOS ROTOS

–¡Róbate el show, mi amor! ¡Con verraquera, que tú eres


un niño inteligente!

Besó mi mejilla y me roció María Farina en el cuello. La tomó de un pe-


queño frasco que había robado a su patrón y que llevaba en el bolsillo
para perfumar al pequeño orador. Mi abuela le había pedido que me
llevara al colegio y se encargara de mí.

–¿Usted no va a ir, mamá? –pregunté a la Vieja


Minga.

Ella cruzó miradas con la negra y me preguntó:


“¿Quieres que vaya?”.

–Sí –respondí sin vacilar.

Pasó sus grandes manos por la cabeza, cubiertas de queso salado para
las almojábanas que estaba preparando y me dijo con la seguridad de
siempre.

¡Ya me baño y te acompaño, mi loco!

La Negra me aseguró un lugar en la segunda fila, donde esperábamos


ansiosamente a la gobernadora. Cuando me tocó el turno de hablar,
miré asustado a la multitud, en donde estaba la Vieja Minga con un
traje azul, el único que había sobrevivido al incendio, y con una enor-
me sonrisa. Levantó su pulgar en señal de luces, cámara, acción. Saqué
una fuerza nueva de mi interior y cerré los ojos en dirección a la gober-
nadora para no ver su rostro. Tomé las flores con las dos manos, las cla-
vé en mi pecho como moribundo buscando agua y me atreví a hablar.

–Vamos, niños todos, a la orilla del río Cesar, a recibir a


esa linda dama que nos viene a visitar. Voy a regalarle
estas lindas flores; yo, que soy un niño pobre, se las he

37
RICHARD PALACIOS B.

venido a obsequiar. ¡Bienvenida, señora Gobernadora, a


este humilde lugar!

Una lluvia de aplausos, me abrieron los ojos. La Gobernadora saltó de


su lugar de honor, tiró sobre la mesa su abanico de mano que no al-
canzaba a mitigar el sudor y me atrapó con un abrazo. Descargó un
par de besos sobre mi cabeza, se inclinó buscando mi rostro cubierto
por mi cabellera asoleada y me dijo dulcemente: “¡Dios te bendiga, mi
amor!”.

Todos se agolparon de alegría y los aplausos seguían y seguían, mien-


tras que yo, preso de la felicidad, no creía lo que estaba ocurriendo.
Me gané el respeto de todos en el pueblo, pero la Vieja Minga endulzó
mi corazón y ese almíbar se refleja hoy en estas líneas que, espero,
escuche antes de morir.

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39
Capítulo 3

Mi amigo imaginario
“Las lecciones de la realidad no matan al idealista, lo educan”.

Seguí cumpliendo la cita a Rebeca todos los días, con el ahínco con
que ella también me esperaba. Después de varias semanas dedicadas
al Hombre Mediocre y tras llenar la libreta de apuntes, amontoné tan-
tas frases elocuentes que contrastaban con aquel niño tímido que era
días atrás. Ella, sentada en su escritorio, me escuchaba con tanta de-
dicación, que llegué a sentir que le importaba más que a su trabajo.
Después de escucharme, me preguntó: “¿Estas comprendiendo lo que
quiere decir el libro?”. La miré fijamente y me percaté de que aún había
inseguridad en mí.

–Es decir, ¿te está hablando? –sentí algo de confusión y me pregunté


cómo podía hablarme un libro.

Ella caminó hacia mí. Tomó el libro con la punta de sus dedos y me dijo:
“Cada vez que lees y asimilas una idea del libro y la guardas en tu co-
razón y mente, es porque el libro te está hablando. Es como si hablaras
conmigo”.

Asentí con la cabeza y comprendí a medias lo que trataba de decirme.

–¿Cuántas frases has aprendido o cuáles te gustan?

Tomé la libreta de español, que ya se había convertido en la libreta de


Don José Ingenieros; revolví sus páginas amarillentas, propias de los
cuadernos más baratos, y procedí a leer despacio.

“Los hombres sin ideales son cuantitativos, pueden apre-


ciar el más o el menos, pero nunca distinguen lo mejor o
lo peor”.

40
MIS ZAPATOS ROTOS

“El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir;


sólo de los imaginativos espera la ciencia sus hipótesis”.

“La ignorancia es madre de obstinadas rutinas”.

“Sólo hay juventud en los que trabajan con entusiasmo


para el porvenir”.

“Y no se nace joven; hay que adquirirla y sin un ideal no


se logra”.

–¡Dios Santo! ¡En qué te he convertido! ¡Pero si eres un


niño súper inteligente!

La mujer que había engendrado la amistad con un niño invisible estaba


asombrada por recargarme de tanta información.

–Sigue leyendo, que apenas esto comienza. De aquí


a que termines el bachillerato has debido leer todos los
libros interesantes de esta biblioteca.

La verdad me puse a pensar en lo que me decía. No quería pasar seis


años alimentándome con un sándwich y hasta me había pasado por la
mente regresarme al pueblo. Adoraba los viernes, llegaba a San Diego
y salía a esperar chance o ahorraba hasta el último centavo para pagar
el pasaje, doscientos pesos que, para mí, eran oro en polvo. Al llegar a
los calabazos, después de caminar kilómetros y luego de la última pa-
rada, respiraba libertad. Me quitaba la máscara impuesta por el miedo
a mis once años y me convertía en un niño parlanchín, simulando atre-
vimiento y desparpajo. Me ponía la máscara el domingo por la tarde
cuando debía regresar a la realidad. Rehusé quedarme en el caserío
por el amor y confianza hacia Rebeca y los libros que me enamoraron
sin ningún tipo de tregua. Me tomé en serio ese cuento de hablar con
los libros y me hacía preguntas que yo mismo respondía.

41
RICHARD PALACIOS B.

Una vez fui sorprendido por mi primo Carlos Augusto, al que le decían
el enano, porque no crecía. En el colegio siempre estaba adelante por
lo pequeño y, aunque pasaron los años, seguía formando con los alum-
nos de primer grado.

Me dijo con cierta gracia: “Me quedé enano por los bultos de yuca que
cargaba en el hombro todos los días”. Así encontró la forma para reírse
de sí mismo.

Ya estaba terminando El Hombre Mediocre, cuando Rebeca me pidió


que le hiciera una exposición oral. No sentí temor alguno por el reto;
ya no era yo; un libro al cual había tildado de insignificante me había
cambiado el modo de pensar. Decidí practicar algunas preguntas que,
presumía, me haría Rebeca, imitando su voz, y me las respondía, cre-
yéndome el mismísimo Don José Ingenieros.

–¿Por qué debes estudiar?


–Porque la ignorancia es la madre de obstinadas rutinas.

–¿Se puede estudiar a cualquier edad?


–Claro que sí. La juventud se adquiere sólo para aquellos
que trabajan para el porvenir.

–¿El hombre mediocre es capaz de amar?


–El hombre mediocre es incapaz de alentar nobles pa-
siones y esquiva el amor como si fuera un abismo. Vive y
muere sin haber aprendido a amar. La sociedad le impone
las queridas y le elige después la esposa.

Miré aturdido la figura diminuta que se encontraba detrás. Pensé que


era un fantasma escuchando mis preguntas y respuestas de El Hombre
Mediocre. Pero, ¡vaya sorpresa! Ahí estaba el enano, tan sorprendido
como yo, petrificado al ver a su primo volviéndose loco debajo del palo
de níspero.

42
MIS ZAPATOS ROTOS

–¡Ve, si te estás volviendo loco! Hablas como hombre y


como mujer. Le voy a decir a mi mamá que te estás mari-
queando.

Reí de mí mismo y reaccioné de momento para evitar que el


chisme pudiera convertirse en mi enemigo público.

¡Cuál loco, cuál marica! ¿No ves que estoy estudiando este
libro para una evaluación en el colegio? –respondí.

–¡Pa, jódete! Te estás volviendo marica. Se lo voy a decir a


la vieja Leti –amenazó el enano.

Guardé silencio y no seguí discutiendo, sabía que no podía distraerme


con pequeñeces. Esa pregunta debería responderla en algún momento
a mi tía quien, sin duda, me iba a confrontar sin pelos en la lengua. Por
la tarde, antes de llegar a casa, el enano ya le había contado detalles.
Me encontró recogiendo el uniforme en la cerca.

–Mijo, ¿es verdad que estás hablando solo y que además


hablas como mujer?

Sabía que debía responder lo más claro posible para no dejar dudas
de mi hombría, pero, sobre todo, para indicarle que se trataba de una
evaluación del colegio para la que estaba practicando. No sé por qué
el temor que le tenía a mi tía había ido desapareciendo con los días, a
medida que me sumergía en las aguas interesantes de El Hombre Me-
diocre. Respondí con la seguridad de un abuelo.

–Tía, no se trata de volverme loco. Sólo estoy practicando


una exposición de un libro que me estoy leyendo y maña-
na tengo evaluación.

–Aja, ¿y la voz de mujer que me dijo el enano? Aunque me

43
RICHARD PALACIOS B.

ponía entre la espada y la pared, respondí: “¡Es que la que


me va a preguntar es una mujer!”.

–Pero no tienes que hablar como ella. ¡No te vayas a ma-


riquear! Me haces el favor y desde mañana, después que
vengas del colegio, te vas para la parcela!

Sentí de momento que debía caminar kilómetros para llegar a comer,


limpiar la yuca o cortar leña o buscar agua en el burro.

Pero no importaba, tenía compañía y en los momentos libres podía


deleitarme con los libros que me brindaba Rebeca.

Tenía muchas preguntas resueltas, pero me surgían muchas más y me


quedaba corto en abordarlas todas. Para cuando me faltaba poco para
terminar el libro, la libreta estaba repleta de apuntes y frases que sólo
yo podía comprender.

Llegó un momento en que me concentraba tanto en el libro, que ol-


vidaba que iba en el burro o en la bicicleta que a veces me cedía el
enano por lástima al verme caminar kilómetros en busca del almuerzo.
Él estudiaba por las tardes y su bicicleta era intocable. Muchas veces la
pichaba y escondía la bomba de aire. Sin embargo, cuando estaba de
ánimo, me la prestaba, no sin antes darme un recital de los cuidados
que debía tener con ella.

No sé en qué momento me imaginé a José Ingenieros haciéndome pre-


guntas y, por alguna razón, no me sorprendió su presencia.

Sabía que era mi imaginación librando una batalla contra la ignorancia


que se aferraba a esclavizarme; cada vez que aprendía una nueva frase,
era como levantarla a latigazos. Me lo imaginé como una persona pen-
sante con cabellera y barba blanca, un vestido impecable y delicado,
con ojos penetrantes y entusiastas. Sobre su mano derecha un bastón
perfectamente pulido y zapatillas caoba del mismo color que el bastón.

44
MIS ZAPATOS ROTOS

La primera vez que lo vi, lo observé un tanto borroso y opaco, pero


cuando ya me había familiarizado con su libro, su entusiasmo era noto-
rio. No esperaba que lo llamara con mi pensamiento, aparecía arbitra-
riamente como si sólo encontrara paz reuniéndose conmigo. Después
de hacerme varias preguntas a mí mismo sobre el libro, pude com-
prender que lo que trataba de decir el autor es que existe una clasifi-
cación del ser humano y la sociedad juega un papel importante en esa
formación.

De pronto y de la nada, cuando me encontraba arrancando unas ma-


zorcas de un gran cultivo verde que se pavoneaba a la orilla de un
riachuelo, apareció Don José Ingenieros con un vestido azul, corbatín
blanco y una apariencia de frescura caribeña, acabado de afeitar. Su
bastón iba apartando la maleza y las matas de maíz, hasta que me sa-
ludó con la misma emoción de siempre.

–¿Cómo has estado?

–¡Muy bien! Aquí recogiendo mazorcas para mi tía que


piensa hacer unos bollos y venderlos. Ahora debo venir
todas las tardes a trabajar porque dice que me estoy vol-
viendo loco hablando solo.

Me observó con dulzura y me dijo: “Nada puede ser tan


peligroso que un hombre que aspira a pensar con su ca-
beza”.

Ya lo había olvidado. Lo leí en su libro y ahí estaba la frase, acuñada


para decirme que estaba pensando y que era bueno.

Prosiguió el maestro y me dijo con voz suave y pausada:

“El mediocre aspira a confundirse con los que le rodean;


el original, a diferenciarse de ellos. Mientras el uno piensa

45
RICHARD PALACIOS B.

con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con


la propia”.

Sonreí sobre lo que me estaba pasando y lo que ya no recordaba. Sen-


cillamente estaba repitiendo lo que ya había leído, y aplicándolo a mi
vida y sobre mi entorno. Nuevamente sentí que el haber llegado a la
biblioteca fue lo mejor que pude haber hecho y que el libro que estaba
leyendo era mi mejor compañía. Dejé de sentirme inferior, levanté la
cabeza para apreciar lo que me rodeaba y me sentí nuevamente libre.

–Debo venir todos los días a trabajar. Eso me preocupa –le


dije al maestro.

–Ya lo has aprendido. Que no se te olvide: sólo hay juven-


tud en los que trabajan con entusiasmo para el porvenir.
Y no se nace joven; hay que adquirirla y sin un ideal no se
logra.

¡Vaya! Me estaba recordando sin dilaciones que el trabajo, cuando se


hace con alegría, genera bienestar.

–Tiene usted razón –asentí con la cabeza.

Le imprimí entusiasmo a recolectar las mazorcas y dejé de quejarme


conmigo mismo. Una sonrisa inauguró mi nuevo espíritu. Me gané la
buena voluntad de mi tía que veía cómo terminaba la jornada extenua-
do, pero con una gran chispa de emoción en todo lo que hacía. Con el
tiempo llegué a acostumbrarme a su compañía y en algunas ocasiones
llegué a recitar alguna frase inserta en mi memoria para robarme su
atención.

Cansada del bulto que cargaba, la vieja Leti se detuvo debajo de un


roble amarillo; sus flores adornaban el camino, que parecían una gran
alfombra. Su rostro empapado en sudor descubrió su vejez escondida

46
MIS ZAPATOS ROTOS

en su temperamento fuerte y su disposición a no arrugarse a nada con


facilidad.

–¡Estoy molida! –manifestó la pobre Leti. Hasta ese mo-


mento me parecía de hierro.
–¿Estás cansado? –me preguntó con un cariño recién des-
cubierto.

Bajé con suavidad las dos patillas y un melón que me traían embarilla-
do. Tenía el cuello rojo como un gallo fino. La fricción del saco de fique
me había producido alergia.

–Las lecciones de la realidad no matan al idealista, lo edu-


can –Respondí.

Mi tía guardó silencio una vez más al escuchar al jovencito de once


años que la ponía a pensar, mientras se sentaba a reposar en una pie-
dra lisa del camino, como aquella donde el pastor contempló la natu-
raleza. Buscó en sus vericuetos de la mochila terciada sobre su pecho
empapado y sacó un cigarrillo Piel Roja, como buscando la paz que
había perdido años atrás cuando dejó de tener granero en el pueblo.

–No vayas a terminar como yo, cargando penas.


¡No dejes de estudiar!

Para cuando terminé el libro, me sentía agradecido con Rebeca y sobre


todo admirado por mí mismo al poder concluir la tarea. Cuatro sema-
nas habían sido suficientes para deleitarlo y comprenderlo. Aquellas
palabras extrañas fueron resueltas con la ayuda de Rebeca y el dic-
cionario que también me prestó con mucho más hermetismo que el
libro mismo. Llevé todo un arsenal de apuntes, de frases decoradas
con tinta roja y la presencia de Don José Ingenieros que me acompaña-
ba todos los días con una variedad de camisas diferentes y su cabello
perfectamente engominado, su barba pulida y el bastón caoba que le

47
RICHARD PALACIOS B.

daban cierto tipo de elegancia y distinción. Esa mañana cuando me


acerque al colegio, encontré una protesta hecha por los educadores
que iniciaban un paro nacional por la lucha salarial. La rectora misma
encabezaba la marcha, con una cartulina blanca y un marco de ma-
dera que decía: “Por la Dignidad Educativa”. Los alumnos, felices con
el paro, se tomaron la avenida que conduce al interior del país y un
gran número de vehículos provenientes de Valledupar permanecían
atrapados por la multitud de profesores y estudiantes. Busqué afano-
samente a Rebeca, pero no la vi entre la protesta. Corrí de un lado a
otro sin divisar mi objetivo y hasta agudicé mi olfato para encontrar
el olor a jazmín. Pude entrar a empellones por la puerta principal que
estaba custodiada por los profesores mismos y corrí despavorido por
el corredor buscando mi Dulcinea. Llegué a la biblioteca y la encontré
recogiendo en una canasta libros viejos regados en el piso.

Me observó entre ojos y con una clara petición me dijo:

“¡Ayúdame a recoger este desastre, son unos libros que


voy a organizar para el día del idioma y quiero replicar lo
que he hecho contigo!”.

La miré desconcertado sin entender lo que me decía, pero me dispuse


a colocar los libros que estaban regados en el piso y ubicarlos en la
canasta.

Quedé sorprendido mirando tanta sabiduría en una cesta. Si leía al-


gunos de ellos tendría muchas más ideas y mi conocimiento se en-
sancharía rápidamente. Observé, El Coronel no tiene quien le escriba,
El Extranjero, Juan Salvador Gaviota, El Quijote de la Mancha y otros
textos fascinantes que eran nuevos para mí.

–¡Comenzó el paro de todos los años para exigir aumento en los suel-
dos! ¡El año pasado duró un mes y este año no sé cuánto tiempo será!
–dijo melancólica Rebeca.

48
MIS ZAPATOS ROTOS

Me sentí atribulado por la noticia. Quería expresarle que ya había


terminado el libro y estaba dispuesto a exponer lo aprendido. Sentí
que era el único niño que no me alegraba con el paro y no quería irme
de vacaciones, sino hacer nuevos amigos. ¿Qué pasaría con Don José
Ingenieros? Me negaba a dejarlo engavetado, preso en la soledad de
la biblioteca.

–¿Qué aprendiste del libro, mi amor? –me sorprendió Rebeca con la


pregunta mientras acomodaba otros textos en su escritorio. Me de-
tuve por un momento y se paralizó el tiempo al encontrarnos con las
miradas. Ella me dijo muy pausadamente, con la misma preocupación
de no verme en los próximos días: “¿Qué aprendiste del libro?”.

Tomé aire revuelto con libros viejos y saqué El Hombre Mediocre con la
nostalgia de no volverlo a tener en mis manos. Sabía que el préstamo
había llegado a su fin y temía quedarme solo nuevamente. Agarré mi
libreta de apuntes con el mismo amor que me profesaba el libro. Una
parte de él se quedaba impreso en las hojas amarillentas. Se habían
convertido en más que simples hojas.

–Hice un resumen de lo aprendido. Si usted gusta, puedo


leerlo –manifesté.

Rebeca con una reverencia se sentó sobre la punta del escritorio. Pro-
cedí a iniciar con un pequeño resumen que me había dictado la tarde
anterior Don José Ingenieros.

El libro habla de tres tipos de hombres –le dije.

Miré sus ojos una vez más, mientras su atención se concentraba ciento
por ciento en mí. Me llenó de fuerza y seguridad.

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RICHARD PALACIOS B.

–Sigue, no te detengas. ¡Dime lo que escribiste sin miedo!


–recalcó Rebeca.

–El hombre inferior, el hombre mediocre y el hombre idea-


lista.
–¿Cómo es el hombre inferior? –preguntó Rebeca.

El hombre inferior es un animal bellaco. Su ineptitud le


impide adaptarse al medio social en que vive. Su persona-
lidad no se desarrolla viviendo de la cultura dominante.
Copia de las personas que lo rodean una personalidad so-
cial perfectamente adaptada.

Rebeca me observó con mayor atención y colocó las hojas que tenía en
sus manos a un lado del escritorio.

–¡Sigue! –me dijo.

–El hombre mediocre es incapaz de usar su imaginación,


para concebir ideales que le propongan un futuro por el
cual luchar. De ahí que se vuelva sumiso a cualquier ruti-
na. El mediocre es dócil, maleable, ignorante, un ser vege-
tativo, carente de personalidad, contrario a la perfección.
No piensa con su cabeza. La sociedad lo hace por él. No
proyecta su propia sombra.

–¡Sigue, por favor! –me insistió Rebeca.

–El idealista es un hombre capaz de usar su imaginación


para concebir ideales legitimados sólo por la experiencia
y se propone a seguir quimeras, ideales de perfección muy
altos, en los cuales pone su fe, para cambiar el pasado
en favor del porvenir. Por eso está en continuo proceso
de transformación, que se ajusta a las variaciones de la

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MIS ZAPATOS ROTOS

realidad. Contribuye a la evolución social, por ser original


y único, puede distinguir entre lo mejor y lo peor; no entre
el más y el menos, como lo haría el mediocre.

Observé a Rebeca esperando algún comentario a favor o en contra.


Un enorme abrazo tumbó el cuaderno e hizo trastabillar a Don José,
que no había visto aparcado a mi lado, casi imperceptible, guardando
silencio con su sonrisa juguetona y tierna.

–¡¡¡Te felicito, nene!!! Has cumplido tu primera tarea de


las muchas que vas a cumplir por los años que vienen.
¡Eres merecedor de tu regalo sorpresa! –dijo ella.

No recordaba que me había prometido un regalo, así que me impresio-


né por lo que me decía.

–¡Soy mujer de palabra, así que espero que te guste y lo


disfrutes!

Quedé congelado. Nadie me había regalado nada. Sólo mi madre.

–¡Toma! –manifestó.

Una caja cubierta con papel blanco y una cinta roja que bordeaba sus
extremos estaba frente a mí. Sentí muchos nervios y un poco de ver-
güenza al saber que aquella dama tan dulce y amable no había recibi-
do de mi parte ni un beso. Me di cuenta que hasta el momento ella era
la única protagonista y yo transitaba como mero espectador.

–Toma, que nos van a dejar encerrados y tengo que ir con


mis compañeros a la plaza. Si quieres, lo abres ahora. –re-
plicó.

Me sentí nervioso, sin saber qué hacer.

51
RICHARD PALACIOS B.

–¡Ábrelo! Si no te gustan, te los cambio, porque no sé


cuándo te vuelva a ver.

Mis manos sudorosas no se atrevían a dañar el empaque perfecto que


contenía un secreto que no imaginaba.

–Ven y te ayudo. Yo creo que esa timidez tuya es genética


–recalcó.

Tomó el regalo, lo abrió por uno de sus bordes y descubrió una caja de
cartón. La destapó sin prisa y la puso frente a mis ojos que observaban
maravillados los impecables zapatos nuevos que reemplazarían los ya
delicados y en estado comatoso. Mis zapatos rotos parecían una lan-
cha bombardeada con granadas.

Los zapatos deportivos color negro, de cuero suave y suela elástica,


serían de ahí en adelante los referentes de las nuevas pisadas del joven
que se adentraba en un mundo interesante, pero también peligroso y
hostil.

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53
Capítulo 4

Nuevas páginas
“Entre más pequeñas son las pelotas, más billete tienen los hombres…”

Pasaron los años tan presurosos como la misma vida, empecinada en


seguir avanzando para envejecernos y ganar como siempre su carrera.
Dejé de ser tan inocente y sin darme cuenta ya estaba en décimo gra-
do. El horario de Rebeca había sido recortado para darle entrada a una
joven amiga del Alcalde, que se encargaría de atender mi laboratorio
de ciencias por las mañanas. La necesidad de Rebeca de mantener su
trabajo me obligó a cambiar de jornada para no perder mi adicción por
la lectura, que me tenía atrapado en un maravilloso mundo llamado
“imaginación”.

Ya no sólo tenía como amigo a Don José Ingenieros; aparecieron per-


sonajes tan influyentes, convincentes y, a la vez, tan extraños que me
mantuvieron ocupado la mayor parte del tiempo resolviendo pregun-
tas de la vida, el universo y hasta del mismo Dios.

El Principito, El Extranjero, Juan Salvador Gaviota, Sancho Panza, el in-


genioso Hidalgo, y hasta Santiago Nasar se levantaron de la tumba a
debatir temas candentes, que originaron gran des tertulias debajo de
las matas de algodón en el Río Cesar y hasta cazando iguanas en las
copas de los árboles.

No me sentía retraído e ignorado por mis compañeros. De hecho, yo


los ignoraba a ellos, prefería la presencia de mis amigos y contradicto-
res difusos que posaban día y noche en la terraza de mi imaginación.
Para ese tiempo y gracias a los discursos lanzados en los actos cívi-
cos, me convertí en el centro de atención de la rectora, que escuchaba
los relatos de personajes famosos. Hablaba con tanta elocuencia que
arrancaba lágrimas y sollozos del auditorio. No sólo me abastecía de la
biblioteca que había servido como punto de partida, sino que además
estaba pendiente de viejas revistas y periódicos que encontraba en las
calles.

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RICHARD PALACIOS B.

Mi madre me preguntaba en mis cumpleaños qué quería como regalo


y yo le respondía lo mismo: un libro. Coleccioné, gracias a mi mamá,
libros de García Márquez por pedidos que le hacía a Jaime Abello, un
periodista que luego se convertiría en mano derecha del Nobel colom-
biano. Por suerte o por cosas del destino, mi madre trabajó en su casa
y recibía las obras macondianas que me mantuvieron despierto por su
maravilloso mundo imaginario.

Me convertí, sin darme cuenta, en un obsesivo lector y hablaba sin


vacilaciones. Me atrevía a improvisar discursos a pedido de los profe-
sores acerca de cualquier tema. Muchos de los alumnos de grados su-
periores me imploraban que les enseñara a hablar bien delante de un
auditorio. Pero no fueron los libros de la biblioteca del colegio que me
dieron esa formación para expresarme en público. En unas vacaciones
mi madre me invitó a Barranquilla a pasar unos días donde un familiar
que cuidaba una casa de campo en un club campestre. Cuando ingresé
al condominio, me maravillé por el armonioso pasto verde cortado y
pulido, y por la uniformidad de un inmenso estadio de fútbol, donde
los ricos de la ciudad jugaban golf.

Mi primo Carlos Peralta, responsable de la nueva aventura, me dijo


con voz suave, pero estable: “Primo, entre más pequeñas las pelotas,
más billete tienen”. Se refería al golf, considerado un deporte para la
élite y no para personas del común, como yo, que a duras penas jugaba
fútbol en la cancha polvorienta de mi pueblo. Ni siquiera la inmensa
piscina, ni las grandes cantidades de comida en el casino me sedujeron
tanto como aquel libro que aún conservo en mi memoria, grabado en
piedra con el cincel de la pasión.

Esa mañana mi primo, quien cuidaba la cabaña de José Jorge Dangond,


me mostró con cuidado cada uno de sus lugares. Un gran piano se pa-
voneaba en una de sus salas. La terraza y sus pastos verdes invitaban a
la quietud y meditación, y al fondo, lo inimaginable. Una gran variedad
de libros organizados sigilosamente en forma perfecta, que me hicie-

55
MIS ZAPATOS ROTOS

ron olvidar al instante que estaba de visita, así que me creí el mismísi-
mo José Jorge, con la autoridad de escoger cualquiera que se me anto-
jase. Miré cuidadosamente sus títulos con la misma pasión con que lo
hacía en el colegio y me topé de frente con ese gran color naranja lleno
de vida. Lo elegí de inmediato, como amor a primera vista.

¿Puedes prestarme este libro? –pregunté a mi primo.

–Tantas vainas bacanas que hay aquí y, ¿te vas a poner es


a leer un libro? ¡Mandas huevo! –remató.

–Lo primero que debes conocer de un libro es su título.


Con el título sabes si puede ser bueno o malo –me dijo
Rebeca, años atrás.

Aquel libro me robó la atención: Cómo hablar bien en pú-


blico e influir en los hombres de negocios.

Aunque había leído varios, no dominaba el arte de hablar abiertamen-


te sin que me generara temor. Aún conservaba intactos mis nervios y
la falta de confianza se asomaba de vez en cuando, como buscando el
café cada mañana. Cómo hablar bien en público parecía, de momento,
el complemento de mis compañeros que no habían logrado vencer los
temores del joven solitario y alocado.

Comencé de inmediato la travesía al nuevo lago de conocimiento fren-


te al campo de golf, con el mismo arrebato y atención con que devora-
ba los libros que me hicieran frente.

Me asombraron de inmediato las vicisitudes que había soportado el


autor para salir adelante, como recorrer kilómetros para educarse. Por
un momento y sin darme cuenta, lo comparé conmigo mismo. Cada
capítulo era resumido de forma impecable. Esa primera porción me
enseñaba cuatro cosas que hasta el momento ignoraba.

56
RICHARD PALACIOS B.

Al instante y como un llamado del más allá, apareció de entre los ár-
boles un visitante con vestidos impecables. Su cabello blanco y sedoso
subía y bajaba como mareas tranquilas del Caribe. Sus lentes brillaban
como dos bolas de cristal que cubrían los ojos penetrantes y furtivos
de aquel personaje.

