Perversillos
Perversillos
Perversillos
La impostura
perversa
ediciones
PAIDOS
Barcelona
Buenoso Aíres
México
Título original: L'im posture perverse
Publicado en francés por Editions du Seuil, París
V edición, 1995
ISBN: 84-493-0195-5
Depósito legal: B-38.305/1995
*Surenchérit. literalmente, «hace una oferta más elevada», como en una subasta.
Reducir un síntoma a su sentido edípico no es nada. Todavía es
preciso llegar a plantear el mismo Edipo como un síntoma, como
el Síntoma por excelencia —sin duda necesario para no estar loco,
pero aun así ficticio en su base. Sin dar este paso más allá del senti
do, el psicoanálisis podría no ser sino una mistificación más. Así,
el verdadero alcance de la operación analítica no es simplemente
demostrar y elucidar el síntoma, sino más todavía, captar por qué
razón creemos en el síntoma y, de manera general, por qué creemos
en el sentido (en el hecho de que «eso quiera decir algo»), y, en con
secuencia, en el Padre, en Dios, en el analista.
En este punto, el psicoanalista, de ser un medio, pasa a ser fin
de la experiencia: su posición como causa del discurso de su psi-
coanalizante constituye el objeto último de la interrogación que
éste debe llevar hasta su término. ¿Qué es el psicoanalista, si no
es aquel que uno creía, si no es sólo el sujeto supuesto saber el sen
tido? ¿Qué es sino, más bien, uno que solamente se presta a soca
var dicha creencia o suposición para poder conducirla mejor hasta
su punto de sinsentido original? Descubrir para qué sirve el psi
coanalista, en cada caso singular, se convierte así en el objetivo de
la experiencia analítica. Entonces se verá desplazado de su función
de intérprete a la de causa, objeto-causa de la experiencia que, más
que explicar, suscita. En este viraje decisivo, es el deseo del analista,
más que su saber, el motor y el garante de su práctica.
U na analogía de estructura
Mépnse.
se plantea la cuestión de un posible deslizamiento de la posición
analítica hada la perversión), y más todavía, que no apela a una
voluntad de goce distinta de la del sujeto que a él se dirige. Por
el contrario, si el psicoanalista se presta a que su analizante le su
ponga, o al menos sospeche, un goce semejante, sólo es para que
pueda despegarse de él y así disminuya su servidumbre. Por esta
razón es importante, en determinados momentos crudales de la
cura, que con su respuesta el psicoanalista pueda dar testimonio
—expresa o silenciosamente— de que ningún Otro supremo (ya sea
Dios, la Naturaleza, la Mujer o Lacan...) es depositario de la ver
dad en cuanto al goce y, en consecuencia, el problema del goce
no es para él menos candente que para cualquier otro. Como daba
a entender irónicamente Lacan, la verdad es que Dios es incons
ciente...4
Tales afirmaciones dan a entender que Sade, por mucho que diga,
es mucho más que un libertino. El revela la cara reprimida del li
bertinaje, sigue avanzando ahí donde el libertino más convencido
empieza a retroceder. En efecto, en la filosofía que desarrolla en
sus relatos y sus ensayos, Sade sustituye la falsa libertad moral cele
brada por los libertinos y propone a cambio una moral nueva que
es, en este caso, de estricta obediencia. Donde los libertinos se con
forman con promulgar la desobediencia de la ley moral estableci
da divulgando un mensaje que dice, en resumidas cuentas: «Se puede
obtener placer, no está prohibido», Sade, por su pane, franquea
el límite del placer y propaga una ley moral todavía más severa,
pues su mandato es, en suma, el siguiente: «Hay que gozar, es una
obligación».
Sin embargo, en esta misma obligación de gozar, dictada en nom
bre de la Naturaleza omnipotente, es donde Sade tropieza con su
límite y penetra en su prisión. La Naturaleza sadiana quiere gozar,
y prohíbe que nada, ni siquiera lo humano, obstaculice su goce
destructor. Nuestro deber —de esencia kantiana, como destaca La-
can en su Kant con Sade— es por lo tanto anonadamos para dejarle
vía libre, para que se pueda cumplir la Ley.6 La Naturaleza, en
Sade, exige el crimen, porque tiene necesidad de cuerpos muertos
para poder reproducir nuevos cuerpos: la Ley, es que es preciso des
truir para poder crear. La justificación del asesinato, en este plan
teamiento, no tiene pues nada que ver con la licencia del placer.
De hecho, el verdugo sadiano sacrifica su subjetividad a ese Otro
sanguinario y apremiante. Se reduce a no ser sino una voz que enun
cia el mandato natural del goce, además de un instrumento que
lo ejecuta como un funcionario celoso. La víctima es quien duda
y plantea preguntas sobre lo que quieren de ella (pues ignora la
Ley, y por ello necesita ser educada), sólo la víctima queda dividi
da entre cuerpo y palabra, experimentando además todo el peso
de la angustia.
Sin embargo, la apología sadiana del crimen se detiene en un
horizonte. Así, La filosofía en el tocador fracasa a las puertas del
asesinato de la madre, nunca perpetrado, que permanece siempre
como una amenaza. Por lo tanto, los crímenes sadianos, reclama
dos por la voz de la Naturaleza, parecen posibles sólo en compara
ción con un crimen supremo que, en cambio, sigue siendo imposi
ble. Maurice Blanchot ya había destacado esta paradoja en su ensayo
de 1949 La razón de Sade.7 Aunque la Naturaleza tiene necesidad
del crimen, contra ella no hay ningún crimen posible —y, en con
secuencia, no hay absolutamente ningún crimen posible, en senti
do estricto. Sólo está la Ley. Incluso para Sade, la Cosa permanece
inaccesible. En consecuencia, la voluntad de goce no llega a nada
y queda reducida a la «descarga» final por la que se resuelve en placer.
Sade, en su vida, eligió convertirse en prisionero perpetuo de
este límite. De tal manera, que la monotonía de su obra sólo es
aventajada por la uniformidad de su vida, aunque ésta no se desa
rrolló como la realización del fantasma de sus relatos (en cuanto
a crímenes, el hombre Sade sólo cometió algunos pecadillos que
hacen sonreír). Es más bien al revés: en su vida, Sade es víctima.
Pero no se trata de una contradicción; como escribió Lacan, «el
rigor de su pensamiento pasa a la lógica de su vida», y ello en la
molida en que «no es engañado por su fantasma».8 ¿Qué quiere
decir esto? No que Sade se liberara de su fantasma, sino más bien
QUE SE CONSAGRÓ a él, sabiendo que era un fantasma, aunque pagó
por ello el precio requerido. Digamos pues: Sade, el prisionero del
fantasma, y precisemos que fue tanto su prisionero voluntario como
su víctima. Lo demuestra su reacción al saber que le habían conde
nado a muerte por sodomía. En un áspero mentís al apólogo kan
tiano del hombre amenazado con el cadalso,9 la respuesta de Sade
ante tal noticia fue esta exclamación: «¡Me cago en Dios! A eso
quería yo llegar, ya estoy cubierto de oprobio; ¡dejadme, dejadme,
que me corro!», cosa que hizo inmediatamente —al menos eso pre
tende el narrador de la XXIIIa de las Ciento veinte jomadas de
Sodoma.
Encarcelado por un decreto real durante la mayor parte de su
vida, Sade se encontró ocupando la posición que, en sus escritos,
le corresponde a la víctima: la del sujeto en trance de desaparecer,
el sujeto hundido en lo que él llama el «entre dos muertes». Por
eso, en su Kant con Sade, Lacan, para situar el fantasma de Sade,
imprime un cuarto de vuelta al esquema del fantasma del amo sa-
diano:10
esquema 1° esquema 2“
Dos homosexuales
¿ Un erotism o in ocente?
Hace algunos años recibí, con pocos días de diferencia, dos de
mandas de análisis de dos jóvenes mujeres homosexuales. Tras abrir
el campo de lo que solemos llamar las «entrevistas preliminares»,
me preguntaba por los puntos de convergencia y de divergencia
entre estas dos demandas. Sin duda tenían en común que ponían
por delante el término «homosexualidad», pero de entrada me pa
recía evidente que este término no tenía el mismo sentido subjeti
vo para cada una de estas jóvenes. Dos «homosexuales», de acuer
do —porque la palabra en cuestión existe y ellas se identificaban
así cuando me hablaban—, pero, en todo caso, dos homosexualidad
des. Había otro punto en común que me parecía interesante, pero
suponía también una dificultad adicional: las dos provenían de re
giones remotas cuya lengua oficial, y a fortiori sus dialectos loca
les, me resultaban del todo desconocidos, por no hablar de sus usos
y costumbres o de sus tradiciones familiares, sensiblemente distin
tas de las imperantes en nuestros países. Por otra parte, ambas se
habían visto implicadas en medios de prostitutas —con el marco
simbólico particular que éstos constituyen—, desde su primera in
fancia, y allí habían encontrado, al llegar a la edad adulta, un ca
mino para conseguir su independencia, según decían. Esta relación
con la prostitución constituía igualmente una dificultad para el aná
lisis, similar a la dificultad planteada por la relación particular con
el dinero en personas que consagran su vida a manipularlo. En es
tos casos, en efecto, nos enfrentamos a una relación con lo real —con
el sexo como real o con el dinero como real- que no es fácilmente
analizable, es decir subjetivable, y amenaza con ser un obstáculo
para la transferencia.
A pesar, o tal vez a causa de estas dificultades, las dos demandas
habían excitado mi curiosidad, de modo que me esforzaba por con
ducir las entrevistas preliminares con un especial cuidado, para ob
tener, en ambos casos, la expresión más singular y más conseguida
del mito individual que sostenía la demanda de análisis, así como
para ponderar los problemas de lengua (traducción y equívoco) que
pudieran presentarse. He aquí lo que resultó.
Rosa, la primera de estas dos mujeres, se presenta de entrada
como dividida en cuanto a su identidad sexual. Desde el inicio, en
nuestra entrevista inaugural me dice, por una parte, que sufre «por
que ama a las mujeres», y por otra parte, que «su problema son
los hombres», que «no consigue entenderse con los hombres». Así,
lo que le preocupa es la cuestión de la feminidad: ¿qué es una mu
jer? Para esta pregunta, busca una respuesta más satisfactoria que
la que ha elaborado hasta ahora. Sabe que debería llegar a definir
se con respecto a los hombres, pero sólo consigue situarse como
mujer en el marco de la relación con otra mujer —relación que
por otra parte le deja profundamente insatisfecha, aunque la alivie
momentáneamente al aportarle algunos beneficios narcisistas. Ad
vierto su reticencia para asumir la calificación de «homosexual».
Cuando dice que es homosexual, añade enseguida que de todas for
mas no se siente homosexual, y rechaza por completo la denomi
nación de lesbiana. Por otra parte, Rosa no frecuenta los círculos
habituales de lesbianas y trata a las homosexuales militantes con
el mayor desprecio. Lo que dice y repite, como si esta fórmula fue
se el propio enigma que me propone descifrar, es: «Amo a las mu
jeres». En efecto, este enunciado es muy curioso: ¿quién osaría man
tener, de forma tan inequívoca, que ama realmente a las mujeres,
sin reservas?
La novela familiar de Rosa se articula en tomo a algunos perso
najes clave cuyos papeles están distribuidos de acuerdo con una sin
gular combinación. Por un lado, la madre, que Rosa me describe
como una mujer de una belleza excepcional, muy preocupada por
gustar y muy codiciada por los hombres. Tal como la describe Rosa,
esta mujer parece haber tenido una única preocupación: la de se
ducir, manteniéndolos a distancia, a los hombres que atraía a un
bar de dudosa reputación regentado por ella misma, donde hada
el papel de vedette. Por otro lado, su padre era un alcohólico y muy
celoso, una especie de macho de opereta, todavía más coqueto que
su mujer y que no había trabajado en su vida. Alrededor de este
personaje paterno se cristalizaron la agresividad de Rosa y su odio
por los hombres. Este hombre había hecho algo más que sostener
una imagen viril caricaturesca (cuyo aspecto teatral era relativo, te
niendo en cuenta el contexto cultural donde había transcurrido la
juventud de Rosa, contexto donde a la mujer le corresponde el «pi
ropo» y al hombre el personaje convencional del macho arrogan
te). Si este padre suscitaba la agresividad de su hija, no era por «ha
cerse el hombre», sino más bien porque, como Rosa subrayó con
gran pertinencia, cuando manifestaba esa imagen viril exacerbada,
en realidad se feminizaba a ultranza. Por otra parte, también lo ha
cía intencionadamente, para responder a la mascarada femenina ri
diculizándola. Así, no le bastaba con hacerse el macho, sino que
se divertía imitando los gestos de sus mujeres, a modo de verdade
ros espectáculos improvisados, en el café, entre compañeros (en ese
caso, en broma), o en casa, delante de su mujer y su hija (entonces
ya no era una broma). De forma que, pretendiendo hacerse el hom
bre, acababa, en realidad, haciendo de mujer. Y al imitar de esta
manera las coqueterías y los artificios de las mujeres, el padre de
Rosa se dejaba arrastrar por una excitación cada vez mayor que en
determinado momento se convertía en rabia. La misma escena se
había repetido con regularidad y siempre acababa igual: cuando
llegaba al colmo de su rabia, el padre de Rosa acababa explotando,
le daba una paliza a su mujer y las dejaba verdes a las dos, a la ma
dre y a la hija. Estas manifestaciones de impotencia colérica llega
ron cierto día a su apogeo con un episodio de cariz casi suicida.
Al término de una velada con sus amigos, dedicada a meterse con
las mujeres que deambulaban delante de la terraza del café donde
estaban instalados, este hombre, ebrio de rabia y de alcohol, se fue
a buscar un fusil y, como un verdadero discípulo de Don Quijote,
asaltó una comisaría cercana al grito de «¡Todas las mujeres son unas
putas!». Por desgracia, el comisario, demasiado buena persona como
para escuchar esta llamada al padre terrible, le soltó tras ocho días
a pan y agua, sin más proceso.
¿Cómo llegar a ser una mujer en una configuración semejante?
Este era sin duda el problema que se había planteado Rosa, agudi
zado todavía más por el conflicto larvado, pero intenso, que la en
frentaba con su madre. Por el lado de la imagen corporal y la apa
riencia femenina, el camino le estaba doblemente cerrado: por una
parte, por el padre, que había ridiculizado a la mujer caricaturi
zando todos sus rasgos, pero además se los apropiaba; y, por otra
parte, por la madre, adornada con esos rasgos como ninguna y en
cerrada en su pretensión de seguir siendo su única posesora, de modo
que no perdía ocasión para hacer comparaciones desfavorables para
su hija en presencia de terceros.
Además, esta rivalidad insoluble había quedado sellada por el
verdadero abandono que había sufrido Rosa en su niñez. Muy pron
to se había visto suplantada, en el propio seno de la célula fami
liar, por otra niña que, sin embargo, no tenía ni los títulos ni las
cualidades que le hubieran hecho merecer ese lugar. Con la excusa
oficial de evitarle a su hija las escenas violentas del padre —pero
con mayor verosimilitud, para eliminar de su carrera de seductora
obstáculos como los representados por el peso y la imagen de la
maternidad—, la madre de Rosa la había dejado, desde los dos has
ta los catorce años, a cargo de una «Dama» que la tenía a pensión
completa toda la semana. El personaje de esta Dama seguía resul
tándole oscuro a Rosa, nunca había podido esclarecer la naturale
za de los vínculos que la unían con sus padres. ¿Era acaso una anti
gua amante de su padre, o algún lío de su madre, o una antigua
camarera del bar reconvertida en nodriza? Rosa no tenía la menor
idea, y nadie quiso responder nunca a sus preguntas al respecto.
Ahora bien, cuando estaba en casa de la Dama, una tía, hermana
de la madre de Rosa, fue a vivir allí y dio a luz a una niña, de padre
desconocido. Por supuesto, se sospechó que el padre de Rosa había
tenido una relación con su cuñada, pero él lo negó, y la familia
no siguió sosteniendo esta hipótesis. Por otra parte, nunca se supo
nada más, y la cuestión quedó oficialmente forcluida,* en el verda
dero sentido del término, porque con el fin de evitar el escándalo,
la madre de Rosa, de acuerdo con su hermana, inscribió a esta niña
como propia. Desde el punto de vista de Rosa, estos tejemanejes
equivalían a una sustitución de la niña mediante una sustitución
de la madre. Rosa, que por supuesto estaba al corriente del engaño
y, por otra parte, lo había sufrido con creces al ver a su madre dán
dole a la «falsa hija» los cuidados y el amor de los que ella misma
se había sentido privada, estuvo obsesionada durante toda su ju
ventud por el temor a traicionar la verdad «sin querer» y ser casti
gada con la expulsión, ya sea de casa de la Dama o de la institución
religiosa muy estricta donde seguía su escolaridad. Pero además,
la atormentaba el sentimiento de culpa que le imponían obligán
dola a mentir, lo cual, en un contexto estrictamente religioso, sig
nificaba un estado permanente de pecado que ni siquiera le estaba
permitido confesar.
Esta posición, cuyo equívoco podría enunciarse con la propo
sición «escondo a una falsa niña», puntúa a continuación todo el
desarrollo de la transferencia en el análisis, porque esta joven desa
rrolló enseguida un síntoma singular: el temor a que la echaran.
¿Cuál es la significación de esta «falsa niña» que la configuración
familiar le imponía a Rosa disimular? Aquí, la falsedad de la filia
ción, la mentira inherente al vínculo maternal, se mezclan con el
semblante de la feminidad, con la mascarada de la identidad sexual.
Rosa siempre había protestado por lo mismo: porque lo falso hu
biera sido mejor acogido que lo verdadero.
El desafío al padre
El fa n ta sm a y la sexuación
* Pére-versión.
tadón a Felipe recordándole el grito de Cristo en la cruz: «Padre,
¿por qué me has abandonado?».
Sin embargo, de acuerdo con las apariencias, Felipe estaba muy
lejos de haber sido abandonado por su padre, que desde el punto
de vista de la realidad estaba muy presente en la familia. El padre
de Felipe era un hombre más bien austero y severo, pero no en
exceso, muy creyente y seguidor de las tradidones familiares pro
pias de los medios cristianos. En suma, desde el punto de vista de
la burguesía cristiana local, una espede de padre modelo que se
esforzaba en dar ejemplo a sus hijos. Por lo tanto, si había alguna
carenda paterna que reparar en el caso de Felipe, se trataba más
de lo que podía ser el lugar de un padre para la madre del joven,
y no de la función del propio padre en sí mismo. En efecto, la ma
dre atribuía a su esposo un lugar muy singular. Para ella, el perso
naje paterno parecía redudrse a un instrumento: el medio indis
pensable para poder «fabricarse» hijos, espedalmente varones. En
el discurso materno, tal como se había inscrito en la memoria de
Felipe, el padre estaba fundamentalmente al servicio de la volun
tad de la madre: en el límite era sólo el apéndice de una matriz.
Por otra parte, esta mujer había tomado la decisión de casarse de
una forma del todo sintomática: no se había casado con su marido
por amor, ni por deseo, sino porque estando próxima la muerte
de su propia madre, enferma de cáncer, creía indispensable casarse
lo antes posible. El padre de Felipe había entrado pues en la vida
de su esposa únicamente como instrumento de una demostración de
capacidad. Sin saberlo, había sido el objeto, la prueba que una mu
jer se había sentido obligada a presentarle a su madre para zanjar
su conflicto con ella. Como veremos, esta función de un falo para
mostrárselo a una madre era, ciertamente, el propio enigma que
Felipe trataba de resolver por su cuenta.
