Actualidad de Chéjov I y II
Actualidad de Chéjov I y II
Actualidad de Chéjov I y II
485
ACTUALIDAD
DE CHÉJOV
Cuentos de
Raymond Carver
y Chéjov
Un ensayo de
Sergio Pitol
El mandado
Víctima de la tuberculosis, Chéjov murió la
madrugada del 3 de julio de 1904, a los
cuarenta y cuatro años. Según uno de sus
biógrafos –Henri Troyat–, cuando Chéjov entró
en agonía, el médico que lo cuidaba tuvo un raro momento de inspiración: pidió
una botella de champaña. Chéjov bebió una copa y pocos minutos después murió.
El detalle del champaña ante la inminencia de la muerte conmovió profundamente
a Carver, quien al instante supo que escribiría sobre ese hecho extraordinario. El
resultado fue el relato que aquí presentamos. Carver confesó que escribirlo le
demandó un gran esfuerzo porque se trataba de una ficción, en el espacio acotado
del relato, a partir de un suceso real. Ironía de la vida, fue también uno de los
últimos que escribió Carver, a quien la crítica ha llegado a considerar el Chéjov
estadunidense, y forma parte del libro El elefante y otros relatos. En una nota
posterior, Carver señala que con este relato quiso hacer un homenaje, pagar en
parte algo de lo mucho que debía a Chéjov, a quien consideraba el mejor cuentista
que ha existido.
LEANDRO ARELLANO
Chéjov viajó a Moscú la noche del 22 de marzo de 1897 para cenar con su amigo
y confidente Alexei Suvorín. Suvorín era un acaudalado editor de libros y diarios,
un reaccionario, un hombre hecho gracias a su propio esfuerzo, cuyo padre había
sido soldado raso en la batalla de Borodino. Igual que Chéjov, era nieto de un
siervo. Eso compartían: llevar sangre campesina en las venas. Por lo demás, por
temperamento e ideología, se hallaban muy alejados. Pese a todo, Suvorín era uno
de los pocos amigos íntimos de Chéjov y disfrutaba su compañía.
María, su hemana menor, visitó a Chéjov en la clínica durante los últimos días de
marzo. El clima era miserable: caía una tormenta de aguanieve y había pilas de
nieve congelada por todas partes. Le resultó difícil encontrar un coche que la
transportara al hospital. Cuando arribó, iba invadida por el temor y la ansiedad.
"Antón Pavlovich yacía sobre su espalda", escribió María en sus Memorias. "Tenía
prohibido hablar. Después de saludarlo me dirigí hacia la mesa para ocultar mis
emociones." Allí, confundido entre botellas de champaña, latas de caviar y ramos
de flores de sus admiradores, vio algo que la aterró: un dibujo hecho a pulso,
trazado a no dudarlo por un especialista, de los pulmones de Chéjov. Se trataba
del tipo de boceto que un doctor hace con frecuencia para explicar a su paciente lo
que él cree que ocurre. Los pulmones estaban delineados en azul pero la parte de
arriba estaba cubierta de rojo. "Comprendí que estaban infectados", escribió María.
Otra de sus visitas fue León Tolstoi. El personal del hospital se quedó estupefacto
al tener frente a sí al mayor escritor de su patria, y acaso el hombre más célebre
de toda Rusia. Desde luego, le permitieron ver al paciente, no obstante que tenía
prohibido recibir visitas no indispensables. Con excesiva zalamería por parte de
enfermeras y doctores residentes, el anciano barbado y de aspecto fiero fue
conducido al cuarto de Chéjov. A pesar de la baja estima que sentía por Chéjov
como dramaturgo (Tolstoi pensaba que su teatro carecía de acción y de visión
moral. "¿Adónde van su personajes?" preguntó cierta vez a Chéjov. "Van y vienen
del sofá al cuarto de cachivaches" le respondió.) amaba sus cuentos. Mejor aún, y
para acabar pronto, Chéjov le caía bien. Una ocasión comentó a Gorky: "Qué
hombre tan extraordinario; modesto y tranquilo como una muchacha. Incluso
camina como una muchacha. Es un hombre maravilloso." Y anotó en su diario
(todos llevaban un diario en esa época): "Me alegra este cariño que siento por
Chéjov."
Con todo, Chéjov quedó impresionado por el interés mostrado con su visita. Pero a
diferencia del Conde, Chéjov no creía y nunca había creído en la otra vida. No
creía en nada que no pudiera percibir por uno o más de su cinco sentidos. En
cuanto a su perspectiva de la vida y a su literatura, alguna vez comentó a alguien
que carecía de "una visión política, religiosa, o filosófica. La cambio cada mes; así
que me restrinjo a describir el modo como mis personajes aman, se casan, nacen,
mueren y hablan".