–¿Cómo estás? –preguntó aquel forastero inesperado–.


Soy Carnegie. Me place que leas mi libro y te pueda servir
de ayuda para que puedas hablar en público –remató.

Su presencia no generaba ningún temor. Por el contrario, ya me había


familiarizado con los personajes que aparecían de la nada dándome
sermones y hasta regaños por interpretar mal sus ideas. En una opor-
tunidad, se apareció Santiago Nasar con tanta rabia que me pidió agó-
nicamente con las tripas en la mano que dijera públicamente que él no
había violado a Ángela Vicario.

–¡No es justo que, después de muerto, piensen que soy un


violador! Nunca toqué a esa muchacha – me gritaba el
fantasma moribundo.

Detrás de él, dos jóvenes le pedían disculpas por la tragedia. Se trata-


ba de los hermanos Vicario que buscaban el perdón por lo que ya no
podían remediar con dos cuchillos envueltos en periódico metidos en
la pretina. Cada vez que retomaba la lectura de Crónica de una muerte
anunciada, se formaba la misma discusión y me hacían pedidos para
aclarar la conducta de su personaje central.

–¡Habla con Gabo! –le dije en más de una ocasión.

Pero regresaban indicando que el Nobel permanecía enredado en


otros asuntos. Después de largo rato de hablar con Dale Carnegie,
quien me confesó que podía hablar en cualquier idioma al que tra-
ducen sus libros, me resumió punto por punto cómo debía ganar la
confianza en mí mismo:

57
MIS ZAPATOS ROTOS

–Debes comenzar a preparar un discurso con “deseo vivo


y tenaz”. Tienes que alejar la pereza mental y física, y
concentrarte en lo que estás haciendo, volviéndolo par-
te de tu vida –manifestó el maestro–. En segundo lugar,
debes preparar el tema, proceder con confianza y prac-
ticar, practicar, practicar. El arte de hablar en público es
una ciencia en lo que nada sale bien si previamente no
se calcula y meditame explicó con paciencia–. Cuando un
orador tiene un mensaje en su mente y en su corazón, tie-
ne pocas probabilidades de fracasar. La verdadera prepa-
ración consiste en extraer algo de nosotros mismos, re-
unir y fomentar nuestros propios pensamientos –recalcó
con la misma seguridad de Don José Ingenieros, que hasta
parecían hermanos–. Debes elegir el tema. Elegir un título
y tener siempre material de reserva –agregó.

Cada punto expuesto era explicado con la misma paciencia con que se
movía.

–Debes equipar tu memoria, para que seas un buen ora-


dor. Debes aprender a administrar tu inteligencia –me dijo
en un momento en el cual una pelota de golf nos arrebató
la concentración y casi perfora su cabeza.

–¡Qué pena con usted, maestro! –le dije fingiendo ver-


güenza.

En realidad estaba muerto de la risa, al ver cómo su movimiento pasivo


se convirtió en un rayo al esquivar la pequeña esfera que parecía un
arma ultrasónica.

–¡No te preocupes! Ya estoy acostumbrado a lidiar con


José Jorge que devuelve las pelotas como si fuera un gran-
des ligas –respondió.

58
RICHARD PALACIOS B.

–“Impresión”. Debes tener en cuenta la impresión, es de-


cir, grabar en tu memoria lo que deseas aprender, como
Dios imprimió sus leyes en piedra y Moisés las transmitió.
Si edificas sobre roca y no sobre arena, lo que aprendes
será muy difícil de borrar. “Repetición”. Es la segunda nor-
ma de la memoria. Debes repetir lo que deseas apren-
der. Graba tus discursos y luego escúchalos, tantas veces
cuantas sea posible. Déjalos por un rato y luego vuelve a
ellos con el mismo apasionamiento. Y por último, “asocia-
ción”. Debes asociar tu discurso con figuras y así será más
fácil de recordar.

–¿Y cómo se hace eso? ¡Deme un ejemplo, por favor! –le


manifesté al maestro, quien me observó fijamente.

–“Ama a Jehová tu Dios con toda tu alma con toda tu fuer-


za, con todo tu corazón” dice Marcos, 12:30 –manifestó
Carnegie–. ¿Cómo puedes recordar ese pasaje y nunca ol-
vidarlo y además asociarlo con una figura que permanez-
ca por el tiempo? –puntualizó–. “Imagínate a un amigo
llamado Marcos.

Debajo de un inclemente sol a las 12:30 del mediodía,


sudado, esperando que el semáforo cambie. Graba esa
imagen de tu amigo en tu mente de tal forma que nunca
la puedas olvidar. Ese es el evangelio. A las 12:30 es el
capítulo y versículo –remató.

–¡¡¡Guaoo!!! ¡Gracias, maestro! ¡Qué gran ejercicio para


la memoria!

Los siguientes días gané tanta confianza con Dale Carnegie, que ha-
cíamos largas caminatas por los campos de golf, recogiendo peloticas
perdidas en una mochila y discutiendo el arte de hablar en público.

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MIS ZAPATOS ROTOS

Para cuando llevaba dos semanas en el club, había aprendido cómo


iniciar un discurso, cómo ganar la atención, evitar que el auditorio se
duerma, y cómo terminar. Algo que me generó más confianza de Don
Carnegie fue que puso como ejemplo a Jesús como un orador impeca-
ble y sereno, capaz de causar arrebatamiento y dominar a las masas
con su verbo.

–Hasta el mismo Cristo, se preparó por treinta años y luego estuvo


apartado en el desierto por largos cuarenta días. No conforme con eso,
oraba largas horas. Eso se llama preparación –recalcó–. No entiendo
cómo oradores tratan de preparar sus discursos 30 minutos antes. A
eso le llamo improvisación.

Para cuando regresé al colegio, ya tenía varios discursos preparados


con tanto tino que me atreví a abordar a la rectora en su oficina y
pedirle en persona me permitiera hablar en público en el acto cívico
de bienvenida a clases. Hice uso de la palabra en el patio central. Mi
intervención fue tan elocuente que permanecí de pie media hora sali-
do del libreto inicial arrebatando aplausos de los alumnos y profesores
que me bautizaron como “El Parlamento”. Hablaba tanto después de
leer el libro de Carnegie, que muchas veces paraba al saber que mis
compañeros no me miraban con admiración, sino con rabia y envidia
al ver que no podían ser tan elocuentes.

Muchos alumnos me hacían ronda en recreo para que les escribiera


las cartas de amor, que ellos eran incapaces de redactar a las pasiones
juveniles de la secundaria. Un amigo de San Diego me pidió que le
redactara una carta para la única indígena de origen Ecuatoriano que
estudiaba en el colegio. Blanca Guamán no parecía india; su cabello
hermoso y su astucia contrastaban con la timidez de nuestros aboríge-
nes. La carta se perdió en manos extrañas y ella aún busca al supuesto
autor afanosamente entre amigos y en internet daba clases de orato-
ria a mis amigos más cercanos para que mejoraran sus encantos de
conquista y en algún momento llegué a esconderme en los rincones
de la biblioteca tratando de resolver las ecuaciones matemáticas del

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RICHARD PALACIOS B.

profesor Juancho. Era la única enfermedad para la cual no había conse-


guido antídoto posible para poder entenderla. Los mismos profesores
intercedieron por mí para no perder la materia al ver que era un joven
sobresaliente en las demás asignaturas.

–No te preocupes, que lo elemental es sumar, restar y multiplicar. Lo


demás es pura paja –me dijo Juancho al llevarle un par de gallinas crio-
llas que se soltaron en pleno patio del colegio el mismo día del examen
final.

Fue tan graciosa la noticia que la misma rectora se apartó de su seve-


ridad y moría de la risa, al vernos correr detrás del sancocho que tenía
organizado para el próximo fin de semana.

–¡Qué boleteada tan hp! –dijo el profesor, tratando de alcanzar una


gallina en el patio central.

Fabián Cotes recibía clases de oratoria. Se sentaba en el último lugar


para evitar ser llamado al frente. Un día el profesor dijo: “Fabián Cotes,
pase al frente”. Y el mismo Fabián respondió:

–Profe, no vino. Tiene la abuelita muy grave.

–Entonces pase usted y responda por él –contraatacó el profesor.

Juan Carlos Castilla era un joven prudente y reservado, que no había


tenido el entrenamiento en la biblioteca, pero al que le sobraban las
ganas por absorber buenos hábitos, a como diera lugar. Una tarde en
la que mi tía me insultó severamente al encontrarme en la puerta de
un billar, resolví molesto marcharme de su casa. Tomé un saco de lona
que hacía las veces de maleta y salí sin rumbo por la carretera central,
resuelto a regresarme al pueblo. Juan Carlos, apodado en San Diego
“El Paro”, me encontró esperando un aventón en el estadero “Baja
Suave”.

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MIS ZAPATOS ROTOS

Todos tenían apodo en el pueblo. A mí me llamaban “El Pelú” por mi


cabellera frondosa en los primeros años de colegio, que hizo desapa-
recer la rectora con sus ataques de disciplina. El médico que prestaba
servicios en el centro de salud, comentó orgulloso: “Soy el único que
no tiene apodo en este pueblo”. De inmediato lo pusieron: “El Único”.
Un pobre muchacho de apariencia tranquila y solitaria se sentaba to-
dos los días a las seis de la tarde frente a la iglesia, miraba su reloj per-
manentemente como esperando las campanadas. Por eso le pusieron
“El clock, clock”.

Juan Carlos, al igual que mis compañeros, me decía “Grammár” so-


brenombre que me gané en una clase de inglés. Cuando necesitaba
alguna ayuda académica me decía “Parlamento”.

–¿Grámmar, para dónde vas a esta hora? –preguntó el


Paro–.

–Mi llave, me regreso al pueblo. No tengo dónde quedar-


me –respondí.

–¡Tú eres pendejo! Lo que hay es cuarto desocupado en la


casa. Te puedes quedar. Te necesito para ganar el año, que
lo tengo embolata’o –manifestó.

Lo que ignoraba es que Juan Carlos y su familia se convertirían en un


referente de buenas costumbres y disciplina para los tiempos venide-
ros.

–¡Una sola condición para que vivas en mi casa, Grám-


mar! –me dijo El Paro mirándome a los ojos.

–¡Dime!

–¡Por favor, no te vayas a enredar con mis hermanas!

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RICHARD PALACIOS B.

Me lo advirtió con tanta pausa que no dudé ni un instante en


lo que sería capaz de hacer, si violentaba el acuerdo.

Me instalé en su casa con la misma precaución y respeto como lo hacía


siempre en cualquier lugar. El Paro al cabo del tiempo no me miraba
como amigo, sino como un hermano. Llegamos a compartir los calzon-
cillos y las novias imaginarias que se me ocurrían de los libros de García
Márquez y Corín Tellado. Le dije una vez que hablaba con los libros, con
tanta naturalidad como lo hacía con él y me creyó loco.

–Grammár, ¡te falta un tornillo!

–¡Ya estás! ¡Ni el primo “Sasa”, que se ha sollado!


¡Cógela suave y no leas tanto! –me advirtió.

El “Sasa” caminaba dormido, era sonámbulo. El día que lo llevaron a


psiquiatría me dijo:

“¡Terminé dándole consejos a la psiquiatra! ¡Cómo te parece!”.

Quise presentarle a Don Albert Camus o a El Principito, y hasta llamé a


Homero, pero nunca llegaban en presencia del Paro.

Me advirtió Don José Ingenieros:

“¡No hacemos presencia fácilmente y menos si no son lectores!”.

Doña Yolanda, la madre del Paro, colocó en una mesita de noche al


lado de las hamacas una Biblia voluminosa con letras grandes. Las pri-
meras hojas del Génesis y sus bordes estaban desgarradas por los ra-
tones.

Cuando llegamos del colegio nos sirvió la cena y con unas palabras
cortas nos dijo: “Espero que también lean la Biblia”. La señora Yolan-

63
MIS ZAPATOS ROTOS

da era como el Paro, pero reservada. Hablaba poco, pero sus palabras
sonaban como pedidos de estricto cumplimiento. Guardamos silencio
mientras devoramos el pedazo de yuca con pescado que había traído
el día anterior del pueblo.

Me instalé psicológicamente en el pedido de Doña Yolanda; al fin y al


cabo quería complacerla de cualquier manera para terminar el año y
no devolverme para el monte.

–Mi mamá siempre ha sido muy religiosa y quiere que


lea la Biblia, pero nunca le he parado bolas –manifestó
el Paro.

Le interesaba más una pelota de fútbol que manejaba con destreza y


con la que hacía maravillas en los juegos inter cursos. Esa noche des-
pués de comer me senté en la terraza a contemplar a una hermosa
jovencita que entraba y salía de la casona de enfrente. Nos separaba
un gran patio lleno de maleza que pertenecía a la desmotadora donde
se procesaba el algodón. La silueta de su figura me bastaba para per-
manecer horas esperando su entrada y salida de la casa. De pronto,
una gran carcajada se escuchó debajo de un frondoso árbol en el patio
que alimentaba la oscuridad.

–¿Quién es? –pregunté.

–¡No temas, que si no fui capaz de matar a Juvenal Urbi-


no, no creo que mate a nadie a estas alturas! –contestó el
visitante.

De inmediato lo relacioné y pronuncié su nombre: “¡Don Florentino


Ariza!”.

Era hijo de Pio Quinto, empresario de la compañía fluvial del Caribe.


Florentino usaba lentes porque padecía miopía, y su vestimenta era

64
RICHARD PALACIOS B.

muy sombría y lo hacía parecer más viejo de lo que era, pero esa noche
sus lentes colgaban de su cuello. Así esquivó una piedra en la oscuri-
dad con la misma sagacidad de un leopardo.

–¡No te asombres que lo que no pudo curar García Már-


quez, lo curó la muerte! Ahora veo mejor en la oscuridad
–me respondió.

Lo había llamado con el pensamiento. Le encantaba escribir y leer poe-


mas de amor. Estaba locamente enamorado de Fermina Daza; hasta le
prometió su fidelidad cuando era joven y mantenerse virgen para ella.
Florentino Ariza se sentó a mi lado, con una sobrecarga de energía.
Sentí un corrientazo que se detuvo en mi corazón.

–Te vine a pedir que me ayudes a escribir una carta de


amor para Fermina. Se ha molestado conmigo al enterar-
se de que no llegué virgen a su lecho –me dijo.

–¿Cómo? ¡Pero si yo le he llamado para que usted me ayu-


de a conquistar la vecina! –respondí.

Pasamos horas platicando de los amores y sus desventuras. Me precisó


que seguía enamorado de Fermina Daza y la buscaba por todas partes
en el Caribe, cuando se escapaba de su barco en el Río Magdalena,
apestado de muertos por el cólera. Creía que podía hablar a cualquier
persona sin temores, pero estaba equivocado. A aquellas lindas jóve-
nes que me atraían en el colegio no era capaz de abordarlas con la
misma naturalidad con que escribía cartas de amor a mis compañeros.

–El discurso más difícil es aquel que tiene que salir del co-
razón –me dijo Don Florentino.

–Lo único que te sugiero es que no te enamores de una


mujer casada. Esa vaina enloquece –me advirtió, no sin

65
MIS ZAPATOS ROTOS

antes darme un paquete de cartas de amor que me servi-


rían para mejorar las conquistas venideras.

–Las cartas que te dejo son todas las que escribí y nunca
envié a Fermina. Las deseché por no encontrarlas perfec-
tas, pero después de tantos años he querido regalarlas.
Espero que te sirvan no sólo para conquistar, sino para
aprender a amarte a ti mismo.

El paquete imaginario se adhirió al libro que estaba por culminar. Vo-


laron en un solo sentido como sedientas de amor y paz. Aquella gran
obra que me había prestado Rebeca, El Amor En Los Tiempos Del Có-
lera, se abrió inmediatamente y recibió con gran cariño las cartas de
Florentino, quien se fue borrando entre los algodones prendidos en
los alambres de la vieja desmotadora que estaba frente a la casona
donde vivía.

A punto de cumplir dieciséis años, ya parecía de veinte, espigado como


un semental y libre de culpas, dispuesto a seguir bailoteando en la
trinchera de la vida. Mi mente comenzaba a preguntarse cosas que la
humanidad entera siempre ha vacilado en responder. Cada libro o per-
sonaje que se cruzaba por mi camino tenía versiones diferentes sobre
mis interrogantes El origen de la vida causaba gran impacto. No sabía
a quién creerle, si a las clases de historia y a la evolución del mono, o a
la creación del mundo por parte de Dios.

Después de leer y releer tantos libros, aún había algo que no podía
llenar. La sed de conocimiento se había convertido en un enjambre
de preguntas sin respuestas de tipo espiritual y material. La Biblia de
Doña Yolanda permaneció por días en la mesita sin ser tocada.

Esa tarde en la biblioteca le pregunté a Rebeca: “¿Por qué nunca me


has dado a leer una Biblia?”.

66
RICHARD PALACIOS B.

Ella me miró sorprendida y se sentó sobre la silla detrás del escritorio,


con un peso que evidenció su desnudez interior. Tomó sus manos y
las puso sobre su rostro colocando una barrera que no me permitía
observar sus ojos. Hubo un silencio que tardó varios segundos, hasta
cuando ella pudo reincorporar su cuerpo que había permanecido des-
compuesto por una pregunta que, supuse, no alteraría la ya llamada
literatura universal a la cual había sido expuesto por ella misma.

–¡Disculpa! Tienes toda la razón. No te he sugerido leer la


Biblia porque he estado en rebeldía con Dios, desde que
murió mi madre y mi hijo.

Un gran sollozo desvertebró la quietud de los libros y varios de los


personajes que me acompañaban constantemente se percataron de
la vulnerabilidad de aquella mujer que quería con una intensidad in-
descriptible. Ignoraba que Rebeca hubiese perdido sus seres queridos
y me sentía tan triste como ella. Su llanto se incrementó y la dama de
hierro parecía de papel, mientras revoloteaban personajes de un lado
a otro tratando de hacer algo por aquella mujer que nos había dado un
espacio para no sentirnos muertos en los últimos años.

–¡Era una devota lectora de la Biblia! –dijo sollozando–.


Aquel accidente rompió mi vida y me hace mucha falta
mi hijo y mami. No sólo era mi madre, también mi única
amiga.

Siguió sumergida entre lágrimas que evidenciaron su estado de inde-


fensión absoluta. Por primera vez me sentía capaz de hacer algo por
Rebeca y me atreví a materializar lo que había leído en varios libros de
amor. Me acerqué al escritorio y le imprimí un abrazo lleno del afecto
que también necesitaba. Nos zambullimos entonces en un charco de
lágrimas saladas que nos alcanzó para tomar pequeños sorbos que se
deslizaron por los labios sin control. Una vez incorporada, Rebeca me
contó parte de su sufrimiento: cómo un camión cargado de gasolina

67
MIS ZAPATOS ROTOS

de contrabando había arrollado a sus seres queridos una mañana de


abril, cuando su mamá recogía a su hijo en el jardín infantil y trataron
de cruzar la carretera principal. Los dos fallecieron al instante. Ella te-
nía un gran resentimiento con Dios. Su comportamiento insinuaba una
traición del creador, con una persona que, según ella, le había sido
leal. No refuté su actitud. Carecía de todos los elementos de juicio para
responder a sus interrogantes y sentí que debía buscar respuestas in-
mediatas para mitigar el dolor de Rebeca. Una vez llegué a mi cuar-
to, tomé la Biblia por sus bordes pellizcados de ratones y me instalé
buscando algún personaje que apareciera para preguntar por qué Dios
había permitido tanto dolor con ella. Tenía una gran incógnita que me
hacía permanentemente y que sembró el profesor de Historia al expli-
carnos el origen de la vida, sus eras geológicas y la evolución del mono
hasta llegar al Homo Sapiens u hombre actual. Pero más que ese inte-
rrogante me surgía una pregunta: ¿Existe Dios?

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69
Capítulo 5

El Buen Pastor
“En lugares de delicados pastos te haré descansar… te guiaré por sen-
das de justicia y aunque andes en valles de sombras no temerás mal
alguno”. Salmo 23

Asumí una postura muy severa y me adentré a leer la Biblia buscando


respuestas, con tanta ansiedad que necesitaba soluciones inmediatas
para ayudar a Rebeca que se ahogaba en su dolor y fingía estar viva,
aunque la realidad interior decía otra cosa.

Leí la nota introductoria con su prefacio para no perder detalles y para


que apareciera lo antes posible Dios o un enviado a discutir preguntas
sin respuestas que ya me habían formulado decenas de libros que es-
peraban resolver también sus propios interrogantes. Encontré que el
término Biblia proviene de una palabra griega que significa ‘libros’ y
consta de dos colecciones, el Antiguo y el Nuevo Testamento. La pala-
bra testamento significa ‘pacto’ o ‘convenio’ y se refiere a la promesa
de Dios al bendecir a su pueblo. El Antiguo Testamento habla sobre
las grandes obras de Dios para los judíos y fue tomado como modelo
para el resto del mundo, y habla de la promesa de enviar a un “Mesías”
para libertar la humanidad. El Nuevo Testamento es una continuación
y nos revela la llegada y la vida del “Mesías” y su gran significado para
salvarnos del pecado.

Me pareció un tanto novelesca la historia de Adán y Eva y relacioné


como improbable crear el mundo en tan poco tiempo con tanta per-
fección, así que me llené de interrogantes. Pasaron días y el personaje
que tanto deseaba no aparecía con la misma facilidad con que iban y
venían los demás conocidos de libros famosos en todo el mundo, los
cuales me acompañaban permanentemente y le dieron vida a la biblio-
teca con sus teorías evolutivas, de amor, de sexo y guerras sin sentido
bajo discusiones fervorosas.

70
MIS ZAPATOS ROTOS

Prendido de un sueño después de leer largamente el Antiguo Testa-


mento con tanta intensidad, no supe cómo quedé rendido. Entonces
me enteré de que estaba sobre una colección de treinta y nueve libros,
escritos por diferentes autores, principalmente en hebreo, el idioma
del antiguo Israel, y unas partes en arameo, el idioma oficial del impe-
rio babilónico en un periodo de 3 500 años. El Antiguo Testamento se
divide en tres secciones principales: La Ley, los Profetas y los Escritos
Sagrados. La ley contiene los cinco libros llamados los libros de Moisés:
Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. El libro de Génesis
habla de la creación del Mundo, el primer hombre y la primera mujer,
y su primer pecado contra Dios. Y afirma que el pueblo de Israel fue
elegido por Dios para un propósito especial.

Había pasado una semana, pero sin tener respuesta, y mucho menos
Dios se reveló tal como lo hacía con Abraham, descrito como el padre
de la fe. Dios hizo un pacto con este hombre y prometió convertirlo en
padre de una gran nación y darle a él y a sus descendientes la tierra de
Canaán. Dios le dijo a Abraham que abandonara su casa entre los he-
breos de Mesopotamia y lo guio a Canaán (también llamada Palestina),
la tierra prometida. Abraham tuvo un hijo a quien llamó Isaac y este,
a su vez, tuvo a Jacob quien fue llamado Israel, quien tuvo doce hijos y
una hija. La familia se convirtió en la nación de Israel y a ella se refiere
como las doce tribus. Encontré una historia fascinante de un joven lla-
mado José y como fue vendido por sus propios hermanos. Se convirtió
en un alto funcionario en Egipto gracias a su don para revelar sueños.
La época era difícil, así que José perdonó a sus hermanos y trasladó
a su familia a Egipto, donde había comida en abundancia gracias a la
sabiduría de este joven que pasó de ser esclavo a ocupar el segundo
mayor cargo después del faraón. Los hebreos se convertirían en una
pequeña nación gobernada por otra nación.

Sumido entonces en un profundo sueño me encontré sobre la orilla de


un riachuelo con un pequeño nailon, tratando de pescar sobre unas
aguas revueltas. Los pescados que había en una canasta eran muy

71
RICHARD PALACIOS B.

pequeños y notaba gran escasez alrededor. De pronto y en el mismo


sueño apareció un ángel, con ropas impecables, mucho más radiante
y saludable que los personajes y amigos de los libros. Su apariencia
tranquila y sabia me invitó de tajo a contemplar la presencia de aquel
visitante inesperado. Se sentó con autoridad sobre una piedra lisa que
estaba a mi lado, como esperando a que su propietario hiciera uso de
ella.

–¿Cómo estás? –saludó el visitante–. Supe que has estado


esperando por días para hablar conmigo. Sin embargo, no
es en tu tiempo, es en mi tiempo cuando entrego respues-
tas.

–¿Quién eres? –pregunté, un tanto confundido.

–Soy El Buen Pastor. A mi lado nada te faltará y en luga-


res de delicados pastos te haré descansar y so bre aguas
de reposo te pastorearé –estas palabras eran del salmo
23–.¡Yo soy el que soy!

Entendí que era el ángel de Dios o Dios mismo.

Una gran luz iluminó su rostro y las aguas del riachuelo que hacía un
momento estaban turbias se volvieron cristalinas; veía los peces de di-
ferentes colores y tamaños revolotear y alegrar las corrientes diáfanas
del lugar. La naturaleza insípida y sobria cambió por inmensas flores,
sobrecargadas de mariposas y abejas que danzaban con un zumbido
de armonía capturando su polen. Tomó el canasto con los pequeños
peces y los arrojó al agua; y ellos recobraron vida al instante y saltaban
sobre el manantial. De repente, el canasto estaba lleno de peces gran-
des y limpios. Sentí la necesidad de reverenciar aquel ángel, inclinando
mi cabeza. Caí en el suelo delante de su presencia. Me tomó por los
hombros y me levantó con tanto amor que hubiese preferido quedar-
me toda mi vida repitiendo aquel instante. Me sentó sobre la piedra
que estaba debajo y prosiguió.

72
MIS ZAPATOS ROTOS

–¿Qué deseas de mí? –preguntó.

–¡Tengo muchas preguntas! ¿Por qué Dios permitió que


Rebeca perdiera a su madre y a su pequeño hijo?

Lo miré fijamente, tratando de incomodar con un interrogante que,


para mí, no tenía explicación.

–¿Por qué suceden cosas malas a la gente buena?

–¡Esa debe ser la pregunta correcta! –precisó el ángel–.


Dios es eterno, infinito, omnisciente, omnipotente. ¡Los
hombres no! Dios le permitió a Satanás hacer todo lo que
él quería a Job, excepto matarlo. ¿Cuál fue la reacción de
Job? “He aquí, aunque él me matare, en él esperaré. Jeho-
vá dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”
–dijo citando ahora Job 1:21–. Job no comprendía por qué
Dios había permitido las cosas que le sucedían, pero sabía
que Dios era bueno y por lo tanto continuó confiando en
Él –concluyó el Ángel.

Quedé pensando en lo que me decía y cuando estaba a punto de ha-


blar, tratando de refutar lo que afirmaba, su mirada se posó sobre la
mía y con una inmensa sonrisa cargada de paciencia y gran dominio
me dijo:

“Dios es bueno, justo, amoroso y misericordioso. Con frecuencia ocu-


rren cosas que el hombre no puede comprender. Sin embargo, en vez
de dudar de la bondad de Dios, nuestra reacción debe ser de confianza
en Él”. Prosiguió suavemente y me dijo con su mirada fija:

“Fíate de Jehová con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia pru-


dencia. Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas”
(Proverbios. 3:5–6).

73
RICHARD PALACIOS B.

De repente desperté y mis lágrimas corrían por mis mejillas al ser abor-
dado por aquella visita inesperada. Entendí que, más que un Ángel, era
el mismo Jesús al revelarse como El Buen Pastor.

Quedé muy tocado por aquel diálogo, de modo que sus palabras re-
tumbaban en mis oídos cargando aquel momento por días, analizan-
do sus palabras y meditando en ellas. “Reconocer a Jehová en todos
nuestros caminos, y él enderezará nuestras veredas”. Es como aceptar
la voluntad de Dios sin cuestionar su decisión, sin importar si creemos
que tal situación nos golpea duramente. “El ser humano me dio a en-
tender que Jesús es limitado, así que no podemos predecir el futuro y
somos muy malos recordando el pasado, por lo cual lo más prudente
es confiar nuestros caminos a Dios Todopoderoso y él enderezará las
situaciones adversas”.

Rebeca estaba llena de soberbia y mucha rabia, y hasta que no confia-


ra plenamente en Dios, su carga se haría pesada aunque no pudiese
entender plenamente por qué había permitido Dios la muerte de sus
seres queridos. Conté a Rebeca todo lo que me había pasado, sin ocul-
tar detalles y hasta escribí en mi libreta voluminosa de apuntes cada
palabra expresada por Jesús. Se habían convertido mis archivos en un
apéndice de mi cuerpo y cuidaba como león a sus cachorros.

