Carácter y Valía Personal
Carácter y Valía Personal
Carácter y Valía Personal
ALFONSO AGUILÓ PASTRANA ha tenido relación durante más de quince años con la
formación de gente joven en diversos trabajos de carácter educativo y docente. Es autor de
numerosas publicaciones, entre las que se cuentan siete libros en esta Colección y más de un
centenar de artículos. Desde 1991 es Vicepresidente del Instituto Europeo de Estudios de la
Educación (IEEE).
Muchas personas jóvenes hacen grandes inversiones de tiempo, energía y dinero para ampliar
cada vez más sus conocimientos y mejorar su propia preparación personal.
Sin embargo, la experiencia de los mejores especialistas en educación, orientación familiar y
recursos humanos, señala que la mayor parte de las veces esas personas presentan luego
serias carencias en lo que se refiere a la formación básica de su propio carácter: pesimismo,
indecisión, desorden, inseguridad, dependencia de los estados de ánimo, dificultad para
trabajar en equipo y relacionarse con los demás, u otros defectos en su modo de ser que
suponen un lastre importante, no sólo para su valía profesional sino también para su felicidad
y su realización como personas.
El carácter de una persona es, muy frecuentemente, lo que marca el techo de sus
posibilidades en lo profesional, o en sus relaciones familiares o de amistad. Las más de las
veces, lo que nos falta no son más conocimientos, títulos o idiomas, sino una mejor relación
con los demás, dominar más los estados de ánimo, saber organizarnos mejor, ser más
cordiales y optimistas, comprender mejor los problemas propios y ajenos, cultivar más los
valores que dan luz y sentido a nuestra vida.
Casi todo el mundo intuye que tendría que mejorar en muchos de esos aspectos, pero pocos
saben cómo lograrlo. El autor, con un método claro y certero, sirviéndose de ejemplos y
anécdotas de la vida cotidiana, reflexiona sobre cómo desde la familia se puede acceder a ese
cambio: un cambio que pasa por cambiar nosotros mismos, y en muchos casos por cambiar
antes nuestra percepción de los problemas.
INTRODUCCIÓN
¿Dónde está la felicidad: en ser joven, en tener mucho dinero, en gozar de salud...? Durante
más de diez años, un nutrido equipo de investigadores norteamericanos dirigido por David
Myers y Ed Diener ha intentado arrojar alguna nueva luz sobre esta cuestión a través de
amplios estudios estadísticos.
Desde el principio se propusieron no fijarse sólo en las sensaciones subjetivas de felicidad
que tenían los encuestados, sino también en el juicio que merecían ante los demás. Este
enfoque les facilitó una de sus primeras conclusiones: casi todos los que se sentían felices
también lo eran a los ojos de sus más íntimos amigos, de sus familiares y de los propios
psicólogos que les interrogaban.
También observaron que la impresión personal de felicidad está distribuida de modo bastante
homogéneo en casi todas las edades, niveles de ingresos económicos o de titulación
académica, y tampoco se ve afectada de modo significativo por la raza o el sexo. Por
ejemplo, sólo encontraron una cierta relación entre ingresos económicos y sensación de
felicidad en algunos países muy pobres, como la India o Bangladesh; en los demás casos,
solía ser incluso ligeramente más frecuente lo contrario.
La investigación concluía señalando una serie de rasgos de carácter que parecen comunes a
casi todas las personas que se sienten felices: “la persona feliz es cordial y optimista, tiene un
elevado control sobre ella misma, posee un profundo sentido ético y goza de una alta
autoestima”.
Aunque es difícil saber en qué medida esos rasgos de carácter contribuyen a la felicidad o son
más bien parte de sus efectos, sí podemos concluir con Myers y Diener en destacar la gran
importancia que para toda persona tiene la mejora de su carácter.
Es frecuente observar, por ejemplo, cómo muchas personas jóvenes hacen grandes
inversiones de tiempo, energía y dinero para ampliar cada vez más sus conocimientos y
mejorar su propia preparación personal; y, sin embargo, a pesar de ese gran esfuerzo, se
encuentran luego con serias carencias en lo que se refiere a la formación básica de su propio
carácter: pesimismo, indecisión, desorden, inseguridad, dependencia de los estados de ánimo,
dificultad para trabajar en equipo y relacionarse con los demás, u otros defectos en su modo
de ser que suponen un lastre importante, y no sólo para su valía profesional sino también para
su felicidad y su realización como personas.
El carácter de una persona es, muy frecuentemente, lo que marca el techo de sus
posibilidades en lo profesional, o en sus relaciones familiares o de amistad. Las más de las
veces, lo que nos falta no son más conocimientos, títulos o idiomas, sino una mejor relación
con los demás, dominar más los estados de ánimo, saber organizarnos mejor, ser más
cordiales y optimistas, comprender mejor los problemas propios y ajenos, cultivar más los
valores que dan luz y sentido a nuestra vida.
Casi todo el mundo intuye que tendría que mejorar en muchos de esos aspectos, pero pocos
saben cómo lograrlo. El propósito de estas páginas es reflexionar sobre cómo desde la familia
se puede acceder a ese cambio: un cambio que pasa por cambiar nosotros mismos, y en
muchos casos por cambiar antes nuestra percepción de los problemas.
Este libro se presenta como un rato de conversación con un interlocutor que plantea
numerosas cuestiones. He procurado servirme de abundantes ejemplos y anécdotas de la vida
cotidiana. También, y aunque he procurado señalar en cada caso las citas de los autores
correspondientes, quiero desde el principio dejar constancia explícita de las deudas que tengo
con algunas personas a cuyas ideas se deben gran parte de los aciertos que pueda haber en
este libro: indico sus datos en la bibliografía recomendada al final de cada una de las tres
partes del libro.
Proyecto de vida
La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. La vida no
puede limitarse a una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido. El
hombre necesita saber para qué vive. Ha de procurar conocerse cada vez mejor a sí mismo y
así encontrar sentido a su vida, proponerse proyectos y metas a las que se siente llamado y
que llenarán de contenido su existencia.
Toda persona tiene su propia misión
o vocación específica en la vida.
Y en esa misión no puede
ser reemplazada por nadie,
ni su vida puede repetirse.
Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso esforzarse por ir
eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que vayamos
detectando, esos obstáculos que nos descaminan del itinerario que nos hemos trazado. Porque
si nos falta coherencia, o si con demasiada frecuencia nos proponemos una cosa y luego
hacemos otra, es fácil que estén fallando las pautas que conducen nuestra vida.
—A todos nos gustaría hacer todo lo que nos proponemos, pero luego viene la realidad de la
vida, con su rebaja...
Es verdad que nadie logra todo lo que se propone, y que a veces la vida parece tan agitada
que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué lo queremos, o cómo
podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin achacar a la complejidad de la vida
–como si fuéramos sus víctimas impotentes– lo que muchas veces no es más que una turbia
complicidad con la debilidad que hay en nosotros.
Somos cada uno de nosotros los más interesados en averiguar cuál es el grado de complicidad
con todo lo inauténtico que hay en nuestra vida. Si apreciamos en nosotros mismos una cierta
inconstancia vital, como si anduviéramos por la vida un poco desnortados, sin terminar de
tomar las riendas de nuestra existencia, parece claro que esa actitud está comprometiendo
seriamente nuestro acierto en el vivir.
Es verdad que las cosas no siempre son sencillas, y que en ocasiones resulta realmente difícil
mantenerse fiel al propio proyecto, pues surgen dificultades serias, y el desánimo se hace
presente con toda su paralizante fuerza. Pero hay que mantener la confianza en uno mismo,
no decir «no puedo», porque no suele ser verdad, porque casi siempre se puede. Además, la
dispersión, el excesivo activismo, la frivolidad, la renuncia a aquello que vimos con claridad
que debíamos hacer, todo eso, tarde o temprano, puede terminar arruinando nuestra vida.
Por ejemplo, muchas personas consumen su existencia luchando por ganar más dinero, o por
gozar de una mayor fama o reconocimiento, o por disfrutar de más poder, y al cabo de unos
años descubren que su ansiedad por alcanzar esas metas les ha privado de cosas que
importaban realmente mucho más, y que ahora, lamentablemente, han quedado ya fuera de
sus posibilidades.
Es la trampa del exceso de actividad, del dejarse absorber por el ajetreo y el torbellino de la
vida. Es –como apunta Stephen Covey– el afán de trabajar cada vez más, para trepar más
rápido por la escalera del éxito, para descubrir al final que... la escalera estaba apoyada en
una pared equivocada.
Si la escalera no está apoyada
en la pared correcta,
cada peldaño que subimos
es un paso más
hacia un lugar equivocado.
Si uno quiere construir un chalé, revisa antes con detalle los planos, para asegurar que se
adecúa a lo que desea para su familia. Si lo que quiere es lanzar un proyecto empresarial,
primero estudia con detalle los mercados, la financiación, los equipos humanos, etc. Si uno
quiere educar bien a sus hijos, debe tener claro qué valores busca comunicar cuando trata con
ellos día a día. Si queremos dar una charla o una conferencia, primero pensamos qué
queremos transmitir a las personas que nos van a escuchar, luego vemos cómo decirlo, y
finalmente hacemos un guión suficientemente detallado, o la escribimos por entero. Si vamos
a emprender un viaje profesional, estudiamos el recorrido, vemos cómo resolver el
alojamiento, y programamos las entrevistas o reuniones que queremos mantener.
Si no hacemos eso mismo con el proyecto de nuestra vida, y no nos paramos a pensar qué
buscamos en cada una de sus facetas, entonces iremos por la vida como de oídas,
improvisando, y acabaremos asumiendo irreflexivamente los modelos que el azar, la moda o
las circunstancias nos presenten. Entonces nos sucederá algo parecido a lo que pasa a quien
construye un chalé copiando los planos de otro muy bonito, pero sin haber pensado bien lo
que él necesitaba; o a quien crea una empresa aplicando criterios que quizá eran muy válidos,
pero para otro tipo de negocios; o al que divaga vaporosamente pronunciando una
conferencia, y a los cinco minutos del final advierte que se ha ido por las ramas y no ha
logrado transmitir lo que quería decir; o al que sale de viaje sin haber concertado las
entrevistas y reuniones, ni hecho las reservas necesarias, y se encuentra con que al final no ha
podido cumplir los objetivos que lo motivaron.
Estilos de vida
Antes decíamos que, vistos retrospectivamente, muchos pequeños objetivos que en un
momento de nuestra vida nos parecieron importantes y seductores, ahora, pasado el tiempo,
los vemos como algo insustancial y de poco valor.
La prueba del tiempo nos ha mostrado con nitidez ese contraste. A lo mejor vemos ahora lo
equivocado de aquella obsesión por ganar aquel dinero más... ¿para qué sirvió al final? O
aquel otro afán por lograr neciamente ese poco de fama o de notoriedad... ¿en qué ha
quedado? O aquella otra tonta pasión por experimentar tal o cual placer, que supuso aquellos
atropellos... ¿qué nos aportó?, ¿en qué quedó al final?
Cuando somos engañados y dejamos de lado otros valores seguros para claudicar ante el
espejismo del placer, o ante la inercia de la comodidad y el egoísmo, al final siempre
acabamos por advertir –si somos sinceros con nosotros mismos– que aquello no nos condujo
a nada.
Son estilos de vida que, en sus comienzos, suelen presentarse ante nosotros con gran
esplendor, y son enormemente atractivos y seductores. Pero sus consecuencias, los efectos
que producen en el interior de las personas, pocas veces se dan luego a conocer con la
crudeza que realmente tienen (a las víctimas de un engaño les suele costar admitirlo).
Las personas que centran su vida en el placer o el egoísmo acaban por aburrirse de cada uno
de los sucesivos niveles que van alcanzando, pues constantemente piensan en uno mayor y
más excitante, en una cima más alta. Y esto es algo que sucede no sólo con los placeres
propiamente dichos, sino también con la tendencia a rehuir el esfuerzo.
Cuando el hombre busca siempre
el camino de mayor comodidad
y menor exigencia, entonces
su vida se va erosionando gradualmente.
Sus capacidades se van adormeciendo, su talento no se desarrolla, su espíritu se aletarga y su
corazón se siente cada vez más insatisfecho, desencantado por lo fugaces que finalmente
resultan sus efímeros logros.
—De todas formas, la mayoría de la gente procura vivir conforme a unos principios, aunque
estén algo difusos. Son pocos los que se plantean formalmente vivir centrados en el placer.
Pero si esos principios son difusos, es fácil que esas personas acaben un poco a merced de los
estados de ánimo, acudiendo a arreglos transitorios para las crisis que se presentan en sus
vidas, buscando evadirse mediante gratificaciones fugaces que les hagan olvidar un poco que
aquello no va bien. Pero cada vez que sube la tensión en sus vidas, todo aquello que no
funciona sale a la superficie, y quizá entonces se muestran hipercríticos, malhumorados,
pesimistas, ensimismados, y la levedad de sus valores y principios acaba por llevarles, casi
inadvertidamente, a una vida muy centrada en la comodidad y el egoísmo.
La realidad de la vida es muchas veces dura y dolorosa, y cualquier esfuerzo nuestro por
hacerla más habitable es siempre una aportación importante, para nosotros y para los demás.
Cada vez que nos sacudimos la inercia e impulsamos los valores y principios que nos
inspiran, contribuimos –vayamos a favor o en contra de la corriente– a nuestra felicidad y a la
de los demás. Lo que no podemos es abandonarnos en el regazo cálido y adormecedor de las
inercias de la vida y luego quejarnos de su amargura.
Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas 6 normas para no
prosperar que se difundieron tanto hace unos años:
1. Espere sentado su oportunidad.
2. Comente su mala suerte con los demás.
3. No se esfuerce por mejorar su preparación.
4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles.
5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada.
6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores.
Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda algo exterior que les
fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y
resolver sus problemas.
Su principal problema son ellas mismas:
no tienen una actitud ante la vida
que les lleve a usar
sus recursos y su iniciativa.
Tienen como entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero esos músculos siguen
siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es ejercitarlos.
Dos modos de plantear las cosas
En este sentido, podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales en dos
grandes grupos: los que están centrados en cuestiones sobre las que no tenemos ninguna o
casi ninguna posibilidad de influencia, y los que, por el contrario, se refieren a cuestiones
sobre las que sí podemos influir.
Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre
cuestiones que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada, suelen
ser personas pasivas, negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a
pensar en los defectos de los demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los demás a
corregirse), y a lamentarse de las injusticias que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo
ellos pueden contribuir a mejorar la sociedad). Se quejan continuamente de los males que la
salud, el clima o la situación política traen a su desgraciada existencia. Piensan en muchas
cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por cambiarlas.
Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de
pensamientos a que nos referíamos. Es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con
respecto a las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que
hacen algo, logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones –podríamos llamarlo
círculo de influencia– vaya creciendo, pues cada vez son más eficaces, avanzan más e
influyen sobre más cosas.
—Pero reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, ¿no
supone un cierto empequeñecimiento mental?
Es cierto que hay muchas cosas –por ejemplo, la información sobre la actualidad nacional e
internacional, la historia, etc.– sobre las que poco o nada podemos influir, y sin embargo
resulta importante y positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas. Por eso,
cuando hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero fundamentalmente a
la actitud general que uno toma ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de su alcance
y los acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no
poder resolverlos.
Lo sensato es saber centrar
nuestros esfuerzos en
lo que está a nuestro alcance,
no perder nuestras energías
en lamentaciones utópicas.
De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda autofrustración, un estilo de vida por el
que las personas se autocastigan al pesimismo, la queja y el enterramiento de sus propios
talentos.
Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener:
§ coraje para cambiar lo que se puede cambiar,
§ serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar,
§ y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.
Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la
capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa
o un coche mejor, o de no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no
haber tenido una familia distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente de dos maneras.
La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo
cuando cambien podrá salir de su triste situación.
La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él mismo, en su
actitud, en su conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede
mejorar él, cómo puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas
vayan cambiando. La diferencia es sencilla:
Acometer resueltamente los problemas,
en vez de limitarse a protestar.
Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un
país subdesarrollado que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un
telegrama a la Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van
descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos días recibieron otro
telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos van descalzos. Envíen una remesa de
quince mil pares».
Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital
importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en actitudes de continua
queja, de culpar de sus problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a
la sociedad.
Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con
tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos, considerándote una
víctima impotente de su pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y
examínalas con objetividad: seguro que bastantes responden en buena parte a tu
susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una serie de detalles que valoras
excesivamente; o quizá es que eres bastante menos tolerante con los defectos de los demás
que con los tuyos; o a lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos que
difícilmente se romperá si tú no tomas la iniciativa.
Si de verdad quieres mejorar la situación,
debes empezar por actuar
sobre lo que tienes más control,
que eres tú mismo:
actúa primero sobre
tus propios defectos.
Has de centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo o mejor padre,
mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra
persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera.
—¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como
antes?
Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más
positivo que tienes (no el único) sigue siendo ese. Actuando así, mejorarás como persona, y
de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y
aumentar seriamente las posibilidades de amargarte la existencia.
Independencia personal
Todos hemos venido al mundo como niños totalmente dependientes de otros. Hemos sido
dirigidos, educados y sustentados por otros durante bastante tiempo, y está claro que si no
hubiera sido así no habríamos vivido más que unas pocas horas, o a lo sumo unos pocos días.
Después, nos fuimos haciendo cada vez más independientes. Se podría decir que nos fuimos
haciendo cargo gradualmente de nosotros mismos.
Una persona con una dependencia física (un paralítico o un enfermo de Alzheimer, por
ejemplo), necesita ayuda de los demás. Una persona que sea muy dependiente
emocionalmente, tomará sus decisiones y se sentirá segura muy en función de la opinión de
los demás, de lo que otros piensen de él. Una persona que sea muy dependiente
intelectualmente, cuenta con que otros piensen y decidan por él ante los principales
problemas de su vida.
En cambio, una persona independiente se desenvuelve por sus propios medios, tiene su
propia opinión sobre las cosas y sus propias pautas para la construcción de su vida.
—Parece claro que la independencia es un logro importante en la vida, pero debe tener
también su justa medida, porque ser absolutamente independiente no parece que tampoco sea
el gran paradigma de la existencia.
Naturalmente. Entre otras cosas, porque –como señala Stephen Covey– los más altos logros
de nuestra naturaleza tienen siempre que ver con nuestra relación con los demás: la vida
humana es de por sí interdependiente, y por esa razón hay que encontrar un equilibrio
adecuado, una justa medida entre ambos extremos erróneos.
Podría decirse que la sensibilidad de nuestra época ha entronizado a veces de modo
exagerado la independencia, como si fuera la más grande meta humana y una garantía segura
de felicidad. Sin embargo, un exagerado o mal entendido afán de independencia puede en
muchos casos acabar en dependencias mucho más amargas.
Por ejemplo, la que se ve en esas personas que abandonan su matrimonio y sus hijos en
nombre del amor y la independencia, aunque en el fondo lo hacen por razones egoístas
bastante fáciles de suponer. O la de aquellos que desatienden a su familia, o traicionan a sus
amigos, o renuncian a sus principios, en razón de un desmedido afán de afirmación personal
en su trabajo, por ganar más dinero o alcanzar mayores cotas de poder. O la que se ve en
aquellos otros que hablan de romper las cadenas, liberarse, vivir la propia vida..., y en
realidad están con ello sujetándose a otras cadenas que suponen dependencias mucho más
fuertes, porque son dependencias que están en su interior: en una búsqueda egoísta de placer
o comodidad, en una renuncia a enfrentarse a la propia responsabilidad, o en echar la culpa a
los demás de todo lo que les resulta difícil en sus vidas.
La independencia personal nos hace actuar por cuenta propia, en vez de entregar a otros el
control de nuestra vida, y eso es un logro muy importante. Pero no es suficiente como meta
final de una vida.
Hay que añadir siempre a la independencia
una buena dosis de sensatez y buen criterio,
para tampoco caer en la idiotez independiente,
que por ser independiente
no deja de ser idiota.
La vida, por naturaleza, es interdependiente. El hombre no puede buscar la felicidad
poniendo la independencia como valor central de su vida. De entrada, porque cualquier logro
en la vida afectiva de una persona pasa necesariamente por depender en cierta manera de su
mujer, su marido, sus hijos, sus amigos, su proyecto profesional, etc.; y todos también
necesitamos depender de unos principios, ideales y valores que dan sentido a nuestra vida.
En definitiva, se puede ser independiente y comprender que se avanza más trabajando en
equipo, que necesitamos enriquecer nuestro pensamiento con el de otras personas, que hay
que ser fiel a unos valores acertados, o que todo hombre necesita dar y recibir afecto. La vida
ha de plantearse buscando compartirla profunda y significativamente con otros, y esto supone
siempre un contrapunto ante un afán de independencia mal entendido.
Autoestima
Como ha señalado Miguel Ángel Martí, a veces parece como si sólo existieran dos tipos de
personas: unas que se sobrevaloran, cayendo así en actitudes más o menos engreídas o
prepotentes; y otras que se infravaloran, que únicamente son capaces de ver en su
personalidad los aspectos negativos y las deficiencias, y con eso su relación con ellos mismos
es autodestructiva, se sienten culpables de todos sus fracasos, aunque estos se deban a
factores externos, y esto les lleva a una cruel inseguridad, a valorar siempre más la opinión de
los otros que la suya propia.
La falta de autoestima, además, suele conducir a un círculo vicioso de actitudes mentales
negativas. Esa persona puede comenzar pensando, por ejemplo, que no será capaz de alcanzar
una meta que se ha propuesto, porque tiene la impresión de que rara vez logra lo que se
propone. Con esa premisa, se encamina hacia esa meta con talante gris y mortecino, tarde y
sin entusiasmo, con más miedo al fracaso que afán de lograr el éxito. Si luego las cosas no
salen –y no suelen salir cuando se acometen así–, la experiencia, una vez más, vuelve a
reforzar el juicio negativo anterior: de nuevo se ha demostrado que no es posible, que no
valgo, que he fallado y que las cosas seguirán igual en el futuro.
En cambio, cuando alguien aprende a respetarse a sí mismo, y a no compararse dañosa e
inútilmente con los demás, tiene entonces mayor facilidad para tomar conciencia de su propia
singularidad y dignidad. Es decisivo comprender que cada ser humano posee unas
virtualidades propias que sólo él mismo –con la ayuda que sea necesaria– puede llegar a
hacer rendir, proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenarán de
contenido su existencia.
—¿Y piensas que fomentar la autoestima puede llevar, de alguna manera, a promover un
modelo de personalidad narcisista?
Puede suceder si no se hace adecuadamente. Por eso hay que plantear la autoestima como un
sensato y equilibrado afecto por uno mismo, que no tiene por qué conducir al egoísmo ni a la
vanidad. La autoestima es respeto a la propia persona, convicción de que cada uno es
portador de una alta dignidad como hombre, y comprensión profunda de que cada ser
humano es irrepetible y está llamado a realizar en el mundo una tarea que dará sentido a su
vida y que nadie puede hacer por él.
Estimarse a sí mismo
es necesario para
el propio equilibrio interno,
y necesita encontrar su justa medida.
Quien se sobreestima, lo hace habitualmente a costa de minusvalorar a quienes tiene a su
alrededor, que suelen interesarle básicamente como meros servidores o espectadores.
También para quien se subestima resulta difícil estimar a los demás, y esto provoca con
facilidad conflictos personales en el ámbito de la amistad, la familia o el trabajo. Tanto en un
caso como en otro, manifiestan un amor propio destructivo y frustrante.
—¿Piensas entonces que son compatibles autoestima y humildad?
Entendidas correctamente, no sólo son compatibles sino que se exigen una a otra. Algunas
personas consideran que son excluyentes porque imaginan que la autoestima es una tonta y
arrogante sobrevaloración propia, o porque piensan que la humildad es algo tan simple como
tener una mala opinión acerca de los propios valores y talentos. La verdadera humildad no es
una absurda simulación de falta de cualidades: la humildad no puede violentar la verdad, no
está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida al conocimiento propio, a la
sinceridad, a la sencillez y a la naturalidad.
—Pero las personas de mucho talento tienen más fácil caer en la vanidad o la egolatría...
No estoy muy seguro de eso. A veces tengo la impresión de que las actitudes vanidosas o
ególatras no son cuestión de mucho o poco talento, sino que son más bien un problema de
falta de virtud, educación y sentido común. Es más, podría incluso decirse que las actitudes
engreídas revelan, en cierta manera, poca cabeza: porque con todo ese tórrido presumir suyo
(casi siempre por talentos que han recibido sin ningún mérito propio) hacen el ridículo y sólo
logran producir rechazo en los demás, lo que quizá viene más bien a mostrar que todo ese
supuesto talento es bastante escaso.
Aprender a fracasar
El conocido estadista británico Winston Churchill aseguraba que el éxito es aprender a ir de
fracaso en fracaso sin desesperarse.
Nadie puede decir que no fracasa nunca, o que fracasa pocas veces. El fracaso es algo que va
ligado a la limitación de la condición humana, y lo normal es que todos los hombres lo
constaten con frecuencia cada día.
Por eso, los que –por llamarlo de alguna manera– triunfan en la vida, no es porque no
fracasen nunca, o lo hagan muy pocas veces: si triunfan es porque han aprendido a superar
esos pequeños y constantes fracasos que van surgiendo, se quiera o no, en la vida de todo
hombre. Por el contrario, los que –por seguir con el mismo lenguaje– fracasan en la vida, son
aquellos que con cada pequeño fracaso, en vez de sacar experiencia, se van hundiendo un
poco más.
Por eso quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas
no son como las queríamos, como las pensábamos o como nos las habían contado. En cierta
manera, triunfar es aprender a fracasar:
El éxito en la vida
viene de saber afrontar
las inevitables faltas de éxito
del vivir de cada día.
De esta curiosa paradoja depende en mucho el acierto en el vivir. Cada error, cada descalabro,
cada contrariedad, cada desilusión, lleva consigo el germen de una infinidad de capacidades
humanas desconocidas, sobre las que los espíritus pacientes y decididos han sabido ir
edificando lo mejor de sus vidas.
Por otra parte, es positivo –además de natural– que notemos con intensidad el peso de
nuestros errores: si no fuera así, quizá sería mucho más difícil que nos corrigiéramos.
—Pero de los errores también hemos de aprender a ver cuáles son nuestras limitaciones, para
no estar dándonos golpes contra lo mismo toda la vida...
Sin duda, porque si nos empeñamos en pedirle a la vida lo que ésta no puede dar, surgirá en
nosotros un sentimiento de permanente y continua frustración. Es positivo ser ambicioso en
los deseos, si son nobles, pues llenarán de luz nuestra existencia. Pero no podemos perder de
vista nuestra limitación: proponerse metas desproporcionadas produce insatisfacción y
desencanto.
A lo mejor, por ejemplo, habíamos idealizado nuestro trabajo, nuestra vida familiar, o a
nuestros amigos, casi sin darnos cuenta; y en un momento dado, al encontrarnos ante la dura
realidad, surge irremediable en nosotros una profunda sensación de fracaso.
En esos casos, lo que a veces nos falta
es algo tan simple como
aprender a encontrar satisfacción en
las cosas ordinarias de la vida.
Algunos lo descubren demasiado tarde, cuando ya no queda casi tiempo para vivir, y han
consumido sus mejores años en un estado de permanente ansiedad.
Capacidad de ilusionarse
La ilusión –vuelvo a glosar a Miguel Ángel Martí– constituye una manera de vivir de unas
personas determinadas:
Son esos hombres y mujeres que,
de una forma habitual,
encuentran diariamente
motivos para ilusionarse.
Se suele decir que son personas de temperamento alegre, tienen capacidad para ilusionarse
con las cosas. Es algo que responde a una actitud básica de su modo de vivir. Son personas de
refrescante y perpetua juventud, que saben encontrar, en lo que otro ve tal vez la monótona
repetición de un acto, una ocasión para disfrutar de la vida.
La ilusión está presente en los más variados ámbitos de nuestra vida, iluminándola y
llenándola de alegría. Todos quisiéramos hacer de nuestra vida una existencia ilusionada,
libre de planteamientos tristes y ramplones, de cansancios y de desencantos. Todos deseamos
aprender de esas personas que han encontrado, a lo mejor casi sin saberlo ellas mismas, el
arte de vivir, y lo manifiestan en el lenguaje vivo de sus ojos, en la frescura de su sonrisa o en
los temas de sus conversaciones, que no suelen centrarse en agravios, quejas, ingratitudes o
cosas semejantes.
La alegría es como una criatura frágil con la que todos queremos vivir, pues todos
quisiéramos ser alegres, pero es una criatura huidiza. Hace falta energía, grandeza de ánimo y
finura de espíritu para poseerla, para hacer de la vida algo más que un producto a granel
envuelto en una triste monotonía. Nunca poseeremos la alegría por entero, pero debemos
apostar decididamente por ella, porque es una exigencia de nuestra condición de hombres.
El temperamento alegre, como la capacidad de ilusionarse, o la de sintonizar con las alegrías
de los demás, son en buena parte conquistas personales que hay que lograr con esfuerzo.
Debemos hacer todo lo posible para
adueñarnos de nuestro humor
y no dejarnos llevar a su merced,
acostumbrar los ojos a la luz que hay
en cada momento de nuestra vida.
—Pero hay temporadas en las que casi no hay nada de luz, y es difícil evitar la tristeza.
Es natural que a veces nos invadan sentimientos de tristeza, remordimiento o angustia. Pero
todos contamos con la posibilidad de reconducir en bastante grado esos sentimientos. Hemos
de buscar dónde está el origen, y según cuál sea, rectificar lo que haya que rectificar, o
aceptar serenamente lo que ya no tenga remedio. Así combatiremos esa carcoma silenciosa e
implacable que es la tristeza.
Volviendo al símil de la luz, piensa en las oscuras profundidades del mar, donde no llega ni
un rayo de sol y hay una presión abrumadora, en ese ambiente lóbrego y asfixiante de esos
parajes abisales. Allí hay peces que viven sin dificultad. Son ellos los que con su cuerpo
luminoso hacen de linterna. El hombre debe saber hacer, cuando sea preciso, como esas
criaturas de los abismos: procurar acomodar nuestra pupila a la luz que hay y, si es preciso,
hacer de linterna nosotros mismos, sabiendo sobreponernos a los motivos de tristeza.
Capacidad de resolución
Las personalidades tímidas, vacilantes, inseguras, suspiran siempre por tener a su lado
dictadores, aunque a veces se revistan de la modesta apariencia de consejeros. ¿Qué debo
hacer?, preguntan siempre, con la esperanza de que una receta les libre de cualquier decisión
personal. No quieren decidir, no quieren arriesgar, se les hace insoportable la responsabilidad.
Otros son excesivamente razonadores y se ahogan en la perplejidad. Tienen miedo a la
realidad. Son individuos que retrasan siempre sus decisiones, porque les paraliza su ansia de
seguridad y su terror a asumir riesgos. Siempre les parece que aún no han reflexionado
suficientemente.