Salta a la vista en efecto, tanto en este caso como en muchos
otros de perversión masculina, que la madre de Felipe mantuvo
con su hijo una relación que merece ser calificada de «pederásti-
ca». Una relación privada y de complicidad en la que el padre no
intervenía, y de todas formas no podía intervenir por la buena ra
zón de que se la ocultaban. El cuerpo de Felipe monopolizaba,
más que ninguna otra cosa, la atención de su madre. Su cuerpo
ocupaba para la mirada materna, en cierto modo, la función de una
estatua, como esas estatuas antiguas que se pueden ver en los mu
seos o las iglesias: cuerpos inmovilizados en su belleza, cuyo pene
desaparece bajo una hoja de parra, cuando no desaparece pura y
simplemente. La madre de Felipe se extasiaba ante el cuerpo de
su hijo, y le repetía una y otra vez lo bello que era, mientras le
aseguraba que nunca había visto un cuerpo tan perfecto. Su pasión
le hizo seguir bañando a Felipe mucho después de que alcanzara
la pubertad —hasta que él, con quince años cumplidos, fue a que
jarse a su padre y pudo empezar a bañarse solo. Felipe recordaba
cómo su madre le enjabonaba lánguidamente mientras le iba lle
nando de cumplidos, y luego le frotaba todo el cuerpo delicada
mente con una toalla, salvo el sexo, que como por arte de magia
quedaba escotomizado, como si ahí no hubiera nada capaz de atraer
su atención. Por lo tanto, este cuerpo encantador lo era sólo mien
tras permaneciera asexuado: para su madre, Felipe era el falo, por
su cuerpo que encarnaba el esplendor escópico, pero a condición
de no tenerlo —de esta forma, la imagen corporal global ocupaba
para ella el lugar del pene anulado. El propio Felipe había queda
do fascinado, a la vez orgulloso y mudo de asombro, lo que justifi
ca su elección de la profesión de maniquí. Además, su madre le
había confeccionado siempre sus vestidos. Excelente costurera (pero
en exclusiva para su hijo), consagraba a esta tarea un cuidado extre
mo y demostraba un gran talento —Felipe recordaba la admiración
que despertaba en la escuela con sus magníficos trajes.
A este tema de las ropas, del velo fálico, se oponía el de la des
nudez, y en concreto la desnudez femenina, que le resultaba inso
portable. H ada los cinco años, recuerda haberse quedado alucina
do ante la visión del vello pubiano de una amiga de su madre, que
asomaba por encima del bikini. Más tarde, con diez años, rehusó
con horror mirar la fotografía de una mujer desnuda que un ami
go pretendía mostrarle para perfecdonar su educación sexual. Al
gunos años después, con quince años, había huido literalmente de
la compañía de una joven vecina por quien se sentía atraído y con
quien mantenía una correspondencia romántica, en cuanto supo
que su familia practicaba el naturismo y tenían intendón de invi
tarle a pasar con ellos las vacadones. En suma, en la desnudez fe
menina había algo que Felipe quería evitar ver a toda costa, evita
ción que sin duda correspondía a la escotomización de su propio
pene operada por su madre.
Por otra parte, cuando ya no pudo seguir rehuyendo esa reali
dad —sus padres le dieron un libro de educación sexual— empezó
a desarrollar un fetichismo que en adelante marcaría toda su vida
sexual. En efecto, el mismo día en que se enfrentó por primera vez
con la representación irreparable del órgano genital femenino, ex
perimentó su primer orgasmo —pero eso ocurrió unas horas más
tarde, aspirando el olor de un eslip de su padre abandonado en el
cuarto de baño. Desde ese instante, su opción estaba dara: a la di
ferencia anatómica de los sexos y a la castradón que le mostraba
el sexo femenino, le opuso firmemente el eslip masculino (más se
guro que el bikini femenino), o sea el signo de que tras el velo ha
bía «algo», y no nada, aunque ese «algo» permanedera escondido,
se sustrajera a la mirada. Esta experienda dave marcó para Felipe
el inicio de la serie de sus ados masturbatorios, por una parte, y
por otra parte de las colecciones de eslips, que eran su pasión. Este
fue igualmente el comienzo de un fantasma perverso central en
su vida erótica: el deseo de ver a hombres en eslip, que luego se
convertiría en una necesidad para él. Más tarde, cuando empezó
a tener relaciones con mujeres, sólo podía alcanzar el orgasmo a
condidón de imaginarse la presencia de un hombre en eslip.
En esa misma época tuvieron lugar sus primeras reladones ho
mosexuales, que se adecuaron al modelo de reladón madre-hijo tal
como él la había conoddo. Su primer partener, el vigilante de una
escuela, le sedujo por medio de piropos. Así inidaron una amistad
equívoca, pero al prindpio sin ningún elemento sexual. Algún tiem
po después, aquel hombre le invitó a ir a su casa y le propuso ver
una película en la que se veían mujeres desnudas. Muy afectado,
Felipe se negó. Entonces su amigo le invitó a salir y, apenas fran
queada la puerta de su habitación, en el pasillo de la escuela, le
tomó por detrás, le bajó los pantalones y empezó a acariciarle; en
ese momento, Felipe vio pasar a dos niños, que a su vez les vieron
a ellos. Esta situadón se constituyó como una escena típica, que
en adelante funcionó a modo de una matriz imaginaria para sus
prácticas homosexuales. En sus reladones posteriores, se trataba esen
cialmente de ser abordado por detrás, mientras se encontraba ex
puesto a la mirada de un tercero que le devolvía el reflejo de su
propia degradación. Tras esta primera escena, Felipe volvió regu
larmente a casa del vigilante; su compañero le masturbaba frente
a la ventana, con las cortinas abiertas, con peligro de que les viera
alguien que pasara por la calle. Tres años más tarde, Felipe tuvo
otro encuentro iniciático. Durante un viaje a París, un hombre le
abordó por la calle y le propuso enseñarle el Sagrado Corazón. Fe
lipe le siguió y, tras la visita, aceptó acompañarle a su casa. Enton
ces, por primera vez, fue penetrado por un hombre. Le quedó un
sentimiento de repugnancia y de rabia, pero ello no le impidió re
petirlo compulsivamente, buscando encuentros relámpago en el cur
so de los cuales se hacía sodomizar aprisa y corriendo por cual
quier desconocido y en el primer rincón.
Así, la homosexualidad de Felipe presentaba dos variantes que
él mismo distinguía perfectamente. La primera, que consideraba
benigna e incluso normal en su ambiente profesional, terminaba
en la masturbación recíproca y la felación. Para él, estas conductas
significaban tan sólo una amistad «liberada», casi higiénica, y rela
tivamente corriente en los medios de la moda que frecuentaba. La
segunda variante, que le horrorizaba pero le atraía irremisiblemente,
se reducía a la sodomía pasiva, sin excluir sus modalidades más ex
travagantes y humillantes. Estas dos tendencias parecían correspon
derse con sus dos identificaciones, las cuales a su vez traducían las
dos posiciones contradictorias que había adoptado de forma simul
tánea frente a la castración, y no bajo la modalidad del conflicto
o de la división histéricos, sino bajo la modalidad de la renegación
perversa.
En la primera forma de su homosexualidad, Felipe era recono
cido como portador del falo, lo que le mantenía a salvo de la ase-
xuación a la que le había destinado la relación con su madre. Por
supuesto, se trataba sólo de un reconocimiento «con reservas», por
que sólo podía ser reconocido como macho a condición de no ha
cer uso de ese título con una mujer (las relaciones que tenía con
mujeres confirmaban esta reserva, porque en tales ocasiones le era
necesario representarse a un hombre en eslip). En la segunda va
riante, por el contrario, Felipe se presentaba como un agujero abierto
para cualquier falo masculino. En esta segunda vertiente, Felipe
encamaba en su ser lo que veía como la profunda degradación de
la posición femenina cuando se ponía de manifiesto la carencia
de falo (de ahí la exigencia de ser visto, al menos potencialmente,
por terceros en cuya mirada veía reflejada su propia degradación).
Esta doble homosexualidad se desarrollaba sobre un fondo de
fetichismo, es decir una renegación de la «castración femenina».
El eslip masculino venía a ocupar el lugar de la falta inherente al
órgano genital femenino. Por otra parte, en sus relaciones con mu
jeres, cuando no bastaba con el fantasma del hombre en eslip, Feli
pe le pedía a su pareja que se pusiera esa prenda masculina. Su feti
chismo no era sino una forma de asumir el rechazo que su propia
madre había opuesto a la castración: el velo del eslip se originaba
en la escotomización del pene en la mirada de la madre, y su fun
ción era la de mantener, oponiéndose a la realidad, que el falo lo
tenía la madre en vez de el padre. Felipe había descifrado pues co
rrectamente el deseo de su madre: al exhibir a su marido frente
a su propia madre, o extasiándose ante la belleza de su hijo, ¿que
había hecho esta mujer, sino dar a ver el órgano que consideraba
haberse anexionado o fabricado, en uno y otro caso respectivamente?
La emoción de su madre ante su cuerpo sólo le había podido ins
pirar a Felipe un sentimiento: la exhibición del cuerpo era en sí
misma deseable, era incluso la vía obligatoria para satisfacerla. Pero
en cuanto se hacía inevitable inscribir la presencia del sexo en este
envoltorio corporal, se planteaba un dilema. O bien ser un hom
bre, y entonces hacer caer a la mujer (la madre) de su posición fáli-
ca (porque ella pretendía tener el falo); o bien ser una mujer, y en
tonces la bella estatua quedaba marcada por una falla, por un defecto
insoportable (porque entonces era el falo, pero sin tenerlo, y en
consecuencia se convertía en una mujer degradada con respecto a
la madre). Debido a su forma de abordar la castración, por lo tan
to, Felipe quedaba en rma oscilación entre un «nada de sexo» y una
cloaca. Mientras el fetiche podía ser mantenido en su papel de ba
rrera contra la angustia, el sujeto podía permanecer ciego, pasando
de una a otra de las dos posibilidades sin tener que elegir, y su an
gustia se mantenía en un nivel tolerable.
El pánico se había desencadenado cuando una de estas dos al
ternativas se le reveló como una vía sin salida. Ello le condenaba
a enfrentarse sin remedio a la castración y, más allá de la castra
ción, a la degradación del falo, cuya función, en este caso, parece
haberse sostenido únicamente gracias al simulacro del fetiche. ¿Qué
descubrió Felipe en el campanario de la catedral de Milán? Algo
que sin duda ya sabía, pero todavía no lo había visto realizado. Ese
hijo sufriente y sin mujer que fue Cristo —personaje cuya belleza
corporal y asexuada no carece en este caso de importancia— sólo
puede volver al padre a costa de la pasión sacrificial. En otros tér
minos, esta representación le decía a Felipe que si quería salvar al
padre (como posesor y donador del falo), a la manera de Cristo,
debería sacrificarse, incluso morir. Y si elegía no morir, entonces
sólo le quedaba la otra vía, que suponía renunciar a la corona, a
la insignia fálica transmitida por el padre, pero sin que en adelante
ningún fetiche pudiera ocultar que comprometerse en esa vía im
plicaba convertirse en un agujero abierto para cualquier falo. O
la muerte, o el agujero: tales eran desde ese instante los términos
de la elección que debía hacer. Para un sujeto como Felipe, con
su sentido del honor y de la degradación, semejante elección era
insoportable.
Su muerte accidental, ¿no era acaso el signo de una elección,
de una decisión final? No estoy seguro. La persona que me comu
nicó la trágica noticia de su desaparición, que le conocía, me dijo
que en el lugar donde se había producido el accidente Felipe podía
elegir entre dos caminos: el primero le hubiera llevado a la ciudad
donde vivía su amiga, y el segundo a la ciudad donde vivía una
de sus parejas masculinas. Es una interpretación, y es comprensi
ble que, ante una intromisión tan violenta de lo real, surja la ten
tación casi irresistible de interpretar y dar sentido. Por mi parte,
esta bifurcación me recordó otra cosa. Felipe me había contado que
cuando su amigo, el vigilante del colegio, le masturbaba frente a
la ventana y él sentía terror ante la idea de que pudieran verles des
de la calle, fijaba la vista en la superficie del cristal y hada coinci
dir la silueta del cruce de dos calles con el reflejo de sus piernas
abiertas. ¿Qué había en esa superposidón de imágenes? Nada —ésta
será para siempre su respuesta.
4. El homosexual y la muerte
El suicidio de M ishim a
*11 est su p p ceép o u m r leur dotm er va lew d'actes —por alusión a «supposé savoir».
deseo homosexual (en todo caso, cuando se inscribe en la estructu
ra de la perversión) y la pulsión de muerte.9 Todo ocurre como
si en la mitología del homosexual la muerte y la autodestrucción
representaran el apogeo del deseo. Encontramos múltiples ilustra-
cioné dé este hecho en la obra y en la vida del escritor japonés
Y. Mishima, o del escritor francés J. Genet. Mishima considera que
siempre que experimenta un deseo —ya sea por una mujer, cosa
que le ocurrió algunas veces, o por un hombre— éste se transfor
ma inexplicablemente en deseo de muerte. Por este motivo, Mishi
ma encuentra una representación privilegiada de la relación sexual
en el suicidio simultáneo de los amantes. Genet, por su parte, pa
rece tener acceso al deseo y a la posibilidad de hacerlo reconocer,
únicamente a partir de la identificación con esa figura clave en su
obra que es la del condenado a muerte.
El vínculo de la muerte con el deseo homosexual nunca ha sido
elucidado, que yo sepa, en la literatura analítica, y es el enigma central
con el que ha de enfrentarse la práctica del análisis con sujetos ho
mosexuales perversos. Sin duda se ha hablado de la fascinación que
la muerte ejerce sobre el homosexual, relacionándola con un nar
cisismo que sería predominante en su estructura. Esto es cierto,
por supuesto, pero también lo es para todo narcisismo algo acen
tuado, y no sólo para el narcisismo del homosexual. Además, esta
explicación descansa en el postulado implícito de acuerdo con el
cual la clínica de la homosexualidad masculina se reduciría esen
cialmente al análisis del narcisismo. Pero esta evidencia del narci
sismo y de la relación imaginaria con el semejante es sólo un as
pecto superficial —que puede resultar engañoso— de la problemática
presente en estos casos, vinculada, como voy a mostrar, con una
verdadera mitología inconsciente.
Sé sabe de qué forma eminentemente espectacular se suicidó Yu-
kio Mishima, el 25 de noviembre de 1970. Se hizo el harakiri, o
mejor dicho el seppuku, que es el término exacto: después de abrir
se el vientre, fue decapitado por su amigo, vicecomandante de la
Tatenoka'i —el ejército privado que Mishima había fundado en p ro
de una restauración de la antigua ideología de los samurai. Este s u i
cidio constituía el apogeo de toda una escenificación que había re
querido muchos preparativos, durante varios meses, pero era tam
bién la «coronación» de toda una vida y una obra que conducían
a un final así con una lógica implacable. A finales de ese año de
1970, Mishima y su tropa se apoderaron de una base del cuartel
general del ejército japonés e hicieron prisionero a un general. Luego
Mishima exigió que la compañía allí acuartelada se reuniera para
poder dirigir a los soldados una última arenga patriótica. Tras este
discurso, cuya forma y contenido fueron estrictamente convencio
nales, procedió al ritual, hundiendo en sus entrañas su sable corto
de samurai. Sólo un inconveniente enturbió este escenario perfec
tamente establecido: su segundo, que era también su amante, no
consiguió decapitarle, aunque realizó dos intentos, y el tercer ofi
ciante del rito tuvo que cortarles la cabeza a Mishima y a su amigo
Morita. Con toda la razón se puede decir que, al matarse de esta
forma, Mishima quiso reproducir cierta imagen narcisista que se
encuentra en su obra en distintas versiones. Esta reflexión no care
ce de base, pues su suicidio había sido minuciosamente preparado
en todos sus detalles desde hacía un año y medio. Unos meses an
tes, Mishima se había hecho hacer, con el título «Imágenes de la
muerte», una serie de fotografías en las que aparece en las poses
más teatrales, muriendo de todas las formas posibles, sin excluir
el harakiri. Algunos días antes del acontecimiento, había consulta
do a un periodista de la televisión japonesa la posibilidad de que
se filmara en directo su suicidio; ante la reacción algo sorprendida
del periodista, Mishima se echó a reír, como si se tratara tan sólo
de una broma...
Con todo, la referencia a la imagen no explica lo que Mishima
trataba de mostrar a los japoneses, y tal vez al mundo entero, ni
qué podía significar para él hincarse la espada en el vientre. Cuan
do buscamos en su obra el origen de esa imagen narcisista, sus ras
gos característicos y la función que cumple para el sujeto, la cues
tión desborda enseguida el marco especular en el que dicha imagen
se manifiesta.
Diversas fuentes nos permiten avanzar en esta investigación. En
la obra de Mishima hay dos libros explícitamente autobiográficos:
El sol y el acero10 y Confesión de una máscara.11 Disponemos tam
bién de las confidencias hechas por sus padres después de su muer
te, así como de dos biografías extremadamente bien documenta
das: la de Henry Scott-Stokes12 y la de John Nathan.13 Por
Confesión de una máscara, sabemos del papel determinante que juega
en el erotismo de Mishima un cuadro del Renacimiento italiano
con la representación del martirio de san Sebastián. Contemplan
do esta imagen en un libro de arte, tuvo Mishima su primera eya-
culación. Las puntas metálicas de las flechas perforando la carne
del bello joven desnudo (cuyo sexo, detalle a subrayar, permanece
oculto) se pueden relacionar con otras figuraciones simbólicas ob
sesivas en la obra de Mishima, en las que una punta de acero des
garra una superficie pura: el sable del samurai, sin duda, pero tam
bién la pluma del escritor dejando su marca sobre el papel y la
carlinga del F104 desgarrando el cielo azul (comparado explícita
mente, en El sol y el acero, con «un falo plateado y afilado», en cuyo
interior, agazapado, espera el momento de «saber qué sentía el esper
matozoide en el momento de la eyaculación»).14 Pero todas estas
imágenes, en las que el acero representa a la vez el falo y la muerte,
tienen un origen lejano en la infancia del autor.
Recordemos que Freud, en su estudio sobre Leonardo da Vin-
ci,15 así como en su Massenpsychologie,16 hace de la identificación
con la madre la clave de la identificación homosexual masculina.
En el capítulo VII de Psicología de las masas, advierte que «lo más
singular de esta identificación es su amplitud. El yo queda trans
formado, en un orden importantísimo, en el carácter sexual, confor
me al modelo de aquel otro que hasta ahora constituía su objeto,
quedando entonces perdido o abandonado el objeto...». No hay
mejor verificación de esta tesis que el caso de Mishima, quien des
de su venida al mundo sólo pudo situarse en un linaje materno
en el que los hombres eran sistemáticamente dejados de lado como
insuficientes.