–No puedo creer lo que me dices. Yo todos los días le pido


a Dios que me hable para que me explique tanto sufri-
miento sin razón, pero no aparece y creo que te ha utiliza-
do a ti para hablarme –dijo Rebeca–. ¿Qué más te dijo, mi
amor? ¡Cuéntame, por favor!

–Jesús me dijo que debes confiar en él sin importar lo que


ocurra, que debes reconocerlo en todos tus caminos y él
enderezará tus veredas.

74
MIS ZAPATOS ROTOS

Rebeca se desplomó en mis brazos delgados. Saqué músculos imagi-


narios para soportar el peso de su cuerpo y sus remordimientos que
habían destruido su confianza en Dios. No pronunció palabra alguna
sobre el tema y una sonrisa se posó en sus labios rojos, de modo que
se vio más natural y atractiva. La encontraba cantando y hasta llevó
una grabadora con una bolsa de casetes para escuchar música vallena-
ta. Mis palabras dichas con tanta seguridad la levantaron de la cisterna
del dolor y la colocaron sobre la superficie llamada “tranquilidad”.

Los demás personajes y amigos de los libros que posaban a mi alre-


dedor se aglutinaron al día siguiente sobre el camino que me llevaba
al pueblo. Parecían una columna de gansos, uno detrás del otro. Me
detuve a contemplar los sembrados de algodón que yacían alrededor.
Dos inmensas mantas blancas detallaban la hermosura de los campos
con su color perfecto. El viejo camino de herradura dividía las siluetas
trazadas por las motas encrespadas en la cacota sobre las matas ver-
des del mismo tamaño.

–La construcción del universo… ¿crees que pueda ser obra de Dios?–
pregunté a Don José Ingenieros, que estaba contemplando el horizonte
con la misma dedicación de siempre.

–El hombre es un animal que evoluciona en las más re-


cientes edades geológicas del planeta; no fue perfecto en
su origen, ni consiste su perfección en volver a las formas
ancestrales, surgidas de la animalidad simiesca. De no
creerlo así, renovaríamos las divertidísimas leyendas del
ángel caído, del árbol del bien y del mal, de la tentadora
serpiente, de la manzana aceptada por Adán y del paraíso
perdido –indicó Don José–. Sin embargo sería interesante
escuchar a tu nuevo personaje para que nos explique a
todos cómo fue que creó el mundo en 7 días y si es el gran
arquitecto del universo. Los ignorantes también tenemos
algo que decir, malo o bueno, pero en fin, ideales.

75
RICHARD PALACIOS B.

Y eso nos distingue de los animales en la escala razonable


de la vida –recalcó.

Sobre las líneas blancas de algodón, algo más puro y resplandeciente


se acercaba; el cantar de los canarios, toches, azulejos y hasta golon-
drinas anunciaron la llegada de algo especial por la sinfonía en sus can-
tares armónicos. Juan Salvador Gaviota revoloteó y se lanzó sobre el
algodonal con un vuelo superior a los demás pájaros y se elevó tan alto
que no pudimos observarlo. De pronto, un gran zumbido como abejas
reveló cómo caía en picada Juan Salvador y se detuvo en seco justo
encima de la cabeza del visitante misterioso.

–Eres libre de volar, cantar, y de interactuar con nosotros


–le dijo al visitante.

Es El Buen Pastor. Siempre he querido hablar con él, pero


guarda silencio, queriendo ser más elocuente que las pa-
labras. Espero que ahora pueda despejar algunas dudas
que rondan mi cabeza – me advirtió el Extranjero.

El Extranjero era el mismísimo Don Albert Camus, novelista, drama-


turgo y ensayista francés, quien además se había convertido en uno
de mis amigos cercanos y consejero permanente. No creía en Dios por
razones estrictamente personales. Nació en Mondovi, actualmente
Drean, (Argelia). Hijo de colonos, quedó huérfano de padre antes de
cumplir los 3 años, de la misma edad en que el mío dejó a la vieja Elsa
para irse a Venezuela, donde se quedó atrapado con nuevos amores.

El Extranjero, como lo llamábamos todos, tuvo ausencia de libros y re-


vistas. Gracias a una beca otorgada a los hijos de las víctimas, pudo co-
menzar a estudiar y a tener los primeros contactos con las letras. Salió
adelante a empellones y fue abrazado y latigado por una tuberculosis,
así que fue rechazado en el ejército por su estado de salud. Su obra es
considerada una gran pieza literaria, de gran admiración por parte de

76
MIS ZAPATOS ROTOS

sus compañeros y contradictores. –¡Que nos explique cómo se creó el


universo! –sentenció El Extranjero con un cigarrillo en la boca. Jesús se
acercaba recogiendo motas de algodón del gran campo blanco.

–Mi padre viste a todas las religiones, aunque ellas tra-


ten de desnudarse a sí mismas. Estos grandes campos de
algodón servirán para cubrir los cuerpos de justos e in-
justos. Negros, blancos y amarillos se visten con su gloria
–manifestó a pocos metros del sindicato que lo esperaba
impaciente.

–Vale la pena escucharlo. No hay otro libro en el mundo


que haya tenido tanta influencia para el bien de la hu-
manidad. Ha transformado vidas, matrimonios, familias y
naciones enteras. Ha servido de inspiración para la funda-
ción de hospitales, orfanatos, colegios, universidades y ha
sido el más leído y también por él se han originado gue-
rras santas que han dejado huérfanos a muchos hombres
–manifestó El Extranjero–. Sin embargo, ¡que me diga
cómo creó el mundo y si en verdad existe Dios! –prosiguió
El Extranjero.

Tenían algo en común. Cristo había sido asesinado por un crimen que
no cometió así como el Extranjero al no tener un juicio justo.

–La Biblia ha sido destruida, perseguida y mutilada, pero


mi padre se encarga de preservarla –indicó Jesús–. Es leí-
da en más idiomas que cualquier otro libro. En pocas pa-
labras, Dios no permite que deje de existir. Pero permitió
que ustedes existieran y sigan teniendo eco en el mundo
aunque muchos duden de mi existencia. Mi padre lo ha
permitido porque resultaría absurdo que sólo se leyera la
Biblia. Eso se llamaría “Esclavitud” y mi padre es “Liber-
tad”. Los antiguos rabinos llevaban registros de todas las

77
RICHARD PALACIOS B.

letras, palabras y silabas, y contaban con escribas que se


encargaban de copiar y guardar los textos. En el siglo II
antes de venir a la tierra, en la ocupación de Siria a Is-
rael se esforzaron por destruir los textos bíblicos. En el año
303 después de mi ascensión el emperador Diocleciano
decretó la muerte de todos los cristianos y desaparición
de todos sus textos. Miles de creyentes fueron torturados
y asesinados; sin embargo, la Biblia sobrevivió y pronto
comenzó a multiplicarse. Libros, revistas, periódicos estu-
dios científicos a diario son publicados desacreditando la
obra de Dios, pero no han alcanzado su cometido, pues
sus esfuerzos son opacados por la fe. Universidades pres-
tigiosas han desencadenado su voluntad e invertido millo-
nes en ridiculizar la palabra de mi padre, pero Dios mismo
la ha preservado. Es mi Padre un creador democrático que
permite la concertación y que nos hagamos interrogan-
tes para concluir en su existencia y poder –agregó el Buen
Pastor mientras escuchábamos atentamente su interven-
ción.

–¿Existe Dios? –preguntó Jesús mismo–. ¡Miren a su alre-


dedor! ¡Miren la tierra! Su tamaño es perfecto. Sostiene
una delgada capa de gases de nitrógeno y oxígeno sobre
su superficie de 80 kilómetros. La atmósfera contiene la
mezcla correcta de gases para sustentar la vida. Si la tie-
rra fuera más pequeña, sostener la atmósfera sería im-
posible y estaríamos sin vida, como mercurio. Si la tierra
fuera más grande, la tierra contendría hidrógeno libre,
como Júpiter. Mi padre ha hecho de este lugar el plane-
ta ideal para la vida de las plantas, animales y humanos.
Estamos a la distancia exacta del sol, ni más lejos para no
congelarnos, ni más cerca para no quemarnos. Sólo una
variación mínima en la distancia impediría la vida. Gira
a una velocidad aproximada de 100 mil kilómetros por

78
MIS ZAPATOS ROTOS

hora y su rotación permite que sea calentada y enfriada


de forma adecuada cada día. La luna es del tamaño co-
rrecto y está a la distancia correcta, creando movimientos
y mareas oceánicas para que el agua en los océanos no
se estanque y no permitir que inunde la tierra. El agua es
insípida, incolora e inodora; sin embargo, nada con vida
puede vivir sin ella. Es un solvente natural que le permite
al hombre vivir en un medio de cambios constantes. Si to-
mamos un vaso de agua y agregamos una taza de azúcar
no se derrama nada por los costados, porque el agua ab-
sorbe el azúcar lo que le permite al cuerpo mantener de
forma adecuada los nutrientes.

Todos estaban concentrados escuchando al Buen Pastor. Incluso los


pájaros aparcaron en los alambres oxidados de las cercas y sobre las
motas de algodón que parecían estrellas sobre un marco blanco.

–El cerebro procesa de forma simultánea una cantidad


asombrosa de información que permite diferenciar colo-
res, objetos, para apreciar hasta respuestas emocio-
nales que ninguna máquina puede procesar. La mente
humana almacena más de un millón de mensajes por se-
gundo, evalúa su importancia y filtra cada uno de ellos sin
que nos percatemos. “Los cielos cuentan la gloria de Dios
y el firmamento anuncia la obra de sus manos”, como dice
el Salmo 19.1. Todo cuanto se mueve es una muestra de
la existencia y el poder de mi padre como una revelación
general a través del universo.

Hubo un silencio que enmudeció los pájaros. Juan Salvador Gaviota


por primera vez dejó de sacudir sus alas y se detuvo a contemplar a
Jesús y sus argumentos atiborrados de seguridad.

79
RICHARD PALACIOS B.

–Observen estas líneas perfectas en las plantaciones de


algodón. El sentido común nos lleva a pensar que hubo
intervención del hombre arando la tierra y sembrando las
semillas, que se encargó de entresacar las plantas para
que no se ahogaran y de volver arar a su alrededor para
abonarlas. Pensamos que se dedicó a fumigar para elimi-
nar las plagas, de modo que ahora su fibra pueda servir
para vestir al mismo hombre. Llegamos a la conclusión de
que hubo gente que planeó la siembra y su cuidado. El
universo no es un azar, producto de la suerte o tirar dados
a ver qué número sale. Mi Padre se maravilla de escultu-
ras maravillosas como la Torre de Pisa, la gran Torre Eiffel,
la Estatua de la Libertad. Fueron planeadas y ejecutadas,
pues no salieron al chasquear los dedos. ¡Así también fun-
ciona el universo! La humanidad no es ciega; se hacen los
ciegos para controvertir lo que no se puede controvertir.
Romanos 1. 20 dice: “Porque las cosas invisibles de Él, su
eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles des-
de la creación del mundo, siendo entendidas por las cosas
hechas, de modo que no tienen excusa”.

Quedé muy persuadido con la tranquilidad y elocuencia con que El


Buen Pastor nos explicaba la creación del universo y la existencia de
Dios. Me atreví, entonces, a hablar rodeado de tantos amigos dispues-
tos a seguir discurriendo sobre el tema.

–Señor, me han enseñado en el colegio que el mundo tar-


dó en formarse millones y millones de años, pero la Biblia
me dice que Dios lo hizo sólo en 7 días.

Jesús me observó detenidamente con una sonrisa, como dispuesto a


recibir cualquier pregunta.

80
MIS ZAPATOS ROTOS

–Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor


un día es como mil años, y mil años como un día –dijo, ci-
tando 2da Pedro 3:8–. Dios pudo hacer el universo en siete
días y para el hombre son millones y millones de años.

De pronto gritó “Agujeros Negros”. Así llamaba al físico Stephen Wi-


lliam Hawking, por su fascinante obra La Historia del Tiempo y del Big
Bang a los agujeros negros. Su capacidad para explicar el origen del
universo y sus posibles explosiones fueron siempre atractivas y muy
controvertidas.

–Buen Pastor, ¿qué me dices del Big Bang? –preguntó


Agujeros Negros. –Conviértete al Dios vivo que hizo el cie-
lo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay –precisó el
maestro citando Hechos 17:24–. En las edades pasadas
él ha dejado a la gente andar en sus propios caminos. Si
bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien,
dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando
de sustento y de alegría nuestros corazones –puntualizó,
citando ahora Hechos 14.15–17–. Dios en sus siete días o
en millones y millones de años para el hombre pudo hacer
una o varias explosiones. Él es Dios y puede tener el uni-
verso agujeros negros, blancos, y de varios colores –con-
cluyó Jesús.

Desapareció como apareció, de vuelta entre algodones recogiendo


motas en la vasta estera blanca que se hacía más resplandeciente con
su luz. Los pájaros despertaron sus cantos como banda sinfónica y Juan
Salvador Gaviota esta vez no le vantó su vuelo, sino que meditaba so-
bre mi hombro sin pronunciar palabra.

–¡Este es el Rey de Reyes y señor de señores! Sin embargo, no nos


ha tratado como súbditos –exclamó El Principito–. Ningún Rey da la
vida por sus súbditos, pero este se ofreció por salvar la humanidad.

81
RICHARD PALACIOS B.

Su curiosidad por todo cuanto existía era muy fascinante. Decía venir
de un planeta pequeño y hablaba de su cordero y de una flor, como
una madre, de su hijo. Había recorrido, según él, varios planetas y es-
taba tan loco como yo, buscando respuestas en un mundo complejo.

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83
Capítulo 6

Mi dulce Rebeca
“Los grandes soñadores nos burlamos de la realidad, porque al soñar
volamos, nadamos y hasta nos volvemos inmortales. El subconsciente
es más astuto que la realidad que disfraza la vida con dolor, mientras
que el soñador lo envuelve con alegría. Soñar es una ventaja para los
que duermen despiertos, y no esperan que llegue la oportunidad, sino
que salen a buscarla como si fuera la comida del día”.

No sólo expuse a Rebeca cada tarea que me confió. También resumía


cada libro de la Biblia. En definitiva, ella lo disfrutaba como yo. Des-
pués de esa aparición del Buen Pastor, ya no acudía más a mis llama-
dos como los otros personajes. Él me lo había advertido y lo respeté.
No era cuando yo quisiera, sino que era en su tiempo, así que me aden-
tré a la lectura de la Biblia con mucha dedicación. Si conocía su hoja
de ruta, aparecería mucho más rápido, o por lo menos eso era lo que
creía.

Resumí cada libro de las escrituras fascinado por su enseñanza. Des-


pués que Israel fue liberado de la esclavitud, cada familia mató a un
cordero como una señal especial para Dios y rápidamente hornearon
pan sin levadura y comieron su cena. Esa noche el ángel del Señor vino
al mundo. Si la sangre del cordero no estaba untada en la puerta de
alguna casa, moriría el primogénito de esa familia. El pueblo de Israel
fue liberado.

El reino del norte fue gobernado por varias dinastías, porque su gente
no siguió el pacto, sino que era un pueblo desobediente y terco. Dios
envió a profetas que advirtieron que el pueblo sería derrotado si no se
volvía a Dios. El pueblo de Israel, sin embargo, no escuchó las adver-
tencias de Dios, así que en los años 722–721 A.C., Samaria cayó ante
la invasión de los asirios y Judá ante los Babilónicos. La desobediencia
pasaba factura de cobro, pero Dios seguía insistiendo a través de sus

84
MIS ZAPATOS ROTOS

profetas y se habló del Mesías para liberar a su pueblo. Fue entonces


como el rey Ciro llegó al poder en el imperio medo–persa y permitió
al pueblo judío regresar a su patria. Sus habitantes trataron de recons-
truir su nación, pero se toparon con otros invasores, los griegos con
Alejandro el Grande y posteriormente con otra fuerza poderosa, los
romanos, quien eran crueles y duros. Es entonces cuando el pueblo
desea fervientemente ser gobernado por Dios y espera ansiosamente
al Mesías. La exposición anterior dejó a Rebeca sorprendida.

–No había tenido un panorama tan claro del pueblo de


Israel ni de la historia de la Biblia como ahora. ¡Muchas
gracias! ¡Sabes más que yo!

No me sentí para nada importante. Anhelaba hablar con El Buen Pas-


tor y hasta me olvidé de leer otros libros que esperaban ansiosos su
turno. Navegaba en un solo sentido haciéndome interrogantes cada
vez más complicados y difíciles de digerir, pero que sólo Jesús sería
capaz de responder.

Las cosas eran diferentes debido al círculo imaginario que había sem-
brado en mi vida, tan real como el aire; sin embargo, había otra reali-
dad que no escapaba y a la cual debía darle frente, por más dura que
pareciera: la pobreza. Los campos de algodón eran lindos y uniformes,
pero no tan hermosos cuando me tocaba recoger algodón todo el día
y ahorrar para mi ropa y comida. Las largas jornadas, empapado de
sudor y quemado por el sol, me obligaron a cargar la vieja Biblia en
una mochila para leerla en los momentos de descanso, así como uno
que otro libro que, una vez terminaba, cambiaba para darle paso a
otro igual o más interesante. Todos decían algo, aunque no estuviera
de acuerdo, y aprendí a respetarlos con el mismo respeto con que ellos
me trataban. Después de saborearlos totalmente, o antes, se unían a
la gran familia ya casi incontable de personajes que me ayudaban a
cargar las lonas de algodón en los largos trayectos desde el centro del
campo blanco hasta la orilla, donde eran transportadas por un tractor.

85
RICHARD PALACIOS B.

Mi tío Arturo quien era el último hijo de mi abuela y sólo me llevaba un


par de años coincidía con mis amigos en los algodonales: “¡Está loco!
¡Habla solo todo el tiempo!”.

La mayoría de los autores de libros famosos habían pasado por expe-


riencias iguales o peores, de tal forma que no me angustiaba o quejaba
de la situación.

–Hago lo que me toca hasta que ya no me toque –le dije al Principi-


to, quien preguntaba de todo en cada momento y en cada lugar, pero
siempre con un respeto tal que lo veía como a un hermano.

Cada quien vivía su mundo de acuerdo con lo que le tocó vivir. Todos
eran conscientes de su aporte a la humanidad y deseaban arduamente
no ser aplastados por el olvido, llenos de polvo, pero más que eso por
el hollín de la soledad que resulta más pesada que el mismo tiempo
que no se detiene jamás.

Ya a mis diecisiete años era apetecido por un grupo subversivo que


enviaba mensajeros secretos a endulzar el oído de jóvenes despreve-
nidos para engrosar las filas de la guerra. Lo había concebido de for-
ma pausada y no cambié de opinión: el monte no era una opción que
quisiera seguir viviendo. Debí ser reservado y ocultar mis apariciones
en público. La carretera que tomaba cada fin de semana para llegar al
pueblo era abordada celosamente por grupos de izquierda, así que te-
mía ser conducido a las montañas y dejar mis sueños de ser periodista,
idea que rondaba mi cabeza con más fuerza al escuchar cada mañana
las noticias de la radio dirigidas por Juan Gossaín y su grupo de colabo-
radores, como el profesor Bustillos que era una enciclopedia humana,
cuando el internet era sólo una quimera. Me alejé de San Diego en
silencio, pero me confundían con ser informante de la guerrilla, dado
que iba y venía cada fin de semana al pueblo. Se llegó a rumorar, en-
tonces, que llevaba y traía información. Bueno, y sí que traía abundan-
te información escrita sobre una libreta que debía exponer cada lunes
a Rebeca con la misma disciplina de siempre.

86
MIS ZAPATOS ROTOS

Una noche fuimos abordados por dos desconocidos que aprovecha-


ron un apagón para intimidarnos por nuestras supuestas movidas con
unos guerrilleros que habían llegado el día anterior a la casona donde
vivíamos. No era más que un grupo de amigos del colegio que aten-
dieron una invitación del Paro a comer pescado de una gran cantidad
que traje del pueblo. El novio de una de las muchachas que vivían en
la casa era miembro del ejército y me dijo: “Mejor vete. Están diciendo
que eres guerrillero”. –Guerra avisada no mata a soldado – me dijo el
coronel Aureliano Buendía, al reunirlos para debatir la decisión de huir
a tierra firme. Tenía una sola opción: irme para la ciudad de Valledupar,
donde mi tía Josefina, para allí coronar el último año de bachillerato.
Me iba y venía en chance sometido a una dieta interminable, impuesta
por la misma necesidad.

La biblioteca había sufrido remodelaciones gracias a las rifas y activi-


dades desarrolladas por Rebeca, de modo que una variedad de libros
nuevos y viejos fueron llegando por las donaciones de muchas perso-
nas a las que persuadimos con entusiasmo y quienes contribuyeron
activamente en expandir la lectura. Me alegraba ver a muchos jóvenes
discutiendo las obras literarias y haciendo resúmenes a pedido del pro-
fesor de español Farid Pineda, quien ayudó activar la emoción de leer.
Los más alegres eran los libros o amigos que cambiaron sus vestuarios
y se rejuvenecieron al ser consultados diariamente.

–No hay cosa más hermosa que te lean y se enamoren de


tus poemas –manifestó Don Pablo Neruda.

Neruda es sin duda un gran referente para mí. Nacido en Chile y con-
siderado uno de los más influyentes artistas del presente siglo, su ver-
dadero nombre era Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto y a sus die-
cisiete años comenzó a firmar sus trabajos como Pablo Neruda, según
él, para no atormentar a su padre de tener un hijo poeta.

87
RICHARD PALACIOS B.

Alejarte de San Diego, es como exiliarte –dijo Neruda–.


Sin embargo, no temas. ¡Ya he pasado por eso! Realicé
una travesía para escapar de una persecución política du-
rante el otoño de 1949 y casi me ahogo cruzando el río
Curringue en Argentina. Gracias a Picasso pude sobrevivir.
Él me acogió de incógnito en París. Años después volví y
fui nombrado consejero mundial de la paz, así que no te
preocupes. Ya regresarás, cuando todo se haya calmado.

Yo colocaba sus poemas en carteleras por los pasillos, el día del idioma.
El mismo Neruda me pidió que le escribiera lo siguiente:

“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,


te pareces al mundo en tu actitud de entrega.

Mi cuerpo de labriego salvaje te socava y hace saltar el


hijo del fondo de la tierra. Fui solo como un túnel. De mí
huían los pájaros y en mi noche entraba su invasión po-
derosa.

Para sobrevivir te forjé como un arma, como una flecha en


mi arco, como una piedra en mi honda.

Pero cae la hora de la venganza, y te amo. Cuerpo de piel,


de musgo, de leche ávida y firme. Ah, ¡los vasos del pecho!
Ah, ¡los ojos de ausencia!

Ah, ¡las rosas del pubis! Ah, ¡tu voz lenta y triste!

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.

¡Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!

Oscuros cauces donde la sed eterna sigue, y la fatiga si-


gue, y el dolor infinito”.

88
MIS ZAPATOS ROTOS

Rebeca me ponía como ejemplo y muchos siguieron los pasos del buen
lector que estaba a punto de graduarse con honores después de una
maratónica carrera de casi seis años. Leí tantos libros que me pregun-
taba si los seguía leyendo o sólo volvía a repasarlos. Pero la literatu-
ra siempre es corta y encontramos nuevas sorpresas que nos dejan
boquiabiertos con su encanto. Es como estar enamorado de un gran
paisaje y, de repente, observar otra belleza nunca antes vista. Aprendí
a combinar la literatura universal con la Biblia y nadie lo objetó. Ni los
ateos más fervientes se imponían sobre mi voluntad, lo cual me pare-
ció un gesto democrático.

–Los únicos que andan en desacuerdo son las religiones, que se en-
frascan en discusiones absurdas, pero en definitiva adoran al mis-
mo Dios con diferente nombre –dijo Neruda.

Llegó la hora de despedirme de mi cápsula de entrenamiento. Se acer-


caba el fin. No me había ido y ya extrañaba a Rebeca y a todos los ami-
gos imaginarios que tenía. Me preguntaba si me seguirían a cualquier
parte. Sólo así tendría mayores posibilidades de éxito si contaba con
tanta sabiduría a mi favor. Lleno de libros y sin un peso en el bolsillo,
necesitaba escuchar la voz de El Buen Pastor para que me indicara el
camino correcto a seguir. Deseaba reunirme con mi madre y recuperar
el tiempo perdido, la pasábamos más separados que juntos porque
siempre estaba trabajando, mientras yo cumplía con el deber de es-
tudiar. Los amigos del pueblo estaban felices de que hubiese logrado
la hazaña, no de ser bachiller, sino de soportar tantas necesidades. Se
regó la bola de que una joven muy hermosa fue a visitarme a San Diego
con la excusa de hacer una tarea y me encontró subido en un burro
vendiendo yuca por el pueblo.

La historia fue muy real. Estaba enamorado de Marianela, una compa-


ñera de curso que me perseguía con su mirada seductora por todo el
salón. Yo me había labrado cierta reputación de intelectual y de orador
en el colegio. Los poemas de Neruda y las cartas de Don Florentino

89
RICHARD PALACIOS B.

hicieron el resto, y ella creyó lo que le decía. Pinté una enorme casa
con una familia estable económicamente. Lo que nunca imaginé era
que Marianela me sorprendiera con una visita. Ese día mi tía Leticia,
me mandó a vender la yuca al pueblo en el burro. Yo bajaba las car-
gas en las tiendas y, cuando iba por toda la carretera central, levanté
la mirada y allí estaba ella, observándome fijamente, asombrada de
lo cambiado que estaba, sucio, despeinado, empapado en sudor, sin
casa, sin familia pudiente, sólo con un burro. Deseé amargamente que
me tragara la tierra por las mentiras que pasaban cuenta de cobro.

El día de mi graduación la propia rectora me consiguió el vestido de


gala. Arregló una corbata que me había prestado una amiga, me hizo
el nudo de corazón y me dijo dulcemente: “Zapatos rotos, estoy muy
orgullosa de ti”.

La rectora no vanagloriaba a nadie. Su temple de acero la encapsulaba


en una personalidad fingida que debía asumir para lidiar con jóvenes y
padres de familias revoltosos en una región que nunca ha sido fácil de
manejar por el conflicto armado y por el contrabando. Pero ese día no
era rectora. La vi como una amiga y protectora que siempre quería el
bienestar de la juventud cubierta en combustible.

Me acompañaron mi madre, mi tía Damelis y mi gran amigo Carlos


Fuentes, quien había intentado estudiar en el mismo colegio, pero sólo
estuvo un par de años y pidió la baja. No soportó tanta indiferencia o
no tuvo la fortuna de encontrarse con Rebeca. Años más tarde, termi-
naría su bachillerato en Codazzi después de un discurso que le lancé
cargando iguanas en medio de un potrero. Al fondo del gran salón se
encontraba un selecto grupo de escritores y personajes famosos lu-
ciendo trajes elegantes e impecables. Me sentí afortunado de contar
con su presencia. Traté de saludarlos a todos, pero aparecían más y
más: Alicia en el País de las Maravillas, Amalia, Platón, El Carnero, El
Contrato Social, El Jugador, Fausto, Tom Sawyer, La Celestina, Las Mil
y una Noche, Los Miserables, María, el gran Julio Verne y otros perso-

90
MIS ZAPATOS ROTOS

najes famosos que engalanaban el salón de grado. En el desarrollo del


acto la rectora me llamó a la tarima para que lanzara unas palabras.
No estaba dentro del programa, pero ya lo había preparado por si las
moscas. Subí al pulpito y arranque con entusiasmo mi discurso.

“Hoy vemos a muchas personas en este lugar que hacen


parte de la vida académica de esta institución. Profesores,
padres de familias, directivos y estudiantes.

Pero yo veo muchos más personajes que no conocía cuan-


do llegue a mis once años. Veo amigos por todas partes
que me han acompañado en este proceso de formación.
Veo a los personajes de libros que parecían muertos, pero
que a través de estos últimos años han cobrado vida con
sus enseñanzas a través de la lectura.

¡¡¡Que viva la literatura universal!!!

¡¡¡Que vivan las letras!!!

¡¡¡Que viva el deseo de leer!!! ¡¡¡Que vivan mis amigos,


los libros que han educado a la timidez, que han cincela-
do una roca con sus martillazos de conocimiento y la han
transformado en una persona capaz de robar aplausos en
estos momentos!!!

He aprendido en este lugar que la literatura universal es


tolerante con las religiones y que las religiones debe ser
tolerantes con la literatura universal.

Tengo grandes amigos, como la familia Buendía, El Prin-


cipito, El Extranjero, Don Quijote de La Mancha, y otros
personajes que han robado mi atención. Pero también soy
amigo de Jesús que me ha enseñado que soportarnos los

91
RICHARD PALACIOS B.

unos a los otros y el respeto son las reglas fundamentales


para conocer más a Dios.

La Biblia me ha enseñado que hay tres tipos de personas.


