LA COLA DE PALOMO 'Word ARMANDO MERCADO PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 437

Illustred by; Jesús Alvarez ©

SINOPSIS DE LA OBRA

Jade Goronda es una de las periodistas más acuciosas de la fuente de política. Luego de
regresar de un autoexilio obligado, es empujada con fuerza a participar en una aventura
más allá de su comprensión. Durante más de cien años los distintos gobiernos de Venezuela
han tratado de obtener una estatua de un caballo, hecha con madera de nogal, y que según
cuenta la leyenda, su cola es de cabello natural. Cabello que perteneció al propio Libertador
Simón Bolívar. Jade la buscará primero para desvelar el misterio y publicar un gran
reportaje, siguiendo su olfato periodístico para así desnudar la verdad. Pero la aventura se
tornará en un intento desesperado por sobrevivir a la persecución de muchos, quienes
desean obtener también el estafermo a costa de lo que fuere.
“La cola de Palomo” es una historia de realismo ficticio, sin desperdicio alguno. Llena de
misterio, acción, venganza, con personajes llenos de amor, maldad, comprensión, locura,
sueños, y que nos lleva a preguntarnos algo esencial: Si poseemos todos los avances
tecnológicos y toda la disposición para cambiar nuestro futuro colectivo, con la sola
presencia de un hombre; ¿Qué sucedería entonces si pudiéramos resucitar al gran genio de
América, y cuáles serían las consecuencias para nuestro presente y futuro? Las posibles
respuestas dentro de las siguientes páginas.
Armando Mercado Carabaño
“LA COLA DE PALOMO”
El parpadeo del genio.
© 2017 Todos los derechos reservados
DEDICATORIA
A los próceres inocentes
que dejaron su corazón,
y con sonrisa combatiente
detrás de un escudo de cartón,
partieron de esta tierra
sin otra gran ambición
¡Que verla libre….libre..!
Con aires de bendición.

…A ti.
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los
hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que
encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se
puede y debe aventurar la vida.”

Don Quijote
CAPITULO I
La luz mortecina de un sol suicida es el único resquicio de normalidad. Goliáticas columnas
de humo se adueñan de un espacio que solo horas antes transpiraba monotonía. Como
ocurre en las viejas historias de mar, la excesiva tranquilidad de las aguas es un aviso de
que en un instante la furia neptuniana se desataría por doquier. Y así fue. Una
muchedumbre enardecida, supurando rabia y dolor marchaba como fiera herida por una
ciudad que fue testigo mudo, y lo sería por siempre, del dolor que se siente al perder una
oportunidad única de renacer. Quizás para ello habría que morir, y éste era el momento de
hacerlo, aunque fuere la guadaña de la muerte y no el toque de lo inevitable la guía precisa.
La ciudad de Bogotá jamás había padecido, salvo en los tiempos ahora míticos de la guerra
de independencia, una sacudida de tal magnitud. Desde los cimientos de los modernos
edificios y también de los antiguos rencores, una sociedad despertó, o mejor dicho, ingresó
en una pesadilla para huir por un momento de las maquinaciones de los dioses.
-¡A palacio!--Gritó una desgarradora voz eyaculada desde el fondo de famélicos pulmones.
Y la turba, en una frenética y desquiciada sincronización siguió esa voz sin rostro, sin
nombre, la siguió como si la vida dependiera de ello.
Al llegar al centro del gobierno, un grupo rodeaba lo que parecía ser un montón de ropa
quemada y sucia. Cuando observaron mejor se dieron cuenta de que se trataba de un rimero
de músculos y piel seca aferrándose a unos huesos calcinados. El cadáver del autor material
del asesinato estaba allí, justo al frente del centro de un poder sospechoso de tener relación
directa con ese amasijo de materia.
“Debe usted renunciar señor presidente”,--dijo con voz grave y rostro enjuto el líder liberal
Darío Echandia--“la salud del país depende de eso.”
Y es que si a las afueras de la sede del poder todo estaba en una espiral descendente de
violencia, rabia y venganza, adentro el miedo era quien mandaba. Voces frenéticas que
hablaban sin parar y sin decir nada, rostros desencajados, miradas torvas, todo con un ir y
venir de altas y atildadas botas militares que castigaban los pisos de granito. Las órdenes
se sacudían por doquier, sin que ninguna tuviera coherencia o sentido. Todo parecía irreal,
como si el mundo se hubiera detenido. Pero la realidad estaba allí y no tenía intenciones
de retirarse
-¡No, renunciar no, eso sería desatar una guerra civil!--Dijo en tono enérgico sin levantar
la voz, el jefe de Estado.--Además, la situación en toda Colombia está normal, solo un foco
de violencia que se generó aquí en la capital. El comandante de la policía y el ejército tienen
todo controlado y la ciudad volverá a la calma en pocas horas.
-Quizás no deberíamos estar tan seguros señor presidente.--Interrumpió Carlos Lleras,
quien el destino le tenía reservado en un futuro ocupar el lugar de su interlocutor--La ciudad
ha sido tomada literalmente por miles de personas, se prevén saqueos y un estallido social
sin precedentes, creo que su excelencia debería enviar un mensaje a la nación.
La improvisada reunión en el despacho presidencial estaba destinada a pedir la renuncia
del presidente Mariano Ospina Pérez, un conservador a ultranza, perteneciente a una
familia cuyo padre y tío habían ocupado el cargo que en ese momento le aconsejaban
entregar.
-Lo más importante, --dijo Ospina Pérez luego de una pausa analítica--es mantener el
orden. La seguridad debe volver a las calles. --Se repetía, no tanto en voz alta sino más bien
en un discurrir sonoro de sus pensamientos.
El palacio de gobierno había sido tomado por decenas de efectivos policiales y militares
dirigidos por el teniente Silvio Carvajal, quien dio la orden de disolver a la multitud. Ésta,
a oídos sordos, procedió a lanzar objetos contra los uniformados desencadenándose una
batalla campal que aun hoy resuena en los muros del palacio de Nariño. A la par de todos
estos acontecimientos una turba ciega de odio saqueaba comercios, droguerías, ferreterías
y todo lo que tenían a la mano lo transformaban en arma primitiva, pero letal.
“¡Viva Colombia!”, vociferaba el limpiabotas
“¡Muerte a los Godos!”, gritaba el vendedor de loterías
“¡Venganza, venganza! ¡Viva Gaitán!”, se desgañitaba la mujer común, que en una cuarta
de vuelta del planeta antes; estaba sentada esperando el punto de ebullición del agua, para
preparar su tinto.
Afuera del despacho presidencial un hombre de baja estatura, cabeza completamente
circular y escasa de cabello, con dos puntos fijos y negros que servían como ojos
enmarcados en unas gafas redondas, se revolvía con inquietud en un sillón a la espera de
poder hablar con Darío Echandia. Le preocupaba no solo la situación que atravesaba en ese
momento el país sino el giro de los acontecimientos y las consecuencias que estos traerían
a su vida. Y es que don Mauricio Caicedo estaba allí inopinadamente por circunstancias
completamente distintas a las que en ese momento las demás almas estaban viviendo.
-¡Doctor!--Dijo saludando de manera atropellada y a la vez que levantaba su pequeña
anatomía--Necesito que me proporcione una fuerza policial para resguardar mi negocio, es
imperativo llegar hasta allá.
-¿Una fuerza policial? ¡Tranquilícese! --Increpó Echandia--Además ¿En qué mundo ha
estado viviendo Caicedo, no se da cuenta de lo que está sucediendo, que nos estamos
jugando el pellejo?
Y girando sobre sus talones y dándole la espalda a ese hombrecito que tan mala espina le
daba, alzó la voz con la mirada clavada en un punto invisible en el aire.
-¿Policías? Déjese de pendejadas, además ¿quién carajo va a saquear una tintorería?
-Doctor Echandia, --decía Mauricio Caicedo en un casi inaudible susurro para que nadie
los escuchara, acción totalmente inútil, ya que nadie prestaba atención, ni sospechaban
siquiera que esa conversación cambiaria los eventos futuros, como los acontecimientos que
se estaban desarrollando afuera de esas altas paredes palaciegas--usted sabe, mejor que yo,
que no es por el negocio que estoy preocupado, necesito llegar hasta allá y abrir la caja
fuerte para sacar...bueno: “Us-ted-sa-be”.--dijo amputando las silabas a la par que se
acercaba más a Echandia, quien seguía clavado en su sitio
-¡¡Cállese!!--Espetó en voz baja el ahora nervioso líder, al tiempo que giraba nuevamente
sobre sus talones para encontrarse ahora con esos dos puntos negros escondidos sobre un
redondel de igual color --Le advertí Caicedo que debía llevar la reliquia fuera de allí,
¡Pero no, usted empeñado en que nadie jamás se le ocurriría buscarla en esa buhardilla que
es su negocio!
-¡No soy un zahorí para haber predicho los actuales acontecimientos doctor Echandia!--
Exclamó Mauricio Caicedo, exagerando como siempre lo hacía, la pronunciación de las
“eses” finales--Pero tenemos que llegar allá lo antes posible, abrir la caja fuerte y
esconderla en un lugar seguro. Yo no pude ni siquiera acercarme por allá, ¡es el averno!
El silencio se apareció como un fantasma para imponer su presencia, había mucho en
juego y los dos hombres aunque no se simpatizaban mutuamente de modo alguno, sabían
que debían hacer algo, aunque el país se desmigajaba por efecto de la violencia, esa
pequeña pieza que se encontraba guardada en la caja fuerte del negocio de Mauricio
Caicedo, representaba mucho sobre todo en ese momento del tiempo.
-Está bien Caicedo--dijo Echandia al instante que se pasaba un pañuelo por su amplia
frente--hablaré con el ministro para que me facilite tres escoltas civiles de la guardia
presidencial. Ellos tendrán una orden expresa de traerla hasta aquí. Tenga en cuenta que ya
usted no se hará cargo de tal valiosa pieza. El gobierno ha decidido ubicarla en un lugar
seguro, un museo por ejemplo. Aunque eso lo veremos después. Hay cosas más
importantes en este momento.
“¿Un museo?--Pensó sin dejar de ver a Echandia--Estos burócratas piensan que yo voy a
entregarles la pieza para regalarla a un museo.”
-Muy bien, —dijo vibrando nuevamente sus cuerdas vocales--pero es imperativo llegar
hasta allá y encontrarla, mientras discutimos aquí solo Dios sabe lo que pueda pasar.
El rostro de Mauricio Caicedo se había transformado. Y no era para menos, el ser guardián
de una pieza de gran valor le daba a él, hombrecillo de apariencia insignificante, el poderse
regodear de las personalidades más importantes del país, ya que era un hombre que se
jactaba en afirmar que su abolengo y apellido estaban en Colombia desde hacía
generaciones y en una actitud muy propia de los que lo pierden todo, menos el espejismo
añil de su sangre, buscaba cualquier argumento para estar cerca del poder, que tanto le
gustaba. Y allí se encontraba él, ajeno al monstruo que se había desatado allá afuera; ajeno
a la matanza que se llevaba a cabo; ajeno a una realidad prestada, solo interesado en un
estafermo cuya principal valía muchos aun ponían en duda.
Por otro lado, Mauricio Caicedo quien no era un hombre fácil de sacar del camino, y con
solo tres escoltas de la cuadrilla de honor del palacio presidencial, se fue en una carrera
frenética hacia su negocio. En una marcha contraria a la gran vaguada de seres humanos
que se sumaban a la barahúnda que buscaba una excusa para exacerbar un resentimiento
contenido, el pequeño hombre multiplicaba sus pasos en una progresión geométrica donde
la constante era el temor, pero no el miedo a ser atacado o golpeado por la caterva.
No. A decir verdad Mauricio Caicedo tenía pánico y era un temor invidente a perder lo
poco que tenía, porque esa pequeña reliquia era parte de su pasado, de su honra, una honra
que se esfumaba como la tranquilidad de un país.
Al llegar a la calle 14, carrera séptima, costado sur oriental de la ciudad, muy cerca de la
droguería Granada donde horas antes habían capturado y posteriormente linchado a un
hombre mal aspectado, de pantalones raídos, mirada extraviada y nerviosa, que se escondía
bajo un roto sombrero de fieltro; allí se encontraba la pequeña trastienda. Dos amplios
ventanales, ahora destrozados, trataban inútilmente de cuidar una pesada puerta de acción
doble que daba la entrada a lo que ahora era un fárrago de ruinas.
-¡Oh diosito, no!--Exclamó con estupor Mauricio Caicedo mientras se abría paso por el
largo pasillo que se encontraba repleto de vidrios, ropa destrozada, y un hedor profundo y
grueso que podía rasgarse.--¿Quién carajos va a saquear una tintorería?, me dijo, ¡bah!
¡Maldita la hora en que mataron a ese indio!--Gritó presa de un desespero que no era de
este mundo.
Y saltando por encima de cajas, pertrechos, artículos, algunos de los cuales nada tenían que
ver con el negocio de planchar, lavar y estirar hasta el cansancio prendas de vestir, Mauricio
Caicedo se fue encogiendo y trastabillando en un accionar propio de la involución del
hombre, hasta llegar a gatas al fondo de un pequeño closet cuyas puertas de madera habían
sido arrancadas de cuajo y que tenía un fondo falso con todas las características de haber
sido removido.
Su rostro se fue agrandando y adoptando un color carmesí que evidenciaba una verdadera
ausencia de toda lógica.
-¡Vacío! ¡Vacío! ¡Completamente vacío!--Gritó a la par que se llevaba sus temblorosas
manos al rostro. Y girando su testa ausente de cuello, buscó la mirada de los guardias, pero
estos no estaban como él suponía, no se percató que apenas salieron del palacio los tres
infelices fueron devorados por la marea humana que carcomía la calle. Don Mauricio
Caicedo estaba completamente solo, vacío, como el pequeño espacio que se desnudaba
ante su mirada incrédula y que albergó una parte de su vida, de su familia y de una historia
que apenas estaba comenzando.

***
CAPÍTULO II
Los manicomios tienen un dejo de ternura que no se encuentra en ningún otro lugar. Más
que un sitio donde reposan medios de transporte abandonados por sus dueños, es un
panegírico al genio del hombre. Los antiguos pensaban que aquellos que se exilaban de las
tierras de la cordura, tenían la posibilidad de estar más cerca de los arquitectos del universo.
Por otro lado, y si lo pensamos con detenimiento, no hay nada más romántico y tierno que
un demencial matrimonio perfecto; aquí, por ejemplo, el lazo de unión entre la locura, con
el buen juicio, es evidente; es como cuando se mezclan el púrpura y el azul para formar el
violeta. Aunque en realidad es el blanco el color que domina. Blancas las paredes, blancos
los pisos, blancas las camas, blancos los uniformes, blancas las luces, blanca la oscuridad
y blancas las mentes de todos.
Eduardo Santaella era uno de esos residentes eternos en este ambiente estucado de locura
cuerda. Iba y venía desde hacía años, conocía más las paredes blancas acolchadas de todos
los cuartos, que los pisos marmoleados del hogar donde venía. Porque a pesar de pertenecer
a una de las familias más ricas del país, Eduardo se extravió en el mágico bosque de orate.
Su deambular comenzó cuando por primera vez probó un canuto de marihuana, lo hizo más
por rabia que por curiosidad o rebeldía, lleno de soberbia inhaló hasta lo más profundo y
sintió tranquilidad, sosiego, pero no paz. Ese solo fue el comienzo, luego la yerba hija de
la tierra sería suplida por el ácido sintético de los minerales prohibidos. En poco tiempo
Eduardo perdió noción de algo que nunca había tenido: la vida. Su padre Marcelo Santaella
era un hombre adinerado, poderoso, un tanto cínico y aislado del mundo familiar. Quizá
todo esto lo hubiese soportado su hijo excepto el daño irreparable de la indiferencia.
-¡Eduardo me ha costado en estos años más dinero del que yo podía ganar!--Gritó a voz en
cuello a su esposa, Leticia von Kritten de Santaella--Ha sido una pérdida total, ¡un pedazo
de carne que camina!
-No digas más, es tu hijo.--Le increpó Leticia abriendo sus hermosos ojos color miel.
-¿Mi hijo? ¡Bah, hasta lo pongo en duda! ¡Nunca un Santaella se ha comportado de tal
manera Leticia, desde que recuerdo es más lo que se ha alimentado por la nariz que por la
boca!
-¡Basta Marcelo!, no permito que me ofendas. Creo que ambos hemos sufrido lo suficiente
con esta situación. --Dijo mirándolo con esos bellos ojos que adornaban la moldura ovalada
de su rostro y que no aparentaba para nada la edad de una mujer madura
--Démosle una oportunidad, --agregó en tono conciliador-- hoy lo tendremos en casa.
Recobraremos a nuestro hijo.
-¿Cómo puedes recobrar a alguien, que jamás te ha pertenecido mujer?--Estalló Marcelo
sin siquiera mirar los ojos hipnóticos de su esposa.
-Estamos llegando ingeniero ¿Quiere que me estacione por el frente? --Preguntó Horacio,
el chofer privado de la familia.
-Deténgase junto a la puerta de entrada Horacio, hoy no hemos venido escondidos de visita.
--Ordenó Leticia a la par que clavaba sus grandes ojos en los otros no menos chispeantes
de su marido.
En la gran entrada de la clínica mental “Los Colorados”, situada a las afueras de la ciudad
de Caracas, se encontraban los doctores Mauresmo Espinoza y Apolonio Rizzo, junto a
algunas enfermeras y personal que laboraba en la institución. Si no hubiese sido por el
momento y el lugar, se diría que se trataba de una de las tantas recepciones de la “High
Society” a las que la pareja estaba acostumbrada.
“Buenos días ingeniero Santaella, señora, un placer verlos”. Dijo en tono remilgado el
doctor Espinoza. Y no era para menos. El hombre a quien en ese momento le extendía la
mano era prácticamente dueño de esa blancuzca catedral de la locura. Marcelo había
donado suficiente dinero para construir un nuevo anexo al hospital, más amplio y mejor
dotado, claro que todo tenía la condición tácita de que Eduardo fuera tratado no como un
paciente cualquiera.
-Doctor Espinoza, --dijo Marcelo a la vez que caminaba con aire decidido y mirada
escrutadora, al interior de ese inmenso elefante blanco que tanto dinero le había costado--
esperemos que todo esté listo y preparado. --Expresó sin siquiera detenerse como si
estuviera impartiendo una de las tantas órdenes a las que está familiarizado.
-Bien ingeniero, --respondió Mauresmo caminando al lado del industrial--como le
expliqué por teléfono, su hijo se encuentra en lo que llamamos el proceso tres de la terapia.
En estos últimos años su evolución ha sido notable pero déjeme aclarar que aún es muy
pronto para que abandone el hospital, usted verá existen...
-Ahórrese los tecnicismos doctor, --interrumpió Leticia quien obligó a detener la marcha-
-hemos venido por Eduardo. Creemos que en casa estará mucho mejor. Han sido casi dos
largos años y francamente creemos, no, mejor dicho, estamos seguros que evolucionará
mejor junto a nosotros y de verdad doctor Mauresmo, es hora de que vuelva a su casa, lo
revitalizará el hecho de estar rodeado de su familia.
-No lo dudo doña Leticia, pero lo que debe tener en cuenta es la posibilidad infinita que
aquí tenemos para cualquier eventualidad.
-Soy yo ahora quien no lo pone en duda doctor. --Increpó Leticia, deteniendo la marcha del
grupo.
-Si me permiten, --interrumpió el doctor Apolonio Rizzo hasta ahora alejado de la
conversación--creo que la salud del paciente es lo más importante y según mi opinión la
señora Leticia tiene razón, Eduardo podría completar el proceso del tratamiento en su
hogar, claro está la presencia de una enfermera sería lo más prudente y recomendable en
este caso, además yo me ofrezco para visitarle unas tres veces por semana y personalizar
más el tratamiento. Tengan en cuenta señores que es un caso muy atípico no solo se trata
de un paciente con claros problemas de drogadicción sino alguien que pasó por un
momento traumático en su vida.
-Eso lo sabemos de sobra doctor Rizzo. —Interrumpió Marcelo al galeno.-Le aseguramos
mi esposa y yo, que nuestro hijo se encontrará bien. Qué mejor lugar que su casa, además
considero que su propuesta es muy viable, una enfermera las 24 horas del día y las visitas
guiadas de usted completarían el tratamiento, y todo desde la calidez de nuestro hogar.
Leticia subió la ceja izquierda formando un perfecto arco sobre su ojo. Era un gesto tan
natural, como el cinismo con que se expresaba su esposo. La única razón por la que deseaba
que Eduardo estuviera con ella en la mansión era por la inevitable carga pesada de
remordimientos. Desde que su padre el doctor Kosmo von Kritten falleció en un extraño
suceso que aun despierta suspicacias, Leticia pasó de ser una alegre y brillante mujer tenaz,
defensora de todo lo que fuese defendible, que no pocos disgustos causó con sus acciones
de protesta a su marido, a convertirse en una esnobista con rasgos propios.
Pero no una de aquellas que se refugian en un oasis de plasticidad externa. No. Ella poseía
un auténtico Savoir faire que le daba un aire único de distinción y estilo natural, sin
artilugios de ningún tipo. Aunque provenía de una familia con holgados recursos
económicos, casarse con el ingeniero Marcelo Santaella representaba un paso gigantesco
en la escalada social que sus progenitores, en especial su madre Ebba von Kritten, le habían
preparado desde pequeña.

***

Venidos a Venezuela desde la Alemania nazi, el matrimonio von Kritten echaría raíces en
el país luego de deambular por España, Inglaterra, Estados Unidos y Colombia. Los
conocimientos del entonces joven doctor Kosmo von Kritten en el campo de la biología
genética eran muy valiosos para los experimentos de los médicos al servicio del régimen
hitleriano. Férreo opositor de estas barbaridades que ocurrían en su país, él y su esposa
abandonaron las tierras teutonas justo antes de comenzar la guerra. A la par que saciaba su
sed de conocimientos y de actualizarse con los estudios en biología celular que se estaban
llevando a cabo, la pareja viajó por algunos países del viejo continente. Cuando el conflicto
bélico se agudizó, Kosmo y Ebba cruzaron el atlántico y llegaron a los Estados Unidos. La
recesión debido a la guerra era muy grande, y los fondos gubernamentales para apoyar las
investigaciones científicas de ese tipo, eran escasos. Allí Kosmo sería un imán para los
científicos aliados que trabajaban en el llamado “Proyecto Manhattan”. Aunque no era
Físico nuclear, sino biólogo, los conocimientos que poseía de la sociedad científica Nazi
eran de gran importancia para el gobierno norteamericano. Kosmo les prestó toda la ayuda
e información que tenía. Una, porque odiaba a los asesinos que gobernaban a su amada
Alemania y la otra razón para que los funcionarios del gobierno no pensaran que se trataba
de un científico espía al servicio de los nazis.
En la costa este, los von Kritten se instalaron en la ciudad de Maryland. Es aquí donde
Kosmo conocería a un hombre que no solo se convertiría en su colaborador y socio, sino
en su mejor amigo: el doctor David Strassberg.
David era un científico brillante que había abandonado Holanda durante la invasión
alemana, y se instaló en Baltimore, donde impartía clases de anatomía en la universidad
de Maryland. La amalgama fue instantánea entre él y el joven alemán de “cara pálida”
como le decía a Kosmo. Strassberg perdió a casi toda su familia producto de la persecución
genocida que la cruz gamada llevaba a cabo en nombre de la pureza racial. Su esposa
Razziella, de visita a Italia, estaba entre los miles de desaparecidos de este huracán de odio
que asolaba las tierras europeas. David Strassberg, huyó gracias a la ayuda de la sociedad
científica de Amsterdam, pero no así su mujer.
La buscó incansablemente, cualquiera que pudiera estar en posición de ayudarlo él utilizaba
ese contacto, y si éste fallaba lo intentaba nuevamente. Tal era la perseverancia de este
hombre que parecía que llevaba a cabo un experimento científico de ensayo y error, con
sus inevitables consecuencias, en vez de la búsqueda frenética del complemento de su alma.
Kosmo se adaptó rápidamente a su nueva vida como asistente de Strassberg. Él y David
improvisaron un pequeño laboratorio en el sótano de la antigua biblioteca de la universidad.
Los experimentos en el campo de la biología microcelular que von Kritten y Strassberg
llevaron a cabo, a pesar de los escasos recursos, fueron más que notables. Se dieron cuenta,
por ejemplo, que la energía de las células no desaparecía con la muerte de éstas sino que
se mantenía “flotando” en algún lugar del plasma, que era posible rescatar y decodificar
intacta dicha energía, sin alteraciones de ningún tipo. Aunque ellos sabían el impacto que
podría tener este descubrimiento en el entonces imberbe mundo de la biología celular, se
enfrascaron en seguir con sus experimentos secretamente. A la par de lo que sucedía en
este pequeño laboratorio donde dos hombres jugaban con sus conocimientos, como si
fueran niños engranando el mecanismo de un juguete atemporal, afuera el mundo estaba
cambiando. La guerra se convertía en una pesadilla eterna y estancada, aunque los aliados
parecían ganar terreno, las fuerzas del tercer Reich no se rendían y aceleraban con frenesí
su implacable maquinaria de muerte y destrucción.
Una calcada mañana sabatina de marzo, Kosmo llega a su campo de trabajo ubicado en los
sótanos de la universidad. Hacía tres días que estaba ausente debido a una fuerte gripe
producto del aterido clima. Al llegar al pequeño laboratorio, éste se encontraba solo, algo
inusual, tomando en cuenta que David era el primero en llegar y ordenar todo, para volver
a comenzar con el trabajo inconcluso de la noche anterior. Arriba del mesón donde
se encontraban en una especie de orgía ordenada, pipetas, microscopios, vasos, cables,
tubos de ensayo, se hallaba también un mediano libro de color azul. Dentro de éste una
carta escrita a mano. Kosmo la tomó con sutileza y pudo descubrir la letra perfecta y cursiva
de David. En la misiva éste le decía que se iba a alejar por un tiempo, le explicaba que se
había puesto en contacto con el asistente de un alto general de las fuerzas norteamericanas,
le informó que rescataron a un grupo de prisioneros en una cárcel del norte de la Italia
recién liberada, y que había una mujer con las características de su esposa Razziella; le
decía igualmente que tomaba el siguiente vuelo hasta la península. Aunque la carta no
estaba exenta de saludos efusivos, disculpas por no despedirse de su amigo y promesas de
un pronto reencuentro también anexaba la petición de que guardara el libro.
Kosmo sintió un escalofrío que le recorrió su prematura encorvada espalda. Aunque sabía
perfectamente que en ese libro, David tenía el resumen de todas las investigaciones que
había realizado antes y durante su amistad con él. Páginas de escritos, dibujos, fórmulas,
gráficos, todo estaba impreso en esas planas hojas que el doctor von Kritten conocía a la
perfección. Pero había una página en particular que le llamó profundamente la atención,
parecía haber sido anexada a posteriori pues estaba burdamente pegada y era de un tono
más claro que las demás hojas, en ella a modo de encabezado se podía leer:
“Ad Majorem Dei Gloriam”
Seguidamente estaba el dibujo de lo que parecía ser un sarcófago antiguo, con jeroglíficos
de alguna dinastía egipcia, colocado en posición horizontal y entrando en una cúpula
nonagonal; sobre ésta una flor de lis acompañada por 32 rombos unidos por un extremo, y
de los cuales emanaban haces de luz. En la parte inferior y a modo de pie de página, solo
estaba escrita una palabra; nada más que una palabra: “Phoenixatione” (Fenixación).
Perplejo, confundido, pero más preocupado por la repentina ausencia de su amigo, Kosmo
von Kritten tomó el libro, y con la ausencia de ánimo para trabajar se fue a su casa. El frío
del falleciente invierno aún se sentía. Abigarrado en su sobretodo, Kosmo caminó
ligeramente arqueado, con pausa. Un enjambre de ideas y pensamientos se arremolinaban
en su cabeza. Pero ninguna de esas imaginarias abejas mentales que él creía oír, era siquiera
portadora del néctar de la verdad, y de los sucesos que estaban por
venir.

***

Leticia von Kritten conoció a quien sería su futuro esposo en una recepción del Instituto
Venezolano de Investigaciones Científicas donde su padre Kosmo impartía clases en el
centro de estudios avanzados. De entre el grupo se distinguía un muchacho de perenne
rostro sonriente y despreocupado de la vida. Medianamente alto, erguido, con un casi
imperceptible defecto en su labio superior derecho producto de una leve parálisis facial
cuando niño, lo que hacía que se levantara ligeramente y produjera un efecto de sonrisa
pícara y burlesca permanente. Y aunque ella lo notó desde el primer momento, Marcelo no
la había determinado para nada. Él estaba allí regodeándose con profesores, colaboradores,
gente del gobierno y condiscípulos suyos donde realizaba estudios de maestría en
bioquímica, cátedra que estaba a cargo del profesor von Kritten.
Semanas después coincidirían en los pasillos de la sede de las empresas “Santaella” donde
el padre de Marcelo era el accionista mayoritario. El encuentro aparentemente casual
agradó a Leticia, pero más a Marcelo quien ya se había enterado de que la pálida y hermosa
chica de ojos grandes color miel era nada más y nada menos que la unigénita del gran
doctor Kosmo von Kritten. Después de unos meses, ambos se dieron el sí en una ceremonia
que fue catalogada por muchos como el colofón de una historia mágica. Luego de mucho
intentar, Eduardo se decidió, por fin, a venir al mundo en un parto difícil, y con él, la alegría
del hogar cuasi perfecto.
Pero los designios de la providencia son burlescos, aunque sea ella quien agite la rama
frondosa del gran árbol de la experiencia humana, es también quien lo derriba con el viento
fuerte del huracán de las vicisitudes. Y es que Leticia no fue la única que sucumbió ante
los designios de la gran dama de negro al arrebatarle ésta, de una forma tan absurda,
primero a su madre y después la presencia de su padre, quien era el eje principal de sus
acciones. Eduardo fue quizás el más afectado por la pérdida de su abuelo. Fue Kosmo quien
lo educó, le enseñó la lengua germana a la par que el español, lo guio por la ruta de la
ciencia y cual Dédalo, llevaba al joven aprendiz por el enrevesado camino donde las luces
de los números y de las leyes inalterables de la naturaleza son una
constante eterna. Le enseñó que el bien más preciado era aquello que nos impulsaba a
resolver las eternas preguntas del ser humano, preguntas infinitas como la interminable
ruta laberíntica de la locura que posteriormente Eduardo atravesaría.
“El sol”--le dijo Kosmo un día--“no ilumina al azar. Lo hace para mostrarnos una realidad
relativa con la cual debemos vivir y aprender; nos alimentamos de él pero también nos
puede destruir si nos entregamos por completo a su luz”.
Eduardo lo entendió perfectamente; y cuando su abuelo, su amigo, su “Dadá” como le
decía, fue atrapado por el minotauro de la muerte: él, cual Ícaro, voló hacia ese sol y se
entregó por completo a su resplandor, hasta que el calor derritió las alas de cera de su
cordura.
-Pasen adelante por favor.
El doctor Mauresmo Espinoza les invitaba a sentarse en sendas butacas de cuero blanco
perfectamente alineadas frente a un escritorio de blanca formica colonial, sobre éste solo
reposaban en estado cataléptico un teléfono, el monitor de una computadora y el infaltable
retrato familiar. Lo único ajeno a esta escena era una carpeta de color blanco que contenía
el informe médico de Eduardo. Desde su llegada, la primera vez hacía ya tres años, pasando
por sus intermitentes “altas”; los medicamentos que le habían suministrado a lo largo de
sus diferentes estadas; hasta la ocasión en la que intentó quitarse la vida engullendo más
de noventa grapas, que si no es por la acción rápida de un enfermo que lo encontró y alertó
con sus gritos otro hubiese sido el resultado. La vida de un joven brillante, se resumía en
hojas blancas con letras negras de la fría jerga médica.
-Aquí está la historia clínica del paciente. --Dijo el doctor Mauresmo mientras se colocaba
frente a su escritorio, en el único sitio donde se sentía a gusto y en la única oportunidad
que tenía de dominar la situación--Eduardo ha sufrido, como ustedes saben, de un cuadro
de psicosis alucinatoria crónica, con claras muestras de delirio persecutorio.
-Ya eso lo sabemos doctor, --inquirió un tanto molesto Marcelo por los rodeos del médico
--háblenos de cuál será el tratamiento que debemos seguir con Eduardito, y nosotros no
escatimaremos en gastos.
Era la primera vez en mucho tiempo que Marcelo utilizaba tal diminutivo para referirse a
su hijo.
-No se trata solo de gastos económicos ingeniero Santaella, es mucho más que eso, verá,
una de las cosas que más nos llama la atención en la patología de Eduardo es que tiene una
aversión a su casa, producto de un fuerte impacto psicológico que le produjo la muerte de
su abuelo.
-Sí, fue una experiencia muy traumática para él. --Aseveró en un tono bajo de voz Leticia-
- La muerte de mi padre fue, y ha sido, un fuerte golpe para todos, más para él quien fue
testigo de los hechos. Tiene que entender doctor Espinoza, --dijo Leticia recuperando su
voz y su compostura--sólo era un muchachito, y lo que vivió evidentemente lo ha marcado.
-Para todos fue muy traumático lo que le sucedió a mi suegro, --interrumpió Marcelo a la
vez que agitaba su mano izquierda dibujando un circulo imperfecto en el aire, un ademán
muy propio de él cuando estaba nervioso--aun hoy ese suceso nos persigue, pero estoy
completamente seguro de que Eduardo está listo para volver.
“¡Mamá!”
Leticia giró su bella cabeza para seguir una línea invisible directo a esos ojos llenos de
miedo, rabia y determinación. Eran sus ojos en otro marco. Un joven que no llegaba a los
veinte años, pero que aparentaba mucho más; cabello completamente liso y azabachado,
con un mechón que se rebelaba del resto del grupo para posarse en una frente angosta.
Eduardo poseía un cierto atractivo que sin ser excepcional no pasaba inadvertido para
nadie. De mediana estatura, Eduardo Santaella era el vivo retrato de su madre; piel blanca
traslucida, como la enorme ballena blanca que lo devoró durante estos últimos años; manos
finas y delicadas; delgado, de aspecto frágil, nariz recta, pómulos salientes y un espíritu
tarabiscoteado de oquedades; sin embargo seguía teniendo esa chispa tan especial en su
mirada, en esos ojos que por fin se abrieron de par en par para encontrarse con los de su
creadora.
No hubo expresiones de cariño desbordado, ni gritos de júbilo, ni llanto, solo un abrazo
suave y maternal. Leticia se levantó de su asiento y estrechó a su hijo con una ternura que
solo una madre puede dar. En ese abrazo, que era el primero en mucho tiempo, Leticia
parecía pedirle perdón en silencio a ese ser que en ese momento solo deseaba regresar a la
tranquilidad del vientre materno para siempre.
-Luces muy bien, a pesar de todo. --Expresó en una ausencia de emoción Marcelo
Santaella, sin levantarse siquiera de su asiento.
-Precisamente hablábamos de ti Eduardo. --Dijo el doctor Espinoza a la vez que se
levantaba de su sillón y se dirigía al umbral de la puerta donde aún estaban madre e hijo en
un intercambio de piel.--Creemos que será un cambio muy positivo para ti en el proceso
del tratamiento, el volver a tu casa; ya habíamos conversado de eso ¿recuerdas?
-Vagamente. --Respondió Eduardo aferrándose al cuerpo de Leticia como se aferra la luna
a la gravedad de la madre tierra.
En ese momento el doctor Apolonio Rizzo se presenta con una enfermera de impecable
uniforme blanco, se llama Olga Narváez y es una de las que conoce el caso de Eduardo
desde su comienzo.
-Señores, --dijo en tono pausado el doctor Rizzo--la enfermera Olga será quien acompañará
de cerca la evolución de Eduardo, por supuesto que monitorearemos todo y cada uno de
los pasos del tratamiento médico. De hecho Señores Santaella, me gustaría coordinar con
ustedes los detalles pertinentes, junto con el doctor Mauresmo claro está.
-Estoy de acuerdo doctor, —dijo Marcelo a la vez que abandonaba su asiento --desearía
finiquitar todo para que Eduardo pueda salir de aquí hoy mismo.
Marcelo siguió al doctor Rizzo y a la enfermera Olga fuera de la oficina del doctor
Mauresmo, dejando a éste varado de pie, en medio de su mundo, perdiendo toda
oportunidad de tomar el mando de la situación.

***

El regreso a la mansión Santaella se caracterizó por la vigilia permanente del silencio. En


la parte trasera de la limosina, Eduardo iba ensimismado, sin ningún gesto facial que
denotara alguna emoción por el regreso al lar; solo tenía la vista aparcada en la ventanilla
del auto. Su madre sentada junto a él le tomaba la mano jugueteando con sus dedos.
Marcelo iba al otro lado, con rostro duro y petrificado, aunque la eterna sonrisa inexistente
pareciera un elemento contrario a los incordios que le roían por dentro. No solo se jugaba
una última carta para solucionar un problema que seguía presente, y le causaba un escozor
desagradable en el ánimo, desde la muerte de su padre político, sino que una de las
ecuaciones faltantes para su respuesta se encontraba en el otro extremo del segmento.
Aunque reconociese interiormente que su relación con Eduardo no era de las
mejores entre padre e hijo, en este momento debía limar asperezas, ya que aquel
representaba el único testimonio de lo que sucedió la noche en que murió el doctor von
Kritten. Esperaba con ansia que el tratamiento funcionase y que Eduardo lograra decidirse
a hablar de tan desagradable experiencia.
El silencio fue violado por el sonido de la radio de la limosina. Horacio, el chofer, subía el
volumen de la emisora.
“…aunque el Ministro de Interior y justicia, afirma que tienen policialmente el caso
resuelto, la verdad es que no hay información clara y precisa con relación a la incursión
y posterior saqueo de las instalaciones del Panteón Nacional. El grupo subversivo
autodenominado “La cola de Palomo”, sigue siendo el principal sospechoso de la
acción…”
-¡Esos malditos!--Inquirió Marcelo a manera de comentario--Cuando será que sabremos lo
que pasó. Miren ustedes no dejan a los muertos en paz.
-Ni a los vivos tampoco. --Comentó Eduardo con desgano y sin siquiera moverse.
-¡Vaya!, --inquirió Marcelo--pensé que aparte de perder el sentido común, también habías
perdido la lengua.
-No comiences por favor, --intercedió Leticia como siempre lo hacía --quiero que hoy sea
el comienzo de una nueva vida para todos, por fin después de mucho tiempo estamos
juntos, como una familia, no desperdiciemos esta oportunidad que Dios nos está dando.
…”Cientos de personas--continuó el narrador radial-- manifestaron pacíficamente frente
al Panteón Nacional en protesta por el sacrílego acto de profanación que se llevó a cabo
hoy ya hace un año…”
El Panteón Nacional, el gran mausoleo donde reposan los restos de los próceres de la
independencia americana, había sido víctima de la incursión de un grupo tipo comando
quienes sometieron a los guardias y procedieron a violentar algunos sarcófagos, incluyendo
el del Libertador Simón Bolívar. La acción causó un revuelo de tal magnitud, que el
gobierno venezolano impuso toque de queda en todo el país por varios días. Innumerables
arrestos se efectuaron con la esperanza de apresar a los autores de tan aborrecible agresión
al recinto sagrado. Los miembros y cabecillas de la organización rebelde “La cola de
Palomo” eran buscados hasta debajo de las piedras por ser ellos los principales
sospechosos.
Liderados por un carismático y escurridizo andino de nombre Valerio Camacho, junto con
otro misterioso individuo de alias “El Quijote”, eran el dolor de cabeza del régimen. Sus
acciones tenían al gobierno con las manos atadas. No importaba la cantidad de dinero que
ofrecieran, los atentados y trampas de los que eran objeto, ni la persecución implacable que
los organismos de inteligencia planificaban. Valerio Camacho se escapaba, y el tal
“Quijote” era todo un enigma.
Pero lo sucedido en el Panteón Nacional era otra cosa, profanar los cuerpos de los hombres
que dieron la vida por la libertad americana no tenía perdón. En un comunicado que llegó
a algunos medios internacionales, a través de redes sociales, “La cola de Palomo” negó su
participación en tales acontecimientos. Afirmando que “su lucha se centraba en los ideales
de los héroes cuya tranquilidad fue violentada en esa noche ilógica”.
Utilizando viejas estrategias de la resistencia francesa, “La cola de Palomo” tenía bajo su
mando a hombres, mujeres, adolescentes, ancianos, todo aquel que no coincidía con el
gobierno “autócrata, delincuente y neo monárquico”. Ninguno de sus integrantes, en
especial los que formaban batallones armados de resistencia, conocían los nombres,
ocupaciones, ni mayores datos entre sí. Esto para evitar informarles a los miembros de las
fuerzas gubernamentales cualquier dato que pudiera ser clave, en caso de ser atrapados y
sometidos a interrogatorios.
Marcelo Santaella seguía con interés el caso, por ello Horacio subió el volumen de la radio,
para que su patrón pudiera escuchar los detalles de la información.
…”Entre tanto todo está casi listo para la reapertura del Panteón Nacional, --seguía
diciendo la voz forzada del locutor-- en los próximos días se tendrá la fecha exacta. Hoy
concluyen los trabajos de remodelación interna del recinto, así como los resultados de las
pruebas que se le hicieron a los restos del padre de la patria…”
En la incursión abrieron el sarcófago de Simón Bolívar. Adentro, una caja de plomo sólido
la cual también profanaron. Al abrirla sólo encontraron un cobrizo esqueleto adherido al
fondo. Amordazaron a los guardias que permanentemente vigilan el recinto, y trataron de
profanar otras tumbas, pero fue inútil, estaban selladas. Salieron por donde entraron, por la
puerta principal. El grupo de seis hombres bajó las escalinatas de la plaza hasta la avenida
posterior del mausoleo. Iban vestidos con uniformes militares, subieron a
un vehículo rústico, de los que transportan material y pertrechos del ejército. Toda la
operación fue rápida, sigilosa y de un ensañamiento cruel y silencioso. El vehículo fue
encontrado horas después, abandonado a las afueras de la ciudad capital.
La investigación se trancó de cuajo. Por las características de la acción, los miembros de
“La cola de Palomo” eran los principales sospechosos. Revisando las cintas de seguridad
se veía a seis encapuchados vestidos con atuendo militar, antes de abandonar el mausoleo
pintaron los muros laterales con el emblema de la organización rebelde; el símbolo físico
de la resistencia.
Todo parecía indicar que en efecto se trataba de una acción de la organización rebelde.
Pero existían vacíos en la investigación que la policía científica llevaba a cabo, por ejemplo
¿Por qué entraron por la puerta principal y no forzaron alguna otra entrada?, además ¿Por
qué no se llevaron nada, ni de los restos de Bolívar ni de las otras tumbas?
¿Por qué utilizaron un vehículo del ejército para huir del lugar? Y algo importante ¿Por
qué ser tan evidentes y dejar la firma en el lugar del crimen? Definitivamente todo era
confuso pero las investigaciones seguían su curso.
Eduardo volvió a morder el silencio y estaba ajeno a estos acontecimientos, de hecho ni
cuenta se dio cuando llegaron a la regia entrada de la mansión Santaella.
Ubicada en una alta colina de terrenos exclusivos al este de Caracas, la extensísima
propiedad era un epitome al ego de Marcelo Santaella. Rodeada completamente por un
muro de tres metros de altura, coronado por interminables espirales eléctricos; la mansión
era una fortaleza en todo el sentido de la palabra.
Una enorme reja de hierro forjado, que se abría de par en par, en forma de arco dorado con
hermosos diseños de ángeles que parecían tocar trompetas como anunciando la buena
nueva, era la antesala para entrar a la regia residencia. Dos guardias apostados a los lados
de la entrada custodiaban con premura la puerta eléctrica. La lujosa limosina se adentraba
para recorrer los quinientos cuatro metros de distancia que hay desde la entrada a la
propiedad, hasta las puertas de la mansión. Frondosos árboles daban la bienvenida a los
visitantes y una hermosa hilera de pequeños arbustos perfectamente podados guiaban el
camino. Un jardín cuidado con extremo, donde hermosos rosales con flores multicolores
afilaban sus espinas para proteger su belleza.
Y allí estaba la inmensa construcción, ésta se presentaba regia, señorial, con una
arquitectura de estilo románico; dos amplias columnas eran la base de la entrada a una casa
inmensa, sobrecogedora que despertaba admiración y envidia en aquellos que por vez
primera la veían. En el portal se encontraba todo el personal de la casa, alineados y
pulcramente vestidos, como lo ordenó Leticia, para darle la bienvenida al joven Eduardo.
Este no esperó a que Horacio abriera la puerta, él mismo se bajó con aire decidido, pero a
la vez temeroso. Observó, subiendo su cabeza, aquella inmensa caja de música, como él le
decía desde pequeño, al referirse a su casa; hurgó con la mirada los amplios ventanales del
segundo piso, el ático y se detuvo en seco en la segunda habitación del ala occidental, la
habitación de su abuelo, donde todo había pasado. Respiró hondamente como tomando la
última bocanada de aire antes de sumergirse en ese océano de incertidumbre.
-Todo estará bien hijo, --le dijo Leticia a la vez que lo rodeaba con su brazo derecho--te
doy mi palabra.
Eduardo había salido de una enorme prisión blanca para entrar en otra, no más oscura
ciertamente, pero con la diferencia de que en ésta se sentía vulnerable. Ingresó con muestras
de júbilo y saludos de parte de todos los que lo esperaban. A pasos breves pero decididos
Eduardo Santaella se dejó engullir por esta inmensa caja mágica de música cuyas melodías
habían sido calladas desde hacía tiempo. Con Leticia a su lado, devolvía, sin hacer contacto,
los saludos que recibía de cada uno de los que estaban allí perfectamente enfilados.
Entró a la amplia antesala principal cuya decoración de estilo barroco pujaba por
asemejarse a los fastuosos palacios de la Europa del siglo XVIII. Los pisos de mármol
acendrado son una alfombra sólida que se repite en toda la casa. La madera recubre casi
totalmente la caja de arquitectura de la mansión, con una geometría pura que evoca el dolor
psicológico del hombre en busca de un sólido anclaje en su entorno. Cuatro estatuas estilo
románico se distribuyen perfectamente a lo largo y ancho del óvalo; arriba en lo más alto,
un cielo raso, en forma de cúpula, con hermosos vitrales que asoman un sol circunspecto
acompañado de dieciocho estrellas que marcan el eje central de la antecámara; todos
observando con fijeza y melancolía. En el corazón de la antesala, una escalera se eleva en
media curvatura y se divide en dos, con veintisiete escalones a cada lado, para luego
encontrarse en un amplio pasillo central que dan acceso al segundo piso donde están las
treinta y seis habitaciones. Es la entrada del interior de este inmenso
monstruo de mármol y madera. Arriba, en la pared principal que sirve de punto de
encuentro de esta gran boca con escalinatas, está un enorme cuadro de estilo surrealista y
cuya mezcla cromática forma, entre otras cosas, la letra “O”; en honor a “Orixona” el
medicamento punta de lanza de la compañía familiar.
Al salón principal se llega atravesando una hermosa puerta, tallada, con vitrales decorados
con el mismo motivo celestial de la cúpula de la antesala, ubicada en el lado occidental de
ésta. Muebles de aspecto antiguo que no cumplen ninguna función, aliados con mesas de
estilo Luis XV, un enorme piano blanco de cola, silenciado, esperando por dedos virtuosos
que le arranque cadencias. Familiares y parientes ya extintos, fallecían nuevamente en
plateados cuadros colgados en las altas paredes. La decoración ecléctica es una mezcla de
lo antiguo con lo moderno, de lo obsoleto con lo actual, de lo blanco con lo negro, de lo
gélido con lo cálido, de lo vivo con lo marchito.
Una de las características de la mansión es la luz; protagonista de cada rincón de la regia
residencia. Es un elemento nuevo. Desde la muerte del doctor Kosmo von Kritten todos los
rincones de la casa fueron tomados por la luz, lámparas grandes colgaban de los techos, la
principal, se encuentra en el salón comedor y tiene más de mil bombillas. Está diseñada en
forma de una inmensa telaraña, hecha con hierro forjado, de tres niveles, una coronación
superior, con contrapeso en los niveles inferiores, y vestida hermosamente con miles de
cuentas de cristal cortado.
Tres grandes puertas en forma de arco, colocadas una en cada pared, dan acceso, desde el
salón principal, hacia los jardines exteriores, las tres cocinas, la biblioteca y al soberbio
salón comedor de paredes talladas a mano con motivos en tipo de lienzo plegado. Una mesa
acostada, del más fino roble, en infinita línea recta, bajo las miles de miradas escrutadoras
de la gran lámpara, con más de veinte puestos para comensales, surca de sur a norte el
amplio comedor. En un recodo, una chimenea altiva, de un gótico tardío, se deja ver
impúdica. Sostenida sobre los hombros marmoleados de Hércules y Atlas, tiene inscrita,
en griego, la leyenda de un antiguo guerrero heleno. El tiraje forma una especie de trapecio
encima de ella, y un fuego inexistente consume los últimos hálitos de vida.
-Espero que estés a gusto y que aceptes por fin Eduardo que ésta es tu casa. --Así lo dijo
Marcelo a la vez que dibujaba con su mano un círculo invisible en el aire.
-Yo también lo espero. --Dijo en tono resignado Eduardo, que escudriñaba con la vista su
renovado dormitorio.
Es amplio, con paredes tapizadas de colores vivos donde el púrpura sobresalía de los
demás. En el centro de la alcoba una enorme cama con techo de terciopelo rojo, más
parecido a la maquina sexual de una matrona francesa, que el sitio de reposo de un
muchacho deseoso de volver a la vida. Un enorme ventanal, sellado con barrotes por
razones de seguridad, muestra la vista hacia el lado este de la mansión. Eduardo caminó
hacia su amplia cama y dejó caer su cuerpo como si fuera un enorme abeto rindiéndose, no
tanto a la fuerza de gravedad como a la mano destructora del leñador. Eduardo Santaella
durmió, ajeno a la perorata que Marcelo comenzaba a dirigirle, durmió como si no lo
hubiese hecho en siglos y soñó, con la nueva vida que comenzaba, con los médicos de la
clínica que fue su hogar hasta hace poco, soñó con la emoción que sintió al ver a su mamá
y ese abrazo que le hubiese gustado se perpetuara en el tiempo, soñó con duendes
terroríficos que tenían la cara de su padre y que le perseguían en un bosque de enormes
árboles blancos. Pero sobre todo soñó con su “Dadá”, que cabalgaba con él a través de una
sabana infinita, envuelto en el eructo de la tierra seca, viéndolo sonreír sobre un hermoso
alazán ruano.
Una mano suave lo trajo de vuelta al mundo real, Leticia despertó a Eduardo con una suave
caricia. Éste abrió los ojos con pausa y somnolencia. Había dormido durante horas. Era la
primera vez en mucho tiempo que lo hacía sin la ayuda de medicamento alguno.
-Buenos días hijo. --Susurró Leticia--¡Vaya que si dormiste!, quiero que tomes un baño y
bajes al comedor para que comas. El doctor Rizzo viene enseguida y deseo que todo salga
a la perfección hijo. Y que colabores con él en todo.
-Soñé que Marcelo tenía cara de duende medieval. —Dijo Eduardo aun dominado por la
somnolencia.
Una risa estruendosa inundó la habitación, Leticia rio a carcajadas por la sentencia de su
hijo. Sus ojos color miel se volvieron más hermosos y su rostro de pálido se dejó seducir
por el sonrosado rubor producto de la hilaridad. Eduardo también se contagió de esta
epidemia cascabelera, aunque menos sonora, el joven rio con su madre en una complicidad
de sentimientos escondidos que hacían explosión en el volcán de la risa.
-¡Tu padre un duende medieval!--Dijo ella aun presa del ataque de las carcajadas--Es lo
mejor que he oído en mucho tiempo. --Respiró hondo para luego agregar: A Marcelo lo
han llamado de todo; timador, arribista, tacaño, cínico pero jamás duende medieval.
Deberíamos venderles el mote a los miembros de la junta directiva de la compañía. ¿Te
imaginas la presentación?
Y transformando su fina y delicada voz en un estéril gesto de ponerla más fuerte se levantó
de la cama de Eduardo.
-¡Con ustedes, --dijo con un ademán sobreactuado--el presidente de industrias
farmacéuticas y emporio comercial “Santaella” ingeniero Marcelo Eleazar “cara de
duende” Santaella Hernández--Acto seguido se desplomó en la cama de Eduardo. Este
seguía riéndose en silencio por la ocurrencia de su madre. Hacía mucho que no reía de
buena gana.
-¿Él me odia verdad?
La pregunta de Eduardo interrumpió el jolgorio de la situación.
Leticia se detuvo en seco y se incorporó sentándose en el inmenso lecho. Luego con sus
manos tomó el delicado rostro de su hijo.
-¡No digas nunca eso! Marcelo puede ser irascible, malgeniado y duro con sus sentimientos
pero no te odia, ni siquiera lo pienses; es tu padre, quizás no haya sido el mejor del mundo,
pero eres sangre de su sangre. Además él ha sido quien más se ha preocupado por tu
situación y aunque no lo demuestre él te ama hijo.
Eduardo recostó su cabeza en el hombro de su madre. Deseaba creerle, pero una cantidad
de emociones encontradas hacían metástasis en su débil condición.
-“Doña Leticia, el doctor Rizzo ya está aquí la espera en la biblioteca”--interrumpió
Marina, la obesa criada de confianza de los Santaella.
-Gracias Marina--dijo Leticia al tiempo que se levantaba de la cama de Eduardo--dígale
que bajaremos enseguida
-¿Bajaremos?--dijo Eduardo sin levantarse siquiera--.No quiero ver a nadie y menos a un
doctor. Es lo que más he visto en los últimos años mamá, doctores, enfermeras, hospitales.
-¡Tienes que bajar! fue la condición que impusieron para que salieras de la clínica--dijo en
tono que no permitía negativa. Eduardo no contestó. Conocía a la perfección la recia
personalidad de su madre y contradecirla no era lo más adecuado, así que se levantó y se
dirigió a su baño.
-Todo es por tu bien, todo lo que hacemos es por tu bien, ---le dijo Leticia suavizando un
poco el matiz de su voz--jamás lo olvides.
-No te preocupes, –dijo Eduardo sin detenerse--jamás lo olvidaré.

***
CAPÍTULO III
Jade Goronda es conocida como una de las reporteras más acuciosas de la fuente de
política. Siendo hija de un vicealmirante retirado de la armada, Jade tenía acceso a cierta
información confidencial y la utilizaba en sus candentes artículos de opinión. Fue la
reportera que acusó a varios jefes del partido de gobierno a enriquecerse a costa de un
importante contrato de compra de armas, esto la llevó a recibir amenazas constantes a su
vida, al punto que tuvo que esconderse dentro y fuera del país. Los acusados en el timo a
la nación jamás fueron a juicio y Jade se encontraba ahora en una encrucijada, una
verdadera espada de Damocles pendía sobre ella. Estando con vida su padre, éste le
proporcionaba protección aunque ella la aceptaba de mala gana, pues le molestaba la
presencia constante de individuos armados en su entorno.
Pero don Fabián Goronda había muerto hacía pocos meses. La pérdida desarmó a Jade, era
su vínculo familiar más directo, su apoyo y la fuente inagotable de todo lo que hacía. Pero
no podía darse por vencida, sabía que debía andar con pasos firmes y ahora metida de lleno
en la investigación del sacrílego asalto al panteón nacional, parecía que debía cada
respiración que hacía.
A pesar de sus escasos veintisiete años, Jade ya había pasado por lo que todo periodista
busca en una vida de trabajo; reconocimiento y amenazas. Siempre pensó que su carrera
no estaba completa sin el lanzazo hiriente de la fama y la corona de espinas de la
intimidación constante, que se cierne sobre la cabeza de aquellos que transitan el calvario
de la verdad.
De media estatura, cabello lacio, largo hasta el nacimiento de los hombros, pómulos
salientes, una pequeña y respingada nariz, labios provocativos de un carmín natural, cuerpo
tallado de finas curvas. Sin ser fabricadamente bella, Jade poseía un atractivo innegable,
una sonrisa capaz de sacar destellos de rubor a cualquier corazón por más petrificado que
estuviera. Y si a eso sumamos la extraordinaria inteligencia y olfato periodístico para dar
un tubazo, diríamos que Jade Goronda poseía todas las cualidades para resolver ese acertijo
incoherente, en que se había convertido el asalto al panteón.
A la salida de una de las casas que fue de sus padres, en Bello Campo, al este de Caracas,
fue abordada en su vehículo, por tres sujetos quienes la sometieron, obligándola a
embarcarse en una camioneta todo terreno. Jade pensó en ese instante que su vida llegaba
al final, que se había descuidado, y por fin la atraparon. Imaginándose lo peor, trató de
oponer resistencia al rapto del cual era objeto. Uno de sus captores le tapó la boca y en un
murmullo casi inaudible, que se perdía en la vorágine de un desagradable aliento a ajo le
dijo: “Si quiere conocer a Valerio Camacho no haga ninguna tontería, cálmese y le
llevaremos donde está él.”
En un periplo de varias horas y con los ojos completamente vendados logró llegar a una
casa en algún lugar de lo que parecía ser una finca empalada en medio de la nada. Cuando
por fin recuperó el sentido visual Jade se encontró con cuatro hombres y una mujer
enfundados en poderosas armas automáticas. Se dio cuenta del movimiento sigiloso de
individuos afuera.
Tras un tosco escritorio de madera, sentado en una estudiada pose de alguien que sabe tiene
dominio de todo, se hallaba un hombre blanco, aunque curtida la piel por los avatares del
sol, de cabello castaño claro casi rojizo, cejas anormalmente pobladas, una cuidada barba
que escondía una boca grande y permanentemente húmeda. Al saludarla con una voz suave
y sin nerviosismo alguno, más parecía un maestro de alguna escuela rural que el mítico
hombre que tenía de cabezas a todo un sistema de seguridad.
Jade Goronda estaba impactada, tenía ante sí a Valerio Camacho; a un fantasma. Una
hipnótica sonrisa se dibujó en su boca, había ganado una apuesta que hiciera con un colega
al afirmar éste que ni Valerio, ni el “Quijote”, existían. Pues bien, allí estaba ella, cansada,
sudorosa, con el corazón casi a punto de jubilarse, sentada frente a uno de los hombres
sospechosos, entre otras cosas, del acto más impío en contra de nuestra historia reciente: el
asalto al Panteón Nacional.
-¿Desea tomar un poco de agua?--preguntó amablemente, en la melodiosa manera de hablar
que los andinos tienen.
-Por favor.--exhaló con dificultad la sedienta mujer.
En un gesto imperceptible Valerio Camacho ordenó que le acercaran a la mujer un vaso
lleno de agua. Jade lo sorbió con desespero.
-Tranquila, -- dijo Valerio--no se lo tome tan rápido que se puede marear. Las cosas se
toman con calma y paciencia.
-¿Valerio Camacho, usted es Valerio Camacho?-Exhaló Jade después del último trago.
-Cálmese, de tanto repetir el nombre me lo va a desgastar, --dijo al tiempo que la miraba
directo a los ojos.
-Señor --se apresuró a decir Jade, —dígame algo…
-Con calma y paciencia. --interrumpió el guerrillero--Primero ¿Sabe usted por qué está
aquí?--Y respondiendo él mismo la pregunta, agregó:
-Nosotros la contactamos. Quiero pedirle disculpas por el trato, pero usted no se imagina
la cantidad de supuestos periodistas que han querido entrevistarme, algunos con sincera
demostración de respeto pero ¿sabe qué?, --volvió a preguntar mientras se arremolinaba en
su tosca silla de madera--muchos han sido enviados por esos traidores del régimen para
aniquilarme. Ahora me echan a mí la culpa del asalto al Panteón Nacional. Ni yo ni mis
hombres seríamos capaces de tal acción. Son esos sátrapas escondidos en su dinero mal
habido quienes pretenden confundir a la opinión pública. Esos que se hacen llamar
patriotas, no son más que una pandilla de saqueadores de la nación, que para distraer a la
gente inventan esta canallada de que nosotros profanamos el recinto sagrado donde
descansan nuestros padres de la patria.
-De eso quiero hablarle señor Camacho, usted…
-¡Capitán!.. Capitán Valerio Camacho, si me hace usted el favor señorita Goronda. En este
mundo de la lucha armada, hay que tener algo de rango.
-Sí, perdone pero es que tiene tantos alias. --exclamó Jade mientras la respiración se
multiplicaba y arremolinaba en la medieval silla-- Muchos aseguran, capitán Camacho,
incluso algunos medios, que la responsabilidad del ataque al recinto fue orquestado por
usted y ejecutado por sus seguidores, de hecho el gobierno asegura que tiene en su poder a
algunos miembros de su organización que han confesado que usted conjuró dicho plan y
que en cualquier…
-¡Falso!-- interrumpió exaltado Valerio-- ¿Con qué fin hubiésemos cometido tal atrocidad?
dígamelo. Y eso de que tienen miembros de nuestro ejército que han confesado es una
calumnia. Somos fieles seguidores a las ideas de Simón Bolívar, su pensamiento es nuestra
doctrina sagrada. Aquellos que se autodenominan Bolivarianos y se regodean desde las
altas cúpulas del poder, son los que desvirtúan el mensaje y ahora quieren embadurnarnos
con esta mierda.
Aquí Valerio Camacho hace una larga pausa en el estudiado discurso. Poniéndose de pie
y dándole la espalda a la nerviosa periodista le preguntó de manera sorpresiva y calmada:
- ¿Sabe usted señorita Goronda, quien fue Palomo?
La pregunta tomó fuera de lugar a Jade. Una jugada , pensó, para descolocarla en su
interrogatorio. Sin embargo logró recuperarse. Ya iba entendiendo que la astucia de este
hombre no era solo un mito.
-Tengo entendido que Palomo era el caballo preferido de Simón Bolívar, --contestó
diligentemente Jade-- que acompañó al Libertador en gran parte de su campaña y según
cuentan algunos historiadores un fino y hermoso animal de color blanco.
-Con una larga y frondosa cola que le llegaba al suelo. -- Sentenció el Capitán.-- ¡Vaya! Se
nota que ha estudiado. Aunque muchos historiadores hasta dudan de la existencia del
mítico animal, hemos hecho nuestras propias investigaciones señorita Goronda. Y fíjese;
encontramos indicios de su existencia desde 1814, época de la emigración a Oriente.--
volviéndose hacia Jade la perforó con la mirada y le interpeló:
-¿Conoce el caso de la muerte del doctor Kosmo von Kritten?
Esta otra interrogante volvió a desconcertar aún más a la temeraria reportera. Conocía el
intrincado suceso del asesinato del eminente doctor. Ella se interesó por esa noticia y
aunque la siguió con sumo interés, las represalias por el sonado caso de malversación de
fondos por la compra de armas, la tenía en ese momento con la mente concentrada en
sobrevivir. Pero ¿Por qué sale a relucir la muerte del doctor von Kritten en esta
conversación? ¿Qué interés particular podía haber en un caso que no tenía nada que ver
con el fundamento de su “visita”?
-Sí, lo conozco a medias. –Se limitó a responder automáticamente--Pero ¿Qué relación hay
con lo que estamos conversando?-- inquirió sobreponiéndose a la excitación que aún tenía.
-Todo está conectado señorita Goronda.
-No entiendo ¿Que conexión hay?--repreguntó Jade al tiempo que intentaba pararse de su
asiento. En ese instante la mujer que formaba parte del entorno de seguridad de Camacho
se acercó a ella y la tomó por un brazo obligándola a sentarse nuevamente.
Jade Goronda estaba confundida. Y no era difícil para una mujer como ella encontrarse en
situaciones embarazosas, así que se sentó de manera obligada, no forzó la situación y
anteponiendo su olfato periodístico, se dejó intimidar. Sabía que algo de lo que iba a
decir el “Capitán Camacho” sería de gran utilidad para su posible trabajo de investigación.
-Cálmese--dijo Valerio, y caminando hacia la atribulada periodista, tomó un taburete, se
sentó justo al frente de ella, pasó la mano por la empapada boca y mirándola directamente
a los ojos le dijo:
- Jade, voy a contarle algo que espero pueda memorizar.
Y respirando hondamente empezó a taladrar las palabras en el duro concreto de la
retrospectiva histórica:
“Durante la guerra de independencia--dijo Valerio en auténtico tono propio de un pastor
religioso--nuestro Libertador, el gran general Simón Bolívar, evacuó la ciudad de Caracas
rumbo al oriente de Venezuela, huyendo de las huestes sanguinarias de Boves. Fueron
muchos los desplazados, los que perdieron todo y los que murieron en este éxodo. En esa
gran marcha iban desde los esclavos y criados hasta lo más granado de la sociedad
caraqueña que había escuchado de las atrocidades cometidas por el cruel asturiano. Bolívar
los conducía, él mismo recorría la larga fila de seres humanos hambrientos unos,
desfallecientes otros, les llevaba pertrechos, cuidaba de los enfermos, en fin, era un padre
que protegía con calor paternal a los suyos”
“Los únicos, señorita Goronda, --agregó Valerio Camacho-- que reían y soportaban todo
con candidez, eran los niños. Quizás pensaban que se trataba de un juego, y dentro de su
inocente edad, no estaban conscientes de lo grave de la situación. Bolívar hizo especial
empatía con una niña quien había visto morir a sus padres de la mano asesina de Boves
cuando éste saqueaba a Villa de Cura. La pequeña, de nombre Cecilia Corvalán Rondón,
se salva milagrosamente cuando logra huir con su tío y llega a Caracas, de allí forma parte
de la expedición. Aunque había pasado por un momento traumático la pequeña no se deja
amedrentar por el tortuoso camino y es de las que, a pesar de todo, mejor disposición tiene.
El Libertador le toma un afecto muy especial a la pequeña, tanto que le da el título
honorífico de cuidadora personal de Palomo. Es ella quien le da agua al animal, lo alimenta
y cuando puede lo acicala”.
“El hermoso ejemplar, --continúa narrando Valerio--la tenía fascinada, su hermosa cola
blanca y sus crines, aunque sucias por la sinuosa travesía, aun eran radiantes y bellas. La
pequeña se aferró en más de una ocasión a los fuertes brazos del Libertador montado
sobre Palomo. Cuando la larga travesía llegó a Cumaná en agosto de 1814, muchos de los
que partieron no lograron sobrevivir”.
Al llegar a este punto la voz de Valerio Camacho se cuartea, y tomando un rápido suspiro
se sobrepone a este momento de flaqueza.
“Es en esta parte de la historia, cuando sucede algo curioso y trascendental, la niña y su tío
deciden quedarse en la ciudad por lo que ella le pide al Libertador que le diera un recuerdo,
en definitiva que le regalara el caballo. Cuenta la leyenda, --sigue Valerio a la par que se
levanta del taburete--que el Libertador le dijo que no podía darle a Palomo ya que era el
mejor caballo que tenía para acabar con los malvados que habían matado a sus padres, pero
que le regalaría algo mejor. <Te llevarás>, le dijo, <una parte de mí>, y acto seguido se
cortó un abundante mechón de cabello y se lo entregó a la pequeña Cecilia”.
-¡Los antiguos romanos!--Interrumpió Jade.
-¿Perdón?-- Interrogó el “Capitán Camacho”.
-Los romanos. --Repitió la mujer--Verá, los antiguos romanos solían regalar mechones de
su cabello a las mujeres y hombres que los admiraban. Bolívar era un estudioso de la
literatura antigua, quizás le pareció apropiado ese gesto para con la pequeña.
-Me sigue sorprendiendo señorita Goronda. --dijo el ahora risueño guerrillero--En efecto
era una costumbre antigua. ¡Pero volviendo al tema!;--exclamó mientras circundaba la silla
donde aún seguía sentada Jade. “La pequeña Cecilia logró huir a Curazao y allí se
estableció con su tío y una cuñada de éste que sobrevivió a la persecución. Años después
llegó a Colombia donde, ya libre la patria de españoles, vivió y se estableció. Al correr los
años se casó con un Coronel patriota de nombre Celestino Caicedo”.
-En realidad sigo sin comprender. ¿Por qué me cuenta todo esto y qué tiene que ver con
von Kritten y el panteón?--Volvió a interrumpir la joven periodista, esta vez no para
sentenciar una frase de historia o completar un pensamiento, lo hizo presa de lo que más
carcome a un interrogador periodístico como ella: la impaciencia. Quería que ese hombre
a quien medio país buscaba vivo o muerto se dejara de rodeos y le dijera lo que ella quería
saber.
Valerio Camacho se limitó a sonreír, y mostrando una imperfecta dentadura tras los gruesos
labios, se pasó la mano por toda su barba. Tenía la atención, o al menos eso pensaba él, de
una de las periodistas más importantes del país.
-Tómelo con calma señorita, --dijo entre risas cortadas--todo tiene una relación, no existen
acontecimientos aislados, permítame por favor terminar de contarle la historia ¿le parece?-
-Agregó a la vez que hacía un ademán con las do Ls manos, en un sarcástico gesto de ruego.
“La ahora Doña Cecilia Corvalán Rondón de Caicedo nunca olvidó su relación estrecha
con el Libertador durante esos nefastos días, al contrario fue lo que más recordaría y
añoraría de su infancia. Tanto así, --explicaba Valerio quien se sentía como un catedrático
desvelando la cortina de las interrogantes permanentes--que aprendió el oficio del tallado
en madera y creó un hermoso caballo de nogal que se levantaba en sus patas posteriores,
medía unos 25 centímetros aproximadamente, de alto. Lo pintó de blanco y así tenía una
imagen congelada y eterna de su adorado Palomo. Aunque fue una mujer que hizo mucho
dinero junto a su esposo en el negocio de la ganadería, su mayor tesoro era esta escultura
que dejó en herencia para que la cuidaran las generaciones futuras de su familia. Nuestra
pequeña Cecilia murió plácidamente mientras dormía a la entonces avanzada edad de 63
años”.
-Disculpe, pero ¿Qué valor puede tener, salvo el sentimental, una pieza de madera realizada
por una mujer que se encariñó con un caballo cuando aún era niña?--inquirió la ahora más
que sorprendida Jade Goronda.
-No me haga pensar que sobreestimé su inteligencia señorita. --respondió el jefe
guerrillero, en ese repetitivo tono musical y melodioso propio de los andinos--No se trataba
de una simple escultura hecha por una mujer nostálgica por un suceso de su infancia que
la marcó para toda la vida. Después de la muerte de Bolívar, acaecida en 1830, el anti
bolivarianismo se regó como pólvora por el continente entonces liberado, todo lo que
tuviese algo que ver con él debía ser destruido; cartas, enseres personales, armas, todo era
aniquilado por los protagonistas de esta felonía, muchos de los cuales pelearon al lado del
Libertador y ahora escupían sobre su inerte cuerpo. Murió no tanto por las secuelas de la
tuberculosis. ¡Sino por la traición de sus antiguos compañeros! Primero expiró su alma, y
mucho tiempo después su cuerpo.
Valerio Camacho hizo silencio, solo se oían las respiraciones obligatorias de los allí
presentes.
-¡La cola de Palomo!--Interrumpió alborozada Jade, asesinando la neonata quietud--Ya
comprendo, la cola de Palomo era el cabello del Libertador, el mechón que le regaló a
Cecilia cuando ésta era una niña. - Una sonrisa de satisfacción se asomó al rostro de la
perspicaz mujer.
-¡Sí! ¡Y la verdad existirá, aunque el mundo perezca!--gritó Valerio Camacho--Nuestra
pequeña, --agregó en autentico frenesí--escondió el mechón en la cola de palomo para que
no pudieran encontrarlo. Años después cuando el resentimiento se apaciguó para dar paso
a la vergüenza de un continente, se restituye la memoria del Libertador, es entonces cuando
la reliquia se convierte en un auténtico símbolo, pero muy pocos sabían lo que ésta
escondía.
-¡Una parte real de Simón Bolívar!--exclamó con los ojos desorbitados y parándose de su
asiento, haciendo caso omiso a la fornida guardia que cuidaba de que no se levantase- Pero
¿Qué hay de cierto en la historia?--preguntó mirando directamente a los ojos del faccioso
andino--¿No será más que una de las tantas leyendas acerca de la vida del padre de la
patria?
-Entiendo sus dudas, hasta yo mismo dudaba de semejante cuento, pero le aseguro que es
real. Esa pieza fue el centro de atención de la familia Caicedo durante varias generaciones.
Lastimosamente--prosigue Valerio Camacho ya alejado de su reducido auditorio y solo
repasando literalmente una historia mil veces contada dentro de su entorno partisano--un
bisnieto de Cecilia, de nombre Mauricio Caicedo extravió la reliquia cuando Bogotá estalló
como polvorín, al ser asesinado Jorge Eliécer Gaitán. El infeliz no aguantó la pérdida y se
suicidó poco tiempo después.
Y girando su anatomía se dirigió a uno de sus subalternos:
-¡Teniente Pacheco!--ordenó, a la par que extendía su brazo izquierdo y recibía de la mano
de su compañero un sobre de color negro.
El ambiente se enrareció más de lo que ya estaba. Jade estaba de pie, el nerviosismo se
apartó amablemente para cederle el puesto a la expectación y curiosidad.
-Ábralo--le inquirió el capitán Camacho a la confundida comunicadora.
Jade lo abrió, adentro había una fotografía en blanco y negro y aunque desgastada por el
tiempo la imagen se veía intacta. Un hombre de unos 50 años, vestido con frac y levita,
propia indumentaria de finales del siglo diecinueve, sentado en una gran silla de madera.
Al lado, una consola de caoba estilo Cristino, sobre ésta, un caballo de madera parado en
sus dos patas.
-Es la única fotografía que existe de la reliquia.--sentenció Valerio--Voltéela.
En la parte posterior se leía en pequeños caracteres: “Don Celestino Caicedo junto a una
pieza familiar, Noviembre 1889”.
-Es el hijo menor de Cecilia--acota Camacho.
-Pero no dice que sea la pieza auténtica--interroga la perpleja reportera.
-Observe la cola del animal. ¡Teniente, la lupa!--ordenó nuevamente a su “edecán”.
Jade observó con minuciosidad, a través de la lente, que la cola de la pequeña estatua
parecía ser: ¡cabello natural!
-Es una prueba, pero ¿es contundente?--preguntó Jade.
-La fotografía es real,- dijo Valerio--además si usted investiga bien se dará cuenta que
desde hace más de cien años los distintos gobiernos de Venezuela han intentado hacerse
con la reliquia, mediante negociaciones de manera directa con la familia Caicedo y sus
descendientes, que incluían el chantaje e incluso el robo. Pero nada de eso funcionó. Lo
más cerca que Venezuela estuvo de poseer del caballo fue en abril de 1948. Aprovechando
el Noveno Congreso Americano que se iba a llevar a cabo en la ciudad de Bogotá, una
comisión de representantes del gobierno de Gallegos tenía la tarea de concretar el traslado
de la pequeña estatua hacia nuestro país previa negociación con un dirigente del partido
liberal, pero el vil asesinato de Gaitán y la posterior explosión social en toda Colombia
imposibilitó la entrega.
“En este punto--continúa Camacho--la reliquia es sustraída de un negocio de tintorería
donde estaba burdamente escondida. Se le perdió la pista por un tiempo. Hasta que…”-la
duda hace mella en el veterano combatiente y mirando a su entorno camina con paso
tanteado hacia el escritorio, sentándose en la silla y adoptando la pose inicial con la que
Jade Goronda lo encontró al abrir sus ojos.
-Complete la frase--le invitó Jade--¿Qué pasó después?
-Hasta que,--dijo Camacho reiniciando su diatriba--tres años después del llamado
“bogotazo” unos hermanos de apellido Jaén, acérrimos liberales, la encontraron como
adorno en un botiquín de la costa barranquillera. Mire usted las crueldades del destino, el
cabello de nuestro Libertador en un antro de putas.
“Pues bien, --recapitula Valerio--uno de los hermanos reconoció al caballo y con el
transcurrir de los días se hizo amigo del dueño del negocio y en un juego de dominó le
ganó la reliquia, alegando que era un experto tallador y le llamó la atención la pequeña
estatua. Años después los hermanos Jaén se convirtieron en líderes, junto con otros
perseguidos liberales, de una columna guerrillera. A finales de los años cincuenta--siguió
contando el ahora excitado líder--el caballo fue robado por un desertor, el miserable le
encontró venta en una tienda de la costa atlántica propiedad de un comerciante de
antigüedades de apellido…”--en ese momento cierra el entrecejo en una clara muestra
dubitativa.
-Fahrid--le recordó el Teniente Pacheco, quien pareciera el único de todo el entorno en
tener el don del habla.
-¡Ibrahim Fahrid!--enfatizó el Capitán Valerio--. Sí. Un árabe prestamista que aceptó de
mala gana ese caballo de madera parado en dos patas y con, a su parecer, una cola de
cabello hecha de mal gusto.
En ese momento a Jade Goronda le duele hasta el hecho de pensar, ha recibido mucha
información en muy corto tiempo, todo eso parecía una loca historia fantasiosa salida de
un cuento popular, pero allí estaba ella en algún lugar de la geografía, segura que tenía ante
sí un reportaje valioso, no tanto por el hecho de que el relato careciera o no de veracidad.
De por sí, el estar frente a Valerio Camacho le daba material para una excelente crónica.
Pero todo estaba aún confuso, tanto en el canicular ambiente que se respiraba, ayudando a
que la descomposición de su ánimo se acelerara, hasta el desconocido giro que los hechos
vividos podrían traer a su vida. Jade recuperó la cordura que cobardemente quería alejarse
de sus dominios y retomó el incesante interrogatorio.
-¡Todo es muy interesante!--logró exclamar--Pero vuelvo a preguntarle, ¿qué tiene todo
esto que ver con el asalto al Panteón, con la muerte de von Kritten, o con su organización?
en fin, ¿qué conexión hay?
-El caballo, --continuó Valerio Camacho ignorando las preguntas de la periodista--
encontró rápidamente un nuevo dueño cuando un hombre alto, con la pinta de musiú, medio
encorvado de espaldas, entró a la tienda de Fahrid y se interesó directamente por el caballo.
El árabe, como buen comerciante, le mostró otras piezas que a su juicio eran más valiosas,
pero el hombre con acento extranjero solo tenía ojos y dinero para el caballo. El avaro se
dio cuenta enseguida de cuanto le interesaba y le incrementó el costo inicial a la
reliquia. A lo que el cliente ni protestó, de hecho ni esperó por el vuelto del dinero. Una
vez cancelada la transacción el musiú se esfumó de repente.--aquí el faccioso hace una
pausa, e inclinándose ligeramente hacia adelante en el tosco escritorio sentenció --¡Ese
hombre era: Kosmo von Kritten!
Un mutismo se hizo cargo de la escena. Valerio Camacho calló. Observaba como el rostro
de Jade Goronda se transformaba en un intento por poner en orden las piezas de un
rompecabezas que apenas mostraba parte de un todo coincidente. El líder guerrillero logró
su objetivo, la mujer se dejó tragar por la silla, y todos, como en un acto mil veces
representado, ocuparon nuevamente los lugares que tenían justo antes de que le quitaran la
venda a la mujer, que ahora parecía comprender cómo el tejido marañoso de los
acontecimientos mostraba una perfecta afinidad.
-¿Quiere decir que Kosmo von Kritten fue asesinado para quitarle el caballo?--interrogó
Jade--Si él compró la reliquia hace más de cincuenta años, ¿Por qué esperar tanto tiempo?
Von Kritten murió hace más de tres años, dígame si me equivoco capitán, pero
¿Por qué matar a uno de los grandes científicos del país, sólo por una escultura que adquirió
hace décadas?
-Por eso usted está aquí. --sentenció Valerio Camacho--Quiero que averigüe todos estos
baches de información.
-¿Seguro que me lo ha contado todo?--preguntó la periodista a la vez que se levantaba
nuevamente, pero esta vez dirigiéndose al líder. Apoyando las dos manos en la caricatura
de mesa que servía de barrera limítrofe entre estas dos personas tan disímiles. Jade Goronda
mira directamente a esos ojos vivaces y burlescos, usando un tono desafiante que sorprende
a este andino acostumbrado a las mil batallas, tanto físicas como psicológicas, lo remata
con una segunda pregunta:
-¿Por qué yo?
Valerio Camacho desvía brevemente la mirada, inclinándose ligeramente hacia atrás le
responde, devolviéndole el desafío:
-Porque nosotros lo deseamos. Usted verá señorita Goronda,--agrega, acodándose en la
rudimentaria mesa--no es azar que usted se encuentre aquí en medio de la nada. La hemos
investigado profundamente. Sabemos que tuvo que “enconcharse” para poder huir de los
podridos que la perseguían por sus escritos. Y sin embargo se defendió muy bien desde
las trincheras del autoexilio. Honesta, inteligente y sagaz, sabemos que dará solución a este
enigma. Existe algo más que los preciados cabellos de nuestro general Bolívar, que ha
hecho que se llegue a límites de locura, incluso matar. Repito hay algo más, y seguro estoy
que usted lo descubrirá.
-¿Qué gana usted capitán Camacho con todo esto?
-Mucho daño se ha calado en nuestra organización por culpa de esa mentira de que nosotros
somos los culpables del asalto al Panteón.
-¿Y no lo son?--interrumpió Jade en un claro gesto desafiante.
Valerio Camacho se puso en pie, se dirigió a la puerta de la cabaña, habló con uno de los
guardias que custodiaban la entrada. En sólo segundos éste apareció con una jarra de agua
y un paño que el guerrillero utilizó para secarse el sudoroso rostro. Regresó hacia donde
estaba ella. Jade lo observaba detalladamente, notó que cojeaba de la pierna izquierda
cuando daba pasos largos. Valerio se dio cuenta enseguida.
-Fue hace tiempo, herida de bala, casi me desgarra la femoral. --e intercambiando la energía
revitalizante, ausente de calorías del vaso de agua, Valerio Camacho exhala con placer a la
vez que dice--Pero ya ve, tengo más vida que un camión de gatos.
Todos rieron de la chanza. Todos menos Jade, quien esperaba respuesta.
-Entiendo que dude, la mentira ha sido repetida tantas veces que la verdad se oculta tras
ella. No señorita Goronda. No di esa orden. A todas luces es una trampa del gobierno para
desacreditar nuestra organización que está para luchar contra esta tiranía disfrazada de
democracia. Usted es víctima de esto también y por ello sabemos que descubrirá todo.
-No soy la mujer maravilla, capitán, y además de alguna manera también soy una
perseguida.
-Pero tiene contactos, conoce personas y lo más importante tiene acceso a información.
Nosotros no podemos movernos con la libertad que quisiéramos, de hecho traerla aquí fue
un enorme riesgo. Véalo de esta manera, usted desde la capital será nuestros ojos y oídos.
Tiene en sus manos una historia única, ¿creo que lo sabe verdad? Esa será su recompensa,
el develar este misterio.
-Vivimos tiempos difíciles, --sentenció Jade en tono dramático--el gobierno con sus
esbirros está en todas partes, nadie se salva, todos son sospechosos de conspiradores,
mucho más yo. El que la historia que usted me contó sea cierta o no, el que exista un
caballo con una parte palpable de la anatomía del padre de la patria, el que hayan asesinado
al doctor von Kritten por esa pieza, es un rompecabezas interesante. Puedo empezar a
publicar…
-¡No!--gritó Valerio Camacho interrumpiéndola--Usted no puede publicar nada hasta que
aparezca la estatua. Si lo hace, los pondría sobre aviso y si ellos la tienen jamás la
encontraremos. Comience indagando aquí y allá. Le aseguro que encontrará buen material.
Nosotros estaremos en contacto con usted, tenemos algunas personas fieles. Hay que acabar
con esos bandoleros que se incrustaron en el poder y siguen saqueando la nación con el
cuento de que lo hacen por amor al pobre. ¡Malditos! La aparición de la estatua como
símbolo de nuestra lucha nos ayudará en nuestro objetivo.
- ¿Por eso su grupo de lucha se llama así? La cola de Palomo.
-No fui yo quien así lo bautizó, señorita Goronda. –Dijo Valerio esbozando una pícara y
húmeda sonrisa.- Además como compañera en esta lucha, nos ayudará en la solución de
todo.
-¡Un momento “capitán Camacho”!--exclamó Jade -Yo no soy seguidora ni de su
organización, ni de su doctrina, ni de esta lucha. Para empezar me trajeron a la fuerza,
escucho una historia que a todas luces aun siento extraña, y me exige que forme parte de
todo esto sin más ni más. Como periodista y perseguida no puedo negar que es interesante
el relato y si como usted dice todo está conectado, estamos en presencia de una
conspiración de grandes dimensiones. --y respirando con fuerza agregó--La pregunta sería
¿Por qué?
-Usted señorita Goronda encontrará la respuesta no me cabe la menor duda.
Diciendo esto, Valerio Camacho se levantó y caminando al soportal de la puerta se para en
seco, y girando media humanidad le dice:
-Recuerde, tómelo con calma.
En ese momento Jade Goronda siente un fuerte brazo que la sujeta por el cuello y otro que
le inmoviliza las extremidades superiores, un pañuelo es puesto en su rostro y todo para
ella, careció de luz.

***
La oficina de Rocco Santino es un santuario a los tubazos periodísticos de los últimos
treinta años, en ella se encuentran premios, recortes de publicaciones, trofeos,
merecimientos y condecoraciones. Ser el editor del Diario “La palabra” era un orgullo para
este siciliano de nacimiento que enterró su corazón, apenas puso sus talones en costas
venezolanas hacía más de cincuenta años, siendo un mozalbete. Pero en la oficina
desordenada, donde el desbarajuste es una guía para un perfecto orden de las cosas allí
residenciadas, este robusto hombre curtido en todo lo que se refiere a la labor periodística,
estaba nervioso. Jamás en toda su trayectoria como fotógrafo primero, luego reportero,
cubriendo todas las fuentes, hasta ocupar el cargo de jefe de redacción y ahora siendo editor
jefe, se había encontrado con un caso tan disímil como el ataque al panteón nacional. ¿Qué
buscaban? ¿Por qué tanto hermetismo que ni sus más curtidos periodistas habían podido
seguir más allá de lo que ya todos sabían?
Pronto podía tener respuesta a esta y otras interrogantes. Al filo de le media noche Rocco
esperaba por Jade Goronda. No sabía de ella desde hacía días, hasta esa mañana en que se
rompió todo molde. Rocco recibió una llamada al teléfono directo de su oficina. Era Jade.
Su voz cansada y excitada al mismo tiempo le pedía al veterano fablistán que se encontraran
en el más absoluto hermetismo. Rocco no se extrañó de la propuesta, sabía que Jade debía
manejarse con cautela. Pero esa llamada lo inquietó. Conocía a Jade desde pequeña, cuando
él era el fotógrafo estrella de la fuente militar, en ese tiempo hizo especial migas con el
entonces capitán de fragata, Fabián Goronda. Don Rocco y Fabián hicieron buena química,
pasaba algunos fines de semana con su familia en el club Naval como invitado de los
Goronda, es por ello que su preocupación por la valiente reportera no era estéril, y ahora
que don Fabián no estaba, él tomó la misión de protegerla.
Jade se presentó vestida con un pantalón jean color negro, blusa de igual color con tenues
rayas blancas estampadas con formas geométricas, y coronando su perfecta cabeza, una
boina gris. Cruzó el marco de la entrada de la oficina de Rocco Santino y le rodeó la ancha
espalda con sus delgados brazos.
-“Mi piccola ragazza”--exclamó sin poca ausencia de alegría en su lengua materna--me
has tenido preocupado, cuéntame piccolina cuéntame ¿Que ha pasado?
-De todo don Rocco--dijo Jade mientras separaba su diminuto cuerpo que parecía verse
más pequeño de lo normal al lado de este fornido anciano.
-Ven siéntate aquí. --dijo acercando una silla repleta de periódicos que él se apresuró a
retirar--Dime ¿Estás bien?
-Si lo estoy don Rocco, aunque eso no es importante en estos momentos. Como le dije por
teléfono, tengo información valiosa que estoy segura se convertirá en un tubazo que hará
parecer el escándalo de la compra de armas como una crónica social. No tengo a quien
recurrir y en estos momentos es muy difícil confiar en todo el mundo.
-Te comprendo piccolina, debe ser muy importante para que estés así toda eléctrica--una
ahogada risa se mezcló con una tos seca propia de fumador--Esta maldita tos--atinó a decir
con una voz perdida detrás de la expectoración.
-Tranquilo don Rocco ¿quiere agua?
-No, solo quiero que me lo cuentes todo--dijo mientras se calmaba del reiterado ataque al
cual eran objetos sus desgastados pulmones.
-Muy bien.
Jade Goronda hace una pausa analítica, regurgitando por fin una sustancia sonora que la
ahogaba desde hacía horas.
-¡Conocí a Valerio Camacho!
El inexpresivo rostro del siciliano cambió de telón. Abrió los ojos, y éstos se quitaron el
manto de los caídos parpados para exclamar en una expresión ausente del “cof cof” del
eterno carraspeo:
-¡Mierda, has visto a un fantasma!
-No es un fantasma don Rocco, ese hombre es más real que usted y yo ahora.
Y Jade Goronda comenzó a relatarle al veterano editor todo lo que le había acontecido en
los últimos días, le habló de cómo fue raptada, del escabroso recorrido que tuvo que
transitar, del calor, de la incertidumbre, y por supuesto de la historia de un caballo de
madera que tiene por cola, cabello natural del Libertador Simón Bolívar.
-Ahora si se montó la gata sobre la batea--musitó don Rocco Santino a la vez que se
levantaba para buscar el vaso de agua que solo minutos antes se había negado a tomar--Si
lo del Panteón es un asunto sin pies ni cabeza,-aquí bebió tres sorbos sin respirar- esta
historia complica todo aún más.--y dirigiéndose donde estaba Jade sentada, le toma la
mano-Estás en peligro piccolina, si es verdad lo que dice el “fantasma” de Valerio
Camacho, el gobierno debe estar más que interesado en el caballo. Y por otro lado los
rebeldes también, y tu metida en el medio de todo.
-Lo sé don Rocco, no crea que ignoro en que terreno estoy parada. Pero todo resulta extraño
y a la vez tan interesante. Valerio Camacho me dijo que indagara acerca de la reliquia y
tenía razón. --Jade sacó de su bolso un pen drive y lo insertó en la computadora del
escritorio de don Rocco—Mire aquí; estos son documentos que logré encontrar y que
demuestra que desde hace más de cien años los gobiernos de turno han estado interesados
en el caballo. Valerio tenía razón en este punto. Mire don Rocco, el actual régimen intentó
hace poco tiempo intercambiar a Lorenzo Cantera, el reconocido narco guerrillero
colombiano por la estatua. ¿Se da cuenta? ¡Intercambiar a uno de los criminales más
peligrosos, por un caballo de madera!
Lorenzo Cantera formaba parte de las ruinas del cartel del Atlántico. Hombre
extremadamente astuto, había burlado a la policía, los militares, los paracos, a sus propios
colegas del bajo mundo y hasta los guerrilleros, quienes lo buscaban para hacerle pagar por
unas zonas sembradas de coca que fueron misteriosamente descubiertas y quemadas por el
DAS colombiano. Los insurgentes apostaban a que había sido Cantera quien los delató a
cambio de proteger una gigantesca e inexistente carga de droga, que estaba a punto de
zarpar de un inexistente barco, desde las inexistentes playas, del inexistente atlántico
colombiano. Por otro lado la DEA lo tenía cercado con cuentas multimillonarias en bancos
internacionales, y no conforme con todos estos reveses, su hijo mayor preso en una cárcel
de Bahamas, próximo para ser extraditado al Norte, por delito de enriquecimiento ilícito
con dinero proveniente del lavado de dólares, a través de una empresa fantasma de
exportación de partes automotrices usadas, con sede en New Jersey. Cuando ancló con un
lujoso yate cargado de rameras y zalameros de poca monta en una de las treinta islas del
archipiélago, John Ramiro Cantera ignoraba que se estaba entregando en bandeja de plata
a los lobos depredadores del gobierno gringo, ignorando también que entre Gran Bretaña
y Estados Unidos existe una férrea cooperación para extraditar, entre otros, a terroristas o
narcotraficantes.
Lorenzo Cantera reaccionó como serpiente invadida en su hábitat, juró que bañaría de
sangre a toda Colombia y se aliaría con terroristas para llenar de explosivos sonoros, con
detonantes de paranoia, la tierra del Tío Sam. Todo fue vacuo, a la medida que maldecía y
se enrollaba sobre su espiral de odio, el cerco se le achicaba como un trozo de carroña
carcomida por las hormigas. No le quedaba otra que desenfundar la única arma que le
quedaba cargada; el dinero. Lo usó con inteligencia pero también con miedo. Sobornó a
diputados del gobierno venezolano, a militares, a policías, a funcionarios públicos y hasta
gente común para que lo “guardaran” hasta que las aguas bajaran de nivel. Pero las aguas
jamás bajaron, sino que por el contrario, el chubasco se convirtió en aguacero, y este en
tormenta tropical para luego llegar a huracán categoría cinco y cuando la condensación del
dinero no subió como aire caliente y le imposibilitó continuar el ciclo de supervivencia, el
vendaval desmedido no se calmó, arrasando con todo, hasta con la dignidad del antiguo
número uno del cartel de droga más importante del planeta. Se entregó a las autoridades
que se “sorprendieron” enormemente al saber de la existencia del narcoterrorista en tierras
venezolanas, específicamente en la capital, específicamente en el centro de Caracas,
específicamente en una casa a solo dos cuadras de la sede de la policía científica. Fue
detenido, reseñado y llevado a una cárcel de extrema seguridad a la espera de que el
gobierno decidiera ¿Qué carajo iba a hacer con él? A pesar de no ser un candidato idóneo,
para ocupar sitios en los altares católicos, Lorenzo Cantera no había cometido delito
alguno, al menos comprobable, en Venezuela.
La oportunidad apareció como ráfaga de viento en el desierto; inesperada y desde donde
uno menos la espera. En un encuentro fronterizo entre los cancilleres de ambos países para
suavizar las tensas relaciones bilaterales acentuadas por la “inseguridad” reinante en el país
y que había victimizado a tres altos funcionarios de la embajada colombiana, cuando el
gobierno neo granadino reclamó que era sospechosa la forma en que murieron los
diplomáticos, el gobierno nacional arremetió con insultos y amenazas las insinuaciones de
los llamados “cachacos oligarcas”.
Se reunieron pues, y luego de protocolizar acuerdos que benefician a todos, pero en realidad
no benefician a nadie, se intercambiaron regalos y palabras decorativas, y en un giro
inesperadamente ingenioso por parte del canciller venezolano, éste le manifestó sin tapujos,
ni anestesias diplomáticas de ningún tipo, el interés del gobierno por hacerse con una
pequeña estatua de un caballo muy particular. La canciller colombiana lo miró con
desparpajo, sin saber qué le sorprendía más, si la falta de tino de un funcionario de alta
jerarquía o la petición sin sentido a la que hacía referencia.
-Me parece que nuestro amigo Canciller aún cree en cuentos de cuna--dijo la mujer
encargada de la mundología de su país, en un exquisito español que olía a almendras
frescas.
-Quizás sean cuentos de cuna, --agregó el interpelado con acento de fanfarrón de barrio--
pero de repente le interese saber, que quien lee el cuento está dispuesto a todo con tal de
que el muchacho se duerma.
Así entendió la canciller el propósito del representante del gobierno siamés. Se hicieron
todos los arreglos para hacer el canje, y todo hubiese resultado a las mil maravillas si no
hubiera sido por el pequeño detalle de que el gobierno colombiano no poseía la reliquia.
Aunque para ellos eso no era obstáculo alguno ya que cualquier tallador experto podía
copiarla, con pelos y señales, literalmente hablando, demostrando una vez más la fama,
mal llevada, que tienen los colombianos de falsificar todo, menos a Dios, y no por respeto
al hipotético creador, sino porque jamás lo han visto cara a cara.
Fue la época cuando las autoridades venezolanas fueron avisadas por espías que trabajan
en el gobierno colombiano y que venden secretos a otros países a cambio de otros secretos
para ser ofrecidos luego al gobierno neo granadino, al cual juraron proteger. Estos
protagonistas de martingalas tan paradójicas, le informaron a Miraflores que los querían
engañar como a un chino, y fue allí cuando el asunto se quedó así. La estatuilla perdida a
los ojos de quienes la querían. Y Lorenzo Cantera siendo el ilustre huésped de una no tan
incómoda cárcel venezolana.
Don Rocco se revolvía en su humanidad, lo atacaba la duda y lo incongruente de todo lo
que Jade le contaba.
-¿Tanto por un caballo?--preguntó a la vez que sacaba un cigarrillo de una gaveta--Está
bien, es parte de Simón Bolívar pero…que vaina tan rara.
-Necesitan al caballo con desespero--interrumpió Jade Goronda sin dejar de mirar el
monitor de la computadora y ventilando su mano izquierda intentando apartar el
desagradable humo que salía del cigarro de don Rocco.
-¿Y von Kritten?--interrogó el veterano siciliano.
Jade se quitó la boina gris y la colocó coquetamente en un extremo del escritorio, pasó sus
manos por los enrojecidos ojos como quitándose una pesadez que le encorvaba el entrecejo.
Kosmo von Kritten era una pieza sobrante en este engranaje de intriga y misterio. Asesinar
a uno de los más respetados científicos del país para quitarle el
caballo, eso no tenía lógica, si es lo que realmente buscaban los asaltantes.
Rocco Santino la rescató de sus elucubraciones cuando sacó de un archivo próximo, una
voluminosa carpeta.
-El doctor Kosmo von Kritten--leyó el editor-- murió en la víspera de navidad, hace más
de tres años, un grupo de asaltantes entraron a la mansión donde vivía con su hija, un yerno,
y su nieto, dirigiéndose a la habitación del lado oeste. Revolvieron todo y aunque había
objetos de valor no se llevaron nada. El doctor von Kritten los descubrió y a pesar de ser
un hombre octogenario aún tenía fuerza y logró someter a uno de ellos. En ese instante uno
de los antisociales hiere al doctor Kosmo de muerte. Huyeron por donde entraron y en su
camino olvidaron a un testigo. Era el nieto de von Kritten, Eduardo Santaella, quien lo vio
todo.
-¿Reconoció a algunos de los asaltantes?--preguntó Jade
Don Rocco se volteó y caminó hacia una mesa que se hallaba al lado de la puerta de entrada
de su oficina, apagó el cigarrillo a medio terminar, en un cenicero que tenía la figura de
una mano abierta. El “cof cof” de su intermitente expectoración, apareció como
recordatorio del suicidio de sus pulmones.
-Esta maldita tos. --musitó
Y tomando aire prestado le dice a Jade:
-Eduardo Santaella fue recluido en un sanatorio mental, allí ha pasado los últimos años. Lo
curioso es que después de las primeras investigaciones no lo han vuelto a interrogar acerca
de lo sucedido, --la tos volvía a interrumpir, pero sobreponiéndose a este nuevo carraspeo,
prosigue--y no entiendo ya que es el único testigo de lo que pasó.
-Hay que contactarlo don Rocco--manifiesta Jade--él puede darnos luces acerca de este
caso.
-Será muy difícil piccolina, ese muchacho está más protegido que un erizo, aunque no
solamente a él puedes contactar. Verás, el comisario Silvio Páez fue el que inicialmente
llevó la investigación del ataque al Panteón. En ese entonces era el jefe de la división contra
el terrorismo del cuerpo de seguridad de la policía científica. Silvio es gran amigo mío. Se
fue a vivir a Camatagua, allí tiene una pequeña finca donde hace queso o algo por el estilo.
-Recuerdo a Silvio Páez, don Rocco, lo entrevisté en par de oportunidades y siempre
decía que estaba cerca de la verdad. Lo jubilaron antes de tiempo.
-Búscalo Jade, --inquirió Rocco Santino--quizás ahora Silvio pueda hablar sin tanta
presión, no le hables ni del caballo, ni von Kritten, ni de Valerio Camacho, ni nada que te
pueda comprometer.
-Por supuesto que no don Rocco, debo estar bajo perfil. --Y levantándose hacia el siciliano
Jade le abraza, recoge su boina y en la frontera de la puerta de la oficina exclama:
“¡Debo tomarlo todo con calma!”

***

Una de las cosas que más enorgullecía a la familia Santaella era su biblioteca. La inmensa
y acogedora habitación servía de recinto para los miles de libros, enciclopedias y textos de
toda índole. Si la mansión Santaella despertaba admiración, su biblioteca no era ignorada
por nadie. Cualquiera que entrara en ella sucumbía a esta. Con cientos de metros cuadrados
y miles de libros era la biblioteca privada más completa y grande del país. Perfectamente
distribuidos, los libros se hallaban alineados en tres pisos. La habitación era elíptica,
construida completamente de caoba. La vasta biblioteca tenía en su cara norte una enorme
escalera de caracol que bordeaba cada uno de los niveles, los cuales se interconectaban por
pasillos de tres metros de ancho por tres de alto, que daban acceso a los anaqueles donde
reposaban los textos. Estos estaban distribuidos en orden alfabético, primero por tema,
luego por autor. Desde libros antiquísimos de más de trescientos años hasta modernas
publicaciones, todo se hallaba en esta torre circular de babel que invitaba, como una
meretriz lo hace con un inexperto virgen, al delirio frenético de su mundo.
El doctor Apolonio Rizzo no fue la excepción. Estaba en éxtasis frente a este coloso de
conocimientos. Recorría embelesado tratados de anatomía, historia del arte, enciclopedias
de países en sus idiomas originales, así como los ensayos de biología celular escritos por
el propio Kosmo von Kritten, los cuales abarcaban varios espacios. El doctor Rizzo tomó
uno de ellos con evidentes muestras de emoción y lo abrió con delicadeza. Era un texto
donde el autor realizaba un profundo estudio de la realidad cuántica y molecular del cuerpo
humano. Apolonio sonrió.
-Veo que está a gusto doctor. --le sorprendió Leticia, quien caminaba con excelsa elegancia
desde la entrada de la biblioteca. Lucía un hermoso vestido de cóctel en satín de seda con
el torso entallado en la misma tela y gasa, con fruncidos a los lados, cintura baja, falda con
caída amplia hasta las rodillas, escote posterior en “V” y un genuino collar de perlas negras
abrazado feliz a su hermoso cuello de cisne. Acercándose al doctor Rizzo extendió
elegantemente la mano devolviendo el saludo, para luego agregar:
-Son de papá, le encantaba escribir todo lo que hacía.
-¡Doña Leticia!, --exclamó sorprendido el doctor--tiene usted razón, ciertamente estoy
anonadado. Había escuchado de su maravillosa biblioteca pero no es igual tenerla al frente.
Las otras veces que vine no tuve oportunidad de entrar.
-Mi padre cuando llegó a Venezuela solo trajo tres baúles; uno contenía enseres personales
y los otros; libros. Muchos de los cuales aún están aquí. Luego mi esposo hereda una gran
fortuna al morir su padre, pero también muchos libros invaluables. Marcelo ha alimentado
esta biblioteca con pasión y ternura, pero también con frenesí. En sus continuos viajes
siempre trae libros, muchos de ellos de colección. Venga por aquí, por favor, le mostraré.
Leticia llevó al doctor Rizzo a un pequeño anexo contiguo a la biblioteca, en el medio de
éste se encontraba una pequeña caja de cristal sellada, sobre una base de mármol negro de
Markina. Un gran libro abierto en sus páginas centrales descansaba bajo una tenue luz. Era
un tomo desgastado por los años, sus hojas amarillentas daban cuenta de que el mismísimo
tiempo había consultado alguna vez sus palabras.
-¡Dios bendito! ¿Es lo que yo creo que es?
-Sí doctor. Es una auténtica biblia Mazarino.
-¡Está casi completa!
-Una de las pocas que quedan en poder de particulares.
-¡Invaluable!-Expresó perplejo el galeno.
-El valor se relaciona no solo con la posesión, sino con aquel quien la posee.--Dijo Leticia
a la vez que se acercaba al pulcro cristal donde dormía el libro--Mi padre la rescató de un
bazar de caridad en Inglaterra, siempre decía que le habló, y la compró no tanto por su
valor, el cual desconocía en ese momento, lo hizo porque escuchaba las palabras allí
escritas.
-¿Escuchaba las palabras?--interrogó un poco desconcertado el doctor Rizzo.
-Entiendo su confusión,--agregó Leticia mientras sonreía con claras muestras de diversión
por la charla--verá, papá decía que los libros no se leían, se escuchaban, que a través de sus
páginas podía oírse las voces de sus personajes, la pasión de los amantes prohibidos, el
grito desesperado del viento temeroso de la noche, los llantos lastimeros de los que sufren.
En fin, decía mi padre; “los libros son las cuerdas vocales de la memoria”. Apolonio Rizzo
estaba más que arrobado, aunque había entablado conversación con esta mujer en
innumerables oportunidades, siempre la charla giraba en torno a Eduardo. La mezcla de
amplísima cultura y refinados gustos, contrastaban con la tristeza de sus ojos, por vez
primera hablaban de otra cosa que no fuera la salud de su atribulado hijo.
-¡Doña Leticia, doctor, corran por favor, es Eduardo! --entró gritando Mariana,
resquebrajando el exquisito momento.
Leticia miró al doctor Rizzo con muestras de dudas, pero se sobrepuso y corrió hacia la
recamara de Eduardo, Apolonio le siguió en igual circunstancias, subieron los escalones de
la inmensa escalera, atravesaron el largo pasillo, pasaron frente a los retratos de difuntos
que morían cada segundo en gélidos cuadros de monótonos marcos plateados, ingresaron
al aposento, ignoraron la amplia cama color púrpura, buscaron con frenesí y observaron
que no había nadie.
-¡En el baño!--señaló presa de los nervios la obesa criada, que cansada les había dado
alcance.
Ingresaron al amplísimo cuarto de baño, corrieron la puerta de cristal templado y
observaron la escena más triste de este mundo; Eduardo estaba en cuclillas en un rincón de
la sala, completamente desnudo, recibiendo aun, el agua que gustosa salía de la boca de la
regadera, que tenía forma de un delfín cubierto de oro veinticuatro quilates, con chorros
que imitan el efecto de una catarata. Leticia se incorporó para alzarlo, pero el doctor Rizzo
la detuvo. Asió al joven y alzándolo lo llevó cargado a la cama. Lo recostó con suavidad y
le examinó los ojos anegados. Leticia se acerca para tomarlo por las húmedas manos a la
vez que le pregunta si se encontraba bien.
-Estaba con Dadá y me quedé dormido mamá.--balbució el ahora tembloroso muchacho--
Me quedé dormido con él.-- repetía como un insistente eco.
-Déjennos solos --increpó en tono imperativo Apolonio Rizzo.
-¡Ya lo oyeron salgan!--ordenó Leticia dirigiéndose a Marina y dos empleadas que habían
llegado al escuchar el tumulto.
-Usted también doña Leticia, déjeme solo con Eduardo.
-Pero doctor es mí...
-¡Se perfectamente quien es! Pero por favor déjeme a solas con él.
Leticia abandonó la habitación en un claro gesto de consternación.
-Eduardo, amigo, soy yo. --le habló Apolonio, mirándolo a los ojos--¿Qué sucede vale?, ya
has superado esto, no vuelvas atrás.
-Me quedé dormido doctor.
-A mí no puedes mentirme Eduardo, --sentenció Rizzo, mientras lo examinaba por encima-
-deseamos lo mejor para ti y tú sabes que estas acciones te estancan y no te hacen
evolucionar ¿acaso deseas volver al comienzo de todo?
Eduardo reaccionó, cerrando el entrecejo y buscando a tientas una sábana para cubrirse,
recorrió con sus manos el rostro empapado.
-Dadá era mi mejor amigo, --comenzó a decir mientras continuaba tanteando su faz con la
palma de sus manos--en verdad lo era, no solo mi abuelo, sino mi amigo. Era mi pana.
-Lo sé Eduardo, pero tienes que superarlo. Mira--dijo Rizzo a la vez que se levantaba--
¿qué te parece si te vistes y salimos a los jardines? El día está hermoso, de seguro una
buena caminata te sentará bien. Solo queremos que lo logres Eduardo, falta poco y lo harás,
desentrañaremos todo y volverás a ser lo que eras, antes de todo esto.
-Jamás seré quien era doctor--afirmó mientras se levantaba de la cama y completamente
ausente de pudor mostraba su cuerpo desnudo--¡míreme, soy un drogadicto!--gritó a la vez
que extendía sus brazos mostrando los lunares postizos en los poros abiertos que daban
acceso a las traslucidas venas.
-¡Ex drogadicto!--le espetó Rizzo--Estás limpio Eduardo, las drogas forman parte del
pasado, lograste superarlo, lo que te atormenta no está en tus brazos--y acercándosele para
cubrirlo nuevamente con la manta, le dice: Está en tu cabeza. Y para eso yo estoy aquí y lo
he estado en los últimos años. Confía en mí Eduardo, lo que sucedió esa noche tiene que
ser superado y la única forma de hacerlo es contarlo todo. Debes hacerlo por Dadá, por tus
padres y sobre todo por ti, hazlo por ti.
Eduardo Santaella calló. El silencio mortuorio de este joven era una de las cosas con la
que el doctor Rizzo estaba familiarizado. En cada oportunidad que tocaba el tema, Eduardo
se dejaba abrigar por el falso manto de quietud que le daba la piel del mutismo. Habían
logrado controlar su adicción, su paranoia crónica y el incontrolable deseo de quitarse la
vida, pero el fracaso era evidente en este punto. Eduardo no decía nada sobre lo sucedido
esa noche, cuando perdió a su “Dadá”. Se mostraba reacio a realizar comentario alguno.
Ni los más ágiles interrogadores de la policía, quienes investigaban el caso de la muerte de
von Kritten lograron sacarle algo. Apolonio Rizzo, el doctor Mauresmo y los innumerables
sicólogos y terapeutas parecían toscos muñecos de arcilla en las manos de este Joven.
Eduardo Santaella no había dicho nada…hasta entonces.
-Fue una sola persona doctor. Sí, uno solo--susurró para sí-- llevaba pasamontañas. Dadá
tenía un caleidoscopio que según me contaba le acompañaba desde niño. Me había jurado
que me lo iba a obsequiar en navidad. Era hermoso mirar por ese pequeño agujero y
quedarse todo gafo mirando esas miles de figuras coloridas, ningún juego de video se le
comparaba, no sé porqué me gustaba tanto.
Mi abuelo me dejaba jugar muy poco con él, de hecho lo guardaba en lo alto de su gran
armario, yo subía doctor y me quedaba allí arriba como en otro mundo--aquí Eduardo se
abraza a su manta, compra un suspiro hondo y lo reparte a sus pulmones a la vez que se
sienta y mece su cuerpo en una imitación perfecta de un columpio dañado.
-Si Dadá me descubría se iba a enojar, no le gustaba que le agarraran sus cosas sin su
permiso pero ya usted sabe cómo son los carajitos de curiosos y atorados doctor, no pude
esperar hasta el día siguiente que sería navidad; así que entré a su cuarto y aunque ya estaba
creciendo, aún era un chamito. Cabía perfectamente en la parte alta del armario.
¡Cómo me fascinaba ese mundo colorido que mostraba el “cale” de mi abuelo doctor!
Apolonio Rizzo no quería interrumpir, su agudo conocimiento de la psicología humana le
alertaba a que pusiera todos sus sentidos a flor de piel. Eduardo estaba desnudando su
alma, tal como desnudó su cuerpo para entregarse al embriagante masaje acuoso que solo
minutos antes lo llevó a una dimensión cromática, similar a la de los millones de
universos paralelos que ofrecía el caleidoscopio de su niñez. Eduardo prosiguió sin
siquiera bajarse de su columpio imaginario.
-Estando arriba escuché la puerta del balcón del cuarto, había alguien, no le vi la cara en
ese momento. De hecho no lo veía desde donde yo estaba. Luego Dadá entró, se dirigió a
su escritorio, lo supe porque oí cuando abrió y cerró con brusquedad la gaveta, la persona
le abordó y le habló en alemán, le decía que ya no podía esperar más. Mi abuelo le gritó
“ausgeschlossen”. Allí supe que Dadá estaba discutiendo doctor, muy rara vez gritaba, y
menos en su lengua materna, solo cuando descubría algo importante que le llenaba de
orgullo, o cuando mamá le preparaba su torta de “Selva Negra”, como se saboreaba, lo
tenía que ver parecía un niño chiquito.
-Eduardo,--logró por fin intervenir en el monologo el doctor Rizzo, con voz de terciopelo-
-quiero que me digas como era la persona con quien discutía el doctor Kosmo. Te asomaste
desde lo alto del armario. ¿Podías ver desde allí? ¿Cómo era?
-No podía verle doctor, no podía verle, --contestó el joven en su acostumbrada germanía
de frases cacofónicas--no en ese momento, alguien más entró por la ventana lo sé porque
escuché cuando se corrió la puerta corrediza, mi abuelo comenzó a forcejear, estuve a punto
de bajar y ayudarlo pero el miedo me paralizó, me paralizó. Me sentí sin saber qué hacer.
Es cuando solo oí un gemido. Me asomé por el borde del armario y desde arriba vi que
Dadá se aproximaba hacia el closet, tenía la mano en el pecho, cuando la descubrió brotó
algo. Yo pensaba que era agua, no sé, algo que se había derramado, pero no, mi abuelo
estaba herido doctor, a pesar de la poca visión que yo tenía me di cuenta que Dadá había
sido herido. En la puerta del closet Dadá miro hacia arriba y me vio, se llevó el índice a la
boca en señal de silencio, sonrió, me arrojó una mirada de despedida y se desplomó… solo
se desplomó. Se desplomó.
Los ojos de Eduardo pensaban con humedad y se limitaban a observar lo inobservable.
Congelados y absortos se abrieron como lentes de caleidoscopio, para que los recuerdos
pudieran salir a través de ellos y por arte de magia ser proyectados para que así su
interlocutor viera lo que él narraba. Apolonio Rizzo no acertó a decir nada, solo miraba
con lastima y preocupación a ese muchacho carente de todo, aun cuando todo lo tenía.
-Vístete hijo, -- le dijo Rizo en un tono paternal que hasta él mismo se sorprendió- vístete
y salgamos a intoxicarnos de aire fresco ¿Te parece?
Eduardo lo miró sesgadamente, movió con cadencia su cabeza en señal afirmativa y detuvo
en seco su angustioso bamboleo.

***
Una cúpula natural de verdor perpetuo, cobijaba el camino por donde transitaba Jade
Goronda. En una modesta pero fuerte camioneta de doble tracción, la comunicadora se
adentraba a la puerta de los llanos venezolanos. Rocco Santino había preparado a la joven
para que su encuentro con Silvio Páez, el ex jefe nacional de investigación policial,
resultara provechoso en grado sumo. Jade se acercaba a la población de Camatagua, allí se
entrevistaría por fin, con el hombre encargado de las primeras investigaciones al asalto al
Panteón Nacional, hacía ya un año, y que ahora disfrutaba de un autoexilio obligado.
El ambiente oloroso a mastranto y a tierra mojada le recordó muchas situaciones de su vida.
Por la mente de la joven se proyectaban infinidad de imágenes, algunas mudas, otras con
sonidos, elucubraciones y rostros. Pensaba en su padre, don Fabián, su madre Beatriz,
muerta hacía un tiempo; pensaba en su niñez; las vacaciones en la finca, que tenían en los
llanos bajos y que debieron vender para solventar deudas; pensaba en la etapa de la
universidad; sus pocos novios; pensó en el destierro amargo que le tocó vivir cuando era
una perseguida política, sin formar parte de ese contexto, solo por el hecho de desnudar la
verdad.
Jade realizaba sin proponérselo un arqueo mental de lo que era su existencia hasta ahora;
su profesión; el peligro al que todavía estaba atada. También pensó en Valerio Camacho,
lo veía en su mente con esa sonrisa socarrona; pensó en como hubiese sido la vida de este
hombre si no se hubiera rebelado contra el sistema, así como la existencia de muchos que
para sobrevivir respiraban el oxígeno del miedo. Pensó en la historia que le relató Valerio;
en los cabellos del general Bolívar; pensó en Cecilia Corvalán; en Kosmo von Kritten y su
extraña muerte. Pensó en como todo está conectado aun cuando ella misma ignoraba en
ese momento donde estaban las puntas del inmenso cabo enmarañado de los
acontecimientos. Pensaba en las preguntas directas que le haría a Silvio Páez, cuidando de
no ser exageradamente incisiva, como era su estilo.
Y al final, como en un epilogo ingenioso del autor de sus pensamientos, Jade Goronda
reflexionó sobre ella misma, se dio cuenta que a pesar de todo lo que estaba viviendo, en
realidad no había vivido. En algún meandro de su alma, ella se sentía sola, aunque no lo
admitiera necesitaba la compañía de alguien que la amara, o al menos la quisiera y
entendiera, y sobre todo la esperara. Ese sentimiento muy pocas veces aflorado en la
personalidad de esta decidida mujer, aparecía de pronto recordando lo vacía que se sentía.
Pensaba en la casita de sus sueños, con rejas pequeñas de madera blanca, dos pinos
resguardarían la entrada y un galgo afgano ladraría de emoción con solo verla llegar junto
a la persona de sus sueños. Muchos niños revoloteando en el jardín jugando con una
manguera que lanzaba interminables chorros de agua a blancos inexistentes. Pero eso, aún,
se quedaba guardado en el sotabanco de los anhelos. Sabía perfectamente que el ángel de
sus sueños debería entenderla a ella y su profesión, y si pretendía salir de la lámpara de su
mente y materializarse en un genio dadivoso de infinitos deseos, y no tres como aparece
en el cuento preferido de su infancia, debía reunir el requisito básico y a la vez casi
imposible de cumplir que exige toda mujer: Comprensión.
Algo inusual en el viaje hizo que Jade dejara sus anhelos a un lado. Estaba segura de que
la seguían; un deportivo azul, del cual ella desconocía la marca, y una camioneta tipo pick-
up último modelo se alternaban en la persecución sin tomarse la molestia de sobrepasarla.
A escasos cinco minutos desde que tomó conciencia de la irregularidad Jade ingresó en
una estación de servicio de las pocas que abundan en esas carreteras solitarias. Se detuvo
con la intención de recargar gasolina, aunque no la necesitara, y observando detenidamente
por el espejo retrovisor vio como los dos vehículos aminoraron la velocidad sin detenerse
para luego acelerar y perderse en el anonimato de la vía.
Con la preocupación a cuestas Jade esperó. Después de una merienda frugal, siguió el
camino, y en poco más de media hora se hallaba en la entrada del pueblo. Unas gigantescas
antenas de telecomunicaciones son el símbolo de este pintoresco rincón turístico. Al tomar
la vía derecha Jade se enfila hacia el embalse. Una gran laguna artificial que surte de agua
a gran parte de la zona central del país y que se ha convertido en un paraíso para la pesca.
Estaciona en un parador turístico donde alquilan lanchas y pertrechos. Una mujer de
mediana estatura con un estado avanzado de gravidez le sonríe, mientras que un hombre
vestido con tan solo un pantaloncillo corto, y haciendo méritos para ganarle en tamaño al
ventrudo vientre de su pareja, descansaba berroqueño sobre un catre de mimbre.
-Buenas tardes, --saluda la sudorosa reportera--me podría decir ¿cómo hago para llegar a
“Los Lanceros”?--Jade se refería a la pequeña finca propiedad de Silvio Páez.
-No está lejos señorita, --respondió la mujer tratando de ponerse en pie y soportar el peso
que le agobiaba--queda al otro lado del pueblo en el sector ojo de agua. Busca al comisario
¿verdad?
Jade no se sorprendió; imaginándose que Silvio Páez gozaba de popularidad en la zona,
acertó a sonreír perfectamente.
-Sí, busco al comisario. --respondió con el típico acento masticable de los caraqueños.
-¡Ese hombre lo buscan más que al propio presidente!
-¿Por qué lo dice?
-¡Guá! ya usted es la tercera persona que lo busca, hace un ratico dos hombres me
preguntaron por él.
Jade reaccionó instantáneamente, y con agilidad mental se dio cuenta de que los hombres
a los que la mujer hacía referencia eran los mismos que la venían siguiendo.
-Y dígame amiga, --preguntó tratando de confundir a la mujer que pareciera le seguía
creciendo la barriga conforme respiraba--¿Las personas venían en un carro pequeño,
verdad?
-Yo no vi carro pequeño--respondió asomando media humanidad al mostrador--eran dos
naves, una era una camioneta de esas de las nuevas, y el otro un carro azul.
-Un Camaro GT. --Interrumpió el hombre sentado en la oscuridad del negocio, y sin
levantarse prosiguió-- Agapito tenía uno, bien destartalao, ¿recuerdas negra?
A Jade no le importaban esos detalles, solo les pidió que le dijeran exactamente como llegar
a “Los Lanceros”. Después de las típicas contradicciones entre dos personas que aseguran
conocer el camino mejor que la otra, Jade entendió como llegar y se despidió con claras
muestras de gratitud, más preocupada por la situación extraña que presentía estaba
sucediendo. Y tomando un agreste camino se dejó llevar por una vía sinuosa y solitaria.
Cuando por fin llegó a “Los Lanceros”, Jade se percató de que un inusual silencio reinaba
en la zona. El falso de la entrada se encontraba rodilla en tierra; huellas de neumáticos se
formaban en desorden abstracto en el lienzo del húmedo pavimento. Apeándose de su
vehículo Jade ingresó a la propiedad. Un provecto perro se levantó con pesadez, articulando
tres ladridos indescifrables, para mostrarle a la intrusa que aún mantenía su porte guardián.
Aunque después, se desplomó víctima del peso de los años de can.
“¡Buenas! ¿Hay alguien? ¿Se encuentra el comisario Páez?”
Nada. Sólo silencio. Jade ingresó aún más; atravesó un colorido jardín de plantas en
porrones perfectamente organizados unos detrás de otros. Hermosos girasoles la ignoraron
con desdén mientras miraban extasiados el recorrido del astro rey.
En la entrada, innumerables helechos, tipo pelea, mala madre, reales, con sus esporas
presentes de clorofila y con un inusual verdor esmeralda, que se niegan a ser asesinados
por el ardiente calor, decoraban con gracia el exterior de la casa. Varias matas de mango,
enarbolando sus escudos glaucos, protegen al suelo de poderosos rayos incandescentes, los
mismos haces de luz intensos que aun miran embelesados hacia el firmamento, los cientos
de girasoles embobados.
La casa lejos de ser suntuosa era acogedora, acondicionada a los rigores del clima tropical
húmedo de la zona. Un amplísimo portón de noble madera se abría de par en par, signo
inequívoco de que la soledad sería relativa.
Bordeando la vivienda y atravesando un pequeño camino de terracota, Jade Goronda actúa
con trastienda mientras camina con pasos dibujados. Al llegar a la parte trasera repite su
letanía:
“¡Buenas! Busco al Comisario Silvio Páez”.
Dos hermosas guacamayas sentenciadas a prisión vitalicia son las únicas que devuelven el
saludo de la mujer con su estruendoso graznido. Jade se inquieta presintiendo que la calma
inaudita, recién vulnerada, tiene su telón de fondo. Ingresa por una puerta trasera, abre el
marco de doble maya que actúa como guardián contra la plaga, se interna con pasos
azorados, encontrándose con una amplia cocina con tope de ladrillos, y se da cuenta que
una cafetera aun humea suspiros olorosos a grano bendito, lo que confirma que allí, hay
vida.
“Disculpen. Soy Jade Goronda y busco al comisario Silvio Páez. ¿Hay alguien por aquí?”.
Siguió caminando, hasta llegar a un cuarto fresco como un oasis en el desierto del calor
insoportable de mayo, en él se hallaba una especie de galería con fotografías y
reconocimientos de todo tipo, Jade reconoció un recorte de prensa muy particular
enmarcado y colgado en la pared. Se acerca y comienza a leerlo.
“¡Páez ayuda a Bolívar!”
Una poderosa voz de bajo profundo la hizo sobresaltarse.
“Ese titular lo escribió usted ¿no es así?”
Un hombre de aspecto monumental con casi dos metros de altura, delgado, piel oscura y
cabello gris completamente aferrado a la piel del cráneo; frente amplia, áspero de ceño,
cejas pobladas, ojos grandes, nariz achatada, boca grande de labios delgados, mentón ancho
que mostraba una cicatriz en forma de luna menguante. Sí, no cabía duda: era Silvio Páez.
-¿Cómo sabe eso?--Preguntó Jade girando sobre sus talones, y aun reponiéndose de la
sorpresa.
-Por favor Goronda, -- contestó Silvio con la típica manía que tienen los policías de
referirse a sus semejantes utilizando el apellido y obviando el tedioso nombre--ese artículo
fue lo mejor de la investigación del asalto al Panteón, al menos no me crucificaban por el
aparentemente lento proceso de investigación, por algo está allí, además se olvida que
varias veces me entrevistó.
-¡Vaya!, tiene una memoria prodigiosa.
-No tanto, no se crea. Además, Rocco Santino me informó que usted venía.
-¡Don Rocco, sí, es cierto! él me pidió que hablara con usted, discúlpeme si entre así, lo
que sucede es que no parecía haber alguien.
-No se preocupe. --dijo a la vez que se acercaba a la reportera--Por aquí todo es muy callado
y pareciera que está solo, pero lo que realmente sucede es que nadie nos ve.
-Sí, creo que tiene razón--dijo Jade mientras volteaba su rostro para seguir contemplando
las innumerables fotos, placas, trofeos y demás objetos que materializan el ego de quien
los exhibe--Lo escribí para el diario “La Palabra”…”Páez salva a Bolívar” .Y dígame--
agregó mientras se volteaba y alzaba su cuello para mirarlo a los ojos--a la final ¿Salvó a
Bolívar?
Una mueca socarrona relajó los músculos del pétreo rostro de este policía considerado
como uno de los mejores de su tiempo.
-Digamos que Bolívar está tan lejano, que es imposible ayudarlo.
Jade Goronda sonrió como si fuera una niña traviesa que escondía el producto de su
travesura. Esa sonrisa de Gioconda moderna a la que tantos hombres, y mujeres, habían
sucumbido, le dio la oportunidad de romper el hielo.
-Comisario, la última vez que dio una declaración con respecto al asalto del Panteón usted
fue enfático al decir que eran muchos los involucrados y que pareciera que nadie deseara
que la verdad saliera a flote.
-Le voy a hacer un favor señorita Goronda. Conozco a Santino desde hace años, y como lo
conozco bien, sé que siempre ha actuado con sapiencia. No entiendo porque la envió a
averiguar lo que ya todos saben lo que pasó, eso lo dejó bien claro la comisión presidencial
que al final dirigió las investigaciones. “Un grupo de facinerosos entró al recinto y profanó
la tumba del Libertador, intentando abrir otros sarcófagos. No se llevaron nada”. Fin de la
historia.
Jade notaba algo extraño, se dio cuenta que Silvio Páez no la miraba a los ojos cuando
decía esto. Como buena periodista y una estudiosa de la psicología facial, Jade concluyó
que Silvio Páez estaba temeroso y por alguna razón le ocultaba algo importante. Cuando
abrió sus labios para confrontarlo con esta duda, tres hombres aparecieron en el umbral de
la puerta vestidos con guayaberas y sombreros de cogollos. Los tres eran muy jóvenes
aunque la vestimenta los hacía sumar años.
-Ya estamos listos comisario. --Dijo uno de ellos mientras que los otros dos quedaban al
margen de la entrada y dieron la espalda justo cuando Jade se percató de su presencia.
Silvio Páez parecía reducir de tamaño y sin siquiera voltear dijo:
-Enseguida voy.
Y volviendo a recuperar su garbo le explicó a Jade, mientras la cogía con delicadeza por el
antebrazo y caminaban hacia afuera, que tenía una cita muy importante que cumplir con
los caballeros y que si ella deseaba le dejara su número de teléfono y que él se comunicaría
con ella para seguir la charla. Jade no acertaba a decir nada, sólo observaba. El único que
se mostraba totalmente era el joven que aún estaba en la entrada, los otros seguían de
espaldas, actuando pésimamente un libreto mal escrito y mostrando un exagerado interés
por las guacamayas, como si fueran dos extraterrestres estudiando la fauna de nuestro
mundo.
-Entiendo comisario, --exclamó Jade con tono receloso--hablaremos después.
Y dando un giro a la conversación moribunda sorprendió a Silvio Páez con una pregunta:
-Y su familia don Silvio, ¿Cómo está?
Silvio Páez la miro con fijeza y solo contestó:
-Muy bien, están muy bien. No dilatan en llegar.
-Me los saluda por favor --pidió Jade, cerrando con una lacónica sonrisa el yermo dialogo.
Cuando se dirige a su vehículo, Jade se da cuenta que el automóvil deportivo que la seguía
junto a la camioneta hacía unos minutos ¡Estaban estacionados al lado del de ella! Era
evidente que los hombres que estaban con Silvio Páez querían algo de él. Un escalofrío le
puso la piel arenosa, un extra sentido le aseguró que allí estaba pasando algo extraño. Al
llegar al vehículo, Jade abre la puerta y sube, pone sus pensamientos en orden, coloca la
llave y la gira dentro del encendido; el alma le volvió brevemente al cuerpo al oír el sonido
disfónico del motor de la camioneta, para luego en un santiamén salir expulsada con
brusquedad. Un fuerte golpe a la ventanilla le hace temblar. Silvio Páez, parado a pie
juntillas, le hace señas con los grandes brazos para que bajara la ventanilla y así explicarle
la salida. Pero de su boca salía otra cosa. La aparente incongruencia entre gestos y habla
tenía un propósito.
-Alquile un pequeño bote en el último puesto de pertrechos que está en el embalse, mañana
a las seis de la mañana. La espero a pocos metros de la orilla.
Y cambiando drásticamente la lógica de sus palabras agregó con voz alta:
-…luego gira a la derecha allí verá la carretera asfaltada que la llevará a la autopista. No
hay pérdida alguna. Gracias por venir.
Esto último lo dijo dando completamente la espalda y agitando su gran brazo derecho en
perfecta analogía a un gigantesco molino de viento que gira minusválido con una sola aspa.
Jade no dijo nada. Sólo se quedó pensativa organizando el desastre en que se encontraba
su mente. Luego arrancó, arrojando una cortina de polvo al crítico escenario que dejaba
atrás.