Quizá son personas que fueron educadas con excesiva dureza, o con excesiva blandura, que
sufrirán mucho en su vida a consecuencia de ese apocamiento de carácter. Es como si
hubieran quedado heridas en el núcleo de su personalidad, con unas heridas que sangrarán
por mucho tiempo, y que harán difícil asumir el riesgo de sus decisiones personales y superar
el desánimo de posibles frustraciones.
Una buena formación del carácter
ha de fomentar tanto
las decisiones rápidas como la reflexión,
la libertad como la responsabilidad,
la pasión como el juicio.
El verdadero consejero, el verdadero educador, jamás debe dejarse seducir por esa especie de
compasión que le llevaría a limitarse a prescribir acciones, recetar criterios e imponer
conductas. Educar exige ayudar al perplejo a reconocer su verdadero problema, dejándole
luego la responsabilidad de tomar él mismo sus decisiones.
Para no quedarse habitualmente paralizados ante la duda, para no tirar la toalla a la primera
dificultad, para no cambiar inmediatamente de objetivo en cuanto este se presenta costoso,
para todo eso, es preciso educar y educarse en un ambiente de cierta resolución ante los
habituales problemas de la vida.
Para lograrlo, es preciso fortalecer la voluntad, imponerse el cumplimiento de actos que a uno
le cuestan, obligarse a decidir a un plazo determinado, no sustraerse a la realidad, por dura
que sea. Así, poco a poco, la voluntad indecisa se irá consolidando.
Se trata de una cuestión importante, porque la vida de cualquier persona requiere
ordinariamente una considerable capacidad de decisión. No hay que olvidar que –como dice
J. R. Ayllón–, el gobierno más difícil es el gobierno de uno mismo, que supone colocar y
mantener la razón en el vértice de una pirámide donde se amontonan libertades, deberes,
responsabilidades, sentimientos, afinidades, deseos, aficiones, e incluso manías y rarezas.
Una especie de circo nada fácil de gobernar, sobre todo para las personas indecisas.
Dominio de uno mismo
«Ayer comencé, por quinta vez en este año, un nuevo régimen de comidas. Sé que tengo que
perder peso, y estoy empeñado en lograrlo. Me leo todo lo que encuentro sobre este tema. Me
mentalizo. Pienso que voy a lograrlo. Pero todas las veces me pasa igual. A las pocas semanas
me vengo abajo. Me parece imposible mantener mis propósitos siquiera unos meses».
Ideas semejantes a estas atormentan con frecuencia la mente de muchas personas, que sufren
la angustia de comprobar que son muy poco dueñas de sí mismas, que apenas logran tomar
las riendas de su existencia. Son personalidades un poco flojas, flácidas. Se encuentran
enganchadas a la televisión, pesan diez kilos de más, han intentado ya quince veces dejar de
fumar, les cuesta una barbaridad levantarse de la cama o de su sillón, apenas prestan atención
a nada que exija pensar un poco y, junto a eso, sienten un aburrimiento que les abruma.
—¿Y cómo crees que puede combatirse esa situación?
Lo mejor es prevenirla, si es posible, llevando una vida de cierta exigencia. Ya hemos
hablado de los males que tienen su origen en la vida fácil: mediocridad, pereza, falta de
dominio sobre uno mismo. Uno de los mayores riesgos del exceso de bienestar es que, como
la experiencia nos enseña, muchos terminan quedando bastante dominados por ese bienestar.
La seducción de una vida excesivamente cómoda hace que los hombres perdamos a veces un
poco esa libertad interior, ese necesario señorío sobre nosotros mismos, convirtiéndonos en
esclavos de esas comodidades.
No quiere esto decir que la formación deba conducir a una crispada lucha contra el bienestar.
Pero las circunstancias reales en que se mueve el hombre hacen necesario insistir en la
necesidad de la templanza, en el dominio de uno mismo, en saber poner límites a las
desmesuradas exigencias de nuestras apetencias personales. La templanza es muy importante
para evitar que el bienestar se revuelva contra el hombre, apartándolo de los valores
superiores que está llamado a alcanzar.
La templanza es señorío sobre uno mismo. Con ella el hombre aprende a prescindir de lo que
le produce un daño, y con el tiempo advierte que el sacrificio es sólo aparente, porque al vivir
así, con sacrificio, se libra de muchas esclavitudes. La lucha y el sufrimiento –apunta Enrique
Monasterio– son peajes inevitables en el camino de nuestra vida, y para ser feliz es
indispensable perderles un poco el miedo. La felicidad, o el amor, no son simples fenómenos
químicos de escasa duración, sino que exigen siempre un compromiso y un sacrificio
mantenidos. Quien pretende ingenuamente eludirlos, sólo logra alejarse de la felicidad, sólo
encuentra pequeños placeres, cada día menos intensos y más frustrantes, porque, queramos o
no, el paladar –y lo digo en sentido amplio– también se desgasta.
Como decía Ortega, mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el
hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. Y buena parte de ese riesgo de
deshumanización proviene de la pérdida de libertad interior, casi siempre más grave que la
privación de la libertad física.
—¿Por qué dices que es más grave?
Sobre todo por sus efectos, pero también por la facilidad con que pasan inadvertidos. Los
peligros que nos acechan para desposeernos de la libertad interior suelen ser bastante
solapados, difíciles de descubrir.
Se producen –como ha señalado José Antonio Ibáñez-Martín– cuando se impide que la acción
pase por el tamiz de la deliberación, de la reflexión, de manera que se insta a actuar de modo
instintivo más que racional; cuando una persona queda esclavizada por sus propias pasiones,
inmersa en el error o atenazada por la ignorancia.
Esto es lo que sucede cuando se busca conseguir en las personas unas respuestas
determinadas, manipulando para ello las diversas pasiones humanas. Por ejemplo, cuando se
busca exacerbar el impulso sexual, o la pasión por el juego, la bebida o la droga, con objeto
de desencadenar de modo compulsivo esas fuerzas para provecho de quien lo induce; o
cuando se trata al hombre como una mera afectividad a captar, y para ello se le engaña con un
inexistente cariño, o mediante la seducción o el miedo; o cuando se fomentan sentimientos de
egoísmo, odio, venganza, etc.
Es importante estar prevenidos ante esos posibles errores. El inmoderado afán de placer y de
satisfacción causa una angustiada atención al yo, que destruye precisamente lo que anhela.
Kierkegaard decía que la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco
para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más.
Superar el egoísmo
Cualquier persona, cuando bucea en su interior y busca en lo mejor de sí misma, encuentra
bien nítida esa llamada humana a la entrega desinteresada, a darse a los demás. Educar o
educarse en ese impulso generoso de servir a los demás sin esperar nada a cambio, es a todas
luces decisivo para llevar una vida verdaderamente humana.
Aunque por fortuna son pocos quienes reivindican el egoísmo como elemento de la propia
tabla de valores, no por eso sus efectos dejan de estar presentes de modo constante en la vida
de todo hombre. Se trata de una pugna que durará toda la vida.
Quien no lucha decididamente
contra sus tendencias egoístas,
se encamina hacia una
auténtica quiebra personal.
Igual que una persona generosa encuentra la felicidad haciendo felices a los demás, el egoísta
pasa su vida quejándose de que el resto del mundo no se consagra a hacerle feliz a él.
—Tengo la impresión de que la generosidad y el egoísmo pugnan por lograr el dominio de
cada persona, y parece como si esa dominación cristalizara ya desde muy temprana edad.
Un niño o una niña con muy pocos años de edad ya distingue bastante bien la generosidad del
egoísmo, y hace opciones morales bien concretas. Son decisiones en las que influye mucho el
ejemplo que reciben, pues en la educación de los hijos, como en cualquier proceso de
formación, los gestos son más importantes de lo que parece. Las conductas o actitudes
egoístas engendran a su vez otras similares en quienes las observan, pues su capacidad de
imitación es grande y los modelos vivos son los que tienen mayor capacidad de persuasión.
Los comportamientos, las palabras, los gestos, los modos de reaccionar ante sucesos
concretos son imitados con rapidez y trasladados a la vida, y así se crea una dinámica que
luego no siempre es fácil reconducir.
—Supongo que sucederá lo mismo en sentido positivo...
Afortunadamente. Por eso es importante que las personas descubran pronto la satisfacción
personal que brota de la generosidad, del servicio, del hecho de ayudar a otros. Incluso el
trabajo nos satisface verdaderamente sólo cuando vemos que aporta algo, que está
contribuyendo a hacer algo positivo para otros.
“La mejor forma de conseguir la realización personal –asegura Víctor Frankl– es dedicarse a
metas desinteresadas”. La búsqueda egoísta de la felicidad constituye una contradicción en sí
misma, puesto que el egoísmo obstruye el camino de la felicidad. Cuando el placer o la
comodidad se deben a intereses egoístas, se produce una curiosa paradoja: cuanto más se
buscan, tanto más se diluyen; cuanto más se persiguen, tanto más se apartan de nosotros.
Querer a los otros
es el mejor regalo
que podemos hacernos
a nosotros mismos.
Porque ese cariño que damos a los demás revierte en nuestro propio enriquecimiento
haciéndonos mejores.
—¿Y ser generoso para alcanzar una satisfacción interior no es, en el fondo, una forma
solapada de egoísmo?
Existe ese riesgo, sin duda, aunque no me parece muy peligroso, puesto que la propia
dinámica de la generosidad va mejorando a la persona y purificando su intención y sus
intereses.
para recordar...
El carácter de una persona es,
muy frecuentemente,
lo que marca el techo de sus posibilidades
en lo profesional,
o en sus relaciones familiares o de amistad.
Aprender a organizarse
Siguiendo el esquema propuesto por Stephen Covey, pueden distinguirse cuatro fases o
generaciones en cuanto al modo de administrar el tiempo.
Una primera generación son aquellos que elaboran listas de tareas pendientes. Con ellas
toman conciencia de lo que les queda por hacer, lo van abordando cuanto antes pueden, y van
tachando, lo que siempre proporciona una sensación gratificante. Esto, no cabe duda, es ya
bastante más de lo que son capaces de llegar a hacer muchos. Sin embargo, es aún un
esquema de organización muy pobre, puesto que la mayoría de las veces la distribución del
tiempo viene impuesta externamente por la mera sucesión de los acontecimientos.
Pertenecen a la segunda generación aquellos que intentan mirar un poco más adelante, y se
programan mediante el uso de la agenda: van anotando acontecimientos, compromisos y
proyectos de actividad futura, en la medida en que su tiempo les permite darles cabida. Su
anticipación les confiere una mejor organización, pero aún rudimentaria, puesto que así no
pueden valorar debidamente las prioridades: son simples distribuidores de tiempo.
La tercera generación suma a las dos precedentes la idea básica de establecer prioridades. Se
centra en la necesidad de fijarse unos objetivos, con sus correspondientes plazos, y de
acuerdo con ellos se prepara una planificación diaria que alcance la mayor eficiencia. Este
planteamiento supone un gran avance respecto a la segunda generación.
La clave no es dar prioridad
a lo que está en la agenda,
sino ordenar la agenda
con arreglo a las prioridades.
Sin embargo, centrarse en la simple eficiencia en la programación y el control del tiempo
tiene a menudo efectos contraproducentes. Por ejemplo, es frecuente que dificulte la
necesaria liberalidad y espontaneidad en el modo de organizarse, y que en consecuencia se
resienta el desarrollo de las relaciones humanas, que son tan importantes y enriquecedoras.
Por esa razón, cabe pensar en una cuarta generación, que da aún un paso más: por decirlo de
una manera poco académica: en vez de organizar el tiempo, procurar organizarse a uno
mismo.
Hay tareas que, por su naturaleza, necesitan una atención inmediata. Son urgentes. Actúan
sobre nosotros de forma imperiosa. El timbre del teléfono, por ejemplo, es urgente, reclama
una atención inmediata. Suelen ser tareas cercanas, que dan impresión de actividad,
entretenidas. Lo malo es que muchas veces carecen de importancia y nos desorganizan.
Ante lo urgente, reaccionamos;
ante lo importante, no siempre.
Las cuestiones importantes pero no urgentes requieren más iniciativa, más esfuerzo, más
reflexión personal, y es fundamental centrar en ellas la organización personal.
Hemos de actuar creativamente,
no simplemente
reaccionar ante lo que ocurre.
De lo contrario, nuestra vida se verá desviada con mucha frecuencia hacia lo urgente no
importante, pues, curiosamente, las tareas más entretenidas y que más nos reclaman son
precisamente esas, las urgentes pero no importantes.
—Pero habrá también muchas otras tareas que son urgentes e importantes a la vez, supongo.
En efecto. Para mayor claridad, las tareas que una persona puede hacer se podrían distribuir
en cuatro cuadrantes, según su grado de urgencia e importancia:
Está claro que las tareas no se dividen de modo tajante en importantes y no importantes, sino
que hay una gradación, pero, para entendernos, consideramos que todas pudieran clasificarse
dentro de estos cuatro cuadrantes.
En un día cualquiera de la mayoría de las personas, suele haber bastantes tareas del cuadrante
I, o sea, urgentes y que además tienen importancia.
—Me imagino que las personas que tengan grandes responsabilidades estarán todo el día
atendiendo cosas urgentes e importantes, y aún le quedarán muchas para el día siguiente.
Si lo analizamos con detalle, veremos que no debería ser así. Precisamente por sus grandes
responsabilidades es más importante que se organicen de modo que esas tareas urgentes e
importantes no llenen su día por entero.
Si una persona dedica todo el día solamente a cosas del cuadrante I (urgentes e importantes),
nunca dedicará nada de tiempo al II (a lo importante pero no urgente). Y funcionando así,
será difícil que organice su vida adecuadamente, porque irá a remolque de los mil pequeños
problemas urgentes e importantes que le surgirán cada día y no dispondrá del sosiego
necesario para acometer otras muchas cuestiones también importantes pero menos acuciantes,
que quedarán habitualmente sin hacer.
Lo urgente e importante consume y agota la vida de muchas personas: listas interminables de
cosas pendientes, constantes crisis menores que sólo ellos pueden atender, frecuentes
interrupciones y retrasos que le impiden atender debidamente sus obligaciones, etc. Cuando
uno centra su vida en el cuadrante I (en lo urgente e importante), ese cuadrante va creciendo
cada vez más, hasta que nos domina por completo.
Así se genera estrés, sensación de crisis continua, de estar siempre apagando incendios. Es
como hacer frente a un oleaje fuerte y prolongado. Llega una ola, un problema importante y
urgente, y lo intentamos resolver, y quizá lo logramos, o quizá nos deja tendido en la arena.
Se pone uno de nuevo en pie, y llega otra ola, que vuelve a golpearnos, y así una vez y otra,
sin que podamos retirarnos un momento para pensar qué queremos hacer, adónde queremos
ir, o cómo podemos hacer frente con eficacia a lo no inmediato (porque el problema es que
resulta difícil pensar en nada que no sea la siguiente ola).
Además, otro inconveniente es que esos asiduos ocupantes del cuadrante I, que son
literalmente vapuleados por los continuos problemas de cada día, con frecuencia buscan
alivio huyendo hacia actividades del cuadrante III (urgentes pero no importantes), o incluso –
con más facilidad de lo que parece– hacia el cálido y acogedor cuadrante IV, refugiándose en
tareas que no son ni urgentes ni importantes. Por eso es necesario pensar en cómo nos
organizamos.