Mishima es criado exclusivamente por su abuela hasta los doce
años. Esta mujer, que tiraniza literalmente a toda la familia, le qui
tó el niño a su madre al quinto día, o sea tras la ceremonia ritual
en la que los niños japoneses reciben su nombre de pila.17 Desde
entonces, los contactos del pequeño Kimitake Hiraoka (éste es su
verdadero nombre) son rigurosamente controlados. En cuanto a
su padre, hombre insignificante y totalmente subyugado a su pro
pia madre, no se atreve a protestar contra este verdadero rapto. El
proyecto deliberado de esa abuela omnipotente es transmitirle a
su nieto una filiación que redima de alguna forma la insuficiencia
de la alianza que presidió a su filiación real. Esta mujer, en efecto,
detesta a su marido (el abuelo paterno), a quien le reprocha sus
orígenes poco gloriosos; estima que carece del espíritu samurai de
sus propios ancestros, que llegaron efectivamente al más alto nivel
en la sociedad japonesa. Sin duda, la obsesión que más tarde tuvo
Mishima —que no tenía «sangre»—* tiene su origen simbólico en
este reproche dirigido al linaje paterno por su carencia de sangre
noble. Además de esta falta de nobleza, la abuela acusa a su mari
do, al menos según Mishima, de haberle transmitido la sífilis —en
resumen, de haberla ensuciado y degradado con su sexo, como si
su falo estuviera envenenado. El nacimiento de un nieto renueva
las esperanzas que no habían podido realizarse ni con su marido
ni con su hijo: el abuelo había fracasado en sus negocios y el padre
de Mishima se había convertido en un modesto funcionario bas
tante gris. Si la abuela se apodera de este niño, es pues para inscri
birlo en un linaje de samurai cuyo único depositario en la familia
es ella misma.
Esta marca de origen aclara el destino de Mishima y su fin trá
gico, y nos muestra cuáles son los fundamentos que la imagen nar-
cisista del samurai tiene en el discurso del Otro. También explica
que desde su infancia, los fantasmas del joven Mishima se centra
ran en relatos e imágenes como la de un bello guerrero herido de
muerte, o de samurai abriéndose el vientre con la espada. Esta iden
tificación está profundamente anclada en el enigmático deseo de
la abuela, que se manifiesta de forma abierta en una anécdota na
rrada al principio de Confesión de una máscara, correspondiente
a su primer año de vida. Por entonces, realizando los temores y
las predicciones de su abuela, Mishima tiene un accidente: en ausen
cia de la abuela, cae por la escalera de la casa, se da un golpe en
la cabeza y, de acuerdo con los recuerdos de su madre, sangra abun
dantemente. Su madre le recoge y le lleva a la clínica para que le
curen (como si hubiera tenido que sufrir esa caída mortal para re
cuperar a su madre). A la vuelta de la clínica, la abuela, que espera
en el umbral, sólo pronuncia estas palabras, «con una voz extraña
mente tranquila»: «.¿Está muerto?». Esta pregunta, que se le quedó
grabada a Mishima, ¿es la expresión de una inquietud, o más bien
* Nombre postumo.
presentes en buen número de relatos de homosexuales, en todo caso
homosexuales perversos. Por muy japonés que sea, Mishima de
muestra estar muy cerca de un discurso y de prácticas típicas que
se han ido haciendo cada vez más manifiestas y explícitas en los
últimos años, en lugares que pretenden ser la vanguardia de la civi
lización occidental. Así, las particularidades del recorrido de Mis
hima nos indican en qué dirección podría tratar de fundamentar
se, más allá de la problemática del narcisismo, una esencia de la
homosexualidad perversa. La reladón oo la muerte y la degrada
ción del falo constituyen sus principales puntos de referencia. El
recorrido de Mishima, ¿no tiene acaso como eje la finalidad fan-
tasmática de hacer de su muerte una obra? Tal destino no le era
inspirado sólo por el deséo que su suicidio tal vez haya realizado;
se debía ante todo a una especie de mandato, a un imperativo abso
luto, forma que para él había adquirido el deseo del Otro. Por otra
parte, él mismo era vagamente consciente de ello, cuando escribía,
en El sol y el acero: «No hay instante más deslumbrante que aquel
en el que los fantasmas cotidianos sobre la muerte, el peligro y la
destrucción del mundo se convierten en un deber».30
La regularidad de este rasgo en cierto tipo de homosexualidad
masculina está demostrada por la experiencia. Aun así, es preciso
indagar su fundamento. ¿Por qué, en eso que llamaré la «mitología
del homosexual», el hombre ha de acabar muriendo para alcanzar
su destino viril, como si estuviera escrito en el Otro que el niño
sólo puede convertirse en hombre con la muerte y el sacrificio?
Es curioso que la expansión contemporánea de una enfermedad
mortal, vinculada (con o sin razón) con las relaciones homosexual-
les, venga a confirmar este fantasma. Con la consecuencia de que,
en vez de constituir un límite al deseo homosexual —como quisie
ran los espíritus bienpensantes que creen en una moral de la ame
naza—, el riesgo del SIDA se conviene en una fascinación suple
mentaria, incluso en una verdadera necesidad de estructura para
no pocos homosexuales: es un horizonte mortal que da por fin
un sentido real a sus prácticas.
Esta última reflexión sólo les parecerá paradójica a quienes no
escuchan, o no pueden oír, lo que dicen esos homosexuales, o a
quienes prefieren evitar ciertas lecturas que, a dedr verdad, no le
dejan a uno incólume. Aparte de la lectura de Mishima, que al fin
y al cabo es muy estética, hay una obra mucho más dura para el ;1
lector. En ella, un homosexual declarado revela el mismo vínculo
de la virilidad con la muerte: se trata de la obra de Jean Genet.
Con todo, al contrario de lo que ocurre en el caso de Mishjma,
en Genet la escritura consigue producir una mutación en el suje
to. No deberíamos hablar demasiado deprisa de «sublimación». Di
gamos de Genet lo que Lacan escribe sobre Sade: «no es engañado
por su fantasma, en la medida en que el rigor de su pensamiento
pasa a la lógica de su vida».31 En efecto, la mutación introducida
por la escritura es lo que le permite a Genet acceder a cierta virili
dad sin necesidad de pasar efectivamente por la muerte, o por el
riesgo de la muerte. La radicalidad de lo que está en juego —o la
escritura, o la muerte— la confirmó el propio Genet en una serie
de entrevistas concedidas en 1976 a Hubert Fichte. Así, por ejem
plo, declara: «Escribiendo, nunca pongo... nunca he puesto mi per
sona en peligro, o al menos nunca seriamente. Nunca con implica
ciones físicas. Nunca he escrito nada que dé ocasión a que me
torturen, me metan en prisión o me maten». Y cuando su interlo
cutor le pregunta poco después: «¿Cómo fue el recorrido de su pen
samiento, el camino de su vida hacia la obra escrita?», Genet le res
ponde de la forma más directa: «Si me permite que le diga algo
gordo, diría que las pulsiones asesinas fueron desviadas en prove
cho de pulsiones poéticas».32
Así, el destino de Genet puede ser considerado como contra
punto del de Mishima. Lo que muere en Genet es, finalmente, la
parte femenina del sujeto. Por otra parte, es preciso recordar que
Genet sitúa a la edad de diez años el descubrimiento de sus prime
ras pulsiones homosexuales, contemporáneo de la muerte de una
niña por quien sentía un gran apego —diez años más tarde, le dedi
có su primer poema—, además de estar vinculado con ella fami
liarmente por su filiación adoptiva. En efecto, la niña en cuestión
era nieta de la señora Régnier, su madre adoptiva. En su reciente
y notable ensayo biográfico Jean Genet, la vie écrite, Jean-Bemard
Moral y advierte a este respecto: «El descubrimiento de la homose
xualidad estaría pues relacionado, para Genet, con el descubrimiento
de la muerte. Como Hamlet, tras ver el espectro de su padre, aban
dona a Ofelia para interesarse sólo en Llorado».33
En Mishima, por el contrario, la que debe morir es la parte vi-
ril del sujeto, al no poder ser reconocida, salvo cuando está herida
de muerte. Esta herida necesaria del hombre en el fantasma de Mis-
hima —y él sí se deja engañar por su fantasma—, esa abertura san
grienta en el vientre masculino pone de manifiesto una curiosa equi
valencia: para él, ser viril supone sangrar como una mujer con la
menstruación. De esta forma traduce, exhibiéndola delante de to
dos, la desnaturalizada castración a la que fue sometido por el de
seo exorbitante de su abuela. Si la representación literaria de esta
mutilación no le llevó a reconocerla como fantasma, sino que por
el contrario parece haberle empujado más todavía a realizarla en
su cuerpo, es sin duda porque la propia actividad literaria estaba
situada (por el deseo de su madre) en la serie de las celebraciones
del falo materno.
En cambio, en Genet, gracias a la obra la herida permanece en
el plano del fantasma. En sus primeros escritos (El condenado a
muerte, Santa María de las Flores y Milagro de la rosa), es escenifica
da a través de la figura central que, como un punto de fuga, pro
porciona toda su profundidad al cuadro pintado por el relato: la
figura del condenado a muerte que, fuera del alcance de la mirada,
espera la guillotina en su celda. Esta espera de la hoja que inevita
blemente ha de cortarle la cabeza al sujeto encama para Genet la
propia asunción de la virilidad: ésta es esperada como resultado
de un corte esencial que debe producirse en el cuerpo —aunque
ese corte acabe con la vida.
Pero la obra de Genet, con su progresiva elaboración al hilo de
los sucesivos relatos que la componen, es también la historia de una
transformación subjetiva. ¿Se podría acaso llegar a hablar de un
verdadero «atravesamiento del fantasma», tal como lo entiende La-
can, como definición de lo que puede esperarse de un análisis lle
vado hasta el final? En todo caso, se puede plantear que mediante
la construcción de su obra Genet encuentra un acceso a la virili-
daddistinto de la muerte, con una escritura que consigue suplir
al condenado. Por otra parte, Genet le llama la atención a Hubert
Fichte sobre el hecho de que si la lengua francesa —su verdadero
interlocutor, más que el propio lector— es tan importante para él,
es porque es la lengua en la que fue condenado. Matando su parte
femenina —representada por el personaje de Divina en Santa Ma
ría dé las Flores, o el personaje del mendigo prostituido en Diario
del ladrón— Genet descubre en la escritura una figura masculina
que suple al condenado a muerte. Por eso en su caso la escritura
consigue lo que no logra en Mishima —dejando de lado todo jui
cio sobre las cualidades respectivas de sus obras desde el punto de
vista literario. Digamos, si se nos pide una fórmula, que en Genet
la escritura produce una verdadera metáfora de la condena, genera
dora de un sentido nuevo para el sujeto y reveladora de una nueva
forma de prisión, mientras que para Mishima la pluma (bun) se
reduce fundamentalmente a una metonimia del sable (bu), y no le
libera, en consecuencia, de la necesidad de entregarse a su filo.
Con todo, es conveniente relativizar el alcance de este «logro»
en Genet, subrayando el carácter precario que siempre conservó
para el autor. Se sabe, en efecto, que al menos en dos ocasiones,
precisamente cuando el escritor alcanzaba el apogeo de su consa
gración, en 1952 y en 1966-1967, cayó en crisis de desesperación
que le llevaron al borde del suicidio y, hecho significativo, a des
truir muchos de sus manuscritos. En 1952, la aparición del monu
mental ensayo de Sartre Saint Genet comedien et martyr, que insta
ló en la cima de la gloria al personaje de Genet y a su obra, tuvo
sobre él el efecto desastroso de un brutal «fuera máscaras». Como
él mismo explica en una entrevista publicada en Playboy (1964),
se sintió inundado por una especie de náusea, al verse desnudado
por otro, y no por él mismo, al encontrarse al descubierto sin ce
remonias ni disfraces: «Necesité tiempo para reponerme de la lec
tura de su libro. Me encontré casi imposibilitado para escribir [...].
El libro de Sartre produjo en mí un vacío que tuvo el efecto de
una especie de deterioro psicológico [...]. Viví en ese estado espan
toso durante seis años».34
Sin duda, habría que comparar este episodio de la vida de Ge
net con la escena de Santa Marta de las Flores que luego comentaré
—cuando el héroe se dispone a recibir el tan esperado título de «la
drón» al término de una parodia de robo (léase, más abajo, la sec
ción «Realidad del objeto, impostura del falo»). Al acreditar públi
camente como real el personaje de Genet, al autentificar su máscara
de ladrón, Sartre corría el peligro, en efecto, de colapsar uno sobre
otro los registros imaginario y real, mientras que para Genet era
esencial jugar con el margen entre los dos. Consecuencia: Genet
sólo pudo sobreponerse al hundimiento provocado por el libro de
Sartre abandonando la novela y convirtiéndose en autor de teatro,
es decir reconstruyendo voluntariamente el espacio de una escena
y un decorado donde en adelante denunciaría a lo real mismo como
hecho de máscaras, ilusiones y supercherías. Así, a Sartre, que ha
bía tratado de desvelar lo real enmascarado por lo imaginario de
Genet, éste le responde reintrodudendo lo imaginario en lo real.
En 1966-1967, la segunda crisis capital que llevó a Genet a in
tentar el suicidio fue desencadenada por la representadón de Para-
vents en el teatro nadonal del Odéon: este acontecimiento fue un
escándalo, hasta el punto que el mismo ministro de Cultura (An-
dré Malraux) hubo de intervenir en defensa de la obra... ¡Parece
un sueño! O, más exactamente, se tiene la impresión de que, de
acuerdo con la expresión corriente, la realidad supera a la ficción
y hace al teatro inútil: si un ministro puede defenderlo en nombre
de la cultura, si puede ser objeto de debate en la Asamblea nado-
nal, ya no hace falta seguir escribiéndolo —se escribe solo. De esta
crisis saldrá un nuevo Genet: el activista político, que en adelante
recorrerá el mundo como si de una escena se tratara, y estará pre
sente dondequiera que el decorado amenace con inflamarse y reve
lar su lado mortífero. Así, por ejemplo, un real tan irónico como
el imaginario del autor tiene como resultado que Genet se encuentre
en el teatro del Odéon en mayo de 1968, ocupado por los estu
diantes, acontecimiento que él mismo comenta sutilmente en su
entrevista con Hubert Fichte: «Al fin y al cabo, los estudiantes ocu
paron un teatro. ¿Qué es un teatro? En primer lugar, ¿qué es el
poder? Me parece que el poder no puede prescindir de la teatrali
dad. Nunca [...] en todas partes, lo que domina es la teatralidad
[...]. Hay un lugar en el mundo donde el teatro no esconde ningún
poder: es el teatro. ¡Matan al actor, pues bien!, va y se levanta, salu
da al público y al día siguiente vuelven a matarle, vuelve a saludar,
etc. No hay ningún peligro. En mayo de 1968, los estudiantes ocu
paron un teatro, es decir un lugar donde se evacúa todo poder, donde
la teatralidad, ella sola, subsiste sin peligro. Si de entrada hubieran
ocupado los juzgados, la cosa hubiera sido mucho más difícil, por
que eso está mucho mejor custodiado que el teatro del Odéon, pero
sobre todo, porque se hubieran visto obligados a enviar a gente a
la cárcel, a pronunciar juicios, era el comienzo de una revolución.
Pero no lo hicieron».35
Pero antes de continuar con la lectura de Genet, creo necesario
introducir algunas reflexiones sobre la función de la mitología del
homosexual. En efecto, es chocante, para quien escucha los discur
sos sostenidos por toda una serie de homosexuales, constatar que
convergen hacia algunos elementos fundamentales. Por muy indi
vidual que sea la mitología escenificada en sus relatos particulares,
sin embargo tiende a ir más allá del marco de la escena fantasmáti-
ca privada para encontrarse implicada en la escena pública y ser
compartida por una comunidad que extrae de ella una liturgia y
un culto. Una característica propia de cierta forma de homosexua
lidad masculina es la de organizarse como discurso y hacer del fan
tasma un vínculo social de grupo, como si ese fantasma exigiera,
más que una identificación, una verdadera inclusión del otro en la
escena. Esto es, por otra parte, lo que permite comparar, sin gran
des obstáculos, a individuos tan distintos por su origen como Mis-
hima y Genet. En ambos, como en la mayoría de los homosexua
les que se reúnen en grupos, se descubre el tema obsesivo de una
especie de institución homosexual iniciática, en la que la celebra
ción de la virilidad pasa por una serie de rituales sadomasoquistas
y culmina en la comunión del grupo en tomo al fantasma de una
muerte (o una degradación) sacrificial. El ejército privado de Mis-
hima, la Tatenokái, con sus uniformes, sus desfiles, sus maniobras,
su estricta jerarquía y su ideal del suicidio samurai, no es funda
mentalmente distinto de la prisión descrita por Genet, donde la
jerarquía de los «toperos», los «duros» y los «arrugas», rodeada por
los guardianes, los policías y los jueces, forma una comunión a tra
vés de la presencia casi mística del condenado a muerte aislado en
su celda. En estos fantasmas reconocemos igualmente un tema que
como analistas oímos diariamente en nuestros despachos.
Ya he mencionado, en relación con mis entrevistas con Felipe,
esas comunidades homosexuales «duras», más o menos sadomaso
quistas, organizadas en las grandes ciudades de Occidente. ¿Acaso
hay que destacar este rasgo sadomasoquista y deducir de él que,
en estos casos, la homosexualidad es sólo el accesorio de una per
versión sádica o masoquista, o sea que dos perversiones distintas
pueden coincidir en una especie de amalgama? Creo más bien que
la calificación de «sadomasoquista», aun siendo exacta desde el punto
de vista objetivo, deja de lado lo esencial, es decir la finalidad per
seguida por tales institucionalizaciones de la homosexualidad. El
rasgo principal de esas comunidades no es ni el sadismo ni el ma
soquismo, sino su aspecto institucional, o mejor, el aspecto inicia
tico de sus prácticas. Para Mishima, como para Genet o para Feli
pe, se trata, más allá de cualquier búsqueda del placer y más allá
de todo fantasma sádico o masoquista, de encontrar en esas insti
tuciones un marco que prescribe la participación en un rito de ini
ciación cuyo objetivo es la celebración y el reconocimiento de la
virilidad. En otros términos, la función de esas comunidades está
esencialmente vinculada con la realización de la castración, bajo
una forma ritual o de simulacro.
Para comprender la naturaleza y la función de esta clase de ins
tituciones, es preciso separar en ellas adecuadamente lo simbólico,
lo imaginario y lo real. En el fondo, están estructuradas como lo
está el propio fantasma: escena imaginaria, enunciada en lo sim
bólico, que apunta a un objeto real. El aspecto regulado, incluso
ritualizado, de las prácticas en tomo a las que se agrupan estas co
munidades tiene, como todo ceremonial, un alto poder de simbo
lización. Este se verifica en su lenguaje codificado, por cuyo uso
los sujetos se reconocen entre ellos. Lo que está codificado de esta
forma constituye la representación imaginaria de la castración, ope
ración fundamental por la que el niño debe abandonar el deseo
de ser el falo para acceder al de tenerlo.
Recordemos que, en la teoría psicoanalítica, la castración es una
privación simbólica que afecta a un órgano imaginario y requiere
la intervención del padre real. Ahora bien: precisamente en la or
questación de esta operación se presenta, para el homosexual per
verso, una dificultad que le impide separar correctamente el registro
en el que es el falo del registro en el que lo tiene o debería tenerlo.