***

“¡El señorito Eduardo está más loco que un yesquero!”, fue la frase lapidaria con la que
Marina, la obesa criada de los Santaella, resumía todo. En esa exclamación pseudo
psicológica ella afirmaba lo que suponía era verdad; que la locura de Eduardo estaba lejos
de ser curada, con la convicción además, de que todos se contagiarían y pararían en
dementes.
-No exagere Marina no sea así, --dijo Yesennia la joven mucama recién contratada por la
familia y que no conocía el caso sino por lo que se decía en el hervidero de chismes que se
había convertido la cocina principal de la mansión--el muchacho lo que necesita es cuidado
de parte de su madre y del papá. Lo que los médicos no curan; lo cura el amor-- tras este
inocente comentario Marina la miró con desdén.
-No seas ingenua mija, tú no sabes ni siquiera la cuarta parte de lo que le ha pasado a ese
pobre muchacho. Le pegó la muerte del doctor Kosmo, lo quería mucho, bueno todos lo
queríamos, además estar metido en ese manicomio, pobrecito, demasiado para él.
-¿Y si será que está viendo el fantasma del doctor?--inquirió Yesennia, más asustada por
la posible respuesta que el hecho de hacer una pregunta a todas luces absurda y carente de
sentido.
-¡No sea pendeja Yesennia!, que fantasma ni que ocho cuartos--gritó en voz baja Marina
mientras se paraba cara a cara con la indiscreta joven.
-Se lo pregunto doña Marina porque yo sé de eso. Mire, mi mamá es “faculta” sabe, y ella
dice que cuando alguien muere de una manera tan trágica pues, el alma queda como
flotando y vagando, pues. Ella dice que quizás el señorito sea “materia” y que de loco no
tiene nada.
-Hay que ver que la ignorancia no se aprende, ¡se adquiere gratis! Que no te oiga la señora
Leticia o el Ingeniero Santaella diciendo esas sandeces porque te sacan por la puerta de
atrás sin pasar por salida ¿entiendes?
-Está bien no se ponga así, pero aquí entre nos ¿”Usté” cree en eso de que el señorito ve
el fantasma del doctor, verdad? Porque se me puso nerviosa cuando se lo pregunté,
además se persignó más que un cura en semana santa cuando el joven lo dijo allá arriba.
Marina bajó la cabeza y su cerebro envió un memo urgente a sus labios para no ser
abiertos, pero estos ignoraron la orden y solo atinó a decir;
-Téngale miedo a los vivos que los muertos son solo eso, muertos. Al fin y al cabo mija
¿qué es la vida? sino una escuela de fantasmas.
***

La vida para Marcelo Santaella ha sido poco menos que una escuela de fantasmas, quizás
él, poco a poco y sin saberlo, se estaba convirtiendo en un espanto con cabeza, tronco y
extremidades. Su matrimonio junto a Leticia no era lo que él se imaginó. Aunque en el
principio adoró a su mujer y jamás le había sido infiel, otras frutas menos carnales y sí más
apetecibles le tentaban. Marcelo Santaella adoraba el poder, para él era más gratificante
que cualquier experiencia, lo hallaba vivificante y revitalizador, no se comparaba a nada,
ni siquiera el sexo, o a la colección de libros invaluables, los viajes alrededor del mundo o
el sencillo acto de aplastar a la competencia sin reparo alguno. Leticia solo estaba para
seguir al pie de la letra sus órdenes. En el fondo extrañaba a la mujer voluntariosa y decidida
con la que se casó y no la relamida dama de alta sociedad en que se convirtió posteriormente
Por otro lado, estaba Eduardo. Él era otra cosa; descarriado, prepotente y para encima, loco.
Amó más a su abuelo materno que a él mismo que era su padre. Esa hemofilia sentimental
de celo, fue la cicatriz nunca sanada en la piel paternal, quizás por ello buscó consuelo en
la clámide del poder.
Marcelo era el accionista principal de la empresa farmacéutica “Grupo Santaella
Corporations”, un conglomerado de industrias nacionales e internacionales que manejaban
todo lo concerniente al ramo de la salud, con laboratorios especializados en la consecución
de la cura para todas las enfermedades, reales o no, que aquejan al ser humano.
Su padre don Eleazar Santaella la fundó en una pequeña trastienda en la ciudad de Maracay
en el centro del país. Había nacido con el aparentemente redundante título de “Bio-Vida”,
primero, y luego cambió su nomenclatura a “Health and Soul S.A.” hasta terminar con el
actual nombre.
La empresa se convertiría, con mucho tesón y esfuerzo, en una máquina de hacer dinero.
Su medicamento estrella: la “Orixona”, una droga que regenera los tejidos externos e
internos en un tiempo record sin dejar cicatriz alguna, era el corazón de la compañía.
A la muerte de don Eleazar, Marcelo hereda el portafolio de acciones convirtiéndose en
un hombre adinerado. Sus ambiciones crecían a la par que lo hacía su capital en la
compañía. Pero algo no estaba bien en su ánimo, a pesar de sus logros como empresario
un eslabón faltaba en esa inmensa cadena de acontecimientos, y él lo encontraría.
En la lujosa e impoluta oficina era el dueño del mundo, su mundo. Amo y señor de la vida
de quienes le rodeaban; sus empleados, proveedores, accionistas, vendedores, ingenieros
químicos, secretarias, asistentes, directores, embaladores, creativos, hombres y mujeres
que dependían su estipendio, al solo hecho de él afirmar o negar con la cabeza una decisión
aparentemente inocua, pero que les afectaría enormemente, pese a la resistencia de
aquellos.
Tal era el poder de Marcelo Santaella. Esta visión muy propia de él, que larvada y
soterradamente trabajaba en el trasfondo de su conciencia, lo llevaba a niveles únicos de
éxtasis. Marcelo se sentía como el propio demiurgo de un mundo hedonista donde él es
quien lo habita. Quizás por ello se alejaba cada vez más de una realidad circundante, donde
el dinero se traduce en dominio, y el afán de lucro lo lleva a sucumbir, a fabricar un “yo”
que actúa como un sujeto aislado y omnipotente, capaz de extraer de sí todos los recursos
necesarios para construir un entorno hecho a su imagen y medida, afirmando sin más ni
más, que el dinero es poder y viceversa. Marcelo Santaella no se detendrá para llevar a ley
su descabellada hipótesis. Así era, así había sido criado, para heredar y multiplicar una
inmensa fortuna a costa de lo que fuere.
Pero las cosas no estaban bien, el grupo Santaella perdía dinero, mucho en realidad. Esta
hemorragia económica era previsible, la Orixona era vendida al mercado a precios muy
costosos, aunque era un medicamento líder y de características únicas, los laboratorios de
la competencia habían sacado al mercado productos cicatrizantes casi tan buenos como
aquel y a precios más accesibles. Además el gobierno buscaba la forma de echarle el guante
a su imperio, mediante una serie de fiscalizaciones, multas y conatos de expropiación. Sin
embargo había logrado sortear, por el momento, estos vendavales.
Por otro lado, Marcelo conocía del trabajo secreto que llevaba a cabo su suegro, y aunque
lo invitó a que revelara en detalle el total de su investigación, el doctor Kosmo se negaba;
siempre había trabajado solo, salvo en la época que compartió con David. Además él no
pertenecía a la firma comercial de su yerno, le importaba un suspiro lo que pasaba en las
empresas, a decir verdad le tenía sin cuidado lo que Marcelo hiciera o dejara de hacer en
la gigantesca corporación. A sus casi ochenta años Kosmo tenía una
deuda con su pasado, con su pasantía por el mundo, y había llegado el momento de saldar
la hipoteca. Poseía conocimientos que si eran demostrables en el campo de la biología
molecular cambiaría toda la perspectiva que se tenía de la vida misma.
Von Kritten trabajaba sin descanso, era un trabajo constante, meticuloso, de una entrega
delirante. Este hombre daba los últimos toques a lo que sería su sinfonía maestra, que le
había llevado años de preparación, tocando las notas exactas, combinando melodías en
arpegios ascendentes llegando al frenesí de un allegro desmedido y embriagante, sin dejar
de ser al mismo tiempo profundamente humano y expresivo. Ebba su mujer, su inseparable
amiga y confidente había sucumbido a un cáncer terminal. A regañadientes Kosmo aceptó
irse a vivir con su hija, ante la alegría desmedida de Eduardo quien tendría para sí a su
querido “Dadá”.
Los últimos años de su existencia, Kosmo se dedicó a perfeccionar su opera magna, y cual
Pigmalión se enamoraría de ella incluso antes de concluirla. Pero ¿En qué trabajaba el gran
sabio? ¿Cuál era su entrega, su propósito de vida, que lo llevaría a afirmar que estaba
enloqueciendo de pasión?
En efecto, sus experimentos eran desconocidos por muchos, y aunque Marcelo Santaella
siempre sospechó que von Kritten llevaba a cabo algo grande, el insigne biólogo no soltaba
prenda. Kosmo no realizó sus primeras pruebas en un laboratorio común cual científico
ortodoxo o algo parecido, no. Al principio él solo anotaba y anotaba, su confidente era el
grafito del lápiz mil veces gastado sobre el taciturno papel que con cada signo, cada letra,
cada fórmula, guardaba en secreto el pacto silencioso entre hombre y pliego. Se la pasaba
horas enteras que se encadenaban a días y estos a su vez en semanas. Logró desaparecer
por más de un mes sin que nadie, ni su hija, ni su ambicioso yerno, ni su nieto, ni sus
recuerdos, pudieran alcanzarle. Solo dijo que se ausentaría por un breve tiempo para irse a
los andes venezolanos a recoger material orgánico para un experimento. Nada más lejos de
la verdad. A pesar de la oposición de Leticia, Kosmo von Kritten se fue en un automóvil
alquilado y no aparecería sino treinta y seis días después, más rejuvenecido y seguro como
nunca lo había estado en su vida, de concretar su sueño, un sueño que había comenzado
hacía más de cuarenta años.
Es por ello que Marcelo deseaba conocer los detalles del trabajo de Kosmo. En una
oportunidad, cuando daban una recepción al embajador alemán en la mansión Santaella,
Marcelo conminó a su suegro para que hablara de sus últimos trabajos en el mundo de la
biología celular. Kosmo se le quedó mirando, y lanzándole dagas filosas disfrazadas de
palabras le dijo: “En efecto--afirmó en el más puro acento germano-- estoy cerca de hacer
un gran descubrimiento”. Marcelo acentuó aún más su sonrisa permanente pensando que
von Kritten no podía negarse a hablar de su trabajo frente a su ilustre invitado. Cualquier
cosa que dijera sería ventajosa para él, ya que por fin descubriría en que trabajaba tan
abnegadamente su padre político. “Estoy a punto--remató el venerable anciano--de
demostrar, que las piedras, cagan como nosotros”.
Para qué describir la cara que puso Marcelo Santaella, el rostro explotó en millones de
imaginarios fuegos artificiales. Al final, solo quedaba el olor penetrante de la pólvora del
sarcasmo punzante y puntual, eso sí, sin perder jamás su petrificada y eterna sonrisa.
Así estaba Marcelo pensando entre dientes, cuando por el intercomunicador su secretaria
privada le dijo que lo buscaban en recepción. Era Ulises Bejarano, eminente doctor
especialista en biología molecular. Políglota, graduado con honores, viajero empedernido,
amante de la buena vida y de los jóvenes inexpertos, Ulises Bejarano era un accionista
minoritario de la compañía. Casi nunca asistía a las aburridas reuniones del directorio,
siempre enviaba a un pétreo contador que se encargaba de sus asuntos.
De mediana edad Ulises prefería vivir la vida como un dandi trotamundos. Desde su
infancia mostró interés por las ciencias y creó a los nueve años un modelo para conocer los
elementos de la tabla periódica con claves musicales, el pequeño Ulises organizó los
elementos de tal manera que cuando éstos se agrupan por orden creciente de su peso
atómico, el octavo elemento es similar al primero, el noveno al segundo y así
sucesivamente. Comparó esta relación con las octavas de las notas musicales.
Aunque no era un descubrimiento para nada original, puso en alerta a sus padres para
percatarse de que su perspicacia e inteligencia eran notables.
Con muchos esfuerzos concluyó sus estudios y comenzó a trabajar en la industria petrolera,
en el área de conservación del ecosistema. Despedido por acosar a un pasante, Ulises fue
acogido bajo el ala de don Eleazar Santaella quien le dio trabajo en la recién refundada
compañía que llevaba el pomposo nombre de “Health and Soul S.A.”.
Escalando posiciones mediante un hábil manejo de sus relaciones y del dinero que ganaba,
el cual reinvertía en acciones de la compañía, Ulises fue amasando su pequeña
fortuna. Antes de que alguien lo advirtiera, el otrora trabajador con sueldo circular era uno
de los accionistas del laboratorio farmacéutico más importante del país, y colaborador
cercano de Marcelo Santaella. Además había algo que hacía más interesante aún a este
personaje; Ulises Bejarano era uno de los pocos seres humanos que conocía, gracias a los
informes del propio Marcelo, desde el punto de vista técnico, el trabajo de Kosmo; aunque
con muchas lagunas. Él seguiría las migajas de conocimiento que el longevo científico
regaba a lo largo del camino de sus investigaciones.
Para eso estaba allí, como lo había estado en innumerables oportunidades. Marcelo lo hizo
pasar y lo saludó con efusividad exagerada, típica de aquel que quiere ocultar con desgano
lo desagradable de un encuentro. En ese momento deseaba estar solo, pero algo le dijo que
esa visita tan inesperada podría resultar provechosa. Y no se equivocaba.
-Mi muy querido Ulises. --Y extendiendo sus brazos ofreció al recién llegado su pecho y
su vanidad.
-Marcelito, que bien te ves, --respondió éste utilizando un diminutivo que él sabía
exasperaba a aquel-- definitivamente, el dinero lo rejuvenece a uno.
-No solo el dinero mi querido amigo, es la manera de como juegas con él, sin perder claro
está. Recuerda que el hombre rico se rodea de amigos poderosos, pero el hombre inteligente
ejerce poder sobre sus amigos.
Pero cuéntame--siguió diciendo Marcelo, invitándolo a que tomara asiento--¿Cómo estuvo
tu viaje por la India? ¿Conseguiste tu nuevo renacimiento?
-Fue un viaje interesantísimo.--dijo a la vez que se sentaba en el hermoso sofá chesterfield
de cuero blanco, que adornaba una de las amplias esquinas de la oficina-- La India es un
país maravilloso, algún día deberías ir, llevar a Leticia y recorrer a lomo de elefante su
geografía llena de belleza y pobreza extremas, me recordaba tanto a nuestro país.
-Por favor Ulises, para viajes tengo yo, además he ido varias veces para allá. Recuerda; es
la mano de obra más barata del mundo
-Típico de ti Marcelito, siempre pensando en ahorrarte unos centavos. Ten presente-- dijo
Ulises a la par que cruzaba sus piernas y con no pocas ausencias de expresiones o
inflexiones vocales que dieran cuenta de su homosexualidad – al final nada nos llevaremos
al otro mundo.
-¿El otro mundo?, por favor Ulises, te aseguro que si es cierta esa farsa que enseñan de que
existe otro mundo después de este, lo primero que te preguntarían al llegar allá sería;
¿En efectivo o tarjeta?
Carcajadas hienescas retumbaron en los curvos rincones de la oficina. A pesar de que
Marcelo rehuía uno que otro encuentro con Ulises, en el fondo se distraía con sus
conversaciones, que iban desde política, deportes, ciencias, dinero, sexo, terrorismo,
jardinería, moda, o de como don Eleazar logró crear un imperio de la nada. Hablaban de
todo lo platicable, hasta que el delta de las opciones del palique desembocaba en el mar del
trabajo de Kosmo von Kritten.
-Y cuéntame Marcelito, ¿No has encontrado el fulano librito?
Ulises se refería al libro de anotaciones de Kosmo. Antes de su muerte, éste lo escondió de
tal forma que nadie lo había visto. Marcelo puso la mansión al revés, con la excusa de
instalar sistemas de seguridad más sofisticados, nuevas y majestuosas lámparas, la cúpula
del salón principal, y otras tantas remodelaciones, algunas necesarias, otras no tanto, como
la ampliación de la piscina, la cual transformó en una gran alberca techada de forma circular
pintada con motivos romanos. Marcelo llegó a creer que Kosmo había escondido el libro
en algunas de las rendijas de filtración de la piscina. Hasta allá fue a buscar, pero nada.
Contrató a cinco expertos archiveros para organizar la biblioteca pensando que el libro de
anotaciones se encontraba camuflado en esa enorme selva de papel. Todo fue estéril, no lo
halló.
Marcelo Santaella parecía un niño jugando al popular “palito mantequillero”, juego infantil
que consiste en esconder un palo o varita y el resto del grupo debe buscarlo. El niño que
sabe la ubicación del palito da pistas a los participantes usando la palabra “caliente” cuando
están cerca y “frío” cuando están lejos. Pareciera oírse la risa burlona de Kosmo desde el
más allá disfrutando ver a su yerno hurgando hasta debajo de la tierra, con la variante de
que jamás el factible espectro de Kosmo von Kritten le dijera a Marcelo la palabra clave:
“Estás caliente”.
-No, aun no lo he hallado.-- Respondió con pereza Marcelo-- Solo anotaciones que ya
conocía, hojas sueltas, pero nada del dichoso libro. Allí está la clave Ulises-- agregó
Marcelo- Kosmo tenía entre manos algo grande, muy grande. No queda de otra, solo
debemos encontrar el libro de anotaciones.
-Por favor Marcelito has puesto tu casa y hasta tu familia de cabezas buscando el fulano
libro, y nada de nada.
Marcelo se ausentó unos segundos sin siquiera moverse de su sitio. Pensaba mientras hacía
pequeños círculos con el dedo índice sobre el brazo del sofá. Finalmente exclamó en tono
seco:
-“¡Fenixación! No te imaginas Ulises las noches de desvelo que he pasado por culpa de esa
palabrita. No existe en ningún idioma ni en ningún dialecto, pareciera más como un invento
de Kosmo, un follón de letras”.
-¡Para eso estoy aquí mi querido amigo!--respondió Ulises al tiempo que le golpeaba
levemente la rodilla con la mano--Te cuento algo, no solo fui a buscar mi “renacimiento
espiritual” a la India. Allí conocí a un ilustre arqueólogo, el profesor Bhiku Khedker
estudioso del trabajo de Rai Bahadur Daya, quien fue a su vez uno de los colaboradores de
Howard Carter, el que descubrió la tumba del Rey Tut ¿Lo recuerdas?
-Por favor Ulises no soy “tan” ignorante-- replicó Marcelo sonriendo sin sonreír
verdaderamente, pero mostrando un interés repentino y revitalizante.
-Bien Marcelito, resulta que Bhiku me dio luces con respecto a esta palabrita. Ya te cuento.
En ese momento Ulises abre su fino portafolio de cuero y extrae tres hojas.
-Aquí está, escucha bien: “El profesor, Rai Bahadur en colaboración con el arqueólogo
británico sir Mortimer Wheeler descubrió a finales de la década del veinte, varias
inscripciones en el valle del Indo, en las antigua ciudad de Harappa lo que hoy conocemos
como Pakistán. Lo raro de estos símbolos, escribe el profesor Rai, es que eran escrituras
muy complejas que tenían una gran similitud con los Jeroglíficos egipcios”.
¿Te das cuenta? ¡Jeroglíficos egipcios en Pakistán!
Marcelo se levantó lentamente, pasó su mano por el frente de su oneroso traje de gabardina
italiana, y dibujando círculos invisibles en el aire exclamó:
-¡Continúa!
-Aquí viene la mejor parte, en estos grabados de miles de años de antigüedad el profesor
Arnav logra fotografiarlos y en su libreta hace una copia de estos. Adivina ¿Qué palabra,
entre otras, estaba escrita en esas lejanas tierras mi buen ponderado amigo?
-¡No me digas que...!
-¡Exactamente!
-¡Quieres decir, -- exclamó Marcelo con su aún más que levantada comisura labial y la
persiana de sus ojos abiertas de par en par, como un niño que escucha una fábula de
aventuras-- que tú Ulises, descubriste el significado de esa palabra!
-Casi Marcelito, casi. Déjame echarte el cuento. Es una palabra compuesta, proviene del
griego «phoinix» que significa rojo y “azione”, acción o ejecución. Pero se relaciona más
con el Ave Fénix.
-¡Eso lo sé de sobra Ulises!--Exclamó Marcelo a la par que impacientemente tomaba de
nuevo asiento --Pero dime ¿Que tiene que ver con los experimentos de Kosmo? Recuerda
que es una palabra que se repite incansablemente, a lo largo de lo poco que conocemos de
su trabajo.
-Escucha Marcelito. Los antiguos egipcios reverenciaban al ave Fénix, pues bien, ellos
pensaban que al igual que el celebérrimo pajarito, nosotros también podíamos resucitar de
nuestras cenizas. Howard Carter encontró muchas inscripciones en la tumba del faraón Tut,
precisamente acerca de la resurrección, y de la vida después de la muerte. También
investigó y releyó una y otra vez, las traducciones que hizo Jean Francois Champollion de
la enigmática “Piedra de Roseta”; es decir, se ha tratado de demostrar que la resurrección
no era solo un punto dogmático dentro de la mitología egipcia.
-Muchos creen que eso no es más que una manera filosófica que tenían los antiguos de ver
la vida, —recalcó Marcelo mientras se arremolinaba nuevamente en el sofá-- he leído
mucho al respecto, pensaban que se resucitaba pero no aquí sino en el más allá, en otro
plano. Por ello veneraban a Osiris, Mitra, Attis y otros tantos.
-Según lo que descubrí, no del todo es así. Verás Marcelito, los egipcios enterraban a sus
faraones con todas sus posesiones para que estos la disfrutaran en el “otro lado”. Pues bien,
ellos no solamente lo hacían para probar un punto filosófico o simbólico, ellos estaban
completamente seguros que se podía resucitar de entre los muertos como el ave Fénix.
Marcelo Santaella iba entendiendo perfectamente lo que Ulises le iba diciendo y
descubriendo. Le fascinaba la cultura egipcia pero jamás se le ocurrió pensar en que esa
palabra de diez letras que tanto desvelo le causó, tuviese una explicación tan simple como
fascinante.
-Desde pequeño me sedujo esa civilización Ulises, de hecho Fénix era mi deidad preferida,
¡el ave mitológica que veneraban las antiguas civilizaciones! Se decía que fue el único
animal del edén que no sucumbió a la tentación, lo que lo convirtió en un ser eterno. Los
egipcios lo reverenciaban al mismo nivel que al astro Sol, que muere por la noche y renace
por la mañana. El “Fénix” fue considerado por griegos y egipcios como un semidiós, y
según la leyenda, este ser se consume en sus propias llamas cada quinientos años, para más
tarde renacer de sus propias cenizas como un fénix joven y nuevo. Realmente
extraordinario.
-¡Magistral Marcelito, una reseña magistral! Yo estoy casi seguro, —agrega Ulises—que
esto podría ser posible. Aquí tengo las diversas teorías, que el profesor Rai Bahadur
desarrolló. En una de ellas él afirma que utilizando el llamado “libro de los muertos” y
siguiendo una serie de pasos y rituales, los egipcios lograban resucitar a los difuntos, pero
que éstos debían estar expuestos a una preservación del cuerpo para cuando el espíritu
lograra derrotar a la muerte, y retomar así su “envoltura”. Arnav pensaba que con técnicas
modernas, claro, de las que había en los años treinta, y conocimientos profundos de las
antiguas civilizaciones egipcias se podría lograr el milagro de la resurrección. Lástima que
su trabajo quedó inconcluso, murió solo tres años después de sus descubrimientos.
-Aparte de que sería indemostrable --agregó Marcelo en tono dubitativo--digo, eso de
resucitar de entre los muertos.
-Te olvidas que hace dos mil años un carpintero judío logró vencer a la muerte, y que ese
mismo carpintero, según algunos textos apócrifos vivió en Egipto. Y si te vas a la Biblia
existen allí nueve resurrecciones registradas, tres antes de Cristo. Quizás el Nazareno sabía
algo que aún hoy nosotros ignoramos ¿no crees?
-Eso es lo que dicen las escrituras Ulises, -- interrumpió Marcelo, aflorando su creciente
agnosticismo-- además muchos piensan que Jesús no se levantó y si hubiese sido así la
pregunta sería ¿Cómo lo hizo?
-Existen innumerables respuestas a esta interrogante, casi todas desde el punto de vista
teológico, pero ninguna con bases realmente científicas. Además Marcelito--agregó Ulises
mientras se acercaba a su oyente--creo que lo más importante es preguntarse
¿Quien más lo ha logrado?
-Deja ver si entendí; --agrega Marcelo sentándose nuevamente al lado de Ulises --los
egipcios solo necesitaban tener el cuerpo intacto para lograr completar el proceso de
“Fenixación”, y es aquí donde aparentemente fallaron. Eso quiere decir que Kosmo estaba
mezclando la ingeniería genética con leyendas de los faraones. Esto no tiene sentido Ulises,
Kosmo podía ser de todo, incluso odiarme con delirio, pero era un científico que no se
dejaba llevar por leyendas o mitos. Un hombre de ciencia.
-Jugando a ser Dios quizás-- inquirió Ulises.
Marcelo se le quedo mirando sin verlo, ante su mente se desnudaban imágenes nunca vistas
y que no tenían relación entre sí. No podía imaginarse a su suegro realizando experimentos
de ese tipo ni mucho menos. Von Kritten era un erudito quien creía fervientemente con una
pasión casi religiosa, en la exactitud de la ciencia.
-¿Qué crees tú?-- Preguntó por fin Marcelo rompiendo el celofán del silencio--. ¿Te
imaginas si todo esto es cierto, que Kosmo trataba de demostrar algo que lleva siglos
oculto?
-No lo sé Marcelo.-- respondió Ulises desechando por momentos el irritante hipocorístico-
Pero si esto resulta ser cierto, tenemos en nuestras manos el más grande descubrimiento
científico de todos los tiempos, ¿Te imaginas? --preguntó sin poder esconder su euforia--
demostrar que los muerte no existe ¡Sería un coñazo Marcelo, un coñazo en el rostro de las
religiones, de la filosofía, de la ciencia, le daríamos un coñazo a la cara de Dios! Debes
encontrar ese libro, allí está todo.
Y levantándose sin siquiera tomar impulso, Ulises Bejarano sentenció su arenga con tres
palabras: “¡Podemos ser dioses!”
Un escalofrió tridimensional peregrinó el cuerpo de Marcelo. Por primera vez en mucho
tiempo se dio cuenta de la magnitud de lo que tenía en las manos. Si todo resultaba como
ellos suponían, que Kosmo von Kritten trabajó en un proyecto tan colosal, que ocultó casi
toda su investigación y prácticamente no dejó pistas de nada, que de comprobar todo no
solo sería más rico y poderoso sino que se elevaría a un nirvana de dominio único y
absoluto. Marcelo debía organizar este gigantesco mecano de información a como diera
lugar.
-Mi querido Marcelito, -dijo Ulises acercándose- hay que morir calladitos, nada saldrá de
aquí hasta que no sepamos a ciencia cierta en que trabajaba tu suegro.
-Pierde cuidado Ulises--dijo Marcelo aun con el vaho de la ambición envolviéndolo-- Así
tengamos que buscar en la roca madre, llegaremos al fondo de todo.
-Quizás no habrá que llegar hasta debajo de la tierra, sino un poco más arriba—dijo Ulises.
-No entiendo a qué te refieres—increpó Marcelo.
-Prepara el avión de la compañía, debemos viajar con celeridad.
-Presiento que no me lo has contado todo.
-Digamos que ayudaré a un amigo en apuros. Viajaremos a Perú.
-¿Ahora te ha dado por ayudar a los demás? ¿Tú, Ulises Bejarano, haciendo el papel de la
madre María de san José? ¿De cuándo acá? --y escupiendo carcajadas falsas agrega:
“disculpa mi risa pero es el mejor chiste que me has contado”.
-No te rías mi querido amigo. Hay que hacer el bien de vez en cuando, tú sabes, por si
rebota la tarjeta de crédito allá arriba.
Juntos rieron con sinceridad, en el recalcitrante juego de la vanidad humana.
-Además—agrega Ulises, mientras recogía su portafolio —te aseguro que ésta ayuda nos
resultará muy provechosa.
-¿De qué manera?
-Tranquilo chiquillo, pronto lo sabrás. De momento prepara el avión, yo voy a empacar.
Te llamaré.
Ulises se despidió con femineidad de Marcelo, éste quedaba absorto por todo lo que iba
descubriendo. Cual navegante aventurero que busca nuevas tierras que conquistar, Marcelo
Santaella se sentó en su hermoso sofá blanco, sintió por primera vez en mucho tiempo que
dejaría la isla desierta que lo cobijó y le sirvió de refugio, y emprendería la búsqueda de la
auténtica tierra prometida: “El poder Total”

***

La condición de Eduardo Santaella minaba conforme pasaban los días en la mansión. Se


volvía más absorto y ensimismado, aunque no había intentado quitarse la vida, tenía un
recelo extremo a todo y a todos. Esta condición natural en aquellos individuos que padecen
dicha patología sicótica, era en Eduardo su leitmotiv. Juraba que en cualquier
momento vendrían por él y se lo llevarían al fondo del océano, al tiempo que vería y
sentiría, mientras los tiburones y demás carroñeros acuáticos lo desmembraban poco a
poco, sin sentir nunca la quietud y tranquilidad de la muerte.
Aunque menos agresiva, la conducta de Eduardo era de una lucidez pasmosa, cualquiera
que lo oyera diría que el joven estaba seguro de lo que decía, y si le seguían prestando
atención hasta le creerían de tal manera que pasarían de ser meros oyentes a participar de
alguna manera en el rescate del pálido joven. Olga Narváez, la enfermera contratada por
los Santaella a petición de los doctores de la clínica mental, atendía a todas sus necesidades
y cuidados. Olga, como buena profesional, no creía en nada de lo que él decía, era solo un
paciente más, aunque en el tercer día de su estancia en la mansión sucedió un
acontecimiento curioso. Le llevaba la comida a su dormitorio y al colocar la bandeja
contentiva de la pitanza sobre una mesa de cristal, Olga se voltea para avisarle al joven que
la comida, junto a una buena dosis de pastillas prescritas por los médicos, estaba lista.
Eduardo de pie, viendo por la ventana, le dice a Olga, sin voltear siquiera, “que recuerde
traer siempre dos cubiertos de mesa, uno para él y el otro para Dadá, y que además su
abuelo odia la sopa”. Olga Narváez asiente automáticamente a la vez que le convida a
tomar asiento. Al decir esto la ingenua mujer se sorprende al ver que la tapa de la sopera
estaba quitada y puesta sobre la mesa. Se quedó soldada al suelo sin moverse, rebobinando
en su mente los últimos cuarenta y cinco segundos de su vida para recordar si fue ella quien
la destapó antes de hablarle a Eduardo. En ese instante, Eduardo Santaella toma asiento y
sonríe con malicia, apartando de su frente el rebelde mechón azabache.
Sólo dos sitios soportaba Eduardo de la mansión, su recamara y la biblioteca. Bajar hasta
allá era un vía crucis con sus respectivas estaciones dolorosas. Eduardo se cuidaba de que
en el trayecto ningún desconocido con el rostro tapado lo secuestrara o le hiciera daño. Esta
creciente monomanía le iba reduciendo su radio de acción. Podía pasar horas enteras en la
inmensa biblioteca, cuando sentía la necesidad de volver al cuarto lo hacía transitando
nuevamente el largo y tortuoso camino.
Ya habían pasado varios días desde su llegada a la mansión y Eduardo seguía con exactitud
matemática su rutina diaria. Se levantaba tarde casi siempre con una fortísima jaqueca,
daño colateral de la ingesta de píldoras. Se duchaba, comía, recibía la visita cada
vez más breve de su madre, luego planificaba su salida que le llevaría a la biblioteca, un
recorrido que podría durar escasos minutos, o inclusive horas, dependiendo de su estado
anímico.
Había días en lo que su comportamiento era decidido, actuaba de manera enérgica y parecía
que sus demonios internos lo dejaban en paz. Pero casi de manera inmediata caía en un
fuerte estado depresivo, acostándose en la amplísima cama purpúrea, sin moverse, en un
estado catatónico preocupante, donde su mirada se extraviaba en el complejo juego de la
locura humana.
El primero en notar este comportamiento colateral fue el doctor Rizzo, por ello el interés
del galeno de que Eduardo saliera a caminar por el jardín y se entretuviera conforme pasaba
el tiempo y las largas sesiones de tratamiento, que Apolonio Rizzo trataba de hacer escaso
de formalidad médica.
Pero Eduardo era obstinado, con el único ser con quien sentía algo de seguridad era con su
madre. Leticia veía desde lejos la lenta recuperación de su hijo, pasaba corto pero valioso
tiempo con él, le hablaba, reían y recordaban algunas situaciones jocosas de la infancia de
Eduardo como aquella vez en la que agarró la navaja de afeitar de su padre y le rasuró todas
las cejas a un compañerito de colegio. El pobre niño usaría de por vida una gorra de amplia
visera para ocultar la temprana calvicie de sus cejas, aun cuando éstas crecieron a las pocas
semanas, le quedó la inseguridad tatuada para siempre. Ambos hurgaban en la tierra
mohosa del pasado, recordaron con tribulación la experiencia cercana a la muerte que vivió
Eduardo. Teniendo catorce años se cayó de una motocicleta que le había regalado su
abuelo. La conmoción cerebral fue tan fuerte que todos temieron lo peor, Eduardo pasó
varios días en coma al cuidado de su madre y de su Dadá. Marcelo en cambio se ocultó en
su inmenso y anacrónico mundo. Claro que se preocupaba por su hijo, lo visitaba cuando
podía y no escatimó poder humano o económico para sanarle, pero Marcelo se ocultaba,
no por indiferencia o falta de humanidad, se ocultaba por temor a perderlo, le atemorizaba
en grado sumo la idea de que la muerte ganara y se llevara a su unigénito, nadie lo sabía
pero en esa época era capaz de todo solo por salvarle. Jamás lo demostró ni lo dijo, quizás
por ello Leticia empezó a verlo con otros ojos ausentes de la admiración que le despertaba
su marido, y en cambio veía a un ser vil y egoísta. Después de varias semanas Eduardo se
recuperó de forma total y sin un ápice de efectos
secundarios que dieran cuenta de su terrible experiencia.
Las diversas dosis de píldoras que Eduardo engullía lo atontaban y le aumentaban sus crisis
de ansiedad y pánico. Desde hacía días le hacía creer a Olga que llevaba el tratamiento al
pie de la letra, y poniendo en práctica un truco que le enseñó su abuelo, Eduardo se llevaba
la pastilla al fondo de la garganta y allí la ocultaba para después escupirla por completo.
La estrategia le estaba funcionando, su paranoia se controló y podía dormir mejor. Este
placebo era solo temporal, él mismo en el fondo sabía que no podía continuar así, y que
debía recoger con cuchara los pedazos que se desprendían de lo que ahora era su existencia.
Una tarde estaba ensimismado mirando por su ventana, observaba una de las tantas fuentes
que había en el amplio jardín de la mansión. Ésta en especial, era toda de mármol de Carrara
con cuatro inmensos querubines que vertían el agua que salía de ánforas de estilo griego.
En el centro, un sofisticado sistema de propulsión disparaba el líquido en un extraordinario
ballet cristalino, cientos de formas y figuras danzaban en un espectáculo hermoso y
acogedor. Eduardo las miraba con fijeza, y pensaba sin ausencia de toda lógica; “¡Qué
manera tan estúpida de malgastar el agua!”
Una fuerte presencia le hizo voltear. Allí, de pie, se encontraba su padre. La eterna sonrisa
petrificada estaba más que presente en el rostro de Marcelo.
-¿Admirando el paisaje?—preguntó.
Eduardo dio un paso atrás y le clavó una mirada como nunca antes su padre había sentido.
-¡No! A decir verdad es muy poco lo que hay que admirar.
Marcelo caminó hacia él. Llevándose una mano al bolsillo del fino pantalón, mientras que
la otra se la pasó por la comisura labial, para luego dibujar un pequeño e imperfecto circulo
en el aire.
-Entiendo. – Y cambiando el giro de la naciente conversación añadió--Rizzo asegura que
vas muy bien con el tratamiento, eso me contenta. Aunque lo dudes, mi mayor deseo es
que te recuperes a plenitud.
Eduardo se apartó el rebelde mechón y solo atinó a susurrar un lánguido sonido.
-Gracias. —Y volvió al universo transparente de la ventana.
Marcelo presintió que era el momento para activar la reversa en la memoria de su hijo.
Por consejo del doctor Apolonio Rizzo, del doctor Mauresmo Espinosa, de su esposa
Leticia, y de lo que en definitiva a él más le hacía caso; su sentido común, Marcelo
Santaella se había abstenido a confrontar a Eduardo acerca de muchas cosas, entre las que
se hallaba la muerte del doctor Kosmo. Sabía perfectamente que si su hijo se mostró reacio
a hablar sobre ese tema tan espinoso con los médicos y terapeutas especializados, con él,
su padre, lo menos es que lo evitara con el acto más sencillo e irascible: el silencio.
Se acercó a Eduardo, y en esta proxemia entre dos polos muy dispares, Marcelo le hizo
girar para encontrarse con él. Lo vio cara a cara, su nariz, el cabello azabache, su boca
cincelada y su infinita tristeza.
La eterna sonrisa de Marcelo tenía una fisonomía distinta, no mostraba ningún signo risible,
por el contrario, pareciera que por segundos la ligera parálisis facial que le aquejó siendo
niño se desvanecía y lograra un relajado rictus labial por el solo hecho de mostrar por
primera vez en muchos años un gesto de compasión. Marcelo comenzó a experimentar un
exiliado sentimiento de piedad por ese menudo joven de rostro traslucido que se le perdió
de sus brazos, para refugiarse bajo las alas de la cruel vesania. Su mirada perdida, temerosa
y decidida a la vez, le infundió al gélido hombre poderoso, inestable, ególatra y a veces
cruel, un sentimiento de misericordia. Por instantes se olvidó de todo, sintió que el dinero,
el poder y ser dueño del mundo, era nada comparado con lo que tenía al frente, se olvidó
del libro de anotaciones de von Kritten, de las leyendas egipcias, de Ulises y lo que había
descubierto, y pensó en mandar todo a la mismísima mierda. Pero ese periquete duró poco,
se antepuso de la efímera debilidad, y su sonrisa que desafiaba la gravedad apareció
después de un descanso, que si él hubiera decidido que fuera eterno, su historia habría
tomado otro rumbo.
-Quiero saber si estás enterado que tu abuelo llevaba a cabo un trabajo científico muy
importante. --dijo Marcelo, recuperando el aplomo y disparando sin tregua, mientras se
apartaba de su hijo--Él y yo teníamos un proyecto en común. Pues bien su libro de
anotaciones se extravió y necesitamos encontrarlo.
-¿Necesitamos?--inquirió Eduardo
-Sí, el trabajo con Kosmo era entre él y varios investigadores de la compañía --contestó
Marcelo, no en tono desafiante sino más bien con un poco de nerviosismo,
sobreponiéndose aun a las sensaciones recientes que experimentó.
Eduardo lo miró de soslayo, sabía que su abuelo trabajaba solo, pensó que su padre podía
haber inventado un ardid más ingenioso que ese.
-En la biblioteca hay miles de libros, -- dijo Eduardo--¡busca allá!--Exclamó en tono seco
y girando agregó; “¿Por qué tengo que saber algo?”
-¡Siempre tan prepotente!--Explotó Marcelo-- Trato de acercarme a ti, de preguntar por tu
salud, y tú me contestas de esa manera. ¡Es solo un maldito libro! Tú tenías una conexión
con Kosmo más allá de lo que tú y yo quizás hubiésemos podido intentar. Él te contaba sus
cosas, te enseñó mucho de lo que hacía. Tal vez te dijo donde ocultó el libro—y suavizando
el friso de sus palabras agregó--Sé que todo esto ha sido muy difícil para ti, pero oye algo:
Nuestro futuro, todo lo que tú, Leticia y muchas personas más, conocemos y disfrutamos,
todo esto, depende de que yo encuentre ese libro de anotaciones. ¡Si eres tan egoísta--
agrega Marcelo bajando el tono a la vez que se acercaba a Eduardo--de no entender esto,
entonces quizás ni te importe saber quién asesinó a tu abuelo!
Dio en el blanco. Eduardo abrió los ojos de par en par y la locura que dominaba su iris se
retiró para darle lucidez a la visión. Una visión que iba más allá del mero sentido visual,
una que traspasa planos físicos y multidimensionales para acurrucarse en el complejo nicho
de la verdad, una verdad que mostraba en algunos casos una mascarada cruel de finos
rasgos, pero ausente de ojos, pues la presencia de estas cuencas vacías se acoplaban a la
perfección a los fanales que iluminaban la ausencia de claridad y luz. Eduardo Santaella
juró desde aquella noche que bajó de la cómoda que le sirvió de atalaya para presenciar el
asesinato de su abuelo, juró cada uno de los días en los que la lucidez lo despertaba bajo la
blanca luz de los blancos dormitorios de la clínica mental, juró desde que llegó a la mansión
para intentar imbricar en una familia que había perdido la secuencia de sus acciones
superpuestas, juró desde que su padre lo tocó para verlo frente a frente, solo para darse
cuenta de cuan solitarios estaban todos en el mundo, juró desde que comenzó a jurar, que
encontraría a los responsables de la muerte de su abuelo.
-¡¿Sabes algo acerca de la muerte de Dadá?!
-No sé nada Eduardo, solo te lo digo porque estoy casi seguro que en ese libro podemos
encontrar alguna pista, no sé, algo que nos ayude a resolver todo esto, quizás Kosmo
sospechaba que podían agredirle y tal vez escribió allí algo que nos ayude.
Eduardo lo miró con sopor, ahora era su boca la que tenía un ligero levantamiento. Esta
sonrisa copiada genéticamente a la de su creador hizo corroer el ya alterado estado de
ánimo de Marcelo.
-¿Entonces me dirás dónde está el libro?
-¡No sé nada de ningún libro!—respondió Eduardo cambiando el semblante de su rostro--
¡Ya te dije, en la biblioteca hay muchos, quizás esté allí!--gritó sin alzar la voz, y alejándose
de su padre.
-¡No, no está, ya buscamos y nada!-- Marcelo parecía nervioso se frotaba ambas manos y
dándole la espalda a Eduardo comenzó a dibujar círculos invisibles--puse la maldita
biblioteca patas arriba y no hay nada. He buscado en toda la mansión y no lo hallé, sé que
Kosmo desconfiaba de los bancos o cajas de seguridad, lo que me hace presumir que el
libro está aquí--y volviéndose nuevamente a Eduardo le dijo-- yo sé que si pones de tu parte
y comienzas a recordar lo podremos encontrar.
-“¡Me encanta verlos juntos, así debería ser siempre, juntos como familia!”
Leticia avanzaba presurosa para contemplar en primera fila la inusual escena entre padre e
hijo. Su hermoso rostro se iluminaba como si una pequeña luciérnaga escondida bajo la
epidermis tuviera como única misión suministrarle fulgor eterno.
-Marcelo, Eduardo, bajemos a comer.—dijo con una voz tan tierna que más bien parecía
una adolescente haciendo pucheros para chantajear a la vida a cambio de juventud eterna,
y no la atribulada madre y esposa deseosa de reconstruir su existencia-- Los tres juntos sin
invitados, sin servidumbre, bajemos hasta el jardín. Eduardo hijo, anímate y baja con
nosotros, tu padre también estará, ¿Verdad amor?
Leticia miró a Marcelo de tal manera que ningún ser en este mundo por muy duro de
sentimientos que fuera se hubiera negado. Pero Marcelo Santaella no era de esos, y afilando
su lengua con un “No” rotundo, se excusó, arguyendo que tenía que volar esa misma tarde
a la ciudad de Lima para unos negocios, y sin más ni más se marchó. Desaprovechando la
única y quizás la última oportunidad que tenía de acercarse a la verdad de todo, al
escurridizo libro, a su desmenuzada familia y sobretodo acercarse a Eduardo. Marcelo
Santaella se retiró de la habitación sin decir adiós.

***
CAPÍTULO IV
La luz incipiente de un sol sarcástico, se deja manipular por la visión única de quienes la
contemplan. Remojado, toma su baño matinal sobre el horizonte falso del agua artificial de
la represa. Allí, bajo la languidez de la luz tempranera, Jade aguarda por Silvio Páez.
Atendiendo a su incongruente llamado, ella le espera para dilucidar las faltas graves del
acertijo donde ellos son protagonistas, y en la fingida orilla de agua apañada; Jade Goronda
espera.
Después de una noche de interrogantes sobre el catre de un lecho alquilado, la menuda
reportera había intentado regresar a la ciudad de Caracas y no creer en nada de lo que estaba
investigando. La parte humana de esta periodista salía a flote para encontrarse de frente
con la profesional que no temía a nada y que seguía la senda de la verdad. Al final se dejó
llevar por esta última y por la marea de la sospecha, así que esperó con aparente muestras
de diversión por el inicio de la pesca, antes de abordar la nao. Aunque era completamente
vegetariana, Jade siguió el juego de la matanza de peces, con un mal disfrazado interés;
todo en nombre de la justificación.
Con el frío como inquilino molesto en sus huesos, se dispone por fin a ingresar a las
desconocidas fauces acuáticas de la represa. Enciende el motor y sigue las olas operadas
con transparencias de socaliña. Jade recapacita, y se muestra nerviosa sobre las aguas
indiferentes del nicho. Allí en medio de la neblina matutina, en medio de los primeros
alientos diarios del creador, en medio de la nada, Jade Goronda pasa sus manos por el
cabello que recién se despertaba, al igual que su razón. Sus ojos aran el firmamento húmedo
en busca de una señal que le permitiera justificar su existencia a esa hora del día, en medio
de ese espacio y debajo de un mustio cielo cómplice.
Y en el extremo de una escena surrealista, Jade vislumbra la silueta blanco negruzca de un
bote a motor que se acerca desafiando las leyes de la óptica ondulatoria y de la luz. Con
resquemor, Jade se arremolina en la improvisada popa y con un tremolante bamboleo se
abraza a sí misma apartando el gélido fantasma habitante de esas latitudes.
El bote se agranda conforme se acerca y una lánguida figura se deja entrever de entre la
maleza invisible.
-Creí que no vendría—dijo una voz de bajo profundo.
-Estuve a punto de no hacerlo, pero ya usted ve…Estoy aquí
Silvio Páez lanzaba sobre el medio dador de vida una improvisada ancla, y arrojando una
atarraya dormilona, prepara el escenario para su encuentro con Jade Goronda.
-¿Ya tomó café?—preguntó el ex comisario a la vez que mostraba un termo con diseño de
tela azul y que exhalaba vahos de aromáticos fulgores.
-No he tomado nada. Sólo una taza de leche tibia que ofrecen en el hotel del pueblo.
-Malo, malo, el café es el primer suspiro del día. —Aseguró Silvio mientras servía dos
tazas del revitalizante líquido--No queda mucho tiempo señorita Goronda, —repitió
mientras dejaba que la gravedad hiciera su papel con la caliente bebida—aun aquí en medio
de este lago artificial pueden escucharnos.
-¿Quién, comisario, quien puede escucharnos?—Preguntó Jade con falsa inocencia,
mientras, esquivando el bamboleo, recibía con gratitud la bebida.
-Todos, Goronda, ayer cuando usted llegó a mi propiedad me imagino que se percató de la
presencia sospechosa de tres sujetos quienes me conminaron a estar con ellos. Pues bien,
—dijo haciendo una mortal pausa mientras escudriñaba el horizonte escondido bajo la
madrugadora neblina--estoy seguro que volverán.
Jade Goronda seguía aferrada a su cuerpo, el gélido viento mañanero le apuñaleaba la piel
y le recordaba cuan vulnerable era. Tomó un sorbo de café, buscando auxilio en su calor
ficticio.
-Voy a ser directa don Silvio. ¿Qué sabe del asalto al Panteón que usted mismo no haya
dicho con anterioridad?
Silvio Páez congeló su taza de café a medio camino y clavando su mirada huidiza contestó:
-El asalto al Panteón fue orquestado por miembros activos del ejército. Querían inculpar a
los integrantes de “La cola de Palomo”, en complicidad con algunos partidos de oposición
y hacer ver que ellos eran los culpables. A la semana de la incursión mis hombres y yo ya
teníamos la respuesta. No cabía duda que eran miembros del ejército.
-¿Del ejército? Pero ¿Cómo? Hasta donde tengo entendido todos tenían las caras tapadas.
-Sí, tiene razón, pero las cámaras de seguridad no solo mostraban los rostros cubiertos de
los profanadores, sino también sus cuerpos. Las nuevas tecnologías nos permiten conocer
a una persona sin ver su rostro, la manera de caminar, su estatura, el volumen de su
cuerpo, y su voz. Un rasgo tan único como la huella digital, esta ultima por cierto, dejada
como una pequeña marca en una herramienta que dejaron olvidada. Además las cámaras,
con audio incluido, grabaron las voces de mando de dos de los intrusos. Las procesamos y
eran idénticas a los miembros del cuerpo élite de “Los Halcones” dependiente al ejército
venezolano. Los coroneles Estanislao Silva y Rubén Sabaleta son los que coinciden con
dichas características.
-Comisario ¿Está seguro de lo que dice? Miembros del ejército metidos en esto. Pero
¿Por qué?
-Goronda, —dijo Silvio Páez mientras tomaba el último sorbo de la caliente bebida--el
gobierno tiene una obsesión enfermiza con los integrantes de “La cola de Palomo”, hicieron
que el asalto al Panteón pareciera una acción ejecutada por el grupo. Los coroneles Silva y
Sabaleta se “suicidaron” tiempo después, ambos dejaron cartas de despedida a sus
respectivas familias. Pero las escribieron en computadora. Dígame Goronda ¿qué suicida
escribe su nota final en letra de computadora? Todo fue raro. A partir de allí la investigación
se trancó y decidimos enfilar hacia los supuestos integrantes de la organización opositora,
quienes se encontraban detenidos, en la sede del SEBIN, pero estos no soltaban prenda
alegando que no conocían nada ni estaban al tanto de tales acciones.
-Ya va comisario—interrumpió Jade— ¿Los supuestos integrantes de la incursión al
Panteón aparentemente se quitaron la vida y el gobierno enfiló sus sospechas a la
organización rebelde?
-Desde un comienzo el gobierno estaba involucrado con esta incursión. Desde el Ministerio
de Justicia y la fiscalía nos exigían que la investigación se inclinara hacia la culpabilidad
de los miembros de “La cola de Palomo”. Todo análisis, averiguación y pesquisa estaba
determinada con esa intención.
-¿Por qué?
-Necesitaban inculparlos en algo grande, y hacer verlos como auténticos villanos. Recuerde
que cuando los poderosos tienen miedo harán de todo, y lo están haciendo Goronda, lo
están haciendo. Es algo de proporciones monstruosas lo que se desea ocultar, nunca en toda
mi vida de investigador había visto algo de tal magnitud. De manera descarada y
anticonstitucional están tapando una gran mentira.
-¡O una gran verdad!—agregó en tono dramático Jade.
Ambos no exageraban, las acciones de persecución, secuestro, chantaje y muerte estaban a
la orden del día. Centenas de personas eran sacadas a empellones de sus casas, o de sus
sitios de trabajo, y desaparecían bajo la luz del sol o bajo las fauces de la noche. En este
contexto de miedo constante nadie hacía nada. No miraban, no protestaban, no defendían,
no creían y se inventaban un mundo que era la refracción opuesta al real, al que por temor,
precaución o vergüenza querían ignorar. Pero en un momento determinado, esa vida
verídica giraría en rotación contraria y sus engranajes se acoplarían exactos al mundo
quimérico, que por no seguir los movimientos constantes de la física, se detendrían. Y así,
los integrantes de esta dimensión de celosías planas estaban a punto de entender.
-Entonces ¿Usted cree que ellos no participaron en el asalto al Panteón?
-Lo que digo Goronda es que las investigaciones así lo apuntan, no soy político, soy policía,
aunque retirado, sigo siéndolo. Mis hombres y yo concluimos mediante las investigaciones
que los Coroneles Silva y Sabaleta estaban incursos en ese delito.
Jade no lo podía creer, aunque era una recalcitrante opositora del régimen aun desde su
fuero interno ponía en duda tanta maldad. Violar el descanso eterno del Libertador Simón
Bolívar, “suicidar” a miembros claves del ejército y crear una red de calumnia con tanta
sincronía, ponía sobre la mesa infinitos acertijos de especulación.
-Los caballeros que usted vio ayer en mi propiedad son miembros del servicio de
inteligencia.
-¿Del SEBIN?—preguntó con evidencia de duda en su rostro, mientras el bamboleo de la
débil embarcación le recordaba el ayuno al que estaba sometida.
-Sí, —respondió Silvio Páez con un crujir vocal preocupante--ellos tienen a mi esposa y
mis dos hijas en cautiverio.
En efecto, doña Eulalia de Páez junto a sus dos hijas fueron “retenidas” en el Aeropuerto
Internacional de la ciudad de Valencia por presentar unas dudosas facturas de compra de
una máquina de hacer helado granizado que habían comprado con el propósito de ampliar
una heladería propiedad de Melissa Páez, la hija mayor del ex comisario. Los Guardias
Nacionales alegaban que la facturación no coincidía con la orden de compra y que dicha
máquina estaba solicitada. Las mujeres refutaron tal argumento mostrando permisos,
facturas, orden de despacho y pare usted de contar cualquier cantidad de papeles muertos
inverosímiles que solo tienen valía en la mente de los funcionarios burócratas.
Doña Eulalia logró oliscar algo extraño. No ha convivido en vano, durante más de treinta
años con un policía, para saber que todo era una excusa para mantenerlas retenidas.
Confirmaría sus sospechas cuando fueron trasladadas a la sede estatal del SEBIN y pasaron
doce horas aisladas sin derecho a llamada o contacto alguno. Silvio Páez se enteró que su
esposa y dos de sus hijas estaban detenidas, porque un antiguo subalterno suyo, a la sazón
investigador de inteligencia del organismo, reconoció a doña Eulalia y le avisó a Silvio, no
sin antes hacerle jurar que no le diría a nadie, que fue él quien le dio la señal.
Al llegar a la sede del organismo, Silvio Páez hizo de todo para que soltaran a su familia.
Apeló a su antigua investidura como jefe nacional, a los contactos que aun tenia, hizo
llamadas en tono amable, luego alterado y por ultimo suplicante, pero todo fue infecundo.
El mismo ex compañero que le aviso de la detención de su familia le hizo ver la realidad
en una frase contundente: “Esto viene de allá arriba”.
Allí se dio cuenta Silvio Páez que para recuperar a sus seres queridos debía guardar
silencio. Le conminaron a que regresara a su propiedad y que esperara la llegada de unos
agentes que le iban a indicar qué hacer, por supuesto alegando en el más actoral tono de
amabilidad que todo se resolvería, “Qué quizás, todo era un malentendido”, le decían y que
“El gobierno está para proteger”, “Sobre todo a aquellos que han sido leales”... “Que se
fuera tranquilo”... ”Que mañana sería otro día”.
El camino de retorno significó atravesar un desierto de interrogantes. Utilizando toda su
experiencia de investigador, Silvio Páez se dio cuenta que debía hacer lo que ellos le
pedían, que no debía forzar la situación y poner en riesgo la vida de su esposa e hija, que
él ahora se convertía en un ciudadano más, a expensas del sistema. La pesadilla de
cualquiera que jura que es invulnerable se hacía realidad para él. Ahora era la víctima, el
perseguido.
-Podemos ayudarlo comisario, —expresó Jade en claras muestras de solidaridad-- vamos
a buscarlas. Mire comisario, don Rocco puede ayudar, él tiene contactos con gente
importante en el gobierno.
-No Goronda, ¿acaso no se ha dado cuenta? esto está más arriba del gobierno, es una
conspiración que se ha salido de control. Quiero que me jure que no dirá nada. Aun puedo
usar mis conexiones y salir de esto. Mi familia lo es todo, pero debe entender que si usted
mueve antes de tiempo los hilos de los acontecimientos, todo será inútil, y nada
absolutamente nada de lo que haga podrá cambiar las cosas. Ellos me necesitan con vida,
así me mantendrán, no creo que intenten algo.
Silvio Páez lo necesitaba creer, era la fuerza ejecutora de sus acciones, el convencerse que
a pesar del oscuro panorama, él tenía control.
-Tiene mi palabra—aseguró Jade con aires de resignación, le simpatizaba la valentía de
este hombre, que en un momento dado de su vida juró servir a su patria con dignidad y
profesionalismo, y esa patria a la que prometió proteger ahora le perseguía con
ensañamiento.
Silvio Páez se eleva cuan largo es y atisba todos los puntos cardinales percatándose de que
nadie estuviera cerca. Volvió a sentarse, estiró sus piernas hasta el infinito y mirando a
Jade le dijo:
-Tengo toda la información de la investigación del asalto al Panteón aquí. —Y mostrando
debajo de su falso sombrero de pesca un pequeño pendrive, se lo entregó a la periodista.
—Hay información que nadie ha visto y mis conclusiones de lo que realmente sucedió esa
noche. Encontrará cosas realmente descabelladas Goronda.--y tragando una inexistente
saliva sentenció: “Si en setenta y dos horas no sabe de mí o si algo le sucede a mi familia
léalo sin vicio. Úselo con bien, sólo así señorita Goronda, sólo así, puede publicarlo. No
antes”--le dijo mientras se preparaba a entronizarse en la cubierta y proceder a remar hacia
el ojo de la neblina espesa.
Jade tomó la memoria virtual y se le quedó mirando con incredulidad.
Silvio Páez recogió su aparejo, desechó los peces que inocentes fueron a parar al fondo de
la red. Se paró en la proa y sin despedirse se dejó tragar por la neblina tempranera del
génesis de un día que iluminaba con falsas muestras de gratitud.

-“Veo que gozó la pesca, aquí hay mucho pescao, y esta es la hora güena”
Sonriente y con un vientre más que voluminoso, la joven saludaba a Jade quien se acercaba
a la orilla de la represa. La misma mujer que la recibió en el puesto de pertrechos el día
anterior y que le indicó el lugar donde se encontraba “Los Lanceros”.
Jade no la recordaba, la secuencia de los acontecimientos le presentó un cuadro de
temprano y momentáneo alzhéimer y no lograba ubicarla en su memoria.
-Viene gente de todas partes, hasta de los “países de afuera”—seguía insistiendo la mujer
creyendo por fuerza lógica que Jade la recordaba--¡ah carajo! pero es que Usté no trae
pescao. ¡Jah! Ni una sardinita. Seguro no le puso carná.
Jade descendió del pequeño bote, y tiritando de frío miró fijo a la mujer, fue en ese
momento que la recordó, y pincelando una sonrisa desarmadora atinó a decir:
-No se crea amiga. Pesqué más de lo que creía.

***

De vuelta a la ciudad capital, Jade Goronda estaba nerviosa y paranoica, cada minuto
observaba por el espejo retrovisor percatándose de que nada ni nadie la seguía. De repente
su teléfono celular se sacudió furioso, haciéndole saltar en el asiento.
-Hola Regina—decía la voz con cuerpo invisible—recuerda pasar por Belén y traerme
queso fresco, te espero en casa de Rosalía.
Jade captó la clave. Rocco Santino temía que sus celulares estuvieran “pinchados”. La
hipótesis de don Rocco tenía sentido. Los teléfonos celulares, personales, redes sociales,
hasta Internet, estaban al servicio del gobierno. Millones de conversaciones eran grabadas
y archivadas. Los correos electrónicos eran filtrados, sobre todo si era en perjuicio del
régimen. La vasta red de espionaje trabajaba incansable, igual escuchaban conversaciones
triviales entre vecinas, esposos, niños, amantes, familiares lejanos que acortan distancias
con el maravilloso invento, pero la diana central de este inmenso blanco eran periodistas,
políticos adversos al sistema, ex funcionarios, funcionarios, policías, médicos,
embajadores, vendedores, amas de casa, sacerdotes, economistas, comerciantes,
empresarios, y en definitiva todo aquel que fungiera como sospechoso de colaborar con la
célula.
--Si papá, ya mamá me dijo, paso por Belén y te llevo tu quesito de mano, ah por cierto—
agregó Jade en perfecta actuación—hablé con el tío Héctor, no está nada bien, pero tú y yo
sabemos que él es fuerte.
--Eso lo sabemos de sobra. Aquí me cuentas. Te quiero mucho, cuídate, te espero.
-Un besote, bendición.
Jade se llevó el extremo superior del teléfono a su boca y clavó la mirada en el recién
nacido e inexistente reflejo húmedo del horizonte, dejándose llevar a tientas por el inusual
espejismo. La camioneta, como si tuviera vida propia, seguía monótona la vía, mientras su
autómata conductora obedecía con sinergia las órdenes de la adusta máquina.

***

Leticia escuchaba con turbación sus propios pensamientos. Veía a su hijo sin ningún signo
de vitalidad. Aunque Eduardo mostraba progresos en su salud, Leticia estaba resignada a
que su vástago se afondaba con rapidez en el ácido efervescente de una vida pusilánime.
Ella misma parecía contagiada de esta situación, se levantaba cada vez más temprano y
recorría la mansión de manera tridimensional. Hurgaba en los cuartos, bajaba a la cocina
principal; se dejaba envolver por la calidez del fuego irreal de la enorme chimenea, escogía
la lectura de un libro de la vasta biblioteca para ni siquiera pasar de la primera página,
hablaba con los retratos yertos de los parientes resignados, observaba, con curiosidad de
niña somnolienta, el inmenso vitral que mostraba al astro rey como huésped de honor de
una casa, que a pesar de su tamaño, se iba achicando cada día más. Leticia no lloraba, hacía
años que no lo hacía, quizás se sentía inundada por dentro y el rebose de llanto interno le
obstruía de algún modo las compuertas para expulsar ese torrente de tribulación que le
apretaba y ahogaba.
Había escuchado los rumores acerca de la aparición fantasmal de su padre, y aunque se
consideraba una católica creyente, en su fuero interno pugnaba contra estas creencias
anhelando a que algo de cierto tuvieran esas historias, que hormigueaban en la boca de
todos en la mansión. Quizás por eso se levantaba a mitad de la noche, visitaba a Eduardo
con la esperanza de que en algún recodo de los vericuetos giros que ofrece la locura eterna,
ella pudiera vislumbrar la figura fantasmagórica de su padre. Pero nada de eso funcionó,
ni siquiera un ruido, una estela nocturna, alguna sombra o un eléctrico escalofrío que
develara la presencia de un ser que se había desligado de este plano. Nada. Solo quietud.
Peligrosamente, Leticia se estaba acostumbrando a esta praxis cada vez más frecuente de
deambular sin rumbo fijo, como lo hace un astro errante que finalmente se estrella contra
la superficie dura de la realidad trágica. Frente al gran espejo del salón principal se veía a
sí misma como parte de un todo y a la vez como parte de nada, como un mueble decorativo
de un espacio sin funcionalidad. Repetía, con eco mental, lo efímero de los sueños; del
dinero; del poder; de las alegrías y tristezas desparramadas en los callejones solitarios de
sus pensamientos. Sin embargo Leticia von Kritten de Santaella no se dejaba llevar por este
soliloquio destemplado y en perfecta frugalidad de sus acciones, retomaba el camino de
regreso a su aposento, solo para reiniciarlo en la cómplice soledad de la noche siguiente.
Y fue en la hoja filosa de una madrugada trémula cuando, en su deambular sigiloso entró
a hurtadillas a la habitación de Eduardo, caminó como si no tocara el piso suntuoso, en una
especie de levitación invisible, se acercó a la amplia cama púrpura de su hijo y al correr las
sabanas para darle el beso bendito materno se percató con horror aterido que Eduardo no
estaba allí.
Levantándose y poniendo sus pensamientos en orden, caminó hacia el baño, solo para
percatarse que no había nadie. Bajó hasta la biblioteca, sabía que a Eduardo le fascinaba
estar horas enteras devorando letras, y con desespero ingresó en la amplísima habitación,
recorrió los tres niveles y nada, fue a la cocina; nada. Llegó hasta el salón principal, el
comedor, la piscina, la alberca y nada. Rauda se fue hasta la habitación contigua a la de su
hijo y observó que estaba vacía. Olga Narváez, la enfermera privada, tampoco estaba.
Desesperada fue hasta las habitaciones de servicio que se encontraban a las afueras de la
mansión y por primera vez en su vida tocó una puerta que no era de su entorno.
Horacio se levantó con desgano y malhumor por haber sido despertado y gritando un
repetitivo: “¡Ya voy, ya voy!” Abrió la puerta en pijamas y casi se muere del susto, o de la
sorpresa, al ver a la mismísima señora Leticia con rostro explayado de preocupación.
-¡Horacio acompáñeme despierte a todos, llame a los guardias, Eduardo no aparece por
ningún lado!
-Tranquila doña Leticia ya me visto.
-¡Qué vestirse ni qué carajo!—estalló doña Leticia en la primera mala palabra que
pronunciaba en años, y aunque no le importó, tomó aire nuevo y viendo al sorprendido
chofer le dijo: “venga así como está, no hay tiempo—y mientras Horacio cerraba tras de sí
la puerta ella expresó con ahogo: “Presiento que algo le ha pasado a mi hijo Horacio,
vamos, por favor”.
En pocos minutos todos los que se encontraban en la mansión; a saber el personal
doméstico que dormía allí y los guardias de seguridad nocturna, fueron a ver lo que ocurría.
Comenzaron a buscar con frenesí al muchacho desaparecido, pero todo fue inútil, revisaron
las grabaciones de seguridad y no había nada. Eduardo Santaella parecía perdido en el
laberinto infinito del truculento engranaje de la caja de música silente, en que se había
convertido su hogar.
Minutos después y con resignación, Leticia ingresó a la biblioteca, allí de pie frente a la
antigua Biblia, que se hallaba bajo la luz insomne que la vigilaba, Leticia parecía buscar
respuestas a muchas interrogantes a la vez. Eduardo no aparecía y era casi imposible
comunicarse con Marcelo. Siempre que éste viajaba Leticia podía contactarlo con
inmediatez asombrosa, pero en esta oportunidad, Marcelo también estaba desconectado del
mundo. Y bajo este polvo de luz tenue, Leticia Santaella se halló inmersa en la soledad más
profunda e inimaginable. Su bello rostro ovalado se rendía al estertor causado por tantos
acontecimientos a la vez. Parecía que su corazón no aguantaba más. En ese momento
Horacio entra con pasos prudentes, como lo hace un devoto al santuario de su
peregrinación, un santuario al que debía guardar respeto.
-Señora—dijo con profunda deferencia—el joven no aparece por ningún lado pareciera—
remató con sorpresa-- que la tierra se lo hubiera tragado al igual que la señora Olga.
-¡Eso jamás!—respondió con altivez Leticia—No lo diga ni en broma Horacio. Eduardo
no puede haber ido lejos de aquí, es un muchacho enfermizo. ¿Para donde iba a ir?, además
nadie puede entrar ni salir de la casa sin ser vistos—y volviéndose hacía el chofer le pidió:
“Llame al doctor Rizzo por favor, llámelo, dígale que venga inmediatamente”

Apolonio Rizzo saltó de la cama insomne al escuchar timbrar el teléfono. Al otro lado del
hilo conductor, Horacio le decía las malas noticias. Disparado como una bala humana de
cañón, Rizzo tomó lo primero que encontró y se fue presuroso a la mansión Santaella. Al
llegar, Leticia aún se hallaba en la biblioteca con la mirada exiliada en la superficie de
cristal donde reposaban las voces proféticas de “la palabra de Dios”. Así la encontró el
doctor Rizzo, lejana a la imagen que solo tiempo antes él mismo contempló en ese mismo
lugar y que tanta admiración le causó. En cambio veía a la personificación misma de la
postración
--Pero ¿Cómo es posible doña Leticia?—atinó a decir Rizzo— ¿Desaparecieron así no
más?
--No los encontramos doctor, dígame algo ¿La enfermera Narváez era digna de confianza?
¡Fueron ustedes quienes la recomendaron!
--Absolutamente doña Leticia, Olga es una profesional a toda prueba y de una conducta
intachable, no entiendo que ha pasado. No saquemos conclusiones a priori debemos, ante
todo, llamar a la policía
--¡Eso no!—gritó Leticia—no quiero a policías de pacotilla husmeando en mi casa, he
autorizado a Omar y Lenrry para que encabecen una investigación privada, no deseo que
la policía intervenga. Cuando asesinaron a mi padre solo llegaron para husmear y hacer
turismo por la mansión, fíjese estas son horas que no saben quién es el responsable. Además
Marcelo no está en el país así que esto lo manejaremos a nuestro modo doctor. Dígame
algo, —dijo mientras caminaba al centro de la biblioteca-- usted habló con Eduardo ayer
¿no es así? ¿Cómo lo encontró?, ¿le dijo algo que pareciera sospechoso?
--En lo absoluto doña Leticia, Eduardo ha tenido gran mejoría, yo mismo le he visto con
mejor disposición de hecho hoy habíamos quedado en que saldríamos a pasear por los
jardines.
-¡Señora! —Interrumpió Horacio— ¡La señora Olga apareció, vengan!
En efecto Olga Narváez se hallaba en un recodo oculto de la mansión recostada y en un
estado semi inconsciente. Tenía una profunda herida en la cabeza que bombeaba sangre
fresca y caliente. Al llegar todos, el doctor Rizzo la tomó con delicadeza.
-¡Olga, Olga soy yo Apolonio, despierte!
Sacó un encendedor de su pantalón y lo acercó a los ojos de la mujer los que abrió con un
ligero forcejeo de sus parpados.
“La pupila aun dilata”. —Expresó el galeno-- “Vamos a llevarla adentro”.
Recostada sobre un sofá en el cuarto de Horacio, Olga Narváez va recobrando el sentido
de la vida.
-Olga ¿qué sucedió, dónde está Eduardo?—preguntó Leticia.
-¿Dónde estoy?—respondió con un jadeo profundo—Me duele mucho la cabeza.
-¡Dígame por las espinas de Cristo! ¿Dónde está mi hijo?
La suplica de Leticia eran fundadas, la desaparición de Eduardo tenía visos conspirativos,
ella aseguraba que esa mujer tenía mucho que ver, y agarrándola por ambos brazos la
zarandeó con tal fuerza que la infeliz enfermera volvió a entregarse a los brazos de un
síncope tardío.
-Doña Leticia por favor, —intervino el doctor Rizzo—ella hablará y dirá lo que sabe.
Apolonio Rizzo le administro una compresa impregnada en yodo, que le trajo Horacio,
para aliviar la herida en la cabeza. Mientras aplicaba estos primeros auxilios, Leticia se
incorporó y salió de la habitación. Afuera en el amanecer que recién se despabilada,
Leticia esperaba con ansias. Suspiró con profundidad y elevando la mirada hacia el cielo
recién iluminado murmuró: “¡Papá, ayúdame!”
-Doña Leticia, ya la mujer despertó—dijo Horacio desde el umbral de su cuarto.
Leticia entró en solo dos tiempos.
-¿Qué ha pasado con mi hijo Olga? dígame por favor. ¿Quién le hizo esto?
-Fue el señorito Eduardo doña Leticia, fue él. Me pidió que lo acompañara al jardín, que
deseaba respirar aire fresco, yo me contenté lo tomé como un signo de mejoría, aunque le
hice ver lo tarde de su antojo, él no escuchó así que bajamos las escaleras y antes de salir,
—continuó relatando la atribulada mujer—me pidió que entráramos a la biblioteca, él entró
solo y al salir nos dirigimos al jardín, cuando caminábamos yo le pregunté que lo había
hecho cambiar de opinión y salir, y ¿por qué a esa hora?. No me respondió. — Siguió
narrando con un llanto infantil ahogado con pausas de dolor—Al adelantarme un paso
delante de él sentí un golpe. Nada más, no sé más nada.
Olga Narváez explotó en un llanto árido, cual hielo seco que no gotea ante la inminente
pérdida de su masa, la pobre mujer se ahogó en un sollozo intermitente. Entretanto Leticia
volvió al exterior, le siguió Apolonio quien con claras muestras de dudas le dijo:
-Habrá que corroborar lo que dice.
-El único quien puede hacerlo es precisamente a quien buscamos—dijo Leticia.
Un automóvil ilumina con luces inútiles el destello del día, detrás le escolta una fuerte
camioneta Hummer. Al llegar a la entrada de la mansión dos hombres se acercan. Leticia
los recibe. Lenrry y Omar, encargados en todo lo concerniente a la seguridad de las
empresas Santaella, en especial Health and Soul, llegan junto a diez guardias más, quienes
se hacen cargo de la situación.
-Mi hijo no está por ningún lado—dijo Leticia con altivez—quiero que remuevan cielo y
tierra, pero quiero a Eduardo aquí.
-Así será doña Leticia—respondió Lenrry quien era el jefe de la compañía de seguridad,
haciendo una señal a Omar se evaporaron en los amplios jardines de la mansión y activando
un dispositivo de seguridad y búsqueda se encargaron del caos reinante.
Leticia ingresó nuevamente a la mansión, subió las escaleras, ingresó a su dormitorio se
sentó frente a una de las cinco peinadoras que poseía y mirándose al espejo exclamó: “¡La
vida es un charco de mierda!”

***

Los primeros destellos de la mañana sorprendieron a Jade Goronda camino a la ciudad de


Caracas. Después de su encuentro con Silvio Páez, Jade se disponía a dirigirse a un pequeño
apartamento situado en el primer piso de una residencia vertical de clase media alta, aunque
en realidad no era suyo, sino de una amiga quien se lo prestaba por ocasiones. Jade no
podía darse el lujo de tener una vivienda fija, no por el hecho de carecer de recursos
económicos, algo alejado de la realidad, si no que por su seguridad, debía cambiar
constantemente sus rutinas básicas que iban desde no dormir más de tres noches seguidas
en el mismo sitio, ni frecuentar los lugares donde ejercer su labor de reportera, hasta el
hecho más trivial de comer en un restaurante o de hacer compras, todo significaba para ella
un estudio detallado de los pro y los contra de tal acción.
Fue precisamente en un descuido, cuando visitaba la antigua casa paterna en Bello Campo,
que los edecanes de Valerio, la agarraron. Otra hubiese sido la historia si en vez de ellos,
algún esbirro del SEBIN, le hubiera echado el guante. A las sugerencias que don Rocco le
hacía, Jade trataba de seguirlas al pie de la letra. Él conocía el peligro por el que ella se
desplazaba, se encargaba de los cambios de residencia y de planificarle sin ningún atisbo
de repetición, de alguna rutina peligrosa, su día a día.
Así las cosas, Jade entró al pequeño apartamento tipo estudio donde no existían divisiones;
la ventana de la sala se hallaba cubierta por una gruesa persiana de madera.
Todo; la cocina, el cuarto, el balcón, se hallaban en un mundo libre y sin fronteras,
exceptuando, claro está, el diminuto rincón donde la privacidad de las necesidades básicas
marca su línea divisoria. Una moribunda luz de una lámpara, que en vez de foco tenía
cientos de cables de fibra óptica con la forma de la cola de un gigantesco pavo real,
iluminaba con timidez la oscura habitación.
Jade arrojó con galbana su bolso de tela, sobre una de las sillas, luego buscó a tientas dentro
de su chaqueta su teléfono celular para llamar a don Rocco, y dejándose llevar idiotizada
por el cansancio, aterrizó hasta la silla reclinable frente a la pantalla de plasma de la
computadora. Allí, extenuada, recordó la memoria USB que Silvio le entregó, encendió la
PC e insertó en el aparato el dispositivo. Esperó y abrió la única carpeta. En seguida la
pantalla se llenó de cientos de miles de puntos azules, que se iban multiplicando y tomando
forma; subió el volumen de los pequeños monitores y después de un sonido parecido al de
la estática que se origina con la muerte de la señal televisiva, comenzó a oírse los primeros
compases del himno de Venezuela a la vez que los diminutos puntos azules formaban lo
que parecía ser un paisaje, pero no, iba cambiando, buscando su forma definitiva y en el
preciso instante en el que Jade se aparta unos centímetros para visualizar mejor, se percata
que no es un paisaje o algún tipo de protector visual de pantalla o algo parecido. Jade se
congela. Es el rostro del Libertador Simón Bolívar. Unas letras van emergiendo desde el
infinito del monitor: “Pulsa aquí”. Acto seguido el video de seguridad del Panteón
Nacional, donde se veían a los asaltantes, se mostraba a plenitud, una profunda voz de bajo
estremeció las pequeñas cornetas. Jade escuchaba y veía todo con asombro. Allí estaban
las investigaciones y conclusiones de Silvio Páez en torno al asalto, fotografías y videos de
los Coroneles Silva y Sabaleta presuntos autores de la profanación. Diversas imágenes de
documentos donde altos personeros del gobierno depositaban grandes cantidades de dinero
al grupo de “Los Halcones”. Depósitos, transferencias, videos de ministros, jueces,
diputados, militares de la alta cúpula y demás miembros del entorno “bacteriano” del
gobierno, movimientos de las laberínticas cuentas en paraísos fiscales, lavado de dinero,
conexiones desde las altas esferas con el clan Cantera, todo eso y más. Jade repasaba con
rapidez toda la información que poseía. Al creer que lo había visto todo, oyó como un
trueno de cercana borrasca la voz de Silvio Páez sentenciando todo: “El Libertador no
descansa allí”.
Fue la conclusión del veterano comisario, mientras mostraba la copia de un acta, hasta
ahora desconocida, firmada por el doctor José María Vargas con fecha de 1842, donde éste
“no certificaba del todo que los restos del Padre de la patria fueran los que la república
de Colombia estaban entregando”. “Vargas, continúa la voz de Silvio Páez, fue el
presidente de esa comisión para traer los restos y se negó a validarlos ya que consideraba
que había mucha duda. Primero el cadáver allí mostrado no correspondía a un hombre de
la contextura de Bolívar, sobretodo su cráneo, mucho más grande de lo que realmente era
el del Libertador. Los restos estaban consumidos como si el hombre que una vez estuvo
dentro de ellos hubiera muerto hacía cincuenta años, como mínimo. Segundo; el cofre de
madera de pino donde se hallaba el cuerpo no parecía sufrir los rigores del tiempo, doce
años hacía de la muerte de Bolívar, cuando se decidieron a exhumar los restos y el “ataúd”
estaba casi intacto; y tercero, pero no menos importante, las entrañas del Libertador
depositadas en una urna de plomo sólido, luego de la autopsia del doctor Próspero
Reverend… ¡No estaban! ¡Las entrañas no estaban!” La voz del comisario Páez se detuvo
en seco para dar paso a imágenes y fotografías de Kosmo von Kritten tomadas por varios
miembros de “Los Halcones”.
Jade Goronda palideció, dichas fotos revelaban un plan conspirativo para asesinar al
eminente científico, como en efecto sucedió. El enlace entre ambos hechos aparentemente
aislados, ahora tenía un punto en común y no una arbitraria conjetura. Cuando creyó que
todo lo había visto, la voz de Silvio Páez vuelve a vibrar en el ambiente mientras una
imagen difusa se apodera de la pantalla en la misma secuencia de puntos azules que
carcomiendo el plasma del monitor forma un icono apenas perceptible. Cuando en un
efecto de movimiento tridimensional la imagen se muestra en su totalidad, Jade Goronda
no lo puede creer, abre su boca y sus ojos en un gesto de sorpresa e incredulidad, como lo
tienen los niños que se asombran por los viejos y desgastados trucos del misterioso mago.
Allí estaba la fotografía de un hombre sentado al lado de un caballo de madera, la misma
foto que le enseñó Valerio Camacho. “Los asaltantes, dice la voz de Silvio Páez, buscaban
este objeto que poseía como pieza de colección el doctor von Kritten, un caballo de madera
de nogal con cabello humano, supuestamente perteneciente al Libertador Simón Bolívar.
Pero fallaron y al no conseguir su objetivo asesinaron al científico. Es por ello, que
concluyo--continúa diciendo--que lo que
buscaban era una parte física del padre de la patria para utilizarla como símbolo,
emblema o hacer pruebas con él. A través de esta serie de evidencias, y en el correcto uso
de mis facultades, mentales, físicas y morales, expongo una gran conspiración en contra
del pueblo de Venezuela, de nuestra seguridad nacional y de nuestra historia, yo; Silvio
Alejandro Páez Marcano responsabilizo al gobierno nacional, a los miembros directores
y jefes nacionales de la policía científica, del servicio bolivariano de inteligencia, de
cualquier acción en mi contra y en la de mi familia ellos serán responsables, quien tenga
este documento no impreso de alta tecnología lo mostrará ante la nación y el mundo como
prueba de mi trabajo de investigación. Ante todo está Dios, por sobre él nadie. La justicia
siempre observa aunque tenga los ojos tapados”
La computadora se silenció, no así la mente de la audaz reportera. Jade tenía la gran prueba
en sus manos, no debía mostrarla todavía, una por la palabra que le dio a Silvio Páez, y otra
porque aun necesitaba llegar más allá hacia lo que realmente ella investigaba. Responder
interrogantes como por ejemplo; ¿para qué necesitaban los cabellos de Bolívar? es decir
¿cuál era el propósito? Y, ¿quién o quienes más estaban metidos en esto?
Agarró su teléfono y llamó a don Rocco, éste contestó en el primer repique:
-Piccolina ¿Dónde estás?
-En el pequeño nido padrino. Necesito verlo con urgencia tengo mucho que mostrarle…
-No piccolina—interrumpió el siciliano—no digas nada, iba a llamarte. Escucha bien,
debes salir de allí cuanto antes. Tengo información de que miembros de inteligencia te
quieren echar el guante, ve a donde la tía Rosalía, yo te llamaré.
-Perfecto allí estaré, y atreviéndose a preguntar añade: ¿Todo bien?
-No tan bien, viene un gran terremoto y hay que estar preparados, nos veremos allá.
La joven tomó sus cosas, se cambió de ropa de manera rápida, salió rauda y veloz; al llegar
al pasillo, afuera del apartamento, nota con desespero que dos automóviles negros de lujo,
vomitaban a varios miembros de la policía secreta. Tres individuos se apostaron en la
entrada principal, los demás ingresaron al edificio. Jade regresó al apartamento, apagó la
lámpara de luz óptica que había dejado encendida. En solo segundos, la puerta del pasillo
externo fue brutalmente golpeada. Jade asomó su rostro por la ventana y se percató que los
otros agentes se hallaban frente al edificio. Se dirige al otro extremo del
apartamento, abre una pequeña ventana que mira hacía la parte posterior del complejo y
cuando estaba a punto de dejarse tragar por ella, recuerda ¡que no sacó el pendrive de la
computadora! Devolviéndose llega al ordenador y en ese instante escucha un fuerte golpe
seco, los esbirros intentaban abrir la puerta con una palanca. El computador en una especie
de complicidad cibernética no suelta la memoria, Jade en su desespero le susurra:
“¡Suéltalo ya, maldición!”
Justo al terminar de decirlo el dispositivo sale risorio. Jade lo toma y con pasos agigantados
que multiplicaban su estatura, se dirige nuevamente a la ventana, en ese instante los tres
sujetos ingresan al oscuro departamento mientras que Jade, una vez en el alfeizar, se desliza
como gata en celo por su borde y en el recodo salta hasta la parte posterior de la edificación,
cayendo en una pila de escombros que amortiguan su brusco descenso. Incorporándose, se
dirige hacia las mismas entrañas que manducan a los miles de seres que suicidas, se dejan
llevar por el falso espejismo del comienzo de un nuevo día.

***

Ulises Bejarano y Marcelo Santaella llegaron, luego de un viaje rápido en el jet privado de
la compañía, al antiguo reino de Atahualpa; la joya más preciada de la corona española; la
hija de Pizarro y el manto glorioso de Sucre: Santa Rosa de Lima.
Una vez hubieron llegado, se dirigieron en auto de alquiler hasta la ciudad de Cajamarca.
Campanas leprosas tañían con desdén la hora del ángelus, mientras que Marcelo,
enfundado en traje de paisano, se había dejado arrastrar hasta este apartado rincón del Perú
con la promesa de encontrar respuestas e incentivo vital a su epifanía, la cual no era otra
que develar los misterios del trabajo de Kosmo von Kritten.
-No demora en llegar—argüía con expectativa Ulises quien escondía su rostro bajo un
sombrero de catacaos y con gafas oscuras rehuía del pálido sol--.Quizás somos nosotros
los adelantados y no él quien se haya retrasado.
Por su parte Marcelo permanecía con aire dubitativo y aunque no es su costumbre el vivir
aventuras ausentes de su lujo, parecía divertirse camuflado con una camisa blanca de
algodón y una gorra de lana. Sentados en la plaza de Armas, eran las caricaturas de
turistas admirando el entorno. Marcelo, quien no salía sin su sequito de aduladores,
acompañantes, secretarias, asistentes y demás personeros, se encontraba completamente
desnudo, a la intemperie, sin la protección anónima que da el poder. Sin embargo
sobrellevaba todo en aras del santísimo nombre de la codicia.
-Anímate Marcelito, ya verás que la espera será productiva—sentenció Ulises al tiempo
que extendía sus delicados brazos por el horizonte superior del banco.
-No te creas Ulises, disfruto el paisaje. Además tenía años que no gozaba del turismo de
aventura.
-¿Tú, Marcelo Santaella, haciendo turismo de aventura?—preguntaba con mordacidad
Ulises a la vez que hacía ademanes de falsa ofuscación--Vamos Marcelito si te he visto
hacer muecas de asco solo por una servilleta sucia. ¿Turismo de aventura? ¡Qué va! eso
habría que verlo.
-¡Créalo señor Bejarano!—Respondió con sarcasmo--. Cuando era pequeño acompañaba
al viejo a la gran Sabana, y a los llanos, a cazar y pescar. Cuando la noche nos sorprendía
acampábamos bajo su manto—y agregando en una expresión de evocación lejana muy
impropia de este hombre, abre sus remembranzas diciendo: “¡Son unos pocos recuerdos de
verdadero compartir con don Eleazar, pero los disfrutaba mucho!”
-Por favor Marcelito, —señaló Ulises en un claro gesto de consternación, pues nunca había
oído a Marcelo hablar así de su padre, y para romper el momento evocador que dicho sea
de paso le incomodaba profundamente--eso parece más bien un día de campo. Yo hablo de
la aventura real. Desafiar las corrientes de los ríos más caudalosos. Subir montañas
majaderas. Comer insectos, deberías probar unos Bombyx mori fritos, son simplemente
¡exquisitos!
-¡Vamos hombre!, una cosa es darle la vuelta al mundo y otra muy distinta que el mundo
te la de a ti.
Sonrieron, con la ausencia de la onomatopéyica expresión que da el aire de la risa. Luego
de un silencio, Ulises chasquea su boca y pregunta con un exagerado quiebre vocal:
-¿Era difícil? Me refiero a don Eleazar. ¿Era jodido como padre?
Marcelo lo ve con extrañeza, pero permite el momento de confianza entre ambos.
-Era un hombre obstinado. —Dice-- Cuando vio que la pequeña botica que creó estaba
creciendo y dando frutos, la empeñó en su totalidad para obtener capital suficiente, para
buscar un local más grande. Allí se le metió entre ceja y ceja, crear sus propios productos.
Si necesitaba una fuerte garantía para recibir más dinero, nos hubiese empeñado a mi madre
y a mí. Recuerdo que un medio hermano de él, Arístides Colón, le había ofrecido una buena
cantidad por el control del negocio, don Eleazar lo sacó a patadas de la casa. Sí, era soberbio
y terco el viejo.
-Gracias a esa terquedad estamos aquí, y no vendiendo aspirinas en Maracay.
-¡Yo también he hecho Ulises!—Dijo con tono molesto Marcelo--, Mi padre me dejó una
empresa sólida es cierto, pero he sido yo quien la ha llevado a otro nivel, trascendido
fronteras con alianzas con los más importantes laboratorios del mundo. Yo, he hecho de
industrias Santaella, una marca reconocida en todo el orbe. ¡Yo, sólo yo...no mi padre!
La conversación trivial y aburrida dio un giro sorpresivo cuando un sujeto vestido
completamente de blanco se les acercó señalándolos a ambos con la palma de la mano
completamente extendida.
Argimiro Ochoa conocido como “El Chino Ochoa” o “Chinochoa” por sus fuertes
facciones asiáticas, fue en el pretérito un diligente trabajador gubernamental en el área de
informática. O para decirlo más claro; un útil espía al servicio de los distintos regímenes
militares peruanos que gobernaron en el pasado. Hoy el Chinochoa “vende” secretos a
quien quiera comprarlos. En esta especie de bazar donde se ofrece todo lo inimaginable
desde altas confidencias de estado hasta las inclinaciones sexuales de tal o cual ministro,
el Chinochoa atiende a sus clientes de manera gustosa y tranquila. Pareciera un experto
merchante de esos que pululan en las empedradas calles de Ankara.
Nacido en el pequeño pueblo de Carmen de la legua, a pocos kilómetros del Puerto del
Callao, en las costas del Pacífico peruano, el “Chinochoa” logró evitar el servicio militar
obligatorio mediante un tecnicismo burocrático. En cambio empezó a moverse en el bajo
mundo del contrabando de medicamentos, equipos electrónicos, armas y todo lo que
pudiera adquirir mediante sus contactos en la zona portuaria. Además era un erudito
autodidacta, sobre todo en lo relacionado con la naciente industria de la informática. A
comienzos de los años setenta Argimiro Ochoa se convierte en uno de los primeros
programadores peruanos de códigos binarios, creando y mejorando sistemas operativos de
alta resolución. El moribundo gobierno del general Francisco Morales Bermúdez le
contacta para que desarrolle un sistema computarizado destinado a decodificar las claves
de comunicación entre los radicales opositores al régimen. El encargo fue ejecutado con
tanta celeridad y perfección, que de inmediato Chinochoa se encumbra a lo más granado
del servicio de inteligencia peruano.
Nuestro amigo realizaba cualquier trabajo que se le encargara, por muy desaprensivo que
éste fuera; dispositivos electrónicos de seguridad, de espionaje, revelado fotográfico en
tinta invisible, grabadoras de alta resolución, alteración de documentos, todo lo que para la
época era solo parte de una película de espionaje, era real y tangible para él.
A pesar de que quizás el pobre Chinochoa estaba muy adelantado a su época, o los equipos
que necesitaba para perfeccionar su trabajo aún se encontraban en la fase de pensamiento
de sus creadores; cualquiera que fuere el caso, él se las arreglaba para llevar a cabo su
labor. A finales de la década, el gobierno cada vez más impopular y temeroso de Morales
Bermúdez tocaba a su fin, y en una última brazada del que se hunde en las arenas movedizas
de la perdición, el propio general presidente “en persona”, le pide a Chinochoa la
“extraordinaria labor de salvación nacional”. De llevar a cabo una misión única: la de crear
una máquina computarizada ciento por ciento eficiente y confiable que pudiera mediante
un “mecanismo de alta tecnología” alterar, matemáticamente hablando, el resultado de un
estudio estadístico, de una encuesta trivial de mejoramiento social o hasta de un sondeo
popular a gran escala. Por supuesto que el “eterno agradecimiento” del benemérito general
no tendría límites.
Argimiro entendió de inmediato. Si él tuviera los elementos de primera tecnología a su
disposición para crear tal maravilla podría también, tener el mundo a sus pies. Primero
como fiel miembro del entorno de seguridad del presidente y en esos avatares del destino
hasta él mismo llegaría a la cima suprema, él a quien nadie daba por importante, él quien
tuvo que utilizar toda su astucia, verborrea y ausencia de escrúpulos para sobrevivir en la
sima de las junglas de concreto. Él a quien todos le restregaban en su cara la falta de un
padre biológico, porque lo único que le unía a su ancestro más directo eran esos malditos
ojos achinados por los que todos le conocían. Él, solo él, sabía, que podía llevar a cabo
todas estas maquinaciones. Y para mayor fortuna el escenario estaba listo, Perú se
encontraba en un clima de alta inestabilidad; inmensas olas ciclónicas agitaban la vida
política, económica, social, militar, cultural y pare usted de contar las mismas piedras
piramidales donde se asienta el poder. El general Morales Bermúdez convocaría a una
Asamblea Constituyente donde se debatiría una reforma a la constitución. Como si el papel
no estuviera lo suficientemente cansado, de tanta tinta tonta que le ha corroído.
Las elecciones estaban cerca, pero no así la fantástica máquina impulsada por la energía
inagotable de la ruindad, que activaba formas fatuas escondidas detrás de la pantalla de la
sumisión y que seguían el mecanismo preciso de los circuitos paralelos, de una panacea
beligerante.
Argimiro Ochoa el “Chinochoa” el hombre que se jactaba en decir que si no existía, él lo
inventaba, solo había logrado crear un sistema de procesador de datos que una vez captados
podía ser reutilizado y así crear en fracciones de segundos resultados alterados a beneficio
de quien lo utiliza. Pero para llevar al éxito su plan necesitaba de una vasta red de
computadoras conectadas con el mismo sistema operativo y disponer de una conexión
eléctrica infinitamente más óptima que las existentes en los umbrales de los años ochenta.
No cabía dudas, Argimiro Ochoa había nacido en el tiempo equivocado. Al fallarle su
artefacto único, tuvo él mismo que bajar del imaginario pedestal del nadir, y auto
defenestrarse de los lejanos dominios de la gloria.
Con el correr de los años Argimiro cambió el mundo binario por el de los santos africanos.
La nueva religión le apaciguó sólo un poco el hambre de poder, y con el advenimiento de
las nuevas tecnologías no pudo más que maldecir su suerte. Y buscando motivaciones en
caracoles y cocos que le avizoraban un cambio radical y una nueva oportunidad de entrar
en el redil de la existencia perdida, volvió a mercadear con secretos que intercambiaba por
dinero, información útil o tecnología de punta que una vez en sus manos ya se convertía en
obsoleta. Dichos negocios no se comparaban jamás al jugoso zumo de ganancias que tenía
antes, cuando era copartícipe del entorno presidencial. Pero todo estaba por cambiar, el Ifá
no le engañaba y a pesar de estar doblando la esquina de la vejez, Argimiro “Chinochoa”
juraba por Oshún que su suerte sería otra.
-¡Caramba “Chino” gusto verlo!—saludó con protocolo Ulises Bejarano.
-El gusto es mío. Veo que disfrutan de nuestra maravillosa vista.
-Es realmente hermosa, —dijo Marcelo mientras se levantaba y extendiendo su mano se
presentaba él mismo—es un placer don Argimiro; Marcelo Santaella.
-Llámeme “Chinochoa” así me dicen los amigos, --dijo el aludido devolviendo el estrechón
de manos.
Los tres hombres formaban un perfecto triangulo rectángulo de cicatería donde los catetos
suman el valor de la hipotenusa, y ésta a su vez, es la opuesta al ángulo recto de la
honestidad. Si hubieran vivido en la época de la roma imperial de seguro que estaríamos
ante la presencia de un triunvirato de poder. Cada uno representando la ambición en gran
escala: Marcelo poseía el poder económico. Ulises, la astucia maquiavélica y licenciosa
para manejar las situaciones a su antojo, y el otro cateto lo representaba el “pobre”
Argimiro que, con sus infinitos contactos en el inframundo, ése del que tanto se sirven los
poderosos de arriba, deseaba ya en el otoño de su vida materializar sus sueños de grandeza.
-Bien, ya que estamos presentados, —dijo Ulises--deberíamos caminar para aligerar las
piernas y conversar un poco ¿no creen?
-Amigo Chinochoa, —dijo Marcelo-- hábleme de la información que nos tiene, Ulises sólo
me dio un breve repaso, pero me gustaría que usted me echara el cuento como es.
-Me imagino que el compadrito Ulises también le habló de la paga.
-Fue lo primero que le dije “Chino”. —Acertó a decir Ulises—Como decimos en
Venezuela: “Por la plata baila el mono… y habla el mudo”
Los tres rieron de buena gana por la ocurrencia y mientras caminaban en dirección de las
agujas del reloj alrededor de la plaza del pueblo, Chinochoa quebró el equilibrio perfecto
del triángulo rectángulo al afirmar:
-De eso quiero hablarles. La información que tengo vale más que el precio originalmente
pautado.
-¡Cien mil dólares no le parece suficiente!—Increpó en tono molesto Marcelo—Creí, —
dijo mientras se paraba en seco y se volvía hacia Ulises—que estábamos entre caballeros
serios.
-¡No se me desmane don Marcelo, no quiero que me malentienda!, —exclamó Chinochoa
mientras tomaba aire fresco—no deseo dinero. La experiencia en la vida me ha enseñado
que existen cosas más importantes que el dinero y que éstas cuando llegan, hay que
aprovecharlas. Verá ingeniero; nací, crecí y me crié en una zona portuaria donde conocí
infinidad de personas, de distintos talantes y cada una de ellas, buenas o malas me
enseñaron a distinguir entre lo beneficioso y lo provechoso.
-He viajado hasta aquí, no precisamente para oír su biografía señor “Chino” sino para
hacer negocios. —Interrumpió Marcelo con acritud—Solo dígame qué tiene, y yo veré si
es digno de compra.
-Estoy de acuerdo. —Enfatizó Ulises quien hasta el momento solo observaba el diálogo—
Mi amigo Marcelo es un hombre sumamente ocupado Chino y solo deseamos ver lo que
tienes. Cuando tú y yo hablamos, le pusiste precio a tu información, pues bien, aquí
estamos, muéstranos lo que tienes y hablamos.
-Nada. En lo personal no quiero nada, —contestó Chinochoa en un tono lineal de voz—al
menos no dinero.
Ulises y Marcelo se vieron a la cara con claras muestras de duda. Si no quiere dinero
¿entonces qué desea? pensaron ambos.
-Conocí a su padre político--Dijo, mientras miraba el diáfano cielo--¡Un hombre
formidable! No se imagina como me descompuso su muerte. No es común que una persona
de tanto conocimiento visite estas latitudes.
Esta información desconcertó a Marcelo. Él había viajado hasta allá para conocer el trabajo
de Kosmo von Kritten. Según lo que le contó Ulises existía en ese pueblo un hombre que
tenía conocimientos del trabajo de Kosmo y que había intercambiado cartas e información
con el célebre científico. Jamás se imaginó que su suegro pudo haber viajado hasta ese
lejano punto de la geografía peruana y que el tal “Chino”, a quien por demás comenzaba a
desagradarle, le había conocido personalmente.
-¿Estuvo Kosmo por aquí?—Interrogó Marcelo cerrando el entrecejo y quitándose la gorra
de lana— ¿Por qué no me lo comentaste Ulises?
-También me estoy enterando Marcelo—y volviéndose hacia Chinochoa le espeta: Vamos,
dinos, ¿Conociste en persona al doctor Kosmo? No me lo habías comentado cuando
hablamos, me dijiste que sabías de alguien quien conocía de su trabajo. ¡Habla ya!
-Tranquilos caballeros, --dijo Chinochoa en tono calmo, mientras sonreía y observaba a
sus “invitados”-- en efecto conocí al doctor von Kritten, pero no fue aquí en Cajamarca,
sino en Lima. Un amigo que trabajaba en la embajada de Venezuela me dijo que había un
científico que deseaba contactarme. Él me contó que sabía de mí a través de un médico
amigo de él a quien yo le vendí en el pasado equipos médicos a precios muy bajos.
-¿Y qué quería él?—interrumpió Marcelo--dígame ¿Le dijo algo acerca de experimentos
que llevaba a cabo?
-Tranquilo Marcelito déjalo hablar—dijo en voz baja Ulises, mientras movía ambas manos
en señal de calma y prudencia.
-Quería…fabricar algo—murmuró Chinochoa.
-¿Qué, maldita sea?--Suplicó Marcelo, violando así un tácito mandamiento en el mundo de
las ventas el cual es: “no demostrarle al vendedor que se está desesperado por adquirir la
mercancía, éste lo aprovecharía para manipular y exigir las condiciones de la transacción”.
Y en efecto eso sucedería. Chinochoa, tenía la situación dominada, y con una calma
analítica, esa calma que solo se adquiere con el decurso de los años y la experiencia de
vida, le dice a Marcelo Santaella:
-Creo que es hora de que negociemos ¿No es así?

***

El miedo es la base del poder, por medio de él, a través de él y gracias a él se cimientan la
tiranía y es el caldo de cultivo del genocidio y la barbarie. Las distintas expresiones de
filosofía política; los escritos que hablan de cómo acceder y mantenerse en los vapores
irreales del poder; las revoluciones que comienzan con muchos padres para solo quedar
huérfanas al final; la inteligencia del hombre en crear mecanismos de cambio trastornando
por completo el ahora y el momento; la entrega hacia un poder mayor que teniendo como
base el amor incondicional de un dios indiferente, es reciclado en los muladares de la
dejadez. Todo esto quedaría inmóvil, en el espacio estéril del sometimiento eterno, si no
fuera por el uso del aditivo que lubrica la maquina enrevesada del miedo. Las distintas
civilizaciones han demostrado que la permisología del miedo, es el nudo gordiano sobre el
cuello del progreso.
Cuando los ambiciosos acceden al pináculo del poder, jamás descenderán, no cederán un
ápice de espacio y se pegaran de tal forma a este ecosistema que nunca lo soltarán, y cual
larvas chuparán hasta que solo quede desolación. Sobre este campo distópico emergerá
una nueva forma de vida, que se acondicionará al entorno, creciendo hasta dominar y
controlar su propia supervivencia.
Pero el parásito del miedo, contrario a lo que se supone, será difícilmente exterminado y
encontrará la oportunidad de atacar a la nueva célula germinada. Visualizará a su víctima,
la subyugará a su dominio y la mantendrá ceñida bajo su fuerza. Pero la célula no estará
muerta, solo domeñada, esperando el momento oportuno de crear una mitosis que le
permita multiplicarse y acabar con la coacción, luchando con virulencia, con ausencia de
una defensa natural que la preserve. La célula desarrollará un movimiento reactivo, una
extraordinaria capacidad homeostática de sobrevivencia, logrando detener el avance de la
bacteria, eso sí, no sin un alto precio. Pero la nueva vida, tenaz y persistente como es,
pronto aprenderá a protegerse de este enemigo, aparecerán por ejemplo, enzimas que lo
neutralizarán y detendrán momentáneamente el ataque, factores internos y externos que
oirán el llamado de ayuda. La célula se mostrará intolerante ante el ataque del cual es
víctima y aprenderá, no solo a protegerse de la bacteria del temor, sino que sabrá utilizarlo
en su provecho.
Los gobiernos autócratas que dominan por razón al miedo lo saben, y es tanta su falsa
creencia de que someterán por siempre, que al final caen presas del propio garlito que
crearon: el temor. Con esta nueva definición del canguelo, los poderosos no aguantan la
ventolera, y de sus propias entrañas brotarán los forúnculos que lo incendiarán por dentro.
Lo que parece ser una pequeña chispa, una candelita de aparente candidez, se transformará
en una combustión sin precedentes. Una reacción neurálgica de un sistema desgastado y
corrupto, de un estado electo en libertad, pero que se metamorfoseó en un estado
“miedocrático”.
Cientos de robotizados seres humanos temerosos, agitan banderas de colores primarios y
dan supuestas muestras de jubilosos desasosiegos al hombre que representa el poder; la
bacteria. La que se alimenta y los destruye con cada agitar, con cada aplauso y con cada
grito que por más alto que se haga, no esconderá jamás el alarido deseoso del cambio.
La bacteria ha caído en su propio aparejo demoníaco; tiene miedo. Su mirada pequeña y
perdida es una señal inequívoca de que teme. Teme a las células, al ecosistema cambiante,
a las otras bacterias que le rodean y que solo esperan el momento para atacar destruir y
usurpar.
Y temerosa, hace su aparición en un acto mil veces ejecutado, lo único que varía es el
ambiente, el escenario, el entorno. Lo demás permanece incólume, su vocablo, sus
promesas, sus ataques, en definitiva; su miedo.
Los alrededores del sacro mausoleo fueron invadidos por la amañada celebración, e irisado,
recibía a la bacteria para su regia reinauguración. Los restos de los próceres americanos
lloraban de impotencia, deseando con fuerza poder levantarse y demostrar que no estaban
muertos, demostrar que aun podían luchar, demostrar que podían destruir a la bacteria que
los avergonzaba con su presencia y demostrar que la lucha no fue estéril. Pero estaban
muertos, congelados por el designio inevitable de quien domina la vida en este mundo
pueril.
La bacteria hizo acto de presencia, con ademán sobreactuado saludó y se acercó a la puerta
de entrada del palatino mausoleo, desvirgó la cinta de apertura, y avanzó con pasos
dubitativos.
El Panteón lucía rejuvenecido, con nuevos sistemas de seguridad y una decoración más
moderna. La edificación alcanzaba un punto elevado de 504 metros, un novísimo espacio
de dos mil metros cuadrados para recibir a medio millar de visitantes. La tumba del padre
de la patria estaba suspendida en un sobre nivel que se elevaba noventa centímetros más
que el anterior. Luces de láser invisible custodiaban la última morada de Simón Bolívar.
De un blanco celestial recién pulido, el sarcófago parecía tener luz propia emergiendo del
centro de la tierra. Se mostraba como símbolo inequívoco de una parte de nuestra historia
americana. Personalidades del ámbito político, social, económico y militar estaban
reunidos, todos con un miedo incandescente a que nadie, absolutamente nadie se levantara
de los sarcófagos de este recinto.
De pronto, el protocolo fue interrumpido, no con una manifestación o con algún acto de
protesta. Fue cortado por un grafismo en la pared oriental que eternamente vigila el cajón
de huesos del Libertador y que sonriente se mostraba ante el público temeroso, bajo la luz
desnuda que la descubría:
“Nada es para siempre seguro… nada”
Y a pie de texto el símbolo físico de la resistencia, la rúbrica emblemática de los integrantes
de “La cola de Palomo”
La bacteria envejeció nueve años en solo segundos. Mostraba ante todo y todos, su poder
omnipresente, su inviolabilidad etérea, la capacidad de dominar a la célula no importando
nada, y siendo vencida por veintisiete letras de un pasquín que resumía un todo
ensordecedor.
La sala fue rodeada por inútiles agentes de seguridad quienes con prepotencia extrema
organizaban el caos. Las cámaras de televisión al servicio del régimen no mostraban lo que
sucedía adentro y rellenaban, con fútiles imágenes de hombres y mujeres temerosos con
sonrisas dúctiles, los momentos de bochorno del cual la bacteria era víctima.
Muchos quienes se encontraban allí, como invitados de honor, veían todo con sinceras
muestras de morbo, en sus fueros internos sabían que el entorno estaba mutando, y esa
transformación traería cambios que ellos tendrían que dominar, y lacónicos sonreían
estudiando con perfidia curiosidad este episodio acerbo.
Los integrantes de “La cola de Palomo” lograron ingresar al Panteón y escribir este
panegírico en contra del miedo, burlando todos los sensores de seguridad, todas las marañas
puestas por el sistema, y pasando por encima de todo silogismo, escribieron con sarcasmo
las letras que fundidas se encontraban en la mente de todos. Después de sobrevivir al caos
inicial, los componentes del poder lograron esconder con aguachinado tinte blanco las
heréticas palabras. Y como suele suceder dentro del entorno de la bacteria, ésta creyó que
todo estaba bajo control y siguió con su verborrea dañina. La reinauguración solo tenía la
misión de “creer en lo creable”. Hacer ver a un mundo interno y externo lo beneficioso de
la monotonía social de un contexto, que majadero, aparentemente no aceptaba un cambio.
Una voz sin rostro, inexistente en la marejada del momento, susurró con retruécano
malsano: “Ninguna pintura puede tapar esto”.

***
Las dificultades son solo los escalones ascendentes hacia el camino del éxito. Muchos se
congelan en el encumbrado ascenso final. Otros, en cambio, continúan donde la mayoría
queda. La simplicidad de la existencia es tal vez, el enemigo a vencer, ya que mientras más
tranquila, sosegada, confortable y monótona sea, nos aferramos a la idea de que es
preferible quedarse en los seguros escalones y no ascender más. Las tribulaciones, el deseo
de supervivencia, las coyunturas visibles o invisibles de la realidad humana son las
que nos aúpan a tomar la decisión más trascendental de nuestras vidas: “subir un escalón
más”. Y es aquí cuando nos revelamos contra nuestras propias dudas, contra nuestros
propios temores y contra nuestras propias incertidumbres.
Jade Goronda ha subido esta cuesta en muchas ocasiones, pero ahora más que nunca sus
motivaciones van mucho más allá de lo personal; traspasan la cortina humeante de la
sobrevivencia individual y se instalan en el seno imperecedero de la ayuda colectiva. Sabía
ella que aquello que empezó con una serie de acciones aisladas, se iban armando de manera
lógica y congruente. En esa misma medida también lo hacía el peligro de estar más cerca
de la verdad, a pesar de las dificultades.
Tomando el saco lleno de pensamientos, Jade se los hecha al hombro cual viejo chamarilero
y entra decidida a la iglesia de Santa Rosalía de Palermo, en el pueblo de el Hatillo, a las
afueras de la capital venezolana.
“La casa de la tía Rosalía” era el nombre clave de este sitio de encuentro. La quietud es la
que reina, una imperfecta acústica devuelve los ecos sonoros al origen mismo de su
creación. En la tercera fila de acomodadas butacas de madera, Jade se sienta no sin antes
dibujar sobre su rostro y pecho la invisible santísima trinidad. Con gafas oscuras, pañuelo
multicolor sobre la cabeza, la tenaz reportera se arrodilla ante la figura dolorosa y
masoquista de un cristo crucificado. En pleno fervor de oración, una fuerte mano le toca el
hombro, y escorando la cabeza, Jade distingue la figura de Rocco Santino que parecía salida
de alguna historia bíblica: alto, fuerte y con una naciente barba, revestido dentro de una
chamarra de piel, el anciano reportero, veterano de muchas lides, se sienta con dilación al
lado de Jade.
-Piccolina, —dice en un susurro apenas audible--¿cómo has estado?
-Don Rocco, —responde Jade sin siquiera hacer gestos de saludo—hablé con Silvio Páez,
su familia está detenida por el gobierno, me entregó información valiosa dándome
instrucciones de que si en unas horas él no aparecía la diera a conocer.
-Sé lo de Silvio, él mismo me habló y me lo dijo todo.
-¿Cuándo don Rocco?—preguntó Jade con extrañeza.
-Ayer, no le comenté nada de que habíamos hablado piccolina, mientras menos sepa mejor
para él.
-¿Y cómo está?—preguntó Jade a la vez que se despojaba de sus ventanas portátiles.
-Espero que bien. No he sabido más nada de él. Aunque Silvio es muy fuerte piccolina,
ellos no se atreverían a hacer nada en contra de su familia, no por el momento. Necesitan
que él colabore—y cambiando el tono le dice: “Me dijo que eras muy valiente y especial.”
-Por favor don Rocco,—dijo Jade mientras bajaba su cabeza—lo que soy es testaruda,
quiero resolver todo esto.
-Y lo harás hija, lo harás, pero dime que contiene la información que te dio Silvio, él fue
muy escueto, no hablamos ni un minuto por teléfono.
-Habla del asalto al Panteón, muestra videos, imágenes de miembros del grupo “Los
Halcones” pero lo que me llamó poderosamente la atención…—aquí Jade voltea con
disimulo. Aparte de dos niños jugando a las puertas de la iglesia, tres ancianas arrepentidas,
desgastando las cuentas de un rosario que no da más y una pareja de jóvenes novios
tomados de la mano, pidiendo perdón por los pecados que aún no han ejecutado; aparte de
todo esto, el templo se hallaba en soledad--…es que Silvio Páez asegura que la intromisión
en el Panteón Nacional fue hecha por el gobierno para inculpar a los miembros de “La cola
de Palomo”, don Silvio además asegura que los restos del Libertador no son los que se
encuentran allí, y que el gobierno deseaba sacar los restos, o parte de ellos, para verificar
si realmente son los de Simón Bolívar.
-Pero ¿Para qué fingir un ataque al recinto? Hace años lograron “desenterar” lo que allí se
encuentra. Hicieron pruebas y todo con los restos de Bolívar.
-Sí don Rocco, pero la motivación principal no es esa solamente, si no inculpar a la
organización rebelde para crear un ambiente de hostilidad y animadversión hacia ellos o
tal vez todo esto sea una cortina de humo para crear una distracción total.
-Y todo les ha salido al revés.
-Eso no es el final don Rocco. —Y repitiendo la acción, Jade voltea; exceptuando a la
pareja de novios quienes deseosos de comenzar con sus pecados se marcharon, el cuadro
dentro de la iglesia seguía siendo el mismo—Don Silvio relaciona de manera directa el
asesinato de Kosmo von Kritten con el asalto al panteón.
-Yo pienso que es al revés—reiteró don Rocco.
-¿Cómo al revés?—preguntó Jade.
-El doctor von Kritten murió hace más de tres años, y el asalto al panteón fue hace un
año. Creo que los asaltantes buscaban algo más, y al no encontrarlo lo buscaron
directamente en donde, seguro lo podían hallar.
-¡Los cabellos del Libertador!—Exclamó Jade casi en voz alta, tanto que el eco de la
acústica se lo devolvió con altanería—Estoy segura don Rocco. —Dijo bajando la voz—
Al final de toda la información aparece la fotografía de la estatua, la que me enseñó Valerio
¿recuerda que le hablé de ella? Pues bien, esa misma fotografía aparece al final del video
que me entregó don Silvio. Él asegura que fue por ello, por la estatua, que asesinaron a
Kosmo von Kritten, pero no la consiguieron.
-Y enfilaron hacia el panteón. Tiene sentido piccolina. La cuestión es para que “carizzo”
quieren los restos de Bolívar otra vez.
-Don Rocco no me tome por loca lo que le voy a decir, pero creo que se trata de un
experimento de gran escala. Solo juntemos las piezas: Kosmo von Kritten, eminente
científico en el área de la biogenética, hace cuarenta años compró en Colombia una estatua
con los cabellos de Bolívar que dicho sea de paso no aparece por ninguna parte. Por otro
lado, el gobierno en un complot gigantesco, irrumpiendo en el Panteón, echándole la culpa
a una organización rebelde que los tiene locos, persiguiendo al antiguo investigador de los
hechos, el comisario Páez. Juntemos todo, creo que tratan de ocultar experimentos,
manipulación a gran escala o ¡qué sé yo! Algo muy pero muy grande se está gestando.
Ambos silenciaron. El ruido lejano de los pequeños jugando afuera se mezclaba con el
tercer misterio en boca de las ancianas beatas, quienes con impaciencia rogaban por la
concreción de una parusía cada vez más irreal.
Rocco Santino juntó sus monumentales manos, llevándoselas a la boca en actitud de rezo
rompió el silencio:
- Se comunicaron contigo.
-¿Conmigo? ¿Quiénes?—preguntó Jade.
El anciano destornilló sus dedos, metió su mano en la chaqueta y le entregó a Jade un sobre.
-Lo dejaron en mi oficina, yo lo abrí por precaución, léelo.
Era un sobre blanco, y en letras negras solo se leía: “Jade Goronda”. Más nada. La pequeña
periodista lo abre, adentro encuentra un papel en forma rectangular doblado por
sus lados y la inscripción: “S.J. Traposos. M.18. 14 H “
-¿No entiendo don Rocco?
- No hay nada más, solo eso. Yo tampoco entendí cuando lo leí.
-¿M 18? -pregunta Jade con extrañeza mientras escudriña la hoja- ¡Martes, eso es! Es hoy,
don Rocco, hoy es martes 18—y susurrando para sí misma—¿14H? 14 horas, ¡si! martes
18, 2 de la tarde. ¿S.J.? ¿S.J. Traposos?
-¡Ya lo tengo!—Exclamó don Rocco con voz terrosa--Es la dirección donde se encuentra
la casa natal del Libertador en las esquinas de San Jacinto a Traposos. Quien te haya
enviado este mensaje desea que vayas. Pues bien, andando, veremos que desean.
-No don Rocco, —le detiene Jade justo en el momento que el anciano reportero se disponía
a levantarse-- quédese tranquilo; yo iré, no quiero que nos vean juntos, además es peligroso.
-Escucha bien piccolina yo le prometí a don Fabián que te iba a cuidar. —aquí la hasta
ahora ausente tos hizo su aparición, don Rocco se llevó un pañuelo a la boca y trató de
dominar la expectoración—Y lo voy a cumplir—dijo sobreponiéndose a medias.
-Lo sé, desde que papá murió usted es quien me cuida pero no sería justo de mi parte que
también se arriesgue don Rocco. Además sería muy sospechoso si nos ven juntos.
-Pero Jade, podría ser una trampa, hoy están reinaugurando el Panteón, las avenidas están
tomadas por efectivos militares y policías. Al menos déjame llevarte a Caracas no tienes
auto.
-Tomaré el riesgo. —Dijo en voz baja—Yo iré en taxi a esta cita, le prometo que apenas
tenga información le llamo. Por favor don Rocco quédese tranquilo nada me pasará, esta
piccolina tiene la piel muy dura.
-¿Nada te hará cambiar de opinión, verdad? —Le dice Rocco acompañado de un gesto
paternal—Está bien hija, será como tú digas. Toma, estas son las llaves de la casa en la
Guaira. Puedes quedarte un tiempo sin levantar sospecha. Adentro está mi “chatara”
preferida, te servirá para desplazarte. Cuídate Jade, esto no es nada comparado con lo que
has vivido.
-Lo haré don Rocco—y mirándole a los ojos le sonríe con suavidad infantil, agregando con
perenne sinceridad: “¡Gracias papá Rocco, gracias!”
Ambos sonrieron y coincidieron en que sería mejor así. Jade fue la primera en salir, el
fresco aire se paseaba señorial, y los cientos de transeúntes caminaban absortos sin
percatarse del mundo exterior. Al igual que la inocente brisa que la cortejaba, Jade Goronda
intuye con un renovado espíritu, que su ánimo crece y se prepara con mayor fortaleza que
nunca, a enfrentar lo que sea en nombre de la verdad.

