Eugene O Neill El Emperador Jones
Eugene O Neill El Emperador Jones
Eugene O Neill El Emperador Jones
EL EMPERADOR JONES
Eugene O’Neill
PERSONAJES
La acción de la obra se desarrolla en una isla de las Antillas, de la cual no se han adueñado aún los
marinos blancos. La forma de gobierno nativa es, por el momento, la imperial.
ESCENARIOS
ESCENA I
Sala de audiencias del palacio del Emperador: un aposento espacioso, de alto cielo raso y paredes
desnudas, enjalbegadas. El piso es de losas blancas. A foro, izquierda, ancha arcada que lleva a un
pórtico de columnas blancas. El palacio está situado evidentemente sobre una loma, ya que más allá
del pórtico sólo se ve un paisaje de colinas lejanas, cuyas cumbres están coronadas de densos
bosquecillos de palmas. En el muro de la derecha, centro, un vano más pequeño, de dintel en arco,
que lleva a los aposentos del palacio. La sala está desprovista de muebles, con excepción de un
enorme sillón de madera sin desbastar que se encuentra en el centro, con el respaldo hacia foro. Se
trata evidentemente del trono del Emperador. Está pintado de un escarlata deslumbrante y que hiere
la vista. Sobre el asiento, un almohadón anaranjado de tono vivo, y en el suelo otro, más pequeño, a
guisa de escabel. Desde el pie del trono hasta ambas entradas, hay tiras de esteras teñidas de
escarlata.
Son las últimas horas de la tarde, pero el sol proyecta aún sus amarillos fulgores más allá del
pórtico, y en el aire gravita una oprimente carga de agobiante calor.
Al alzarse el telón, una negra nativa entra cautelosamente por derecha. Es muy vieja, su vestido es
de percal barato, está descalza y le cubre la cabeza un gran pañuelo rojo, bajo el cual asoman unos
cuantos mechones sueltos de cabello blanco. Lleva al hombro un hatillo envuelto en paño de colores y
que cuelga del extremo de un palo. Vacila junto a la puerta, mirando hacia atrás como con gran
temor de ser descubierta. Luego, comienza a deslizarse silenciosamente, paso a paso, hacia la salida
de foro. En ese momento, aparece Smithers bajo el pórtico.
Smithers es un hombre alto, cargado de espaldas, de unos cuarenta años. Su calva, encaramada
sobre un largo cuello provisto de una enorme nuez de Adán, parece un huevo. Los trópicos han
bronceado su rostro naturalmente pastoso, de facciones angulosas, dándole un enfermizo tono
amarillo, y el ron nativo ha pintado su puntiaguda nariz de un alarmante color rojo. Sus ojos azules,
pequeños, acuosos, están orlados de carmesí y lanzan vivaces miradas a su alrededor como los de un
hurón. Su expresión revela una inescrupulosa bajeza, cobarde y peligrosa. Viste un raído traje de
montar, de sucio dril blanco, polainas, espuelas y un casco blanco de corcho. Le ciñe la cintura una
cartuchera provista de un revólver automático. Lleva en la mano una fusta de montar. Ve a la mujer y
se detiene a observarla, con aire de sospecha. Luego, tomando una decisión, penetra rápidamente en
puntas de pie en la habitación. La mujer, que vuelve la mirada a cada momento, sólo lo ve cuando es
demasiado tarde. Entonces, Smithers da un salto adelante y la aferra con firmeza del hombro. La
nativa se esfuerza por zafarse de él, con salvaje vehemencia, pero silenciosamente.
SMITHERS: (Con rudeza e intensificando su presión.) ¡Vamos! Basta de alharacas, querida. Ahora
que te lie puesto los ojos encima, no podrás escapar.
LA NATIVA: (Advirtiendo cuan inútil es su resistencia, se deja dominar por un terror frenético y se
desploma en el suelo, abrazando las rodillas de Smithers con aire suplicante.) ¡No decirlo! ¡No
decírselo, míster!