Los primeros son aquellos que no reconocen a Dios. Los
segundos, aquellos que reconocen su existencia, pero no
les importa. Y los terceros, aquellos que creen en su exis-
tencia e intiman con él, es decir, se convierten en sus ami-
gos. Los primeros y los segundos pueden alcanzar vidas
prodigiosas, lujos, fama, posición social, pero nunca la
paz interior, que sólo da Jesús”.

En ese momento El Buen Pastor apareció iluminando el salón con un


vestido blanco, irradiando una energía liberadora de paz. Me sentí lle-
no de amor, lleno de felicidad, lleno de Dios.

“Hoy quiero agradecer a muchas personas, pero quiero


darle el crédito a Rebeca, la bibliotecaria, que rescató a un
niño y lo volvió un orador capaz de darle la gloria a Dios.
Hoy quiero darte mi mayor regalo: mi inmensa gratitud”.

Los asistentes aplaudían a Rebeca, que se hizo tan notoria como yo.
Incluso varios estudiantes coreaban su nombre sin parar. Agradecí de
igual manera a mi madre quien se encontró con Rebeca. Se entrelaza-
ron con un abrazo enorme de amor mutuo. Una, por traerme al mun-
do, y la otra, por mantenerme de pie en los últimos seis años.

El Buen Pastor había aparecido las noches anteriores en mi habitación.


Se sentaba sobre una banquita de guayacán, tan firme como una roca,
y me explicó atentamente los diferentes tipos de hombres que, por
supuesto, incluí en el discurso. Ya habiendo diferenciado los que no
aceptan la existencia de Dios, los que la aceptan, pero que hacen caso
omiso, y los que intiman con él, me recordó una de sus parábolas más
hermosas.

92
MIS ZAPATOS ROTOS

“Los que no aceptan la existencia de mi padre, son aque-


llos que oyen la palabra del reino, pero no la entienden.
Satanás la arrebata. Son como la semilla que fue sembra-
da junto al camino.

Aquellos que aceptan la existencia de mi padre, pero no


hacen su voluntad, oyen la palabra, la reciben con gozo,
pero por no tener raíces son de corta duración. Por eso
viven de aflicción en aflicción.

Pero aquel que acepta la existencia de mi padre y se con-


vierte en su amigo, da fruto abundantemente y obtiene la
salvación eterna”

Así recalcó Jesús, citando Marcos 4:1–9.

El Buen Pastor nunca andaba de prisa. Siempre mantenía una sereni-


dad y tiempo para escucharme y responder preguntas de los demás
libros que aparecían con interrogantes cada vez más difíciles. En al-
gún momento pensé que se podía molestar, pero siempre tenía una
respuesta acertada. Entendí que cuando aparecía estaba dispuesto a
hablar y no guardar silencio.

Comenzó diciéndome, citando Mateo 3.14:

–“Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?”. Eso


me dijo Juan cuando pedí que me bautizara, pero respon-
dí: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda
justicia”. Juan bautizó al hijo del hombre y de inmediato
se abrieron los cielos y el Espíritu de mi padre descendió
como en forma de paloma, y se escuchó una voz que de-
cía: “Este es mi hijo amado en quien tengo complacen-
cia”–me dijo el Maestro, mirándome fijamente–. Lo que
trato de explicar –me dijo pausadamente–, es que desde

93
RICHARD PALACIOS B.

ese momento mostré lo importante e indispensable que el


hombre es para mi Padre y su obra. Utilizar los servicios
de un mortal como Juan es reconocer el gran placer que
es para mi padre contar con todos vosotros. Después de
sumergirme en agua y recibir el bautismo, dejé de andar
solo y era guiado por el Espíritu Santo de mi Padre. Cuan-
do aceptamos la ayuda idónea de alguien y reconocemos
que somos seres hechos para apoyarnos mutuamente,
¡reconocemos que el trabajo en equipo es más convenien-
te y productivo que nuestros impulsos solitarios! Si el hijo
de Dios con todo su poder y con toda su gloria, es capaz
de aceptar que un simple mortal como Juan lo bautizara
para que descendiera el Espíritu Santo de Dios, esto quiere
decir que cuando somos ayudados o ayudamos estamos
glorificando al Padre –exclamó Jesús.

–¿Es decir que al aceptar la ayuda de Rebeca y demás li-


bros para crecer académicamente e intelectualmente, es-
toy glorificando a Dios?

–Exactamente –respondió–. Aquellos que equivocada-


mente se insertan en la soledad y se queman por dentro
por las apariencias, están insultando a nuestro Dios. Él
quiere que nos apartemos de la soberbia y de la soledad
y que nos amemos los unos a los otros. Toda edificación,
por muy sencilla que sea, siempre es llevada a cabo por
más de dos manos. De tal forma, cuando inicié mi ministe-
rio, recluté a doce hombres humildes de corazón para que
me ayudaran en mi tarea. Dios tiene millones de ángeles
que lo ayudan permanentemente. ¡Ni Dios trabaja solo!
De hecho, te necesita a ti y a mí para seguir con su obra.

–Pero, ¡reclutaste a Judas y te vendió! –le dije. –Para el


hombre no todo es perfecto. Sin embargo, Dios lo perfec-

94
MIS ZAPATOS ROTOS

ciona. Judas tenía la opción de venderme o no. ¡Esa era su


decisión! Muchos me siguen para buscar fortuna, pero es-
tán equivocados porque pierden la salvación eterna. Mu-
chos se enriquecen con mi nombre, pero no les alcanzará
para ingresar a las moradas que mi Padre tiene prepara-
das para los justos. Pero cuando Dios tiene un propósito
con tu vida, ¡hasta el diablo hace caso! –concluyó–.

Recuerda Mateo 4:1: “Después se ser bautizado, El Espíri-


tu Santo me llevó al desierto, para ser tentado por el dia-
blo”. Enfrentarse a Satanás requiere de una preparación.
No se lo puede enfrentar sin armas, sino que se requiere
de tiempo, temperamento y decisión, pero sobre todo,
de la guía del Espíritu Santo. Viví como cualquier mortal,
adaptándome para ese momento por treinta años, cono-
ciendo las costumbres, necesidades y también las venta-
jas que tenemos los seres humanos para enfrentar el mal.

–¿Cuáles ventajas mi señor? –pregunté.

–El hombre no está en desventaja contra el diablo. Sólo


ha estado equivocando la forma de combatir sus ataques.
Cuando fui atacado por Satanás, no llegué a improvisar,
no llegué fingiendo estar armado y jugar a los vaqueros.
Estaba preparado para la guerra. No llegué con una pis-
tola de agua a echarle chorritos en la cara. ¡No! Llegué
preparado con la mejor arma que pueda tener una madre,
un padre, un hijo, un amigo, un niño, un anciano. Tenía
la palabra de Dios en mi mente y en mi corazón. Conocía
las Sagradas Escrituras, conocía el manual que Dios muy
gentilmente nos ha dado sin pedir nada a cambio. Había
ayunado cuarenta días y cuarenta noches y tuve hambre
–dijo citando Mateo 4.2–. ¿Y sabes por qué ayuné todo
ese tiempo? Guardé silencio.

95
RICHARD PALACIOS B.

–Sé que lo imaginas y hasta tengas razón, pero te lo voy


a recordar. ¡¡¡Ayuné para fortalecer mi Espíritu!!! ¡¡¡Sabía
que para enfrentar el mal hay que estar bien preparado y
la mejor preparación es el ayuno y la oración, porque la
guerra más cruel, la batalla más fuerte es la que ganamos
de rodillas!!!

¡¡¡Y tuve hambre, porque el hijo del rey tenía necesidades


tanto como tú y el resto de la humanidad!!! Satanás, que
no guarda nada para mañana y ataca en tu debilidad, se
lanzó de inmediato so- bre el área más débil.

Él atacó mi necesidad de alimento, la carencia de comida.


Él siempre va atacar tu lado más débil para desconfigurar
tu relación con Dios. Su mejor táctica es el ataque, por-
que él conoce de la palabra. Él está preparado. Recuerda
Mateo 4:3 “Si eres el hijo de Dios, di que estas piedras se
conviertan en pan”. Él conoce de las Sagradas Escrituras,
las estudia, las asimila, pero no las practica porque Dios
no está en él.

Lo que sale de su boca no puede constituirse en verdad


porque él es el padre de la mentira y por esa sencilla ra-
zón tenemos ventajas, pues aquel que me acepta como
señor y salvador, tiene poder sobre las tinieblas. Por eso
te indico y te recalco en este momento: ¡¡¡que no estamos
en desventaja con el diablo, porque el que se encuentra en
desventaja es él!!! Pero el hombre no se ha dado cuenta;
por eso necesito que se lo recuerdes al mundo.

–¿Y cómo hago para aprenderlo? –pregunté sorprendIdo.


–Debes aprender nuestro manual de guerra. Tienes que
leer, asimilar y practicar lo que nos dice Dios a través de la
Biblia. Eso es todo. ¡¡¡No es complicado!!! El hombre con

96
MIS ZAPATOS ROTOS

su soberbia lo hace complicado, porque no se dispone a


estudiarlas –hizo una pausa el Buen Pastor–. No sólo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios.

Mostré mi conocimiento de las Escrituras, y me remonté


al Antiguo Testamento, en Deuteronomio 8:3: “Y te afli-
gió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, co-
mida que no conocías tú ni tus padres la habían conocido,
para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre,
mas de todo lo que sale de la boca de Dios vivirá el hom-
bre” ¡¡¡Alabado sea Dios!!! Retrocedí en el tiempo e hice
uso de las Sagradas Escrituras. Desempolvé la historia del
pueblo de Israel cuando tuvieron hambre en el desierto y
Dios los asistió con maná.

A pesar de mi necesidad física, conocía que el espíritu tam-


bién necesita alimentarse y su necesidad es mayor que el
alimento que entra por la boca y después es expulsado
a la letrina. El alimento espiritual permanece para siem-
pre, porque la buena semilla da buenos frutos. Dios no te
dejará pelear solo. Cuando me aceptas como tu salvador
personal, yo pelearé por ti. El Padre cuida de sus hijos. Es
el hombre quien se empeña en caminar sin Dios –guardó
silencio Jesús, pero luego prosiguió, esta vez preocupado
por la humanidad–. Observo cómo el hombre se emociona
con un objeto que carece de vida.

Deja de comer e invierte su tiempo y dinero en comprar


cosas que no necesita para satisfacer a gente a quien no
le importa con recursos que no le pertenece. ¡Confunde
lo necesario con lo prioritario! ¡Administra tan mal los
recursos y se toma el tiempo para leer el manual del úl-
timo equipo electrónico o el último vehículo, pero el ma-

97
RICHARD PALACIOS B.

nual que guía su destino, el camino que lo hace mejor ser


humano, la verdad, la vida, ¡ese le cuesta estudiarlo! Le
cuesta trabajo leer la palabra de vida con el mismo interés
que lee el manual de cualquier juguete.

–¡Qué triste que desaproveche la mejor oportunidad de


equivocarse menos y acertar más en su vida espiritual,
personal y familiar! Si no aprende el manual de vida en
toda su existencia en la tierra, no le alcanzará el poco
tiempo el día del juicio.

La Biblia no debe ser un libro más de la biblioteca, ni debe


permanecer en el clóset o engavetada, para ser usada
cada domingo, adornada por el polvo y el olvido. ¡¡¡No!!!
La Biblia es la palabra de Dios, es el manual de funciones
que indica qué debe hacer el hombre hoy, mañana y siem-
pre. Después se lamenta el hombre diciendo: “Dios mío,
¿por qué me pasa esto a mí?”. Y la respuesta ya la sabe,
pero no la ha querido escuchar. No ha leído y mucho me-
nos puesto en práctica el verdadero manual de funcio-
nes. Los libros de la Biblia que más consulta el hombre son
Génesis y Mateo; los inician con voracidad y entusiasmo,
y después de algunos intentos terminan fatigados, creyen-
do que puede abordar la tarea sin la ayuda de Dios.

Sin oración es imposible leer, aprender y ponerla en prác-


tica. Es como nadar contra la corriente. Quien crea que
la Biblia es un libro más, está equivocado. Después de
pedirle al señor que nos dé las fuerzas necesarias para
iniciar nuestra tarea y leer cada día nuestro manual de
funciones, ya habrás avanzado en el primer paso. Hemos
reconocido que sin la ayuda de Dios nada es posible. Sin
Dios nada somos, pero él sin nosotros sigue siendo Dios.
Satanás es persuasivo. ¡Hay que estar preparados colo-

98
MIS ZAPATOS ROTOS

cándose la armadura del Espíritu Santo! –recalcó Jesús–.


Satanás, siguió con su plan de hacerme pecar y lanzó un
dardo venenoso para torcer los planes de Dios. Me puso
sobre el pináculo del templo, y me dijo: “Si eres hijo de
Dios, échate abajo; porque escrito está: ‘A sus ángeles
mandará acerca de ti, y en sus manos te sostendrán, para
que no tropieces con tu pie en piedra’ Salmo 91. 11,12.

Y yo le respondí: “Escrito está: no tentarás al señor tu


Dios” citando Deuteronomio 6.16.

–Satanás le propuso al hijo de Dios que se arrojara des-


de la parte más alta de Jerusalén. Es decir, palabras más,
palabras menos, me invitó a suicidarme, diciéndome que
no podía morir porque era el escogido de Dios. Trató de
terminar los planes de mi Padre, de arruinarlos por com-
pleto, porque él sabe que las personas que cometen sui-
cidio no van al cielo. Bíblicamente no se conoce a ningún
personaje revestido de grandeza y del espíritu de Dios,
cometiendo suicidio.

Las personas que se apartan de Dios y que practican lo


opuesto a lo que él quiere caminan por sendas de muerte
y su desviada decisión los lleva a quitarse la vida. Cono-
cemos la historia de grandes gigantes espirituales como
Juan el Bautista, Jeremías, Pablo y muchos más que es-
tuvieron prisioneros sabiendo que les esperaba la muerte
en cualquier momento. Sin embargo, a ninguno de ellos se
les ocurrió jamás el suicidio. El suicidio es pretender hacer
uno mismo el papel de Dios y decidir cuándo debe termi-
nar nuestra carrera terrenal.

Si miramos la historia bíblica, nos encontramos el suicidio


del Rey Saúl, quien se había alejado de Dios hasta tal pun-

99
RICHARD PALACIOS B.

to que fue a consultar a una hechicera, costumbre pagana


estrictamente prohibida para aquellos que conocen al Se-
ñor. Saúl se apartó de Dios y, como consecuencia, cuando
se vio acorralado por los Filisteos, cometió suicidio, y al
final murieron sus hijos y su escudero –me dijo recordan-
do 1 Samuel 31:3-6–. El temor es el arma del suicida. Saúl
y su escudero estaban llenos de temor; el miedo es uno
de los aliados del diablo y aquellos que son abrazados por
ese oscuro temor, sencillamente no viven en comunión
con Dios. Es normal sentir temor, pero cuando nos afe-
rramos a Dios, Él nos da las fuerzas necesarias para salir
de la crisis. Aquellos que Dios abandona es porque ya han
colmado la copa de su ira, o peor aún, ellos han decidido
caminar sin Dios. El que teme no ha sido perfeccionado
en el amor 1 Juan 4:18. El que no teme a Dios tendrá que
temer a los hombres, a sus enemigos, a la muerte y aun a
la misma vida.

¿Cómo es posible que un cristiano recurra al suicidio, el


arma de Lucifer, para quitarse la vida? –precisó–. La Bi-
blia, nos habla de Ahitofel, cuyo nombre significa “herma-
no de la locura”, quien era un gran consejero de David,
pero cuyo falso corazón Dios conocía. Los consejos de
Ahitofel eran como si consultasen la palabra de Dios 2
Samuel 16:23. Absalón, se reveló contra su padre David,
y Ahito- fel recomendó a este joven abusar de las concubi-
nas de su padre y que este las violara ante los ojos de todo
Israel. 2 Samuel 16:20–22–. El consejo nefasto y diabólico
de Ahitofel no surtió efecto, y fue tomado el consejo de
Husai, otro consejero, y posteriormente Ahitofel se ahor-
có. El tercer suicida que menciona la Biblia es Zimri, quinto
rey de Israel. Zimri, asesinó a su señor durante una borra-
chera en casa de Arsá, su mayordomo en Tirsa; exterminó
a toda su casa en Basá y se apoderó del trono, pero no

100
MIS ZAPATOS ROTOS

pudo sostenerse. Después de siete días de reinado, fue


reemplazado por Omri. Este no aguantó la vergüenza; se
encerró en el palacio, se prendió fuego y así murió 1 Reyes
16:18. Pero el caso de suicidio más sonado y recordado es,
sin duda, el de Judas, después de recibir 30 monedas de
plata para traicionarme –lo que me hizo recordar Mateo
27: 3–5 y Hechos 1:18.

Judas conocía muy bien quién era. Tuvo todas las oportu-
nidades para ser salvo, pero de manera deliberada optó
por la traición sin creer nunca que su carrera terminaría
en el suicidio. ¡El Buen Pastor lo alejó varias veces del
abismo, pero regresaba al barranco seducido por el dine-
ro y el mal!

–Antes de optar por el suicidio, cada hombre debe- ría de-


tenerse y reconocer que el cuerpo que habita no le perte-
nece, el cristiano debe recordar que su cuerpo es morada
del Espíritu Santo, como dice Juan 14:15–17. Recuerda 1
Juan. 4:4: “Hijitos, vosotros sois de Dios, y lo habéis ven-
cido, porque mayor es el que está en nosotros que el que
está en el mundo”. Satanás, me llevó a un monte muy
alto, y me mostró todos los reinos del mundo y la gloria de
ellos Mateo 4:8–11, y me dijo: “Todo esto te daré si pos-
trado me adorares”. Entonces le respondí: “Vete, Satanás,
porque escrito está. Al señor tu Dios adorarás y a él sólo
servirás”. El diablo entonces me dejó y he aquí vinieron
ángeles y me servían. El maligno siguió proponiendo co-
sas agradables a mis sentidos y con un gesto de valentía
y de lógica (única regla del pensamiento para llegar a la
verdad) seguí esquivando los ataques.

Sabía que con el diablo no se puede negociar y no nos pue-


de ofrecer nada con garantía, pues de todo lo que ofrece

101
RICHARD PALACIOS B.

nada le pertenece. El diablo propone un negocio desigual


ofreciendo beneficios que no puede cumplir, puesto que
no son de él, son de Dios. Lo que es de él, si decides seguir-
lo, es la insatisfacción permanente y un abismo directo a
tu perdición que se llama infierno terrenal. Es la primera
parte de lo que te espera en la eternidad. Cualquier adora-
ción que pongamos por encima de nuestro padre Jehová
es idolatría. Cuando nos deslumbramos por cosas mate-
riales tan fugaces y carentes de sentido, estamos adoran-
do a un dios que no es Dios. Por eso, no se dejen engañar
por los afanes de este mundo, como la ropa, el dinero, la
última tecnología. Antes de comprar cualquier cosa que
nos emocione, oremos a Dios y Él nos dirá si es lo correc-
to. Debemos amar a Dios con todas nuestras fuerzas, con
toda nuestra alma con todo nuestro corazón, como está
escrito en Marcos 12:30.

Me asombra en gran manera cómo idolatramos lo mate-


rial e imágenes por una falsa tradición que se han inventa-
do los hombres y que no tiene ninguna estructura bíblica.
Recuerda el Salmo 135:15–18: “Los ídolos de las naciones
son plata y oro, obra de manos de hombres. Tienen boca,
y no hablan; tienen ojos y no ven; tienen orejas y no oyen;
tampoco hay aliento en sus bocas. Semejante a ellos son
los que los hacen, y todos los que en ellos confían”. Al se-
ñor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás.

Había dado un paso importante viniendo de un campesino. Me atreví


por impulso a estudiar y había logrado terminar seis años de bachille-
rato y esquivar muchos obstáculos que me seducían a tirar la toalla, así
que aproveché para comentarle a mi nuevo amigo, el Buen Pastor, que
pensaba salir de mi zona de tránsito y probar nuevas experiencias al
lado de mamá, quien trabajaba en Barranquilla.

102
MIS ZAPATOS ROTOS

–Existe un club que ofrece membresías por todo el mundo.


Es un club muy popular. Es el “CLUB DEL NO PUEDO”. Su
reglamento es claro y categórico; requiere que sus miem-
bros declaren con convicción lo siguiente: “No puedo evi-
tar odiarlo, no puedo terminar mi sueño, no puedo tener
esa casa, no puedo ser feliz…”. Su fervor parece una ley
universal. Pero te diré una cosa y espero que no se te ol-
vide jamás, ni siquiera en los momentos difíciles que vas
a vivir como cualquier ser humano: “Los que esperan en
Jehová levantarán alas como las águilas, correrán y no se
cansarán, caminarán y no se fatigarán” –dijo citando a
Isaías 40:31–. Ánimo, que sí puedes lograrlo. Tú puedes
alcanzar tus sueños, tienes un Padre amoroso y millonario
que es Dios, creador del universo y de todo cuanto existe.
Y tú eres su hijo si decides aceptarme como señor y salva-
dor. ¡¡¡Debes caminar conmigo!!! Porque separado de
mí, no podrás cumplir tus sueños. Por eso, te invito a ser
parte del “CLUB DEL SÍ PUEDO”

– me dijo sonriente El Buen Pastor.

Hice una oración de fe aceptando a Jesús como mi Señor y Salvador.


Repetí con él las siguientes palabras:

“Hoy te acepto como señor y salvador de mi vida. Renuncio a todo lo


malo que haya acumulado en mi existencia y cuando ande en valles de
sombras, me acordaré de ti y te buscaré. Acepto ser tu soldado y juntos
libraremos las duras batallas. Amén”.

Un gran peso se fue de mi interior y mi horizonte se aclaró de forma


inmediata.

Al siguiente enero me iría a Barranquilla. Sólo mi madre sabía la deci-


sión y, por supuesto, el círculo imaginario que me acompañaban para

103
RICHARD PALACIOS B.

esos días a cargar los tanques de miel del viejo Lucho Fuentes, un hom-
bre con una fuerza descomunal que parecía levantador de pesas. Una
explosión lo había dejado sordo, y le había destrozado su mano dere-
cha y tres dedos de la otra, cuando trataba de pescar unas sardinatas
en el río Cesar y dejó la mecha del taco de dinamita muy corta, así que
le estalló en su cuerpo. Sin embargo, las secuelas en realidad no eran
impedimento para desarrollar las labores más difíciles a la hora de tra-
bajar. Hacía lienzos con unas líneas perfectas y su miel era apetecida
por la región no por su sabor, sino por sus anécdotas que arrancaban
carcajadas de propios y extraños, y por el desparpajo con que las na-
rraba de forma elocuente.

Me llegué a preguntar si yo podía cargar con tantos personajes para


Barranquilla y temía enloquecerme o que, por lo menos, así me trata-
ran al verme hablar solo, como de hecho le ocurrió al gran Don Quijote
de la Mancha con sus libros de caballería. De inmediato y como por
pedido, apareció molesto Don Quijote, junto con su escudero Sancho
Panza, con una lanza atemorizante.

–¡Mi afición de leer libros de caballería me dió la oportu-


nidad de soñar y narrar aventuras fantásticas, tal como
tú! ¡¡¡No tienes el poder de criticarme!!! –manifestó el
Ingenioso Hidalgo–. ¡Es necesario y procedente que en al-
gún momento de nuestras vidas emulemos a los héroes de
ficción y perdamos el contacto con la realidad que tanto
daño nos hace!

Sentí una gran culpa al pensar o tratar de loco a Don Quijote y


pedí a mi ego que le presentara disculpas.

–¡Por favor, mi amigo, sabe que lo quiero como a todos!


¡Por favor, discúlpeme por ser tan inmaduro, pensando
que soy el único cuerdo! –contesté temeroso.

104
MIS ZAPATOS ROTOS

–¡¡¡Está disculpado, pequeño príncipe!!! ¡¡¡Usted no tie-


ne la culpa de no tener una mente de caballero como la
mía!!! –sentenció–. Es necesario recuperar la armadura
de nuestros antepasados y sacar del establo a nuestro vie-
jo caballo, y enamorarnos tan perdidamente como lo es-
toy de mi Dulcinea. “Un caballero sin amor es como cabal-
gar sin Rocinante” –dijo–. Salimos al mundo tratando de
hacer hazañas heroicas, pero aparecen los malentendidos
con la realidad. Vemos una posada y nos parece un casti-
llo. Somos derribados y heridos, pero debemos continuar
galopando. Tal vez convenzamos a un noble Sancho de
que se convierta en escudero aunque parezca ignorante,
pero poco a poco quedará contagiado por nuestros sue-
ños. Encontrarás gigantes que en realidad no lo son y su-
frirás por las mismas personas que has intentado liberar.
De hecho, puedes sufrir cuando tu Rocinante se va detrás
de una yegua no teniendo entonces donde cabalgar, pero
deberás buscar el punto más alto de la montaña para me-
recer el amor de tu Dulcinea. Tal vez tus mejores amigos
te engañen y te enjaulen disfrazados. Pero al final, cuando
recobres la razón, no se te olvide pedir perdón a todos por
tus errores.

Quedé maravillado de tanta locura razonable de Don Quijote. Sus pen-


samientos envueltos en la sinrazón de su lógica me llevaron a enten-
derlo más de lo que imaginaba. Todos tenían algo que decir y todos
debíamos sacar el caballo que estaba aguardando en el establo de
nuestro interior para que respire nuevos aires cargados de aventuras
pintorescas que impregnarán de color nuestra vida en blanco y negro.
Don Quijote me enseñó que sólo de los locos espera la vida un mejor
porvenir, que la locura es el patrimonio de la inteligencia y sólo basta
con estar locos para vivir nuevas hazañas y construir un mejor futuro.

105
RICHARD PALACIOS B.

Rebeca me regaló una caja de libros nuevos y usados que no sé de


dónde sacó. No pertenecían a la biblioteca, y tampoco los había visto
antes, pero al mirarlos por vez primera supe que tendría nuevos ami-
gos con quienes platicar. Rebeca insistió en que cargara con otros libros
que había leído y releído, pero me reusé a hacerlo por dos razones. En
primer lugar, los personajes me acompañaban y no había necesidad de
cargar con su peso; en segundo, nuevos estudiantes encontraban esca-
pe en la lectura y aceptarlos sería como matar la gallina de los huevos
de oro para las generaciones venideras. Así me lo había advertido Don
José Ingenieros: “Sólo de los soñadores y la juventud espera el mundo
un mejor porvenir”.

No pude rechazar la caja de Rebeca con nuevas historias por explorar.


Me hizo sentar para entregarme las últimas sugerencias antes de mi
partida. Con el mismo cariño de siempre, abrió los bordes de la caja
y sacó el primer libro azulado, con unos personajes que caminaban
sobre una calle húmeda y abrigados por el frío.

–Esta es Anna Karenina, de León Tolstoy. Es una obra clá-


sica que ha permanecido a través de generaciones. Anna
es una mujer de la aristocracia rusa que se deja llevar por
la pasión, acabando con su matrimonio; sus decisiones la
ponen en el centro de una polémica en una Rusia donde el
divorcio y la infidelidad son parte de la vida cotidiana en
la intimidad del hogar –dijo Rebeca.

Me hacía una explicación, como si supiera que sería la última vez que
nos veríamos. Me impresioné de sus razonamientos objetivos, como
precisándome que ella también leía libros y los atesoraba con cuidado.
Sacó otro libro de la caja de Pandora y me mostró a una dama con un
enorme y elegante sombrero y vestido negro, cinta roja y abrigo del
mismo color. A su lado posaban algunos libros y paredes decoradas
con flores de diversos colores, mostrando la elegancia del personaje.

106
MIS ZAPATOS ROTOS

–Es Madame Bovary, una obra literaria con mucho peso


que habla con detalles de la sociedad francesa del siglo
XIX. Es una de las novelas más importantes de la literatu-
ra universal –siguió Rebeca, mostrando sus libros, como
despidiéndose de un tesoro preciado a punto de perder–.
No estoy segura de darte este porque te va a revolver la
bestia que lleva todo joven dentro –sonrió y prosiguió–.
¡Lolita! Es un clásico de la literatura erótica. Es la atrac-
ción que puede sentir un hombre mayor por una menor
de 12 años de edad.

Era un libro blanco con unos labios rojos en su centro y su título “Lo-
lita” escrito como por un niño o la misma niña, que me atrapó de in-
mediato. Mis ojos se emocionaron y me puse rojo como el centro de
un corazón.

–No lo has leído y ya te enamoraste de Lolita. Esa pelada es cosa seria,


así que prepárate –me dijo Rebeca, despidiéndose de mí. En realidad
yo era su obra, que había esculpido con cuidado. Llegué niño y me
lanzaba al mundo como un adulto. El colegio estaba solo y extrañé por
primera vez la bulla de mis compañeros. Rebeca me había citado para
entregarme la caja repleta de nuevos amigos, como señal de despedi-
da entre dos confidentes que se amaban sin explicación. Mi otra ma-
dre, que me acompañó esa mañana, entendió lo que estaba a punto
de pasar y salió de la biblioteca mucho antes, como intuyendo que
necesitaba estar a solas con mi rescatista favorita. Huía sólo por la ley
del destino al trazar nuevas rutas de un mejor porvenir.