***

El grupo de hombres se acercó a una camioneta tipo “van” estacionada, no lejos de uno de
los vórtices de la plaza de Cajamarca. Allí, esperando, se encontraba Pompilio Luna, el
más íntimo de los amigos de “Chinochoa”. Afirmaba sin tapujos ser descendiente directo
de los últimos reyes incas en poblar esas tierras. Hombre de su extrema confianza, quién
también fungía como contacto directo entre vendedores y compradores, para evitar que
Argimiro cayera en alguna mala jugada hecha por no pocos enemigos de antaño. Rostro
inexpresivo; cabello completamente lacio de un negro sobrenatural; ojos desconcertantes
y mirada furtiva; era Pompilio Luna quien daba visto bueno al negocio final, o el no rotundo
de alguna transacción sospechosa, ya que su infinito sentido de la desconfianza le daba una
ventaja en el cancerígeno mundo del contrabando y el espionaje. Pero hoy es, y sería,
diferente. Desde el comienzo Argimiro llevaría la batuta en esta negociación manteniendo
al margen a su compañero. Pompilio tenía sus dudas, pero al final declinó ante su jefe.
Chinochoa abrió la puerta lateral de la “van”, invitó a Ulises y Marcelo a ingresar. Una vez
adentro desenfundó en un proceso lento que pareció inmortal, una laptop de alta resolución.
Al fin descubrió ante los ojos de sus “invitados” la información que poseía.
-Este es un plano para la construcción de un procesador molecular de amplio espectro, —
dijo Chinochoa en un tono serio de voz—como podrán ver se trata de un prototipo que aún
no está en el mercado.
-Es un “TRESSLA 9000”—Dijo Marcelo a la vez que se llevaba unos anteojos que
parecían a medio terminar—Ulises, mira; son los planos de un TRESSLA 9000.
-¿Un TRESSLA? Pero eso aún no sale al mercado-dijo Ulises Bejarano
-En efecto es un prototipo, creado hace unos años, aun hoy lo es.
Y mirando a Chinochoa, Marcelo le pregunta:
-¿Kosmo le mandó a construir esta máquina?
-Él me entregó los planos del “TRESSLA 9000” con una serie de modificaciones, observe.
—Y abriendo archivos virtuales, Chinochoa le muestra a Marcelo las modificaciones de
las que habla—“El TRESSLA 9000” original se basaba en un software programado para
la investigación genética en plantas, pues bien la modificación principal que hizo el doctor
Kosmo es que también los circuitos puedan “leer” y agrupar correctamente cadenas de
ADN de cualquier organismo en un tiempo infinitamente menor.
-¿Cualquier tipo de ADN? Me refiero ¿sólo plantas?
-El doctor Kosmo traía una serie de estudios minuciosos del ADN del tomate por ejemplo,
quería mediante el “TRESSLA 9000” conseguir una modificación genética del fruto para
hacerlo más perfecto.
-¿Te presentó otros tipos de ADN?—preguntó Marcelo nuevamente.
-Aparte de tomates, un tipo de maíz enano, ¡ah! y ratones.
-¿Ratones?—interrogó Ulises.
-Sí, ratones—contestó con pereza Chinochoa.
-Los ratones y los seres humanos, —respondió Marcelo sin dejar de ver la pantalla--
comparten muchos procesos biológicos y conductuales, incluidas las funciones genéticas.
Ambos son mamíferos euterios, por ello son un modelo biológico y biomédico de primer
orden. Lo que queda claro—dijo Marcelo dejando de lado la “cátedra” que había iniciado—
es que Kosmo estaba buscando manipular genéticamente estos vegetales y animales con
una razón muy específica. ¿Pero cuál?
-Vean esto, —interrumpe Chinochoa—el nuevo diseño del “TRESSLA 9000” puede
“virtualmente” ingresar en un organismo o estructura molecular que se desee, a velocidades
asombrosas, es decir en un tiempo relativamente corto tendríamos toda la cadena de ADN
desde un grano de arroz hasta…
-¿Seres humanos?—murmulló con entendible expresión sonora Marcelo Santaella.
-Teóricamente…sí—recalcó Argimiro “Chinochoa”.
-Pero para ello se necesitaría circuitos informáticos más pequeños—acotó Ulises.
-Exacto.—contesta Chinochoa—El llamado efecto de cascada molecular ya es una
realidad hoy día, pero cuando el doctor Kosmo me contactó hace unos años para esto, aún
era objeto de debate, de estudios científicos y éticos. El doctor Kosmo hizo hincapié en que
sus modificaciones tenían que ser precisas, con esta nueva técnica se pueden elaborar
elementos lógico-digitales operativos, cuyo tamaño es un millón de veces más pequeño
que el de los chips semiconductores más avanzados que tenemos hoy día.
-Esto es la frontera misma de la inteligencia artificial—dijo Marcelo sin dejar de ver las
imágenes.
-Y con estas modificaciones ¿cómo funcionaría la maquinita?—interrumpió Ulises.
-Les explico-respondió Chinochoa colocando su dedo índice derecho en el borde de la
pantalla-, este aparato es la cumbre de la nanotecnología y la epigenética, además, con las
modificaciones del doctor Kosmo, se llegaría a un nivel superior en la implementación de
técnicas ultrasensibles para aislar las células, revelando la existencia de moléculas en su
interior que desconocíamos hasta ahora. Esta máquina combina los reactivos con una única
célula en el interior de un tubo capital ultra fino. Una reacción química hace que la
membrana plasmática, se vuelva fluorescente. La energía que se encuentra en ellas,
impulsadas por una carga eléctrica, migra hacia el exterior del tubo a diferentes
velocidades, según su tamaño. Finalmente, un detector láser registra la intensidad de la
fluorescencia, dando lugar a un gráfico que muestra las distintas cantidades de energía
plasmática de diferentes tamaños en el interior de la célula, es decir, puede leer
tridimensionalmente y en tiempo real el funcionamiento de estructuras infinitamente
pequeñas. ¡Es sencillamente genial!
-O sea, se trata de un lector de energía genética—recalcó Marcelo
-Esa es una definición muy simple ingeniero. —Respondió Chinochoa-- El TRESSLA
9000 es mucho más que eso, podemos afirmar que estamos frente a una nueva frontera en
la investigación Bio-genética.
-Dígame algo Chino- dijo Marcelo- ¿le construyó esta máquina a Kosmo?
-Solo una parte. La de lectura plasmática. Él me aseguró que volvería, para concretar toda
la puesta en marcha del TRESSLA. Pero ya ven.
Marcelo se le queda viendo con un gesto interior de abierta duda. Aún le costaba trabajo
creer que su suegro haya llegado hasta allá, y tener contacto con personajes como
Chinochoa.
-¿Puedes fabricar uno así?—preguntó Ulises, quebrando la quietud.
-Teniendo los recursos económicos y tecnológicos claro que puedo, eso es lo de menos la
cuestión es, —y haciendo pausa miró a los dos hombres a la vez que se pasaba la mano por
el mentón--¿para qué lo quieren?
-¿Cómo es eso?—preguntó Marcelo.
Ulises intervino para responder lo que Marcelo Santaella tenía como un ladrillo de duda
entre ceja y ceja:
-Claro, es que si no sabemos con cual intención el doctor Kosmo mandó a construir el
TRESSLA, quedaremos en las mismas Marcelo, incluso peor, ya que haríamos un gasto
enorme de dinero y recursos sin saber para que nos serviría la maquinita.
Hubo silencio, Marcelo era un hombre pragmático en grado sumo, no podía correr el riesgo
enorme de hacer una inversión sin saber la ganancia que obtendría.
-Lo que dice Ulises es cierto ingeniero—dijo Chinochoa, rompiendo la quietud de las
elucubraciones mentales de Marcelo--Hay que saber ¿para qué exactamente el doctor
Kosmo quería esta máquina? Puede tener gran utilidad, desde crear alimentos modificados
pura y genéticamente, hasta adentrarnos en los recónditos universos de la anatomía
humana.
-¡Y hasta de nuestra propia alma!—sentenció Marcelo.
Al decir esto y como por sincronía exacta del mecanismo coincidente de las acciones
humanas, el teléfono móvil de Marcelo Santaella sonó. El piloto de la aeronave se
comunicaba con él para informarle que lo habían llamado desde Caracas notificándole
acerca de la desaparición extraña de Eduardo.
Marcelo no dijo nada, solo su sonrisa elevada más allá de lo normal daba signo inequívoco
de lo grave de la situación.
-Tenemos que regresar a Venezuela inmediatamente—dijo con gravedad a la par que
guardaba su celular.
-¿Qué ha pasado?—interpeló Ulises.
-Inconvenientes que debo resolver.
-Y entonces dígame, —preguntó con falsa inocencia Chinochoa--¿cómo quedamos?
Marcelo fue el primero en salir de la van aspiró un extrañísimo aire puro y dibujando un
gran círculo en el aire el cual remató con una perfecta señalización digital en el
inexistente radio exclamó:
-¡Lo quiero en menos de 72 horas en Caracas! Comuníquese con Ulises al llegar.
Se acomodó su sombrero y con pasos metódicos de quien conoce un camino enrevesado
de escollos se fue al centro de la plaza sin despedirse, como era su costumbre.

***

Una no muy pródiga fila de personas esperaba para ingresar en el último turno del recorrido
dentro de la antigua casona, que una mañana lejana parió bajo un cielo nublado al tercero
de los “Simones”; perteneciente a una larga dinastía de oligarcas y acaudalados
comerciantes. Completamente restaurada, la casa se había convertido en un sacro lugar de
peregrinaje, muchos llegaban allí en busca de una parte de historia, de conocer un poco
más acerca de nuestro pasado, de respuestas claras que ayuden a disipar un oscuro futuro
o tal vez por simple curiosidad de turista. Un grupo escolar escuchaba con aparente
atención la retahíla de una esmirriada maestra quien con relumbrón discurso repetía con
voz traslucida: “…el acontecimiento más grande de la historia americana, el nacimiento
del Libertador. Aquí—decía con lasitud—nació Simoncito, y en aquella mata de granada
jugaba y leía, esta es la pila bautismal donde fue bautizado…” Mientras una pareja de
holandeses miran con auténtica atención los detalles de las pinturas de Tito Salas, y el
escudo de la familia Bolívar.
-¡Bienvenida!, le recordamos que a las cuatro en punto cerramos.
-Gracias.
Ingresando a la antigua casona, Jade no escondía su curiosidad, primero entró con cautela,
se adhirió al pequeño grupo de niños quienes no lograban decodificar la letanía de una
clase aburrida dejándose arrastrar más bien, por la fascinación de una casa que les causaba
más que admiración.
Observó un escaparate de caoba que guarda con celo el archivo del Libertador al igual que
su acta de bautismo. Tallados podía distinguir los escudos de la “Gran Colombia”, Bolivia
y Perú. Jade escarbaba con su mirada esperando alguna señal, se imaginaba que en
cualquier momento la abordarían, recordó el pánico inicial que sintió cuando fue llevada
por la fuerza al encuentro con Valerio Camacho.
Jade Goronda continúa con su recorrido, ya alejada de los imberbes muchachos quienes
comparaban los retratos del Libertador con “el señor que aparece en los billetes”. Ingresa
a una habitación, donde el celebérrimo cuadro de un Bolívar eternamente pensativo, bajo
la acuciosa mirada del dios tiempo, la impacta de entrada.
“Mi delirio sobre el Chimborazo” recibía a Jade, quien sintió un estremecimiento desde
sus talones. Tenía la sensación de que los ojos del gran hombre la miraban con fijeza, no
se trataba solo de una ilusión óptica muy común en la técnica empleada por algunos artistas
plásticos de la época. Jade se sintió de verdad traspasada por aquella mirada de óleo que
parecía seguirla; se vio arropada, al igual que el protagonista de la obra, “en el manto de
iris, y por sólo segundos, todo su ser se envolvió en las encantadas fuentes amazónicas bajo
un éter frugal que sofocaba su aliento”.
Jade se acercó sin moverse siquiera al cuadro, llevada por la magia intensa de una mirada
que la alelaba conforme la veía. Un sádico aroma de neblina pura la hizo elevarse hasta las
“cumbres algentes de los Andes”. Sentía que se desdoblaba sin recelo y dejó que cada uno
de sus poros se llenara de un extraño almizcle de colores sicodélicos.
Así estaba Jade Goronda, compartiendo un espacio dislocado donde el tiempo se estira a
voluntad, como un pedazo de chicle en las manos de un niño juguetón. Al despabilarse
regresó a un “aquí y ahora” que le pertenecía. Sacudiendo su cabeza, tratando de poner en
equilibrio todos sus puntos energéticos, Jade pisó con fuerza el suelo de la habitación y
moviéndose dentro del cuarto observó otro escaparate con cartas del padre de la patria, una
caja fuerte de fabricación francesa, un butacón de cuero, una mesa barroca y un retrato de
Bolívar de autor desconocido.
Ingresó a una sala contigua, donde le llamó la atención una pequeña estatua ecuestre del
Libertador hecha de bronce, sobre una mesa de caoba. Jade sonrió para sus adentros, como
interpretando la ironía de la situación.
Al salir del salón, vuelve a ingresar a la amplia habitación, y cede ante la atracción
nuevamente. Volviéndose a mirar el cuadro, Jade tiene la percepción absoluta de que es el
cuadro quien la mira a ella. En ese instante el tono multifónico del primer movimiento de
la quinta sinfonía de Beethoven la empuja desde el pasado hasta la actualidad.
-Buenas tardes señorita Goronda, —dijo una voz--veo que está disfrutando del paseo.
-¿Quién habla?—preguntó--Lo siento pero está equivocado.
-¡Vaya! Veo que no exageró el capitán Camacho al decirme que usted es demasiado
precavida.
Al escuchar el apellido de Valerio, Jade recorre la vista por la señorial casa, pero no ve
nada fuera de lo común.
-Lo siento, sigo sin entender, creo que está equivocado.
-Tranquila señorita Goronda, entiendo su preocupación, pero no se preocupe, no pueden
rastrear esta llamada, nosotros también conocemos el juego de la tecnología moderna.
-Recibí un sobre…
-Sí, fuimos nosotros. Escuche con cuidado, salga de la casa natal, camine hacia una tienda
de sombreros que está muy cerca de allí, quédese afuera como viendo la vitrina, ya
estaremos en contacto.
-Pero dígame ¿Por qué no…? Aló, aló.
La comunicación murió. Jade se desclava del suelo y sale. Se coloca los anteojos que le
dan una falsa imagen de anonimato y camina con pausa hacia la tienda que se encuentra a
pocos metros, cruzando diagonalmente la plaza. Un grupo que se concentraba en la acera
contigua disfrutaba de la “puesta en escena” de un drama acerca de los últimos instantes
del Libertador. Un joven actor maquillado y vestido con una bata desgastada de lino se
hallaba acostado en el piso gritando en auténtico tono sobreactuado:
“¡Manuela, Manuela, regresa a mí!”.
La escena no hizo más que apurar el paso de Jade; en pocos segundos se hallaba, como le
había ordenado la voz, al frente de una vitrina donde se exponían para la venta sombreros
de distintos tipos. Mirando a través de la cortina de vidrio, Jade Goronda se percata de un
pequeño televisor encendido sobre el mostrador de la tienda, en él ve una imagen que la
paraliza; ¡La foto de Silvio Páez en la pantalla! No cabe la menor duda, se trata del
comisario Silvio. Jade entra, ignorando por instantes la recomendación que le hiciera la
voz de quedarse quieta hasta ser contactada.
-¿Y ahora qué pasó?—pregunta con falsa indiferencia al joven con acné quien se
encontraba prácticamente metido en la caja de vidrio.
-El policía ese, el que investigó el asalto al Panteón, parece que se mató.
-¿Se mató? ¿Pero cómo? Si don Rocco me dijo que habló con él—dijo Jade con claras
muestras de incertidumbre.
-¿Quién?—preguntó con extrañeza el joven vendedor
-Don Roc…nadie. ¿Le podría subir el volumen por favor?--pidió Jade con voz nerviosa.
La información que daban en el avance noticioso era escueta. Se hablaba “de un
accidente de tránsito en el cual perdió la vida el ex investigador nacional”. Jade
escuchaba con incredulidad, sorpresa y temor. No lograba descifrar la información que
estaba recibiendo, sólo veía imágenes de archivo del comisario Páez en su época de
investigador, lo único que se repetía en su cabeza era la frase “muerto en accidente de
tránsito”. ¡Dios mío!, --pensó-- ¡Lo mataron apenas habló conmigo! Por instinto
reaccionó, y lo hizo de una forma mecánica, Jade se llevó la mano dentro de su bolso
donde comenzó a tantear hasta tocar el pen drive con la información que Silvio le entregó
y que ella prometió dar a conocer “si algo le pasaba a él”.
-Tengo un sombrero que le combinaría perfectamente con el color de esa blusa.
-¿Perdón?
-Un sombrero—repitió el joven vendedor quien ya había detallado la hermosa presencia
de la simpática reportera—coqueto, femenino y duradero, le quedaría perfecto. ¿Le
gustaría probárselo?
-No, gracias.—respondió Jade sin apartar los ojos del televisor, pero éste ya había pasado
la nota acerca de la muerte del comisario Páez, y mostraba imágenes de actrices anoréxicas
recomendando productos para perder peso.
Jade no daba crédito, tenía la sensación de vivir una pesadilla. Deseaba despertar y darse
cuenta que todo, absolutamente todo, era producto de un mal sueño. Pero no, al contrario
de lo que pretendía, ella estaba viviendo una realidad tangible, una realidad que estaba
mostrando ribetes cada vez más visibles, desde una dimensión plus ultra y de la que ella
no podía zafarse. Salió decidida más que nunca a encontrar respuestas, estaba segurísima
de que esa muerte no fue accidental, que al final lograron callar a Silvio Páez.
Jade atravesó la calle. Una vez en el otro extremo se detiene, aspira hondamente, e intenta
darle un orden matemático a la situación. En ese instante una mano le toca el pliego
superior del pantalón. Un chiquillo andrajoso le pide unas monedas para comprar comida.
Jade se quita sus lentes, baja la mirada, lo observa, nota que es un niño no mayor de nueve
años, detrás de los kilos de mugre y tristeza está el rostro de un infante hermoso. Sin el
menor signo de desconfianza y aun estremecida por la noticia de la muerte de Silvio, Jade
baja su cartera del hombro y en el instante en que la abre para buscarle
algunas monedas al niño, a la vez que hace las mismas preguntas que realizan los que tienen
remordimiento efímero de conciencia social; ¿Cómo te llamas? ¿Por qué pides dinero?
¿Dónde están tus padres? Mientras hurga, tanto en su bolso como en su memoria, el
pequeño le arrebata la cartera en solo un instante, y echa a correr. La reacción de la
periodista es instintiva y corre detrás de él mientras piensa:
“¡El pendrive, coño! ¡Se lleva el pendrive!”
Jade Goronda sigue al pequeño pilluelo, mientras solo le pasa por la cabeza el USB con la
información. Se maldecía a sí misma por no haber tenido la sapiencia de copiarlo cuando
podía, ahora estaba ella corriendo cual policía detrás de un bribón. Este dobla por una
esquina, sortea a los peatones con agilidad tal que ni los roza, pasa como pez entre las
rocas esquivando un automóvil y un camión recolector de basura, se desliza con arte, cual
bailarín clásico se tratase, por entre lo angosto de un improvisado boulevard repleto de
mercaderes urbanos; salta con gracia y sin siquiera rozar los desechos de un montón de
cadáveres de maniquíes que aburridos esperaban ser reciclados, voltea para percatarse de
su perseguidora y nota con asombro ¡que la menuda mujer le pisa los talones!, el pequeño
ratero atraviesa la amplia avenida sin miedo alguno, ingresa por un callejón olvidado, cruza
a la derecha, avanza unos metros y se detiene en seco. Jade frena igualmente a pocos
centímetros de él.
“Dame el bolso—le dice con la respiración entrecortada—y te daré dinero, solo necesito
sacar una cosa de allí y te lo puedes quedar todo”
El novel rufiancillo no articula palabra, está fresco sin ningún signo de cansancio, solo la
mira fijamente.
“Vamos mi niño, anda no te entregaré a la policía ni nada, solo dame el bolso”
El chico arroja la cartera de Jade hacia el espacio abierto de poco menos de un metro de
ancho, que surgen entre los extremos de las paredes de dos pequeñas edificaciones, ella
camina hacia allá, en ese preciso instante un hombre de pequeña estatura, tez morena, ojos
hundidos y la cabeza con solo una sombra de cabello sale con el bolso en la mano.
-Hay que ver que los carajitos son una vaina seria. Este “bichito” corre como un conejo
asustado. Por eso le llaman conejo.
-Mire, —dice Jade confundida y asustada—solo quiero mi cartera, tengo documentos
importantes.
-Puedes irte conejo. Toma una platica para que le metas algo al buche. —Dice el hombre
dándole unos billetes al niño, quien echa a andar raudo como el lepórido al cual debe su
mote—Le dijieron que se quedara tranquila en la tienda ¿Por qué salió así toda asustada?
¿No me diga que arrugó?
Jade Goronda comprendía todo, el sujeto era del mismo grupo, los que la llamaron hacía
poco, por teléfono; pero eso era lo de menos en ese momento, lo que le preocupaba era la
información que tenía en su bolso y que no quería perder por nada del mundo.
-Es que una no debe estar tan “bandera”, usted me comprende, sería sospechoso.- respondió
aun atajando bocanadas de aire.
“La señorita Goronda tiene razón—dijo otra voz a espaldas de ella, —es más, aquí
corremos el riesgo de que en un santiamén, esto se llene de podridos policías”.
¡Era el teniente Pacheco!, uno de los edecanes de Valerio Camacho. Jade lo reconoce en el
acto y lo saluda con asustada familiaridad. El hombre de confianza de Valerio, camina
hacia el individuo que aun sostenía en el aire el bolso de Jade.
-¿Y cuáles son esos documentos importantes señorita Goronda?—pregunta Pacheco.
-Cédula, pasaporte, usted sabe, en este país se tarda una eternidad sacar cualquier papel de
importancia y debido a mi “particular” condición no puedo darme el lujo de estar visitando
dependencias gubernamentales.
-Sí, la comprendo, es tedioso, y hasta peligroso—acota Pacheco, a la vez que toma el bolso
de Jade. En el momento que intenta abrirlo, aquella logra quitárselo de las manos.
-No creo que hayan hecho todo esto solo para hurgar en el bolso de una mujer. ¿O estoy
equivocada?
-Tiene usted razón—dijo Pacheco.-- Por favor síganos.
Avanzaron pocos metros, al doblar en la esquina caminaron solo unos pasos. Ingresaron
entonces a una heladería que ya había conocido tiempos mejores. En la barra dos mujeres
de aspecto tosco atendían a los escasos clientes que se aventuraban, so pena de contraer
alguna enfermedad intestinal, a calmar la sed con los variados sabores de helados caseros.
Al trasponer la única puerta que dividía en dos al insalubre negocio, entraron a un pequeño
cuarto donde había dos máquinas fotocopiadoras, una ruma de papeles, una mesa que
soportaba con estoicismo el peso de un pre cámbrico multígrafo que escupía sin
consideración infinitas gotas de saliva desestabilizadora en forma de pulpa de papel.
-Siéntese señorita Goronda aquí estará cómoda—le dice el teniente Pacheco.
-Gracias, pero me gustaría ir al baño.
Tras un breve silencio de desconfianza, Pacheco le señala la puerta del fondo que funciona
como baño “unisex”.
Una vez dentro, Jade saca de su bolso el pendrive, y lo guarda dentro del pequeño bolsillo
de su pantalón, se acomoda la blusa y se postra apoyando sus dos manos sobre el borde
pringoso del lavamanos. Encima de éste, un roto espejo muestra el rostro de una mujer
cansada, desaliñada y cargada de tensión. Jade se llena de fuerzas anti repulsivas y logra
abrir la llave de agua, un pírrico hilo acuoso le ofrece lo poco que puede dar; se moja las
manos y lava su rostro a la vez que mira de frente la imagen de la mujer quien al otro lado
del espejismo de cristal partido pareciera decirle; “no decaigas, no desfallezcas, estás
cerca, cada vez más cerca de la verdad más grande”.
Jade asiente y sale más dispuesta que nunca a no desdoblarse.
Afuera no había nadie, el cuarto estaba solo, Jade camina hacia la puerta y nota que ésta se
encuentra cerrada por fuera. Abandona el intento de abrirla, se dirige hacia el multígrafo,
que ya se había cansado de tanta perorata impresa, y se sienta exhausta, su respiración
continuaba acelerada, tanto por la inesperada carrera como por la expectación que la
rodeaba. Empezó a curiosear los libelos recién paridos por el aparato, estos hablaban de la
“Revolución de Revoluciones” instando al pueblo a “defender su libertad” y a expulsar a
“los podridos que se incrustaron en el poder”. Jade se dio cuenta que la heladería no era
más que un burdo escondite de miembros activos de la organización rebelde. Rezaba para
que no se apareciera en algún momento fuerzas del gobierno, no tanto por lo que podían
hacerle al encontrarla allí en ese sitio, y de hecho asociarla de manera directa a “La cola de
palomo”, sino que eso supondría el final abrupto de su investigación.
Siguió ojeando y revisando los panfletos con sumo interés, uno de ellos hablaba de la “Gran
toma” sin especificar fecha ni lugar de la misma, una silueta del perfil de Simón Bolívar y
sobre esta, a manera de mapa mental, pensamientos del gran hombre. También se
encontraba una lista de nombres en clave formados por un número primo precedido por
tres letras en mayúsculas. Jade intuyó que los miembros de la organización tenían en mente
algo grande, en eso observa en un recodo de la mesa una caja empezada de
cigarros, sacó uno y lo encendió con un desgastado yesquero que se encontraba haciendo
equilibrios en un extremo. Aunque hacía dos años que lo había dejado, necesitaba relajarse
a como diera lugar, aun no exhalaba la primera bocanada cuando una voz le hizo girar:
“Es un mal hábito, debería dejarlo”.
¡Valerio Camacho estaba de pie en un rincón de la inexistente sala! Era él no cabía duda.
Vestido con una franela negra que tenía estampada el rostro lánguido de Kafka, una
desvaída chaqueta de “Jean” y sus infaltables botas montañeras. Valerio caminó los escasos
tres pasos que le separaran de la sorprendida y atribulada joven. Le tomó el recién
iluminado cilindro y lo apagó pisándolo con su bota.
-La hemos extrañado señorita Goronda—dijo con infantil sarcasmo.
Jade lo miró con letanía a la vez que preguntaba:
-¿Qué hace usted aquí?
-Eso no importa. Lo que importa es que me cuente: ¿Cómo le ha ido con nuestra
investigación, tengo entendido que se entrevistó con el comisario Silvio Páez hace unos
días?
Jade se sorprendió, sólo ella y don Rocco sabían de la entrevista con Silvio Páez, al menos
eso pensaba ella.
-¿Creo que es inútil preguntarle cómo lo supo? Digo, mi entrevista con don Silvio.
-Estamos enterados de todos sus pasos señorita Goronda. —Dijo el jefe rebelde al mismo
tiempo que abría un intersticio en la persiana de una pequeña ventana situada en el extremo
de una descascarada pared. Posando en ella los ojos con cautela, Valerio le dice con voz
fuerte:
-Como se lo dije la primera vez que nos vimos, estamos seguros que usted encontrará la
respuesta a muchas interrogantes.
Jade Goronda intentó abrir su boca pero por alguna razón no podía articular palabra, no es
que se sentía nerviosa o no tenía nada que preguntar, al contrario, un cúmulo de incógnitas
circunvalaban su mente. Pero decidió esperar.
-Qué pena lo que le hicieron al comisario Páez, él es un vivo ejemplo de lo vulnerable que
están todos en esta sociedad. ¡El antiguo jefe de la policía nacional!, quien lo diría. Es que
ellos no respetan a nadie—y mirándola a los ojos, remata: ¡A nadie!
-No me dijo gran cosa, —mintió Jade, salvaguardando la promesa que le hizo al veterano
hombre de acción a la par que volvía a tomar asiento—lo que ya es sabido, que el gobierno
cree que ustedes son los responsables del ataque y…pues nada, eso es todo.
-Tengo el pálpito, —dijo el faccioso andino—que está muy cerca de la estatua, entiendo
que está prácticamente sola en esta investigación, y que a estas alturas ya ha verificado
mucho de lo que le dije en nuestro primer encuentro.
Valerio esbozó una sonrisa ladina, un baño de maría luminoso que se colaba por las rendijas
de la persiana, le daba otro aspecto al mítico guerrillero. Jade se dio cuenta que no tenía
barba, solo un mostacho abundante y pelirrojo que servía de antesala a la sempiterna boca
húmeda.
La observó por algunos segundos. A pesar de lucir cansada, Jade aun desarmaba con su
fina y encantadora presencia, el faccioso andino la observaba y acercándosele se situó muy
próximo a ella. Jade se quedó quieta, no tenía otra opción.
-Señorita Goronda recuerde siempre que “Lo que ha de pasar…pasará”
-¿Por qué lo dice?
Valerio Camacho se alejó, avanzando hacia la puerta se detuvo en seco y le dijo a Jade:
-No puedo estar mucho tiempo aquí. Ni usted tampoco. Miembros del SEBIN, están
pisándonos los talones, le sugiero que se mueva con rapidez, el que yo haya venido hasta
acá a verla no significa que ellos no lo sepan. Como le dije tenemos personas fieles, que
desean el gran cambio, muchos de ellos están incluso, en las cercanías del poder. Por eso
le digo que debe andar con cuidado.
-¿Para qué vino entonces, capitán? Usted es uno de los hombres más buscados del país.
Hay ofrecimientos de recompensa solo por su cabeza. ¿Por qué arriesgarse solo para venir
a verme?
-No sea arrogante Jade, no vine a verla, solo digamos que tengo “asuntos” que concretar
aquí en la capital y se me ocurrió preguntarle cómo le iban las cosas a usted.
Y dando un giro radical a su tono de voz, Valerio Camacho se acerca nuevamente a Jade y
tocando con su mano el mentón de la muchacha le dice:
-Todo esto es muy peligroso señorita Goronda si usted lo desea lo deja hasta aquí. No le
reprocharé nada en lo absoluto, al contrario, tendrá toda la protección de nuestra
organización.
Jade Goronda bajó la mirada. Ha experimentado muchas cosas en las últimas semanas. No
solo era su propia protección, sino que veía como la bacteria dominaba todas las
ramificaciones del entorno. La inmensa telaraña arropaba lo inimaginable y eso incluía la
vida de seres que aparentemente no representaban peligro alguno, pero que se habían
convertido en intenso blanco por parte de los ejecutores del régimen. Jade conocía que así
era cómo funcionan los apéndices adivinables de la criatura perversa que se alimenta del
miedo.
- Me han perseguido, —dice por fin la reportera, alejándose de Valerio-- injuriado,
amenazado, por donde miro me parece ver gente sospechosa, a cada momento que pasa,
algo o alguien me sorprende bien sea para decirme ¿Cómo está señorita Goronda? ¡La
hemos extrañado señorita Goronda! ¡Salga, entre, camine, cállese, hable, ayúdenos señorita
Goronda! Y así he pasado los últimos días, sin descanso. Ahora usted aparece de lo más
“light” a decirme ¡que me apure, que necesitan la estatua!” o “que lo deje hasta aquí, que
podría ser peligroso”, ofreciéndome la protección de su “organización”. —Y exhalando un
aliento denso agrega: “¡Todo esto cansa!”.
-Pero la excita, ¿verdad?—interrumpe Valerio con una sonrisa húmeda—No me
malinterprete, hablo de otro tipo de excitación, esa que se nos mete en los huesos y nos
muerde la propia médula, y no la suelta, es la excitación que nos invita a correr, a luchar,
a realizar cosas que serían ilógicas para muchos de los mortales. A usted le gusta esto
señorita Goronda. —dice Valerio a la vez que se vuelve a acercar a la callada mujer, y en
un bisbiseo melodioso le agrega: “Es que nosotros somos una especie en extinción Jade,
los defensores de los débiles, los que buscan la verdad detrás de cualquier mascarada,
cueste lo que cueste. El mundo no ha cambiado, sabe, ha mejorado, se ha tecnificado, es
cierto, pero seguimos siendo los mismos románticos de papel. Los que piensan que
podemos ponerle más azul al planeta, los elegidos para martillar con una mandarria
gigantesca las bases de una sociedad que no da para más”.
-¿Cómo el Quijote, verdad? – dijo Jade mirándolo a los ojos.
-Todos somos quijotescos señorita. Deseamos luchar con molinos de vientos
imaginándonos que son monstruos atroces, idealizar nuestra existencia y encontrarle
sentido a lo que hacemos, arrancándonos las vestimentas de una vida llena de fruslerías.
Yo trato de vivir, Jade. No solamente de existir. Aunque la muerte nos pise los talones.
Aquí Valerio se aparta de ella y baja su voz, no parecía la de él, por un instante el guerrillero
se quita su pesado traje camuflado y se escinde poco a poco.
-He visto morir a mi padre, mis hermanos, mi hermana. Por ella estoy aquí, quizás no le
importe lo que voy a decirle pero mi lucha comenzó desde el instante en que ella fue
ultrajada por dos altos oficiales del ejército, quienes embriagados de licor y droga la
sometieron hasta saciar sus bajos instintos. Nadie nos ayudó y los muy malditos fueron
trasladados a otros batallones, completamente libres. Así comenzó todo. En el camino me
encontré con gente de toda índole que había sido víctima de este sistema. Hombres
despedidos y perseguidos en sus trabajos por solo no estar de acuerdo; mujeres que
acostaban a sus maridos e hijos para luego en la mañana, ser visitados por miembros de las
fuerzas del gobierno y perderlos, verlos desaparecer para siempre. Y solo la mentira por
parte de los podridos. Son muchas las cosas que hemos padecido en esa selva, en esos
pueblos escondidos, arriesgando la vida de gente valiosa que confía en nosotros, todo
porque creen en un cambio, quizás el último que podamos hacer como colectivo.
Jade solo veía y escuchaba el discurso de este hombre que ahora parecía más humano de
lo normal, lejos de la imagen cínica que ella conoció.
-Todos hemos sufrido con esto. Usted no es el único, ni será el último. Pero dígame;
¿Después de esto, qué? ¿Qué proponen? Un sistema tanto o igual de sucio que éste. Mire
a nuestro alrededor Valerio, aquí hay material que habla de “guerra”, “contrarrevolución
de revoluciones”, “ataques”, “terrorismo urbano”, todo esto es belicosidad pura capitán
Camacho ¿No cree usted que le están siguiendo el juego al gobierno?
-No la entiendo Jade, —dijo Valerio tuteándola por segunda vez—primero acepta ayudar
a buscar la verdad de lo que sucede aquí, segundo se queja de lo que está viviendo y tercero
me dice que seguimos el juego de los podridos del gobierno.
-¿Y qué es todo esto? Panfletos, manifiesto de guerra.
-¡La guerra no es solo matar y esperar a que lo maten a uno señorita Goronda! La guerra
no solo se libra con armas y en campos de batalla. —y tomando un puñado de volantes
facciosos los pone cerca de la frente de la decidida mujer—Ahora la guerra se libra con
palabras, con estrategias sicológicas, con comunicación de avanzada, y antes de la sangre,
lo que se derrama al principio es tinta pura.
Valerio Camacho baja el pliego de hojas, camina con su casi imperceptible cojeo hacia la
misma ventana por la que miró instantes atrás, y le pregunta a Jade:
-¿Seguimos contando con usted?
-Hay mucho en juego-responde Jade-, quizás más de lo que usted y yo creemos. —Y
acercándosele al extremo de la pared le obliga a voltearse y le incrusta una mirada
inolvidable—No capitán Camacho, yo no claudico, no arrugo. Y como dicen por allí;
primero muerta que bañada en sangre.
Valerio lo entendió, supo que esa mujer lo intentaría todo, hasta sacrificar su propia vida
solo para develar el manto que cubre el cadáver de la verdad.
-La admiro señorita Goronda, de verdad que la admiro. —Y diciendo esto se acercó aún
más a la reportera la tomó de la mano y al abrirla con delicadeza, algo inusual en él, le
entregó una tarjeta. Ésta era completamente negra, sólo tenía grabado en relieves dorados
el símbolo físico de la resistencia.
-Muestre esta tarjeta, en esta dirección. —Entregándole un segundo papel Valerio le dice:
Le aseguro encontrará muchas respuestas. Pregunte por Yudi, le ayudará. Pero que sea
rápido señorita Goronda, el tiempo se encoge, ojalá nos veamos pronto, y cuando suceda
espero que sus hermosas manos no estén vacías.
Y abriendo la puerta, Valerio se deja tragar por ella saliendo presuroso del cuartucho,
mientras Jade lo sigue con mal disimulo.

***
CAPÍTULO V
En la sede nacional del SEBIN, la inevitabilidad de considerar los sucesos presentes como
un aviso de los cambios bruscos que sucederán, mantenían al aparataje gubernamental a
toda máquina. Los miembros cúpula de esta organización, que fue creada para garantizar
no solamente el orden de un status quo, de un equilibrio más o menos duradero en el
tiempo; tenían la suficiente experiencia y ausencia de los más elementales signos de
moralidad para darse cuenta que debían actuar con rapidez. Trasponer de cualquier manera,
la línea invisible, pero latente, de una situación que se estancaba y cuya terca fuerza de
inercia imposibilitaba la consecución de resultados óptimos. La muerte del comisario Silvio
Páez le puso una traba a este accionar mecánico. Aunque muchos lo tomaron como algo
inevitable, otros lo vieron como una alteración de un espacio vectorial trivial cero, que no
debía cambiar, y ahora que sucedió, la base de todo se iba convirtiendo en un conjunto
vacío, dando como resultado de esta combinación de cero vector; un vector completamente
nulo.
La mente analítica de Benjamín Turó colocaba sobre ese espacio de posibilidades todo lo
que sucedió, sucede y sucederá. Los ojos de este hombre, quien se graduó con honores en
la universidad católica de Chile, con un post grado en matemática pura, observaban todo
con la deducción de esta ciencia exacta. Ingresó a la policía judicial como analista de red
de sistemas nacionales, hasta ocupar en brevísimo tiempo la dirección nacional de dicho
despacho. Luego, por disposición personal del propio presidente de la república, ingresa
como investigador jefe de la policía nacional, seccional Caracas, para luego situarse como
Coordinador Nacional de Operaciones Ciudadanas, pero en el servicio bolivariano de
inteligencia, SEBIN. Era el tercero al mando.
Desde este puesto, Benjamín Turó se encargaba de mantener el orden y el equilibrio entre
fuerzas distintas, pero que dependían una de la otra.
“La maldad y la bondad, en estado puro,—decía con frecuencia a sus subordinados, cuando
éstos le planteaban acerca de cuestiones moralmente correctas o no—no existen. Se trata
solamente de dos fuerzas que deben coexistir, no se puede romper ese equilibrio
simbiótico, porque ambas perecerán. Y para eso yo estoy aquí; para conocer la mayor
cantidad de causas y así organizar el conocimiento de una respuesta eficaz y tajante, de
la mejor manera. Sin importar las consecuencias”.
Su designación en ese puesto clave le daba poder. Aunque realmente el poder para
Benjamín Turó era fútil. Se desvivía por mantener las cosas en perfecta simetría, de hecho
le aburría enormemente la publicidad y el que su rostro apareciera en los periódicos, o
noticieros. Casi siempre era un subordinado suyo quien daba declaraciones a la prensa del
régimen sobre cualquier actividad, por muy nimia que ésta fuera. Vestido siempre de la
misma manera; traje tipo flux azul marino, camisa almidonada de color beige y una corbata
roja, que le daba el único toque alegre al oscuro personaje. Benjamín Turó era la esencia
pura de la lógica.
A diferencia de otros quienes utilizaban el cinismo, la amenaza e incluso la maldad en su
estado más ortodoxo para conseguir sus propósitos; Turó le daba un fino toque artístico a
lo que él consideraba “obra placentera”; la de mantener bajo su óptica un mundo armónico,
inalterable y ausente de emociones. Su frialdad de carácter le daba un halo de misterio y
temor, inclusive a sus más allegados quienes lo veían como un carámbano intacto, en medio
del calor tropical. Jamás se alteraba, ni perdía la cordura; no se le escuchaba el sonido
mecánico de la respiración, ni en momentos de sumo ajetreo; odiaba alzar la voz o
amenazar a alguien; solo su mirada gélida y hueca en cuyo interior solo podía distinguirse
un negro profundo, pero no el brumo de un matiz de color, sino el vacío inaudito donde
debió latir desde su propia concepción, la energía del alma humana. Nadie sabía dónde
vivía, de hecho pasaba días enteros en la sede del edificio, recorría las distintas
dependencias bajo su cargo y toda la conversación que se permitía giraba
irremediablemente en torno a su trabajo. Ni una ligera pizca o atisbo de su intimidad, de su
pasado o presente dejaba entrever. En su ficha personal sólo mencionaba su estatus
académico, impresionante por demás, y la dirección que ofrecía era de una abuela putativa
a la cual nadie conoció jamás. Era como si fuera del dominio de su investidura como jefe
del organismo policial más temido y odiado del país, Benjamín Turó no existiera.
Solamente a dos personas le daba informes detallados de su trabajo: el jefe nacional del
SEBIN, un general de tres soles opacos, en condición de retiro y muy allegado a la
presidencia, y al propio jefe de estado, a veces por medio del ministro de justicia. Solo a
ellos debía informar Benjamín Turó. Sus informes parecían más bien un detallado
silogismo matemático de toda y cada una de las investigaciones que llevaba, con gráficos,
proyecciones, métodos comparativos, cuadros estadísticos y cada uno de los detalles que
no pasaban inadvertidos para este hombre que jamás rio a carcajadas. De hecho fue él quien
interrogó por primera vez a Jade Goronda cuando ésta era el blanco de la persecución por
el sonado caso de la venta de armas. La trató con tanta galanura y respeto que cualquiera
hubiera imaginado que se trataba de un hombre acortejando con todas las armas de
seducción disponible a la mujer de sus sueños. Pero ni cerca estaba esta apreciación, por el
contrario, Benjamín Turó analizaba toda y cada una de las palabras que decía, cada
movimiento, cada gesto, cada pensamiento cosechado en las tierras fértiles de su
sistemática mente, tenía para él un significado enorme.
La reportera se escapó por décimas de tiempo, de la mano ejecutora del exquisito bellaco.
Benjamín recibió una orden de dejarla en libertad, pero con la condición expresa de que no
la perdiera de vista.
Jade, a solo pisar el exterior del temeroso edificio, preparó su viaje y en pocas horas se
libró de las garras de la fiera. Benjamín Turó escribió un extenso reporte donde, con sumo
respeto, informaba de su desacuerdo en liberar a la periodista, pero la orden era tajante. En
el fondo lo que deseaba el régimen era hacer ver a la comunidad internacional, que tal
dictadura no existía, sino en la mente torcida de los “traidores apátridas” que estaban en
contra del pueblo, y que se podía criticar al sistema sin ser castigado por ello. La realidad
era que a solo pocos días de ser liberada, Jade Goronda aparecería en un oscuro motel,
muerta por una sobredosis de barbitúricos, víctima de la presión y el estrés, o tal vez, de
algún amante insatisfecho.
Pero Jade logró evadir ese guion final de su destino y cuando se percataron, la perspicaz
mujer empezó a escribir desde el exilio, con mayor virulencia para desenmascarar “el rostro
de una bacteria podrida que no aguantaba más el maquillaje de la infamia”.
Benjamín Turó no olvidaría esta pieza suelta. Pero ahora se enfocaba en desarticular al
grupo rebelde. Intransigente opositor y perseguidor de los integrantes de “La cola de
Palomo”, no porque difería de sus ideas o porque la consigna social esgrimida por el grupo
chocara contra su doctrina gubernamental. Los perseguía porque ellos representaban el
punto de quiebre donde el perfecto equilibrio se pierde y la lógica se transforma en una
sarta de palabras, discursos y desorden que él no debía permitir. Los
torpes procedimientos que sus predecesores llevaron a cabo para obtener la cabeza de los
líderes de la organización y detener esta fuga de estabilidad, tenían que ser rediseñados en
forma inmediata por él. Benjamín Turó tenía que evitar por cualquier medio, la
descomposición de un todo en distintos elementos alterados, aislados, pero con
simultaneidad, que de no hacerlo, su universo puro y perfecto estallaría como si de un “Big
Crunch” se tratase.
-Es oficial señor Turó; Valerio Camacho está en Caracas—dijo Gastón Villanueva uno de
sus colaboradores—se le vio saliendo de una heladería en el centro.
-Y lo perdieron, ¿no es así?
-Sí, cuando nuestros hombres llegaron rodearon la zona, pero ya se había esfumado—esto
último lo dijo Gastón con un descenso vocal imperceptible al oído—pero tenemos a dos
mujeres quienes estaban allá cuando llegamos.
-¿Y Jade Goronda estaba con él?
-Nadie vio a Goronda o a alguien que se le pareciera señor, pero estamos alerta, su
apartamento está vigilado.
-Ella no volverá allá. No hay que subestimarla—dijo Benjamín Turó sin dejar de mirar a
su subalterno--si no se ha dejado mostrar es porque planifica algo. Jade Goronda está en el
país desde hace tiempo, y tiene contacto con los miembros de “La cola de palomo” eso es
seguro. La cuestión es ¿para qué?
Su oficina no era suntuosa. Al contrario, solo tenía lo necesario: un escritorio; archivo; un
pequeño televisor, para estar al tanto de las noticias; dos computadoras; una máquina para
hacer té; y en un extremo, un amplio terrario hexagonal sin agua, con un sustrato de corteza
en el medio, donde plácidamente dormía “Salomé”, una pitón real de hermosas tonalidades
crema, amarillo, negro y blanco. La única “persona” viviente a la cual Benjamín Turó
cuidaba.
Levantándose, caminó hacia el hexágono de cristal y con la yema de su índice diestro rozó
la piel del animal quien despertó y empezó a moverse con un contoneo sigiloso y cautivador
como si de la propia princesa idumea se tratara.
-La quiero viva y sana. Hallando a Jade Goronda, encontraremos a Valerio Camacho. Por
cierto, mañana será el funeral de Silvio Páez, quiero a hombres camuflados dentro de los
deudos. Si Jade Goronda lo visitó en los últimos instantes de su vida lo lógico es que lo
acompañe en los primeros de su muerte.
-Así se hará señor—respondió Gastón sin dejar de mirar a Turó, quien seguía recorriendo
con sus dedos, las manchas y ocelos amarillentos del reptil.
--Perdone—preguntó el relamido subalterno--¿usted irá?
Benjamín Turó volteo y sin respirar siquiera respondió: “No me lo perdería por nada del
mundo”

***

-¡Todo ha sido culpa tuya!—Le espeta en la cara a su impávida mujer un iracundo


Marcelo Santaella--¿Dónde está el doctor Rizzo?
-Estuvo conmigo coordinando todo, lo llamé apenas me di cuenta de que Eduardo no
estaba. Pero luego se fue para su casa; me dijo que regresaría en cualquier momento.
-Y la enfermera... ¿Olga es que se llama? ¿Dónde está?
-Ya te lo dije Marcelo está en la clínica, la llevamos hasta allá, el doctor Rizzo insistió.
Estaba herida. Ella afirma que fue Eduardo quien la lesionó.
-Sólo esto me faltaba ¿Por qué no pudiste, al menos una vez en tu vida, presentir que
nada estaba bien?
-Para empezar Marcelo—respondió Leticia sin perder la calma—tú debiste estar aquí, no
ayer, no antes de ayer, sino siempre, jamás has estado presente para Eduardo, nunca.
Entonces—siguió desahogándose sin perder la compostura, sin levantar la voz—no digas
que la culpa ha sido mía; es nuestra culpa, de nadie más. Nuestro hijo nos ha necesitado,
ha pedido a gritos nuestra presencia, nuestra comprensión, nuestra guía y nuestro amor.
¡Pero le hemos fallado, tú y yo le hemos fallado como padres, así que si de algo sirve tu
asqueroso dinero, mueve cielo y tierra, pon este mundo al revés y encuentra a Eduardo
porque de lo contrario…soy capaz de todo!
Marcelo la miró con fijeza. No podía dar crédito a lo que escuchaba de boca de su esposa.
Leticia explotó, con inusitada calma, una rabia y frustración contenida desde hacía años,
solo apaciguada por los espectrales paseos nocturnos a los que ya se acostumbraba. En solo
segundos, Leticia empleó toda su artillería, sin gritos, sin siquiera contraer un solo músculo,
por el contrario su rostro parecía más radiante, más hermoso y más
tranquilo. En esta contradictoria dualidad de sentimientos que hervían en su interior y se
congelaban en su exterior, Leticia von Kritten de Santaella terminó su destemplanza
mirando a Marcelo, y escupiéndole sonidos articulados le dice:
“No quiero perderlo por segunda vez”. Seguidamente dio la media vuelta, salió de la
biblioteca y se perdió en las catacumbas porosas de su soledad.

***

-Lenrry, ¿dónde coño está usted? ¡Necesito que venga a mi casa!


-Ingeniero—contestó la voz al otro lado del aire—precisamente iba a llamarlo, Omar y yo
nos dirigimos a la clínica “Los Colorados” manejamos la hipótesis de que Eduardo podría
estar allá.
-Un momento Lenrry, ustedes no harán nada sin que yo se los diga. Voy saliendo para allá
.Apenas se encuentren en la entrada de la clínica, me avisan.
-Copiado y entendido ingeniero.
-No deseo levantar más polvareda de la que está.
Marcelo cerró la conversación, rumiaba a borbotones mientras apretaba con fuerza el
aparato. De pronto estalló y con su brazo izquierdo lanzó con fuerza el teléfono móvil, el
pobre fue a parar a un olvidado rincón de la habitación, exhalando sus últimos sonidos;
quedaría tendido en el frío mármol del lujoso piso, al igual que estaba la entereza de este
hombre, quien veía con preocupación cómo se superponían los inconvenientes sin darle un
solo respiro de tranquilidad.
-El doctor Bejarano está esperándolo en el salón de la entrada—dijo Marina quien entró en
el momento que observaba la explosión de cólera de Marcelo.
-Voy enseguida—dijo con una sequedad que rayaba en amenaza.
Ulises se hallaba de pie, bajo el vitral que guardaba la energía falsa del sol decorativo.
Vestido con una inusual elegancia masculina, analizaba todo lo que a su alrededor se
desarrollaba, presintiendo con fundamento, que la extraña desaparición de Eduardo traería
no pocos inconvenientes a sus planes. Conocía el carácter voluble de Marcelo Santaella y
por ello deducía que este nuevo tropiezo sería un gran escollo para la consecución de sus
objetivos, igualmente tendría que tomar el liderazgo de una investigación que, conforme
pasaba el tiempo, se iba difuminando y desapareciendo
como virutas rebeldes.
-Menos mal que llegas, tienes que acompañarme—dijo Marcelo sin siquiera saludar.
-¿Sabes algo? ¿Apareció Eduardito?—preguntó Ulises.
Marcelo lo vio a los ojos y dejando asomar tras las cortinas de su rostro una inexistente
sonrisa le pidió que lo acompañara. Sin dar explicaciones.
A la salida de la mansión, Horacio estaba esperando con la limosina lista. Marcelo se
detiene justo en la puerta, que ladina se abría para darle entrada, y sacudiendo con
intermitencia su cabeza se aleja: “Yo mismo conduciré, nos iremos en la camioneta” y al
tercer paso combinado se detiene y le dice a Horacio:
-Si la señora Leticia desea salir, primero me informa usted hacia donde se dirige.
¿Estamos claros? Que no salga sola.
-Perfectamente ingeniero—manifestó aquel con sumisión.
Una vez dentro de la amplia, moderna y blindada camioneta, Marcelo le cuenta con detalles
a Ulises acerca de la desaparición de su hijo, el relato carece de emoción, o sentimiento,
como si fuera un funcionario policial exponiendo al caletre la crónica de un hecho. A la
salida de la mansión, Marcelo Santaella da órdenes precisas de que “si doña Leticia
abandona la propiedad con o sin chofer, que la sigan, no con exagerada evidencia claro
está, y que lo mantuvieran en contacto”.
-Perdóname que te lo diga Marcelito, —comentó Ulises una vez se enrumbaron a las
afueras de la mansión-- pero se te está enredando el papagayo ¿verdad?
-En lo absoluto Ulises. —Respondió—Al contrario. Todo esto nos apura en solucionar
los huecos que tenemos de información. ¿Te has comunicado con “Chinochoa”?
-Sí. El hombre se puso las pilas y precisamente en pocas horas estará llegando al
aeropuerto, yo mismo lo recogeré—y cambiando el tema le dice: Un amigo que está bien
conectado en el gobierno, en la secretaría privada del presidente, me citó para hablar con
el propio secretario en su despacho del palacio, ¿Qué te parece?
-Por ello tanta elegancia—agregó con sorna Marcelo.
-Algo—respondió con dejadez Ulises.
-Creo que no lo sé todo. —dice Marcelo con auténtico tono de duda.
-Tienes razón—y acomodándose en el asiento mientras miraba de reojo a su interlocutor
Ulises le dice:
-Por lo poco que me dijeron por teléfono, se trata de biología genética y un proyecto de—
aquí Ulises hace una pausa, para luego rematar: “Clonación”
Marcelo Santaella aplica con fuerza los frenos, sin darse cuenta que estuvo a punto de hacer
embestir un pequeño auto que venía detrás, el conductor lo sorteó al último minuto, sin
ahorrarse por su puesto, los improperios del caso. Sin embargo Marcelo ni se percató, y
mirando al atolondrado Ulises, quién todavía se recuperaba del susto le pregunta:
-¿Cómo es la vaina? ¿Para qué quieren hablar contigo acerca de la clonación? ¿Será que
saben algo que nosotros ignoramos?
-No lo sé, me tomó por sorpresa—respondió Ulises con aire entrecortado.
-Conozco al secretario Peña desde hace tiempo. Quizás pueda averiguar algo.
-No lo creo conveniente Marcelito,-dijo aun jadeando- será mejor que esperemos, así no
levantaremos ningún tipo de recelo.
-Tienes razón. Todo esto me está matando los nervios Ulises. He llegado a pensar que el
muy buscado y genial proyecto de Kosmo no es sino una burla, como un maldito juego
diabólico que el viejo preparó antes de su muerte solo para joderme la vida.
-Si es así, no nos queda más que jugarlo. —respondió Ulises—Verás; siempre al final de
cualquier juego existe una recompensa para quien gane. Y nosotros ganaremos, que no te
quepa la menor duda Marcelo: ¡Ganaremos!

***

-Buenas tardes ¿en qué puedo servirle?


-Vengo a visitar un familiar
-¿Cómo se llama el paciente?
-Yudi.
Un silencio sepulcral invadió la recepción. La veterana enfermera que desempeñaba por
enésima vez la guardia, fuera del caos de las instalaciones internas, miraba con incredulidad
a la joven de aspecto descuidado que solicitaba a un paciente inexistente.
-¿Y el apellido por favor?—preguntó con timidez
-Solo Yudi señorita—respondió con cansancio, mientras buscaba en la computadora.
-Ya va, si me permite llamaré al director. —la auxiliar trastabilló hasta la oficina del
principal. Cada paso que hacía iba acompañado de un giro de su cabeza, como para
percatarse de la existencia de un ser que parecía fuera de este mundo, pero que sin embargo
pertenecía a una realidad palmaria.
-Doctor—dijo con nerviosismo la consternada enfermera—afuera buscan a… –y haciendo
una pausa tortuosa sentenció con angustia—una tal “Yudi”.
En apenas dieciocho segundos el director llega a la recepción, y acomodando sus gafas
revisa con aires de auscultación médica a la mujer que tenía ante sus ojos. Con la cabellera
desordenada, ojeras angustiosas y atuendo ajado, Jade Goronda sin embargo seguía
manteniendo una donosura sin par.
-Muy buenas tardes, creo que está equivocada. Aquí no reside nadie de nombre—y mirando
la nota de la enfermera por encima de los anteojos remata con muestras de duda-
- “Yudi”
-Entonces creo que esto tampoco pertenece a aquí. -- y mostrando con rapidez al galeno
sorprendido, la tarjeta negra con relieves dorados, se la guarda nuevamente en su bolso.
-Espere señorita…
-Istúriz, Socorro Istúriz.
-Bien señorita Istúriz, sígame por aquí por favor vayamos a un sitio más cómodo donde
podamos conversar—y dirigiéndose a la enfermera quien pasiva adornaba un espacio
estéril, le dice:
-Que no me pasen llamadas y que nadie, absolutamente nadie me moleste. ¡Ah! y por favor
prepárenos dos café especiales.
-Entonces señorita, dígame algo; —preguntó el aun sorprendido director, cuando le daba
paso a la pulcra oficina-- ¿Usted pertenece a la organización? ¿O me equivoco?
-Si se refiere a “La cola de Palomo”, en efecto; usted se equivoca. No milito en la
organización.
El galeno tomó asiento y arremolinándose incómodo en su sillón, se quitó los anteojos y
tratando de unir sus ojos con el índice y el pulgar, dice:
-No entiendo, como alguien que no pertenezca a la organización tenga esta tarjeta personal
de Valerio Camacho.
-Digamos que ambos nos hacemos un favor personal. —Respondió con desgano Jade, aun
camuflada bajo el seudónimo inventado de “Señorita Istúriz” y observando con
fastidio la blanca decoración de la oficina--Tengo un remolino de preguntas que quisiera
hacerle doctor...perdone pero no me ha dicho su nombre.
-Mauresmo Espinoza; a sus pies señorita.
-Mucho gusto doctor Mauresmo, dígame ¿Conoce desde hace mucho al Capitán Camacho?
-Esa pregunta es peligrosa en todos los sentidos señorita Istúriz, o debería decir: “señorita
Goronda”.
Jade sonrió, ya se estaba acostumbrando a este juego de espionaje tropical, y mirando con
picardía pregunta:
-Dígame doctor ¿Qué me delató?
-La delató quien la envió. Yo sabía que usted vendría por aquí, un miembro de la resistencia
me lo comunicó, pero usted sabe señorita Goronda hay que andar con pies de plomo; el
gobierno ha multiplicado sus esbirros. La tarjeta que usted trae es una especie de
identificación personal directa de Valerio. Fíjese—y mostrándosela a trasluz le dice:
-No es papel común. Es amate, un pliego antiquísimo, revestido de una tinta negra hecha
con base de petróleo. Simboliza la resistencia plasmada sobre la riqueza de nuestro suelo,
y el papel amate es la “ejemplificación” de nuestra historia antigua.
-Interesante pero ¿por qué me cuenta esto? Yo podría ser una espía al servicio del gobierno,
y falsificado una tarjeta de estas.
-Sí, podría ser, pero la conozco señorita Goronda, usted es una anónima muy famosa, y en
cuanto a falsificar la tarjeta, bueno ¿Qué le puedo decir? Con la tecnología actual todo se
puede. Pero cada una de ellas viene acompañada de una clave o palabra secreta.
-¿Como “Yudi”, por ejemplo?
-Exacto. Verá soy de ascendencia judía y de allí que Valerio me distinga con ese “no tan
masculino apodo”
-Entonces sí lo conoce.
-Hace unos pocos años estuve con unos colegas haciendo labor médica a los desamparados,
por el río Apure. Allí nos emboscó una patrulla guerrillera, pensábamos que eran
insurgentes colombianos, pero resultaron ser “Colistas”, es decir sujetos subcontratados
por la organización que se encargan de llevar a cabo tareas simples de compras,
medicamentos, transportes, etc. Por alguna razón sabían que yo era médico,
aparte de mi especialidad en psiquitatría también soy médico cardiólogo.
-El estudio de la mente, unida con el corazón. Interesante doctor “Yudi”—dijo tratando de
bromear y romper la dureza de un coloquio cada vez menos sólido.
-Sí, por no decir menos—dijo Mauresmo con una sonrisa de plastilina--, bien como le
contaba, me llevaron por la selva tupida hasta una barraca improvisada donde estaba un
hombre mal herido; tenía un disparo de fusil que le desgarró el omóplato. Hice lo que pude
con lo rudimentario de los equipos, al final el paciente mejoró notablemente. Nos soltaron
después de casi un mes.
Valerio era ese hombre herido. Conectamos enseguida y soy uno de sus ojos y oídos aquí
en la capital.
-Debe ser un trabajo peligroso. Como usted lo acaba de decir, hay esbirros por todas partes.
Arriesga usted mucho doctor Espinoza acaso ¿no tiene miedo?
-Aquí adentro—dice Mauresmo levantando sus manos y sus ojos en perfecta sincronía—
se pierde el miedo. Créame. Se ve diariamente como la locura se apodera de la mente y el
cuerpo, y no le abandona.
-Le aseguro doctor, que allá afuera es exactamente lo mismo.
-¿Un café señorita?—dijo interrumpiendo la enfermera, quien traía una bandeja con dos
tazas pequeñas y blancas.
-Gracias—respondió Jade quien antes de colocarla sobre la blanca fórmica del escritorio
tomó un gran sorbo.
-El capitán Camacho, —dice Jade, una vez que se retiró la enfermera—me dijo que usted
podía ayudarme enormemente.
-Como le dije, Valerio me comentó algo.
Aquí, tanto el tono de voz, como la mirada de Mauresmo Espinoza cambian
profundamente. Se levanta y se coloca a un lado de la joven periodista.
Jade solo lo veía de lejos, tal vez el exceso físico y su posterior cansancio la tenía sumida
en un letargo. Se sorprendió al percatarse que el doctor Mauresmo Espinoza le colocaba
una mano en su hombro izquierdo. La voz de su interlocutor parecía lejana, con una
revolución lenta como un viejo tocadiscos desgastado por la falta de energía. La presencia
de Mauresmo Espinoza se hacía cada vez más apartada; Jade se separaba de su cuerpo y
flotaba por sobre la habitación mientras se veía a ella misma reclinada sobre la
butaca con la cabeza ladeada.
Al despertarse, Jade estaba acostada sobre una camilla, rodeada del doctor Mauresmo y
dos enfermeras. La falta de sueño, comida y respuestas, se decía a sí misma, la sumieron
en un desmayo inoportuno.
-¿Que sucedió?—preguntó con modorra--¿Son del SEBIN?—y tratando de levantarse con
brusquedad, Jade es detenida por la misma pesadez que la llevó allí.
-Tranquila señorita Goronda, solo fue un desmayo—y acercándosele al oído, Mauresmo le
dice: Y gracias a Dios, no somos policías. Debería recostarse y descansar.
-No puedo doctor, usted no entiende, hay personas en peligro que han tratado de ayudarme
y ya una ha muerto, perdone pero creo que ya es hora de averiguar que es toda esta maraña.
-Por favor déjenme a solas con ella—ordenó el doctor Espinoza a las enfermeras quienes
obedientes salieron en blanca procesión.
-El capitán Camacho me envió porque usted podía darme respuestas. Por favor doctor—
dijo mientras se incorporaba con renovados bríos--¿Qué está pasando aquí? Toda esta
intriga debe tener un propósito, el asalto al panteón, la muerte de sus ejecutores, el temor
cada vez más fundado del gobierno, y la desaparición del comisario Silvio Páez—Jade no
utiliza la palabra “muerte” intenta disfrazar con nimia intención el asesinato del
investigador.
-Calma señorita, entiendo todo lo que está sucediendo y sus consecuencias. Debe calmarse
si no desea recaer.
-Espero que lo comprenda doctor, además de todo esto la muerte del doctor Kosmo von
Kritten lo complica todo.- Dijo Jade mientras se sentaba en el borde de la camilla.
Mauresmo se congeló en su sitio. Al escuchar el nombre del gran científico abrió la boca
en señal de sorpresa. Y languideciendo por etapas le pregunta a Jade:
-¿Investiga la muerte de von Kritten?
Jade se dio cuenta enseguida de la actitud sorpresiva del doctor y sentenció:
-Valerio me dijo que los mismos que orquestaron el asalto al panteón fueron los que
asesinaron al científico Kosmo von Kritten.
Mauresmo giró sobre su anatomía en perfecto movimiento rotatorio, aspiró hasta que el
aire le causó un dolor de vida y desde ese extremo de su espacio dice con voz fuerte y clara:
-La muerte de Kosmo fue un acontecimiento muy trágico, los maleantes jamás fueron
aprehendidos, fue realmente frustrante.
-Pero según tengo entendido hubo un testigo.
-Sí, hubo alguien que quizás lo vio todo.-dijo, volviéndose a mirar a Jade.
-¿Quizás? Las investigaciones indican que el nieto de von Kritten fue testigo del asesinato.
-No del todo señorita Goronda, según la investigación él no recordaba datos vitales y desde
donde estaba no pareció ver mucho.
-Y dígame doctor—preguntó Jade incorporándose no sin dificultad de la cama--¿Usted
sabe por qué lo asesinaron? Quiero decir, al doctor von Kritten.
-Kosmo era uno de los investigadores más ilustres en el campo de la biología genética, —
repasaba Mauresmo al tiempo que seguía fijo en el suelo—llevaba trabajos muy
importantes, aunque nadie sabía a ciencia cierta de que se trataba, solo especulaciones.
Jade, ya de pie, aunque un poco aturdida, acomoda su cabello lo mejor que puede. Y
mirando a Mauresmo le pregunta.
-¿Qué tipo de especulaciones?
-Muchos en el ambiente científico especulaban; decían que von Kritten estaba trabajando
en aumentar la producción de alimentos utilizando la biogenética microscópica.
-¿Cómo es eso?—pregunta Jade.
-Se trata de crear alimentos más saludables en el menor tiempo posible y utilizando el
mínimo espacio. Más sanos y naturales que los alimentos transgénicos. Si esto se lograba
desarrollar, —decía con autentico tono de entusiasmo, ahora caminando hacia el escritorio-
sería un gran paso en la lucha contra la hambruna. Imagínese naciones donde las tierras
están muertas desde hace siglos, podrían cosechar miles de toneladas de granos, por
ejemplo, en una hectárea de terreno fértil. Pero le repito todo eran conjeturas de algunos
colegas.
-Un buen motivo para asesinarle.—recalcó Jade, mientras caminaba por la oficina, sin
darle la espalda a su interlocutor.- Sobre todo si el doctor von Kritten no cooperaba.
Muchos sospechosos podrían estar detrás de este asesinato. En primer lugar el gobierno
que impide cualquier investigación al respecto, luego industrias u organismos poderosos
detrás de lo que el doctor Kosmo investigaba. Estoy segura que el misterio no lo es tanto.
-Claro que es un misterio, Kosmo conocía a quienes le asesinaron, de eso no cabe la menor
duda. Pero dígame algo señorita, —repreguntó Mauresmo cambiando de tema--
¿Cree realmente que haya un enlace entre el asalto del panteón y el asesinato de von
Kritten?
Jade se detuvo frente a Mauresmo, y mirándole fijamente le responde;
-Yo a estas alturas no sé en qué, o en quienes creer. —Guardando silencio analiza muy
bien lo próximo que dirá--Pero ahora contésteme algo doctor Mauresmo ¿Conoce la
existencia de una estatua?—Le preguntó al incrédulo galeno.
-¿Qué tipo de estatua?—Pregunta el sorprendido doctor, aún de pie al lado de su escritorio.
-Una muy especial, la de un caballo parado en dos patas.
-Vaya ¿Usted también lo cree? Parece que esto va más allá de un mero cuento.
-¿Por qué lo dice doctor?
-Ay señorita Jade no se crea, al principio cuando oí la historia, ésta me pareció fabulesca,
cabello de Bolívar pegado en la cola de un caballo de madera, que está desaparecido desde
hace años. Es como la historia del Yeti o los aliens, así están muchos hablando de una pieza
que nadie ha visto.
-Valerio me enseñó una fotografía con la imagen de un hombre sentado al lado de una
estatua como la que refiere la leyenda. ¿Qué piensa usted de eso?
-No sabía que existiera una fotografía, es una evidencia reveladora, pero igual podría ser
una falsificación.
Jade no quiso seguir con un diálogo que se tornaba redundante, por ello cambiando el giro
de la conversación le pregunta de manera directa a Mauresmo:
-¿Doctor, qué relación tenía usted con von Kritten?
Mauresmo Espinoza bajó la mirada, apoyó su codo derecho en la mano izquierda y su mano
derecha se la llevó al lado oriental de su rostro. Con mucha calma le dijo a Jade, mientras
se apartaba de su escritorio;
-Creo que debería acompañarme.
Asiendo a la aun débil comunicadora por el brazo la llevó afuera de la habitación,
caminaron por el blanco y largo pasillo, cada paso se repetía en el eco de los tacones
desgastados. Al final del corredor, un ascensor privado que abrió Mauresmo con una tarjeta
de identificación personal, les invitaba a entrar. Bajaron hasta un nivel inferior donde
pareciera que no había nadie, una puerta cerrada era lo único que existía en ese espacio,
aparte de otra al final del corto y lúgubre pasillo.
Mauresmo abrió aquella con la misma tarjeta magnética con la que llamó al elevador.
Ingresaron a una habitación diseñada sobre un cuadrado perfecto, las paredes y el piso
estaban totalmente acolchados. En el medio, una cama saludaba con aburrimiento mientras
un gélido aliento artificial se dejaba colar por las rendijas de aire acondicionado,
Jade observa con curiosidad desconociendo lo que el doctor Mauresmo Espinoza se traía
entre manos. Ambos entraron con cautela, la situación expectante seguía dominando el
ánimo de Jade, y en el preciso instante que iba a interpelar al galeno del ¿por qué de tanto
suspenso?, se percató que en uno de los ángulos de este cuadrado, un joven sentado sobre
un sillón blanco daba la espalda al mundo exterior. Mauresmo le indica a Jade que se
acerque, ésta lo hace, cuando observa mejor se da cuenta que se trata de un muchacho, no
mayor de veinte años con mirada perdida hacia un punto fijo, una larga chamarra blanca le
cubría su delgada anatomía y un rebelde mechón azabache contrastaba con la palidez de
un rostro, que blanquecino, se iba mimetizando con el entorno.
-Es Eduardo Santaella, regresó por su propia voluntad luego de estar varias semanas en su
casa. —Dice lacónicamente el doctor Mauresmo.
¡Jade Goronda no daba crédito a lo que veía! Después de tanto altibajos y callejones sin
salida en su investigación, por fin una luz se asomaba en medio de la oscurana, ella sabía
que ese pálido joven era clave en toda esta enredadera de sucesos.
-Eduardo es el nieto de Kosmo, —dice Mauresmo--el muchacho testigo de todo lo que
pasó esa noche.
Un torrente de sangre revitalizó el carácter linfático de la joven periodista, con el rubor de
mejillas coloradas Jade no cabía en su alegría, algo le decía que estaba frente a la total
solución de uno de los enigmas de esta historia.

***

Afuera de la clínica mental “Los Colorados”, al otro lado de la calle, se encontraban Lenrry
y Omar junto a tres individuos más del entorno de seguridad. Se mantenían al margen,
mientras Lenrry permanecía dentro del auto, los otros conversaban a una distancia
prudencial, sin dejar de observar la entrada de la institución mental.
-¿Dígame ingeniero?—respondió Lenrry al celular.
-Estoy llegando, —dijo Marcelo al teléfono—lo espero en la entrada. ¡Andando!
Al llegar Lenrry y los hombres, Marcelo Santaella entró a la clínica. Allí todos los
presentes; enfermeras, enfermos, médicos y pacientes, éstos últimos quienes esperaban con
resignación su licencia de locura, le observaron. Se dirigió directo a la oficina del
doctor Mauresmo. Un novel ayudante de enfermería le fue a tocar en un brazo para
detenerle, pero el pobre fue sometido con brutalidad por parte de Lenrry: “usted no toca a
este hombre”, le dijo al pobre neófito.
Una blanca enfermera con uniforme pálido reconoció a Marcelo y le preguntó con
mojigatería excesiva:
-¿Qué sucede ingeniero?
-Quiero ver inmediatamente al doctor Espinoza. ¡Llámelo!
-Lo siento, pero el doctor Mauresmo no se encuentra en el edificio.
Marcelo tomó su teléfono móvil y sin dejar de mirar a la petrificada enfermera, intenta
comunicarse con Mauresmo. Nada.
-Lo tiene apagado.- dijo en susurro.
-Muy bien—agregó Marcelo, en voz alta, mientras caminaba en círculos- ahora falta que
Rizzo tampoco esté disponible.
Marcelo Santaella asesina la llamada cuando se da cuenta que Apolonio Rizzo era
igualmente inubicable. Y recorriendo el largo pasillo se detiene antes del final, luego
regresa y acercándose a la enfermera le dice:
-¿Dónde está mi hijo?
-¿El joven Eduardo?—Preguntó con incredulidad y nervios—No sé de qué me habla
ingeniero. Eduardo no ha estado por aquí.
-Eso lo veremos. —Y dirigiéndose a Lenrry: Revisen cada palmo, cada rincón de este
recinto. No saldremos de aquí sin encontrar a Eduardo ¡Esto es una maldita confabulación!
-¿Ingeniero que es lo que sucede?
Apolonio Rizzo hizo acto de presencia, aun luchando con una manga de su pulcra bata
blanca que se resistía a ser embestida por el brazo.
-¡Vaya hasta que aparece! Usted me dirá. Mi hijo no está en la casa, tengo información de
que se encuentra aquí. ¡¿Qué carajo está pasando?!
Rizzo miró al encolerizado hombre con rostro dubitativo.
-No tengo la menor idea de lo que me habla ingeniero Santaella. Estuve en su residencia
desde que la señora Leticia me pidió que la acompañara, al cabo de unas horas me fui a mi
casa, me cambié y decidí venir a la clínica a conversar con el doctor Mauresmo acerca
de Eduardo precisamente. Incluso estaba llamando a su esposa para saber qué noticias
tenía.
-La enfermera Olga está en con una contusión severa. Ella dice que fue Eduardo quien la
golpeó, usted no aparece sino ahora, y aparte a Mauresmo parece que fue comido por la
tierra. Dígame doctor ¿No es todo esto muy extraño?
- Entiendo cómo se siente. Yo medio hablé con Olga esta madrugada, ella ciertamente está
muy golpeada, pero, como le dije a la señora Santaella, Olga hablará, tendrá que hacerlo.
Pero le doy mi palabra que Eduardo no está aquí.
-¡Usted no entiende nada!—gritó iracundo Marcelo sin apartar la vista del impasible galeno
y con la sonrisa protagónica en su roqueño rostro.
-Bien, —agrega el aludido-- si usted piensa que Eduardo está aquí en alguna parte, pues
bien ayudaremos a buscarlo y despejaremos de una vez por todas las dudas de lo que está
pasando aquí.

***

-Kosmo era un ser humano excepcional—enfatizó el doctor Mauresmo-- su calidad


humana era solo superada por su intelecto. Me ayudó mucho en los comienzos de mi carrera
y fue él quien me alentó a que estudiara psiquiatría después de haberme titulado como
cardiólogo. Tiempo antes de su muerte—continúa Mauresmo—me imploró que si algo le
sucedía a él, que por el santo nombre de la amistad, cuidara de Eduardo, y solo cumplo mi
promesa señorita, quizás—y esto lo dijo mirándola a los ojos--su generación no entienda
el significado de una promesa o juramento, y más en tales circunstancias como las que nos
toca vivir como parte de una sociedad viciada.
-Sé perfectamente de lo que habla doctor, créame que lo sé—lo dijo con sinceridad,
recordando la figura difusa de Silvio Páez dejándose tragar por la espesura de una neblina
hambrienta, y la promesa que le hizo de guardar la información que le había dado.
-¿Y qué hace él aquí? ¿Su familia sabe que está en este lugar?—Preguntó Jade mientras
seguía observando al chico que parecía estar en un estado mental de meditación profunda.
-Eduardo padece de una patología psicótica muy particular, es tratada y controlada con
medicamentos y cuidados directos, de hecho habíamos permitido su traslado a su hogar
con la condición de la presencia de una enfermera, pero desconozco lo que sucedió se
presentó solo, dice que está seguro que lo quieren matar. Cuando salió de aquí yo fui uno
de los que se opuso a que se le diera de alta, sabía que regresaría y que su estado mental
empeoraría, pero sus padres se empeñaron en llevárselo.
-¿Nos escucha doctor, sabe que estamos hablándole?
-Está completamente consciente—respondió Mauresmo—le suministramos un sedante
para calmarlo, pero en pequeña dosis. Nos pidió que no le dijéramos a su familia que está
aquí, también nos pidió una silla para sentarse y desde entonces está en ese estado.
-Tal vez está sumido en un fuerte shock—acota Jade
-No señorita, Eduardo lo que tiene es un miedo gigantesco.
-¿A qué o a quién?
-A su entorno. Lo cierto es que Eduardo se encuentra en un estado de autoexclusión,
debido, y esto se lo digo no como siquiatra sino como ser humano, a un temor muy grande.
De pronto una lánguida voz se escuchó con un sonido hueco, carente de rebote y acústica,
una voz tan lejana, pero a la vez tan cercana y nítida que parecía salida del centro mismo
de la blanca recamara:
“Está lloviendo en el más allá”
Jade Goronda miró al doctor Mauresmo de soslayo, éste se incorporó a medias hacia el
taburete donde Eduardo se hallaba.
-Eduardo hijo ¿Cómo te sientes? Traigo a una amiga que vino a visitarte.
Eduardo observó con ojos enrojecidos de tristeza prehistórica a Jade Goronda, ésta sintió
un cataclismo interno que la zarandeó en su sitio, jamás había visto tanto pesar y temor en
mirada alguna.
-Hola—atinó a decir Jade--¿Cómo estás?
-No puedes verme… ¡Soy invisible!—respondió Eduardo cerrando el entrecejo para luego
volver a mirar hacia la nada.
-De eso le hablo señorita—Intervino el doctor Mauresmo incorporándose nuevamente--
Eduardo necesita mi ayuda como médico, y como amigo de su abuelo.
-Pero ¿y su familia doctor?, tengo entendido que con todo el poder y dinero que tienen
serían capaces de poner este sitio al revés y lo sacarían de aquí.
-Estoy consciente de ello y correré el riesgo.
Mauresmo hablaba o más bien exponía un argumento fuera de toda lógica sólo basado en
los cimientos quiméricos de la amistad. Mantener a Eduardo allí en la clínica y sin siquiera
avisarle a sus padres era un acto de secuestro a todas luces. Pero Mauresmo Espinoza tenía
la convicción de que a pesar de la aparente locura que mostraba el joven, éste corría peligro
inminente, por ello cuando Mauresmo le habló a Jade directo a los ojos, los suyos propios
habían cambiado su lenguaje, transformándose en súplica:
-Usted me ayudará a sacarlo de aquí, señorita Goronda.
Jade palideció más de lo que estaba, a tal punto que parecía perderse en la vorágine
blanquecina del entorno.
-¿No habla en serio, verdad doctor?
-Hablo muy en serio, es la propuesta más seria que he hecho en toda mi vida. Kosmo era
mi mentor, y amigo. Eduardo corre peligro y no puedo mantenerlo aquí.
-Pero eso sería plagio doctor, —interrumpió Jade-- y no veo el motivo…
-Valerio me dijo que usted podría ayudarme—interrumpió con astucia el médico— cuando
la vi llegar en ese estado deduje que estaba pasando por momentos difíciles, que los esbirros
del régimen seguían ensañándose con usted, pero lo más importante—aquí Mauresmo hace
una breve pausa para luego rematar su discurso: “Nada ni nadie la detendrá hasta que usted
encuentre la verdad de lo que sucede. Y este joven, señorita Goronda, es la clave, la pieza
faltante. Y usted lo sabe”
Jade mantiene su mirada de confusión, a pesar de la debilidad, sus fuerzas no flaqueaban y
la entereza se mantiene, no así la lógica de sus pensamientos.
-¿Qué más sabe doctor? Dígame todo lo que conoce de esto. Si de verdad desea mi ayuda
tiene que contármelo todo.
Mauresmo lleva a Jade a la puerta de entrada, el aire sintético seguía exhalando sin tomar
respiro, el frío ambiente iba creciendo al igual que la tensión del momento.
-Creo que tiene razón. —prorrumpió Mauresmo en un susurro que se perdía apenas salía
escapado—Marcelo Santaella el padre de Eduardo, busca desde hace tiempo un libro de
anotaciones que perteneció a Kosmo. Según sé, allí se encuentra una cantidad de datos
importantísimos del trabajo que él llevaba.
-¿Quiere decir que lo que me contó hace poco, es decir el trabajo del doctor von Kritten
está documentado?
-Eso parece señorita, Kosmo anotaba todo, siempre llevó su labor de manera solitaria. Pero
por alguna razón ocultó toda su investigación a su yerno.
-¿Y Marcelo Santaella jura, que su hijo conoce donde está el libro?
-Así es, mire señorita Jade le contaré más de lo poco que conozco de esta historia, tiene mi
palabra de honor. Pero no en este momento.
Mauresmo se acerca a donde está sentado Eduardo, le habla al oído y le besa en la cabeza,
el joven reacciona asiéndolo por el brazo apenas el doctor Mauresmo se alejaba. Este lo ve
y con palmadas mudas de esperanza le hace entender que no lo dejaría solo.
Jade contemplaba la escena con sentimientos encontrados. Le preocupaba la posibilidad de
estar violando la ley ante la eventual ayuda que le pudiera prestar al doctor Mauresmo con
relación a la salida de Eduardo de la institución mental. Pero no podía dar paso atrás, la
persecución hacia su persona era más intensa que nunca, el allanamiento al apartamento
por parte de miembros del SEBIN, las amenazas, la muerte repentina de Silvio Páez y en
definitiva; la búsqueda afanosa de ese objeto inanimado y difuso que era el motor de toda
esta aventura: “La verdad”.
El teléfono móvil de Mauresmo lo hizo desprenderse de Eduardo, y alejarse un poco
buscando señal. Su rostro se fue descomponiendo como un óleo recién pintado que es
expuesto a un calor constante. Jade se dio cuenta y le pregunta:
-¿Pasa algo, doctor?
-Marcelo Santaella está aquí, viene por Eduardo.—dijo con la faz desencajada.
Jade se lleva las manos a su rostro, una curva de ansiedad se dibuja en sus ojos. Mauresmo
la lleva al pasillo y le dice con ruego: “Ayúdenos, usted es la única que puede”
-Pero es inútil doctor, aquí lo encontrarán.
-No lo harían si pudieran, solo yo tengo acceso a este recinto. Subiré y trataré de disuadirlo
de que Eduardo no está aquí. Bajaré en seguida.
Mauresmo Espinoza ingresa al ascensor y desaparece. Jade se petrifica en su sitio, por
primera vez no le responden sus reflejos, tomando aire decidido se acerca a Eduardo con
mucha cautela. Pero no estaba sentado, ni de pie, ni cerca, a decir verdad no veía a Eduardo
en el blanquecino cuarto. Cuando se voltea intrigada, el joven estaba justo detrás
de ella. El susto fue monumental. Jade observa al pálido muchacho, Eduardo se abraza más
a su chaqueta y luego, pasándose la mano por la cara tratando de espabilar al fantasma de
su locura le dice:
-Vámonos de aquí, nos quieren matar. Marcelo está arriba, ven vámonos.
-Espera—dijo Jade con tono afectuoso--no podemos irnos, tenemos que esperar al doctor
Mauresmo. Tranquilo que él nos ayudará. ¿Está Bien?
-¡No, no lo está, nada está bien!--gritó Eduardo para luego agregar en voz baja—Si no
salimos, estaremos muertos.
Jade se percató del estado de ofuscación que tenía el joven, y trató de tranquilizarlo
llevándolo a la cama.
-Ven relájate todo estará bien. Nadie va a matarte ni hacerte daño.
Eduardo se dejó llevar pero al llegar al borde de la cama se detuvo, y apartando su mechón
azabache le dice:
-Ellos vienen por la estatua del abuelo, la del caballo. Yo soy el único que sabe dónde está.
Pero nunca lo diré. Mataron a Dadá por ello. Y no lo diré, no, no lo diré.
Jade se quedó de una pieza. Al escuchar de la estatua, supo enseguida que Eduardo no solo
sabía quién asesinó a Kosmo von Kritten, sino además el paradero de la estatua.
-Dime ¿Es la estatua de un caballo de madera con cabello natural pegado en la cola?—
preguntó Jade.
Eduardo la mira desde otro mundo, tratando de entender ¿Cómo esta mujer sabía de la
estatua de su abuelo?
-¿Tú estás con ellos verdad? ¡¿Tú también quieres la estatua y deseas matarme?!
Eduardo se alejaba de Jade conforme la increpaba. La menuda mujer trataba de acercársele
y tranquilizarlo.
-Yo no estoy con ellos Eduardo. ¡Mírame! ¡Yo huyo de ellos! Créeme, estoy contigo y
quiero ayudarte. Es que he oído acerca de esa estatua y que todos quieren tenerla—Jade se
acerca al joven y con pausa trata de tomarle la mano, nota que sus manos son suaves, finas
y diáfanas—dime; ¿por qué piensas que quieren hacerte daño?
No habló, solo la veía, pero no con fijeza. Eduardo la observaba, como cuando se mira el
humo, que solo se ve un todo sin detenerse en un punto específico del vapor. La mente del
atolondrado joven pensaba con sanidad mental, pero las conclusiones no coincidían
con lo formulado en el origen de sus pensamientos.
-Créeme Eduardo yo solo quiero ayudarte—le dijo Jade con suavidad.
-Si de verdad lo deseas, ven conmigo. ¡Salgamos de aquí! —Le increpó el muchacho—
Tú buscas respuestas, ¿verdad? Yo te puedo ayudar a encontrarlas.
Los ojos de Eduardo tenían otro resplandor, Jade sintió desde lo intrínseco de su alma que
debía seguir su instinto. La seguridad con que le habló puso, a la avezada comunicadora,
ante la certeza de que se hallaba en el corazón de su investigación. Que ese joven
aparentemente desequilibrado, temeroso, desconfiado, paranoico e incoherente tenía la
llave que abría las puertas de la resolución de un misterio que se hacía más enmarañado
conforme pasaba el tiempo.
-Ya vienen—dijo Eduardo.
-¿Cómo lo sabes?
-Oigo el ascensor. Ven conmigo.
Y halando a Jade la lleva hacia el final del pasillo donde una puerta completamente
cerrada los recibe.
-Espera Eduardo, si de verdad quisiéramos salir, no podríamos, la puerta está cerrada.
Mejor regresamos y esperamos al doctor…
-No. —interrumpió el joven—No esperaremos a nadie.
Del fondo del bolsillo de su chaqueta Eduardo saca un llavero en forma de moneda, al
extremo de éste; dos llaves.
-Se las quité a Mauresmo ahorita—dijo con una sonrisa traviesa.
Acto seguido, abre los dos candados, quienes abrazados, se negaban a abandonar el coito
ferroso que mantenían con las anillas de la puerta. Una vez abierta, un angosto pasadizo
los recibía.
-¿Te quedas?—preguntó Eduardo a Jade—Tranquila nadie nos verá, recuerda que somos
invisibles.
Jade volteó, le pareció escuchar a la lo lejos, las guayas del ascensor, signo de la cercanía
de alguien. Cuando giró sobre su humanidad Eduardo ya había decidido abandonar todo e
ingresar al pequeño corredor. Jade dudó por un momento, pero al final decidió seguirlo,
“total”, pensó ella, “ya estoy metida en suficientes problemas, uno más no hará la
diferencia”.
***

Justo cuando Apolonio Rizzo llevaba a Marcelo a las diferentes áreas del centro clínico
para que los revisase, Mauresmo Espinoza hace acto de presencia con una calma libre de
sospecha.
-Ingeniero, ¡qué gusto!--Dijo extendiendo la mano firme.
-Déjese de saludos y mariquera, Espinoza. Vine por Eduardo. ¡Tráigamelo!
-He intentado explicarle al ingeniero Santaella que Eduardo no está en el centro clínico-
acotó Rizzo.
-Eso es correcto ingeniero. --Respondió tajante Mauresmo, mientras bajaba la mano
congelada en el aire--¿Con qué intención le ocultaríamos algo de esa magnitud?
-Eso es lo que quiero averiguar. --Respondió Marcelo acercando su rostro al del
inexpresivo psiquiatra.
-Pues bien, vayamos. Yo le acompañaré, ingeniero. Revisemos todo, para que se convenza
de que no estamos haciendo nada ilegal. Me apena mucho que Eduardo se haya ido, y
créame haremos todo lo posible para encontrarlo, y continuar con el tratamiento. Apolonio,
--dijo dirigiéndose a su colega,--yo me encargo de esto.
El doctor Rizzo, se retiró con serio semblante, intuía con claras evidencias de lógica
interpretación, que la situación, lejos de arreglarse, se complicaría más. Y él estaría
preparado para todo.
Entre tanto, Mauresmo Espinoza invitaba a Marcelo Santaella a revisar todo el centro
clínico. Lo llevó a los distintos pabellones, al segundo piso, donde funcionaba el centro de
terapias, el recorrido también incluyó las blanquecinas habitaciones acolchadas, el
comedor, oficinas, y hasta el amplio departamento de archivo donde se guardaba toda la
información de quienes ingresaban, salían, sanaban, o simplemente naufragaban en el
complejo mar de la locura cuerda. Cuando Marcelo exigió que lo llevara a las habitaciones
del sótano, cuyo anexo él mismo ayudó a sufragar con su dinero, Mauresmo mantuvo la
calma, trató de disuadirlo explicándole que dicho anexo aún no había sido abierto
oficialmente y que no estaba equipado siquiera. Marcelo no se dejó amedrentar en su
petición y le “exigió” que lo llevara de inmediato.
El galeno accedió y dirigiéndose al ascensor privado con su tarjeta magnética pulsó los dos
botones que indicaban los niveles de sótano 1 y sótano 2. En el primer nivel subterráneo se
veía de entrada, un ancho pasillo custodiado por incandescentes luces de neón blanco. Seis
“habitaciones” tres a cada lado, esperaban ansiosas ser alimentadas por los restos
orgánicos, de los cuerpos descompuestos ausentes de sensatez. Con un fortísimo olor a
resina y pegamento, el aire tóxico exigía un rápido avistamiento.
-Esta sección es para albergar a los pacientes de conducta peligrosa, —dijo Mauresmo—
aquí podríamos atenderles con mayor comodidad, lo amplio del recinto…
-¡Ahórrese el maldito tour! —Amonestó Marcelo-- ¡Abra todas las puertas! ¡Lenrry
observe adentro!
Mauresmo abrió con su tarjeta cada una de las puertas. Lenrry, observó cada uno de los
aposentos encontrándolos completamente vacíos, como lo estarían siempre, aun cuando los
despojos de seres vivientes los ocuparan.
-Falta un nivel, ¿o me equivoco?—preguntó Marcelo al aparentemente tranquilo galeno
-En efecto, falta el sótano inferior, lo recién terminamos hace una semana. Consta de un
solo cuarto.
-Andando entonces—ordenó el hombre cuya paciencia se desgastaba.
Mauresmo Espinoza palideció por dentro, al ingresar al elevador se dio cuenta que solo un
milagro lo salvaría, pues no solo sería víctima de la ira desproporcionada de Marcelo
Santaella, sino que perdería su licencia, su empleo, su seguridad y hasta su existencia
misma. Todo estaba en juego a solo tres metros de profundidad. Al abrirse el ascensor una
calma escalofriante gobernaba el lugar. La “habitación” estaba abierta con luz encendida,
el pasillo completamente vacío, se abría como un compás geométrico ausente de bisagra.
-Tenía entendido que aquí no había nadie. —Dijo Marcelo al tiempo que asomaba su
cabeza al interior del cuarto.
-En efecto ingeniero, —respondió el sorprendido Mauresmo—no hay nadie, a veces
algunos colegas o enfermeras bajan hasta acá para descansar.
-¿Descansar?, —preguntó con malicia Lenrry—esto más bien parece una tumba con aire
acondicionado.
-¿Y aquella puerta? ¿A dónde lleva?—preguntó Marcelo refiriéndose a la puerta blanca
que parecía pintada al final del corredor.
-Está cerrada por seguridad. Allí se guardan utensilios que usan los obreros que aun
trabajan en estos anexos ingeniero. No tiene salida alguna, es más bien un depósito.
-¿Un depósito a más de tres metros bajo tierra? Le aclaro algo Espinoza, no descansaré
hasta encontrar a Eduardo. ¡Jure por lo más sagrado que usted tenga, que yo no me entere
que usted me ha mentido! Júrelo por su propio bien.
La sonrisa inexistente de Marcelo se asomaba a su duro rostro. Mauresmo Espinoza
conocía perfectamente que este hombre no se andaba con rodeos y mirándolo directamente
a los ojos le dijo con una sinceridad profunda:
“Su hijo no está aquí”
En efecto, esa era una realidad más que palpable, Eduardo y Jade dieron con su humanidad
a las afueras de la clínica mental, en un pequeño rancho que servía de depósito, y después
de sortear un húmedo y frío pasillo, para luego subir una larga escalera con escalones
traicioneros. Eduardo llegó jadeante y más temeroso que de costumbre al abrirse la puerta
de madera que torpemente cubría la salida de este laberinto subterráneo.
Eduardo Santaella salió. Se refugió en un rincón, allí se quedó respirando con dificultad y
con los ojos desorbitados, como un recién nacido temeroso de un mundo que lo recibía con
recelo. Jade Goronda salió a los pocos segundos, y como llevada por una fuerza invisible
se apostó junto a él.
-Tranquilo, ya salimos. —Dijo ella con voz entrecortada—Ahora te toca a ti. Tienes que
confiar en mí.
Eduardo la miró con tranquilidad remota, la respiración se iba normalizando y su cuerpo,
antes tenso, se desdoblaba con tranquilidad al escuchar las palabras de Jade.
-Tenemos que movernos rápido, en pocos minutos estarán aquí, vamos levántate.
-Sí, hay que irnos—afirmó Eduardo--sígueme yo sé salir de aquí.
Ambos se alejaron presurosos en medio de la nada, flanquearon una reja entreabierta y se
perdieron con un rumbo hacia lo desconocido.

***
Lo más atemorizante que podía existir era ser víctima de los interrogatorios en los sótanos
de la sede del SEBIN. En la llamada “tumba”. Pero más aterrador resultaba cuando el
propio Benjamín Turó dirigía la interpelación. Su sola presencia intimidaba a los más
fuertes. Las innumerables leyendas e historias que rodeaban a este personaje no eran vanas.
Desde torturas físicas, donde se ponía de manifiesto su sadismo y su comprensión
acentuada de la anatomía humana para conducir, cual director de orquesta, su sinfonía de
dolor infinito, hasta los más brutales ataques a la psique, para hacer del dolor la única
realidad vivida por sus víctimas.
Muchos sucumbían a la tortura y a pesar de no tener la información que él necesitaba, las
inventaban, se convertían en expertos narradores donde descollaban las mil y una trama de
un teatro de absurdo tan alocado, que el mismo Turó sabía que ellos no sabían nada y que
el ansia de supervivencia de sus presas era tal, que la imaginación se apoderaba de la lógica,
la cual ya muerta, se abría paso entre los escombros de una lucidez cada vez más
agonizante.
Al entrar al segundo cuarto de interrogatorio, se hallaba una de las mujeres aprehendidas
en la heladería, donde habían visto salir a Valerio Camacho. Aquella lo reconoció en el
acto: Alto, delgado, con rasgos faciales duros, el cabello peinado completamente hacia
atrás, los ojos oscuros como sus sentimientos, y una voz tan agradable que echaba por
tierra, cualquier fisonomía de maldad.
Benjamín Turó entró con una asistente policial. Era otra táctica que empleaba, cuando la
víctima de su interrogatorio era una mujer, llevaba consigo a una fémina para que aquella
se sintiera más segura y lograra hablar con tranquilidad. Este era el primer paso, de los tres
que aplicaba Turó, en el proceso de averiguación que realizaba.
-Buenas tardes—dijo con prestancia--¿Te encuentras cómoda?
La mujer se heló de pies a cabeza, sus increíbles ojos color verde esmeralda contrastaban
con el marrón de su piel. Esposada, con las manos a la espalda, conocía perfectamente que
ese era el final del camino, y aunque era un miembro menor de “La cola de palomo” estaba
aleccionada a no hablar, no por el hecho de ocultar mediante tácticas dilatorias cualquier
información importante, sino que dicha información que poseía no era valiosa si no se tenía
el complemento de ésta, la cual se le daba a otro miembro de la
organización, y así sucesivamente, todo para evitar que un solo individuo manejase
mensajes claves.
-¿Deseas tomar algo? ¿Agua, un refresco quizás?—volvió a preguntar Turó a la vez que se
acercaba a la joven, la cual mantenía un silencio de miedo. -Tienes unos ojos hermosos--
dijo con sinceridad, mirando las esferas incandescentes que se asomaban al rostro terroso
y temeroso de la muchacha. Grandes, con tonos verdes, amarillos y azules.
El sitio de reclusión era pequeño y mohíno, una mesa redonda de tres patas sobre la cual
solo se hallaba una pequeña lámpara con el cuello metálico entumecido de tanto iluminar
hacia arriba; una silla diseñada para ofrecer los distinto tipos inimaginables de
incomodidad, pero lo peor de este ambiente era el silencio, tan profundo y áspero que
aturdía.
-Entiendo tu temor—dijo Turó, apartando su mirada de esos ojos esmeralda--pero
tranquila. Seguro te han dicho cosas horrendas de mí. No creas en nada de eso, aquí yo
puedo ser tu mejor amigo. —le decía mientras la veía a sus desorbitados y verdosos ojos—
Aquí tengo tu expediente: “Claudia Andreina Morelos, 25 años, la segunda de cuatro
hermanos. El mayor; Arnaldo José Morelos murió de una sobredosis de droga y fue
encontrado muerto a las orillas del río Guaire…”
-¡Mentira! ustedes lo mataron—gritó la mujer con una articulación dislocada por el miedo-
-, mi hermano era un hombre sano, trabajador, y ustedes la cogieron con él, hasta que le
tendieron una trampa y lo asesinaron.
-¡Vaya, pensé que eras muda!—respondió con apatía Benjamín-- Ya veo que puedes
hablar, y muy bien. Aquí dice que tienes una pequeña bebé: Solmar Morelos, cinco añitos
y de padre desconocido. Es muy bella, heredó tus ojos. —aquí Turó levantó la mirada y
traspasó de un solo tiro, la faz de la pobre infeliz--¿La cuida tu mamá verdad?
-¡No se atreva…! -Gritó, mientras se retorcía en su atadura.
-¡Hey! ¿Qué te sucede? Sólo quiero conocerte un poquito mejor. Te diré algo; me dices lo
que quiero saber y yo me olvidaré de este expediente, así te podrás ir hoy mismo a tu casa,
con tu mamá y la pequeña Solmar ¿te parece?
La mujer observó a la oficial, ésta le asentaba con la cabeza. Entre tanto Benjamín Turó
estiraba su cuello y acomodaba su corbata roja, esperando una respuesta, pero ésta no
llegaba. La interpelada solo bajó la mirada y descargó un lánguido sonido:
-Hagan lo que quieran.
Benjamín se puso en pie, era el momento de emplear su segundo paso de estrategia,
interrogar en un intenso e incesante bombardeo, aturullarla hasta el borde del desespero.
-Dígame ¿vio entrar a esta mujer a la heladería?- Preguntó al tiempo que mostraba una
fotografía de Jade.
-No sé nada.
-Es Jade Goronda, una reportera que vende secretos al mejor postor. Indaga, saca toda la
información que necesita y luego desaparece para obtener el mayor provecho económico.
Quizás Valerio Camacho cayó en su trampa, y le dio información importante que nuestro
gobierno necesita para mantener la seguridad nacional.
La pobre no dijo nada, sólo su mirada verdosa, que escudriñaba el piso agujereado, era
signo de que existía en ese momento.
-Dime, ¿Qué hacías en ese antro? ¿Qué planean? ¿De qué se trata ese “gran golpe”?

Nada…solo silencio.
- Está bien como quieras, quería ayudarte, pero ya viste, ni siquiera me lo has permitido.
Quizás tu amiga sí desea salvarse. Por cierto, ¿sabías que no se llama Eneida? ¡Claro el
principio de anonimato que ustedes manejan. ¡Muy astuto debo admitir!
Pero te digo algo, aquí todo se sabe. Por ejemplo “Eneida” ya habló, nos dijo cosas muy
interesantes, sabemos que Valerio Camacho está aquí en Caracas es solo cuestión de tiempo
para capturarlo a él y al Quijote—aquí hizo una pausa para soltar una carcajada que más
bien parecía una tos mal curada-- ¡Vaya originalidad: “El quijote”! —Dijo Benjamín Turó
mientras miraba con ojos ausentes de emoción a su empleada quien permanecía callada de
pie al lado de la mujer--Al menos le hubieran buscado un apodo más interesante, y menos
peliculero.
-¡No es cierto! “Eneida” no hablaría, ni drogada lo haría, y a Valerio jamás lo encontrarán,
es muy astuto hasta para ustedes, ¡asesinos de mierda!—al decir esto último, la mujer de
ojos esmeralda le lanzó un certero escupitajo al rostro de Benjamín Turó, pero éste ni
espabiló y en un movimiento hábil lo esquivó con maestría.
La mujer lo miró. Sus ojos coloridos parecían cambiar conforme el pavor los alimentaba.
-Admiro tu lealtad, —dijo Benjamín reponiéndose a este acto, asqueroso para él--poner en
riesgo la vida de tu familia, y hasta la de tu hija por un ideal absurdo que no tiene ni pies
ni cabezas, es digno de admirar, pero a la vez deberías preocuparte, no tanto por nosotros,
¡no, que va!, sino por aquellos que tú has jurado apoyar. Cuando se enteren que todo lo que
necesitábamos saber salió de tu femenina boca, creo que ellos te harán pasar un mal rato,
vengándose con tu familia. Y es allí donde entro yo en tu rescate, Claudia. Deberías
entenderlo, solo quiero un poco de información. Dime ¿dónde será el golpe que darán
ustedes? Sé que planean un nuevo asalto, ¿al panteón nuevamente? ¿A la sede de la
asamblea nacional? ¡Vamos, dime! y te juro que te protegeremos, a ti, a tu familia y a la
hermosa Solmar. Tarde o temprano lo averiguaremos.
El rostro de Benjamín Turó era elocuente. Cual actor que se aprende e interpreta con pasión
un papel; su voz entretejía matices sonoros suaves y delicados, la faz se vio iluminada con
el resplandor de la lámpara, dándole un aire de dulzura, que bien podía ser interpretado
como algo legítimo y sincero. Pero la mujer no se dejó engañar.
-¡Jódase!—dijo con voz de decisión, una vez que se sobrepuso al falso rostro de bondad—
Si supuestamente Eneida ya habló, eso quiere decir que usted no necesitaría de mi
“supuesta confesión” ¿no es así?
Benjamín Turó no pudo escapar a este salivazo de lógica, como esquivó el anterior. Y
levantándose con pausa le acarició la cabeza, dándole la espalda le dijo: “Tienes razón, no
te necesito”.

***
CAPÍTULO VI
Sentada en su nuevo nicho que le servía de refugio, frente a un diáfano mar Caribe, Jade
Goronda escudriña la computadora. La bandeja de entrada de su correo electrónico estaba
más que saturada, sus distintas fuentes, así como algunos de sus colegas de confianza
concluían en lo mismo: Algo grande se estaba gestando, el ánimo de la gente en distintos
rincones era uno sólo: Decisión. No soportaban la mojiganga en que se había convertido el
sistema. La célula daba visos de rebelión, contra una bacteria cada vez menos fuerte pero
no menos peligrosa. Jade revisó toda y cada uno de esas informaciones, duplicó la memoria
que le diera Silvio Páez y lo guardo en distintas “bóvedas virtuales” con diferentes claves,
así mismo lo copió en un único disco compacto, encriptando su contenido, no quería
arriesgarse a perder la información tan valiosa que poseía. Luego intentó comunicarse con
Rocco Santino pero el longevo periodista era inubicable, lo llamó al privado de su oficina,
al celular secreto que él poseía y que servía de enlace para ellos dos, llamó a su casa, y
hasta le dejó un mensaje en clave con un ex colega del diario “La Palabra”.
La ausencia de Rocco puso a pensar a Jade. Trató de tranquilizarse, encendió la televisión
y no notó nada extraño, ni siquiera comentaban las exequias de Silvio Páez. Se sentía
náufraga en una isla rodeada de silencio, desinformación y miedo.
-¿Vives aquí?—le interrumpió Eduardo con voz infantil.
El muchacho aún se recuperaba del viaje que había hecho desde las entrañas subterráneas
de la clínica mental, hasta el pequeño apartamento en las costas del litoral central. Cierto
que fue él quien tomó la iniciativa para escapar de “Los Colorados” pero una vez afuera y
en el jolgorio desenfrenado de una ciudad indiferente, Eduardo había caído presa de la
incertidumbre y el temor. Añoraba, paradójicamente, sus aposentos en la mansión, el fugaz
calor materno que le daba Leticia y hasta la habitación blanca, yerta y fría, del psiquiátrico.
A pesar de sus ratos de lucidez, decisión y autocontrol, Eduardo Santaella seguía aferrado
a un timón que se encontraba en línea, respecto a la marcha de una nave que le obedecía
cada vez menos y que solo ofrece la resistencia lógica al agua. En ocasiones el buque de
su vida daba alguna guiñada y era menester actuar sobre el timón para recuperar el
rumbo.
Jade Goronda lo sabe, comienza a conocer la actitud desconcertante de este joven, pero ya
no puede marchar hacia atrás. Se encuentra atrapada, más allá de lo que hubiera pensado,
en una urdimbre que se entretejía conforme ella intentaba zafarse, hasta quedar
paralelamente entrelazada, a una trama cuyas combinaciones ella desconocía por completo.
-No, no vivo aquí—respondió ella con buen tono-- bueno a decir verdad como están las
cosas no vivo en ninguna parte.
-¡Te lo dije! te dije que no nos verían. Somos invisibles.—dijo el muchacho asomando una
sonrisa infantil mientras se sentaba en el suelo.
-¿Quieres algo de comer?--preguntó Jade
Eduardo la miraba sin hacerlo, aun dentro de su fantasiosa mente el joven no se sobreponía
del todo al largo recorrido que tuvo que hacer hasta llegar al pequeño aposento que les
servía de refugio.
Al salir completamente de los límites de la clínica psiquiátrica, habían caminado unos
pocos kilómetros hasta que Jade detuvo a un taxista quien los llevó al centro de la ciudad.
Se bajaron cerca de la universidad central. Una vez allí la paranoia de Eduardo creció. Al
verse rodeado de tanta gente desconocida, de tanto ruido, de tanta contaminación, de tanto
desconcierto, de tanta vida, Eduardo Santaella se detuvo. Llevándose sus manos a la cabeza
tratando de callar a las miles de voces desentonadas que le atormentaban desde sus
entrañas. Jade, quien se había adelantado solo unos pocos metros, se dio cuenta de la
ausencia del muchacho, lo buscó entre la muchedumbre que crecía con desafuero. Logró
llegar hasta él, lo cogió de un brazo y le gritó tres veces su nombre:
“¡Eduardo, Eduardo, Eduardo!”
Así fue que reaccionó, apretó la mano de la mujer y se dejó llevar como si fuera un niño
expectante en su primer día de colegio.
En cierta manera era así, Eduardo Santaella había mandado su mundo al infinito confín de
la locura, convencido que era el único que podía de una vez por todas, develar el misterio
de la muerte de su abuelo. Convenció a Jade Goronda a escapar con él, calculó desde sus
inicios su plan de fuga, que era de lo más incierto, porque él mismo sabía que en cualquier
momento Marcelo lo hallaría. Por ello debía moverse con rapidez, pero eso
era algo que no entraba en la lógica de la hipótesis de su cuadro clínico. Los destellos de
ese sol que lo cegaba se iban haciendo cada vez más frecuentes, sus movimientos erráticos
solo eran comparados por los inteligentes pensamientos que ponía en práctica. Abordaron
un nuevo taxi que los llevaría a la Guaira.

El llegar hasta el litoral central fue una verdadera odisea, similar a los recorridos que hacía
desde su cuarto hasta la biblioteca en su vida anterior, porque Eduardo veía toda esta
experiencia con ojos retrospectivos poseídos por la bruma del pasado.
Al abrir la puerta del pequeño “chalet” propiedad de Roco Santino y que se ubicaba en la
costa varguense, a solo trescientos metros de la playa y a pocos kilómetros del aeropuerto
internacional “Simón Bolívar”, Eduardo Santaella y Jade Goronda ingresaron en una
dimensión paralela una de la otra, pero igualmente desconocida para ambos.
- ¿Tienes torta o algo de dulce? Me gustaría comerme una torta de fresas con crema— dijo
Eduardo a la vez que medio sonreía y su mirada perdida se enfocaba en la nada.
-Bueno déjame ver, no creo que aquí haya justo eso.
Jade se dirige a la nevera vertical de dos puertas, una de ellas era un auténtico paraíso de
imágenes, imanes y calcomanías, cada uno con mensaje diferente, la mayoría en italiano:
“Venezia un viaggo nella belleza”, “Cividale del friuli…piu bella…” etcétera.
No cabía duda que Rocco Santino era un coleccionista de este tipo de suvenir. Adentro del
refrigerador no había nada, excepto una jarra de aluminio llena de agua, dos barras de
mantequilla y una bandeja rectangular de vidrio llena hasta el tope de limones.
-No, definitivamente no hay torta de fresa—decía Jade sin apartar la mirada del interior
gélido de la nevera—sólo agua y limones.
-Bien—agregó Eduardo quien seguía sentado, ahora mirando hacia la cocina—al menos
con lo que hay podemos hacer limonada.
Jade sonrió desconcertada, le sorprendía la lucidez con la que hablaba Eduardo y el giro
radical que después experimentaba. Esa aparente “bipolaridad”, le daba a la reportera
elementos de duda acerca de lo que Eduardo afirmaba, sobre la estatua, el libro de Kosmo
von Kritten y todo lo demás. Si era cierto que sólo tenía pocas horas conociéndole, y sin
explicación razonable alguna siguió a este joven desequilibrado, podía dominar la situación
y llegar hasta lo más cerca posible de la consecución de su objetivo. Mientras preparaba
todo para la tan esperada bebida, Jade alzó su voz para que Eduardo la escuchara:
-Cuéntame de tu abuelo, el doctor Kosmo. ¿Cómo era él?
Eduardo apartó su vista de la cocina, y se preparó para subir la empinada cuesta de la
pendiente de su memoria, donde los recuerdos tratan de huir del ingrato olvido.
-Era un gran hombre.—contestó con la mirada navegando en ese mar infinito, parecido al
que tenía enfrente—Mucha gente solo piensa en él como un gran científico, hizo mucho
por mucha gente que lo necesitaba. Para mí fue el padre que nunca tuve. No mereció ese
fin.
Jade detiene en seco el cuchillo, justo al terminar de dividir en dos, la esfera millonaria de
ácido cítrico. Se lava sus manos y con un trapo impreso de palmeras multicolores, se las
seca, luego camina hacia el borde del balcón donde las ruinas desconsoladas y tristes de un
ser humano yacían cual escombros amontonados.
-Me lo imagino—atinó a decir-- Bueno, no del todo, pero creo que sé lo que sientes, sabes.
Mi papá murió hace algunos años, y a mi madre la perdí cuando yo estaba por ingresar a la
universidad, no tengo hermanos o parientes cercanos, solo mi profesión que me ha dado
mucho; satisfacciones y también problemas.—aquí Jade asoma su sonrisa mágica y se
aparta con el dorso de la mano derecha un cabello, que atrevido, deseaba abrazarse a sus
labios carmesí.
-Pero la vida sigue Eduardo, y debemos llevarla con entereza. Piensa que tu abuelo jamás
hubiera permitido que tú estuvieras en ese estado…de tristeza, quiero decir.
Jade desconocía el motivo de compartir sentimientos y recuerdos tan profundos y
enterrados hacía mucho, pero por alguna razón deseó hacerlo con este extraño que aún le
mermaba la confianza, pues desconocía si se trataba de un pequeño genio haciéndose el
loco o un pequeño loco haciéndose el genio.
-¿Eres feliz?—le preguntó Eduardo con candorosa melancolía.
Jade se desarmó. Eduardo volteó para mirarla, esperando quizás una respuesta o un reflejo
equidistante del otro lado de un espejo, que le indicaba un mundo contrario a sus acciones,
donde la locura es cordura, el desasosiego es tranquilidad y la felicidad es tan inexistente
como los objetos reflejados.
-Bueno, creo que sí.—contestó Jade sonriéndole y mirándolo directo a esos ojos
extraviados—Aunque si pudiera dormir un poco, lo sería más—esto último lo dijo
asomando nuevamente una sonrisa llena de piedad, a su virginal rostro.
Eduardo siguió mirándola. Le regaló una sonrisa sincera y apoyando su mentón sobre las
manos descansadas sobre sus rodillas le dijo:
-Existen tres tipos de personas en la vida, las que son felices y no lo saben, las que creen
serlo, sabiéndolo, y las que siéndolo no lo creen ¿Dónde encajas tú?
Jade miró hacia la nada, solo apretaba con fuerza el trapo húmedo entre sus manos, y
dejándolo caer sobre una mesa cercana le dijo con un último aliento:
-No lo sé.
Eduardo dejó de mirarla y volvió a embarcarse en el tren fantasioso de la locura cuerda.

***

En ese preciso instante el ruido ensordecedor de un jet a propulsión, reventaba el denso


aire marino. El aparato bajaba su tren delantero para tocar la pista 09-27, del “Aeropuerto
Internacional Simón Bolívar de Maiquetía”. Sólo seis pasajeros estaban dentro de la nave,
uno de ellos vestido completamente de blanco, sobre su cuello dos cuentas multicolores
que combinaban a la perfección con las que llevaba en la muñeca izquierda, un sombrero
de Panamá y un bastón hecho con roble macizo que terminaba en un puño dorado.
La llegada de Chinochoa vino a tranquilizar, en parte, el enajenado carácter de Marcelo.
Llegaba acompañado de cuatro asistentes personales y el infaltable Pompilio Luna, más
desconfiado y receloso que nunca. Pero no solo traía compañía, nada grata para Marcelo
dicho sea de paso, pues él pensaba que mientras menos personas se involucraban en el
proyecto, mucho mejor sería, y ahora más que nunca, después del fracaso de encontrar a
Eduardo. Chinochoa arribaba con algo mucho más valioso, algo que Marcelo ignoraba en
ese momento: los planos completos y modificados del TRESSLA 9000.
Apenas descendieron de la nave y después de transitar el protocolo de la aduana, los ocho
hombres fueron llevados a bordo de una furgoneta blindada de las empresas Santaella, que
los llevaría hasta el este de la ciudad de Caracas.
Allí, en un exclusivo pent house rodeado de ventanas carentes de división que cubrían toda
la oficina, los esperaba Marcelo Santaella. Era una de las nueve oficinas que utilizaba sólo
en la ciudad capital. Ésta en particular, dominaba la hermosa vista lejana de una metrópoli
cada vez más difusa y contradictora. Allí estaba de pie, en el centro de su
poder, mal humorado por todos los acontecimientos que ha vivido, y para completar, Ulises
en la dichosa reunión con el secretario de presidencia, no pudo recoger a Chinochoa al
aeropuerto.
Marcelo Santaella se revolvía por dentro. Odiaba no tener el mando de la situación. Hacía
horas que Ulises Bejarano llevaba reunido en la secretaría sin él conocer los detalles de
dicho encuentro. Y ahora encima, recibir a Argimiro Chinochoa y sus “nuevos invitados”
en su despacho.
Los recibió con frialdad pasmosa en la recepción de su oficina. Había despachado a la
secretaria de turno temprano. No deseaba que nadie supiera de la existencia de Chinochoa
y mucho menos de lo que realizarían. Ni siquiera devolvió el saludo de aquel, quien se
quedó inmóvil, como un muñeco de cera, con la mano suspendida en el aire.
-Parece que el ingeniero Santaella no está del mejor de los ánimos. ¿O estoy errado?—
preguntó Chinochoa al tiempo que bajaba su mano.
Marcelo sólo los veía sin moverse. Con las manos cruzadas a su espalda, sus ojos no
estaban de acuerdo con la inmovilidad del cuerpo, y se balanceaban de izquierda a derecha,
y de derecha a izquierda como tercos péndulos empecinados en dar la exactitud de una hora
que ya había desmigajado el tiempo al pasar.
Rompiendo la rigidez de su cuerpo sólo invitó a Chinochoa al interior de su oficina. Este
les hizo a sus compañeros un ademán de tranquilidad, luego miró a Pompilio Luna y no
dijo nada, pero no hacía falta, el viejo compañero no necesitaba de muchas palabras para
entender las señas de su mentor.
-Soy un hombre exitoso en los negocios. —Dijo Marcelo tan solo al ingresar en la opulenta
sala-- No llegué acá, sólo con heredar de mi padre una compañía. He transformado un
conglomerado de empresas nacionales, en un emporio internacional.
¿Sabe usted, señor Argimiro, como he logrado hacerlo? Porque hablo claro, y actúo bajo
las reglas del juego.
-No sé a qué se refiere ingeniero—dijo Chinochoa acomodándose los anteojos y sentándose
sin esperar invitación.
-¡Cuando hablamos dije expresamente que lo quería a “usted” aquí en Caracas, no me
refería precisamente a una corte persa!
Marcelo alzaba la voz conforme pronunciaba las palabras, su sonrisa invisible era más
palpable, sus ojos perdían la perspectiva del entorno. La ira que radiaba era vista sin
necesidad de artilugios. Además; la desconcertante manía de dibujar círculos en el aire
aumentaba la tensión del ambiente.
-Usted está errado ingeniero, si me permite decirlo. —Se defendió Chinochoa—Los que
están conmigo no son parte de alguna corte principesca ni mucho menos; ellos son los
mejores en sus respectivas áreas. El proyecto que deseamos desarrollar nos plantea varias
interrogantes, una de ellas, quizás la más importante, es ¿en qué tiempo seremos capaces
para llevarlo a cabo? Con ellos le aseguro que será más rápido de lo que usted cree.
Argimiro Ochoa era la antítesis de Marcelo Santaella a la hora de mezclar sus emociones.
La vasta experiencia le enseñó a llevar la vida sin la actitud visceral que le había sido tan
desfavorable en antaño. Mientras Marcelo no entendía la forma de dicho enfoque, en parte
por la desaparición de Eduardo y la situación cada vez más compleja con el gobierno,
Chinochoa la veía en sus múltiples formas y fondos.
-Está bien Argimiro, le daré el beneficio de la duda. —Dijo con pesadez mientras tomaba
asiento en una butaca amplia de cuero color vinotinto, dándole la espalda a un panorama
brumoso, como el de la misión que deseaba llevar a cabo.
-Dígame exactamente ¿Qué necesitará para crear esa “maravilla de máquina”?
-¡Confianza!—contestó sin titubear el interpelado—Verá ingeniero, si usted no confía en
lo que yo hago, en la información y conocimientos que tengo, será muy difícil que llevemos
a buen término nuestra empresa. Las personas que traje son de mi más absoluta confianza,
además ninguna de ellas habla otro idioma que no sea el del dinero, ¿me comprende?- Esto
último lo remató masajeando el pulgar, sobre las yemas del índice y el dedo medio.
-Eso no es problema. —dijo Marcelo ya recuperando el aplomo—Pero dígame ¿en cuánto
tiempo tendremos el TRESSLA 9000 funcionando?
Chinochoa se quitó el sombrero y lo colocó sobre sus piernas. De su blanco traje sacó un
pañuelo el cual pasó por su nívea cabeza.
-Entiendo su apuro ingeniero. El diseño del TRESSLA 9000 no es fácil, y máxime si
tenemos que hacerles las modificaciones de rigor. Yo diría que trabajando 18 horas al día
en tres turnos alternos, con los respectivos descansos, en dos meses lo tendremos…
-¡Dos meses!—espetó Marcelo con una renacida ira mientras se ponía nuevamente de pie-
-¡Está usted fuera de juicio Argimiro! Ulises me dijo y me convenció de que usted era
el mejor. ¡Demuéstremelo!, no pienso esperar dos meses para ver el resultado de una
investigación que aun yo mismo no estoy ciento por ciento convencido.
-Creo que eso quedó claro cuando hablamos en Perú. Le advertí que los cambios que el
doctor Kosmo le hizo al “TRESSLA” eran muy avanzados, que debíamos trabajar con una
información técnica de amplias consecuencias y que de hecho todo, absolutamente todo
dependía de la prontitud con que usted tuviera la “otra parte” de los datos.
Marcelo cambió el dibujo de su rostro. Se sentó nuevamente, elevó su dedo pulgar al
mentón. El silencio desconcertó a Chinochoa quien notó que el cambio de actitud en
Marcelo era abismal, de pasar a insultar y alzar la voz de manera desenfrenada, a un
completo mutis. Al frente, Argimiro Ochoa tenía a un ser ensimismado, de hecho Marcelo
Santaella pensaba en el libro, en la desaparición de Eduardo y en la seguridad casi absoluta
que tenía en que el codicioso gobierno pusiera las manos en sus investigaciones. Por un
lado el tiempo de dos meses que le ofrecía Chinochoa era más que suficiente para encontrar
el libro de anotaciones. Pero por el otro, la inmediatez de la obtención de la meta que se
habían trazado él y Ulises era perentoria. La entrevista de Ulises con altos funcionarios de
la secretaría presidencial daba cuenta de que era una carrera contra el tiempo y contra la
razón.
-Usted tendrá esas informaciones, se lo aseguro—dijo Marcelo en tono calmo—pero dos
meses es mucho tiempo. Le doy quince días, ni uno más. En ese tiempo debo tener el
TRESSLA 9000 en mi poder, así como la capacidad de crear lo que ella proporcione.
-Le recuerdo ingeniero que el “TRESSLA” es sólo una guía, una puerta que debemos
cruzar.
-La cruzaremos Argimiro, y veremos qué hay del otro lado.
-En cuanto a los quince días, así lo haremos, pero con condiciones. A mis colegas,
ingeniero, habrá que duplicarles lo que inicialmente estipulamos, trabajarán más de lo que
les ofrecí.
-De acuerdo. Pero dígame algo Argimiro; ¿qué desea usted? No tuvimos tiempo de
terminar ese punto de la conversación allá en Cajamarca.
Chinochoa sonrió, de adentro hacia fuera. Y mirándolo de abajo hacia arriba le dijo:
- Yo sólo deseo trabajar por el bien de la ciencia.
-¡Ja Ja Ja!—explotó Marcelo en carcajadas—no parezco, y mucho menos soy tonto;
vamos Argimiro sea sincero, ¿que desea?, ¿dinero?
-¡No!—respondió entre risas cortadas Chinochoa-- A mi edad ingeniero, no se puede hacer
mucho con el dinero, salvo comprar tiempo extra en este mundo. Como se lo dije allá en
mi terruño, no deseo dinero. Quiero que usted y Ulises me prometan que yo seré parte de
todo esto.
-¿De qué?—preguntó confundido Marcelo.
-De lo que se logre descubrir. Esto es un proyecto colosal de una trascendencia gigantesca,
y usted lo sabe ingeniero. No sólo descubriremos y crearemos nuevos mecanismos que
revolucionarán el mundo de la biología genética. Aquí, —dijo Chinochoa a la vez que se
levantaba, colocándose nuevamente su blanco sombrero y apoyándose en su bastón de
puño dorado—debatiremos sobre la vida más allá de la muerte, de romper el único muro
que como seres inteligentes no hemos podido derribar.
¿Qué hay más allá? ¿Qué se esconde tras esa frontera que todos recorreremos pero que
nadie ha vuelto para contarnos? Eso es lo que deseo ingeniero Santaella, ser parte de estas
respuestas.
Marcelo se inmovilizó, no podía negarse así no más a esta extraña petición. Sin Argimiro
Ochoa a su lado sería improbable, por no decir casi imposible, llevar hasta el final dicha
empresa. Y en una actitud sorpresiva, tanto para él mismo como para el ávido Chinochoa,
Marcelo Santaella se pone en pie, bordea su amplio escritorio, se sitúa al frente del
septuagenario hombre de mil habilidades y extendiéndole la mano le dice:
-Quince días Argimiro, sólo quince días y empezaremos a ver qué coño es lo que hay al
otro lado de esa pared.