Más que orientarse hacia los problemas,
es preciso tomar la iniciativa
y dirigirse hacia las oportunidades,
no dejarse organizar por los problemas.
De esta manera, se puede reducir el tamaño del cuadrante I, o sea, disminuir el número de
tareas urgentes e importantes de cada día, de modo que éstas puedan atenderse bien, pero
dedicando suficientes energías al cuadrante II (el de lo importante no urgente), que ha de ser
el espacio más amplio en una persona debidamente organizada.
—Me parece que se trata de algo difícil de planificar, y también difícil de llevar a la práctica.
Avanzar en el modo de organizar el tiempo es efectivamente un reto tan difícil como
importante. Y para muchas personas, un terreno tan inexplorado que, sólo con tener una cierta
preocupación por avanzar en él y reflexionar de vez en cuando sobre qué camino tomar, sólo
con eso, podrían lograr mejoras sorprendentes.
De lo contrario, uno se puede pasar la vida corriendo de un lado a otro, hablando por teléfono
compulsivamente, debatiéndose entre cientos de gestiones inaplazables y multitud de
reuniones interminables, intentando hacer más cosas de las que razonablemente somos
capaces, y, encima, después de tanta fatiga, fracasar estrepitosamente. Y quizá entonces
viéramos que podríamos haberlo evitado con sólo hacernos unas cuantas consideraciones
básicas sobre el modo de organizarnos.
En resumen, corremos el grave peligro de dejar de hacer muchas cosas, aun siendo muy
importantes para nosotros, por el sencillo hecho de que no reclaman de modo imperioso
nuestra atención.
Equilibrio y flexibilidad
Aún recuerdo con tristeza el lamento de una persona que a sus treinta y pocos años había
logrado coronar una carrera profesional muy brillante, pero que explicaba su difícil situación
con una crudeza y un dolor sorprendentes.
«Gozo de un prestigio y un éxito extraordinarios. Sin embargo, veo con claridad que he
sacrificado casi todo en la vida para lograr esa meta. Veo que estoy fracasando en mi
matrimonio, que apenas disfruto del afecto de mis hijos, que me siento rodeado de personas
que simplemente me adulan y me tratan de forma interesada.
»Ha llegado un momento en el que no estoy seguro de tener verdaderos amigos. Soy una
persona muy ocupada, y apenas encuentro tiempo para pensar con calma, pero no logro alejar
una duda que martillea mi cabeza desde hace años: no sé si todo lo que estoy haciendo tendrá
algún valor para alguien.
»A estas alturas casi no sé qué es lo que realmente me importa. Me pregunto con frecuencia:
todo esto que he hecho... ¿ha merecido la pena?».
Casos como este, tristemente frecuentes, nos invitan a reflexionar sobre nuestro modo de
organizarnos, sobre el necesario equilibrio personal entre todos los ámbitos de nuestra vida.
El éxito profesional
no puede compensar
el fracaso de un matrimonio roto,
la salud perdida,
el quebrantamiento ético
o la traición a los propios principios.
¿Cuáles son esos ámbitos? Está la atención a la familia: el cónyuge, los hijos, los padres, etc.
Está el propio trabajo, con sus realizaciones, sus expectativas y su necesidad de atender a la
preparación profesional. Está la salud y el descanso, que no conviene menospreciar. Es muy
importante la cultura. No hay que olvidar tampoco las prácticas personales que requiera la
coherencia con nuestras convicciones religiosas, que son un elemento muy importante en la
vida de cualquier persona.
Para no equivocarse a la hora de diseñar el propio proyecto de vida, es preciso, en primer
lugar, identificar los diversos papeles que cada uno tiene que simultanear en su vida. Por
ejemplo, si nos fijamos en el ámbito familiar, uno puede tener su papel como padre o madre,
como esposo o esposa, como hijo o hija, como suegro o suegra, como abuelo o abuela, o
nieto o nieta, como hermano, etc.
En cada uno de esos papeles (lo digo en plural porque uno puede ser al tiempo esposa, madre,
hermana e hija, por ejemplo), hemos de ver qué meta queremos alcanzar, es decir, qué
modelo de familia buscamos, cómo ha de ser la relación entre los miembros de la familia y a
qué valores se da especial relevancia.
Y dentro de ese proyecto, hay que proponerse unos aspectos de mejora personal, y procurar
ponerlos en práctica mediante detalles concretos: por ejemplo, ser más generoso en la
dedicación de tiempo a tu mujer o a tu marido, atender con más cariño a los hijos, ser más
paciente con tu suegro, actuar con mayor fortaleza o mayor comprensión en determinados
casos, etc.
Si nos fijamos en el ámbito laboral, los papeles que nos toque representar pueden ser también
muy diversos: como jefe de un equipo de personas y, a la vez, como subordinado y
compañero de otras; como vendedor, como comprador o como competidor; como patrono o
como trabajador; como profesor o como alumno; etc. En cada caso hemos de saber qué
esperamos de nuestro trabajo. Por ejemplo, sería muy pobre que lo viéramos sólo como un
medio de obtener unos ingresos económicos, o como una simple forma de autoafirmación
personal. Siendo objetivos legítimos, serían insuficientes si no van unidos a otros más
elevados, que nos hagan ver ese trabajo –entre otras cosas– como un servicio a los demás y a
la sociedad. A su vez, hemos de procurar concretar esas ideas: crear un mejor ambiente con
los compañeros de oficina, fomentar el trabajo en equipo con determinadas personas, ser más
puntual, trabajar con más esmero, cuidar más los detalles, adquirir una mayor cultura
profesional, etc.
—Supongo que estas consideraciones de tipo familiar y laboral se pueden extender a otros
ámbitos de la vida, pero el papel más importante será el que representamos simplemente
como personas.
En ese ámbito podrían incluirse cuestiones más de fondo: ser más sensible a las necesidades
de quienes nos rodean, proponerse mejorar seriamente nuestra coherencia ética y religiosa,
ver el modo de acrecentar nuestra formación y nuestra cultura, etc.
De todas formas, al final siempre se acaba por descubrir que todos los ámbitos están muy
relacionados, y que muchas veces se mezclan y confunden. Es natural que sea así, por la
unidad que posee en sí la vida del hombre, y aunque los hayamos separado por razones de
mejor exposición, está claro que se intercomunican y no pueden tratarse como
compartimentos estancos.
Es decisivo encontrar un equilibrio en el que quepa la atención a todas las áreas de nuestra
vida. Un equilibrio alejado de la utopía del que quiere abarcarlo todo ingenuamente y
también lejano de la simpleza de quien se polariza en un tema y no ve nada más. Si no
alcanzamos ese equilibrio, es fácil equivocarse en aspectos importantes.
La forma más lamentable
de perder el tiempo
es equivocar el camino.
—De todas formas, dentro de tanta organización tendrá que haber bastante flexibilidad.
Por supuesto. Nuestra planificación, nuestra agenda, nuestras metas, han de ajustarse a
nuestro estilo, nuestras necesidades y nuestra forma de ser.
Es la organización para ti,
no tú para la organización.
Por más cuidado que uno ponga, siempre surgirán imprevistos que obligarán a subordinar
nuestro plan a una necesidad superior. Pero eso no debe inquietarnos, puesto que la
organización ha de basarse en unos principios, no en sí misma. Por eso sería un grave error
identificar la constancia y la firmeza propias de una buena organización personal con la idea
de volverse rígidos e inflexibles. Además, suele ser más bien al revés, pues la flexibilidad
necesita de un recio fondo de firmeza, del mismo modo que la rigidez esconde muchas veces
una débil y mal disimulada inseguridad.
Basarse en la confianza
Muchas personas apenas logran trabajar en equipo (y por tanto no se benefician de las
consiguientes posibilidades de multiplicar su tiempo), por algo muy sencillo: no se deciden a
depositar confianza en los demás.
Unos lo hacen porque viven bajo una desconfianza general en las personas: no quieren correr
riesgos. Otros, por simple desorden: no hay manera de que se paren a pensar en cómo
mejorar su rendimiento personal. Otros, simplemente porque no son capaces de descubrir la
valía de quienes le rodean, o porque quizá no advierten los grandes efectos que la confianza
tiene en la motivación humana.
La confianza saca a la luz
lo mejor que
cada uno tiene dentro.
Otros, por último, no se deciden a depositar confianza en los demás, y tienden a realizar por
sí mismos la mayor parte de su trabajo, simplemente por ahorrarse el esfuerzo que
inicialmente supone preparar a esas otras personas hasta que puedan ser eficaces.
Multiplicarían su eficacia
si comprendieran que
hay muchas tareas en las que
una dinámica de confianza y cooperación
puede resolver todo mejor,
en menos tiempo
y de modo más gratificante para todos.
Es sorprendente, por ejemplo, cómo algunas familias de pocos miembros y elevados gastos
en personal de servicio no logran alcanzar el nivel de atención que tienen otras que son más
numerosas y tienen poca o ninguna ayuda doméstica, pero están mejor organizadas. Si se
saben distribuir las tareas, se puede estructurar el trabajo de modo que se hagan más cosas, en
menos tiempo y con más satisfacción para todos los miembros de la familia.
—De todas formas, me parece que el problema de la mayoría de las familias no es sólo de
organización, sino de disciplina. Porque pueden hacerse planes perfectos sobre el papel...; el
problema es que cada uno luego quiera cumplirlo.
Sí, pero quizá en muchos casos no será tanto cuestión de disciplina –que algo siempre hace
falta–, como de crear un clima adecuado. Aquí habría que hablar de motivación, y de
sinergias, que son temas que trataremos más extensamente en los dos próximos capítulos. De
todas formas, mi impresión es que –si se plantean bien las cosas– la gente está habitualmente
más dispuesta a cooperar de lo que parece: todo el mundo tiene dentro muchas cosas buenas,
lo que nos falta muchas veces es ingenio para saber sacarles brillo.
Por ejemplo, al principio tú puedes ordenar la habitación mejor y más rápido que tu hijo de
siete años. Pero es mucho mejor despertar el interés del niño para que sea él quien lo haga.
Eso lleva un mayor tiempo y trabajo iniciales, porque hay que enseñarle a hacerlo, y hay que
motivarle, pero luego ese esfuerzo se recupera con creces, en todos los sentidos.
Lo ideal al delegar o sugerir una tarea es lograr que el encargado de hacerla sea su propio
jefe. Con personas menos maduras, hay que especificar más las directrices que han de seguir,
y estar más pendiente de cómo lo hacen, pero lo deseable es que todo eso vaya
disminuyendo, de forma que baste con que cada uno sepa lo que debe hacer, esté motivado y
sepa aplicar luego su ingenio y su creatividad personal al modo de llevarlo a efecto.
Orden y previsión
La compañía Priority Management of Pittsburgh Inc. publicó hace unos años unos estudios
francamente originales, cargados de ese pragmatismo tan típicamente norteamericano. Uno
de los datos estadísticos que aportaba ese estudio era que “el ciudadano medio de aquel país
pasa aproximadamente un año de su vida buscando cosas que no recordaba dónde había
puesto”.
He de confesar que cuando lo leí me pareció un poco exagerado. Hice unos sencillos
cálculos: supongamos que un año es 1/80 de la vida de una persona; como el día tiene 1440
minutos, perder un año entre 80 es como perder 1440/80 = 18 minutos cada día. Después de
esto ya no me parecía tan exagerado. Y si en esos 18 minutos diarios se incluyera el tiempo
que perdemos cada día como consecuencias de olvidos, desorden y mala organización, me
parece que se queda bastante corto.
Pensándolo bien..., un año entero buscando cosas perdidas, agobiado por olvidos
imperdonables, lamentándonos de no habernos acordado de cosas, o de no haberlas previsto,
es algo tremendo. Además, eso será la media, porque hay gente muy ordenada, a la que
corresponderá mucho menos de un año, pero hay otros que son un caos, y pasarán en esa
angustia durante dos, tres, diez años... ¡quién sabe!
Francamente, resulta un poco frustrante imaginar tanto tiempo pasado así. Al menos, es una
buena razón para pensar un poco en cómo ser algo más ordenados. ¿Cuánto tiempo
perderemos cada día por falta de previsión, por no organizarnos mejor, por no hacer lo que
tenemos que hacer...? Si te interesa, haz un cálculo estimativo en minutos diarios, multiplica
por 0.055 y tendrás la cifra de años de vida perdidos en la vorágine del caos.
Cuando no hay orden en la cabeza, acabamos siempre por elegir lo que más nos apetece, o lo
que más reclama nuestra atención, y es natural que en bastantes ocasiones no coincida con lo
que debemos hacer en ese momento.
Muchas veces hablamos de
agobios por falta de tiempo
que son más bien
agobios por falta de orden.
Para ganar en orden, puede resultarte útil revisar estos puntos:
§ si procuramos detectar los aspectos importantes, concretarlos, y después establecer un
orden de prioridades adecuado;
§ si lo que hacemos es lo que realmente tenemos que hacer nosotros, no sea que
dediquemos muchas horas a cuestiones que nos gustan mucho pero que deberían hacer otros
(o las hacemos nosotros para evitarnos la molestia de hacer que las haga quien tiene que
hacerlas);
§ si sabemos cortar a tiempo con esas tareas, para las que siempre falta tiempo, pero que
quizá son menos importantes que otras que solemos dejar sistemáticamente;
§ si podemos trasladar algunas ocupaciones menos importantes a horas de menos agobio
de tiempo (por ejemplo, a horas que no sean las cruciales para atender a la familia, estudiar o
trabajar con serenidad); etc.
Dueños de la agenda
«No puedo menos que asombrarme –vuelvo a citar a Lee Iacocca– ante el gran número de
personas que, al parecer, no son dueñas de su agenda. A lo largo de estos años, se me han
acercado muchas veces altos ejecutivos de la empresa para confesarme con un mal
disimulado orgullo: fíjese, el año pasado tuve tal acumulación de trabajo que no pude ni
tomarme unas vacaciones.
»Al escucharles, siempre pienso lo mismo. Pienso que no me parece que eso deba ser en
absoluto motivo de presunción. Tengo que contenerme para no contestarles: ¿Serás idiota?
Pretendes hacerme creer que puedes asumir la responsabilidad de un proyecto de ochenta
millones de dólares si eres incapaz de encontrar dos semanas al año para pasarlas con tu
familia y descansar un poco?»
Hay muchos hombres y mujeres que se suponen bien preparados profesionalmente, pero que
no saben casi nada sobre cómo organizar su tiempo: les falta reflexión y sosiego, y no son
dueños de su tiempo ni de su agenda. En algunos casos extremos, ese desorden interior se
manifiesta en un auténtico aceleramiento vital que les lleva a lanzarse a hacer las cosas sin
antes pararse siquiera un minuto a pensar si deben hacerlas o no, o cómo deben hacerlas.
Es algo parecido a lo que cuenta aquel viejo chiste, en que llaman por teléfono a un bar para
dar recado a un tal Pepe de que su mujer ha tenido un accidente y está grave, para que vaya
urgentemente al hospital. Uno de los hombres que está allí sale a toda prisa, se monta en una
bicicleta que había en la puerta, y a los cuatro metros, en la misma acera, pierde el equilibrio
y se estrella contra un árbol. Cuando se levanta, dolorido y maltrecho, masculla en voz baja:
«La verdad es que me está bien empleado, porque... ni me llamo Pepe, ni estoy casado, ni sé
montar en bicicleta».
Si esas personas un poco hiperactivas, como ese Pepe del chiste, se pararan un poco más a
pensar las cosas, se evitarían muchos golpes y lograrían hacer más con menos esfuerzo.