–Voy a decirte unas palabras que llevo muy dentro de mí,


y que deseo que no olvides nunca; por eso las he escri-
to y quiero que las conserves. –dijo Rebeca con sus ojos
aguados–. Las palabras dicen lo siguiente: “Los grandes
soñadores nos burlamos de la realidad, porque al soñar
volamos, nadamos y hasta nos volvemos inmortales. El

107
RICHARD PALACIOS B.

subconsciente es más astuto que la realidad que disfraza


la vida con dolor, mientras que el soñador lo envuelve con
alegría. Soñar es una ventaja para los que duermen des-
piertos, y no esperan que llegue la oportunidad, sino que
salen a buscarla como si fuera la comida del día”.

Fundidos en un enorme abrazo, terminó ese gran capítulo de mi vida al


que llamo “Taller de Entrenamiento”. Rebeca había lidiado con el dolor
y se refugió en una nueva vida llamada Jesús, quien me pidió le dejara
una nota dictada el día anterior, como conociendo el momento:

«Felipe me dijo: “Muéstrame el Padre y nos basta”. Y le


respondí: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. Yo
soy en el Padre y el Padre en mí”. Juan 14:8. Dios ha en-
viado profetas, evangelistas, milagros y prodigios, pero el
mundo seguía inadvertido. Decidió venir en persona para
dividir la historia y decirle a la humanidad, así soy yo. Sano
enfermos, perdono pecados, tengo poder sobre el dinero
y todo lo material y ofrezco salvación eterna; tú decides.
Ya me he dado a conocer. Siempre estoy disponible. No re-
chacé a zaqueo el recaudador de impuestos sin importar
lo que pensara la sociedad, ni a la prostituta, ni al más vil
pecador, porque lo importante para mí es el fondo de tu
corazón. Conozco lo más profundo de tu ser. ¡Siempre es-
toy disponible! Si tienes acceso a mí, tendrás acceso a mi
padre, “EN QUIEN TENEMOS SEGURIDAD Y ACCESO CON
CONFIANZA POR MEDIO DE LA FE EN ÉL” Efesios 3:12.

Entregué la nota a Rebeca de parte del Buen Pastor.

Dios me guio a la biblioteca una mañana y con Dios me despedí de


mi pequeño lugar, que contenía ese gran regalo: mi enorme y dulce
Rebeca, que ya se hallaba dentro de mi corazón y hacía parte de mis
mejores recuerdos. Si fuera posible, pediría que tras marcharme de
este mundo se arrojara un poco de mis cenizas sobre ese gran colegio.

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109
Capítulo 7

La arenosa, movediza y peligrosa


“El vino es escarnecedor; la sidra, alborotadora cualquiera que por
ellos yerra no es sabio”. Proverbios 20:1

Instalado sobre la arenosa y determinado en buscar nuevos horizontes


que me dieran un modelo de superación capaz de contribuir con mi
propia existencia, cabalgué al lado de rocinante y decenas de persona-
jes que me acompañaron en mi travesía caribeña.

Mi madre se las arregló haciendo de una pequeña habitación un espa-


cio digno, inserto en el Barrio Abajo de Barranquilla. Una casona aban-
donada se convirtió en refugio de cuatro familias con las mismas ne-
cesidades que las nuestras y evidenciaron a lo que me enfrentaría en
mi nueva vida. Cilia, una señora de tez morena orgullosa de su apellido
Durán, familia cercana del Negro Alejo, reconocido cantautor vallena-
to, me abrigó con su cariño desbordado, amenizado con buena música.
Era modista y pasaba todo el tiempo sobre la máquina de coser.

Al cuarto contiguo llegaban discretamente a leerse la suerte del tabaco


los sobrinos, amigos y primos de Cilia, quienes organizaban parrandas
vallenatas con tanta regularidad que me sentí cerca de casa. Había pro-
bado discretamente alcohol en el pueblo, pero no le seguía de cerca
por estar concentrado con mi círculo literario. Una joven que vivía en la
casona una tarde bulliciosa me sorprendió regalándome una cerveza,
como queriendo romper el hielo o la barrera impuesta por mí mismo
en mi deseo de manejar mi nuevo espacio con mucha prudencia para
adaptarme sin sobresaltos. No pude negarme al pedido cargado de
emoción y encanto de aquella mujer de cabellos ondulados y labios
carnudos, ojos negros como la noche y atrevida como una felina en
busca de su gato.

–Te regalo esta cerveza, para que no te aburras tanto dijo.

110
RICHARD PALACIOS B.

No supe cómo reaccionar y respondí con una mirada penetrante en


señal de aprobación. En ese juego cruzado de miradas y música, me
sumergí en un mundo lleno de ligerezas y adictivo. Para cuando quise
darme cuenta, estaba bailando en el patio. Una parranda improvisada
me daba la bienvenida. Nuevos amores repentinos se asomaron al ins-
tante y me inserté en una embarcación peligrosa con un timonel ebrio
y sin norte. Esa noche, completamente borracho, entré en la pequeña
habitación. Los personajes literarios se multiplicaron, así que veía tres
principitos, varios hermanos Vicario y decenas de caballos con varios
Quijotes apuntándome con sus lanzas. Busqué como pude al Buen Pas-
tor para que me ayudara con una cura inmediata que arrebatara la
maluquera. No apareció por ningún lado. La vieja Elsa se acercó con
soda y limón; me obligó a tomarla de un solo golpe y caí sobre la cama.
Cuando estaba a punto de desfallecer, una voz suave como el viento
me susurró al oído.

–¡No te duermas!

Abrí un solo ojo mientras el otro dormía, y ya no la vi tan niña. Ahí es-
taba ella con su cabellera rubia y unas trenzas que le jugueteaban en
sus hombros, ojos color miel y su vestido corto de colegiala en busca
de su profesor.

Descubrió sus manos y llevó su dedo pulgar a sus labios abriendo


su boca con lentitud. Cerró sus ojos y colocó su otra mano sobre su
pequeño vestido y comenzó apretar sus senos con pasión como ex-
primiendo limones. Luego se subió encima de mí, desabrochando mi
camisa empapada de cerveza. Me lo había advertido Rebeca: “Esa pe-
lada es cosa seria”. Ahí estaba Lolita, encaramada en su caballo roci-
nante como yegua en celo. Yo caí sumergido en sus encantos y no pude
resistir aquella jovencita que reducía a la mínima expresión a hombres
mayores con sus atributos desbordados de belleza y pasión. Olía a bo-
rrador de nata. La sentí tierna y suave. Ella tomó las riendas sin control.
Se despertó el otro ojo que no quiso perder detalle de la apasionante
aventura.

111
MIS ZAPATOS ROTOS

Al otro día y con un guayabo terrible la pequeña puerta fue abierta


por una visitante inesperada. La joven que me había brindado cerveza
y bailado conmigo toda la noche estaba en el cambuche con una taza
de caldo.

–¡Hola! Te traigo sopa para el guayabo. ¡Espero que te


haya gustado! ¡Me dejaste sin aliento! – precisó.

Quedé pasmado por sus palabras y no podía creer lo que estaba escu-
chando. Hasta donde recordaba, había estado con mi Lolita y no con
ella.

–¿A qué te refieres? Yo estuve con Lolita, no contigo –le


dije.

–¡Jajajaja! No paraste de llamarme Lolita, pero ha sido lo


más tierno y lindo que me han dicho. Que me veas como
una estudiante… ¡Eres muy hermoso! ¡Me recordaste mi
época de colegio! –remató.

Me percaté que había confundido a la tierna Lolita con January, la jo-


ven que inició el nuevo capítulo de amor o sexo en mi vida. El alcohol
me había hecho perder la objetividad y me adentró en confusiones
bastante peligrosas.

Sentí vergüenza conmigo mismo al no percatarme de la realidad y con-


fundirme por la embriaguez. Ya lo había leído cuando Noé maldijo a su
hijo por no cubrir su desnudez después del diluvio. Fue la primera mal-
dición que se conoce en la Biblia y desencadenó una esclavitud de los
Cananeos por parte de la tribu de Sem, el padre de los hebreos, como
dice Génesis 9.20. Sin embargo, al verme preocupado por la experien-
cia, El Extranjero me dijo: “No te preocupes que el primer milagro del
Buen Pastor fue hacer vino”.

112
RICHARD PALACIOS B.

Quedé pensando en lo que me decía e imploré la presencia de Jesús


para que me ayudara a hacer lo correcto, de modo que no tuviera otra
escena tan alocada imaginándome a Lolita, cuando en realidad era la
vecina con quien había entrelazado una faena la noche anterior. Tam-
bién había leído los resultados de la embriaguez de Lot y el aprovecha-
miento de sus hijas para mantener relaciones sexuales con su propio
padre con el fin de no quedar sin descendencia, como también dice
Génesis 19.32.

El Buen Pastor apareció en la habitación. Su rostro no transmitía fe-


licidad, como en ocasiones anteriores, tal vez previendo mis nuevos
movimientos hacia un mundo desconocido que me llevaría por sendas
complicadas.

Sentado en la única silla plástica de la pequeña habitación, retiró el


manto que cubría su cabellera negra y brillante. Su mirada triste se
fijó en mis ojos y entendí en silencio lo que me diría con sus palabras.
Concluí que El Buen Pastor no estaba de acuerdo con mi embriaguez
y guardé la vergüenza con mi silencio cómplice, dedicándome a escu-
char ante la situación que vivía.

–Hijo mío, el vino es escarnecedor; la sidra, alborotadora. Cualquiera


que por ellos yerra no es sabio –me dijo, citando Proverbios 20:1, con
una inmensa tristeza en su rostro, desnudando el valor que tenía para
él, y la gran comisión que esperaba de mí para ganar almas a través de
mi testimonio.

–Muchos hombres me critican porque hice vino y com-


partí con publicanos y pecadores, y se escudan en esos
pasajes bíblicos para ser gobernados por el diablo. Se
amparan en el texto bíblico, pero son incapaces de escu-
driñar el contexto de las escrituras. Desde el principio mi
padre advirtió sobre este tema. Por ejemplo, en Levítico
10:9 dice: «Y Jehová habló a Aarón, diciendo: “Tú, y tus

113
MIS ZAPATOS ROTOS

hijos contigo, no beberéis vino ni sidra cuando entréis en


el tabernáculo de reunión, para que no muráis; estatuto
perpetuo será para vuestras generaciones”». A los sacer-
dotes se les mandaba no beber vino ni sidra, esa bebida
alcohólica hecha de manzanas o peras, mientras ministra-
ban en el tabernáculo, porque anulaba su capacidad de
tomar decisiones sabias. Recuerda Ezequiel 44:21: “Nin-
guno de los sacerdotes beberá vino cuando haya de entrar
en el atrio interior”.

Aquel que entraba en el tabernáculo se topaba con la pre-


sencia de Dios; y es Dios quien demanda estar en sano
juicio cuando se está delante de su grandeza. Aquel que
aspire a estar en la presencia de mi padre debe hacerlo
sobrio –indicó–. “No es de los reyes beber vino, ni de los
príncipes la sidra; no sea que bebiendo olviden la ley, y
perviertan el derecho de todos los afligidos” –dijo citando
Proverbios 31: 4-6–.

Los reyes y gobernantes en estos tiempos olvidan la ley


bajo los efectos del alcohol y las demás drogas. Pero aun-
que sean gobernantes de sus propias vidas, los hombres
pervierten la ley a causa del veneno que arrojan en sus
cuerpos, que deberían ser morada del Espíritu Santo y no
cueva del maligno. Pero también estos erraron con el vino,
y con la sidra se entontecieron; el sacerdote y el profe-
ta erraron con sidra, fueron trastornados con el vino; “se
aturdieron con la sidra, erraron con la visión, tropezaron
en el juicio”, como dice Isaías 28.7.

Líderes en diferentes religiones han muerto a causa del


alcohol y se han convertido en alcohólicos pro- gramados,
escudándose en que el hijo del hombre hizo vino. ¡¡¡Insen-
satos!!! No hice vino para pervertir, lo hice para compartir

114
RICHARD PALACIOS B.

y unir al hombre, de modo que entendiera que para mi


Padre nada es imposible, pues él tiene poder sobre el pan
y sobre el vino, sobre la vida y la muerte. Pero se han per-
dido en la embriaguez y las drogas dejando que la oscuri-
dad dirija sus pasos a un abismo llamado infierno. El juicio
se pierde fácilmente cuando el hombre entra a un mundo
de tontos; se trastorna con la suavidad del vino y erra en
sus decisiones que deberían ser sabias y elocuentes. Las
neuronas que mueren por el uso desmedido del alcohol
no regresan nunca; es como querer reconstruir un papel
quemado cuyas cenizas se esparcieron con el viento. «Los
líderes irresponsables de Israel dicen: “Venid, tomemos
vino, embriaguémonos de sidra y será el día de mañana
como este, o mucho más excelente”». –dijo el Buen Pastor,
citando Isaías 56:12–.

Esa palabra del profeta dada para Israel cobra vigencia


en los tiempos actuales. Nuestros gobernantes de manera
irresponsable instituyen fiestas y expiden decretos para
que el pueblo sa- que su desenfreno y se pierda. Dan li-
cencia para que el mundo se pervierta.

–«Son mentirosos si alguno andando con espíritu de fal-


sedad mintiere diciendo: “Yo te profetizaré de vino y de
sidra; este tal será el profeta de este pueblo»” –prosiguió,
ahora remitiéndose a Miqueas 2:11–. El pueblo se alegra
con pan y circo, frase desgastada en el Imperio Romano
que cobra vigencia en este mundo que se hace llamar mo-
derno. Sin embargo, la gente sigue sin entender el propó-
sito de mi Padre para que gobierne la luz y no las tinieblas.
¡Pobre del profeta que induzca al alcohol a sus ovejas o el
pastor o sacerdote que se distraiga con sus preceptos ca-
rentes de razón! Su juicio será extenuante y decisivo para
la eternidad.

115
MIS ZAPATOS ROTOS

¿Para quién será el “ay”? ¿Para quién el dolor? ¿Para


quién las rencillas? ¿Para quién las quejas? ¿Para quién
las heridas en balde? ¿Para quién lo amoratado de los
ojos? Para los que se detienen mucho en el vino, para los
que van buscando la mistura. No mires al vino cuando ro-
jea, cuando resplandece su color en la copa. Entra suave-
mente; mas al fin, como serpiente morderá y como áspid
dará dolor. Tus ojos mirarán cosas extrañas y tu corazón
hablará perversidades. Serás como el que yace en el me-
dio del mar o como el que está en la punta de un mastele-
ro. «Y dirás: “Me hirieron, mas no me dolió; me azotaron,
mas no lo sentí; cuando despertare, aun lo volveré a bus-
car”» –aseveró luego citando Proverbios 23: 29-35–.

Las quejas, las heridas y todos los problemas que el hom-


bre se pueda imaginar son comprados con el alcohol. Por
su estado de indefensión permite que entre suavemente,
pero después el dolor se revela sin piedad. Como dice 1ª
de Corintios 6:12: “Todas las cosas me son lícitas, mas no
todas me convienen; todas las cosas me son lícitas, más
yo no me dejaré dominar de ninguna”. Mi padre no es do-
minante ni atrevido; él es tolerante. Te permite elegir si
deseas esto o aquello. Te permite escoger entre el bien y
el mal; tú decides, es asunto de cada uno de vosotros. ¡El
hombre decide calentarse en el fuego o quemarse en la
hoguera! Les prometen libertad, y son ellos mismos escla-
vos de corrupción.

Recuerda 2da Pedro 2:19: “Porque el que es vencido por


alguno es hecho esclavo del que lo venció”. Cuando el
mundo es dominado por las drogas se convierte en escla-
vo de Satanás. Cuando el hombre no se doblega ante ellas
el Espíritu Santo comienza a restaurar vidas y familias, y
a hacer cosas inimaginables. “Si pues, coméis o bebéis,

116
RICHARD PALACIOS B.

o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios”


–dijo citando 1ra Corintios 10:31–. ¡Todo lo que se consa-
gre para la gloria de Dios es alejado de los excesos!

Jesús había dado reglas claras y precisas acerca de la ingesta del alco-
hol o cualquier sustancia que me nublara la razón. Antes de marcharse
con una sonrisa, aquella que no mostró al llegar, me dijo tocando mi
cabeza suavemente: «Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones,
haz obra de evangelista, cumple tu ministerio» 2da Timoteo 4:5.

La guerra entre grupos de izquierda y derecha seguían escribiendo


con tinta roja episodios de terror en el país. Haber nacido entre dos
grandes serranías colocaban mi región en blanco fácil de intereses de
grupos de derecha e izquierda. Me enteraba de las masacres descritas
con tanto dolor por sus propios protagonistas y suplicaba con oracio-
nes y ruegos por mi familia para que no fuera tocada por la crudeza de
las balas, machetes y motosierras de ambos bandos. Ellos luchaban
por un mejor país, pero se encargaban de destruirlo desviándose de
su objetivo debido al narcotráfico plantado en toda la patria como un
cáncer con una gran metástasis que arropaba a los demás órganos del
cuerpo y que no conocía de estratos sociales, ni de pobres ni de ricos.

Una mañana mi madre entró llorando a la pequeña habitación, donde


yo me encontraba preparando un arroz en un fogón de petróleo. La
comida quedaba con un sabor a gas que tratamos de desaparecer con
el amor que imprimíamos los dos en el pequeño cambuche. No había
visto mi madre llorar. Sólo recordaba sus lágrimas cuando mi herma-
na falleció por bronconeumonía desarrollada por negligencia médica y
financiada por la pobreza. Yo también desgarraba lágrimas, producto
del humo revuelto con petróleo que despedía el fogón de eso candela.

–¡Mataron a muchas personas en Los Brasiles! – dijo


mamá–. Acabo de ver las noticias por televisión.

117
MIS ZAPATOS ROTOS

No lo podía creer. En ese corregimiento, cerca de los calabazos, vivía


mi abuela paterna, sus hijos y demás miembros de mi familia. Mi otro
hogar.

Los Brasiles quedaba cerca de una gran cordillera, donde mis padres
vivieron sus primeros años de unión. Esos son los únicos buenos mo-
mentos de mi familia biológica. Recuerdo al viejo Martín con mi ma-
dre, discutiendo bobadas o desayunando juntos rebosados de alegría,
al lado de una bandeja de chicharrones con yuca. Me veo cargando a
mi hermanita al lado de un arroyo con aguas cristalinas y frío como
un trozo de hielo. Eran épocas de paz, épocas de amor, épocas que
no volverán. Momentos que quisiera volver a vivir, pero que no serán
posibles.

Grupos de paramilitares entraron al corregimiento y masacraron a va-


rias familias, a las que culpaban de haber recibido favores de la gue-
rrilla para sembrar la tierra, o de ser auxiliadores o, simplemente, por
nada, solo por estar en el lugar equivocado. Ese mes de mayo a la una
de la madrugada, hombres con sus rostros cubiertos y portando armas
de corto y largo alcance rodearon la población y con lista en mano se-
leccionaron a sus víctimas. Tras sacarlas de sus viviendas, las asesina-
ron en medio de la calle principal. Los campesinos Víctor Daniel Plata
de 57 años, su hijo Víctor Daniel Plata Belloso de 33, y Hernán Pineda,
fueron los primeros en ser asesinados. Luego acribillaron al comercian-
te Édgar Prieto. Varios cuerpos fueron hallados en una trocha cerca al
municipio de Codazzi, llamada la Empaliza.

Esa madrugada llegaron hasta la casa de El Prieto y tocaron su puerta.


Aunque su mujer le imploró que no abriera, él respondió que no tenía
cuentas pendientes con nadie. Imaginó El Prieto lo que muchos pensa-
mos en voz alta: “El que nada debe nada teme”. Pero como Jesús, aun-
que nada debía, fue asesinado. Preguntaron por las armas y El Prieto
dijo: “¡Ni machete tenemos!”.

118
RICHARD PALACIOS B.

Luego se escucharon tres disparos. Uno de ellos rompió los cristales de


la ventana y terminó de revolver el pánico ya esparcido sobre las hu-
mildes viviendas que hasta la noche anterior habían sido escenario de
paz, mamadera de gallo, partidos de fútbol y partidas de dominó sobre
sus tierras rojizas como la sangre, ideales para hacer ladrillos. Irrum-
pieron buscando armas y, al no tener éxito, se tomaron las gaseosas,
cervezas y comieron algunos panes que estaban en la tienda. Cargaron
con un televisor y un viejo betamax donde muchas veces me acercaba
a ver películas de vaqueros al final de los partidos de fútbol.

Así surgían las historias en mi terruño. También fueron masacrados


dos hijos de mi abuela. Una de ellas mitigó mi hambre en tiempos de
estudiante con chicha y pan a la hora del almuerzo. Las masacres eran
repetitivas y, de no haber emigrado, tengo la seguridad de no estar
escribiendo estas líneas, recordando episodios tan dolorosos que se
han vuelto a repetir como ignorando la historia y dispuestos a cometer
los mismos errores como amnésicos obsesivos, incapaces de entender
que la violencia engendra más violencia. Mientras más moderno es el
hombre más miseria genera.

Al rato de recibir con inmensa nostalgia la noticia que dividiría la histo-


ria de mis pueblitos preferidos y por supuesto de mi familia, apareció
de un rincón Don León Tolstoi, escritor ruso y gran amigo. Me había
narrado varias historias de Guerra y Paz, obra literaria de excelentísima
calidad, que comenzó a escribir en época de convalecencia tras rom-
perse un brazo al caer de un caballo.

Narró las dificultades de varios personajes de todo tipo de condición a


lo largo de más de medio siglo de historia rusa, desde las guerras napo-
leónicas hasta más allá de mediados del siglo XIX. Me saludó en ruso:

–¡мои соболезнования!

119
MIS ZAPATOS ROTOS

Había aprendido algunas palabras en ruso, pero no podía recordar lo


que trataba de decirme. Seguí con la cabeza enterrada en el piso y vol-
vió hablar Don León, esta vez en español.

–Amigo, ¡mis más sentidas condolencias!

Levanté mi mano con un nudo en la garganta que me impedía hablar y


un gran peso en el cuerpo que me mantenía sitiado sobre el borde de
la cama. Se sentó a mi lado sin pedir permiso o tal vez para evitarme
otro movimiento de la mano que sentía muy pesada y me dijo con un
español machacado con ruso.

–La finalidad de la guerra es el homicidio; sus instrumen-


tos, el espionaje, la traición, la ruina de los habitantes,
el saqueo y el robo para aprovisionarse, el engaño y las
mentiras llamadas astucias militares. Sus costumbres son
el ocio, la ignorancia, la crueldad, el libertinaje y las bo-
rracheras, es decir, la falta de libertad. Y a pesar de todo,
esa clase de hombres llamada raza superior es respetada
por todos y se conceden las mayores recompensas al que
ha matado más gente. Luego se celebran misas de acción
de gracias porque se ha exterminado a mucha gente y se
proclama la victoria creyendo que cuantos más hombres
se ha matado, mayor es el mérito.

Levanté la mirada para observar a mi amigo quien explicaba con sus


palabras cargadas de rabia la ignorancia del hombre de todos los tiem-
pos y su testarudez de matarse los unos a los otros.

–¡Lo que más odia el hombre es al propio hombre! –le dije con la mis-
ma rabia interior con la que me hablaba.

–Cuando pienso en todos los males que he visto y sufrido a causa de los
odios en el mundo, me digo que todo ello descansa sobre una odiosa
mentira: el amor a la patria –me indicó.

120
RICHARD PALACIOS B.

Don León colocó su mano sobre mi hombro tratando de despertarme


por la noticia que daba inicio a una novela de mi vida llamada violen-
cia, que traería consecuencias para toda mi existencia y que generaría
daños colaterales sobre mis generaciones futuras.

–El dinero es una nueva forma de esclavitud, que sólo se


distingue por el hecho de que es impersonal, de que no
existe una relación humana entre amo y esclavo –conclu-
yó.

Y tenía mucha razón. El amor al dinero estaba acabando con el país y


el mundo. El narcotráfico había permeado todos los estamentos del
estado y estábamos cabalgando sobre polvo blanco llamado cocaína.

La guerrilla ya no cuidaba cultivos. Sembraba, procesaba y distribuía,


y en su afán de financiamiento para la guerra, echaban la mentira que
nadie creía: querer cambiar al país. Los paramilitares se percataron del
negocio y lanzaron una lucha desenfrenada iniciada por un pequeño
grupo de hombres cuyas familias habían sido asesinadas por la gue-
rrilla; sin embargo, los miembros de esta hicieron lo mismo al verse
atacados y asesinados años atrás, pero esa vez por el estado. En fin,
guerra y más guerra financiada por las drogas y, en medio de esa locu-
ra, familias de campesinos masacradas. Unos huían, otros buscaban su
propia venganza; pero al final nadie gana.

Ahí estaba yo, a solas con mi madre, impotentes como el señor que
amarraron a un poste en Los Brasiles mientras veía a sus asesinos cómo
se sentían importantes disparando sobre blancos fijos y desarmados.

Mi abuela ya no vería a sus hijos. No los pudo ni enterrar, tuvo que salir
corriendo a una ciudad donde no se escuchan los pájaros en las maña-
nas, donde no se crían gallinas y en donde no vería una cerca de caña
brava, única división entre un hogar y otro para compartir una taza de
café fresco bajado de la sierra, con una almojábana hecha con el maíz
que se siembra en el mismo patio.

121
MIS ZAPATOS ROTOS

“Mientras continúe habiendo mataderos, habrá campos de batalla” –


dijo Don León–. ¡No hagas el mal y no existirá! –me dijo con su mirada
proyectada como dos chorros de luz que me alumbraron el alma.

Mi madre seguía amando a mi padre a pesar de no convivir con él,


hasta tal punto que no se volvió a casar. Guardaba un inmenso amor
por mi abuela y su familia. Los Brasiles era para ella el lugar donde
había pasado sus mejores años al lado de papá. Saber que nos habían
descuartizado los recuerdos más hermosos era para nosotros como
perder la identidad frente a la vida.

No había pensado en hacer el mal, como me lo advertía Don León,


pero el mal había tocado la puerta con tanta fuerza que la había tum-
bado e invadido su interior. Unos reaccionan y otros se quedan quie-
tos, esperando un milagro que les permita sobrevivir. Me concentré
haciendo algunas veces lo que me gustaba y otras haciendo lo que me
tocaba, así que me inauguré en una construcción cargando latas de
cemento. El primer día me tocó recoger con una pala el desecho de los
indigentes que tenían el lote donde trabajaría como su baño personal.
Nadie había querido recoger las pilas de excremento, así que cuando
llegué a pedir trabajo me dijo el jefe de obra: “¡Si eres capaz de recoger
la mierda que está en el lote, te doy empleo!”.

Todos fijaron sus miradas sobre mí. Centré mis ojos sobre mis amigos
imaginarios y me dije: “No lo haré solo. ¡Tengo decenas de ayudantes
que me acompañarán!”. Pero por encima de eso estaba el esfuerzo de
la vieja Elsa que llegaba cada tarde agotada, después de lavar y plan-
char. Yo me sentía minúsculo por no poder contribuir con mi propia
existencia. Le dije al jefe: “¡Voy pa’ esa!”. De inmediato me dio una
pala, guantes, tapabocas y una bolsa de jabón en polvo.

–¡Para qué es el jabón! –pregunté.


–¡Para que te laves bien después del trabajo! –contestó.

122
RICHARD PALACIOS B.

Cuando invoqué a mis personajes literarios nadie apareció. Era la pri-


mera vez que se rehusaban a mi llamado. Ubicado en la azotea de una
casa de al lado, Juan Salvador Gaviota me dijo: “Los demás compañe-
ros son demasiado pulcros para embadurnarse de popó, y una gaviota
no te sirve de mucho. ¡Nos vemos más tarde!”. Levantó su vuelo, arro-
jó una cagarruta blanca sobre el lote baldío y de esa manera se perdió
en el horizonte. Como si ya no tuviera suficiente con el manjar que me
esperaba. Mi primer empleo en la arenosa fue recoger la mierda de los
más pobres para construirles morada a los más ricos en un exclusivo
sector del norte de la ciudad. Mi tristeza por ver a mi familia desplaza-
da de su tierra me volvió indefenso ante la tristeza de mi abuela que
se refugió donde uno de sus hijos que vivía desde hacía algunos años
en la arenosa.