SMITHERS: (Con gran curiosidad.) ¿Decírselo? (Desdeñosamente.) ¡Ah! ¿Te refieres a su lozana
Majestad? ¿Qué pasa, a fin de cuentas? ¿Por qué te escurres así? Supongo que habrás robado algo.
(Golpea significativamente el hatillo con su fusta.)
LA NATIVA: (Meneando la cabeza con vehemencia.) No. Mí no robar.
SMITHERS: ¡Infame embustera! Dime de qué se trata. Está sucediendo algo extraño. Lo he
husmeado esta mañana al levantarme. Ustedes los negros deben estar tramando alguna fechoría. Este
palacio parece una tumba. ¿Dónde están los demás? (La nativa guarda un hosco silencio. Smithers
levanta la fusta con aire amenazador.) ¡Ah! ¿Conque no quieres hablar? Yo te haré menear la lengua.
LA NATIVA: (Agachándose medrosamente.) Yo decir, míster. Tú no pegar. Irse ... todos irse. (Hace
un amplio ademán, señalando las colinas lejanas.)
SMITHERS: ¿Han huido... a las colinas?
LA NATIVA: Sí, míster. El Emperador... El Gran Padre... (Toca el suelo con la frente, en rápido
movimiento mecánico.) dormir después de comer. Entonces ellos irse... todos irse. Yo, ser vieja. Yo, ser
única que quedó. Ahora, yo irme también.
SMITHERS: (Su asombro es reemplazado por una inmensa y mezquina satisfacción.) ¡Ah! ¡De
modo que era eso! Bueno... Pues yo sé perfectamente qué va a ocurrir... cuando ellos huyen a las
colinas. Pronto retumbará allí el tam-tam. (Con tono muy rencoroso.) ¡Y eso me alegra mucho, por lo
demás! ¡Bien merecido lo tiene! ¡Miren las ínfulas del negro hediondo! ¡Su Majestad! ¡Al diablo con
eso! Me gustaría estar allí cuando lo hagan salir para matarlo a tiros. (Bruscamente.) Está aún aquí...
¿verdad?
LA NATIVA: Él dormir.
SMITHERS: Se dará cuenta forzosamente apenas despierte. Es lo bastante astuto para comprender
cuando le llegue la hora. (Va hacia la salida de la derecha y lanza un penetrante silbido con los dedos
metidos en la boca. La vieja se levanta de un salto y sale corriendo por la puerta de foro. Smithers la
sigue, echando mano a su revólver.) ¡Detente o te mato! (Deteniéndose, con tono indiferente.)
Revienta, pues, si quieres, vaca negra. (Se queda parado en el vano de la puerta, siguiéndola con la
mirada.)
(Jones entra por derecha. Es un negro de raza pura, alto, de cuerpo recio, de edad madura. Sus
facciones son típicamente negras, pero en su rostro hay algo de francamente diferencial: una
subyacente fuerza de voluntad, una intrépida y aplomada confianza en sí mismo que inspira respeto.
Sus ojos están iluminados por una vivaz y astuta inteligencia. Sus modales son taimados, recelosos,
evasivos. Viste una chaqueta de uniforme de color azul claro, salpicada de botones de latón, pesadas
charreteras de oro, trencilla de oro sobre el cuello, los puños, etc. Sus pantalones son de un color rojo
vivo, con una franja de tono azul claro al costado. Calza botas de charol con cordones y espuelas de
latón, y un cinturón con un revólver de largos cañones y mango de nácar en la pistolera completa su
atavío. Sin embargo, hay algo no del todo ridículo en su magnificencia. Sabe hacérsela disculpar.)
JONES: (Sin ver a Smithers, sumamente irritado y parpadeando con aire soñoliento, grita.) ¿Quién
se atreve a silbar así en mi palacio? ¿Quién se atreve a despertar al emperador? ¡Malditos negros!
¡Haré despellejar a unos cuantos de ustedes!