—De todas formas, también hay otras personas que necesitan precisamente lo contrario:
pasar más de la reflexión a la acción, o sea, lanzarse un poco.
Sin duda: unos necesitan pararse a pensar, y otros necesitan atreverse de una vez a poner en
práctica lo que piensan. Cada uno debe ver en cada caso. Tenemos delante muchos
problemas, muchas opciones, y nuestra disponibilidad de tiempo es escasa, y hay que optar
continuamente entre una cosa u otra, y hacer frente lo mejor posible a esa complejidad que se
nos presenta. Es un reto que hemos de superar mediante un constante empeño personal,
aunque siempre de forma cordial, sin angustias ni crispación, con optimismo.
Sin caer en extremos patológicos,
es preciso ser críticos con nosotros mismos
en lo que se refiere a
nuestra forma de trabajar
y de organizarnos.
Lealtad, cercanía
La lealtad, y en primer lugar con los ausentes, es otra cuestión clave en las relaciones
humanas. Cuando una persona habla mal de otra a sus espaldas, o revela detalles que alguien
le ha manifestado de modo confidencial, además de actuar injustamente en la mayoría de los
casos, destruye su propia capacidad para generar confianza. Quizá esa persona busca ganarse
la confianza de la otra gracias a esa indiscreción o ese desahogo, pero esa falta de integridad
personal está minando en sus cimientos aquella confianza.
Ante los errores o defectos de nuestros amigos o conocidos, la lealtad exige que procuremos
–en la medida en que eso sea posible– ayudarles a corregirse. Como es obvio, esto será más
fácil cuanto mayor sea nuestra confianza con ellos.
Si no nos resulta posible decirles nada, o se lo hemos dicho y aparentemente no ha habido
ningún cambio, no por eso la murmuración y el chismorreo dejan de ser una deslealtad. Sólo
cuando lo exija la justicia o el bien de los demás, será legítimo advertir a otros –y siempre
extremando la prudencia– de aspectos negativos que hemos observado en una persona.
Cuando hay una buena relación personal, los errores de quienes nos rodean son, si sabemos
aprovecharlos, ocasiones excelentes para ayudar lealmente a esas personas a corregirse.
Muchas veces,
una advertencia sincera y prudente
hecha a tiempo
es la mejor forma de
mostrar el afecto por una persona.
En cualquier ambiente, una persona con capacidad de decir las cosas a la gente sin herirla, se
convierte pronto en una gran autoridad moral ante todos.
—El problema es que muchas veces, cuando ves que habría que hacer una advertencia a
alguien, precisamente entonces tu relación con esa persona está bajo mínimos, y no la
aceptaría bien...
Por eso es importante que haya una buena relación general entre las personas con las que uno
trata (dentro de la familia, en el trabajo, con los vecinos, etc.).
Por ejemplo, si en la familia hay unos lazos fuertes entre padres, hijos, hermanos, abuelos,
tíos, primos, etc., esa relación puede resultar decisiva en situaciones de mayor dificultad.
Sentir y saber que hay muchos otros miembros de la familia que nos conocen y se preocupan
por nosotros, aunque quizá vivan lejos, puede suponer una ayuda mutua importante para la
convivencia familiar. Si uno de tus hijos, por ejemplo, tiene dificultades para relacionarse
contigo en un momento determinado, quizá pueda ayudar a arreglarlo tu cónyuge, un
hermano, o una tía, o el abuelo. En una familia unida, cada uno de sus miembros representa
una referencia y una ayuda que pueden resultar de vital importancia en el momento más
insospechado.
No basta con pedir disculpas
Recuerdo ahora el relato de un padre de familia, hombre sensato aunque quizá un poco
impulsivo, que un buen día advirtió que la bronca que acababa de echar a uno de sus hijos era
desproporcionada e injusta.
No habían pasado más que unos minutos cuando comprendió que había interpretado la
situación de un modo totalmente erróneo, y que su reacción había sido impropia y exagerada.
Como era un hombre leal y de principios, se dirigió hacia la habitación de su hijo para
disculparse. En cuanto abrió la puerta, lo primero que escuchó fue:
—No quiero perdonarte, papá.
—Lo siento, no me había dado cuenta de que tenías razón. ¿Por qué no quieres perdonarme,
hijo?
—Porque hiciste lo mismo la semana pasada.
En otras palabras, venía a decir: «Papá, no pienses que vas a resolver este problema
simplemente pidiendo disculpas. Tienes que cambiar».
Aunque no sea este un ejemplo especialmente modélico en cuanto al perdón, de este relato
puede sacarse una enseñanza importante:
No basta con pedir disculpas,
es preciso también corregirse
y procurar reparar el daño causado.
Sería un error pensar que pidiendo disculpas se arregla todo sin más. El daño que se haya
hecho, aunque se perdone, suele tener unas consecuencias que no pueden ignorarse. Por eso
la petición de disculpas ha de ir siempre unida a un sincero y eficaz deseo de corregir en ese
punto nuestro carácter, rectificar nuestra conducta y compensar de algún modo ese daño.
Acuerdos yo-gano/tú-ganas
En todas las clases hay alumnos que destacan y otros que suelen quedarse atrás. Recuerdo el
caso de un profesor de enseñanza media que utilizaba un ingenioso sistema de motivación
para recuperar a los alumnos más retrasados.
El sistema consistía en hacer un acuerdo con toda la clase. Todo alumno que hubiera
aprobado el examen parcial de la evaluación podía ofrecerse a ayudar a otro que hubiera
suspendido, y preparar juntos el siguiente examen. Si lo hacían, ese alumno anotaba al
comienzo de su examen el nombre del que le había ayudado. Si después aprobaba, el profesor
recompensaba con una subida de un punto al que con sus explicaciones había logrado sacar al
otro de las tinieblas del suspenso.
Así lograba que los más inteligentes ayudaran a los que iban más retrasados, y esto cubría dos
objetivos a cual más interesante: que unos aprendieran la asignatura y que otros aprendieran a
ser más generosos y preocuparse de los demás (además, enseñando es como mejor se
aprende).
Cuando lo oí contar, me dispuse a experimentar ese método con mis alumnos, que por
entonces tenían catorce o quince años. Aunque comencé con un cierto escepticismo, pronto
comprobé sus buenos resultados. Los más aventajados ayudaban a los que iban peor, y las
calificaciones medias subieron bastante.
—Pero eso no sería propiamente generosidad, puesto que no lo hacían de modo
desinteresado, sino por ganar ese punto más en sus calificaciones.
Inicialmente quizá hubiera más de interés personal que de deseo de ayudar. Pero enseguida se
vio que para ellos el punto que podían ganar era casi lo de menos: al final estaban casi más
orgullosos del aprobado de su compañero que del suyo propio.
El mayor éxito era que quizá con esto algunos redescubrían la alegría que siempre acompaña
a la preocupación por los demás. Una prueba de cómo generosidad y felicidad están
indefectiblemente ligadas, tanto como el egoísmo y la amargura.
Aquella experiencia docente propiciaba un beneficio mutuo en todas las direcciones, tanto
entre el profesor y los alumnos como de ellos entre sí: se trata, pues, de un caso del tipo yo-
gano/tú-ganas. Con esto no quiero abominar de otras fórmulas más competitivas, que también
pueden ser útiles, sino simplemente resaltar la eficacia de crear un clima de cooperación.
—Entre otras cosas, porque supongo que la tendencia de algunos educadores a la excesiva
competitividad lesionará fácilmente la autoestima de los menos dotados.
Es preciso encontrar un equilibrio. No es malo inducir un sano deseo de emulación ante los
que son mejores, o presentar como estímulo el modelo que encarnan otras personas. Lo que
no puede olvidarse es que los frutos que cada persona puede obtener de la ejercitación de sus
facultades son enormemente variados, y nadie debe sentirse menospreciado por no conseguir
los resultados que obtienen otros.
—Además, cada persona está más dotada para unas cosas y menos para otras, así que siempre
habrá otros aspectos de su vida en los que podrá ser ayudada por los demás.
Cualquier relación humana bien planteada supone siempre un beneficio mutuo, pues toda
persona siempre tiene cosas que aportar a cualquier otra. Por eso toda persona debiera
sentirse necesitada de la ayuda de los demás, y una generosidad que fuera ostentosa o
paternalista sería ridícula e injusta: lo ideal es que quien está siendo ayudado casi no se dé
cuenta de ello, por la elegancia y delicadeza de quien le ayuda.
—¿Y cómo piensas que puede crearse ese clima de cooperación?
Para que un profesor (o el gerente de una empresa, o un padre o una madre de familia, etc.)
logre ese clima de colaboración con sus alumnos (o empleados, hijos, etc.), han de estar bien
claros los valores y objetivos que presiden esa relación, así como los modos en que se
evalúan los resultados. Naturalmente, esto será más formal en la clase o la empresa, y menos
en la familia, pero también en ella ha de existir.
Estando esto claro previamente, a partir de ahí el deseo del profesor ha de ser que todos
saquen las mejores notas posibles, el del gerente que todos sus empleados cumplan su misión
de forma excelente, y el del padre de familia que todos sus hijos se eduquen libremente de
acuerdo con esas metas y valores. En la mayoría de los casos, ese sistema de cooperación
suele resultar mucho más efectivo que el del autoritarismo o la simple confrontación, pues
disminuye la necesidad de control, incrementa la motivación, y revela cómo en muchas
ocasiones los problemas no estaban en las personas sino en el sistema de relación adoptado.
Lo que este ejemplo pretende resaltar es que muchas veces, cuando damos un consejo a
alguien, nos está pasando algo bastante parecido a lo que sucedía a ese oculista. Nos sentimos
frustrados porque una determinada persona no nos comprende, o porque rechaza nuestros
consejos, y quizá nos quejamos de que no pone interés en escucharnos. Y en realidad el
problema no es que a esa persona le falte interés, o le falten entendederas, sino que nosotros
estamos equivocando el planteamiento, y esa persona no entiende lo que le decimos porque
no hemos logrado antes comprender nosotros cuál es su verdadero problema: le estamos
recomendando con vehemencia usar unas gafas que a nosotros nos van bien, pero a él
probablemente no. Tenemos que diagnosticar antes qué gafas necesita.
Es preciso
primero comprender bien,
para luego poder diagnosticar bien,
y finalmente aconsejar bien.
Pongamos otro ejemplo (este quizá bastante más real y posible que esa esperpéntica
conversación con el oculista):
—Venga, Carlos, hijo mío, ¿por qué estás así?
—Mamá, no puedes entenderlo.
—De verdad que sí, cuéntame.
—Que no, mamá.
—Sí que te entiendo, hijo mío. ¿Qué te pasa?
—No lo sé, mamá.
—Venga, Carlos, ¿por qué estás tan triste?
—Bueno..., en fin, es que el colegio no hay quien lo aguante. Quiero dejar de estudiar.
—Pero..., ¿estás loco? ¿A los quince años ponerte a trabajar? ¿Después de los sacrificios que
tu padre y yo hemos hecho tantos años para que puedas ir a un buen colegio? Ni hablar. La
educación es la base de tu futuro. Tienes que hacer una carrera. Lo que pasa es que hay que
estudiar más, y ya verás cómo termina por gustarte. Venga, hijo mío, que podrías sacar muy
buenas notas si no fueras tan perezoso y tan soñador.
—Déjalo, mamá, no lo entiendes...
Se podrían poner otros muchos ejemplos como este, que revelan una considerable falta de
comunicación. En este caso, es muy probable que Carlos esté pasando por algunas
dificultades en el colegio, dificultades que, al menos para él, son importantes y le hacen
sentirse muy triste. Para poder ayudarle, parece importante saber cuáles son esas causas. Pero
si cuando el chico abre una puerta de su intimidad, y empieza a contar lo que le inquieta..., si
entonces, sin dejarle terminar, descargamos sobre él una retahíla de sesudos consejos y sabias
advertencias, antes de hacernos cargo de qué le sucede; entonces, lo más probable es que la
confianza sea muy difícil, y que la conversación acabe en un amargo “Déjalo, mamá, no lo
entiendes...”, o algo parecido.
Hay una cuestión clave
en cualquier relación personal:
procura primero entenderle tú,
y sólo después,
procura que te comprenda él.
Si pretendes ayudar en algo a otra persona –sea tu hijo, tu cónyuge, tu padre, tu jefe, tu
subordinado, tu colaborador, tu amigo, o quien sea–, lo primero que necesitas es
comprenderle. A medida que lo vayas logrando, te será mucho más fácil que comprenda lo
que tú querías decir o hacer (e incluso, quizá, después de haberle comprendido mejor, lo que
quieres hacer o decir es ya distinto de lo que al principio pensabas).
Errores de interpretación
Podríamos hablar de otro bloque de barreras a la comunicación, que consiste básicamente en
hacer frecuentes interpretaciones personales en las que tratamos de descifrar a alguien, o
explicar sus motivos, o su conducta, sobre la base de nuestros propios motivos o nuestra
propia conducta, sin hacernos cargo de su situación personal.
Volvamos a un ejemplo –inspirado en otro de Stephen Covey– de un chico que se siente
frustrado en el colegio a consecuencia de un serio fracaso. Lo pongo como ejemplo típico de
conversación sorda entre un padre y su hijo adolescente:
—Papá, estudiar no sirve para nada.
—¿Por qué dices eso, hijo?
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente...
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los estudios. Yo, a tu
edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás.
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío.
—Entonces... ¿qué es lo tuyo?
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y para la
próxima temporada es posible que me fichen en un equipo.
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso.
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta, y ha dejado
los estudios.
—Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más probable es que
dentro de unos años ese chico esté lamentándose de no haber hecho una carrera. ¿Qué te
pasa? ¿Es que quieres arruinar tu vida?
—Vale, papá, déjalo.
Está claro que el padre de este chico ha actuado con excelente intención, y que inicialmente
se muestra dispuesto a escuchar, pero se ve que no llega a facilitar de modo eficaz que su hijo
exprese sus verdaderos sentimientos.
El muchacho empieza a explicarse y su padre le interrumpe con una rápida interpretación de
lo que le sucede, cuando el chico aún no había podido terminar su segunda frase. Es entonces
cuando se equivoca, como suele suceder cuando uno juzga antes de escuchar: trata de
descifrar la situación de su hijo sobre la base de su propia situación personal, y sólo logra
cortar el flujo de la confianza que débilmente se había iniciado.
También abusa de frases como lo que te pasa es que..., o aún eres joven para entender..., o yo,
a tu edad..., u otras semejantes, que suenan a un paternalismo un poco desagradable. Usar ese
tipo de entradillas es una buena forma de ganarse una rápida descalificación.
Repasemos de nuevo el diálogo, prestando atención a los posibles sentimientos del chico (se
señalan junto a cada frase en cursiva y entre paréntesis):
—Papá, estudiar no sirve para nada. (Papá, quiero hablar contigo).
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a escuchar).
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas serios en el
colegio y me encuentro fatal).
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los estudios. Yo, a tu
edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás. (¡Horror!, otra vez está papá con que soy un niño
que no entiende nada de la vida. ¿Pero no te das cuenta de que estoy hecho polvo, que
necesito desahogarme?).
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío. (Papá, ¿cómo quieres que te
diga que tengo problemas serios en el colegio y no quiero ni volver a pisarlo?).
—Entonces... ¿qué es lo tuyo? (¿No te das cuenta de que voy a acabar repitiendo curso si
siguen las cosas como van, y quizá me echen del colegio, y que para eso prefiero irme yo
mismo?).
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y para la
próxima temporada es posible que me fichen en un equipo. (Casi no sé ni por qué digo
esto...).