Al comenzar ese mes, Chéjov había tenido una jornada difícil en el tren que lo llevó
de Moscú a Berlín. Había viajado con su esposa, Olga Knipper, a quien conoció en
1898, durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como
una excelente actriz. Era inteligente, hermosa y casi diez años menor que el
dramaturgo. Chéjov se sintió atraído por ella en cuanto la conoció, pero le llevó
algún tiempo externarlo. Como era habitual, él prefería el coqueteo al matrimonio.
Luego de tres años de cortejarla y tras separaciones, cartas e inevitables
malentendidos, se casaron en una ceremonia privada en Moscú, el 25 de mayo de
1901. Chéjov era inmensamente feliz. Llamaba a Olga "poni", "perrito", "mi
cachorrito". También le gustaba llamarla "pavita" o simplemente "mi vida".
El doctor Schwöhrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que obtenían
jugosos ingresos atendiendo a la gente que acudía al spa en busca de alivio para
distintos males. Algunos pacientes estaban realmente enfermos o su salud era
débil, otros simplemente viejos e hipocondríacos. Pero Chéjov era un caso
especial: su enfermedad era incurable y vivía sus últimos días. También gozaba de
mucha fama. Incluso el doctor Schöwhrer lo conocía: había leído algunos cuentos
suyos en una revista alemana. Cuando examinó al escritor a principios de junio,
comentó su aprecio por el arte de Chéjov pero mantuvo oculta su opinión clínica.
Nada más se limitó a recetarle una dieta a base de chocolate, avena bañada con
mantequilla y té de fresa. Se suponía que éste ayudaría a Chéjov a dormir por la
noche.
El doctor se atusó el enorme bigote y observó a Chéjov, quien tenía las mejillas
hundidas, cenizas, estaba pálido y chirriaba al respirar. El doctor supo que era
cuestión de minutos. Sin decir palabra, sin consultarlo con Olga, el doctor caminó
hasta un nicho donde había un teléfono en la pared y leyó las instrucciones para su
uso. Si lo activaba sosteniendo el dedo sobre un botón y giraba una manija al lado
al aparato, podía llamar a la parte baja del hotel: la cocina. Levantó el receptor, lo
puso en su oído y siguió las instrucciones. Cuando por fin alguien contestó, el
doctor ordenó una botella del mejor champaña que tuviera el hotel. Le preguntaron
cuántas copas requería. "Tres", respondió el médico gritando por la bocina, "Y
apresúrese, ¿me escucha?" Fue uno de esos raros momentos de inspiración que
con el tiempo se pasan por alto, porque el hecho es tan propio que parece
inevitable.
El doctor levantó de sobre la sábana la mano de Chéjov. Puso sus dedos alrededor
de la muñeca del escritor y extrajo un reloj de oro del bolsillo de su chaleco, del
que abrió la tapa. El segundero avanzaba lenta, muy lentamente. Lo observó girar
tres veces en redondo esperando señales del pulso. Eran las tres de la mañana y
el calor en el cuarto todavía sofocaba. Badenweiler se hallaba bajo la peor ola de
calor en años. Las ventanas de ambos cuartos estaba de par en par pero no había
ni señales de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras se coló por la
ventana y fue a estrellarse violentamente contra la lámpara eléctrica. El doctor
soltó la muñeca de Chéjov y dijo: "Se acabó." Cerró la tapa de su reloj y lo devolvió
al bolsillo del chaleco.
Pero resultó ser el mismo muchacho rubio que horas antes había traído el
champaña. Sin embargo, esta vez el muchacho llevaba los pantalones del
uniforme correctamente planchados, los pliegues del frente bien marcados y
abrochados todos los botones de su reluciente chaqueta verde. Parecía otra
persona. No sólo iba totalmente despierto sino que se había rasurado las mejillas
regordetas, llevaba el cabello bien peinado y parecía ansioso por agradar. Sostenía
en la mano un florero de porcelana con tres rosas amarillas de tallo largo. Se las
ofreció a Olga con un simpático choque de sus tacones. Ella retorcedió
permitiéndole pasar a la habitación. Él le dijo que iba a levantar las copas, la
hielera, la bandeja, sí, pero a la vez quería informarle que debido al intenso calor,
el desayuno sería servido esa mañana en el jardín. Confió en que el calor no le
resultara muy agobiante y se disculpó por ello.