Mi abuela había recibido años atrás un balazo en su cuerpo por dis-


paros al aire que hacen en las celebraciones libertinas de la ciudad y
estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte, motivo por el cual no
veía con buenos ojos regresar donde por poco pierde la vida. Le tocó
volver a una tierra que no le traía gratos recuerdos, por motivos es-
trictamente necesarios y para no ser arrasada por la violencia que ya
había cobrado la vida de sus hijos y otros familiares.

Sentado en unos ladrillos, al lado de un tanque de agua, restregaba mis


piernas con un estropajo, tratando de alejar el hedor a mierda al que
me había sometido el destino. Entonces vi al Buen Pastor, observándo-
me con una nobleza digna de un ser superior que mira a su oveja tra-
tando de limpiar su cuerpo, cuando en verdad lo que había que limpiar
era el odio y el rencor que me devoraba por dentro. Rompió el silencio.

– En Génesis 1:26 mi padre dijo: «Hagamos al hombre a


nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y seño-
ree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las
bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra
sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen y seme-

123
MIS ZAPATOS ROTOS

janza!». Mi padre creó al hombre para que fuera como él,


para que gobernara y ejerciera su dominio sobre la crea-
ción. El hombre debe aprender a discernir el bien del mal,
lo bueno de lo malo, lo sabio de lo necio. ¡Para adquirir la
verdadera sabiduría es necesario aprender a tomar de-
cisiones sabias! Mi padre ha señalado el sendero correc-
to, pero el hombre ha elegido tomar decisiones insensatas
y se expone a resultados tan desastrosos como la muerte
de inocentes. Dios permitió que Satanás entrara al huerto
del Edén, pero fue Adán y Eva quienes debían tomar una
decisión y decidieron seguir a Satanás. Ahora vemos los
resultados en la humanidad. Sin embargo, cuando regrese
a la tierra, Dios quitará el engaño y comenzará a revertir
el daño que Satanás ha causado, de modo que no perdu-
rará nada de la influencia del mal. ¡Entonces la humani-
dad podrá estudiar durante mil años la trágica historia y
compararla con mi reinado y podrán practicar con entu-
siasmo la palabra de Dios! “Y todo aquel que se mantenga
fiel a mi palabra gobernara a mi lado” –concluyó el Buen
Pastor citando Apocalipsis 19:11.

–¿Es decir que Dios tiene planes concretos para acabar


con Satanás y castigarlo? –Pregunté.

–¡Así es! –me respondió.

–¿Y qué pasa con todos los que han hecho tanto daño y
asesinan sin piedad?

–¡Serán juzgados por mi padre y todo aquel hallado culpa-


ble será arrojado a un lago de fuego!

El resentimiento y los odios internos se esfumaron con la paz que


transmitía cada visita del Buen Pastor, quien desapareció entre los edi-

124
RICHARD PALACIOS B.

ficios clavados como espectadores ante la presencia del Rey de reyes


y Señor de señores.

Pensé en algún momento regresarme al pueblo y trabajar en una ha-


cienda algodonera. Allí tenía una vida de experiencia en el campo y
estaría cerca de la familia, pero mi madre siempre desdibujaba la idea
con la realidad.

–¿Quieres que te maten?

Había llegado a la arenosa con el deseo de estudiar, pero hasta el mo-


mento lo que había aprendido era a lidiar con cemento, varillas y ladri-
llos. Mi piel cuarteada y mi cabello opacado con el polvo era la pano-
rámica de mi nuevo look.

La vieja Elsa me dijo una tarde: “¿Por qué no le pides empleo al señor
Jaime? Él te aprecia y de seguro te va ayudar.”

Don Jaime Abello era un señor interesante, provisto de una capacidad


e inteligencia indescriptibles. Mi madre había trabajado en su casa,
pero su genio la había hecho renunciar. Su personalidad maleable con-
trastaba con sus pedidos a la hora de exigir buenos resultados. Había
educado con tenacidad a sus hijos hasta convertirlos en profesiona-
les reconocidos a través de su agencia de seguros. Se despertaba con
unas energías provistas para durar todo el día buscando, atendiendo
y mi- mando a clientes a través de su intermediación como agente co-
mercial. Su aroma a María Farina lo delataba antes de entrar a las ase-
guradoras.

–¡Viene Don Jaime! –decían las recepcionistas.

Decidí llamar a Don Jaime después del discurso de mi vieja y con ale-
gría me respondió como anhelando por años la llamada.

125
MIS ZAPATOS ROTOS

–Mijo, ¡vente a trabajar conmigo! Necesito a un mensa-


jero y a un todero.

Me olvidé de los ladrillos y del cemento. Los compañeros de construc-


ción dejaron de mamarme gallo y fui construyendo una reputación
dentro del trabajo por ser el único que se le había medido a un lote
apestado de porquería. Me instauré en mi nuevo oficio: repartir co-
rrespondencia, hacer cobros, consignar, mercar, limpiar el carro, hacer
aseo a la oficina y hacerme amigo de Don Jaime. Él me enseñó la ciu-
dad y su filosofía a través del buen servicio y el corre corre del día a día.
Jennis su secretaria, una chica dulce y amable, era la única capaz de
sobrellevar a Don Jaime cuando se disparaba el estrés producido por
una póliza de seguros retrasada.

–Cuando esté molesto Don Jaime, ¡no le pares bolas! Él


mismo se calma cuando ve que nadie le responde –decía
ella.

Aprendí a obedecer y a conocerlo mucho mejor que Jennis y andaba


con el viejo para arriba y para abajo. Lo sentí como el padre biológico
que se marchó cuando yo era un niño, y aún lo aprecio y estimo como
si llevara su sangre. Estar de oficina en oficina me elevó el autoesti-
ma. Ciertamente se sentía mucho mejor que recoger excremento en
una construcción. Al lado de la oficina 603 en el viejo edificio Alfredo
Steckerl, vi ingresar a una joven de cabellos negros, como el color de la
tierra donde sembraba el maíz con mi tía Leti. Un mediodía, a la hora
del almuerzo, coincidimos todos a la salida, Don Jaime, Jennis, aquella
joven y su jefe. Confluimos en ese mismo lugar mientras esperábamos
el ascensor. Don Jaime, gallo juga’o, me señaló con los labios y por
encima de sus lentes el nuevo objetivo. Ella disparó con una mirada
desafiante cargada de peligro hacia mi humanidad y yo no fui capaz
de mantenerla por quedar atrapado en un abismo sin retorno llamado
pasión. Comprendió de inmediato que se trataba de algo más grande
que una coincidencia y me perseguía como espía rusa detrás de su
blanco en Washington.

126
RICHARD PALACIOS B.

Salía de la oficina con la excusa de estirar las piernas con el único pro-
pósito de poder verla y ella hacía lo mismo simulando completar al-
gún mandado del jefe que pocas veces llegaba Entre tanto, Lolita a
la January y January a la Lolita siguieron visitando mi pequeño cam-
buche, desafiando los horarios de mamá. Se volvió entonces la cos-
tumbre a la una de la tarde los encuentros de apareamiento en la vie-
ja casona del barrio Abajo. Sin embargo, la joven recién conocida de
nombre Libia era muy diferente, diplomática, sencilla, con un toque de
reina e interesada por el buen vestir. Sus lentes oscuros hacían juego
con su cabello y la volvían más interesante, más caribe, mucho más
mujer. Después de largos días deambulando entre ascensores y escale-
ras, tuve la valentía de saludarla e invitarla almorzar con escasos 5 mil
pesos que quedaban de la quincena. Ya había visitado los restaurantes
improvisados que se instalan los mediodías para vender corrientazos
y pude hallar un lugar digno donde pudiese compartir con mi nueva
aventura Debía ser muy inteligente para no sobrepasar lo presupuesta-
do. Cada almuerzo costaba 2 mil devaluados pesos, incluida la limona-
da. Además tenía aire acondicionado y no había necesidad de tomar
transporte por encontrarse en pleno centro, muy cerca de la oficina.

–La próxima vez te llevo a un mejor restaurante –le dije a


Libia.

–En las cocinas más humildes se preparan los platillos


más ricos –respondió.

Había preparado meticulosamente cada palabra con la ayuda de Don


Florentino Ariza y de Don Pablo Neruda quienes me habían dado con-
sejos claros de conquistas y de amores.

–¿Por qué me has invitado almorzar? –preguntó Libia.

–¿Por qué has aceptado venir? –respondí.

127
MIS ZAPATOS ROTOS

Sonrió y me lo dijo todo sin hablar de amores ni razones. Discurrimos


en su religión y otros temas simples que fueron antesala a lo que había
de venir. Al pasar los días, ella entendió que un mensajero no podía in-
vitarla almorzar continuamente y en consecuencia nos apropiamos del
parque de La Paz cada tarde cuando salíamos del trabajo. No faltaban
las cartas de Don Florentino y poemas de Neruda escritos sobre esque-
las perfumadas que le dieron brío a un amor sano y sin prejuicios, una
etapa que cada ser humano le es necesario vivir.

Libia se convirtió en un imán de energías positivas que me hacían le-


vantar cada mañana a mis oficios de mensajero para cambiarlo cada
tarde por seductor en potencia.

–Por experiencia te digo y sin fundamento científico te


puedo indicar que la mayoría de las enfermedades mor-
tales tienen un olor propio, pero ninguno es tan específico
como el de la vejez. Por tal motivo vive cada momento de
tu juventud con fuerza y pasión –dijo Don Florentino.

A veces creo que lo malinterpreté y comenzaron en algún momento


a llegar nuevos amores, unos más simples que otros y algunos más
fogosos y entusiastas, pero en fin, amores repentinos que maltratarían
mis ideales de ser un buen discípulo y vivir sin hacerle daño al prójimo.
Noté que, aunque algunas aventuras no representaban nada para mí,
sí era algo serio para la mayoría de muchachas que caían seducidas
por las palabras dulces que había aprendido a recitar de memoria. La
Celestina, esa señora medio bruja dispuesta a usar hechizos para lograr
sus cometidos de conseguir amores a como diera lugar, me visitaba
constantemente con propuestas cada vez más atrevidas. Respetaba
su posición en el círculo imaginario por considerarla una obra literaria
con un éxito extraordinario de todos los tiempos. La Celestina hacía
lo que fuera para que conquistara nuevos enredos y usaba hechizos
que rechacé en un principio, pero al final terminaba aceptando cuando
algunas chicas caían rendidas a mis pies después de rehusarse a mis

128
RICHARD PALACIOS B.

pedidos. La señora que leía la suerte por medio del tabaco también
me abordó con sus artimañas, ofreciéndome menjurjes para reducir
amores prohibidos.

El Buen Pastor entonces apareció, molesto en medio del humo de ta-


baco que escapaba de las rendijas de la vieja puerta de la vecina. Varias
señoras aguardaban ser atendidas por la bruja criolla que cobraba 2
mil pesos por consulta chupando tabaco como loca. El color amari-
llento de las paredes que alguna vez fueron blancas evidenciaban los
efectos que puede causar la nicotina.

–“Los santos y los justos podrán entrar en el Reino de los


Cielos, pero los perros estarán afuera, y los hechiceros, los
fornicarios, los homicidas, los idólatras y todo aquel que
ama y practica la mentira” –dijo tajantemente El Buen
Pastor, citando Apocalipsis 22:15–. ¡Los adivinos no serán
salvados de la quema!

–¡Qué de malo tiene que ayude al muchacho con unas ca-


nitas al aire – dijo sumisamente la Celestina, saliendo a un
rincón, como queriendo huir de la ira de Jesús.

–Las obras de la carne que son adulterio, fornicación,


inmundicia, lujuria, idolatría, hechicerías, enemistades,
pleitos, celos, iras, contiendas, divisiones, herejías, envi-
dias, homicidios, borracheras, orgías y cosas semejantes
a estas. Quien las practique no heredará el Reino de Dios
como dice Gálatas 5:19-21 –sentenció ofuscado el Maes-
tro–. ¿Acaso no recuerdan la historia de cómo Pablo liberó
a una muchacha del espíritu de adivinación que moraba
en ella en Hechos 16:16–18? ¡Gracias a esto sabemos que
las personas que adivinen están poseídas por algún de-
monio que habita en su interior! Simón el Mago trató de
sobornar a los apóstoles Pedro y Juan a cambio de po-

129
MIS ZAPATOS ROTOS

der transmitir el poder del Espíritu Santo, ante lo cual los


apóstoles reaccionaron escandalizados como aparece en
Hechos 8:9-24. ¡Las escrituras también relatan en Hechos
19:18-20 que muchos de los que habían practicado la ma-
gia se arrepintieron de sus pecados y quemaron sus libros
mágicos públicamente! Recuerda Jeremías 17: 5-8: “¡Dios
quiere que toda nuestra fe y confianza descansen sola-
mente en él, y en nadie más!”; “¡Los adivinos no son de
fiar porque mienten!”, Jeremías 29: 8–9; “¡El Espíritu San-
to entrega el poder de profecía!”, 1 Corintios 12:10; “¡El
de adivinación proviene del diablo!”, Hechos 16:16–18.
Aborrezco el ocultismo y otras prácticas similares, porque
apartan al hombre de la luz de mi Padre y lo acercan a las
tinieblas de Satán –sentenció el Buen Pastor–. Y en cuanto
a ti, estás sometido al adulterio, fornicación y lujuria. ¡Cui-
dado y pierdes mi gracia por estar jugando con el fuego!
¡La paga del pecado es muerte! ¡Espero no lo olvides! –
culminó el Buen Pastor.

Quedé impresionado por la advertencia y traté en adelante de ignorar


los amores furtivos que aparecían como el viento. Aparté por semanas
los encantos de las jóvenes del barrio y recepcionistas de las compa-
ñías de seguros y aquellas que habían caído en las redes dentro de los
buses o aparcadas en los paraderos. Siempre había planes alternativos
de conquista lo que se convirtió en obsesión. Mis ganas de superación
siguieron intactas, pero volvía a las bajas pasiones y a las cervezas los
fines de semana cuando veía a Lolita cabalgando sobre rocinante. Esta
situación se tornó un mal hábito que me llevó a destrozar mi relación
con El Buen Pastor. Craso error que lamento profundamente después
de ser advertido en varias ocasiones.

Una tarde quedé al servicio de Doña Gina, la esposa de Don Jaime,


quien me pidió prestado para hacerle unas vueltas de su casa y acom-
pañarla a mercar. Cuando había terminado mis labores me senté en la

130
RICHARD PALACIOS B.

cocina a disfrutar de un café caliente y a escuchar las notas del piano


que tocaba Doña Gina, quien era profesora de canto y usaba magistral-
mente varios instrumentos.

Muchos artistas entraban y salían de su sala para recibir el mejora-


miento de voz de aquella señora que sometía la garganta y la lengua a
ejercicios impecables. Algunos de esos ejercicios ya eran familiares a
través de Don Dale Carnegie y otros los pude asimilar por primera vez
al observar las clases aparcado en algún rincón de la casa.

Esa tarde me sorprendió una jovencita de apariencia fresca, cabellos


oscuros y una fascinación única por lo que hacía. Me asombró mucho
sus repeticiones de ejercicios sin que Doña Gina se lo exigiera, sólo
por mejorar detalles que para ella eran importantes. Quedé sembra-
do en su encanto y luz que irradiaban sus ojos. Ella se percató que la
observaba meticulosamente y continuó sin que mi presencia la distra-
jera de sus ejercicios. Tampoco se ruborizó ni se opacó cuando Doña
Gina tomó un impecable pañuelo blanco y agarró su lengua mientras le
ordenaba ejercicios con diferentes vocales. Giró su rostro después de
culminar y sonrió. Levantó sus dedos y me saludó sin conocerme. Yo
quedé nuevamente petrificado, como cuando me sorprendieron con
mis zapatos rotos. Descubierto de inmediato supe que los amores que
me habían distraído hasta el momento eran meras especulaciones de
lo venidero y que delante de mí había una gran figura del canto por su
voz y su simpleza.

Recordé a uno de mis amigos imaginarios que describía los sueños


como “visiones anticipadas de lo venidero y se convertían en instru-
mento natural de todo progreso humano”. Esa tarde inolvidable, bajé
antes que ella las escaleras y tener una excusa para saludarla a su sa-
lida del edificio. Cuando tomó el pasillo, se percató de mi presencia,
volvió a sonreír como intuyendo mis planes sólo para observarla y me
saludó de nuevo levantando toda su mano. Las brisas decembrinas del
Río Magdalena revolvieron sus cabellos y una sonrisa sin fingimientos

131
MIS ZAPATOS ROTOS

terminó de seducirme sin palabras. Cuando ya me resignaba sólo a sus


recuerdos, volvió minutos más tarde, corriendo y distraída.

–¡Qué pena, me puedes ayudar con algo! –dijo.

–Claro… ¡con el mayor de los gustos! ¿En qué te puedo


ayudar? –respondí.
–Dejé un casete donde Gina. ¿Puedes subir por mí y traer-
lo, por favor?

–¡Claro que sí, enseguida, princesa!

Otra sonrisa se posó en su rostro, subí como un rayo olvi-


dando los escalones. Don Pablo Neruda me subió en una
de sus nubes, pasaron poemas por mi mente y decenas
de amigos aparcados sobre las escaleras me silbaban al
subir. Yo sentía que flotaba en un gran jardín florecido de
rosas blancas y mariposas amarillas, como las que Gabo
describía en sus Cien Años de Soledad. Una vez con el ca-
sete en mi poder y de vuelta a las escaleras, dejé la prisa y
caminé suavemente tratando de no mostrar mi ansiedad
por conocer aquella hermosa joven que me sedujo con su
voz y originalidad. Ofrecí el casete con los mismos nervios
con que recibí el primer libro de parte de Rebeca. Ella lo
tomó con su pulgar e índice, sin apartar su mirada sobre
mí.

–¡Gracias, eres muy amable!

–¡Para servirte por siempre, mi princesa! –respondí–. Mu-


cho gusto, Ricardo.

–Mucho gusto, Shakira –respondió.

132
RICHARD PALACIOS B.

Se despidió de mí un ángel que descubrí antes de ser famosa. Vi su


brillo antes de que se tomara el mundo, vi su encanto sin conocerla.
Me bastó saludarla para saber su tenacidad frente a lo que quería.
Supe que llegaba constantemente a recibir clases cuando yo estaba
repartiendo correspondencia de oficina en oficina. Años más tarde y
ya popular, la gran Shakira volvió a Barranquilla a inaugurar una obra
social de su fundación Pies Descalzos. Apretujado entre la multitud y
los periodistas, fijé mi mirada sobre ella con el mismo amor con que lo
hice aquella tarde mientras estaba sentada al lado del piano con Doña
Gina. Sentí que me observó nuevamente y me sonrió, tal vez recor-
dando la misma escena que llevaré por siempre. O tal vez ignorando al
joven que subió y bajo escaleras entre nubes y que le regaló el título de
princesa personal para mi vida. Embajadora de mi país y sencilla como
siempre tengo la esperanza de que una copia de estas líneas le recuer-
den por lo menos la brisa decembrina de nuestro caribe que enamora
a soñadores como ella y se atrevieron a desafiar las adversidades para
convertirlas en canciones.

133
134
Capítulo 8

Sin jesús
“Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y
él conmigo”. Apocalipsis 3.20

Los años siguieron su afán. Había conseguido ser periodista y culminar


con un sacrificio indescriptible mi carrera de leyes.

Libia se marchó a Europa después de haberle fallado varias veces con


mis amores indiscretos, y yo tenía un hijo a quien debía alimentar. Ha-
bía mantenido una relación con Martha, una joven que cayó seducida
por mi carreta de librero viejo, pero que no soportó las infidelidades.
La radio me parecía un espacio mágico. Me había convertido en pe-
riodista y engendrado un respeto para mí mismo y para mi familia.
Cuando me formé académicamente para el oficio y aún era mensajero,
una mañana a la entrada del viejo edificio Alfredo Stekerl, el portero
me dijo: “¡Esa señora que va a subir trabaja en radio!”.

De inmediato le pregunté si conocía de alguien que necesitara a un


reportero o locutor. Ella me dio instrucciones precisas de un señor que
necesitaba formar un equipo para un programa radial. Yo anoté los
detalles y me presenté a la entrevista. Gustavo Ospino, director del
espacio radial, me recibió sin hacer muchas preguntas, me siguió con
su mirada y me inauguró permitiéndome dar la hora por 6 meses. En la
emisora me mamaban gallo diciendo: “A esta hora de la tarde”.

Todos se reían al verme llegar desde muy temprano, a redactar noticias


sólo para dar la hora. Gustavo preguntaba: “¿A esta hora de la tarde?”.
Yo respondía: “¡¡¡Las 3:30 minutos!!!” Del otro lado del panel, el radio
operador soltaba una carcajada al ver que mi único oficio se reducía en
dar la hora en medio de entrevistas, reportajes y crónicas.

Gustavo Ospino gozaba de buena audiencia en su espacio radial y no


quería que un novato como yo cometiera errores que le costaran su

135
RICHARD PALACIOS B.

credibilidad. Cuando tuve mi oportunidad, la aproveché al máximo y


organicé con mis amigos literatos un buen reportaje que me permi-
tió no parar durante la próxima década. Aprendí a oler la noticia, a
buscarla sin contratiempos. Energías y una grabadora serían las he-
rramientas necesarias para saltar de primicia en primicia. Pero debía
enfrentar algo más difícil: dinero para las necesidades básicas. En la
emisora no me pagaban, eran pocos los periodistas que recibían sala-
rio. Yo mismo debía ser auto suficiente, es decir, buscar información,
transmitirla, vender publicidad y, lo más desafiante, lograr que me la
pagaran. Entendía haber dejado la construcción, que me aseguraba 50
mil pesos semanales, para dignificar mi vida de oficina en oficina como
mensajero donde tenía asegurado un sueldo. Sin embargo, saltar a una
emisora donde no había nada asegurado era algo un tanto irresponsa-
ble de mi parte. No obstante, asumí el reto y me encontré los primeros
meses tratando de vender una publicidad, sin obtener resultados.

El Extranjero me sugirió respetuosamente escuchar los consejos del


gran Og Mandino, autor de un libro que había ignorado al creerlo un
tanto demagógico y carente de filosofía por su título desbordado de
elogios: El Vendedor Más Grande Del Mundo. Acepté las sugerencias y
esa misma noche me visitó Hafid, su personaje central, con una vesti-
menta impecable y vistosa como la de un rey. Su obra se basa en diez
pergaminos provistos de la sabiduría necesaria para convertirse en un
gran vendedor, o mejor, en el mejor vendedor.

–¡Debes mudar tu viejo pellejo que ha sufrido durante


tanto tiempo las contusiones del fracaso y sanar las he-
ridas de la mediocridad! –me dijo convencido–. Debes na-
cer de nuevo y tu lugar de nacimiento debe ser una gran
viña donde haya suficiente fruto. Debes cosechar la sabi-
duría que han plantado los demás libros que han venido
antes que yo. Debes saborear y tragar la semilla del éxito,
para que retoñe una nueva vida dentro de ti.

136
MIS ZAPATOS ROTOS

¡La vida que has escogido está repleta de oportunidades,


pero al mismo tiempo llena de angustia y desesperación!
Sin embargo, debes triunfar sobre los otros, porque yo te
revelaré las cartas de navegación que te guiarán a través
de corrientes peligrosas hasta las playas que te parecen
un sueño.

Me pareció interesante la conversación y anoté cada punto de los diez


pergaminos que contenían las reglas, formuladas como un deber, para
convertirme en un vendedor que garantizara llevar algo de comida
para mi hogar.

–Debes abrazar el éxito. ¡Es tu recompensa! El fracaso,


como el dolor, debe ser ajeno a tu vida. Debes rechazar-
lo y abrazar la sabiduría para que salgas de las sombras
y te internes a la luz resplandeciente de las riquezas, la
posición y la felicidad. Pero sobre todo, debes practicar
la paciencia, porque la naturaleza no procede jamás con
apresuramientos.

Seguí escuchando al nuevo amigo que me sorprendía con su sabiduría,


como todos los libros que habían pasado por mi vida y dejaban huellas
imborrables que eran usadas en momentos inesperados.

–Debes formarte nuevos hábitos, pues has sido esclavo


de acciones pasadas y deben ser destruidas. Debes ser es-
clavo de buenos hábitos y alcanzarás un mejor porvenir.
Debes ser irreconocible, porque serás un nuevo hombre,
con una nueva vida.

Tomé muy en serio lo que me decía y lo apliqué paso por paso a mis
nuevos hábitos. Saludaba cada día con amor en mi corazón, como el
secreto más grande del éxito en mi propia empresa aprendí que la
fuerza muscular puede partir un escudo e incluso destruir la vida, pero

137
RICHARD PALACIOS B.

sólo el poder invisible del amor puede abrir el corazón del hombre.
Todo cuanto hacía lo desarrollaba con amor. Debía nacer de nuevo.
Cuando estaba bajo el sol canicular de Barranquilla, sabía que me ca-
lentaba los huesos y aprendí a tolerar la lluvia y los arroyos porque
purifican mi espíritu. Cada obstáculo constituía un desafío. Elogiaba a
los contradictores del programa que llamaban a criticar y se convertían
en amigos y animaba a los amigos y los convertía en hermanos.

–Ama a toda clase de hombres porque cada uno tiene


cualidades dignas de ser admiradas, aunque quizás estén
ocultas construyendo puentes de amor para llegar a ellos.
Ama al que tiene ambiciones porque puede inspirarte.
Ama al que ha fracasado porque puede enseñarte –con-
cluyó.

Después de varios días de ejercicios, salí convencido de vender una


publicidad, con una seguridad sin precedentes, amando a los políticos
porque son solamente humanos, a los ricos porque sufren de soledad,
a los pobres porque son tantos, a los jóvenes, como yo, porque nos
aferramos a la fe, a los ancianos por su sabiduría, a los hermosos por
sus ojos de tristeza, y a los feos por sus almas saturadas de paz. Pero
sobre todo, me amaba a mí mismo, vigilando celosamente todo lo que
entraba en mi cuerpo, mi mente, mi alma y mi corazón, dejando de
complacer los apetitos de la carne, tratando mi cuerpo con limpieza y
moderación, y no permitiendo que mi mente fuera atraída por el mal
y desesperación.

Antes de culminar sus sugerencias y dictar con paciencia cada uno de


los pergaminos, Hafid me recordó una frase que se insertó en mi me-
moria y en mi corazón: “El fracaso no te sobrecogerá nunca si tu deter-
minación de alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa”. Regresé
esa tarde a la emisora con mi primera publicidad, pagada por adelan-
tado y con un contrato por seis meses.

138
MIS ZAPATOS ROTOS

Un libro una vez más había contribuido a eliminar hábitos mediocres y


ver nuevas oportunidades donde el común denominador veía incerti-
dumbre. Los próximos años se moverían entre noticias, sexo y alcohol.
Pudo más la selva de cemento que las palabras del Buen Pastor que no
volvió a aparecer. Citando Proverbios 28:13, me lo dijo sabiamente,
pero no presté atención: “El vino es escarnecedor, la sidra alborotado-
ra; cualquiera que por ellos yerra no es sabio”.

Sin fe era imposible agradar a Dios. Cada viernes era una cita con el
desorden y desenfreno. Estuve en varios medios de comunicación, re-
corrí emisoras y me codeé con los dueños de la sintonía mayor en la
arenosa. Sin darme cuenta me volví encartonado, simple, carente de
amor y apartado de Dios. Edwin Parejo, el popular flaco amigo de Neru-
da por sus poemas secretos y compañero de cabina en Radio Minuto,
emisora cristiana, estaba sobrecargado de una nobleza indescriptible.
Él se quitaba la máscara los viernes, cuando dejaba de ser evangélico
y se introducía en el llamado “Clan Rojo”, un grupo de periodistas ju-
diciales que se encargaban de la crónica judicial de la ciudad. No deja-
ban nunca de ser periodistas; incluso con las borracheras más elevadas
seguían hablando de muertos. Sus historias eran fabulosas. De hecho,
me quedaba escuchando a William Ahumada, veterano cronista, quien
narraba historias que hacía suyas y que a su vez le había escuchado
a un delincuente contadas por otro, y éste, de otro, de modo que se
volvían leyendas.

Recorrí algunas iglesias cristianas buscando luz en los momentos más


oscuros cuando la depresión golpeaba fuerte. Al sentirme mejor, volvía
a mis andanzas. No recuerdo cuántas mujeres pasaron por mi vida,
pero fueron tantas que me avergüenzo cuando me las topo en la calle.
Muchas me amaron y les causé daños irreparables; otras solo busca-
ban diversión y algunas, dinero.

Me volví tan mediocre que cometí el gran error de cambiar trabajo


por alcohol. Canjeaba publicidad con reconocidos moteles y discotecas

139
RICHARD PALACIOS B.

para llegar con los amigos cualquier día, cavando mi propia tumba es-
piritual. En medio de ese mundo adictivo y carente de Dios, me ponía
una máscara de lunes a viernes en mi trabajo. Era riguroso con mis
responsabilidades laborales y estricto a la hora de cumplir con mis de-
beres. Por ejemplo, aprendí el hábito del cumplimiento desde las 4:00
de la mañana.