SMITHERS: (Dejándose ver, con aire a medias temeroso y a medias desafiante.) Fui yo quien silbó.
(Al ver que Jones frunce el ceño, irritado.) Tengo novedades para usted.
JONES: (Con sus modales más suaves, que no logran disimular su desdén por el blanco.) Ah... Es
usted, míster Smithers. (Se sienta sobre el trono con desenvuelta dignidad.) ¿Qué novedades me trae?
SMITHERS: (Acercándose más a él para gozar de sí desconcierto.) ¿No ha notado usted hoy algo
extraño?
JONES: (Con frialdad.) ¿Algo extraño? No. ¡En absoluto!
SMITHERS: Entonces, no es tan astuto como supuse ¿Dónde está toda su corte? (Con tono
sarcástico.) ¿Dónde están sus generales y ministros del gabinete y todos lo demás?
JONES: (Imperturbable.) Adonde corren habitual mente apenas cierro los ojos... A beber ron y a
charlar largo y tendido allá en el pueblo. (Sarcásticamente.) ¿Cómo se explica que usted no lo sepa?
¿Acaso no se emborracha con ellos todos los días?
SMITHERS: (Picado, pero fingiendo indiferencia, con un guiño.) Eso forma parte del trabajo diario.
Tengo que hacerlo... dados mis negocios... ¿No le parece?
JONES: (Desdeñosamente.) ¡Sus negocios!
SMITHERS: (Impulsado por una imprudente ira.) ¡Maldito sea! ¡Bastante se alegró usted de que lo
hiciera trabajar conmigo cuando llegó aquí! ¡Entonces no tenía tantas ínfulas de personaje!
JONES: (Su mano se apoya con la rapidez del relámpago sobre la empuñadura de su revólver y
dice con tono amenazador.) ¡Hable con cortesía, hombre blanco! ¡Hable con cortesía! ¿Me oye? Yo
soy aquí el amo ahora... ¿Lo ha olvidado? (El cockney se dispone, al parecer, a desmentir esta última
afirmación con los hechos, pero lo contiene e intimida algo que ve en los ojos de su interlocutor.)
SMITHERS: (Con tono cobardemente quejumbroso.) No ha sido con mala intención, jefe.
JONES: (Condescendiente.) Acepto su excusa. (Aparta la mano del revólver.) Es inútil que escarbe
en el pasado. Una cosa es lo que fui entonces y otra lo que soy ahora. Si usted me hizo intervenir en
sus deshonestos negocios, no fue a causa de sus buenos sentimientos. Yo le hacía un trabajo sucio… y
la mayor parte de las ideas eran también mías, por lo demás. Y yo valía para usted el dinero que me
pagaba. Eso es todo.
SMITHERS: Bueno, qué diablos... Yo le di el primer empujón cuando otros no querían hacerlo... ¿no
es así? No temí emplearlo, como lo temían los demás... a causa de lo que se contaba sobre su fuga de
la cárcel, allá en los Estados Unidos.
JONES: No tiene derecho a mirarme con desprecio por eso. Usted mismo ha estado en la cárcel más
de una vez.
SMITHERS: (Furioso.) ¡Mentira! (Tratando de liquidar el asunto negándose a tomarlo en serio.)
¡Vamos! ¿Quién le ha contado ese cuento de hadas?
JONES: No hace falta que me digan ciertas cosas. Las leo en los ojos de la gente. (Después de una
pausa, con aire meditativo.) Sí. Usted me dió el primer empujón. Ciertamente. Y no necesité mucho
tiempo, luego, para hacer con esos negros torpes y estúpidos lo que quería. (Con orgullo.) ¡De polizón
a emperador en dos años! ¡Ya es algo!
SMITHERS: (Con curiosidad.) Y apostaría a que tiene usted su dinerito a salvo en alguna parte.