La mujer parecía distraída. Mientras él hablaba, ella apartó la vista y miró hacia
abajo, a algo que había en la alfombra. Cruzó los brazos y los sostuvo con los
codos. Entretanto él, todavía con el florero en las manos, en espera de una
indicación, observó detenidamente la habitación. La luz brillante del sol se
derramaba por las ventanas abiertas. El cuarto estaba ordenado y tranquilo, casi
intacto. No había ropa sobre las sillas, ni zapatos, calcetines, tirantes o sotenes a
la vista, como tampoco maletas abiertas. En una palabra, no había nada fuera de
lugar; nada salvo los pesados y ordinarios muebles que componen el mobiliario de
un cuarto de hotel. Entonces, al ver que ella seguía mirando al piso, él también
bajó la mirada y descubrió al instante un corcho cerca del zapato de Olga. La mujer
no lo veía, pues miraba en otra dirección. El muchacho quiso inclinarse a recogerlo
pero aún sostenía las rosas en la mano y temió parecer un intruso atrayendo la
atención sobre él. Muy a su pesar dejó el corcho donde estaba y alzó la vista. Todo
se hallaba en orden excepto la botella de champaña descorchada y a medio
consumir, colocada en la mesa junto a dos copas. Echó otra mirada. Por la puerta
abierta observó que la tercera copa seguía en el dormitorio, sobre la mesita de
noche. Pero todavía alguien ocupaba la cama. No pudo distinguir quién era, pero el
bulto bajo las sábanas permanecía inmóvil y callado. Volvió la vista a otro lado y
por una razón que no comprendía lo invadió una sensación de inquietud. Aclaró su
garganta y recargó su peso en la otra pierna. La mujer seguía imperturbable. El
muchacho sintió que le ardían las mejillas. Se le ocurrió, sin pensarlo del todo, que
quizás debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiado en
atraer así la atención de la mujer, pero ella no lo notó. Los distinguidos huéspedes
extranjeros, dijo, podían tomar el desayuno en sus habitaciones si así lo deseaban.
El muchacho (cuyo nombre no sobrevivió y es probable que haya muerto en la
primera guerra mundial) dijo que con gusto subiría la bandeja. Dos bandejas,
anadió, atisbando una vez más hacia el dormitorio.
Pasó el instante. Anduvo hasta donde se hallaba su bolso de mano y pescó unas
monedas. También extrajo unos billetes. El muchacho se enjugó los labios con la
lengua: otra propina generosa. ¿Ahora por qué? ¿Qué le pediría esta vez? Nunca
antes había atendido a huéspedes así. Y aclaró su garganta de nuevo.
El muchacho luchó por entender lo que ella le decía. Decidió no mirar más hacia el
otro cuarto. Había presentido que algo no andaba bien. Advirtió que su corazón le
latía con fuerza bajo la chaqueta y que el sudor asomaba a su frente. No supo
adónde dirigir la vista y quería colocar el florero en alguna parte.
La cara del muchacho se había puesto lívida, pero se mantuvo rígido sosteniendo
el florero. Acertó a asentir con la cabeza.
Luego de obtener la autorización para salir del hotel, el muchacho debería salir
serena y resueltamente por el agente funerario, pero sin precipitaciones. Debería
conducirse exactamente como quien hace un importante mandado, no más.
Estaba haciendo un importante mandado, le dijo Olga. Y si contribuía al mejor
cumplimiento de su encargo, debería imaginarse a sí mismo como quien avanza
en una acera repleta llevando un florero de porcelana lleno de rosas, que debe
entregar a una persona importante. (Olga hablaba en voz baja, casi en un susurro,
como si se dirigiera a un pariente o a un amigo.) Incluso podía pensar que la
persona que le aguardaba se hallaba impaciente por recibir las rosas. Sin
embargo, no debería exhaltarse y correr, ni perder el paso, no olvidar que llevaba
un florero. Debería caminar con energía pero guardando toda la compostura
posible. Debería mantenerse así hasta llegar a la funeraria. Ya frente a la puerta,
debía levantar la aldaba, y luego, dejarla caer una, dos, tres veces. Un minuto
después, se asomaría el agente.
El agente funerario toma en sus manos el florero. Una sola vez, mientras habla el
muchacho, un leve parapadeo traiciona al hombre, lo que indica que no ha
escuchado nada fuera de lo común. Pero en el momento en que el muchacho
menciona el nombre del muerto, los párpados del hombre se alzan un poco.
¿Chéjov, ha dicho usted? Aguarde, en un minuto lo acompaño.
¿Entiende lo que le digo? le pregunta Olga al muchacho. Deje ahí las copas. No se
preocupe por ellas. Olvide todo eso. Deje el cuarto como está. Todo está dispuesto
ya. Estamos listos. ¿Puede ir ya?
Chéjov
nuestro
contemporáneo
Afirma Cyril Connolly que el escritor debe
aspirar a escribir una obra genial. Todo escritor
debe desde el inicio ser fiel a sus posibilidades y
tratar de afinarlas; tener el mayor respeto al
lenguaje, mantenerlo vivo, renovarlo si es
posible; no hacer concesiones a nadie, y menos
al poder o a la moda, y plantearse en su tarea
los retos más audaces que le sea posible
concebir. Al menos, ésa fue la manera como
Chéjov llegó a convertirse en el gran escritor que
es. Escribió al principio, al advertir su facilidad
para inventar historias, para ganar un poco de
dinero y mantener a su familia; le llevó unos
cuantos años descubrir que ser escritor planteaba exigencias mayores a las de
relatar una anécdota graciosa o un episodio dramático. Fue siempre fiel a su
intuición, excepcionalmente exigente consigo mismo, indiferente al juicio de los
demás, ajeno a cualquier tentación de poder, a toda forma de adiposidad o de
falsía, e infatigable en la búsqueda de una manera personal de narrar. Gracias a
ello, dejó como legado a la humanidad un puñado de obras geniales.