El deseo de la madre por el hijo pone al padre del homosexual,
en cuanto padre real, fuera de juego. En su deseo, la madre recono
ce al hijo como aquel que es el falo, en vez de reconocer a su ma
rido como aquel que lo tiene. La condición del padre como priva-
dor (del falo imaginario), pero también como donador (del falo
simbólico), resulta así profundamente desacreditada.
Uno de mis analizantes ilustraba espléndidamente esta situación
y sus consecuencias en la imagen clave de un sueño. Había soñado
que pilotaba un aviondto y volaba cabeza abajo, con su padre, fue
ra del asiento, colgando de su pene. En esta situación invertida,
vemos que es el padre quien en adelante se encuentra suspendido
del falo del hijo, y no al revés. Esta carencia real del padre deja pues
intacto el órgano imaginario que el sujeto es o cree ser para su ma
dre. Lo indica el hecho de que, en el homosexual, a menudo el falo
es idéntico, no al pene (como sucede generalmente en el neuróti
co), sino a la imagen corporal completa. Así, para Mishima, es el
conjunto de la musculatura lo que se ha de poner a prueba y se
ha de endurecer hasta asemejarse al acero;36 para Genet, todo el
cuerpo ha de ser encarcelado o dominado por la figura de «la Bes
tia». En el ritual homosexual, la carencia del padre real se traduce
igualmente en el hecho de que el papel de oficiante del rito muy
raramente le es delegado a una figura paterna, que muy a menudo
se encuentra fuera de juego, en un lugar inaccesible. Como lo de
muestra Mishima, el día de su suicidio, cuando empieza tomando
como rehén, y convirtiendo así en inoperante, al general del ejér
cito japonés a quien quería exigir el reconocimiento de su milicia
privada; aun así, esta eliminación de un padre real no implica la
ausencia de toda llamada al padre —por el contrario, antes de abrirse
el vientre, en su arenga, Mishima lanza una última llamada solem
ne al emperador, a quien dedica verdaderamente su muerte. En el
rito de muerte homosexual, el papel del oficiante castrador es de
legado por el sujeto, o por la comunidad, a un semejante: el hom
bre del sable (su amante) en el caso de Mishima, el verdugo que
acciona la guillotina en el caso de Genet, el costurero con sus tije
ras en el caso de Felipe. Este semejante no es tan sólo un doble
del sujeto, sino también un ideal de naturaleza profundamente fe
menina, o en todo caso con esa feminidad particular con la que
el homosexual mantiene una relación imaginaria pasional: es una
mujer fálica armada del instrumento todopoderoso del sacrificio
la que acaba ocupando el lugar y la función del padre real. Así,
el samurai de Mishima no es sino una Juana de Arco blandiendo
la espada; el verdugo de Genet, que hace rodar la cabeza del con
denado hasta el cesto, se confunde con la mujer que da a luz y aban
dona a su hijo en el cubo de la basura; el sastre de Felipe es una
representación de la madre que escotomiza el sexo masculino.
Por otra parte, resulta extraño ver resurgir, dentro de las prácti
cas ritualizadas y las liturgias de los grupos homosexuales contem
poráneos, toda una imaginería que, ya sea directamente a través de
sus propias insignias o indirectamente a través de las fuentes en las
que se inspira, coincide con las fantasmagorías del nazismo.37 La
obra de Jean Genet lleva su marca, por ejemplo en Pompas fúne
bres, uno de cuyos personajes es Hitler. Ciertas frases llaman la aten
ción especialmente, en conexión con lo que he planteado de Mis-
hima: «El Führer enviaba a la muerte a sus más hermosos hombres.
Era la única forma que tenía de poseerlos a todos».38 Versión del
padre primitivo de la horda, explícitamente asimilado unas pági
nas más abajo a la mujer fálica y a la heroína de Mishima: «Antes
de la guerra, los humoristas caricaturizaban a Adolf Hitler con los
rasgos jocosos de la Doncella de Orleans con el bigote de un paya
so de cine. Oye voces, decían los pies de las caricaturas... Los hu
moristas se daban cuenta de que Hitler era Juana de Arco».39 Se
ve pues que la carencia del padre real puede producir sus efectos
en el plano del padre imaginario: designado el. primero como ab
solutamente castrado, el segundo aparece feminizado... Pero estas
alusiones a Hitler, en la pluma de Genet, me inspiran otra refle
xión. Si he comenzado el capítulo sobre la homosexualidad mas
culina subrayando que el estado de la civilización puede modelar
la forma que adquiere y el lugar que ocupa este síntoma, también
me he de preguntar por la forma en que los homosexuales pueden
reapropiarse la historia y reinterpretarla. ¿Qué significa esa fasci
nación de los grupos homosexuales por una especie de comunidad
iniciática, clásicamente estructurada de acuerdo con los ideales en
los que se sostienen las dos masas analizadas por Freud, el ejército
y la Iglesia? El rasgo propio y específico del uso que estos grupos
homosexuales pueden hacer de la estructura de tales masas consis
te, precisamente, en introducir en ellas un objetivo de iniciación
a la virilidad, convirtiéndolas así en el lugar teatral donde puede
escenificarse la castración en un sacrificio que culmina en la muer
te, o en el peligro de muerte. De este modo, las prácticas homose
xuales vuelven, sin saberlo, a un ritual que se sitúa en el mismo
origen de la historia de la homosexualidad.
Parece, en efecto, que la homosexualidad, generalizada en las di
versas regiones de Grecia a partir del siglo VI antes de Cristo bajo
la forma de la relación pedagógica entre un amante adulto y un
amado adolescente, era una forma edulcorada de una homosexua
lidad más antigua, prehelénica, en la que el aspecto iniciático y gue
rrero era fundamental. Al menos esta tesis es objeto de debate en
tre dos historiadores de la homosexualidad griega: K. J. Dover40
y B. Sergent.41
Según el primero, la homosexualidad típica de la Grecia anti
gua se ha de plantear en base a la noción de dikaios eras (amor legí
timo), distinguiéndola claramente de una «mala homosexualidad»,
expresión de la sexualidad libertina de los ciudadanos venidos a
menos, de los afeminados y de los sátiros. El dikaios eros designa
una relación ideal que tiene su código amoroso estricto: entre el
amante (erastés) y el amado (éramenos), hay una disimetría esen
cial que distribuye, por un lado, la edad adulta, la disposición acti
va, el deseo (eros) y la conquista; y por otro lado, la adolescencia,
la actitud pasiva, el amor (philia) y la resistencia. Según Dover, esta
homosexualidad específica habría tenido como punto de partida
el sentimiento, en la sociedad griega de la época, de una carencia
en las relaciones de los hombres con las mujeres y con la comuni
dad en su conjunto.
En cuanto a B. Sergent, desarrolla una concepción completa
mente distinta. Según él, la homosexualidad griega no tendría su
causa en una deficiencia inherente a las relaciones con las mujeres,
sino en la necesidad de una iniciación y una integración social. La
pederastía griega no habría sido siempre la que describe Platón y
celebran los escritores de la Edad de Oro de la civilización ática,
sino que debió ser precedida por una costumbre originaria desapa
recida durante el siglo vn con la democratización de los gimnasios.
Se encuentran trazas de esta costumbre en otras poblaciones in
doeuropeas, especialmente entre los germanos, los cretenses y los
macedonios. Esta tesis se apoya en investigaciones eruditas —basadas
sobre todo en las cerámicas más antiguas y los graffiti encontrados
en ciertas rocas cercanas a lugares consagrados— que demuestran
la existencia, en época preclásica, de una pederastía iniciática e ins
titucional reservada a la aristocracia y regulada por rituales de gue
rra o de caza.
En estas costumbres más antiguas, de origen indoeuropeo, ni
la belleza del amado ni la seducción del amante tenían un papel
decisivo. La función de la pederastía era entonces la de organizar
la alianza y el intercambio entre familias de la nobleza, y era una
de las claves del orden social. Así, el amante del adolescente se con
vertía a menudo, unos años más tarde, en su suegro, o sea el que
le proporcionaba una mujer para casarse. La finalidad de esta insti
tución era organizar, mediante un auténtico rito de paso, la consa
gración de la virilidad del adolescente: el fin de la fase homosexual
(pasiva) del joven era señalado por fiestas religiosas tradicionales
al término de las cuales se le admitía como miembro del grupo
de los hombres dominantes. Esta clase de iniciación, característica
de diversas poblaciones indoeuropeas, sólo tiene equivalentes en
algunas tribus de Papuasia y Melanesia, donde existe una pederas
tía institucionalizada con práctica del coito anal u oral entre un
guerrero adulto y un adolescente todavía no iniciado, práctica que
finaliza con la iniciación del joven.
Las costumbres mejor documentadas son las de los cretenses
y los espartanos, que B. Sergent reconstituye con mucha precisión.
En Creta, la tradición mandaba, al menos en el medio cerrado de
la aristocracia, que un adolescente de buena familia fuera raptado
(y no seducido) por un joven adulto de otra familia, durante un pe
riodo limitado por ley a dos meses de duración. El rapto era ritua-
lizado y se producía ante testigos que controlaban que el raptor
fuese de un rango igual o superior al del adolescente, además de
proceder de acuerdo con las reglas. Durante los dos meses que du
raba esta relación, el adolescente era llevado fuera de la ciudad, al
campo o a la montaña, por su raptor. Al término de esta reclu
sión, el joven era devuelto a su familia con regalos de tres tipos
distintos, en correspondencia con la tripartición puesta de mani
fiesto en las instituciones indoeuropeas por los trabajos de G. Du-
mézil. El joven sacrificaba entonces un buey a Zeus y hada una
declaración pública sobre el comercio que había tenido con su aman
te. Por lo general, la familia que había proporcionado el amante
era también la que, más adelante, le procuraba al joven una esposa.
Una leyenda de Phaistos, perpetuada por una fiesta religiosa, aña
de un detalle suplementario a esta ceremonia. Durante la fiesta,
llamada ekdusia (desnudamiento), los adolescentes, vestidos con ropas
femeninas, eran autorizados a despojarse de ellas y luego se les de
claraba aptos para el matrimonio.
En Esparta, el carácter guerrero de la institución pederástica era
aún más acentuado. Los niños estaban agrupados en verdaderos cuer
pos disciplinarios desde la edad de siete años. Su descripción por
Plutarco en su Vida de Licurgo hace pensar extrañamente en el cua
dro que hace Genet de Mettray, donde pasó parte de su juventud.
A los doce años, los chicos eran tomados a su cargo por amantes
que les trataban con gran severidad: la menor falta era castigada,
y con la mayor dureza, porque el amante era considerado perso
nalmente responsable de las infracciones de su amado frente a los
magistrados. Las pruebas que los jóvenes espartanos debían afron
tar durante su periodo pederástico incluían en particular el robo,
la caza, la resistencia al hambre y la supervivencia en una región
montañosa. También en este caso, una fiesta religiosa confirmaba
el carácter iniciático de la pederastía: la fiesta de las Uakintia, cuyo
mito de fundación incluye la muerte y la resurrección de un héroe
joven e imberbe, alumno y amado de Apolo que luego, ya mayor
y con barba, se convierte en un soldado espartano.
Estas dos iniciaciones —a las que los trabajos de B. Sergent per
miten añadir las costumbres de Megara, de Tebas y de la isla de
Santorín— demuestran que antes de convertirse en laica, antes de
democratizarse y banalizarse en la dialéctica del deseo y del pla
cer, la pederastía griega había jugado el papel clave de una inicia
ción a la función viril. En los viejos mitos fundadores de la pede
rastía, en las fiestas religiosas que las celebran, así como en las pruebas
materiales impuestas a los adolescentes, la idea central es la de un
héroe feminizado que debe morir, o al menos correr ese riesgo,
para renacer tras el abandono de toda feminidad. La iniciación ho
mosexual consagra, en suma, la muerte de la parte femenina del
joven, esa parte que le deja a merced del goce del macho (recuérde
se que, en la concepción de la cultura griega de la época, la mujer
tiene una propensión natural a ceder al deseo del hombre).
En contraste, se puede ver hasta qué punto la pederastía de la
época clásica, cuyos principios expone Sócrates, está alejada de este
origen iniciático. Lejos de estar destinada a introducir una ruptura
y un cambio en la vida del muchacho, la pederastía clásica, por
el contrario, pretende inscribir una continuidad y eternizar una
determinada relación con el deseo. La teoría del amor defendida
por Sócrates es, sin duda, pedagógica, pero ya no es ínícíátíca; sitúa
el saber y la virtud filosófica en continuidad con la relación ho
mosexual, como su culminación, y hace de ella una prenda de in
mortalidad, mientras que, en el marco de los mitos antiguos, sólo
era posible el acceso a la virtud a condición de romper primero
con la homosexualidad y pasar por una especie de muerte fantas-
mática.
Todo esto no es para dar a entender que se pueda interpretar
el inconsciente mediante el mito —eso sería desviamos hada el ca
mino tomado anteriormente por Jung, un camino que conduce
a la religión. Pero todo ello permite llamar la atendón sobre el
hecho de que el mito es ya una interpretación planteada por el in
consciente, y que tal interpretación muy bien podría esdarecer la
estructura misma del fantasma homosexual, al menos el de derta
forma de homosexualidad.
La experiencia perversa del homosexual revela a menudo la bús
queda o la teatralización de una iniciación análoga a la de las cos
tumbres prehelénicas. Ahora comprendemos por qué. Si el homo
sexual perverso procede así, es porque los datos de su estructura
le ocultan la salida de la problemática de la castradón, y sin en
frentarse con la castración no es posible una posición viril auténti
ca. El mito antiguo no hada sino organizar la renuncia del joven
a ser el falo, para que pudiera acceder a la posición en la que se
trata de tenerlo. La renegadón (Verleugnung) de la castradón, que
según Freud es característica de la estructura de la perversión, sig
nifica que el sujeto perverso se divide en dos posidones contradic
torias, pero afirmadas de forma simultánea: por un lado, reconoce
la existencia de la castración, y por otro lado, al mismo tiempo, la
niega por completo. Esta división se entiende si introducimos la dia
léctica del ser y del tener a propósito del falo. Lo que hace el ho
mosexual perverso es afirmar a la vez que time el falo (no se toma
verdaderamente por una mujer) y que es el falo. Sin embargo, la
lógica del deseo inconsciente es tal, que si es el falo no puede te
nerlo. De ahí el perpetuo sentimiento de impostura que afecta a
este sujeto; de ahí también la necesidad de recurrir a determinados
ritos que le garanticen que... aun asi, lo tiene. La lectura de la obra
de Jean Genet nos permitirá avanzar algo más en el estudio de la
dialéctica de esta impostura y esa búsqueda.
Iniciación, im postura y escritura en G enet
5. El homosexual es un moralista
Étatd’áme.
humor es, fundamentalmente, los humores, en el sentido fisiológi
co del término, es decir secreciones glandulares reguladoras del es
tado del cuerpo. Desde Empédocles hasta El hombre neurond de
Changeux, pasando por Hipócrates, Galeno y Descartes, toda una
familia de pensamiento considera la moral del ser humano como
una manifestación humoral. Por otra parte, fue dentro de esta tra
dición donde la propia idea de la melancolía adquirió consisten
cia, sin otro significado, como lo indica la etimología, que una se
creción de bilis negra.
La segunda tendencia tiene raíces más recientes. Se apoya en lo
que podríamos llamar el estudio de la conciencia desgraciada. Es
pues una consecuencia lejana de la ruptura epistemológica intro
ducida por el cogito cartesiano, que a través de las filosofías de He-
gel, Nietzsche y los fenomenólogos husserlianos, llega hasta los tra
bajos de Janet, Minkowsky y Ey. Desde este punto de vista, la moral
del hombre no se relaciona con su estado de equilibrio o desequi
librio humoral, sino con el estado de su moral. El trastorno del
humor es considerado como trastorno ético, y sus puntos de refe
rencia son la felicidad y la desgracia, más que el placer y el dolor.
Sin embargo, a pesar de ser diametralmente opuestas en una serie
de aspectos, estas dos escuelas psiquiátricas comparten una misma
base en sus razonamientos. Ambas parten, como de un hecho irre
futable, de la noción de humor, y para captarla en la clínica le atribu
yen una función variable con dos polaridades. Independientemente
de que conciban esta función bajo una modalidad cuantitativa, como
la variación entre un exceso y una falta de secreción, o bajo una
modalidad cualitativa, como una oscilación entre dos puntos, se
postula que la función en cuestión ha de encontrar en alguna par
te un principio de equilibrio, una homeostasis.
Para nosotros, psicoanalistas, la cuestión reside en saber, de en
trada, si podemos considerar el humor como un hecho, y en tal
caso, si podemos conformamos con definirlo de acuerdo con el
modelo del principio del placer/displacer. Por otra parte, se cons
tata que, con independencia del abordaje elegido, los trastornos del
humor son siempre concebidos en psiquiatría en el marco de una
problemática intrasubjetiva. Introducir la clínica psicoanalítica en
este dominio tiene algunas consecuencias inmediatas. La primera
es que con la noción de humor se revela una división irreductible
entre los afectos y las pulsiones, es decir entre fenómenos de orden
preconsciente y manifestaciones del inconsciente, imposibles de en
cerrar en el registro del funcionamiento del principio del placer.
La segunda es que, si bien la clínica psicoanalítica tiene como pun
to de mira la estructura del sujeto, sólo la alcanza haciendo surgir,
en el seno de esta misma estructura, un más allá. En efecto, sólo
hay sujeto en función del Otro, y éste no es tan sólo los demás,
o nuestro semejante, sino más allá de él, el lugar de donde nos vie
ne el lenguaje, el lugar donde se dice, o no se dice, algo que nos
concierne. Es también el lugar donde se formula lo que nos per
mite tomar posesión de nuestro cuerpo, lo que implica una adqui
sición y al mismo tiempo una pérdida de su goce. Si consideramos
lo que suele llamarse «manía» desde esta perspectiva, vemos sur
gir, como lo demostrará el análisis de Carlos, algo muy distinto
de un simple trastorno del humor.
Para pasar de la noción psiquiátrica de huma- a la noción psi
coanalítica de afecto, de entrada es conveniente subrayar la pérdida
—conceptual y clínica— que supone la idea de «trastorno del hu
mor», debido al rechazo de la temática de las pasiones del alma,
temática rehabilitada, en cierto modo, por la clínica psicoanalíti
ca. En efecto, la concepción psicologizante del humor tiene sus pre
liminares históricos. Y hay también, en la perspectiva que ahora
estoy considerando, unos preliminares teóricos que permiten en
tender mejor qué tratamos de designar con el término de aféáo
en psicoanálisis —y ello con independencia de la historia de las ideas.