JONES: (Con satisfacción.) ¡Naturalmente! Y está depositado en un banco extranjero, donde sólo
yo podré echarle mano, suceda lo que suceda. No se imaginará que he estado trabajando en este oficio
de emperador por la gloria que da... ¿verdad? ¡Claro! Las alharacas y la gloria que hay en él sólo
sirven para marear a estos negros del bosque, de tan cortos alcances. Quieren un gran espectáculo de
circo a cambio de su dinero. Yo les doy el espectáculo y me quedo con el dinero. (Con sonrisa
sardónica.) ¡Todas las veces, me llueven billetes a los bolsillos! (Con tono de reproche.) Pero usted no
puede quejarse de mí, Smithers. Le he pagado de sobra todos los favores que me hizo. ¿Acaso no lo
he protegido y hecho la vista gorda ante todo ese comercio deshonesto a que se ha dedicado usted a la
luz del día? Por cierto que SÍ... ¡Y, al mismo tiempo, he promulgado leyes para evitarlo! (Ríe
burlonamente.)
SMITHERS: (Con sonrisa sarcástica.) Pero... y esto sin mala intención... usted mismo se ha estado
apoderando de todo lo posible a diestro y siniestro... ¿no es así? ¡Vaya con los impuestos que les ha
obligado a pagar! ¡Demonio! ¡Los ha exprimido usted a fondo!
JONES: (Con una risita.) No. A fondo, no. ¿Acaso no estoy aquí todavía?
SMITHERS: (Sonriendo ante sus pensamientos secretos.) Ya verá que ahora están exprimidos a
fondo. (Cambiando bruscamente de tema.) Y en cuanto a las leyes que he violado, usted mismo las
violó apenas las hizo.
JONES: ¿No soy acaso el emperador? Las leyes no rezan conmigo. (Con tono doctoral.) Fíjese en
esto que le digo, Smithers. Hay robos chicos como los suyos y robos grandes como los míos. Por los
robos chicos, uno va a parar a la cárcel tarde o temprano. Por los robos grandes, lo hacen emperador y
lo llevan a la Galería de Hombres Célebres cuando revienta. (Con tono evocativo.) Si algo he
aprendido después de escuchar durante diez años en los pullman las conversaciones de la gente blanca
de rango, es eso. Y apenas tuve la oportunidad de llevarlo a la práctica, terminé por ser emperador a
los dos años.
SMITHERS: (Incapaz de reprimir la auténtica admiración del pez chico por el pez grande.) Sí. No
cabe duda de que supo usted hacerles la jugarreta. ¡Demonio! Nunca vi un hombre de tanta suerte.
JONES: (Severamente.) ¿Suerte? ¿Qué quiere decir... con eso de suerte?
SMITHERS: Supongo que, para usted, esa fanfarronada de la bala de plata no es suerte... Y eso fué
lo que puso de su parte más que nada a estos imbéciles negros cuando tuvo lugar la revolución... ¿no
es así?
JONES: (Riendo.) ¡Ah! ¡Esa bala de plata! Claro ESTÁ que fué suerte. Pero fui yo quien hice esa
suerte... ¿entiende? ¡Fui yo quien cargó el dado! ¡Sí, señor! Cuando el viejo Lem, ese sanguinario
negro a quien pagaron para matarme, me apuntó a diez pasos de distancia y erró el tiro y yo lo derribé
de un balazo... ¿qué me oyó usted decir?
SMITHERS: Que usted poseía un hechizo tal, que no podía matarlo una bala de plomo. "Soy tan
fuerte —les dijo a los negros— que sólo puede matarme una bala de plata." ¡Qué diablos! ¿Acaso no
fué eso una fanfarronada de su parte... y una suerte vulgar y estúpida?
JONES: (Orgullosamente.) Tengo sesos y los uso con rapidez. Eso no es suerte.
SMITHERS: Usted sabía que ellos no podrían conseguir balas de plata. Y tuvo suerte al no ser
alcanzado por el tiro del viejo Lem.