Para entendernos, cuando Chéjov se definía como un escritor realista lo hacía con
la misma tranquila convicción con que Tolstoi y Dostoievski aceptaban el término.
Para ellos y sus contemporáneos el adjetivo tenía un sentido preciso. Sin duda
Chéjov se sorprendería al advertir que no hay un solo ensayo importante que no
se detenga en mostrar la inmensa carga simbólica de su obra. La gaviota, donde
parodió esa corriente, es quizás el más simbolista –¡lo es desde el título!– de sus
dramas.
En 1888 Chéjov inició con La estepa una nueva escritura, cuya originalidad parece
no advertirse del todo, por lo menos entonces. En La estepa el mundo aparece
contemplado por los ojos de un niño, pero el lenguaje no es sólo el de la infancia,
sino que pugna por alcanzar otros niveles. El reto era más arduo de lo que parecía
a primera vista. Chéjov no se conformó con seguir la mirada del niño y traducir en
lenguaje perfecto sus descubrimientos, sus entusiasmos, sus temores; se propuso
algo más complejo: fundir la propia visión del universo del autor con las reducidas
percepciones de un protagonista infantil. Ahí nació una nueva poética. Las
percepciones de Egoruschka, el niño, constituyen el cuerpo fundamental del
relato, pero las refinadas descripciones de la naturaleza, las digresiones y
reflexiones sobre ella difícilmente podrían serle atribuidas. El relato corresponde a
una visión infantil, pero está escrito en un estilo no siempre accesible a esa visión.
El primer párrafo de un relato de Chéjov nos entrega por regla general los datos
esenciales y la tonalidad de la historia. No debemos esperar grandes sorpresas en
el relato, sino un mero desarrollo de lo que en germen se encuentra ya en la
obertura. En la página inicial de La fiesta onomástica sabemos que Olga
Mijailovna está encinta, que vive en una mansión de provincia rodeada de amplios
jardines donde ese día se ha fatigado e irritado en exceso. Todo hace presumir
que el punto de mira desde el cual se contempla la historia es el suyo. Nos
enteramos, también, de que no vive en armonía con el mundo que la rodea. Acaba
de ser servida una comida de ocho platos y la interminable vocinglería que la
acompañó la ha cansado hasta el desfallecimiento. Tenemos la sensación de que
la sociedad que la rodea la irrita más de lo que uno consideraría natural. En sus
reflexiones aparece una crispación que preludia la histeria y hace prever un
desenlace dramático. Se anuncia esa tensión entre opuestos que siempre le
interesó a Chéjov: la confrontación entre sociedad y naturaleza; la primera
representada por la conducta de los invitados a la fiesta, la otra por el hijo que la
mujer lleva en el vientre. Olga Mijailovna huye de la fiesta en ese primer párrafo
para esconderse por el momento en un sendero del jardín, donde entre el olor a
heno recién cortado y a miel y el zumbido de las abejas se abandona para que el
sentimiento del diminuto ser que lleva en el vientre se apodere por completo de
ella. Pero ese rapto en medio de la naturaleza dura sólo un instante. La sociedad
se impone y el lugar que debía ocupar en sus pensamientos la criatura se ve
invadido por una sensación de culpa por haber abandonado a los invitados y por
una contienda conyugal, inevitable en cualquier relato de Chéjov. Su
marido acaba de despotricar contra algunas novedades: los procesos con
jurado popular, la libertad de prensa y la instrucción de la mujer, tres
victorias de la sociedad liberal ganadas a la autocracia. Ella se opone a la
posición de su marido únicamente por contrariarle. Y ese dato nos acerca
más a la verdadera fuente de sus problemas. El dilema entre naturaleza y
sociedad encuentra un cauce viable para poder manifestarse: la oposición
desnuda entre hombre y mujer. Poseída por los celos, la protagonista
repara sólo en los defectos del marido y con toda seguridad los magnifica. La
afectación de Piotr Dimítrich le despierta un odio enfermizo. Pero, ¿es ella un
personaje tan auténtico como parece creer? ¿Vive realmente las ideas ilustradas
que proclama? ¿No aprovecha sólo algunos conceptos abstractos para en
momentos como ése sentirse superior al cónyuge? Podría ser, lo cierto es que en
su alteración advertimos algo frío y posesivo. Un anhelo ciego de adueñarse del
hombre que nos la vuelve odiosa. Ambos están hartos de aquella fiesta que
iniciada por la mañana durará hasta la medianoche. A lo largo de las interminables
horas en que transcurren los festejos se va desenvolviendo el drama. La
imposibilidad de hablar, de comunicarse se va posesionando de ella, hasta que su
interior no puede resistir la carga y se desborda en un estallido que roza la locura.