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso (Ya estamos con lo de
siempre. No sé por qué habré sacado el tema, es inútil con este hombre...).
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta, y ha dejado
los estudios. (Si no sé si quiero ser futbolista, pero no pienses que voy a replegarme tan
fácilmente...; me estás sacando de quicio).
—Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más probable es que
dentro de unos años ese chico esté lamentándose de no haber hecho una carrera... (En fin,
encima, profeta). ¿Qué te pasa? ¿Es que quieres arruinar tu vida?
—Vale, papá, déjalo. (Sencillamente, no comprendes).
Como se ve, padre e hijo hablan en distinto plano. No logran alcanzar un mínimo de sintonía
que haga productiva la conversación. No brota la confianza, porque desde el inicio el chico
comprueba que su padre no capta sus sentimientos.
La conversación ganaría en eficacia si ambos interlocutores lograran ponerse del mismo lado
del mostrador –o sea, no enfrentados–, y cada uno se hiciera cargo de los sentimientos del
otro. Esto no siempre es fácil, pero se puede avanzar mucho si uno se fija en qué tipo de
preguntas facilitan la confianza y cuáles la desbaratan (no son las mismas para todas las
personas). Con un poco de agudeza, se pueden intuir cuáles son, aunque sólo sea por el
sistema ensayo/error.
No conviene reducir estos problemas a cuestiones de método, pero hay muchos modos más o
menos prácticos de facilitar la confianza. El más simple, pensando en una conversación como
la de este ejemplo, es hacer preguntas sencillas en las que –quizá empezando por parafrasear
lo que se ha escuchado– se aventura con delicadeza el sentimiento que se intuye que late en el
interlocutor, de modo que se sienta comprendido y así se le facilite explayarse.
Analicemos de nuevo cómo sería ese diálogo siguiendo este método, para ver cómo podría
mejorarse la comunicación entre padre e hijo. También señalamos entre paréntesis los
posibles sentimientos del chico.
—Papá, estudiar no sirve para nada. (Papá, quiero hablar contigo).
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a escuchar).
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas serios en el
colegio y me encuentro fatal).
—¿Te sientes decepcionado por lo que se estudia allí? (Menos mal, parece que no me suelta
un sermón para empezar).
—Sí. Me parece que no saco nada en limpio.
—¿Piensas que no es lo mejor para ti? (Bueno, en fin, tampoco quería decir eso).
—Cada vez me va peor. Acabamos de terminar los exámenes y... (¿Lo digo..., o no lo digo?
¿Qué puede pasarme?).
—¿Y te han ido mal, ¿verdad? (Hombre, menos mal que se ha dado cuenta y no me lo hace
decir a mí).
—Pues..., bueno..., sí, eso parece. He tenido muy mala suerte. Me ha ido peor que nunca. Se
me quitan las ganas de seguir con esto... (¿Te das cuenta de que estoy en crisis completa con
los estudios y necesito que me animen?).
—¿Y por qué crees que te ha ido peor esta vez? (En fin..., para ser sincero, he hecho bastante
el vago, no sé cómo decirte...).
—Me parece que este año me he organizado fatal... (¿Soy suficientemente claro?).
—¿Y crees que tiene remedio?
—Hombre, remedio siempre hay... (Bueno..., en fin, tonto tampoco soy; si me lo
propusiera...).
—Me parece que si te lo propones seriamente este último trimestre, y haces un buen plan de
estudio, puedes recuperar el tiempo perdido y sacar bien el curso (Por fin, alguien que cree en
mí, creía que ya no quedaba nadie en el mundo capaz de semejante cosa).
—¿Tú crees? (Necesito escucharlo otra vez).
—Estoy seguro. Si quieres, descansa hoy un poco, te despejas, y mañana por la tarde vamos a
hacer deporte, charlamos con más calma y hacemos juntos ese plan. ¿Te parece? (Estoy
seguro de que me vendrá bien, estoy –estaba– en plena crisis).
—Vale, de acuerdo (¡qué fácil ha salido todo, menos mal, vaya alivio!).
En este caso, el padre ha logrado ir superando una a una las barreras que había en la
comunicación con su hijo, hasta llegar al problema real.
Al principio, el chico está muy afectado, y sus afirmaciones y respuestas no destacan por su
rigor lógico. No sigue un discurso lógico, sino más bien emocional, y abre su intimidad
buscando desahogo y comprensión. Su padre lo percibe, le deja hablar sin apabullarle con
consejos, facilitándole decir lo que más le avergüenza –evitándole las palabras más difíciles–,
y al final, cuando se ha desahogado y aflora a un discurso más lógico, aprovecha para
aconsejar, y entonces resulta eficaz.
Hay momentos para enseñar
y momentos para escuchar.
El intento de enseñar, cuando la relación es aún tensa o el ambiente está cargado
emocionalmente, se recibe fácilmente como una forma de rechazo.
Hay otro aspecto interesante en este ejemplo. El padre no suelta su consejo de sopetón, con
aire paternalista o de superioridad. No hace innecesarias manifestaciones de aprobación o
desaprobación. Procura sobre todo conducir al chico de modo que se enfrente con su propia
responsabilidad.
Siempre son más eficaces
los consejos no impositivos,
aquellos que hacen que sea uno mismo
quien llegue a la solución
con su propio ritmo, sin forzar.
Credibilidad personal
Para ganarse –mereciéndola– la confianza de los demás, resulta muy útil pensar cuáles son
los rasgos de la persona a la que primero acudiríamos para confiar una preocupación seria,
para desahogarnos de una inquietud que nos agobia.
Se trata de preguntarse cuáles son las condiciones que tendría esa persona, para así examinar
nuestro propio caso y avanzar un poco.
Es muy probable que ese perfil de confianza sea el de una persona afable y serena, cercana,
asequible, que sabe escuchar, leal.
Ahora pensemos si nosotros tenemos esos rasgos, si reunimos esas condiciones de
credibilidad personal que estimulan la confianza de otras personas, y veamos cómo procurar
adquirirlas.
—Pero la confianza exige sintonía entre dos personas. La culpa no tiene por qué estar
siempre en uno mismo.
Es verdad, pero si de modo habitual no logramos ganarnos la confianza de las personas, es
bastante probable que el problema esté básicamente en nosotros. Además, aunque estuviera
sobre todo en el otro, nosotros sólo podemos remover esa barrera del otro en la medida en
que actuemos sobre nosotros mismos para superarla entre los dos.
La comparación no es muy buena, porque son cosas muy distintas, pero lo normal es que
cuando un vendedor no vende, al que hay que mandar a hacer un curso de reciclaje es al
vendedor, no a los posibles compradores. Si no valoran nuestros consejos, si no generamos
confianza, es probable que el principal problema esté en nosotros, en nuestro modo de ser, en
que quizá nos falta comprender y escuchar mejor a los demás. En ese sentido, echar
demasiado la culpa a los demás es como si el vendedor que no vende culpara siempre a los
clientes cuando el problema es su propia incompetencia, puesto que hay otros vendedores que
están vendiendo con éxito ese mismo producto a clientes similares.
—Pero en la vida no vamos vendiendo nada, y tampoco hay que buscar que todo el mundo
tenga mucha confianza con nosotros, como si eso fuera un fin en sí mismo.
Tienes razón, y por eso decía que traigo esa comparación sólo para fijarnos en que no se
puede culpar siempre a los demás de que no sientan confianza en nosotros.
Respecto a lo segundo, efectivamente, cuando buscamos mejorar nuestra credibilidad
personal, procurando incorporar esos rasgos de carácter que hemos ido comentando, no lo
hacemos como fin en sí mismo, ni como estrategia para generar morbosamente confidencias
ajenas o repartir consejos de modo paternalista. Lo que buscamos es nuestro desarrollo
humano pleno y el de los demás, una confianza mutua que será siempre origen de un
enriquecimiento mutuo, porque ayudaremos y porque también aprenderemos mucho de los
demás.
Por esa razón hemos de escuchar con una disposición que no sea de curiosidad, ni de afán de
dominar la situación o de mostrar superioridad, ni de un paternalismo mal entendido, o un
mezquino deseo de enterarse de todo.
Ganarse la confianza de una persona
no se parece en nada
a un deseo malsano de curiosear
en la intimidad ajena.
La confianza brota cuando
se escucha para comprender.
Glosando ideas de Miguel Ángel Martí, podríamos decir que la actitud correcta es la de quien
escucha con verdadero deseo de hacerse cargo, con el deseo de comprender y, si puede,
aconsejar, consolar, animar o alegrarse con la otra persona. No nos interesa sobre todo lo que
nos cuentan, sino más bien la repercusión que eso ha tenido en quien nos está hablando: nos
debe interesar más la persona que las cosas que hayan podido sucederle, pues estas son
siempre pasajeras, lo definitivo son las personas.
Por otra parte, la credibilidad que infundimos en otros está bastante unida a la que nosotros
les damos. Creer en los demás tiene efectos que muchas veces son sorprendentemente
positivos. Todos hemos pasado alguna vez por pequeñas crisis, por momentos en los que nos
faltaba un poco de fe en nosotros mismos, y quizá entonces encontramos a alguien que creyó
en nosotros, que apostó por nosotros, y eso nos hizo crecernos y superar aquella situación.
Goethe escribió:
Trata a un hombre tal como es,
y seguirá siendo lo que es;
trátalo como puede y debe ser,
y se convertirá en
lo que puede y debe ser.
La oportunidad de explayarse
Cuando las personas están dolidas, o pasan por cualquier dificultad, y se les escucha con
verdadero deseo de comprender, dejándolas explayarse, sin querer contestar o precisar cada
una de sus afirmaciones, es sorprendente lo rápido que manifiestan sus inquietudes. Desean
hacerlo. En realidad, todos lo necesitamos –en algún momento incluso desesperadamente–,
pero sólo lo hacemos si encontramos suficiente comprensión; y si no la encontramos,
tendemos a encerrarnos en nosotros mismos, nos vamos transformando en personas que se
amargan, se enrarecen y acaban saliendo por los registros más imprevisibles y menos lógicos.
Cuando las personas tienen
la oportunidad de abrirse,
cuando tienen la suerte de encontrar
alguien sensato que les escuche,
es frecuente que, sólo con contarlos,
desenmarañen sus problemas.
Y esto sucede muchas veces por el mismo proceso de explicación –de verbalización– de sus
problemas. Porque, sólo con contarlos, perciben con claridad la solución, cosa que
difícilmente habrían logrado rumiándolos a solas.
—Pero en muchos otros casos más complejos no será suficiente con explayarse para resolver
los problemas.
Por supuesto, y entonces harán falta consejos claros y bien ponderados que le ayuden a
desliar la maraña. Son casos que suelen llevar más tiempo, entre otras cosas porque su
complejidad hace que esas personas necesiten recorrer un camino más largo antes de abrir
suficientemente su intimidad. Necesitan una preparación previa, un tiempo de conocimiento
que les facilite mostrarse con confianza.
Hacerse cargo de la situación es no caer en el consejo rápido y ligero después de una
confidencia atropellada, no actuar como un médico insensato que dijera “mire, no tengo
tiempo para hacerle un diagnóstico, pero pruebe con este tratamiento, que es muy bueno”.
—Pero habrá veces en que no tendremos modo de dar solución a sus problemas.
Es cierto, pero al menos esa confianza mutua hará posible compartirlos, y eso siempre es ya
un alivio grande. Quizá esas personas necesitan simplemente hablar, y en algunas ocasiones
incluso que no se tenga demasiado en cuenta lo que dicen.
—Pero tener poco en cuenta lo que dice una persona es tratarla como si fuera un poco tonta, y
eso sería indigno.
Me refiero a que hay veces en que no es momento de entrar al trapo de lo que una persona
dice, sino que sobre todo hay que dejar que termine, que se desahogue.
En esos casos, ha llegado la hora de escuchar. En la vida de bastantes personas, las
situaciones de incomprensión, cansancio, aburrimiento, cambios de estado de ánimo, etc., a
veces forman una madeja de inquietudes que rompe en un largo discurso en donde habla más
el corazón que la cabeza, y donde el estrépito y la fuerza iniciales suelen acabar –si se les
deja tiempo hasta desahogarse– en un final más sensato y moderado.
En esos momentos, si el que escucha no se ha percatado de qué es lo que le pasa a quien
habla, puede con sus intervenciones provocar una verdadera catástrofe, tomando
excesivamente en serio lo que está oyendo, o adoptando en la conversación la misma actitud
que el otro. Actuando así, no sólo no deslía la madeja de quien habla, sino que con ella se
enreda también quien le contesta. La persona que se siente agobiada, no necesita un
interlocutor que le conteste y discuta, pues con eso sólo consigue sobrecargar sus ya
maltratados nervios. Lo que necesita es una actitud de escucha, de interés, de comprensión.
Esa actitud nos llevará a dejar hablar, a omitir comentarios innecesarios sobre cuestiones
parecidas a las que estamos oyendo, que quizá vendrían a cuento pero romperían el hilo de su
desahogo. Hay que dejar espacio por delante a quien siente la necesidad de hablar, y no
interrumpirle, a no ser que nos lo pida, y comprender que en ese momento él es el
protagonista, no nosotros.
Y saber demostrar nuestra atención con el silencio, con la mirada, quizá con un pequeño
movimiento de cabeza, a lo sumo con una sencilla pregunta si hay alguna cuestión que no
entendemos, o en esos momentos en los que –se ven muy claros– es preciso preguntar para
reabrir el cauce de una confidencia que amenaza con extinguirse prematuramente.
Hay personas que digieren con facilidad las contrariedades y dificultades que cada jornada
lleva consigo. Pero hay otras, en cambio, cuyos sufrimientos parecen ir amontonándose en su
interior hasta que llega un momento que tanto dolor parece superior a sus fuerzas. Es
entonces cuando la presencia de otro puede ayudar a eliminar eso que no se ha sabido digerir
en el día a día. Necesitan a alguien que les ayude con su actitud humanitaria a hacer humo de
todas esas astillas que se les han ido clavando, y que no han podido arrancar por sí solas.
—¿Y por qué crees que alivia tanto?
Fundamentalmente porque ayuda a aclararse sobre lo que a uno le está ocurriendo, y facilita
caer en la cuenta de la mayor o menor importancia de cada una de las cosas que se están
verbalizando. No hay que olvidar que, como decía Ortega, muchas veces lo peor que nos pasa
es que no sabemos lo que nos pasa.
Exteriorizar lo que a uno le pasa
produce siempre un desahogo afectivo.
De esta manera, al hilo de la propia exposición, se van encontrando soluciones, o
sencillamente se comprende una vez más que a la vida quizá no se le puede pedir más de lo
que en ese momento nos da.
Si la persona que escucha es capaz además de esbozar brevemente algún comentario
inteligente y oportuno, es probable que el otro, aunque a veces en ese momento quizá no lo
valore demasiado, al menos sí lo guarde en su memoria y le sirva de ayuda más adelante,
cuando reflexione sobre aquello, que lo hará.
—Pero a mucha gente le cuesta bastante depositar su confianza en otros. Cuesta, por ejemplo,
ganarse la confianza de los hijos a determinadas edades, o de nuestros compañeros, o de
nuestros vecinos.
Si uno se esfuerza realmente en escuchar, y escuchar con deseo de comprender, es fácil que
se sorprenda al comprobar la confianza con que se acaban manifestando las personas.
—O sea, que tiene su técnica y hay que aprenderla.
Sí, pero no es cuestión de técnica (aunque la hay).
Ganarse la confianza
de una persona
ha de ser consecuencia
de un deseo sincero de ayuda.