Si bien se sitúa a años luz de nuestra forma de pensar —aunque
sólo fuese por la concepción del alma en la que se basa, concep
ción de la que estamos radicalmente separados por la revolución
cartesiana—, la tradición aristotélica de las pasiones del alma, con
sus prolongaciones a través de san Agustín y santo Tomás, espe
cialmente, es en efecto la referencia a la que recurre Lacan para si
tuar la problemática del afecto en psicoanálisis. Lacan nos indica
de esta forma que en lo fundamental no hemos de relacionar el
afecto con la emoción, sino con la pasión, y ésta ha de ser referida
a un objeto no sólo de orden sensorial, sino fundamentalmente
de orden ético. Se trata de lo que está bien o está mal, más que de
lo agradable o desagradable.10
El alma, la psique, en Aristóteles o en santo Tomás de Aquino,
no es el puro espíritu separado del cuerpo tal como hoy en día
lo concebimos. Es, por el contrario, un ser unido al cuerpo y que
por otra parte participa de las funciones del intelecto. El alma aris
totélica es la forma del cuerpo —oponiendo aquí «forma» a «mate
ria», y concibiéndola como la noción que tenemos del cuerpo, más
que su imagen. Simplificando (tal vez demasiado), podríamos, si
no confundir, sí al menos relacionar el «alma» con el cuerpo in
corporado que según la enseñanza de Lacan nos proporciona el
orden simbólico. El alma es sede de «pasiones», y ello se ha de en
tender desde un punto de vista metafísico: sufre ciertas alteracio
nes cuando se encuentra bajo la influencia de alguna causa que ac
túa y la enfrenta con la pregunta sobre lo que le conviene o no
le conviene a su naturaleza o a su deseo. La «pasión del alma» es
más que una sensación: es una atracción o una repulsión que su
pone la idea de una falta o de un rechazo, de un Bien que el sujeto
quiere alcanzar o un Mal que desea evitar. Sería conveniente —pero
no voy a hacerlo aquí— determinar en qué registro se sitúan, den
tro de la dialéctica de las pasiones del alma, esta falta y su relación
fundamental, ya sea con el objeto de la necesidad (pasiones llama
das «de lo irascible»), ya sea con el objeto del deseo (pasiones lla
madas «de lo concupiscible»). También sería preciso examinar y
criticar la noción de Soberano Bien, de la que santo Tomás hace
depender toda la gama de las pasiones del alma.11 Me limitaré a
observar que esta concepción da lugar a una psicología tan com
pleja y sutil, que a su lado nuestra moderna concepción de los «tras
tornos del humor» resulta de una pobreza penosa. Tomás de Aqui
no enumera seis pasiones de lo concupiscible (el amor y el odio,
el deseo y la aversión, la alegría y la tristeza) y cinco pasiones de
lo irascible (la esperanza y la desesperanza, la audacia y el temor,
y la cólera); además, cada una de ellas tiene sus variantes. La triste
za, por ejemplo, tiene cinco subdivisiones: la misericordia, la en
vidia, la ansiedad, la angustia y la acidia —esta última es la tristeza
que hace enmudecer:
Entre las pasiones del alma y los estados de ánimo, hay una solu
ción de continuidad. Esta ruptura conceptual aisla el afecto y lo
encierra en una dialéctica intrasubjetiva, mientras que el término
de pasión del alma implicaba, por definición, una relación con el
Otro y con un objeto exterior. Tal ruptura se debe a Descartes,
cuyo tratado Las pasiones del alma (1649) abre la vía, por una par
te, a la concepción puramente fisiológica del humor y, por otra
parte, a la psicología de los estados de ánimo. Descartes introduce
en efecto una nueva concepción del alma, consistente en separarla
definitivamente del cuerpo. A la idea aristotélica del alma como
forma del cuerpo, le sustituye la de un alma hecha de puro pensa
miento, distinta del cuerpo, considerado como pura extensión. Ex
pulsando así al alma del cuerpo, en adelante Descartes tratará las
pasiones como fisiólogo, por una parte, y como psicólogo, por otra,
según las considere en el plano corporal o en el plano del pensa
miento. Las pasiones del alma, en esta nueva perspectiva, se con
vierten en puros fenómenos de conciencia que pueden ser inclui
dos entre los errores del ser humano, pues su causa no se encuentra
en el mismo lugar donde parecen producirse —no está en el alma,
sino en el cuerpo. La sede de las pasiones, según Descartes, ha de
estar en la fisiología del cuerpo, precisamente en la «glándula pi
neal», localizada en el centro del cerebro, desde donde irradia a través
de todo el cuerpo. En consecuencia, para Descartes, el estado de
ánimo es en realidad la idea de un estado del cuerpo. La tristeza,
por ejemplo, se convierte en un fenómeno esencialmente nervio
so: es, dice, «un dolor que ofende a los nervios».12
El afecto engaña
Institution postcure.
insultos, atentados contra el pudor y tenencia de armas. En resu
men, no le faltaba nada, y vino a mí como cubierto de medallas,
burlón, hablando a voz en grito, miserable, pero suficientemente
afectado por la angustia como para que nuestra entrevista funcio
nara de inmediato.
Carlos empieza hablando precisamente de sus angustias. Tiene
miedo, dice, de «no tener centro». Estas son las primeras palabras
que pronuncia, después de que mi silencio inquisitivo le ha dejado
lo suficientemente sorprendido como para romper el monólogo
logorreico que había iniciado al llegar a mi despacho. Este primer
enunciado me pareció un buen punto de partida. ¿Qué es este «mie
do de no tener centro»? Anticipándome a la continuación de su
discurso, diré que se trata del miedo de no tener ningún lastre, nin
gún punto de fijación que le amarre, que le permita a su imagen
descansar en su discurso. La demanda de análisis estaba pues pre
sente de entrada, formulada de la forma más clara posible: sea us
ted mi centro, el punto de fijación alrededor del cual pueda yo es
tablecer mi existencia. Resulta imposible designar mejor la posición
de estructura que debe ocupar el analista en la transferencia: esa
posición definida por Lacan como la del objeto del fantasma, ob
jeto causa del deseo, cuyo rasgo más notable es precisamente el de
una presencia fija en el corazón de la espiral del discurso del sujeto.
A continuación, Carlos me habla de su padre. Era, me dice, un
hombre terriblemente angustiado. «Tenía miedo de la noche a la
mañana y vivía bajo la tutela de una mujer vengativa que no deja
ba de darle órdenes». El gran temor de Carlos es pues el de pare
cerse a su padre, y para conjurarlo, me explica, ha hecho una serie
de «cosas peligrosas», hazañas irrisorias, desafíos fugaces que narra
en forma de una novela de estilo heroico (se trata principalmente
de «hazañas» realizadas durante el servicio militar, en una unidad de
élite, además de los peligros de la frecuentación de los bajos fon
dos, desafíos dirigidos a diversos «hombres fuertes» y apuestas de
borracho). Luego sigue con el relato de sus peregrinaciones, que
no resulta útil explicar aquí.
En realidad, lo que Carlos trata de decirme sin saberlo, a través
del relato de su vida caótica, es su imposibilidad de acceder a la
dimensión del acto, es decir la imposibilidad de establecer una ac
ción o un enunciado donde pueda encontrar, realizándose en él,
el corazón mismo de su ser. En este registro del acto —que distin
go aquí de la acción— algo se le escapa por completo. Desde este
punto de vista, su discurso y su vida parecen estrictamente homo
géneas; son dos errancias, dos fugas alrededor de un punto imposi
ble de localizar, y también dos fugas para evitar localizar o encon
trarse con ese punto central. Así, Carlos huye de un lugar a otro,
de un oficio a otro, o de un amigo a otro, igual como, en su discur
so, salta de una idea o de una palabra a otra. Más aún, yo diría que
vagabundea en la vida porque yerra en su discurso evitando el de
ber de «bien decir». De fuga en fuga, la errancia de su vida no hace
más que verificar constantemente una posición en la existencia que
puede situarse en el nivel propio del sujeto más que en el del indi
viduo: una falta de domicilio fijo. Carlos siempre está en casa de
alguien, de cualquiera que le ofrezca un techo provisional donde
cobijarse un instante. Se aprovecha encantado de este cobijo, pero
nunca se instala, nunca causa su propio agujero. (Dicho sea de paso,
tal actitud tenía considerablemente hartos a los terapeutas de las
instituciones donde había permanecido, y le vahó en diversas oca
siones el diagnóstico de «histérico»...)
Esta ausencia de domicilio fijo es igualmente notoria en su dis
curso cuando toma un cariz maníaco. A menudo los psicólogos
subrayan la «extroversión» dominante en el carácter del maníaco.
En mi opinión, es mucho más que un rasgo de carácter: esa ausen
cia de interioridad, propia del estilo maníaco, realiza, en su misma
forma de enunciación, una modalidad de la relación con el Otro.
El discurso maníaco se presenta como una metonimia incesante
cuya cadena no atrapa ningún objeto, ningún ser. Éste es el senti
do, me parece, de la observación hecha por Henry Ey, de acuerdo
con los análisis de Binswanger, a propósito de la fuga de ideas en
la crisis de manía. Según Ey, esta fuga de ideas «no se produce bajo
la forma de una prolijidad verbal, un vaciamiento, sino de una com
presión elíptica».21 Este característico «salto de la elipse», esta «vo
latilidad sin peso»,22 determinan tanto en el discurso como en la
vida del maníaco «una vertiginosa imposibilidad de detenerse»,23
que lleva a Ey a describir la vivencia maníaca como una «carrera
sin atiento, esa insaciable y turbulenta forma de estar en el mun
do, es decir de no detenerse en nada».24 La razón de esta imposi
bilidad de detenerse es, de acuerdo con su análisis y el de su maes
tro Binswanger, una «desestructurarión temporal-ética» caracterizada
por el hecho de que «para el maníaco no hay nada definitivo, nada
permanente».25 Su desorganización temporal se debería a una pér
dida de la facultad de constituir el presente, quedando así la con
ciencia sin «el sentido mismo de su dirección».26
De tal manera, lo fundamental del discurso maníaco, descrito
por los psiquiatras fenomenólogos como fuga de ideas, logorrea,
torbellino mental, salto de una palabra a otra y pérdida del presen
te —lo mismo que yo trato de definir como una falta de domicilio
fijo y una ausencia de lastre en la cadena metonímica—, corresponde
a algo muy distinto de un trastorno del humor o una manifesta
ción del afecto. Estas manifestaciones se han de articular con cier
to tipo de relación con el Otro y con cierto tipo de relación con
el proceso de la significación. Ahí es donde se produce un trastor
no que justifica la emergencia del afecto. El hecho de que el afecto
alcance, en la crisis de manía, su paroxismo, parecerá menos sor
prendente si se tiene en cuenta que, en su relación con el Otro y
con la significación, el maníaco acentúa al máximo el propio me
canismo del afecto, es decir la separación entre la vertiente signifi
cante de la pulsión (es decir la cadena metonímica) y su vertiente
no representable por el significante (o sea el objeto donde se con
centra el goce pulsional, lastre y punto de fijación de la cadena me
tonímica).
Para aprehender esta relación del sujeto con el Otro y con el
mecanismo de la significación, y para entender cómo trata el dis
curso maníaco esta relación, el mejor instrumento es el primer grafo
propuesto por Lacan en «Subversión del sujeto y dialéctica del de
seo en el inconsciente freudiano».27 Dicho grafo se compone de
dos flechas entrecruzadas, cada una en sentido inverso de la otra.
Estas dos flechas representan los dos movimientos simultáneos y
contradictorios que el sujeto efectúa en el discurso. El primero, re
presentado por la flecha S -» S', va hacia adelante, y el segundo,
representado por la flecha A-» S, va hada atrás.
El primer vector, S -» S', representa el movimiento cronológi
co del desarrollo de los significantes que componen la frase o el
discurso. Describe simplemente el hecho de que toda frase empie
za con una primera palabra, luego se le añade una segunda pala
bra, luego una tercera, y así sucesivamente; el conjunto produce
una significación que siempre está, al mismo tiempo, constituyén
dose y proyectándose hacia adelante (cuando me encuentro a mi
tad de mi discurso, ya hay una parte constituida: es lo dicho hasta
el momento; y por otra parte, hay una significación todavía sin
fijar, pero ya prevista: el punto a donde quiero llegar). Así, en este
primer eje del discurso se produce un movimiento de anticipación:
cada significante SI de la cadena S -» S' es seleccionado en fun
ción del significante S2..........Sn previsto, y la significación final siem
pre se pospone hasta un término posterior. Pero el sujeto que ha
bla y el que le escucha no esperan hasta el final (si acaso un discurso
puede terminar alguna vez), para recoger los efectos de significa
ción. Así se explica que dos seres humanos no dejen de interrum
pirse uno a otro mientras hablan, porque de vez en cuando creen
haber adivinado adonde se dirigía el interlocutor. En cada etapa
del desarrollo de la cadena S -» S', el sujeto realiza un balance, de
termina provisionalmente la significación comparando lo que él
había anticipado con lo que resulta; a cada movimiento de antici
pación le corresponde un movimiento de retroacción, mediante el
cual volvemos hada atrás, reconsideramos lo que ya se ha dicho
para corregir y matizar su significadón. Esta retroacdón está indi
cada con la segunda flecha del grafo, A » ¡¡t, donde A designa la
intencionalidad de decir o de comprender, y fi el sujeto que se puede
determinar como sujeto del discurso proferido en cuanto su efecto
de significación queda fijado de forma efectiva. Este segundo vec
tor define pues «la puntuación donde la significación se constitu
ye como producto terminado»,28 y realiza, al cruzarse con el otro
vector, el «punto de almohadillado», tal como lo llama Lacan. Este
punto de almohadillado marca, durante un tiempo al menos, el des
lizamiento de la significación, que de lo contrario sería indefinido.
Los dos puntos donde se cruzan ambos vectores, el de la antici
pación y el de la retroacción de la significación, Lacan los designa
de forma más precisa en los dos grafos que figuran a continuación
en el texto:29 el punto de entrecruzamiento situado a la derecha
del grafo, con la letra A , y el de la izquierda, con la escritura s64).
La letra A se refiere al Otro como tesoro del significante, es decir
como lugar del conjunto de los significantes posibles del discurso,
y s(A) indica el momento de la escansión que fija lo que quiere de
cir el discurso sostenido desde A . El primero de estos dos puntos,
A , es pues un lugar, y en sí mismo no implica ninguna temporali
dad (de por sí, el conjunto de los significantes se da en la simulta
neidad); la temporalidad la constituye la segunda flecha —aquella
en la que el sujeto, a partir de una intencionalidad todavía sin defi
nir, se introduce en el Otro en busca de sus representaciones— al
fijar las puntuaciones, los momentos en los que se determina la sig
nificación subjetiva.
Pero para entender la relación del sujeto con la significación,
no basta con captar estos dos movimientos contrapuestos del dis
curso. También es preciso advertir que la significación de un dis
curso sólo puede fijarse verdaderamente, introduciéndose así la tem
poralidad en la relación con el significante, si el sujeto tiene una
convicción: que lo que «eso quiere decir» no tiene una significa
ción puramente verbal. Nuestra creencia en que «eso quiere decir
algo» no se debe únicamente al hecho de que la cadena significante
desprenda algún significado, sino también a nuestra convicción de
que dicho significado tiene cierta relación con un objeto red, en
sí mismo ausente de la cadena, pero aun así presente por su propia
ausencia.30 En otras palabras, por lo general estamos convencidos
de que la significación de un discurso sólo puede fijarse de verdad
y en consecuencia interesamos de verdad (o sea que concierna a
nuestro propio ser, y no se limite a una producción retórica), si
está anclado en un real capaz de lastrarlo con su peso. La puntua
ción s(A) únicamente puede adquirir fijeza y darle así al sujeto su
domicilio en el discurso en función del objeto (a), que carga a esa
puntuación con el peso de una certeza. Lacan lo da a entender cuan
do escribe, comentando su primer grafo: «La sumisión del sujeto
al significante, que se produce en el circuito que va de s(A) a A ,
para regresar de A a s(A), es propiamente un círculo en la medida
en que el aserto que se instaura en él, a falta de cerrarse sobre nada
sino su propia escansión, dicho de otra manera a falta de un acto
en que encontrase su certidumbre, no remite sino a su propia anti
cipación en la composición del significante, en sí misma insigni
ficante».31
D e la p en a a lfu ro r m aníaco
Chez-soi.
cubrió el alcoholismo de su madre, Carlos comprendió retroacti
vamente la verdadera naturaleza de esos síncopes; su madre estaba
ya borracha de buena mañana, o todavía no se había recuperado
del día anterior. Encima, tenía el arte de «hacerse la mártir», cuen
ta Carlos, literalmente furioso por haberse dejado engañar así du
rante tanto tiempo.
Curiosamente, estos dos personajes tan pintorescos parecen ha
berse entendido a la perfección: el padre hacía como si él también
ignorara el alcoholismo de su mujer, y ésta no se tomaba a mal
ni su poca virilidad ni sus quejas incesantes. A este padre delicues
cente y a esa madre engañosa, hay que añadirle la figura del abuelo
materno, personaje llamativo pero tan vacuo como los anteriores.
Es lo que suele llamarse un bocazas. Ex combatiente de la guerra
del 14, su catálogo de gestas heroicas, en las que siempre aparece
burlando a la muerte, es inagotable. «Es el hombre indestructible
e imparable», dice Carlos. Empezó desde cero y tuvo una rápida
ascensión social que le llevó a convertirse en un notable de la pro
vincia. Además, como tenía una opinión formada sobre muchas
cosas y pretendía darla a conocer, escribía en distintos periódicos,
además de publicar libros de talante moralista o patriótico. Uno
de sus temas favoritos era el alcoholismo, y se convirtió en su de
fensor oficial. Llegó a sostener públicamente y en sus escritos la
idea de que la guerra se había ganado gracias a las raciones de vino
tinto repartidas entre los combatientes; él mismo se vanagloriaba
de beber hasta siete litros diarios de vino sin sufrir la menor indis
posición. La «enfermedad» de Carlos (él mismo emplea este térmi
no) toma los elementos que acabo de describir y los organiza a modo
de una puesta en escena.
Este trastorno se declaró bastante tarde, al comienzo de la edad
adulta. La infancia de Carlos había sido poco sintomática, y su ado
lescencia estuvo marcada por una agresividad sorprendente en la
relación con sus padres, pero sin llegar a excesos demasiado nota
bles. Tras cursar estudios destinados a ejercer una carrera en el campo
de la enseñanza, Carlos desempeñó diversos oficios, en una típica
trayectoria descendente: primero profesor, luego maestro, luego un
simple peón... A continuación vinieron los primeros accesos ma
niacos, las hospitalizaciones, las recaídas, los escándalos, el vaga
bundeo y acabó obteniendo el reconocimiento de la invalidez ab
soluta y el beneficio de una pensión concedida por el Estado.
Las cosas empezaron a estropearse en la época en que hacía de
peón. Empezó a estar cada vez más «depresivo». «Ya no entendía
a mi interlocutor —me dijo Carlos—, tenía una especie de sordera,
me volvía sordo cuando me hablaban.» Extraño síntoma esta sor
dera impuesta por la palabra del otro, ¡incluso por la palabra del
Otro! «Bastaba con que me llamaran ¡Señor!, ¡Señor!, para que, in
mediatamente, no oyera la continuación...» Como veremos más
adelante, el tema de la virilidad no es el último en importancia
en el discurso de Carlos. Por otra parte, su posición de educador
se le había hecho insoportable, seguramente por su conexión con
el problema de la impostura a través del personaje de su madre (an
tigua maestra). Pero unos meses más tarde, la depresión desapare
ció «en un abrir y cerrar de ojos» y abrió la puerta a la primera
crisis de manía.
Vale la pena detallar las circunstancias de esta primera crisis.