Triunfan el rencor, el despecho y la cólera. El final es trágico. La sociedad se
impone de la peor manera a la naturaleza, al instinto biológico. Aquella pareja que
durante la fiesta ha jugado un complicado juego de máscaras, termina por destruir
la vida que estaba por nacer. Lo original, lo importante, lo esencialmente
chejoviano lo constituye la construcción de esa historia a través de una lluvia de
detalles, casi todos al parecer triviales. Le basta un acto mínimo, dos o tres
palabras dichas como de paso para recrear una atmósfera y sugerir un pasado. Lo
trivial se vuelve de golpe importante, significativo.
Thomas Mann, en un célebre ensayo sobre Chéjov escrito pocos meses antes de
morir, señala: "Ya en plan de citar y elogiar, es indispensable mencionar Una
historia aburrida, la que amo más que cualquier otra de las creaciones de Chéjov.
Una obra absolutamente extraordinaria y fascinante, que en su silenciosa y triste
singularidad quizás no tenga rival en toda la literatura." Se trata de un relato que
puede leerse desde varias perspectivas, que queda abierto a la interpretación del
lector, y que, a pesar de la calidez y la piedad que el autor muestra a sus criaturas,
no es sino el retrato doloroso de una derrota. Un viejo profesor, el protagonista,
descubre al final de sus días que por nobles que hayan parecido sus esfuerzos
para realizar algo en la vida, en el fondo la suya carece de sentido. No difiere en
nada de la del insensible Iván Ilich de Tolstoi. Y a la pregunta más sencilla, al ¿qué
hacer? con que su joven pupila, la única persona por quien se interesa en el
mundo, lo enfrenta, no puede (o no quiere) sino responder: "No lo sé. ¡La verdad
es que no lo sé!"
La "huerta de la viudas" era así llamada por ser dos viudas las que cuidaban de
ella, una madre y una hija. Entre chasquidos y chisporroteos e iluminando a su
alrededor la tierra arada, ardía vivamente una hoguera… La viuda Vasilisa, viuda
gordinflona, de alta estatura y vestida de un poluschubok, en pie, a su lado, fijaba
en el fuego la mirada pensativa. Su hija, Lukeria, mujer bajita, de rostro abobado,
picado de viruelas, sentada en el suelo, lavaba el puchero y las cucharas.
Acababan seguramente de cenar. Se oyeron voces masculinas. Las de los mozos
del lugar llevando a beber al río a los caballos.
–¿Qué hay?… ¿Conque ha vuelto ya el invierno? –dijo el
estudiante, acercándose a la hoguera–. ¡Buenas noches!
–¡No me había dado cuenta de que eras tú!… ¡Dios mío!… ¡Eso es que vas a ser
rico!*
–En una noche tan fría como ésta exactamente, se calentaba en la hoguera el
apóstol Pedro –dijo el estudiante, tendiendo las manos hacia el fuego–. Eso quiere
decir que también entonces hacía frío… ¡Oh, qué noche más terrible debió ser
aquella, abuela!… ¡Una noche triste y larga hasta el último extremo!…
Volvían los mozos del río, y uno de ellos, montado a caballo, estaba ya tan cerca,
que la luz de la hoguera temblaba ante él. Tras dar las buenas noches a las
viudas, el estudiante reanudó su camino.
El estudiante meditaba sobre Vasilisa: "Si se echó a llorar…, ello significa que
cuanto ocurrió a Pedro aquella terrible noche guarda cierta relación con ella…"
Y una súbita alegría, agitando su alma, le hizo detenerse para recobrar el aliento.
"El pasado y el presente –pensaba– están ligados entre sí por una cadena
ininterrumpida de acontecimientos, resultados los unos de los otros…"
Y parecíale que acababa de ver los dos extremos de esa cadena. Tocado uno de
ellos, temblaba enseguida el otro…
Cuando luego, mientras atravesaba el río en una balsa, y después, ascendiendo
por la montaña, miraba a la aldea y la estrecha franja con que en el poniente
brillaba una fría aurora carmesí, pensaba en que la verdad y la belleza que allí, en
aquel jardín y en el patio del Sumo Pontífice, dirigieron la vida humana, habían
perdurado hasta el día de hoy y habrían de constituir siempre, indudablemente, lo
más importante sobre la tierra para los humanos.
* Según dicho popular, no reconocer a una persona significa para ésta buena suerte.
La Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004 núm. 486
ACTUALIDAD DE
CHÉJOV II
Ensayos de Jorge Bustamante
y Alejandro Pescador
Cuatro inéditos en español de Chéjov
Entrevista con Ricardo San Vicente
La Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004 núm. 486
La ficción de la vida
ínfima
Para José Vicente Anaya y Ludmila Biriukova
I
León Tolstoi alguna vez afirmó que Antón Pávlovich Chéjov era uno de los pocos
escritores cuyos relatos se leen con gusto más de una vez. Incluso sus
divertimentos más cortos producen tal impresión, que no se olvidan fácilmente.