Jorge Cura, un chileno que vino a Barranquilla a probar suerte, se con-


virtió en un referente para mi vida. El hombre se levantaba con una fu-
ria descomunal cada madrugada y a las 3:30 a.m. estaba en la emisora.
Todos los días causaban gran expectativa sus primicias y era dueño de
una gran sintonía que compartía con Emisoras ABC y Radio Minuto.
Vera Judith Díaz granados, una periodista que conocí en el “Clan Rojo”
dotada de una inteligencia extraordinaria para el manejo de las noti-
cias judiciales, me recomendó con Jorge Cura, diciéndole que le podía
cubrir el municipio de Soledad. El Turco, como le decíamos cariñosa-
mente, me dijo: “¡Arranca enseguida! ¡Pásame un informe, a ver qué
es lo que es!”.

Transmití nervioso una noticia que encontré en mi vieja grabadora y


que había dado a conocer en otra emisora desde hacía un mes. Se
trataba de una fábrica clandestina que adulteraba salsas y aceites.
Cuando Jorge la escuchó, formó un alboroto. Allanaron la casa ubicada
en el sur occidente del municipio de Soledad y yo quedé matriculado
durante una década, hasta cuando les fallé a todos por andar de pen-
dejo. Primicias y más primicias vendrían cada día. En Soledad llovían
noticias únicas en el mundo, propias de nuestra idiosincrasia caribeña,
o regalos del mismo Dios para confundirnos con la ficción y hacernos
olvidar de los dolores causados por la pobreza de nuestros pueblos. Un
barrio lleno de mujeres llamado el “chuchal”. Otros nombres como “el
infierno”, “sal si puedes”, “brinca y pea”, causaron gran impacto cuan-
do construíamos crónicas bien servidas para el deleite de los oyentes.

140
MIS ZAPATOS ROTOS

Un día, mientras escuchaba a un decimero, me puse a improvisar al


aire y me atreví a sacar el gallo vallenato que llevo dentro y lancé un
verso dedicado al noticiero:

“¡Es Atlántico en Noticias,


tres emisiones al día!
Lo escuchan por simpatía,
porque trae buenas primicias.
Escucharlo sí es delicia,
si uno se entera en verdad,
de hechos que en la actualidad,
se riegan como semilla.
Jorge Cura en Barranquilla
y el Campeón en Soledad”.

Vi que todavía podía sacarme más el jugo y no quedarme ubicado en


un solo lugar. Recordaba cómo mi abuela había sufrido con su hijo Ma-
nuel, quien estuvo preso por más de tres años en Valledupar, acusado
de asesinato en defensa propia cuando golpeaban a su abuelo. La Vieja
Minga no tenía cómo pagar abogado y un joven recién graduado la vio
llorar amargamente a la entrada de los juzgados donde tramitaban los
permisos para entrar a la penitenciaría. Conmovido, el novato jurista
resolvió escucharla sentándose en un bordillo a su lado y arreglaron
el pago con gallinas y huevos criollos. Desde ese día prometí ayudar a
las causas perdidas buscando una solución y resolví estudiar derecho
a como diera lugar.

Emprendía campañas para ayudar a los más necesitados a través de la


emisora. Conseguíamos con los oyentes sillas de ruedas, mercados, ca-
mas, televisores y hasta uníamos familias perdidas que se creían muer-
tas. Me atreví abordar al Doctor José Consuegra Higgins, después de
averiguar su pasado repleto de sacrificios y esfuerzos por salir adelan-
te. Sin duda, teníamos cosas en común. Ambos pueblerinos: yo nacido
en Los Calabazos, Cesar, un caserío de cuarenta y dos casas, y él de Isa-
bel López, corregimiento de Sabanalarga, Atlántico; ambos amigos de

141
RICHARD PALACIOS B.

García Márquez, nuestro premio Nobel; él, por tratarlo personalmente


y yo, por conocerlo a través de sus libros.

Escritor, ensayista, investigador de los fenómenos sociales y económi-


cos de Latinoamérica y fundador de la Universidad Simón Bolívar, en-
gendrada debajo de un árbol cuando nadie creía en sus locuras, Con-
suegra Higgins se atrevió a soñar y fecundó un salvavidas para muchos
que no teníamos cómo pagar costosas sumas por educarnos.

–¡Deme una razón para apoyarlo en sus estudios!


– me dijo esa mañana el maestro Consuegra.

–¡Un pueblo sin educación es instrumento ciego de su pro-


pia destrucción! –le respondí.

–¡Bienvenido, tiene media beca! –me dijo al oído el maes-


tro brindándome su mano–. ¡No se la doy completa
porque se graduaría de vago! También dijo Bolívar: “La
ambición jamás se detiene, ni siquiera en la cima de la
grandeza”.

Me aconsejaba el maestro Consuegra que debíamos cuidarnos de la


ambición del poder político que carcomía la ciudad y que los estudian-
tes debíamos formarnos como estandartes de una mejor visión capaz
de levantarnos a reclamar por lo que teníamos derecho y no contem-
plar la voracidad con que consumen los pueblos sin que existan dolien-
tes. La otra media beca me tocaba sudarla trabajando y hasta lambo-
neando a alcaldes para que me pagaran las cuentas de publicidad. Con
esto les hacía más fácil la tarea de robar a través de sus contrataciones
y concesiones amañadas.

Cuando creía que mis amigos imaginarios se habían olvidado de mí,


aparecieron otros con lenguajes jurídicos más complicados, pero dig-
nos de ser tenidos en cuenta. Los libros no me habían olvidado, pero
yo en cierta forma me había olvidado de ellos. Así cambié mis hábitos

142
MIS ZAPATOS ROTOS

de mantenerme en equilibrio y perdí la amistad entrañable de mi buen


Jesús, que sentía, pero no veía desde hacía bastante tiempo. Él dejó de
aparecer por mis constantes borracheras.

Un personaje pintoresco vestido con toga me visitó una-


tarde.

–¿Sabes la diferencia entre ser abogado y licenciado en


derecho? –preguntó.

–La verdad, no –respondí.

–Estas dos definiciones suelen emplearse como sinó-


nimos, pero lo cierto es que cada una se distancia de la
otra. El primero es quien se encarga de velar por la justi-
cia y el segundo es un estudioso del derecho, pero sin la
chispa que prende la llama que lo enruta en la búsque-
da de la verdad jurídica traducida en el cumplimiento de
la ley. Existen abogados titulados que no son ni siquiera
abogados, valga la redundancia, y menos licenciados en
derecho –me dijo–. Pero además, abogado es el que no
sólo interpreta las normas, sino que las acata y las hace
cumplir. Siempre está pensando en el bien general y no
en la dedocracia mediática que ensucia la democracia.
Junto con el político, los tres tienen derecho a pensar. Eso
los distingue, pero sólo uno se enfrenta con la injusticia
apasionado por la verdad. Ese individuo es movido por
un ideal, la proa visionaria que lo distingue del montón.
Ese individuo es merecedor de ser llamado abogado. Es
aquel que permanentemente ejerce su profesión y no por
tiempos esporádicos. La lucha vehemente que debemos
mantener con nuestro yo interno se traduce en confianza.
Si no estamos seguros de que el imperio de las leyes es lo
que buscamos para ser soldados de la justicia, aunque la

143
RICHARD PALACIOS B.

sociedad nos imponga lo contrario, deberíamos concien-


zudamente preguntarnos si esto es lo que queremos real-
mente. De no ser así, malgastamos nuestro tiempo que,
en esencia, es nuestra existencia misma –me dijo el nuevo
amigo llamado El Alma De La Toga–. Un estudiante de de-
recho no puede seguir adelante si la llama de la justicia no
lo calienta por la verdad. De lo contrario, no concebirá ser
abogado, ni licenciado en derecho. Tal vez su formación se
traduzca en otra cosa cercana a la política deforme donde
vegetamos sin darnos cuenta sin proyectar nuestra propia
sombra. En definitiva, todos vamos a morir, de una forma
u otra. No podemos escoger el día o la hora, pero sí enca-
rar nuestra existencia como dignos hijos de la justicia para
que nos tilden con apremio y nos recuerden como verda-
deros abogados, capaces de controvertir con nosotros
mismos y luego controvertir en la trinchera de la sociedad.

En ese tono fue la advertencia del personaje, como comprobando si


quería en verdad estudiar leyes. Pero todavía no había acabado, conti-
nuó con algo que me llenó aún más de razones para ser abogado.

–El abogado tiene que comprobar a cada minuto si se


encuentra asistido por aquella fuerza interior que ha de
hacerle superior al medio ambiente. En cuanto lo asalten
dudas, en este punto debe cambiar de oficio. El futuro
abogado no puede apasionarse por este oficio por mera
conveniencia personal, sino que tiene que pensar en el
bien colectivo por y para el cumplimiento de la ley. De no
ser así, estaría incurriendo en una desagradable experien-
cia de hacer algo que internamente no le satisface como
individuo y fraguando su propia desgracia profesional. La
defensa universal no significa litigar en cualquier parte
del mundo, violando el derecho a la jurisdicción y a las
normas establecidas por cada país o nación. Se trata de

144
MIS ZAPATOS ROTOS

brindar ese conocimiento técnico a cada persona que lo


solicite sin distingo de raza, sexo o condición social. ¡No
se puede estigmatizar al presunto violador sexual, por el
hecho de tener hijos que pudieran ser sus víctimas, como
para citar un ejemplo. A ese individuo que lo sindican de
algo aberrante en la sociedad, le asisten derechos que se
traducen en una legítima defensa, controvertir y demás
elementos que el Estado mismo le otorga. No podemos
caer en el pensamiento universal de la sociedad donde se
sindica, se acusa y hasta se profiere sentencia por la inme-
diatez de aquellos que son ajenos a la defensa jurídica. No
debemos caer en el juego de enjuiciar a las personas por
lo que se dijo en un periódico o en medios informativos,
cuando aún no se le ha vencido en un juicio. A ese indivi-
duo le asiste una defensa y es nuestra obligación brindár-
sela, como el médico que no debe mirar el color de la piel
de su paciente; él es movido por el derecho a preservar la
vida sin importar los motivos que lo llevaron a su atención
clínica. De igual manera, debemos ser movidos para asis-
tir al presunto violador de la ley, sin que esto signifique
que estemos frente a un delincuente consumado. Y aun si
fuese así, es nuestro deber asistirlo sin desviar la justicia,
sino aplicándola con las garantías necesarias para no vio-
lar el imperio de la norma.

El autor de ese hermoso libro, que me hablaba sin dilaciones, era un


social–cristiano, es decir, lo opuesto a las costumbres conservadoras
de la época en España. Era miembro de un movimiento minoritario de
pensadores que opinaban diferente a la gran masa católica. Contradic-
torio y sorprendente, hablaba de una alma jurídica como la esencia de
un abogado. El alma se define como el componente espiritual de los
seres vivos. Es aquella fuerza que mueve lo tangible, sin que se pueda
ver, impulsada por muchas religiones como la energía invisible de Dios.
¿Entendió el autor que somos movidos por una energía sobrenatural
inspirada no por el hombre, sino por un ser superior? ¡Yo creo que sí!

145
RICHARD PALACIOS B.

–El imperio de la ley tiene alma y esa alma se encuentra


dentro de nosotros, esperando que la despertemos del si-
lencio que nos impone la sociedad. Debemos despertar-
nos, aunque sea para hacer ruido. Ese es el derecho que
nos asiste por ser parte activa de la ley. Esa es la gran
diferencia que tenemos de los demás. Debemos vencer
nuestros temores y prejuicios, y encender la llama que
espera dentro de nosotros para iluminar el camino de la
verdad y la justicia –me dijo el togado–. ¡La abogacía es
una carrera donde correr no es la mejor opción. Se debe
conocer el terreno donde se transita y eso no se logra sino
cuando se inspecciona, antes de aventurarnos por cami-
nos desconocidos. ¡Cada paso es un logro que conlleva a
nuevas experiencias y cada experiencia se transforma en
madurez personal que va alimentando esa alma que mora
en cada uno de nosotros. Muchos deciden no participar en
la maratón, ni siquiera como espectadores. Ellos no tie-
nen alma, carecen de ella. Han equivocado el camino y no
llegan ni a licenciados, pues son una mezcla de mediocri-
dad accidentada con oportunismo. ¡El alma de un aboga-
do debe traducirse en ética, principios incorruptibles y la
llama permanente del conocimiento! Sin esos elementos
es imposible encubar un buen soldado que defienda las
causas justas de una sociedad que cada día se convulsiona
por la degradación de sus valores que se van diluyendo
porque confundimos el valor que tenemos con una mera
tarjeta profesional, que se puede desempolvar de vez en
cuando, pero que carece de alma.

Después de hablar se marchó, pero regresaba cada tarde y me acom-


pañó durante los próximos años de estudio hasta convertirme en abo-
gado; incluso después, cuando requerí de sus conceptos para liberar-
me de las cadenas impuestas por mí mismo.

146
MIS ZAPATOS ROTOS

Jesús no volvió a aparecer, pero enviaba mensajeros que me llevaban


la palabra a cada momento. Siempre creí que pecando y rezando tenía
la facultad de emparejar las cosas. Luis Fuentes, un viejo amigo, me
invitaba a la iglesia donde asistía. Me reía de él por no creer en sus pa-
labras. Decidió cambiar de hábitos, había sido tan desordenado como
yo. Un día, para complacerlo, quedé impactado por el testimonio de
un señor que había dejado las drogas, pasó por la mendicidad y se ali-
mentaba de basura. Me aseguró que Dios lo libertó después de estar
cautivo por 20 años. Me conmovió su palabra, la recibí, pero pronto
estaría de nuevo entre fiestas, mujeres y alcohol. Dios me hablaba de
diferentes formas. Enviaba su palabra, pero terminaba apartándome
seducido por los afanes de la vida y no lograba mantenerme firme para
su reino. Resolví escuchar una emisora cristiana para buscar a Dios. Ese
día me concentré atentamente en el mensaje:

¡¡¡Cuán edificante es leer la PARÁBOLA DEL SEMBRA-


DOR!!! Es una rica comparación entre todos aquellos que
buscamos el reino de Dios y nos encontramos con las di-
ficultades propias de la existencia. Somos la semilla que
debe germinar en buena tierra y dar fruto al ciento por
uno, pero nos distraemos con los afanes temporales y nos
cuesta producir buenos resultados. ¡Hemos caído en ca-
minos, pedregales, espinos y nuestra fe la arrebata el ma-
ligno porque hemos sido débiles!

Oíd, pues, vosotros la parábola del sembrador:

«Cuando alguno oye la palabra del reino y no la entiende,


viene el malo, y arrebata lo que fue sembrado en su cora-
zón. Este es el que fue sembrado junto al camino.

Y el que fue sembrado en pedregales, éste es el que oye


la palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tie-
ne raíz en sí, sino que es de corta duración, y al venir la

147
RICHARD PALACIOS B.

aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego


tropieza.

El que fue sembrado entre espinos, éste es el que oye la


palabra, pero el afán de este siglo y el engaño de las rique-
zas ahogan la palabra, y se hace infructuosa.

Mas el que fue sembrado en buena tierra, éste es el que


oye y entiende la palabra, y da fruto; y produce a ciento, a
sesenta, y a treinta por uno».

Padre Santo, quiero ser buena semilla para ti. No permi-


tas que mi fe caiga en pedregales, caminos o espinos. No
permitas que me pierda por cosas tan absurdas como las
distracciones o las necesidades materiales.

Hoy me entrego delante de tu presencia reconociendo que


tú eres Dios. Te pido que me llenes de tu Santo Espíritu
para no apartarme de tu palabra.

¡Hoy me dispongo a caer en buena tierra para cosechar


frutos eternos que no se acabarán!

En el nombre poderoso de Jesús. Amén.

Sentí que era el mismísmo Buen Pastor que me llamaba nuevamente.


Su infinita misericordia estaba de vuelta, tocando la puerta de mi vida.
Entonces dispuse mi atención en apartarme del alcohol y el sexo, y
dejar de mentir. Al poco tiempo mis fuerzas eran reducidas a nada,
pero volvía a lo mismo. Mis visitas al pueblo eran una ronda a la de-
gradación. Mi semilla no alcanzaba la buena tierra, caía entre espinos
que ahogaban mi buena intención. Era un prófugo en potencia de la
Presencia de Dios, un obstinado en darle la espalda a la comisión de
mi vida.

148
MIS ZAPATOS ROTOS

Mi madre, como siempre, trataba de enmendar mis faltas y sufría ca-


lladamente por mi arrogancia y desenfreno. Sus consejos duraban has-
ta cuando guardaba silencio y volvía a pasearme entre el mismo círculo
vicioso. Tenía falsos amigos que merodeaban el estadio de mi vida sólo
en tiempos de abundancia, pero que saltaron de la barca cuando co-
menzó a hundirse.

En Venezuela mi papá sufrió el ataque de unos delincuentes que en-


traron en su casa y asesinaron a una de mis hermanas. Era una niña.
Mi padre en su legítima defensa reaccionó como todo ser viviente al
ver cómo destrozaban su hogar. Uno de los ladrones y asesinos resul-
tó muerto. Mi papá se entregó a las autoridades y luego, estando en
prisión a la espera por resolver su situación jurídica, fue envenenado
con cianuro. Estuvo en estado de coma por varios días. Cuando me
enteré de su situación, me percaté de que aun amaba a mi madre y
lamenté que la vida nuevamente enlutara a mi familia. Quise estar a su
lado para decirle cuánto lo amaba, para darle las gracias por haberme
engendrado, para decirle que aún recordaba cuando nos sentábamos
a la mesa a compartir la comida y expresarle que aún lo necesitaba y
deseaba ser su amigo. Fue otra pena para mi abuela, quien ya había su-
frido dos pérdidas irreparables y estaba a punto de padecer otra baja
sin explicación alguna.

Esta es la escena tan degradante de la realidad, cuando los padres de-


ben enterrar a sus hijos y no al contrario. Es la gran diferencia entre
guerra y paz. Toqué puertas para resolver la situación de papá, pero
lo que más me preocupaba era su salud. Un político que conocía me
tendió su mano, como tantas veces que solicité ayuda para pagar mis
estudios. Pero en este caso, quedé con una deuda de gratitud que me
llevó a la cárcel.

Ese político fue acusado por miembros de grupos paramilitares de te-


ner vínculos con ellos y recibir beneficios. Nos comunicábamos clan-
destinamente cuando fue declarado objetivo militar y mantuvimos

149
RICHARD PALACIOS B.

una amistad que rompió el destino mismo. Lo creía mi amigo después


de haber hecho muchas cosas por mí.

Una tarde, minutos antes de las 3:00 p.m., agentes encubiertos apun-
taron sus armas sobre mi humanidad. Pensé que era una broma y son-
reí, pero segundos después me di cuenta de que era la cruda realidad
con la cual debía lidiar por el resto de mi vida. Recibía supuestos 70
millones de pesos para evitar que mi amigo siguiera siendo mencio-
nado por miembros de las desmovilizadas autodefensas, los mismos
que masacraron a amigos y familiares. ¡70 millones que en realidad
eran 500 mil pesos que nunca usé! Siempre lo vi como un amigo. Nun-
ca pretendí dañarlo, ni siquiera reporté su paradero a las autoridades
cuando se encontraba prófugo de la justicia, aunque conocía de su ubi-
cación, y menos a grupos paramilitares de quien era objetivo militar.
Soy consciente de la ilicitud en la cual incurrí al tratar de sobornar a un
paramilitar para que no siguiera mencionando los supuestos nexos que
tuvo el político con las AUC. Ese capítulo en mi vida se llama “tristeza”.

Cuando las esposas de acero rodearon mis muñecas, sentí que un vaho
de miseria cruzaba mi existencia en fracción de segundos.

Sentí de inmediato que mi vida y libertad quedaban atrapadas, y mis


logros se desmoronaron como naipes. Sentí que dejaba de ser yo,
para convertirme en otra persona. Sentí que moría; sentí vergüenza
conmigo mismo. Escuché las carcajadas de Satanás en mi cabeza. Me
hablaba en voz alta y se burlaba de mí. La prensa titulaba en primera
plana la caída de un periodista capturado recibiendo dinero, producto
de una extorsión. Pasé de ser respetado a ser expuesto como un vulgar
delincuente.

Cuando tomaban las fotos con un cartel numerado en mi pecho, supe


que de ahí en adelante me identificarían con un radicado y dejaba de
ser persona para la justicia.

150
MIS ZAPATOS ROTOS

Pasé la noche confinado en un calabozo, atiborrado de mierda y mi-


seria, revuelto entre delincuentes que fumaban bazuco. Me encontré
sonámbulo, tratando de encontrar una respuesta que aplacara el dolor
que llevaba dentro y que me desgarraba. Caí de rodillas e imploré la
presencia de algún amigo imaginario que me abrazara y le diera nue-
vas fuerzas a este ser que había dejado de ser yo. Enterré mi cabeza
en el piso y quise desaparecer de inmediato. Deseé tener una mínima
oportunidad para saltar al vacío y dejar de recibir los martillazos que
golpeaban mi cabeza. No había espacio en el reducido lugar cubierto
de rejas. Las jornadas de algodón, las caminatas para estudiar y mi
lucha para seguir adelante se desmoronaron con la prisa de una mala
decisión. Me sentí usado, vacío y arruinado por dentro.

Tenía mucho tiempo sin elevar una oración y cuando lo hacía no pa-
saba del techo. Ese día, en el calabozo, lamenté haberme alejado del
Buen Pastor. Mis necedades contribuyeron a quedarme solo frente al
mundo. Traté de pagar un favor con otro favor y aprendí que los favo-
res no se pagan, pues, de ser así, serían deudas. Les pedí a los demás
detenidos orar por lo que había de venir en las próximas horas. Cada
uno debía estar delante de un fiscal y un juez para imputarle cargos y
definir su detención en un centro penitenciario.

Un joven que había sido detenido al despojar a una señora de su bolso


a la salida de un banco apagó el tabaco de bazuco cuando escuchó el
pedido para orar. Fue el primero que se arrodilló como esperando el
primer abrazo de Dios que lo levantara del fracaso en que se veía su-
mergido. Nos tomamos de las manos como monos en la selva. En me-
dio de la oscuridad, sólo dos rayitos de luz ingresaban por las rendijas
de las láminas cubiertas de hierro. Levanté mi rostro al techo mientras
mis rodillas golpeaban el piso. El fuerte hedor a alcantarilla revuelto
con sudor y humo incrementaron la tragedia humana y resolví orar:

«Amado Dios, ¡por favor, escúchanos! Perdona nuestras


faltas y danos fuerzas. Perdona tantos errores. Lamento

151
RICHARD PALACIOS

fallarte. Envía a tu Buen Pastor. Necesito que me perdo-


nes y tomes el control de cada una de las personas que
estamos encarceladas en este lugar. No tardes, te nece-
sitamos».

Traté de continuar, pero me arropó la nada y fue imposible seguir oran-


do. El llanto se hizo extensivo y aquel joven que hacía un momento
fumaba bazuco, desgarró de su interior un fuerte llanto. Cuando abrí
mis ojos después de creer que lo habían golpeado, todos estaban de
rodillas como flores marchitas en un jardín seco en medio del verano.

Aquel cuadro me sorprendió. Un óleo pintado con la tragedia de seres


carentes de amor, carentes de Dios. Danzaban en la delincuencia, pero
más que nada necesitaban de paz, aquella que se me había escapado
por perseguir nuevos sueños engendrados en el día a día. Ya calmados
en la madrugada, el joven demacrado por las drogas decidió acercarse
hasta el rincón donde aguardaba el llamado de mi destino. Lo recibí sin
prevenciones como lo había hecho él al escucharme.

–¡Estoy cansado de sufrir! –me dijo–. Cuando entré a la


cárcel por primera vez, era un niño. Robé un carro con una
banda que me reclutó –guardó silencio y continúo–. ¡No
quiero seguir robando! Cuando salgo, nadie quiere a un
vicioso cerca. ¡Nadie cree en mí!

La misma situación vivían miles y miles de personas que recobran la


libertad. Son sometidos a una tortura, al ser estigmatizados hasta por
sus propios familiares. Quedan libres, pero nadie les da un empleo.
Son vistos como indeseables. Pasan los días, meses y hasta años, y esa
persona se frustra al ver que aún sigue preso, aunque esté libre. Una
banda criminal lo seduce para delinquir nuevamente; le ofrece algo de
dinero, un arma y una motocicleta de alto cilindraje. Ese joven vuelve a
delinquir y en cualquier momento asesina, roba, hace daño al estado,
pero el estado también le ha hecho daño al no brindarle otra oportu-
nidad.

152
MIS ZAPATOS ROTOS

Muchos de los que estaban en ese calabozo eran reincidentes sobre


delitos que en su mayoría se pueden evitar, si existiera la voluntad po-
lítica de capacitarlos en el centro de reclusión y ponerlos a disposición
de la empresa pública y privada a través de un acompañamiento de
profesionales que les digan: “Son útiles”. Ahí estaba yo, percatándome
de una realidad que no había visto antes por estar distraído. La sanción
a la cual me enfrentaba no sólo sería la pena impuesta por el juez,
sino que también me rodearían los jueces comunes, allegados y extra-
ños que me estaban condenando sin oportunidad de controvertir. Los
próximos días serían los más humillantes. Me imaginaba a mi madre
al ver a su único hijo detrás de una reja. Sólo pensar en la vieja Elsa
sufriendo por mí se traducía en una tortura lenta.

Fui noticia día tras día. Se decían tantas cosas que me limité por sani-
dad a no escuchar ni leer. Satanás había usado toda su fuerza sobre
mí y me había degradado y arrastrado por el pavimento desnudo y
con cadenas. Los más de mil amigos en las redes sociales se diluyeron.
De los cientos de contactos en mi agenda, sólo apareció mi madre a
compartir mis tristezas. Cuando me abrazó, sentí el amor que había
ignorado toda mi vida. La vi llorar con un sentimiento abrumador.

–¡Tengo que explicarte! –le dije–. No tienes que explicar


nada. Yo confío en ti. –respondió.

Su respuesta soldó un inmenso hueco que seguía creciendo con el pa-


sar de los minutos y colocó un enorme parche de amor sobre el orificio
abierto. Decidí comer después de tres días de estar sumido en estado
de indefensión. Mi rostro descompuesto y ojeroso evidenciaba mi an-
gustia. Al mirarme al espejo, vi un cadáver que se miraba a sí mismo. El
juez aplicó detención domiciliaria con vigilancia electrónica. Un dispo-
sitivo atado a una pierna vigilaría mis pasos, recordándome cada ma-
ñana y cada tarde que no era libre. Seguiría Satanás diluyendo mi vida
sin contemplación. Cosas malas estaban por venir. Mi hijo Richard José
no soportó los titulares de prensa y los comentarios de sus amigos de

153
RICHARD PALACIOS B.

colegio. Tenía tanta vergüenza con mi pequeño ángel, que me desmo-


roné al verlo abandonar su escuela, su salón con aire acondicionado,
sus compañeros, su vida, su zona de confort. Las malas decisiones no
afectaban sólo mi humanidad, sino que también degradaban sin con-
templación mi familia. Un mediodía, un joven llegó hasta la puerta y
trató de abrir la reja violentamente. Gracias a Dios estaba cerrada con
candado. Entonces arrojó a mi compañera y a mi madre un mensaje
amenazante:

“¡Dígale al periodista que si no nos paga 30 millones de


pesos, le matamos la familia!”.

Dejó un número de teléfono para que me comunicara y les hiciera lle-


gar el efectivo en 24 horas. No tenía ese dinero. Me tocó salir corrien-
do y huir. Saqué a mi familia de la ciudad y me escondí en un barrio
que estaban apenas construyendo en las afueras de Barranquilla. Tenía
vigilancia electrónica y debía permanecer detenido.

Fui declarado objetivo militar por no acceder a las pretensiones econó-


micas del grupo al margen de la ley. Ahora no sólo debía lidiar con mi
falta de libertad, sino con la preocupación de ser asesinado por no dar
un dinero que no tenía.

Una mañana, dos sujetos llegaron hasta la entrada del conjunto re-
sidencial preguntando por mí. Un joven les dijo: “No lo conozco”. Era
verdad. Después de algunos días, el joven me vio asomado en la ven-
tana y me reconoció al verme días antes en la prensa; se acercó y me
contó que me buscaban. Sentí la muerte rondando mi vida. Compré un
arma ilegal. Aunque nunca había usado una, estaba dispuesto a pelear
para preservar mi existencia. No podía despedirme y dejar tantas cosas
inconclusas, ni reparar el daño causado a mi madre, esa buena mujer
que me acompañaba y que no dudó en seguir aferrada a mi vida, y es-
pecialmente no debía rendirme por mis hijos que necesitaban afecto y
protección. Pero sobre todo, en lo más interno de mis entrañas, sabía

154
MIS ZAPATOS ROTOS

que le debía unas disculpas a Dios que me sacó del campo para edificar
una vida mejor, pero mis actos habían destrozado esos anhelos.