***

¡No podían seguir así!, era la primera vez que Jade Goronda se sentía completamente inútil,
desde hacía días la rutina de ambos era la misma, Jade se levantaba temprano siempre con
la duda acerca de lo que estaba haciendo; si era perfectamente legal; las consecuencias de
sus actos; le preocupaba el hecho de ser acusada de secuestro, porque una cosa es ser
perseguida política por escribir contra las atrocidades de un sistema y otra caer en
actividades que son del mundo hamponil. Se preguntaba cómo podrían estar los
padres de Eduardo, preocupados por su ausencia, y en más de una ocasión intentó
convencerse a sí misma de que debía llamar a los Santaella y decirles donde se encontraba
su hijo.
Esa misma mañana, después de una noche en blanco, sentada en la computadora de la sala
del pequeño apartamento, y con los nervios hechos añicos, con preocupación infinita por
la situación de don Rocco, Jade Goronda se mostró decidida. Consiguió los teléfonos
del“Grupo Santaella” y a solo dos movimientos de sus dedos de efectuar el contacto con
el emporio, su teléfono vibró con una llamada entrante. Jade Goronda atendió con recelo,
viendo un número desconocido que no lo identificaba la pantalla.
Una voz femenina de pulcra dicción le saludó con familiaridad.
-¿Cómo estás Jade? Espero que te encuentres bien. Te pido que no te asustes, verás, sé de
fuente fidedigna que tienes de compañero a un viejo conocido.
-Oiga no sé de qué me habla—mintió la aludida, a la vez que se ponía en pie.
-No andaré con rodeos. Alguien desea hablar contigo.
Al cabo de escasos segundos que parecieron horas Jade escucha algo que la estremece.
-¡Piccolina!
-¡Papá Rocco!—Exclamó la muchacha presa de emoción y temor.
-Piccolina hija…
La voz femenina volvió a hablar.
-Ahora presta atención. Eduardo Santaella sabe dónde está algo que nosotros deseamos.
Encuéntralo y volverás a ver al señor Santino…de una sola pieza.
-¿Eduardo Santaella?—preguntó Jade, en voz baja, al momento que miraba al muchacho
que se encontraba leyendo en el balcón una desgastada Biblia, que encontró en una gaveta
de la mesa de noche del cuarto principal.
-No sé de qué hablan.
-Creo que nos equivocamos contigo Jade—respondió la voz mujeril—si no crees poder
ayudarnos, entonces no te importará lo que pase con…tu papá Rocco.
Jade sabía que estaba en una encrucijada peligrosa. No permitiría por nada del mundo que
algo malo le sucediera a su mentor, razonó y se dio cuenta de que tenía que entablar
negociaciones con la mujer. Jade cedió.
-Está bien, pero realmente desconozco lo que el joven posea. Su estado de ánimo no es
muy lógico, por no decir menos.
-Sabes perfectamente que él es el único que puede llevarnos a una particular estatua. Es
lo único que en verdad deseamos, danos la estatua original, íntegra y nadie saldrá
lastimado.
-¿Quiénes son ustedes?
-La estatua, Jade, tienes 24 horas. ¡Ah! y por cierto; disfruta del paisaje marino.
La mujer dejó de hablar. Jade se quedó con el teléfono en la mano, por lo último que dijo
pudo deducir que sabían de su paradero. Pero si así era entonces ¿Por qué no venían por
ellos y se los llevaban, incluyendo a Eduardo?
Entretanto el joven dejó la lectura. Incorporándose, caminó abrazando al libro hacia Jade
quien permanecía sólida en el epicentro de la sala.
-¿Malas noticias?
-¿Perdón?—dijo ella.
-Es que tienes una cara de haber recibido malas noticias, acaso ¿te llamó Marcelo?
¡¿Vienen por nosotros?!
Eduardo se alteró. Sin soltar de sus brazos cruzados el santo texto, caminó de regreso al
balcón, se asomó buscando una señal de movimiento extraño, giraba sobre su propio eje,
inquieto comenzó a resollar conforme se movía. Su alucinada mente comenzó a trabajar
por mil y fabricó para él un escenario dantesco donde veía la limosina de su padre frente
al pequeño edificio, con miembros de la policía llevándoselo a las terribles profundidades
del mar caribe donde sería devorado por las bestias marinas que le esperaban.
-¡Cálmate Eduardo, tranquilo, no era tu padre!—dijo Jade tratando de sosegarlo al ver que
estaba al borde de una erupción delirante—Es que tengo un amigo en problemas y estoy
preocupada.
Eduardo se detuvo en seco. Exhaló una risa sofocada y desatando sus brazos se pasó la
mano para apartarse el rebelde mechón.
-¿Puedo ayudar?—preguntó después de una eterna pausa.
-Eso lo veremos—respondió Jade con oculta serenidad.
Pasaron las horas, Jade no podía apartar de su mente la conversación con la misteriosa
dama, lo primero que decidió fue no llamar a los padres de Eduardo. La familia Santaella
no podía conocer el paradero del muchacho, y ahora menos en que las circunstancias le
eran tan adversas a ella. La seguridad de don Rocco era más importante que cualquier
noticia; así, el ciclón interminable de pensamientos la llevó a tomar una resolución.
Después de mucho meditar, la joven comunicadora trató de entablar conversación con
Eduardo. Ya casi de noche y a punto de acostarse, Jade ingresa en el cuarto del joven, quien
seguía sumido en la lectura de Eclesiastés. Ni se percató que Jade lo observaba.
-Háblame de la estatua con cabellos del Libertador—dijo con voz resuelta.
Eduardo Santaella regresó brevemente del soliloquio existencial adonde había sido
arrastrado por la mano invisible que creó la canonicidad de un libro, que era parte de otro,
a través de las seis líneas de argumentación y las siete colecciones de proverbios que
hablaban de los avatares del destino, la suerte del hombre justo y la del malvado y cómo a
veces se descubren injusticias camufladas bajo la piel de la probidad en la universalidad
del pecado, a través de la fluctuación del destino. En ese mundo se hallaba Eduardo
Santaella, cuando Jade Goronda lo jaló con una pregunta hecha de hielo
-No existe, —dijo el joven en tono lacónico y ceremonioso-- ninguna estatua con los
cabellos de Simón Bolívar.
Jade cerró el entrecejo, se acercó a Eduardo con pausa, sentándose a su lado y le cerró la
Biblia de un solo golpe.
-¡He puesto mi vida en peligro, muchos han muerto y desaparecido, mi mentor, amigo y
casi un padre para mí, lo tienen secuestrado! Estoy a punto de desaparecer como lo hacen
cientos de personas cada día, y todo por una maldita estatua que nadie sabe dónde está,
pero que todos quieren tener. No me importa—continuó sin apartar la vista del joven—
quien o quienes tratan de ocultar todo esto, solo sé que si no existiera esa reliquia como tú
dices, nadie se molestaría en buscarla. Ahora bien, o me dices todo lo que sabes o llamo a
tu padre ahora mismo, y te juro por un Dios que existe en el cielo que lo haré,
¿comprendes? ¡Y me sabrá a mierda lo que pase contigo!
Jade Goronda no podía más, estaba harta de perseguir una historia que se esfumaba, en la
medida que trataba de alcanzarla, sentía, y con fundamento, que debía esclarecer todo
cuanto antes. El tiempo iba apretando sus agujas alrededor de su cuello. Por ello conminó
a Eduardo a que le dijera todo de una vez por todas. Se cansó de esperar, muy en el fondo
se sentía culpable por lo que le pasó a Silvio Páez, de lo que le estaba sucediendo a Rocco
Santino y no permitiría más ningún acto de sumisión por parte de ella.
-¿Por qué estás arrecha?—preguntó Eduardo con una exagerada ternura en su voz.
-¿Arrecha? ¿De verdad piensas que estoy arrecha? Jamás me has visto arrecha, sabes—
dice Jade a la par que se levanta y camina en círculos por la pequeña habitación— ¡Estoy
feliz, sabes, muy feliz, es que yo soy una masoquista, me encanta vivir escondida, mirar a
los lados cada vez que salgo, no dormir por más de una semana en el mismo sitio, no tener
pareja, no poder ir al cine, no tener una maldita vida normal! ¿Arrecha? Yo no estoy
arrecha. De hecho si me dijeran que en la luna existe una conspiración para separarla de la
tierra, yo me iría hasta allá y ¡zoom! estaría abordando el primer cohete lunar. Así soy yo,
una descocada que persigue historias en busca de la verdad absoluta, pero ¿sabes qué? No
existe la verdad absoluta, nadie la tiene, lo único que podemos hacer es investigar, no tanto
quien tiene la verdad, sino quién miente, y tú mi “loquito amigo” estás mintiendo. Déjame
refrescarte la memoria:
“Tu difunto abuelo compró una estatua con una cola hecha de cabello humano, según la
leyenda es cabello del propio Simón Bolívar, eso fue hace más de cuarenta años. La tuvo
como algo de colección. No sabemos si tu “Dadá” conocía de quien era esa cola, ¿me captas
verdad? Pues bien, continúo; al pasar los años la reliquia toma un nuevo valor, sobre todo
para el régimen quien hasta al parecer, asesinó al doctor Kosmo, “tu abuelo”, por ella. A
mí me secuestran unos locos fanáticos y prácticamente me exigen que los ayude a encontrar
la estatua. Corro, me lanzó desde una ventana, me escondo, huyo y por esas vueltas del
destino llego a ti; estás en un psiquiátrico, me pides ayuda y me dices que tú sabes dónde
está la “fucking” estatua, para luego venir hasta acá, siempre huyendo, escondiéndonos,
vienes, me miras a los ojos y me dices que la estatua no existe, que no existe. ¡No existe!
¡Por Dios, hasta estoy repitiendo las palabras como tú! ¿Entonces? Hablas o entregamos
todo, y que ¡los chicos malos ganen la coño e madre guerra!”
Jade Goronda exhaló con ganas, quedó de verdad extenuada al hacer una cansada
retrospectiva de lo que había vivido en los últimos días. Quizás no lo hizo tanto como para
que la escuchara Eduardo, sino para oírla ella misma y darse cuenta que no estaba soñando
ni alucinando, sino más bien viviendo en un círculo vicioso de sucesos entrelazados sin
solución aparente.
Mientras tanto, Eduardo la observaba. Se levantó con lentitud y colocando la Biblia en una
desgastada repisa que se hallaba a su izquierda, le dice a Jade mientras la toma por
los hombros con delicadeza.
-Tienes razón de estar molesta, yo también lo estaría, de hecho a veces me levanto sin saber
quién soy, tengo imágenes muy definidas acerca de mi infancia, pero en algunos casos los
recuerdos se ocultan, para no ser borrados. Pero lo que sí está impreso en mi mente, y debo
admitir que la mía no es muy lógica y diáfana como quisiera, es lo que mi abuelo me
enseñó, los valores que me inculcó y el saber cuándo la amistad es valiosa. Al principio
creí que eras una espía de Marcelo y por ello te pedí que me siguieras y poder estar cerca
de ti para conocer tus pasos. A veces no estoy bien de la cabeza sabes, es como esas esferas
de cristal que tienen un paisaje hermoso, y cuando los agitas, todo cambia, pero se mantiene
la perspectiva del paisaje, así me siento, que me dan vueltas me cambian todo, me agitan y
al no ver la imagen que deseaban, me dejan tranquilo y el paisaje vuelve a ser calmo.
Jade no dice nada en el momento, observa a Eduardo, quien quita sus manos de ella, y se
abraza a sí mismo en busca de una protección invisible que lo ayude a ahuyentar los
fantasmas que lo sacuden para cambiarle su paisaje.
-Yo te ayudaré a conseguir la estatua,-dijo mirándola a los ojos- pero debes prometerme,
no, más bien jurarme, eso, jurarme. Jura que me ayudarás a atrapar al asesino de Dadá, no
quien le hirió esa noche de muerte, sino quien dio la orden. ¿Me lo juras? ¡Júramelo Jade,
júramelo, que me ayudarás a atraparle!
-Cuéntame de la estatua, -dice Jade, colocando sus manos en el pálido rostro del joven- del
porqué la ocultaba tu abuelo. Necesito saberlo para entonces poder jurarte que te ayudaré.
Solo así.
Eduardo, se alejó de ella, volviendo al borde de la cama. Cogió la manta y se la puso sobre
su cuerpo, como una gigantesca oruga renuente a salir del capullo y completar la
metamorfosis natural. Y esforzándose por rememorar, sin que la traviesa locura lo
distraiga, Eduardo comienza a exhumar sus recuerdos:
- Hace tiempo mi abuelo compró en Colombia una estatua con cabello natural. Dadá me
contaría después que un estudiante suyo en la universidad de Bogotá le había relatado la
leyenda de que por allí existía una pieza que contenía cabellos de nuestro Libertador. El
mismo muchacho le dijo que la habían visto en un bar en Cartagena. Dadá fue hasta allá,
recorrió toda la ciudad y en el último día ya casi se daba por vencido, entró a un bar de
mala muerte, donde por casualidad una de las mujeres le decía a otra que debía pagar esa
misma noche el crédito a un árabe prestamista, pero que no lo tenía completo. La mujer
empezó a maldecir y despotricar del tipo, que era un tacaño, una rata inmunda por
aprovecharse de mujeres solas y bla, bla, bla. Mi abuelo después de dar una ojeada al lugar
se percató que allí no había nada. Pide la cuenta y es cuando oye a la mujer que dice que el
maldito árabe lo que vendía era puras baratijas que las ofrecía como reliquias, que ella
cuando fue a pedirle prestado el dinero, el carajito de ella tomó una estatua de un caballo y
empezó a jugar con ella, y el árabe se molestó, se puso furioso y se la quitó de las manos,
y que ella no le dio un coñazo en el momento, porque necesitaba la plata.

Dadá cuando escuchó eso se acercó donde estaban las mujeres, éstas se miraron una a la
otra extrañadas de que aquel “gringo enorme y flaco” se les acercara. Mi abuelo le pidió a
la mujer que le dijera donde quedaba la tienda del árabe. Después de tanta explicación,
Dadá les dejó a ambas una gran propina y se fue. Al día siguiente fue para donde el tipo, y
le compró la estatua. Él mismo la acomodó, le restauró la pintura y limpió uno por uno los
cabellos, con paciencia, con mucha paciencia. Paciencia.
-¿Y qué pasó después? ¿Qué hizo tu abuelo con la estatua, cuándo se dio cuenta de su
infinita importancia, sobre todo para los distintos gobiernos?
-Dadá y mi abuela Ebba se vinieron para Venezuela, él siguió trabajando en sus
experimentos. Un día le piden que sea parte de una investigación que deseaba conocer si
el Libertador Simón Bolívar había dejado descendencia directa. En Francia había una
familia que decía ser descendientes de Bolívar, por parte de una amante llamada Anne
Lenoit, que él conoció en Colombia. ¿Lo sabias verdad?
-Sí Eduardo lo sé, eso está registrado en la historia. Ahora continúa.
Jade debía aprovechar el momento de lucidez del joven, hasta el momento su relato iba
coincidiendo con lo que ella sabía.
-Bien, en esa época, no sé cuánto tiempo fue, mi abuelo me lo contó, una investigación
privada quería resolver este misterio, y le pidieron a Dadá, y a un equipo de científicos que
lograran resolverlo. El misterio ¿sabes? El misterio.
La ciencia no estaba avanzada como hoy, pero mi abuelo era un adelantado a su tiempo
¿sabes?, y logró realizar estudios al respecto. Tomó algunas hebras del cabello, sin decirle
a nadie claro, los analizó y dio los resultados. Pero al parecer no era eso lo que
ellos querían. De hecho creo que Dada pecó de buena gente, y allí fue donde empezaron
a correr rumores de que él tenía los cabellos de Bolívar.
-¿Y cuál fue el resultado de los análisis?—preguntó Jade.
-No lo sé, la historia siempre la contaba hasta allí. Lo que sí sé es que la familia francesa
jamás volvió a insistir en lo de la descendencia. Pero sí sé quiénes fueron los que mandaron
a realizar la prueba, a petición de esa familia y quienes contrataron a mi abuelo para tal fin.
-¿Quiénes?
Eduardo se quitó la manta, y por fin superó la metamorfosis. Se levantó, caminó al centro
del cuarto, apretó los puños y dijo:
-Eran unos laboratorios farmacéuticos llamados “Health and Soul”. Aunque ahora quizás
los conozcas como el “Grupo Santaella”.
Hubo un silencio principesco en el diminuto cuarto, Jade no perdió tiempo y una vez que
digirió la información preguntó a Eduardo:
-¿O sea que tu padre sabía desde hacía tiempo que el doctor Kosmo tenía esta reliquia?
-No, en esa época aun mi abuelo Eleazar era el dueño de la compañía, pero posteriormente
Marcelo se da cuenta de que el procedimiento de análisis de las pruebas que realizó Dadá
eran muy adelantados, y lo presionó para que trabajaran juntos. No sé si descubrió lo de
los cabellos.
-¿Ya estaba casado con tu mamá?
-No. Cuando Dadá realizó dichas pruebas, ellos, mi mamá y Marcelo, no se conocían,
luego el destino los juntó...y aquí estoy.
-Pero los que lo asesinaron buscaban la estatua ¿verdad? Es decir la necesitaban para algo
grande, y es allí donde se tranca el negocio. No entiendo.
Jade se vuelve hacia Eduardo quien continúa en el centro del cuarto, y le pregunta:
-Dime algo ¿Tú lo viste todo, no es así, tú viste quien asesinó a tu abuelo? Estabas, por lo
que yo sé, encima de una litera o algo por el estilo.
-En un armario, grande. Allí estaba—Eduardo da media vuelta. A pesar de la irregular luz
que envuelve el ambiente, Jade nota que los ojos del muchacho están a punto de sucumbir
a los acuosos recuerdos. Con el mentón en constante movimiento sísmico Eduardo dice:
-La estatua está en la mansión Santaella. Si de verdad quieres tenerla y confirmar todo lo
que te he dicho, debemos ir para allá. ¡Aunque nos maten!
Jade lo arropa con la mirada, una mirada que sirve de verdadero calmante al desequilibrado
muchacho.
-Mi papá me decía, --responde por fin Jade, acercándosele y sin apartarle los ojos-- que yo
estudié periodismo porque soy una cazadora de verdades. Me empeño en buscar la verdad,
esté donde esté. Y “la verdad” no solo es dolorosa, sino que es egoísta, ya que no quiere
ser compartida. Por eso me empeño en buscarla y desnudarla a quien quiera conocerla.
-¿Aunque te maten?--preguntó Eduardo, sólo cambiando la conjugación, y tratando de
secarse los ojos con las trémulas manos.
-Sí. --Respondió mientras le tomaba la mano--Aunque me maten. Para mí, “la verdad” tiene
sabor a sangre. Porque soy una convencida de que más vale entregarse con valor a la
muerte, que alquilar la vida con altas cuotas de miedo.

***

El silencio camposanto de la mansión de los Santaella era más que notorio.


Desde hacía días no se sabía nada de Eduardo. Leticia no salía, su contacto directo con lo
que sucedía afuera y el curso de las investigaciones para encontrar a su hijo, era Lenrry.
Marcelo era para ella un signo de interrogación que se abría pero que no tenía conclusión.
Más alejado que de costumbre, Marcelo subcontrató a otros individuos de poca valía pero
de rápidos resultados para que dieran con su hijo. Por otro lado Lenrry continuaba con su
labor de búsqueda pero en este caso el fiel hombre encargado de la vasta red de seguridad
de las empresas Santaella, era quien se comunicaba con Leticia directamente, a petición de
ella. No podía confiar plenamente en él, sabía que Lenrry era más bien un empleado directo
de Marcelo, pero logró convencerle para que la pusiera al tanto de lo que averiguaba con
relación al paradero de Eduardo. Lenrry aceptó la orden y era él quien la llamaba para
informarla acerca de todo, de lo cerca que estaban de hallarlo, de los contactos que tenían
desplegados afuera, pero hasta ese momento en el transcurso del tiempo que llevaba
desaparecido, nada se sabía de Eduardo Santaella.
Para enredar aún más las cosas, Olga Narváez, la enfermera de Eduardo, había
desaparecido misteriosamente. Al día siguiente después de ingresar, Olga se esfumó, nadie
vio cuando salió, si es que lo hizo por voluntad propia. Este nuevo inconveniente venía a
trastocar aún más el caso.
Leticia se hallaba en el inmenso comedor, desayunando sola. Vestía elegante con su cabello
recogido y un traje color naranja que hacía delicioso juego con las frutas cítricas que
adornaban la mesa. Acababa de conversar con Lenrry por teléfono, quien le informaba que
Eduardo estaría en algún lugar de los barrios caraqueños, y que estuviera pendiente porque
se pondrían en contacto con ella para el pago de un cuantioso rescate. Leticia colgó, con
un desanimo sobrenatural. Estaba bella, radiante pero abatida como nadie. Recurría a
fuertes drogas para dormir, pero el insomnio y la preocupación eran más fuertes y creaban
rápidamente una barrera de protección contra los medicamentos intrusos. Aun con el
teléfono en la mano, Leticia suspiró hondo y cerró los ojos. Y con un escape de aire cálido
y susurrante dijo: “Eduardo, mi niño ¿dónde estás?”
El teléfono habló. Ella abrió los ojos y contestó automáticamente, sin ver la pantalla:
“Dígame Lenrry…”
-¡Soy yo mamá!
La voz de Eduardo al otro lado de la línea la hizo levantarse.
-¡Hijo, Hijo, eres tú… realmente eres tú! ¿Dónde estás Eduardo? Mi Dios me ha oído,
escuchó mis ruegos, ¿estás bien, dónde estás?
-Tranquila mamá estoy bien.
-¿Con quién estás, te raptaron?
-Nadie me ha raptado mamá, nadie. Yo me escapé. Estoy bien, si, estoy bien. Bien.
-¡Dime dónde estás para buscarte!
Marcelo Santaella entra en ese instante al comedor y se percata de la actitud de Leticia,
quien con la mirada rebosante de emoción y una temblorosa sonrisa le hace ver la emoción
que la embarga.
-Es él ¿verdad? Es Eduardo con quien hablas. Pásamelo.
Leticia no se dejó quitar el aparato, e interpuso una frontera limítrofe entre ella y su esposo,
extendiendo su delicado brazo.
-No quiero hablar con Marcelo. Dile que si desea lo que busca que venga por mí, que
venga a buscarme. Sí, que venga. Eso, que venga.
El eco interminable de Eduardo le avisó a Leticia que su hijo no estaba bien. Y volviendo
a preguntar le dijo:
-¿Cuánto quieren Eduardo?, dime ¿cuánto hay que darle a esos bastardos que te
secuestraron?
Leticia aun no entendía la situación, pensaba lógicamente que se trataba de un secuestro,
tal como le había informado Lenrry. Caminó hasta el otro extremo de la amplia mesa, casi
llegando a la boca de la gran chimenea. Marcelo se quedó lánguido frente al otro lado
sonriendo de manera invisible.
-Nadie me tiene secuestrado mamá. Sólo dile a Marcelo que si desea verme que lo espero
en Macuto, a media tarde, cerca del malecón. A media tarde mamá, díselo. Díselo.
Eduardo cortó la llamada.
Vestía una camisa de algodón estampada y pantalón aquí. El rostro pálido del joven iba
respondiendo de manera natural a la exposición al sol. Mirando con profunda melancolía
al infinito mar que tenía por delante, Eduardo Santaella respiró profundo. Una voz le hace
voltear:
-¿Estás seguro de lo que haces?
Jade Goronda, a espaldas a él, oculta bajo una gorra de recta visera, lo observa con
parsimonia. Ambos habían hablado acerca de lo que tenían que hacer. No podían continuar
enconchados en el apartamento, la señal inequívoca de una exagerada quietud le daba razón
a la reportera de sospechar que bajo la aparente calma, un río caudaloso se formaba,
presentía que los acontecimientos se sucederían de una forma violenta y trágica. Valerio
Camacho, por ejemplo, tampoco daba señales de vida, solo el “teniente” Pacheco la había
contactado para que le informara algo trivial y que no tenía nada que ver con la
investigación acerca de la estatua con los cabellos de Bolívar. Estuvo tentada a asistir al
funeral de Silvio Páez, pero su sexto sentido de investigadora le advirtió que sería un error,
que tal vez habría uno o dos escuadrones de los organismos de inteligencia vigilando el
lugar, solo para apresarla.
Por otro lado, desconocía lo que había sucedido con el doctor Mauresmo Espinoza, después
de la huida del sanatorio mental por parte de ambos. Los medios tampoco decían nada, solo
“calichadas”; informaciones nimias, el mismo circulo infinito de acontecimientos idénticos
que solo se diferenciaban en el espacio y el tiempo de su
ejecución.
Una noticia que la impactó fue el hallazgo en el río Guaire de dos cadáveres completamente
descompuestos, no tanto por la acción natural de los devoradores internos y externos del
cuerpo humano, sino más bien por el ensañamiento en su contra. Dos mujeres
horriblemente golpeadas y mutiladas, de identidad desconocida. A una de ellas le habían
sacado los ojos desde la base de sus cuencas. A la otra, el rostro completamente
irreconocible producto de fuertes golpes. La nota de prensa solo presentaba una imagen
borrosa y una reseña escueta, pero la noticia la impactó profundamente, como mujer y
como reportera. Aparte de esta información de la fuente de sucesos Jade no se había
interesado en nada de lo que el mundo lejano de las informaciones invisibles le ofrecía.
Los días escondidos en el apartamento de don Rocco, significaron para Jade cambios en
todos los aspectos, una cosa era esconderse y ocultarse sola, de los “podridos” del régimen,
y otra, hacerlo en compañía, más aun si ésta se hallaba en un delicado estado de confusión
mental.
Salir del pequeño escondite, por ejemplo, tenía que hacerlo con Eduardo, había aprendido
esa valiosa lección al segundo día que llegaron. Salió para hacer compras básicas, también
algo de ropa casual para ambos, y dejó al joven solo en el apartamento. Cuando regresó,
Eduardo estaba desnudo, acostado boca abajo en el gélido piso de granito, en la entrada del
pequeño pasillo que comunicaba la sala comedor con uno de los dos cuartos. Estaba con
los brazos abiertos, equidistantes a la base de la pared, las piernas cerradas y un lado del
rostro descubierto al aire. Parecía la viva imagen de un cristo onírico.
Jade se asustó, al principio creyó que era un ardid para que ella entendiera que se trataba
de alguna invitación sexual. Pero lejos estaba de esta presunción. Cuando se acercó notó
que Eduardo estaba en un limbo tan distante de allí, que pareciera que ningún ser vivo lo
traería de vuelta. Jade lo arropó con una manta, el muchacho ni reaccionó. Preocupada,
trató de moverlo, pero parecía pegado al piso. Jade Goronda se quedó junto a él unos
minutos, luego subió al sofá de ratán ubicado en la sala, entregándose a un sueño reparador.
Al día siguiente Eduardo la despertó con suavidad, estaba bañado, vestido y con una inusual
sonrisa en su triste rostro. Jade pensó que la escena de la tarde anterior fue un mal sueño,
pero al referírsela, el muchacho se la corroboró, con entrecortada risa, diciéndole
que necesitaba sentirse libre y por ello se “crucificó en el suelo”.
Aun con este panorama sombrío y no poca prudencia, Jade decidió seguir adelante.
Aprovechaba los días conversando, con el a veces tímido e introspectivo joven.
Conforme pasaba el tiempo, se iban uniendo en la complicidad de la compañía obligada.
Jade le hablaba de su familia, de la muerte de su padre, de su exilio, de las persecuciones.
Mientras Eduardo hablaba poco, y cuando lo hacía solo hablaba de su madre, la clínica
mental, y de su relación con “Dadá”. En este punto era cuando sonreía, y un rocío
agradable se adueñaba de sus ojos. Pero estas pláticas no eran tan frecuentes, a pesar de
convivir juntos en un espacio tan reducido, Eduardo se aislaba cada vez más en su
caleidoscópico universo abstracto. Jade, a pesar de la situación, intentaba mantener su
privacidad, realizando sus actos de aseo cuando Eduardo se encontraba ensimismado en
el cuarto, leyendo la desgastada Biblia, o perdido con la mirada, en la profundidad
infinita del mar caribe.
Una tarde, cuando decidió tomar un baño, para apaciguar el pegajoso calor, dejó la puerta
entreabierta sin darse cuenta. Eduardo entró sin que ella lo notara. Primero la observó con
curiosidad, luego, mientras más recorría su mirada por sobre el perfecto y compacto cuerpo
desnudo de la joven, iba experimentando sensaciones tan ajenas que le eran imposibles
encontrarles definición. Dibujaba con sus ojos, los aduraznados hombros, las nalgas fuertes
e inmóviles y las perfectamente redondeadas montañas, coronadas con suaves nubes color
rosa. Eduardo la miraba sin ningún atisbo de morbosidad. Lo hacía con una expectación si
se quiere científica, como si nunca en su vida hubiera visto el voluptuoso y cincelado molde
del cuerpo femenino en todo su esplendor. Jade se dio cuenta de la intromisión y tapándose
torpemente, lo echó del pequeño baño. Para ella fue un aviso. No solo estaría alerta cuando
necesitaba estar a solas con ella misma, sino que dormiría con la cerradura pasada. Era una
acción totalmente inútil, Eduardo jamás hubiera maquinado, ni mucho menos forzado una
situación de esa magnitud. Primero el “voyerismo” del muchacho era infundado, y
segundo, su mente estaba muy lejos de elucubrar planes que no fueran el de huir de sus
fantasmas.
De regreso al apartamento luego de contactar a Leticia, y aun con el temor rondando su
cabeza, Jade Goronda comienza a planificar los siguientes movimientos; en primer lugar,
tenían que salir de allí, sabían que era lo más lógico y seguro. Corroboraron dicho temor
cuando Eduardo se
detuvo en seco y observó a un recoge latas hurgando dentro de un bote de basura en busca
del preciado botín de aluminio, sin quitarle la vista a ellos. El muchacho se puso nervioso
y le dijo a Jade que debían irse cuanto antes. La joven le pidió explicaciones, y Eduardo
insistió en abandonar el lugar. Al rato ya lejos del menesteroso, el joven explicó que los
zapatos del pobre hombre eran demasiado finos para él. Que se trataba de un esbirro
disfrazado o quizás un “patriota cooperante”. Individuos que delataban a ciudadanos
sospechosos de conspirar contra el sistema.
Al llegar al edificio, notaron que el supuesto recoge latas los había seguido a distancia
prudencial. Ingresaron, cerraron la reja de entrada y subieron las escaleras. Al llegar al
apartamento Jade buscó las llaves del auto que tenía don Rocco guardado en el sótano y
que ella no había querido utilizar hasta llegado el momento. Y éste había llegado. Conminó
a Eduardo a recoger lo poco que tenía, mientras ella se cambiaba rápidamente. Al hacerlo
llamó a Eduardo;
-¿Tienes lo que necesitas?
-Sólo necesito esto—dijo el muchacho mostrando la desgastada Biblia.

***

Ulises Bejarano no había dormido más de dos horas seguidas en los últimos días, y aunque
no se notaba para nada su cansancio, estaba empezando a perder la noción del tiempo.
Confundía la mañana con la noche y los días de la semana se le presentaban en orden
aleatorio. Añoraba encontrarse en una alberca burbujeante, acompañado de hermosos
jóvenes con cuerpos esculpidos, bebiendo de la más fina champagne francesa. Desde que
llegó junto a Chinochoa y los demás miembros del equipo, al laboratorio, se impuso la
orden de no salir, de trabajar hasta límites de cansancio absoluto. Ulises estaba ataviado
con una bata blanca, gorro de igual color, guantes de látex y tapa boca quirúrgico. Ultimaba
los detalles a lo que sería la primera e importantísima prueba de funcionamiento del
“TRESSLA 9000”. Por ser uno de los pocos que sabía de los experimentos de Kosmo von
Kritten, Ulises se encargó de la dirección técnica del proyecto. El diseño modificado del
“TRESSLA 9000” era en verdad genial, un trabajo que podía llevar semanas, inclusive
meses lo habían desarrollado en días. Marcelo no
escatimó en dinero y tuvo todo, al alcance del grupo de investigación en tiempo
verdaderamente récord.
Se habían instalado en un pequeño galpón de quinientos metros cuadrados, acondicionado
para que nadie entrara ni saliera. Todas las comodidades; camas para descansar, comida
suficiente para tres meses, agua potable, y televisión satelital, además de seguridad externa
y vigilancia las 24 horas.
Marcelo llegó presuroso, quería conocer lo que habían desarrollado en el campo de la
investigación. Ulises lo recibió sin muestras efusivas, de hecho no existía el tiempo para
saludos; lo que tenían en sus manos era algo monumental. Chinochoa, por su parte, se
encargaba del ensamblaje, el funcionamiento operativo de las computadoras y todo el
aparataje de conexión, programación y diseño del nuevo software, de hecho él fue quien
instaló el láser detector de la intensidad de la fluorescencia de la membrana plasmática,
que es la columna vertebral del proceso de aislamiento de la energía protoplasmática en la
célula.
-Viene lo más rápido que pude—dijo Marcelo apenas entró.
-Hemos adelantado mucho. —dijo Ulises con voz seria—Quiero que pases por aquí.
Ingresaron a un cubículo más grande donde estaban tres de los compañeros de Chinochoa
metidos de cabeza en una computadora y tomando nota cada segundo. Marcelo ni los
saludó, siguió caminando detrás de Ulises quien lo llevó a una gran mesa rectangular. Allí
había un gran laberinto a escala, tenía una entrada y al extremo distante una salida. Ulises
miró a Marcelo y le dijo:
-¿Listo?
-Espero que sí. —Contestó éste.
-Quiero que veas esto. —Dice Ulises
Acto seguido Chinochoa aparece con una pequeña caja. Tampoco saluda a Marcelo. Los
otros ayudantes, junto al hermético Pompilio Luna, se acercan a donde estaba el grupo.
Pareciera que estuvieran presenciando un momento místico. La solemnidad y el respeto
que había en el ambiente así lo confirmaban. Chinochoa extrae con cuidado un pequeño
hámster de la caja y lo coloca en la entrada del laberinto, luego se sitúa al otro lado de la
mesa y en la salida del laberinto pone un trozo de queso blanco. El roedor comienza,
primero con duda, a recorrer los caminos embrollados. En la mitad de su recorrido, justo
al frente de una pared sin abertura, el animalito se para en dos patas y activa su aparato
olfativo para luego bajar y continuar presuroso hacia el final, esquivando los escollos
posibles, directo a la salida.
-¿Qué te parece?—Pregunta Ulises con una sonrisa terrosa en su rostro.
-¿Estás loco?—dice Marcelo confundido—no entiendo, he invertido millones en esto y
solo me enseñas una asquerosa rata buscando un queso dentro de una casa, ¡laberíntica!
-Primero no es una rata, es un ratón de laboratorio; se llama Kastor—dijo Ulises, con
mirada roja y cansada, en tono ladino.
-¡Así sea un dinosaurio, no me importa! Es que no entiendo Ulises.
-Cálmese ingeniero, --interrumpió Chinochoa-- aún no ha visto la función completa.
Al decir esto uno de sus asistentes trajo otra caja parecida a la primera, Chinochoa la tomó,
adentro sacó otro pequeño roedor, igual al primero, lo colocó en la entrada del laberinto,
se situó al final de la mesa y puso un pedazo de queso blanco. El ratón empieza a caminar,
primero con duda, al igual que el primero comienza a recorrer los caminos que lo separan
de su botín. Justo al frente de la misma pared donde el primer roedor se detuvo; éste hizo
exactamente lo mismo, parándose en dos patas y comienza a utilizar el sentido del olfato
para guiarse hasta el final, directo al trozo de queso.
Chinochoa invita a Marcelo a que lo acompañe.
-Ahora vea esto ingeniero—dijo Chinochoa.
Una pantalla de televisión es encendida por uno de los asistentes, y muestran el video de
lo que acaban de ver. Primero, el del ratón número uno llamado Kastor, y luego el del
segundo, llamado Pólux.
La sonrisa permanente de Marcelo es más notoria aun, se lleva su mano izquierda al mentón
y con el dedo índice comienza a dibujar diminutos círculos sobre su mejilla derecha.
Después de ver el video, Ulises le pregunta: ¿Notaste algo fuera de lo normal?
-Sí, —dijo Marcelo moviendo las manos con auténtica ironía—los dos ratones tienen
hambre.
-¡No ingeniero!—repuso Chinochoa—vea más allá. Observe bien.
Y partiendo en dos la pantalla, observaron ambos videos al mismo tiempo. Marcelo se
incorporó acercándose al monitor, entrelazó sus manos y exclamó: ¡Sus movimientos son
casi iguales!
-Casi no, Marcelo ¡Son exactos!—exclamó Ulises—De eso se trata. Tomamos a un ratón,
a Kastor en este caso, le enseñamos a recorrer el laberinto, siguiendo el olor del queso, al
poco tiempo ya lo recorría de manera directa. Luego extrajimos una pequeña muestra de
su sangre y creamos con la ayuda del “TRESSLA” una copia exacta de su ADN.
-¿Es un clon?—preguntó Marcelo
-Es más que eso, son el mismo ratón. Genéticamente, fenotípicamente, y lo que es más
asombroso: Instintivamente. “Piensan” y actúan igual. A Pólux, por ejemplo cuando lo
colocamos en el laberinto lo recorrió como si ya lo conociera.
-¡Porque en realidad lo conocía!—dijo Marcelo.
-¡Exacto!—Exclamó Ulises—Verás, cada ser vivo tiene una especie de código de
información, así el individuo muera, ese código queda plasmado, grabado en sus
descendientes, todo lo que nuestros antepasados vivieron, comieron, experimentaron, todo
absolutamente todo, queda grabado en los infinitos rincones de nuestro archivo memético.
Nosotros solo pulsamos el botón de “play”.
-¿Y cómo crearon al segundo ratón?—preguntó Marcelo sin apartar sus ojos de la pantalla.
-Le explico ingeniero—contestó Chinochoa—una vez que tuvimos su código genético, el
“TRESSLA” absorbió, por así decirlo, la energía de cada una de las células. Las dividió y
creó un programa de identificación, basado en un código alfanumérico de amplísimo
espectro, luego con ayuda de trans conductores de posición angular convertimos dicha
energía en un patrón de información.
-Comprendo, —dijo Marcelo-- pero ¿cómo lograron implantar dicha información en el
nuevo individuo?
-Aquí es donde utilizamos el procedimiento inicial de clonación, a partir del embrión
unicelular o zigoto. En el zigoto tenemos ya la información de cómo va a ser el nuevo
organismo: su sexo, sus características físicas, todo, es decir, los planos completos. A partir
de ese momento esa información se irá convirtiendo rápidamente en realidad por dos
procesos: la división celular y la especialización de las células.
-Sí, pero necesitan implantarla en un útero, ya que de momento no es posible que los
embriones lleguen a término fuera de un útero.
-Tú lo has dicho Marcelito, —advierte Ulises—de momento. Una de las maravillas de las
modificaciones que Kosmo le hizo al “TRESSLA 9000”, fue poder crear esa célula inicial
sin necesidad de insertarla dentro de un útero. Es más, nuestro pequeño amigo “Pólux” sólo
necesitó de nueve horas para venir al mundo. Puedes creerlo “nueve horas” en vez de los
18 días normales.
-¿Y creció así de rápido?—preguntó Marcelo
-No ingeniero—intervino Chinochoa—esa es una de las maravillas de esta nueva
tecnología. Verá; si hubiésemos simplemente clonado a Pólux tendríamos solo una copia
genética recién nacida y habríamos tenido que esperar su crecimiento, evolución, y todas
esas pendejadas. Con este proceso, el “TRESSLA 9000” nos entrega a un individuo exacto,
con la misma cantidad de tiempo de vida que el original, y con toda la guía de pensamientos
y conducta intacta de éste.
Marcelo estaba ensimismado. Una invisible vorágine lo arropaba, los descubrimientos
recientes lo llenaban de asombro y también de temor. Sabía que Ulises pudo zafarse, solo
por instantes, del interrogatorio por parte de miembros de la secretaría de la presidencia
para que le hablaran acerca de sus investigaciones en el campo celular. Y ahora con todos
estos resultados, no quería imaginar de lo que serían capaces de hacer solo para obtener
esta información. Tenía que protegerla a como diera lugar.
-Ven por aquí—le invitó Ulises.
Marcelo le siguió, ingresaron a un pequeño cuarto que tenía una ventana de cristal que daba
a un cubículo mayor completamente cerrado. Allí se encontraban dos grandes cilindros
transparentes de más un metro de diámetro cada uno. En la parte superior se abrían,
formando una cavidad sellada al vacío y que era alimentada con electricidad estática por
un ramaje de cables de fibra micro óptica que enviaban la información a un software
programado para tal fin. Los cilindros no podían ser “alimentados” con corriente directa
debido a lo delicado de su composición, para ello usaban energía estática. Ambas columnas
estaban situadas en el centro de la habitación, sobre una base triangular hecha de madera
que servía también de aislante. Dos aberturas laterales sobresalían de ellos, una distante de
la otra a escasos cinco centímetros. De éstas unos tubos plateados contentivos de infinidad
de cables que se conectaban al terminal de la gran computadora. Dentro de los cilindros,
una especie de líquido semi viscoso en constante ebullición,
hacía malabarismos borbotónicos.
-Este es nuestro útero, ingeniero Santaella. —Dijo Chinochoa quien seguía cerca de
Marcelo, estudiando cada reacción del sorprendido hombre—Como verá, una cámara en
constante ventilación, a través de ductos especialmente diseñados, alimenta de oxígeno
suficiente al líquido del plasma sanguíneo proveniente de la célula madre. ¡Un gran útero!
Un aire silencioso envolvía todo, desde la perspectiva de Marcelo, el mundo se había
detenido, todo por lo que luchó, invirtió, llegando a límites insospechados, sin
remordimiento alguno, estaba frente a él.
-¡¡Fenixación!!—Exclamó Marcelo completamente eufórico--¡Una matriz artificial!
¡Asombroso! ¡Jah! , ¡El viejo tenía razón Ulises! ¡Kosmo tenía razón!
Tenía los ojos de par en par, las dos manos las llevó al cristal que separaba este mundo de
aquel otro, donde la realidad de un sueño se abría ante él.
-Ahora díganme, —murmuró Marcelo, una vez pasado el arrebato--¿cuál es el siguiente
paso?
Chinochoa y Ulises se miraron, el primero invitó a que lo siguieran a las afueras del
pequeño cubículo, se dirigieron a un apartado rincón, allí los tres solos, sin la mirada de
los asistentes, quienes de paso, lo único que les interesaba era la jugosa ganancia que
sacaban del trabajo que realizaban.
-Hemos podido desarrollar todos estos avances en corto tiempo,—dijo Ulises—en parte
porque comenzamos trabajando con investigaciones ya conocidas, con lo poco que hemos
tenido del trabajo del doctor Kosmo, pero temo decir que solo podemos llegar hasta aquí.
-¿Qué quieres decir?—increpó Marcelo
-Lo que mi colega quiere decir, —interrumpió en tono arrogante Chinochoa—es que para
dar un paso más allá, para crear nuevas aplicaciones en base a esta tecnología, sobre todo
en el campo humano, debemos conocer un poco más del trabajo de su suegro.
-¿Es la única forma?—preguntó Marcelo.
-No la única, pero sí la más rápida. —Respondió Ulises—Sin esas informaciones
podríamos tardar meses, y eso siendo optimistas.
-Ustedes no se preocupen,--dijo Marcelo de manera ceremoniosa y tajante—en pocas horas
tendrán todo lo que necesitan.
-¿Cómo?—preguntó extrañado Ulises.
-Eso no importa, —contestó Marcelo--lo que realmente importa es que tendré esa
información completa. Ustedes, mientras tanto, asegúrense de que a los ratones no les falte
el queso.
Luego se retiró, sin despedirse, con la sonrisa elevada, en señal de triunfo.

***

En el sótano del edificio, Jade intenta poner en marcha la “chatarrita” de don Rocco, que
dicho sea de paso no era para nada un cacharro. Era un Ford modelo Thunderbird color
azul, año 57 en perfecto estado de conservación. Adentro había un teléfono celular, un
sistema de navegación GPS y un revólver Ligero Smith & Wesson Mod.640. Jade cuando
lo vio lo guardó en su cartera, se dijo así misma que no correría riesgos y que en la posición
en la cual se encontraba mejor era ir preparada para todo.
Eduardo se acercó, y ella le hizo un gesto para que entrara, encendió el vehículo, que rugió
como león acorralado. Una vez afuera enfilaron hacia la ciudad capital. Jade le tomaba la
mano a Eduardo quien comenzó a incomodarse con la repentina libertad. Ella le repetía en
tono sosegado: “Todo estará bien, okey. Mírame, todo saldrá bien”
A la salida de los límites del estado Vargas, ya ingresando al Distrito Federal, Jade enciende
la radio del auto para aliviar el ambiente con un poco de música. Eduardo tenía los ojos
cerrados y apretaba la Biblia contra sus brazos, como exprimiendo el sagrado mensaje.
-Tengo que pasar por las oficinas de “La Palabra”, —dijo Jade—respira hondo y cálmate.
-No, no entiendes, tenemos que ir a la casa. A la mansión. ¡A la caja de música!--Eduardo
no abría los ojos, el temor lo invadía por completo.
-Escucha Eduardo, tengo que ir para allá a buscar una información que está en la oficina
de don Rocco, mi mentor. No temas, será rápido.
-¿Y si nos pillan? ¿Si Marcelo nos atrapa?
-Tranquilo, nadie nos atrapará, además recuerda que tú y yo somos invisibles.
Eduardo abrió sus tristes ojos y sonrió, para luego posar su cabeza en la ventanilla del
automóvil.
Más adelante, a solo unos metros de la entrada del primer túnel una alcabala militar
obligó a Jade a aminorar la velocidad.
-Hay una alcabala, tienes que estar tranquilo para que no sospechen, okey. Tranquilo.
Al llegar donde estaban los funcionarios, uno de ellos le hace seña para que se detenga.
Jade baja la ventana, y detiene el auto.
-Buenos días oficial ¿Sucede algo?
-Tremendo carro, —dijo éste en tono seco, aun con la mano en alto—y está muy bien
conservado.
-Sí, es de mi papá.
-¿Puedo ver su identificación?
Jade se sorprende al principio, pero logra recuperar el aplomo. Saca de su cartera la
cédula de identidad y su licencia de conducir.
-¿Hacia dónde se dirige, señorita…?
-Socorro Istúriz, —mintió Jade, utilizando una vez más su seudónimo—vamos a Caracas.
-¿Y él es su novio?—preguntó el oficial dirigiéndose a Eduardo.
-No, él es mi hermano. Voy a llevarlo al médico, no se siente bien.
Eduardo Santaella no abría los ojos, sentía un pavor profundo. Escuchaba la voz del oficial
dentro de su mente, con un eco resonador carente de sonidos agudos. Aunque deseara
moverse y ayudar a Jade con el teatro que ella estaba montando, ninguno de sus sentidos
se hallaba al tanto de lo que realmente sucedía.
-Baje del auto, mientras verifico sus datos.
Jade palideció, sabía que si el oficial comprobaba que ella no era quien decía ser la
detendrían, y todo se iría al caño. Debía pensar; ¿Qué podía hacer?
-Oficial—dijo mientras se bajaba del automóvil—de verdad estoy apurada, mi hermano
no se encuentra bien, si le parece…
-Usted se queda quieta, si todo está en orden podrá irse.
Jade se recostó de la puerta, mientras observaba al oficial castrense dirigirse a una unidad
móvil. Allí, un uniformado de mayor jerarquía recibía los papeles de “Socorro Istúriz”.
Entre los dos se produjo una conversación invisible, por las constantes miradas que ambos
le dirigían sabía que algo sospechaban. Jade se incorporó asomándose por entre la
ventanilla y le decía a Eduardo que nada les pasaría, que estuviera tranquilo. El
muchacho abrió los ojos y mirándola le dijo:
-Vámonos, móntate y vámonos. Si no, será el fin. El fin.
El oficial de mayor rango tomó una radio y comenzó a enviar la información acerca de
“Socorro Istúriz”. Jade sabía que Eduardo tenía razón. Al ver que el otro agente, el que la
detuvo, se apartó de la unidad móvil y caminó en dirección contraria a ella para detener un
camión, supo que era el momento. Subió al auto, puso en marcha el motor y aceleró a
fondo. El rechinar de los neumáticos fue ensordecedor, la potencia del auto se puso de
manifiesto, desapareciendo entre zigzagueos de película, y dejándose engullir por el oscuro
túnel de piedra.
-¡Así es, corre, vamos a ver que más tienes chatarrita!—Gritó Jade al tiempo que tomaba
con fuerza el volante del poderoso bólido.
Los uniformados radiaron la escapatoria de la mujer, con la pesada unidad móvil no podían
seguirla. Jade hizo que el viejo “Thunderbird” traspasara el túnel sin siquiera lamentarse.
La joven vehemente se sentía fuera de sí, la velocidad, el riesgo, la adrenalina, le
devolvieron la vitalidad que ella creía pérdida.
“¡Esto sí que me gusta, aquí está Jade Goronda, nojoda! ¡Vamos, alcáncenme, no me daré
por vencida, vamos los espero!”, decía mientras las renovadas energías se adueñaban de su
ser.
Al acelerar con velocidad, Jade se volvió a ver a Eduardo quien cerraba los ojos y se
sujetaba con fuerza al cinturón de seguridad. La pequeña mujer sonrió, le pareció
tragicómica la situación. En ese momento, cuando salía del túnel, se dio cuenta que una
camioneta Toyota 4tunner, color verde militar se acercaba velozmente, se colocó a su lado
derecho casi tocándola. Jade aceleró y logró alejarse, pero solo duró unos instantes, el
vehículo volvió a situarse a su lado, de la parte posterior salió el torso de un hombre blanco,
casi albino, con lentes que no permitían ni la entrada del sol ni la salida de la mirada. Éste
le hizo señas bruscas a que se detuviera, pero Jade ignoró la orden, imprimiéndole mayor
aceleración a la potente máquina. Sorteando varios automóviles que ya iban reduciendo
velocidad por la inminente cercanía del atasco del tráfico, Jade logró dejar a unos cuantos
metros atrás a la camioneta amenazante. Bueno, eso creía ella.
-¡Deténgase o disparo!—Gritó el albino, a la vez que enseñaba una poderosa sub-
ametralladora.
Jade sorprendida, se aferró al volante, lo que vino después ella ni lo pensó. De hecho fue
una reacción que ella en ningún momento ordenó. El “Thunderbird” impactó contra la
camioneta. Ésta, lo último que pensaba era en esta acción tan temeraria. La Toyota perdió
el control y casi se deja tragar por la inmensa boca de un desfiladero profundo. Jade aceleró
hasta el fondo, sudorosa, con el corazón trabajando horas extras y con cientos de preguntas
sin responder.
-¡Coño! ¿Y esa vaina? ¿Quiénes eran esos tipos?
-¡No lo sé!—respondió un resucitado Eduardo, quien asimiló todo como una jugarreta de
su complicada condición. Creyó que se hallaba dentro de un sueño, y mientras Jade se
deshacía de estos nuevos intrusos, él se repetía con los ojos cerrados: “Cancelado lo malo,
aceptado lo bueno, nada está pasando”. Y así lo deseaba, Eduardo anhelaba que todo fuera
una pesadilla y que en cualquier momento despertaría. Trataba de darse ánimos, y de hacer
ver que mientras no estuviera sujeto a los miles de depredadores que habitan en el fondo
del mar, él estaría bien. Bajó la ventanilla del auto y comenzó a escupir sin pausa.
-¿Te sientes mal, quieres vomitar?
-No, yo me siento bien, no te pares—respondía a la par que seguía escupiendo.
-Es que estás a punto de vomitar.
-¡No, no te detengas! yo escupo, no porque tenga ganas de vomitar, sino porque así puedo
soltar todo lo malo. Sí, así puedo hacer que todo lo negativo se vaya. Se vaya.
Jade lo dejó tranquilo, ya estaba acostumbrada a la compleja conducta del muchacho.
Aceleró y lograron llegar al oeste de Caracas, abandonaron la autopista y serpentearon las
intransitables venas de unas arterias viales que los llevarían lejos de todo. Al menos eso
creían ellos.

***

Salomé estaba de mal ánimo, se enroscaba con frenesí y oscilaba su angulada cabeza de un
lado a otro. Olfateaba el ambiente, con su portentosa lengua, más de lo normal. Los dos
pequeños ratones, que Benjamín Turó le dio como almuerzo, estaban más que alborozados
por la nueva oportunidad de vida. Recorrían el hexágono de un lado a otro
adheridos a las paredes de cristal, cuidando de no colocarse frente a la gran amenaza que
se resistía a comer. Benjamín lo notó: “¿Qué te pasa pequeña? ¿Por qué no comes?” le
repetía incansablemente. El hermoso pitón real parecía calmarse con la presencia de su
dueño, pero la falta de apetito era señal de que su adorada “Salomé” no estaba bien.
Vestido exactamente igual al día anterior, y al anterior a este, como una réplica exacta de
sí mismo, Benjamín Turó se quitó el saco azul marino, lo colocó ordenadamente, cuidando
de no arrugarlo, sobre el espaldar de su amplia silla. Luego sacó de la pecera a su querido
alter ego. Ésta comenzó a moverse y contonearse para él, con un masaje erótico accionando
sus casi cuatrocientas vértebras, creando una ondulante forma de comunicación única entre
ambas especies.
-Buenas tardes inspector jefe. —Interrumpió un empleado, el íntimo y casi copular
momento—Tenemos noticias. Se notificó de un vehículo Thunderbird año 56 conducido
por una tal Socorro Istúriz quien se dio a la fuga. Los documentos eran falsos.
-Era del año ´57 Garrido—Dijo Turó sin dejar de mimar a su mascota—Thunderbird año
1957, color azul. Excelente auto, muy resistente y con una fuerza de motor que desearían
tener los carros de hoy en día. Y no era Socorro Istúriz, sino Jade Goronda. ¿Cierto?— esto
último lo dijo mirando directamente a los ojos del subordinado quien no daba crédito a que
nada, absolutamente nada, se le escapaba a este hombre.
-Cierto, inspector jefe—respondió de forma sumisa.
-Es más, —dijo Turó a la vez que colocaba a “Salomé” de nuevo en el hexágono de cristal,
con tanta delicadeza, como una madre acostaría a un recién nacido en su cuna—si
indagaron a fondo, se dieron cuenta que el auto está a nombre de Pietro Cantoni, quien es
uno de los alias utilizados por Rocco Santino, el tutor y protector de Jade Goronda. Pero
mi pregunta Garrido es la siguiente: ¿Cómo es que se les escapa alguien en un vehículo,
cuando Caracas es una ciudad donde las colas no permiten avanzar? Antes de que me de
alguna explicación, —continuó Turó con una voz de extraordinaria proyección—tratando
de justificar sus incompetencias, me permití poner en aviso a toda la policía de tránsito,
municipal, capitalina, metropolitana, para que apenas avisten al vehículo lo detengan en el
acto. Jade Goronda tiene que darnos muchas explicaciones.
-Señor, —dijo un tercer oficial irrumpiendo casi a empellones en la oficina de Turó—
encienda el televisor por favor.
Benjamín Turó observa al diminuto hombre con extrañeza, y procede a encender el
pequeño aparato situado arriba de su archivo. La imagen de un individuo con el rostro
tapado abarca las treinta y dos pulgadas de la pantalla. Al subir el volumen, Benjamín Turó
escucha, como lo estaba haciendo toda una nación, las demandas del encapuchado. Sólo
atinó a escuchar una frase que para él lo decía todo: “…Libertad absoluta, sin cláusulas…”
-¡Valerio Camacho!—Exclamó Benjamín sin alterarse ni un ápice.
-Es la sede del canal del estado señor. —Dijo el oficial que había llegado con la noticia—
Un grupo de facinerosos la tienen tomada. Todos los organismos de seguridad están allá.
El teléfono de la oficina repicó. Benjamín Turó lo levantó. Al otro lado, una voz
desgastada, le increpó acerca de lo que sucedía. Era el general de tres soles Rafael
Molero, el superior inmediato de Benjamín Turó.
-Ves lo que yo veo Turó, ¡es inaudito!, ¡esos coños de madre no pueden entrar así nada
más y apoderarse de un edificio gubernamental, lo hicieron en el Panteón y lo están
repitiendo ahora! ¡El presidente está que arde de la arrechera!
Benjamín odiaba las groserías y malas palabras. Deducía siempre que un hombre se conoce
por su forma de expresarse y por el control que tiene de sí y de sus sentimientos. La
“calentura” de su jefe inmediato era entendible pero no justificable. Aunque estaba
sorprendido por lo que sucedía, no era inesperado para él. Las investigaciones que llevaba
a cabo le aseguraban que en cualquier momento los integrantes de “La cola de Palomo”
darían un golpe contra el sistema. El ver allí las imágenes de lo que sucedía, le confirmaba
sus sospechas.
-Permítame decirle señor, —dijo con calma sobrenatural—que si hubiesen puesto en
marcha la operación “Descartes” que yo propuse, esto no estaría pasando.
-Benjamín—respondió Molero—aunque tu proyecto era brillante, no podíamos ejecutarlo.
Las razones que dio el presidente son más que lógicas, la comunidad internacional
cuestiona cada día nuestras acciones en contra de la disidencia. No quiero sobreestimar
lo que sucede, mira a ese “huevón”, hablando hasta por los codos. Cada minuto que pasa
es una puñalada más para nosotros. Y eso es lo que ellos desean. Dime Benjamín ¿qué
sabes del tal “Quijote”?
-Lo tiene al frente señor—respondió Turó.
-¿Cómo es la vaina?—preguntó exaltado el General—ese hampón que está en pantalla es
el quijote.
-No literalmente general, ellos se esconden detrás de un nombre, de una figura emblemática
para que nosotros nos distraigamos buscando a un supuesto líder. Pero es solo una
estrategia de desgaste, para con nosotros, y evasiva para ellos.
-¿O sea que el fulano quijote no existe?
-Es mi teoría señor, lo propuse en mi proyecto “Descartes”
Meses atrás Benjamín Turó presentó un proyecto de eliminación sistemática de toda
insurrección armada en territorio venezolano. La punta de lanza de la estrategia era acabar
con las bases del movimiento. Cada día que transcurría la organización rebelde ganaba más
adeptos, sobre todo en las masas populares que estaban hastiadas de la falsedad de un
régimen opresor y corrupto. En el plan “Descartes” Benjamín Turó ofrecía soluciones
totales al problema. Lo esencial, explicaba él, era no permitir que la organización siguiera
creciendo, debían eliminar a cada sospechoso de ser integrante del movimiento insurrecto,
hacerlo desaparecer sin dejar rastro. A los más notorios miembros tenían que ponerle precio
a sus cabezas; en otrora, las recompensas por la captura de los integrantes de “La cola de
Palomo” no eran canceladas en su totalidad y esto generaba desconfianza en aquellos que
se tentaban en delatarlos. El dinero, según Turó, era el mejor aceite para lubricar la máquina
del exterminio.
Los familiares directos de los miembros claves de la organización, tenían que desaparecer,
hombres, mujeres y por qué no, los niños, tenían que correr ese destino. Era la única forma
de que aquellos dieran la cara y así poder ser capturados. Con la excusa perfecta de un
hampa desbordada, aparecerían como víctimas de una violencia social propia de las
ciudades cosmopolitas.
En este planteamiento Turó era radical, debían utilizar a ladrones, asesinos, jíbaros, sicarios
y todo elemento capaz de llevar dicho encargo. Localizarían a la víctima (o victimas) y en
un aparente fuego cruzado entre bandas serían eliminados, o en un “ajuste de cuentas”, en
cualquier caso de duda se le montaría un expediente kilométrico y se haría pasar a éste
miembro activo de la resistencia como un vulgar criminal ajusticiado por sus cómplices.
Turó presentaba muchas más tácticas que iban desde crímenes pasionales, asalto a mano
armada, accidentes de tránsito y cualquier forma fatua,
verosímil y lógica, donde el gobierno no tendría nada que ver con una matanza cuya
responsabilidad recaía sobre una delincuencia organizada.
El régimen no podía darse el lujo de llevarlos a juicio, la razzia tenía que ser efectuada
como si de un desgaste interno del grupo rebelde la había llevado a su final. El mismísimo
Benjamín Turó llevaría a cabo este plan de “contingencia” en aras de “la estabilidad de una
nación y su sociedad”. Él se encargaría de esconder la paja bajo la lona.
Pero tal plan como lo tenía concebido Turó no era apropiado. No por el momento. La
sentencia del general Molero era cierta: “La comunidad internacional estaba más que
preocupada por la cantidad de desapariciones que se estaban llevando a cabo, bajo la
aparente faz de una inseguridad galopante.”
Cualquier asesinato, tortura, secuestro o eliminación, era culpa de un hampa organizada
que, según el régimen, tenía conexiones con las organizaciones rebeldes, en especial “La
cola de Palomo”. Aunque la propuesta no fue del todo aceptada, se le dieron al
departamento del oficial Benjamín Turó, “incansable defensor de la revolución” fondos
para que “su lucha”, contra los organismos que actúan al margen de la ley, tuviera el éxito
perentorio que todos deseaban.
Benjamín veía la imagen del encapuchado con desdén y analizaba las implicaciones de
todo lo que estaba aconteciendo, mientras continuaba con el teléfono en la oreja, pero sin
llegar a hacer contacto.
-Es una cortina de humo.—dijo—Ese no es el verdadero objetivo.
-¡Explícate!—dijo el General Molero
-¿Cuantos hombres armados tomaron el edificio del canal de televisión?
-Según los reportes son más de veinte—dijo Molero
-¿Por qué veinte individuos armados tomaron un canal de televisión? Simbólicamente sería
un golpe beneficioso para ellos, nada más. Están arriesgándose a ser abatidos, y no creo
que Valerio Camacho mande a veinte de sus hombres a que mueran de una manera tan
poco beneficiosa.
-Mantente en contacto conmigo Benjamín, esto traerá secuela. Creo que ellos están
moviendo las piezas definitivas.
-Entendido.
Benjamín Turó colgó el teléfono, apagó el televisor, cogió su saco azul marino, se lo
colocó con extrema elegancia, viró sobre sus talones y se acercó a la pecera hexagonal:
“¡Mi niña—dijo sin exagerada emoción--veo que ya estás sintiéndote bien! No tardo”
Y dirigiéndose a sus subordinados les dice: “Llegó el momento caballeros, salgamos de
aquí a acabar con esto”
Entre tanto “Salomé” engullía con renovadas muestras de apetito a uno de los ratones,
quien finalmente perdió la lucha por vivir.

***
CAPÍTULO VII
Miles de borbotones de mármol líquido se desparraman sobre un lienzo celeste que casi
toca a la mar hecha tierra; al Guaraira Repano, quien juega con ellos como lo ha hecho
desde tiempos inmemoriales. Un frío viento baja con parsimonia, decidido a incrustarse en
los poros impasibles de millones de almas. Mientras, una muchedumbre desgranada y
desperdigada, recorre caminos infinitos carentes de callejones o atajos; sólo una eterna vía
que hasta ahora, no ofrecía nada.
Jade Goronda y Eduardo Santaella volvieron a la ciudad capital, después de guarecerse de
sus invisibles captores. Una fila de encadenados vehículos, hacía peligrosa la presencia de
los dos jóvenes. Jade sabía que no podían estar varados allí, que debían moverse, lo más
seguro es que el automóvil haya sido notificado por las autoridades, de hecho todos tenían
que ver con la apariencia del extraordinario carro. Seguir así en un auto que llamaba la
atención no era recomendable. Eduardo estaba extrañamente calmo, su mirada fija, pero
alerta, a todo lo que sucedía a su alrededor le daba un toque de normalidad a su particular
condición mental. En una abertura que aprovechó Jade para pasarse un alto y transitar por
una vía de sentido contrario, salieron de la tranca, enfilando hacia un centro comercial, allí
ingresaron al estacionamiento subterráneo y aparcaron entre dos columnas. Una vez que
apagó el carro su teléfono sonó.
-Hizo bien en salir de esa cola señorita Goronda, —dijo la misma voz femenina que la
llamó horas atrás—no debe arriesgarse a que los atrapen.
Jade miró a los lados, observó a Eduardo quien la miraba fijo.
-¿Quién es?—preguntó él con inquietud.
Jade le hizo señas a que callara.
-¿Cómo está el señor Santino?—preguntó.
-Está bien, no creas que somos unos inhumanos y que tendremos a tu “papá Rocco” en
condiciones de extrema crueldad.
-Quiero hablar con él. Si no, cuelgo.—dijo Jade de manera tajante.
Hubo silencio, en unos segundos Jade oyó la voz de su mentor.
-Tranquila Jade, estoy bien. Sólo dale lo que ellos desean, pero si es muy peligroso para
ti, renun…
En ese momento la voz femenina toma de nuevo el mando.
-Peligroso será si no lo haces. No solamente para ti sino para todos.
Un silencio daba muestra del final de la comunicación. Jade y Eduardo salieron del
“Thunderbird”. Antes de llegar a las angostas escaleras que los separaban del resto del
mundo, Jade increpa a Eduardo:
-Nos están siguiendo. No sé quiénes son, lo único que realmente sé es que tienen a mi
amigo, y que le harán daño si no les entrego la estatua. No tengo otra opción que confiar
en ti Eduardo, en que realmente sabes lo que me has contado, y que no es un espejismo de
tu…”desequilibrio”. Así que lo único que te pido es que no te apartes de mí, mantente a mi
lado, cuando quieras parar, paramos, cuando quieras moverte nos moveremos, solo quiero
que confíes en mí. Te he demostrado que estoy aquí, que ambos estamos metidos en esto.
Vamos, busquemos esa estatua, el libro, todo lo que ha motivado tanta destrucción y
muerte. Y salgamos de esto, ¿te parece?
Eduardo la miraba absorto, con las dos manos metidas en los bolsillos de sus raídos
pantalones y el bamboleo característico de su tronco le dice a Jade:
-Todo saldrá bien. Todo. Sí, todo.
En el centro comercial la gente iba y venía como olas de un mar intranquilo. Los dos
caminaban a paso rápido hacia las afueras del establecimiento. Jade le hizo señas a un
taxista para que se detuviera, pero fue infructuoso. Mientras, Eduardo seguía aferrado a
ella, apretaba su mano contra la fina muñeca de Jade en una angustiosa sintomatología de
temor. Cuando se disponían a bajar dos escalones más y estar en el borde de la acera de la
avenida, un automóvil se detuvo frente a ellos. Dos individuos salieron, uno del lado del
copiloto y el otro de la parte posterior y sin mediar palabras los obligaron a entrar. Todo
fue tan rápido que ni tiempo tuvieron para resistirse. A empellones los colocaron en la parte
trasera del automóvil. Allí arremolinados e incómodos se dieron cuenta de su situación.
-¿Quiénes son ustedes?—preguntó Jade.
El hombre que conducía le gritó:
-¡Cállate perra! Aquí no hablas. Cierra la boca. Ya sabrás para dónde vamos.
Eduardo estaba paralizado no movía ni un músculo.
El mismo individuo, lo miró y dijo:
-¿Este es el sifrinito de mierda, el que tanta vaina ha echado?
-Soy, —dijo con voz trémula—Eduardo Santaella, déjela ir. No tiene nada que ver. Nada.
Nada. Ella no tiene nada que ver.
-¡Sé quién eres nojoda! ¿Qué crees que somos, unos “piazos de choros”? Además ambos
tienen que ver. Y se callan porque no estoy de humor.
Era un moreno delgado pero fornido, con cabello ralo, ojos grandes y desorbitados,
revelación del padecimiento de una enfermedad tiroidal. Hablaba sobre modulado y
conducía sin siquiera pisar el pedal del freno. Él era quien llevaba la batuta, los otros dos
sujetos eran si acaso unos adolescentes enfundados en trajes de adultos, pero igualmente
recelosos y peligrosos. Jade le apretó la mano a Eduardo y le susurró al oído; “tranquilo,
todo saldrá bien”
En pocos minutos llegaron a una suntuosa residencia de estilo español, nueve hermosos
chaguaramos, a cada lado, hacían fila en la entrada. Jade y Eduardo se miraron. La primera
impresión que tuvieron fue que se trataban de oficiales miembros del gobierno quienes lo
detenían, luego creyó que eran de “La cola de Palomo”, pero la lujosa residencia y los
trajeados hombres que los sometieron no parecían ser de ninguna organización, o al menos
eso pensaba Jade.
Ella y Eduardo fueron sacados del automóvil con virulencia, llevados a la entrada de la
casa y arrojados sobre un amplio sofá de mimbre. El hombre que conducía y quien llevaba
la voz cantante sacó de su traje una pistola Sig-Sauer P220 y la apuntó hacia abajo. Jade le
dijo:
-No es necesaria el arma, además ¿para dónde vamos a ir?
-La señorita Goronda tiene razón Felipe. ¿Para dónde irían?
Una mujer de mediana estatura, regordeta, ataviada en un traje gris con bordes dorados y
unos pies sufriendo tortura por entrar en un espacio no hecho para ellos. Con el cabello
teñido de un amarillo incandescente, unido en una deforme argamasa que intenta parecerse,
de una manera ilusoria, a un rodete de última moda. La mujer caminó con gracia mal
aprendida hacia los dos jóvenes pasmados. Pero lo que carecía en estilo o elegancia para
llevarlo puesto, le sobraba en dinero e insolencia. Se paró frente a ellos sin pronunciar
palabras y luego como llevada por una cólera invisible le asestó una sonora
bofetada a Jade, quien sacudió su cabeza y cayó del sofá. Eduardo intentó ayudarla pero
fue empujado de nuevo al sillón por el tal Felipe quien sonreía con malicia.
-¡Odio perder tiempo y dinero! Y usted Goronda, me los ha hecho perder en demasía.
Su acento era fino y delicado. La voz era exactamente igual a como se le oía por teléfono.
-¡Llévalos al salón, Felipe!
Jade y Eduardo fueron llevados dentro de la casa hacia un salón con techo de cristal, el
piso alfombrado y luz tenue.
-Bien, y ya que se desquitó conmigo, ¿quiere decirnos quienes son ustedes?
Jade miraba a la mujer que recién entraba al salón, y ésta con presumida altivez le dijo:
-Mi nombre es Elisa Cantera. Yo soy la esposa de Lorenzo Cantera.
-¿Lorenzo Cantera, el narcotraficante?
Una nueva arremetida de la mujer le cruzó el rostro a la audaz periodista. Este golpe, más
fuerte que el anterior, no la tomó por sorpresa, y Jade pudo en el último momento echarse
para atrás, pero igual las exageradas uñas postizas terminaron el trabajo que no pudo
finalizar la palma de la mano de la colérica mujer.
-¡Mi esposo es un negociante, ustedes no entienden, la sociedad consumista de hoy necesita
proveedores, gente que le ponga lo que desean a su alcance! Pero ustedes no lo ven. Por
ejemplo tu amigo, el “señorito” Santaella consumidor de altísima factura.
¿Qué diferencia hay entre él y los del barrio, los que la consumen para olvidarse de la
miseria en que están? Yo se los diré; es el dinero, el dinero es el que hace la diferencia. Al
joven Santaella sus padres prácticamente compraron una clínica para su resguardo, para
que estuviera fuera del alcance de los ojos criticones de una sociedad hipócrita.
-No me diga que nos trajo hasta acá sólo para hablar de la adicción de Eduardo.
-Yo la dejé hace tiempo, Jade. ¡Lo juro! ¡Lo juro!—dijo Eduardo en un vano intento de
hacerse sentir.
-¿Sí, estás seguro?—preguntó la atrabiliaria mujer--¿Por qué mejor no le preguntamos a
tu médico?
En una señal convenida, Felipe traspasa la puerta y en segundos aparece con un personaje
conocido para ambos.
-¡Doctor Mauresmo!, —exclama Jade—usted también lo tienen retenido pero ¿por qué?
-Lamento que estás mal informada, yo no estoy aquí en contra de mi voluntad.
-El doctor Mauresmo es un buen amigo, —dijo Elisa—nos ha prestado mucha ayuda.
-Pero usted y Valerio Camacho se conocen, no comprendo. —Balbuceó Jade claramente
contrariada.
-En la clínica te dije que te contaría toda la verdad, pues bien, lo haré. Necesitábamos la
estatua a como diera lugar, para ello manteníamos a Eduardo en el sanatorio con la
esperanza de que nos dijera dónde estaba. Al comienzo no lográbamos que hablara, o que
dijese algo importante, pero con terapia, un ambiente confortable y un poco de ayuda con
drogas fuertes, estábamos seguros de poder tener, al menos, una idea de donde estaba la
reliquia. Pero su padre decidió a último momento y sin consulta alguna, sacarlo de allí, y
llevarlo a su casa. La enfermera que asignamos, es de nuestro círculo íntimo, digámoslo
así, y nos lo trajo de vuelta. Improvisamos una escena donde Eduardo fue quien se escapó
y la obligó a que lo sacara de la mansión de sus padres.
-¿Y dónde encajo yo?
-Cuando usted apareció me di cuenta de que estaba ligada al grupo rebelde. La tarjeta era
una evidencia muy fuerte, como se lo dije en el momento. Pero lamentándolo mucho, para
usted claro, que dicha tarjeta cayó en mis manos.
-¿Entonces usted no es “Yudi”?—preguntó Jade al tiempo que se acercaba al doctor.
-No, lamento desilusionarte pero no lo soy.
-¿Pero cómo conoció a Valerio entonces? Usted me contó el momento en que lo conoció.
Jade Goronda enmudece de repente y mirando fijamente hacia el suelo pareciera hurgar
desesperadamente en la memoria reciente. Volviendo a recobrar el sentido de la lógica,
frunce el ceño y taladrándole una mirada de fuego al infeliz galeno, Jade capta todo con
claridad:
-¡Ya va!—dijo la reportera--ahora que recuerdo; yo me desmayé en su oficina, usted me
drogó con algo. Sí eso fue, en el café me puso algo, esa debe ser la razón por la que perdí
el conocimiento. Por ello es que no puse en duda su historia. Usted me dijo que Valerio
había sido herido en el hombro, ahora lo recuerdo, usted me lo afirmó de esa manera, pero
no fue así, él fue herido en la pierna. ¿Cómo no pude darme cuenta?
-Muy perspicaz señorita Goronda.—dijo Mauresmo—Pero eso ya no importa.
Y dirigiéndose a Eduardo le dijo:
-Ahora todo depende de ti, tráenos la estatua y nadie saldrá herido.
-¡Estábamos en eso cuando nos trajeron!—exclamó Jade.
-Pero no fue por gusto—intervino Elisa.
La mujer encendió un televisor de amplia pantalla de plasma, conectó una diminuta cámara
digital que le entregó uno de sus hombres. La imagen era de ellos mismos, Jade y Eduardo
saliendo del centro comercial, y como en una recapitulación de recuerdos, volvieron a vivir
el momento cuando los llevaron en el carro hasta desaparecer, pero la cámara siguió
filmando y solo unos segundos después, aparecieron oficiales de policía por todos lados.
-Los teníamos vigilados desde que se fugaron de la clínica mental. —Recalcó Elisa con
ironía-- Sabíamos que irían por la estatua, pero lamentándolo mucho, no somos los únicos
interesados, jefes del SEBIN están tras de ustedes. Por eso los trajimos aquí.
-¿Dónde tienen a don Rocco?—preguntó Jade.
-No está aquí, pero está bien. Hacemos el negocio y todos saldremos bien librados.
Reconozco—dijo Elisa mientras cruzaba sus anchos brazos—que eres muy valiente y
empecinada, son cualidades que hay que respetar y admirar. Por eso es que saldrán con
vida de todo esto. Lo único que quiero, es el maldito caballo.
-Entiendo las razones del gobierno, del grupo Santaella, de los cabecillas de “La cola de
Palomo”, pero usted ¿que desea con la estatua?
-El gobierno haría lo que fuera, y ha sido así, por obtenerla. Darían lo que sea por la estatua.
Mi marido no está en una buena posición actualmente, tiene muchos enemigos, y aun con
las comodidades que tiene en la cárcel, no está asegurada su vida. Es simple, — dijo
mirando a Jade—la estatua por la libertad de mi esposo. Y la de ustedes, claro.
-Entonces Eduardo—intervino Mauresmo Espinoza— ¿Nos traerás lo que queremos?
Eduardo miró a Jade, se apartó su rebelde mechón y tomando aire decidido dijo:
-Solo si ella me acompaña. Si Jade viene conmigo y me acompaña.

***

Dentro de la pequeña cabina de vigilancia del centro comercial, el pobre hombre temblaba
de temor, su masa ósea se desarmaba de a poquito como si se tratara de un alambique
funcionando a medio terminar. Y no era para menos, a su lado se encontraba
Benjamín Turó, quien le exigía con relamida amabilidad que le mostrara los distintos
videos de las cámaras de seguridad. A pesar del temor, el infeliz pudo agilizar el pedido y
mostrando las imágenes ya proyectadas en el espacio de la realidad, se detuvo en seco en
el preciso instante en que un Thunderbird azul entraba a uno de los estacionamientos del
nivel sótano.
-¡Es ella!—exclamó Benjamín Turó—Facilíteme todas las imágenes de los que van dentro
de ese carro, por favor.
-Sí, claro. Aquí están.
Mostraban los monitores todo el recorrido que hicieron desde que llegaron hasta que fueron
abordados en el auto.
-¿Quiénes son esos?—preguntó uno de los oficiales que acompañaba a Turó, y que, por
razones de espacio, veía todo desde el umbral de la puerta.
-Están muy bien vestidos para ser delincuentes comunes. Fíjate,—decía Turó con toda
lógica—los metieron a la fuerza.
Cuando el vigilante se disponía a retroceder la grabación para ponerla a tiro y entregarle
una copia a Benjamín Turó, éste lo frenó en seco levantando su mano derecha a la altura
de su mentón.
-Un momento, déjela correr un poco más—ordenó Benjamín.
A escasos cincuenta y cuatro segundos, se observa en el video un segundo vehículo que
sale de un espacio entre dos autos y raudo emprende la marcha en el mismo sentido en que
salía el automóvil que llevaba a Jade y su “extraño acompañante”.
-Retroceda.—dijo Turó—Allí, deténgala allí. Amplíe la imagen, más, un poco más. Allí,
perfecto.
Volteándose, Benjamín Turó llama a su oficial subordinado quién seguía parado en la
pequeña cabina de vigilancia.
-Fíjate Roldán, están filmando. El copiloto está filmando.
Benjamín Turó salió del pequeño recinto que ya lo aprisionaba de calor y sin detenerse,
impartió órdenes a su subalterno:
-Quiero copia de todo esto con una media, de dos horas antes de llegar Jade Goronda, o
mejor, que te entregue copia de todo lo que han grabado las cámaras de seguridad en el día
de hoy.
-Así será—respondió Roldán
-Ahora bajemos a ver el carro.
Ya en el sótano, un equipo de peritos examinaba minuciosamente el Thunderbird azul.
Los tres técnicos en experticia se detuvieron al mismo tiempo, apenas Benjamín Turó
apareció en el sitio acompañado del inspector Garrido y otros tres inspectores del servicio
de inteligencia.
-¿Qué tienen?—preguntó Turó
-Tenemos esto.
Y mostrando un bolso negro, de fino cuero curtido, y una desgastada Biblia ya dentro de
una bolsa plástica, el perito se los entregó a Turó.
-Observe lo que contiene la cartera, inspector jefe.
Benjamín Turó reviso con la vista sin meter sus manos el bolso de Jade.
En ese preciso instante y a pocos kilómetros de allí, Jade Goronda recuerda pasmada que
debido al apuro, había dejado el bolso dentro del auto. Recordó que allí estaban sus
documentos, el revólver que don Rocco le dio como protección y una copia del disco que
contenía todas las conclusiones de la investigación de Silvio Páez. Era el momento en que
ella y Eduardo esperaban en el sofá de mimbre antes de la llegada de Elisa Cantera. Maldijo
para sus adentros, pero tuvo que interrumpir su autoflagelación mental para después,
considerando que ahora eran mucho más importantes los inconvenientes que se les
presentaban.
De regreso al sótano del estacionamiento, Benjamín Turó trataba en vano de sonreír.
-¡Vaya, vaya, nuestra amiga nos ha dejado un regalo!—dijo en un falso tono emotivo--
¿Qué tenemos aquí? Parece que la señorita Goronda no es tan inocente como se creía.
Benjamín levantaba en vilo por el dedo índice el arma. La colocó encima del techo del
vehículo, luego sobre el mismo, vació todo el contenido del bolso. Benjamín dirigió de
manera automática su mirada apartando sin tocar, lo demás que no le interesaba, y sacó
de la funda plastica la vieja biblia, al abrirla vio escrito un nombre. La cerró, y procedió
con una actitud mecánica a examinar un disco láser que tenía escrita en tinta de marcador
la palabra: “Vida”.
-Tráiganme enseguida una laptop, creo que aquí hay algo tan interesante, como la vida
misma.
-Enseguida—contestó Garrido.
-Ah y por cierto, averíguame todo acerca de Eduardo Santaella, el hijo del empresario
Marcelo Santaella. Este juego se está poniendo más interesante de lo que suponía.
Los hombres se apartaron del entorno de su jefe, y a través de llamadas por radio, órdenes
verbales y de todo tipo, reducían el tiempo para obtener todo lo que Benjamín Turó
necesitaba en ese momento.

***

En la entrada de la mansión Santaella cuatro vigilantes vestidos de negro custodiaban


ambos lados del inmenso portón, el más viejo de apellido Galeano era quien recibía a las
personas y tomaba notas para asegurarse que sus nombres coincidían con los que aparecían
en la lista, o para avisar por intercomunicador la presencia de alguien ajeno al entorno de
la familia. Por ello cuando vio que un automóvil sedán color ocre enfilaba hacia su puesto
de vigilante de entrada, no pudo más que sorprenderse. Al bajarse la ventanilla del piloto,
un hombre moreno con los ojos desorbitados y actitud fachendosa sonreía con cinismo.
-¿Se le ofrece algo?—preguntó Galeano.
-A mí no, pero a él sí.
Y señalando hacia el copiloto, al vigilante le da un brinco el corazón.
-¡Señorito Eduardo, joven Santaella, caramba su padre fue a buscarlo!
-Sí lo sé, —respondió nervioso Eduardo--ya él viene en camino. Ahora abra la reja
Galeano, por favor abra, mis amigos y yo necesitamos entrar.
El vigilante se quedó serio, observó a Felipe quien era el que conducía y al mirar atrás notó
que había una joven de aspecto cansado, con rasguños en el rostro, pero aun así muy
atractiva. Ella le sonrió al anciano.
-Está bien, —dijo el vigilante—de todas formas llamaré a su madre que está adentro.
-¡No llame a mi madre, Galeano!, abra o le diré a mi padre que no me quiso dejar entrar,
¡abra por favor, abra! Sí…abra.
Las dos puertas inmensas se abrieron, los ángeles ceremoniosos dejaron de tocarse por
momentos, para mostrar la entrada a la mansión Santaella.
Elisa Cantera había aceptado la condición de Eduardo, de dejar que Jade le acompañara.
Dio expresas indicaciones a Felipe de traer la estatua, pero no solo eso, una vez con la
reliquia en su poder el bandido debía regresar con Jade Goronda. Eduardo no le importaba
nada, total ya habría obtenido lo que ella deseaba, pero debían eliminar a Jade para que el
misterio de la estatua con cabellos de Bolívar solo existiera en la mente de un joven
desequilibrado. Así ella podía, sin aspavientos de ningún tipo, realizar el canje por su
esposo. Para cubrirse las espaldas envió a cuatro de sus hombres a que los siguieran hasta
la mansión Santaella.
-Tu casa es realmente hermosa Eduardo—dijo Jade absorta por lo que veía.
-¡Tremendo rancho!—exclamó Felipe--¡Coño mi pana, si no es porque tengo una misión
que cumplirle a los Cantera, te juro que no te pelaría ni con tierrita! Tus padres darían buen
“billullo” por ti.
-No te lo creas—musitó Eduardo sin emoción alguna.
Al dejar atrás el hermoso camino de entrada, la suntuosa casa los saludaba con indiferencia.
Para los desconocidos era una vista del lujo y esplendor que no habían visto antes. Incluso
el propio Felipe quien viene del entorno íntimo de un narcotraficante con altísimo poder
económico no podía dar crédito a lo que la mansión Santaella mostraba.
-¡Ná güeboná de casa menor!—exclamó Felipe.
-No es una casa. —Respondió Eduardo con rabia—Es una maldita caja de música.
-¿Una caja de música?—preguntó Felipe—Qué va carajito ¡tú sí que estás tostao!
-Tranquilo Eduardo,—dijo en tono dulce Jade—todo saldrá bien.
Felipe mira a través del retrovisor a Jade con esos ojos a punto de abandonar sus cuencas.
La periodista solo le aparta la mirada con un ademán de asco.
A los pocos instantes de ingresar a la mansión, otra camioneta 4tunner, último modelo,
color verde oliva y con todos los vidrios tapizados de un papel negro, impenetrable, se
estacionó a pocos metros de la entrada de la residencia. Eran los hombres de Elisa Cantera.
-Hagámoslo así;—dijo Eduardo--yo me bajo, busco la estatua y se la entrego. Nos dejan
aqui. Fin de la historia ¿Okey?
-¡Tú te pelaste! Así no será. —Respondió Felipe--Los tres entramos a tu casa, buscas la
estatua y cuando yo la tenga, les diré cuando se termina esto ¿okey carajito?
Ni Jade ni Eduardo dijeron algo, afirmando de manera tácita que el plan de Felipe era el
que llevarían a cabo.
Al llegar a las escalinatas que sirven de entrada a la mansión, Horacio se encontraba al lado
de la limosina, tomando un café que Marina le había traído, ambos estaban comentando, a
manera de chismorreo, los últimos acontecimientos vividos en la mansión. La amplia
residencia estaba prácticamente vacía, Marcelo había dispuesto de todo su personal de
seguridad para el fallido encuentro con su hijo.
Cuando Marina y Horacio observaron que se acercaba el vehículo, ambos se hicieron la
misma pregunta: “¿Quién será?”
Al bajarse el propio Eduardo Santaella del carro, Horacio y Marina quedaron inmóviles
como si compartieran los mismos hilos de un solo titiritero que se negaba a darles
movimiento de vida. Horacio fue el primero en reaccionar.
-¡Señor Eduardo! qué alegría que apareció. Su mamá está arriba, ¿dónde está su padre?
-Ya él viene Horacio. Necesitamos, mis amigos y yo, entrar a buscar algo en la casa.
-¿Está todo en orden joven?—preguntó el chofer al tiempo que observaba con detenimiento
a Jade y al desagradable de Felipe.
-Todo está bien—dijo Eduardo estirando sus finos dedos en dirección al suelo— ¡Vamos,
entremos!
Horacio los siguió con la mirada, una vez que ya no los tenía dentro de su campo visual,
llamó por teléfono móvil a Marcelo, pero éste lo tenía ocupado. Después del noveno
intento, se comunicó con Lenrry, al cual le hizo saber las nuevas noticias.
Si tanto Jade como Felipe estaban extasiados por lo hermoso y suntuoso de este moderno
palacio visto desde afuera, adentro la sorpresa los dejaría perplejos. Caminaron por el
corredor, llegaron a la antesala, el circunspecto sol los saludó con desconfianza, las
dieciocho estrellas detuvieron su imaginario movimiento propio, solo para desdeñar a los
intrusos. El grupo siguió avanzando hasta encontrarse con la inmensa boca de la escalera
que se dividía en dos, para luego unirse en una epiglotis de mármol en un piso superior.
Observaron colgado arriba, el enorme cuadro surrealista cuyas combinaciones cromáticas,
en un claro ejemplo de anamorfosis pictórica, dibujaba la letra “O”.
Al llegar al comedor quedaron estupefactos por lo regio del recinto, la chimenea gótica
escupía chispazos de vida inexistente, dándole un toque fastuoso al ambiente. Arriba, en
el infinito cielo, vieron la lámpara que iluminaba eternamente, no con la luz eléctrica, sino
con la luz de la vanidad, los rincones apartados de un espacio yerto.
-Si esto es una caja de música, entonces yo soy curita de pueblo—comentó sarcásticamente
Felipe.
Pero si se habían sorprendido por lo poco que habían observado, lo que vendría los dejaría
literalmente sin aliento. Eduardo los conminó a que lo siguieran hasta uno de los corredores
que los llevaría a dos inmensas y hermosas puertas de roble pulido. Los tres, llegaron a la
biblioteca.
Majestuosa, la inmensa habitación con sus cientos de miles de libros los dejó con una
sensación de arropo que ninguno había sentido nunca. Jade entró con pasos dubitativos,
pero fue soltándose de a poco. Se dejó llevar por ese torrente de sabiduría silenciosa. Sentía
que dentro de su cabeza todo el conocimiento del mundo le pedía a gritos que lo dejara
entrar. A Jade siempre le interesó la lectura, de hecho una de sus pasiones era el comprar
libros e ir haciendo su propio cuarto para refugiarse en el mundo de ellos. Pero lo que ante
sus ojos se mostraba parecía salido de un mundo de fantasía. Tímida, se fue acercando.
Intentó tocar los que tenía al alcance, pero se sintió impía. Subió la cabeza y se dio cuenta,
al ver los niveles superiores, que este inmenso monstruo no parecía tener fin. Inclusive, el
patán de Felipe, que pareciera nunca comenzó y mucho menos terminó de leer algo, se
sintió sobrecogido por tanta riqueza, aunque era la riqueza material que podía ver a través
de su codiciosa mirada tiroidea.
Ambos, tanto Jade como él, sucumbieron bajo el poder de la habitación pero con
perspectivas completamente distintas. Mientras que la menuda mujer comprendía el valor
histórico, cultural y de erudición que tenía al frente, Felipe pensaba en la manera de asaltar
dicho recinto, apoderarse de valiosas piezas de colección, aunque jamás las hubiera
distinguido. Pensaba en la posibilidad de regresar en otro momento para dar un gran golpe
y así irse desligando del yugo de Lorenzo Cantera, que a pesar de haberlo sacado de las
calles, solo era un peón sin futuro dentro de la amplia organización criminal, con el riesgo
de que en cualquier momento ir a parar con sus huesos a alguna cárcel gringa acusado de
narco terrorista. No, esa no era la manera como él se veía dentro de un tiempo, por ello ya
venía afilando el puñal de la felonía para clavarlo hasta su empuñadura en el momento más
indicado.
Así estaba él, rumiando con pensamientos oscuros cuando de pronto una hermosa melodía
inundó el ambiente, era una música tan lejana que parecía no venir de afuera, sino de
adentro, pero no del interior de la vasta biblioteca, sino de un intrínseco lugar tan cercano
a la vez que revolvía todos los recuerdos. Jade también la escuchó, o mejor dicho la sintió
sin oírla. Tan pura, tan hermosa, con una suavidad casi celestial. Jade cerró los ojos, se
imaginó tan pequeña, que podía penetrar en las páginas de cada uno de los libros allí
expuestos, leerlos, devorarlos, vivir en ellos para siempre, para luego volver a seguir en ese
círculo interminable del conocimiento humano. Se vio sentada junto a su padre, este le leía
fragmentos del principito, mientras ella, imberbe, recostaba su cabeza en el blanco
uniforme de su papá, imaginándose que cazaba cometas con alas de mariposa.
Por otro lado, Felipe en cambio sintió una nostalgia tan grande como su maldad. La música
lejana y cercana a la vez lo llevó al mismísimo vientre materno donde sintió los golpes
contundentes de una madre desesperada por escupir un “pedazo de carne indeseado”.
Luego, volvió a vivir el dolor infantil de las embestidas jadeantes de un destino traicionero.
Pero reaccionó, se espabiló con rabia el primer recuerdo de su existencia y al mirar a su
alrededor se dio cuenta que estaba solo, entonces sacó su pistola y comenzó a gritar con
desespero y llanto entrecortado.
-¿Dónde están no joda, donde coño de la madre están? ¡Los voy a matar si no aparecen!
Felipe ingresó a uno de los amplios corredores que se comunicaban a otros tantos que a
su vez se dividían en anaqueles, algunos grandes, otros no, pero que lo llevaban
irremediablemente al mismo sitio donde despertó de la influencia de la música onírica.
-¡Voy a llamar a doña Elisa, para que mate al italiano de mierda si no aparecen nojoda!”
¿Dónde estás Goronda? ¡Habla perra, o si no disparo!
Caminó en círculos, en la mano derecha esgrimía su arma potente, en la otra el teléfono
móvil que no hallaba como hacerlo funcionar. Felipe no veía ni escuchaba a más nadie,
sólo la melodía que se negaba a apartarse. Al llegar a lo que por lógica debía ser la puerta
por donde había entrado, no había nada, solo un gigantesco plúteo que se movía conforme
él lo hacía. El infeliz, desesperado, sacó a la fuerza toda su existencia en un grito largo,
pavoroso y putrefacto. De repente un golpe seco y contundente le apagó los sentidos; solo
el armonioso canto sin voz, de la música invisible, lo acompañaría para siempre, más allá
de esta vida.
***

Esa mañana, Apolonio Rizzo se incorporó de la cama con pesadez, la noche había sido
agitada bajo la perspectiva inmóvil de un insomnio constante. Desde la desaparición de
Eduardo, Apolonio se reunía todos los días con Leticia en la mansión Santaella. Marcelo
por su parte le prohibió la entrada acusándolo de ser cómplice de la desaparición de su hijo.
Leticia refutó tales argumentos, manifestando que si él tuviera algo que ver con el rapto de
Eduardo, desde hace mucho tiempo se hubiera desaparecido. Y si ese fuera el caso entonces
sería mejor mantenerlo cerca. En todos los días que pasaron, Apolonio Rizzo se convirtió,
junto a Lenrry, en la persona más allegada a Leticia. Aunque el jefe de seguridad de las
empresas Santaella, le llevaba a la mano toda la investigación, Rizzo era de la opinión de
dar parte a la policía para indagar mejor. Esta actitud confirmó la tesis de Leticia de que el
médico no estaba involucrado en la extraña desaparición de su hijo.
Ese día fue a verla temprano, Leticia le contó de la llamada de Eduardo y que Marcelo iba
a buscarlo a Macuto, que además no había sido secuestrado, sino que él, en otro arranque
de malcriadez, se había fugado.
Apolonio notó que Leticia no estaba eufórica como debía; la noticia de la aparición de
Eduardo emocionó a Apolonio enormemente, y así se lo hizo saber a ella, pero notó que
Leticia lo asimilaba todo como un suceso menor, como una travesura sin importancia de
su malcriado hijo, y no como el acontecimiento importante que en realidad era.
Ataviada con exquisitez, tenía el cabello suelto, lo que le daba una hermosa apariencia
juvenil. Sin ella darse cuenta, Apolonio la psicoanalizaba en cada oportunidad que tenían
de estar juntos, le preguntaba por sus padres, su infancia, el matrimonio con Marcelo y la
relación con Eduardo.
A veces ella se dejaba llevar, como un tronco huérfano sucumbía al caudal que la arrastraba,
y respondía hasta lo que Rizzo no le preguntaba. Pero había momentos, como esa mañana,
en los que solo bastaba una mirada proveniente de esos ojos tristes y hermosos de color
miel, para que el psiquiatra entendiera perfectamente que aunque la corriente fuera copiosa,
la toza buscaría un recodo para no sucumbir ante la invitación del
caudal.
Antes de medio día, Apolonio Rizzo salió de la mansión Santaella, a la expectativa por la
llegada de Eduardo. Llegó con dificultad a la clínica “Los Colorados”, debido a la extraña
movilización de tropas por las avenidas de la ciudad; al llegar comenzó a trabajar. La
ausencia ilógica de Mauresmo lo tenía preocupado, conocía a su colega desde hacía mucho
tiempo, sabía que era un hombre ambicioso y que manejaba la clínica como si se tratara de
una empresa y no el sitio “humano” en que, a su criterio, debía ser. Pero de allí a dejar todo
sin explicación alguna, eso para él no tenía sentido.
Desde antes que Marcelo Santaella apareciera, días atrás, exigiendo que le entregaran a
Eduardo, Mauresmo desapareció de la clínica. Ahora era Apolonio quien llevaba sobre sus
hombros una responsabilidad gigantesca. Cuando observó su reloj eran casi las tres de la
tarde, decidió ir nuevamente a la mansión pero no sería fácil, la ciudad estaba tomada desde
todos los ángulos. Militares, policías, guardias nacionales eran dueños de un entorno
peligroso. El asalto al canal del estado tenía al régimen con todas sus fuerzas apostadas en
las calles de las principales ciudades del país, una cantidad importante de personas emergía
conforme el tiempo pasaba. En pequeños grupos, primero, y en continuas movilizaciones,
después. Aun así, Apolonio lograría llegar a la mansión Santaella.
-Doctor--dijo Galeano sin siquiera devolver el saludo--el señor Eduardo llegó, está adentro.
--¡Ya, que bien!—Dijo Rizzo con sincero entusiasmo- ¿Lo trajo el ingeniero Marcelo?
-No doctor que va, él vino con dos personas, un hombre y una muchacha.
-Pero, ¿Quiénes son? ¿Amigos de la casa?
-No creo doctor, primera vez que los veo, de hecho el señor Eduardo me exigió que le
abriera la puerta sin muchas preguntas.
Apolonio Rizzo se quedó pensando lo que Galeano le contaba, y en una reacción drástica
aceleró a fondo una vez que las inmensas rejas de hierro forjado le daban permiso. Bajó
rápido del auto, una vez en la entrada, Marina lo recibía con claras muestras de
contradicción
-Doctor menos mal que regresó, el señorito Eduardo está adentro, vino con una gente rara.
-Y doña Leticia ¿dónde está?
-Arriba en su habitación, bueno eso creo, ¡ay doctor estoy preocupada algo extraño está
pasando!
-Tranquilícese Marina, déjeme ver, ¿dónde dice que está Eduardo?
Antes de que la obesa criada abriera la boca para responder, un alarido proveniente de lo
más profundo del dolor humano los puso en alerta.
-¡De la biblioteca, viene de la biblioteca!—gritó Apolonio.
Al traspasar todos los caminos y salones llegaron frente a la gran sala. Rizzo intentó sin
éxito abrirla.
-¡Traiga las llaves mujer, por amor a dios muévase! ¡Busque a doña Leticia!
-Si doctor, enseguida—dijo presurosa Marina.
Entre tanto Rizzo se desgañitaba pidiendo que abrieran las puertas.
-¡Eduardo, Eduardo, abre la puerta! ¿Estás allí?
Pero adentro el ambiente era otro, no escuchaban los gritos ni el caos que afuera reinaba,
era una dimensión aislada de la realidad, o a decir verdad; una realidad aislada en otra
dimensión.

***

“Vámonos, aquí no hay nada. ¡Maldición!”


Marcelo Santaella estalló en millones de salivas invisibles, la frustración que tenía. Con el
teléfono celular recién colgado en la mano, trataba de comunicarse sin éxito con Ulises o
Chinochoa, pero nada. Marcelo caminó por el pequeño paseo peatonal completamente
enervado. Lenrry se le acercó y le dijo:
-Ingeniero, me acaba de llamar Horacio, Eduardo está en la mansión.
-¿En la mansión? ¿Pero qué hace allá?
Y tomando el celular, Marcelo llamó a su casa a la espera de que alguien le diera una
explicación, pero nadie contestó ninguno de los teléfonos de la residencia, enfureciéndose
aún más y elevando a un nivel nunca antes visto su enigmática sonrisa, gritó órdenes de
desespero.
-Escuche bien Lenrry, los quiero a todos en la mansión ahora mismo, ¡vamos!
-Sí ingeniero.--dijo el Lenrry, al instante en que se disponía a impartir las ordenes recién
dadas.
Marcelo se dirigió al helicóptero, en ese preciso instante una cuadrilla de tres camiones
militares se acercó al sitio y de ellas bajaron tres docenas de uniformados en traje de
camuflaje portando armas largas. Un sargento de aspecto raquítico y con mirada iracunda,
era quien daba las órdenes al grupo, seis rodearon las camionetas, ocho tomaron todo el
pequeño paseo y sacaron de allí a las poquísimas personas que se quedaron a satisfacer la
curiosidad del porqué tanto movimiento en un sitio por demás tranquilo.
-¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? No saben que estamos en estado de sitio.
-Soy el ingeniero Marcelo Santaella, tengo toda la permisología y el derecho de estar aquí.
-Usted no comprende “ingeniero”, —dijo en tono sarcástico el delgado sub oficial—la
situación ahora no está para tener “derechos”, además usted no puede aterrizar en este sitio.
-Tengo todo lo necesario para hacerlo, “sargento”, —respondió Marcelo devolviendo el
sarcástico tono—así que la única manera que usted tiene para detenerme es disparándome.
-No me tiente, ni me obligue a hacerlo—advirtió el efectivo castrense.
En cambio Marcelo Santaella ni se inmutó, lo único que en realidad le interesaba era salir
de allí y volar hacia su residencia, presentía que nada estaba marchando bien. Volvió a
tomar el aparato telefónico y en solo segundos logró comunicarse con el vice ministro de
la defensa.
-¡General Roberto Álvarez! le habla el ingeniero Marcelo Santaella, le molesto para
informarle que tengo una particular situación aquí en Vargas. Un sargento de la guardia
nacional de apellido…--y observando la insignia del ahora más que raquítico sargento,
Marcelo esboza una sonrisa superpuesta a la inexistente—Castillo, sargento Castillo. El
amigo sargento me impide despegar en mi helicóptero, le he hecho ver que tengo todos los
permisos para estar aquí, pero nada, el hombre no colabora.
Y haciendo una pausa, Marcelo oye lo que el general le decía. Dibujando un círculo, no
con sus dedos o sus manos sino con todo su cuerpo, gira alrededor del transfigurado
suboficial.
-¡Tome!—dice Marcelo con autoridad—El general desea hablarle.
El desdichado dudó, y observando su entorno decide tomar el teléfono móvil, y con una
gota gélida bajando a rappel por su sien izquierda, solo escuchaba lo que al otro lado de la
línea le decían. Con la cabeza gacha, afirmaba entre cada pausa con un repetitivo: “Sí mi
general” “Copiado mi general” “Entendido mi general” “Adiós mi general”
Marcelo le arrancó el teléfono de la mano, y con el mismo, dibujó un círculo en el aire a la
vez que le decía al timorato sargento:
-Usted ahora me dejará partir. Y a mis hombres, usted y toda su muchachada los escoltaran,
hasta mi residencia en Caracas. ¿Copiado…sargento?
El hombre solo observaba y secándose por fin la gota indeseable antes de que esta llegara
a su destino, respondió en tono lacónico: “Copiado…ingeniero”

***

Jade Goronda no sabía qué hacer, allí en cuclillas frente al cuerpo de Felipe, que ya había
dejado de dibujar oleos de sangre sobre el frío suelo, la joven pensaba en don Rocco, en
ella, en toda la investigación, y segura de que su vida no le pertenecía. En ese instante sintió
una mano que le tapaba la boca al mismo tiempo que un brazo la levantaba en vilo.
-¡Shh! No hagas ruido, ven conmigo.
Era Eduardo quien la conminaba a que la acompañara. Caminaron así, él detrás de ella, y
ella rígida sin tratar de zafarse. Caminaron hasta el pequeño anexo, donde yerta, descansaba
la antigua Biblia.
-Te voy a soltar, prométeme que no gritarás. ¿Está bien?
Jade hizo señas afirmativas con la cabeza. Eduardo la soltó lentamente, al voltearse ella, le
dio una bofetada que silenciosamente cómplice, le enrojeció la mejilla al muchacho.
-¡No tenías por qué hacerlo, —dijo Jade—no debiste, ahora matarán a don Rocco, a mí, a
ti, a todos! ¡No debiste matarlo!
-Quieres escucharme y calmarte—dijo Eduardo mientras se tocaba con la parte posterior
de su mano diestra la roja mejilla-- Cálmate. Yo no lo hice. Yo estaba aquí, no lo maté, te
lo juro, puedo estar loco pero no estúpido. No lo maté. No.
Hablaban en susurros como si las palabras no existieran, en un código silencioso que solo
ellos entendían. Cerca uno del otro con los ojos desplazando la natural forma almendrada
y convirtiéndose en dos esferas desorbitadas, víctimas de una sensación de miedo que
ninguno podía ocultar.
-Si no fuiste tú, ¿Quién hizo esto?
-¡No lo sé! y no quiero quedarme a averiguarlo.
-Por dios Eduardo, estamos en tu casa. Debería ser el sitio más seguro del mundo.
-¡Pero no lo es! Debemos salir de aquí, todavía podemos salvar a tu amigo, a ellos no le
importa la vida de este malandro. Si le llevamos la estatua, podríamos arreglar todo, y nos
dejarían en paz. Sí, en paz.
Eduardo se movió colocándose frente al cristal, se agachó, palpó debajo de la columna de
mármol negro, removió con cuidado parte de la esquina oriental de la base que mostraba
un diminuto botón dorado. Al accionarlo, justo debajo del cristal donde reposaba la Biblia,
un pequeño tablero con caracteres alfanuméricos, similar al teclado de un teléfono digital,
salía de su escondite.
Jade se acercó curiosa, observó como Eduardo la miraba con ojos expectantes
alimentados con una enajenación voraz, a la par que decía:
-Hay que hacerlo rápido y salir de aquí, Marcelo llegará en cualquier momento.
Alargó sus finísimos dedos y buscando las combinaciones adecuadas, pulsó primero la letra
“D” luego la “A” seguida de la “D” y repitió la “A”: “DADA”, una vez accionada la clave,
el cristal entero, junto a su preciado bien se movió en un ángulo de noventa grados,
mostrando en su interior un depósito no mayor de treinta centímetros de diámetro y nueve
de profundidad. Eduardo y Jade abrieron los ojos, la luz que bañaba a la Biblia, se
refractaba en la tez de los dos.
Eduardo metió la mano, tomó un fieltro de color verde oscuro, que celoso guardaba un
objeto.
-¡La estatua! Dime que es la estatua—imploró Jade en silencio.
Y abriendo con delicadeza el fieltro, éste mostraba un mediano libro azul, que a pesar del
tiempo, se hallaba en perfecto estado de conservación.
-¡Dios santo, es el libro de anotaciones del doctor Kosmo!
Eduardo lo tomó con extrema delicadeza con sus dos manos, no se atrevía a abrirlo, de
hecho lo hizo en pocas ocasiones.
-Dadá lo guardó aquí, —dijo Eduardo con la ahora mirada luctuosa-- él diseñó este lugar
secreto. Yo bajaba todas las noches a cuidarlo. Cuando él muere yo cambié la clave y solo
yo tenía acceso a esta parte de la vida de él. Por eso Marcelo jamás lo encontró, cuando me
preguntó yo le dije: “Busca en la biblioteca”. Y no lo hizo, por soberbia no lo hizo. Esta es
la clave Jade, -dijo mirándola con ojos efusivos--aquí está todo.
-Sí, lo sé Eduardo, pero falta la estatua, ¿Dónde está la estatua?
-“¡Hijo!”
En ese instante una voz proyectada con fuerza invisible les hace voltear. Allí en la entrada
del pequeño anexo estaba de pie, Leticia. Vestida con un hermoso traje blanco, que llevaba
plasmado un asimétrico estampado de un rojo intenso, el cabello juvenilmente suelto y los
ojos más tristes y solos que nunca. Leticia le sonrió a su hijo.
Eduardo al verla se desmoronó, entregó a Jade, de manera robotizada el libro de
anotaciones. Al acercarse a su madre notó que lo que parecía un diseño cónsono con el
vestido, era en realidad una inmensa y reciente mancha de sangre. Eduardo se detuvo a solo
centímetros de su progenitora, al observarla mejor, notó que tenía entre sus manos un objeto
contundente, un hermoso y antiguo lucero del alba, bañado en el mismo carmesí que hacía
juego con el costoso vestido.
-Mamá, ¿qué hiciste? No debiste. Nosotros podíamos resolverlo. ¿Qué…qué pasó por qué?
Eduardo balbuceaba las palabras, no se explicaba del por qué su madre había hecho lo que
él suponía.
-Hijo, Eduardo, mi niño. Ese hombre les iba a hacer daño y yo solo quería protegerte, los
vi llegar. —Aquí Leticia suelta el lucero al suelo, desviando la mirada perdida, para
encontrarse con los expresivos ojos de Jade—Y supe que nada estaba bien.
- Ella es Jade mamá. Me ha ayudado todos estos días.
Leticia solo arrojó media mirada hacia la reportera. Y estirando sus ebúrneos brazos,
Leticia toca el rostro de su vástago.
-Eres igual a él. Exactamente igual a él.
Eduardo se sorprendió, no entendía a su madre. Toda esa situación lo estaba alterando.
-Si te refieres a Marcelo, no me parezco en nada a él ¡En nada!
Leticia retiró con nerviosismo sus brazos, y bajó la mirada, luego se decidió por fin a
abrazar a su unigénito con verdaderas muestras de amor y nerviosismo, pero éste se apartó.
Eduardo no salía de su fuerte impresión, no reaccionó al abrazo de su madre, solo se
limitaba a observar la gran mancha carmesí plasmada para siempre, sobre la pureza de un
fondo blanco.

***

Sobre sus piernas, y sentado dentro del cómodo vehículo policial, Benjamín Turó revisaba
el disco láser que encontró en el bolso de Jade. Observaba la computadora portátil, que le
mostraba las imágenes, letras, frases, y movimientos digitales como si tuvieran vida propia.
La clave encriptada que Jade creó para resguardar su contenido, Benjamín Turó la resolvió
en segundos.
Liberó su mirada hacia lo que tenía enfrente. Con un rostro tan inexpresivo que pareciera
carecer del elemental proceso básico para seguir con vida; la respiración. Leyó con pausa
y atención. Turó solo movía sus oscuros ojos. Patinaba la mirada por sobre la pantalla de
cristal líquido analizando todo lo que leía. Casi todo lo que mostraba, él lo conocía de
memoria: Los miembros de “Los Halcones” como sospechosos de la incursión en el
panteón; los fallidos intentos de captura en contra de Valerio Camacho y “El quijote”; --
investigaciones que él mismo había dirigido--la persecución reciente a Silvio Páez y su
familia; la desaparición de opositores bajo la mascarada de la inseguridad; todo esto lo
conocía Benjamín Turó.
“El buen comisario Páez—logró murmurar con cinismo—tan meticuloso. Lástima, para él,
que no lo suficiente.”
A punto estaba de cerrar la máquina, aburrido de la información que para él era harta
conocida cuando una imagen aparentemente abstracta se fue mostrando en su plenitud. Un
hombre sentado y junto a él una estatua de un caballo de madera parado en las dos patas
traseras.
-¿Qué es esto?—Se preguntó Turó con sincera sorpresa.
Siguió leyendo y escuchando a bajo volumen la voz profunda, como proveniente del más
allá, de Silvio Páez… “El libertador no descansa allí” “… “partes físicas”… “hacer
pruebas con el cabello”…”asesinato”…”Kosmo von Kritten.”
Esto era nuevo para Turó. Odiaba tener cabos sueltos en cualquier investigación. Cuando
el ministro y el general de los soles opacos le pidieron, una vez que se hizo cargo de su
puesto en el SEBIN, la ubicación y posterior ejecución de miembros claves de “La cola de
palomo”, Benjamín oyó historias de elementos capturados, quienes afirmaban que los
líderes de la organización rebelde estaban desesperados por la adquisición de una estatua.
Él mismo había escuchado en algún momento que podía existir en un lugar desconocido
una reliquia de un caballo de nogal, hecho a mano, hacía más de siglo y medio, y que poseía
cabello del propio Simón Bolívar. Era una pista que aparentemente no tenía relación con
todo lo que estaba sucediendo.
“Entonces,—pensó en voz baja, con lejana emoción—el caballo puede que sí exista. Pero,
¿dónde está?”
De manera ceremoniosa cerró la computadora portátil, salió del vehículo en el justo
instante que Roldán lo apremia.
-Inspector tenemos noticia. El muchacho Santaella parece que fue víctima de un plagio
hace unos días, su familia no reportó el incidente.
-¿Extraño verdad?—Contestó Benjamín Turó mientras embragaba las piezas dispersas que
recién descubrió-- ¿Me pregunto por qué su familia no la haría?
-Lo secuestraron en su propia casa inspector. -siguió reportando Roldán- Ellos llevan una
investigación privada. De hecho el padre del joven, el ingeniero Marcelo Santaella está con
un grupo de su entorno en la Guaira. Creo que se trata del mismo caso.
-¡No quisieron poner la denuncia porque ocultan algo!—exclamó Garrido que escuchó
parte de la conversación.
Benjamín Turó sacó de su bolsillo el llavero con las esferas incandescentes en forma de
hermosos ojos verde esmeralda. Los frotó, se lo llevó a la punta de la nariz y aspirando
hondamente dijo:
-No hace falta tener ojos para ver bien las cosas. Creo que es hora de que nos lleguemos a
la residencia de los Santaella.

***
-La señora Leticia no está por ningún lado doctor. ¡Ay dios mío aquí está pasando una
desgracia!—dijo Marina mientras le entregaba a Rizzo las llaves de la biblioteca. Apolonio
Rizzo intentó introducir la llave de diseño antiguo, pero la cerradura se mostraba reacia al
intento de estupro del cual era víctima.
-¿Marina, está segura que estas son las llaves?—preguntó con disfrazada calma.
-¡Claro doctor! por favor, tengo dieciocho años trabajando en esta casa. Por favor déjeme
intentarlo yo, deme acá.
Marina intento meter la llave pero cada vez que se acercaba a la ranura de la cerradura el
mazo se le caía. Lo recogía, intentaba nuevamente, y ¡zas! Se le caía. Era como si un polo
magnético en la punta de la llave reaccionara con rechazo al polo contrario, de igual carga
del orificio por donde, a fuerza de lógica, debía entrar la llave.
Ya el entorno había sido tomado por Horacio, Yessenia, la mucama, y dos ayudantes de la
cocina quienes miraban con contrariedad lo que sucedía.
-Ese es el espíritu del “doctor Kojmo”—exclamó Yessenia en evidente estado de pánico.
-¡Quiere callarse!—le espetó Rizzo, quien inmediatamente se dio cuenta de su repentino
mal humor—Discúlpeme joven, es que esto no tiene nada de lógica.
En ese momento exacto, las puertas sin que las tocaran, sin que les introdujeran la llave,
sin que las obligaran; se abrieron de par en par. Un segundo eterno de duda, pareció
dominar el lugar.
-¡Nadie va a pasar! ¡Quédense todos aquí! Horacio vigile que nadie entre o salga.
Al entrar y cerrar las dos puertas tras sus espaldas, el doctor Rizzo observa el cuerpo de
Felipe que naufragaba sobre una seca playa de arena rojiza. Se sorprendió, pero no se
amilanó. Le tocó el cuello buscando en vano algún indicio de vida. Era inútil, el pobre
Felipe se consumía en un fuego eterno, atormentado para siempre por la extraña melodía
mutable que lo llevó a su funesto destino.
Se adentró más en la biblioteca, llegó al anexo donde Eduardo y su madre, hacía solo unos
instantes se unían en un abrazo único.
-¿Qué ha pasado aquí?—preguntó Rizzo
-Nada—contestó Eduardo—ese hombre nos tenía secuestrado y yo lo maté le di un fuerte
golpe y lo maté, sí, fui yo ¡Yo lo maté!
Eduardo se le plantó de frente a Rizzo quien observaba todo con expectativa y curiosidad
sicológica. Aun en momentos como ese, no podía deslastrase de la molesta costra de su
profesión.
-Tranquilo Eduardo, tranquilo ¿Están bien? ¿Está usted bien doña Leticia?
Leticia sólo miraba a Eduardo. Lo miraba con los ojos más hermosos que alguna vez se
posaron sobre alguna faz. Luego aspiró y transformando su mirar, le dijo a Rizzo:
-Doctor saque a mi hijo y su amiga de aquí, yo me haré cargo de todo. Ese hombre era un
maleante, un mal hombre que tenía a Eduardo secuestrado y lo trajo acá bajo amenaza de
asesinarlo. Váyanse, llévese lejos a Eduardo.
Leticia acorta la distancia entre ella y el médico. Tomándole de la mano se atreve a llamarlo
por primera vez por su nombre, y con voz suplicante le dice:
-Te lo pido Apolonio, ¡te lo suplico! En el santo nombre de la amistad que le prodigaste a
mi padre, llévate a Eduardo lejos de aquí.
-No señora, no puede ser así, —intervino Jade quien escuchaba todo con atención
pasmosa—los que contrataron a Felipe tienen a mi amigo, mi mentor, mi padre político y
si no les llevo—aquí Jade hace una breve pausa—“algo”, ellos, de seguro lo matarán.
-¿Y qué debes llevarles?—preguntó Rizzo quien se había fijado en la presencia de la
muchacha en ese instante.
Jade los miró a todos, abrazaba el libro tal como Eduardo estrujó la Biblia en los días que
ambos estaban en el litoral.
¡La Biblia! El sagrado libro el cual Eduardo leía con delirio de evangelizador. Allí estaba
la clave, siempre estuvo allí aunque de manera metafórica. Ahora Jade lo entendía. Sabía
que todo lo que estaba viviendo era nada, comparado con lo que le tocaría vivir. Tragó una
seca saliva y cuando estaba a punto de pedirles el caballo que era la pieza para ser
intercambiada por su querido don Rocco, Horacio entró a la biblioteca de manera
intempestiva.
-¡Don Marcelo ya llegó!, a lo lejos se divisa el helicóptero.
-¡Apolonio!— dijo Leticia implorante— ¡Por favor!
Rizzo comenzó a pensar de manera ordenada y metódica lo que sucedía, pero ningún
estudio, ningún tratado, nada de lo que las universidades enseñan, lo hubieran preparado
para el discurso silente de esos ojos suplicantes.
-Está bien.—se doblegó ante la petición, conociendo las inminentes consecuencias—
Saldremos de aquí. ¡Vamos!
Y dirigiéndose a la entrada de la biblioteca, se frenó en seco cuando oyó la voz de Leticia:
-¡No! por el frente no. Por aquí, vengan por aquí.
Saliendo del anexo siguieron por uno de los pasillos impares, al final de éste, Leticia viró
hacia la izquierda para luego doblar a la derecha. Al final de ese corredor, más estrecho
que los otros y rodeado de inmensos libros y enciclopedias hebreas, británicas y alemanas,
se encontraron con una pared que colgaba un espejo ovalado. A ambos lados de este y
suspendidos en la pared, se hallaban dos piezas de colección, bueno en realidad solo se
hallaba una: un antiquísimo y huérfano lucero del alba. Leticia lo giró, una vez a la derecha
y dos a la izquierda. La pared se retiró y mostró un largo y angosto pasillo.
-Al final encontrará dos pequeños caminos. Uno, el de la derecha sube directo a una de las
habitaciones de huéspedes, el otro es un poco inclinado. Caminarán por ese y saldrán al
antiguo garaje. Eduardo conoce el camino. Confíen en mí.
-Mamá, ven con nosotros.
-No puedo Eduardo, tu padre vendrá y estará fúrico. No pierdan tiempo, esperen allá,
¡entren rápido! Yo me encargaré de Marcelo.
Los tres obedecieron, Jade no lo podía creer. Otra vez un pasillo, otra vez una salida falsa.
Era como un eterno deja vu, con la diferencia de que a éste lo recordaba, y no se perdía en
la nebulosa interrogante de la memoria, de haberlo vivido o no.
Siguieron la ruta exacta, tomaron el corredor lineal caminaron por espacio de cinco minutos
y salieron a una puerta que los conduciría a un garaje a las afueras de la mansión. Este era
grande, aunque no tan inmenso como el que recientemente hizo construir Marcelo, en la
ventolera que le dio de cambiar y remodelar todo, en su afán de encontrar el libro. Era
pequeño, en comparación con la arquitectura amplia y suntuosa de la mansión. Podían
caber cinco vehículos uno al lado del otro. Tres grandes portones levadizos sellaban la
alejada cochera. De hecho, Marcelo la iba a derrumbar y construir un moderno invernadero,
pero Leticia le quitó la idea.
Los tres salieron Jadeantes. El calor los arropaba con fuerza. Apolonio Rizzo fue el primero
en salir, se asomó por una abertura y a lo lejos veía el helicóptero recién
aterrizado. Volteándose enfrentó a Eduardo y a Jade quien dicho sea de paso no se cansaba
de buscar el paralelismo a esta situación con la escapatoria del sanatorio.
-¡Ahora díganme!—preguntó con tono fuerte Rizzo-- ¿Qué fue lo que pasó allá?
Jade interrumpió la intención de Eduardo de contarlo todo, y pasando sus dedos por el
cabello comenzó a relatarle todo a Rizzo quien escuchaba con atención, la huida del
sanatorio (muy similar a ésta, agregó Jade); el “enconchamiento” que vivieron en el litoral;
las amenazas de los miembros de los cuerpos de inteligencia; la muerte de Silvio Páez; el
secuestro, primero de Rocco Santino, y luego el de ellos, por parte del clan Cantera, toda
la aventura que Jade Goronda en un principio, y Eduardo después, habían experimentado.
Lo contaba sin emoción, como un relato mil veces dicho. Al terminar, Apolonio Rizzo no
hacía más que mirarla. Esto molestó de sobremanera a la periodista, quien le increpó:
-¿Y ahora qué? ¿Me va a tomar por loca?
-No señorita, disculpe, pero es que su relato es, bueno, digamos, interesante.
-¿Interesante?—respondió Jade con el entrecejo fruncido--Disculpe doctor, interesante es
una oruga transformándose en mariposa; interesante es una final de la copa del mundo;
interesante—continuó elevando el tono de su voz-- es una película de Chaplin; interesante
es tirarle piedra a los aviones, interesante es un helado de auyama. Así que no me diga, que
lo que me ha tocado…
-¡Nos ha tocado!—interrumpe Eduardo
-Disculpa—dijo Jade mirándolo con una sonrisa, para luego agregar mientras observaba a
Rizzo--¡Nos ha tocado vivir! es interesante. Lo que ahora deseo es entregarle la estatua a
esa gente y que liberen a don Rocco.
Jade se dejó caer, se acuclilló sobre un rincón del semi oscuro garaje. Abrazaba al libro
con fuerza y entrecerró los ojos, conteniendo la respiración.
-¿Interesante? ¡Sí que va!—musitó con sorna, la bella muchacha—Vívalo usted a ver si le
parece interesante.
-Es verdad doctor, todo lo que Jade le ha dicho es cierto. Es cierto.
-Calma Eduardo, no es que no les crea, sino que han pasado tanto en tan poco tiempo que
me preocupa. Si todo lo que me han dicho es, rigurosamente cierto, entonces la muerte de
ese hombre será vengada. Las autoridades deberán saberlo, y tú Eduardo tendrás que
declarar.
-¡No, no lo haré, él nos iba a matar!
-Escúchame Eduardo—dijo Rizzo al momento que intuía que el joven podía
desplomarse—contéstame, ¿fuiste tú quien lo mató?
Eduardo se irguió y pareció crecer en estatura, miró fijamente a Rizzo y con una voz
fuerte nacida desde el recóndito diafragma le contestó:
-¡Fui yo, nadie más que yo!
Rizzo afirmó con la cabeza y una sonrisa de aprobación. Dándole unas palmadas en el
hombro, se alejó de Eduardo. Caminó nuevamente hacia la abertura, preguntándose como
harían para salir de allí sin que Marcelo los viera, luego se acercó a Jade quien seguía
sentada en el rincón, se agachó hacia ella, hasta encontrarse al nivel de su rostro.
-¿Es el libro de Kosmo verdad?—pregunto Rizzo con voz suave, casi susurrante.
Jade abrió los ojos y la boca en el acto, la sorpresa de la pregunta la invadió de
sobremanera. Y se fue incorporando con la misma lentitud con la que se dejó caer.
-¿Cómo sabe usted de este libro?
-Lo conozco. Conozco su contenido.
Una de las puertas levadizas se abrió unos noventa centímetros. Era Horacio.
-Rápido síganme,-dijo Horacio asomándose-no tardan en llegar Lenrry y los muchachos.
Rizzo ayudó a levantar a Jade quien al pararse le tomó por un brazo.
-No me ha contestado la pregunta doctor. ¿Cómo sabe de este libro?
-Confíe señorita Goronda, confíe. Lo importante es que salgamos de aquí. ¡Ah! Y abrace
fuerte ese libro. Matarían por él.
-Ya lo han hecho. —sentenció Jade de manera lapidaria.
Salieron por el estrecho espacio, primero Jade, luego Eduardo y por ultimo Rizzo.
La noche llegaba palpitante, en un pliego de matices orondos que danzaban plácidos al lado
de una luz, que se consumía en su interior, que no dejaba duda que la vida al igual que el
transitar monótono y eterno del astro rey, se repetía, como pensaba Jade, en un infinito deja
vu, en una marejada de acciones; situaciones; sentimientos y miedos congéneres, que los
absorbían sin siquiera darse cuenta.