Pero también dictaminó que el escritor, nacido en Taganrog en 1860 y muerto en
Badenweiler (Alemania) en julio de 1904, hace exactamente cien años, era nada
menos que el Pushkin en prosa de su época. Desde entonces el estallido de
equívocos, devociones, extravíos, aprobaciones, señalamientos, prejuicios, hurras
o simpatías, entre los representantes de la intelligentsia rusa, no ha hecho más
que crecer. Entre los críticos literarios coetáneos del escritor se había desatado ya
toda una corriente antichejoviana, que le imputaba a sus textos una supuesta
indiferencia política y una total renuncia –según su miope parecer– al compromiso
social. Por lo menos así lo expresó el crítico Mijailovski en su artículo Sobre Padres
e hijos1 y el señor Chéjov, posición que fue secundada por otros críticos igual de
miopes como Pertsov, Skabichevski, Protopopov y Neviedonski, por otra parte hoy
totalmente olvidados. Sin embargo, estas críticas –que a veces se convirtieron en
verdaderas ofensas en vida del escritor– tuvieron su prolongación, para colmo de
la sorpresa, en los poetas "acmeístas" y, casi por carambola, en un poeta reciente
como Joseph Brodski. Por ejemplo, en una nota de 1936 sobre la dramaturgia de
Chéjov, Osip Mandelstam deplora el "completo hundimiento de los personajes
chejovianos en la vida ordinaria, la mezquindad y confusión de las relaciones, la
ausencia de acción, etcétera". La posición de Marina Tsvetáieva era parecida.
Aunque reconocía en Chéjov a un "maestro", no tenía empacho en declarar que lo
"odiaba desde la niñez, por sus bromitas, sus dichos y sus sonrisitas". Anna
Ajmátova, por su parte, consideraba que Antón Pávlovich era contraindicado para
la poesía y experimentaba pavor –como dijo el crítico L.V. Losiev– ante la
influencia de la poética chejoviana. Otro crítico, A. S. Kushner, ha afirmado que la
animadversión de estos autores estaba condicionada "por la sed de heroísmo que
fue común en una época para esta generación de poetas del Siglo de Plata". La
relación de Brodski hacia Chéjov fue más ambigua y compleja. Estribaba en la
indiferencia y en la diversidad de significados. Si en un poema de 1977 escribe
"Ibsen es muy pesado y Chéjov fastidia", en otro de 1993 ("Dedicado a Chéjov"),
uno de los más brillantes de su última obra, entabla un diálogo intertextual con
piezas del dramaturgo, del que Chéjov no sale mal librado.
II
Chéjov fue un escritor breve por naturaleza, por vocación y por convicción. Alguna
vez afirmó que "la brevedad es la hermana del talento" y que "saber escribir es
saber tachar" y con este peculiar sentido de la medida, se identifica tal vez con
Turguéniev, quien era el paradigma de la concisión. Siempre le huyó en lo que
escribía a lo grandioso, a lo épico, a lo epopéyico, a lo torrencial, a la desmesura
en la forma, y se dedicó a desentrañar, no sin grandes dosis de humor, esa otra
forma de desmesura que radica en el tedio, la trivialidad, la mezquindad, la
insignificancia de hombres y mujeres comunes que deshacen su existencia, sus
pasiones y sus amores en medio de las trampas de la vida. Aquí se encuentra la
gran revelación y el oculto y radical espíritu innovador que subyace en la
cuentística chejoviana. Revelación por haber abordado al famoso hombre
"superfluo" ruso del siglo XIX, con todo y su tragedia, desde una visión de fina
ironía. Por haber desmenuzado la vida ordinaria de muchos de sus personajes, de
aquellos seres grises, bondadosos, suficientemente inteligentes, formales y
simplones que razonan siempre con una sensatez tan aburrida, que raya en el
absurdo. Lo mágico de Chéjov reside, tal vez, en que descubrió la ficción de la vida
ínfima, en la de los pequeños seres de todos los días. Oculto y radical espíritu
innovador del relato, porque rompió sin aspavientos, ni tremendismos, con toda la
tradición cuentística anterior a él, al implementar historias sin tramas de suspenso
ni argumentos excitantes, sin personajes redondeados a la manera clásica, sin
clímax, sin puntos culminantes ni finales sorpresivos, como suele acontecer en la
vida real de las personas comunes. Pareciera que iba contra todas las reglas del
cuento tradicional y, sin embargo, su estilo abrió nuevas ventanas en el arte de
narrar. Hace unos días, un amigo querido, cuyo mérito literario mayor consiste en
ser un estupendo lector, me dijo con total desenfado y convicción: "lo que pasa es
que Chéjov escribió como caminaba", y ahora pienso que esa apreciación, quizás,
resuma en parte la especificidad de la narrativa chejoviana.
III
Las resonancias de los relatos chejovianos en sus lectores son misteriosas. Por un
lado pareciera que no sucede nada importante en sus historias; por el otro, al
terminar de leer, las reverberaciones son tan intensas e intempestivas, que uno
siempre quisiera seguir leyendo más, para saber qué pasa, pero no pasa
aparentemente mayor cosa. Ocurre, sin embargo, que no podemos dejarlo de lado,
por la sencilla razón de que –de alguna manera– cuenta nuestras vidas.