JONES: (Riendo.) Y luego, todos esos estúpidos negros del bosque se hincaron de rodillas y
comenzaron a golpear el suelo con la cabeza, como si yo fuese un milagro escapado de la Biblia.
¡Santo Dios! Desde entonces, los tengo en un puño. Hago restallar el látigo y saltan.
SMITHERS: (Resoplando.) Eso fué una patraña. Un bluff yanqui.
JONES: ¿Acaso el hombre no es grande por las cosas grandes que dice... con tal de que consiga
hacérselas creer a la gente? Desde luego, yo hablo mucho cuando no tengo en qué apoyarme, pero, de
todos modos, no hablo a tontas y a locas. Sé que puedo engañarlos, lo sé, y esto respalda
suficientemente mi juego. ¿Y no tuve que aprender, acaso, el idioma de esos negros y enseñarles el
inglés a varios antes de poder hablar con ellos? ¿No fué trabajo eso? Usted no aprendió el idioma de
esa gente, Smithers, durante los diez años que ha pasado aquí, aun sabiendo que eso le representaba
dinero al comerciar con ellos. Pero es demasiado haragán para tomarse esa molestia.
SMITHERS: (Sonrojándose.) No se preocupe por mí. ¿Y esos rumores de que usted tiene en realidad
una bala de plata que ha fundido personalmente?
JONES: Eso fué para aprovechar mi bluff a fondo. Fundí la bala de plata y les dije que, cuando
llegara la hora, yo mismo me mataría con ella. Agregué que eso se debía a que yo era el único hombre
lo bastante grande para destruirme a mí mismo. Sería inútil que ellos intentaran hacerlo. Y entonces se
arrojaron al suelo y se dieron de cabezazos contra el polvo. (Ríe.) Lo hice para poder pasear tranquilo,
sin que ningún negro envidioso me disparara un balazo agazapado detrás de los árboles.
SMITHERS: (Asombrado.) Entonces... ¿es cierto que ha fundido usted la bala? ¿Palabra?
JONES: Claro. Aquí está. (Saca el revólver, lo abre y saca de la cámara la bala de plata.) Cinco
plomos y esta niña de plata al final. ¿Verdad que tiene un hermoso brillo? (La exhibe en la mano,
contemplándola con admiración, como extrañamente fascinado.)
SMITHERS: Permítame verla. (Estira la mano hacia la bala de plata.)
JONES: (Con aspereza.) Quietas las manos, hombre blanco. (Vuelve la bala a la cámara y se coloca
nuevamente el revólver en la pistolera.)
SMITHERS: (Con un gruñido.) ¡Vaya! Por lo visto, usted me cree un ladrón.
JONES: No, no es eso. Sé que le daría miedo robarme. Sólo que no le permito a nadie tocar a esta
niña. Es mi pata de conejo.
SMITHERS: (Burlón.) Ah... Conque se trata de un amuleto... ¿eh? (Con tono maligno.) ¡Pues
necesitará usted pronto todos los amuletos que tenga! ¡Créame!
JONES: (Con aplomo.) Oh... Me quedan seis meses largos hasta que se cansen de mi juego.
Entonces, cuando vea que se avecina el peligro, huiré.
SMITHERS: ¡Ajá! De modo que usted lo tiene planeado todo... ¿eh?
JONES: No soy un estúpido. Sé que esta vida de emperador dura poco. Por eso, estoy segando el
heno mientras brilla el sol. ¿Creyó usted que yo conservaría este empleo durante toda mi vida? ¡No,
señor! ¿De qué sirve ganar dinero si uno se queda en este andrajoso país? No, cuando gasto quiero
movimiento, animación. Y cuando vea que esos negros están recobrando su coraje y se disponen a
echarme y que ya he conseguido todo el dinero que me proponía, renuncio de inmediato y huyo sin
demora.
SMITHERS: ¿Adónde?
JONES: Eso no es cosa suya.
SMITHERS: Apostaría a que no volverá a esos condenados Estados Unidos.