Su desencadenamiento se produce —característica constante de to
dos los episodios maníacos que tendrá Carlos desde entonces— como
un cambio brusco, casi instantáneo, «a continuación de un hecho
banal pero que me resulta extremadamente chocante», según sus
propias palabras. La primera vez, la crisis se produce en el siguien
te contexto: muy deprimido desde hacía unos días, Carlos había
ido, sin saber muy bien por qué, a una fiesta celebrada en la escue
la de la que era ex alumno. Enseguida se sintió aburrido, y el baile
y los reencuentros entre antiguos alumnos no conseguían modifi
car su talante melancólico. Calmaba su desánimo bebiendo agua,
rodeado de desconocidos, sin compartir la alegría general. Al cabo
de un rato, acabó entablando conversación con su vecino de mesa,
que se había presentado como profesor de latín en la escuela en
cuestión. En medio de este intercambio de palabras banales, se le
ocurrió «gastarle una broma a ese digno representante de la ense
ñanza», y decidió hacerle creer a su interlocutor que no estaba be
biendo agua, sino ginebra. Entonces, fingiendo una embriaguez
progresiva, Carlos se puso a vaciar vasos uno tras otro. El profesor,
primero incómodo y luego decididamente inquieto, empezó inci
tándole a moderarse, fue insistiendo cada vez más y acabó por su
plicarle que dejara de beber. Pero nuestro bebedor se sentía ca d a
vez mejor a medida que iba bebiendo vasos y aumentaba la an
gustia de su interlocutor. Al final se dejó caer al suelo mientras
reclamaba balbuceando: «Más ginebra», y el profesor, que aún no
se había percatado del engaño, intentaba en vano ayudarle a le
vantarse.
Pero el burlador fue a su vez burlado: borracho de mentiriji
llas, ya no podía controlar su borrachera, imparable aunque no tu
viera nada que ver con el alcohol. No conseguía detenerse; empe
zó a revolcarse por el suelo mientras gritaba y decía groserías, hasta
que le cogieron entre cuatro para expulsarle de la sala de fiestas
en un estado de excitación que ya no tenía nada de simulado. Una
vez fuera, su agitación siguió en aumento hasta que fue arrestado
por la policía y acabó internado por primera vez en un hospital
psiquiátrico.
Así, Carlos había descubierto un goce inesperado a través de
un engaño —a decir verdad, ¿quién se hubiera imaginado llegar a
gozar de esta manera bebiendo agua? Pero este goce, ¿de verdad
lo descubrió? ¿No sería más adecuado decir que cuando iba a co
nocerlo, o más bien reconocerlo, en ese mismo momento lo re
chazó, sustituyéndolo, a modo de una barrera, por el afecto lleva
do al extremo? El engaño escenificado en aquella ocasión evoca,
como en la simetría invertida de una imagen especular, el engaño
del que él mismo fue víctima por parte de su madre cuando era
un niño. Su madre, profesora como él, conseguía ocultarle que es
taba verdaderamente borracha haciendo pasar sus caídas por sín
copes, cuya causa supuesta era el propio Carlos, con la consiguien
te angustia que esto le provocaba. Ahora él, Carlos, estaba sobrio
y caía al suelo en medio de una borrachera fingida, y además pro
vocaba la inquietud de un representante de la enseñanza. Sin em
bargo, esta escenificación no le proporciona ningún control del en
gaño. Por el contrario, es como si creyendo haber comprendido
el mecanismo del engaño, en realidad no hubiera entendido nada
y quedara aún más capturado en él. Y esto, me parece, por la si
guiente razón: se mantienen separados la angustia de uno y el goce
del otro, disyunción que impide en este caso la «concordancia del
significante con el goce» (el significante «borracho» y la caída). En
vez de extraer su certeza de la angustia infantil, reconociendo en
ella el signo de la inminencia del goce del Otro, en vez de descifrar
la caída de su madre como manifestación de goce, Carlos opone
obstinadamente a este reconocimiento el afecto de furor que expe
rimentó a los quince años cuando descubrió el engaño.
Un trompe-la-mort.
padres y abuelos por parte de Carlos han sido seguramente exage
rados hasta lo grotesco, si no son pura y simplemente inventados.
Esta observación, por muy fundada que pueda estar en la realidad,
tomaría como único criterio el sentido más seguro de la realidad
del supuesto oyente de Carlos. Pero eso sería considerar la verdad
como una cuestión de hecho, objetivable, y por lo tanto sometida
a la aportación de contrapruebas mediante una investigación so
bre el terreno, o recogiendo datos en una entrevista con la familia.
De todas formas, la noción de verdad que hace intervenir la expe
riencia psicoanalítica no es ésta, no supone el control de la veraci
dad objetiva de un dedr; se trata de lo que es verdad para el sujeto,
una verdad de discurso y, en consecuencia, capaz de mentir, inclu
so mentirosa en todos los casos —pero si lo es, es porque el discurso
aspira a un imposible de dedr. Sostener este punto de vista me pa
rece tanto más necesario en el caso de Carlos, dado que él mismo,
fundamentalmente, se pregunta por el engaño, por la impostura
basada en el discurso, así como por la verdad oscura confesada por
aquel que, como ese abuelo cuyo retrato acabamos de esbozar, dice
abiertamente: «Yo miento».
* D e réel. Real no es aquí adjetivo, sino el nombre de uno de los tres registros:
real, simbólico, imaginario.
tuales: por una parte, las ciencias naturales, cuyo objeto es exterior
a su propio razonamiento, y por otra parte las ciencias conjetura
les, cuyo objeto lo constituyen sus propios términos y su procedi
miento. Esta distinción se encuentra también en el mismo sujeto
filosofante: Descartes se pregunta tanto por la realidad de su con
tacto con los objetos del mundo (incluso con su propio cuerpo),
como por la realidad de los enunciados del pensamiento que per
miten dudar de ese contacto. En cada una de estas dos vertientes,
la pregunta que se plantea Descartes es la de la distinción entre la
representación y la realidad, entre lo imaginario y lo real, y en con
secuencia, el posible engaño resultante de una falta de distinción
clara entre estos dos registros.
Así, el filósofo empieza planteándose: «Todo lo que he tenido
hasta hoy por más verdadero y seguro, lo he aprendido de los sen
tidos o por los sentidos: he experimentado varias veces que los senti
dos son engañosos».41 Si los sentidos pueden engañamos a veces,
siempre deberíamos dudar de su testimonio, hasta el punto de po
ner en duda que «yo estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido con
una bata, teniendo este papel entre las manos».42 Pero entonces, si
sigo por el camino de la duda que he resuelto aplicar a todo, ¿no
corro acaso el riesgo de convertirme en algo parecido a un «insen
sato», no podría volverme loco? Descartes da una respuesta magis
tral a esta pregunta observando que en cierto modo hay una locu
ra propia de todo hombre, más fundamental aún que la locura clínica
de los insensatos. El no se enfrenta a la prueba de la duda como
un «insensato», sino como un «hombre». En efecto, si el insensato
tiene el cerebro «turbio y ofuscado por los negros vapores de la
bilis»,43 hasta tal punto que puede creerse rey sin serlo, el hom
bre en general nunca está seguro de si sueña o está despierto. El
loco puede tomarse por rey, pero el hombre que es rey no deja
de preguntarse si lo es de verdad o si sólo lo está soñando. La locu
ra y el sueño son pues, en el trasfondo de la duda, los dos escollos
que la meditación ha de evitar en su camino para alcanzar un pun
to de referencia real. Por otra parte, el sueño es aún más engañoso
que la locura. Pues si al loco que se toma por rey o por un jarrón
puede oponérsele la realidad del rey o del jarrón, cuando estoy so
ñando, por ejemplo, que estoy despierto y me dedico a mis ocupa
ciones, ¿quién me demostrará, una vez despierto, que estoy verda
deramente despierto y no se trata de un sueño? De tal forma, Des
cartes se ve obligado a reconocer que «no hay indicios ciertos para
distinguir el sueño de la vigilia».44
¿Estoy loco? ¿Estoy durmiendo? Estas son pues las dos pregun
tas que inquietan al filósofo cuando pone en duda el testimonio
de los sentidos. Mientras Descartes rechaza la primera hipótesis de
duciendo inmediatamente de su duda la seguridad de no estar loco,
se detiene en la segunda y abre así el campo de una reflexión sobre
la esencia de la representación. «Supongamos pues ahora que esta
mos dormidos», empieza diciendo, y que todo aquello que sentimos
no sean sino falsas ilusiones como las representaciones del sueño;
con todo, no sería menos cierto que «las cosas que nos representa
mos durante el sueño son como irnos cuadros y pinturas que tie
nen que estar hechas a semejanza de algo real y verdadero».45 Por
lo tanto, la representación supone necesariamente una realidad re
presentada: mi cuerpo, en la ilusión del sueño o en el engaño de
la sensación, bien puede parecerme distinto de como es, pero no
es menos cierto que tal representación implica la existencia real de
un cuerpo al que se refiere la representación.
No voy a entrar en la crítica de esta teoría de la representación,
que remite a la expuesta por Platón en su mito de la caverna, teo
ría que deberíamos comparar con la que denuncia la lingüística
saussureana cuando plantea a la vez la arbitrariedad del signo y el
vínculo necesario del significante con el significado. Nótese por
otra parte que este planteamiento de la esencia de la representación
y su vínculo con lo real es, en Descartes, mucho más complejo que
una simple relación de correspondencia. Continuando con su ale
goría de la pintura, Descartes desarrolla luego un razonamiento en
dos tiempos. Primer tiempo: los pintores, aun cuando representan
las formas más extrañas, como las de sátiros y sirenas, no pueden
crear formas enteramente nuevas, inexistentes en la naturaleza, o
cuyos elementos no puedan encontrarse en ella dispersos. Segun
do tiempo: si ello fuera posible, de todas formas, si un pintor con
siguiera inventar «algo tan nuevo, que nunca haya sido visto», si
nos representara una cosa «puramente fingida y absolutamente fal
sa», al menos los colores de su cuadro habrían de ser «verdaderos»,
dice Descartes, es decir reales.46 Esto va mucho más lejos que la
primera distinción entre lo imaginario de la representación y lo
real de la cosa representada. Esta referencia a la realidad del color
del cuadro implica, en efecto, la existencia de algo real en la propia
representación: se trata sin duda de una imaginarización de lo real,
pero su existencia de representación es en sí misma algo real.
Así, con toda naturalidad, Descartes pasa en este punto de su
razonamiento a la segunda parte de su empresa de destrucción de
los conocimientos consabidos, la de los conocimientos correspon
dientes al número. En efecto, si la representación supone en sí mis
ma cierto real, como el cuadro, necesariamente hecho de colores,
deberá revisarse la primera tesis que en un principio había justifi
cado el ejercicio de la duda, es dedr la tesis de acuerdo con la cual
los sentidos son engañosos. Porque la realidad de la representación
constituye un límite al engaño de los sentidos. Estos pueden enga
ñamos, pero sólo hasta cierto punto. En realidad, el error resul
tante de los sentidos es tan sólo una deformación: afecta a la pre
sentación de la cosa representada, pero no supone una puesta en
tela de juicio radical de su misma presencia. Dudar de esta presen
cia, es decir dudar de la realidad de la representación, supone lle
var la destrucción más allá del nivel del contenido de la representa
ción. Ya no se dudaría sólo de la figuración del cuadro, sino incluso
de su lenguaje, o sea su sistema de colores. Igualmente, aplicándolo
al pensamiento del que medita, la cuestión ya no será sólo la ade
cuación del pensamiento a su objeto exterior, sino algo más radi
cal: su materialidad de pensamiento pensante. Ahora se trataría de
dudar de lo que Descartes formula en estos términos: «Duerma yo
o esté despierto, siempre dos y tres sumarán cinco».47 Dudar de la
realidad del número es suponer mucho más que el carácter enga
ñoso de los sentidos. Es hacer vacilar las condiciones a priori de
la representación,48 o sea construir la hipótesis de que el lenguaje
de la ciencia o de la filosofía no puede afirmar nada. Pero llevar
la duda hasta ese punto implica algo más que el engaño de los sen
tidos, implica que el mismo Dios engaña, supone el carácter esen
cialmente engañoso del Otro.
Si Dios lo puede todo —y es de destacar que, de todas las opi
niones consabidas, ésta es la única que Descartes nunca pondrá en
duda, como si fuera exterior al campo del pensamiento—, «puede
haber querido que también me engañe cuando adiciono dos y
tres».49 Esta eventualidad de un Dios mentiroso, evidentemente,
amenaza con arruinar todo el edificio, y no sólo el edificio anti
guo de las opiniones, sino también el nuevo, ese que Descartes pro
yecta construir. La duda alcanza aquí su nivel máximo: ninguna
opinión queda ya a salvo —aparte de la existencia de un Dios todo
poderoso.
¿Cómo seguir pues con el proyecto de «empezar todo de nuevo
desde los fundamentos»? Resulta que precisamente esta posibilidad
del Dios mentiroso es lo que permitirá pasar de la duda a la certe
za, y así fundar la validez de la ciencia. Si Dios me engaña, ¿cómo
puedo aun así conocer la verdad y saber qué es real? Haciendo bas
cular ese engaño, situándolo del lado del sujeto, responde Descartes,
es decir utilizando yo mismo como un triunfo la falta de una carta
maestra en el juego tal como el Otro lo ha repartido.
Así, Descartes decide emplearse a fondo para engañarse a él mis
mo, haciendo como si todos sus pensamientos fuesen falsos e ima
ginarios. La respuesta del sujeto al engaño del Otro consiste pues
en fingir. Aquí hay algo más que un simple «carácter voluntario
de la duda», como dice F. Alquié.50 Se trata del descubrimiento de
un uso, con una finalidad verdadera, de la dimensión del engaño.
El sujeto aparentará engañarse a sí mismo. Responderá al otro en
gañoso haciendo como si —debemos poner todo el énfasis en este
«como si»— él, el sujeto, hubiera caído en el engaño. En este des
plazamiento del engaño (por parte de Dios) al fingimiento (por
parte del sujeto) reside la clave y la eficacia de la hipótesis del ge
nio maligno. La idea de que Dios pueda engañarme es, después de
todo, una idea, y en consecuencia algo que debería someter a la
duda. Pero por eso mismo es una paradoja, porque si esta idea es
verdadera, corre el riesgo de ser falsa (si Dios me engaña, la idea
de que Dios engaña puede ser una idea falsa), y si es falsa, entonces
es verdadera (si Dios no me engaña, la idea de que Dios engaña
debería ser verdadera). En consecuencia, la solución no puede ser
inmediata: la verdad sólo se puede establecer pasando por un in
termediario que ponga en acción, en el propio pensamiento del
sujeto, la trampa atribuida a Dios.
¿Qué puedo hacer? La solución cartesiana a la cuestión del ge
nio maligno consiste en construir otra idea, una idea falsa, pero
fingir que la tomo por verdadera, como si me dejara engañar por
el posible engaño de Dios. Fingiré que me he dejado engañar, pero
—y en esto el fingimiento se distingue del engaño— si finjo es para
burlar el engaño, engañando al gran Engañador. Así, dice Descar
tes: «Supondré, pues, no que Dios, que es la bondad suma y la fuente
suprema de la verdad, me engaña, sino que cierto genio o espíritu
maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, ha puesto toda
su industria en engañarme».51 En consecuencia, dudaré de todo y
consideraré todas las cosas, incluso mi cuerpo, como meras ilusio
nes y engaños. ¿Cuál es el beneficio resultante de esta treta? Como
se ve más adelante, al principio de la segunda Meditación, este en
gaño por parte del sujeto es lo que le permite estar seguro de su
propio ser, y en consecuencia darle a su pensamiento una base «firme
y constante». En efecto, si considero que todo es ilusión y he sido
engañado en todo, resulta al menos lo siguiente: si soy engañado,
entonces soy, nueva fórmula de un cogito cuya verdad tiene ahora
un fundamento. Como se ve, la puesta en duda de la verdad del
propio lenguaje conduce de esta forma a la certeza del ser.
Con todo, el último párrafo de esta primera Meditación todavía
nos abre la puerta a otros abismos. En él, Descartes comenta la
resistencia interior, subjetiva, que siente al tener que llevar a cabo
su fingimiento. Emplea dos términos, pereza y sueño, pero también
da a entender lo que estos dos términos encubren: el goce —«como
un esclavo que sueña que está gozando de una libertad imaginaria,
al empezar a sospechar que su libertad es un sueño, teme el des
pertar y conspira con esas gratas ilusiones para seguir siendo más
tiempo engañado, así yo vuelvo insensiblemente a caer en mis an
tiguas opiniones y temo el despertar de esta somnolencia».52 Este
pasaje confirma que el tema más profundo y más misterioso de
esta Meditación es el sueño del ser, sueño que es el lugar y el tiem
po donde se producen los sueños, pero también constituye su fi
nalidad y su ganancia, como Freud demostrará algunos siglos más
tarde. Si mencionara aquí la alegoría de la pintura y comparara el
sueño con la figuración del cuadro, diría que en este caso Descar
tes alcanza otra dimensión: no ya lo imaginario de la figuración,
ni la realidad de los colores, sino la realidad más oscura del soporte
que le permite a la pintura existir como engaño. Así, tanto al final
como al principio de esta Meditación, la cuestión planteada es fun
damentalmente ética: la relación del deseo con el goce. Al descu
brir que el deseo de dormir es más fuerte que el deseo de encon
trar un acceso a lo real a través de la meditación, Descartes se refiere
nuevamente a la dimensión de la falta, al primer pecado, pero aho
ra puede captar su verdadera consistencia: no se trata sólo de que
nos dejemos engañar, sino de que en lo fundamental pedimos ser
engañados y no sufrir una desilusión. Como se verá, lo que Carlos
se plantea a través de su síntoma maníaco está relacionado con esta
misma falta.
* Je catee. Tanto en este caso como más abajo, se juega con los dos sentidos
del verbo causer: «causar» y «hablar».
voco significante: «¿Qué busca usted tomando la víalvaz* de su
abuelo?», y di por terminada la sesión. Al día siguiente, Carlos es
taba otra vez silencioso y «deprimido». En efecto, podía tomar el
camino [voie] de su abuelo (con el alcoholismo, el ejército, la pa
sión por dar discursos y el culto de las máscaras de la virilidad),
pero en todo caso no podía quitarle su voz [voix]. La realización
de este anhelo le estaba rigurosamente prohibida, y por eso la ele
vación maníaca de Carlos concluía siempre en una nueva caída en
el silencio de la depresión, que para él era una forma de dejarle
al Otro la voz de mando, más tiránica si cabe por la destitución
de los simulacros fálicos.
La impotencia para apoderarse de la voz cargada del carácter sa
grado del incesto y el goce materno (entre madre y abuelo), ¿no
era acaso, en realidad, una verdadera voluntad de dejar en el Otro
la clave del goce? En todo caso podemos ponerla en paralelo con
un curioso síntoma que Carlos había experimentado regularmen
te durante sus crisis de manía. Este síntoma estaba en el límite de
la alucinación, al menos desde un punto de vista fenomenológico,
pero sin embargo no presentaba ninguna de las características de
la alucinación verbal propias de la psicosis: en el caso de Carlos,
el sujeto no recibía ningún mensaje, no se le entregaba ningún có
digo, no había ninguna alusión que apuntara al corazón de su ser.