IV
VI
VII
Chéjov escribió más de mil cuentos en un poco menos de veinticuatro años, tal vez
unos cincuenta por año, cinco obras de teatro y algunas piezas dramáticas
menores. Algunos de sus relatos más importantes son "El beso", "El pabellón
número 6", "Las grosellas", "Casa con desván", "Relato de un desconocido",
"Enemigos", "La dama del perrito"... Estaba incapacitado para la novela o la
narración larga; las veces que lo intentó (La estepa, por ejemplo), fue un verdadero
fracaso. Entre los narradores recientes, el ya mencionado Sergéi Dovlátov –amigo
y confidente cercano del poeta Joseph Brodski en Estados Unidos y autor de
novelas cortas como Zona, La maleta, Coto vedado y La extranjera (traducida y
publicada esta última en España, en 1996)– experimentó desde muy temprano su
cercanía orgánica hacia la poética chejoviana y se incluye a sí mismo al lado de
Antón Pávlovich, en un mismo espacio estético. Sus Cuadernos de apuntes se
aproximan en estructura y propósito a los divertimentos tempranos y a los relatos
breves de humor de Chéjov. En uno de esos apuntes, Dovlátov define con toda
precisión la singularidad del autor de La gaviota, al compararlo con los grandes de
la literatura de su país: "Se puede venerar la inteligencia de Tolstoi. Maravillarse
con la elegancia de Pushkin. Apreciar las búsquedas morales de Dostoievski. El
humor de Gogol. Y así sucesivamente. Pero sólo se quiere ser parecido a Chéjov."
IX
Es realmente poco lo que se puede decir de Chéjov: a Chéjov hay que leerlo.
1 Se refiere a la novela Padres e hijos, de Turguéniev, que el crítico quería contraponer a la obra
de Chéjov.
Chéjov: palabras
cercanas a la vida
Alejandro Pescador
Alguna vez Chéjov sugirió a Gorki que se esforzara por
cultivar una prosa sencilla. Proponía que si en el relato
debía mencionar que "esa tarde llovía", pues lo mejor era decirlo sin
rebuscamientos. Así de simple: "Esa tarde llovía." El mismo Gorki recordaba que el
maestro valoraba en muy poco las frases librescas, las expresiones de moda y las
baratijas de la pedantería. Chéjov en realidad cultivaba una sencillez astuta, filosa
e incisiva como su bisturí, que al cabo era médico y capaz de llegar a las entrañas
mismas del asunto sin inmutarse. Por eso entendió a fondo las contradicciones de
Rusia, separada de Europa no tanto por los inconvenientes de la geografía, sino
sobre todo por la incompatibilidad de su estructura feudal y una cada vez más
numerosa clase obrera que abonó los sueños revolucionarios de Lenin, Martov y
Plejánov.
Cada cual sentirá una atracción específica por un determinado cuento de Chéjov,
por un párrafo, por unas líneas memorables. Tolstoi, por ejemplo, se conmovió
hasta las lágrimas cuando leyó "Alma de paloma", el relato de Oleñka, personaje
de corazón simple y sueños desgarrados. Este relato nos apabulla no menos por la
historia en sí que por el candor de su estilo que convierte al lector en testigo
inmediato del desarrollo de la acción narrativa. El "Pabellón número 6", relato
extenso o novela corta, expone de un tajo los tejidos enfermos de un segmento
particular de la sociedad rusa y resume en un ejemplo perfecto la poética de
Chéjov. La perspectiva de un médico difícilmente deja de ser diagnóstico, aunque
Chéjov se cuida de extender recetas con teorías revolucionarias con dosis y
horarios fijos. En "La dama del perrito", un encuentro casual –así sucede también
en algunos textos de Turguéniev– constituye el nudo a partir del cual comienza a
tejerse una historia de amor. El amor entre Dimitri y Anna, producto del azar, ha de
programar cada encuentro con meticulosidad y guardar las apariencias a riesgo de
caer lapidado por el código de conducta de una sociedad hipócrita.
JORGE BUSTAMANTE
En el paseo de Sokólniki1
–¿El alguacil? Para el orden, y acaso y pasea... ¡Epa, hasta donde bebió, ya no
entiende nada!
–¿Qué te pasa?
–Espera... Cuando oscurezca, entonces nos iremos, pero ahora es una vergüenza
ir: te vas a tambalear... La gente empezará a reírse... Siéntate y espera...
–Que me mate Dios, si vengo contigo una vez más –balbucea ésta, apoyando al
hombre–. Es sólo una deshonra... Bueno sería si fuera legítimo, pero así pues...
por gusto.
–M-masha, ¿dónde estamos?
–¿Un palito, señor, no desea? –se dirige al hombre que camina una persona con
un hatillo de palos y cañas. –Los mejores... de guindilla... de bambú...