JONES: (Receloso.) ¿Por qué no? (Con risa condescendiente.) ¿Se refiere a eso que cuentan sobre
mi fuga de la cárcel? Habladurías, nada más.
SMITHERS: (Con tono escéptico.) ¡Ah, claro!
JONES: (Con tono áspero.) ¿Insinúa que estoy mintiendo?
SMITHERS: (Precipitadamente.) ¡No, así me caiga muerto! Sólo pensaba en las mentiras que les
dijo usted a estos negros al hablarles de los blancos que mató en los Estados Unidos.
JONES: (Irritado.) ¿Cómo, mentiras?
SMITHERS: ¿Acaso no habría estado usted en la cárcel, de ser cierto eso? (Con malignidad.) Y,
según dicen, el matar a un blanco en los Estados Unidos no es aconsejable para la salud de un negro.
Lo hierven en aceite... ¿verdad?
JONES: (Con mortífera frialdad.) ¿Quiere usted decir que me hubiera asustado el linchamiento?
Entonces, le diré, Smithers. Puede ser que yo haya matado a un blanco allí. Puede ser. Y puede ser que
mate a otro aquí antes de mucho, si ese blanco no se anda con cuidado.
SMITHERS: (Tratando de reír.) Patrañas mías. ¿No sabe aguantarse una broma? Y usted acababa de
decir que nunca estuvo en la cárcel.
JONES: (Con el mismo tono, ligeramente fanfarrón.) Puede ser que yo haya estado en la cárcel, allá,
por una discusión con navajas en una partida de dados. Puede ser que me hayan tocado veinte años al
morir ese hombre de color. Puede ser que haya tenido otra discusión con el guardián de la cárcel que
nos vigilaba durante el trabajo de la carretera. Puede ser que me haya golpeado con un látigo y que yo
le haya abierto la cabeza con una pala y huido y limado la cadena de mi pierna y me haya puesto a
salvo. Puede ser que haya hecho todo eso y puede ser que no lo haya hecho. ¡Le cuento esa historia
para que sepa que, si repite una sola palabra, terminaré muy pronto con sus robos en estas tierras!
SMITHERS: (Aterrorizado.) ¿Cree que yo lo delataría? ¡No, por cierto! ¿Acaso no he sido siempre
su amigo?
JONES: (Calmándose, súbitamente.) Sí, por cierto... y más vale que lo siga siendo.
SMITHERS: (Recobrándose y recuperando al mismo tiempo su socarronería.) Y precisamente para
probarle mi amistad le diré la novedad que iba a contarle.
JONES: ¡Adelante! Hable. Debe ser una mala noticia, a juzgar por su aire satisfecho.
SMITHERS: (Con tono de advertencia.) Quizás se esté aproximando la hora de que usted renuncie...
Con esa reluciente bala de plata... ¿eh? (Termina con una mueca burlona.)
JONES: (Intrigado.) ¿Qué dice? Hable claro.
SMITHERS: Hasta ahora, no he notado aquí hoy a ninguno de los guardias o criados.
JONES: (Negligentemente.) Todos ellos están en el jardín, durmiendo bajo los árboles. Cuando
duermo, aprovechan la ocasión para echar también una siesta y yo simulo no sospecharlo. Me basta
con tocar la campanilla y vienen volando y aparentan que han estado trabajando sin cesar.
SMITHERS: (Con el mismo tono burlón.) Toque la campanilla ahora y verá muy pronto y
claramente qué quiero decir.
JONES: (Sobresaltado y en guardia, pero con el mismo tono negligente. ) Claro está que llamaré.
(Tiende la mano y saca de atrás del trono una gran campanilla de las usadas para llamar a comer,
pintada con el mismo vivo color escarlata del trono. La agita vigorosamente y luego se interrumpe
para escuchar. Finalmente, va hacia ambas puerta, agita la campanilla y se asoma afuera.)
SMITHERS: (Observándolo con maliciosa satisfacción, después de una pausa, burlonamente.) El
barco se hunde y las ratas se van.