***
Al entrar a la mansión, Marcelo gritó como nunca antes nadie lo había escuchado. Gritó
con todas sus fuerzas, con toda su alma, gritó con el corazón, con el pensamiento, gritó con
rabia, con dolor, gritó una sola vez. Eso bastaría, un solo grito:
“¡Leticia!”
No habló con nadie, ni con Marina quien le ametrallaba sin sentido lo que ella había visto,
lo de la permanencia de Eduardo, el grito desde la biblioteca, el que las puertas no abrían.
Marcelo se detuvo justo al frente de las escaleras y mirando a la obesa mujer le dijo:
“Cállese Marina, cállese”
Leticia aparecía arriba próxima a bajar por el ala occidental de las escaleras. Tenía un
ajustado vestido de seda de color negro y su collar preferido de perlas naturales dormitado
en su cuello. El cabello recogido, y una paz tan serena como si hubiera descubierto hace
instantes, la fórmula mágica, no para ser feliz, sino para aprender a vivir con la tristeza.
-¡Leticia! ¿Dónde está Eduardo?
-Marcelo, ¿qué te sucede? ¿Por qué estás así, qué pregunta es esa? Tú muy bien sabes que
Eduardo está desaparecido ¿Acaso no lo recuerdas?
Marcelo Santaella miró a su mujer desde abajo. Desde la entrada de esas amplias escaleras
él observaba la tranquilidad y serenidad con la que Leticia le hablaba desde arriba, como
una princesa en luto, salida de algún cuento bizarro de hadas.
-¡No te vengas a hacer la loca Leticia! ¡Marina!—gritó Marcelo, dirigiéndose a la criada—
Eduardo está aquí, dígame ¿dónde está?
Marina movía la cabeza en señal negativa, miraba a doña Leticia que seguía impasible en
el primer escalón sin aventurarse a descender por completo.
-¡Hable, donde está Eduardo!
-El señorito vino, con un hombre y una muchacha, entraron a la biblioteca…
-¿A la biblioteca? Dígame Marina ¿qué fueron a buscar allá?
-No lo sé ingeniero, ellos vinieron, el señorito nos dijo que ya usted venía, luego entraron
a la biblioteca, el doctor Rizzo trató de abrirla
-¿Rizzo? ¿Rizzo está aquí?
-Ay ingeniero es que escuchamos un grito horrible, intentamos abrir las puertas pero no
pudimos, fue imposible, no sabíamos que pasaba.
-¿Dónde están? Eduardo y esa gente. ¿Dónde Marina?
-No sé doctor, ellos entraron pero no salieron
-Ingeniero—interrumpió Lenrry-- ¡afuera! ¡Eduardo está saliendo por la pared de afuera!
Marcelo salió con violencia hacia el exterior de la mansión. Leticia se aventuró a dar un
paso más pero llegó hasta allí, no se animó a bajar. Marina la veía con preocupación.
Leticia acariciaba con su delicada mano las perfectas esferas de nácar, una por una, como
contando cada lágrima derramada en su interior. “Jamás lo encontrará” se dijo, mientras
que sus ojos se aventuraban, mirando hacia la nada.

***
CAPÍTULO VIII
Las calles, avenidas, vías, puentes, intersecciones, todo ángulo, recodo y punto estratégico
de la ciudad estaba tomado por los organismos de seguridad. La señal del canal del estado
había sido “tumbada” para que los facinerosos no siguieran con su retahíla anti
gubernamental. Sacaron a las mujeres, niños y gente mayor, sólo se quedaron con dieciocho
personas, las cuales tenían en el piso superior, seis en cada oficina, vigiladas por un guardia
armado. Habían pasado muchas horas desde la incursión y afuera del canal televisivo, una
improvisada trinchera y una tanqueta amenazante, amén de la cantidad inimaginable de
efectivos militares y policiales que esperaban la orden para actuar. Todo este pandemónium
daba cuenta de la difícil situación que se vivía. Adentro, los facciosos, no tenían miedo, al
contrario entre ellos se saludaban con alegría, con abrazos y hasta besos. Una sola mujer,
que se hacía llamar Irene, integraba el grupo guerrillero. Todos tenían bordados sobre sus
pechos el símbolo físico de la resistencia. Una vez que hubieron liberado a los demás
rehenes, el grupo reunió a los hombres que quedaron, les juraron que nada malo les pasaría.
Uno de ellos, de nombre Diego Sosa, asistente de producción, habló y con lágrimas en los
ojos dijo que estaba decepcionado, que él era un fiel seguidor de la doctrina de ellos, pero
que ese asalto les daba a los del gobierno argumentos, de que la célula guerrillera no era
más que un grupo de mercenarios.
Los demás, temerosos, y pensando que lo fusilarían allí mismo, le pedían que callara. Pero
el hombre seguía, y hasta entonó, de pie y de memoria, el manifiesto de nueve líneas que
era una de las doctrinas sagradas de la organización rebelde:
“Sigan conmigo que juntos encontraremos,
la libertad que tanto anhelamos.
Sigan sin mí, si yo caigo,
porque la luz fiel, seguirá guiándonos.
¡Lo hacemos por nosotros!
¡Lo hacemos por los hijos!
¡Por los que ya se fueron!
¡Y por quienes no han nacido!
¡Libres, libres, sin dar nada a cambio…!”

Un silencio se apoderó del lugar. Nadie dijo nada. El hombre sollozando se sentó sobre una
caja sin abrir que contenía resmas de papel. Allí se quedó mientras los demás rehenes veían
a los miembros de “La cola de Palomo”. Irene se le acercó y le tocó el hombro.
-Te aseguro que todo esto tiene un por qué,-le dijo- y primero nos matan a nosotros antes
de que a ustedes les pase algo. Tienen nuestro juramento.
-¿Y cómo lo harán?—preguntó uno de los rehenes, un negro robusto y de mirada
expresiva—porque yo he visto como terminan estas vainas, siempre uno de los rehenes
sale liquidao, y eso en el mejor de los casos.
-Sabemos, —dijo uno de los guerrilleros—que es muy difícil que crean, algunos aquí están
embasurados con esa propaganda “nazi” de los podridos del régimen. Que somos
terroristas, que asesinamos a mansalva, pero nada de eso es verdad. Estamos para ayudar a
que este país crezca en auténtica democracia, con valores, seguridad, y un alto nivel de
vida.
-Bonitas sus palabras amigo—dijo Celso Camargo, uno de los ejecutivos del canal—pero
¿pretenden realizar esas maravillas utópicas, con una acción como esta? Allá afuera ustedes
son maleantes, sicarios, terroristas, tomaron a gente inocente para su patraña de libertad,
no somos políticos, somos comunicadores. ¿Por qué no tomaron la asamblea, un ministerio
o la sede de la guardia nacional o el SEBIN. ¿Por qué un canal de televisión donde en el
peor de los casos decimos lo que realmente sucede?
-Les aseguro que no será esta la situación--dijo Irene--Todo saldrá bien
-Y dígame señorita--volvió a preguntar Celso-- ¿Qué significa, “bien” para ustedes?
-¡Que nadie salga herido!--Respondió Irene.
-¿No entienden?--Preguntó Celso mientras se paraba frente a la joven guerrillera-- ¡Los
van a matar! Y nada habrá valido la pena. Lo que el amigo Soto aquí presente les dijo es
verdad: en estas situaciones los rehenes salen “fritos”. Yo por mi parte, si me preguntan,
estoy con el gobierno. Sí, apoyo a mi presidente. Apoyo el cambio. Por ejemplo, ¿qué ha
hecho “La cola de palomo”? Nada, solo sembrar a este país en una guerra de guerrillas sin
sentido. Con supuestos líderes que no dan la cara, porque el tal “Quijote” nadie sabe quién
es, y ha cometido fechorías en todo el país. ¿Por qué no se muestra y da la cara?
¡Porque tiene miedo, porque sabe que el pueblo apoya el cambio!
-¡Cierre la maldita boca!--Le increpó uno de los hombres armados que se hacía llamar
Camilo.
-Déjalo que siga hablando Camilo.--Medió Irene-- A diferencia de los podridos; nosotros
si debatimos.
-¿Debatir, señorita?--Volvió a disparar interrogantes Celso Camargo--Agarrar y tomar
rehenes, sabotear instalaciones, secuestrar personeros del gobierno, ¿a eso ustedes llaman
“debatir”? ¿Qué le han dado al país? sino dolores de cabeza y destrucción de la vida de
políticos honestos. Yo no digo que haya corruptos en el gobierno, pero se han abierto
investigaciones y se han abierto juicios. Ustedes se ensañaron con familias de
parlamentarios y ministros que sabemos que son luchadores de calle, sólo por un rumor
mal sano. ¡Pura bulla! eso es lo que “La cola de palomo” significa para mí. ¡Bulla! Yo, por
otro lado, no me quejo, me han dado un trabajo estable, tengo casa y hasta saqué un
préstamo y así como yo, la gran mayoría de los venezolanos, que apoyamos este cambio
radical de sociedad.
Celso Camargo habló con elocuencia, sin alzar la voz y convencido de su verdad. Los
integrantes del grupo guerrillero, y los demás rehenes lo oían, éstos últimos lo hacían con
temor a que alguno de los miembros de “La cola” tomara fuertes represalias por lo que
estaba diciendo. Pero no fue así.
Irene se acercó a él y llevando el fusil a su espalda le dice:
-Ahora dígame usted algo: ¿A qué costo? Los recursos que han manejado los podridos han
sido tan grandes como para no darle una, ni dos, sino más casas decentes, y no un crédito,
sino una oportunidad de crecer multiplicando el dinero, sin guisos raros ¡Ah! -- continuó
con su jerga social la joven--y no un trabajo mal remunerado, sino una estabilidad laboral.
¡Porque el día que no transmita lo que ellos dicen, el día que no paute lo que las cúpulas
quieren, ese día, allí los fritos serán ustedes! Le repito Celso ¿A qué costo? Mientras los
podridos, viven como reyes, viajando por el mundo y teniendo acceso a un sistema de vida
que hasta ellos mismos critican de manera hipócrita, más venezolanos mueren víctimas de
la delincuencia, de la persecución política, sin una digna y humana asistencia social, ni
hospitalaria, bajando la cerviz a petición del miedo. Haciendo largas colas para sobrevivir.
Comiendo de la basura y acostando a sus hijos con
hambre ¿No crees que sea un precio muy alto a pagar por algo que nos pertenece por
naturaleza? ¿Por qué te arriesgas? ¿Por unos cobardes que en cualquier momento cuando
no les sirvas te hacen desaparecer, y ya? El día que aprendamos a ser más ciudadanos que
pobladores, a valorarnos como pueblo y a no ser náufragos eternos, recibiendo salvavidas
con fecha de caducidad y demos las gracias no como si lo que recibimos es limosna o
caridad, sino derechos de vida digna, ese día, Celso, ¡ese día!, veremos que la dignidad de
nuestra patria vale más que una casa, una bolsa de comida, que un trabajo o un crédito.
Celso Camargo no dijo nada, solo se limitó a mirar su entorno, el cual lo observaba
minuciosamente. Al final se sentó, sólo, en un rincón de la oficina.

***

Horacio abrió una puerta falsa que se encontraba en la tupida pared de enredadera. Eduardo
la conocía muy bien, era una entrada por la cual el jardinero sacaba las bolsas de basura y
las depositaba en el contenedor externo. Allí, a solo veinte metros, un pequeño terraplén se
perdía de vista. En la orilla de éste se encontraba el carro de Apolonio Rizzo que Horacio
sacó diligentemente antes de que Marcelo aterrizara en los amplios terrenos verdosos de la
mansión.
-Este celular te lo manda tu mamá Eduardo, ella te llamará. ¡Pronto! ¡Corran!
-Gracias Horacio—dijo Eduardo sin saber si darle la mano o un abrazo a este empleado
que estaba arriesgando su puesto y pellejo solo para ayudarle.
-Tranquilo solo cuídate. Nos veremos pronto.
-Vamos Eduardo apúrate, le gritaba Jade quien ya había ganado terreno, y junto a Rizzo se
encontraba en la puerta del carro.
Arrancaron, levantaron polvareda, el auto derrapó un poco al borde del no tan profundo
barranco, y se fue raudo cuesta abajo por la amplia avenida de la exclusiva urbanización.
En ese instante Marcelo Santaella, acompañado de Lenrry e Irving, salía hacia donde se
encontraba Eduardo. Horacio palideció al ver a lo lejos la figura de su jefe. En solo instantes
ambos se encontraron, Marcelo agarró por la pechera a su empleado.
-¡Maldita rata! ¿Por qué lo hiciste?
-Señor, fue orden de la señora Leticia, yo no sé nada, ella solo me lo ordenó.
En efecto Horacio estaba dudoso de seguir las órdenes de Leticia de ayudar a Eduardo y a
los demás. Temía por su empleo y su vida. Conociendo, como lo hacía, el carácter de
Marcelo Santaella, la muerte sería nada en comparación a lo que su jefe le haría. Pero
Leticia en pocos segundos lo persuadió, le prometió una importante suma de dinero, que le
bastaría vivir holgado el resto de sus días, amén de jurarle que ella era quien le había dado
las órdenes, y por consiguiente nada le pasaría.
Marcelo estaba más que furioso, hubiera matado allí mismo a su chofer de no ser por Irving,
quien le recordó que podían seguir al grupo en la camioneta.
-¡El helicóptero!—pensó Marcelo de forma absurda—Usemos el helicóptero.
-Ingeniero, --le dijo Irving sin comprender aun lo que sucedía—va a anochecer, no
podemos usar el helicóptero, pero tenemos tiempo, vayamos en la camioneta, podremos
darle alcance.
Marcelo abofeteó a Horacio, el pobre cayó largo a largo sobre la grama recién podada.
-¡Después hablaré contigo, y ni se te ocurra irte, porque te hallaré!
La sonrisa de Marcelo ya no existía, a decir verdad, nada de lo que este hombre estaba
hecho, lo conservaba en un solo contexto, Marcelo Santaella se estaba desmoronando a
pedazos.
Al llegar a la entrada de la mansión, Yessenia, junto a dos de los ayudantes que trabajaban
en la cocina se le acercó temerosa.
-Ay ingeniero, escuche, y ¿qué vamos a hacer con el muerto?—preguntó la muchacha con
evidente angustia.
-¿Cuál muerto mujer? ¡Explícate!
-Es que cuando el doctor Rizzo abrió las puertas de la biblioteca allí había un muerto,
bueno, lo que vimos de refilón fue un bulto en un charco de sangre.
En eso Leticia se apareció en las escaleras de la entrada. Arriba en el umbral de la inmensa
entrada. Y con una galanura y un tono de voz tan suave le dijo a Marcelo:
-Creo que tienes un problema mayor que el de perseguir a Eduardo.
Marcelo subió las escaleras como flotando. Agarró por un brazo a su mujer, y la llevó con
un fuerte envite escaleras abajo. Sin soltarla un instante, ambos caminaron sin detenerse
hasta llegar a la biblioteca. Las puertas estaban abiertas de par en par y allí, tirado en el frío
suelo con el halo aun de la música invisible, se encontraba el cuerpo de Felipe.
-¿Qué es esto Leticia, quien es este hombre?—preguntó Marcelo soltando por fin el brazo
de su esposa y mirando sin creerlo la escena que tenía al frente.
-¡Este hombre trajo a Eduardo aquí a la fuerza, es uno de sus raptores! Vino a robar en la
mansión.
-¡Mientes mujer!—dijo Marcelo gritando hasta quedar sin voz—Eduardo no estaba
secuestrado, él se fue de la casa. La enfermera Olga lo ayudó. Eduardo debía estar aquí
para buscar el libro y dármelo.
-¿Cuál libro Marcelo?—preguntó Leticia con inocencia.
-¡El maldito libro de tu padre, Leticia! Y no me digas que no sabes de qué libro estoy
hablando. Tu padre anotaba todo lo que hacía y dejó un libro detallando todos y cada uno
de sus experimentos. ¡En ese libro, que Eduardo sabía dónde estaba, se encuentra una serie
de fórmulas, pasos y métodos para concretar un experimento de grandes dimensiones!
Marcelo Santaella mira directo a los ojos de su mujer, quien continúa impávida. Da un giro
y camina alrededor del cuerpo inerte, se lleva las dos manos a la cabeza como tratando de
callar el bordoneo de sus pensamientos o quizás hacerlos hablar. No entendía del todo la
situación, estaba seguro que Eduardo por fin le diría dónde se encontraba el libro de
anotaciones de Kosmo. Siempre afirmó que la huida de su primogénito obedecía a una sola
razón: Soberbia. Que su hijo se escapó con la ayuda de la enfermera Olga, solo para sacarlo
de quicio, que manipuló o sobornó con ayuda de Leticia a Mauresmo Espinoza para que
éste lo tuviera un tiempo en la clínica, que la llamada que él hizo para concertar el encuentro
también la orquestó en complicidad con su madre. Eduardo—se repetía Marcelo—sabía
que él estaba realizando experimentos importantes, que se hallaba completando el colosal
trabajo de Kosmo, pero ¡claro! como el “niño” siempre amó más a su abuelo que a él,
planificó todo este ardid de secuestro, desaparición y muerte ¡para joderle la vida!
Todos estos pensamientos inundaron el juicio del eminente hombre de negocios, quien
presentía desde lo más hondo de su ser, el total derruimiento del fruto de su obra.
-Entonces ¿era por eso?
La voz, para él desagradable de Leticia, lo traía de regreso.
-¿Eso qué?—preguntó gritando.
-¡Que todo lo hiciste por un libro, por la codicia y por ti! ¡Jamás te importó Eduardo, ni yo
te importé! ¡Nunca te importamos! ¡Cuando él se cayó de la motocicleta y prácticamente
murió tú no estabas! Te fuiste. Sólo papá y yo nos hicimos cargo.
Leticia se fue arrodillando, hasta que una vez de hinojos y embadurnándose con la sangre
seca del maleante desencarnado, sus ojos hermosos se fueron transfigurando, su piel más
blanca que lo normal, daba a buen contraste con el negro de su vestido, con el negro de su
pena, con el negro de su alma.
-Eduardo se moría, —continuaba Leticia—se moría y tú solo mandabas recados a través
de tus asistentes. Ni un solo día viniste a verlo. Luego lo metiste en ese manicomio, y yo
lo permití. ¡Virgen santa, pobre de mi hijo, allí solo! Yo soy tan culpable como tú, pero al
menos pude hoy remediar parte de mi culpa. Con mis propias manos maté a este perro que
me quería arrebatar a Eduardo otra vez. Desde que se fue—aquí Leticia levanta la mirada
para buscar los ojos de Marcelo, sin percatarse que esos ojos se habían ido desde hace
mucho, para siempre—desde que lo raptaron, lo busqué, pagué e indagué. Me llamó y te
juro que mi corazón se detuvo Marcelo, cuando…cuando escuche su voz. ¡Estaba vivo, mi
hijo estaba vivo! No murió, ¡Eduardo estaba vivo!
Marcelo cubría con su mano izquierda, el puño derecho que se encontraba a la altura de su
mentón. Pensativo oía con incredulidad a Leticia.
-¿Tú mataste a este hombre?
-¡Sí y lo volvería a hacer, si con ello salvo a mi hijo! Ahora dime algo ¿Tendrías tú Marcelo
Santaella, las bolas para matar, por defender a tu hijo?
Marcelo la levantó del suelo y la llevó a la pared. Agarrándola por los dos brazos le dijo:
-¡No me provoques Leticia, no lo hagas! ¡Nunca, nunca, lo intentes! ¡Ni te podrás imaginar
de lo que soy capaz de hacer! ¡Todo, absolutamente todo lo que yo deseo lo tengo, y tanto
tú como Eduardo se han beneficiado de ello!
En ese momento, Lenrry hace acto de presencia.
-¡Jesús, María y José!—exclamó mientras se persignaba--¿Qué vaina es esta, que pasó
aquí?
-No pasó nada—dijo Marcelo mientras soltaba a Leticia— ¿Qué quieres?
-Señor, llegaron los demás hombres—dijo Lenrry, sin dejar de mirar el cadáver.
-Escucha bien, solo quiero que pase Irving, solo tú y él. ¿Está claro? Aquí no ha pasado
nada, este era uno de los bandidos que tenía a Eduardo secuestrado. Nosotros, los
Santaella—aquí miró a Leticia—arreglamos nuestros propios asuntos.
-Estoy para servirle ingeniero, confíe en mí. Ya regreso con Irving.
Al atravesar el amplio umbral de la biblioteca, Lenrry fue a buscar a Irving, mientras
Marcelo, un poco más calmado, se acomodaba la corbata, y subiendo la comisura labial en
búsqueda de su sonrisa ilusoria miró a Leticia quien cruzada de brazos seguía ajena a este
mundo.

***

-¿Para dónde vamos?


La pregunta era notoriamente lógica. Apolonio Rizzo sabía que tanto Marcelo como los
miembros del Cártel “Cantera” le seguirían. No podían darse el lujo de improvisar, debían
actuar con mesura si querían salir bien librados de todo. Rizzo desde un principio llevó la
voz líder. Les hizo saber a Eduardo y a Jade, una vez que abordaron el automóvil, que su
ayuda dependía de que ellos confiaran plenamente en él.
Jade Goronda tenía sus reservas. Juraba que estaba viviendo en una rueda eterna de sucesos
sin fin. Recordó cuando llegó a “Los Colorados” y Mauresmo Espinoza la conminó a que
confiara en ella y huyera con Eduardo de la clínica mental. Ya veía como resultó todo. El
único aliento favorable que podía recoger en este ahogo invisible era lo que veía a su
alrededor; personas decididas por fin, a quitarse el yugo de un dominio férreo a su voluntad.
Era un panorama que le dio a la tenaz mujer un segundo aire de motivación, se repetía a si
misma: “¡No decaeré, por nada del mundo lo haré! ¡Fuerza Jade, fuerza, tú puedes! ¡Estas
más cerca que antes!”
Aferrada al libro, Jade sabía que debía ser prudente a la hora de hablar y de exponer sus
planes. No deseaba correr más riesgos.
-Al apartamento de tu amigo, don Rocco, podemos ir para allá Jade. —dijo Eduardo,
sacándola de sus cavilaciones.
-No Eduardo, ese sería el primer sitio en que buscarían. —respondió Jade, aun saliendo a
flote del mar de las interrogantes que inundaba su mente.
Rizzo continuaba conduciendo, al final de la empinada calle había una amplia redoma,
que al circunvalarla, mostraba dos vías alternas. Una, llevaba a la cota mil, bordeando la
ciudad capital. Rizzo desestimó esta opción porque cuando él iba hacia la mansión, la vía
estaba siendo tomada por efectivos militares. La otra alternativa era ir por el centro,
culebreando los recodos de la gran Caracas. Así llegarían hasta su corazón, dejarían el auto
y se camuflarían entre la multitud que dicho sea de paso crecía a cada segundo. Pero cuando
justo estaban por tomar la decisión más viable, un automóvil Ford Fusión, negro, seguido
por tres autos exactamente iguales, con las ventanillas abajo, les pasó casi rozándoles a
velocidad, pero no lo suficientemente rápida como para que Jade Goronda distinguiera de
entre sus ocupantes, la mirada más temible que había visto en su vida. Aquellos ojos
también la reconocieron, y en ese perecedero momento, en solo partículas muertas de
segundos, Jade Goronda se sacudió por dentro.
-¡Es Benjamín Turó!—dijo con voz temerosa
-¿Quién?—Preguntó Eduardo.
-¿Turó, Benjamín Turó, uno de los jefes del SEBIN?—preguntó Rizzo.
-¡Sí, es él!—respondió Jade.
A escasos metros se oyó el lamento de unos neumáticos desgastándose.
-Están dando la vuelta, ¡Acelere doctor acelere!, si nos atrapan no habrá mañana.
Rizzo pisó el acelerador, la primera reacción del auto fue la de colearse pero una vez que
entendió las razones de su conductor, se equilibró y arrancó rápido hacia el centro de la
ciudad.
El espacio para maniobrar se iba reduciendo. La hora de mayor congestión vehicular, la
incertidumbre de un ambiente que se iba tensando hasta llegar a notas agudas difíciles de
soportar, la vacilación por parte de ellos de saber a ciencia cierta hacia donde irían y la
persecución de la cual eran víctimas por parte de la última persona en el mundo que
hubieran deseado ver, hacían que el panorama luciera sombrío.
-¡Gire a la derecha doctor, yo conozco esta vía!—gritó Eduardo previendo una salida.
Rizzo giró con brusquedad, la acción hizo que Jade quien iba en el asiento trasero se
fuera con toda su humanidad hasta el otro extremo. En el súbito bamboleo se le cayó el
libro. Lo recogió inmediatamente abrazándolo con más fuerza aún. De pronto oyeron
disparos, ráfagas de tiros.
-¡Nos están disparando!—gritó Jade
-¡Al final de la siguiente cuadra cruce a la izquierda doctor—dijo Eduardo-- encontrará un
pequeño camino de tierra, nos metemos por allí, son muchos los recovecos! Los podemos
perder. ¡Sí, los podemos perder!
-¡Pero podríamos quedar atrapados!—Ripostó Rizzo.
-¡Hágalo doctor, al menos es una oportunidad! ¡No quiero parar al fondo del océano!— Le
imploró Eduardo.
Apolonio Rizzo hizo lo que Eduardo le sugirió, al llegar a la siguiente cuadra dobló a la
izquierda, pasó a toda velocidad varios “policías acostados” y enfiló hacia un camino de
tierra que estaba rodeado de abundante vegetación. Al mirar por el espejo retrovisor, se dio
cuenta que el grupo de vehículos le seguían a unos trescientos metros.
-¿Y ahora?—Preguntó Rizzo.
-Esta calle nos llevará a una intersección, allí tomaremos cualquier vía ellos tendrán que
separarse. Al final llegaremos a la zona industrial abandonada, seguimos y podríamos
llegar a Charallave.
El plan de evasión de Eduardo tenía lógica, así lo entendieron con sorpresa tanto Jade como
Apolonio.
-Tiene razón doctor, —dijo Jade--podríamos salir por allá. Lo que tiene que hacer es que
no nos vean a la hora de tomar el camino de la intersección, necesitamos que al menos se
separen.
El auto agarró una sobre marcha poderosa, y con la complicidad de la noche que ya
despuntaba, levantaron una nube artificial de polvo y grava que les servía de auténtica
cortina de humo. Al llegar a la intersección notaron con estupor que una de las vías estaba
cerrada con un promontorio de tierra imposible de traspasar, se vieron en la obligación de
seguir por el único camino. Esto los desmoralizó, el plan de evasión se venía abajo.
-No nos queda otra—dijo Rizzo—tomaremos la única vía.
A lo lejos, unas pálidas luces daban cuenta de la cercanía del convoy mortal.
-¡Acelere doctor!—dijo Eduardo--tengo un plan.
Y dirigiéndose a la parte trasera, donde Jade continuaba abrazando nerviosa el libro,
mientras Rizzo ponía en marcha el fiel vehículo, le dijo con voz temblorosa:
-Gracias Jade, cuida ese libro con tu vida. Vale tanto o más que la estatua.
Jade le miraba incrédula
-¿Qué piensas hacer?
-Guárdalo—dijo Eduardo en tono ceremonioso—Ellos me buscan a mí, yo soy su trofeo.
Ustedes sigan,
Eduardo mira a Rizzo y le dice:
-Si en verdad quiere ayudarnos, si de verdad quiso a mi abuelo Kosmo, entonces cuide a
Jade, haga lo que ella le diga. Si dios lo quiere, volveremos a vernos.
Acto seguido, Eduardo Santaella abrió la puerta y se lanzó, perdiéndose en la vorágine de
polvo, piedra e incertidumbre.

***

Ya era completamente de noche, y el caos citadino estaba en su peor momento. Se


observaba a personas que salían de sus casas enarbolando tricolores patrios, a los
automóviles les era imposible avanzar, pero la escena tenía una particularidad única y
aparentemente contradictoria: En medio de este panorama, ¡los gritos no existían!
No había algarabía, ningún sonido que no fuera el de la respiración de cientos de miles de
seres humanos efervesciendo una ansia plena, absoluta y sin condiciones.
Jade y Apolonio se resguardaron en un pequeño hotel situado en la población de Cúa en el
estado Miranda. Allí, la situación no era distinta. Las gentes se movilizaban rumbo a
Caracas, en auto, en camión, a pie, no importaba el medio. El fin era más que justificable;
ser parte de todo lo que estaba sucediendo.
Una vez en la habitación del hotel, Apolonio Rizzo comenzó a hacer llamadas a través de
su teléfono celular. Llamó a amigos, colegas y contactos, para que le informaran a cerca de
la situación que se estaba viviendo. En la televisión era muy poco lo que se decía. Los
medios oficiales tomaron la movilización como un irrestricto apoyo del pueblo en preservar
la paz y en protesta por la reciente incursión del grupo rebelde al canal oficial del estado.
Las televisoras internacionales mostraban las imágenes sin saber realmente qué sucedía.
Las redes sociales alteraban los acontecimientos sin ninguna pista de lo que pasaba. Y a
decir verdad nadie sabía a ciencia cierta ¿qué era lo que estaba gestándose? Parecía una
reacción espontánea, quizás un efecto sociológico de manipulación de masas en apoyo al
régimen, o simplemente un cambio radical de un modelo a otro.
Nada era seguro. La muchedumbre iba en aumento. Y esta duda de no saber qué sucedía
colocaba al aparataje gubernamental en una desconocida coyuntura.
Entretanto Jade Goronda estaba sobre excitada, no entendía el por qué Eduardo hizo lo que
hizo. ¿Por qué entregarse sin más ni más a los brazos ejecutores de Benjamín Turó? Se
sentía culpable, y a la vez cómplice de lo que a Eduardo le podría ocurrir.
Sentada en la minúscula mesa que se esforzaba en parecer más grande, coronada con un
plástico mantel de colores chillones, Jade colocó con delicadeza el libro sobre ésta.
-Será una noche muy larga, —le dijo Rizzo-- tenemos que descansar. Ya he contactado a
algunos amigos quienes vendrán a ayudarnos. No te preocupes todo saldrá bien.
La joven reportera se le quedó mirando y blandiendo la lanza de la razón justificable, le
preguntó a Rizzo sin miramientos:
-Dígame doctor. ¿Cómo conoce usted la existencia de este libro? ¿Por qué es tan
importante? Mi misión, mi investigación, por así decirlo, era conseguir una estatua,
descubrir una conspiración por parte del gobierno desde altas esferas: El asesinato del
doctor Kosmo solo para conseguir un caballo de madera, con cola de cabello natural.
-¡Los cabellos de Bolívar!—dijo Rizzo sentándose al otro extremo del cuadrado de la mesa.
Jade sacudió su cabeza, como si un insecto molestoso la fastidiara.
-Creo que usted sabe más de lo que yo pensaba—le dijo mientras lo miraba con expectativa.
Apolonio Rizzo sonrió. Se levantó de la recién tomada silla. Marcó su teléfono celular y
dijo solo una palabra:
“Fénix”
Sólo tuvo que esperar escasos segundos. Al otro lado de la línea era evidente que alguien
le contestó. Jade ni se levantó. Como si ya hubiera perdido la capacidad de todo asombro,
solo se dejó llevar por la situación.
-¡Todo bien!—Respondía Rizzo a la inaudible pregunta-- Bueno no tan bien, mañana te
contaré. Quiero que saludes a alguien.
Jade tomó el aparato. Dejó escapar un lánguido “Aló”, envuelto en duda. Mientras, una voz
conocida le respondió, una voz melódica, con un cantaíto muy particular, una voz que
exagera los acentos tonales de las últimas silabas se dejaba oír.
-¡Mi buena amiga! ¡Caramba señorita Goronda! ¿Cómo le ha ido?
-¿Valerio, es usted?
-Sé que debe estar confundida, tranquila no podría estar en mejores manos, el buen doctor
le dará respuesta a sus preguntas. Por otro lado sé por lo que ha pasado Jade, y déjeme
decirle que falta poco, muy poco. Y usted será testigo de primera línea de lo que sucederá.
Jade permaneció callada, le provocaba insultar a Valerio Camacho, decirle que por su culpa
ella, Eduardo, don Rocco y muchos otros estaban en peligro, que su organización no había
servido para nada sino para que ella pasara los momentos más peligrosos de su vida. Y
como por alguna forma adivinatoria de pensamiento, Valerio le dice:
-¡Es el peligro Jade, recuerde; la adrenalina, el no pasar inadvertidos por este mundo lo
que nos hace diferentes, lo que nos hace “quijotescos”! Al final todo habrá valido la pena.
Estamos muy orgullosos de usted.
-Pero no he hallado el caballo aun.—dijo Jade como si no tuviera más nada que decir.
-Lo hallará, de eso estamos seguros. Ahora páseme con el buen doctor.
Jade se queda nuevamente pensativa y decide con nuevos aires romper el hielo de sus
reflexiones.
-Sólo una cosa más Valerio.
-Dígame Goronda.
-¡Váyase al carajo!
Jade dejó sobre la mesa el aparato incrédulo, cómo la voz del otro lado. Se levantó, agarró
el libro y salió de la habitación.
Apolonio, sorprendido, tomó el aparato y afirmando con claras muestras de duda lo que
Valerio le decía, decidió hacerle caso a las consideraciones del jefe guerrillero.
-Sí—dijo-- creo que tienes razón. No te preocupes, lo haré.
Afuera, Jade caminaba hacia la entrada del hotel. En recepción no había nadie, al asomarse
vio como la gente pasaba, como en una interminable procesión, por la calle de enfrente. Lo
hacían de la misma manera como los habían visto en el recorrido; callados, absortos y
enarbolando telas tricolores de esperanza.
-Es mejor que entre, —la sorprendió Rizzo—no es bueno que nos vean aquí.
-¿Tiene miedo doctor? ¿Acaso cree que alguien saldrá de aquí y nos acusará con la
policía o que quizás nos entreguen a los Cantera?
-No es miedo Jade, no me prejuzgue. Es solo precaución. Esto aún está lejos de terminar.
Jade aceptó de mala gana volver a la habitación. Una vez allí se arrepintió de no tener a la
mano el arma que don Rocco le colocó en el auto. Estaba con este hombre a quien ni
conocía, que dejó a Eduardo prácticamente abandonado a su suerte, y que ahora mostraba
signos de conspirador. Jade Goronda se sentía insegura, pero no podía hacer más nada
sino escuchar con cuidado todo lo que Rizzo le diría. No cometería el mismo error que
cometió cuando Mauresmo Espinoza la atontó de tal manera que ella creyó toda su
historia.
-Muy bien, mi “buen doctor”- dijo Jade, situándose de pie frente a Rizzo- ¿Por qué no
comienza a echarme el cuentito de cómo conoce usted a Valerio Camacho?
Apolonio Rizzo se enrolló las mangas de su camisa, poniendo al descubierto una vellosidad
prominente. De hecho no era un hombre viejo, rondaba los cincuenta y tantos, con una
calvicie que quizás lo hacía ver mucho mayor. Agarró una silla y se sentó justo al frente de
Jade.
-Cuando llegué a la biblioteca de los Santaella, enseguida la reconocí. No me explicaba
que hacía allí en medio del torbellino de esa familia. Cuando la vi con Eduardo deduje que
las cosas no habían salido tal como lo esperamos.
-¡Nada ha salido como yo lo esperaba doctor!
-Sí, en eso tiene razón.
-¿Y cómo es eso de que me reconoció?
-Valerio me había informado de su participación directa en este caso, incluso arregló una
entrevista, pero usted nunca apareció.
-Un momento ¿una entrevista?
Jade se queda en el limbo de un pensamiento inconcluso, pero no por mucho, ahora con
sus sentidos acondicionados, a pesar del cansancio y los momentos que le ha tocado vivir,
no dejará nada para la sorpresa.
-¡Usted es “Yudi”!
Apolonio Rizzo sonríe y asienta con la cabeza.
-Sí. Yo soy “Yudi”
-Yo fui a la clínica “Los colorados” a buscarlo y hablar con usted, pero en cambio hablé
fue con el doctor Mauresmo. Él mismo, inclusive, descifró el contenido de la tarjeta que
me dio Valerio.
-Sí, usted me lo contó allá en el garaje. Lo que no entiendo es por qué Mauresmo me
usurpó. No creo que él supiera que yo estuviera conectado con “La cola de Palomo” y con
relación a conocer códigos de mensajes, como el de la tarjeta, eso no sé cómo pudo
averiguarlo.
-Él es un colaborador del cartel de Lorenzo Cantera. Estaba allá cuando nos atraparon a
Eduardo y a mí. Quizás ellos mismos le dieron esa información. Esa gente es muy mala
doctor, están igualmente desesperados por la estatua.
-¿Y para qué la quieren?
-Quieren hacer un cambio con el gobierno. La estatua por la libertad de Lorenzo Cantera.
-El panorama se complica más de lo que imaginaba. —Reflexiona en voz alta Rizzo—
Además tienen a su amigo ¿cierto?
-Sí.--Respondió Jade con renovada aflicción—No me perdonaría nunca si algo le pasara a
don Rocco. Y ahora a Eduardo. ¡Lo más seguro es que Benjamín Turó lo haya hecho
prisionero doctor, no entiendo por qué Eduardo se sacrificó de esa manera! ¡Es nuestro
deber encontrarlo y ayudarlo! ¡No debimos dejarlo allí tirado, fue una cobardía de nuestra
parte!
-¡Tranquilícese Goronda, por favor! Pasó lo que tenía que suceder, si Eduardo no hubiera
saltado del vehículo, los tres estuviéramos detenidos, y eso siendo optimistas.
-¿A usted “mi buen doctor” como que no le importa su paciente?
-¡No diga que no me importa el muchacho! Verá Jade, Eduardo viene de una recuperación
lenta y penosa del abuso de las drogas y del impacto psicológico de ser testigo de la muerte
del doctor Kosmo. Deseo que se recupere totalmente.
-Él lo vio todo, ¿no es así?
-Eduardo sabe, quien asesinó a su abuelo, pero no lo ha querido decir, a nadie. En estos
años lo habíamos tenido interno en “Los colorados” intentando curarlo.
-Y también a que les dijera dónde estaba la estatua.
-Yo no lo tenía con ese fin. Verá, para que me crea y entienda mi situación es necesario
que escuche mi historia. Por favor siéntese.
Una vez que ella lo hace, Apolonio Rizzo emula a Jade, se acomoda en la molesta silla,
cruza sus piernas, y por primera vez en su vida es él quien ocupa el diván de la memoria
rescatada.
-Mis padres—dijo--vinieron de la Italia de la posguerra. Eran tiempos duros Jade, pero se
acomodaron bien y lograron echar raíces. Mi madre siempre hablaba de lo difícil de esos
años, aunque era joven estuvo a punto de sucumbir. Conoció a mi padre en una interminable
fila para conseguir un pedazo de pan, él le cedió el puesto en la infinita cola, y quedaron a
verse el siguiente día. El primero en llegar le guardaba el puesto al otro. Pero casi siempre
no había motivo por el cual esperar. La comida era escasa, y la situación exasperante. Mi
madre siempre recordaba eso con una risa de niña traviesa.
Pues bien, al poco tiempo ella y papá formalizaron su unión. Se fueron a Sicilia donde
vivieron algún tiempo. De hecho yo nací allá al igual que mi hermana mayor, Glorieta. Mis
padres decidieron, como muchos, venir a esta tierra de oportunidades así que embarcaron
hacia acá. Mi madre traía un as bajo la manga; venía con la intención de contactar a un
doctor que ya se había instalado en Venezuela. Un médico que según contaba ella, había
sido gran amigo de su hermano David. Mi tío David Strassberg, señorita Goronda, fue un
gran colaborador y amigo de Kosmo, cuando éste viajó a Estados Unidos luego de salir de
Alemania. Mi tío regresó a Italia a buscar a su mujer. Estando en Europa, contactó a mi
madre solo una vez, y luego siguió su búsqueda. Jamás supimos de él o de su esposa, mi
tía Razziella. Él le dejó a mi madre algo de dinero, y una carta. Le hablaba de que si se
veía en apuros se fuera a Estados Unidos y buscara a Kosmo, “el hombre de la cara pálida”.
Mi madre lo rastreó como pudo hasta que supo que Kosmo se había venido a Venezuela.
Al llegar, contactó a Kosmo quien le ofreció tanto a mi madre como a mi padre empleo
inmediato. Hasta le pagó un profesor de castellano para que ellos rápidamente hablaran el
idioma. Nos trató muy bien, de hecho planificó viajar con mi madre para hallar a mi tío
David, pero eso nunca se concretó. Así que déjeme decirle algo Jade: claro que me importa
mucho lo que le pase a Eduardo. Lo voy a ayudar. Es una deuda, que tengo con Kosmo.
-Por eso la señora Leticia le conminó en nombre del doctor Kosmo a que nos ayudara,
¿no es así?
-No del todo. —Dijo Rizzo mientras se ponía en pie-- Leticia sabe que yo fui discípulo de
su padre, jura que hasta allí llega esa relación. Antes de toda esta situación con la
desaparición de Eduardo, sólo tres veces había estado en la mansión Santaella. Nunca le
conté a ellos, lo que a usted le estoy diciendo ahora. En parte para que no creyeran que
debían estar obligados a algo, ya usted sabe cómo son los ricos. Por otro lado, yo hablé con
Kosmo horas antes de su muerte, se notaba muy nervioso. Debe tener en cuenta Jade, que
Kosmo llevaba a cabo un trabajo monumental y único, temía que le asesinaran o que le
hicieran daño a su familia si no compartía sus descubrimientos. Yo le ayudé en casi todo
el proceso del trabajo de investigación. Fui, como una especie de asistente.
Acondicionamos un apartamento en el centro de Caracas y lo transformamos en un
rudimentario laboratorio.
-¿Pero usted es psiquiatra? ¿Cómo ayudar a un genio de la biología como von Kritten?
-Tengo un master en biología molecular señorita Goronda. A la par estudiaba psiquiatría a
pedido de Kosmo. De hecho me ayudó con mis estudios. Eso con la condición de que su
familia nunca lo supiera.
-Es una historia casi idéntica a la que me contó el doctor Mauresmo.
-Le repito. No tengo idea de cómo Mauresmo sabía de mi relación con Kosmo o “La cola
de palomo”.
-¿Para investigar qué, doctor?—Preguntó Jade, rompiendo la línea de la conversación,
mientras ponía en pie su menuda figura— ¿De qué se trataban esos experimentos?
-Kosmo von Kritten descubrió un proceso regenerativo celular de amplia revolución.
Cuando vivía en Estados Unidos y trabajaba con mi tío David., desarrollaron una serie de
trabajos basados en la concepción de que la muerte no existe. De que la energía celular
jamás desaparece; que se transforma. Ellos repreguntaron algo esencial: ¿en qué se
transforma, y a dónde va a parar? Descubrieron, mucho antes de la revolución de la
genética cuántica, que las células guardaban información completa de todo lo vivido y
aprendido, y que mediante un elaborado esquema de “captación energética” podían
retrotraer dicha información de manera intacta. Le llamaron “proceso de Fenixación”
-¿Fénix…?
-¡Fenixación!—respondió Rizzo volviendo a tomar asiento—Es una palabra antigua,
relacionada con la mítica ave Fénix.
-La que resucita de sus cenizas.
-Esa misma. Pues bien, Kosmo trabajó durante más de la mitad de su vida en desarrollar
la Fenixación hasta demostrar que se podía utilizar para bien.
-Dígame doctor;--preguntó Jade mientras lo miraba a los ojos--¿tuvieron éxito?
Apolonio Rizzo se ensortijó en la silla. Miró los ojos acuciosos de Jade quien impaciente
esperaba la respuesta, a quizás una de las preguntas más importantes que había hecho en
toda la investigación.
Rizzo se mostró inquieto. Por primera vez la objetividad, a veces disfrazada de frialdad,
propia de los especialistas que estudian la mente y el cerebro, se había alejado. No podía
callar o pretender ignorar la pregunta. Ya el dique de los acontecimientos estaba mostrando
fisuras que eran imposibles de ocultar.
-Algo. —Contestó de manera lacónica—Verá Jade, es muy complejo explicarle el
procedimiento de todo este trabajo. La Fenixación no es un juego, tampoco un simple
proyecto científico. Kosmo demostró que es algo real, viable. Experimentamos con
pequeños animales, con plantas. Kosmo creó nueva tecnología para llevar a cabo el
proyecto. En parte tuvimos éxito. Creamos organismos idénticos en base a lo que teníamos,
incluso los pudimos mejorar. Pero la mayor parte de la investigación fue hecha desde cero,
desde la nada. Mediante nuevas fórmulas, nuevos enfoques de investigación; tuvimos que
derribar viejos paradigmas que estaban sustentados sobre las bases de la ciencia ortodoxa
desde hacía mucho tiempo.
-El ingeniero Santaella, el padre de Eduardo, está impaciente por conseguir este libro
doctor. Él desea llevar a cabo estos experimentos, pero ¿por qué razón?
-¡¿Por qué razón?!—Exclamó de manera interrogativa Apolonio Rizzo--¡Jade, por favor!
quien logre dominar estos pasos, quien logre ensamblar todo esto, no solo será poderoso y
rico, sino que controlará un aspecto fundamental en la evolución humana. Controlará la
vida en su extensión más pura, más allá de la existencia misma, la controlará desde la
perspectiva de un círculo que jamás se cerraría. Una continuidad pasmosa sin final alguno.
No solo Marcelo Santaella, sino también las altas esferas del gobierno, y demás organismos
que tenían al menos alguna idea del trabajo de Kosmo. Por eso lo mataron, no solo por la
estatua, sino por ese libro que usted abraza con tanto celo, desconociendo hasta ahora, su
secreto.
-¡Pero usted me dijo allá, que conocía lo que está aquí adentro!
-En efecto, conozco el contenido. —Aquí Apolonio Rizzo se levanta y pasando su mano
por la imperecedera calva, se anima a seguir contándolo todo—Pero lo que está allí escrito,
es un misterio absoluto. Sólo Kosmo lo conocía.
-No comprendo.
-Ábralo. ¿No lo ha hecho verdad?
En realidad desde que Eduardo se lo entregara, Jade no había abierto el libro, solo lo
abrazaba y se aferraba a él. Miró a Apolonio quien la animaba en silencio a que lo abriera.
Jade lo hizo. Volvió a tomar asiento, comenzó por quitarle el fieltro protector, luego con
mucho cuidado lo colocó sobre sus piernas. La tapa era dura, ésta al principio se negaba a
abrirse como si tratara de cuidar los secretos allí escritos. Una vez que cedió, Jade observa.
La primera página se mostraba amarillenta, con una mancha irregular en forma de estrella.
La segunda, contenía un dibujo de una rosa de los vientos con sus respectivas puntas, pero
nada había escrito. A partir de la tercera hoja todo fue confuso. Palabras ininteligibles
escritas a mano. No era español, ni alemán, parecía más bien un código de escritura
desconocido.
-¿Qué idioma es este?
-A eso me refería cuando le dije que conocía el contenido del libro. Más no su significado.
Verá Jade, Kosmo transcribió de un libro original, que luego destruyó, todos los datos y
pasos científicos con su puño y letra. Los iniciales experimentos que llevó con mi tío David,
él los reescribió en esa jerga de palabras. Yo, después de su muerte, me puse a tratar de
descifrarlos, con algunas páginas que pude copiar. Al principio pensé que era un lenguaje
teutón o bávaro antiguo, pero no lo es. Luego pensé que era más bien griego, y nada.
Después pensé que quizás Kosmo no deseaba que yo lo tradujera, mi colaboración durante
el largo trabajo, era solo de asistente. El grueso de la investigación lo llevó él, revelándose
solo aspectos básicos. Así que dejé de intentarlo. Cuando lo asesinaron no supe más nada
del libro. El pequeño laboratorio donde hicimos muchos adelantos lo desmantelé, para que
nadie pudiera continuar con la investigación.
-Todo está aquí ¿verdad doctor?—dijo Jade sin dejar de mirar el libro--Me atrevería a decir
que el nombre de su asesino figura en este galimatías. Son extraños. Parecen más bien
signos, símbolos de algo.
-Exacto. Todo está allí. —Respondió Apolonio a la par que caminaba en pequeños círculos
por la habitación----Kosmo lo hizo para proteger no solo su trabajo, sino para
que la investigación no cayera en manos indeseables.
-¿Marcelo Santaella, por ejemplo?
-Tú lo has dicho. Es solo un ejemplo.
Jade repasaba con delicadeza cada una de las páginas. Casi al final del libro, en la
antepenúltima hoja en el extremo inferior izquierdo estaba dibujado, muy torpemente pero
distinguible la figura de un caballo parado en las patas traseras.
-¡El caballo!...alguien dibujó un caballo. ¡Mire!
Apolonio Rizzo observó con incredulidad, no recordaba el dibujo.
-Alguien lo dibujó recientemente—dijo Apolonio con tono dubitativo.
-¿Quizás fue Eduardo?—conjeturó Jade-- Él era el único con acceso al libro.
-Puede ser.
Jade Goronda cerró el texto, volvió a introducirlo dentro del fieltro protector. Se puso de
pie, comenzó a dar vueltas en las pequeñas dimensiones del cuarto, analizaba lo que Rizzo
le contaba, pero tenía aún muchas lagunas.
-¿Tenían a Eduardo en el manicomio para protegerlo de su padre?
-Lo teníamos para protegerlo de él mismo. Sus reiterados intentos de suicidio y la creciente
paranoia destructiva eran indicios de que debía estar bajo cuidado especializado.
-Pero no contaban con que Mauresmo Espinoza quería aprovecharse de lo que él sabía.
-Tiene razón Jade. Yo al menos desconocía las verdaderas intenciones de Mauresmo.
-Él deseaba más que nada en el mundo, que Eduardo le diera luces con respecto a la
ubicación de la estatua. Por otro lado, —continuó Jade-- hay algo curioso en todo este
embrollo. Las personas que buscan la estatua, desconocen de la existencia de este libro. Y
los que buscan el libro, desconocen de la existencia de la estatua. A excepción del doctor
Mauresmo, que me habló del libro.
Jade se encrespa con el razonamiento recién formulado por ella misma, el corazón
comienza a latirle de manera desesperada. Su rostro se va desencajando, sus ojos abiertos
como persianas, y su boca poco a poco va cediendo a la terca ley de la gravedad, abriéndose
y cayendo de manera pasmosa. Rizzo se da cuenta del estado de sofocación de la periodista.
-¿Te pasa algo?—Le pregunta
Pero Jade no responde. El ofuscamiento del cual es víctima no obedece a ningún trastorno
físico; ni al cansancio que la agobia; ni al calor nocturno; ni la expectación de lo que
sucedía en el país; tampoco está siendo inducida a un sueño artificial producto de alguna
droga. Jade Goronda se encuentra en éxtasis, como lo estuvo hace solo unas horas en el
reino mágico de los libros infinitos; sumergida en una fascinación de alguien que ha
encontrado la respuesta definitiva a una interrogante eterna.
-¡La estatua!—gritó— ¡Necesitan la estatua para resucitar a Simón Bolívar!
Apolonio Rizzo dio un salto atrás. La miró perplejo, como si tuviera ante sí alguna
aparición espectral.
-¿Por qué… dices eso?--Preguntó con tartamudez.
-¡Es lógico doctor! La estatua posee los cabellos de Simón Bolívar, su código genético. El
doctor Kosmo la poseía al igual que sus anotaciones. Escondió la estatua y el libro, de
manera separada para que así no pudieran encontrarlos. ¡Por dios! ¡Quieren clonar al
Libertador!
-No digas tonterías Jade. —Respondió Rizzo con creciente nerviosismo—Los que buscan
la estatua ni siquiera saben de la existencia de ese libro, tú lo acabas de decir. Son dos cosas
distintas. Además nuestras investigaciones no avanzaron más allá de lo normal, es decir no
tuvimos conclusiones concretas de nuestro trabajo. Por favor Jade, ¿qué cosas dice?
Rizzo le dio la espalda, comenzó a mover de manera negativa su cabeza y estrechó sus
manos en busca de algún objeto invisible que le diera equilibrio.
-Le vuelvo a preguntar doctor. ¿Usted y el doctor von Kritten tuvieron éxito? ¿Lograron
resucitar a algún ser humano?
Un sonido polifónico lejano, ahogado, se dejó escuchar.
-Es el teléfono. Pero no el mío, —dijo nerviosamente Rizzo— ¡Es el que Horacio le dio a
Eduardo!
Apolonio Rizzo hurgó dentro de su saco, encontró el aparato gimiendo.
-¡Leticia, es usted!—le contestó con una confianza cercana el galeno—menos mal que
llama. Logramos escapar pero miembros del SEBIN, nos siguieron y nos colocaron en una
situación perentoria.
Rizzo, hace la pausa obligada de quien escucha la respuesta al otro lado del aire.
-Sí, bueno, verá Leticia, nosotros…
Jade no aguanta más y le quita el teléfono a Rizzo.
-Doña Leticia, le habla Jade Goronda. Eduardo lo tienen prisionero miembros de la
inteligencia gubernamental. El inspector Benjamín Turó me reconoció, al toparnos con una
comisión que estaba por esos lados. Creo que iban a su casa. Logramos perderlos por
instantes, pero a punto de alcanzarnos, Eduardo se lanzó del carro y lo atraparon, lo hizo
para protegernos.
-¿Qué dice usted? ¿Qué Eduardo se lanzó de un vehículo en marcha? No puede ser. Yo le
dije a Rizzo… Por favor señorita póngame al doctor Apolonio.
-Doctor—le dice Jade mientras le entrega el aparato.
Rizzo tomó el celular con rostro preocupado.
-Apolonio le pedí que protegiera a Eduardo, lo puse en sus manos, ¿Qué fue lo que
sucedió?
-Doña Leticia—contestó Rizzo, volviendo a utilizar el calificativo respetuoso—Le di mi
palabra y la cumpliré. Lo que le dijo la señorita Goronda es enteramente cierto, Eduardo
se sacrificó por nosotros para que los tres no fuéramos atrapados.
-¿Se sacrificó por ustedes? No entiendo. Usted ni se imagina la situación que tengo aquí
en mi casa, Rizzo. Marcelo está que acaba con todo y todos. Incluyéndome. Y ahora esto.
Yo buscaré a mi hijo. Dígame donde se encuentra.
-El comisario…Turó, —dijo con duda a la vez que buscaba la aprobación de Jade—uno de
los jefes del SEBIN fue quien lo atrapó. Tenga cuidado con lo que hace Leticia. Yo llamé
a unas personas influyentes e importantes, para mañana yo tendré a Eduardo conmigo se
lo prometo.
-Mañana podría ser muy tarde, —contestó la voz monofónica—Yo recuperaré a mi hijo
aunque tenga que poner a la policía de rodillas.
La llamada terminó. Apolonio Rizzo colocó el teléfono sobre la mesa y volvió a tomar
asiento. Debía actuar como lo había aprendido siempre; con inteligencia y psicología.
-Durmamos Jade. Yo dormiré en este sofá. Agarre la habitación, descanse, mañana- dijo
en tono profético- será un día muy ajetreado.

***
En la mansión Santaella, Leticia estaba en el gran salón, frente a la hermosa y casi
apagada chimenea, apretó con su mano diestra el teléfono. Lloró sin lágrimas y comenzó
a llamar, con una temerosa voz infantil, al único ser que podía ayudarla: Su padre.
“Perdona papá, perdóname. No quise, de verdad no fue mi intención. No he sabido hacer
las cosas”. —Se decía, no a sí misma, sino a la esencia etérea del ser que le dio vida—
“Ayúdame por favor, ayúdame a salir de esto. He perdido a Eduardo, no una, ni dos, sino
muchas veces. Papá, guíame, ayúdame a recuperarlo”
En ese instante una enorme llamarada invisible, salida de las entrañas de la gran chimenea,
se elevó. El calor de la combustión abrazó a Leticia. Pero no era un calor de fuego, era más
bien un suave y cálido abrazo. Leticia lo entendió como una señal. Se recuperó en el acto
y se juró a sí misma encontrar a su hijo y recomponer sus vidas.
En la biblioteca todo sucedió de manera rápida. Lenrry e Irving, recogieron lo que quedaba
de Felipe. Limpiaron todo con tanta diligencia y rapidez, que no quedó signo alguno de
escena mortuoria. Envolvieron el cadáver en una gigantesca bolsa de doble polietileno, lo
sacaron por el pasadizo secreto, donde horas atrás habían salido Jade, Eduardo y Apolonio.
Marcelo les ofreció gigantescas compensaciones económicas por su secreto. Y la eterna
gratitud. “Total”--decía con su sarcasmo habitual-- “Nadie va a extrañar a un malandro
menos”
No supo nunca que hicieron con él. Tampoco le importaba. Tanto Lenrry como Irving
salieron de la mansión y no regresarían hasta bien temprano al día siguiente, con la noticia
de que el problema había sido solucionado.
Marcelo instruyó a su personal a no hablar nada de nada: “Que Eduardo se había ido por
su propia cuenta”. “Que no hubo ningún muerto o bulto extraño”. “Que las personas que
entraron, todas salieron sanas y salvas”. El que refutara o dudara de su versión no solo
perdería su empleo sino que se enfrenaría a demandas millonarias por difamación y
chantaje que no les alcanzarían, —según sus propias palabras—un millón de vidas para
pagarle. Por el momento funcionó. Nadie dentro de la mansión se atrevió a hablar de lo
acaecido. Como si jamás hubiera pasado algo.

***
Los hechos que se suscitaban no eran ajenos para nadie en el país. Incluso para aquellos
que tenían una preocupación mayor.
-Esto se viene abajo. —Comentó Chinochoa al ver las imágenes de la televisión
internacional comentando los acontecimientos recientes.
-Por ello es que debemos trabajar con mayor celeridad. —agregó Ulises, e invitando al
viejo “Chino” le dice:
-Quiero que veas esto.
Chinochoa se apartó de las imágenes reiterativas de la situación que afuera se llevaba a
cabo. Siguió a Ulises a la computadora principal, la que recibía y procesaba toda la
información de las demás máquinas del complejo.
-Aquí está el esquema del código genético de Pólux, —dijo Ulises.--En las últimas horas,
ha sufrido cambios importantes. Por ejemplo su sistema inmunológico se deteriora.
-¿Eso explica el por qué está tan débil? ¿Efectos secundarios?—preguntó Chinochoa.
-Eso no puedo asegurarlo. Quizás Kastor tenía algún problema en su sistema de defensa,
algo imperceptible pero que se transmitió de manera desarrollada al organismo de Pólux.
-Podría ser. ¿Tienes las pruebas?
-Kastor, estaba completamente sano cuando iniciamos el proceso de “Fenixación”. Por otro
lado, Pólux al ser exactamente igual, también lo está. Lo que sucede es una aceleración
masiva del proceso de degeneración Bio genética.
-Es decir—preguntó Chinochoa— ¿Pólux está envejeciendo?
-Podría decirse. Lo que me llama poderosamente la atención, —agrega Ulises-- es que
Kastor también está padeciendo de esos síntomas.
Argimiro “Chinochoa” se le quedó viendo. La algarabía inicial por el éxito rotundo de esta
parte del proceso de “Fenixación” se disipaba ante la eventual realidad de un fracaso
inminente.
-¿Pero eso no tiene sentido amigo Ulises? Puedo entender que Pólux por ser, digámoslo de
alguna forma, “la copia”, padezca de estas irregularidades en su organismo. Recuerda que
es el primer intento que hacemos de este tipo de experimento, pero Kastor es el original,
no debe ser afectado.
-Tengo una teoría, —dijo Ulises Bejarano—pero para confirmarla debemos tomar una
medida drástica.
-¡Hagámoslo! usted es el experto aquí, Ulises. Además, no tenemos tiempo. ¡Ande! pruebe
su teoría.
Ulises asiente con la cabeza, se levanta no sin dificultad, camina unos pocos pasos y trae
dentro de una caja, a los dos ratones. Saca a Pólux, observa su pata derecha posterior para
reconocerlo, y percatarse de que tiene su etiqueta identificativa; lo coloca dentro de un vaso
precipitado, allí el pequeño roedor se queda tranquilo, sin hacer ningún movimiento brusco.
Luego saca a Kastor, a quien sitúa sobre una pequeña plancha rectangular de frío acero
inoxidable.
-¿Listo?—preguntó Ulises mirando de reojo al impaciente Chinochoa.
-¡Listo!
Ulises esboza una sonrisa ladina, luego con pulso firme toma una inyectadora contentiva
con 2 cc de arsénico puro. Colocó la jeringa en el cuello del roedor y vació su contenido.
El animalito solo tuvo una reacción refleja, más de muerte que de vida.
-¿Eso era? ¿Matar al ratón?—preguntó Chinochoa.
-Quiero que pongas atención porque si mis sospechas son correctas, creo que el proceso de
“Fenixación” va más allá de lo que hasta ahora hemos descubierto.
No esperaron mucho para ver como el pobre Kastor solo era un recuerdo. En ese instante,
Pólux levanta la cabeza con fuerza y en pocos minutos el pequeño animal adquiría nuevos
bríos.
-¡No puede ser!—Exclamó sorprendido Chinochoa.
-¡Tal como me lo suponía! Creo, mi querido “Chino”, que tenemos un nuevo reto aquí.
-Es decir-- para que el sujeto “Fenixado” tenga larga vida, Hay que “eliminar” al organismo
original.
-Y eso no lo es todo. Ayer sin querer lastimé al pobre de Pólux en una de sus patitas, pues
bien, me sorprendió lo que descubrí.
-No me asuste Ulises. Demasiadas sorpresas en tan pocos minutos son muchas para este
pobre viejo.
Ulises Bejarano sacó al ahora vivaracho “Pólux” del fondo del vaso precipitado. Acto
seguido lo colocó en la misma plancha donde el infortunado de “Kastor” dormía el sueño
eterno. Ulises envolvió con su mano al roedor, aprisionándolo con suavidad y en una
acción rápida que sorprendió a Chinochoa, le cortó con un escalpelo la cola al animal. El
adolorido ratón se movía con evidente y mudo dolor en la mano de Ulises, pero éste no lo
soltaba. En escasos tres minutos, que parecieron eternos, el ratón se comenzó a sosegar.
Del pequeño tuco, donde hasta hacía poco iba la larga cola, se comenzó a formar una
especie de nuevo segmento, un soporte óseo se dejaba ver, el cual iba creciendo hasta ser
cubierto por una piel dura y cientos de pequeños pelos.
-¡Una nueva cola!—Dijo con admiración Chinochoa.
-¡Lo sabía, lo sabía!—gritó con euforia Ulises--El individuo “Fenixado” no solo necesita
que el original muera para que él pueda sobrevivir, sino que desarrolla un sistema
regenerativo único en todo el reino animal, o vegetal. ¡¿Te das cuenta Chino, te das cuenta
de todo esto?!
Ulises estaba más que alborozado, estos nuevos descubrimientos le daban otro cariz al
gigantesco proyecto que desarrollaban.
-Debemos, —dijo Ulises con exagerada femineidad—tener todo este proceso anotado y
plasmado con una claridad metodológica. No podemos dejarnos sorprender por estos
nuevos descubrimientos Chino, hay que estar un paso más adelante.
-Yo también lo creo. Es más deberíamos ir adentrándonos un poco más. El sistema orgánico
de los ratones es muy parecido pero no es exactamente igual al de otros mamíferos, plantas
o seres humanos. Quizás las complicaciones para unos y otros son totalmente diferentes.
Ulises comprendió en el acto. Sabía que este hombre estaba dispuesto, sin remordimiento
de algún tipo a continuar experimentando, hurgando, descubriendo, transformando y
dominando en su totalidad, esta nueva frontera de la ciencia.
-Ahora veo que me entiendes Chino. No podemos esperar más. Todo trabajo científico
radica en pruebas de ensayo y error, cada gran descubrimiento hecho por el hombre en
beneficio de la humanidad ha tenido que transitar el camino doloroso de los inconvenientes,
obstáculos y decepciones. La perseverancia es el don más preciado en cualquier
investigación, y nosotros la tenemos de sobra.
-Lo entiendo Ulises, —dijo Chinochoa—es por ello que usted puede contar conmigo y mis
muchachos. Pero si decidimos dar este paso, tenemos que buscarnos una fuente de mayor
ingreso. Esto que está aquí no es barato, cuesta, y mucho. Nuestros nuevos
“patrocinadores” deberán entender esto.
-Lo entenderán Ulises, lo entenderán. Eso déjemelo a mí.

***

Todo era dolor. Un dolor físico que se superpone a otro. Y que no da con el origen o esencia
del padecimiento. Así se sentía Eduardo cuando despertó. Al abrir los ojos lo primero que
divisó fue una luz cegadora que se movía como un carrusel de infinitas oscilaciones. Trató
de incorporarse, pero estaba atado, la luz le cegaba y no podía distinguir nada de lo que el
desconocido entorno le ofrecía.
“¿Dónde estoy?” Se preguntó mientras intentaba zafarse de la inmovilidad a la cual
estaba expuesto.
“Estas en un sitio seguro Eduardo”, respondió una voz cercana, como si ésta lograra
descifrar sus pensamientos
Un hombre de traje azul marino, corbata roja, de mirada oscura, gélida y penetrante lo
observaba de entre los ramajes de la luz arisca.
-Tuvimos que atarte. Llegaste en un auténtico estado indómito, me imagino que por
efecto de la caída.
-¿La caída?
Eduardo buscó en los jirones de su memoria. Recordaba a su madre, vestida de blanco, el
cuerpo de un hombre muerto, el libro de anotaciones, la persecución en auto; ¡Jade!
-¡Ya recuerdo! Sí… la caída. Pero valió la pena, sé que no los atraparon. No los
atraparon. No.
-Es cierto, no pudimos atraparlos, pero no importa, no hará falta perseguirlos.
El hombre apartó del rostro del joven, la lámpara que inclemente seguía vomitándole luz.
Eduardo pudo distinguir mejor. Era un individuo de mediana estatura, no parecía ser viejo,
con un cabello arreglado en extremo, peinado completamente hacia atrás. Su mirada
encerraba una oscuridad eterna y lóbrega.
Benjamín Turó tenía algo en su cara que no coincidía con él ni con su lúgubre
personalidad. Turó sonreía, pero no con una sonrisa de placer mórbido o de alegría oculta
ni mucho menos una sonrisa prefabricada e inexistente como la de Marcelo Santaella.
Benjamín Turó se permitió este intruso en su rostro con el objeto de apaciguar su
desconocido sentimiento de regocijo al tener a Eduardo Santaella como “invitado” de lujo.
No pudo salir mejor lo planificado.
Apenas divisó a Jade Goronda, Turó puso en marcha una persecución sin precedentes para
él. Quizás la más importante de todas. Al principio los tres vehículos perdieron de vista al
grupo, pero cuando lo divisaron nuevamente, sabían que podían atraparlos, y lo hubieran
logrado si no es por la intromisión de una camioneta 4tunner, que les trancó el paso. Del
interior de dicho vehículo varios individuos le propinaron descargas de ametralladora que
ellos respondieron en el acto. Uno de los vehículos de la comitiva de Turó se encargó de
contenerlos, alejándose de la persecución que le hacían al auto de Rizzo.
“Garrido”—ordenó por radio Turó con un calmo tono de voz—“encárgate de estos
estorbos, deja al menos a uno vivo. Deseo saber quiénes son. El verdadero premio está allá
adelante.”
El oficial subordinado cumplió a cabalidad la orden de su jefe. Los hombres en la
camioneta fueron prendidos y ajusticiados en el momento, excepto a uno. Averiguaron que
se trataban de miembros del entorno de los Cantera, y que estaban esperando a que un
compinche suyo saliera de la mansión con un encargo personal de Elisa Cantera. El infeliz
no pudo decir más, por el simple hecho de desconocer lo que ellos fueron a buscar a la
mansión de los Santaella. Benjamín entendió de inmediato las ramificaciones gigantescas
de la búsqueda, tanto de Jade Goronda, como de esta nueva empresa, encargada de ubicar
y obtener la estatua. No le gustaba que aparte de todos los interesados ahora un grupo de
narcoterroristas también entraran en juego.
Al acercarse al vehículo donde iban Jade y compañía divisaron que algo salía del auto.
Frenaron en seco y en medio de la recién nacida oscuridad lograron capturar a Eduardo,
quien al principio se resistió pero las magulladuras en su cuerpo, producto de la estrepitosa
caída se lo impedían. Eduardo no aguantó más y se desmayó en el sitio. Benjamín dio orden
a que detuvieran la persecución. Tenía, literalmente hablando, en sus brazos, a Eduardo
Santaella.
-Espero que hayas estado cómodo, —dijo Turó en tono monocorde—las dependencias
oficiales distan de ser suntuosas. Me imagino que estás acostumbrado a un lujo sin
limitaciones.
Eduardo seguía acostado de manera incómoda en la pequeña cama. El dolor interno se iba
calmando de a poco. Miraba el rostro “pictórico” de Turó. Porque eso era para él. Una
pintura sin conclusión, como si el artista hubiera dejado a medio terminar el rostro que
plasmaba en el lienzo, faltándole solo los toques humanos para que el arte final tuviese
algo de humanidad. Veía, a pesar de la incandescente luz, ese rostro inexpresivo y gélido
de su captor.
-¿Desde cuándo conoces a Jade Goronda?—preguntó Turó mientras le apretaba las amarras
de las piernas.
Eduardo se mantenía en silencio. Movió sus extremidades que aún no se acostumbraban a
la reciente privación de libertad.
-¿Sabías que para el gobierno ella es una fugitiva? ¿Una amenaza a la seguridad nacional?
-¡Jade no es ninguna criminal!—dijo por fin Eduardo.
-Sí, comprendo que la defiendas, es una mujer muy bonita, atractiva. Quizás te cautivó con
su encanto.
Benjamín procedió a apretar las correas que le aprisionaban los brazos al joven. Eduardo
se sintió inmovilizado. Notó como Benjamín Turó lo observaba. Lo analizaba de pies a
cabeza con asombro matemático. El cuarto estaba ubicado en el sótano de una delegación
distrital del SEBIN en el este de Caracas. Estaba acondicionado para que sirviera de
habitación de descanso tanto para oficiales y trabajadores de la dependencia. Pero en
realidad era un centro de detención, pero no como una cárcel, con sus barrotes y la
consabida amputación total de los más elementales derechos. Aquí, Benjamín Turó daba
rienda suelta a sus más bajos instintos para causar dolor, para experimentar con nuevos
sistemas de tortura física, sicológica y hasta espiritual. Combinaba viejos artificios ya en
desuso, con modernas tecnologías. Su preferido era el Switche, un ingenioso aparato
mediante el cual introducía por los dedos de los pies, de las manos, del ombligo, o del recto,
una cantidad de energía eléctrica, lo suficientemente fuerte para causar dolor pero sin llegar
a la muerte del individuo. La controlaba mediante una pequeña consola de tres
salidas, que iban incrementando el poder de la corriente, En la primera fase los sometidos
a tal tortura sentían un estremecimiento que los dejaba sin aliento, les imposibilitaba
respirar, como un ahogo artificial. En la segunda, la fuerza eléctrica aumentaba y la
corriente viajaba con mayor potencia por todo el cuerpo, en este punto la inmovilidad era
total, los ojos se desdoblaban y el calor corporal aumentaba. Muchos al llegar a este nivel
hablaban, contaban todo lo que la mente ocultaba. Aquellos más fuertes eran candidatos al
tercer nivel de tortura. Benjamín Turó ansiaba siempre llegar a este punto. Los condenados
recibían impulsos eléctricos intermitentes pero con mayor voltaje. El olor de la piel
quemándose de a poco se hacía sentir. La electricidad se apoderaba de cada átomo, de cada
partícula. El cerebro pareciera estallar, aprisionándose contra el cráneo que impedía la
erupción de su masa. Al final de esta sesión que solo duraba unos pocos segundos, casi
todos se defecaban y podían sentir el dolor más intenso del cual ningún ser humano podía
describir.
-¿Qué me ve?—preguntó Eduardo con altivez
-Es extraño. Muy extraño—dijo Turó mientras seguía observando el cuerpo de Eduardo.
-¿Qué es extraño?
-Tus moretones—Respondió, para enseguida agregar, cambiando la tónica, mas no el matiz
de sus palabras: “Nada. Sabes, me gustaría que habláramos del caballo que tiene cabellos
de Simón Bolívar”
-¿Usted también? Todos buscan esa estatua. Esa estatua. La buscan—respondió Eduardo
de manera repetitiva.
-No es para menos—dijo Turó mientras acercaba, con ayuda de un auxiliar que ajeno a la
escena preparaba todo lo necesario; una mesa angosta y larga, que soportaba con vergüenza
una pequeña consola, conectada a un generador de alto voltaje ubicado en un rincón de la
sala—esa estatua es una reliquia, una joya de la historia. ¿Te gusta la historia Eduardo?
-¿Qué piensa hacerme?—preguntó Eduardo mientras se daba cuenta de los movimientos
de Turó— ¡Mi padre es un hombre muy rico y poderoso, puede hacer que lo despidan y
que vaya a prisión, si usted me hace daño!
-Tranquilo, no va a dolerte. Solo quiero que me digas donde consigo la estatua.
-¡Yo no sé nada de ninguna estatua! ¡No sé nada, déjeme, no sé nada!—gritó Eduardo
con las pocas fuerzas que tenía.
Benjamín Turó procedió, auxiliado del silencioso ayudante, a conectar los cables a los
dedos pulgares de los pies de Eduardo. Luego, le subió ambos ruedos del pantalón, dejando
ver unas blanquísimas piernas con escasa vellosidad.
-La historia—decía Turó—siempre me ha fascinado, Eduardo. Siempre he dicho que los
acontecimientos que marcan el destino de los pueblos, no surgen del azar, sino que están
ligados a un estudio minucioso de las sociedades y del contexto que se vive. Es una ciencia.
Sí, siempre he pensado que la historia al igual que las matemáticas es una ciencia exacta.
Turó procede, mientras continúa hablando, a conectar otro ramaje de cables a los dedos
medio, índice y pulgar de ambas manos de Eduardo. El muchacho lo mira con absoluto
asombro. No se imagina lo que el hombre está por hacer. Le invade un pánico entendible.
Trata de zafarse en vano del cautiverio al cual está sometido. Benjamín Turó lo observa, ni
siquiera trata de detener su infructuosa aventura de escapatoria. Con una pequeña y filosa
tijera, desgarra la camisa del muchacho. Toma un cable de color rojo el cual conecta a tierra
desde la consola. En el otro extremo una envoltura angosta de plástico resguarda un
instrumento que apenas observarlo causa dolor. Una fina y brillante aguja no mayor de
cuatro centímetros de largo se muestra sonriente. Eduardo la mira con asombro y temor.
-¡Se lo repito, mi familia se cobrará caro cualquier intento de tortura, mi papá…!
-¡Tu padre te odia! Si no ¿por qué te mantuvo en ese manicomio? ¿Por qué prefiere
entregarte a cualquiera que esté en posición de ayudarle a conseguir lo que desea?
No, mi amigo, tu papá no hará nada. Al menos no ahora. Si quieres aliviar tu sufrimiento
y la desagradable experiencia de sentirte abandonado, hablemos. ¿Dime donde está la
estatua? ¿Qué experimentos llevaba a cabo tu abuelo?
-Son muchas preguntas, muchas. Deme un cuestionario para responder, o llamar a un
amigo. —dijo Eduardo tratando de buscar en la ironía del humor perdido, un aliciente de
tranquilidad.
Benjamín no le prestó atención al sarcasmo del muchacho, de hecho comenzó a tantearle
la piel, deteniéndose justo en aquel lugar que bordea y cuida la depresión que nos recuerda
nuestro enlace materno. Insertó la aguja con pulso de cirujano, hasta el final, por el
ombligo. Eduardo sintió el pinchazo y lo aguantó sin mostrar dolor, su rebelde flequillo
color azabache se movía con desesperación sobre su frente. En realidad era lo único que se
movía; ya había dejado de luchar. Cerró sus ojos y pensó en su mamá, en Jade, en Dadá.
No entendía cómo o por qué su padre le había abandonado. Pensó en lo absurdo de su huida
de esconderse del ser que le dio parte de la vida. Él le juró a su abuelo que jamás le revelaría
a Marcelo donde se encontraba el libro. Jamás revelaría los detalles que él conocía de los
experimentos de Kosmo. Pero eso ya no importaba, allí se encontraba a merced de un
sádico torturador, que aunque le dijese lo que él quería oír, igualmente lo sometería al vil
acto de la tortura.
La primera descarga la sintió solo en los pies. Se le entumecieron los dedos y el tobillo
izquierdo se movía contra su voluntad, luego y de manera ascendente, sintió como subía la
corriente, era una sensación de cosquilleo, como si millares de hormigas asesinas le fueran
carcomiendo su interior. Por extraño que parezca en este primer embate no sintió dolor
absoluto, a decir verdad se sentía purificado de que sus temores, ansias, traumas, paranoias,
autodestrucción, rencor y lástima desaparecieran conforme la electricidad recorría su
camino utilizándolo a él como conductor natural.
Así como empezó, así cesó. El cuerpo semi arqueado se relajó, la frente de Eduardo
mostraba perlas de sudor gélido, que lubricaban el movimiento de su rebelde mechón.
-Es solo una pequeña demostración mi buen amigo. No deseo en lo absoluto hacerte daño,
por el contrario quiero que tú y yo hagamos una llave, una especie de relación simbiótica.
Voy a repreguntar. O mejor dicho voy a cambiar el contexto de la pregunta:
¿Existe realmente una estatua con los cabellos de Simón Bolívar?
Eduardo solo miraba el pálido techo de la habitación, a decir verdad ni escuchó lo que Turó
le preguntó, solo pensaba y se reponía de la sensación que recién experimentó.
-Tu silencio es elocuente.
Benjamín se puso al frente de la consola. Su inexpresivo asistente le dio paso. Tomando
uno de los potenciómetros fue dándole mayor rango de salida, subió el poder de la corriente
que ya se sentía cómoda en el cuerpo de Eduardo. El pobre muchacho no sintió el dolor
profundo que se adueñaba de su ser, era tan intenso que parecía formar parte irremediable
de su materia, solo se tensó, como la cuerda prima de un arpa, a punto de reventar.
Benjamín lo notó y en ese momento bajó el poder dañino de la electricidad. Acercándose
al rostro de Eduardo lo tomó por el mentón, notó que estaba caliente, de
hecho su enrojecido rostro evidenciaba un exceso de calor que no era normal, Benjamín
también se percató de que un hilo de sangre corría desesperado por una de las fosas nasales
del joven. Volteó y se dio cuenta que más sangre emanaba del cuerpo de Eduardo. En la
parte inferior de la rodilla una grieta de carne viva humeante se dejaba ver, la sangre
aprovechaba la ocasión para escapar en frenética libertad. Turó ni pestañeó. Ordenó a su
silente asistente que apagara el Switche. Sacudiéndole la cabeza logró que Eduardo volviera
en sí. Este al verlo solo le preguntó con cierto aire de duda:
-¿Ya amaneció?
A lo que Benjamín Turó, sorprendido por la incoherente pregunta, respondió con igual tono
de desconcierto:
-Aún falta para que salga el sol.

***

Una sensación de vacío espantó el poco sueño que entretejía el subconsciente de Jade
Goronda. Se levantó de la pequeña e incómoda cama de hotel, sudando frío. La noche la
pasó en duermevela, tejiendo cientos de preguntas pero desenredando cero respuestas. Al
incorporarse trató de secar el sudor con la almohada, pero solo logró impregnarse más en
su humedad. De hecho, las sábanas, la cobija, su ropa y su lógica estaban empapadas.
El sol taciturno seguía con aires de castigo eterno el camino millones de veces transitado,
de un amanecer inexistente. Jade se incorporó, caminó hacia el baño, se lavó el rostro, trató
de enjuagarse la boca, pero un desagradable sabor cobrizo la obligó a devolver el agua
sospechosa. Secó su rostro con la áspera toalla, respiró profundo, vio el libro de anotaciones
que inmóvil parecía resaltar de entre la luminosa oscuridad de un génesis recién parido.
Cogió el libro y así sin prepararse siquiera, sin pensarlo siquiera, sin dudarlo siquiera; salió
de la habitación.
Transitó el pequeño anexo que servía de sala, observó a Apolonio Rizzo, arropado a medio
cuerpo, luchar con una pesadilla de persecución canina. No hizo ruido. Jade abrió la puerta
con el sigilo de un ladrón nocturno, la cerró igualmente, y una vez afuera, se dirigió a la
entrada del hotel. Se sorprendió al ver a muchas más personas que la noche anterior,
caminando y trasladándose, iban despiertos, dormidos, cansados, fatigados,
hambrientos, gozosos, todos callados, todos esperanzados. Jade se subió sin vacilar, a una
camioneta doble cabina, donde sentadas iban veintisiete personas, la mayoría envuelta en
trapos tricolor.
-¿Para dónde vamos?—preguntó sin siquiera oír que lo hacía.
-Para Caracas. —dijo una señora de rostro risueño— Vamos a seguir el ejemplo.
No se dijo nada más, el silencio mandaba, era el dueño, un silencio ensordecedor. Jade
Goronda se entregó a él, y se fue a ponerle punto final a la aventura más increíble y
peligrosa de su vida.

***

Los primeros rayos de luz matinal se dejaban colar por la amplia habitación. Leticia no
durmió nada. Solo deseaba que la gigantesca estrella acelerara su paso por primera vez en
milenios, y fuese la hora para ir a buscar a su hijo. Estaba desencajada. Aunque parecía fría
por fuera; por dentro esta mujer estaba al borde del colapso. Rebobinaba en su mente los
últimos acontecimientos; el ver a su hijo; el ayudarle a escapar de su propio padre;
recordaba todo y le daba vueltas en la cabeza como si se tratase de una desgastada noria
que seguía intentando extraer agua con su rosario hidráulico, a pesar de la muerte del pozo.
Pero el único pensamiento ausente era el asesinato de Felipe. Leticia ni lo recordaba. En
todas las horas nocturnas de su infinito desvelo, esta mujer pensó en todo, menos en la
excepcional experiencia de haberle quitado la vida a un hombre. Eso no existía. De hecho
el único indicio de rememorar tal momento fue cuando en el cómplice silencio de la noche,
quemó el vestido blanco. Vio como las brasas de la chimenea lo consumían, y cómo el rojo
intenso de la sangre derramada era lo último que se rendía al fuego purificador.
Así estaba ella, decidida a que ese sería el día más importante de su vida, el día que se
demostraría de lo que estaba hecha. Pero en el momento en que Leticia decide jugarse su
última carta e ir a buscar a Eduardo, Marcelo ingresa a la habitación y la confronta.
-¡He traspasado los límites de mi conducta Leticia!—le dice mientras camina hacia ella-
¡Y lo he hecho solo para ayudarte! ¡Eres una asesina! independientemente de que hubieras
matado a una rata de alcantarilla, cometiste asesinato, ¡y aquí eso se paga!
Marcelo Santaella caminaba en círculos, los mismos círculos que dibujaba con sus manos,
lo hacía con su cuerpo. Estaba nervioso, sorprendido y confundido. Estos sentimientos no
eran de su condición. La actitud de Leticia lo tenía ofuscado, pero entendía rápidamente
que no podía, darle la espalda en ese momento.
-Pero por otro lado—dijo Marcelo bajando el tono y relajando sus músculos faciales-- yo
soy tu cómplice, y creo que, para bien nuestro, debemos mantenernos juntos en esto. Tú
quieres, tanto como yo, que Eduardo esté bien y entienda que yo no soy un enemigo, que
soy su padre. Tú vas a ayudarme en eso “mi vida”. Saldremos a buscarlo y por nada del
mundo se nos escapará nuevamente.
Leticia lo observaba con sorpresa, sentada frente a su grandísima y lujosa peinadora. Por
primera vez en mucho tiempo Marcelo le pedía ayuda. Aunque le hubiera gustado que fuera
en otro contexto, y no en una realidad fangosa como la que estaban viviendo.
-Está bien Marcelo, lo haremos juntos. Y sí, tienes razón, me he convertido en una asesina,
le arrebaté la vida a un ser humano. Pero sabes qué. Lo haría nuevamente. Así fuera un
delincuente, un conocido, desconocido o inclusive—dijo mirándolo con ojos ausentes de
ternura-- mi esposo. Lo haría solo para proteger a mi hijo.
Marcelo Santaella tragó en seco. La mirada perdida que no atinó a dar en el blanco de los
hermosos ojos color miel de su mujer, era signo de que estaba nervioso. Dibujó un círculo
con el puño de la mano, en claro síntoma de turbación.
-Hay otra cosa—expresó Marcelo -- Horacio no trabajará más aquí le despediré enseguida.
Ese animal rastrero me traicionó, quizás embelesado por treinta monedas de plata que le
ofreciste.
-¡Horacio no va a ningún lado! Él es testigo de lo que aquí ha sucedido, y no te conviene
dejar ningún cabo suelto. Además,—dijo mientras le daba la espalda—hay cosas más
importantes. Anoche hablé con la señorita que estaba aquí con Eduardo.
- Esa es otra ¿Quién es ella?
-No sé, lo que sé es que ella ha estado con Eduardo desde hace días, él dijo que lo ha
ayudado, y creo que podría ayudarnos. Eduardo ha sido capturado por miembros del
SEBIN. Ellos lo tienen.
-¿Del SEBIN? ¡Maldita sea!, pero ¿qué coño está haciendo el gobierno en medio de esto?
Eso es un estado dentro del mismo estado. Conozco a uno de sus jefes hablaré con él. —y
cambiando el tono de voz le espeta a su mujer:
-¡Nada de esto estuviera pasando si tú no los hubieras dejado ir! Si se hubiesen quedado,
estaríamos todos felices.
-¡No Marcelo, te equivocas!—Ripostó Leticia volviendo a darle la cara a su marido--.
Nadie estaría feliz. Solo tú lo estarías, y déjame decirte algo, no obtendrás lo que quieres
de manera tan fácil. Ese libro que tanto buscas es la apoteosis del trabajo de mi padre. Tú
solo quieres comercializarlo y prostituirlo. Tu codicia te ha llevado a comportarte como
esa rata de alcantarilla que aplasté en la biblioteca. Eres capaz de todo, lo has confesado, y
sé que así será. Y antes de que le hagas daño a Eduardo en tu afán egoísta, te propongo un
trato.
Leticia le da la espalda, acaricia su cuello renacentista y luego de un suspiro espinoso,
vuelve para mirarlo a los ojos. Unos ojos que hacía tiempo se extraviaron, no en el bosque
de la locura de Eduardo, sino en los manglares espinosos de la ambición.
-Está bien, lo obtendrás. Te daré el libro de mi papá. A cambio de que nos dejes a mí y a
Eduardo en paz. Te irás lejos de mi vida y de la vida de él. Esa es la condición.
Marcelo trató de masticar lo que oía. Por primera vez Leticia le proponía una separación
total. Sabía que las cosas entre ellos no estaban bien, de hecho dormían en habitaciones
separadas, pero la determinación con que hablaba su mujer lo hacía entender desde otra
perspectiva lo que su matrimonio y su familia valían en ese momento.
-Como quieras Leticia. Si esa es tu decisión, te la respeto. No me importa. Tú y Eduardo
se pueden ir donde les plazca. Yo cambiare al mundo, con ustedes o sin ustedes.
-¿Cambiar al mundo? ¿Quieres realmente cambiar al mundo? Empieza por hacer algo
noble: ¡Ahógate!
Leticia salió de la habitación. El nuevo día se presentaba con sonidos únicos y
contundentes. Ella los escuchaba, siempre los oía. Y salió decidida a que esos sonidos
tuvieran forma, volumen, cuerpo y esencia.
En la entrada de la mansión, Irving y Lenrry esperaban por nuevas órdenes. El jefe de
seguridad de las empresas Santaella, sabía perfectamente que ésta era una oportunidad
única e irrepetible para consolidar su futuro más allá de la mera responsabilidad de cuidar
todo lo relacionado a la familia o a las empresas de su patrón. Leticia lo sabía, estaba segura
de que este hombre, robusto, de rostro moreno ovalado, y aspecto de matón
arrepentido, sería capaz de hacer lo que fuera con tal de cuidar y proteger a Marcelo
Santaella. En los últimos días confirmó dicha apreciación. Aunque él la tenía al tanto de
todo, Leticia notaba que a quien realmente le hacía caso más allá de cualquier orden era a
Marcelo. Lenrry en realidad admiraba a su jefe, incluso trataba estérilmente, de imitarle.
Compraba los mismos trajes, en versión económica, usaba el mismo perfume, daba las
órdenes a sus subordinados utilizando los mismos gestos y frases que usaba Marcelo.
Esforzaba su voz, haciéndola parecer más grave, sólo para copiar el tono varonil de aquel.
Hasta intentaba levantar el labio superior derecho para recrear, inútilmente, la falsa sonrisa
rígida de su jefe. Al margen de todos estos comportamientos, Lenrry Oropeza llevaba de
manera magistral su trabajo. La seguridad en todos los edificios, galpones, sedes
principales, fábricas y demás dependencias del grupo empresarial, era de una calidad
extraordinaria. Estaba en todas partes y realizaba cualquier mandato de su patrón en tiempo
realmente expedito, pero era la primera vez que una situación de esta naturaleza se
presentaba, y él supo vislumbrar el excepcional momento para solidificar, ante los ojos de
Marcelo, su lealtad incondicional.
Mientras tanto, Irving sólo deseaba descansar. Estaba extenuado con toda esta situación, él
a diferencia de Lenrry, solo tenía la profesión de piloto. De hecho sus servicios eran
requeridos con anticipación, cuando Marcelo necesitaba viajar. Lo que había vivido las
últimas horas lo colocaban en una situación molesta. A pesar de las promesas de un futuro
económico estable, luego de ayudar a Lenrry a desaparecer para siempre el cuerpo de
Felipe en el basurero inhóspito del olvido, Irving deseaba mantenerse al margen y seguir
siendo una persona ordinaria. Marcelo intuyó esta apreciación, por ello le ordenó a que se
quedara en la mansión y que cuando él lo llamara, lo fuera a buscar en el helicóptero.
-Vamos a la oficina principal Lenrry, de prisa. —Le ordenó Marcelo-- ¿Ya el resto de los
muchachos vienen en camino?
-Están llegando ingeniero—respondió Lenrry con falsa voz grave.
-No quiero volver a cometer los mismos errores. Deseo que esta casa sea más segura que
Miraflores, nadie, absolutamente nadie sale ni entra, sin mi autorización.
-Todo eso está claro. Los muchachos ya tienen sus órdenes.
-¿Dónde está Horacio?—preguntó Leticia mientras se detenía al frente de la puerta de la
limosina.
-¡Ese maldito! es el primero a quien quiero que mantengan alerta. No sale por nada de este
mundo Lenrry. Espero que esa orden ya haya sido impartida.
-Todo está como usted lo ha ordenado—respondió lacónico el aludido.
-¿Pensé que ya habíamos hablado de Horacio, Marcelo?—preguntó Leticia.
-Hazme un favor Leticia—respondió con acritud--¡No pienses!
Leticia observó cómo su marido abría él mismo la puerta y entraba a la limosina. Ella se
quedó de pie mirándole con desprecio. Pero era imposible. Sus ojos por más que se
esforzaban no podían concebir tan bajo sentimiento. Y con la misma mirada lejana, tierna
y de soledad, miró a Lenrry, quien se desarmó de tal manera que cuando ella entró al
vehículo él se quedó absorto y cerró la puerta con tanta delicadeza para no estropear ni con
una mínima ráfaga de aire la esencia de esta mujer.
Los Santaella vieron, al igual que todos, la movilización de personas hacia rumbo
desconocido. Con dificultad lograron llegar cerca de la sede de la compañía, una imponente
edificación de nueve pisos, cuyas caras laterales tenían forma de rombo, cubierto de
cristales de color azul intenso.
Allí el río humano era más nutrido. Las personas que marchaban, volteaban para ver el
paso de la unidad que se desplazaba con lentitud. Para muchos era la primera vez que
observaban este tipo de vehículo: Una limosina Lincoln Audi color negro. La multitud le
abría brecha para que circulara, no tanto para que ésta siguiera su curso a pesar de la gran
cantidad de personas, sino más bien para observarla con mayor detenimiento, y a la vez
con asombro, como si se tratara de una exposición automotriz.
-Esto se está poniendo peligroso. —Pensó Marcelo en voz alta--Lenrry, salgamos de aquí.
En la próxima esquina cruce a la derecha, allí nos bajaremos y seguiremos a pie.
Así fue. Al llegar, no sin dificultad, a la esquina en cuestión, Marcelo y Leticia se bajaron
del automóvil. Muchos de los que caminaban la eterna procesión hacia lo desconocido, los
veían con rareza. Marcelo cogió el brazo de su mujer y la llevó a rastras hasta la acera
occidental.
-¡Suéltame!—dijo Leticia quitándose el brazo de su marido--No me trates como a un
empleado tuyo. Caminaremos juntos, pero no me toques.
“¿Que pasó mi doctol? ¿Peos con la mujé?
Risas burlonas se oyeron en el extraño ambiente. La chanza del borracho hecha desde el
filo de la calle hizo que los que no habían determinado a la exquisita pareja de buen vestir,
lo hicieran.
“Tremenda pinta mi pana, tú como que eres del gobierno”
“¡Enchufaooo!-gritó una voz ronca a lo lejos.
Marcelo intuía que había sido un error bajarse de la limosina, pero la cantidad de personas
imposibilitaba el tránsito. De hecho comenzó a buscar su vehículo, y no lo veía. El mar de
gente dificultaba cualquier maniobra, incluyendo la sencilla acción de observar a su
alrededor. Marcelo se desencajó, su sonrisa dibujaba en su rostro facciones distintas a las
internas. Sintió miedo, o más bien pánico. Últimamente Marcelo Santaella se había
desligado de la gran cantidad de personas que le servían de séquito, solo se desplazaba con
Lenrry o más recientemente con Irving su piloto, pero se dio cuenta que se estaba volviendo
vulnerable.
“¡Una vez que acabe todo esto, ni mi conciencia se podrá acercar a mí, lo juro!”-pensaba-
“¡No volveré a cometer los mismos errores! ¡El libro debo hallarlo hoy, no hay mañana,
hoy debo tenerlo!”
Las personas comenzaron a rodearlo, le insultaban, se mofaban de su oneroso traje y el
exquisito olor de su perfume caro.
“¿Y en qué ministerio trabajas tú?—le preguntó una voz anónima—Porque hay que ser
del gobierno para vestirse así.
-¡Enchufao! -volvió a gritar la voz de aluminio.
-Apártate de mi camino infeliz, ni se te ocurra tocarme—fue la reacción de Marcelo.
Pero siguieron rodeándolo y acercándosele más.
Fue Leticia quien lo trajo de vuelta del mundo perdido en el que se hallaba.
-Si no quieres que te hagan daño, sígueme, salgamos de aquí.
Y dirigiéndose a la chusma les espetó: “¡Dennos paso, somos gente trabajadora, que
vamos a la oficina, quítense por favor!”
“Si ustedes son gente trabajadora entonces yo soy Ultraman”—dijo la misma voz sin
identidad.
Todos rieron y se fueron apartando, abriéndoles brecha para que siguieran su camino.
-¿Dónde estará Lenrry?, no debimos bajarnos.
-Si no lo hacíamos, —respondió Leticia-- hubiera sido peor.
Marcelo y Leticia serpentearon a la multitud que los seguía con rechiflas que iban en
aumento: “¡Son chivos pesaos del gobierno, están cagaos!” gritaba el borracho, quien
gozaba en medio de su realidad etílica, del momento bochornoso que pasaba la pareja.
A pesar de las dificultades, pudieron llegar a la entrada de la torre. Esta se hallaba cerrada.
El vigilante se sorprendió al verlos, abriendo de forma presurosa y con torpeza, la puerta
principal.
Una vez dentro de la oficina, Marcelo enciende el inmenso televisor digital donde,
conectado a la televisión satelital de última generación, pudo darse cuenta de lo que
realmente sucedía. Una oleada de personas provenientes de todas partes se iba aglomerando
hasta formar una infinita muchedumbre. Lo que muchos ignoraban era:
¿Para qué? Es decir ¿Cuál era el objetivo de dicha reacción social? Se hablaba de
enfrentamientos entre miembros del ejército y los integrantes de células facciosas, entre
ellas “La cola de palomo”, pero nada era certero. Marcelo intentó comunicarse con Ulises,
pero éste no respondía ninguno de los celulares, llamó al galpón que servía de laboratorio,
y nadie le contestó. Estuvo tentado a marcharse hacia allá, pero con todo lo que estaba
pasando era inútil, al menos intentarlo en ese momento.
-Gracias.
-¿Por qué?—preguntó Leticia
-Por sacarme de allá.
-Aunque no lo creas te necesito…vivo.
Marcelo se acercó a su mujer, esta lucía hermosa. Siempre se jactaba de la belleza de
Leticia, aunque ella jamás escucharía de sus labios, alguna palabra salida desde el fondo
de la conciencia de este hombre. Leticia se casó enamorada, ilusionada. Admiraba a
Marcelo, su fuerza, su carácter, la manera como era respetado y temido. Pero desde hacía
tiempo esos sentimientos se fueron apagando. Lo veía con desdén, con rabia e incluso con
asco. No habían tenido intimidad desde hacía tiempo. La pasión del sexo, si es que la hubo
compartida, se extinguió. Desde que internaron a Eduardo en la clínica mental, incluso
mucho antes, ambos acordaron sin hablarlo, no dormir juntos y mucho menos llegar al acto
de ayuntarse en las libidinosas posesiones de la intimidad. Pero al verlo desprotegido,
temeroso y desprovisto de la seguridad que solo el poder da, no pudo menos que ir por él.
Al tocarle la mano para sacarlo de allí, Leticia sintió un mínimo y
casi imperceptible movimiento en sus entrañas. El mismo movimiento, pero dividido ahora
en millonésimas partes, que sintió al verlo por primera vez en el amplio salón donde se
conocieron. Pero Leticia eludió con maestría estos pensamientos. Si Marcelo Santaella era
duro, insensible y cínico, ella había aprendido a serlo también. ¿Acaso no había matado
para defender a su hijo? ¿No se arriesgó a que Marcelo la amenazara y la levantara en vilo
por hacer que Eduardo saliera de la mansión? Sí. Ella era distinta, se estaba transformando
en un ser, tan o igual al hombre a quien una vez amó.
-Voy a ir contigo a buscar a Eduardo. Llama a tus contactos en el gobierno, o a quien te dé
la gana. Nuestro…mi hijo estará conmigo hoy. ¡Si no, te hundes Marcelo Santaella, juro
que te hundes!
-Deja las amenazas, yo te voy a entregar a Eduardo. Hoy lo tendrás mujer, te doy mi
palabra. Hoy, a los dos, nos va a cambiar la vida.
Marcelo tenía razón, como si se tratase de alguna profecía, él intuía que las siguientes horas
eran cruciales no solo para él sino para todo su entorno. Se estaba jugando una última y
definitiva carta.
Los pocos empleados que llegaban a la sede de la gigantesca multinacional, comentaban lo
mismo. La monumental marcha se hacía cada vez más grande. Muchos solo conjeturaban
en la esencia de la misma: “que si era para apoyar al gobierno”, “que eran grupos de
disidentes”, “que era para apoyar a los trabajadores del canal del estado, secuestrados por
terroristas”, “que si era para tumbar al régimen” y bla bla bla. En fin nadie sabía, ni siquiera
los cientos de miles que se desplazaban, lo que en realidad significaba dicha movilización.
Solo seguían el instinto de formar parte de algo especial.

***

El nuevo día también traía signos de esperanza para los que se hallaban dentro del canal
estatal de televisión. Uno de los miembros del grupo guerrillero respondió una llamada.
Era de uno de los representantes del cuerpo anti secuestro de la policía estatal. El
subversivo le instó a que nadie estaba herido y que ellos se comunicarían, que no intentaran
entrar a la fuerza y que sería responsabilidad de ellos, solo de ellos si algo saliera mal.
-A ellos les da igual—dijo Celso Camargo—si todos morimos, mejor. Así tendrán a quien
culpar.
-No será así—dijo Irene—solo serán unas horas. Ya verán.
-¿Puedo preguntarle algo?—dijo Camargo, sin mirar el rostro de la mujer, y sin siquiera
esperar, a que ella le diera respuesta a la pregunta reiterativa--¿Ustedes de verdad creen
que saldrán vivos de esta?
-Eso no nos importa Celso, ¿ese es tu nombre, verdad? Te digo, no nos metimos en esta
vaina, sin conocer cuáles serían las consecuencias. Lo que no queremos que pase es que
ustedes salgan lastimados.
-Lo hubieran pensado antes de entrar a la fuerza ¿No crees?
Irene miró a Celso quien seguía sentado en el suelo. Se había despojado desde hacía horas
de su saco y de la corbata. Sudaba a rabiar, no solo por la ausencia de aire acondicionado
que fue una de las primeras cosas que cortaron desde afuera, junto con la luz. Se iluminaban
por las luces de emergencia empotradas en lo alto de las paredes. Cerraron por dentro todas
las salidas y se atrincheraron en el primer piso, donde funcionan las oficinas
administrativas.
El grupo rebelde con los rehenes se hallaban en la sala de conferencias, ubicada en el lado
oeste, carecía de ventanas o de ductos grandes donde pudiera caber alguna persona. Se
hallaban algo incómodos pero igual se ajustaron para pasar la noche como mejor pudieron.
Aunque nadie acertó a dormir, ni siquiera pestañear. El cansancio y la tribulación de
sentirse en medio de la línea de fuego les imposibilitaron la conciliación del descanso. Los
demás miembros de “La cola de Palomo” hacían rondas y recorrían el canal. Cinco de ellos
se quedaron con los rehenes, alternándose para cambiar las guardias de vigilancia. Tres se
apostaron en cada una de las cuatro salidas. Pendientes de cualquier movimiento o intento
de ingresar al canal. Dos más, con fusiles AK 47 se encontraban en la puerta de acceso de
la azotea. Estaba entreabierta, para poder divisar cualquier hipotético asalto desde un
helicóptero, pero con sigilo, no querían exponerse a ser blanco fácil de los muchos
francotiradores ávidos de comenzar una cacería humana. Una llamada a un teléfono móvil
que poseía Irene los hizo terminar de levantarse. Ella hablaba en clave. Sus otros
compañeros quienes sí entendían lo que la jerga de palabras significaba, sonreían con
claras muestras de felicidad. Los demás solo observaban sin
saber que ocurría y del porqué de tanto júbilo. Pronto lo entenderían.

***

-Con el general Álvarez por favor.


-¿Quién le llama?
-Dígale que es el ingeniero, Marcelo Santaella.
Marcelo se acomodó en la hermosa y amplia butaca detrás de su escritorio. Dejó de mirar
a Leticia y volvió a asumir el mando de su mundo utópico. Cogiendo el teléfono decidió
contactar al mismo general que solo horas antes le había ayudado en La Guaira. Aunque
de buena gana y con la mejor disposición, conociendo que Marcelo era una figura
importante dentro del mundo económico, el general accedió a ayudarlo. Los oficiales
escoltaron a los hombres de Marcelo hasta el antiguo peaje, entre la ciudad de Caracas y el
primer puerto de Venezuela. Marcelo embarcado en su helicóptero voló presuroso al
encuentro con su destino. Pero eso fue ayer. A esa hora tan temprana Marcelo Santaella
decide nuevamente molestar al vice ministro de la defensa.
-Lo siento pero mi general no se encuentra.
-¿Con quién hablo?—preguntó Marcelo
-Soy el mayor Sangroni. Guillermo Sangroni.
-Mayor Sangroni, me urge hablar con el general Álvarez, es un caso de vida o muerte.
Tengo entendido que este es su celular directo.
-Exacto, pero mi general no está. Él se encuentra en comisión especial, usted sabe
ingeniero con todo lo que ha estado pasando las últimas horas.
-Pero usted no me entiende—dijo Marcelo incorporándose con sobresalto--¡Me urge hablar
con él! ¿Me da otro número o una línea privada? es una emergencia de gran importancia,
mayor Sangroni.
-Lo siento, solo nos comunicamos a través de la radio onda corta de su unidad de
transporte.
-Entonces dígame como hago para hablarle, como puedo conseguir esa línea.
-Lo siento ingeniero es de acceso militar únicamente, además—aquí la voz hizo pausa—
si usted lo desea me da su mensaje que yo cuando logre hablar con mi general se lo
entrego.
Después de un silencio mortuorio Marcelo respondió con desgano:
-No mayor, muchas gracias, solo dígale que yo lo llamé, que es urgente que conversemos.
Marcelo colgó sin oír la despedida respetuosa al otro lado de la línea. Volvió a marcar, esta
vez trataba, por enésima vez, de comunicarse con Ulises o Chinochoa. Pero nada. Fue
infructuoso. Marcelo se hallaba con los nervios desechos, caminó alrededor de la oficina,
Leticia solo le veía, hasta que dirigiéndose a él le dijo:
-¿Son esos tus contactos, gente que no puedes hallar? ¡Marcelo quiero a mi hijo de vuelta!
-¡Quieres dejarme pensar!
-¡Vamos para el SEBIN, busquemos a ese tal Turó y que nos entregue a Eduardo.
-Y si ellos no lo tienen, no has pensado que todo es una trampa de la joven que está con
Eduardo. Piensa Leticia, ella lo tenía todos estos días, fueron a la casa a buscar el libro de
Kosmo, y luego huyó con él. Todo me parece muy sospechoso, tengo la certeza de que ella
está detrás de todo esto desde el principio.
-Pero Eduardo me dijo que ella era una víctima, que el hombre que yo mat…
Leticia se calla. El mutis autoinfligido la descompuso de momento. Siguió sentada en el
gran sofá mullido, desvió la mirada y siguió refutando el argumento de Marcelo, como si
la palabra que estuvo a punto de pronunciar fue más bien un error de sintaxis estructural y
no un yerro situacional de su existencia.
-…el infeliz que murió—dijo recuperando la compostura-- los tenía amenazados de
muerte.
-¿Y dónde encaja Rizzo en toda esta historia?—preguntó Marcelo, ignorando por
practicidad, el error ahora corregido de su esposa.
-Él apareció, porque Marina le llamó. Tú, para variar no estabas, había que hacer algo y
bueno pasó lo que pasó. Solo te digo que yo le creo a Eduardo.
-¡Tú le crees a todos, menos a mí! Pero no importa. Yo me encargaré de todo. Yo al igual
de lo que pasa en el país, voy a tomar un nuevo rumbo.
Leticia iba a contestarle, y extender sin desearlo tal vez, la letanía de una conversación
árida. Pero en el momento en que su mente ordenaba en millonésimas de tiempo el orden
de sus ideas, el teléfono de la oficina sonó nuevamente. Su secretaria privada le avisaba
que una persona quería hablarle con urgencia.
-¡No estoy para nadie!
-Dice que tiene algo que le pertenece.
-Póngala al teléfono.
-No ingeniero, ella está aquí.
Marcelo se sintió confundido, Miró los expectantes ojos color miel de su esposa, quien
con su mirada le obligaba a que respondiera de inmediato.
-Hágala pasar.
No hablaron ni dijeron nada en un silencio lento y sumiso. Esperaron a que la puerta de la
lujosa oficina se abriera. Cuando sucedió, Marcelo quedó vacilante, no reconocía a la mujer
que entraba en su despacho. Menuda, caminaba con pausa pero sin perder su gracia, de
facciones agradables, finas, cabello liso, quizás un poco desordenado, y mirada resuelta, el
rostro aniñado con un reciente arañazo que la hacía ver más interesante. La joven caminó
hasta situarse al frente del poderoso hombre. Sobre su pecho abrazaba una especie de bolsa
de tela. Sacó de ella un libro de mediano tamaño y lo colocó sobre su escritorio.
-Esto es suyo, o al menos de su familia.
Jade Goronda había llegado hasta allí con la única herramienta de deducción que le
quedaba intacta: su intuición de reportera.
Desde que salió del hotel, desde que subió a la parte trasera del camión y caminó hasta que
el camino le indicaba que debía tomar otra vía, y cuando esta se acababa, tomaba la
siguiente. En ese periplo, Jade se confundió con los miles de ciudadanos que a su vez se
confundían con los otros miles que se confundían en el ambiente confuso de una situación
con origen, pero sin desenlace. En ese peregrinaje, Jade se preguntaba ¿Quién podría ser la
única persona en ayudarla? Don Rocco Santino estaba secuestrado, de hecho, con la
pérdida de su teléfono celular el único contacto entre ella y el clan de los Cantera se había
disuelto. Jade lloró en silencio la fatalidad de su destino, lloró lo que deducía era la
inminente muerte de su amigo, protector y figura paterna. Debía encontrar una salida a este
oscuro túnel en que se había convertido toda esta hazaña. Allí sola, con la única visión de
un techo manchado de agua empozada, sobre la cama de un hotelucho barato, Jade le daba
vueltas y vueltas a su diminuto mundo. Después de tanto pensar, y de
cribar dentro de sus pensamientos las conclusiones hipotéticas, llegó al análisis final de
que la única persona que podía salvarla a ella, a don Rocco y a Eduardo era de quien
precisamente huían: Marcelo Santaella.
Lo más curioso es que cuando su mente dedujo de manera irrevocable y sin duda alguna
dicho plan, ella, sin saber cómo, se hallaba a las afueras de la torre Santaella.
El tropel de personas en la calle continuaba en aumento, pero ella se las arregló para llegar.
Convenció al vigilante a que la dejara pasar, explicándole que era periodista del diario “La
palabra” y que tenía pautada una reunión con Marcelo Santaella. Una vez adentro, esperó
a que Minerva, la secretaria privada de Marcelo la atendiera. Fue allí cuando ella le explicó
que no se trataba de una entrevista sino que debía entregarle “en persona” un objeto que le
pertenecía. La oficinista dudó al principio, pero Jade utilizó sus armas de persuasión y le
instó a que la dejara pasar y hablar al menos con ella, sin el molestoso intercomunicador
de por medio. Minerva accedió, intentó comunicarse con su jefe por el teléfono interno
pero al ver que Marcelo estaba ocupado por la otra línea, le pidió que subiera al “pent
house”, al despacho principal.
-¿Qué es esto?—preguntó Marcelo con ojos jubilosos y una sonrisa real, cubriendo por vez
primera en mucho tiempo, a la ficticia.
-¿Qué está haciendo? ¿Por qué ha traído el libro hasta acá?--Leticia se levantó apenas vio
que Jade, a quien reconoció en el acto.
-Escúchenme, no me importa para nada el conflicto que ustedes tengan. Yo estoy aquí solo
para ayudar a salvar a mis amigos. Usted, ingeniero, deseaba este libro, pues bien allí lo
tiene. ¡Vamos agárrelo, léalo!—le increpó Jade, extendiendo el libro hacia el rostro de
Marcelo y mirándolo directamente a los ojos.
Marcelo sentía como su pulso se aceleraba, y como sus dedos comenzaban a titubear. Tomó
el libro con delicadeza, se lo colocó frente a sus ojos, se apartó del escritorio, caminó hacia
la amplia ventana que estaba a sus espaldas, ni se percató de la visión profética que ante él
se desplegaba. La conglomeración de seres humanos era impresionante. El sol iluminaba
con regocijo, y esa luz era la guía del camino por recorrer.
Marcelo lo ignoró todo, abrió el texto con manos sísmicas, observó el dibujo de la primera
página, al pasar con suma delicadeza la siguiente hoja, examinó unos signos ininteligibles
para él. No se amilanó, pensaba que se trataba solo de esa cuartilla en
cuestión, pero al seguir corriendo los pliegos, notó con desesperación que las mismas
ringleras de palabras incoherentes abarcaban los espacios del libro.
-¿Qué idioma es éste?—se preguntó para sí mismo, pero con una reverberación sonora que
escucharon Leticia y Jade.
-No lo sé. —respondió Jade—Pensé que usted podría saberlo
Marcelo aun con el libro abierto de par en par, no dejaba de mirarlo. Tanto esperar este
momento, todo lo que había hecho durante estos años para tener el trabajo de Kosmo en
sus manos, y ahora esto. Se imaginaba el momento con otro matiz, lleno de júbilo con
sonrisas reales e imaginarias adornando su férreo rostro, y celebrando la conquista de un
botín preciado. Pero lo que estaba viviendo era otra cosa, no era regocijo ni algarabía, era
más bien duda, incertidumbre y recelo.
-Leticia, ¿sabes algo de esto?—preguntó Marcelo con un tono tembloroso en su voz.
La hermosa mujer se acercó con reservas, desde su óptica echó una mirada rasante al
antiguo texto.
-Una sola vez lo vi. Mi padre trabajaba en él. Una vez me atreví a preguntarle que decía
allí, pero ya tú lo conocías, era extremadamente celoso con su trabajo. —y cambiando su
postura y su voz, Leticia le atinó a decir a su marido: --¿Qué esperabas? Mi papá no te lo
iba a poner tan fácil.
Marcelo ni se inmutó con el comentario de su mujer. Sólo su mirada fija en las páginas que
iba pasando, y que en su mente se hallaban en blanco. Porque con toda la vasta cultura,
estudios y experiencia que este hombre poseía, se hallaba como un primate al que le
explican el complejo lenguaje humano. Cerró el libro de un tirón. Lo colocó dentro de la
bolsa, y recobrándose de esta situación dijo:
-¡No importa! Lograré descifrarlo, no voy a sucumbir ahora que estoy tan cerca.
-¿Cerca de qué?
Esta pregunta desconcertó a Marcelo. Jade se la hizo directa, sin dejar de mirarlo. En ese
momento observó que tanto Marcelo como Leticia intercambiaban miradas. No había que
ser un experto en relaciones de pareja para darse cuenta que ellos dos vivían una crisis de
mucha intensidad. Pero a Jade eso la tenía sin cuidado, por ello se decidió a tomar el mando
de la situación.
-No me interesa, se los repito, si ustedes tienen sus problemas. Si me decidí a llegar hasta
aquí es porque necesito que usted, bueno, que ambos me ayuden. No puedo creer que no
les interese lo que pueda estar padeciendo Eduardo en las manos inescrupulosas de
Benjamín Turó. Ustedes no conocen a ese individuo. Es un sádico, un ser que pareciera
estar hecho de nada.
-¡Él no se atreverá a tocar a Eduardo! —Dijo Leticia, mientras llevaba su mano derecha a
su cuello.
-Yo no apostaría señora, —respondió Jade—y menos ahora con todos los acontecimientos
que se llevan a cabo. ¡Mire! Allá afuera está gestándose un cambio, y todos, desde los más
paupérrimos hasta los más poderosos tienen miedo. Y créame, Benjamín Turó sabe que
todo está por cambiar, y en este momento Eduardo es un comodín perfecto para él.
-¿Y usted?—interrumpió Marcelo--¿Qué me garantiza que usted no está detrás de todo
esto? Usted estuvo con Eduardo todos estos días, mientras nosotros lo buscábamos debajo
de las piedras. ¿Qué me puede decir?
-Eduardo me pidió su ayuda, y yo se la ofrecí. Por supuesto que dudé al principio, no estaba
claro lo que sucedía, pero igual me arriesgué. A él lo querían asesinar, gente que deseaban
de él información valiosa, y una vez que la tuvieran lo desaparecerían. Por ello lo sacaron
de su casa y lo llevaron de vuelta a la clínica. Allí el doctor Mauresmo Espinoza tenía todo
preparado.
-¿Mauresmo?—interrogó Marcelo con claras muestras de duda, mientras se colocaba al
otro lado de su escritorio, frente a Jade--¿Qué deseaba Mauresmo de Eduardo?
Jade miró a los ojos de Marcelo, se percató de la falsa sonrisa, que bragada, se dejaba ver
en su rostro. Volteó y observó a Leticia quien continuaba en extraño silencio, acariciando
su cuello. Jade se decidió a contarlo todo, no tenía alternativa.
-¡El caballo! ¡Buscan el caballo de madera! El de la cola con cabellos de Simón Bolívar.
El doctor Mauresmo es un incondicional del clan Cantera.
Marcelo Santaella dio un paso atrás. Apoyó sus dos brazos sobre el borde de su escritorio
mordiendo el polvo del silencio. Así permaneció solo unos segundos, pero a Jade le pareció
una eternidad.
-¿Saben de lo que estoy hablando, verdad?
-Mi padre, —dijo Leticia a la vez que se mantenía de pie al lado del sofá-- tenía una
estatua con esas características pero la destruyó. Dijo que nadie era digno de siquiera
tocarla. Por eso la destruyó.
Leticia se devolvió y tomó asiento en el gran sofá blanco. Se sentó con tanta gracia natural,
que Jade no podía entender del por qué preocuparse por modales o normas de etiqueta en
una situación tan grave como las que estaban viviendo. Pero estaba equivocada, Leticia
podía estar viviendo, como de hecho sucedía, el peor momento de su vida, pero su mente
y su cuerpo jamás perderían el contacto para garantizar una actitud de extrema prestancia.
Marcelo, por otro lado, recuperó su aplomo. La mención de la estatua removió en él viejos
recuerdos. Cuando estaba en el frenesí de su empresa de tratar de convencer a Kosmo para
que trabajara con él, contrató a unos detectives privados para que lo siguieran. Los
resultados de esas investigaciones fueron difusos. Lo único concluyente era que su suegro
salía de la mansión para meterse de lleno en un apartamento modesto de una zona del centro
de Caracas. Salía solo y regresaba solo. En una de esas salidas, Marcelo había entrado al
cuarto de Kosmo y al revisarlo no notó nada fuera de lo normal, “cosas que guardan los
viejos”, decía él. Lo que si vio fue una estatua de un caballo. Nada interesante, lo único
que le llamó la atención fue la cola de cabello humano. No le dio importancia. Días después,
seguro de que Kosmo guardaba el libro de anotaciones en algún rincón de su cuarto, volvió
a entrar. Pero no vio la estatua. Ahora en ese instante, Marcelo comienza a amalgamar con
moldes de toda lógica la nueva revelación que está recibiendo. Kosmo sí poseía los cabellos
de Bolívar, pero no se imaginó que pudieran estar ocultos de una forma tan visible. ¡En un
caballo de madera!
-Jamás vi ninguna estatua, con esas características. —Mintió finalmente al terminar de
repasar las imágenes pretéritas— ¿Eran los cabellos de Bolívar?—preguntó con falsa
inocencia mientras volvía a adoptar la posición de enfrentamiento con Jade.
-Eso parece. —Respondió la periodista—Eduardo me dijo que él sabía dónde estaba. Yo
necesito esa estatua para salvar a don Rocco. Es mi mentor. Casi un padre para mí.
-¿Y cómo supo que esa estatua existía?—Preguntó Leticia desde el fondo de la sala.
Jade calla. Pasa sus dos manos por el lacio cabello, que a pesar de todo se mantenía con
brillo, al igual que la entereza de ella.
-“La cola de palomo” me contactó hace unos días. Me pidieron que los ayudara a
conseguir la estatua, me dieron una serie de instrucciones a seguir para llegar hasta donde
estuviera la reliquia.
-¿Y usted aceptó? Dígame, ¿por qué lo hizo?—preguntó Marcelo
-Porque como periodista, mi trabajo ingeniero, es buscar la verdad, y hacer que todos la
conozcan. Ellos me dijeron que la muerte del doctor Kosmo y la estatua estaban
íntimamente ligadas.
-A mi padre lo mataron por otra cosa, no por una…estatua. —Increpó Leticia poniéndose
de pie y acercándose hasta el escritorio donde Marcelo y Jade se encontraban.
-¿Está segura señora?
Jade arrojó la pregunta, como un desesperado pescador lanza la red sobre aguas muertas.
Estaba buscando en la respuesta, o en el silencio de Leticia, una pista de lo que sucedió
realmente esa noche en que mataron a Kosmo von Kritten.
-¡Ya no sé en qué pensar! No ha pasado un solo segundo en que no piense en lo que sucedió.
Todo fue tan irreal, tan bizarro, que aún no me repongo. Pero ahora, —continuó diciendo
Leticia—lo más importante es rescatar a mi hijo, y usted nos ayudará.
-Nadie más que yo desea que Eduardo esté bien. Pero necesito salvar a don Rocco de las
garras de los Cantera. Ellos quieren la estatua, y si con eso me lo devuelven, yo estaré
dispuesta a darle lo que quieren.
-¿No oyó señorita?—dijo Marcelo— ¡Esa estatua no existe, Kosmo la destruyó!
-¡No les creo!—Gritó Jade mientras caminaba alrededor de la oficina—Usted necesitaba
el libro, pues bien allí lo tiene. Aunque por los momentos no sepa lo que allí está escrito,
su deseo era tenerlo, aun a costa de la vida de su propio hijo. Yo solo quiero la estatua, ¡la
verdadera estatua! No me diga que la destruyó el doctor Kosmo, eso no se lo creen ni
ustedes. ¡La estatua existe, tiene que existir! Mucha gente ha sido asesinada, torturada y
despojada de todo solo por una reliquia sobrevalorada y sin sentido ¡Si no existiera no
habrían hecho todo esto!
El sonido agudo, monoaural y penetrante del teléfono de la oficina interrumpió la arenga
de la reportera. Marcelo lo agarró con ademán automático. Sin dejar de mirar a Jade
contestó con un “aló” seco.
-Ingeniero—dijo Minerva—tengo en línea al inspector jefe del SEBIN, Benjamín Turó,
desea hablar con usted.
Marcelo palideció, aspiró profundamente, su sonrisa decoraba su inexpresiva cara a tal
punto que era lo único visible en ese momento.
-Comuníqueme. —Ordenó de manera tajante.
Una pausa que parecía convertirse en un eterno esperar dominaba en ese momento la
escena. Tanto Jade como Leticia se sumieron en un mutismo expectante. Ambas se
preguntaban del ¿por qué del cambio brusco de Marcelo Santaella? Este se volvió, dándole
la espalda a su esposa y a la menuda mujer. Aun a la espera de que alguien al otro lado de
la comunicación diera cuenta de su existencia, Marcelo asió con su otra mano el libro. Lo
llevó a su pecho como queriendo fundirse con él. A Jade le pareció ver en Marcelo la viva
imagen de Eduardo cuando abrazaba, como lo hace un náufrago a su única tabla de
salvación, la desvencijada Biblia en los recientes días cuando se resguardaban en el litoral
central, huyendo de fantasmas reales y de humanos ficticios.
-¿Dígame?—habló Marcelo a la invisible presencia al otro lado de la línea.
-Ingeniero Santaella—respondió la voz suave, meliflua y agradable de Benjamín Turó—
Estoy ciento por ciento seguro que esperaba mi llamada. Antes de que tenga alguna mala
impresión de mí, déjeme asegurarle que las difíciles circunstancias nos han llevado a
encontrarnos en esta situación, tan desagradable.
-¿Sólo quiero saber cómo está mi hijo?
Al escuchar esto, tanto Jade como Leticia se miraron. Ambas sabían que Marcelo estaba
hablando con la única persona que podía tener conocimiento del paradero de Eduardo, y
era precisamente quien lo tenía en su poder: Benjamín Turó.
-Eduardo está muy bien, es un muchacho muy fuerte. De hecho demasiado fuerte para su
edad y la condición que está padeciendo.
-¿Qué debo hacer para recuperarlo? ¡¿Cuánto quiere?!—Marcelo hablaba en una inútil voz
baja, pero tanto Jade como Leticia escuchaban perfectamente al otro lado del escritorio.
-Por favor Marcelo, no lo eches a perder, —dijo Leticia en tono suplicante, acercándose al
escritorio—, dale lo que quiera, recupera a Eduardo. ¡Es nuestra última oportunidad!
Marcelo apoyó el auricular con su hombro, y extendiendo la mano hizo seña de silencio a
Leticia.
-Su señora tiene toda la razón ingeniero. Deme lo que pido, que por cierto no es dinero.
Solo deseo la estatua con los cabellos de nuestro Libertador, el gran General Simón
Bolívar. Verá, mi posición dentro del gobierno es muy importante y clave. La situación
por la que está atravesando Venezuela me lleva a tomar ciertas consideraciones para
resguardar mi integridad. Estoy seguro que usted entiende mi punto de vista.
-Usted no es el único que está detrás de “ese premio”. Son muchos, créame. Pero como
usted también entenderá, soy un hombre que negocia y podemos llegar a un acuerdo.
¡Quiero a mi hijo sano y salvo! tráigalo aquí a mi oficina y aquí mismo haremos la entrega.
-Usted no me ha entendido--dijo Turó quien en ese momento se paseaba por su modesta
oficina y se acercaba al hexágono donde Salomé lo contemplaba en silencio—Yo pondré
las reglas del juego. En una hora vendrá aquí a nuestra sede. Y traerá consigo la estatua.
En ese momento usted se llevará a su hijo, y olvidaremos todo este asunto bochornoso.
¿Le parece?
-¿Al SEBIN? No creo que debamos vernos allá Inspector.
Jade Goronda entendió que dicha conversación entre Marcelo y Benjamín Turó la dejaba
a ella fuera de toda acción. No podía permitirlo. Y estirando su pequeña anatomía logró
llegar justo donde se hallaba el teléfono y en una acción rápida casi refleja, Jade Goronda
cortó la llamada.
-¡Maldita sea! ¿Qué es lo que ha hecho?—Gritó Marcelo de forma iracunda.
-Escúcheme bien ingeniero, si usted va allá, no saldrá bien librado. No importa cuánto
poder económico usted maneje. La situación del país está al borde de un cambio, de
consecuencias radicales. Y Turó lo sabe. Créame, conozco a este hombre, él sabe que viene
un viraje sin precedentes y desea tener un comodín, y ese será Eduardo.
Marcelo la observaba atónito y perplejo. Sabía muy en el fondo que ella tenía razón. No
podía arriesgarse a meterse de lleno en la cueva del lobo. Por otro lado desconocía si
Benjamín Turó y otros miembros de la inteligencia gubernamental, conocían acerca de los
trabajos que tanto él como Ulises llevaban a cabo. Además, su posición de empresario y
oligarca dentro del hipócrita régimen, lo anulaba con los pocos contactos reales dentro del
gobierno. Pero podía ser una trampa ciertamente como pensaba Jade, no tanto con la
perspectiva que la comunicadora tenía del problema, sino más bien desde su óptica. El
interrogatorio acerca de los experimentos que llevaba a cabo. En efecto, él no podía
arriesgarse a tanto. Había mucho en juego.
-Dígame ingeniero—increpó Jade--¿Qué más le pidió Turó? ¿Sabe de la estatua verdad?
-¡Responde Marcelo!—exclamó Leticia— ¿Qué quiere ese policía?
-Desea la fulana estatua. —respondió Marcelo en voz baja—Solo quiere la estatua. Y no
la tenemos.
Volvió el teléfono a cobrar vida.
-El inspector Turó nuevamente ingeniero—dijo Minerva.
-Manténgalo en línea. Yo le aviso cuando me pueda pasar la llamada.
Marcelo colgó el teléfono. Caminó decidido hacia el extremo occidental de su oficina. Allí
se detuvo frente a un gran cuadro. En él se representaba, de manera irónica por el momento
que todos vivían, la figura de una mujer voluminosa montada sobre un caballo igualmente
corpulento, y al fondo unas verdosas matas de plátano. La “First lady”, una emblemática
obra de Botero, guardaba celosamente tras de sí, la caja fuerte de Marcelo Santaella.
Abriéndo el cuadro como una delicada puerta, Marcelo procedió a pulsar la combinación
digital de la caja que guardaba con celo documentos y dinero en efectivo de distintas
denominaciones. Con sus dos manos tomó el libro y se lo llevó a pocos centímetros de su
rostro etéreamente sonriente. Luego lo llevó hasta el fondo de esa garganta blindada donde
esperaría hasta que él lograra descifrarlo. Cerró la puerta y volvió a colocar el valioso
cuadro en la posición vigilante por lo cual estaba allí. Regresó al escritorio y mirando de
frente a Jade le dice:
-Ahora dígame usted ¿Qué podemos hacer para recuperar a Eduardo? ¿Cómo
engañaremos a Turó?
Leticia se sorprendió, abrió sus deliciosos ojos color miel y se regocijó que Marcelo haya
formulado la pregunta que ella tenía preconcebida en el umbral de su mente. Se acercó a
él y lo tomó del brazo en señal de aprobación.
-Señorita, —dijo Leticia—díganos ¿qué podemos hacer?
-Lo primero es que Benjamín no sepa que yo estoy aquí, eso es primordial, él debe conocer
que los acontecimientos que el país está viviendo son decisivos, puesto que está rompiendo
un sagrado código entre los miembros de la inteligencia, y no es otro que no vender o
comprar información sin que la organización lo sepa. Él está interesado en la
estatua, dígale que usted la tiene en su poder, eso nos dará tiempo para recapitular y pensar
en todo con más calma. Pero además ingeniero, hay otra cosa, hágale saber que será él
quien seguirá sus órdenes. No al revés.
Marcelo miraba con silencio lo que Jade le aconsejaba. “Ganar tiempo”. Sí, él necesitaba
tener al reloj a su favor. Eso era lo más prioritario.
El teléfono volvió a sonar.
-El inspector Turó insiste en que le atienda ingeniero.
-Páseme la llamada, Minerva.
Aspirando aire con decisión, Marcelo se sienta en su enorme silla, se reclina, conecta el
teléfono a unos manos libres con micrófono incorporado, dibuja un diminuto círculo con
el aire que sale de sus pulmones y asumiendo el papel de hombre poderoso, un rol mil
veces interpretado, Marcelo Santaella ejecuta la actuación de su vida. Quizás la más
importante.
-Señor Turó, --dijo con fuerte voz poderosa-- tengo en la zona industrial de los altos
mirandinos, en el sector del mirador panamericano, varios galpones de mi propiedad. El
más grande es el tercero, marcado en la puerta de afuera con el número 3-15. Allí lo espero
a las seis de la tarde en punto. Lleve a Eduardo, yo le llevaré lo que usted desea. Así
terminaremos con esto.
Un silencio eterno envolvía el otro lado de la línea, hasta que se oyó la voz de Turó:
-Allí estaré ingeniero, y tiene razón, terminaremos con esto de una vez.
Marcelo Santaella se llevaba ambas manos a su mentón, uniendo sus índices en forma
obelisca y analizando desde todos lados la situación, y el pacto sin rubrica, que acababa de
sellar.