Se trataba de una intensa sensación de presencia que podría equi
pararse con el sentimiento de lo siniestro (Unhániich), salvo que,
precisamente, carecía de su aspecto inquietante. «Sentí una presen
cia en la habitación, una presencia que invadía por completo la
habitación y me aplastaba. Pensé en algo infinito, extremadamen
te poderoso, algo total, que podía aniquilarme, pero no quería ha
cerme ningún daño. Luchaba con todas mis fuerzas para que esa
presencia se fuera: la insultaba, le suplicaba, y después de una larga
lucha, eso desaparecía. Pero en cuanto desaparecía, tenía una ho
rrorosa sensación de aislamiento, y entonces sólo esperaba que vol
viera. Me ponía casi a rezar, a implorar la vuelta de esa presencia
misteriosa» (la cursiva es mía). En estos términos me describió Carlos
su curiosa experiencia.
Este discurso pone de relieve, de la forma más explícita, uno
Céline
O
la pasión de la miseria
D e lamelancolta como pasión del ser
Envérité.
el punto de vista más sensato sobre esta relación de la melancolía
con la neurosis obsesiva. En efecto, el personaje de Hamlet —no
un neurótico, sino más bien un revelador de lo que es la neurosis—
es acechado por la melancolía y la manía. El momento decisivo
de su drama, en el que, según Lacan, Hamlet puede reintegrar su
deseo y recuperar su condición de hombre, se produce en la famo
sa escena del cementerio cuando, al contemplar la exhibición por
parte de Laertes de una pena excesivamente teatral, él mismo se
siente afectado por el duelo. ¿Qué está en juego para Hamlet en
este duelo? No se trata simplemente de la incorporación del obje
to perdido. Más allá de esta incorporación, más allá del trabajo del
duelo forzado tal vez por la desaparición de Ofelia, incluso más
allá de la elaboración melancólica que este objeto pudo haber ali
mentado previamente, en la pérdida de Ofelia hay un elemento de
cisivo para Hamlet: «En la medida en que el objeto de su deseo
se convierte en un objeto imposible, recobra de nuevo el carácter
de objeto de su deseo».20 En otros términos, la muerte le devuel
ve a Ofelia su dignidad fálica, y al mismo tiempo Hamlet puede
recuperar su lugar en la temática del deseo obsesivo. Parecería por
lo tanto, en este caso, que la neurosis obsesiva interviene como una
solución a la posible melancolía o manía, restableciendo la barrera
entre deseo y goce que le permite al deseo hacerse reconocer en
cuanto tal. Esta barrera construida por la neurosis obsesiva mediante
la promoción de la mtposMidacl del acceso al objeto, la neurosis
histérica la establece manteniendo la msatisjacáón en la relación
con el objeto.
Deberíamos deducir pues que el problema de la melancolía debe
ser replanteado desde el punto de vista de la constitución del de
seo inconsciente y su objeto, distinguiendo en este último dos ver
tientes: por una parte, el objeto al que se dirige el deseo (es decir
la relación con el falo) y, por otra parte, el objeto causa del deseo
(es decir la relación con el objeto a).
Más que por la pérdida o el hundimiento del ideal del yo, me
parece posible explicar el síntoma melancólico por la destitución
del valor fálico del ideal. A esta destitución se enfrenta Hamlet cuan
do descubre que el objeto del deseo de su madre es un deseo indig
no, indecente, impúdico. «El sentido de lo que Hamlet conoce por
boca de su padre se nos presenta con toda claridad —es la irreme-
di able, absoluta, insondable, traición al amor. Al amor más puro,
el amor de ese rey que —hablando claro— pudo ser un completo
granuja como cualquier otro hombre, pero que por este ser que
fue su mujer era capaz hasta de apartarle las piedras del camino
—al menos eso dice Hamlet. A Hamlet le asalta la noticia de que
todo aquello que se le antojaba prueba de la belleza y de la verdad,
de lo más esencial, es completamente falso.»21 La misma destitu
ción es la que se repite con Ofelia: ésta, despojada de la idealización
que le confería el amor, se manifiesta ahora como puro objeto a
expulsado por el sujeto. Ya he subrayado este mismo tipo de rela
ción con el objeto desfalicizado en el caso de Carlos, y a continua
ción mostraré con qué insistencia se presenta en la obra de Céline.
La relación del melancólico (o del maníaco) con el deseo se carac
teriza pues por una denuncia virulenta de los semblantes* del velo
idealizado que rodea al objeto al que se dirige el deseo, y entonces
sólo subsiste el objeto causa del deseo en su esencial impudor. La
manía y la melancolía plantean en suma una objeción a la come
dia humana, a la regla de acuerdo con la cual el deseo es dirigido
por un señuelo.** Por esta razón sin duda la problemática del amor,
como la problemática del duelo, son tan cruciales en el desencade
namiento de los episodios maníacos o melancólicos.
*E tre chipe.
** Lam er. Véase nota de pág. 277.
***Voeu.
rio, la aparición del fantasma del rey asesinado le ha revelado a Ham-
let que el padre sabía que estaba muerto de acuerdo con el deseo
de aquel que quería ocupar su lugar, su hermano Claudio. Al reve
larle esta verdad a su hijo, le hace compartir con él este saber que,
en cierto modo, produce un cortocircuito en el complejo de Edi-
po. Porque el hecho de no saber es esencial en la situación de Edipo
y es el correlato esencial de la constitución del inconsciente para
el sujeto: la ignorancia consciente es tan sólo el reverso del saber
inconsciente. Este no saber no cuenta sólo en el sujeto, sino tam
bién en el Otro. Cuando el niño descubre que el Otro —en este
caso sus padres— no pueden conocer todos sus pensamientos, en
tonces el inconsciente puede adquirir para él su plena consisten
cia. El efecto producido por las revelaciones del fantasma paterno
es pues, en el caso de Hamlet, la supresión de la dimensión de in
consciencia en el deseo. Ahora sabe demasiado sobre la maldad y
la miseria del deseo como para poder reconocerse en él. Pero el
saber de Hamlet, ¿en qué consiste en realidad? Se refiere a que en
el reino de Dinamarca hay algo podrido, es decir el falo. Porque
la revelación cuya carga le endosa el espectro a Hamlet no concier
ne sólo al asesinato abominable del padre, sino también a la doble
revelación de la falta y del goce: el padre fue asesinado «en la flor
de sus pecados» y la madre cedió a su skamefull lust, a su vergonzo
sa concupiscencia. Sabemos con qué virulencia la emprende Ham
let con su madre a lo largo de toda la obra, para avergonzarla por
la voracidad de su goce y exhortarla a tener un poco de decencia:
le restriega por las narices «el sudor fétido de un lecho inmundo»
donde ella hace el amor como en un «sucio estercolero».
El drama en el que se encuentra sumergido Hamlet se debe pues
no sólo a la obligación moral de vengar a su padre vilmente asesi
nado, sino también y sobre todo, a la necesidad de hacerlo enfren
tándose al deseo de su madre, deseo que ahora se le manifiesta como
absolutamente degradado, confundido con la satisfacción bestial de
una necesidad. En el deseo de la madre, el objeto del deseo está, para
Hamlet, destituido de todo prestigio fálico, desnudo en su realidad
obscena: se le muestra no como falo, sino como objeto a, escanda
losamente indigno de la menor idealización. Si la sublimación con
siste en elevar el objeto a la dignidad de la cosa,25 el mecanismo
que produce sus efectos en Hamlet es exactamente inverso: para
él, la Cosa se encuentra degradada a la condición del objeto. Es
pues comprensible que la propia feminidad se convierta en objeto
de horror y que Hamlet sólo pueda ver en Ofelia —cuyo nombre
significa precisamente «O Phallos», el falo—26 todas las posibilida
des de degradación y corrupción de la mujer y de la madre. En
consecuencia, en la medida en que él mismo se identificaba con
el falo (como objeto del deseo de la madre) Hamlet se siente en
adelante destinado al sacrificio. Así como la muerte de Ofelia es
lo cínico capaz de restituírsela como objeto de amor a través del
mecanismo del duelo, sólo su propia muerte puede restablecer en
el deseo de la madre la falta que le devolvería al falo su significa
ción enmascarando el objeto obsceno revelado por las manifesta
ciones del espectro.
En ambos casos, como se ve, el trabajo del duelo opera en sen
tido inverso al de la elaboración melancólica: el duelo recubre el
velo fálico del objeto horrible puesto al desnudo por la melanco
lía. Por eso la melancolía conduce a menudo al sujeto al autosacri-
ficio suicida: es preciso matar al objeto (aunque el sujeto desapa
rezca con él), para restablecer la dignidad del falo, de forma que
la impudicia del goce del Otro quede revestida por las máscaras
del deseo.
Todas estas reflexiones permiten reinterpretar el análisis que hace
Freud, en «Duelo y melancolía», de la introyección del objeto y
de las quejas del melancólico contra ese objeto introyectado a tra
vés de las autoacusaciones aparentemente dirigidas contra él mis
mo. Para captar el verdadero sentido de este texto de Freud, es con
veniente darle dos significaciones distintas al término «objeto» tal
como él lo emplea constantemente: tan pronto se trata del falo,
es decir del símbolo que vela el objeto al que apunta el deseo, como
se trata del objeto a, es decir el objeto real, causa del deseo (y no
su objetivo), rodeado por la pulsión en su trayecto y revestido por
el fantasma con su puesta en escena. Lo que se desmorona en la
fase anterior al episodio melancólico no es la relación con el obje
to real, sino la relación con el falo: éste sufre un menoscabo, es de
gradado o destituido por el Otro (Freud lo llama un «prejuicio real»
o una «decepción»), y entonces el objeto real queda repentinamente
al desnudo y se le aparece al sujeto en toda su indignidad, es decir
su inconveniencia respecto de la relación sexual. Este hundimien
to del semblante fálico constituye el núdeo de dos situacionei tí
picas en las que se produce clásicamente la eclosión del síntoma
melancólico (o maníaco): la ruptura de la relación amorosa, o la
muerte de una persona amada o idealizada. En ambos casos, el otro,
despojado bruscamente de su máscara fálica, cambia de naturaleza:
ahora se presenta como objeto a, como objeto perdido. Y todo el
trabajo del duelo que entonces se le impone al sujeto consiste en
reinscribir este objeto real en lo simbólico y en lo imaginario, de
volverle su revestimiento y su representación. Pero la pérdida real
sólo puede transformarse en pérdida simbólica e imaginaria me
diante la intervención del falo. Si éste es denunciado como podri
do o como una pura mentira, como ocurre en el melancólico, es
comprensible la imposibilidad de asumir la ruptura amorosa y el
duelo, de forma que el sujeto se encuentra condenado a identifi
carse con el objeto perdido, es dedr con el objeto a propiamente
dicho, y a sacrificarse en su lugar.
No deben confundirse esta identificación con el objeto y la po
sición a la que se ve conducido el sujeto psicótico: éste es literal
mente el objeto a para su Otro —aunque el desamparo característico
de la psicosis puede inducir un cuadro clínico de tipo melancóli
co.27 La melancolía está emparentada más bien con una especie de
atravesamiento salvaje del fantasma. Pero su particularidad con res
pecto al atravesamiento al que conduce la experiencia analítica es
la singular consistencia atribuida al objeto por el melancólico: lo
alimenta, de hecho, con toda la consistencia de su yo. Por eso, a
pesar de su aparente avidez por la denuncia, por el desenmascara
miento, el discurso melancólico revela la más profunda mala fe.
El melancólico sólo exhibe lo real desnudo para poder rechazarlo
mejor: detrás de su despliegue de saber sobre la comedia fálica, en
contramos en realidad una reivindicación de la ignorancia más ab
soluta. Lo demuestra la función del insulto, tan característica del
discurso melancólico o maníaco. Ya sea dirigido al exterior en la
manía, o vuelto hacia el propio sujeto en la melancolía, el insulto
apunta a la presencia real del objeto. Pero ¿con qué fin? ¿Para qué
arrastrarlo por el barro? La decepción vinculada con la destitución
del falo no me parece poder explicar por completo esta actitud.
En verdad, en el furor maníaco y en el encarnizamiento me
lancólico hay como un remordimiento por una falta fundamen-
tal. Resulta singular que el descubrimiento del objeto real en el
deseo del Otro (es dedr dela madre) provoque tanta indignación
en el sujeto. Ello demuestra, en todo caso,que el melancólico pide
ser engañado, reclama la ilusión y la máscara más que la verdad
desnuda. Si Hamlet sabe lo que Edipo no sabía, por otra parte debe
destacarse que preferiría no saber, que cuanto más sabe menos quiere
saber. Por eso se ve llevadoa «hacerse elloco», como dice Lacan,
quien por otra parte subrayaque «hacersepasar por loco es tam
bién una de las dimensiones de lo que podríamos llamar la políti
ca del héroe moderno».28 ¿No hay pues cierta cobardía, más allá
de los límites estructurales que sostienen el movimiento del deseo
y exigen que el objeto responda a los criterios de la belleza, de la
dignidad y, al fin y al cabo, de la ley? En realidad, el melancólico
retrocede ante la revelación y trata de oponerle la denegación más
radical. Pero ¿cómo negar lo real? Esta imposible negación es lo
que trata de llevar a cabo la identificación con el objeto: el indigno
no es el Otro, soy yo mismo —afirma pues el sujeto melancólico.
Denunciándose a sí mismo como abyecto, con toda la ferocidad
del superyó, el melancólico carga con el pecado del Otro, con su
miseria de objeto real: se condena para devolverle al Otro su dig
nidad. Si enumera incansablemente sus defectos, sus bajezas, su ig
nominia, si rechaza todo deseo del Otro, es porque quiere, en suma,
prohibirte al Otro que lo ame y lo desee como objeto real.
Que la madre quede intacta y la Cosa permanezca velada por
el pudor: ésta es la regla que anuda al deseo con la ley y tal es la
prohibición que el melancólico se esfuerza en restaurar. Este es igual
mente el sentido de la consigna que el espectro le impone a Ham
let: «¡Que tu alma se abstenga de todo proyecto hostil contra tu
madre!».29
Engliieinent
bir, en la clínica, en el marco de la dialéctica entre la corriente ma
níaca y la corriente melancólica. Como encabezamiento de su pri
mera novela, Viaje d fin de la noche30, Céline reproduce una cita
que empieza con estas palabras: «Nuestra vida es un viaje».
¿De qué viaje se trata y qué hay al final de la noche? Dos llama
das contradictorias guían al que sigue este camino. La primera es
la llamada a una fuga sin objetivo aparente, tanto a través de las
palabras, los discursos y los géneros literarios, como de un ser a
otro, de un vínculo social a otro, de oficios y lugares geográficos.
Esta vertiginosa fuga metonímica es alimentada en todo momento
por la denuncia de todas las supercherías, de todos los ideales, de
todas las ilusiones capaces de detener la errancia del sujeto dándole
un sentido a su viaje. La otra llamada le conduce por el contrario
a la fijeza de una adherencia del sentido de la que no hay más sali
da que la muerte —pero una muerte en cierto modo eterna. Una
vez reveladas todas las mentiras, lo que queda es la pasión por la
podredumbre, la miseria y el excremento, puestos permanentemente
al descubierto. Céline acabará en esta posición como en un sacrifi
cio: al final de su vida se encuentra rechazado por todos, aprisio
nado en su cuerpo sufriente como muerto en vida.
Entre el viaje y el fin de la noche, los fuegos de artificio de la
escritura maníaca, la explosión de la pasión por decirlo todo y el
furor que le hace expulsar el objeto, le conducen a la infamia. Los
panfletos más odiosos que jamás se hayan escrito sobre los judíos,
la expresión más radical de la canallería humana, expuesta sin la
menor contención, se lo ponen difícil al lector: ¿cómo mantener
los ojos abiertos ante enunciados tan indignos sin convertirse en
su cómplice involuntario? Sin embargo, esos panfletos tenían sin
duda para Céline el valor de un intento de curación: la expulsión
del judío, cargado con todas las taras y todas las indignidades, sig
nificaba para Céline un intento de mantener a distancia lo real del
goce.31 La falta de Céline, que trató de redimir en vano identifi
cándose cada vez más con el objeto que condenaba y hundiéndose
más y más en la infamia, es su absoluta ausencia del sentido de
la responsabilidad como escritor. Como Gribouille, que se tiraba
al río para protegerse de la lluvia, Céline, al final de su vida, se
revuelca en el odio que despierta para tratar de huir de su mereci
da condena. A pesar de tener una idea tan elevada del estilo, sin
embargo ignoró los efectos que un estilo puede desencadenar en
lo real. Con independencia de las legítimas dudas sobre si tenía
alguna ética de la escritura, veremos como este desprendimiento
de lo real producido por lo escrito en Céline corresponde a la des
conexión de la cadena metonímica respecto de su anclaje real —la
misma desconexión que encontramos en el discurso de Carlos en
el capítulo anterior.
Para entender la lógica que domina en toda la obra de Céline
y ver en qué sentido es una respuesta al discurso del Otro, convie
ne decir de entrada algunas palabras sobre la vida de L.-F. Destou-
ches.32 Aunque el propio Céline nunca lo mencionó, desde un
principio su venida al mundo está marcada por una connotación
particular que en mi opinión ilustra las bases del fantasma que luego
irá desarrollando. En efecto, al poco de nacer L.-F. Destouches es
separado de su madre con un pretexto en sí mismo sintomático:
su madre, por razones desconocidas, creía estar enferma de tuber
culosis y temía contaminarle. Louis-Ferdinand es enviado al cam
po con una nodriza (más tarde, Céline manifestará una constante
aversión por la vida rural), y no volverá con sus padres hasta tres
años después, en junio de 1897. Por tanto, se trata de una larga se
paración, pero más que la propia separación lo destacable es el mo
tivo aducido: el fantasma de contagio que obsesionaba a su madre.
Si el Otro se cree portador de un mal y no está seguro de la barre
ra que le separa del sujeto, ¿qué puede pensar este último? No es
muy arriesgado plantear la hipótesis de que, para Céline, el deseo
del Otro se presentó de entrada como fuente de rma infección mor
tal. Encontraremos sus huellas más tarde, cuando tanto en su vida
como en su obra, Céline se muestra obcecado por cuestiones de
higiene y profilaxis: en su tesis de doctorado en medicina, en sus
novelas y en sus panfletos, el enfermo y el médico están amenaza
dos por la podredumbre y el microbio, como el hombre blanco
lo está por el mestizaje.33
Más que la precocidad y la duración de la separación (y la pér
dida de amor que pudiéramos suponer), el espectro de una madre
infectada me parece la fuente más lejana de la melancolía de Céli
ne. Antes de manifestarse a través de discretas pinceladas en la obra
y en la correspondencia de Céline, este fondo melancólico se reve
la en toda su magnitud a la edad de dieciocho años, cuando el jo
ven Destouches se enrola en el ejército. Sus notas de esa época, reu
nidas bajo el título de Cuaderno dá soldado de caballería Destoudtes,
están llenas de tristes observaciones, de melancolía y de desespera
ción. Es importante observar que su regimiento es una unidad de
prestigio, reservada al servicio del presidente de la República, y en
general sus miembros provienen de las familias más ricas de Fran
cia. El 12° de Caballería, con guarnición en Rambouillet, es una
unidad de desfile, con todas las contradicciones que ello implica:
disciplina militar draconiana, tradiciones inquebrantables, pero de
trás de esta fachada, ausencia absoluta de reglas morales. Además,
la actividad de estos soldados de élite es irrisoria: se reduce a cons
tituir el equipo de caza de la duquesa de Uzés para sus cacerías en
el bosque de Rambouillet. Estas indicaciones permitirán situar el
episodio correspondiente de la vida de L.-F. Destouches en el mar
co de la relación del sujeto con los semblantes* y con la impostu
ra, relación que acabará siendo un tema central en su obra de escri
tor. En esa época Louis-Ferdinand anota en su Cuaderna «Hay en
mí, en el fondo, un fondo de tristeza, y si no tengo la valentía de
ahuyentarlo con una ocupación cualquiera, adquiere enseguida pro
porciones enormes, hasta el punto que esta melancolía profunda
no tarda en cubrir todas mis preocupaciones y se funde con ellas
para torturarme en mi fuero intemo».34 Esta melancolía es mucho
más que una sombra pasajera en su alma de adolescente. En el mis
mo cuaderno íntimo encontramos la siguiente confidencia: «Cuántas
veces volvía de las cuadras y, solo en mi cama, sintiéndome inmen
samente desesperado, me ponía a llorar, a pesar de mis diecisiete
años, como una niña en su primera comunión. Me sentía vado,
sentía que mi energía era de boquilla y en el fondo de mí mismo
no había nada, no era un honine».35 El mismo vacío debajo de la
máscara, de la «boquilla», y el mismo hundimiento de la identidad
viril se encuentran en diversos pasajes del Viaje al fin de la noche,
en la narración de sus experiencias en el Africa colonial, en Nueva
York o en su vida como médico de pobres.