De lo contrario, si buscáramos la confidencia de una persona sin sinceridad, sin aprecio, sin
importarnos realmente su dolor, esa confidencia, si es que llegara a producirse, sería más bien
una invasión inmoral de la intimidad ajena, que dejaríamos expuesta y herida.
Ganarse la confianza requiere ser grandes escuchadores, personas que saben mostrar una
aceptación y comprensión tales que quien habla no sienta reparo en ir descubriendo su
intimidad, capa tras capa, hasta llegar al lugar donde está supurando el problema, para
prestarle entonces nuestra ayuda desinteresada.
Desde el momento en que una persona adquiere confianza con otra, se abre hacia el futuro un
camino de mutua satisfacción. Cuando una persona –por decirlo así– deja abierto el
interruptor del circuito comunicativo con otra, pocas veces desaprovechará la oportunidad de
hablar de sí misma, de sus inquietudes y de sus sentimientos. Y eso ayuda mucho a hacer la
vida verdaderamente humana.
Operaciones de cirugía
Hemos dicho que consolidar una relación de confianza –con un amigo, con un compañero,
con tu cónyuge, con uno de tus hijos– requiere una buena dosis de paciencia, y que de
ordinario no conviene empujar ni presionar nada.
Sin embargo, hay situaciones más extraordinarias en las que las cosas pueden ser algo
distintas.
Por ejemplo, imagínate que has sabido a través de terceros que una persona te oculta algo de
importantes consecuencias y que, por su bien y por el tuyo, es preciso aclararlo. Esto puede
suceder en el ámbito familiar con uno de tus hijos, porque descubres quizá unas mentiras en
cuestiones escolares, o pequeños robos, o que bebe más de la cuenta cuando sale con sus
amigos, o incluso que ha hecho sus primeras incursiones en el mundo de la droga, blanda o
dura (y sabemos bien que no se trata de posibilidades tan lejanas hoy para el ciudadano
medio). O puede sucederte en el ámbito laboral, porque descubres una deslealtad de un
compañero, o un atropello de tu jefe, o una camarilla de críticas entre unos subordinados, o lo
que sea. O puede tratarse de una dificultad de entendimiento con tu cónyuge, tu hijo o tu
suegra. O a lo mejor eres un adolescente que por una serie de detalles has visto ir
deteriorándose la relación con tu padre o tu madre, hasta hacerse muy desagradable. O estás
pasando un momento difícil en el noviazgo, o ves cómo una serie de agravios y
malentendidos han llegado a enfriar una relación de amistad antes muy gratificante.
Son todas ocasiones que pueden presentarse y se presentan con cierta frecuencia. Es difícil
dar reglas generales, pero en muchas de ellas sería un error –a veces un daño grave– dejar
pasar las cosas y perder torpemente la oportunidad de tener una amplia conversación
clarificadora con la persona en cuestión. Las situaciones pueden ser muy diversas, y es fácil
que puedan en su comienzo resultarnos costosas, e incluso algo violentas, y exijan por
nuestra parte un cierto ejercicio de fortaleza personal.
Lo que nunca conviene es
ignorar neciamente la realidad:
los problemas no desaparecen
por ignorarlos.
Las cosas que no se aclaran a su debido tiempo van formando como un muro de escoria entre
las personas, una barrera que se va endureciendo poco a poco a base de inercias y cobardías,
produciendo incomprensiones y agravios cada vez más lacerantes, y es una lástima dejar que
ese muro crezca hasta hacerse inderribable.
Si vemos, por ejemplo, que alguien quizá no está siendo sincero con nosotros, y hay motivos
que reclaman una solución a esa situación anómala, conviene afrontar el problema con
decisión y lealtad. Será preciso comprobar las cosas que parece que no cuadran, atar cabos,
contrastar, aclararse, hablar. Y no con una necia o dolida desconfianza, sino con un diligente
y respetuoso deseo de arrojar luz y aire fresco sobre una relación que vemos –porque se nota–
que se está enrareciendo.
Son conversaciones muchas veces difíciles, pero es preciso afrontarlas. A veces será
necesario pasar por momentos de cierta tensión, porque serán verdaderas operaciones
quirúrgicas, en las que quizá haya que causar dolor, porque es preciso abrir hasta dejar a la
vista el tumor, y así poder curar.
Hay que pensar bien la conversación,
y acometerla con valentía,
ofreciendo nuestra sinceridad
y nuestra franqueza
al tiempo que solicitamos la suya.
Y procurar dejarle una salida fácil, sin poner su amor propio en contra de la sinceridad, sino a
favor. Y plantear las cosas dejando fácil que se desahogue por completo, ayudándole con
preguntas sencillas, quizá incluso aventurando delicada y prudentemente lo que suponemos
que está en su mente y no termina de salir a la luz; y lo hacemos incluso pasándonos un poco,
para que simplemente tenga que asentir, o matizar a la baja lo que nosotros hemos dicho y
quizá a él le costaría decir por sí mismo.
Quizá, además del dolor propio, causemos también en el otro un dolor inicial, pero es preciso
hacerlo, con la delicadeza necesaria, porque muchas veces será la única forma eficaz de
ayudar, y otra cosa sería engañarnos, algo así como querer curar un cáncer a base de
esparadrapo y mercromina. La cirugía de la sinceridad, si se hace bien, desatasca el cauce de
la confianza y hace brotar ese agradecimiento grande que nace del desahogo.
—Supongo que en los casos en que, después de una cirugía profunda, haya salido a la luz un
problema serio, de los que humillan, el postoperatorio puede ser largo...
Sí, y entonces hay que saber profundizar en la psicología de esas personas en esos momentos,
saber hacerse cargo del temporal que puede haberse desatado en su interior, de su posible
desesperanza, de su tentación de dar un desplante y tirarlo todo por la borda si no encuentra
en nosotros la acogida que él esperaba a su sinceridad. La clave está en saber valorar la
dificultad que el otro puede tener para asimilar la humillación que subjetivamente le haya
podido suponer.
—De todas formas, supongo que lo ideal sería que raramente hiciera falta esa cirugía porque
haya suficiente confianza.
Por supuesto. Si uno procura ser asequible, y se ocupa de ser receptivo a los problemas que
surgen, pocas veces se presentarán problemas serios, porque se detectarán cuando son aún
pequeños y pueden resolverse de forma sencilla.
Hay que saber aprovechar los momentos favorables, esas ocasiones en que se percibe una
mayor confianza, cuando se distingue en la mirada un matiz que invita a la confidencia, una
especie de receptividad especial por parte de la otra persona. Es una pena dejar escapar esos
momentos en que resulta mucho más fácil hablar de una forma lúcida y relativamente serena
acerca de esos temas delicados que necesitábamos tratar, sobre todo en aquellas relaciones
personales en las que esos momentos no son frecuentes.
También hay que procurar llegar a tiempo. En esto sucede como en la medicina: se adelanta
mucho si se detecta el mal en sus comienzos, cuando los síntomas son menos notorios. Es
verdad que entonces es más difícil hacer el diagnóstico, y deducir cuál es el mal, pero
también se cura mucho más fácilmente. En cambio, después, aunque el diagnóstico fuera
perfecto, ya no es tan fácil curar. Y siguiendo esa comparación, podría decirse que hay que
apostar decididamente por la medicina preventiva: favorecer estilos de vida sanos,
diagnosticar a tiempo y dar tratamientos que curen pronto y sin secuelas: ahí se demostrará la
calidad de nuestras relaciones humanas.
Se trata, por ejemplo, de crear a nuestro alrededor un clima que inspire confianza, que
fomente la sinceridad y lealtad mutuas; de ser personas de talante positivo, animante, abierto,
alentador: que la gente, después de hablar con nosotros, después de escucharnos, se sienta
optimista, alegre, ilusionada (y eso aunque alguna vez hayamos tenido que decirles –por su
bien– cosas fuertes); de ser personas que no se atrincheran en sus propias afirmaciones, como
un retórico grandilocuente que se encastilla en sus excesivas seguridades; de ser personas que
escuchan, que desean sinceramente enriquecer su mente con la aportación de los demás.
Cuanto más profundamente comprendemos
los problemas de los demás,
más apreciamos a esas personas, y
más respeto sentimos por ellas.
para recordar...
El éxito en la vida
viene de saber afrontar
las inevitables faltas de éxito
del vivir de cada día.
La historia no es útil
tanto por lo que nos dice del pasado
como porque en ella se lee el futuro.
J. B. Say
No tengo tiempo
Un hombre trabaja serrando árboles en un bosque. Pone mucho empeño y, sin embargo, está
angustiado por el bajo rendimiento que obtiene de su prolongado esfuerzo. Cada día le lleva
más tiempo acabar su tarea, de modo que le sorprende la noche cuando aún le quedan
bastantes troncos por serrar.
En su afán por trabajar cada día más, no se da cuenta de que esa lentitud se debe a que tiene
muy gastado el filo de la sierra. Un buen día se le acerca un compañero y le pregunta:
—Oye, ¿cuánto tiempo llevas con este árbol?
—Más de dos horas.
—Es raro que lleves tanto tiempo si trabajas a ese ritmo..., ¿por qué no descansas un
momento y afilas la sierra?
—No puedo parar, llevo mucho retraso.
—Pero luego irás más deprisa y pronto recuperarás los pocos minutos que supone afilar la
sierra.
—Lo siento, pero tengo mucho trabajo pendiente y no puedo perder ni un minuto.
Y así concluyó aquella conversación.
Algo muy parecido a este diálogo se repite con frecuencia en el interior de muchas personas
preocupadas por problemas que afectan seriamente a sus vidas. Se plantean que quizá deben
mejorar su preparación profesional, que deben aumentar su cultura, que tienen que formarse,
que necesitan una renovación personal que les saque de su fatigosa y rutinaria monotonía...;
pero al final concluyen que no tienen tiempo, que tienen tanto trabajo que no pueden perder
ni un minuto en teorías.
—Me parece que en muchos casos la culpa está en que la formación es efectivamente muy
teórica y no resuelve los problemas que tiene la gente.
De acuerdo, pero la solución entonces es procurarse una formación que no sea tan teórica y se
adapte a las propias necesidades, pero no renunciar a la formación.
El riesgo de caer en agotadoras disquisiciones teóricas no debe hacernos desdeñar la buena y
sana teoría de las cosas. Es preciso encontrar un equilibrio, porque muchas veces, cuando
alguien dice que la teoría no le interesa, que ya se la sabe, lo que probablemente le suceda es
que esté confundiendo la teoría con una vaga y soporífera verborrea, puesto que no hay nada
más práctico que una buena teoría. Y a bastantes que aseguran no querer ni oír hablar de
teorías lo que quizá les falle es precisamente la teoría (en el buen sentido del término). O,
visto de otra manera, lo que les pierde es una teoría de segundo grado:
Lo que les pierde es la teoría del desprecio por la teoría.
Atender con esmero a la propia formación es decisivo para la mejora del carácter y, en
general, para alcanzar una vida lograda. El problema es que casi todas las actividades
encaminadas a mejorar nuestra formación son de esas actividades importantes pero no
urgentes (aquel famoso cuadrante II) que, por no apremiarnos en el día a día, muchas
personas suelen dejarlas para un hipotético momento futuro que luego nunca llega.
Preparación personal
Si consideramos los diversos ámbitos de la propia preparación personal, podríamos hablar en
primer lugar de un nivel referido a lo estrictamente corporal: atender al cuidado de la salud,
llevar una alimentación sana y equilibrada, hacer el necesario ejercicio físico, etc.
Estas exigencias pueden resultar bastante costosas para algunas personas. Y si uno no está
acostumbrado a ellas, al comenzar a tomarlas más en serio, es fácil que el cuerpo proteste
contra el cambio, y quiera seguir en su cómoda cuesta abajo de la vida: comer y beber lo que
nos venga en gana, desdeñar el ejercicio físico, ser negligentes en el cuidado de la salud, etc.
Se necesita un tiempo para acostumbrar al cuerpo a esa disciplina, pero a medida que se
logra, uno se encuentra con más energía y mejor humor, las actividades normales van
resultando menos costosas y aumenta la capacidad para hacer cosas más exigentes.
Si pasamos a analizar otro nivel más alto de nuestra preparación personal, referido por
ejemplo a nuestras capacidades intelectuales, es probable que advirtamos que nuestras
circunstancias de vida quizá no nos empujan a usar mucho de ellas. Depende mucho del tipo
de ocupaciones de cada uno, pero sucede con frecuencia a quien ha dejado ya la disciplina
exterior de sus obligaciones de estudiante, y su trabajo tampoco le obliga a ejercer con
exigencia su capacidad de leer, o de pensar analíticamente, o de expresarse por escrito con un
mínimo de riqueza y corrección.
—Lo malo es que, si el trabajo no nos lo exige, luego, en el poco tiempo libre que uno tiene,
tampoco está uno para demasiadas florituras intelectuales...
Tampoco se trata de caer en un obsesivo afán de ejercer las capacidades mentales, de la
misma manera que hacer periódicamente un poco de ejercicio físico no es pasarse las tardes
en un gimnasio dedicado al culturismo. Pero si nos detenemos a pensar en cómo empleamos
nuestro tiempo libre, quizá advirtamos que pasamos bastante tiempo con distracciones
demasiado pasivas y que nos aportan muy poco, y que podríamos dedicarnos más a otras que
nos aportarían más, y que también descansan más.
Un ejemplo típico es la televisión. Ser capaz de autorregularse en su uso con sensatez y
equilibrio es un hábito que puede tener unas importantes consecuencias para el futuro de una
persona.
—¿No exageras un poco?
Me refiero a que un consumo excesivo e indiscriminado de televisión supone perder la
ocasión de hacer muchas cosas en la vida. Basta pensar que si una persona dedica tres horas
diarias a ver televisión –y aún estaría por debajo de la media del mundo occidental–, ese
tiempo supone casi la quinta parte del que se pasa cada día levantado de la cama. O sea, que
es como dedicar quince años de la vida a ver la televisión quince horas diarias. Y en ese
tiempo realmente se pueden hacer muchas cosas.
—Es cierto, pero supongo que viendo la televisión también se pueden aprender cosas.
Hay programas que efectivamente tienen una alta calidad, bien por su contenido formativo o
informativo, o incluso de entretenimiento y de descanso, y es verdad que pueden
enriquecernos y ayudarnos mucho. Pero también es cierto que muchos otros sencillamente
nos hacen perder el tiempo (y eso sin contar con los que puedan influirnos negativamente,
que también los hay).
Además, si resulta que vemos la televisión a granel, sin que medie una selección y búsqueda
de los espacios que de verdad nos interesan, tragándonos todo, de un canal a otro, todas las
tardes, todas las noches, lo que haya... eso habría que calificarlo de adicción, y sus efectos no
pueden ser positivos. La televisión es un buen siervo pero un mal amo, y no debemos dejar
que su uso nos domine, sino ser capaces de emplearla con moderación y sensatez.
—¿Y cómo es que, hablando de la preparación personal, has casi empezado hablando de la
televisión, y con tanta insistencia?
Quizá porque es la ocupación –quitando el trabajo y el sueño– a la que dedica más tiempo
cada día el ciudadano occidental de tipo medio. Y parece claro que de ahí es de donde más
tiempo puede sacar para su preparación personal en todos los ámbitos.
Cultura
La vida de un hombre sin cultura es como una llanura desértica. La cultura nos facilita
interpretar la realidad del mundo que nos rodea. Con la cultura podemos despejar un poco de
ese misterio que somos cada hombre. La cultura enriquece al hombre, le lleva a profundizar
en sus raíces y en su historia. La cultura nos pone sobre la pista de nuestro pasado, nos hace
valorar lo que ha sido nuestra andadura sobre la tierra –la nuestra personal y la de toda la
historia del hombre–, y nos empuja –si es verdadera cultura– hacia la verdad y, por ella, hacia
la libertad.