***

Benjamín cortó de cuajo la breve conversación. Al colgar, tomó la triangular cabeza de


Salomé y la besó. Era el primer beso que daba en años, acompañado de una infantil sonrisa,
algo completamente ajeno al carácter de este hombre.
Eduardo se hallaba en la misma fría habitación donde solo horas antes había sucumbido al
terror del “Switche”. Pálido, cansado y a punto de desfallecer, Turó comprendió que si
deseaba obtener lo que quería debía mantenerlo vivo. Admiraba internamente, la fortaleza
del joven, se dio cuenta que mientras más corriente pasaba por su cuerpo, más fuerte se
volvía. Eduardo al final claudicó, perdió el conocimiento y su pulso se detuvo. “Un paro
cardíaco” pensó Turó. En dos minutos, el joven comenzó a toser, su cuerpo atado e
inmovilizado comenzó a contornearse. Benjamín respiró aliviado. Salió de la habitación y
se dirigió a su oficina. En su teléfono privado se encontró con no menos de dos docenas de
mensajes dejados por su jefe inmediato, los cuales ignoró.
Dirigiéndose a Garrido, le ordenó que le consiguiera los números directos de las “Empresas
Santaella”, y procedió a comunicarse con el ingeniero Marcelo Santaella.
Allí comprendió Turó, que su decisión no tenía marcha atrás, que él conseguiría no solo la
estatua sino la manera de deshacerse de “La cola de palomo”. Pensó que con la estatua en
su poder podía llegar a un acuerdo con algunos miembros escindidos de la organización
rebelde. Si les entregaban a Valerio Camacho y al “Quijote”, él daba la estatua. En otras
palabras, apostaba a la traición y malestar entre éstos, para que entregaran a sus antiguos
jefes, a cambio de la reliquia. Con el “Quijote” y Valerio en su poder la estructura interna
del grupo se debilitaría y podía darles el zarpazo final. Pero había algo que Turó, dentro de
su mecanizada mente, no pudo prever: La ebullición de cientos de miles de seres humanos.
Esto no estaba en sus planes, y enseguida supo que el cambio, para bien o para mal, era
inminente. Benjamín Turó sabía que debía actuar, sin perder más una gota de tiempo.
Una vez sentado en su frío escritorio, Benjamín tomó su llavero, y comenzó a jugar con las
dos esferas de color verde. Esos “ojos” que lo veían, no importaba el movimiento o la
posición que estos tomaban por efecto del juego de dedos, las esferas enmarcadas clavaban
su yerta pupila sobre su humanidad. Él también los observaba, y recordaba cuando los
extrajo de su órbita natural. Los gritos de súplica no tuvieron valor para él. En su mente
sólo escuchaba un sonido que se traducía en placer. Un eco reverberante que le invitó a
seguir y no detenerse, a continuar con su práctica y conseguir ese trofeo de belleza y
colorido. Lo hizo, solo porque así lo deseaba. Pensó que esa infeliz mujer no era digna de
llevar esas estrellas fluorescentes. Asumía que tanta belleza debía tener un mejor destino y
no precisamente opacarse para siempre, tras la neblina etérea de la muerte. Benjamín los
sacó con delicia y sutileza, sin emplear anestesia alguna, practicó una
rudimentaria pero efectiva enucleación. Procedió con la abertura de la conjuntiva 360
grados situándose a 3 mm del limbo ocular, luego con paciencia de relojero, introdujo la
cuchara de enucleación por el lado nasal, traccionando hacia arriba, y utilizando una tijera
curva, cortó el nervio óptico. “¡Por fin!”, dijo. Repitió con exactitud de movimientos y
pensamientos, la “operación” en el otro ojo. Lo llevó a cabo sin que sudara, sin que se le
acelerara el ritmo cardíaco. Solo él, con la pobre mujer, que ya había dejado de gritar y de
sentir, en la habitación angosta. Benjamín se estremeció con sadismo puro, en un remolino
de orgásmicos éxtasis. Experimentando un placer más allá de los sentidos básicos de
nuestra conexión con el mundo. Era un placer indescriptible, una sensación que se reflejaba
en el intenso verdor de una mirada que ahora le pertenecía, y que lo seguiría a todas partes,
una mirada que nunca le abandonaría.

***

También el sol había salido para los cientos de miles quienes seguían recorriendo las calles.
Una sonrisa, real, mágica, no ficticia, era el único acompañamiento. Grupos enteros
sobrevivían a la vigilia de la noche anterior. La inquietud de no saber a ciencia cierta lo
que sucedía, seguía dominando el ambiente. La recién nacida mañana abría sus ojos de par
en par, y servía como telón de fondo para la puesta en escena de uno de los actos más
importantes en esta historia.
En lo alto de un edificio casi abandonado, ubicado en la carretera panamericana, vía el
junquito, un grupo de siete altos oficiales se reunía en secreto. El general Roberto Álvarez
es quien lo encabeza. El mismo general a quien Marcelo Santaella le pidió ayuda el día
anterior para despegar en su helicóptero desde la Guaira.
El general Álvarez era uno de los más destacados oficiales de carrera del ejército
venezolano. Le habían asignado el vice ministerio de la defensa, muy a su pesar. Odiaba
“tener el culo pegado a un escritorio todo el día”. Lo de él, era la acción. Antes de su
designación como el segundo al mando en el ministerio, Álvarez organizaba en
coordinación con el comando estratégico de la fuerza armada, todo lo relacionado con la
seguridad del país, incluyendo lo referente a la política antiterrorista que el estado
llevaba a cabo para eliminar los grupos rebeldes que operaban en todo el territorio.
A simple vista, quizás era el menos indicado para estar allí en ese momento. Pero para él,
las cosas habían tomado otro derrotero, contrario a sus valores y su ética. Fue el primero
en llegar a la azotea del desvencijado edificio. Se presentó al sitio de reunión vestido de
civil y acompañado por dos oficiales de extrema confianza. A los pocos minutos, llegaron
mas invitados, de uno en uno, todos de paisano. Se acercaron a Álvarez, quien los recibió
con una amplia sonrisa.
-Bien, general, —dijo en tono sombrío el vicealmirante Gregorio Ortiz, uno de los
conjurados—aquí estamos, con este jodido frío, y jugándonos el pellejo.
-No solo el pellejo Gregorio, —respondió Álvarez—hasta los huesos lo estamos apostando
en esto.
Y dirigiéndose a los demás les preguntó: ¿Tuvieron algún inconveniente? ¿Alguien los
siguió?
Todos negaron con la cabeza. Gregorio Ortiz se abrazó a sí mismo tratando de aplacar el
frío.
-La vaina está color de hormiga. —Dijo Ortiz--Las movilizaciones se incrementan y el
gobierno saldrá a la calle en cualquier momento. Creo que se han olvidado de nosotros.
-Eso sí no lo creo Gregorio. —Dijo Álvarez--Al contrario ahora más que nunca se acuerdan
de ustedes.
-Esperemos que estemos haciendo lo correcto. —Señaló el vicealmirante.
-Sabes mejor que nadie, —contestó el interpelado— que lo que hacemos, es lo correcto.
En eso, una voz los hizo voltear:
<<Mi madre siempre decía: “hay dos formas de hacer las cosas; la manera correcta y la
manera inteligente”. Si me preguntan caballeros, yo prefiero la última>>.
Anastasio Urquiola era quien hacía su entrada al círculo, para completar así los siete
coligados.
Alto, erguido, con una sobresaliente nariz aguileña exageradamente afilada sobre un rostro
luengo, parecía más bien un personaje sacado de algún cuadro renacentista español.
Urquiola había fungido, hasta hacía unos meses como jefe del comando estratégico
operacional de la fuerza armada venezolana. Era uno de los oficiales de mayor jerarquía y
respeto dentro de la institución castrense. Renunció ante el mismo presidente
con una carta que solo decía tres palabras: “Primero mi país”.
La misiva se había convertido en título panfletario dentro de los cuarteles, bases militares
y demás dependencias donde la bacteria aun no era temida. La renuncia irrevocable del alto
oficial, la cual el jefe de estado aceptó, fue en respuesta al total desacuerdo de cómo se
utilizaba a la fuerza armada en un foco de mezquinos propósitos personalistas, políticos y
de negocios dantescos. Urquiola descubrió, como oficiales de menor rango, tenían cuentas
personales multimillonarias que manejaban con enlaces bancarios a nombre de las altas
dependencias militares, todo para encubrir una gigantesca red de lavado de dinero y
corrupción sin precedentes. Descubrió así mismo como adquirieron material bélico
importante, a una empresa fantasma rusa, que incluía aviones, misiles de corto y largo
alcance así como la adquisición de fusiles de asalto a un precio infinitamente superior al
estipulado inicialmente. Urquiola también destapó una olla gigantesca de putrefacción, con
recibos y depósitos por sumas desmesuradas hechas a nombre del grupo especial de asalto
“Los Halcones”, dirigidos por los ahora extintos Sabaleta y Silva. Cuando el general
increpó a sus sub ordinados solo recibió por respuesta el típico: “son órdenes superiores,
señor”. Mientras más hurgaba, más se enlodaba y mientras más informes redactaba dando
cuenta de tales irregularidades, más trabas se aparecían en su camino. Le ofrecieron
embajadas en países paradisíacos donde pasaría “unas largas y merecidas vacaciones”
cobrando en dólares, solo firmando papeles pendejos a los venezolanos residentes. Le
colocaron en bandeja de plata la oportunidad de llevar a cabo un negocio millardiano,
manejando todo el aparataje de adquisición de una plataforma tecnológica, destinada a la
construcción de una base espacial para futuros lanzamientos y pruebas de alto perfil en el
campo de la comunicación satelital. “La mamá de los negocios” como se lo dijo el propio
ministro, cuando éste no podía estar en pie debido a una borrachera monumental con
whisky de mayoría de edad, prohibido para el vulgo, pero eso sí, permitido a los burócratas
del régimen.
Todo lo rechazó Urquiola alegando, en algunos casos, no querer alejarse de la familia, y
en otros, no tener la capacidad para disponer de “semejante empresa”, aduciendo que solo
deseaba esperar el momento de su jubilación. La decisión definitiva, la tomó cuando
descubrió que varios ministros, junto a destacados oficiales, habían creado una
dependencia paralela a la oficina de operaciones sin consultarle. Dicho “buró” estaba
destinado a la coordinación conjunta de las distintas instancias militares, en lo concerniente
a la administración de recursos financieros con el propósito de solventar cualquier
eventualidad, no estipulada dentro del marco del presupuesto global. Es decir, este
despacho manejaba, al margen de la oficina central, una cantidad enorme de dinero sin
ningún tipo de control por parte de algún ente encargado. Urquiola estaba más que
indignado, superponiendo de una vez por todas a su estricta formación castrense, su
honorabilidad.
Una mañana, al arribar a su oficina, se encontró con una carta, con el membrete del
Ministerio de la Defensa. La esquela solo decía que debía reportarse de inmediato ante el
general Roberto Álvarez, vice ministro de la cartera. Al llegar al suntuoso despacho del
general, Urquiola notó como su colega de armas, con rostro circunspecto le invitaba a
sentarse.
-Hay alguna gente arrecha contigo, Anastasio. --Le soltó Álvarez, después de una pausa
impregnada de seriedad, mientras revisaba una carpeta con documentos.-- Por estos
informes chico, acerca de actos de corrupción, y de “alta traición a la patria”. Estas
metiendo el dedo en la llaga, y eso les molesta a algunos. Además, --dijo arrojando la
susodicha carpeta a un extremo del escritorio-- esto no son pruebas.
-¡Claro que lo son!--Contestó indignado el general Urquiola--Yo he hecho lo correcto,
respetando la cadena de mando. Mis superiores tienen todas las pruebas de mi
investigación. Los originales los tengo bien guardado, por si “algo” pasa. No entiendo
Roberto, tú deberías saber que estos actos de bajeza dentro de nuestra institución, no
pueden seguir ocurriendo, y hay que darles duro a los responsables.
-¡No importa lo que yo crea, general Urquiola!--Dijo Álvarez, levantando la voz--No soy
abogado y mucho menos juez. Si ha de haber una investigación, los organismos
correspondientes dentro de la Fuerza Armada se harán cargo.
-¿Se harán cargo?, ¡por favor!--Exclamó Urquiola, al borde de la exasperación--¡Ellos son
los principales responsables y alcahuetas de todo esto!
-Lo que dices es muy “peligroso” Anastasio.
-¡Lo sé!--Dijo tratando de calmarse--Pero no puedo, ni debo acallar mi conciencia.
El general-vice ministro, notó como la abyección causaba un repudio de proporciones
mayúsculas en el aristado rostro de Urquiola. Se levantó, dirigiéndose a un gran multi
mueble que se apoyaba con tranquilidad en la pared norte de la oficina. En el centro de
éste, un moderno equipo de sonido digital. Álvarez tomó el control remoto y abrió la
bandeja giratoria, luego buscó un disco en los compartimientos superiores.
-¿Te acuerdas de las fiestas en el apartamento de Sigfredo Marcano, allá en los Palos
Grandes?—Decía mientras revisaba carátula por carátula-- Éramos unos nuevos, todos
asustados y lacios. Los fines de semana íbamos para allá a tomar siquisique, ¿recuerdas?
Bueno tú no tomabas nada, tú lo que hacías era ver a la hermana de Sigfredo ¿Cómo era
que se llamaba?
-Glenda. —Contestó Urquiola, aun sentado en la silla del despacho y más que extrañado
por el cambio de conversación de Álvarez.
-¡Sí! La flaca Glenda. ¡Te gustaba que jode la flaca! A ver, ¡aquí están!, ¡los encontré!
E insertando un disco compacto en el componente, el general Roberto Álvarez vuelve a su
escritorio, mientras que las cornetas vibran con una melodía:
¡Help! I need Somebody…
-¡Los Beatles! Son de todas las épocas. ¡Qué recuerdos!
-A mí me gustaban más “Los Panchos”. —Respondió lacónico Urquiola, siguiendo con la
mirada al fornido compañero, pero con la duda aun incrustada en su mente.
-¡Claro! ¡Puliendo hebillas con las carajitas! —Dijo Roberto Álvarez, mientras se sentaba
en una butaca justo al lado del general Urquiola--¿Sabes que me arrecha de todo esto
Anastasio?:--Preguntó acercándosele-- El tiempo. Sí chico, el tiempo. Que no es más que
un ¡grandísimo coño de madre! Mira lo que nos hace, tú al menos estas más delgado, yo
en cambio he engordado como una vaca. Pero lo que quedan son los recuerdos, mi
hermano. ¡Y los verdaderos amigos! Valiosos amigos.
Roberto Álvarez sonrió, mientras la oficina se inundaba con música: …Help me if you can
I´m feeling down, and I do apreciate you being around…
Álvarez se le acerca al oído. En susurros claros le convida abiertamente a que renuncie y
se mantenga en contacto con él. “Que guarde toda la documentación original posible y la
mantenga en una caja de seguridad de un banco en Colombia, que él mismo le daría los
detalles en cuestión”. “Que desaparezca con su familia por un tiempo”, porque su dimisión
“traería cola” desde la presidencia hasta los mandos medios.
Anastasio Urquiola no entendía lo que Álvarez le aconsejaba. Desestimó cualquier plan
de renuncia o salir por la puerta de atrás, si la pelea es de frente él saldría peleando, dando
el pecho. El general Álvarez le mostró la cruda realidad; dentro de la carpeta que solo
minutos antes arrojó con desgano sobre el escritorio, extrajo una serie de fotografías,
imágenes de su residencia, el día a día de su esposa, su hijo mayor, quien trabajaba como
ingeniero civil en una importante dependencia gubernamental, y todo un plan conspirativo
para sencillamente, matarle.
¡No lo podía creer! Él había sido ante todo un soldado ejemplar y un ciudadano intachable
que “jamás se había cogido una puya”, ¿por qué de todo esto?
El general Álvarez le conminó a que le hiciera caso, que él se encargaría personalmente de
su protección, le juró que nada le pasaría, pero que debía confiar en él.
Acercándose aún más le confió un secreto a su amigo:
-Anastasio—le dijo mirándolo a los ojos-- quiero que te vayas al extranjero, desaparece un
tiempo. Yo te cubriré, te ayudaré. Te estaré enviando correos todos los días. Hay algo
grande que se está tejiendo y quiero que formes parte de él. No puedo decirte más, aunque
tengo la oficina despejada y limpia de cualquier aparato de espionaje, no hay que estar
seguros de nada, así que solo confía. Tú serás parte importante de lo que vendrá.
-Yo solo quiero que mi familia esté protegida, Roberto.--Dijo Urquiola en voz baja-- Sólo
eso, que me dejen en paz. No me perdonaría si algo le pasa.
-No les pasará nada. --Dijo Álvarez en un susurro--Te doy mi palabra ¡De amigo!
Anastasio Urquiola no dijo nada, solo pensaba mientras que la canción, arropando el
espacio, dibujaba en perfecto marco su situación:
…won´t you please, please help me? Help me. Help me…
Salió de la oficina del general-vice ministro con altivez y hombría, pero también con
miedo. Al día siguiente, después de dejar la célebre “carta de las tres palabras” como sería
conocida, salía de su despacho con sus pocas pertenencias, entre ellas una pistola
automática 9 mm cargada en el lado diestro de su cintura, aunque era un experto en el uso
y manejo de armas, jamás las había usado contra nadie. Pero eso podría cambiar.
Acató lo que el Álvarez le sugirió, se fue a Cartagena con su esposa. A Miguel Arcángel,
su hijo mayor, antes de partir, le conminó a que metiera un reposo y se fuera lejos de
Caracas.
“La vaina está jodida Miguelacho”. Le dijo. “Aunque no soy de los que se esconde, y eso
te lo enseñé bien, creo que estamos en serio peligro. Vete con Martha y los niños de
vacaciones un tiempo. No le digas a nadie donde vas a estar. Cuando todo se arregle,
veremos las cosas desde otra perspectiva”
Fue el último en llegar a la azotea, no porque se lo impidió la multitud de personas, o
porque la ciudad era un caos para transitar, ni tampoco porque no sabía cómo llegar.
Anastasio Urquiola tomó la decisión de estar presente en esta reunión solo la noche
anterior. Tenía 24 horas de haber llegado al país, completamente solo, bajo un nombre
falso.
El general Álvarez lo mandó a recoger al terminal de buses, con un chofer civil,
perteneciente a una línea de taxi de absoluta confianza. No podía llegar por avión, así que
hizo el viaje por tierra. Todo para evitar algún rastreo por parte de elementos adeptos a la
bacteria. Se hospedó en un hotel ausente de estrellas, en la ciudad de Los Teques. Y al igual
como sucedió con Jade Goronda en la habitación paupérrima donde se resguardó con
Rizzo, Urquiola no concilió el sueño, tanto por la incertidumbre como por la inactividad,
y la incapacidad de conocer realmente ¿qué iba a suceder? ¿Y qué era eso tan importante,
y por lo cual el propio viceministro, al igual que otros compañeros de armas, se jugaba el
pellejo?
-¿Cómo estuvo la noche Anastasio, pudiste dormir?—preguntó el general Álvarez.
Al acercarse al círculo, todos, excepto Álvarez, se cuadraron en actitud de saludo y respeto,
no solo por el rango militar de Urquiola, sino por la deferencia hacia su persona.
-Descansen caballeros—dijo Urquiola, a la vez que devolvía el saludo.
-Debería mandarte a pagar plantón a pleno sol Álvarez, ese hotelito de mala muerte, olía a
puta barata.
-¡Coño, perdón mi general! no sabía que después de tanto monte y cerro que recorrimos
juntos, te me ibas a sifrinear. Eso fue lo mejor que encontré, considerando la situación que
estamos viviendo.
Roberto Álvarez saludó con un fuerte abrazo a Urquiola, éste le correspondió, con fuertes
palmadas sonoras en su espalda. Luego observó a cada uno de los que allí se encontraban,
todos tenían en común que habían sido aguijoneados por la ponzoña destructiva de la
bacteria.
Los vio en silencio, reconoció en seguida al vicealmirante Gregorio Ortiz, ex agregado
militar en Panamá y hermano gemelo del ex ministro de finanzas, Tulio Ortiz, muerto hacía
dos años, en un extraño accidente de helicóptero en Mérida, justo cuando había dimitido y
tenía intenciones de revelar un plan conspirativo de grandes dimensiones para saquear las
arcas del Banco central de Venezuela en una operación fraudulenta con la emisión de bonos
globales en el exterior por más de 20 mil millones de dólares. A partir de entonces,
Gregorio Ortiz vivió solo para vengar la muerte de su hermano, pues estaba convencido de
que todo era un complot para callar la voz de la denuncia.
También estaba el teniente coronel de la guardia nacional, Freddy Yépez, un brillante y
joven oficial que ingresó a la academia pletórico de sueños y de ganas de servicio al país.
Colaborador incansable, era un firme seguidor del proceso de inclusión llevado por el
ejecutivo en sus primeros años. Yépez se hizo merecedor de un puesto dentro de la logística
de la guardia presidencial. Comenzó a darse cuenta de las escabrosas relaciones
homosexuales y orgiásticas de muchos personeros del entorno del poder. Un alcalde de una
ciudad importante, le insinuó formar parte de estas bacanales, y Yépez profundamente
ofendido le partió la mandíbula de un solo y contundente golpe. De inmediato lo relevaron
del cargo, le dan arresto de un mes, sin goce de sueldo y le abren un expediente por violento.
Nada valió que en otrora, el joven oficial haya sido un protegido del presidente. La bacteria
se sintió amenazada y como castigo le enviaron a vigilar una cárcel de máxima seguridad
en la frontera con Brasil. De allí le salvó Álvarez y le consiguió un puesto burocrático en
el despacho de la defensa, muy a pesar de las muchas voces que se alzaban en protesta por
el rescate de dicho oficial “rebelde”.
También estaba el mayor Maximiliano Torres, un experto en pilotear aviones supersónicos.
Considerado el mejor piloto de la Fuerza Aérea, Torres era un oficial de probidad
intachable. Para todos fue sorpresa el que lo designaran piloto presidencial. El sintió que
lo habían degradado, pero cumplió la orden. Aquí comenzó su calvario; se dio cuenta de
las barbaridades que cometían altos funcionarios del gobierno, utilizando los aviones para
trasladar a prostitutas, licor, drogas, oficiales de otros países, mercancía de dudosa
procedencia y demás situaciones que hicieron que pidiera la baja, pero la misma le era
negada, con la excusa de que debía esperar el tiempo reglamentario y cumplir una serie de
requisitos para obtenerla. Pero cuando se negó a trasladar a parientes cercanos al
presidente, con un gran cargamento de pesadas cajas, que no pasaron el respectivo
control, la situación se le complico al experimentado piloto. De allí en adelante la
persecución y el acoso estuvieron presentes. No se le dio la baja militar, pero le eliminaron
todos los beneficios de ley. Lo enviaron a una lejana base en el llano venezolano,
prohibiéndosele volar cualquier cosa que tuviera alas.
Claudio Rengifo, coronel de la guardia nacional, cayó en desgracia ante los ojos de la
bacteria cuando se negó a dar la orden para asesinar a un grupo de estudiantes que
protestaban, y que fueron detenidos en una cárcel zuliana.
La orden, posteriormente la cumpliría un capitán de actitud genuflexa, dando el parte
oficial de que se trató de un motín carcelario. La verdad es que colocaron a cuatro
muchachos y dos jóvenes mujeres en el piso, boca abajo, y les dispararon por la espalda.
Rengifo renunció en el acto; sintiose asqueado. Escribió a sus superiores, a grupos de
derechos humanos, a los pocos medios de comunicación ajenos a la maraña bacteriana.
Rengifo es, de todo el grupo, el más perseguido por el régimen. Escapó milagrosamente a
un atentado contra su vida, gracias a una llamada anónima que le hicieron, minutos antes,
a su teléfono celular, cuando no se subió a su automóvil, el cual se desintegraría en una
llamarada gigantesca.
Y por último, pero no menos importante, Kevin Duarte; un callado y obediente capitán de
navío extremadamente íntegro, siempre apegado a la ley y el reglamento. Duarte, al igual
que el general Roberto Álvarez, era uno de los que aún era bien visto por el gobierno. Se
desempeñaba en el Batallón de Infantería de Marina “General Rafael Urdaneta” en Puerto
Cabello, como oficial a cargo del entrenamiento de la nueva tropa. La razón fundamental
por la que atendió al llamado del general Álvarez no fue porque se sentía perseguido o
presionado, o había sido destituido de algún cargo o se le consideraba un elemento hostil,
al contrario, su ascenso a contralmirante estaba más que asegurado. La justificación de
estar allí era eminentemente filial; Kevin Duarte era sobrino político de Silvio Páez, y sabía
desde su fuero interno, que su tío había sido asesinado, además de que su tía y sus primas
estaban siendo hostigadas por el gobierno, al punto de que él temía por sus vidas. Al igual
que la mayoría de los hombres que se reunían en lo alto de este viejo edificio en
circunstancias tan peligrosas, y en un momento de la historia tan puntual, Kevin Duarte
Páez respondió al llamado, no tanto del General Álvarez, como sí al de su sangre, que
espesa y no coagulada, seguía vibrando en cada fibra de su ser.
-Bueno, mi general, —dijo con tono respetuoso el coronel Rengifo, dirigiéndose a
Álvarez—ya la camoruca está afinada. Que empiece el joropo. ¿Para qué somos buenos?
-Para todo, Rengifo. Nuestra presencia aquí obedece a que todos estamos en contra de lo
que se ha convertido, no solo nuestra institución castrense, sino nuestra madre Venezuela.
El caos y la bajeza moral en la que ha caído son de proporciones monstruosas. De una
manera u otra nos hemos convertido en victimas de todo esto, perseguidos, amenazados,
chantajeados, e incluso hemos visto morir a amigos, familiares y gente valiosa como
consecuencia de esta perfidia patraña en que se ha convertido la democracia. Amigos, es
cierto, nos estamos jugando el pellejo, pero les aseguro que no será en balde. Miren a su
alrededor, la ciudad de Caracas está despertando de un letargo. Y me reportan que en otras
ciudades está sucediendo o mismo. Ha llegado el momento de actuar.
-Tienes razón Roberto, —interrumpió el general Urquiola—pero nada nos dice que esa
gente va a dar un golpe civil, o si por el contrario es para apoyar al gobierno. Ya antes la
gente ha protestado y marchado, y no ha pasado nada.
-Exacto, pero ahora es distinto. No hay políticos detrás de esto. Es una manifestación
espontánea, es un cambio Anastasio, y cualquier cambio, dadas las circunstancias, es
beneficioso.
-Permiso para hablar mi general. —Intervino el joven capitán Duarte— ¿Pero, qué es
exactamente lo que usted propone? Digo, con todo respeto, cuando nos contactó nos habló
de que algo grande e histórico iba a suceder, un cambio de gran magnitud. Si se refiere a
la movilización de estas personas por las ciudades, creo que mi general Urquiola tiene
razón. Ya antes lo hemos visto y hasta ahora no sabemos a ciencia cierta el motivo.
-Esta manifestación, —responde Álvarez-- es consecuencia de muchas cosas, hasta el
momento no sabemos realmente el por qué. Es espontánea, no hay planificación o grupo o
lideres detrás de esto, solo sucede. Yo creo que es una señal, abierta y clara de un cambio.
Pero para responderle capitán Duarte, no es por eso que los cité a todos aquí. Soy de los
que piensa que las coincidencias no existen, y nos hemos reunido en el momento clave,
cuando un giro se está llevando a cabo.
Roberto Álvarez toma aire. El oxígeno hace su efecto y colorea con rastros escarlata, las
redondas mejillas de su rostro. Regordete, blanca la piel, los ojos de un azul profundo, y
cejas escasas, el aspecto bonachón le daba ventaja sobre las personas que conocía y que
sentían la cordialidad y confianza de este general incorruptible.
Álvarez pensó un momento en lo que debía decir. No era fácil. Muchos de sus compañeros
allí reunidos se sentirían estupefactos e incluso indignados. Los envolvió con una mirada
cálida, incluso fraternal, luego caminó hasta el borde de la azotea, deteniéndose justo en la
última línea imaginaria donde es el abismo quien domina. Todos dieron un paso al frente
en un reflejo automático y único.
-¡Coño Roberto no nos cagues!—Dijo Urquiola—No me digas que nos hiciste venir acá
para ver cómo te lanzas a la mierda.
-Es bella, —dijo el general al filo de la vertiente—aunque digan lo contrario, con todas sus
desigualdades y contrastes, esta ciudad es bella.
Roberto Álvarez se volteó, y caminando nuevamente hacia el grupo esboza una sonrisa.
-Tranquilos, yo jamás cometería un acto de tal cobardía. Creo que me conocen lo suficiente.
Amigos, compañeros, los cite para rescatar no solo a Caracas, sino a Venezuela. Los cité
para que conozcan en lo que he estado trabajando en los últimos años. Déjenme decirles
que conmigo han estado personas que en el pasado han sido considerados enemigos o
blancos de operaciones militares, pues bien…
En ese momento la pequeña y ruidosa puerta de metal que sirve de entrada al punto
culminante de la vieja edificación, se abre. Una mujer acompañada de un hombre entra.
Todos voltean en una sola mirada, y todos se llevan sus manos a la cintura buscando el
arma defensora. El primero en sacar a relucir su pistola Glock modelo 27 fue el coronel
Claudio Rengifo. Apuntando a la pareja que ingresaba a la azotea; todos le imitaron.
Los que iban ingresando lo hacían con cautela y con los brazos arriba en señal de que se
encontraban en son de paz. La mujer era una mulata fina, delgada, vestía jeans raídos y
chaqueta de paño. El hombre era de contextura fuerte, sin ser robusto, mediana estatura,
una naciente barba de tonos rojizos y unos ojos chispeantes y burlescos.
-Yo a usted lo conozco—dijo el coronel Rengifo— ¡Usted es Valerio Camacho!
Rengifo se acercó al hombre que se detuvo en la frontera de la puerta. Le apuntó con
decisión y firmeza.
-¿Que vaina es esta?—preguntó Gregorio Ortiz--¿Qué hace esta gente aquí?
-Tranquilícense, estamos para ayudarnos—contestó la voz melodiosa del líder de “La
cola de palomo”. ¿Es que acaso el buen general Álvarez no les ha dicho nada de nada?
-Justo estaba por decirles. —Dijo Roberto Álvarez—Ya baja el arma Rengifo, el capitán
Camacho está para ayudarnos.
-¡Es un guerrillero Roberto! –Exclamó el coronel Rengifo--No me pidas que guarde respeto
por este facineroso. Además; ¿por qué le dices capitán?
La tensa situación se agravó cuando la mujer que acompañaba a Valerio sacó de una funda
sobaquera, un revolver ligero, con el cual apuntó al Coronel Rengifo. En solo segundos el
ambiente se convirtió en un campo de tiro al blanco, silencioso y tirante, donde todo podía
pasar.
-¡Vamos a tranquilizarnos todos! ¡Es una orden!—Gritó Roberto Álvarez, tratando de
imponer su jerarquía dentro del grupo--¡Qué vaina es, pues! ¡Estamos para ayudarnos!
¡Guarden las armas! Rengifo guarda la pistola vale, y escúchame. Si después de lo que te
diga no estás de acuerdo, pues bien te abres y nada ha pasado, pero déjame hablar. Y esto
va con todos, no los hice venir aquí en balde. De hecho, estamos más que evidentes aquí
en esta azotea, en cualquier momento tendremos a los podridos del gobierno pisándonos
los talones. Así que vamos a calmarnos por favor. Valerio calma a tu gente.
-Compañera, —dijo Valerio dirigiéndose a la joven de su entorno—guarde el arma. —y
trasponiendo la puerta y alzando sus brazos hacia el cielo dijo: “Estamos entre amigos”.
La gran mayoría de los allí presentes tenían a este hombre como un auténtico bandido.
Independientemente de que todos eran objetivos del gobierno, la presencia de Valerio les
incomodaba. El líder de la cola de palomo era, hasta cierto punto, alguien invisible e
inexistente. A excepción de Anastasio Urquiola, Claudio Rengifo y Gregorio Ortiz, quienes
en su momento, siguieron órdenes para la captura de Valerio, los demás conocían de las
peripecias de este hombre, que tan hábilmente había sorteado toda clase de trampas para
atraparle, solo a través de uno que otro informe de inteligencia.
-¡Entiendo que reaccionen así!—increpó Álvarez—pero repito, si después de hablar con
ustedes, no están de acuerdo, pues bien nada ha pasado.
-Baje y guarde el arma compañera—reiteró Valerio dirigiéndose a la joven mujer que le
acompañaba—Repito; estamos entre amigos.
Una vez que la situación aparentemente se calmó, el grupo se fue amalgamando en un
círculo irregular. Aunque la tensión era evidente, todos acordaron en silencio escuchar lo
que Roberto Álvarez tenía que decir.
-Desde hace mucho tiempo,—dijo Álvarez en tono fuerte-- el gobierno ha tratado de
detener cualquier acto de desobediencia hacia lo que ellos consideran una verdad única;
una socialización frenética de la población sin comunidad. Los miembros disidentes como
“La cola de Palomo”, y otros pequeños grupos de resistencia han sido perseguidos con
crueldad extrema. Nosotros mismos hemos sido copartícipes, de alguna manera, de este
acoso desmedido. Aunque eso caballeros—y dirigiéndose a la única dama del grupo
Roberto Álvarez sonríe—y señorita, es lo de menor importancia. Sin haberlo planificado
el pueblo está dando una demostración masiva de querer un cambio. Aunque
desconozcamos los hechos que han llevado a esta movilización, algo está sucediendo y es
la oportunidad para tomar las riendas de esta situación.
El general se lleva las manos a los profundos bolsillos de su chaqueta, una brisa intrusa le
roza con sapiencia, y un torrente de sangre interna colorea su ancho rostro.
- De la organización “La cola de palomo” se ha dicho que es liderada,--aquí Álvarez hace
una pausa y omite, para evitar conflictos, el título de “combate” del líder guerrillero—por
el “amigo” Camacho aquí presente, junto a un personaje llamado: El Quijote.
-Según tengo entendido—interrumpe el general Urquiola-- dicho quijote, no existe. Es
como el comandante Marcos en México; una figura utópica, colectiva, sin rostro. De hecho
“señor Camacho” si no es porque lo tengo al frente dudaría, como lo hice en su oportunidad,
de su existencia.
-Con su permiso mi general—interrumpe el capitán Kevin Duarte, quien se había
mantenido en silencio observando la situación—Creo que deberíamos oír lo que mi general
Álvarez tiene que decir. Digo, mientras más tiempo estemos aquí, más peligro corremos
todos.
Urquiola sonrió a medias por la interrupción. No le gustaba ceder la palabra y menos a un
subordinado, pero la apreciación de Duarte no era infundada, y todos lo sabían.
-Tiene usted razón capitán Duarte—dijo el general Álvarez—no podemos darnos el lujo
de crear una mesa redonda de dialogo o debate aquí. En definitiva, lo que quiero plantearles
es que trabajemos coordinadamente con “La cola de palomo” para erradicar el cáncer que
poco a poco está destruyendo nuestro país.
-¿Te refieres a coordinar con ellos un golpe de estado?—preguntó Urquiola.
-No un golpe. Me refiero a un cambio radical.—contestó Álvarez.
-Por favor Roberto,—dijo Urquiola—nosotros podemos desde los distintos mandos de la
Fuerza Armada coordinar una movilización con elementos aun fieles y dignos que nos
apoyarían irrestrictamente. Pero eso llevaría tiempo para organizar algo de tal magnitud.
No podemos llegar y salir de aquí tomar un fusil y tumbar al gobierno. No así.
-Creo que el general está viendo la situación desde la perspectiva equivocada—dice Valerio
en su modo de hablar melodioso—Mientras más esperemos, muchos más morirán. La
mayoría está con nosotros, y éste es el momento de actuar.
Valerio rompe el círculo, camina tres pasos, dando la espalda al grupo, y desde allí
exclama: “El quijote se presentará, hablará al pueblo y le convencerá.”
-¿Y acaso la presencia de un hombre, que ni siquiera se sabe que existe, será suficiente?
¿Vamos Roberto qué te pasa? ¿Por qué te dejaste convencer por esta gente?
El argumento del general Urquiola planteó la duda en los demás oficiales, quienes en un
susurro ininteligible aprobaron dicho razonamiento.
-Usted habla así—dijo Valerio regresando nuevamente al círculo—porque no conoce al
Quijote. No estamos hablando de algún loco, o un pichón de líder. Él se ha estado
preparando para este momento.
-¿Un Mesías?—preguntó Rengifo—Le recuerdo que estamos en esta situación
precisamente por creer que un solo hombre nos salvaría. Y ya ustedes ven.
-Los Mesías, —dijo Valerio-- son políticos desesperados que prometen el paraíso. Yo estoy
hablando de un auténtico líder. Que nos guiará hacia una patria plena y próspera, sin
promesas de baratija.
-Si es tan auténtico—continuó debatiendo Rengifo--¿Por qué no da la cara?
-La dará—responde Valerio-- Y cuando usted lo vea cambiará de opinión.
-Es cierto Claudio, —interrumpió el general Álvarez—te lo digo, porque yo lo he visto y
he hablado con él.
Tal confesión cayó como agua helada sobre sus compañeros de armas. Se miraron entre sí
y cuchicheaban entre ellos mismos el hecho de que Álvarez, el gran general Roberto
Álvarez, vice ministro de la defensa, estaba tan íntimamente ligado a esta organización
como para llegar al punto de conocer al Quijote.
-¡Vaya Roberto! Estás más loco de lo que pensé—afirmó Anastasio Urquiola sin ocultar
una sonrisa pletórica de sorpresa, en su angulado rostro.
-Es cierto Caballeros, es muy largo de explicar. Me he reunido con él, y todo está
preparado. No hemos improvisado en nada. Todos los frentes han estado cubiertos,
previendo cualquier dificultad. Una vez que el quijote le hable al país, nosotros actuaremos.
-¿Y cómo lo haremos?—preguntó el mayor Maximiliano Torres—Es decir mi general, si
ustedes tienen todo coordinado, creo que necesitaremos tiempo para nosotros organizarnos
y poder llevar toda la información de logística a nuestros compañeros.
La conjugación verbal en cuarta persona hecha por el mayor Torres, la captó el general
Álvarez como un signo inequívoco de que contaba con el joven piloto. Una nueva y amplia
sonrisa fue el agradecimiento tácito y silencioso del vice ministro.
-Sí, mayor, entiendo su preocupación. Apenas abandone este edificio recibirá toda la
información y los planes a seguir desde un correo electrónico que yo le daré al final de esta
reunión. Y eso va con todos aquellos que desean formar parte de esto.
-Aun no me convences del todo Roberto.—expresó Anastasio Urquiola, quien para el
general Álvarez era el blanco principal de toda la reunión. Si lograba que Anastasio entrara
de frente, los demás le seguirían. Pero hasta el momento su amigo y colega estaba lejos de
aceptar formar parte de un plan conspirativo de altas repercusiones.
-No necesito convencerte. Tú eres un perseguido Anastasio, eres objetivo militar del
gobierno. Tanto tu persona como tu familia están en peligro. ¿Qué vas a hacer? ¿Esperar a
que te atrapen, a que te coloquen una bomba o te maten “para atracarte”? Este es el
momento caballeros—agregó, mientras con su vista recorría el entorno-- queramos o no,
debemos trabajar con esta gente, de manera mancomunada y unida.
-Disculpen, pero considero que todo suena fantasioso.
Todos sin excepción, dirigieron la vista hacia el origen de la grave y portentosa voz del
teniente coronel Freddy Yépez.
-El que un hombre convenza en un solo discurso a millones, sin saber si ellos están
dispuesto a oírles, a mí me suena fantasioso. Además, y con todo respeto mi general
Álvarez, ¿qué le diremos a nuestros compañeros?, que un ser “Quijotesco” nos salvará. Es
decir ¿después de esto qué? Eso sin mencionar que podríamos desatar una guerra civil.
-Perdone si lo interrumpo.—dijo Valerio—Lo peor que podemos hacer es quedarnos de
brazos cruzados. Además ese “solo hombre” como usted dice, representa todo lo que la
mayoría está dispuesta a hacer por obtener libertad. El general Álvarez tiene razón, todos
nosotros somos perseguidos, solo es cuestión de tiempo para que nos atrapen o
desaparezcamos. Yo no sé ustedes, pero tanto “La cola de palomo” como millones de
personas, muchos de los cuales están allá afuera marchando, han luchado y lo seguirán
haciendo por un cambio para mejor. Solos, no podemos actuar, debemos coordinar entre
nosotros las estrategias a seguir, tratando de derramar la menos cantidad de sangre posible.
-¡No deseo ser coparticipe en una guerra civil, sería un conflicto eterno!—interrumpió
Yépez.
Valerio respondió alzando la voz y moviendo sus brazos como si fuera un maestro de
escuela deseoso de sembrar el conocimiento en las mentes imberbes de sus pupilos. Su
boca húmeda, a pesar del frío matutino, hablaba en correcta consonancia con las ideas que
bullían en su cabeza:
-¡Acaso lo que estamos viviendo no es un conflicto eterno!--Exclamó mientras movía sus
manos conforme hablaba--Una usurpación de poder, un dominio total de los poderes por
parte de un solo grupo. Una manipulación monstruosa de una realidad. Tenemos cifras de
muertes que superan a los partes de guerra en países que viven la atrocidad de un conflicto
interminable. Una exterminación colectiva disfrazada de inseguridad, con una población
temerosa de salir de sus casas, de hacer vida, de sentirse útiles dentro de una sociedad que
realmente respete la vida. Esos son partes de una guerra, mi amigo. Y lo peor, es el miedo:
¡El miedo! quien es realmente el que nos quiere dominar y si nos dejamos llevar por él, al
final nos acostumbraremos tanto a su presencia que sería imposible vivir de otro modo.
Caballeros, —continuó Valerio bajando el tono musical de su voz—no dejemos que el
miedo sea nuestro aire, ¡es preciso actuar y romper estas cadenas!
-Bonito discurso —dijo Freddy Yépez, con extraordinaria proyección vocal--, pero acaso
no comprende que serán muchos los muertos. ¿Comprende usted eso?
-Más de lo que usted cree oficial. La muerte está presente en todas partes, y en la situación
que vivimos en nuestra querida patria, es ella quien manda. Pero el punto es;
¿Si realmente estamos dispuestos a dar nuestra vida para cambiar esa situación?
-De eso no hay duda.—interviene Urquiola—Si lo vemos desde nuestro propio ángulo,
creo que de una manera u otra hemos dado más que la vida.
-Podríamos dialogar—afirmó Rengifo—algunos dentro del gobierno lo harían, ¿No es así
general?--Pregunta dirigiéndose a Roberto Álvarez--Usted está adentro y sabe que
podemos apretar con fuerza y obligar al gobierno a que afloje la soga, ir a elecciones libres
con garantías.
-La culebra se mata por la cabeza Claudio—acotó el aludido general Álvarez. Además para
que ir a unas elecciones que son amañadas por un organismo al servicio del gobierno, que
luego persigue y aterroriza a aquellos que votaron en contra. Allí está la inseguridad
galopante, todo un negocio que hemos descubierto manejan altos funcionarios, y, me duele
mucho decirlo, compañeros de armas que se vendieron al mejor postor.
-¡No estoy de acuerdo! Ustedes han visto que en situaciones apremiantes el gobierno ha
cedido en algunas demandas.—acotó Rengifo apoyando su tesis de que el gobierno cuando
se ha visto con la soga al cuello actúa comportándose de manera muy dúctil.
-El gobierno solo lo ha hecho para calmar la situación en el momento, pero luego arrecia
en su persecución a los disidentes. —Expresó Roberto Álvarez.
-Sólo digo que antes de tomar una decisión deberíamos contactar a miembros cúpulas del
gobierno y a partidos de oposición, tal vez llegar a un acuerdo con ellos, no sé, abrir juicios
a los responsables de toda esta “mierda” en que se ha convertido esta tiranía. El gobierno
tiene sus seguidores y ellos reaccionarán con fuerza. Como dice Yépez, podríamos estar
abriendo el ataúd de una guerra civil.
-¡Si nuestro general Bolívar!—acota Valerio exaltado--hubiese dudado o se hubiera
conformado con tocarle pitos y cacerolas al rey de España; hoy nuestro plato nacional sería
la paella.
La única que esbozó una sonrisa por la sentencia de Valerio fue la joven mujer miembro
de su entorno, quien escuchaba toda la conversación con atención silente. Los demás
entendieron, con rostros sombríos, lo que el guerrillero quiso decirles con esa sentencia.
-Eran otros tiempos, —agregó el mayor Torres—y el precio de esa guerra repercutió
mucho. Aunque considero que ese no es el punto de esta reunión. —Y colocándose en
actitud de firme, agrega: Yo en lo particular estoy con usted mi general Álvarez. Diga solo:
cómo y cuándo. El ¿Por qué? Ya eso lo conocemos todos.
-¡Gracias mayor!—Y dirigiéndose a los demás, Roberto Álvarez agrega: ¡Este es el
momento! no dentro de seis meses, o un año, o para las próximas elecciones trampeadas.
Ahora tenemos todo a nuestro favor. No se trata de dar un golpe de estado, se trata de
acabar con un poder ilegítimo, en manos de delincuentes. En eso hay que estar claro, solo
si el gobierno ejecuta una matanza nosotros responderemos con las armas. Nuestra
prioridad es cuidar la vida de civiles, miles se movilizan, y lo seguirán haciendo. “La cola
de palomo”, como organización de lucha, actuaría en los barrios, pueblos y calles de las
ciudades, anulando cualquier intento de masacre por parte de los colectivos paramilitares.
Nosotros movilizaríamos a los distintos componentes armados que aún son fieles.
Y transfigurando tanto su voz como su rostro, en auténtico gesto paternal, Roberto Álvarez
entrelaza los dedos de sus manos llevándoselos a la punta de su nariz, para luego agregar:
-¡Podemos, y debemos hacerlo muchachos! No estuviera aquí y no los estuviera
convenciendo, si no tuviera ciento por ciento la seguridad de que podemos ganar.
-¿A cuál precio Roberto?—pregunta Urquiola
-¡Al que pongan!—contestó dando una fuerte palmada--¡Lo lograremos, podemos llevar
este país a puerto seguro! Es nuestro sagrado deber. ¡Lo juramos!
Anastasio Urquiola frunció el ceño. No estaba convencido del todo. Los argumentos tanto
del general Álvarez como de Valerio Camacho le resultaban insuficientes. Claro que estaba
deseoso de un cambio, pero deseaba hacerlo de manera pacífica. Aunque como militar
estaba convencido de que no hay cambios si no existen consecuencias. El general bajó la
cabeza y luego alzó ambas cejas al tiempo que volvía a levantar su afilado rostro.
-Lo haré. Pero con dos condiciones Roberto: Una, yo manejaré toda la logística, dame el
plan a seguir, las divisiones que estarán con nosotros, los comandos que actuarán, el tipo
de armamento, dámelo todo. Revisaré lo que tienes y modificaré lo que crea conveniente.
-No hay mucho tiempo para eso Anastasio.—acotó Álvarez sin ocultar su alegría por la
decisión de su amigo y compañero de armas.
-Solo me tomará unas horas. Me conoces lo suficiente como para recordar que soy el mejor
estratega de mi generación. Mejorando lo presente.
Roberto Álvarez suspiró aliviado, y mirando su entorno agrega: ¿Están de acuerdo
caballeros? Vuelvo y les digo; debemos tener un consenso total, si no, no haremos nada.
¿Están de acuerdo?
Todos los demás oficiales se miraron entre sí, respondiendo con un fuerte y unísono: ¡Sí
señor!
-¿Valerio?—pregunta Álvarez a la par que mira el rostro adusto del guerrillero.
-Por mí no hay inconveniente. Pero lo que tiene que ver con la logística de nuestra
organización, el “Quijote” lo tiene todo planificado.
-Trabajaremos de manera mancomunada –agrega Álvarez, y mirando a Urquiola le dice: -
-Está decidido Anastasio. Lo tendrás todo, te lo entregaré al salir de aquí. A cada uno de
ustedes—dijo mientras miraba a su alrededor— les proporcionaré un correo donde están
todas las estrategias a seguir. Anastasio—dijo mirando nuevamente a su amigo y colega—
las modificaciones que harás tendrás que enviársela no solo a ellos sino a otras direcciones
que te daré.
-Perfecto. —acertó a decir Urquiola.
-Pero ahora necesito que me digas: ¿Cuál es la segunda condición?
El general Urquiola aspiró hondamente, rompió filas, se acercó hacia el espacio que
ocupaba Valerio Camacho. Le colocó su angulosa faz muy cerca del rostro expresivo y
atezado del mítico andino. Se acercó tanto que pudo observar sus ojos centelleantes, su
boca húmeda, su nariz recta y sus cejas superpobladas. Anastasio Urquiola ni espabiló, solo
lo miraba. Pareciera que estudiaba cada poro, cada detalle, cada forma de su rostro, como
si tratase de convencerse aún más de la existencia de este hombre. La brisa rebelde y
juguetona era quien hablaba. Un duro e inquietante silencio reinaba. Hasta que el general
lo rompió, no con el sonido barítono de su voz, sino con el brusco movimiento de
separación entre su humanidad y la de Valerio Camacho, pero sin dejar de observarle.
-Mi otra condición; es conocer al Quijote, antes de comenzar cualquier acción. Deseo
hablar con él, conocerle y saber quién realmente es.
Valerio Camacho abrió sus ojos expresivos, su gran boca parecía más grande de lo normal.
Se pasó la mano derecha por el lóbulo izquierdo, luego se rascó, la naciente barba rojiza,
con uñas cancerígenas. Valerio intercambió mirada con la mujer, luego miró hacia Roberto
Álvarez quien le asintió con la cabeza, confirmando la confianza que el viceministro tenía
en el General Anastasio Urquiola.
-Está bueno. —Dijo Valerio, rindiéndose-- Pero irá solo. Dentro de unas horas lo
buscaremos, le diremos, a través del general Álvarez, dónde debe estar, y seguirá también
nuestras condiciones para el encuentro.
Anastasio sonrió. Y dirigiéndose a Álvarez le dijo: “No se hable más. Y que Dios nos
acompañe”
-Lo hará—enfatizó Valerio quien ya buscaba la puerta de salida—recuerde: “Dios se
desayuna con arepas”.

***

La espera era eterna. Allí sentados, tanto Jade, como Marcelo y Leticia aun asimilaban lo
que estaba sucediendo. Cada uno pensaba para sí mismo; Marcelo esperaba por Lenrry. El
helicóptero estaba en la mansión así que debía buscar otro medio para llegar a la cita con
Benjamín Turó. Maldijo para sus adentros la falta de previsión, al venirse en la limosina
en vez de surcar los cielos. Pero desconocía, o no deseaba creer, en la situación que el país
vivía. Parado allí, al frente de su amplio ventanal, Marcelo observaba la avenida llena de
personas y el caos que de seguro, reinaría en la ciudad capital en pocas horas. Las imágenes
del gran televisor de plasma habían sido silenciadas, y era poca la información concreta
que se tenía de los acontecimientos que ya eran dominio de la comunidad internacional.
Volvió a pensar en Ulises, en Chinochoa, y los experimentos exitosos que llevaban a cabo.
Ahora tenía el libro, lo decodificaría y pondría sobre la marcha el trabajo más importante
de su vida. Pensó, con justificada razón, que debido a los sucesos que vivía toda la nación,
tanto Ulises Bejarano como Argimiro “Chinochoa” tenían dificultad para comunicarse.
Bueno al menos eso deseaba pensar él. No había pasado mucho desde que tuvo
conocimiento de los grandes avances que el equipo consiguió en tan poco tiempo.
“¡Resurrección!”, caviló para sí, eso era el significado de la palabra “Fenixación”, y ahora
él tenía todos los elementos a su alcance para concretarla y conseguir lo que nadie en la
historia de la ciencia, había logrado.
Marcelo debía sentirse eufórico, explotando de alegría, pero ningún sentimiento de esos
lograba escaparse. Al contrario, sentía que el aire que respiraba no iba a ningún lado, que
las pulsaciones rítmicas eran solo episódicas y no constantes muestras de un estado de
ánimo exultante de gozo. Marcelo Santaella, a pesar de no admitirlo; se sentía
apesadumbrado.
Por otro lado; Jade. Sentada en el extremo derecho del cómodo sofá a pocos centímetros
de Leticia, quien se hallaba sumida en sus pensamientos, se fue con su mente a donde podía
estar Rocco Santino; lo veía todo atado; amordazado y torturado por los Cantera. Podía oír
el rumiar de Elisa Cantera, maldiciendo su suerte por lo desastroso que resultó todo para
ella. Se imaginaba a su gran protector, desfalleciendo por los malos tratos, o quizás muerto
en represalia por todo lo sucedido. Espantó estas ideas, se aferraba a su optimismo, y
pensaba que don Rocco estaba bien, que no se atreverían a hacerle daño ya que él era la
garantía para que ella cumpliera con sus demandas. Apartó ese pensamiento con otro no
menos agradable; se imaginaba a Eduardo víctima de las bajezas de Benjamín Turó; la
tortura física y sicológica que en las últimas horas habría padecido. Recordaba cómo le
juró, cuando veían las noches puras del litoral, que lo ayudaría y que saldrían de este trance
con los pies bien puestos. Se sentía miserable por no haber podido cumplir con su palabra,
fallar de una manera tan estrepitosa, ser tan descuidada y no poder, a estas alturas, aclarar
con firmeza, la cadena de acontecimientos, tanto en serie como en paralelo, conectados en
un circuito eterno y sin aparente final inmediato.
Y por último; Leticia. Ella pensaba en otra cosa completamente distinta. Como una
desesperada enterrada en vida, arañaba pensamientos lejanos. Recordaba cuando su madre
la obligó a montarse por primera vez en un caballo. La idea la aterró tanto que intentó
escaparse de casa, y fue tal el jaleo que formó, que doña Ebba declinó a que su hija se
convirtiera en amazona, desdeñando los planes de que la niña “Leti” pudiera tener contacto
social idóneo, gracias a las prácticas de equitación. Leticia desarrollaría una hipofobia que
crecería conforme su humanidad también lo hacía, al punto de que entre las inmensas
posesiones de los Santaella, no había un solo caballo o establo o algo que tuviera que ver
con los maravillosos equinos que tanto temor le causaban.
La misma Leticia ignoraba el porqué de ese pensamiento tan remoto, de entre tanto arsenal
de imágenes, experiencias, y vivencias de todo tipo, su mente la haya jalado con tanta
acritud hasta el terreno baldío de los recuerdos olvidados. Logró conectar la imagen afable
de su padre con la mirada dulce y angelical de Eduardo niño, y fue allí cuando volvió a su
presente, y se dio cuenta de la presencia de Jade al otro extremo del amplio mueble.
-No he tenido tiempo para agradecerle el trato que ha tenido para con Eduardo--dijo Leticia
sin meditarlo. Fluyendo su pensamiento, como la miel virgen que se derrama sin esfuerzo
alguno del acérrimo tártano.
Fue lo que se le ocurrió, y aunque lo decía de corazón, quizás no consideraba que fuera el
momento para expresarle gratitud a una completa extraña, y que aun con todo lo sucedido
y lo que estaba por suceder, necesitaba conocer realmente qué quería Jade Goronda de
ellos.
-No agradezca nada señora,—contestó Jade--esto aún no acaba. Eduardo es fuerte, al
principio creí que su debilidad era para esconderse del mundo. Pero me di cuenta que es al
contrario, que es la fortaleza lo que lo ha llevado a sobrevivir.
-¿Por qué no nos llamó? ¿Por qué no hizo el esfuerzo de buscarnos?
-Lo intenté. Créame que lo intenté. Sabía que lo que hacía estaba ilegal, pero por otro lado
no era inmoral. Cuando escapamos de la clínica, Eduardo me pidió que lo ayudara, porque
que querían matarle. Al principio no le creí, pero luego supe que había gente siguiéndonos
y después el doctor Mauresmo, cómplice de ellos. Los días que pasamos juntos fueron de
una lucha constante. Yo trataba de convencerlo señora Leticia, de que estaba bien, que no
iba a entregarlo y que nada malo le sucedería. No deseaba cargar con eso en mi conciencia,
si algo no salía como yo le había prometido. Por eso no llamé a nadie.
-¿Ni siquiera a nosotros?—retumbó la voz de Marcelo al otro lado de la oficina—somos
sus padres.
-Lo siento Señor Santaella, —replicó Jade sin miramientos—pero entendí que Eduardo a
quien más temía era precisamente a usted.
Marcelo viró sobre su cuerpo y observó a Jade Goronda. No iba a permitir que una completa
extraña diera su fútil opinión acerca de él y su familia. Comenzaría por hablarle, sin dejarla
hablar como era su estilo, rebatiendo cualquier razonamiento con fuerza, y convicción.
Nada ni nadie debía llevarle la contraria a él, a Marcelo Santaella. Sí, eso haría. Pero por
otro lado, no tenía ánimos para la discusión. Llevaba una extraña sensación de
incertidumbre, un vacío amorfo, con un inconfundible olor a salitre en el centro del plexo
solar. Era indescriptible para él, pero no le era ajeno. Así como Leticia se dejó llevar por
el recuerdo estrepitoso de su infancia, Marcelo visualizó despierto por
enésima vez la imagen reiterativa de su propia condición. Se veía subiendo la ladera más
escarpada de sus memorias, sin ningún tipo de aparejo. Esforzándose hasta el máximo de
dolor por alcanzar la cima de un pedrusco risco. Arriba, se hallaba su padre don Eleazar
Santaella; aupándolo a seguir sin detenerse, pero mientras más intentaba, más parecía que
se quedaba en el mismo sitio de ascensión. Sintiose inmóvil, con una brisa calurosamente
fría invadiendo sus fosas nasales, para luego de repente caer y caer sin jamás sentir el golpe
contundente de la gravedad. Marcelo desconocía porque se apareció, nuevamente, esta
imagen que pertenecía más bien al reinado del pensamiento dormido que al mundo real de
las visiones despiertas. Quizás por ello no se enfrascó en una discusión con Jade. De hecho
sabía que él de alguna manera no podía descartar a la joven periodista con tanta presteza.
La necesitaba más de lo que tal vez él lo reconociera, así que no le quedaba otra; debía
aceptar esta momentánea simbiosis hasta sacarle el máximo provecho.
-Son temores sin razón—logró mascullar Marcelo, mientras se sentaba en la silla—
Eduardo es nuestro hijo y yo solo me he interesado en su bienestar.
El poderoso hombre se dejó tragar de a poco por el acogedor sillón. Se aflojó el nudo de la
corbata y respiró hondamente, mientras echaba su cabeza hacia atrás.
Jade y Leticia compartieron miradas. La última conocía perfectamente los cambios de
humor de su marido, pero había algo que no encajaba. La sonrisa artificial de Marcelo no
estaba alimentada por la ironía. Era un gesto facial donde predominaba el dolor.
-Le repito ingeniero, —se atrevió a decir Jade—no me interesan sus asuntos. Solo deseo
que tanto Eduardo como don Rocco salgan bien librados de todo esto. Ya el libro lo tiene
en su poder y sé que usted logrará descifrar su contenido. Lo que haga con él y el uso que
le de, solo su conciencia lo juzgará.
Marcelo no escuchó nada de lo que Jade le decía. Un sonido rebotaba sin sentido auditivo,
dentro de su mente. Lo único que sintió fue como si el sillón cobrara vida, que lo apretaba
con fuerza, como si un abrazo de gigantesco plantígrado le rodeara desde atrás. El espacio
se le empequeñecía y las cosas a su alrededor perdían su forma tridimensional, solo para
dibujarse con una delgada línea que oscilaba sin parar.
Leticia se levantó impulsada por un presentimiento y literalmente voló hacia el escritorio.
-¡Marcelo, Marcelo! ¿Te encuentras bien?
Jade la imitó y ambas se situaron, una a cada lado de la amplia butaca. Vieron como los
ojos de Marcelo jugaban con sus parpados sin obedecer ninguna regla de juego.
-¡Es un infarto!—gritó Jade--¡Pida ayuda señora Leticia, rápido!
Como pudo le quitó la corbata y le abrió la camisa. Luego y sin poco esfuerzo lo tendió en
el suelo mientras masajeaba su pecho. Leticia se inmovilizó solo por segundos. Reaccionó
cuando Jade le gritó por segunda vez para que buscara ayuda. Caminó sin prisa hacia la
puerta de la oficina.
-¡Minerva!; ¡llame a los paramédicos, a una ambulancia o a alguien que nos ayude!
¡Marcelo está muy mal!

***

Cada quien tomó su camino. Salieron de a dos para no levantar sospechas. Los alrededores
del edificio estaban abandonados, las pocas personas que transitaban lo hacían buscando
una vía de salida. Casi nadie se percató del grupo de hombres que a cuenta gotas salían de
la vieja edificación. Solo dos imberbes que transitaban en bicicleta dieron cuenta de la
joven que salió y que esperaba con nerviosismo por quienes la precedían.
-Hola mami, ¿por qué tan solita?—le arrojó en mal piropo el más alto de los muchachos
quien iba sentado en la barra horizontal de la ruinosa bicicleta, mientras que el otro
pedaleaba con bríos en dura lucha con la pendiente.
-¿Por qué no se van a tomar su lechita, niños? ¡Vamos, arranquen!—y al momento de dar
la orden, la muchacha que no tendría más de 25 años, asomó la cacha nácar de su revolver
ligero.
Los muchachos vencieron los obstáculos naturales y emprendieron la retirada no sin antes
mostrarle el dedo medio a la atrevida joven, mientras que gritaban en medio de risas
nerviosas: “¡Así provoca que lo maten a uno!”
Valerio Camacho salió en ese instante. Venía en sólido silencio. En pocos segundos una
camioneta doble cabina de color azul marino los recogía.
-Hay que avisarle al “Quijote”. —Dijo en tono ceremonioso, mientras se acomodaba en la
parte delantera—Esta noche tendrá visita.
-No podemos arriesgarnos Valerio—dijo el teniente Pacheco quien fungía de conductor—
sabes que no estoy convencido de esto.
-¡Tranquilo teniente, todo saldrá a las mil maravillas! No podemos actuar solos. Los
“podridos” están al acecho, además con esta gente podremos tener todos los flancos
cubiertos.
-¿Habló con ellos? ¿Qué cuadraron?—preguntó Pacheco—Recuerda que debemos
proteger al “Quijote”. ¿Y si todo es una trampa?
-Nada de eso mi amigo. Esta gente es la más interesada en que los cambios se produzcan
con rapidez. Además el general Álvarez convenció al general Urquiola de adherirse a la
causa.
-Desea conocer al quijote—dijo la joven quien iba sentada en la parte trasera, mirando a
través de la ventanilla opaca y empuñando, sin sacarla, su arma que ahora llevaba al cinto.
-¿Quién?—preguntó Pacheco
-El general ése, el que tiene cara de águila. —Dijo en tono burlesco la muchacha—Fue la
condición que puso.
-Urquiola, el general Anastasio Urquiola—contestó Valerio desviando la mirada
intermitente de su conductor.
-¡Ah! Por eso lo de que el quijote recibirá visitas ¿no es así?—replicó Pacheco en evidente
tono de molestia-- ¡Coño Valerio!, yo no sé, y ¿si el general Urquiola es un infiltrado?
Álvarez es quien lo conoce. Nosotros solo de referencia.
-Pacheco, en la guerra hay que aprender a confiar, pero con desconfianza. Llevaremos a
nuestro querido general Urquiola a conocer al “Quijote” luego él decidirá. Lo que sí es
cierto es que estamos a solo horas de nuestro objetivo. No podemos darnos el lujo de fallar.
¿Comprenden lo que les digo? Esos militares nos ayudaran. No les queda de otra.
-Pacheco tiene razón Valerio. —Dijo la joven – es muy arriesgado que conozcan al
“Quijote” . Ni nosotros hemos podido acercarnos. De hecho, solo tú tienes contacto directo
con él.
-¿Y qué puede pasar?—preguntó con su característica voz musical Valerio--¿Que nos
delaten? ¿Que avisen a las autoridades? Eso no me preocupa. Les repito, estamos a solo
horas. En otras circunstancias me habría negado. Además,—dijo mientras utilizaba un
tono de asombro-- hace unos días, cuando hablé con “El Quijote” él mismo me dijo que
habría gente interesada en conocerle y que inclusive pedirían eso como una condición para
ayudarnos en nuestra lucha. ¡Fíjense, el hombre no se peló! Exactamente está sucediendo
como él lo dijo. —Y bajando su tesitura vocal a casi un susurro agregó: “Como tantas otras
cosas”
El teléfono sonó. Valerio lo atendió con automático reflejo sin observar en la pantalla al
emisor de la llamada.
-¿Si?
-¿Valerio?—respondió la voz con una pregunta.
-¿Yudi? ¡Caramba! esperaba que me llamara más de tarde.
-Las cosas han tomado un giro inesperado Valerio—dijo Apolonio Rizzo en mientras se
llevaba las manos a la sudorosa frente, —Jade Goronda se me escapó. Se llevó el libro de
anotaciones de Kosmo.
Apolonio Rizzo se hallaba bajo el marco de la puerta de entrada del viejo hotel, el cual se
encontraba desolado.
-Eso si es una contrariedad—dijo Valerio sin un atisbo de preocupación en su rostro— Pero
no me sorprende, la señorita Goronda es muy inquieta. ¿No sabes para donde pudo haber
ido?
-Quizás a buscar a Eduardo Santaella o a esconderse de los Cantera.
-No lo creo doctor. Jade no es de las que se esconde.
-Yo la buscaré Valerio. Saldré para Caracas en este momento. Pero si me permites decirlo,
no te noto preocupado.
-Hay cosas más importantes ahora. Pero no puedes descuidar a la señorita Goronda. Ella,
mi buen doctor, es clave en todo esto. Ahora más que nunca la necesitamos cerca.
-Está muy contrariada. Piensa que “La cola de palomo” la abandonó en esta lucha. Estoy
seguro que la confianza en nosotros ha sido mermada.
-Yudi, te repito; hay cosas más importantes. No es que Jade no lo sea, ella, a su debido
tiempo entenderá todo esto. Tiene una misión y sé que la cumplirá. Ahora te pido un favor:
búscala, encuéntrala y protégela.
-Lo haré. No te preocupes, son muy pocos los sitios donde puede estar, y la encontraré. En
ese instante Apolonio Rizzo se da cuenta de que una llamada entrante le advierte de
su presencia.

***

El caos en el pent house de la torre Santaella era notorio. En solo pocos minutos la
amplísima oficina de Marcelo se vio invadida, como nunca, de personas ajenas a su
entorno. Dos paramédicos, una joven doctora y nueve personas, de las que laboraban en
ese nivel del edificio, tenían evidentes muestras de curiosidad para saber qué sucedía.
Muchos de ellos con años de presencia en la torre, jamás se habían ni siquiera asomado a
la opulenta oficina. Vieron como los paramédicos subían a Marcelo con extremo cuidado,
sobre la camilla. Pero más que la sorpresa de ver al magnate tendido como cualquier mortal,
y conectado a una pequeña mascarilla de oxígeno, lo que realmente los dejó perplejo fue
el lujosísimo recinto donde se impartían las ordenes que afectaban a todos los que
dependían de él. Los chismes e historias de pasillo, iban desde la posibilidad de que
Marcelo Santaella tenía una oficina oscura, donde no entraba ni un rocío de luz, sentado en
un escritorio de mármol, y con un teléfono con línea directa con los distintos líderes
mundiales. Otros afirmaban que su suerte en los negocios se debía a un pacto entre él y el
mismísimo demonio. Que por ello había dejado a su hijo podrirse en un manicomio, para
pagar la deuda que tenía con el diablo. Pero quizás la murmuración que más cobraba lógica
para ellos, era que Marcelo Santaella en realidad era un genio que tenía dentro de su oficina,
celosamente guardadas, las formulas con la cura de todas las enfermedades que aquejaban
a la humanidad, y que las sacaría al mercado en el momento en que la raza estuviera al
borde de la extinción y que ganaría mucho más dinero del que hasta entonces poseía. Tal
eran las historias que se tejían alrededor de la figura de este hombre que atravesó el amplio
umbral de su oficina, y que podía verse su sonrisa artificial asomarse por debajo del
transparente plástico de la mascarilla.
Mientras tanto, un huracán de silencio arrasaba la oficina. La expectativa de lo incierto, en
que se habían convertido los sucesos recientes, hacía presumir en que un desenlace fatal se
cernía sobre sus cabezas. De pronto, la quietud lacerante fue cortada de tajo.
-Y ahora, ¿Qué vamos a hacer?
La interrogante que planteaba Jade, solo le ganó por una nariz a la mente de Leticia,
quien se preguntaba exactamente lo mismo: ¿Qué iban a hacer? ¿Cómo rescatar a Eduardo?
¿Cómo enfrentar a un hombre como Benjamín Turó sin la presencia de alguien igualmente
desalmado y carente de escrúpulos como Marcelo Santaella? La respuesta la dio la misma
Jade Goronda con expresión salvadora en su rostro:
-¡Apolonio Rizzo! Hay que llamarle doña Leticia, en este momento es el único que puede
ayudarnos.
Leticia clavó sus bellos ojos melosos en la butaca vacía que solo minutos antes abrazó a su
esposo. Acarició con ausencia de tacto el collar de perlas naturales; caminó con frescura
hacia el respaldar de la silla, dándole la espalda al gran ventanal.
-¿Apolonio? Es muy diligente, pero no creo que posea la malicia para enfrentar esta
situación.
-En estas circunstancias es el único en quien debemos confiar.
-¡Horacio! ¡Le pediré a Horacio que nos ayude!
-Señora Santaella, no sé qué tanta confianza le tenga usted al tal Horacio o cualquiera que
trabaje para ustedes, pero estoy segura que a quien deberíamos llamar es al doctor Rizzo.
No estamos tratando con cualquier malandro de pacotilla, ni nada parecido. Es un hombre
extremadamente cruel e inteligente, que no se detendrá hasta obtener lo que busca, y me
refiero a la estatua.
-¿No lo ha entendido, Jade?—interrumpió Leticia— ¡Esa estatua no existe!, y si alguna vez
fue así, dudo que tuviera cabellos de Simón Bolívar, o algo parecido. La condición mental
de Eduardo es y ha sido muy delicada, tal vez su imaginación creó todo esto, y usted, como
es natural le ha creído.
-No lo pienso así. —Dijo Jade mientras caminaba hasta el otro extremo del escritorio, sin
perder la mirada en los ojos de Leticia—El propio ingeniero Santaella afirmó que dicha
estatua existía y que fue destruida.
-Mi padre coleccionaba muchos objetos antiguos. Una estatua con cabellos naturales es
muy posible, pero de allí a que tenga algo que ver con el Libertador hay mucho trecho.
-¿Usted la vio alguna vez?
-Ya se lo dije—respondió Leticia con creciente nerviosismo—nunca vi tal estatua, y si la
hubiera visto, de seguro ni la hubiera tocado.
Leticia le dio la espalda. Por primera vez observó, detrás del amplio ventanal, la cantidad
de personas que marchaban. La perspectiva de tener una visión amplia desde la altura del
pent house, le dio una percepción más grande de lo que realmente estaba sucediendo en la
ciudad. Comenzó a acariciar su hermoso cuello adornado con perlas naturales, mientras se
hacía preguntas invisibles con etéreas respuestas. Se dio la vuelta de manera automática
solo para ser interrogada por la mirada inquisitiva de Jade Goronda.
-¿Si no existe dicha estatua, entonces que hago yo aquí?--Jade se acomoda el cabello y
aspira aire con la intención de tomar el impulso que le permita retirarse de allí—Lo siento
por ustedes,—dijo-- cada día me convenzo más, que ser rico no tiene nada que ver con la
fortuna.
Jade viró sobre sus talones y comenzó a caminar, deteniéndose en seco a pocos pasos de la
puerta. Observó el cuadro de Botero que guardaba secretos que bullían por salir. Y sin
volverse siquiera exclamó:
-¡Ojala y logre descifrar lo que allí dice! Me refiero, al ingeniero Santaella. Claro, eso si
logra recuperarse. Al menos sabremos, en parte, el porqué de tanto sufrimiento, ¿no cree
usted?
Avanzó con paso firme y decidido, y justo al llegar a la inmensa puerta de madera pulida
oyó la voz al otro lado de la oficina:
-Apolonio fue gran amigo de mi padre. Sé que su familia y mi papá en un momento dado
se ayudaron mucho. Sobre todo cuando mis padres huyeron de Europa y se radicaron en
Norteamérica.
-Creí—dijo Jade volteándose con aire dubitativo hacía donde Leticia se encontraba—que
usted desconocía ese nexo. El propio doctor Rizzo me lo contó anoche cuando estábamos
en el hotel.
Leticia apoyó sus delicadas manos sobre el espaldar del amplio sillón, levantó la mirada, y
elevando la voz, con fuerza para que ésta no se perdiera en la gran distancia que tenía que
recorrer desde el escritorio hasta la entrada de este mundo de sueños extraviados, le dijo a
Jade:
-Quizás nuestra riqueza no vaya en directa proporción a la fortuna; pero sí conozco a
quienes me rodean. Es imperativo señorita Goronda, que para poder sobrevivir en este
ambiente, —dijo mientras caminaba fuera de los límites del gran escritorio y con sus manos
mostraba el entorno que les rodeaba— conozcamos a la gente, o al menos lo que
ellas pueden ofrecernos. Por otro lado, creo que tiene razón—afirmó mientras su mirada se
desdoblaba, perdida en el infinito de la oficina--¡Él salvó a Eduardo, le quiere, Apolonio
jamás le haría daño! ¡Sí, hay que llamarle!
Y diciendo eso se espabiló, caminó con no poca elegancia hasta el inmenso sofá blanco,
cogió su fina cartera y sacando del fondo de su espacio el silente celular, llamó a Apolonio
Rizzo.
Jade seguía con interés el acto interpretado por Leticia. Una mujer que cambiaba cual
camaleón, la forma de sus actos. Aún estaba oloroso el recuerdo de la muerte de Felipe y
su actitud colaboradora. Así mismo como la aparente indiferencia hacia la desaparición de
Eduardo, que Jade notó cuando llegó a la oficina.
¿Qué ocultaba? ¿Quién era realmente esta mujer que simbolizaba a la inmisericorde alta
sociedad? Si Marcelo Santaella significaba para ella, como periodista acuciosa e
investigativa que era, una pieza interesante de estudio, Leticia era un enigma aún más
grande. Y lo confirmaba en ese instante.
-¡Apolonio!—exclamó Leticia una vez que se comunicó con el contrariado médico--
Necesito de usted. Por favor venga a la torre Santaella.
-¿Leticia? caramba iba a llamarla. Me apena mucho, pero aún no tengo noticias de
Eduardo.
-Yo sí Apolonio, por eso necesito que te vengas lo más pronto posible al pent house de la
torre Santaella—y mirando la joven periodista, Leticia agrega en tono ceremonial: “Jade
Goronda está aquí conmigo”.
Apolonio Rizzo movió sus sienes con evidente sorpresa.
-¿Jade Goronda? ¿Ella está con usted?
-¡Venga, le espero lo más pronto posible! Aquí le contaré todo. Confío en usted doctor, no
nos defraude.
-Si doña Leticia.—dijo Apolonio mirando, hacia el exterior del pequeño hotel, la multitud
que iba en aumento—Llegaré tan pronto como pueda.
Apolonio Rizzo guardó su teléfono móvil en el fondo de sus pantalones de dril. Subió sus
manos velludas hasta el cielo de su estatura, para luego posarlas sobre su monda cabeza.
Sus ojos caídos estaban impregnados de preocupación. Allí, bajo el arco antiguo de la
entrada del hotel, observando a las personas que pasaban sin cesar, Apolonio intentaba
colocar en orden de importancia y de urgencia sus prioridades. Analizó lo importante que
tenía que hacer; y era tratar de salir lo más pronto posible de allí y llegar cuanto antes a la
torre Santaella, eso era evidente. Pero por otro lado tenía cosas urgentes, como la de ir a la
clínica “Los Colorados” y sacar toda la información posible acerca del trabajo que, de
manera oculta, Mauresmo Espinoza llevó a cabo con Eduardo. Necesitaba tener eso a la
mano, antes de que Mauresmo Espinoza o alguien del cartel de los Cantera hiciera
desaparecer dicha información. Apolonio necesitaba conocer, qué fue lo que su colega
descubrió en esos días con relación al muchacho; eso lo tenía desconcertado, conocía
perfectamente el trabajo meticuloso de Mauresmo, sus infinitos conocimientos en el campo
de la psiquiatría eran por él respetados; y si a eso unía la ilimitada ausencia de valores y
escrúpulos; era para preocuparse. Mucho se estaba jugando, y no conforme con todo, un
ingrediente inesperado y puntual; la situación de altísima incertidumbre que el país estaba
experimentando. Sin embargo entre lo “importante” y lo “urgente”, Apolonio superponía
a todo; lo “urgente-importante”. Es decir, la solución inmediata sin retraso alguno del
problema. Y eso era seguir al lado de Jade Goronda, rescatar a Eduardo y ganarle la partida
a los acontecimientos, pero no lo haría con las manos vacías. Apolonio Rizzo llevaría
consigo la respuesta tangible a las interrogantes incorpóreas de esta historia, y en un giro
vertiginoso, que sorprendió a su perceptible lógica, se decidiría por la alternativa menos
verosímil.

***

El minutero digital seguía sucinto las órdenes del inexistente péndulo, devenido ahora en
un mecanismo tecnológico y exacto, pero igual de tortuoso como lo es el inexorable paso
del imaginario tiempo. Las rojas luces diseñadas en forma de números, daban cuenta de la
hora exacta: 10 y 26 de la mañana. Benjamín Turó las observó de reojo. Leía con cuidado
y concentración toda la información que poseía acerca de la familia Santaella. La muerte
de Kosmo von Kritten, dentro de la lujosa mansión, era algo que no le encajaba. Con tanto
dinero, y todo lo que tenían que proteger los Santaella, éstos dejaron prácticamente
desprotegida la residencia. Solo pocos oficiales de seguridad. Tres en total, y se hallaban
dos en la garita y uno en la parte posterior de la propiedad. Es cierto, era la
víspera de navidad, pero aun así todo parecía estar preparado para orquestar un asalto, o un
asesinato como en efecto ocurrió. Revisó los antecedentes de cada una de las personas que
laboraban en esa época en la mansión, muchos de los cuales seguían trabajando con la
familia.
Turó siguió analizando y deduciendo el extraño caso. Él sabía que las investigaciones se
detuvieron y a la postre dejaron que el mejor aliado en estos casos, se hiciera cargo: El
tiempo.
Aunque en la época cuando sucedió el asesinato de Kosmo von Kritten, Benjamín Turó
fungía como jefe nacional de análisis del sistema tecnológico del organismo de
inteligencia, supo desde que tuvo conocimiento de los hechos, que el caso del asesinato del
gran científico se convertiría en todo un “cangrejo”.
Desde el principio lo analizó y concluyó que así sería. Había mucho en juego. El poder
económico de los Santaella y lo hermético de las investigaciones eran un claro indicio. Y
en efecto así pasó. Turó determinó así mismo que el crimen dentro de la mansión fue
investigado por noveles oficiales de la policía judicial, que no realizaron un prolijo trabajo
de investigación, destruyendo pruebas, viciando los análisis y llevando ineficaces
interrogatorios. Tales estrategias solo eran utilizadas cuando las altas cúpulas desean que
una determinada investigación se vaya oxidando en la intemperie de la dejadez. Al pasar
el tiempo, el suceso fue cayendo en el olvido. Era evidente que el poder económico había
estado presente; “El dinero, siempre el hediondo dinero” pensó Turó.
Benjamín se había atrincherado en su oficina con expresa orden de no ser molestado: “¡Ni
que se caiga el mundo!”, fue su orden tajante. Apagó sus tres teléfonos celulares;
desconectó el pequeño televisor; la computadora solo era una pantalla decorada con un
protector de infinitas espirales que combinaba formas cromáticas que no se repetían jamás
en ninguna secuencia. Sabía que debido a los muy particulares sucesos que se gestaban en
el país, el General Molero debía estar supurando sangre al no poder comunicarse con él.
Arrugó y desecho ese pensamiento para seguir concentrado en lo que tenía al frente.
Había pasado más de una hora leyendo y releyendo el informe que Garrido le presentó, en
el que se daba cuenta de las verdades más profundas y de la basura debajo de la alfombra
de una de las familias más poderosas del país, representante de uno de los
últimos bastiones de la oligarquía en su estado más primario. Allí estaba escrito el
esnobismo de Leticia; los indescifrables trabajos científicos de von Kritten y el poder
hegemónico de Marcelo. Aquí se detuvo, e indagó más. Debía conocer a la persona con la
cual se entrevistaría esa misma tarde. Leyó todo lo conocido del ingeniero Santaella, sus
orígenes, la incansable y perentoria necesidad de hacer dinero. La fusión de las empresas
Santaella con otras industrias internacionales, la creación y venta de la “Orixona” como
uno de los grandes avances médicos de los últimos años; se enteró de la crisis económica
que los negocios estaban sintiendo, y conoció la tendencia ególatra de Marcelo de ser el
centro de atención y el afán desmedido que tuvo por obtener los detalles del trabajo de su
suegro. Había también una semblanza detallada del doctor Kosmo von Kritten, sus amplios
y sabios conocimientos en medicina genética, los libros que escribió, las investigaciones
de primera línea que llevó a cabo; en definitiva, todo estaba allí plasmado. Pero no así lo
relativo a la adquisición de la estatua y su posterior desaparición. El informe de inteligencia
obviaba eso, quizás por ignorancia o porque las torpes investigaciones del posterior
asesinato de von Kritten, no lo reseñaban.
En un aparte de la carpeta aparecía un estudio de Eduardo Santaella; el accidente en
motocicleta que casi le cuesta la vida; el tiempo de duración de su internado en la clínica
“Los Colorados”, su adicción a las drogas, intentos de suicidio, etc. Pero Benjamín Turó
notó algo muy particular. El intervalo de tiempo entre el momento del accidente hasta su
primer ingreso en la clínica mental estaba en blanco. Fueron nueve meses de
desinformación total. Nada. No aparecían estudios, tratamientos de recuperación en el país
o extranjero, ni se reportaba su salida de Venezuela. Ninguna institución médica a la que
se hacía referencia; o alguna terapia por parte de médicos o especialistas. Solo se presume
que fueron su abuelo y su madre quienes lo cuidaron luego de haber quedado en un estado
delicado de salud. Según el parte médico, sufrió graves lesiones en la cervical al igual que
un fuerte traumatismo encefálico que incluía fractura doble en el parietal derecho.
“Un accidente de esta magnitud—pensó Benjamín Turó, mientras se bebía una infusión de
té verde-- era para no salir vivo. En el mejor de los casos, parapléjico.”
Siguió leyendo con sinceras muestras de interés, mientras colocaba la taza sobre una
servilleta doblada a la perfección en forma triangular, y no encontró nada que justificara
ese vacío en la vida de Eduardo.
Marcelo Santaella, en esa época, pasó la mayor parte del tiempo viajando y al parecer tanto
Kosmo como Leticia fueron los únicos en cuidarlo. Pasó la hoja con delicadeza, pero no
una delicadeza de tipo afeminada, lo hizo más bien con la certeza de que lo que continuaba
en dicho informe no lo sorprendería. A medida que leía sacaba sus propias conclusiones,
ninguna de las cuales eran tomadas a la ligera. En cada párrafo que visualizaba, su mente
le daba la información apropiada y las conclusiones lógicas de cualquier duda, o en el peor
de los casos una hipotética y temporal solución o respuesta, a la interrogante planteada.
Las demás hojas del informe solo tenían fotografías, recortes de prensa que reseñaban la
muerte de Kosmo von Kritten, y otras informaciones sin importancia para él.
Cerró la carpeta, le colocó la cinta roja alrededor, atándola a los dos orificios que tenía en
la cara posterior y colocándola sobre el escritorio. Asió con su mano derecha, la taza blanca
carente de motivos o adornos. Tomó un largo y caliente sorbo de té, que hubiera hecho
espabilar al más insensible paladar. Pero él ni se inmutó. Lo tragó como si se tratara de un
refrescante jugo de naranja. Observó el hexagonal cristal donde Salomé mudaba la piel;
“Todo cambia—se dijo mientras observaba a su compañera--de eso se trata el mundo. De
cambios”. Tomó otro sorbo idéntico al anterior, colocó la taza, esta vez cambiándola de
dirección llevándola al lado opuesto. Se dio cuenta de su error involuntario y en un acto
automático la volvió a colocar sobre el triángulo húmedo de papel. Justo en el círculo
dejado como marca por el fondo. Abrió la segunda gaveta de su escritorio, la de la
izquierda, con mucha lentitud y cuidado. Extrajo una hermosa caja labrada de pino,
barnizada con delicadeza, de ella extrajo las relampagueantes esferas verdes cuyo mirar no
lo abandonaba. Las observó de cerca, con profundidad, y poco a poco se fue perdiendo en
ese intenso verdor esmeralda, como lo hace la fiera después que ataca a su víctima en lo
oscuro de la selva tropical. Reaccionó con rapidez y se levantó presuroso, cogió las esferas
enmarcadas llevándolas a su bolsillo; dejó su sempiterno saco azul marino en el espaldar
de su silla; caminó con diligencia, pero sin apuros, abrió la silenciosa puerta y caminó por
el atestado pasillo donde a su vez, funcionarios caminaban, corrían, hablaban y le miraban.
Todos le observaban. Bastaba que Benjamín Turó transitara por la gris sede, para que
todos sin excepción, se quedaran callados, o
detuvieran su caminar, o aminoraran su velocidad en la carrera sin sentido que llevaban.
No fue ese momento la excepción y él se daba cuenta. De hecho le molestaba, quería pasar
inadvertido para esos ojos que lo escudriñaban, le odiaban y le envidiaban. Estar allí, verlo
todo, saberlo todo, resolverlo todo, pero que nadie se percatara de su presencia. Sí, eso
deseaba; ¡transformarse en un ser invisible!
Benjamín Turó llegó al elevador. Los que esperaban el aparato de ascensión y descenso le
saludaron con exagerado respeto. Garrido, quien salía en ese momento de una de las
oficinas de archivo e identificación, lo vio y se acercó a él.
-¿Pasa algo inspector jefe? Lo digo, porque el General Molero ha estado llamando a la
centralista, tratando de ubicarlo.
Benjamín Turó lo miró con actoral sentido de aprecio.
-Mi buen Garrido. —Dijo mientras hizo amagues de tocarle el antebrazo. Una acción que
no llevaría a fin, ya que justo en que iba a tocar a su subordinado se arrepintió de lo intima
que pudiera convertirse la situación--¿Sabes dónde se esconde la respuesta a la pregunta
más compleja que podamos hacernos?
El interpelado intentó juntar las puntas de sus cejas con claras muestras de duda. Solo
balbuceó:
-No sé, inspector. Quizás primero debería conocer la pregunta. ¿No cree?
-En eso te equivocas Garrido—contestó Turó mientras pulsaba el botón de llamado del
ascensor--. La elemental lógica te indica que para conocer una respuesta debes plantearte
una interrogante, ¿cierto? Pues bien, es allí donde está la falla. Las respuestas a las
preguntas más difíciles se ocultan, no en la interrogante, sino en la naturaleza u origen de
su enunciado.
El torpe oficial hizo una mueca de falso entendimiento a lo que su jefe planteaba. “Ahora
sí que mi inspector Turó se volvió loco e` bola” pensó Garrido, quien al igual que muchos,
no se atrevía a tutearlo, ni siquiera en pensamiento. En ese instante el ascensor se abrió.
Los oficiales en su interior, dos mujeres y un hombre, éste con cabestrillo en el brazo
derecho, saludaron con deferencia a Benjamín Turó.
-¡Buenos días inspector jefe!—dijeron los tres en un armónico coro de voces genuflexas.
Benjamín los dejó salir, mientras respondía al saludo con un estudiado gesto de
afabilidad. Ingresó, se miró al manchado espejo, dándose cuenta en ese momento que no
tenía su saco.
-Garrido—dijo mientras el aludido detenía a la majadera puerta del elevador-- Vaya a mi
oficina, busque mi chaqueta y… ¡no!, mejor déjelo así. Estaré en la celda “especial” de
nuestro buen amigo y deseo estar cómodo.
La puerta del ascensor se cerró, no sin ruido. Y Benjamín Turó desapareció.

***

El artificial aire frío ya no sabía por dónde penetrar, lo había intentado todo para doblegar
a su víctima, pero ésta ni se alteró. El álgido ambiente no le preocupaba, de hecho ni lo
sentía. Allí amarrado, inmóvil, su cuerpo ya se amoldaba a los dolores y la incomodidad.
Pero su mente estaba en otra parte: en un mundo lejano donde los carroñeros del océano
no se visten con trajes de azul intenso, como el color profundo del infinito mar, ni hablan
bonito, con voz agradable mientras te enseñan, que el lado oscuro del ser humano viene
acompañado de electricidad y dolor.
“Hola Eduardo”.
¡La voz! Allí estaba otra vez, retumbando en su cabeza. Agradable, armónica y cercana. Se
parecía al susurrante vaivén de las olas, con su espuma. Él no la tocaba, ni se acercaba.
Allí estaban los asesinos que se lo comerían de a poco, hasta no dejar nada de su
humanidad.
“¿Me oyes, querido amigo?”
Eduardo volvió abruptamente a su cuerpo. El dolor seguía, aunque no con tanta intensidad.
Se movió, o intentó hacerlo, pero de manera inútil. Lo único que tenía libre albedrío en su
cárcel estrecha era el rebelde flequillo que danzaba alegre sobre su angosta frente. Abrió
los ojos. En su mirada no había miedo, ni rabia, ni nada. Absolutamente ningún indicio de
sentimiento alguno. Se encontró con unos ojos igual de ausentes en emoción. Negros,
intensos, pero sin un ápice de vida.
-¿Por qué tardaron tanto?—preguntó con pausa Eduardo.
-Estas de buen humor, —dijo Benjamín Turó—eso me agrada. Hoy será un día muy largo.
Y apartando su humanidad, se dirigió a un rincón de la habitación: “Desátelo” le ordenó
al ayudante quien solo horas antes era el encargado de la manipulación del “Switche” éste
obedeció con cansado mutismo la orden dada. Comenzó con desatarle los pies, luego las
correas que le inmovilizaban las piernas, el pecho y por último la cabeza.
Eduardo a pesar de no tener las ataduras siguió inmóvil. Con sus pies y piernas juntas, no
intentó moverse de su recién adquirida postura. Tenía horas en esa misma posición, su
cuerpo, que solo minutos antes intentó moverse con agilidad, no entendió este nuevo
mundo, tal como los esclavos que no saben qué hacer con su flamante libertad. El cuerpo
de Eduardo permanecía sumido en la pasividad extrema.
-Puedes moverte, y levantarte. De hecho “mi pana”, estás a un paso de ser liberado.
¡Completamente! ¿Qué te parece?
El joven comenzó a moverse con cuidado. Primero movió su mano derecha, levantó el
brazo en ángulo recto; lo elevó hacia su cabeza con lentitud desesperante; y se apartó con
delicadeza el rebelde mechón. Fue el único movimiento que ejecutó luego de varias horas
eternas de inmovilidad.
Benjamín Turó lo observaba con seriedad. Eduardo estaba solo cubierto por su ropa
interior. Las cicatrices de la piel estaban sanadas. ¡Extrañamente curadas! Benjamín le
observó el ombligo. Al dejarlo en la madrugada después de las sesiones de “terapia” del
“Switche” el cuerpo de Eduardo estaba amoratado al igual que el ombligo, conducto por el
cual le fue suministrada la primera dosis de corriente. Turó lo dejó todo hinchado y
malformado.
-Tómele el pulso y revísele el corazón--ordenó nuevamente al callado médico. Este
procedió de inmediato.
-Están bien—dijo con tono extrañado, el corrupto traidor del juramento hipocrático—Es
extraño inspector jefe. Muy extraño.
-No tiene nada de extraño—interrumpió Benjamín—Es que nuestro huésped es un
muchacho muy sano y fuerte. E inteligente. ¿Verdad mi amigo?
Eduardo logró alcanzarlo con la mirada. Volvieron a encontrarse en el relativo universo
del sentido de la visión, sin decir nada.
-Al fin de cuentas, —dijo Benjamín sosteniendo el ulular intenso de la mirada—parece
que, en realidad; sí le caes bien a tu padre.
Al oír esto, Eduardo se incorporó de la incómoda camilla, no sin dificultad.
-¿Qué quieres decir?—preguntó el joven, con ausencia de respeto ante la figura que tenía
enfrente.
-Vístalo—ordenó Turó al médico mientras volvía su mirada al cuerpo del muchacho.
Eduardo se incomodó en la forma sádica de cómo Benjamín lo observaba. Pero el
investigador lo miraba detalladamente sin un atisbo de aberración ni mucho menos. Lo
hacía con evidente muestras de análisis. Se sorprendía de la vertiginosa recuperación
física de Eduardo. Él, que tantos “procedimientos de interrogación” había llevado a cabo
y que conocía a la perfección la respuesta tanto del cuerpo como de la mente cuando se
hallan en altos estados de presión, le asombraba como este delicado joven se había
restablecido en tan corto tiempo. De hecho recordaba cómo, el cuerpo del infeliz
miembro del clan de los Cantera, sucumbió ante su agotadora rueda de interrogación.
Sólo había pasado algo más de doce horas desde que Eduardo Santaella cayó en su poder
y ya Benjamín Turó tenía un claro cuadro de soluciones a muchas preguntas sin
respuesta.
“¡Fascinante!” Exclamó Benjamín de manera sonora, con un retumbar cacofónico dentro
de la fría habitación.
Eduardo volvió a recostarse, pero solo por breves segundos, cuando fue incorporado con
fuerza por el médico que le obligó a que separara las piernas para poder colocarle un raído
pantalón, que no era de él precisamente. Eduardo cedió, luego le vistió con una pálida
camisa blanca, que acentuaba aún más su transparente piel.
-No podemos dejar que tu papá te vea en mal estado. ¿O sí?
-¿Marcelo? Tú has hablado con él. Dime ¿has hablado?
-¡Usted!—exclamó el relamido médico intentando ganar puntos con Turó—No tutees al
inspector jefe.
-Déjalo.—dice Benjamín con tranquilidad sin siquiera mirar al adulante—Eduardo y yo
nos hemos conocido lo suficiente en estas horas, para romper el hielo y tratarnos como
amigos. Y sí, he hablado con tu papá.
-Él no es mi papá. Es sólo Marcelo.
-¡Vaya! Noto cierto resquemor aquí. Cuéntame algo—dijo Benjamín, al tiempo que se
inclinaba levemente ante el muchacho quien no oponía resistencia al ser vestido--¿Desde
cuándo no te enfermas? Quiero decir, ¿desde cuándo no tienes serios problemas de salud?
Eduardo lo miró con sorpresa. Luego, volteando hacia el lado opuesto, esbozó una ladina
sonrisa, y llenándose de valor le dice:
-¿Qué pasó mi pana, no me digas que eres medio maricón también?
Un contundente golpe lo hizo volver la cabeza hacia la dirección exacta donde estaba
Benjamín. El médico mostraba ufano el revés de su mano.
-¡Muestra respeto, muchacho del coño! ¿Con quién crees que estás hablando?
-Tranquilo. —ordenó Turó—Ya te dije que el “Señor Santaella” y yo, nos estamos
conociendo lo suficiente.
Benjamín se irguió. Continuaba observando al débil joven que tenía ante sí. Caminó
alrededor de la cama, mientras Eduardo se aisló con su mirada en otro mundo.
Cuando terminó de vestirlo, el “doctor” salió de la habitación, previa orden silenciosa de
Benjamín Turó. Él y Eduardo Santaella se encontraban solos.
-Disculpa la reacción de Rodrigo. Es un poco impulsivo.
-Aquí pareciera que todos lo son. ¿Ahora qué? Me vas a torturar a golpes.
-¿Torturar? No, aquí no torturamos a nadie Eduardo. De hecho si te fijas bien, tu cuerpo
está perfecto. No sé de donde sacas eso. Ahora bien,—dijo Benjamín mientras acercaba
una silla a la camilla donde Eduardo ya se hallaba incorporado—esta mañana hablé con
Marcelo Santaella, y él está dispuesto a hacer cualquier cosa para que tú vuelvas a su lado.
Tanto, que concertamos una cita para esta tarde.
Eduardo se frotaba las manos, buscando con la fricción, el calor necesario para acoplarse
mejor al ambiente reinante que comenzaba a aquejarlo. Benjamín Turó cruzó las piernas y
volvió a preguntarle:
-¿Desde cuando no recibes un abrazo sincero de tu padre?
-¡Tú eres un carroñero!—le dijo Eduardo mientras lo veía directo a los ojos, sin miedo
alguno—Sí, un carroñero, como los que habitan en el fondo del mar. Pero sabes, yo soy
invisible, y no me podrán ver, nunca. ¡Nunca!
-¿Invisible?—dijo Benjamín—Sí, a mí también me pasa por la mente el que nadie me vea.
Y no dudo que para alguien como tú, el pasar inadvertido debe ser todo un caso. Hijo de
un hombre poderoso como Marcelo Santaella, y nieto de uno de los científicos más
importantes de este país. Sí, estoy seguro que debe ser difícil este mundo para ti, mi querido
Eduardo.
El muchacho seguía sintiendo una molestosa mezcla de ser víctima de un sadomasoquista
de gran escala, y de un interrogador tenaz. Benjamín no dejaba de mirarlo. Con sus
inmutables ojos tocaba su cuerpo y también su mente.
-Hay algo que quiero preguntarte—dijo Benjamín con una suave y amistosa voz--¿Te
arrojaste del vehículo, o tus “amigos” lo hicieron?
-¡Ellos no! ¡Ellos no!—repetía Eduardo como era su costumbre cuando entraba en una fase
de descontrol emocional—Yo me lancé. No había salida. Tenía que salvar a Jade. Salvarla.
Y mirando a Turó le dice:
-Aunque creo que eso está fuera de tu comprensión. Digo; La amistad. Sí, la amistad.
-¿O el amor?—interrogó Benjamín.
Eduardo pareció sorprendido con esta pregunta que tenía visos más bien de afirmación.
Benjamín Turó se puso de pie. Apartó su silla colocándola perfectamente alineada al
extremo posterior de la burda cama. Con el nudillo de su dedo índice derecho, se “peinó”
la base de su ceja izquierda. Trató de esbozar un sonido parecido a una risa pícara, pero
hasta ese elemental gesto de sincera humanidad estaba muy lejos de formar parte de este
hombre.
-Si me preguntas—dijo finalmente—creo que te arrojaste de ese vehículo no tanto por
amistad, sino por amor. No te culpo, Jade es muy hermosa. Tiene—aquí Benjamín aspira
aire fingido—“algo” que llama mucho la atención. ¿Está buena, verdad?
Esta última pregunta la formuló Benjamín con un sincero desagrado. No tanto por afirmar
o reconocer los atributos físicos de Jade Goronda, sino que la palabra le resultaba tan soez
que en su caso hubiese preferido utilizar otro adjetivo. Pero por supuesto éste no era la
situación. Pensaba que tenía que hablar el mismo idioma de los imberbes como Eduardo.
Niñitos mimados que utilizaban artificios idiomáticos para expresar sentimientos tan
primigenios como el amor.
-Ella es mucha mujer para ti.—dijo Eduardo abriendo sus ojos— ¡Hasta pronunciar su
nombre es mucho, para alguien como tú!
Eduardo comenzó a escupir hacia el suelo tratando de, como él suponía dentro de su locura
cuerda, espantar la energía negativa que se apoderaba de él y que le llevaba inevitablemente
al paraíso olvidado de sus crisis esquizofrénicas.
-Tranquilízate, no lo tomes a mal. Es normal que te enamores. Es más, es un sentimiento,
que viniendo de ti lo hace mucho más interesante.
Benjamín dio un paso hacia atrás, colocó sus manos unidas en posición de reposo justo a
la altura de sus genitales.
-Te admiro mucho aunque no lo creas. Soportaste como nadie, una intensa rutina de
interrogación. Eso dice mucho de ti. Por otro lado, no tienes por qué abrir tus sentimientos
hacia Jade Goronda, y menos conmigo. Lo que deberías preguntarte es; si lo que hiciste,
valió la pena, y si ella corresponde a lo que tú sientes.
Benjamín Turó notó como el muchacho había dejado de escupir. Eduardo acompañó a su
mirada, a la lejanía de un espacio hueco. Pensaba en Jade. “¿Cómo estaría?” “¿Habría
logrado escapar?” “¡El libro!”, pensaba, “Ojalá que no caigan en el fondo del mar.”
-No me harás dudar ni perder el control. —Dijo Eduardo después de un silencio tan frío
como el aire que respiraban-- He pasado por mucho, y he sobrevivido. ¡Soy un
superviviente! Y ni tú ni tus métodos de tortura harán que me doblegue. Así me mates.
Eduardo se levantó. Al principio las piernas le fallaron, pero logró incorporarse ante la
mirada fría y estudiosa de Turó. Dio un pequeño paso, luego se detuvo frente a su captor.
-¿Y ahora?—preguntó Eduardo— ¡Mátame de una vez, anda! Eso, anda, ¡mátame! ¡Tú y
Marcelo son del mismo fondo del océano, carroñeros! ¡Sí, carroñeros que se alimentan de
la carne muerta! ¡Acaba conmigo, no seas cobarde! ¡No te daré satisfacción de rogar por
mi vida!
El grito ahogado de Eduardo rebotó en las paredes y techos de la habitación, mientras
Benjamín lo observaba en silencio. En unos segundos eternos, Turó se le acercó y
mirándolo fijamente le dijo: “No es posible matar lo que ya está muerto”

***

-¡Esto no me gusta compañera, a esta hora deberíamos conocer todo! Y nada, aun nada.
Los podridos siguen allá afuera, pero no mueven ni un músculo. Algo raro está pasando.
-Al contrario, todo está saliendo a las mil maravillas. Pronto tendremos noticias y
actuaremos según el plan. Lo peor que podemos hacer compañero, es desesperarnos.
-No es desespero Irene, es ganas, sabes. ¡Coño, tengo unas ganas de actuar de
enfrentarme a ellos y que se acabe esta mariquera de tira y encoje! ¡Es momento de
actuar!
-¡Ah no Camilo, un momento vale!—exclamó la mujer mientras recostaba su fusil sobre el
plácido rincón de la pared—Actuaremos según lo planificado, ni antes ni después. Si
Valerio nos escogió para esta misión, ¡coño, debe ser porque somos resteaos! Así que
obedeceremos. Algo grande saldrá de todo esto.
-El amigo tiene razón, joven. —Dijo Celso Camargo—Esta espera, es peor que un tiroteo.
Al menos si hay plomo sabríamos como actuar, donde echarnos. Pero esta tranquilidad,
este silencio, el no saber qué ocurrirá, este maldito calor, todo esto nos está matando los
nervios.
Desde hacía horas el grupo dentro del canal del estado no había tenido contacto directo con
los miembros del orden público. Sabían que allá afuera se acantonaba toda una división de
fuerzas, tanto policiales, como militares, sólo esperando el momento de actuar. Sabían que
una multitud de personas marchaba silenciosa por la ciudad. Pero al igual que muchos,
ellos desconocían los motivos de dicha movilización.
Irene tomó su radio transmisor, y procedió a comunicarse con el grupo que se hallaba en
la entrada de la azotea del canal:
-“Fénix uno a fénix dos, cambio”
-“Aquí Fénix dos, cambio”
-“Reporto que las semillas están germinando, pero el calor hace de las suyas, cambio”
-Captado, Fénix uno. Desde nuestra posición no vemos movimiento de agua. Todo frío,
cambio”
-“Intente hacer contacto para restablecer el aire, cambio”
-“Negativo, Fénix uno. Repito, las aguas están estancadas. Puede ser peligroso, cambio”
-“Captado Fénix dos. Estamos en contacto, cualquier cambio reportarlo. Cambio y fuera”
Lo intenté—dice Irene mirando a Celso—Tendremos que acostumbrarnos al calor. Cuando
ellos nos contacten exigiremos que repongan la luz y el aire acondicionado.
-¿No se ha dado cuenta, verdad?—repuso Celso.
-¿De qué?-contestó interrogativamente Camilo.
-Ellos no se comunicarán. No llamarán. Harán volar el edificio, y luego darán un parte de
prensa diciendo que fueron ustedes. ¡Y adiós luz que te apagaste!
Celso Camargo dio la espalda a Irene, quien frunció el entrecejo, y se encontró con la
mirada escrutadora de su compañero de armas. No dijeron nada, solo hubo silencio.
-¡Se los dije!—exclamó Soto—ellos nos van a matar. No les importan, ni ustedes ni
nosotros. ¡Política, pura política! ¡Y yo que no quería venir a trabajar hoy! ¡Qué vaina!
¡Cuando uno nace cagao, los pañales son de lija!
El celular de Irene sonó. No lo había hecho en horas. Era el primer contacto con el mundo
exterior desde hacía tiempo.
La joven guerrillera contestó con un pálido “aló”.
-Irene, es Valerio.
-¡Compañero!—exclamó con renovado optimismo-- ¡No sabe la alegría que me da
escucharlo!
-A mí también. Todo está saliendo a la perfección. Cuéntame; ¿Cómo está la cosa por
allá?
-Hay mucho nerviosismo—contestó Irene mientras caminaba hacia el fondo del pasillo—
tanto las “semillas” como los “jardineros” están presurosos.
-Tengan calma compañera. Las cosas están saliendo mejor de lo planificado. Hay un
torrente de personas inundando las calles de Caracas y de otras ciudades.
-Sí eso lo hemos sabido, pero nos cortaron la energía eléctrica, y no tenemos aire
acondicionado, te repito Valerio, hay mucha tensión.
-¡Está hablando con Valerio Camacho!—dijo en voz baja Celso Camargo, quien se
encontraba en la puerta de la oficina oyendo discretamente la conversación que Irene
sostenía por teléfono.
-¡Valerio Camacho!—exclamó con emoción Diego Sosa, el mismo que había entonado el
manifiesto de nueve líneas, mostrando así su simpatía por “La cola de Palomo”. — ¡En
realidad existe!
-La vaina se está poniendo pelúa—sentenció Soto.
-Tranquila Irene yo mandaré a reponer la energía y el aire. Tranquiliza a todos, dale
protección a las “semillas” que no se dañen por nada del mundo. Mañana a esta hora
todo será diferente.
-Ya va compañero, no entiendo ¿Cómo vas a mandar a poner luz y aire? ¿No me digas que
los vas a contactar?
-No te me preocupes—dijo la voz musical de Valerio, quien en ese instante se secaba su
húmeda boca con el revés de su mano diestra—Tengo nuevos amigos en el gobierno.
Cuídense, estaremos en contacto. Y no tengan miedo, eso es lo peor que puede pasar.
-Entendido compañero.
Irene volvió a entrar en la oficina, donde un inusitado ambiente de conversaciones
superpuestas la recibió. Celso Camargo la interrogó:
-Era Valerio Camacho, ¿verdad? No lo niegue, la oí cuando lo nombraba.
-Creo—respondió Irene-- que a estas alturas del juego no voy a negarlo. Sí, era el capitán
Camacho.
Una horda de murmullos ininteligibles carcomió la oficina.
-Calma, okey. ¿Qué es lo qué pasa?
-Si usted habló con Valerio Camacho—dijo Celso Camargo-- quiere decir que el gobierno
ya está al tanto. Así que más rápido que inmediatamente, actuarán y volarán el edificio.
Las demás personas retenidas en las otras oficinas, daban cuenta también de la situación
tan apremiante que estaban viviendo. Irene no contestó a lo que Celso le decía. Salió y
atravesó el pasillo. Ingresó a las otras oficinas y les informó a todos lo que estaba
sucediendo. Les dio esperanzas diciéndoles que “pronto, en solo horas, la situación se
resolvería y que la meta que se propusieron al tomar el canal del estado estaba más cerca
que nunca, y luego serían liberados”. Muchos tomaron tales declaraciones de la líder
guerrillera con ánimo y emoción. Otros lo vieron con pesimismo, previendo lo peor.
Al regresar a la oficina de Celso, Irene asomó media humanidad y les dijo: “¡Ah, otra
cosa! dentro de poco, llegará la luz”

***

Anastasio Urquiola, junto a Roberto Álvarez, llegó no con poca dificultad a una alejada
casa en la urbanización el Paraíso. Se instalaron rápidamente.
-En breve, estarán aquí Yépez y Rengifo. En esta computadora—dijo mostrándole un
procesador portátil arriba de una mesa redonda de plástico—corregirás y enviarás todo.
Álvarez sacó del bolsillo interno de su chaqueta una libreta rectangular
-Aquí están anotados en esta libreta, todos los correos electrónicos y las claves que deberás
usar al enviar la información. En una carpeta con el título de: “copete de piedra”, está toda
la información de las unidades, batallones, divisiones que están con nosotros. Además de
los efectivos de reservas que también están dispuestos a jugarse la vida en esto. ¡Porque
nos estamos jugando la vida Anastasio!—Sentenció el general, en tono dramático.
-Por favor Roberto, aquí no estamos jugándonos nada. Estamos enfrentando a un monstruo
que se salió de control. Un sistema podrido desde sus bases.
-Tienes razón, pero no deja de ser un juego peligroso.
Roberto Álvarez siguió a Anastasio quien se acercaba hasta la computadora personal, y
mientras la encendía para proceder a trabajar, lo interrumpió con una pregunta:
-¿No sientes nervios por conocer al Quijote?
-¿Nervios?—repreguntó Anastasio, sin dejar de observar al ordenador--¿Qué te pasa
Roberto, qué pendejadas son esas?
-Lo único que te puedo decir Anastasio, es que mi decisión de voltear la hoja y escribir en
la parte de atrás; de arriesgar mi carrera; mi vida; la seguridad de mi familia, todo por lo
que he soñado y luchado desde muchacho; la tomé desde que vi y palpé lo podrido de un
régimen hipócrita y opresivo. Pero lo ratifiqué cuando hablé con “él”. Yo sé que a ti te
pasará lo mismo, y que a partir de hoy, cuando logres hablar con “el Quijote”, verás todo
esto con otros ojos.
Anastasio Urquiola miró a su viejo compañero de armas. Notó una semblanza de emoción
en su rechoncho rostro, que se sonrojó más de lo normal.
-¡Ya yo veo todo con otros ojos Roberto! Mi interés en conocer al tal “Quijote” es en parte
estrategia, y también, no lo niego, algo de expectativa. Quizás tú te dejaste llevar y la
emoción te embargó. Aunque no lo entiendo.
-Lo entenderás Roberto,—dijo el general—te aseguro que lo entenderás.
Y cambiando la conversación le agregó:
-Debo irme. A las dos de la tarde tendremos una reunión con el presidente. Los sucesos
recientes tienen al gobierno de chorrito. Presiento que el cambio llegará muy pronto. Más
rápido de lo que pensamos.
-Yo tendré esto listo en solo unas horas—dijo Urquiola.
-Te llamaré a este teléfono de aquí de la casa. Te enviaré a alguien para que los recoja. Me
imagino que Valerio Camacho me informará y me dará las instrucciones para llevarte al
sitio donde te encontraras con “el Quijote”.
-¡¿Te dará las instrucciones?! ¿Qué pasa vice ministro Álvarez, desde cuando usted recibe
órdenes de ese guerrillero?
-Las ordenes, Anastasio, no las da él. Es “el Quijote” quien organiza todo, lo evalúa todo,
lo aprueba todo. Es él quien realmente maneja y organiza toda la estructura de “La cola de
Palomo”, y toda la resistencia que hay en el país.
-¡Vergación! Por lo que me dices es un Superman.
-Casi. —Dice Roberto Álvarez mientras busca la puerta de salida—Lo único que no hace
es volar.
Anastasio Urquiola no prestó atención al comentario. Lo tomó como una buena broma. De
hecho se sentó y comenzó a trabajar a la espera de sus otros compañeros.