Los medios donde había trabajado y muchos compañeros de prensa


me tildaron de extorsionista. Sentí que no quedaba mucho de mí. Pasé
varios días perdido como sonámbulo, solo en una casa, sin mis hijos,
sin mi madre, sin mi compañera y amiga que salieron para preservar
sus vidas. Mi dulce Ara Beatriz abandonó su trabajo y se insertó en una
casa de una ciudad ajena donde también le faltaba libertad. Hasta mi
círculo imaginario se diluyó con la bruma de la muerte.

Me percaté de que llevaba días sin dormir. Tenía el temor de que me


asesinaran. No hablaba con nadie; sólo mi abogado se comunicaba
conmigo para darme pormenores del proceso, y mi tío William desa-
fiaba la muerte para darme apoyo y llevarme comida.

Decidí encargar un perro para tener con quien hablar. Me llevaron un


rottweiler de un mes de nacido. Era mi única compañía y se volvió mi
mejor amigo.

Una madrugada, cargado de sueño por no poder dormir debido al


miedo a la muerte, tomé la decisión de terminar con mi sufrimiento.
Agarré el revolver para darme un balazo. Decidí jugar la ruleta rusa,
ya nada importaba. Estaba cansado y había dejado una nota aclarato-
ria pidiendo disculpas por mis faltas a los compañeros de radio, a mis
amigos que ya no existían, y perdón a mi madre por haber sido un mal
hijo. También le escribí a mis pequeños y a mi mujer, pidiéndole que se
casara nuevamente y olvidara la tragedia.

Introduje una bala en el tambor, le di vueltas y coloqué la punta del


cañón dentro de mi boca. Un sabor a óxido revuelto con pólvora sa-
cudieron mi garganta y desprendieron dos lágrimas que se negaban a
salir. Cuando ya nada quedaba, me despedí con la mirada de mi perro
Lucas que seguía fijamente mis movimientos como queriendo detener
mi decisión.

155
RICHARD PALACIOS B.

Agarré la culata con la última energía de vida que quedaba en mi mu-


ñeca y sentí el gatillo a punto de martillar el paladar. De repente sonó
el celular. Su timbre me despertó de la muerte que ya festejaba con su
banda irritante con platillos y voladores.

Miré el teléfono como teniendo un chance frente al arco en una final


de un mundial de fútbol. Retiré el cañón de mi boca con su sabor a flo-
res marchitas. Tomé tembloroso el celular para ver el último mensaje.
Lo leí con prisa. Era una página cristiana a la cual me había inscrito el
día anterior. En ella había un mensaje que nunca se borrará mientras
viva:

«Un profesor tomó un billete de cien dólares. Luego lo


arrojó al piso y preguntó: “¿Quién lo quiere?”. Todos los
alumnos levantaron sus manos: “¡Yo, yo, yo!”. Luego,
tomó el billete y lo arrugó con violencia y volvió a pregun-
tar: “¿Quién lo quiere?”. A lo cual volvieron a responder
al unísono: “¡Yo!”. Tomó su bolígrafo y lo rayó. Y volvió
a preguntar: “¿Quién lo quiere?”. “¡Yo!”, respondieron
sus alumnos. Así eres para Dios; puedes estar maltrata-
do, arrugado, manchado, pero para él, sigues teniendo el
mismo valor».

No podía creer lo que estaba pasando. Mi vida había sido salvada por
un mensaje de una página cristiana llamada “Renuevo de Plenitud”.
Pero más que una página, sentía que había sido el Buen Pastor mismo
quien usaba la tecnología para salvar a un moribundo. Caí de rodillas
y lloré por largo rato. Mi perrito Lucas comenzó a ladrar. Lo tomé fuer-
temente y lo enjugué con mis lágrimas. Pedí perdón por mis errores y
deseé que el Buen Pastor regresara y me diera otra oportunidad.Cuan-
do volví a sentirme muerto, una gran luz inundó el cuarto forrado de
oscuridad. La claridad proyectada por el celular fue opacada por la paz
que comenzó a sacudir los demonios que habitaban mi cabeza. Sabía
que algo grande estaba pasando. Una fuerza interior comenzó a sacu-

156
MIS ZAPATOS ROTOS

dirme lentamente mientras entraban y salían energías de mi cuerpo.


Traté de abrir mis ojos y la gran luz no me lo permitía. Caí como en un
gran sueño y, de repente, ahí estaba mi buen Jesús, más vivo que nun-
ca, sonriente, como lo recordaba, con sus vestidos blancos perfectos,
su barba mejorada y cabello impecable.

–He aquí. Yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi


voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él con-
migo –dijo citando Apocalipsis 3:20.

–Te necesito. Gracias por venir. Perdóname. Te abro mi co-


razón. Nunca te marches de mi vida –le dije.

Lloraba sin cesar, pero el Buen Pastor me tomó de los hombros, me le-
vantó con mayores energías, como recargado por el tiempo y me abra-
zó fuertemente, con la misma ternura con que se me había aparecido
en el arroyo.

–La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es


vida eterna en Mí, como dice Romanos 6:23. Has estado
en valles de sombras de muerte. Sin embargo, mi Padre es
misericordioso y tardo para airarse. Recuerda Proverbios
28:13: «El que encubre sus pecados no prosperará, mas él
que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia».

–¿Cómo puedes perdonarme después de fallarte? Preferí


los vicios y dejé de seguirte. No soy digno de tu amor –ex-
presé.

–Mi Padre ha visto tu sufrimiento y ha visto tu corazón de


arrepentimiento; sin embargo, sigues dudando al querer
acabar con tu vida. Aún no termino contigo. Tu comisión
de salvar almas sigue. Fuiste escogido antes de tu naci-
miento. Me has recibido y crees en mí nombre y eso te da

157
RICHARD PALACIOS B.

la potestad de ser hecho hijo de Dios, como está escrito en


Juan 1.12.

¡Has vivido como una criatura, lo cual es diferente! Te


ofrezco mis servicios como abogado –dijo Jesús.

–¿Cómo puedes ser mi abogado si ya tengo uno, el doctor


Erick Del Portillo? –pregunté.

–El ser humano se niega a entender que al escudriñar


las Escrituras puede darme poder para que lo represente
delante de mi Padre y pueda ejercer su defensa –me dijo
sonriendo el Buen Pastor.

–No entiendo. Por favor, ¡explícame! –dije emocionado al


tener de vuelta a mi amigo.

–Hay un plano natural, que es donde vives, y hay otro so-


brenatural que no ves, pero que es tan real como el prime-
ro. Tienes un abogado, que pelea por ti; hay una fiscalía,
que te acusa; y un juez, quien dicta sentencia –expresó–.
Pero para que tu abogado pueda representarte, debiste
darle poder. Ese poder tiene tu voluntad, consentimiento y
capacidad. Esos elementos son los mismos que necesitas
para que te pueda representar delante de mi Padre con
el fin de pelear contra Satanás. ¿No has leído la primera
carta de Juan 2.1 donde afirma: «Hijitos míos, estas cosas
os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere peca-
do, abogado tenemos para con el padre, a Jesucristo el
justo»?

¿Cuándo el hombre entenderá que no puedo representar-


los a la fuerza? –manifestó–. Satanás es feliz al no tener

158
MIS ZAPATOS ROTOS

a nadie con quien controvertir. Una vez el hombre me da


poder, ejerzo la defensa técnica que necesita todo hijo de
Dios –sentenció.

–Amado señor Jesús, te acepto como señor y salvador de


mi vida. Te acepto como abogado personal para que me
defiendas de mis enemigos. Desde hoy quiero que seas mi
defensor de confianza –manifesté tembloroso, postrado
de rodillas y abrazando sus pies.

Jesús esta vez se arrodilló y me dio un abrazo aún más cálido. Sentí su
Santo Espíritu inundando mi vida. El peso que mantenía desapareció y
por fin vi todo el panorama claro. El ser humano necesita un defensor
y ese es Jesús. El abogado que nunca ha perdido un caso.

Esa tranquilidad que se apoderó de mí cuando me rescataron de las


aguas del río y aquella que me abrigó una madrugada en San Diego, es-
taban de vuelta. Sentí que no navegaría sólo en un barco sin velamen
y sin brújula. Desde ahora, estaría al lado del más grande y, aunque
Satanás me mostrara el dispositivo electrónico que rodeaba mi pierna
como marca de la bestia, mi Buen Pastor me defendería.

Sin embargo Jesús me dijo claramente lo siguiente, citando


Deuteronomio 28:

«Mi padre le dijo al pueblo de Israel y ahora se lo digo al


mundo, para que esparzas como semilla la palabra que te
digo. “Si oyeres atentamente la voz de mi padre Jehová tu
Dios, para poner por obra todos sus mandamientos, tam-
bién Jehová tu Dios te exaltará en todas las naciones de
la tierra” Pero acontecerá que si no oyes la voz de Jehová
tu Dios, para procurar cumplir todos sus mandamientos,
«vendrán todo tipo de maldiciones y te alcanzarán».

159
RICHARD PALACIOS B.

Supe de lo que me hablaba Jesús y lamenté haberme apartado de su


camino. Sentí mucha preocupación a la vez por millones y millones de
personas que caminan sin abogado espiritual y son presas fáciles de la
oscuridad que ofrece una gran luz que quema pero no ilumina. Para
caminar con la paz y misericordia del Padre, Jesús me indicó que debía
tener en cuenta las siguientes recomendaciones y pasajes de la Biblia:

- Reconocer que Dios te ama. «Porque de tal manera ha


amado al mundo, que me ha ofrecido para que todo aquel
que en mí cree, no se pierda, más tenga vida eterna» Juan
3:16.

- Reconocer que necesitas ayuda. «Y esta es la condena-


ción: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más
las tinieblas que la luz; porque sus obras eran malas» Juan
3:19.

- «Por eso os dije que moriréis en vuestros pecados; por-


que si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis»
Juan 8:24.

- «El que en mí cree, no es condenado, pero el que no cree,


ya ha sido condenado» Juan 3:18.

- «Debes recordarle al mundo que soy el único salvador.


Soy el cordero de Dios que quita el pecado del mundo»
Juan 1:29.

- Han hecho de mis palabras un negocio lucrativo. Multi-


tudes enteras engañadas por falsos profetas pidiendo di-
nero a través de la fe. Pidiendo lo que yo nunca he pedido.
El dinero los ha vuelto voraces y vanidosos, hijos del mal.
«Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Pa-
dre, sino por mí» Juan 14:6.

160
MIS ZAPATOS ROTOS

- «El que cree en el hijo tiene vida eterna, pero el que se


rehúsa creer en el hijo no verá la vida, sino que la ira de
Dios está sobre él» Juan 3:16.

-Se han perdido por estar pendientes de los diezmos y


ofrendas. Constriñen a la gente de buen corazón ame-
nazándolos con perder la salvación, cuando son ellos los
lobos que se olvidan de la ofrenda voluntaria y genero-
sa. Mi Padre no se compra con dinero, pero ellos siguen
profanando su templo, colocándoles hasta precio a los
sermones. Su dios se llama dinero, pero el negocio de mi
padre son las almas. Con fe hasta de la boca de un pez
pueden sacar dinero. «Buscad primero el reino de Dios y
las demás cosas serán añadidas» Mateo 6:33.

- El mundo debe recibirme como su señor y salvador. «Más


a todos los que me reciben, a los que creen en mi nombre,
les he dado la potestad de ser hechos hijos de Dios» Juan
1:12.

- Al que me acepte como su abogado personal le daré vida


eterna; «y no perecerá jamás, ni nadie lo arrebatará de mi
mano» Juan 10:28.

Hizo una pausa Jesús. Se sentó al borde de la cama, man-


tuvo su mirada fija en mí y continuó diciendo citando Juan
15: «De cierto, de cierto te digo: “El que oye mi palabra
y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a
condenación, más ha pasado de muerte a vida. Soy señor
pero también amigo. Vosotros sois mis amigos, si hacéis
lo que yo os mando. Una vez more en el hombre, pedid
todo en mi nombre y vuestro gozo será cumplido”. Ahora
perteneces a la familia de Dios. Todo aquel que me recibe
como señor y salvador es heredero del reino de mi padre.

161
RICHARD PALACIOS B.

“Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece


en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separa-
dos de mí nada podéis hacer”. Y por último debes compro-
meterte en servir al Señor. Ora y testifica de las buenas
nuevas en mi nombre. Y todo lo que pidiereis al padre en
mi nombre, será hecho para que el padre sea glorifica-
do en el hijo. Recuérdale al mundo las palabras en Juan
8:31,32: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis
verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y
la verdad os hará libres”».

Seguía llorando de la felicidad en saber que tenía otra


oportunidad. No importaba cómo me pudiera ver el mun-
do; lo más valioso es cómo me veía Dios y como te ves a
ti mismo.

–Sé que he pecado y que necesito tu perdón. Creo que


moriste en la cruz y estoy dispuesto a cambiar de hábitos
para darle la espalda al pecado. Te invito a vivir en mi co-
razón como mi salvador y defensor personal, y por medio
de tu gracia estoy dispuesto a seguirte y obedecerte como
el señor de mi vida. Levantaré la voz para decirle al mundo
que tenemos a Jesús el justo como abogado para con el
Padre –le dije a Jesús abrazando sus pies.

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163
Capítulo 9

Liberado por Cristo


“No hagas nada por obligación, ni por compromiso; sino por amor. Y
encontrarás plenitud; y con esta todo es posible, porque nos mueve la
fuerza natural de la vida”. Facundo Cabral

Estuve privado de la libertad por dos años, dos meses cuatro días y
una tarde, aunque la condena que esperaba era inicialmente de doce
años. La persona que me había acusado se sentó conmigo y decidió
desistir del proceso penal, pues entendió que nunca pretendí hacerle
daño. Presenté disculpas atendiendo a la voz del Buen Pastor, quien
me indicó que debía amar a mis amigos, pero también a mis enemigos.
Pido perdón a todas aquellas personas lastimadas que directa e indi-
rectamente resultaron afectadas, entre quienes cuento a mis amigos
de radio que nada tuvieron que ver con mi conducta individual.

Jesús envió a dos pastores de una iglesia humilde para que me evange-
lizaran y creciera en conocimiento, como el niño que comienza alimen-
tarse de leche materna y se va nutriendo poco a poco. Un día les pedí
que me bautizaran, pero no podía llegar a la piscina donde realizaban
la inmersión por tener la vigilancia electrónica en una de mis piernas.
Llené un tanque y me sumergí por fe. Cuando me bendijo el pastor,
sentí un soplo que nadie me ha podido explicar, aunque yo sí conozco
la respuesta: es el Espíritu Santo mismo quien mora en mí.

Los vicios no se tiran por la ventana, sino que se sacan por las escaleras
peldaño a peldaño. No soy un religioso, ni mucho menos un fanático,
pero ahora soy más espiritual. Reconozco que me equivoco a diario,
pero decidí cambiar de hábitos tratando de parecerme más al Buen
Pastor. Muchos en la calle me saludan con cariño y otros me miran
con desprecio. No ven a un ser humano capaz de rehabilitarse, sino a
un delincuente. Un día llegué un tanto deprimido, pues había salido
a buscar trabajo, pero las puertas se cerraron donde fueron tocadas.

164
RICHARD PALACIOS B.

El Buen Pastor esa noche me dijo: “Trabajas para mí. La empresa de mi


Padre tiene millones y millones de vacantes, los recursos son ilimitados
y es dueño de todo cuanto existe”.

Entonces volvieron mis viejos amigos: los libros. El padre de mi esposa,


el señor Héctor Royero, una de las pocas personas que fue fiel conmigo
hasta la muerte, la que nos sorprende a todos, me dejó una caja de
libros que no había leído. Volvieron mis parceros imaginarios, gracias
a ese gran amigo que extraño como un padre. Antes de morir me dijo:
“No dejes de creer en ti. Es la única independencia que tenemos”. El día
de su muerte tuve que lidiar con un permiso ante el juzgado para darle
su último adiós. Aunque algunos se acercaron a tenderme la mano en
el cementerio, muchos no me saludaron; pero ya no importaba, Jesús
estaba adentro dándome fuerzas. Incluso El Buen Pastor fue rechaza-
do. También José vivió preso diecisiete años, Pablo, Pedro y Mandela.
El Buen Pastor me dijo: “Mi padre del estiércol hace abono y yo soy
especialista en hacer de las cosas aguadas el buen vino”.

Al regreso del cementerio con mi amigo Alex Villar y Gustavo Ospino,


un joven a quien llamo hermano por creer en mí todo el tiempo, me
dejaron en mi cambuche literario. Para mi sorpresa encontré la pe-
queña casa llena de amigos, pero me asombró principalmente la visita
del gran Facundo Cabral, con su guitarra, sentado en mi sillón con sus
lentes oscuros. Me saludó con la misma especialidad de sus canciones.
Me dijo: “No te abrumes por la muerte de tu amigo, a quien conside-
raste padre por el afecto que te brindó. No hay muerte, hay mudanza.
¡El dinero nos aleja de Dios!”.

Comenzó a tocar su guitarra y un montón de amigos entraban cada


vez más. Don José Ingenieros, Don Quijote y Rocinante, El Extranjero,
mi Lolita, mi gran amigo El Principito me dio un beso en la mejilla… ¡y
pare de contar! Tenía todo lo que necesitaba. El Buen Pastor, sentado
en un mueble en la salita de la casa, hablaba con un inmenso amor con
Don José Saramago, arreglando diferencias ideológicas, soportándose
el uno al otro.

165
MIS ZAPATOS ROTOS

Y seguía tocando y hablando el gran Facundo:

«El que hace lo que ama está benditamente condenado


al éxito; porque lo que ha de ser, será.

No hagas nada por obligación, ni por compromiso; sino


por amor. Y encontrarás plenitud; y con esta todo es
posible, porque nos mueve la fuerza natural de la vida.

Dios puso un ser humano a cargo y eres tú mismo. Debes


hacerlo libre y feliz. Después podemos compartir la vida
con los demás.

La felicidad no es un derecho, es un deber, porque si no


eres feliz amargarás a toda una cuadra.

Hay tantas cosas para gozar y tenemos tan poco tiempo,


que sufrir es una pérdida de tiempo.

Si los malos supieran que buen negocio es ser bueno,


harían el bien aunque sea por negocio.

Quédate quieto y en silencio para escuchar el sabio que


llevas dentro.

No trates de cambiar al mundo, sólo entiéndelo.

Abandonado el ego, aparecen los milagros.

El ego depende de la mente, el inocente del corazón.

Sólo en la inocencia se puede ver a Dios.

El ignorante ve varias cosas; el sabio, sólo una: la verdad.

166
RICHARD PALACIOS B.

Si quieres vida, vive en paz. Si quieres muerte, vive


enguerra.

Señor, te pido perdón por mis pecados, ante todo por


haber peregrinado tus muchos santuarios olvidando que
tú estás en todas partes.

Te pido perdón por implorar tantas veces tu ayuda,


ignorando que tu bienestar te preocupa más a ti que amí.

Y en segundo lugar perdóname por pedirte perdón,


porque antes de cometer el pecado ya tú me has
perdonado. ¡Tanta es tu misericordia!

Me preguntas que dónde puedes encontrarme, y te digo


que en cualquier parte porque soy parte del universo.

No somos tan malos como creemos. La paz es posible a


través del diálogo, de la concertación.

No hay apuro. Tenemos la eternidad por delante.

Está permitido caerse, pero no quedarnos en el suelo.

Para qué tengo bienes si no tengo a una mujer que me


quiera.

Somos inmensamente ricos porque somos hijos de Dios.


Lamentablemente no nos hemos dado cuenta.

Hay quienes tenemos conciencia y otros pocos la


escuchamos. ¡Preferimos la tv!

Tengo cerebro, corazón, tengo vida. ¡Cómo puedo


sentirme desdichado!».

167
MIS ZAPATOS ROTOS

No podía estar más feliz con la fiesta improvisada de mis amigos. Me


sentí nuevamente libre, cargado de vida, de amor, pero sobre todo, de
esperanzas. Seguían ingresando personalidades y, de pronto, una gran
ovación terminó de prender la alegría ya desbordada entre la multitud
que se instalaba en el patio buscando un espacio. El gran Gabriel Gar-
cía Márquez ingresó más joven y radiante que nunca, repartió abrazos
por doquier con su guayabera y montones de mariposas amarillas en-
traron a su paso. Saludó al Buen Pastor con un afecto que me dejó im-
presionado y se me acercó, dándome un enorme abrazo, sacándome
un chorro de lágrimas que no pude contener. Mi gran ejemplo literario
hacía parte de mi círculo social.

–Yo creo que todavía no es demasiado tarde para cons-


truir una utopía que nos permita compartir la tierra –dijo
Gabo.

El Buen Pastor y demás amigos soltamos una carcajada.

–¡Ajá¡ ¿Y cuándo es que Dios va arreglar las cosas?


¡Los políticos nos tienen jodidos!

–El día en que la mierda tenga algún valor, ¡los pobres


nacerán sin culo! –remató Gabo entre risas.

–No te afanes, que la vida no es la que uno vivió, sino la


que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla –dijo
Jesús.

– ¡Jajajaja! ¡Hasta el Buen Pastor lee sus obras, maestro!


–manifesté.

–¡Dios los lee a todos y disfruta de su buen sentido


del humor, tanto como yo! –dijo el gran Jesús.

168
RICHARD PALACIOS B.

–Todos los que estamos aquí hemos sufrido los efectos de las guerras.
El hombre, como lobo peleando su presa. Ideologías van y otras vienen,
y al final todos morimos, de una forma u otra, pero todos morimos.
Sólo Dios es capaz de darnos vida eterna. El diálogo y la concertación
son más potentes que las balas y las motosierras –manifestó Jesús.

Cuando creía que el buen Jesús sólo podía soportar a mis amigos lite-
ratos y al gran Facundo, que se había colado en la fiesta, dio la orden
para que ingresaran dos nuevos visitantes. Al verlos todos quedaron
pasmados por su presencia: Pedro Antonio Marín Marín, más conocido
como Manuel Marulanda Vélez, y Carlos Castaño Gil. El primero, jefe
máximo de la guerrilla de las Farc; el otro, de las Autodefensas Unidas
de Colombia, AUC. Ambos, vestidos de camuflados, irrumpieron en la
sala, no con la autoridad que imponían en sus frentes, sino con cierta
humildad que les permitió saludar amablemente a todos los presentes.

Manuel Marulanda Vélez era llamado “Tirofijo” por su habilidad para


acertar en el blanco al disparar con armas de fuego, durante sus días
de combatiente. Había trabajado como expendedor de carne, pana-
dero, vendedor de dulces, constructor, tendero y comerciante, hasta
que decidió armarse por la represión y violencia política después de la
muerte de Jorge Eliecer Gaitán. Junto con otros hombres creó milicias
para protegerse del gobierno, terratenientes y de bandidos oportunis-
tas. Su evolución en la guerra originó las FARC, la guerrilla más antigua
del mundo.

Luego nació el paramilitarismo de derecha, con un hombre sin temores


y dispuesto acabar con la guerrilla a como diera lugar, tras haber sufri-
do en carne propia la muerte de sus seres queridos. Carlos Castaño Gil,
por su parte, buscaba afanosamente a guerrilleros para exterminarlos.
Con su ejército de hombres dispuestos a todo, él culminaba los traba-
jos inconclusos de la fuerza pública. Ambos bandos habían contribuido
a desmejorar mi familia. Había sido una víctima de sus peleas. Muchos
amigos y familiares debían pagar vacunas a la guerrilla cada mes.

169
MIS ZAPATOS ROTOS

De hecho, a mi amigo el Paro le pidieron dinero por devolverle unas


vacas. Desde ese momento, dejó de admirar la subversión. Los para-
militares, por otro lado, habían desplazado a mi familia y asesinado a
otros. En conclusión la guerra me había afectado, como a la mayoría de
los hombres que vivimos matándonos los unos a otros por un territorio
que no era nuestro.

–Hombre, acá los jodidos son millones de personas que


resultan afectados por nuestras locuras. Yo, muerto; Ma-
nuel, muerto, y el diablo feliz, hermano –dijo Carlos Cas-
taño.

–¡De acuerdo! –respondió Tirofijo.

–Dejar un legado de guerra no es vivir. Hay que buscar la


paz, primero desarmando los espíritus, pues si no firma-
mos la paz primero nosotros mismos, no hay nada que
hacer –intervino Jesús.

Todos guardaron silencio, como buscando la sabiduría que nos falta


para ser felices.

–Todo aquel que no hace la voluntad de Dios, podría con-


siderarse su enemigo o contrario a su misión. Sin embar-
go, ¿qué mérito tiene cabalgar con nuestros amigos y ol-
vidarnos de nuestros adversarios? Dios lo sabe y por eso,
sin dudarlo, invité al recaudador de impuestos a compartir
la mesa. Propios y extraños calificaron aquella experien-
cia como abominable, pero vuelvo y digo: «Los sanos no
tienen necesidad del médico, sino los enfermos», como
aparece en Mateo 9: 12. Vivimos destruyéndonos unos a
los otros y no somos capaces de agotar la vía conciliato-
ria. El mundo es un caos e ignoramos que hacemos parte
del mundo. Nos resulta complicado sentarnos con el polo

170
RICHARD PALACIOS B.

opuesto para ponernos de acuerdo. Mateo o Alfeo, como


se conoce el recaudador de impuestos, era mirado por la
sociedad como un vulgar ladrón, disfrazado con la lega-
lidad del Estado para cobrar más de lo debido. Es hora
de rendir cuentas y sentarnos a conciliar y decir “basta”.
Hoy es el mejor día para hacer un alto en el camino y ale-
jarnos de tantos cobros injustos, de tanta guerra. Hoy el
hombre debe detenerse para aceptar la oportunidad que
le da Dios para reconciliarse con su hermano y abrazar
una nueva oportunidad. Hoy debe el hombre hacer lo co-
rrecto, pues me importa su salvación y debe pasar el resto
de su vida haciendo lo necesario para agradar a mi Padre
celestial, para no equivocarse una y otra vez. Hoy se debe
firmar la paz dentro de nuestros corazones y aceptar que
somos diferentes. Pero sobre todo, el hombre tiene que
aceptarme como su señor y salvador.

Un gran abrazo se fundió entre izquierda y derecha. Libros viejos y nue-


vos se entrelazaron y aceptaron sus diferencias promulgando la paz
que todo ser humano necesita: el perdón de unos a otros y, por su-
puesto, a nosotros mismos.

Tiempo después, ya libre y sin el brazalete electrónico que me man-


tuvo preso, debía lidiar con la incertidumbre de arrancar de cero, sin
dinero, sin amigos, sin trabajo, con hijos y un perro que alimentar. Me
preguntaba si era capaz de arrancar de nuevo y alejarme de los malos
recuerdos que habían estropeado mis planes o si los habían alineado
para conocer a Dios. Una mañana, limpiando libros viejos, encontré
una caja sellada. Mi madre la había preservado sin que me diera cuen-
ta y la cuidaba celosamente sin hacer ruido. Cuando la vi, la reconocí
de inmediato. Era la misma caja de cartón donde Rebeca, años atrás,
me había encargado cuidar varios ejemplares que luego fueron de gran
utilidad.

171
MIS ZAPATOS ROTOS

Tomé la caja como abrazando mi propio destino. Corté la cinta con un


cuchillo y ahí estaba esperándome Lolita. Tomé el precioso libro y lo
besé. Al abrirlo, descubrí una nota que no había vuelto a ver por años
y que ya había olvidado.

«Los grandes soñadores nos burlamos de la realidad, por-


que al soñar volamos, nadamos y hasta nos volvemos in-
mortales. El subconsciente es más astuto que la realidad
que disfraza la vida con dolor, mientras que el soñador lo
envuelve con alegría. Soñar es una ventaja para los que
duermen despiertos y no esperan que llegue la oportuni-
dad, sino que salen a buscarla, como si fuera la comida
del día».

¡Oh, Dios Santo! Era la nota que Rebeca me dio el día que nos despe-
dimos. Aún estaba ahí para recordarme que debía seguir luchando. La
tomé con mucho cuidado y corroboré que la fragancia de jazmín que
había en el colegio había permanecido con el tiempo revuelto con el
olor a libro.

Aprendí que la literatura salva vidas de la hecatombe en que nos en-


vuelve la misma sociedad.

Unos la comprendemos de una forma; otros le damos diferente signifi-


cado, pero siempre debemos estar prestos a servir y ser felices. Dentro
de algunos años no estaremos en la tierra, pero los libros seguirán ha-
blándole al mundo.

Nos vemos pronto. Dios aún no termina contigo.

Amén.
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