–¿A dónde diablos vas? –lo detiene la dama, cogiéndolo por la manga–. Bueno, ¿a
dónde?
La dama, con timidez, levanta los ojos hacia la gente, en espera de ver en los
rostros sonrisas burlonas. Pero sólo ve rostros de borrachos. Todos se tambalean y
dan cabezadas. Y se siente más aliviada.
1 Título original: Na gulianie v Sokolnikax, publicado por primera vez en la revista Budilnik,
1885, Nº 17, con la firma "El hermano de mi hermano". "El paseo de Sokólniki es un paseo
tradicional del 1 de mayo por el bosque de Sokólniki en Moscú, en la Rusia zarista.
En el landó*
Las hijas del consejero civil activo Brindin, Kitty y Zina, paseaban por la Nievskii en
un landó. Con ellas paseaba su prima Marfusha, una pequeña provinciana-
hacendada de dieciséis años, que había venido en esos días a Peter 1, a visitar a la
parentela ilustre y echar un vistazo a las "curiosidades". Junto a ella estaba
sentado el barón Drunkel, un hombrecito recién aseado y visiblemente cepillado,
con un paletó azul y un sombrero azul. Las hermanas paseaban y miraban de
soslayo a su prima. La prima las divertía y las comprometía. La inocente
muchachita, que desde su nacimiento nunca había ido en landó, ni oído el ruido
capitalino, examinaba con curiosidad la tapicería del carruaje, el sombrero con
galones del lacayo, gritaba a cada encuentro con el vagón ferroviario de caballos...
Y sus preguntas eran aún más inocentes y ridículas...
–¿Cuánto recibe de salario vuestro Porfirii? –preguntó ella entre tanto, señalando
con la cabeza al lacayo.
–¡¿Es po-si-ble?! ¡Mi hermano Seriozha, el maestro, recibe sólo treinta! ¿Es
posible que aquí en Petersburgo se valora tanto el trabajo?
–No haga, Marfusha, esas preguntas –dijo Zina–, y no mire a los lados. Eso es
indecente. Y mire allá, mire de soslayo, si no es indecente, ¡qué oficial tan ridículo!
¡Ja-ja! ¡Como si hubiera tomado vinagre! Usted, barón, se pone así cuando corteja
a Amfiladova.
–¡En nada mal! ¡Él es muy buen escritor! ¡Y cómo escribía del amor! –suspiró
Kitty–. ¡Mejor que todos!
–Escribía bien del amor, pero los hay mejores. Jean Richepin, por ejemplo. ¡Qué
clase de encanto! ¿Usted leyó su Pegajoso? ¡Otro asunto! ¡Usted lee, y siente
cómo todo eso existe en la realidad! ¿Y Turguéniev... qué escribió? Todo ideas...
¿pero qué ideas hay en Rusia? ¡Todo de tierras extranjeras! ¡Nada original, nada
autóctono!
–¿Y usted leyó su Oblomov3? –preguntó Zina–. ¡Ahí él está en contra del régimen
de servidumbre!
*Título original: V lando, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, N° 39, con la
firma de "Antosha Chejonte".
3 Oblomov, novela sobre un joven aristócrata incapaz de actuar, a pesar de sus buenas
intenciones, de I. Goncharov.
De Divertimentos*
La colección
Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. 1 Estaba sentado en
su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.
–¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.
–¡Mira!
–¡Y precisamente eso pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos,
cuerditas y clavitos! Una colección memorable.
Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió
sobre una hoja de periódico.
–¡Admirable colección!
–Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a
tragarme y digerir. Y me he tragado yo, probablemente, unas cinco, seis libras...
Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto la colección
y la vertió de vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té,
pero ya no rogué mandar por el pan.
*Título original: Kollektzia, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1883, Nº 13, con la
firma "El hombre sin bazo".
1 "M. Kovrov", pseudónimo con que Chéjov firma sus artículos en El espectador, a principios
de 1883.
Lo timó*
(Una anécdota muy antigua)
–¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado –dijo el
delincuente carcajeándose–, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja–
já!
Jorge Bustamante
entrevista a Ricardo San
Vicente
Traducir a Chéjov
Él mismo traductor del ruso, Jorge Bustamante hizo a su colega Ricardo San
Vicente –uno de los traductores de literatura rusa al español más prestigiosos y
respetados a nivel mundial– diez preguntas cuya redacción se sobreentiende
fácilmente al leer las respuestas que San Vicente envió desde España.
Jorge: es la primera vez que hago una cosa así y espero ser claro.
8. Prefiero no comentar las opiniones de Ford, pero sí me gusta pensar que los
escritores norteamericanos a los que tanto admiraron los rusos de los sesenta,
devolvieron a éstos el Chéjov que ellos leyeron, su idea de libertad y su manera
irrespetuosa e informal de tratar la literatura por el amor que hacia ella sentían.
11.No he leído a Rayfield. Sé que estuvo en Pamplona hace unos días, pero no
pude ir a oírlo.
Un abrazo.
Ricardo