***

Una inusual brisa pincelaba el ambiente de la calurosa tarde. Lisonjeaba con promesas
fatuas, el devenir de las horas y manipulaba con arrogancia el transitar de los miles de
cuerpos. Jade fue una de las tantas que se dejó llevar. Después de prometerle a Leticia que
estaría en la torre Santaella antes de las cuatro y prepararse juntas para el encuentro con
Benjamín Turó, Jade decidió que no debía perder tiempo, y aunque fuera arriesgado y
peligroso, debía ir a las oficinas del diario “La Palabra”. Desde el secuestro de Rocco
Santino por parte del clan Cantera, ella tenía que acceder a las instalaciones del periódico,
e ingresar a la oficina del viejo periodista. La información que le dio Silvio Páez, estaba
resguardado en archivos virtuales en distintos correos electrónicos, pero necesitaba guardar
una copia, en la sede del diario, por si algo le pasaba. Aun maldecía el momento en que
dejó el bolso dentro del thunderbird, lo más seguro es que el canalla de Turó ya poseyera
esa información; no le preocupaba si la destruía, pero sí le alteraba el ánimo, el que el
máximo jefe de investigación tuviera de primera mano todo lo que el disco contenía.
Conociendo, como ella suponía, el perfil psicológico de este hombre, no cabía la menor
duda de que Benjamín Turó no solo dedujo y afirmaba ya, sin un atisbo de sospecha, que
el caballo de Cecilia Corvalán existía, sino además que toda esta marejada de sucesos iba
mucho más allá. ¡Cómo le hubiera gustado tratar con su némesis en el mismo terreno de
investigación! Con una fuerza deductiva y una capacidad para encontrar respuestas más
allá de los medios que utilizaba para la consecución de sus fines, había que admirar esa
inteligencia sobrenatural, posada sobre un eterno traje azul marino. Ella y Benjamín Turó
hubieran logrado descifrar juntos este enigma, y colocarle rúbrica a la página final de esta
investigación. Segura estaba que él ya tenía las resoluciones de lo que hasta ahora sabía. Y
quizás las dudas que él se planteaba, eran las respuestas que ella conocía, Sí, hubiera sido
una cooperación altamente productiva y gratificante. Pero la naturaleza actúa con picardía
y a veces desdobla su propia capacidad de asombro al crear elementos únicos que olvidan
su propio génesis.
Jade llegó a la antiquísima sede del diario “La Palabra” el último de los medios impresos
que no se había rendido al avance destructivo de la bacteria. Llegó caminando,
zigzagueando los recovecos atestados de una ciudad expectante.
Las oficinas del periódico eran solo tres pisos de una antigua casa, que en su momento
sirvió de refugio mental auspiciado por unas paupérrimas monjas de la orden de las clarisas.
Las rotativas y el taller impreso funcionaban en un almacén propiedad de los dueños, al
otro lado de la calle. Aun y con todos estos inconvenientes “La palabra” era el órgano
divulgativo de mayor lectura en el país. El gobierno había intentado comprarlo, como hizo
con innumerables medios impresos y audiovisuales, y ponerlo de rodillas ante su dañino
manejo. Al resultarle estéril esta táctica dilatoria, no quedó otra que buscar vías alternas
para su extinción. Le negaban la posibilidad de acceder fácilmente a divisas y comprar
papel, lo que hacía que su tiraje se redujera. Hackeaban su página de internet y sus redes
sociales, para dañar la credibilidad del rotativo.
La sede moderna por la que tanto lucharon propietarios, periodistas, obreros, accionistas,
reporteros gráficos, fue expropiada por el estado, alegando que se hallaba en unos terrenos
que pertenecían al ministerio de tierras. Las apelaciones no tardaron en llegar, las llamadas
de organismos internacionales, grupos de derechos humanos, asociaciones de
comunicadores en todo el continente, levantaron su voz de protesta. Pero nada se pudo
hacer. El inmenso e invidente monstruo de la justicia cortesana hizo lo propio. La
instalación fue tomada por efectivos militares quienes procedieron a expulsar a todos los
que laboraban allí. Posteriormente los mismos equipos de impresión, digitalización,
rotativas, papel y todo activo móvil, fue puesto a disposición
del gobierno quien procedió a instalar un diario con evidentes matrices de información
afecta al servicio de la bacteria. Con la dignidad en alto y el claror de un nuevo comienzo
los miembros de “La Palabra”, encabezados por sus dueños, la familia Riera, se fueron a
las antiguas ruinas del manicomio noble. Lo más emblemático de toda esta situación era
un aviso grande enmarcado sobre la recepción del rotativo que decía: “Para trabajar aquí
no hay que estar loco…. ¡Pero cómo ayuda!”
Jade entró saludando con desdén.
-¡Jade Goronda!—dijo sorprendido Arnulfo Cohen, redactor de la fuente de economía del
diario--¡Esto es un verdadero milagro!
-¿Cómo estás Arnulfo?—respondió Jade con evidente cansancio, deteniéndose en el
angosto pasillo de entrada--¿Cómo marchan las cosas por aquí?
-Qué te puedo decir. Todo lo que está pasando en el país nos tiene como locos. Después de
tantos días con información caliche, por fin algo que valga la pena. A todos nos han
mandado a la calle a cubrir lo de la movilización y el asalto al canal del estado.
-Sí, me imagino.
-Oye; —dijo Arnulfo acercándose a la periodista— ¿No has sabido nada de don Rocco?
De verdad que su ausencia nos tiene preocupados. Martín, ¿Te acuerdas de Martín Galán?,
el que en una fiesta de navidad trajo a su esposa y también a la amante. Pues, es él quien
está al cargo de la jefatura de redacción desde hace días. ¿Qué te parece? Lo colocó el
licenciado Riera. Claro, hasta que aparezca don Rocco.
-No. No he sabido de don Rocco.—mintió tímidamente Jade—Pero me gustaría Arnulfo,
entrar a su oficina. Estoy trabajando en algo que él mismo me pidió, y necesito utilizar una
información de su computadora.
Arnulfo la miró con extrañeza. Él mismo se encargó de reanudar la caminata. Era un
hombre de contextura delgada, no mayor de cuarenta y cinco años, de tez morena clara y
con un cuello embarazado, producto de una protuberante manzana de Adán, que se movía
conforme hablaba.
Mientras Jade saludaba a cada persona que se encontraba, algunas con efusividad, quienes
le preguntaban por Rocco Santino; otros, en cambio, se detenían solo para estrechar la
mano de esta mujer que era considerada toda una leyenda en la lucha inerme contra la
falsedad, la corrupción y la esclavitud de un régimen.
Arnulfo Cohen ingresó a una pequeña oficina, ubicada en la tercera puerta a la izquierda,
y que transpiraba un penetrable olor a recuerdos viejos, como esos lugares antiguos de las
casas donde van a parar las cosas obsoletas o aquellas que sucumben a la lucha del paso
del tiempo. Ese era el olor de la oficina de Arnulfo. Allí ingresó, buscó en un estante una
carpeta amarilla. Luego trató, en un primer intento, de abrir una terca gaveta de su gris
escritorio, forcejeó con ella, le recordó entre dientes a su inexistente progenitora; tomó aire,
aplicó sus escasas fuerzas y finalmente venció sobre el compartimiento. Extrajo unas
destellantes llaves unidas a un rosario hecho con semillas de peonía.
-No sé realmente que podrás descubrir. —Dijo a Jade quien le había alcanzado y se
encontraba en la entrada—Estas son las llaves de su oficina. Don Rocco tiene más de una
semana que no sabemos de él. La oficina la cerramos al tercer día. Martín despacha desde
la suya. Pero—aquí Arnulfo baja la voz y mira para los lados—anoche vinieron unos
hombres con una mujer, decían que los había mandado el licenciado Riera. Entraron,
jurungaron y se fueron, llevándose todo en una caja.
-¿Anoche?—reaccionó sorprendida Jade-- Dime algo Arnulfo ¿Cómo era esa gente? ¿La
mujer, lograste verla?
-¡Claro!, yo fui quien les llevó hasta la oficina. Si estoy aquí desde las cinco de la mañana
y a veces son las diez de la noche y todavía, ¡trabaja que trabaja! Con todo esto que está
sucediendo en el país, los que podemos echar una mano lo hacemos, cubriendo distintas
fuentes, y escapando de la persecución de los “podridos” y sus secuaces.
-¿Entonces?—Increpó Jade, haciendo señas con sus manos para que se apurara con el relato
abandonado.
-¡Ah sí! , disculpa. La tipa era una mujer rara; rubia, mal vestida y con un moño gigantesco.
Los otros estaban bien trajeados, con paltó y corbata fina.
-¡Elisa Cantera!—exclamó Jade con sorpresa.
-¿Los conoces?
Jade Goronda pasó su mano por la comisura de su pasmada boca. Llegó a la conclusión
que apenas Elisa tuvo conocimiento de lo fallido que había resultado todo, estaba moviendo
sus piezas, pero ¿Por qué presentarse en “La Palabra”? En dado caso, este sería el último
lugar donde ir.
-Dime algo Arnulfo, —dijo Jade, aun sorprendida, y bajando la voz a casi un susurro--
¿Qué se llevaron? ¿Qué buscaban en la oficina de don Rocco?
-No lo sé mi niña. —Respondió el interpelado imitando a Jade y bajando el tono de su
voz—Se llevaron una caja grande. Te repito, —continuó Arnulfo, levantando nuevamente
la voz—ellos dijeron que el licenciado Esteban Riera los había mandado.
-¡Ven acá, y tú les abriste la oficina, así como así! ¿Estás demente?
-¡No! ¿Qué te pasa? ¡Claro que no! Te repito, ellos mismos la abrieron, tenían una llave,
yo sólo los conduje hasta allá porque no sabían cuál era. Pero antes, yo llamé a don Ernesto,
pero él no me pudo atender, así que me comunique con su hijo mayor, Ernesto junior, y él
fue quien me confirmó que en efecto debía abrirles la oficina. Que ellos “dizque” eran de
la nueva gente de contabilidad y necesitaban algo de la computadora del señor Santino. No
me quedó otra que obedecer. Tú sabes, donde manda capitán…
Jade no perdió tiempo, literalmente le arrebató las llaves y se fue presurosa a la oficina de
Rocco. La misma estaba casi igual a como ella la recordaba desde su última vez, hace ya
unos días, cuando se citaron para hablar acerca de su primer encuentro con Valerio
Camacho. Se sentó en la reclinable silla frente al escritorio, y justo cuando se disponía a
encender la computadora se dio cuenta de que en efecto el monitor estaba allí, más no así
la unidad del procesador. Revisó las gavetas del escritorio y estaban igualmente vacías; se
levantó y caminó hasta el archivo, dándose cuenta que éste había sido prácticamente
vaciado.
-¡No lo entiendo! ¿Qué pasa aquí?—Se preguntó, mientras enjarraba sus brazos en la
cintura.
-¡Vamos Jade! Colega, ¿Qué es lo que sucede? No hace falta ser un genio para saber que
algo anda mal. Es don Rocco. Se trata del señor Santino, ¿algo le pasó, verdad?
-¡Tengo que irme Arnulfo! Y otra cosa, sé que te parecerá extraño pero, necesito dinero.
Préstame algo en efectivo, no tengo nada, ni cartera, ni tarjetas, nada. Y como están las
cosas no podré ir al apartamento.
-No digas más, —dijo Arnulfo a la vez que sacaba de su cartera unos cuantos billetes—
espero que esto te alcance, es todo lo que llevo encima.
-Gracias. ¡Ah! Y algo más coleguita—dijo Jade asomando una sonrisa perfecta-- Por favor,
si esa gente vuelve, por nada del mundo digas que yo estuve por aquí,
¿comprendes? Mi cuello está en peligro Arnulfo ¿Me das tu palabra?
-Estas tras algo grande Jade Goronda, lo presiento, nuestro olfato periodístico es muy
intenso, olemos un tubazo a kilómetros. Todo esto es muy raro.
-¿Lo harás?—le preguntó Jade para asegurarse de la confidencia de él.
-¡Claro mujer, por Dios, no faltaba más!—Y tomándola de un brazo, con un ahogo en sus
palabras, Arnulfo Cohen le pregunta con un excesivo movimiento de su manzana de Adán:
-Dime algo Jade, y no me mientas por favor; ¿Don Rocco está muerto?
Jade traga con dificultad, y sin mover un solo músculo de su cuerpo miró, sin hacerlo, al
sorprendido Arnulfo.
-¡Que a Dios—dijo ceremoniosamente-- no se le ocurra echarme esa vaina!

Ya a las afueras del edificio, Jade Goronda examina a su alrededor. Había gente caminando,
no mucha en realidad, quizás porque esa zona de la ciudad no era tan transitada, o tal vez
porque los que ya deseaban formar parte de todo esto, se encontraban en su destino. Pero,
¿cuál destino?—se preguntaba Jade--¿Hacia dónde irán todos?
¿Quién está detrás de toda esta movilización?
Con prudencia bajó los nueve escalones de la entrada. Ya en la acera, esperaría a que un
taxi pasara. Pero después de unos minutos se dio cuenta que debía moverse, aunque se
sentía cansada, luego de atravesar casi media ciudad, su instinto le decía que tenía que
movilizarse; el estar allí en la sede del periódico, resultaba extremadamente peligroso.
Caminó unos cincuenta metros y en la esquina inmediata, decidió cruzar la angosta avenida
de dos vías. Justo al otro lado, un individuo con chaqueta de cuero y lentes oscuros la
observaba. Jade frenó en medio de la vía y regresó por sus pasos, dobló en la esquina a la
derecha y siguió una segunda calle. Miraba hacia atrás y se percató que el individuo la
seguía mientras hablaba por teléfono. Los nervios aún no se dejaban ver en la valiente
reportera. Jade cruzó diagonalmente hasta la otra acera. Dos muchachas, muy jóvenes
ambas, envueltas cada una en banderas tricolor, con el rostro igual pintado con el símbolo
patrio, caminaban con presura. Jade no pudo darles alcance, siguió andando y se percató
que el extraño sujeto ya no le seguía. No se confió y volvió a cruzar en diagonal la calle,
doblando en la siguiente esquina a la izquierda. Divisó a unas cuantas cuadras, la autopista
Francisco Fajardo. Se veían las banderas, pancartas y afiches a lo lejos, que
daban señales de la gran oleada de personas. Cuando intentó caminar sintió que la cogían
por el brazo. Trató de zafarse en el mismo momento que sintió la presión, y lo logró. Al
darse vuelta, el hombre de la chaqueta de cuero que la venía siguiendo, lanzaba un fuerte
manotazo para tratar de agarrarla nuevamente.
“¡Ven acá muchachita!”
Pero Jade no se dejó atrapar, y propinándole una fuerte patada en la ingle, echó a correr.
Una camioneta le siguió el paso interceptándola en la siguiente cuadra. De ella bajaron dos
hombres, portando pistolas que enseñaban al aire: ¡Párate Goronda!
Jade ni los escuchó, y si acaso lo hizo, dio cuenta que detenerse sería un error. Siguió
corriendo con una velocidad tal que hasta ella misma se sorprendió. Los hombres se
montaron en la camioneta al ver que la reportera, de manera audaz, cruzaba hacia una
pequeña calle de un solo sentido que finalizaba en el puente “Los leones”, un elevado que
une la vía principal con la autopista. Pero por mucho que pudiera correr, Jade fue alcanzada
por la camioneta. Los tres hombres, entre los que estaba el sujeto de la chaqueta negra,
descendieron y la persiguieron en círculo. Los pocos transeúntes que vieron todo aquello
se replegaron, caminando cada quien por su lado. Uno de los perseguidores disparó al aire,
para intentar amedrentar a la aguerrida mujer que no daba señales de querer dejarse atrapar.
-¡Coño! ¡Eso fue un tiro!—dijo el chofer de un automóvil que pasaba por el sitio y que veía
el forcejeo.
-¡Acércate, para ver qué es lo que pasa allá!—ordenó el que iba de copiloto, un hombre
gordo, de tez blanca y sonrosada, con rostro bonachón.
Al llegar a la angosta vía, fue él quien se bajó primero. Sacó una mágnum 44 de gran
potencia. Abrió la puerta y se ocultó, como pudo, detrás de ella.
-¡Alto! ¡Bajen las armas, o disparo! ¡Dejen tranquila a la señorita!
La respuesta fue un disparo que alcanzó los faros delanteros del auto. El hombre no se
inmutó y con extraordinaria puntería abatió al sujeto que disparó primero. Los otros dos
empujaron a Jade con brusquedad al suelo y se metieron rápido a la camioneta huyendo del
lugar, y dejando a su secuaz en el pavimento.
Sin perder tiempo se acercaron hasta donde la mujer, quien yacía boca abajo en el raído
asfalto.
-¿Te encuentras bien?
-Sí. De hecho—dijo mientras se incorporaba—si no fuera por ustedes…
Jade Goronda calló. Se levantó con ayuda del corpulento hombre quien la elevó con
facilidad. Lo miró con incredulidad y se arrojó a sus brazos con fuerza y emoción.
-¡Tío Roberto! ¡Eres Tú! ¡Gracias a la virgen que eres tú!
-¿Jade? Mi niña, ¡Por Dios santo!—preguntó el hombre con efectivas muestras de
asombro--¿Cómo estás? ¡Dios mío, cuanto tiempo! ¡Pero, por Cristo! ¿Qué pasa?
Juntos, Jade Goronda y Roberto Álvarez se unieron en un abrazo sentimental y sincero.
-Ella es Jade. —dijo el atribulado general al mayor Sangroni, su edecán. —Jade Goronda
la hija de Fabián Goronda, mi gran amigo. Pero ¿qué pasó aquí? ¿Te querían asaltar?
-No precisamente tío Roberto. Ellos son gente peligrosa, trabajan para unos mafiosos y
bueno qué te puedo decir. Para variar estoy metida en un paquete.
-Está muerto—confirmaba el joven oficial, al lado del cuerpo del malhechor.
-Tenemos que irnos de aquí.-Sentenció el viceministro- Lo reportaré, pero no podemos
inmiscuirnos. Ven Jade, vámonos.
Se introdujeron, presurosos, al automóvil y se marcharon. Una vez alejados lo suficiente,
Roberto Álvarez ordenó a su edecán que llamara a la policía e informara de lo sucedido.
-Jade, —dijo volteando su humanidad al asiento posterior donde iba la reportera-- no te
veía desde que despedimos a Fabián. Siempre me pregunté qué había pasado contigo.
Intenté comunicarme cuando supe que eras una perseguida. Pero nada.
-Muchos trataron de contactarme tío, pero no creí conveniente.
-¿Qué pasó allá? ¿Quiénes son esos tipos?
Jade toma un aire profundo y relajante. La reciente experiencia no la alteró para nada. Sus
nervios seguían ajenos a lo que sucedía y su palpitar cardíaco se debía más bien al
azoramiento de la situación que al impacto de la muerte. Sentía que se estaba
acostumbrando al inescrupuloso escenario de su vida.
-Te repito tío, son gente mala. Quizás has oído hablar de ellos; “Los Cantera”.
-¡Esos narcotraficantes! ¿Qué tienes tú que ver con esa gente?
-¿Vamos para la oficina mi general, o directo a Miraflores?—dijo el edecán.
Jade sonrió nerviosa. Movió su cuello de manera rotatoria buscando el acople perfecto
entre su cabeza y su mente. Recordó que el “bonachón” de Roberto Álvarez, el tío
putativo, gran amigo de su padre y que se disfrazaba de San Nicolás y le llevaba juguetes
costosos, era hoy en día, vice ministro de la defensa. Muy a su pesar era un “podrido” del
régimen. Por eso Jade titubeó en contarle todo. Necesitaba una mano amiga en ese
momento. Era un hecho que esos hombres trabajaban para Elisa Cantera y que estaban
peinando toda la ciudad para hallarla. Por otro lado la hora de la cita con Benjamín Turó,
estaba cerca. Quizás el general le ayudaría si ella le contaba el cuento desde una perspectiva
muy escueta, sin mencionar, claro está, los “cabellos de Bolívar”.
-Escribí algo que no les gustó y bueno, nada. Están furiosos.
Roberto Álvarez la miró de soslayo, presentía que no le decía la verdad.
-Me pueden dejar lo más cerca posible de la torre Santaella. Yo me iré por mi cuenta.
-¿Los Cantera, los Santaella? ¿En qué berenjenal estás metida mujer? Ayer precisamente
hablé con el ingeniero Santaella por teléfono.
Jade aguzó sus sentidos. El oír el nombre de Marcelo Santaella en la boca del general le
mostraba, un escenario bizarro y borroso.
-¿Y para qué querías hablar con él?
-Era él quien quería hablarme. Tenía problemas para despegar con su helicóptero en la
Guaira.
-¡Fue por eso que no llegó a tiempo!—susurró para sí Jade.
El general Álvarez escuchó lo que entre dientes dijo la joven, y girando su abultado torso
increpó a Jade:
-Creo que no me has contado toda la verdad. Si quieres que te dejemos allá debes
decirme ¿Qué es lo que está pasando? No voy a permitir que te hagan daño, entiendes.
Jade mira a través de la ventanilla del auto. Observa el escenario que afuera se mostraba.
En la entrada de la autopista el paso se dificultaba y la velocidad del auto disminuía. Jade
entendió que estaba llegando al final de su investigación. Independientemente que
encontrara la estatua, lo que en realidad en ese momento menos le importaba. A no ser
que ese era el instrumento mediante el cual podía salvar vidas. O terminar de destruirlas.
El encontrarse con el general Álvarez le inquietaba, pero a la vez presentía que este
encuentro sería importante para ella. Se decidió a contarle, de forma superficial los picos
de una historia enmarañada.
-A don Rocco Santino—dijo sin dejar de mirar por la ventanilla-- el editor de “La
Palabra” lo secuestró esa gente; “Los Cantera”.
-Conozco a Rocco. ¡Por dios no lo sabía! ¿Cuándo? ¿Por qué?
-Hace unos días. Y todo por mi culpa.
Jade estaba en evidente cansancio físico y mental. Apoyó sus codos sobre los muslos y
enterró su rostro en el arenal de sus manos. El general Álvarez volvió al frente y moviendo
la cabeza en señal negativa, trataba de entender lo que la joven atravesaba en ese momento,
sin siquiera sospechar que los distintos recovecos del laberinto del destino, estaban unidos
por la misma hilera de sucesos que tanto él como Jade Goronda habían vivido en los últimos
días.
-Jade—dijo--¿En qué puedo ayudarte? Lo que pueda hacer por ti, tiene que ser hoy. Quizás
esto que te voy a decir sea un verdadero palo periodístico: En las próximas horas renunciaré
al vice ministerio. Hay cosas más grandes que se están poniendo…en marcha—dijo
mientras observaba a la muchedumbre que a lo lejos mostraba ya un solo cuerpo y una sola
determinación.
Jade se irguió y trató de abrazarlo desde la parte posterior.
-Me salvaste la vida tío Roberto. Más no te puedo pedir. Sólo que te cuides. Si lo que has
decidido no tiene retroceso, entonces debes cuidarte.
-El automóvil aminoraba la velocidad. Se hallaban cerca de Plaza Venezuela. Jade decidió
que debía bajarse allí mismo. A pesar de la resistencia de Roberto Álvarez, la tenaz
reportera descendió del vehículo.
-Presiento que nos veremos pronto—dijo el general, a la vez que le estampaba un beso a la
mujer que en otrora se abrazaba a sus piernas y con chillona voz imberbe le pedía la
bendición, mientras preguntaba con ansias donde estaba el juguete de sus sueños. Eran
otros tiempos, esa pequeña había crecido, ya no se aferraba a las piernas de él pero a pesar
de la distancia y el tiempo sin verse, el general guardaba sincero aprecio por la joven que
en ese momento le devolvía con dulzura el beso paternal.
-¡Gracias, tío Roberto! Y tienes razón, nos veremos muy pronto.
Jade se fue caminando con rapidez. El tiempo se agotaba y ella lo sabía.

***
-¡Cuídelo!—ordenó Benjamín Turó a Rodrigo—Si algo le pasa a Eduardo Santaella, ¡ni
millones de rezos te bastarán para hacerlo pagar!
Ambos estaban afuera de la “habitación” de Eduardo. El falso médico palideció, y con
evidente nerviosismo asintió sin decir palabra alguna, luego entró sin hacer ruido y
cuidando de no darle la espalda a su jefe.
Benjamín se sorprendió en silencio. Se dio cuenta que había quebrantado una regla muy
suya: No amenazar a nadie. No tanto por lo que la amenaza significara, sino por la categoría
tan humana y adivinable en la que podía caer. Pero la situación y el tiempo se estaban
volviendo en su contra para la concreción de sus nuevos objetivos. Subió al primer nivel
de la edificación. En la puerta de su oficina se hallaba el inspector Garrido con tres oficiales
más.
-Inspector jefe, necesito que firme estas autorizaciones para movilizar el grupo especial a
la sede del canal del estado.
-¿A la sede del canal? Y ¿Quién dio esa orden? Yo no he autorizado nada.
-Fue el general Molero, señor. En vista de que, bueno, él no ha podido contactarlo, pues
bien él envió esta petición para movilizar este contingente armado.
Todos los allí presenten esperaban alguna respuesta desagradable por parte de Turó. Sin
embargo, éste solo se limitó a recibir una sencilla lapicera plateada, y firmó la orden.
Inmediatamente después ingresó a su oficina sin demostrar siquiera algún tipo de reacción.
Pero justo antes de trasponer el marco le ordenó a Garrido:
-Quiero que usted y seis oficiales más me acompañen a un operativo especial esta tarde.
Vengan en 15 minutos y les daré toda la información.
Cerró la puerta. Caminó hacia la hexagonal pecera donde Salomé lo recibió con muestras
de alegría. El pitón estaba mudando completamente su piel. En ese período el animal se
tornaba agresivo, pero con Turó pareciera que el reptil olvidara millones de años de
evolución y se transformara más bien en un ser sumiso y plácido.
La acarició desde afuera sin sacarla de su entorno artificial. Hizo una mueca labial que lejos
estaba de parecer una sonrisa. Caminó hacia el televisor y lo encendió. No pasaban nada
de lo que sucedía afuera. Los canales de televisión extranjeros informaban de la marcha
creyéndola parte de una estrategia gubernamental para apoyar al gobierno. Encendió
nuevamente sus tres teléfonos móviles los cuales resonaron con el mismo tono.
Recordatorio de llamadas perdidas, mensajes de texto, mensajes multimedia, y demás
avisos de un mundo exterior del cual Benjamín Turó se autoexilió por momentos, solo para
descubrir, que estaba más que seguro que nunca de dejarse llevar por la fuerza centrífuga
de un movimiento sin retorno.
Se sentó cómodamente, y comenzó a teclear sus dedos sobre un imaginario teclado ubicado
en el borde de su escritorio. Extrajo de su bolsillo los hermosos ojos enmarcados,
colocándolos arriba.
Los minutos desfilaron en silencio. La puerta de su oficina fue tímidamente sacudida por
el knock, knock de la visita esperada. Benjamín detuvo en seco su tecleo, abrazando con su
mano los fulgurantes ojos, los cuales comenzó a acariciar de manera imperceptible.
-Permiso inspector jefe. —Dijo Garrido al momento de pasar con seis oficiales, igualmente
respetuosos y temerosos.
La oficina tenía una inusual nube invisible de expectativa y terror. Se apreciaban todos los
objetos, que lacónicamente la decoraban, pero había en el ambiente una atmósfera tan
intensa, tan espesa y luctuosa, como si proyectara de alguna manera, el ánimo de los que
detentaban el poder y dominio de una situación amorfa. Benjamín Turó estaba sentado con
una postura firme, inmóvil, como un monolito de mármol y granito. Su único movimiento
era el de su mano derecha, que acariciaba con pausa y falso remordimiento, los verdes ojos
desencarnados.
-En este país, —dijo finalmente—se respira política, se habla de política, se come política
y se defeca política. Estamos conscientes de que no seremos ni los primeros ni los últimos
en una situación como la nuestra. Pero, —dijo levantándose de improviso, una acción que
asustó a los presentes—podemos seguir teniendo el control, más allá de nuestros propios
sueños y deseos.
Benjamín miró, a cada uno de los allí presentes. Sus ojos destellaban como nunca antes,
ninguno de ellos, los habían visto. Una aureola le arropaba desde arriba como un manto
transparente y protector. Estaba distinto, parecía crecer con cada palabra que decía:
-En algunas horas tendré que llevar a cabo, personalmente un operativo de gran
envergadura. Único, y que nos llevará a una frontera distinta de conocimiento. Porque,
caballeros, quien tiene el conocimiento, tiene el dominio. Y nosotros lo tendremos.
-Disculpe inspector jefe, ¿se refiere a la toma del canal del estado?
La pregunta sin sentido y fuera de foco del gris inspector que la formuló, llevó a Benjamín
Turó a mirarle fijo, con ojos gélidos y respiración silente.
-No. —Masculló con evidente desagrado-- No se trata del asalto al canal del estado. Esa
operación ya la planificó el general Molero. Nosotros—dijo dándole la espalda al ahora
nervioso oficial—iremos tras la verdad. La verdad, por la que tantos han dado la vida, y ni
siquiera la vieron. ¡Nosotros iremos tras ella, y la alcanzaremos mordiéndola en la yugular!
Esto lo dijo arqueando los dedos y destilando hielo por los ojos.
-Pueden retirarse. —ordenó-- Menos usted Garrido, necesito darle todas las instrucciones
del caso.

***

Leticia esperaba con ansias dentro de la oficina. Esperaba por Jade, pero con más ahínco
esperaba por alguien que le juró fidelidad y protección a pesar de todos los
acontecimientos. Horacio llegó cansado, sudoroso y con miedo. Aun recordaba las palabras
de Marcelo Santaella y su promesa de destruirlo si salía de la mansión. Leticia llamó y
exigió que dejaran a que Horacio se presentara con urgencia a la torre “Santaella”. El
hombre logró llegar con la ayuda de un medio hermano que lo fue a buscar a la exclusiva
zona residencial en una motocicleta, previa promesa de un pago más que generoso por parte
de la señora. La presencia de Horacio daba a Leticia la confianza de que enfrentaría a
Benjamín Turó, no solo con la figura de Apolonio Rizzo como mediador, sino con Horacio
y algunos individuos fungiendo como fuerza armada, si fuera necesario.
-Marcelo jamás pensó que yo podía defenderme, no solo a mí, sino a mi hijo—le dijo al
chofer apenas logró trasponer los límites de la oficina—Hoy demostraré que nada en mí,
ha sido producto del azar.
-Estoy a sus completas ordenes señora.
-Lo sé Horacio, por eso estás aquí. Y hoy, no solo demostrarás tu afecto, si no que
terminaremos un trabajo que iniciamos hace mucho tiempo.
Leticia se sentó en la amplia butaca detrás del escritorio que representaba el mundo
poderoso de Marcelo. Ella ahora estaba al frente de todo.
-¿Cómo está el ingeniero Santaella?—le distrajo Horacio de sus pensamientos.
-Recuperándose. Está aquí cerca, en la clínica San Uriel.
-Disculpe la pregunta señora; pero usted ¿por qué no lo acompañó?
-Hay cosas más importantes aquí, Horacio. —respondió Leticia abriendo sus ojos hermosos
que de a poco iban perdiendo su ternura. —Eduardo está en peligro y no quiero por nada
del mundo perderlo. Haría lo que fuera por mi hijo.
Horacio vio cómo su patrona acariciaba sin parar su fino collar de perlas. La observó con
distancia. Él estaba allí por la sencilla razón de la jugosa recompensa económica que
obtendría luego de que terminara ese trabajo. Cuando se enteraron en la mansión del ataque
que sufrió el ingeniero Santaella, él saltó de gusto. Horas antes estaba atemorizado, no pudo
dormir nada. Ni podía salir del cuarto. Uno de los hombres de Lenrry le vigilaba y no le
daba oportunidad de nada. Cuando amaneció él se dio cuenta que estaba en verdaderos
aprietos, que Marcelo cumpliría su amenaza. A pesar de que Leticia le prometió que nada
le pasaría, aparte de una fuerte suma de dinero, él pensaba que ella se olvidaría de él. Pero
tenía un as bajo la manga, que en cualquier momento sacaría para salvar su pellejo. Cuando
ideaba la manera de salir de allí escuchó lo del infarto que había sufrido su jefe. Casi de
inmediato fue liberado de sus aposentos con la orden de doña Leticia de que debía llegar
cuanto antes a la Torre Santaella. Horacio volvió a la vida.
-Sí, —dijo tímidamente—debemos salvar al joven Eduardo, doña Leticia. Confíe en mí.
-Quiero que busques a unos hombres de confianza, de muy extrema confianza y te vayas a
los galpones de los altos mirandinos.
-¿Los del depósito? ¿Dónde guardan las medicinas vencidas?
-No, ese no. El último galpón, el que está al borde de la loma, donde se guardan los
productos químicos que llegan del puerto. Te vas con algunos hombres y me esperas en
tres horas allá. Tres horas Horacio. ¿Podrás hacerlo?
Horacio saltó su mirada por encima de los hombros de Leticia, hacia la amplia ventana, en
claro indicio de que el tiempo dado por su jefa era muy poco, tomando en cuenta la
situación que afuera se vivía.
Leticia lo entendió y le dijo con hermosa armonía vocal:
-¿No te dejarás amilanar por eso, verdad?
Horacio reaccionó y bajando la mirada a la vez que juntaba sus manos le dijo:
-Cuente conmigo. – Y preguntando a la vez que subía su cabeza -Disculpe doña Leticia,
pero ¿Y Lenrry? O sea ¿Qué vamos a hacer con él? Lenrry era la mano derecha ahora del
ingeniero.
-Tú lo has dicho; era. Lenrry está en la clínica con Marcelo, tiene la exclusiva misión de
cuidarle y estar con él mientras yo pueda acercarme. Él me mantendrá informada. No se
moverá de allí, salvo que yo se lo ordene.
Diciendo esto, Leticia se levanta con pausa. Camina ensoberbecida hacia el sofá blanco,
toma su bolso de piel y saca un fajo de billetes verdes.
-Aquí están algunos dólares, Horacio. Utilícelos y compre lo que tenga que comprar.
Habrá mucho más al final de todo esto. ¡Lo prometo!
Horacio los tomó con timidez, devorándolo con los ojos. Luego se apartó de Leticia sin
darle la espalda.
-¿Nos veremos allá?—atrevió a preguntar.
-Yo le avisaré cuando estemos cerca.
-¿Estemos?
-Iré acompañada de otras personas. Usted sólo busque gente de confianza y capaz. Yo haré
el resto. Recuerde Horacio, lo único que me interesa es rescatar a Eduardo. Esa es la misión,
¿De acuerdo?
-¡Cómo usted lo ordene doña Leticia, así será!--dijo mientras se encogía de hombros.
Horacio abandonó la oficina, dejando adentro a una mujer distinta. Para nada se parecía a
la dulce y protectora doña Leticia. Aunque esto para él no era nuevo ni sorprendente.
Tenía diez años trabajando con ellos y conocía perfectamente los cambios que la familia
había experimentado. No se hizo preguntas ni se enfrascó en un estéril debate mental de
todo lo que acontecía. Sólo se limitaría a acatar con precisión las órdenes de su patrona,
mientras que con avidez, contaba el dinero ante la mirada escrutadora de Minerva.

***

Cada paso era dado con cautela, cada movimiento era producto de la observación
minuciosa del entorno. Jade caminó por la avenida Urdaneta, estaba relativamente cerca de
la torre Santaella, pero no tanto como para no acelerar sus pasos. La concentración era
enorme. Su vulnerabilidad era más que notoria. Presentía que mientras más gente tuviera a
su alrededor, más peligro corría. Sabía igualmente que “Los Cantera” estaban al tanto de
este nuevo impase, y que nada de lo que ella prometiera o entregara, los haría cambiar de
opinión y la asesinarían sin contemplación alguna. Ya no tenía dudas que el destino de don
Rocco Santino estaba sellado. Su “papá” y protector estos últimos años, era historia. Y su
sentido de culpabilidad estaba enormemente alimentado. En esos pensamientos transitaba,
cuando se encontró justo al frente de la sede distrital del SEBIN. Era una dependencia de
menor rango, pero sabía que allí era el sitio preferido de Benjamín Turó cuando quería
llevar a cabo sus “interrogatorios especiales”.
“¡Por Dios—pensó--allí podría estar Eduardo!”
Pero estaba errada. Eduardo no estaba allí. Las puertas principales de esta sede estaban
cerradas. Un grupo de doce soldados amenazantes custodiaba el edificio, seis en el techo
de la edificación y los otros seis en la entrada del estacionamiento, rodeado éste de dobladas
rejas de alambre en forma romboide. Algunos vehículos adentro, pocos seres humanos,
aunque sí algunos funcionarios del cuerpo, eran los síntomas de que, a pesar de la situación,
seguían trabajando.
Jade se encontraba en la otra acera. En el medio, la avenida era alimentada con miles de
personas. Su cuerpo se movió con clara determinación para cruzar el bravío río de almas
que indómito burbujeaba vida, y trasponer a como diera lugar, la barrera. Pero se detuvo,
como contenida por una mano invisible que no permitiría que desviara el curso de los
acontecimientos ya escritos.
Siguió caminando en línea recta, paralela a la corriente, apartando obstáculos visibles e
intangibles, cuando de pronto ese río humano cambió de curso, como buscando
desesperadamente su cauce natural arrebatado hacía tiempo. Jade observó cómo su campo
visual iba cambiando. No divisaba con claridad el edificio del SEBIN, solo veía una marea
alta de personas que subía conforme se aglutinaban en su interior.
“¡Malditos traidores de mierda!”
El grito incógnito vino acompañado por un ruido ensordecedor. Cientos, tal vez miles de
piedras impactaron en la sede. La lluvia de rocas cubrió todo, yéndose a estrellar contra la
desvencijada reja de alambres, contra la fachada principal, contra las ventanas, contra los
automóviles estacionados en su interior, contra las paredes laterales, y lo más importante,
impactaban contra el miedo. La reacción a este impulso natural no se hizo esperar, en un
instante imperceptible de tiempo, el ruido de los disparos se convertía en cruda realidad.
Una a una fueron cayendo las víctimas, hombres, viejos, adultos, mujeres. Jade Goronda
se congeló al otro lado de la acera, escuchó dentro de su mente los fuertes disparos que con
precisión asesina derribaba las humanas siluetas de tiro. Una mujer, a su lado, cayó
mortalmente sobre su bandera tricolor, con un disparo en la cabeza. Un niño de doce años
arrastrándose, se abrazó fuertemente a las piernas de Jade, solo para desplomarse con el
torso destrozado. Jade no reaccionaba, le parecía vivir un sueño dentro de otro sueño. Nada
se parecía a lo que había vivido, ninguno de sus viajes mentales con experiencias
gratificantes e imágenes tan coloridas, se comparaba a la pesadilla que estaba viviendo.
Entre tanto, la multitud ni se inmutó, siguió disparando su artillería natural, en contra de la
desventaja que significaba luchar contra un enemigo armado y decidido. Jade se agachó,
intentó, dentro de su casi anulado espacio físico, examinar al niño. Pero era inútil, el pobre
estaba emprendiendo su viaje eterno con una mirada vidriosa de satisfacción, y un arrugado
escudo de cartón en la mano derecha.
Jade se llevó las manos a sus oídos, intentaba acallar todo aquello. Debía levantarse, salir
de allí, pero por otro lado sentía rabia, un inmenso odio que debía apaciguar de cualquier
manera. Jade cogió una piedra, se levantó y la arrojó con fuerza. Aunque lejos estuvo de
darle al blanco, sirvió para desgarrase las invisibles vestiduras de su corazón. Comenzó a
murmurar para sí, luego lo dijo en voz alta, para escucharlo ella misma, hasta que explotó
en un grito ahogado e inundado de un llanto demencial:
“¡Asesinos! ¡Asesinos!”
Jade se desplomó y sentada en el suelo, abraza el cadáver del muchacho que aun sentía en
el exánime pecho, la sensación relajante de la muerte. Sintió como fue tumbada en el
pavimento y como decenas de talones desesperados la pisaban, mientras ella seguía
gritando en silencio:

“¡Asesinos! ¡Asesinos!”
Allí hubiera quedado su cuerpo, su vida, y sus ideales si no hubiese sido por un hecho
extraordinario. Dentro de sí misma oyó nuevamente la música que única y tranquilizante,
la desdobló en la biblioteca de la mansión Santaella. La escuchó clara y con una
presencia cercana que podía tocarla. Pero a diferencia de la primera vez que la sintió, ésta
vino acompañada de una voz que se dejaba colar desde el fondo de la hermosa melodía.
Era una voz fuerte que nunca había escuchado en su vida, que le pedía con determinación
y dulzura que se levantara: “Levántate Jade, te necesito. No puedes quedar aquí.
¡Vamos! necesito de ti. ¡Yo estoy aquí contigo! ¡Levántate!”
La música cesó, pero no así los miles de gritos de ira y terror que se apoderaron del
ambiente. A pesar de estar mal herida logró incorporarse. El cuerpo del niño no estaba con
ella. Vio a su alrededor y no lo encontró. Jade se incorporó de un solo salto, pero volvió a
caer. Los disparos se habían multiplicado exponencialmente al igual que la multitud que
entre temerosa y determinante, daba embates naturales contra el enemigo a vencer. Jade se
aferró a una pierna, tal como lo hizo el infante minutos atrás, ella se abrazó en el último
intento de permanecer con vida. La utilizó para impulsarse, pero aquella se mantenía reacia
al polizonte que se asía con una fuerza descomunal. En un impulso decisivo, Jade Goronda
pudo ponerse en pie, pero antes de que su maltrecho cuerpo se irguiera totalmente, siguió
dando tumbos, con la excepción, de que no volvería a caer por nada del mundo.
Se desplazó por entre el gentío, utilizando sus manos extendidas como único medio de
visión. Completamente amoratada y maltrecha logró trastabillar hasta las escaleras que
daban hacia la estación subterránea del metro. Se desplazó como pudo con un infinito dolor
en su costado que le impedía respirar. Llegó a la entrada de la estación pero no pudo
avanzar más, ésta se hallaba cerrada. Se sentó apoyando su espalda contra la verja que
señalaba con temor, la inutilidad de un medio de transporte, y miró como otras tantas
personas hacían lo mismo.
Jade Goronda; sola, cansada y herida, respirando con dificultad, oía los llantos ahogados
de los que, como ella, buscaron refugio. Se tocó su rostro con manos temblorosas, pero al
hacerlo el dolor le imposibilitó continuar. Pasó su mano derecha por debajo de su blusa, se
palpó el pecho buscando heridas abiertas, pero igual sintió mucho dolor. De pronto, todo
fue inundado por un silencio mustio. Allí abajo, al final de esos escalones no se sentía el
infierno que allá arriba se desarrollaba.
-Déjeme verla señorita.
Jade volteó. Un hombre de edad muy avanzada con anteojos de lentes muy gruesos, trataba
de tocarle el rostro. Ella rechazó de plano tal intención, apartando su cara con
brusquedad.
-Tranquilícese, soy médico. ¡Esto es un pandemónium!, —dijo mientras volvía, esta vez
con mayor determinación, a tocar el rostro de Jade con manos ajadas de experiencia—
parece que en algunas ciudades del país se está viviendo lo mismo. ¡Una masacre! ¡Una
verdadera masacre!
Jade lo miraba con lejanía. Le costaba respirar, sentía como si un pedazo de acero le
quemaba los pulmones.
-Es sólo una contusión en el pómulo, solo eso. No tiene fractura. ¿Dígame donde más le
duele?
Jade solo señaló su costado izquierdo, donde el dolor le impedía siquiera hablar.
El viejo médico le alzó con delicadeza la blusa. La piel suave y blanca mostraba, en el sitio
señalado por la joven, un raspón que empezaba a maquillar con color morado la zona lateral
de su cuerpo. Un gemido mudo, ausente de vocales, fue el indicio de que algo no estaba
bien.
-Tiene tres o quizás más costillas rotas. Necesita ir a un hospital inmediatamente.
-¿Un hospital?—habló por fin Jade—Si pudiera reírme lo haría doctor. Soy afortunada al
menos, de poder respirar.
Seguían llegando las personas buscando en ese recoveco un refugio al báratro que cundía
en la superficie.
-¡Es horrible lo que está pasando! —dijo el anciano médico mientras seguía tocando a Jade,
esta vez por el cuello— ¡Nuestro país no se merece esto! Somos gente buena, trabajadora,
no somos racistas o xenofóbicos. ¿Por qué tocamos fondo? ¡En esta tierra cabemos todos!
¡Simón Bolívar debe estar revolviéndose en su tumba con lo que le hemos hecho a este
país!
-¡Simón Bolívar!—dijo Jade con fuerte tono de voz— Sí, usted tiene razón ¡Es por él, todo
esto es por él!
Jade Goronda se levantó. Tomando un segundo y decisivo respiro se incorporó con fuerza
y comenzó a caminar hacia arriba, hacia esa luz tenue que se negaba a ser asesinada por el
espeso humo que la cubría.
-¡Señorita!—dijo el viejo--¡No puede caminar, debe ir a un hospital!
-¡Claro que puedo!—respondió Jade apoyando su mano derecha en el pasamanos de la
escalera, y su izquierda por debajo de la blusa, tanteándose el golpe, que con su propio
latido trataba de doblegarla—Y tiene razón doctor; Simón Bolívar se está revolviendo en
este momento.

***

La hora precisa estaba por nacer. Leticia, ansiosa, se preguntaba dónde estaba Jade. Eran
más de las tres y no sabía nada de la reportera, ni de Apolonio, quien seguramente, se había
extraviado en la voracidad desmedida de los acontecimientos. Se amuralló de tal modo
dentro de la oficina, tal como lo hacía dentro de su gigantesca residencia, que en un gesto
de auténtica sorpresa, dio su primera orden. Asomándose a la puerta, como conquistadora
del mundo de Marcelo Santaella, le dice a la diligente secretaria privada:
-Minerva, si vuelve a llamar el inspector Turó, por nada del mundo le comente lo que
sucedió con el ingeniero Santaella, dígale que no se encuentra en la torre. ¿Estamos claros?
¡Por nada del mundo suelte prenda! Si insiste en querer hablar con el ingeniero, me lo
comunica. ¡Ah! y Otra cosa; —dijo bajando el tono melodioso de su voz--deseo estar sola.
Desocupe todo el piso, no sé, deles a todos el día libre, o múdelos a otro nivel de la torre.
Usted me avisará quien desea verme y yo lo autorizaré a entrar. No quiero a nadie,
absolutamente a nadie aquí. ¿Comprende? Solo a usted.
-Así será Señora Santaella.
-¡Von Kritten!, Minerva. De ahora en adelante diríjase a mí como la señora von Kritten.
Y cerró la inmensa puerta con delicadeza, esbozando una hermosa sonrisa sincera, a
medida que el ángulo decrecía a la nulidad.
Siempre deseó, desde los insondables rincones de su corazón, vivir sin tener que depender
de la aprobación o negación de su marido. Allí estaba ella, dueña de un imperio y dueña
por fin de su propia existencia. Aunque Marcelo estaba luchando a brazo partido para no
sucumbir ante el fétido aliento de la muerte, Leticia ya daba por sentado que su forma de
vida no sería la misma. No iba a dejar pasar esta oportunidad. Daría la estocada definitiva
al embestido toro de los acontecimientos y recorrería el coso de su destino con gallardía y
decisión. Pero para llegar a esa situación terminante, aun le faltaba lidiar una última faena,
y manchar, una vez más, su corazón de arena con el sacrificio de la sangre.
Se paró justo al frente de la obesa figura de la dama, que jubilosa, montaba sobre un robusto
caballo resignado. Intentó acercarse al cuadro. Estiró su delgado brazo pero no pudo. No
lograba acercarse si quiera al borde del dorado marco de infinitos relieves. Intentó
nuevamente. Se llevó ambas manos al delicado cuello como si le faltara oxígeno precioso.
Lo aspiró con profundidad y alargó nuevamente el brazo, pero fue inútil, Leticia no podía
apartar su vista de la figura voluminosa del caballo, no importaba que se tratara de una
imagen, de una representación pictórica a lo que ella más temía.
La salvó el sonido del teléfono del escritorio. Reaccionó con brusquedad, dibujando una
sonrisa de plástico, como una mala imitación del gesto facial propio de Marcelo Santaella.
Caminó sin prisa y en el noveno repique atendió.
-¿Dígame?
-Señora Santae... ¡Perdón! Señora von Kritten. Tengo a Lenrry en la línea, dice que es
urgente.
-Pásemelo Minerva.
-Señora Leticia. Es Lenrry. Estoy en la clínica, el Ingeniero Santaella sigue inconsciente
los médicos lo encuentran estable. Le harán unos exámenes en breve.
-Gracias por avisarme Lenrry—dijo Leticia sin apartar la vista del cuadro—No se separe
de él y manténgame informada de todo lo que suceda. Me llama directo aquí a la oficina.
Necesito mi celular desocupado.
-Lo haré señora. Pero también la llamo por otra cosa. La señorita que estaba en la
mansión con el señor Eduardo, ¿sabe de quién le hablo verdad?
-Sí, de la periodista Jade Goronda. ¿Qué hay con ella?—preguntó con duda y volviendo su
mirada al inmenso ventanal.
-Pues, ella está aquí en la clínica.
-¿Qué hace Jade allí?—preguntó Leticia con incredulidad, sin apartar la mirada del
panorama externo que le ofrecía el amplio ventanal--¿Le ha dicho algo?
-Bueno lo que pasa es que se encuentra muy herida. Ingresó por sus propios pasos. Un
médico la está atendiendo. Creo que la hirieron en los disturbios de la avenida Urdaneta.
-¿Cuáles disturbios, Lenrry?
-Bueno señora no sé los detalles, pero parece que ha habido plomo en algunos sitios de
la ciudad y parece que en otras partes del país. Y bueno, la señorita estaba en una refriega
de esas y está herida.
Leticia se quedó colgada con el teléfono en el pabellón de la oreja. No podía creerlo. Una
nueva situación engorrosa sumada a las otras no menos difíciles, colocaba en una
disyuntiva delicada sus planes.
-¿Pero ella está bien?
-No lo sé doña Leticia, un médico la está viendo ahorita.

***

Jade Goronda caminó con dificultad hasta que no pudo más. Al llegar a la avenida Andrés
Bello siguió andando hasta que divisó el cubo azulado: La torre Santaella estaba a unas
seis cuadras. Jade cerraba los ojos con brusquedad en palpables síntomas de dolor
profundo. La multitud, apenas la dejaba caminar. Muchos corrían en todas direcciones
tratando de salvaguardarse, mientras que otros, mostrando el pecho y jugándose el latido
de la vida, se dirigían hacia donde les habían dicho que la matanza se llevaba a cabo. Jade
volteaba con dificultad para percatarse de que nadie la reconociera, le parecía ver en cada
mirada, en cada gesto, en cada quejido, en cada grito, alguien que podía hacerle daño. Ella
sabía que no podía continuar así. Conocía la ciudad a la perfección, y sabía que no estaba
lejos de un centro clínico. Se dejó guiar por el instinto, quien al final doblegó sin
misericordia al dolor reinante. Llegó a la clínica San Uriel. Entró apartando con fuerza
hercúlea al vigilante privado que anémicamente salvaguardaba la entrada, por temor a los
manifestantes, según dijo después.
-Necesito algo para el dolor—dijo Jade a la joven de rostro hermoso que la atendió en
recepción.
-Debe entrar por emergencia.
-Señorita,—Jadeó—llame a un médico o enfermera para que me den un sedante, por favor.
Creo que estoy herida.
-Usted no entiende, —dijo la ahora nerviosa muchacha—estamos cerrados a medias.
Tenemos una verdadera emergencia aquí, por todo lo que está sucediendo, debe ir a
emergencias y esperar a que la atiendan. Los doctores están atendiendo en orden de
prioridad médica.
Jade golpeó con fuerza el vidrio transparente que actuaba como barrera.
-¡Necesito un médico! ¡Aquí y ahora! —gritó sin pena alguna.
-¡Ya oyó a la señorita! Llame inmediatamente al doctor Guerrero. ¡Vamos apúrese! ¿Qué
está mirando?
-Sí señor, inmediatamente—gimió la cándida muchacha.
Jade volteó y con suma dificultad divisó a Lenrry, quien la reconoció en el acto, mientras
abría la puerta de entrada.
-Gracias—dijo ella lánguidamente.
-¿Qué fue lo que le pasó?—preguntó el hombre de confianza de Marcelo.
-El país me pasó por encima—dijo Jade tratando de sonreír en vano.
-Sí, esto se está poniendo feo y peligroso. Venga, siéntese por aquí mientras llega el
doctor.
-No. Sentada me duele más. Mejor me quedo aquí.
-¿Es ella?—preguntó un joven no mayor de 25 años.
-Sí doctor. —Respondió Lenrry con voz engolada--Ella es la joven que se siente mal. Por
favor atiéndala. Es amiga personal del ingeniero Santaella.
Al escuchar el nombre de Marcelo, Jade ancló sus ojos en el rostro de Lenrry, tratando de
dilucidar dentro de su confusa mente, la imagen que aún no coincidía con ninguna dentro
de su archivo mental. Jade no lo reconoció, en parte porque no lo había visto nunca. Pero
en cambio Lenrry sí supo quién era ella. Bastó con divisarla una sola vez y a lo lejos,
cuando ayer trataba de escapar, en compañía de Rizzo y Eduardo de la mansión Santaella.
-¿Aquí está el ingeniero, verdad?
- Sí, aún está en observación.- Respondió Lenrry.
Jade arrugó su entrecejo, dando claras muestras de malestar.
-Venga señorita,- dijo el médico- la revisaremos.
Lenrry procedió a llamar en el acto a Leticia, mientras que Jade se dejaba llevar hasta un
anexo privado donde el núbil doctor Guerrero la auscultaría con paciencia.
-Escuche Lenrry—dijo Leticia—no puedo salir de la torre. Dígale a la señorita Goronda
que se venga para acá, que la estoy esperando. Ella sabe a qué me refiero. Sí es preciso
escóltela hasta la entrada del edificio, yo la haré recoger.
El fornido hombre se quedó de una pieza. No lograba interpretar el interés repentino de
doña Leticia por la joven. Algo no estaba bien, pero por otro lado quién era él, sino un
empleado a merced de las ordenes de sus empleadores. No tuvo otro remedio que dejar
pasar este pensamiento y no preguntar nada. “Además—pensó—las cosas no están como
para estar metiendo la pata”
-Está bien. Como usted diga—dijo con voz rebuscada-- ¿Y qué hago si el ingeniero
despierta?...Aló, aló.
Lenrry se quedó hablando solo. Leticia cortó la comunicación una vez que impartió su
orden. No deseaba saber nada más.

***

“¡Nuestro momento ha llegado! ¡Todo, absolutamente todo por lo que nuestra lucha se ha
centrado, se resume a partir de ahora en estos acontecimientos! La tierra, nuestra sagrada
tierra venezolana, ha sido mancillada por un grupo de dementes que no le importa partir a
este país en mil pedazos. ¡Vengaremos a los caídos! No solo sacaremos de una vez por
todas a aquellos traidores que se han apoderado de un poder mal engendrado y nos han
conducido a esta hecatombe. Repito, no solo los expulsaremos del poder, sino que haremos
pagar con todo el peso de la ley a los culpables de toda esta masacre.”
“¡Aspiremos profundo compañeros, tomemos el aire purificado de la justicia e
impulsémonos con la certeza de que triunfaremos! ¡Nuestro momento ha llegado, carajo!”
Todos aplaudieron con furor en perfecto ritmo. Valerio Camacho estaba más que exaltado,
con ojos gigantes que parecieran tener vida y autoridad propia, su boca con perennes
burbujas de espumas naturales y su pecho henchido como si dentro, palpitara no uno, sino
dos corazones a ritmo frenético. El grupo de combatientes se había enterado de la serie de
atentados y emboscadas que se llevaban a cabo, no solo en la ciudad capital, sino en toda
la nación. Valerio impartió órdenes a todos los miembros de la resistencia a que actuaran
de inmediato conforme a lo planeado. No solo el momento había llegado, como lo afirmaba
el líder faccioso, sino que se había adelantado por acción propia de los hechos.
Resguardados en una pequeña e impenetrable finca a las afueras del estado Miranda, el
numeroso grupo, en su mayoría combatientes desde hacía tiempo; hombres y mujeres de
confianza; jefes de distrito; coordinadores de lucha; “colistas” de las más apartadas zonas
del país; ex empleados públicos; empresarios venidos a la bancarrota; amas de casa
viudas; esposos huérfanos de cónyuge; sacerdotes para quienes la palabra de dios no sólo
está escrita en un papel, sino en la piel con reconocibles cicatrices de tortura por defender
los principios de libertad; estudiantes universitarios a quienes le amputaron el futuro sin
dejarles espacio para la colocación de prótesis alternas de oportunidades; madres que
perdieron a sus hijos en manifestaciones, donde con un escudo de latón exigían respeto y
el nacer de una nueva Venezuela; campesinos desilusionados y engañados por las eternas
promesas de una verdadera propiedad terrena; ancianos que aún se mantenían en pie, no
tanto por la fuerza de sus huesos, sino gracias a la fuerza del músculo más importante: el
corazón. Muchos de ellos lanzándose de frente contra la gran ola del destino, sin temor a
nada, a sabiendas que lo más peligroso no es el hombre armado, ni el enemigo seguro de
su plan, ni el poder en sus infinitas formas usado como coleto de la historia. Lo más
peligroso es el combatiente que no tiene nada que perder, porque todo lo ha dado en
sacrificio del ideal. Y eso eran ellos.
“El Quijote—continuó Valerio en su discurso—no tardará en llegar, él y solamente él será
quien nos guíe. El momento ha llegado para todos nosotros, pero más para él.”
Un solo murmullo recorrió la amplia sala, donde apretujados, pero en éxtasis oían las
palabras del legendario combatiente.
“El Quijote, al fin lo veremos”, “Gracias a Dios”, “Sí existe. Al fin, todo ha valido la pena”.
La inmensa mayoría sólo había escuchado de la existencia del “Quijote”, por boca de otros.
Cada uno se lo imaginaba de distinta manera y forma. Pero todos coincidían en atribuirle
dones mesiánicos y heroicos. Valerio era la figura física y palpable del liderazgo de la
organización, a pesar de ser la persona más buscada por los elementos de seguridad del
régimen. Sin embargo, “El Quijote” era quien despertaba toda la imaginación, hasta el
punto que algunos de los miembros cúpula de la organización, quienes no habían tenido la
oportunidad de conocerle o verle, eran los más escépticos con relación a su existencia.
Valerio los calmaba con una sonrisa húmeda: “Lo conocerán cuando llegue el momento”.
Y al parecer el momento había llegado.
“¿Cuándo llegará, capitán Camacho?” “Sí Valerio, dinos ¿Cuándo veremos al Quijote?”
Eran las preguntas que formulaban las voces cómplices.
“Calma, solo les pido calma y paciencia—prosiguió Valerio—Nuestro líder hará acto de
presencia muy pronto, pero por su seguridad, no puedo decirles nada más. Si hemos
esperado tanto tiempo, unas horas más no significan nada. Paciencia compañeros”
Valerio bajó de la mesa, convertida en improvisada tarima. Todos seguían murmurando y
comentando con éxtasis las palabras finales del “Capitán Camacho”.
-Imparta las órdenes a los jefes de distrito, Pacheco. —Ordenó Valerio—Que se reúnan
con sus respectivos grupos y sin pérdida de tiempo vayan a las “garitas” asignadas. Que se
comuniquen igualmente con los jefes de los demás estados. Hoy terminamos con esta
vaina.
-¿Y comenzamos con otra?—masculló en voz baja el aludido.
-¿Qué quiere decir?—preguntó melódicamente Valerio, mientras salía a la parte posterior
de la casa, devolviendo los afectuosos saludos de quienes se le acercaban con respeto.
-¡Coño capitán!—respondió Pacheco, una vez que se percató de lo seguro del diálogo--
¿Tú estás seguro de todo esto, estás seguro de que en verdad sea el momento?
-¿Qué le pasa teniente? ¿Acaso se va a dejar dominar por el culillo?
-Tú sabes que no es cobardía. —Dijo Pacheco en voz baja--Tú mismo lo dijiste; es
precaución. Los podridos están moviendo sus piezas.
-¿Y nosotros qué?—dijo Valerio señalando con su mano derecha al entorno— ¡Si el
Quijote dijo que es el momento, éste es el momento!
-Ojalá sea así. Tú muy bien sabes que cuando adelantas un plan al tiempo originalmente
planteado, hay consecuencias, y no tan positivas.
-Lo escrito, escrito está. ¡No sea huevón Pacheco! Ahora más que nunca necesito que esté
seguro.
-Valerio tú sabes que yo estoy contigo en esta lucha desde el comienzo. Que deseo un
cambio y que quiero que esto acabe en beneficio de todos, por eso no debemos improvisar,
si no damos en el blanco en esta jugada; ¡coño, será el final! nos caerán como cochino a la
mierda.
-No será así. ¡Se lo aseguro con mi vida! Pero dígame teniente—continuó Valerio
llevando a su compañero hacia el patio techado de palma--¿Cuál es realmente su temor?
-¡Son esos generales, nojoda! No confío en ellos. No sé por qué tuvimos que hacer pacto
con los verdes. Muchos trabajan para el régimen.
-Mejor. Así sabremos qué es lo que realmente planean. Por cierto ya es hora de buscar a
nuestro amigo el general Urquiola.
-¿Realmente lo llevarás donde “El Quijote”?
-Di mi palabra de andino, —dijo Valerio esbozando una sonrisa que mostraba la
imperfecta hilera de dientes—y eso es sagrado.
Y acercándose a su compañero de armas, Valerio le toca el brazo y lo aprieta con una
fuerza sincera de amistad.
-Todo saldrá mejor de lo planificado, confíe. Es el camino correcto.
-¿No queda otra, verdad?
-No.—respondió Valerio quitando su mano—Menos mal que no.
-Otra cosa capitán—dijo Pacheco cambiando tanto su postura como el tono de su voz--
¿Qué le diremos a Irene y a los compañeros del canal? ¿Cuáles son las órdenes?
-Que continúen atrincherados y defiendan la plaza. Ese sitio es crucial para nuestros
objetivos. Además a esta hora ya el general Álvarez nos hizo la vuelta de activarles la
energía eléctrica. No le digo teniente, todo saldrá mejor de lo planificado.
-Todavía tengo la sensación de que hay un cabo suelto—rezongó Pacheco.
-¿Un cabo suelto?
-Jade Goronda.
Valerio desvió sus aun exultantes ojos, hacia otra dirección. Volteó media humanidad y
se alejó escasos metros del teniente Pacheco.
-¡Jade Goronda! Ayer hablé con ella y estaba muy arrecha conmigo.
Y observando a su edecán de confianza agrega:
-Ella no es un cabo suelto Pacheco. Muy al contrario, Jade es parte importante de todo esto.
No me preocupo por la señorita Goronda, ella nos dará lo que queremos, no nos defraudará.
De eso estoy seguro.
El rostro moreno de Pacheco no hizo ningún gesto, ninguna señal. Al cabo de algunos
segundos solo movió afirmativamente su rala cabeza.
-Estás seguro de muchas cosas capitán. Ojalá todo salga como lo has planeado.
Pacheco se despidió con el saludo insignia de la organización; llevándose la palma de su
mano derecha al pecho, y luego cerrando el puño, lo eleva hacia los labios estampando un
sonoro beso de compromiso. Un compromiso que iba más allá de la lucha armada y se
instalaba, imperecedero en los dominios de la amistad verdadera.

***
-De momento esto le calmará el dolor—dijo el joven doctor mientras inyectaba un
analgésico vía endovenoso, -- Le haremos cuanto antes unas radiografías en el tórax.
-No tengo tiempo para eso doctor.—dijo Jade—Y por lo visto usted tampoco. Allá afuera
hay cosas más importantes que un par de costillas rotas.
-Para nuestra profesión todo es importante.
-Para la mía también—dijo Jade con dificultad.
No lo pongo en duda. —Dijo el doctor Guerrero al tiempo que empujaba hacia atrás la
pequeña silla, y extendiendo el brazo sacaba una mota de algodón dentro de un frasco de
vidrio. Lo impregnó en una solución anti inflamatoria y regresó, rodando nuevamente hacia
donde estaba la joven reportera, pasándoselo con suma delicadeza por la mejilla hinchada.
Jade se quejó levemente.
-Dígame señorita, ¿Está tan fea la cosa allá afuera, tal y como comentan algunos?
-No ¡Está mucho peor!—Y cambiando la temática del diálogo dice:
-Dígame algo doctor; ¿Cómo está el ingeniero Santaella?
-No lo sé, —dijo el médico, mientras continuaba pincelando el rostro de Jade con el
impregnado algodón—no lo he atendido, pero por lo que oí, está estable. ¿Lo conoce desde
hace tiempo?
-Algo—respondió Jade con desgano.
-Bien señorita estará aquí un buen rato, debería descansar y relajarse mientras puede. No
sabemos cómo terminará todo esto.
-Yo sí. —respondió místicamente Jade aun sentada en la camilla.
El doctor Guerrero se despidió con una sonrisa y Jade quedó sola en la habitación. No
pensaba en nada, de hecho su mente estaba en blanco. Se sentía extremadamente cansada.
No podía o no quería poner en funcionamiento su máquina de procesar pensamientos. Se
recostó sobre su antebrazo derecho. Allí quedó, inmóvil, durante unos cuantos minutos, los
cuales transcurrieron in albis. Tenía inflamado todo el lado izquierdo de su rostro. Su ojo
amoratado, por dentro y por fuera, le molestaba, pero no tanto como el dolor
fastidiosamente obstinado que sentía en su costado.
La puerta se abrió con pausa. Jade la sintió pero ni se molestó en moverse siquiera para
ver quien entraba. “De seguro es el doctor Guerrero”—pensó con desgano--. Cerró los
ojos con un dolor que iba cediendo al efecto del calmante, y se entregó nuevamente al
blanco lienzo de sus magines. Unos dedos suaves, unidos a una mano pesada y gruesa la
tocaron en el hombro. Jade abrió con intermitencia los ojos. Lo que vio la dejó sin habla.

***

El universo flotante de la clínica “Los colorados” se mostraba impasible ante los


acontecimientos que el país vivía. Allí, todos y cada uno de los que hacían vida, estaban
inmersos en realidades amañadas con altas dosis de apatía. La lejanía de este mundo era
tal, que una vez se ingresaba, se podía palpar lo inexistente de todo y si no se colocaba el
freno a esta sensación, el cuerpo se detenía y la mente se quebraba. De hecho nadie sabía
lo que realmente afuera sucedía. Y así hubiera sido por siempre si Apolonio Rizzo no entra
presuroso, sin desnudar su cuerpo y su mente, contagiado aun por los gérmenes del mundo
exterior.
-Buenos días doctor. —Le saludó la enfermera de guardia--Hoy tenemos tres nuevos
ingresos, necesito que me firme la orden de hospitalización. Y la señora Eglé Camacaro de
la habitación 27-B, tuvo intensa actividad anoche.
-Braulia, por favor. —Interrumpió Apolonio de buen talante.
-Se despertó a eso de las dos de la mañana con un fuerte ataque de ansiedad, que degeneró
en una crisis profunda depresiva. Se mordió tan fuerte la lengua que se desmayó. Por suerte
no pasó a mayores. Ahora está sedada, el doctor Prado tiene el informe completo.
La enfermera hablaba sin pausa. Ni siquiera en todo el trayecto, desde la entrada de la
institución, hasta el final del primer pasillo, donde se encontraba uno de los dos
consultorios de Rizzo, la mujer se dignó a observar al siquiatra. Con solo haberlo hecho se
hubiera dado cuenta del estado de profundo estrés que tenía el médico. Pero no lo hizo.
Continuó extendiendo su ciclo verbal sin final aparente.
-Para hoy está previsto, —continuó sin detenerse, y sin mirar siquiera—la llegada de la
comisión mixta del ministerio de salud para supervisar los trabajos del anexo subterráneo.
No sé a quién delegarle esta responsabilidad, desde que el doctor Mauresmo se alejó de la
clínica, las cosas se nos han acumulado…
-¡Braulia!—exclamó exaltado Apolonio— ¡Míreme! Por favor ¡míreme! Escuche bien
esto: “Yo no vine hoy”. ¿Me entendió?
La mujer obedeció a medias. Lo observó por primera vez desde que entró, se percató de
que estaba todo desaliñado, con la camisa ajada y la cabeza sudorosa. Pero no vio más allá,
y con una sonrisa cómplice le dijo:
-Ya le traigo las órdenes de ingreso para que me las firme, doctor.
Y dando media vuelta regresó por sus pasos para cumplir con la orden nunca dictada.
Apolonio Rizzo entró a su oficina, cerrándola por dentro. Estaba dividida en dos niveles
contiguos, separados por una puerta corrediza, invisible, camuflada con el mismo color
blanco pálido de la pared. La traspuso, ingresando a una habitación más pequeña. Se
quitó la camisa arrugada y cansada de tanto trajín colocándola en un perchero de metal,
se pasó sus manos por la cabeza tratando de secar el frío sudor, que empapado, trataba de
dominarlo. Caminó escasos pasos hacia una pequeña mesa de tres patas estilo art deco,
extrajo varias toallitas húmedas desechables de una cajita igualmente perecedera, situada
arriba de la mesa, y terminó de secarse, primero las manos, luego el rostro, ya menos
sudoroso, para luego terminar de usarla sobre sus codos y torso. Este rápido
acicalamiento representó un verdadero solaz para el médico que sentía, sobre el palpitar
de sus sienes, una temporal bomba a punto de estallar. Luego abrió un diminuto archivo
portátil, de donde extrajo una camisa manga corta, de blanca seda .La acomodó sobre su
velludo torso, abotonándola hasta el penúltimo ojal superior. Una vez cambiado el
atuendo, respiró profundo, caminó hasta un pequeño armario, lo abrió deslizando sus
puertas. De su interior, ausente de división, solo sobresalían tres cosas: una maleta
marrón, vertical, de doble cierre; una bolsa negra de palos de golf, con ribetes verde
botella, con solo tres pares de ellos adentro; y un dañado retroproyector. Apolonio
escaneó la habitación con la mirada, volvió raudo a la puerta corrediza para asegurarse de
que estaba cerrada. Regresó al armario, pero antes cogió un amplio maletín de cuero
negro y lo llevó hasta el clóset. Lo abrió, sacó un estetoscopio, un tensiómetro, una
libreta grande para anotar, y una tabla de madera de 20 centímetros de largo, la cual ubicó
sobre la mesa de tres patas. Luego, regresando al closet, extrajo de éste la bolsa de palos
de golf, la maleta vertical y por fin el retroproyector. Apolonio volvió a sudar
copiosamente, no tanto por el esfuerzo físico que a decir verdad era muy poco, sino por la
acelerada adrenalina que recorría, sin detenerse, la pista de carreras en que se había
convertido su cuerpo. Logró quitar el brazo de luz del aparato e hizo lo propio, teniendo
extremo cuidado, con la pantalla de proyección, ya difunta desde hacía tiempo. El aparato
estaba hueco por dentro, todas sus vísceras de cables, conexiones y mecanismo de uso,
habían sido carcomidas y arrancadas. El galeno tomó un nuevo respiro, esta vez más
profundo, espantó con el dorso de la mano derecha un nuevo torrente de sus glándulas
sudoríparas que rabiosas escapaban de su calva cabeza. Se colocó de rodillas y exhumó del
aparato tres bultos envueltos en linos celestes. El primero lo situó a un lado. Con igual
minuciosidad, extrajo el segundo fardo y luego el tercero, a éste último le prodigó más
cuidado. Los desnudó con delicadeza, quitó el envoltorio como si de un nuevo capullo se
tratase. Al primero lo llevó sobre la mesa tríptica colocándolo en el medio de ésta; regresó,
arrodillándose nuevamente repitiendo la misma acción con el segundo envoltorio de seda,
lo llevó a la misma mesa donde el primer objeto esperaba inanimadamente. Repitió con
exactitud de movimientos, gestos y pensamientos, el tercer acto de este drama unipersonal
con el último envoltorio. Una vez los tuvo juntos procedió a unirlos. La pieza número uno
tenía, en su parte inferior, un pequeño cilindro milimétrico con espirales que encajaba
perfecto en un diminuto orificio situado en el lado occidental superior de la segunda pieza.
Igualmente, el tercer fragmento poseía un idéntico cilindro que se ajustaba a la perfección
a la abertura situada en el lado oriental inferior de la segunda pieza.
Al enroscar las partes en cada uno de sus respectivos agujeros Apolonio Rizzo tenía armado
con exactitud, un indiviso objeto que era la fidedigna representación de todo por cuanto se
había luchado, muerto y vivido. Allí, el siquiatra observaba, trémulo, las piezas juntas de
un todo finalmente armado: ¡Un hermoso caballo de madera de nogal parado en sus patas
traseras, con la cola hecha de cabello natural! ¡Era el caballo de Cecilia Corvalán!
Apolonio se llevó la mano derecha a la boca tratando de capturar y silenciar para siempre,
el gemido huérfano de eco que se le escapaba. Luego, con la misma diestra, acarició el
mechón de cabello natural que caía con movimiento propio sobre frío vidrio de la mesa.
“¡Por ti amigo, por ti Kosmo! ¡Lo hago por ti!” exclamó con una voz arropada más con el
aire susurrante del diafragma, que con el vibrato de las cuerdas vocales.
***

En realidad, no lo podía creer. Jade abrió sus ojos con pesadez, y vio como la imagen en
un principio borrosa e incongruente, iba tomando forma y color para ocupar un único
espacio en el entorno. Se levantó súbito, olvidando la vía endovenosa que la mantenía
calmada.
-¿Qué hace usted aquí?—preguntó la reportera con sorpresiva expresión en su rostro.
La figura erguida y resuelta, ya mostrando su total dimensión, permanecía inmóvil. En una
pausa que pareció no tener final, por fin respondió:
-Yo mismo me di de alta.
Marcelo Santaella lucía cansado, respiraba con dificultad y se mantenía de pie con la sola
ayuda de un único medicamento natural: Su orgullo. El rostro macilento aun dibujaba con
sorna, la sonrisa eterna.
-Lenrry me dijo que usted estaba herida. Creí que se encontraba con Leticia en la torre.
-No—respondió Jade aun sorprendida y ya incorporada en el borde de la cama, buscando
impulso para ponerse de pie, pero fue inútil, volvió a sentarse. —Yo tuve que salir y me vi
envuelta en los disturbios, y bueno, nada, aquí estoy, más golpeada que una piñata.
Jade trató de sonreír, pero no pudo. A pesar del calmante, el dolor despechado aún se
negaba a abandonarla.
-Tenemos que salvar a Eduardo. Lenrry la llevará en la ambulancia helicóptero de la clínica
hasta el sitio de encuentro con el oficial Turó. Por favor—dijo mientras le tocaba el
hombro--¡Salve a mi hijo!
Una algarabía externa hizo que Jade se levantara, se quitara la molesta vía, no sin algunas
gotas rojas de vida, cayendo al piso.
-¿Qué sucede?—preguntó mientras caminaba hacia la puerta--Déjeme ver ingeniero,
parece que hay más heridos.
Al abrir a la puerta de la habitación Jade vio un torbellino de médicos y enfermeras
corriendo de un lado a otro.
-Enfermera. ¿Qué sucede?--preguntó Jade mientras doblaba su brazo en un ángulo
imperfecto.
-Tranquila señorita, vuelva adentro por favor.
-Sí, lo haré, pero por favor dígame, ¿qué sucede? ¿Llegaron más heridos?
-No precisamente. Es que el ingeniero Santaella, el dueño de la clínica, entró en coma.
Usted se imaginará como estamos, sin médicos, la sala de emergencia a reventar y aparte,
todo esto. Pero por favor vuelva adentro.
Jade negaba con la cabeza, mientras miraba con profundidad a la atolondrada profesional.
-¡¿En coma?! No, es imposible, él está aquí conmigo. ¡Mire!
Y abriendo de par en par la puerta de la habitación, Jade le mostraba a la enfermera la
presencia invisible del magnate. No había nadie. Solo aire.
-¡Se lo juro, él estaba aquí conmigo, solo unos segundos antes!
-Amiga, por favor, entra y recuéstate, no estás muy bien. Estás alucinando.
Jade se dejó llevar hasta la cama y se recostó, aun aturdida por lo que juró era la
presencia física de Marcelo Santaella.
-Le avisaré al médico de guardia para que te vea. ¿Te atendió el doctor Guerrero, verdad?
-Sí. —Contestó lacónica Jade—Él estaba aquí ¡se lo juro!

***

Las sombras salían una vez más, a realizar su repulsivo trabajo. Aunque la luz, lánguida,
no se había apagado del todo, la oscurana de una tarde que rompería todo molde, se
asomaba para llevar la batuta de un desenlace definitivo.
-¿Qué le pasa al sol? ¿Qué hora es, pues?—preguntó Garrido a Roldán.
-Un cuarto pa’ las seis comisario—respondió el aludido.
-¡Coño! ¿Casi las seis? ¿Y qué coño le pasa al sol? Porque esta oscuridad no es normal.
¡La pinga!
-Con toda esta paja del recalentamiento, no extraña que el sol se acueste antes de tiempo.
–respondió Roldán, intentando demostrar una sapiencia más allá de lo normal, para
alguien de su categoría.
Garrido lo miró de reojo, asomando una mueca burlona en su boca.
-¡Nojodas Roldán! Estas viendo demasiada televisión por cable.
-Es verdad, comisario. Todo el peo del recalentamiento tiene este clima loco. Amanece
más temprano, anochece más tarde, es todo un caos.
-Caos es lo que sucede en la ciudad. ¡Cantidad de gente! ¿Verdad?
-Demasiada. La vaina está poniéndose fea.
-¡De bolas que sí! pero no para nosotros. Yo te apuesto Roldán que esa gente está para
apoyar al gobierno. Claro que hay uno que otro infiltrado jodiendo el parque. Pero la gran
mayoría de ellos se movilizan para apoyar al gobierno. ¡Sí señor! Ya tú vas a ver.
-No lo pongo en duda comisario.
Los dos oficiales, pertenecientes al entorno de Benjamín Turó, tenían una percepción
distinta de todo lo que a su alrededor sucedía. No importaba la misión que llevaban a cabo,
podían ir detrás de un insurgente desarmado, solventar alguna crisis de rehenes, o preparar
el terreno para las más escabrosas situaciones donde su jefe daba rienda suelta al lado más
tenebroso de la mente humana. Para ellos todo era exactamente igual. Obedecían una orden,
sin detenerse a preguntar cuales podían ser sus consecuencias, si en verdad estaban
haciendo lo moralmente correcto, o cuánto ellos mismos se alejaban del motivo real que
los llevó a ingresar a una institución que estaba diseñada para proteger y cuidar a los
ciudadanos, y no devenida en un adefesio burocrático que aplaudía, con burlesca
permisología, los desvanes de una personalidad estéril de valores elementales.
El primer grupo se situó a cien metros, en diagonal, de la entrada principal del galpón, justo
detrás de una pequeña loma que servía de pared camuflada. Estaba integrado por Garrido,
Roldán y tres oficiales más, los cuales se ubicaron, dos en las adyacencias laterales a una
distancia no mayor de cincuenta metros, y un francotirador con visión nocturna, en lo alto
de un samán, con una vista de la entrada al depósito principal. El segundo grupo, liderado
por el propio Turó, era de contingencia. Desplegó a sus dos oficiales a cubrir un radio de
quinientos metros, con expresa orden de no dejar de acercar a nadie a los alrededores del
depósito, con instrucciones de disparar a matar, si era necesario.
Se dirigió hacia el depósito, estacionó el automóvil justo al frente de la entrada del galpón
de los Santaella. Aparentemente no había nadie, ni siquiera un vigilante o guachimán que
cuidara el sitio. Una grosísima cadena abrazaba los dos orificios en forma de media luna,
penetrándolos con fiereza y determinación. Un candado enorme de titanio sellaba la unión
acerada. Dos inmensas bombonas de gas propano estaban colocadas a ambos lados
de la puerta de entrada
“Aquí no hay nadie”—pensó Turó. Observó su reloj. No era tarde, pero tampoco temprano,
esperaría solo el tiempo suficiente. Si no llegaban, Los Santaella necesitarían de un equipo
de buzos para encontrar a Eduardo en el fondo del mar.
-Infórmeme Garrido. ¿Todos están en posición?—preguntó Benjamín Turó por medio de
un diminuto radio transmisor.
-Afirmativo inspector jefe. —Respondió aquel--Cada uno en sus respectivos puestos.
-Perfecto. No hagan nada sin mi autorización.
-Así será inspector jefe.
Benjamín colocó el radio en el asiento contiguo. A última hora decidió acercarse él sólo a
la entrada del galpón. Sus subordinados quedaron atónitos por esa resolución, le hicieron
la observación de que sería peligroso acercarse hasta allá sólo, sin un respaldo armado.
Turó ni les contestó. De hecho ellos desconocían lo que realmente hacían allí. Benjamín
les dijo muy escuetamente que irían al encuentro de Marcelo Santaella para entregarle a
Eduardo, a cambio de información que el ingeniero poseía acerca de algunos industriales
quienes eran financistas de organizaciones rebeldes. No había que decir más. Ellos
obedecerían ciegamente.
Turó condujo el automóvil oficial, color negro, desde la entrada del camino polvoriento,
que siguiendo en línea recta, unos cuantos metros, llegaba a una hilera de seis galpones,
propiedad de Marcelo Santaella; ubicados todos sobre una loma plana. El más grande era
el tercero de ellos, marcado con el número 3-15. Allí era el sitio de encuentro, el lugar
donde Benjamín Turó apretaría la tuerca definitiva sobre un artificio mal elaborado. Porque
para él toda esta situación tenía un génesis sombrío y estevado.
Algo tan sencillo, pensaba, como la adquisición de una reliquia que por demás representaba
ideales huecos y desusados, no debía haberse transformado en toda una serie de peripecias
absurdas, carentes de sentido. Si lo que Silvio Páez investigó con relación a un caballo de
madera con cabellos del Libertador lo llevó a una conclusión tan definitoria entonces no
cabía ninguna duda; Esa estatua existía. Las implicaciones políticas eran profundas y
peligrosas. El asalto al panteón por parte de miembros de “Los Halcones” había resultado
en un rotundo fracaso. Se había hecho sin el conocimiento suyo, fue una operación mal
preparada y peor ejecutada. Tan desesperado estaba el gobierno que
recurrió a una acción tan enmarañada con los resultados que ya todos conocían. Pero eso
sí, para hacer desaparecer a Silva, Sabaleta y demás implicados, ahí sí fueron en su
búsqueda y él tuvo que terminar el trabajo sucio. Lamentó haber planificado y ordenado la
muerte del comisario Páez. Pero no fue una lamentación sincera con reflejos de contrición.
Si hubiera esperado un poco, de seguro que el comisario Páez le hubiera descubierto mucho
más de lo que dejó grabado en el disco láser, como burdo panegírico a su último esfuerzo
de investigación. Pero la orden era tajante, y él la ejecutó sin preguntas.
Pensaba así mismo, que él podía lograr con manejos calculados, todo lo que se propusiese
con solo tener la antigüedad en su poder.
En las horas pretéritas Benjamín Turó solo meditaba en el uso que le daría. Como lo pensó
en un comienzo, podía ofrecérselas a miembros disidentes de “La cola de Palomo” quienes
se encontraban en las montañas de la cordillera de la costa comiendo mico y culebra.
Habían desertado por desavenencias con el propio Valerio Camacho debido al rumbo tan
estancado y poco definitorio que estaba tomando la lucha armada. Era un pequeño grupo
de solo unos cuantos centenares, de formación ideológica más radical, pero Turó sabía que
si él les prometía entregarle la estatua, ellos le ofrecerían sobre una bandeja de plata las
cabezas tanto de Valerio como del propio Quijote, para posteriormente aniquilarlos a ellos
mismos, con toda la fuerza militar y policial que él manejaba, y así no dejar vestigios de
una organización nada funcional para él. Pero debido a la situación que vivía el país esto
tendría que esperar, o al menos desecharía de inmediato ese uso que le daría al caballo una
vez lo tuviera en su poder.
Benjamín seguía observando, no parecía haber ni un alma, ni un cuerpo, todo en derredor
era como un olvidado camposanto. No subestimó a Marcelo Santaella cuando habló con
él. Lo tomó no solo por un eminente hombre de negocios sino como alguien que con tanto
poder económico no dudaría en tenderle una trampa, aunque él fuera Benjamín Turó.
Dispuso de inmediato de un plan estratégico. Si todo salía bien, él tendría la estatua y
Marcelo a su hijo. Ese era el trato, al menos en teoría.
-Inspector jefe—habló Garrido desde el pequeño radio—un helicóptero se acerca desde su
posición, a las nueve en punto.
Benjamín ni contestó. Bajó el vidrio y se asomó buscando en la dirección que Garrido le
dijo. En efecto, un pequeño punto móvil en el firmamento se dilataba mientras más cerca
se encontraba de él.
“Ya viene”, pensó Turó. Y agarrando el radiotransmisor que aún se hallaba reposando en
el asiento, giró órdenes a todo el grupo.
-Guarden posiciones. No hagan nada sin mi autorización. Y vayan despertando a nuestro
durmiente.
-Copiado perfectamente—contestó Garrido, y dirigiéndose a Roldán le ordena:
-Trae al carajito. Ha dormido más de la cuenta.
Roldán baja presuroso la pendiente, hasta el automóvil que se encontraba estacionado en
la base de la pequeña loma, abre la puerta trasera y saca a Eduardo Santaella quien atontado
trataba de despertar del largo letargo al que fue sometido.
-Despierta chamín. —Dijo Roldán mientras le daba palmadas fuertes en las mejillas—Ya
llegamos, ¡despierta coño!
-¡Otra vez no!—respondió Eduardo completamente alelado.
-¡Otra vez nada! ¡Vamos, despierta, ya tu papá llegó!
Eduardo abrió sus insomnes ojos tratando de expresar sorpresa. Pero no coordinaba del
todo. Antes de salir de la habitación, Rodrigo le inyectó un fuerte calmante para dormirlo,
todo con el fin de poder manejarlo con mayor facilidad. Turó, al enterarse, hizo detener al
médico y ponerlo tras las rejas. No deseaba a Eduardo dormido o drogado. Lo quería
completamente despierto, pues si Marcelo no se presentaba con la estatua, Eduardo estaba
consciente para que él mismo convenciera a su padre de buscarla.
Pero Benjamín Turó estaba fallando en una apreciación importante para la concreción de
sus planes, y lo iba a saber de inmediato.
Uno de sus teléfonos celulares sonó. Una voz femenina le hablaba con respeto:
-Inspector Turó, soy Mildred.
-¿Qué Mildred?—respondió con desgano.
-Mildred Cadenas, secretaria del departamento de archivo, aquí en el SEBIN.
-¿Qué desea, Mildred? No puedo hablar, estoy en una operación importante.
-Lo sé inspector, y lamento molestarlo, pero es que…bueno me enteré de algo. Garrido me
informó que iban a una especie de encuentro con el ingeniero Marcelo Santaella, el dueño
de empresas Santaella.
-¡Esa es información confidencial!—Exclamó Turó sin elevar la voz-- Garrido no debió
decirle nada, ni a usted ni a nadie.
-Sí inspector, y no lo amoneste por favor, pero si no me hubiese dicho nada yo no estaría
llamándolo para darle esta información.
-Hable Mildred.
-Bien, me enteré por un cuñado mío, que es enfermero en la clínica San Uriel, que el
ingeniero Santaella está hospitalizado ¡Con un ataque cardíaco!”
Benjamín Turó respiró emitiendo un ligero sonido hueco, bajó sus parpados con lentitud
como si fuera un pesado telón que cae con pausa después del último acto. Viró nuevamente
hacia la ventana de su puerta y observó como el aparato se acercaba buscando en la parte
posterior del amplio depósito un sitio idóneo donde posarse.
-Gracias Mildred—dijo Benjamín con una profunda voz-- Y no comente esto con nadie,
¿entendido?
-Seguro, inspector jefe, y por favor, —se atrevió a decir la nerviosa secretaria—no
amoneste a Garrido por el comentario.
No hubo respuesta. Benjamín colocó su teléfono celular en el bolsillo externo de su saco
azul marino, y sin dejar de ver la trayectoria del aparato, subió la ventanilla de su puerta
mientras deducía, con el tiempo en contra, los recientes sucesos.

***

No existe nada más intrigante que la mente callada y pétrea de un individuo a quien no se
le puede adivinar los pensamientos, ni mucho menos las acciones. Detrás de la aprobación
o negación sumisa de una orden, la verdadera intención se oculta tras los bastidores del
drama humano. Por más que se crea conocer a la persona, al amigo fiel, al confidente, los
pensamientos inexpugnables de aquél que reacciona con amarga desilusión, saldrán a flote.
Y esto ocurre siempre en el momento menos esperado, en la oportunidad más débil, donde
la espalda es el único blanco para ofrecer, en franco sacrificio en el nombre de la amistad
dependiente.
Pompilio Luna era así; impenetrable, bajo su mirada densa, apenas visible y su perfil
irregular de auténtico heredero Inca. No permitía ningún intruso en los dominios de su
pensamiento. Pompilio se hacía llamar descendiente directo del mismísimo Huáscar, el
desgraciado hermano de Atahualpa, el expulsado de la inmortalidad politeísta, aquel quien
derramó su dorada sangre en los altares coagulados de la traición fratricida.
“A los muertos hay que dejarlos en paz. Ya su oportunidad pasó”.
Fue la inexpresiva sentencia que le arrojó al descuidado Chinochoa cuando éste le preguntó
qué le parecía lo que él había descubierto. Porque el anciano quizás había podido madurar
en algunos aspectos de la vida, pero en uno muy particular seguía siendo el mismo joven
que se ganaba el sustento contrabandeando secretos; era vanidoso. Claro que él no había
descubierto nada, pero igual le daba autoproclamarse genio erudito de proporciones
infinitas. Los descubrimientos que ante él afloraron representaron para el septuagenario,
una nueva primavera, un comienzo único. La “Fenixación” era la respuesta; su respuesta.
Tenía en sus manos la herramienta, por la que todo hombre desde el principio de los
tiempos, soñó con poseer.
“¡La vida, Pompilio, podemos por fin romper el eterno ciclo de la vida! Traer de vuelta a
aquellos que se fueron y que dejaron un legado inconcluso. ¡Hasta yo mismo sería eterno!”
Pompilio sólo lo observaba, asentía con su cabeza en dirección contraria a sus
pensamientos más recónditos.
Hasta el indiferente Ulises Bejarano trató de sondear al misterioso ayudante de Chinochoa,
los días que todos estuvieron encerrados en el improvisado laboratorio traspasando las
fronteras de la vida. Intentó buscar, en alguna bifurcación que dan los caminos de la
comunicación, algo con lo cual Pompilio lograra hilvanar más de tres oraciones seguidas.
Le habló de la cultura peruana pre colombina; de los maravillosos templos incas; de la
comida; de ciencia; de hombres; de mujeres; de dinero; del poder; de las alegrías o tristezas
de una vida elíptica con su principio y final. Sin embargo, nada, absolutamente nada de lo
que Ulises intentó en el vasto terreno de la cultura y la psicología de las palabras, logró
abrir esa pesada piedra que ocultaba una personalidad tan indescifrable, dándose al final
por vencido y relegándolo a un plano inexistente.
Cuando Chinochoa y Ulises decidieron sin hablarlo, sin comentarlo siquiera, recoger todo
lo indispensable y con la premura con la que se instalaron, abandonar el galpón, la suerte
estaba echada. Recopilaron toda la información de sus descubrimientos, concentrándolos
en un solo archivo informático, destruyendo pruebas y signos de algún trabajo de
envergadura. Fue tan rápido el proceso, que en la complicidad de la noche, Ulises Bejarano
despachó a los guardias privados dándoles una excelente remuneración económica por sus
servicios y por su silencio. Colocaron todo en dos camionetas de carga y con un sigilo
pasmoso desaparecieron con las conclusiones, de la primera fase de experimentos que le
daban una nueva dimensión a lo que tanto Ulises como Marcelo habían sospechado desde
un principio; el proceso de “Fenixación” era factible, había dado resultados asombrosos,
haciendo ver a la clonación como un juego infantil. Ulises lo sabía, lo palpaba con la
sensación propia de un científico. Los baches en el proceso de conclusión del monumental
trabajo metodológico que llevaba a cabo, él los podría resolver. La fuente de ingresos de
Marcelo debía ser sustituida por otra más estable y menos cambiante, si de verdad deseaba
probar sobre el terreno científico, y no el filosófico, la realidad del trabajo de Kosmo von
Kritten.
No había dudas, tenía que hacerlo. Hasta el propio Marcelo entendería en su momento, y
tal vez él le daría un pedazo del pastel, sólo tal vez.
“Las cosas para Marcelo no están en su mejor momento”, le dijo a Chinochoa. “En
cualquier vuelta, Marcelito se enloquece y nos quedamos claros y sin vista.”
Y tenía razón. Aunque desconocía lo que iba a suceder con su socio, la apreciación acerca
de la situación personal y financiera de Marcelo no estaba lejos de ser cierta, es por ello
que Ulises ni lo pensó. A decir verdad ni por una milésima de tiempo pasó por su mente
los contras de su decisión de abandonar el patrocinio millonario del poderoso industrial.
Lo que si se detuvo a conjeturar fue la posibilidad de que él con sus propios ahorros, con
la venta de sus acciones dentro del emporio, y un poco de capital privado, podía llevar a
término sus trabajos de investigación. Pero los números no le daban, y si no hubiera sido
por la llamada del propio secretario privado de la presidencia quizás hubiera continuado
atado a las alicaídas arcas de Marcelo Santaella.
La llamada la recibió justo al séptimo día de trabajos forzados en el galpón. El gobierno
estaba dispuesto a financiar sin límites de gasto y con personal especializado de primer
orden, “la honorable empresa científica que el doctor Ulises Bejarano llevaba a cabo”. A
decir verdad ni los funcionarios burócratas del régimen, tenían la idea más remota de lo
que Ulises y compañía habían descubierto. De hecho él jamás se los dijo, cuando se
reunió con ellos. Se limitó a envolverlos en una sarta de conceptos y cálculos técnicos para
mejorar la genética de las plantas, multiplicando por mil la calidad y reduciendo el tiempo
de la cosecha sin importar el clima, ni los agentes cambiantes, ni el pH del suelo, ni esas
pasjuatadas. La simple cháchara bastó para interesar al gobierno.
No se lo comentaría a Chinochoa sino pasado dos días, y lo haría como algo trivial sin
significado relevante. El veterano espía informático captaría enseguida las intenciones del
“colega” Bejarano y dándole a entender su completa disposición a seguir con los
experimentos, sellaría no solo el derrotero de la monumental obra de Kosmo von Kritten o
los planes de dominio eterno de Marcelo Santaella, sino que estamparía la impronta de su
vida con marcas indelebles, sobre el pergamino de su propio destino.
A los dos días de haber dejado al país, después de una zozobra sin precedentes, y
acomodado en la costa del pacífico peruano, Argimiro “Chinochoa” sonreía con picardía,
acostado en una hamaca roja con blanco, sin apartar la vista de su dorado puño del bastón
que le daba equilibrio. A estas alturas aun desconocía de la suerte de Marcelo, y sus
problemas de salud, ni lo que Venezuela vivía. En realidad no le interesaba.
Ulises se había llevado la mitad de las investigaciones, encriptadas en códigos secretos,
que cada uno manejaría de forma personal. “Son negocios coleguita, y en los negocios ni
en la madre hay que confiar” le había dicho al sorprendido Chinochoa, quien aceptó de
mala gana el trato, y luego lo despidió en el aeropuerto con toda la comitiva, para luego
tomar él un vuelo privado hacia Costa Rica, “a esperar a que las cosas se calmaran un
poco.”
-Aquí tiene su té de coca.
-¡Gracias Pompilio!, me hacía falta. ¿Sabes?—dijo Chinochoa mientras asía la taza y a la
par intentaba mantenerse sentado en el borde de la hamaca—ya no estoy para estos ajetreos.
Después de todo esto, juro por Obatalá que me retiro a descansar. ¡Mmmh!
¡Divino! Sabe a hierbabuena —expresó mientras saboreaba el primer trago.
-Todas las yerbas son buenas, si se saben combinar. —Respondió compendioso el
inexpresivo ayudante.
-Sí, tienes razón. —Contestó sin mucho interés Chinochoa—Dime algo ¿no ha llamado el
doctor Ulises?
-No.
-No demorará en hacerlo. Ese chimbombo es desconfiado. —Dijo Argimiro, mientras
tomaba un segundo y profundo sorbo de la infusión, sentado en el borde de la bamboleante
tela—Hay que preparar todo para continuar aquí con la investigación. Habrá que… ¿Cómo
se llama? Ubicar a algunos compañeros de antaño; al ciego Bartolomé por ejemplo; él
conseguirá equipos de avanzada. También a…José Valdivieso “Aguja”, ese hombre
consigue…bueno no sé si está disponible o si está vivo, pero él podría conseguir los
distintos láser ópticos. Además…hay que conseguir la plata… Sí…la plata…
La voz gangosa de Chinochoa se iba ahogando de a poco, apartándose de los sonidos físicos
y dejando que la saliva se desviara de su curso biológico para transformarse en una
expectoración interna.
- ¡Pompilio! ¡Estoy mareado! ¿Qué le pusiste a esta bebida?—logró preguntarle, no sin
dificultad, mientras intentaba pararse de la hamaca y haciendo esfuerzos monumentales
para respirar— ¡Concha madre! ¡Pompilio…Pompilio! ¡Ayúdame!
Pero el hombre no lo ayudó. De hecho no movió un solo músculo. Sólo miraba como su
jefe se enroscaba en su vetusta humanidad, luchando para que el veneno no lo doblegara y
lo empujara a las fosas olvidadas de un sepulcro solitario.
-¡No! ¡Ahora no!- fue lo último que dijo antes de caer enrollado como un caracol vencido
por la fuerza interna.
Pompilio se acercó con ceremonial lentitud, con el pie lo movió, notando como los
espumajos blancos que aun salían de la boca del anciano, hacían guiños de éxito por el
trabajo realizado.
“¡Solo los dioses son eternos!”. Murmuró Pompilio Luna, sin dejar de mirar esos exangües
ojos achinados.
Lo que sucedió después es un misterio. Quizás Pompilio recogió los datos de los
experimentos, que correspondían a la mitad de los que Ulises le entregó a Chinochoa y los
quemó para que nadie tuviera la oportunidad de crear una maquina infame de resurrección,
o tal vez los vendió al mejor postor. Cualquiera que fuere el caso, por un tiempo jamás se
volvió a saber de Pompilio Luna.
“Los muertos deben permanecer así; muertos”
Se repetía así mismo como tratando de justificar su traición, una vez que abandonó para
siempre los dominios de una esclavitud atada con invisibles cadenas de ilusoria amistad.
***

“Era él. Juro que era él. ¡Dios mío creo que me estoy volviendo loca!”
Desde los linderos lejanos del pensamiento racional, Jade Goronda trata de erguirse una
vez más. Intenta apartar la bruma espectral de la memoria difusa y darle visión propia a
una dimensión oculta tras las imágenes irreales. Sola, parada frente a la cama pequeña de
la habitación, Jade decide imprimirle movimiento físico a sus órdenes mentales.
“Tengo que salir de aquí. No puedo quedarme dopada, acostada, mientras la historia se
escribe a sangre y fuego”
La blusa blanca estaba curtida de sucio, con mucha dificultad la metió dentro del jean,
dejando apenas un lado por fuera para así poder palpar su doloroso costado. Se miró así
misma en una repetición nada premonitoria de los momentos que ella ha pasado en busca
de la verdad.
“Aquí vamos otra vez Jade. —Se dijo en voz baja-- Ojalá que todo termine pronto,
porque de pana, no aguanto una tunda más”
Salió. Al cerrar la puerta tras de sí, comenzó a esquivar a las personas que extraviadas en
su norte natural, daban tumbos sin concretar nada. Vio al doctor Guerrero, quien con
carpeta en mano y café en el otro, caminaba en su misma dirección.
“Allá viene el médico—pensó—tengo que inventarme una, sino me deja clavada aquí”
Pero el doctor Guerrero le pasó por un lado, de hecho la rozó con el codo derecho, y
dirigió la mirada hacia donde ella estaba. No la vio. Jade se guardó la excusa que tenía
planificada, y siguió caminando. Ya nada le parecía extraño o fuera de lugar. La gran
cantidad de ayes dominaban el ambiente y a nadie parecía importarle la presencia de una
enferma más, o menos, según el caso.
Justo antes de abrir la puerta de salida, un brazo la sujeta con fuerza el hombro, tirando
hacia él.
-¿Para dónde va señorita Goronda?
Era Lenrry, quien había sido el único en determinarla, dándole alcance.
-¡No puedo seguir aquí, tengo mucho que hacer!
Lenrry la soltó al ver los gestos de dolor que se asomaban a su rostro.
-Disculpe, no me acordaba que le dolía mucho. Pero no puede salir, en ese estado no
llegará a ningún lado.
Jade se pasó las manos por su liso cabello, una sombra de preocupación se resistía a
abandonar su hermoso rostro. Alternando intermitentes movimientos faciales que
reflejaban dolor. Sonrió con dulzura, como si en ese momento recordara algo trascendental,
y mirando los ojos de Lenrry le dice:
-Usted me sacará de aquí.
-¿Yo?
-Sí, usted. ¿Hay un helicóptero-ambulancia en el que nos podamos mover, verdad?
-Sí—respondió Lenrry sorprendido.
-¿Sabe cómo manejarlo?
-¡Claro!--respondió Lenrry, aun poniendo en orden lo que oía--pero no tengo licencia, y
tenemos que pedir permiso para el despegue.
-No hay tiempo para eso Lenrry--acotó Jade, tratando de ocultar sus muecas de dolor--
Búsquelo Lenrry, es la única forma de salir a tiempo de aquí y rescatar a Eduardo.
Las personas seguían entrando y saliendo, Lenrry tomó nuevamente el brazo de Jade, pero
esta vez con delicadeza extrema. La llevó hacia fuera, hasta unos pequeños muros
alimentados con vistosas plantas.
-¿Cómo sabe usted eso?—preguntó Lenrry sin espabilar siquiera, sumido en una
incertidumbre completa--Digo, lo del helicóptero y todo.
-Si se lo dijera, pensaría que estoy demente.
-El ingeniero Santaella entró en coma, —dijo el fornido hombre aun en estado de
conmoción—pero antes de entrar en ese cuadro habló conmigo, con mucha dificultad. Me
ordenó que la llevara en el helicóptero donde usted me dijera, que la ayudara a rescatar al
joven Eduardo. Fue su última orden.
Lenrry se recuperó de la situación tan extraña que estaba viviendo. Miró a la periodista de
arriba abajo.
-Usted está muy maltrecha. No puede andar por allí.
-Lenrry, escúcheme, no tenemos tiempo, si yo no me presento a esa reunión con la señora
Leticia, entonces Eduardo morirá ¿Entiende? Yo aún puedo mantenerme en pie, además el
sedante ha hecho algo de efecto y no me duele tanto.
Lo último dicho por Jade carecía de verdad. Le dolía enormemente el costado y respirar
era una enorme dificultad. El calmante no circuló el tiempo suficiente como para que
surtiera el efecto deseado. Pero no importaba, ella tenía que salvar a Eduardo y después
vería.
-La llevaré a la torre Santaella. Usted me esperará en la oficina del Ingeniero Marcelo. Yo
le avisaré para que suba al helipuerto de la torre, ¿entendido?—Y respirando hondamente
mientras miraba hacia el cielo, agregó:
-Dios tiene formas extrañas de comunicarse con nosotros.
-Ni que lo diga—agregó Jade.

***

La poca distancia que había entre la clínica San Uriel y la torre Santaella, la transitaron en
un tiempo mucho mayor que lo normal. Primero la cantidad de personas que seguían de
aquí para allá, como buscando una nueva fecundación. Segundo; la previsión de Lenrry de
no caminar a la ligera, Jade le contó rápidamente, de la cantidad de problemas con el
gobierno, los “Cantera” y cuanto “bicho malo” se había encontrado. El experimentado jefe
de seguridad no quiso confiarse y por ello transitaba con toda la precaución del caso. La
tercera razón por la que se demoraban, eran las paradas obligatorias que Jade realizaba para
poder respirar.
-¡Ya vamos a llegar!—le decía Lenrry en tono de ánimo.
La torre Santaella parecía un espejismo en medio de la nada. Cada vez que se acercaba a
ella, más lejos la veía. Los sonidos monocordes de los gritos, lamentos, interjecciones, y
demás muestras sonoras de lo que sucedía, eran rechazados por Jade, quien solo pensaba
en que el tiempo se contraía y las esperanzas de rescatar a Eduardo con vida iban a parar al
mismo saco roto de la fe perdida, al que tanto se aferró para salvar a Rocco Santino.
-Llegamos, señorita. Por favor siéntese mientras le busco un poco de agua.
La amplia entrada a la majestuosa torre estaba en silencio. Jade se sentó en una de las sillas
de la recepción. El mismo vigilante, que recibió a Leticia y Marcelo en la mañana, ahora
en traje de civil, se encargó de darle entrada a Lenrry y la acezante Jade.
Lenrry regresó con un vaso medio lleno de agua, según su perspectiva. Pero para Jade
Goronda era un vaso medio vacío, no solamente por la sed dominante sino por la cantidad
de respuestas que aún tenía que develar para completar un todo.
-Vamos arriba, —dijo Lenrry mientras se hincaba hacia Jade--la dejaré en la oficina del
pent house.
-No Lenrry, vaya usted y apúrese, no queda mucho tiempo, yo puedo subir sola, por favor
apúrese. Yo estaré bien.
Lenrry se levantó cuan largo era, y dirigiéndose hacia el vigilante le ordenó:
-Señor Portillo se la encargo. Cuando ella esté mejor, hágala subir con alguno de los
muchachos a la oficina del ingeniero Marcelo.
-Seguro señor.
-Volveré pronto--y dirigiéndose hacia Jade le dice: tome este teléfono, yo la llamaré aquí
cuando esté arriba en el helipuerto.
-Gracias--musitó Jade tomando el móvil celular.
Allí sentada, Jade bebió toda el agua y le entregó el vaso completamente vacío al
vigilante.
-¿Está bien señorita?—preguntó Portillo.
-Aunque no lo parezca, me siento fantástica.
El hombre no entendió si la respuesta fue sincera, o un irónico muestrario de lo que la vida
ofrecía, no solo a la joven mujer, sino a todo un colectivo en ese momento tan determinante.
-No hay casi gente ¿verdad?—preguntó Jade al vigilante.
-No. A muchos trabajadores lo enviaron a sus casas, sobre todo los que están en el piso
de presidencia. Fue orden de la señora Leticia.
-¿Y eso?
-Desde que usted salió en la mañana, la señora desalojó a todos. Ella no ha salido de la
oficina, la que está allá arriba es la señorita Minerva.
-Bien, pues ¡Subamos!—dijo Jade al hombre mientras trataba de levantarse.
-Espéreme un ratico señorita. Voy a revisar la puerta de entrada, no debe quedar nada
abierto, usted me entiende, la seguridad.
El vigilante caminó apurado hasta la regia entrada de la torre. Cuatro enormes puertas
corredizas que se abrían y cerraban gracias a la orden de un lector óptico, estaban
anormalmente inmóviles. Cuando Portillo se disponía a pasar la llave entre los cerrojos
inferiores de cada una de ellas, la presencia de un hombre al otro lado de la transparencia,
le asustó tanto que se llevó las manos al cinto, buscando su arma de reglamento.
Jade esperaba a que el vigilante terminara, y la acompañara a subir hasta la oficina de
presidencia. Aunque el ascensor no estaba lejos de allí, la joven comunicadora no tenía
ganas de seguir abusando de su condición, y reconoció por primera vez en mucho tiempo
que necesitaba ayuda.
Entrecerró los ojos por enésima vez, como tratando de ahuyentar a los fantasmas internos
y externos que le causaban tanto pesar.
“¡Vamos Dios, no me dejes morir ahora! He pasado por mucho. ¡Vamos! dame una señal
papá dios. ¡Ayúdame!”
Oyó pasos a lo lejos, junto a voces que se mezclaban con el ambiente solitario de la
inmensa torre.
-¡Coño! ¿Qué te ha pasado mujer?
Jade abrió los ojos con brusquedad, y con su mano derecha trató de palpar la presencia
que ante ella se aparecía, intentando asegurarse de que pertenecía a este mundo.
Apolonio Rizzo se inclinó hacia la silla donde reposaba Jade. Colocó el inmenso maletín
negro a un lado, y trató de auscultarla.
-Doctor Rizzo, —dijo ella tratando de buscar buen humor—hoy ha sido el día en que más
hombres me han tocado. No se imagina la cantidad de manos que me han palpado.
-¿Qué te pasó?
-Digamos que las cosas se han salido de control. —respondió Jade ya aburrida de tantas
explicaciones.
-Tienes fractura mujer
-¡Eso ya lo sé!—gimió Jade en un lánguido sonido parecido a un grito.
-El señor Lenrry me dijo que la subiera al pent house--dijo Portillo.
-Ayúdeme a llevarla al ascensor por favor—dijo Rizzo al vigilante
Entre los dos la levantaron, y apoyándola en cada lado lograron que caminara hacia el
elevador. Antes de entrar, Apolonio se la quitó de encima con cuidado.
-Ya va señor, téngala aquí—le dijo a Portillo.
Trotó presuroso hacia la recepción, agarrando el maletín que había dejado al lado de la
silla.
-Son los medicamentos ¿verdad doctor?-preguntó con inocencia el vigilante.
-Podría decirse. —Respondió Apolonio dibujando un gesto parecido a una sonrisa—Yo
subo con ella amigo, gracias.
Una vez dentro del ascensor, Apolonio Rizzo revisa la hinchazón en el pómulo derecho, le
observa el ojo inflamado, notando la rotura de un vasito ocular, lo que ocasionaba el
pequeño baño carmín en la esclerótica.
-Doctor no hay tiempo para esto—dijo Jade rechazando la revisión—Ya me han requete
revisado, sé lo que tengo, una contusión en la cara y unas cuantas costillas rotas. ¡Por favor!
Solo quiero terminar con esta pesadilla, reunámonos con la señora Leticia y vamos a
rescatar a Eduardo. No hay otra.
La puerta se abrió, ofreciendo el amplio panorama del pent house. Lo que Portillo dijo era
verdad. No había nadie, sólo Minerva quien se levantó presurosa y caminó hasta la entrada
del elevador.
-¿Qué pasó?
-Nada señorita. Un pequeño accidente. La señorita Goronda y yo venimos a ver a la señora
Santaella.
-Ya le aviso—dijo la secretaria mientras regresaba a su sitio de trabajo sin dejar de observar
a la golpeada joven.
-Señora von Kritten, aquí está la señorita Goronda.
No hubo respuesta a través del intercomunicador. En un instante de tiempo, la amplísima
puerta se abrió.
-¡Jesús bendito! ¿Qué ha pasado?
-¡Nada!—respondió Jade ya disgustada de la reiterativa pregunta en boca de todos—No es
nada, comparado a lo que realmente podría suceder.
-¡Entren, por favor!—exclamó Leticia
Apolonio recostó a Jade en el cómodo sofá, desde allí contó lo que le había sucedido desde
que salió de la torre. Ambos, tanto Leticia como Apolonio la escuchaban, de pie. Se dieron
cuenta del profundo malestar que ella padecía, y el esfuerzo que tenía que hacer para hablar.
-Debió quedarse en San Uriel—dijo Leticia—Yo podía ir a negociar con Turó.
-No ha entendido aun ¿cierto?—contestó Jade sentándose en el mueble—Si yo no voy,
olvídese de su hijo. Benjamín Turó no solo quiere la estatua. Él desea algo más.
-¿Y qué es lo que ese hombre desea aparte del caballo?—preguntó Leticia.
Jade se puso en pie y transfigurando su rostro para que éste dejara de proyectar la película
de dolor que vivía, dijo con voz clara y profunda:
-A mí. Me quiere a mí. El inspector Turó no dejará pasar esta oportunidad de sacarse un
clavo conmigo. Cuando abandoné el país en plena investigación de un fraude que
miembros del parlamento, y algunos ministros, ejecutaron con la compra de armamento
ruso, yo hui del país. Esto significó un duro revés en los planes de Turó, quien deseaba que
yo apareciera muerta por allí, para así callar mi voz y mis denuncias.
-O sea, ya es algo personal. —afirmó Apolonio Rizzo.
-Sí. Muy a mi pesar.--Respondió Jade sin abandonar las muecas de dolor.
-Pero no podemos darle lo que pide—dijo Leticia-- Yo creo que negociaremos de otra
manera. Le ofreceré dinero, tanto que no lo podrá rechazar.
-Creo que sí lo rechazaría. —dijo Apolonio—Por lo que Jade dice, estamos frente a un
individuo que no jerarquiza sus prioridades desde el punto de vista material, para él lo
realmente gratificante es lo equilibrado y perfecto de su trabajo. No, señora Leticia, ni que
le ofrezca todo el dinero del mundo, Benjamín Turó lo aceptaría.
-Veo que ahora sí está comprendiendo la situación—dijo Jade, levantándose y dando tres
pasos hacia delante y palpándose el costado.--Si quiere ver con vida a Eduardo, tendrá que
negociar con el maldito de Turó. Y de las dos cosas que él desea, sólo tiene una: ¡Yo!
-No puedo enviarla a una muerte segura señorita, --dijo Leticia.--además estoy convencida
que podemos saber cuál es el precio de este hombre. No se atreverá a hacerle daño a
Eduardo, tenemos muchos amigos en el gobierno.
-¿Gobierno? Señora Leticia--dijo Jade--quizás para mañana no haya gobierno. Y Turó lo
sabe. Conoce la situación que estamos viviendo. Créame, yo sé lo que pasa allá afuera.
Vengo del mismísimo infierno, y se pondrá mucho peor.
-¿Qué haremos entonces?--preguntó Leticia mientras caminaba de regreso al escritorio--
Ya casi es la hora.
-Pues bien,--respondió Apolonio--de las dos cosas que el inspector Turó desea,
efectivamente le daremos una.
-Eso mismo digo. --Acotó Jade--Yo me entregaré a cambio de Eduardo. Se lo debo al
muchacho, él confió en mí y yo lo defraudé.
-Usted no me entiende señorita Goronda. --interrumpió Apolonio Rizzo--No le dije cuál de
las dos cosas le íbamos a entregar.
Apolonio levantó con cuidado, el maletín negro. Lo colocó sobre la mesa del escritorio.
Jade le siguió los pasos con dificultad. El médico abrió el maletín, extrayendo de su interior
un bulto envuelto en grueso lino celeste, cuando desnudó el objeto con la tela que lo cubría,
un caballo de madera parado en dos patas se descubría ante los ojos de las dos mujeres.
Leticia dio un salto hacia atrás, llevándose con nerviosismo las manos hacia el cuello
buscando la tranquilidad en el nácar natural de sus perlas. Mientras, Jade Goronda no daba
crédito a lo que tenía ante su mirada.
-¡El caballo! ¿Es el caballo? ¡Virgen María! Ustedes lo tuvieron todo el tiempo. ¡Lo
tuvieron todo el tiempo!
Jade estaba golpeada por lo que tenía al frente. Tanto buscar, tanto huir, tanto esconderse,
tanto riesgo y el caballo sí existía, ¡pero oculto por aquellos quienes le pidieron que lo
encontrara! Era absurdo para ella, ¡trágicamente absurdo!
-¡Cálmese Goronda!--exclamó Rizzo--Todo tiene una explicación. La tendrá a su debido
tiempo. Por lo pronto este es nuestro mejor boleto. Si Benjamín Turó desea la estatua a
cambio de Eduardo además de dejarla a usted en paz, pues bien, la tendrá. No vale la pena
seguir sufriendo, ¡ya basta de tanto daño!
Era una escultura hermosa. Más allá de que fuera guardiana de una parte anatómica del
hombre más grande del continente, era una verdadera obra de arte. Parecía tener
movimiento propio, como si en cualquier momento volviera a su postura natural, o
relinchara sonoramente La madera de nogal había sido tallada por manos expertas, Cecilia
Corvalán hizo un trabajo de calidad, con detalles tan precisos como los rasgos del cuerpo
musculoso, las bridas, la silla de montar, que pareciera haber dejado al jinete para
contemplarlo, las fuertes patas traseras y la cabeza, con ligera inclinación hacia la derecha.
Pero lo realmente fabulosos era la cola. Esos cabellos naturales pegados al trasero del
animal, eran un anexo distinto al cuerpo, diferían del resto del equino, pero le daban un
toque atractivo a la pieza. Tantas vidas, tantos problemas surgieron del seno de ese animal
de madera que parecía que no existiera. Pero allí estaba, majestuoso y
desafiante, como el hombre cuyos cabellos llevaba celosamente guardados en su cola.
-¿Por qué?--preguntó con sobrada razón Jade Goronda.--En otra oportunidad quizás me
hubiera puesto jubilosa, pero la presencia de esta estatua me produce una infinita rabia. Si
no la necesitáramos, si no dependiéramos de ella, ¡le juro que la destruyo!
Mientras Jade se desahoga ante la presencia de la reliquia, Leticia sigue absorta en sí
misma. La presencia del equino de madera la perturba más allá de lo que realmente
significa la antigüedad. Le revolvía las bases de su propia psique, la llevaba a una
dimensión tan disímil de su propia realidad, que la interpretaba como un mensaje divino
de la situación que vivía.
-¡Guárdelo Apolonio! ¡Por favor, métalo en el maletín!
Mientras Leticia luchaba silenciosamente contra su profunda fobia, Jade pasaba sus manos
por la estatua. Pensaba en Silvio Páez, en don Rocco y en Eduardo. Tuvo el destino que
poner a ese joven enfermizo en su camino, para que ella lograra llegar hasta la verdad de
la existencia de los cabellos de Bolívar.
Allí estaban, pegados a la cola del animal. Eran ondulados, de un negro azabache intenso,
Jade intentó tocarlos, pero se detuvo a medio camino. Apolonio la observaba con
detenimiento.
-Vamos, tóquelos--la animó.
-¡No!--dijo Jade retrotrayendo la mano--Están llenos de sangre.
Se regresó, caminando con dificultad, hacia el mueble blanco. Rizzo guardó la estatua
nuevamente dentro del maletín, a gusto y tranquilidad de Leticia quien se hallaba junto a
Jade, sentada en el sofá.
-Si usted tenía la estatua, ¿Por qué Valerio me contactó? ¿Para qué la actuación de llevarme
a la fuerza y hacerme oír esta historia, si usted todo el tiempo tenía la estatua?
-De hecho Jade. Valerio desconoce que yo tengo la estatua.
-¿Quién es Valerio?--preguntó Leticia.
-Un fantasma doña Leticia. Don Rocco tenía razón, ¡Valerio Camacho es un fantasma!
Y volviendo el rostro hacia Rizzo le pregunta:
-¿Por qué ha permitido que se hiciera tanto daño por esta estatua?
-Le repito que las dudas que tenga serán aclaradas en su debido tiempo.--dijo Apolonio.
-¿Tiempo?, vamos doctor ¡no me joda!--exclamó en tono molesto Jade--¡No tenemos
tiempo! o me lo dice todo o le juro…--Jade se calló, víctima del dolor.
-Tranquilícese, Goronda.
Y caminando hacia el escritorio, Apolonio buscó en los anexos externos del maletín,
extrayendo unas tabletas. Regresó por sus pasos hasta el gran mueble.
-Tome. Esto le calmará.
Jade lo miró con extrañeza y sin esperar con qué pasarla, engulló la pastilla esperando que
ésta no tardara en hacer efecto.
De verdad ansiaba aplacar el dolor. Jade sabía que se estaba, literalmente hablando,
jugándose la vida y necesitaba de todas sus fuerzas. Por ello confrontó nuevamente al
psiquiatra.
-He pasado por mucho, doctor Rizzo y usted lo sabe--dijo finalmente no sin muestras de
dolor--. Así que no me importa nada. No voy a esperar a que el tiempo me consuma o que
“La cola de Palomo” me venga y me ofrezca su ayuda inexistente. ¡Quiero respuestas!
Apolonio Rizzo ni se movió, continuó parado frente a Jade y Leticia quien lo veía con
lejanía. Cruzó sus brazos sobre el pecho y por fin habló.
-La respuesta es… sí. --Dijo en tono ceremonial.
-¡No entiendo!--exclamó Jade--¿La respuesta a qué?
-Anoche usted me preguntó si Kosmo y yo tuvimos suerte en nuestros experimentos de
“Fenixación”. Pues bien, sí los tuvimos.
Jade y Leticia compartieron miradas, ésta última se levantó del mueble y caminó hasta la
amplia ventana, para regresar después al mismo sitio de partida. Leticia se notaba nerviosa
acariciaba con frenesí sus perlas naturales y movía su cabeza en todos los puntos cardinales.
-Continúe doctor--suplicó Jade.
-Lo siento doña Leticia. Pero usted también debe saber. Yo ayudé a Kosmo en todo trabajo
de investigación, y lo hice sin ningún tipo de mezquindad. Yo quería mucho a su padre, él
y mi familia tenían, por así decirlo, un nexo muy fuerte. Así que cuando él me pidió a que
diéramos el paso trascendental en el proceso de “Fenixación”, no pude negarme. Conocía
las consecuencias éticas y legales de tal decisión.
Apolonio toma aire, clava su mirada en el piso y libera su mano siniestra para pasársela
por la calva cabeza. Continúa de pie frente a las dos mujeres expectantes.
-Kosmo y yo pudimos resucitar con éxito, a…un ser…humano.
La noticia hizo que Jade se levantara de un salto, olvidándose del malestar que la poseía,
colocándose de frente a Rizzo. Aunque la diferencia de estatura era visible entre ella y el
médico, esto no la amilanó para encararlo.
-¡Lo sabía, yo sabía que habían tenido éxito! ¡Resucitaron al Libertador, usando sus
cabellos! ¡Su código genético!--Exclamó Jade furibunda, mientras señalaba con el
inquisitivo dedo índice hacia el escritorio, donde estaba el maletín con la estatua.
-Se equivoca Jade. Resucitamos a un ser humano por primera vez en la historia de la
ciencia, es verdad. Pero no fue al Libertador Simón Bolívar, como usted erróneamente
supone.
Apolonio mira a Leticia quien estaba en evidente estado de shock. La mujer le decía con
la cabeza que no siguiera, y con humedad en la mirada logró articular las palabras que con
mímica gritaba.
-¡No diga más, por favor!--Suplicó Leticia con voz ahogada.
-¡Sí, diga más, dígamelo todo doctor Rizzo! ¡Me lo merezco!
Apolonio era ahora quien se sentaba en el amplio sillón, echando su cabeza hacia atrás
abrió los ojos dirigiendo la mirada hacia el techo lejano de la oficina. Jade se coloca en
frente, acorralándolo como si fuera un felino decidido a dar el zarpazo final sin
contemplación alguna.
-¡Suéltelo! ¡Dígalo doctor Rizzo!
Después de una pesada pausa, Apolonio Rizzo se desahogó, abrió su mente como tantas
veces lo había visto hacer a sus pacientes desde el diván de la cordura perdida.
-Kosmo y yo--dijo tragando ancho-- resucitamos...a ¡Eduardo Santaella!
Leticia estalló en un llanto seco, hundiendo sus manos en su rostro, y dejándose llevar por
los atribulados recuerdos, lavó su alma en el incontenible torrente de las lágrimas
invisibles. Mientras tanto, Jade estaba de una sola pieza. Eran tantos los pensamientos,
tantas las preguntas, tantas las imágenes, tantos los deseos, tantos sentimientos
encontrados, que no pudo reaccionar a lo que escuchaba.
-¿Eduardo? Pero ¿De qué está hablando? No entiendo--dijo pesadamente--¿Cómo que
resucitaron a Eduardo? No tiene sentido.
-¡Sí lo tiene Jade! --Continuó desahogándose Rizzo--Eduardo sufrió un terrible accidente
de motocicleta, estuvo varios días en coma y los médicos especialistas no le daban
esperanzas. De hecho--dijo viendo a Leticia--…falleció luego de nueve días de agonía.
Kosmo estaba devastado. Yo sé que usted doña Leticia, se preguntará como sé todo y por
qué nunca dije nada. Ayudé a Kosmo en cada detalle, él prefirió actuar conmigo sin que
ustedes lo supieran. Ya veníamos trabajando en la “Fenixación” con resultados
asombrosos. Pero con lo sucedido a Eduardo, Kosmo dejó de pensar como científico, y lo
hizo con sentido humano, acelerando todo el proceso y tomando riesgos incalculables. Fue
en ese momento cuando me pidió, me suplicó, que lo ayudara a traer de vuelta a su nieto.
Jade giró sobre su cuerpo, y en ese movimiento rotatorio intentaba digerir lo que Apolonio
Rizzo le confesaba. Su cabeza estalló en millones de preguntas que la descocaron y la
ubicaron en un contexto que estaba fuera de sí.
-¿Por qué no se negó?--atinó a preguntar Jade aun impactada por lo que oía.
-Si yo no lo acompañaba, él igual lo iba a intentar. Quizás buscando a otras personas
quienes se iban a aprovechar de su situación para robarle sus descubrimientos. Al final
acepté, Goronda. No tuve más remedio. Lo siento señora Leticia. Yo lo he sabido todo el
tiempo, de hecho ingresé a “Los Colorados” para cuidar de Eduardo.
-Pero ¿Cómo lo hicieron, como resucitaron a un muerto? Dios mío, esto parece sacado de
una novela.
Apolonio se puso en pie. Circunvaló a la mitad el amplio sofá, hasta llegar donde estaba
Leticia, ya más calmada, pero aun sepultada bajo toneladas de silencio.
-¡Perdóneme Leticia! Yo he tratado de cuidar a Eduardo, y de mantener la promesa que le
hice a su padre. Pero he fallado.
-Juré,--dijo Leticia pesadamente--que me llevaría a la tumba este secreto.
-¿Cómo lo hicieron?--repitió Jade la pregunta tratando de que no se olvidara a pesar del
drama que se vivía.
-Para poder hacer que el proceso de “Fenixación” tenga éxito--respondió Apolonio en un
suspiro infinito y mirando a Jade-- es necesario poseer el código genético intacto del
individuo. No solamente eso, se debe tener una muestra sana del sujeto. No podíamos
extraer el ADN de Eduardo estando él en ese estado, porque el individuo resucitado iba a
estar igual, moribundo y en coma. Pues bien, Kosmo logró conseguir una muestra de
sangre de Eduardo, antes de sufrir ese terrible accidente.
-Iba a viajar--interrumpió Leticia mostrando sus vidriosos ojos color miel-- Sería su primer
viaje sin nosotros. Yo accedí a ese viaje creyendo que iba a controlarse un poco, quizás
otro ambiente le ayudaría a encarrilarse. Su adicción iba en aumento, yo lo sabía, pero
quería ignorarlo, y no enfrentarlo, por eso le di permiso para que viajara. Necesitaba
hacerse unos exámenes de sangre, y mi padre le extrajo un poco para hacérselos él mismo.
Se lo pedían en la embajada de Brasil. Estaba emocionado con el viaje, lo haría con varios
compañeros de clases. Marcelo no estaba muy de acuerdo pero yo intercedí, al igual que
mi papá.
La mirada extraviada en el bosque de los recuerdos, era signo de que no era la primera vez
que Leticia rememoraba tan amargas cuitas.
-El día antes del viaje, --dijo ahogadamente--se fue con su motocicleta y tuvo ese horrible
accidente.
-Fue algo monumental.--Dijo Rizzo mientras caminaba al centro de la oficina dando la
espalda a las dos mujeres--¡Logramos traerlo de vuelta! En pocos días tuvimos a Eduardo;
era como si hubiera estado dormido. Se despertó de un sueño, Jade. Para él fue eso.
-¡Por Dios! ¡Es monstruoso!--exclamó Jade volviendo nuevamente a sentarse.
-Monstruoso es haber permitido que mi hijo se fuera, señorita Goronda. Mi padre logró
traerlo. Cuando lo vi, olvidé todo, traté de borrar ese incidente de mi memoria. ¡Lo tenía
de vuelta, tenía a mi niño de regreso conmigo!
-¿Y el ingeniero Marcelo? ¿Cómo reaccionó él?--Preguntó Jade eludiendo el argumento de
la madre de Eduardo.
Leticia miró a Rizzo, éste continuaba de espaldas, pero tuvo la sensación del peso de esa
mirada, virando finalmente hacia ella.
-Marcelo no sabe nada de esto--respondió Leticia, apartando sus ojos del médico.
Apolonio volvió a acercarse a Jade quien trataba de digerir todo, parcelando cada
información y cada confesión.
-¡Es simplemente atroz! ¿Cómo pudieron jugar así con la vida, con lo inevitable de la
muerte? Si Eduardo murió en ese accidente, era porque así Dios lo dispuso. ¿Quiénes
somos nosotros para torcer esa voluntad?
-¿Dios?--dijo Leticia parándose del sofá, y suicidando sin pensarlo, sus creencias
religiosas--Él me quitó a mi hijo, mi único hijo, y la ciencia de mi padre lo trajo
nuevamente.
-Pero no se lo trajo, ustedes lo metieron en un manicomio. ¿Qué pasó allí doctor?--
Preguntó Jade.
-Eduardo consumía drogas, tenía una actitud rebelde. Sólo con su abuelo se sentía a gusto.
El día del accidente tenía altísimas dosis de varios estupefacientes. El nuevo individuo
resucitado también “heredaría” de algún modo esta conducta. No clonamos o duplicamos
a Eduardo. ¡Es él! Es el mismo, exactamente igual.
-Yo sabía que mi papá trabajaba con alguien, siempre me pregunté quien lo ayudó. Hasta
ahora lo desconocía. No se imagina las noches en vela que he pasado tratando de darle
sentido a mi vida y la vida de mi hijo. Por eso es que se lo oculté a Marcelo. Pero él y sus
prioridades, jamás entendería todo esto.
-Y quizás jamás lo sepa. Entró en coma, me enteré cuando yo estaba allá en la clínica.
-¿Marcelo está en coma?--preguntó Apolonio mirando a Leticia.
-Sí.--respondió secamente--Lenrry me llamó para informarme.
-Dígame algo doctor--interrumpió Jade-- ¿Hasta allí llega la “Fenixación? Es decir;
¿Trajo efectos colaterales?
-Una de las razones por las cuales se decidió a que Eduardo ingresara a los Colorados era
para monitorear todo su proceso. La falta de drogas lo llevó a un estado muy fuerte de
paranoia que desembocó en un cuadro delirante persecutorio.
-Pobre. Lo han tratado como un experimento, no como un ser humano.
-¡Es un ser humano, Jade! --Replicó Apolonio--Producto de un experimento.
-¿Quién más lo sabe?--interrogó Jade quien para el dolor físico era solo un mal recuerdo--
¿Eduardo? bueno, quiero decir ¿Él sabe quién es realmente?
-¡No! Y jamás lo sabrá--respondió Leticia ya calmada y en un aparente perfecto equilibrio
emocional--Y haré cualquier cosa para que no lo sepa. Usted, señorita Goronda--dijo
poniéndose de pie sin ningún signo de arrebato--No dirá ni una palabra de lo que ha oído
aquí.
Jade la observaba, a la par que miraba también a Apolonio Rizzo, quien con su silencio
pareciera estar en completo acuerdo con la apreciación de Leticia.
-Nadie debe saber nunca nada de esto, y mucho menos Eduardo--dijo Leticia con fuerza
vocal.
Jade se llevó las manos a la cabeza, apretando fuertemente su lacio cabello. Se sentó
nuevamente. No contestó, evitando el debate con Leticia. Solo trataba de asimilar todo por
partes. Las consecuencias de la “Fenixación” eran profundas e infinitas. “¡Lograron
resucitar a un ser humano!”, pensó. “Era quizás el más grande descubrimiento o resultado
de investigación en toda la historia”. “¡Dios mío! ¡Esto es…increíble!”
Quizás para nadie habría de impactar tanto la realidad que la “Fenixación” mostraba, como
a Jade Goronda. Hace apenas unos días esta tenaz reportera estaba sumida en las
investigaciones de un evidente caso de corrupción dentro del banco central de Venezuela,
donde habrían asignado a miembros directos de la familia del presidente de la república en
puestos claves de la institución bancaria, sobre todo en lo concerniente al proceso de
negociación de bonos de la deuda pública en el exterior. De hecho cuando Jade salía de la
casa de sus padres en Bello Campo, y fue interceptada por la gente de Valerio Camacho,
ella tenía planificado una reunión con su fuente, quien le daría toda la información y
pruebas del fraude. Pero el destino la empujó a participar en la carrera más intensa de su
vida. Escucharía una historia que le cambiaría la existencia y la colocaría de frente, no solo
con la muerte o la traición en su esencia más cristalina, sino con sus demonios más
recónditos.
¿Para qué negarlo? Jade se sintió atraída con la posibilidad de acceder a la técnica de
“Fenixación”. Pensó por unos instantes, la infinita fuente de poder que tendría con sólo
formar parte del descubrimiento más importante de la humanidad. Ya caía en verdadera
cuenta, de lo que habían hecho todos los que se imaginaron que algo de tal magnitud
existía; mataron, engañaron, desplazaron, mintieron, usurparon, todas las incandescencias
de un lado sombrío que salía a relucir hasta en aquellos cuya rectitud era una visión de
vida. Pero, sólo fueron unas migajas de tiempo. Jade Goronda salió airosa. Las fuertes y
sólidas bases de su moralidad la defendieron, refractando dicha luminiscencia hacia su
origen oscuro.
-Deberíamos concentrarnos en salvar a Eduardo.--Dijo Jade, atajando sus tentadores
pensamientos--Los conflictos entre nuestras posturas, por lo que hemos hablado aquí,
tendrán que esperar. Indistintamente de lo que usted, doctor Rizzo o usted doña Leticia
hicieron, creo que la vida de un ser humano está en juego. ¿O es que tienen más sangre
guardada?
El teléfono que Jade traía en su pantalón sonó. La periodista buscó con malestar al aparato
que no se silenciaba hasta no ser atendida su llamada.
-Es Lenrry--Dijo Jade--Aló--contestó -Sí ya subimos. Gracias.
Guardó el teléfono en su bolsillo delantero. Incorporándose, se pone de pie y enfrenta a
Apolonio y a Leticia.
-Yo voy a buscar a Eduardo. No sé qué nombre le dan a los sujetos que ocupan el lugar de
alguien que ya no está. Pero para mí ese muchacho es mi amigo, y me necesita. No voy a
defraudarlo.
-Iré con usted. Para eso vine, Jade.
Rizzo se levantó y caminó con apuro hacia el escritorio. Agarró el maletín con cuidado y
regresando su humanidad, hacia donde estaban ambas mujeres expresó con melancolía:
-Si desea tanto la estatua, aquí se la llevo--dijo mientras palmeaba el maletín--¡Vamos!
Dentro de poco anochecerá.
Apolonio ayuda a Jade a caminar, tomándola por la cintura, mientras que en la mano libre
lleva el maletín con el valioso cargamento. Cuando se acercaban a la puerta, Rizzo gira su
cabeza:
-Vamos Leticia, ya es la hora.
Leticia permanecía sólida en el extremo izquierdo del escritorio. Mirando hacia la ventana.
-Yo me quedo--dijo con tono resuelto de voz.
Jade y Apolonio la miraron con asombro. Antes, la mujer parecía ser la más decidida a
emprender este viaje, donde la vida de su hijo se estaba jugando, y ahora deseaba quedarse.
Jade se desprendió de Rizzo y caminó hacia ella.
-¿Qué dice?
-Ya lo oyó--dijo Leticia exiliando su mirada hacia un limbo distante-- Me quedo señorita
Goronda. Usted tiene razón. La voluntad de Dios es irreversible. ¿Quiénes somos nosotros
para torcerla? Marcelo me dijo hace unos días que yo jamás había tenido a Eduardo. Y tuvo
razón. He sido una egoísta, ahora Marcelo se muere y no tendré oportunidad de recuperarlo.
Pero Eduardo, él vivirá siempre. ¡Siempre!
Jade volteó a mirar a Rizzo, lo hizo con una mueca de incredulidad. No daba crédito a lo
que escuchaba. Se plantó de frente a Leticia, quien seguía navegando en el azaroso mar de
sus sentimientos encontrados. A decir verdad, tenía miedo, temor a que Marcelo muriera,
a que Eduardo muriera y a que ella misma dejara de existir. Era miedo, el temor supremo
a perderlo todo. Aun con la entereza de la que era capaz de soportar cualquier embate, en
ese instante, lo único que surcaba el cielo infinito de su mente era la fobia materializada en
madera, con una cola de cabellos naturales. Jade no lo entendía, ni siquiera Apolonio, con
todos sus estudios de los procesos conductuales y neurológicos, podía entender lo que
Leticia vivía en ese momento; un miedo tan grande que superaba la necesidad perentoria
de rescatar a su hijo.
-¡Eres,--le arrojó Jade directo al rostro, olvidando los títulos de respeto-- una enferma!
No dijo más, caminó hacia la puerta, sin esperar la ayuda de Rizzo, quien se quedó
mirando, sin analizar, la escena vista.
-Lo traeré. -dijo Apolonio a Leticia antes de traspasar la invisible cortina entre ambos
mundos--Te doy mi palabra.