—Pero supongo que la cultura de un hombre no se improvisa. Para llegar a tener un
pensamiento y unas valoraciones profundas y acertadas, será preciso dedicar mucho tiempo y
esfuerzo.
Tiempo y esfuerzo, y también acierto, puesto que ser culto no es tanto saber muchas cosas
como tener una explicación coherente, y en clave de verdad, de lo que es el hombre y el
mundo que le rodea.
Lo importante no es tener muchos conocimientos, sino que esos conocimientos nos ayuden a
dar una respuesta acertada a los problemas nuestros y de quienes nos rodean. Porque, de lo
contrario, ¿de qué nos sirve tener muchos conocimientos, si luego resultan fragmentarios y
contradictorios, si no sabemos la verdad que pueda haber en ellos? Sin un criterio de verdad,
la multiplicidad de conocimientos desemboca en una erudición simple y ramplona, pero no
en una verdadera cultura. Cultura es todo y sólo aquello que ayuda al ser humano a ser
plenamente hombre.
El término cultura viene del latín, del verbo colere: cultivar. Su empleo era metafórico, y es
Cicerón quien insiste en que al igual que una tierra sin cultivar, por buena que sea, sólo
produce abrojos, el espíritu del hombre necesita ser ejercitado para producir los frutos que le
son propios.
Y para cultivarse cada día un poco más, el hombre ha de tener un proyecto mínimamente
definido. Cada uno ha de buscar una síntesis personal de sus intereses y necesidades
culturales, y de este modo contribuir a forjar conscientemente su propia personalidad y su
actitud ante la vida. Sólo así podrá superar la seductora mediocridad de esas subculturas
superficiales y masificadas que a veces parece que se nos quieren imponer, con una sutil y
terca persistencia, y contra las que es preciso oponer una auténtica búsqueda que nos sirva
para aprehender la realidad, vivir en ella y saber a qué atenernos.
La verdadera cultura
ha de servir para
interpretar correctamente la vida.
La verdadera cultura ha de hacer la vida más humana, ha de hacernos descubrir sus
posibilidades más genuinas y apuntar a sus más auténticas aspiraciones. El hombre no se
agota en su biología, sino que tiene todo un mundo interior: puede ser sabio o ignorante,
cultivado o tosco, lleno de luces o cubierto de sombras, ordenado o caótico, coherente o
ilógico, puede buscar la verdad o intentar de algún modo sobrevivir en el sórdido mundo del
error, la ignorancia o la mentira.
Cultivar el propio mundo interior tiene siempre su consiguiente reflejo en el exterior de cada
persona. Y no sólo en su carácter, sino hasta en lo aparentemente más inmotivado del porte
externo: la mirada, los gestos, el rostro, el mismo tono de la voz; todo eso es matizado,
vivificado y mediatizado por el propio talante personal, por la propia forma de ser, que nace
de lo más profundo del hombre: allí es donde al hombre se le presenta la apasionante
oportunidad de cultivarse, de proyectarse, de hacerse a sí mismo.
Por eso, un buen camino para mejorar el propio carácter es enriquecer el propio mundo
interior. Así, lo que de ese mundo interior salga luego al exterior se parecerá lo más posible a
lo que uno anda buscando.
—Pero a veces parece que la cultura se promociona demasiado a golpe de marketing, y que
los medios de comunicación imponen mucho las modas y hacen como de filtro del gusto
mayoritario.
Precisamente por eso conviene presentar una cierta resistencia a esos embates del marketing
cultural. Y como no sirve de mucho añorar tiempos mejores (que además quizá nunca
existieron), lo mejor es –como sugiere Ignacio Aréchaga– resistir a esa uniformización con
métodos más plurales de selección: en vez de guiarse sólo por la lista de best-sellers, perder
tiempo hojeando libros en las librerías y compartiendo los hallazgos con gente cuya opinión
valoramos; no sentirse raro por elegir una película recomendada de boca a oreja, en vez de
aquella otra promocionada al alimón en todos los dominicales; o descubrir ese programa de
televisión que aporta algo, aunque esté permanentemente expulsado del prime time.
Apertura y receptividad
Es un triste error pensar que cualquier cosa que hagamos, para que sea verdaderamente
personal, debe hacerse de modo totalmente original y solitario, ajeno a toda influencia o
colaboración.
Como si cualquier influencia
atentara de inmediato
contra nuestra personalidad.
Eso supondría confundir el hecho de tener personalidad con adoptar una actitud de
autosuficiencia y absolutez, que es un desatino de los más frustrantes en que se puede caer.
—Pero en esto puede haber grados, y siempre será bueno dejar un margen amplio a la
creatividad personal...
Por supuesto, aunque cuidando cada uno de procurar no confundir la creatividad con esa
vanidad pseudoinfantil que a algunos les hace pensar que están llamados a introducir
novedades geniales en todo lo que hacen, y que además lo lograrán partiendo únicamente de
sí mismos, sin contar con aportaciones ajenas.
—Desde luego, eso sería confundir la espontaneidad con la sabiduría.
La verdadera creatividad precisa siempre de un equilibrio: no es ni el originalismo necio de
quien busca llevar la contraria a todo lo establecido; ni la producción serializada y gris de
quien es incapaz de introducir una aportación personal en nada de lo que hace; ni tampoco el
originalismo mimético de esa gran oleada de mediocres que suele seguir a los verdaderos
creadores, imitando ingenuamente su estilo sin llegar a captar su sustancia.
—Entonces, volviendo a lo de la influencia de los demás en nuestro desarrollo personal, ¿qué
crees que corresponde a uno mismo en esa tarea?
Ninguno nos hemos dado a nosotros mismos la vida, ni hemos determinado las características
de nuestra personalidad. Sin embargo, a nosotros corresponde desarrollarla.
La plena realización de nuestra
personalidad es como
una progresiva colonización
de nosotros mismos.
Y para lograrlo, no tiene por qué ser obstáculo el hecho de ser ayudado por otros, es decir,
recibir estímulo, consejo, ánimo, ejemplo.
—Bien, pero también existe el peligro de que ese consejo acabe transformándose en una
cierta dominación por parte de otra persona...
Naturalmente, y por eso una cosa es recibir ayuda, hacer uso de esa segunda mano que se nos
ofrece, y otra muy distinta es convertir nuestra vida en una existencia de segunda mano. Son
cosas bien distintas, y de una no hay por qué pasar a la otra.
Podríamos compararlo a lo que sucede con otros fenómenos humanos como, por ejemplo, el
lenguaje. El lenguaje puede parecer que coarta la libertad porque obliga a usar un repertorio
estereotipado. Sin embargo, hay una enormidad de posibilidades de expresarse: basta ver, por
ejemplo, la diferencia que hay entre un buen orador y quien habla torpemente.
De la misma manera, recibir de otros una buena formación es muy distinto a ser dominado y
manipulado por ellos. Es evidente que el hombre puede abdicar de su personalidad allí donde
debía mantenerla, de modo que esa ayuda deje de ser una colaboración para transformarse en
una dictadura, pero eso sería una perversión –o al menos una trivialización– del recto sentido
que tiene el hecho de formarse.
—¿Y dónde está el límite entre una influencia realmente formadora y legítima, y otra que
fuera autoritaria e invasora?
Para que esa influencia sea legítima, es preciso que busque formar una auténtica interioridad
en aquellos a quienes se dirige. Una interioridad que, entre otras cosas, pueda resistir a las
tendencias superficializadoras y dispersoras de cada época. Un sólido núcleo personal que no
deje a la persona a merced de los vaivenes de la moda del mundo del pensamiento.
Por otra parte, tener una notable autonomía personal no está reñido en absoluto con mostrar
una conveniente receptividad, es decir, una apertura de mente que busque un constante
enriquecimiento personal gracias a las aportaciones de los demás. Una receptividad que,
como es natural, debe mostrarse solamente ante quien merezca esa actitud, y que no ha de ser
pasiva sino activa, tanto en la búsqueda de las opiniones que nos merecen autoridad como en
el esfuerzo por mantener después una actitud despierta ante ellas. Para lograrlo resulta
preciso superar el orgullo y la pereza, mantener la necesaria frescura de imaginación y
proceder con una cabal aceptación de las exigencias de la verdad que vayamos percibiendo.
Y quien asume la tarea de formar, ha de procurar siempre hacer pensar, pues formar no es
modelar desde fuera el espíritu del otro a nuestra imagen y semejanza.
Formar es
despertar en su interior
al artista latente que esculpirá
desde dentro su obra.
Y eso aunque el resultado sea una obra imprevisible para nosotros, e incluso extraña a
nuestros deseos. Mediante la formación no tratamos de conseguir la realización de unos actos
determinados, ni buscamos simplemente transmitir unos criterios de conducta, por acertados
que estos fueran. Se trata de buscar en cada persona el desarrollo más plenamente humano de
sus capacidades, de modo que de ahí fluya con naturalidad un modo de ser y de actuar acorde
con la formación que se ha ido asimilando.
El peligro de la trivialidad
Las cosas son, con frecuencia, bastante más complejas de lo que a primera vista parecen. Es
preciso tener en cuenta matices y detalles que, si no se valoran, muchas veces desfiguran la
realidad.
La trivialización
es un peligro constante.
Y podría decirse, como ha escrito Messori, que la verdadera cultura consiste precisamente en
adquirir el sentido de la complejidad de las cosas, en rehuir las simplificaciones, en respetar
el misterio que hay detrás de toda apariencia.
Sin problematicismos patológicos,
hemos de procurar
ser lo suficientemente lúcidos
para profundizar en la realidad
sin empobrecerla.
Para lograrlo, es importante –entre otras cosas– leer mucho y con acierto: es ese uno de los
mejores modos de abrirse a lo que han expuesto con brillantez los más grandes pensadores,
de poder entrar en las mejores cabezas del presente y del pasado.
Siempre está la excusa de la falta de tiempo, pero si uno sabe organizarse, siempre se puede
quitar tiempo a otras cosas menos productivas. Y empezar quizá por un libro al mes, para
procurar pasar luego a dos –no es tan difícil como parece–, o incluso a más.
—También en esto, creo que si muchos no leen más es, simplemente, porque no tienen
mayores inquietudes.
Por eso, fomentar el deseo de saber es lo que puede introducirnos de una vez por todas en el
mundo de la lectura, tan necesaria para no ir por la vida a tientas. Una lectura atenta y
reflexiva, puesto que la sabiduría no surge ordinariamente por generación espontánea.
—Pero supongo que no todos los libros han de exigir una lectura analítica y reflexiva.
Todos no. Como decía Francis Bacon, hay libros para probar, libros para tragar, y otros, muy
pocos, para masticar y digerir. Lo que sería una pena es reducirse sólo a los de evasión o
entretenimiento.
—De todas formas, también la lectura se puede convertir en una adicción, y es bien conocido
que el exceso de información nubla la inteligencia y favorece la pedantería.
Si la lectura es indiscriminada y errática, existe ese peligro. Por eso decíamos antes que no se
trata de un simple acopio de lecturas, sino de buscar el modo de comprender mejor el mundo,
a los demás y a uno mismo.
Por último, cabe añadir que otra actividad que contribuye a mejorar nuestra claridad mental
es la escritura. Escribir ayuda a tender puentes con algunas zonas menos exploradas de
nuestra mente, destila y cristaliza el pensamiento, nos facilita expresarnos con más precisión,
glosar nuestras ideas con un poco más de método y de contexto, razonar con más rigor y
hacernos comprender mejor.
para recordar...
Forjar con acierto el propio carácter
es decisivo para el resultado de la vida.
No es una tarea fácil ni rápida,
pero trae muchas satisfacciones.
Es preciso cultivarse,
renovar un deseo permanente de aprender,
prepararse mediante un proceso constante
de mejora personal.
para pensar...
Nada como el intento inmoderado
de escapar de la dureza de la vida
hace dura la vida.
OBJETIVO:
Superar esa insustancialidad.
MEDIOS:
Fomentar intereses y aficiones de mayor nivel.
MOTIVACIÓN:
Hacerle ver el atractivo de ser una persona cultivada, y del mismo hecho de cultivarse.
HISTORIA:
Los padres de Luis ven que su hijo apenas lee, que no le preocupa la actualidad, ni la historia,
ni el pensamiento. Comprenden que una persona así tendrá serios problemas a medio o largo
plazo, si no cambia.
Es la madre quien más insiste en que no pueden permanecer pasivos: “Hemos de hacer algo
para que se ilusione con cosas un poco más altas, con más contenido. Tiene 16 años, y no
podemos dejar que esto siga así, porque va a más”.
Su marido es bastante escéptico respecto a ese empeño: “Si no le interesan esas cosas, poco
podemos hacer. La gente joven de hoy es así. Ya madurará”. Pero ella no está de acuerdo:
“No podemos quedarnos tranquilos pensando que la culpa es suya por no interesarse por esas
cosas: nuestro reto es interesarle por esas cosas”.
Finalmente estuvieron de acuerdo en hacer algo. Pensaron que, para ser sinceros, los
primeros culpables eran ellos, pues llegaban los dos muy cansados de trabajar, y el poco
tiempo libre que tenían lo dedicaban a ver la televisión. Tuvieron la honradez de reconocer
que ellos mismos ponían poco empeño en cultivarse y, en el fondo, vivían de las rentas.
Además, pensaron que no basta con decir a los hijos que lean, que se organicen, que se dejen
de tonterías... Tenían que ir ellos por delante, porque de otra manera sería difícil cambiar las
cosas.
Se propusieron hacer que en la casa hubiera un tono más alto, que se trataran más cuestiones
de tipo cultural, temas de cierta envergadura, que dieran una mayor amplitud de miras.
Empezaron por encender la televisión sólo para programas concretos de interés, y apagarla
luego enseguida.
Compraron libros, pero poco a poco, y asegurándose de que fueran interesantes y asequibles
a un tiempo, pues no querían limitarse a recomendar genéricamente la lectura, sino
recomendar títulos concretos; y veían que si fallaban en los primeros consejos bibliográficos
perderían su prestigio como promotores de la lectura.
Procuraron poner imaginación para hacer planes culturales. Querían hacerlos con sus hijos, y
organizarlos con ellos, pero sin dárselos hechos. Al principio parecía difícil encontrar ideas
del gusto de todos, pero con un poco de observación, y gracias a las conversaciones que
empezaron a surgir desde que la televisión estaba más callada, fueron saliendo a la luz
algunas aficiones e intereses de los hijos, que estaban latentes pero tenían fuerza. Tirando de
esas inclinaciones, poco a poco, salieron planes muy diversos: viajes culturales, visitas a
exposiciones, hobbies constructivos, etc. De esos planes, así como de las lecturas de todos, y
de las tertulias que formaban para comentar cada película después de verla, salían siempre
conversaciones e ideas interesantes.
Todos se dieron cuenta –y quizá los padres fueron los más sorprendidos– de que eran buenos
modos de descansar, de mejorar la cultura y de preocuparse de los demás.
RESULTADO:
En algún momento pensaron si estaban exagerando, pero pronto se dieron cuenta de que era
difícil que ese fuera el problema. El nivel tiende a bajar solo, y el problema suele ser la
constancia en mantener la línea emprendida.
Al cabo de unos meses había mejorado mucho el ambiente de la familia, con un resultado
palpable en los resultados académicos de los hijos y en el enriquecimiento mutuo de todos.