Sin lugar a dudas, esta disposición a la melancolía que se mani
fiesta durante la adolescencia encontró su alimento en el discurso
del Otro, es derir en lo que le fue transmitido a Céline dentro de
Cause a saplaae.
belle, declara: «El judío no lo explica todo, pero CATALIZA TODA
nuestra decadencia, nuestro servilismo, toda la apatía jadeante de
nuestras masas, y él mismo se explica su fantástico poder, su tira
nía espantosa, con su diabólico ocultismo —y ni unos ni otros no
os sois conscientes de él (sic). El judío no lo es todo, pero es el dia
blo, y con eso basta y sobra [...]. ¡Sabe Dios que el Blanco está po
drido! ¿Quién lo sabe mejor que vuestro señor el gran Dios? Mor
talmente podrido —pero el judío ha sabido desviar esa podredumbre
a su favor, explotarla, exaltarla, canalizarla, normalizarla como nadie.
¡Racismo! ¡Racismo! ¡Racismo! El resto es una imbecilidad —lo digo
como médico».79 Por lo tanto, Céline designa aquí al «judío», ex
terior a él, como causa de su propia podredumbre, y lo hace, se
gún dice, como médico. Curiosamente, mientras que al parecer, en
su práctica médica efectiva, Céline no pudo evitar ser invadido por
la miseria y la podredumbre de sus enfermos, se diría que en sus
panfletos, y únicamente gracias a ellos, puede tratar de separar al
médico del enfermo, a la salud de la podredumbre, expulsando esta
última al exterior.
Su tesis de medicina, como trataré de demostrar, ilustra este me
canismo y revela el fantasma fundamental que se encuentra en su
base. Pero el «judío» de Céline no es sólo el agente de la podre
dumbre, sino también, más sutilmente, el propio camuflaje de la
degradación, de ese «cagarro podrido que es el mundo»:80 ser bas
tardo por su misma esencia, híbrido surgido del cruce de los «ne
gros con bárbaros asiáticos»,81 el «judío» de Céline está pues bio
lógicamente inscrito en la mentira y en la farsa, y en consecuencia
propaga una verdadera epidemia de la falsificación que afecta a la pro
pia historia, a la inteligencia y a la palabra. Como escribe con toda
justicia Albert Chesneau, al final del desarrollo de los panfletos «los
judíos han de ser identificados con la palabra [Céline dice "del Ver
bo"], que por definición sólo puede ser mentirosa. Sólo los judíos
hablan en el mundo y toda palabra es mentira. La única verdad
existente es la de los órganos mudos de la sensación, de la emo
ción. Es una verdad biológica que carece de voz para expresarse».82
Así, la operación que persiguen los panfletos antisemitas no es tan
sólo la localización de la podredumbre y la mentira de la palabra
en el exterior del sujeto, sino también fuera de la lengua materna
(mientras que en Muerte a crédito, precisamente la madre era desig
nada como fuente y origen de la mentira). Es comprensible que
F. Vitoux pueda escribir que, «con los panfletos, es como si Céline
cediera a la esperanza, encontrara por fin una explicación de los
males que denunciaba».83 En efecto, si el engaño puede ser expul
sado fuera de la lengua materna, ésta recupera una verdad posible,
y así la madre puede recobrar alguna dignidad.
Sin embargo, esta esperanza que se abre con la salvación de la
lengua y de la madre supone un contragolpe mortal para el sujeto.
El final de la guerra inaugura un tercer periodo para Céline: tras
la fase melancólica de sus primeros escritos y la fase maníaca de
los panfletos, empieza la de la persecución. En este punto, la ma
yor parte de los comentadores se han dejado engañar. Sin duda ad
virtieron que en la queja incesante de sentirse acosado y persegui
do, que se manifiesta en Céline después de la guerra, hay algún
exceso en relación con la realidad. Porque en el terreno de la reali
dad (judicial, política y material), puede decirse que Céline, una
vez más, tuvo suerte. Aunque no trató de colaborar de forma efec
tiva con los nazis, ni intentó aprovecharse de la ocupación, contri
buyó indiscutiblemente a crear o a consolidar un estado de ánimo
favorable al racismo nacionalsocialista, y su antisemitismo, por ex
cesivo que fuera el tono empleado (molesto incluso para los pro
pios alemanes), atizó sin duda el odio antijudío desarrollado luego
por los nazis y sus colaboradores hasta sus últimas consecuencias.
Por lo tanto, merecía una condena legal de la que consiguió salvar
se gracias a la habilidad de sus abogados.
En cuanto al oprobio que hubo de sufrir durante la postguerra,
nunca fue excesivo y en todo caso no le impidió seguir publicando
ni ser tenido en muy alta consideración en la literatura. Las quejas
de Céline son pues expresión de una realidad psíquica, mucho más
que de una realidad material. Por lo general, los críticos han dedu
cido que el drama de Céline era la paranoia. En este punto hemos
de ser categóricos: aunque diga explícitamente sentirse víctima de
una persecución, Céline no tiene nada de paranoico. Su drama es
más bien el de una imposible paranoia, en el sentido de que tal
vez, de haber conseguido ser paranoico, hubiera podido aliviarse
verdaderamente su melancolía. La persecución que manifiesta en
la posguerra y hasta su muerte no es sino una nueva variante de
la autoacusación melancólica, una nueva forma de proponerse como
objeto de sacrificio. Es una panxtia de paranoia: no es el Otro quien
le deja en la posición de un desecho, sino que él mismo organiza
su exclusión, y por otra parte la dama a gritos como si nunca hu
biera sido sufidentemente pronundada. No es un rechazo, un «ase
sinato del alma» schreberiano, sino una identificación: de ahora
en adelante, Céline se convierte en Céline el infame, Céline el ex
cremento de la literatura. Así, al llegar al final de su recorrido se
encuentra en el punto de partida y realiza, en el mundo de la lite
ratura, aquel ser por el que se había sentido amenazado al princi
pio y contra el cual había luchado expulsándolo al exterior: un ca
dáver putrefado, roído por los gusanos, un escritor ya postumo
que habla desde más allá de la muerte, «de esas profundidades don
de todo deja de existir...», como rezan las últimas palabras de Rigo
dón, relato concluido por Céline inmediatamente antes de morir.
Curiosamente, en parte ha pasado desapercibido hasta qué punto
la lógica de este trayecto está presente ya en su primer escrito, que
todavía no es una obra literaria, firmado con el nombre del doctor
Louis Destouches. Se trata de La vida y la obm de Philippe-Igna-
ce Semmelweis,84 tesis de medicina que Céline escribió en 1924 y
donde nos proporciona, de la forma más abierta, el fantasma fun
damental del que luego surgiría toda su obra.
Semmelweis es un médico vienés, de origen húngaro, que vivió
entre 1818 y 1865, y descubrió, mucho antes de Pasteur, las virtu
des de la asepsia en obstetricia. Había constatado que obligando
a los médicos a lavarse las manos antes de acercarse a la parturien
ta, la proporción de infecciones puerperales, a menudo mortales,
con una frecuencia del 30 % o más en los hospitales vieneses de
la época, caía a menos del 1 %. Las infecciones se producían sobre
todo porque los médicos pasaban, sin desinfectarse, desde la sala
de disección de cadáveres hasta la sala donde atendían los partos.
La tesis de Céline, como se verá, excede ampliamente el dominio
de la técnica o la ética médicas. No se trata todavía de una novela,
pero es ya una exposición, en estado puro, de un fantasma con toda
su puesta en escena. Céline se muestra literalmente fascinado por
Semmelweis, en quien ve a una especie de santo, en cierto modo
el reverso del personaje abyecto de Robinson en Viaje al ftn de la
noche.85 El relato de la vida de Semmelweis, ante todo, le permite
a Céline exponer un tema que luego estará presente en toda su obra
como un mar de fondo: el de una infección de la vida por la po
dredumbre del cadáver. Por otra parte, este tema prevalece por en
cima de la objetividad de la exposición biográfica, que Céline da
en una versión por lo menos novelada. Un profesor de la Univer
sidad de Budapest, que se interesó en Semmelweis con más rigor
y desde luego con menos intereses subjetivos, publicó una actuali
zación en la que rectifica ciertas exageraciones y errores de Céline.
En particular, muestra que el final trágico de Semmelweis, tal como
él lo describió, es pura imaginación. De modo que la tesis en cues
tión debe ser leída como una especie de autobiografía a priori de
Céline, y no tanto como la biografía de Semmelweis.
Lo que Céline toma de Semmelweis es, de entrada, la defini
ción de su propia vocación: «El destino me ha elegido - e s c r i b e -
corno misionero de la verdad en cuanto a las medidas que deben
tomarse para evitar y combatir la plaga de la fiebre puerperal».86
Semmelweis se atribuye pues una misión cuyo objetivo es salvar
a la madre amenazada por la venida de su hijo. Como dice Céline,
«deseaba la verdad completa».87 Evidentemente, se siente cautiva
do por esa voluntad de decir toda la verdad, así como por su con
secuencia lógica: al quererla toda, se acaba perdiendo, y entonces
se convierte uno en mártir de la verdad. Semmelweis es, en efecto,
«un torpe», como lo reconoce el propio Céline.88 Su exigencia de
verdad le lleva a rechazar el menor compromiso con los demás así
como la menor desviación en el lenguaje: quiere dedr toda la ver
dad y hacerlo directamente, sin circunloquios ni precauciones. La
infección contra la que lucha Semmelweis es pues también, y tal
vez sobre todo, la infección del discurso. Fue entre los cirujanos
vieneses, escribe Céline, donde «Semmelweis sufrió la primera re
pugnancia por aquella sinfonía verbal en la que se envolvían la in
fección y todos sus matices».89 La sinceridad de Semmelweis pre
tende prescindir del semblante esencial en la lengua, así como de
la comedia de la relación con el otro que regula las relaciones en
tre colegas. Luego su intransigencia, su brutalidad y, finalmente,
su grosería, provocan su exclusión de la universidad, el descrédito
se cierne sobre sus investigaciones y se gana una sólida hostilidad
en el mundo médica Expulsado de Viena, emigra a Budapest, donde
vuelve a suscitar a su alrededor la misma desconfianza.
Los años pasan y sus investigaciones, aunque se publican sus
resultados, no obtienen el menor eco. Poco a poco, Semmelweis
se hunde en la melancolía. Escribe cartas abiertas a los obstetras
de la Facultad de Budapest, pero se convierte en el hazmerreír de
todos. Según Céline, Semmelweis se vuelve loco progresivamente,
víctima de alucinaciones e ideas de persecución. De acuerdo con
datos históricos comprobados, en realidad sufrió un primer tras
torno mental repentino en 1865, durante una sesión en la Facultad
de Medicina de Budapest. Se levantó de pronto y se puso a leer
el juramento de las comadronas, y a petición de sus colegas húnga
ros fue trasladado a Viena, donde murió unos quince días más tarde.
Esta identificación con la comadrona es sin duda un rasgo clínico
a tener en cuenta para comprender la lógica del personaje. Pero
Céline le inventa un final mucho más dramático, en el sentido tea
tral del término. En efecto, su sorprendente tesis doctoral culmina
en una escena, una auténtica escena fantasmática. Céline cuenta
que al saber que la Facultad había decidido relevarle de su cargo
y nombrarle un sustituto, Semmelweis se dio muerte en circuns
tancias espectaculares en medio de una crisis de locura paroxística:
«Alrededor de las dos, le vieron precipitarse a lo largo de las calles,
perseguido por la jauría de sus imaginarios enemigos. Dando ala
ridos, descompuesto, así llegó a los anfiteatros de la Facultad. Había
allí un cadáver, en medio del aula, para unas prácticas. Semmel
weis, apoderándose de un escalpelo, atraviesa el círculo de alum
nos; derribando varias sillas, llega a la mesa de mármol, hace una
incisión en la piel del cadáver y saja los tejidos pútridos antes de
que puedan impedírselo, al azar de sus impulsos, desgarrando los
músculos en jirones que arroja a lo lejos. Y sin dejar de emitir ex
clamaciones y frases inacabadas... Los estudiantes le han reconoci
do, pero es tan amenazadora su actitud, que nadie se atreve a inte
rrumpirle... El lo ignora todo... Vuelve a coger su escalpelo y horada,
con los dedos al tiempo que con la hoja, una cavidad en la carne
del cadáver, rezumante de humores. Con un gesto más brusco, se
corta profundamente. Sangra la herida. Semmelweis grita. Ame
naza. Le desarman. Le rodean. Pero es demasiado tarde... Como
poco tiempo antes Kolletchka, acaba de infectarse mortalmente».90
Esta escena extraordinaria en la que el santa el «puro», se in
fecta mortalmente sumergiéndose en la podredumbre que tenía por
misión eliminar es, nada más y nada menos, la escena primitiva
fantasmática de Céline. Conviene releer, paralelamente, las cuatro
grandes escenas sexuales de M uerte a crédito: la de Ferdinand y la
dienta de su padre, otra en la que está con la señora Gorloge, la es
cena con Gwendoline y, finalmente, con Nora Merrywin. Se cons
tata entonces que en el apogeo de la escena aparece siempre la pre
sencia, fascinante y horrible a la vez, de una especie de cloaca vis
cosa con la que se ha de enfrentar el héroe, arriesgándose a ensuciarse
y a ahogarse o a hacer reventar alguna oscura cavidad en el cuerpo
del otro. La paradoja de Semmelweis, quien se ofrece a quedar con
taminado y, en consecuencia, muere de la misma falta que denun
ciaba en el otro, ilustra el movimiento de vuelco que he puesto
de relieve en el recorrido céliniano.
¿Hay alguna ilustración mejor de lo que Abraham, con Freud,
llama la introyección del objeto en la melancolía? Pero sobre todo,
este fantasma escenifica la pareja del médico y la podredumbre ca
davérica, pareja que encontramos a lo largo de toda la vida y la
obra de Céline. Céline, como se sabe, insistía en que nunca había
sentido la menor vocación literaria y, por el contrario, siempre ha
bía querido ser médico. Es dudoso que se trate de una simple co
quetería. Tomémoslo más bien al pie de la letra y consideremos
que si se interesa en la literatura y en la lengua, lo hace como mé
dico —más precisamente como médico higienista, como discípulo
de Pasteur. No cabe duda: en su vida de médico, en su obra de esti
lista, en su carrera de polemista, persigue a la podredumbre, la mi
seria y la descomposición, unas veces identificándose con ellas al
modo melancólico, otras veces expulsándolas al modo maníaco. La
escena en la que Semmelweis se precipita sobre el cadáver y se su
merge en sus enbañas figura la mahiz de una serie de cuadros re
petidos a lo largo de toda la obra de Céline, y prefigura igualmente
el modo en que el médico Louis-Ferdinand Destouches se arroja
sobre la miseria física en su dispensario. Recordemos cómo descri
be Céline, al principio de Muerte a crédito, su situación como mé
dico de dispensario: «Toda la mala hostia, la envidia, la rabia de
un barrio había caído sobre su jeta. Había tenido que tragar toda
la acerba mala leche de los chupatintas de su propio consultorio.
La acidez al despertar de los 14.000 alcohólicos del barrio, las pi
tuitas, las retenciones extenuantes de las 6.422 blenorragias que no
conseguía atajar, las convulsiones ováricas de las 4.376 menopau
sias, la angustia preguntona de 2.266 hipertensos, el desprecio in
conciliable de 722 biliosos, la obsesión recelosa de los 47 portado
res de tenias, más las 352 madres de niños con ascárides, la horda
confusa, la gran turba de los masoquistas de toda manía. Eccema-
tosos, albuminosos, azucarosos, fétidos, temblequeantes, vaginosos,
inútiles, los "demasiado", los "insuficientes", los estreñidos, los
chorras del remordimiento y toda la pesca, el ir y venir de asesi
nos, había refluido hacia su jeta, había caído en cascada ante sus
binóculos desde hada treinta años, mañana y tarde».91 Esta cloa
ca infecciosa puede compararse con la carnicería de sangre y barro
de la guerra, con la humedad asfixiante y hormigueante de la selva
africana, con la viscosidad purulenta de las carnes femeninas en
el amor, con la corrupción del pasaje comercial donde viven sus
padres... Se trata, al fin y al cabo, del fondo de lo humano, de su
ser oscuro, de su Dasán original y final. Por otra parte, basta con
un día caluroso de verano para que el gentío que toma el fresco
en los jardines de las Tullerías se convierta, bajo su pluma-escalpelo,
en la masa de carne purulenta incansablemente descrita, en todos
sus detalles, por Céline: «Fue un derrumbamiento, una cabalgada
sobre los escombros... ¡Lanzaban clamores repugnantes para que
la tormenta estallara, por fin, sobre la Concordia!... Como no caía
ni una gota, se arrojaron a los estanques, se revolcaron, en oleadas,
en pelotas, en paños menores... [...] Un olor despiadado, tripas en
orina y tufos de cadáveres, Jbie-gras bien descompuesto....».92 Y lo
que es más grave, el propio origen de la palabra está contaminado
por esta infección del ser: «Cuando nos detenemos a considerar, por
ejemplo, cómo se forman y se profieren las palabras, nuestras fra
ses no resisten al desastre de su baboso decorado. Nuestro esfuerzo
mecánico de la conversación es más complicado y penoso que la
defecación. Esa corola de carne hinchada, la boca, que silba entre
convulsiones, aspira y se debate, empuja a toda clase de sonidos
viscosos a través de la fétida barrera de la caries dental, ¡qué casti
go! He aquí, sin embargo lo que nos conjuran para que lo convir
tamos en un ideal».58 Así, esta invasión generalizada de la putre
facción (localizada luego en lo que Céline llama el «judío») se hace
tanto más amenazadora al no sostenerse ya para él ningún ideal
—y en el límite, ni siquiera el de la palabra.
E l engaño m aterno y el fetich e
Dos homosexuales