***

La noche apuraba su paso para penetrar, con fuerza salvaje, todo lo que hasta hacía poco,
era dominio absoluto de la luz. Este juego de poder tan antiguo como la vida misma se
desarrollaba una vez más, con sus matices de color cediendo ante la presencia natural de
las sombras. Benjamín Turó se bajó del vehículo y se apostó erguido frente a la gran reja
cerrada. Esperaba que en cualquier momento alguien abriera la puerta, para comenzar el
acto final de este drama.
Oyó ruidos que venían de adentro. Hacía algunos minutos que no oía el rotor del
helicóptero, presumiendo que éste ya se hallaba tranquilo en la parte posterior del galpón.
Benjamín agudizó toda su esencia.
Siempre, hasta en la época cuando no fungía como un alto funcionario del régimen,
mantenía el control absoluto de su entorno. No dejaba ninguna acción al azar, de hecho
odiaba el juego en cualquier manifestación, su razonado pensamiento matemático le
indicaba que estaba frente a la misión más importante de su vida. No necesitaba saber
más, ya tenía sus propios corolarios de un enunciado incongruente. Lo que sí le preocupaba
era conocer a la persona con quien negociaría. De hecho sólo se limitó a estudiar la
personalidad de Marcelo Santaella y sobre esa base, ejecutar su plan de negociación. Ahora
todo era duda para él, y eso era algo que detestaba. Giró sobre su tronco y observó como
pudo, tras las nacientes sombras, la ubicación de sus hombres. Ya las órdenes habían sido
impartidas y nada quedaría a merced del albur.
Un ruido seco proveniente del interior del gran depósito le hizo voltear. Su frecuencia
cardiaca era normal, su respiración apenas se sentía y su mirada oscura era raramente
interrumpida por las inoportunas caídas de los parpados. Benjamín estaba sosegado, con
una serenidad prodigiosa, esperando a que los sucesos se presentaran tal como él los había
planificado; sin más ni menos, a pesar de los cambios.
La puerta interna de acero se abrió con cautela, de su interior un hombre de edad avanzada
salió. Vestido con un deslucido pantalón caqui y una franela azul, desgastada del uso. Su
rostro tenía dibujado el perfil del miedo. Se dirigió con pasos temerosos a la reja y sacando
del fondo infinito de sus pantalones un mazo de llaves, procedió a abrir el pesado candado.
-Ya los patrones llegaron, señol--dijo con voz aguda-- En un momento le abro. Disculpe.
Benjamín ni lo determinó, solo esperaba a que la puerta se abriera de una vez por todas
para comenzar con el fin de una historia, preocupantemente reiterativa.
-“¡Peldón!”—Dijo el hombre tratando de recoger el mazo que caía al suelo por efecto de
las manos temblorosas de nerviosismo—Parecen vivas estas llaves. Ya le abro. Ya va, creo
que es ésta, a vel. ¡Sí!, si es esta.
La inmensa puerta de medianos tubos entrelazados, se abrió con fuerte chirrido. El pobre
guardián hizo un exagerado ademán de entrada con la mano derecha. Pero Benjamín ni se
movió. Cuando lo hizo, fue para extraer del bolsillo de su saco, el radio transmisor.
“Voy a entrar” fue lo único que dijo y devolviendo nuevamente el aparato a su sitio, caminó
con aire resuelto y elegante, deteniéndose justo al frente del infeliz portero.
-Y usted ¿Quién es?—preguntó sin un mínimo gesto facial.
-¡Nadie!, no soy nadie, soy sólo el guachimán. Es que estaba en los otros galpones,
cuidando, pol si las moscas. Lo esperan adentro, pase pol favol--dijo repitiendo el ademán
con la mano derecha.
Cuando el viejo trató de llevar la reja nuevamente a su otra mitad, Benjamín lo detuvo en
seco.
-¡Déjela abierta!
-Pero es que tengo óldenes…
-No lo diré otra vez—dijo Benjamín sin siquiera mirar al temeroso anciano.
-Está bien. Solo la entrecerraré y pasaré las cadenas, no pondré el candao.
Así lo hizo, llevó la pesada verja hasta el punto de cierre, pero sin trancarla. Luego caminó
con lentitud senil hasta Benjamín, ofreciéndole pasar delante de él.
-Yo lo seguiré—dijo Turó por fin detallando el añoso rostro del sereno: Tenía la piel
surcada en miles de grietas, nariz grande con vellos grotescos asomándose a sus fosas; las
orejas eran igualmente grandes, con lóbulos deformes y uno de sus ojos reflejaba el azul
celeste de dominantes cataratas.
-Hay que estal muy pendiente, yo estoy solo pol todo esto, —dijo el hombre mientras
iniciaba la caminata—y ahora más, desde que se fueron los trabajadores del segundo
galpón. Anoche recogieron todo y no dejaron nada. Entonces estoy yo solo pa’ cuidal todo,
y a mi edad, se podrá imaginal…
-¿Trabajadores?—interrumpió Benjamín al tiempo que se detenía de pronto, justo antes de
llegar a la segunda puerta de entrada.
-Sí. —Respondió el viejo, deteniéndose también, y hablando en un tono más bajo--—Allí
estuvieron trabajando desde hace días un grupo de pelsonas. Pa`mí que era algo impoltante.
Turó se quedó fijo en el arenoso suelo. Dirigió su vista hasta donde el viejo señaló, que se
encontraba el galpón en cuestión.
-¿Anoche se fueron? ¿Cuántas personas trabajaban allí?
-No lo sé, la veldaíta que no sé, llegaron hace como tres semanas y se fueron anoche, jamás
salieron. Hasta a los vigilantes, que no eran de nuestra compañía, los despacharon rapidito.
La vista no le alcanzaba a Benjamín, por ello volvió a posar sus fríos ojos sobre la faz
corrugada del cansado y temeroso vigilante. Luego con parsimonia, volvió a sacar el radio
transmisor.
-Garrido, —ordenó sin dejar de mirar al nervioso cuidador--quiero que se dirija con dos
hombres e inspeccionen los galpones desde la entrada. En especial el número…
-Es el 3-12—respondió el viejo en voz baja e intentando acercarse a Benjamín, pero no
pudo, sus piernas no respondieron—Es el segundo de allá pa`cá—susurró nerviosamente.
-El 3-12. Mejor revíselos todos, que Roldán le acompañe y Orijuela cuide a nuestro
amigo. ¿Copiado?
-¡Está claro!—respondió Garrido.
-Disculpe, ¿son policías, veldad?—se atrevió a preguntar el infeliz con gotas de sudor
empañando su estriada frente.
-No—contestó Benjamín, mostrando una perfecta sonrisa. —No somos nada de eso.
Somos “amigos”.
-¡Ah! Qué bueno—atinó a decir el viejo con nerviosismo—Pase, pol favol.
El anciano apuró el paso y Benjamín le siguió con cautela. Una vez traspasó la puerta, Turó
revisó el interior del lugar. A pesar de escasear la luz, logró darse cuenta de que el amplio
depósito estaba a reventar de inmensas paletas sobre las cuales descansaban miles de kilos
de mercancía de distintos ramos. La altura del galpón sobrepasaba los nueve metros, y
estaba casi hasta el tope. Distribuidas en tres filas, una en el lado este y las otras dos en el
lado oeste. El ambiente era bañado por una mezcla de olores de resina, remedios, y
productos químicos. A la derecha de la entrada, un cubículo pequeño a modo de oficina,
fabricado con formica y vidrio vestido con papel ahumado oscuro. En el extremo derecho,
una puerta de madera mal lijada, y a través de la penumbra podía leerse “Sólo personal
autorizado”.

Benjamín volteó hacia su izquierda, había una escalera de hierro y metal, que formaba una
ligera curvatura hasta un angosto pasillo en la parte superior, al final de éste dos anexos
grandes, con aire acondicionado integral; en el medio, una puerta de madera contrachapada
y revestida de vidrio oscuro.
-Subamos—dijo en falso tono cordial el vigilante.
-Suba usted. Dígales que estoy aquí abajo. Si en sesenta segundos no bajan, entonces me
iré, y conmigo mi entrega especial. ¡Vamos dígales eso!
-No entiendo ¿sesenta segundos?
-Cincuenta, para ser exactos.
-Es que…
-¡Suba!—ordenó Turó sin alzar la voz.
“Tranquilo Pedro. Yo atenderé al inspector Turó.”
La voz venía de atrás. Benjamín ni escuchó la puerta abrirse, y mucho menos la presencia
de alguien. Volteó con rapidez pero sin nerviosismo alguno, y efectivamente había alguien
allí.
-Buenas tardes, inspector. Mi nombre es Lenrry Oropeza. Soy una persona de
extraordinaria confianza del ingeniero Santaella. Él no pudo presentarse por indisposición,
pero me envió a mí para cuadrar con usted.
Benjamín se acercó al corpulento individuo, escarbó sus ojos con una mirada inquisidora.
El inspector jefe, no movía ni un solo músculo, solo respiraba con profundidad, pero no
como signo de nerviosismo, sino como tratando de captar en el ambiente una respuesta al
giro que estaban dando sus planes. Como una versión bípeda de Salomé, Turó
desmenuzaba el aire con sus fosas nasales, que apenas se dilataban por el accionar del más
subestimado de los sentidos.
Y así como empezó con el escudriñamiento olfativo de su entorno, así se detuvo, volviendo
a clavar sus negros ojos en la vista dura e inexpresiva de Lenrry. Aunque el jefe de
seguridad de las empresas Santaella, había tratado durante toda su vida con individuos de
toda índole, aparte de ser un experto en más de una veintena de técnicas de combate y un
extraordinario planificador en el área de prevención y seguridad, sintió un extraño
levantamiento epidérmico en la base de la nuca. Conocía sólo por referencia al personaje
que tenía en frente, nunca le preocupó averiguar más acerca del organismo policial que
aquel manejaba. Eso para Lenrry no era importante, no le interesaba, tenía su trabajo
estable, bien remunerado y no temía ser víctima del SEBIN o cualquier institución del
gobierno. Eso no era su mundo. Pero estaba equivocado. Ahora sí era su mundo. No
necesitó ser convencido por el doctor Rizzo para que enfrentara en primer contacto a Turó.
Él mismo se ofreció para confrontar al temible inspector jefe, alegando su vasta experiencia
en el ramo de la seguridad.
El escalofrío no cesó, al contrario, se diseminó por el cuero cabelludo, los hombros, los
brazos, y cuando pensaba que invadiría todo su cuerpo, Lenrry se sacudió sin dejar que esa
mirada lo doblegara.
-Con pelmiso--dijo el anciano vigilante--voy a cambialme para ilme. Ya mi tulno acabó. El
viejo entró en el cuarto, el mismo por donde Lenrry salió intentando sorprender a
Benjamín Turó, éste caminó hasta la entrada del pasillo central del depósito. Estaba
ordenadamente repleto, notó las grandes cajas, elevadas unas sobre otras hasta casi tocar el
cielo artificial del depósito. Regresó y volvió a colocarse al frente de Lenrry.
-Dígame algo señor… ¿Oropeza, fue que me dijo?
-Sí. Lenrry Oropeza.
-¿Tiene usted hijos, señor Oropeza?
Lenrry miró instintivamente hacia el suelo; luego levantando sus ojos respondió con una
mueca de duda, por la pregunta aparentemente fuera de orden:
-Tengo una niña de cinco años--dijo con artificial seguridad.
-¿Y haría cualquier cosa por ella, verdad? ¿Hasta mataría por defenderla?
-Eso, --responde Lenrry--podría jurarlo.
-¿Te das cuenta?--Dijo Benjamín Turó, permitiéndose la confianza--¡Tú eres mejor que
Marcelo Santaella! El hombre coloca por encima de sus intereses al propio hijo. ¡Es
degradante! ¿No te parece?
Benjamín se acerca a Lenrry, nota que no trae nada en las manos, concluyendo que él no
será quien haga la entrega. Siguió con su charla dirigida a menoscabar la fidelidad del
corpulento jefe de seguridad.
-Estos ricachones, --dijo con una sonrisa prefabricada--se creen los dueños del mundo.
Manejan a la gente como peones de ajedrez, y cuando ven que ya no le son útiles ¡Zas! Los
sacrifican.
-El ingeniero Marcelo tendrá sus razones para actuar como lo hace. --Dijo Lenrry mientras
movía su cuello.
-Claro que las tiene. ¡Sobrevivir, por ejemplo! Esa es una gran razón. Aunque quizás a esta
hora ya el ingeniero Santaella forma parte del pasado.
Esto fue sorpresivo para Lenrry. No se imaginaba que el inspector Turó supiera de alguna
manera el estado de salud de Marcelo Santaella. Viró su cabeza hacia el corazón del galpón,
fue un giro rápido, pero lo suficiente como para que Benjamín lo captara.
-Será mejol que me vaya. --Dijo Pedro, saliendo de la pequeña oficina. Llevaba en la mano
un bolso en forma cilíndrica, que hacía juego con el color de su ojo añil. Por otro lado el
único cambio observable por Turó, fue el de una ajada camisa color naranja. Vestía el
mismo pantalón caqui atravesado lateralmente por dos deslucidas franjas que en
otra vida, fueron doradas.
-¡Gracias señor Pedro!--dijo Lenrry en tono amistoso--Y no se preocupe, yo llamaré a
algunos de los muchachos para que cubra el tercer turno de mañana.
-Gracias señol. Hasta mañana.--respondió el viejo con un nerviosismo más que evidente,
tratando de ocultarlo tras una sonrisa automática--Hasta luego señol--le dijo mirando de
soslayo a Benjamín Turó.
Éste, volteó y lo observó. Levantando su mano derecha en señal de saludo, le dijo:
-Que tenga un buen viaje “señor” Pedro.
El pobre vigilante bajaba y subía la cabeza en nerviosa actitud afirmativa. Espabiló con
dificultad. Su ineficiente ojo azul, se movía sin control, como presintiendo algo inevitable.
Al traspasar la puerta, caminó hacia la salida. Antes de llegar a la gran reja, se devolvió a
cerrar la puerta de entrada. Pero jamás llegaría. Un disparo, sólo se oyó un disparo.
-¿Qué fue eso?--preguntó Lenrry sobresaltado, moviéndose por fin de su lugar, y
dirigiéndose a la salida. Allí, en medio de las dos entradas, y bajo la luz pálida de neón,
estaba el cuerpo del anciano, ladeado ligeramente, y aun emanando sangre estéril.
-¡¿Qué coño hizo?! ¡¿Por qué?!--gritó con rabia el jefe de seguridad, mientras se dirigía
con premura hacia el cuerpo de Pedro.
Un segundo disparo. A diferencia del primero, éste no dio en el blanco, o quizás sí. Detonó
a pocos centímetros de donde arrodillado se encontraba Lenrry, tratando de encauzar su
asombro, mirando la representación gráfica de la muerte.
-Yo le sugiero que entre. --dijo Turó desde el umbral de la puerta--El próximo disparo lo
escuchará, pero con los ojos cerrados.
Lenrry se levantó, sin dejar de mirar el cuerpo exánime del pobre viejito Pedro. Caminó
hasta la puerta de entrada, observando el entorno y tratando de verificar de donde salieron
los disparos. Al entrar, Benjamín Turó lo recibió con tranquilidad.
-Estará mejor aquí adentro, se lo aseguro.
-¡No tenía que matarlo! ¡Era un pobre viejo!
-Lo siento mucho.--Dijo Benjamín Turó--No me puedo dar el lujo de dejar testigos de esta
reunión ¿me comprende? Además ya estaba harto de su lambdacismo.
Lenrry se llevó su mano a la cintura, y sacó a relucir su potente mágnum. Dio dos pasos y
con el rostro asqueado, miró a Turó quien no parecía asombrarse en lo absoluto.
-¡Un arma! Me sorprende amigo Lenrry, no creí que fuera tan predecible. Ahora dígame
¿Qué hará? ¿Me disparará? Le recuerdo que si yo no salgo con vida de aquí, Eduardo
tampoco lo hará, y mucho menos usted. ¿Y para qué? ¿Para serle fiel a un hombre egoísta
como Marcelo Santaella? ¿Vale la pena el sacrificio?
Esto último lo dijo Turó, elevando su mirada por todo el depósito. Era lo único que movía;
sus ojos. Lenrry los observaba, y mientras lo hacía más apretaba su arma. En ese instante
una voz ingresó en la tensa escena.
-¡Guarde el arma Lenrry! El inspector tiene razón.
Benjamín volteó. Un hombre alto, con incipiente calvicie y porte de catedrático era quien
lo enfrentaba.
-¡Vaya! ¿Un nuevo convidado?--Dijo Benjamín con aparente muestras de diversión--
Bienvenido a la fiesta.
-No tenía por qué hacer esa bajeza señor inspector, --dijo el hombre--Hemos venido a
cumplir con un trato. Tal como se estipuló.
Benjamín Turó abrió sus brazos y arrugando sus labios en señal de “impotencia” exclamó:
-¡No tenía alternativa! Pero creo que eso ya no importa. El “señol” Pedro--dijo con
sarcasmo burlesco--estaba en el momento y en el lugar equivocado. Como presiento que
usted también lo está.
Lenrry no bajaba el arma, de hecho estuvo a punto de dispararle a Turó en la cabeza. Él
sabía que el hombre con el cual trataban en ese momento no amagaría en eliminarlos. Por
ello, él golpearía primero. Pero no sería así.
-Baja el arma Lenrry por favor. Acordaremos todo con el señor Turó.
-Está bien doctor. Pero creo que se equivoca con este tipo.
-¿Doctor?
-Soy el doctor Apolonio Rizzo. Amigo de la familia Santaella.
-¿Rizzo? ¿El psiquiatra de “Los colorados”?--preguntó Benjamín con una falsa sonrisa--
Muy conveniente para la familia Santaella tenerlo como amigo. Dígame doctor--agregó
Turó acercándose a Apolonio--¿Por qué se enreda en esto?
-Usted jamás entendería inspector. Le haría falta una serie de sesiones en mi consulta
para que entienda por qué estoy aquí.
-Y quien más vino contigo Oropeza. Falta un peón en este juego. ¡Veamos!
Benjamín se separó de donde estaba Rizzo y caminó hasta el vidrio oscuro de la
improvisada oficina, donde minutos antes había salido Pedro, sólo para dar sus últimos
pasos en el mundo.
Benjamín Turó olfateó nuevamente el ambiente como buscando la respuesta.
-La señora Santaella no es. Tendría un olor de perfume exquisito. Channel o Cartier. No,
no huele a nada de eso. Ella no está aquí. Pensé que sería ella la que vendría en sustitución
de su esposo.
Y tocando el cristal con su mano derecha, Turó traspasa la vidriosa frontera, lo hace con
deducción y análisis.
-Sí, la persona que está al otro lado tiene gran interés en todo esto. ¿Pero quién?
-¡No hay nadie inspector! ¡Ya basta de juegos! Tengo la estatua, traiga a Eduardo y
acabemos con esto de una buena vez.
Benjamín retiró su mano del vidrio de la oficina, volviendo a encarar a Rizzo,
plantándosele en frente.
-¿Usted tiene la estatua? ¡Muéstrela!
-Traiga a Eduardo y no solo se la mostraré, sino que se quedará con ella, y nada ha
pasado.
-¿Cómo que nada ha pasado?--preguntó Lenrry iracundo--¿Y Pedro, el pobre hombre,
acaso es un costal de papas para que a ninguno de ustedes le importe?
-Amigo Oropeza, --dijo Turó--hágase un gran favor. Guarde silencio. Y a propósito de su
amigo Pedro. Sí se asoma, se dará cuenta que ya se ha ido.
Lenrry frunció el ceño, pero acató lo que Turó le recomendó, o más bien le ordenó. Guardó
silencio, y con suma cautela se asomó y vio con estupor que el cadáver del viejo guachimán
ya no estaba.
-Ya no tiene que preocuparse por su amigo, le aseguro que mañana aparecerá…por allí--
Dijo Turó sin siquiera verlo--¿En qué quedamos entonces, “doctor”?
-Traiga a Eduardo, inspector--dijo Rizzo sin siquiera moverse de su sitio--Usted quiere la
estatua, nosotros la trajimos. Se la lleva, nos deja a Eduardo y ¡Ya! Todo finalizado.
-Inspector jefe, ¿Me copia?, cambio.
Benjamín sacó su radio del traje azul marino con elegancia y frialdad.
-Dígame Garrido--respondió sin dejar de ver los ojos de Rizzo, quien aguantó con
estoicismo el amedrentamiento psicológico.
-Revisamos los galpones y en el 3-12, efectivamente hay rastros de actividad. Bueno había.
Mesas, televisores, instrumentos químicos. Hay dos cilindros transparentes rotos adrede.
Pero todo desmantelado y destruido, cambio.
-¿Más nada?--Preguntó Turó.
-Por lo visto nada más. Está muy oscuro, pero le aseguro que eso es todo, cambio.
-Tienes razón Garrido, está muy oscuro. Danos un poco de “Luz”, por favor. ¡Ah! y trae
al “señorito” Santaella.
-Captado lo último inspector jefe. Pero no entendí lo de la luz, cambio.
-Luz, Garrido.--respondió en tono lineal ausente de emoción--Una llamarada de luz.
Cambio y fuera.
-Entendido inspector jefe. ¡Será una gran luz! Cambio y fuera.
-¿Qué piensa hacer?
-Tiene razón doctor, --respondió Turó mientras guardaba el radio, ésta vez en uno de los
bolsillos de su pantalón y no en su saco de vestir. No se dio cuenta de ese cambio de
posición, algo extraño en él.-- dejémonos de juegos. Deme la estatua. Y nada pasará.
-¿Por qué, inspector?--Preguntó con voz terapéutica Apolonio--¿Por qué le interesa ese
caballo? A decir verdad no podrá comprobar si lo que busca es en cierto modo, fidedigno.
-No se trata de lo que yo crea doctor, si no de lo que crean aquellos que a pesar de todo,
siguen creyendo.
Rizzo aceptó de mala gana, lo retruécano de la respuesta de Turó. Finalmente se movió.
Hizo señas a Lenrry, quien seguía apuntando con determinación, para le acompañara,
caminando ambos hasta el pasillo principal del galpón y tanteando por sobre las cajas
amontonadas, en evidente actitud de buscar algo.
-Sin trucos doctor--dijo Benjamín siguiendo al galeno y al jefe de seguridad hasta el
atestado centro del depósito, cuando una voz retumba con fuerza en el aire.
-¡Si tanto quieres este caballo, Turó!, ¡entonces ven por él, maldito!
Jade se mostraba desafiante desde la entrada. Salió en silencio de la oficina desde donde se
escondió, según lo planificado por Apolonio. A decir verdad ella no saldría, Rizzo la
conminó a que se quedara tranquila mientras él y Lenrry negociaban con Turó la entrega
de Eduardo. Pero Jade en silencio desestimó dicho plan. Cogiendo a escondidas la estatua
que Rizzo había colocado por sobre una de las cajas del pasillo central, y llevándola hasta
el cubículo donde se hallaba oculta.
Alzó la estatua por encima de sus hombros, como quien eleva un trofeo, que resumía el
premio al esfuerzo y la constancia. Para ella, así era. Jade estaba resguardada, a pedido del
propio Rizzo, en un rincón de la pequeña oficina. Él la intentó convencer de que podían
lidiar con el terrible Turó. Jade se dejó convencer a medias. Sabía que el destino la había
llevado hasta allí a la fuerza, obligándola a participar en un acto, en el cual sus líneas de
diálogo no estaban del todo escritas. Por eso se atrevió a salir.
Turó reaccionó congelado, para luego girar con lentitud hacía donde la periodista lo
desafiaba. Benjamín dilató a voluntad su pupila, en una imperceptible reacción humana,
sonriendo con verdadera sinceridad. Caminó con estudiada sincronía de movimientos,
como un depredador ejecutando la eterna danza de la muerte.
-¡Jade Goronda! ¿Por qué será que no me sorprende verte aquí?
Benjamín se acercó aún más. Pudo distinguir, bajo la escuálida luz, el aspecto malogrado
de la joven comunicadora.
-La última vez que nos vimos tenías mejor semblante. --Dijo ladeando la cabeza, tratando
de inspeccionar aún más el rostro amoratado de Jade--Y eso que salías de un interrogatorio.
¡No, no, no!--dijo chasqueando la lengua y moviendo la cabeza en forma negativa--Es que
la vida nos pone en situaciones que nos sorprende. Yo me imaginaba-- dijo volteando
donde Rizzo y Lenrry se hallaban--este reencuentro de otra manera, digamos; algo “más
romántico”.
Turó intentó acercarse más a la joven, pero ésta en un rápido movimiento, bajó la estatua,
llevándola bajo su brazo izquierdo y con intenso dolor, movió la mano diestra hasta la parte
posterior de la cintura. Fue un movimiento exacto y fugaz. Jade sacó un revólver calibre
.38 cañón corto. Apuntándolo directo a la cabeza perfectamente peinada de Turó.
-No creas que no la sé usar Benjamín. Como buena hija de militar, mi padre me enseñó el
manejo de armas.
-Jade tranquila. --Increpó Rizzo desde el pasillo central del galpón--No hagas nada
incorrecto.
-¿De dónde sacó esa arma señorita?--preguntó a su vez Lenrry quien se acercó hacia
Benjamín Turó con el arma aún en posición de tiro.
-Digamos que fue un regalo del señor Pedro.
Ciertamente, cuando el viejo sereno entró para cambiarse de ropa, le dejó el arma a Jade,
sin decirle nada. Sólo se la dio, y con su ojo arropado de cataratas intentó un guiño
cómplice.
Cuando el helicóptero aterrizó, Lenrry no entró en detalles, pidiéndole al cuidador que le
abriera la puerta al inspector de policía, para resolver un “problemita”. El pobre Pedro
aceptó con gusto el pedido de su jefe, y no preguntó más de la cuenta. Pero cuando vio a
Benjamín Turó, supo que esa reunión no era para tratar ningún pequeño problema. “Aquí
va aldel Troya” dijo para sí. Por ello, cuando entró en la oficina, y se percató que la señorita
estaba escondida en un rincón, supo que debía ayudar; le entregó su arma de reglamento a
la sorprendida muchacha. Despidiéndose de ella en silencio, elevando sus dos pulgares y
saliendo hacia su cita con lo inevitable.
-¡Así que no intentes nada Turó, no me temblará el pulso para disparar!--Exclamó Jade
decidida.
-No lo pongo en duda. --Dijo Benjamín, reanudando el camino hacia la mujer. Parándose
justo al frente del orificio del corto cañón del revólver, apuntándose él mismo en el punto
equidistante entre las dos cejas, en el llamado tercer ojo. Pero Benjamín no observaba ni el
arma, ni a Jade. Su gélida mirada se centraba en la estatua que celosamente cobijaba la
axila de la periodista.
-¿Es esa?--preguntó con melodía pausada.
-Sí--contestó tajante Jade, mientras halaba el martillo del arma--Y si la deseas, tráenos a
Eduardo.
Pero Benjamín no escuchó esto último, sus negros ojos se posaban en la cola. Ese serpentín
de cabellos azabache, ondulante como una perfecta cola equina, parecía saludarle. Esos
cabellos que una vez estuvieron unidos a la piel del Libertador, tocados por él, cortados por
él a modo de un agradecimiento exageradamente romántico según su punto de vista. Pero,
¿y si fuera falsa? Claro que Benjamín había pensado en esa posibilidad, por ello necesitaba
tocarla, analizarla y luego un experto en antigüedades determinaría su autenticidad, aunque
eso era lo de menor importancia. Como le contestó a Rizzo, “sólo interesa que crean,
aquellos que creen”.
Ahora, todo se resumía a esto, y él lo sabía. Dirigió su mirada hacia Jade Goronda quien
seguía apuntándole con determinación. Clavó su mirada, penetrando poco a poco la
intensidad de los ojos de ella. Este coito de energía, de polos opuestos, fue tan intenso que
ambos se sintieron extrañamente unidos por una situación y por un destino, como acababa
de decir él mismo, que mueve sus fichas de una manera tan majadera. Y fue el mismo
destino quien interrumpió dicho momento con un sonido estruendoso que movió la tierra
bajo sus pies.
-¡Coño! ¿Qué fue eso?--gritó Lenrry quien corrió hacia donde Jade y Benjamín llevaban
su lucha silente.
-¡Es una explosión!--dijo Rizzo, apoyándose de una de las cajas selladas.
-¡El sonido de la luz!--exclamó Benjamín, mientras sometía a Jade, desarmándola cuando
ésta se descuidó debido a la explosión.
-¡Estás loco maldito bastardo!--Dijo Jade de forma iracunda--Volaremos todos, aquí hay
mucho material volátil.
-No creas que no lo sé.--dijo Turó apuntando ahora y siendo dueño de la situación, aunque
en realidad siempre tuvo control del estado de las cosas.- Ahora, Oropeza, coloque el arma
en el suelo, sino la “gran” Goronda acompañará al señor Pedro en su viaje eterno. ¡Vamos,
hágalo!
-No intentes nada Lenrry, haz lo que te pide.- dijo Apolonio Rizzo con las manos la en alto.
Lenrry obedece de mala gana, y coloca su arma en el suelo, mientras también eleva sus
manos en señal de rendición.
En ese momento Garrido ingresa al galpón, portando una sub ametralladora y sudando
copiosamente.
-¿Todo bien inspector jefe?--Y mirando donde estaba Jade dice: ¿Jade Goronda? ¡Qué
vaina tan buena! ¡Premio gordo!
-¿Dónde está Eduardo?--Preguntó Rizzo, olvidándose del equilibrio simétrico de sus
emociones con relación a la intensidad de lo vivido.
-Dame la estatua Jade--dijo Turó, desoyendo al psiquiatra--No quiero pecar de anti-
caballero y arrebatártela, de mala gana.
Jade en una reacción tan sorpresiva para ella, como para todos, se la lanzó con fuerza,
pegándole la reliquia en la frente. Lo hizo con rabia, con una cólera sincera y auto
exorcizante. Turó recibió el contundente golpe, pero reaccionó enseguida atajando con una
mano al caballo, justo cuando iba en picada hacia el suelo. Comenzó a sangrar casi de
inmediato, pero eso a él no le importaba.
-¡Maldita puta!--exclamó Garrido levantando la potente arma y a punto de disparar hacia
la comunicadora.
-¡No!--Ordenó Turó--Con balas no. No sería tan placentero
Benjamín se pasó la mano por la frente, el apaisado hilo de sangre manaba sin intenciones
de detenerse. No hizo ningún gesto de dolor o alguna mueca de desagrado, al contrario,
parecía disfrutar de las intensas pulsaciones, que independientes, focalizaban el regocijo del
dolor. Una nueva explosión se hizo sentir, más fuerte que la primera, tumbando algunas
cajas de sus contenedores, y haciendo migas el vidrio de la oficina superior.
-¡Hay que irnos inspector, esto será candela pura!
-Denos al muchacho Turó,--dijo Lenrry poniéndosele al frente--¿O es que no tiene
palabra?
-Yo,--dijo Benjamín secando se mano ensangrentada en el hombro de la chaqueta de
Lenrry--jamás di mi palabra.
Turó fue el primero en salir, Garrido apuntaba al grupo con evidentes ganas de presionar
el sensible gatillo, alzando su voz desde afuera en medio de una risa burlesca:
-¡Aquí está tu amiguito, Goronda! ¡Disfruten de sus últimos momentos!
Garrido corrió hacia la verja donde Benjamín ya había cruzado, cerrándola y colocando el
candado que el viejo Pedro no terminó de cerrar, todo esto sin dejar de apuntar al grupo.
Sin embargo, Jade no se amilanó y corrió adolorida hacia la cerca de tubos entrelazados.
Tanto Garrido como su jefe, apresuraron el paso y se dejaron tragar por la negrura.
-¡Eduardo! ¡Eduardo! ¿Estás bien?--gritó Jade.
-¡Jade cuidado!--previno Rizzo, corriendo detrás de ella.
-¡Señorita!--gritó igualmente Lenrry--¡Agáchese, hay un francotirador!
Pero Jade hizo caso omiso y corrió con todas sus escasas fuerzas hasta el cercado.
Eduardo Santaella estaba amarrado con alambre de púas sobre la verja, aunque sería
mejor decir que se hallaba crucificado. Atado de manos y pies, con solo el pantalón
puesto y apenas reaccionando a todo.
-Eduardo ¿Estás bien? Soy yo, Jade. Mírame. --Y dirigiéndose a Rizzo: ¡Doctor,
ayúdeme a desatarlo!
-¡Lenrry!--gritó Apolonio, llegando al el sitio--¡Venga, ayúdenos!
Después de un instante de duda y zigzagueando el recorrido, con su arma ya recuperada
del suelo, y apuntando hacia la nada, Lenrry llega a prestar ayuda.
-Tenemos que hacerlo con mucho cuidado--dijo Rizzo--le enterraron los alambres en la
piel.
-¡Son unos desgraciados!--gritó Jade.--Pero tranquilo Eduardo, te desataremos y nos
iremos de aquí.
Eduardo abrió los ojos y bosquejó una sonrisa. Estaba sudado, pero increíblemente
tranquilo, sin quejarse, a pesar de la invasión del sufrimiento físico.
-Al menos no estoy en el fondo del mar.--Dijo jadeante.
Otra explosión. Más cercana y fuerte. El cielo anaranjado violaba la caliginosa atmósfera
que se ocultaba con cada estallido.
-¡Este galpón volará en miles de pedazos!--dijo Lenrry-- ¡Si no nos apuramos nos
recogerán con cucharilla!
-Necesito una pinza o alicate, --dijo Apolonio--están muy fuertes.
-No importa doctor--balbuceó el pobre Eduardo--jale con fuerza. No me duele. No me
duele.
Rizzo asintió, tomó una de las muñecas y la aprisionó para que el alambre cediera, mientras
le pedía a Lenrry que le diera vuelta de derecha a izquierda a las rudimentarias esposas de
púas. Eduardo reaccionaba con dolor profundo pero determinante a querer salir de ese
Gólgota improvisado. Jade también le ayudaba, intentando aflojar la de los pies. Pero no
pudo. Cada movimiento era hecho con dolor, Lenrry, quien ya había logrado soltarlo de
una de sus manos, ayudó a la cansada mujer quien con desespero intentaba arrebatar al
joven de un sufrimiento inhumano. Lenrry logró hacerlo. Sólo faltaba una mano para
liberarlo de su cruz, pero Apolonio luchaba con las tercas amarras. Al ver que comenzaba
a sangrar se detuvo, la liberación lo lastimaba más que su prisión.
-Está muy apretado este lado--dijo Rizzo buscando con la mirada la ayuda del corpulento
Lenrry.
-Déjeme intentarlo--dijo aquel--¡Cálmate mi pana! ¡Ya vamos a salir de esto!
Lenrry apretó con más fuerzas la muñeca del joven y desde lo profundo de la carne viva
logró extraer los alambres con un solo tirón.
-¡Listo Eduardo!--gritó Jade--¡Salgamos de aquí!
Entre Apolonio y Lenrry levantaron al joven crucificado llevándolo hasta la puerta de
salida, pero justo cuando se acercaban al portón de alambres, un disparo los hace
retroceder. Incrédulos, ninguno logró moverse. Lenrry reaccionó apuntando su arma
hacia la penumbra. Una nueva detonación cerca de los pies de Rizzo hizo que reaccionaran.
Mientras desde el fondo de las tinieblas humeantes, una lejana voz chillona les ordenaba:
¡Adentro! Ninguno va a salir ¡Vamos, pa´dentro!
-¡Está cerrado!--dijo Jade--¡El helicóptero!, vayamos hacia allá
-¡No nos llevará a todos!--Exclamó Lenrry.
Un nuevo disparo, que dio en el tubo que sirve de marco de la reja, y la misma voz
amenazante, desde lo alto del árbol invisible: “¡Al próximo no fallo, ya lo dije; pa´dentro!
Entre Apolonio y Lenrry elevaron a Eduardo, uno en cada brazo. Caminaron, llevando al
joven a rastras hacia el interior del galpón.
-Insisto--dijo Jade quien venía atrás mirando a cada instante hacia fuera--debemos ir al
helicóptero, es nuestra única salida.
Pero antes de terminar la última sílaba, de la última palabra, un nuevo estallido los
sucumbió a todos haciéndoles caer al suelo. Venía de la parte posterior del depósito.
-¡Coño de la madre!--gritó Lenrry ya casi sin fuerza vocal-- ¡Volaron el helicóptero!
¡Estos desgraciados nos tienen acorralados!
-¡Entremos!--dijo Rizzo incorporándose y cargando a Eduardo--¡Vamos, no podemos
perder más tiempo o nos matarán aquí afuera!
Se oyó otro disparo, seguido de un quejido ahogado e interno. Lenrry cae al suelo, una
bala se le incrusta en el hombro izquierdo.
-¡Lenrry está herido doctor!--gritó Jade quien se acerca hacia el hombre que se hallaba
hincado en la tierra.
-¡Entre! ¡La van a matar!--le dijo Lenrry con voz adolorida.
-¡No sin usted!--dijo Jade, vamos levántese, yo lo ayudo.
Apolonio se detuvo solo unos segundos, mientras tanto, con Eduardo en brazos, siguió
hacia la puerta de ingreso al galpón. Una vez adentro, recostó al joven Santaella sobre un
rincón.
-Ya vengo, amigo. Voy por Lenrry y Jade.
Salió, y ayudando a la muchacha, lograron levantar a Lenrry. Sin embargo Jade cae víctima
del dolor, y lo hace justo al lado de la pistola del hombre de confianza de Marcelo. Se da
cuenta y la coge, comienza a disparar hacia donde su pálido instinto le decía que debía
encontrarse el cazador asesino.
-¡Llévelo adentro doctor!--Exclamaba Jade mientras seguía disparando--yo lo mantendré
cubierto.
-¡Ven mujer! ¡No te arriesgues!--gritaba Rizzo ya en la entrada con Lenrry.
Jade se levantó, siguió disparando, sin recibir respuesta. El ambiente estaba lleno de gases
y humos tóxicos, el único sitio seguro era quizás el más vulnerable a toda la serie de
explosiones. Atrás, el helicóptero se consumía en un fuego antropófago. Un explosivo C-
4, con detonante a control remoto, fue colocado debajo del aparato, por los esbirros de
Turó, mientras éste se hallaba adentro ejecutando su perversa actuación.
Ahora, ya dentro del depósito, la tarea principal era pensar en cómo salir de allí. Lenrry se
puso en pie no sin dificultad, el poderoso proyectil le desgarró parte de la masa muscular
y astilló el omoplato. Se quitó el saco, al igual que la franelilla, la cual rompió para intentar
entablillarse el hombro. Apolonio, quien se desplomó en la pared resollando de cansancio,
se incorporó para ayudarlo. Eduardo aún permanecía bamboleante sin definir
específicamente la situación que estaba viviendo, mientras que Jade de pie y también
víctima del reciente jaleo, lo veía con claras muestras de curiosidad.
-¡Jade!--Exclamó Rizzo, mientras movía la cabeza indicándole que habían cosas más
importantes en ese momento que “curiosear” a Eduardo--Sosténgame aquí, por favor.
La joven periodista accedió a ayudar al doctor, mientras éste pasaba el improvisado vendaje
por debajo del brazo herido.
-Creo que ya se fueron--dijo Lenrry, mientras recibía de manos de Jade su poderosa arma.
-Tendremos que esperar, --acotó Rizzo--saldremos por atrás, saltaremos la cerca y
pediremos ayuda.
-No podemos doctor.--interrumpió Lenrry casi susurrando de la molestia--Detrás de esa
cerca lo que hay es precipicio. Estamos en una loma muy alta.
-Este galpón explotará de un momento a otro--dijo jade-- No podemos quedarnos mucho
tiempo aquí. Prefiero que me parta una bala a morir quemada.
-¡Yo también pienso lo mismo!
Todos voltearon. Eduardo estaba en pie ya más calmado. Aunque sus muñecas manaban
gotas de sangre, logró ponerse en pie.
-No debieron venir. ¡No debieron!--decía mientras se llevaba sus manos al lacio y oscuro
cabello. ¿Dónde está mamá? ¿Dime doctor, dónde está mi madre?
-Cálmate, por favor--imploró Apolonio--ella te está esperando. Vamos a salir de aquí
¿comprendes? ¡Mírame, ven, mírame a los ojos Eduardo! Repite después de mí: ¡Vamos a
salir de aquí!
Pero el muchacho no pudo articular palabra alguna. En ese instante una ráfaga de tiros se
escuchaba con preocupante cercanía. Lenrry empujó a Jade al suelo, mientras que Apolonio
hacia lo mismo con Eduardo.
-Volvieron--dijo Jade--Están allá afuera. ¡Vinieron a terminar su trabajo!
-¡No!--exclamó Lenrry--Son distintos tipos de armas las que suenan. ¡Es un
enfrentamiento!
Lenrry se incorporó, le pidió a Jade el arma y se fue pegado a la pared hacia la pequeña
puerta de entrada. Por entre el mirador pudo distinguir, no sin dificultad, las ráfagas que en
todas direcciones se desplazaban.
-Escúchenme bien, --dijo--allá afuera hay plomo trancao, eso quiere decir que los del
gobierno se consiguieron con alguien a quien no le caen nada bien. --Aquí Lenrry corruga
el rostro por el dolor--Tienen razón ¡Si nos quedamos…morimos! Miren, en la parte de
atrás hay dos bombonas full de gas propano, si las llamas llegan allá, ¡nos fregamos!
Abrió la puerta de lado, apuntando el arma hacia arriba. Apolonio le secundaba y Jade
apoyaba sobre ella a Eduardo, y hasta cierto punto ella se recostaba de él. Justo cuando
estaban por salir, Eduardo jala a Jade hacia él. La mujer se encuentra de frente con esa
mirada perdida que pareciera hablarle. Luego miró sus muñecas, se dio cuenta de que a
pesar de estar inflamadas y maltrechas, ya no había hemorragia.
-¿Viste?--dijo Jade en tono candoroso--ya te vas a poner mejor.
-¡Oye!--dijo Eduardo con determinación, para luego bajar la mirada y cambiar a solo un
lánguido susurro--No permitiré que te hagan daño. ¡Nunca!
Jade sonrió, acarició con suavidad la pálida mejilla del joven y chocó con ternura su frente
con la de él.
-Yo tampoco, loquito. --Dijo con ojos húmedos--Palabra.
-Es mejor salir uno por uno--dijo Rizzo.
-No, eso sería peligroso doctor, --respondió Lenrry sin dejar de observar la mirilla-- nos
convertiríamos en blanco fácil. Salgan ustedes tres, yo los cubriré. Caminen agachados
hacia la parte lateral del galpón, a unos cien metros está el borde de la cerca, la
saltaremos y bajaremos el barranco, así llegaremos directo a la carretera panamericana ¡A
movernos, vamos!
Apolonio decidió ir adelante, tratando de cubrir con su cuerpo, a Jade y Eduardo. Apenas
traspusieron la puerta, corrieron tan rápido como pudieron hacia donde les ordenó Lenrry,
mientras éste disparaba en todas direcciones. Los disparos no cesaban, era claro que afuera
se llevaba a cabo un enfrentamiento de grandes proporciones. Lenrry caminó agachado,
pegado a la pared esgrimiendo el arma. Cuando intentó disparar nuevamente, la respuesta
fue un clic seco y juguetón. Ya no tenía balas.
“¡Coño e la madre, qué cagada!” Exclamó molesto por su descuido. Mientras los demás
llegaban a la parte lateral del galpón, bordeando la pared.
Las manos de fuego, tanto del helicóptero, como la de los depósitos adyacentes, acariciaban
el ambiente cercano. Las detonaciones de distintas armas cada vez más próximas y la
incertidumbre de saber si saldrían o no con vida, les daban claro indicio de que aun nada
había terminado.
-¡Corramos hacia la cerca!--gritó Apolonio Rizzo--¡Es nuestra única salida!
-Eduardo está muy débil doctor. Y yo…bueno, también--dijo Jade quien comenzaba a
sentir nuevamente las pulsaciones del dolor. Se sentó, apoyando su espalda a la pared, y
comenzó a escupir lo que era un líquido viscoso y sanguinolento
-¡Lo que faltaba!
-Aguanta niña--dijo Rizzo--falta poco, saldremos de aquí.
Y justo cuando Apolonio trata de levantarla, como un fantasma aparece Lenrry.
-¡Ayúdeme Lenrry! Jade está muy mal.
Eduardo se mantenía alejado a pocos pasos. Lo veía todo con miedo, temor y rabia, sus
eternos sentimientos siempre entremezclados. A pesar de que comenzaba a sentirse más
fuerte de cuando lo “crucificaron”, tenía la actitud pasiva de no hacer nada, entregado por
completo a los virulentos achaques de su destino.
-¡Ella no puede morir, doctor! ¡Ella no puede morir!
-Tranquilo Eduardo,--respondió Rizzo--ella se pondrá bien. Por favor ven, no te alejes de
nosotros. Vamos Lenrry, ayúdeme.
-Claro, doctor.
Entre ambos hombres levantaron a la mujer, y cuando lo hacían, un vehículo embistió
contra la pesada verja haciéndola añicos, para luego cruzar el recodo y encontrarse con el
temeroso grupo. El sonido fue tan fuerte, que se superpuso a los de las detonaciones y gritos
que inundaban la atmósfera reinante.
Del automóvil bajaron cuatro individuos armados, quienes seguían disparando hacia el
oscuro exterior, ocultándose torpemente detrás del auto.
“¡Por aquí, están por aquí!” gritó una voz conocida.
Lenrry sacó su inútil y descargada arma para amedrentar al intruso. De la esquina, un
hombre bajo, de contextura robusta, cabeza grande y ovalada, con cabellos diminutamente
rizados, sólo vistiendo un jean azul marino y una franela de igual color con las mangas
recortadas, y sobre esta un chaleco antibalas. Apuntaba una escopeta plana calibre .12.
Era Horacio. Había llegado con el grupo de hombres quienes Leticia contrató inicialmente
para apoyar la operación de rescate de Eduardo.
-¡Esos desgraciados! pensaban que no íbamos a responder. ¡Tomen coños de madre!--
decía en evidente estado de éxtasis, mientras continuaba disparando--Abajo tenemos más
hombres cayéndose a plomo con esos podridos. Hemos liquidado a varios.
-¿Qué haces tú aquí?--preguntó Lenrry encarándolo--El ingeniero Santaella ordenó que no
salieras de la mansión.
-Tranquilo Oropeza, la señora Leticia me mandó. Ahora es ella quien manda.
-¿Mi madre? ¿Fue mi mamá quien lo mandó Horacio?--preguntó Eduardo acercándose al
chofer de su padre.
-Sí joven, fue ella. Me ordenó a que lo sacáramos de aquí. Móntese en el carro,
atravesaremos por donde entramos y salimos de aquí.
-Yo no me voy sin ellos--respondió Eduardo, abrazándose a sí mismo.
Una ráfaga de tiros, hizo que Horacio y sus hombres reaccionaran.
-¡Caminen hacia la parte de atrás, hacia el patio trasero!--gritó Horacio mientras respondía
al fuego cruzado.
-¡Eduardo, camina conmigo!--dijo Rizzo--¡Lenrry, traiga a Jade!
El adolorido hombre obedeció, levantando a la periodista con el brazo derecho, y
caminando con pasos cortos hacia la parte posterior del galpón. Los hombres de Horacio
cubrieron la burda escapatoria del grupo, disparando a diestra y siniestra. Sin embargo
comenzaron a caer uno por uno, sin quejidos, como soldados plásticos en las batallas
imaginarias de niños soñadores.
-¡No debemos avanzar más!--Gritó Rizzo--¡La parte de atrás está que arde!
-¡No tenemos otra!--Exclamó Horacio, con ojos desorbitados--¡Nos van a matar!
Diciendo esto, cayó abatido. Un disparo certero en la línea media posterior del cuello lo
desplomó. Jade emitió un grito, mientras Eduardo, Apolonio y el mismo Lenrry, quien
acostumbrado como lo estaba a este tipo de situaciones, no pudo evitar el asombroso
momento, y desviando la mirada, buscó la procedencia de dicha bala.
“¡Qué bicho tan molestoso!”.
Benjamín Turó esgrimía hacia el grupo temeroso, el arma que le arrebató a Jade minutos
antes. Exceptuando la contusión en la cabezaa, se hallaba increíblemente acicalado,
tranquilo y peinado a la perfección. A sus espaldas el resplandor anaranjado, de las llamas
del helicóptero consumado, alimentaba un estudiado y matemático marco referencial a toda
esta situación. Caminó con pausa. A medida que se acercaba se notaba la hinchazón en su
frente. Era lo único distinto en el diseño anatómicamente cruel de este individuo.
-¡Sólo eres un pedazo de asesino!--Gritó Jade tomando aire con dificultad--Ya tienes lo
que querías. ¡Déjanos en paz!
Sostenía con la mano derecha la estatua, y con la izquierda la pistola con la que silenció
para siempre a Horacio.
-Solo hice justicia Jade. Ese hombre, Horacio Saavedra, ¿sabes quién era?
-Es nuestro chofer. -respondió Eduardo, dando un paso al frente--Era el chofer de
Marcelo.
-Hasta donde tú sabes. --Dijo Benjamín acercándose de a poco-- He hecho mis
investigaciones y no solo era el chofer de los Santaella. ¡Fue él quien planificó y asesinó a
Kosmo von Kritten!
Eduardo volteó hacia donde estaba el cuerpo tendido de Horacio.
-¿Qué es lo que está diciendo?--dijo Rizzo.
-¡Eres carroña!--Le espetó Eduardo acercándose a Turó.
Benjamín tuvo una reacción ilógica para él; dio un paso atrás. Miró con profundidad a
Eduardo y luego reponiéndose avanzó nuevamente hacia el grupo.
-Él entró a la habitación de tu abuelo, Eduardo. Buscando, esto.--Dijo mostrando la
estatua--Tu madre nos tendió esta emboscada, con este malandro de poca monta. Nos tomó
por sorpresa al principio, pero logré reconocerle en el acto. Lo que los investigadores no
lograron esclarecer, yo lo descubrí en pocas horas. Y tú Jade--dijo dirigiéndose hacia la
maltrecha joven--dices que soy una molestia. Ahora dime algo Eduardo, ya que no tuve
tiempo de preguntártelo cuando estuvimos reunidos, bueno de hecho lo desconocía
entonces: ¿Por qué lo ocultaste? ¿Por qué no dijiste nada? Tú sabías que fue él quien mató
al doctor Kosmo, a tu “querido” abuelo. Lo que me pregunto es,
¿Quién lo ordenó? ¿Tu padre, quizás? ¿Y por ello lo callaste todo este tiempo?
-¡No! ¡Cállese!--gritó con resucitadas fuerzas el joven.
-¡La ambición! --Exclamó Benjamín quien seguía apuntando con precisión--Uno de los
pecados capitales.
-Al igual que la arrogancia--remató Rizzo.
Mientras, Eduardo, en una actitud que asombró a todos, caminó hacia Benjamín Turó,
estaba descalzo, con sólo unos pantalones que no le pertenecían, sin camisa, mostrando el
desnudo, blanco y delgado torso.
-¡Eduardo, detente!--Gritó Jade.
Pero él continuó. Benjamín apuntaba su arma conforme el muchacho se movía. Lenrry y
Apolonio también se movieron. Turó hizo un disparo de advertencia, que pasó en el espacio
vacío entre los dos hombres, los cuales se detuvieron. Cuando se percató ya Eduardo estaba
justo al frente de él. El muchacho le enseñó las muñecas las cuales estaban completamente
sanadas, ¡sin cicatriz alguna!
-Tú tenías razón. --Le dijo mirándolo a los ojos--¡No se puede matar, a lo que ya está
muerto!
Y abalanzándose hacia él de manera rápida logra cogerle la mano izquierda tratando de
arrebatarle el arma. Turó reaccionó llevando su otra mano para, con fuerza, intentando
someter al intrépido muchacho, pero en ese instante se le cae la estatua. Lenrry corre y
logra levantarla del suelo.
-¡Escapa Jade!--Decía Eduardo con gritos desesperados--¡Corre y sálvate!
Todos se movieron hacia donde el muchacho luchaba, en desigualdad de condiciones con
Benjamín Turó, intentando quitarle el arma. Jade caminó con rapidez hasta donde sus
fuerzas le dieron y se abalanzó a la espalda de Turó. Éste comenzó a tornearse sobre sí
mismo, en uno de esos giros logró desprenderse de la huesuda mano de Eduardo. Luego,
rápidamente tumbó a la cansada reportera hacia el terroso pavimento.
-¡Deme la estatua!--le dijo a Lenrry, apuntándole, mientras trataba de poner en orden su
corbata roja y su cabello desordenado.
-¡Désela, Lenrry!--dijo Rizzo mientras enseñaba sus manos a Turó.
Lenrry miró la estatua, luego observó al inspector jefe, y en un acto desconcertante para
todos la arrojó por encima de Benjamín, muy cerca del fuego que con vida propia, seguía
devorando las ruinas del aparato.
Benjamín siguió con la vista la trayectoria elíptica del objeto. Aunque Lenrry arrojó el
caballo, con las últimas gotas de vigor de su brazo, no alcanzaría su meta de lanzamiento.
Turó volteó su desalmada mirada hacia el corpulento hombre, quien de rodillas caía al
suelo, víctima del esfuerzo. Le apuntó con decisión, pero en el instante en que su dedo
índice estrechaba con sometimiento al sensible gatillo, Jade le arroja tierra a los ojos.
Benjamín los cierra en clara reacción, sin embargo se recupera en brevísimos segundos.
-¡Me equivoqué!--Dijo, apuntando ahora hacia Jade--Tú eres el bicho molestoso.
Y disparó. Se ignora quien fue más determinante; si el proyectil, o la lánguida figura
semidesnuda que se atravesó en el medio, cubierto bajo un resonante e infinito monosílabo:
“¡Nooooo...!”
La bala atravesó de manera limpia y sádica el tórax sacrificado, alojándose con mortuoria
comodidad en el arco aórtico renacido. Eduardo Santaella caía a los pies de Jade Goronda,
rendido de amor verdadero.
-Mejor así, --fue lo que dijo Turó--veamos si puedes con esta muerte, Goronda.
Benjamín corrió hacia la reliquia que se encontraba peligrosamente cerca de los restos del
helicóptero. Logró cogerla. Y mirándoles la elevó en señal de triunfo.
-¡Yo siempre gano!--Dijo con una sorprendente ausencia de emoción alguna, mientras
desaparecía de la vista de todos.
Entretanto, Jade Goronda lloraba desconsoladamente. Sentada sobre su pierna cruzada,
levantó el traslúcido cuerpo, y lo recostó sobre sus muslos, observando a Eduardo quien
vomitaba coágulos puros de sangre negra.
-¡Eduardo!--gimoteaba Jade--¡No, tú no! Otra vez no. ¡Doctor, sálvelo!--gritó con un
llanto desconsolado.
Rizzo se acercó, observó al muchacho quien ya daba sus últimos suspiros de vida.
-¡Oh, no!--susurraba Apolonio--¡Kosmo!
-Eduardo, no te muevas, te vamos a salvar. ¡Vamos a sacarlo de aquí, doctor!- Imploraba la
joven en un solo llanto entrecortado.
-Jad…Jade---tartamudeó Eduardo en un desesperado intento por hablar.
-¡No digas nada!--suplicó Jade llorando sin pausa.
-Dile a mi mamá, que la perdono. Sé…sé que ella no quiso--dijo reciclando en un solo
trago, la viscosa saliva púrpura, que decidida, ansiaba libertad.--Vienen por mí…los
carroñeros…vienen…--Y abriendo sus ojos acuosos, le dijo con un último brillo de vida,
mientras intentaba buscar la mano de ella: Te quiero mucho Jade…mucho,--gimió,
mientras intentaba sonreír--…y…tenías razón…la verdad tiene sa-bor a sangre. ¡A
san…gre!
Eduardo no dijo nada más. Dio tres respiros entrecortados y se hundió en las insondables
aguas del océano de la muerte. Sus ojos vivaces y pletóricos de soledad se apagaron, lo
único que poseía vida independiente a pesar del fallecimiento de su energía, era el rebelde
mechón azabache, que danzaba radiante sobre la sudorosa frente.
Todos callaron. Jade apretaba con todas las fuerzas de su alma, corazón y sentimientos el
cuerpo de su amigo, a quien juró proteger y cuidar. Sentía que había fallado ¡Nuevamente,
había fallado! Sus lágrimas comenzaban a anegar su rostro, empañando su visión de la
justicia.
El fuego y el humo, vaporizados en eternas formas sin sentido, bailaban en el aire etéreo
donde la muerte ganaba una vez más. Jade lloraba allí sentada, por el muchacho que le
enseñó que la locura era el único camino para llegar a la razón, lloró por el amigo que le
salvó la vida en un único momento de cordura sublime, en el único reflejo de una
normalidad dicotómica, en el único sacrificio de amor verdadero como nadie jamás haría
por ella.
-¡Vámonos Jade!--dijo Rizzo con evidente consternación, pero sin desoír los disparos que
se adueñaban de la cercanía--Tenemos que salir de aquí. Vayamos al carro utilizado por
Horacio y sus hombres. Lenrry, ¡Vámonos! ¡Ayúdeme con Jade!
Pero Lenrry lo ignoró. Como pudo se puso de pie, observó al joven inerte sobre las piernas
de Jade y luego caminó hacia donde estaba el cuerpo de Horacio, se agachó con
mucha dificultad, agarró la escopeta, y emprendió una carrera irregular, siguiendo el
mismo camino de huida del pérfido Benjamín.
-¿Qué vas a hacer?--Preguntó Rizzo, mientras colocaba ambas manos en su pecho sudoroso
y desnudo, intentando detenerle--Todo terminó Lenrry, hay que irnos.
-¡Voy a acabar con ese mal parido!--Exclamó, a la vez que apartaba las manos salvadoras
del galeno.
Elevó el arma, verificando que aun tuviera municiones y no cometer el mismo error dos
veces. Caminó resuelto, sin asomo de dolor, aumentando la velocidad conforme andaba.
Al llegar a la esquina desapareció por el mismo camino que se tragó a Benjamín Turó. De
pronto uno de los tanques de propano cedió, y explotó, arropando todo en una gigantesca
ola de fuego.
Tanto Apolonio Rizzo como Jade Goronda cayeron víctimas, de una parte de la onda
expansiva. El siquiatra logró incorporarse y levantar a Jade, quien no quería abandonar el
cuerpo de Eduardo.
-¡Déjelo Jade! No hay nada que hacer. ¡Vamos!
-¡No podemos dejarlo doctor!--Gritaba entre llantos la desconsolada mujer-- Ya lo
permitimos una vez y mire. Por mi culpa, por abandonarlo, él murió.
Rizzo no le hizo caso, la levantó en vilo y la llevó prácticamente a rastras en busca del
vehículo que aún estaba en la entrada del galpón. Jade logró escabullirse con muestras de
dolor, y en un desesperado intento por lavar su conciencia, regresó para rescatar el cuerpo
del muchacho, pero justo en ese instante una nueva y poderosísima explosión la alcanzó,
tornando todo su mundo en tinieblas.

***

En ese preciso instante, en lo más alto de la torre sombría, Leticia von Kritten se lleva la
mano al corazón. Oprimiéndose el pecho, trata de penetrar la carne, romper la barrera
protectora de huesos descalcificados y detener a voluntad propia, el ritmo acelerado y
desesperante de su existencia.
“Eduardo, mi niño”. Balbucea para sus afueras.
No había abandonado la oficina para nada. Desde hacía horas no sabía de Horacio, ni de
Rizzo, ni de Jade, ni de la salud de Marcelo, quien dicho sea de paso continuaba indeciso
si seguir aferrado a una muerte sin vida o expirar y deslastrarse, con irónica sonrisa, de una
vida enamorada de la muerte. De hecho, Leticia estaba completamente sola en la
inmensidad de la torre Santaella.
Iluminada apenas por una arrinconada lámpara de cristal de bohemia, su rostro pincelado
y triste desaparecía bajo la insistencia de la blanca luz. Un recóndito sentido le avisaba
con pulsaciones aceleradas lo inevitable de su designio. Aunque no lo recordaba, ella
misma se aisló tan profundamente en su lujoso sepulcro desconectando los teléfonos de la
oficina; arrojando, el celular que le quedaba, al vacío; bajando las persianas de las
ventanas amplias, para no contemplar la vista de un mundo cada vez más lejano y
cambiante.
“Eduardo, mi niño”. Era lo único que repetía en distintos tonos e inflexiones de voz. Lo
llamaba con el misterioso sentido fónico acorralado para siempre, entre los signos
interrogantes de la gramática; lo invocaba con luctuosas exclamaciones vibrantes; lo
recordaba con la suavidad de las vocales maternales; lo buscaba entre cada grito donde la
locura de las sílabas desgarraba los harapos de una conciencia cancerígena. Pero no lo
halló. Y jamás lo hallaría. Perdería a su hijo por segunda vez, y ningún milagro científico,
ningún padre devoto, dispuesto a acicalar la moral con altas dosis de justificación, se lo
traería de vuelta. Ella lo sabía.
“Jade tenía razón”, pensó con letras minúsculas: “no debemos jugar con los designios de
dios”. Leticia lo hizo y perdió. Se sentó en un apartado recodo, sin llorar, sin asomar
ninguna lágrima; solo con las manos puestas sobre su delicado cuello, y los ojos anclados
en la cara reversa de la vida. Así la encontraron a la mañana siguiente, en un estado de
catatonia autoinducida, bloqueando para siempre su psique, sus recuerdos y sus
remordimientos. La llevaron a “San Uriel”, al lado de Marcelo, pero por poco tiempo. De
allí fue a parar al único sitio donde sus ojos color miel se diluirían con el blanco universo
del perdón no remunerado: La clínica mental “Los Colorados”, donde pasaría en eterna
catalepsia física y mental, sólo susurrando las tres palabras que resucitaban una tras otra,
conforme las pronunciaba, como en una eterna Fenixación verbal:
Eduardo, mi niño”. Con la diferencia de que en el proceso no era la codicia, o el miedo, o
la ambición, o el desespero que la motivaba. Era el más humano de los sentimientos,
titilando eternamente, desde la distante galaxia del amor maternal.
***

Las explosiones internas que padecía Elisa Cantera tenían un detonante con nombre y
apellido: Jade Goronda. La huida de la periodista, con Eduardo y la reliquia, la habían
llevado a altísimos grados de cólera desenfrenada. Por razones de seguridad abandonó la
regia residencia de estilo español y se dirigiría, con pocos hombres de confianza, a la isla
de Margarita donde tenía un hermoso chalet privado. Pero antes, se comunicó con su esposo
para darle las malas nuevas. Lorenzo Cantera hirvió desde su fuero interno, maldiciendo
su retorcida suerte al ver, que una vez más, se le escapaba de la mano la posibilidad de salir
del lapidario calabozo infernal. Una vez pasado el arrebato, giró instrucciones a su esposa
para que, junto a socios claves del entorno de “Los Cantera”, ideara nuevas maneras de
hacerse con la estatua, o de renegociar su salida. Elisa siguió al pie de la letra las
instrucciones de su marido. Al ver que Felipe y otros miembros de su círculo de seguridad
habían caído, se alejó presurosa para contactar personalmente a uno de los “capos”
máximos del cártel. Antes de partir hacia la paradisíaca isla caribeña, Elisa logró sortear
todos los obstáculos y encontrarse en un camino abandonado y polvoriento en alguna
intersección entre los estados Miranda y Anzoátegui. Cuatro camionetas de lujo,
completamente blindadas cercaron el lugar, de una de ellas salió Elisa Cantera, presurosa,
con su moño mal arreglado haciendo equilibrios circenses para mantenerlo sobre la cabeza.
Un vestido plateado, ceñido a la inexistente cintura, y unos tacones altos, dorados, luchando
con el pedregoso camino.
Uno de sus hombres de confianza le abrió la puerta del lujoso y fuerte vehículo. Éste había
sido remodelado creando un espacio donde las butacas traseras estaban una delante de la
otra, y ampliando su interior para convertirlo en una limosina todo terreno. Elisa ingresó
atropelladamente. Adentro, dos hombres fuertemente armados la recibieron con respeto.
Frente a ellos un individuo expectante, de avanzada edad, ocultando sus ojos tras lo
impenetrable de unos lentes con pantalla especular. No intercambiaron saludos, fueron
directamente al grano.
-¡Todo salió mal, mi don!--Dijo Elisa Cantera con su voz aguda--La carajita lo echó a
perder todo. Ahora estamos como en el principio. Lorenzo está desesperado, daba por
hecho la operación, todo estaba cuadrado con la gente del Ministerio de Justicia para el
canje, pero a la mierda, ¡se fue todo a la mierda! Nada salió como lo planeamos. ¡Nada!
-Cálmate Elisa, --dijo el hombre con un ligero acento extranjero--tenemos que darle la
vuelta a todo esto y ponerlo a nuestro favor. Yo sé dónde podemos buscar y encontrar a
Jade Goronda, y por consiguiente a la estatua, aunque tenga que remover la “tiera”. Déjame
ese asunto a mí.
Iba a continuar hablando, pero una inoportuna tos vino a callarlo. Expectoró tan fuerte, que
sus hombres trataron en vano de devolverle el aire perdido, con inútiles golpes en la
espalda.
-Yo, --dijo una vez que se recuperó, apartando con su mano las palmadas de sus subalternos
y quitándose los anteojos--la conozco muy bien, déjame eso a mí. Jade es “mi asunto”, la
encontraremos, y todo será distinto. Dile a Lorenzo que esté tranquilo, yo “areglaré” todo.
Una nueva expectoración, más débil que la anterior, vino a dominar la respiración del
anciano, coloreando sus blancas mejillas e inundando con ilusorias lágrimas, un rostro
hipócrita maquillado de bondad.

***
CAPÍTULO IX
En una lejana célula de nuestra mente, se activan relámpagos invisibles que comienzan a
generar una explosión en cadena tan perfectamente orquestada, que no deja sombras a las
casualidades. En innumerables casos son los causales de un renacer, de una nueva visión de
vida, acomodada desde la perspectiva de una experiencia trascendente. Pero Jade Goronda
no reaccionaría gracias al impulso que el sentido visual, proyectado desde su interior, le
ofrecería. Ella lo haría con el resplandor indescriptible del sentido primario del olfato. Un
olor lejano, con cuerpo y volumen tan profundos que comenzaría a zarandearla desde los
agujeros negros de su memoria. Su nariz se dilataba conforme el olor se hacía más presente.
Era intenso, un aroma fuerte que se tornaba sublime al tiempo que los millones de detectores
nasales lo transformaban en frescos impulsos, con la característica de que al olerlo por
primera vez, su efluvio se adueñaría de cada fibra. Fue ese olor el que la despertó de un
sueño que ella creía, inconscientemente, sería eterno. Se elevó con pesadez, y duda. No
conocía para nada el nuevo entorno que se abría a su campo visual. En el primer impulso se
sintió mareada, pero logró retomar el equilibrio. “¡Ese olor!”, pensó. “¿De dónde
proviene?”. En vez de interrogarse acerca de su posición o condición, Jade decidió lanzarse
por el barranco odorífero de una fragancia que no parecía de este mundo.
-Miss Goronda. You shouldn´t get up.
-¿Qué?...--preguntó confundida.
-Doctor Rizzo said…
-I’m sorry--dijo Jade ya entendiendo el idioma--Who are you? Where am I?
-Take it easy, please.--Respondió la joven pelirroja, dilatando la constelación de pecas en
su rostro, e intentando detenerla--Come in…sit down
Jade no le prestó atención. Se levanto, palpándose el costado y sintiendo un vendaje
elástico neuromuscular. Luego, terminó de equilibrarse y comenzó a caminar, se hallaba
en una casa de estilo colonial, de altas paredes y techo piramidal cubierto de madera
barnizada. Traspuso el umbral de la habitación, para llegar a otra exactamente igual, con
la diferencia de que en el medio reposaba una rectangular mesa de cedro, con sillas que
tapaban su desnudez con la piel sacrificada de ganado vacuno. Siguió guiándose a través
del desconocido camino, solo utilizando su olfato. Ese olor tan profundo, que era
imposible abandonarlo, le seguía. Ingresó a un corredor monótono, con el mismo diseño
arquitectónico del resto de la casa. Jade caminaba tanteando con su nariz el aire dominado
por el fresco aroma dulce de un agua de colonia de gran concentración. A medida que se
acercaba, también era evidente que no estaba sola en ese recinto. Una lejana selva de voces,
intentaba dominar el ambiente, superponiéndose con dificultad al reinado totalitario del
desbordante aroma.
-Please Miss Jade. Get back to the bedroom--dijo la joven quien la seguía, intentando
convencerla de regresar a la habitación.
-Jade, no deberías estar de pie--Dijo la voz familiar de Apolonio Rizzo quien ingresaba en
ese momento al corredor.
-Please Susan, let us alone.--Dijo en perfecto inglés a la joven pelirroja, quien se alejó
haciendo gestos de profundo respeto.-Thanks a lot.
-¡Doctor!--dijo Jade, abrazando al psiquiatra--Está vivo. ¡Por dios! Ahora recuerdo.
-Jade, tranquila. --Contestó Rizzo, fundiéndose en un tierno abrazo con la joven-- Ven
conmigo.
La confundida muchacha despegó su humanidad con temor dosificado y estrechó la mano
que con gusto le brindaba el médico, siguiéndolo hasta el comedor que acababa de pasar,
tomando asiento en la cabecera de la mesa, sobre una rústica silla de cuero curado.
Apolonio arrimó otra y se sentó a su lado, sin soltarle la mano.
-Has dormido muchas horas--le dijo, mientras se acomodaba en la silla--No estás
recuperada del todo mi niña. Tuve que vendarte y darte unos calmantes, eres una mujer
muy fuerte Jade, pero debes estar tranquila y descansar.
-¿Qué pasó doctor?--Preguntó Jade haciendo nulo caso a las consideraciones de Apolonio-
-Tengo imágenes muy confusas en mi mente.
-Logramos salir a tiempo, en el automóvil que Horacio utilizó para intentar rescatarnos. Al
abandonar el galpón, todo explotó.
-¡Eduardo! Pobrecito doctor. Él me salvó y murió. --Dijo Jade recapitulando, con ráfagas
de recuerdos, los momentos vividos en el depósito. --¿Pudo rescatar su cuerpo? ¡Quiero
verlo!-exclamó mientras intentaba levantarse.
-Cálmate Jade. Mira, las cosas pasan por una buena razón. Eduardo ejecutó un sacrificio
noble, y la mejor manera de honrar ese gesto extraordinario es teniendo fuerzas para vivir
y continuar. Ya te dije, intenté regresar por él cuando pude llevarte al auto, pero todo
explotó. Casi no salimos con vida.
Jade escuchaba a medias. Todo le era tan confuso. ¡El olor! Allí estaba nuevamente, como
un cercano visitante incrustado en cada rincón de aquel desconocido lugar.
-Perdimos doctor. --Dijo Jade apartando su mano de la del galeno, para tantear su costado-
-Eduardo está muerto, como seguro lo está don Rocco. Benjamín Turó se llevó el caballo.
-Se llevó el caballo. Más no los cabellos.
-¿Qué quiere decir?
-En realidad sí era la estatua de Cecilia Corvalán. Pero los cabellos no eran de Bolívar. Si
Turó logró sobrevivir a esa explosión ya a estas alturas debe saber que no tiene exactamente
lo que buscaba.
Jade sonrió con ironía.
-¿Tanta muerte para nada? ¿Dónde están esos cabellos, entonces?--preguntó mirando a los
ojos de Rizzo.
-No lo sé. Kosmo los escondió y jamás lo dijo. Él me dejó la estatua sin la cola. Yo coloqué
algunos cabellos, muy parecidos al original. Pero te diré algo; ¡No importa!-- exclamó
mientras estrechaba la mano de Jade--De verdad no importa quien tenga los cabellos, o la
estatua. Ahora ya eso no tiene importancia. ¡El futuro Jade, eso sí que importa!
Jade seguía palpándose en el costado. Su rostro ya no mostraba las inflamaciones grotescas
de los golpes recibidos. Notó que tenía una falda floreada de seda y una blusa amarilla con
encajes del mismo color, pero en tono más oscuro, tanto en el cuello como en las cortas
mangas. A pesar del atuendo y de la falta de buen acicalamiento Jade lucía con una radiante
belleza natural.
-¿Lenrry?--preguntó, recordando la última imagen del corpulento jefe de seguridad, en pos
de Turó.
-No sabemos de él. --Respondió Apolonio--Por seguridad no hemos vuelto al sitio.
-¿Horacio asesinó al doctor Kosmo?--preguntó Jade atajando al azar, el remolino de
preguntas que rodeaba su cabeza--Eso fue lo que dijo Benjamín Turó, ¿no es cierto?
-Aparentemente así fue. Todo es un misterio. Un misterio que, personalmente creo, jamás
dilucidaremos.
Jade logró levantarse. Miró alrededor. Nuevamente su olfato se activó. El penetrable olor
estaba en cada pulgada de la casa. Se llevó sus manos a la punta de su nariz. ¡Hasta ella
olía a ese aroma tan peculiar!
-¿Por qué dice que ya no importa quien tenga la estatua, aunque ella no tenga los cabellos
del Libertador? – preguntó mirando al medico, quien seguía sentado observando a Jade con
profundo análisis- No comprendo doctor. Podrían usarla, mentir con ella, manipular.
-Jade, escucha. A través de los años han intentado dar con esa estatua, siguieron el camino,
que a lo largo de la historia, ese pequeño caballo de madera dejó. Lo buscaban con frenesí
porque poseía una parte de la anatomía de nuestro libertador. La mayoría-- continuó
diciendo-- lo buscó por eso, y la utilidad que podían sacarle, cuando en realidad no
importaba si tuviera cabellos, o hasta sangre de Bolívar, lo realmente importante y lo que
ha trascendido cualquier acto, es el mensaje de él; un mensaje de unión, fortaleza, y coraje.
Pero el coraje bien entendido, Jade, ese que nos hace levantarnos para apartar de un solo
empujón al miedo que desea esclavizarnos. Ese es el mensaje esencial de nuestro padre de
la patria y no radica en una cola hecha con su cabello, radica en la esencia, que como
venezolanos y americanos, llevamos impresa en nuestra historia. Por eso nadie pudo
encontrar la estatua, o sus cabellos, porque la buscaron con la luz apuntando hacia otro
lado.
Rizzo se levanta y se coloca detrás de la joven, quien continúa atenta, a pesar de la
situación.
-Has sido una auténtica luchadora Jade. Una mujer con principios valiosos y una entereza
a toda prueba. Arriesgaste tu vida por un ideal, y eso tiene su recompensa. En este
momento, la adquisición de ese caballo o lo que una vez tuvo, como símbolo de una parte
de nuestro pasado, ya no importa.
-¿Y las personas que murieron por todo esto?--preguntó Jade cerrando el entrecejo--
¡Ellos importan doctor!
-¡Claro que importan!--Exclamó Apolonio quien continuaba a espaldas de ella--Son los
nuevos mártires, los que derramaron su sangre, valiosa, para que la luz de la verdad salga
del antro de las sombras. ¡Por ellos, Jade, por ellos hay que seguir adelante!
Jade Goronda mueve el rostro. Recorre con la mirada su nuevo entorno. Observa el techo,
las paredes, la mesa, pero más que nada desmenuza el fuerte aroma que no se doblega a
apartarse.
-¿Dónde estamos doctor Rizzo?
-En una hacienda. --Responde, a la par que se sitúa al lado de la periodista-- En el llano
aragüeño.
-¡El SEBIN! Ellos nos deben estar buscando, ¡y de seguro aquí nos pueden atrapar!
-No te preocupes por eso Jade. Aunque estamos en los llanos de Aragua, no estamos en
territorio venezolano. Esto es una propiedad del gobierno británico. Estamos en territorio
que pertenece a los ingleses.
-¿No entiendo?
-Al terminar la guerra de independencia, el Libertador le donó unas hectáreas de terreno al
gobierno de su majestad, en agradecimiento por su aporte en el curso de la guerra. Dándole
estatus de territorio oficial británico. Estatus que se ha mantenido hasta el día de hoy. Aquí
no puede ingresar el gobierno venezolano, ni que lo deseen.
Un cercano murmullo de voces hablando al mismo tiempo, vino a interrumpir la
conversación en la que Apolonio Rizzo ponía al día a Jade, de las interrogantes propias de
alguien que prácticamente sobrevivió a la muerte.
-Hay personas que desean verte y “alguien” muy especial que se desvive en conocerte.
Deseo, --continuó diciendo Rizzo, girándola y colocándola frente a él, mientras le toma las
manos--que abras tu mente y tu corazón. Conocerás a alguien muy, muy especial. Verás,
han pasado cosas importantes en el país las últimas horas, estamos en la frontera de un gran
cambio y esperamos que se haga con la menor cantidad de sangre derramada, y “Él” es la
única persona que puede lograrlo.
-Me está asustando Apolonio.--dijo Jade uniendo el entrecejo, y tuteando por primera vez
al médico.
-¡No, no es para que temas! Al contrario. Yo te daré toda la explicación. Tus dudas serán
finalmente resueltas. ¡Ya llegaron! -Exclamó de pronto Rizzo, cambiando tanto el
semblante como el giro de la conversación- Ven Jade, te dará gusto.
Jade lo miró extrañada, mientras el fiel doctor le estrechaba la mano generosa. Ambos
salieron del comedor e ingresaron, a través del pasillo, a una habitación más grande que las
anteriores, con una amplia puerta rectangular, de cedro macizo, que daba hacia un exterior
risueño, donde un hermoso paisaje matutino coloreaba la vista de todos. Dos pequeñas
mesas carentes de sillas se hallaban en el extremo oriental del cuarto. Un retrato
de la monarca británica, observaba sobre una de las paredes laterales. En un extremo
opuesto, una rinconera sostenía un hermoso ramo de geranios. No había nada más.
Ciertamente se sentía un ambiente sin igual. Afuera, la línea de un horizonte remoto
indicaba que la propiedad era extensa, con gran cantidad de caballos, que a lo lejos
cabalgaban sin los arreos esclavizantes que cercenaban su libertad.
Jade Goronda esperó a que aquellas voces terminaran de penetrar en la habitación, y con
ello, conocer más acerca de su presencia en ese lugar. Nada estaba del todo claro para la
tenaz periodista, su mente aun recogía el desorden en que se hallaba su memoria; las altas
lenguas de fuego, los gritos desesperantes, los disparos, la multitud marchando, el
helicóptero vestido de candela pura, y la imagen imborrable de Eduardo, en inversa
proporción a la creencia mesiánica; primero resucitado, luego crucificado, para después ser
asesinado sin el posterior lavado de manos por parte de su ejecutor.
A ninguno de los que iban ingresando conocía. Algunos eran jóvenes, otros no tanto.
Habían tres o cuatro mujeres quienes apenas ingresaron miraron a la joven periodista de
arriba abajo, cuchicheando entre sí. Pero todos, sin excepción, se callaron al ver a la
comunicadora. Apolonio Rizzo se mantenía a su lado, le pasó la mano por sobre el hombro,
y la apretó con delicadeza.
“Todo valdrá la pena”, le dijo al oído.
El segundo grupo que ingresó lo hizo de manera compacta, e imitando al primero, se fueron
silenciando conforme se percataban de la presencia de la joven. De entre ellos Jade
reconoció al general Roberto Álvarez, quien de inmediato fue hacia ella y la abrazó con
ternura paternal.
-¡Jade, mi pequeña!
-¡Tío, tío!--Exclamó sorprendida, aguantando las furibundas lágrimas que querían escapar.
-Estaba ansioso de que despertaras. ¿Cómo te sientes?
-Bien, al menos físicamente. -respondió para luego preguntar- Pero, ¿qué haces tú aquí?
¿Ustedes dos, se conocen?
-Todos estamos aquí por la misma razón. ¿O es que Rizzo no te ha dicho nada?
-Acaba de despertar general. Aun todo es muy impactante para ella.
-¿Decirme qué?--Preguntó Jade.
“¡Allá viene!”, dijo una de las mujeres, mientras invitaba a ver hacia la lejanía. Jade
también lo hizo, se asomó y miró el amplio terreno que tocaba con cosquilleo la línea
infinita del horizonte. Afuera, también el aire era sodomizado por el penetrante olor, pero
pareciera que nadie, salvo ella, se daba cuenta del peculiar aroma. Un aliento de polvo
fresco se levantaba de entre la tierra, el sonido inconfundible de los casquillos de varios
caballos era señal de que un grupo de jinetes se acercaba. Jade, al igual que el resto de los
que salieron al límite de la puerta, araron en el paisaje. Al irse disipando el manto de tierra
vaporada, un hermoso andaluz tordillo, fuerte y compacto, llevaba sobre su lomo, a un
audaz jinete que lo frenó con elegancia y control, parándolo de manera teatral en las patas
posteriores. Jade se sintió iluminada desde sus fueros internos; en fracciones de tiempo esa
imagen la asoció con toda su aventura, parecía ser una señal inconfundible del destino. El
jinete se apeó sin siquiera utilizar el estribo, y caminó directo hacia la entrada de la casona.
En ese instante, el olor, que era quien realmente dominaba todo, se hacía tan cercano, que
podía no solo tocarlo, sino arrancarlo como si se tratara de una inmensa nube de algodón
de azúcar.
El aroma tenía ahora presencia corpórea. Jade ingresó nuevamente a la amplia sala,
mientras el hombre se acercaba, devolviendo saludos de quienes lo recibían. La joven
comunicadora volvió a donde se encontraba Apolonio Rizzo y Roberto Álvarez, quienes
no se habían movido para nada, como si la escena que ella presenciara, les resultara a los
dos hombres, harta conocida. De pronto, el aroma que dominaba todo lo creado fue
opacado por el estruendo de una voz chillona, en los quiebres vocales, pero fuerte y
carrasposa, con una tesitura tan única, pero reconocible, de inmediato, para Jade Goronda.
“Esa voz”--Pensó--“Yo la conozco” “Pero, ¿de dónde, virgen santa?”
Un hombre de pequeña estatura, ingresó al recinto. Su sola presencia, aunque menuda, era
lo suficientemente poderosa como para llenar todo el lugar, al lado del olor que manaba.
Tenía en sus manos una toalla que pasaba por detrás del cuello. Un hombre
extremadamente delgado, que parecía ser su asistente, le llevó con toda la solemnidad del
caso un hermoso frasco de cristal azul en forma romboide. Al abrirlo, el aroma volvió a
invadir todo.
“¡Es el perfume!”, comentó Jade para sí misma.
Entregó con una sonrisa, que dejaba al descubierto unos dientes perfectos y blancos, el
recipiente y la toalla, luego que se bañó, prácticamente, en las aromatizantes aguas de la
colonia mágica. Sus destellantes ojos oscuros dieron cuenta de la presencia de la joven
reportera. Caminando, con natural sibarita, hacia donde estaba Jade, se detuvo en frente,
justo delante de ella, clavándole una mirada tan poderosa y profunda que ella creyó
desvanecerse.
“¡Dios mío!”, dijo para sus adentros la mujer, “¡No puede ser! ¡Esos ojos!”
Sus piernas, por un instante, se doblegaron. Ya reconocía todo. Tanto la voz, como esos
enérgicos y poderosos ojos. “¡Eran los mismos!”
La primera, fue la fuerte presencia vocal que, acompañada de la música onírica, la animó
a levantarse cuando estuvo a punto de morir víctima de los talones dominados por el miedo
que buscaban refugio. ¡No cabía duda, era la misma voz! Y luego, esos ojos, esa mirada
creada con óleo, que la transportó a un infinito alfa de éxtasis. A los dominios propios del
dios del tiempo.
“¡¿Qué era todo esto?!”, se preguntaba Jade, “¿Sería un sueño?” “¿O más bien, las
incongruentes imágenes ulteriores a la muerte?”
-¡Señorita, Jade Goronda!--Dijo el hombre, arropándola con el influjo de su voz, mientras
tomaba su mano y la besaba con una caballerosidad sincera--Déjeme decirle que me alegra
de sobremanera que se encuentre mejor. ¿La han tratado bien?
-Sí--respondió Jade con apenas un sonido entendible.
-No se imagina, --dijo, sin soltarle la mano, y tratando de parecer más alto de lo que en
realidad era--las infinitas ganas que tenía de conocerla.
Estaba ataviado con una ancha y fresca camisa blanca de algodón, de manga larga con los
puños a medio recoger. A pesar de la reciente cabalgata, el hombre se hallaba fresco, sin la
consabida respiración entrecortada o el desagradable aspecto del sudor cubriendo su
cuerpo. Un ceñido pantalón jean de color negro y unas pequeñas, pero altas botas de
campaña militar, completaban el sencillo atuendo. Era de tez morena, nariz sobresaliente,
boca fina y pequeña; el cabello crespo y abundante, tan negro como sus ojos. Tendría un
poco más de 30 años, pero lo que realmente destacaba en él era la poderosa fuerza de su
mirada.
-Jade, --dijo Apolonio Rizzo en tono ceremonial --conoce a… “¡El quijote!”
Jade ni espabiló, sólo movió sus orbitas hacia el individuo. Recordó cuando conoció a
Valerio Camacho. Realmente se sobrecogió de encontrarse frente a frente en ese entonces,
con el mítico combatiente. Pero lo que ante sus ojos presenciaba era de una naturaleza tan
inmensa que desbordaba su sentido de credulidad.
-¿El quijote?--Fue lo que logró decir.
-Sí, --respondió el aludido bajando un poco la mirada--así me dicen.
Y devolviendo con delicadeza la mano a su dueña, el hombre da un paso atrás, volviendo
a abrasarla con sus ojos, mientras le dice alzando el índice derecho y la voz en matices
actorales:
-¡Cristo, el Quijote y yo! Los tres grandes majaderos de la historia. ¿Sabe quién dijo eso?
-Sí--Respondió Jade aun impactada por lo que su mente comenzaba a organizar, analizar y
concluir--Fue, Simón Bolívar. ¿Creo?
-Cree bien.--Respondió el hombre mientras fijaba su vista en Apolonio--Fue Bolívar. Yo
no lo sabía hasta hace algún tiempo. Y volviendo a tomar la mano de la impactada joven
quien seguía fija en su sitio, exclama con fuerte voz y extraordinaria dicción castellana,
mientras la miraba desde todo ángulo:
-¡Valerio, me mintió! Debo hablar con él cuando lo vea. --Dijo dibujando una pequeña,
pero desarmadora sonrisa, y volteando hacia los allí presentes, que seguían en silencio la
acción, continuó diciendo:
-Me habló de su fortaleza, de su carácter recio y de su compromiso, solo comparados a la
diosa Atenea, pero--dijo mirándola nuevamente a los ojos-- Valerio ignoró hablarme de su
belleza, señorita Goronda. Sólo equiparable a la mítica hermosura de la arrogante Afrodita.
Si me permite decirlo.
El Quijote volvió a besar la mano de Jade. La observaba con detenimiento, mientras que la
periodista se dejaba acortejar sin resistencia alguna. Allí tenía, cara a cara, el génesis de un
aroma que ya formaba parte de su cuerpo; la explicación de una mirada que secuestrándola
la elevó al manto de iris, y una voz que la animó a vencer las guadañas profundas de una
muerte casi victoriosa. Todo estaba allí, frente a ella, en una sola presencia.
-Por favor Rizzo. Cuide bien a nuestra distinguida visitante. Jade, --dijo clavándole
nuevamente esos oscuros y penetrantes ojos--quiero que sea testigo de primer orden, de la
gloriosa reescritura de nuestra historia. ¿Me acompañará en esta gesta, verdad? De seguro
estoy que Apolonio la pondrá al tanto de todo. ¿No es así, mi buen doctor?
-Así se hará excelencia.
“¿Excelencia?”, murmuró Jade sin dejar de ver a la poderosa energía que se había adueñado
de ese cuerpo, que la observaba con una vehemencia tal, que parecía liberarla de todas sus
cuitas.
Y se marchó. “El Quijote” ingresó solo con el larguirucho individuo, que servía de
asistente, hacia el interior de la casa, no sin antes regalarle una cautivadora y perfecta
sonrisa de marfil. Jade desfallecía. Lo que acaba de presenciar la dejó sin aliento, con
multiplicadas palpitaciones, y una conclusión que derrumbaba, desde sus cimientos, la gran
obra de la lógica humana. Miró a Apolonio quien seguía a su lado con expresivos ojos y
húmedo rostro. Las demás personas se fueron acercando a ella, estrechándole la mano, y
felicitándola con muestras de admiración, por toda la aventura que ella vivió, en aras de la
verdad. Luego, Roberto Álvarez, la llevó hacia afuera, en compañía de Rizzo. Caminaron
hacia la espaciosa sabana que se abría a plenitud, dirigiéndose bajo un doncel samán que
se mecía plácido entre las brisas matutinas de junio. Los tres iban en completo silencio,
hasta que Jade los obligó a detenerse bajo la frondosa sombra.
-¡Lo hicieron! ¡Lo trajeron de vuelta!
Apolonio miró al general Álvarez, y entre ambos esbozaron una mirada cómplice.
-Ahora entiendes cuando te digo que no importa quien tenga los cabellos, ni la estatua.
-¡Es él! Por amor a Dios ¡Es él!
Jade se llevó la mano al costado, palpándose por encima del salvador vendaje, la golpeada
piel, que a pesar de no gritarle, aun le susurraba palabras de dolor. Se sentó sobre una gran
laja de piedra, tocando con su puño el palpitante pecho.
-¿Te encuentras bien?--preguntó Álvarez.
Pero Jade no contestó. Se hundió en el campo cenagoso de sus pensamientos.
-Sé que hemos…bueno, que has pasado por fuertes experiencias.--Dijo Rizzo--Pero ahora
debes agudizar todos tus sentidos y capacidad para controlar tus emociones. Es menester
mantener la cordura.
-“Él” es un regalo, Jade.--Dijo el general Álvarez--Kosmo von Kritten nos lo dio, para que
podamos reescribir nuestra historia. Estamos en un momento clave de nuestro destino
como sociedad y como nación. Su llegada no pudo ser en mejor momento.
-¡Lo trajeron de vuelta!--exclamó Jade sin levantarse.
Apolonio y Roberto se miraron con dudas. Ambos no querían llenar de informaciones o
explicaciones la cabeza de la joven quien en las últimas horas vivió, literalmente, un
infierno. Aun no estaba del todo recuperada y ésta revelación acerca de la verdadera
identidad del “Quijote” debía procesarla con calma. Sin embargo, la apreciación de los dos
hombres no era correcta. Jade Goronda no solo entendió el nuevo enfoque, sino que lo
analizó con la mente objetiva de su profesión.
-Todos ellos, --dijo mientras señalaba la casa--¿saben quién es él realmente?
-¡No!,--contestó Apolonio-- Aparte de Valerio, Roberto aquí presente, un pequeño grupo
selecto y yo, nadie más lo sabe.
-¿Un pequeño grupo selecto?-preguntó Jade-¿El gobierno británico? ¿Esto es territorio de
ellos? En verdad no entiendo--dijo mientras se ponía en pie, ayudada por la gruesa mano
de su “tío” Roberto--Ellos ¿qué quieren a cambio?, ¿Por qué ocultan a este grupo de
perseguidos y a su líder?
-Las relaciones entre ambos países están en su punto más bajo y peligroso, ellos desean
estabilidad. Ha habido gran número de británicos desaparecidos y asesinados por la
“violencia”. Y con todo lo que ha sucedido en el país, más desean hacer algo, aunque no
es el enfoque oficial del gobierno de “su majestad”, ellos actúan bajo perfil.
-Igual que en la guerra de independencia. --Acotó el general Álvarez--No tuvieron una
postura “oficial”, pero fueron determinantes a la hora de batallas claves contra los
españoles.
-Pero eso fue hace doscientos años--ripostó Jade.
-Sí,--contestó Álvarez--ya ves lo que dicen mi niña: “la historia es como la ecología; es
reciclable”.
-¿Tienen idea del impacto, en todos los niveles, que esto traerá?--preguntó Jade mientras
daba tres pasos hacia delante--Quiero decir; la presencia de “él” en esta sociedad, en este
tiempo. ¿No han pensado que su época pasó, su oportunidad como individuo útil ya
trascendió?
-¡Los genios son de todas las épocas, Jade! --dijo Rizzo--Si la ciencia, más que el destino,
quiso que así fuera, pues bien, démosle una nueva oportunidad. La necesitamos.
-Bien, yo me marcho. --Dijo el general Álvarez cambiando el tema--Hay mucho por hacer.
Jade, estás en las mejores manos, termina de descansar, deseamos, bueno, “él” más que
nadie--dijo mirando hacia la amplia casona--desea que estés con nosotros en el momento
decisivo. Esta noche “El Quijote” hablará al mundo, y propondrá su estrategia para acabar
con este nefando régimen criminal. En pocas horas, mi pequeña niña--dijo mientras la
agarraba con las dos manos por los hombros--nacerá nuevamente nuestra patria.
Roberto Álvarez estampó con cariño un beso en la frente de Jade. Se marchó, debía
preparar todo para la gran misión. Tanto Valerio Camacho, sus hombres, los miembros de
“La cola de Palomo”, el General Anastasio Urquiola, quien ya se había convencido en
participar completamente luego de entrevistarse con “El Quijote”.
Dicha entrevista con el General Urquiola, no fue tal, más bien se trató de un monólogo
donde el mítico hombre expuso con argumentos irrefutables, las acciones que debían llevar
a cabo. Anastasio, quedó embelesado, embrujado, por la presencia, carisma e inteligencia
del “Quijote”. El grupo de oficiales presentes en la reunión con Álvarez en el techo del
edificio días antes, en combinación con miembros militares, disidentes algunos, activos la
mayoría, también tenían absolutamente todo a disposición para la gran ocasión, en conjunto
con organizaciones civiles y de resistencia. Es decir, todo estaba preparado.
¡El momento había llegado!
Entre tanto, Jade Goronda envolvía con su mirada el horizonte; el límpido cielo celeste; la
tierra polvorienta y generosa; al igual que posaba su vista en el interior de la casa,
imaginándose que dentro de ella se hallaba el “secreto mejor guardado del mundo”. La
presencia de un hombre que intentaría, por segunda vez, darnos el embrión incólume de
una nueva patria, de un nuevo comienzo, o tal vez de una flamante continuidad.
-¿“Él”, sabe quién es?--preguntó a Rizzo quien la observaba y analizaba en silencio.
-Completamente. Es un hombre inteligentísimo, un genio en realidad. Aprendió
rápidamente y se amoldó a las circunstancias actuales. A medida que se lo explicábamos,
él solo interrumpía para hacer preguntas claves, tanto de historia, avances tecnológicos,
política, descubrimientos, moda, de todo, él quiere saber de todo. Pasa mucho tiempo
pensando en soledad, leyendo con avidez, como tratando de armar nuevamente, su
existencia. De hecho, --continúa diciendo Apolonio sin ocultar una gran sonrisa--una de
las primeras cosas que nos pidió fue un caballo. Se lo dimos. Cabalgó durante horas. Lo
seguimos, pero fue inútil, no le dimos alcance. Al regresar, entendió todo y determinó como
actuaría a partir de entonces, nos lo resumió muy puntualmente: “La providencia me ha
dado”, dijo, “una segunda oportunidad. Ahora sí venceré a los monstruos disfrazados de
plácidos molinos de viento”
Jade escuchaba con auténtica atención, desglosando cada palabra de lo que oía. A pesar de
la enorme sensación que vivió al conocer al “Quijote”, había dudas con respecto a lo que
estaba conociendo. No podía perder la sindéresis y dejarse llevar por el coletazo de la
revelación.
-Esto no es bueno, doctor. --dijo--No necesitamos de “él”. ¿Acaso no aprendieron con lo
sucedido a Eduardo? Si nos toca nacer, nacemos. Si nos toca morir, pues morimos y ya.
No le niego que es algo monumental. Pero, es que no creo que sea lo moralmente correcto.
-Te equivocas en algo, Jade. El morir, eso sí es seguro. Pero el nacer, no. Y si poseemos
los avances para hacer del nacimiento algo perfecto, seguro y determinante, entonces
¿por qué no hacerlo? Todas las circunstancias se dieron para que “él” estuviese nuevamente
entre nosotros. Las cosas tienen una razón, un sentido.--Y mirando hacia la amplia casa,
Apolonio Rizzo exclama:
-¡Allá está el sentido de todo lo que hemos hecho! -Y mirando a Jade agrega: ¡No me
arrepiento de nada!
Jade Goronda lo observa a medias. Sabe que no logrará disuadirlo. “Lo hecho, hecho está”,
pensó.
-No me siento bien.--Dijo con muestras claras de molestia--Quiero descansar.
-Entremos, Jade.--Dijo Rizzo sosteniéndola con sus brazos.
-No. Mejor me recuesto nuevamente aquí.
Jade se dejó llevar por la fuerza gravitacional de la piedra. Se recostó bajo la sombra del
generoso samán. Al cabo de unos segundos volvió a retomar el tema. No iba a capitular
por el tormento físico. Había pasado por tanto, y nada la haría sucumbir. Nada.
-¿Lo hicieron aquí? ¿Todo el proceso?--Preguntó Jade en voz baja, doblegando
momentáneamente sus argumentos, y su dolor.
-No. --contestó Rizzo, mientras se agachaba a su lado y la tocaba en el costado.-- Fue en
una pequeña hacienda, propiedad de Kosmo. Eso fue hace más de tres años.
-Y desde entonces ¿Qué?
-Él mismo asumió el papel del “Quijote--Respondió Apolonio, retirando sus manos del
foco de dolor de la joven-- Se enfureció cuando se enteró que su nombre lo usaban para
solapar vagabunderías. Comenzó a gestar un grupo de resistencia, armada, al cual llamó
“La cola de Palomo”. No necesito explicarte el sentido del nombre, pero lo que sí determinó
él, desde un principio, fue que el grupo tuviera claros lineamientos de no realizar acciones
donde la vida de inocentes corriera peligro. Nada de crear una organización terrorista o
guerrillera que después estrangula sus ideales primarios. Con el tiempo y paciencia fue
ganando adeptos a su causa. “¡La última oportunidad!”, exclama siempre a quien quiera
oírle. Es un convencido, Jade, de que es una lucha difícil, pero no imposible. Hoy amaneció
eufórico, cabalgó desde tempranas horas. Anoche redactó su proclama, la cual leerá hoy.
“¡Ha llegado el momento, Apolonio!” me dijo esta madrugada cuando me levantó. Y lo sé,
Jade--dijo Rizzo poniéndose en pie-- Sé que ha llegado el momento. ¡Su momento!
¡Nuestro momento!
Los pensamientos continuaban rumiando dentro de la cabeza de la mujer. Eran muchas las
preguntas que tenía y de entre todas Jade escogió ésta:
-¿Ustedes me enviaron a buscar una reliquia, sabiendo que eso ya no importaba? ¿Por qué
lo hicieron? Casi me matan por ello.
-Yo no fui, Jade. Fue él quien la escogió, quien le pidió a Valerio que la convenciera para
formar parte de todo esto. Claro, Valerio no sabía que yo tenía la estatua. En el momento
que se entrevista con usted, el capitán Camacho no sabía la verdad. Se enteró hace unos
días. Le explicamos cómo fue posible todo, dentro de un marco sencillo sin detalles. “El
Quijote” creyó necesario contarle todo a Valerio, él ha sido, quizás, la persona más fiel de
su entorno.
Jade parecía una estatua, una representación fiel de ella misma, pero sin el acabado
hermoso que las diestras manos de Cecilia Corvalán le dieron a “Palomo”. Ella reflejaba
en su rostro, en sus ojos, en su boca, en su cuerpo, en su ánimo, el asombro y cansancio de
todo cuanto escuchaba de boca de Apolonio Rizzo. Se sentía exhausta por todo lo vivido.
Cerraba los ojos tratando de hipnotizar a su cuerpo para que no sintiera más. Pero al dejar
que los parpados hicieran su labor, la imagen de Eduardo se aparecía en ese limbo donde
lo visual no existe y sin embargo se ven las cosas de manera mucho más
nítida. Luego, la representación del muchacho se iba desvaneciendo para darle paso a la
figura del hombre a quien acababa de conocer.
-El doctor Kosmo, --dijo Jade con voz queda y espabilando sus pensamientos--dio dos
magníficos regalos al mundo. Uno, ya lo perdimos. --Y bajando la mirada con una sombra
de tristeza, agrega: El otro, esperemos que cumpla.
Y se fue llevando por ese otro mundo donde los sentidos no existen, y la guía de nuestras
acciones viene dada por impulsos que nacen en la otra cara de la realidad.

***

Las órdenes del general Roberto Álvarez se cumplieron al pie de la letra. Aún tenía el cargo
de vice ministro de la defensa, muy a pesar suyo. Pero era lo más indicado en ese momento.
Aunque algunos integrantes del alto mando militar, afectos a la bacteria, sospechaban de
él, el propio presidente lo ratificó debido a los “grandes acontecimientos que se
avecinaban”.
Las afueras de la sede del canal habían sido despejadas. Los tanques, divisiones tanto del
ejército como la guardia nacional, fueron desplazados doscientos metros de allí. La energía
eléctrica fluía con normalidad y los tomistas habían liberado a todos aquellos rehenes que
deseaban irse. La restitución de la señal de la planta televisora era otra orden ya cumplida.
“Es una maniobra psicológica” explicó el general Álvarez en su momento, a la bacteria
mayor, al propio presidente, quien por arrogancia, exceso de confianza o simple miedo,
aceptó sin reparos las sugerencias de Roberto Álvarez, desconociendo que templaba la soga
sobre su gobierno.
“Es para que ellos crean que tienen el control”. Remató el general con falsa sinceridad.

Solamente nueve cautivos aceptaron abandonar la edificación. El resto se quedó. Hasta el


quisquilloso Celso Camargo, seguidor de la doctrina oficial, optó por no moverse. “Ante
todo, soy periodista”, dijo. “Esto es noticia, es historia, y debo cubrirla”.
Mientras, la situación en toda Venezuela era de incertidumbre. En algunas partes aún se
llevaban enfrentamientos con cantidad no específica de muertos y desaparecidos. En otras
partes la calma era tan silenciosa y tensa que daba miedo hasta respirar, pero lo más
importante es que la indiferencia se había marchado para siempre, del magro espíritu de
conformidad colectiva. Todos habían tomado una decisión, pulsando las inevitables teclas
silentes de un designio resuelto a materializarse, con claras pretensiones de determinación,
a sabiendas que nada sería sencillo, al contrario, que la bacteria daría su
estocada definitiva, tratando de eliminar, a como diera lugar y de una vez por todas, a la
empecinada célula resucitada.
Un vehículo ingresó a la avenida desierta, apenas iluminado bajo la enfermiza luz del
crepúsculo. Roberto Álvarez descendió de él. Con la radio en mano ordenó que nadie se
acercara al automóvil. Era la jugada concluyente del corpulento militar, en ella se definiría
todo por cuanto había luchado. Sus nervios se evidenciaban en el copioso sudor que
dominaba su rostro. Vestido con traje verde de camuflaje con apenas los soles distintivos
de su jerarquía, gorra del mismo color, negras y lustrosas botas de campaña, Álvarez giraba
las órdenes precisas a los distintos componentes armados que se hallaban a pocos metros
de la sede del canal estatal.
“Nadie se acerca. Sólo yo doy las órdenes. Quien las desobedezca, ¡le haré consejo de
guerra!”
El tiempo era el gran enemigo. El valeroso oficial había llegado allí sin advertirle a ninguno
de sus superiores de tal acción. Sabía que entre el momento de su llegada al canal y la
sucesiva respuesta de los altos mandos militares seguidores de la bacteria, anulando toda
autoridad de él, en el manejo de dicho conflicto, pasarían algunos minutos. Serían minutos
decisivos y claves en la consecución del primer objetivo dentro de la gran planificación
estratégica que tanto él como todos los involucrados, habían trazado. Del automóvil
descendieron el Mayor Sangroni, su edecán, un fiscal del ministerio público, a saber
miembro activo en la clandestinidad de “La cola de Palomo” y por último la persona por
quien realmente estaban allí.
“El Quijote” salió con calma y determinación. Observó a su alrededor, miró los edificios
vacíos, evacuados hacía horas por seguridad. A lo lejos, divisó las luces de los tanques y
la cantidad de personas quienes observaban con ansiedad lo que ocurría. Entró rápidamente
al edificio seguido por Álvarez, Sangroni, y el fiscal público. Al ingresar, fueron recibidos
por Irene y tres compañeros de armas quienes ya tenían conocimiento de que ciertamente,
el momento había llegado. Todos dentro del canal respiraban un nerviosismo sin igual. “El
Quijote” los saludó de manera rauda. El tiempo apremiaba, de hecho ya algunos oficiales
quienes seguían los movimientos del general Álvarez, se dieron cuenta de la presencia de
este individuo.
El general les había informado que llevaría un fiscal del ministerio público para que
hablaran con los tomistas y asegurarles su vida, con la condición de que depusieran la toma
del canal y liberaran a todos los rehenes. El mismo Álvarez escogió al representante del
organismo, a sabiendas, de que era un miembro activo e importante, en la clandestinidad,
de la organización. Pero la suspicacia, de quienes observaban a lejana vista, los llevó a
preguntarse quién era el menudo hombre que descendió del automóvil y se dirigió
presuroso a la entrada del canal. En seguida radiaron la anomalía. Llamaron al general
Álvarez, pero éste les contestó con evasivas. Los afectos al régimen telefonearon a sus
superiores para detallarles lo que acontecía, pero para cuando se giraron las instrucciones
de detener al general y compañía, ya todos estaban adentro preparando la alocución del
líder de “La cola de Palomo”. Pero aun así, el tiempo no era el mejor aliado, podían, desde
afuera, en cualquier momento cortar la señal de transmisión “en vivo”. Se dirigieron, pues,
hacia el amplio estudio principal donde todo estaba preparado. Un escritorio y su consorte
silla, aguardaban bajo la fuerte luz de las lámparas móviles y fijas que se hallaban sobre el
escenario improvisado. Al fondo, suspendido en el aire por dos alambres invisibles,
colgaba un retrato del Libertador Simón Bolívar. “El Quijote” al verlo, se detuvo. Luego,
su mirada vivaz se dirigió, apartando la cegadora luz, hacia donde estaba Roberto Álvarez.
El general le sonrió, colocando su mano derecha en el corazón y luego besando el puño.
“El Quijote” se paró de espaldas al escritorio, todos los que se hallaban en el canal, se
encontraban en ese momento tras las cámaras observando lo que ciertamente era, según lo
que decía insistentemente Irene, un momento histórico.
El líder se quitó la pesada chaqueta larga color verde oliva, mostrando una aureola
sobrenatural que emanaba de su figura. Quizás, en parte, a la blancura del atuendo que
mostraba a plenitud: una chaqueta de liqui liqui, rígida, manga larga, abotonada hasta
arriba, tocando ligeramente el cuello redondo ausente de solapa, con un bordado en hilos
dorados del símbolo físico de la resistencia en el lado del corazón; un pantalón de igual
color y sendas botas negras de montar. Esperaba con paciencia sísmica la señal, para
comenzar con la proclama más importante de su vida.
Los miembros de “La cola de Palomo” se hallaban operando el equipo de transmisión,
tanto abajo en el estudio como en la cabina de control, ayudados por el personal del canal,
quienes se quedaron de manera voluntaria. Celso Camargo observaba todo con lágrimas
en los ojos. “Algo” desde muy adentro le decía que estaba ante la presencia de
un hecho trascendental. Hasta que no se contuvo más, y quebrando en cientos de pedazos
la calma, exclamó con voz ahogada y retumbante:
“¡Virgen del Carmen! ¡Es él!”
Las luces artificiales buscaron su ángulo y la señal fue dada. La imagen de un pequeño
hombre vestido con el traje típico venezolano, invadió no solo los televisores que recibían
las reconectadas imágenes del canal estatal, sino las mentes de todos aquellos que con el
alma en vilo deseaban conocer el desenlace de estos acontecimientos. La cámara se acercó
despacio, en un primerísimo primer plano a las pupilas fogosas del hombre, quien
continuaba de pie con una mano en el bolsillo de su pantalón de lino y la otra en el orondo
pecho, tocando con los dedos el símbolo en relieve, de la lucha armada. Luego, en un plano
general que lo mostraba en su totalidad.
Respiró hondamente hasta que con una voz segura, fuerte y decidida comenzó:
“¡Venezolanos! Ciudadanos de esta tierra donde la providencia plasmó sus gracias. Aquí
me tienen; ¡Soy yo!...”
Las palabras volaron por el aire natural y radioeléctrico; volaron hacia los millones de
aparatos receptores de imágenes y sonidos; volaron hacia las millones de almas que
encerradas en los cuerpos físicos, luchaban en las calles del país; volaron mucho más allá,
despertando en nosotros la conciencia de nuestros orígenes más remotos. Porque esa voz,
esa mirada, esa presencia, la conocíamos desde siempre, desde los cánticos patrios de
nuestra niñez, desde el regocijo individual y colectivo de su herencia; la conocíamos desde
antes de venir a esta tierra cubierta por el polvo de la libertad, ya que vivía en la memoria
laberíntica de nuestros genes. No hacía falta que dijera su nombre: ¡Lo sabíamos!,
conocíamos que teníamos ante nosotros, la concreción de una nueva vida, el umbral
inamovible por donde cruzaríamos hacia una patria que no se doblegaría jamás ante la
pesadez de una esclavitud aberrante, y que demostraría que las nuevas oportunidades nacen
dentro del deseo de unión, que siempre imperará a través de los tiempos.

?
NOTA DEL AUTOR
La anterior historia novelada posee más realidad que ficción. Y esa realidad
cruda y descarnada de la situación de un país, es a lo que los poderosos tienen
miedo de que se conozca. Mientras millones se consumen en una inanición
física y mental , un grupo asesina, roba, maltrata y entrega una nación
generosa a los intereses de un puñado de naciones rapaces que encontraron en
la felonía de unos bastardos ávidos de dinero y poder, la oportunidad de
saquear la tierra rica, de un país tocado por la mano creadora de la
providencia, de innumerables recursos.
Pero el miedo a vencer es el que se incrusta en nuestro ánimo, en la pesada
miopía de no querer ver un futuro maravilloso, si nos unimos para destruir un
estado que se convirtió en nuestro peor enemigo.
Las infinitas penurias que pasé para intentar publicar esta obra en mi país, me
dieron a entender que no deseaban que una historia incómoda se contara. Y
que dentro de esa historia, la figura real y liberada de un Simón Bolívar, fuese
la protagonista.
El primer borrador de “La cola de Palomo” data del 2008. En el transcurso de
este tiempo, la novela la dejé olvidada, arrinconado un manuscrito impreso en
alguna gaveta oxidada. Hasta que en el 2017, logré encontrarla por casualidad
dentro de la memoria de un viejo dispositivo. La actualicé en algunas giros,
pero sin muchos cambios. Y tal como sucede con el desarrollo de la trama de
la novela, el tiempo en que debió ver la luz era este. Ni antes, ni después. Al
igual que el tiempo perfecto en el que nuestra amada tierra de gracia se
levante, y sacuda con fuerza indómita, una realidad apocalíptica, sentando un
precedente de resurrección, donde las generaciones presentes y futuras nos
verán como la representación más idónea de la mítica ave fénix, con la
diferencia de que nunca más nos convertiremos en cenizas. No solo debemos
hacerlo, sino que lo lograremos, porque está escrito en nuestros genes. Los
mismos que en este instante nos dicen; “Es el momento”
Y al final del túnel, una figura conocida nos esperará, montada sobre un
hermoso alazán homérico de un blanco pristino, que nos guiará hacia la senda
de la verdadera libertad.

Armando Mercado Carabaño


Junio 2018
La cola de palomo

Derechos reservados © 2017

También podría gustarte