JONES: (En repentino acceso de ira, arroja la campanilla, que rueda ruidosamente hacia un
rincón.) ¡Viles negros de la selva! (Luego, al advertir que Smithers lo observa, se domina y estalla
bruscamente en una suave risa burlona.) ¡Creo que me he excedido en esta mano de pòker! No es
posible llevarse siempre el pozo con una escalera incompleta. ¿Dije que me quedaría otros seis meses?
Pues bien... He cambiado de idea. Cobro mis fichas y renuncio al empleo de emperador ahora mismo.
SMITHERS: (Con sincera admiración.) ¡Que me condenen! Es usted un pájaro de sangre fría, qué
duda cabe.
JONES: Es inútil agitarse. Cuando se sabe que la partida ha terminado, un beso de despedida y nada
de largas esperas. Todos han huido a las colinas... ¿verdad?
SMITHERS: Sí. Hasta el último negro.
JONES: De modo que la revolución está en marcha. Y más vale que el emperador ponga los pies en
polvorosa. (Marca el mutis hacia la puerta de foro. )
SMITHERS: ¿Va en busca de su caballo? No encontrará uno solo. Lo primero que hace esa gente es
robar los caballos. El mío había desaparecido cuando lo busqué esta mañana. Esto fué lo que me hizo
sospechar por primera vez lo que se estaba tramando.
JONES:( Alarmado por un momento, se rasca la cabeza y luego dice, filosóficamente.) Bueno, iré a
pie. ¡Pies, cumplid con vuestro deber! (Saca un reloj de oro y lo mira.) Las tres y media. El sol se
pone a las seis y media, poco más o menos. ( Vuelve a guardarse el reloj y dice, con fría confianza en
sí mismo.) Me sobra tiempo para marcharme cómodamente.
SMITHERS: No esté tan seguro de eso. Lo perseguirán furiosamente. El viejo Lem está en el fondo
de este asunto y lo odia. ¡Preferirá dar con usted a cenar, por cierto!
SMITHERS: (Husmeando los sentimientos de su interlocutor, con tono maligno.) Esta noche, cuando
el bosque esté oscuro como boca de lobo, los negros soltarán a sus demonios y fantasmas favoritos
para que le den caza. Ya verá usted que se le erizará el cabello antes del amanecer. (Con tono solemne.
) Ese hediondo bosque es un sitio muy extraño, hasta a la luz del día. No se sabe qué puede ocurrir en
él... ¡Ese maldito silencio! Siempre siento un escalofrío en la espalda apenas entro allí.
JONES: (Con desdeñoso bufido.) Yo, no soy un cobarde como usted. Los árboles son mis amigos y
habrá una luna llena que me ayudará. Y que esos pobres negros hagan todos los estúpidos hechizos
que se les ocurran. ¿Me supone tan tonto como para creer en fantasmas y aparecidos y todos esos
cuentos de viejas? ¡Vamos, hombre blanco! No me diga esas cosas. (Con una risita.) ¿No sabe que
esos negros tendrán que vérselas con un hombre que fué miembro de buena reputación de la iglesia
bautista? Por cierto que lo fui cuando era camarero de los pullman, antes de tener mi disgustillo. Que
ensayen sus tretas paganas. La iglesia bautista me protege y los enviará al infierno. (Con satisfacción
más aplomada.) ¡Y me queda la bala de plata de mi propiedad, no lo olvide!
SMITHERS: ¡Bah! Usted no se ha acordado gran cosa de su iglesia bautista desde que está aquí. Yo
mismo oí decir que había cambiado de religión y que era partidario de esos malditos brujos o como
diablos quiera llamar usted a esos cerdos.
JONES: (Con vehemencia.) ¡Lo fingí! ¡Naturalmente que lo fingí! Eso formó parte del juego desde
el primer momento. Si comprobaba que los negros creían que lo negro era blanco, yo lo gritaba con
más fuerza que ellos. De nada me servía hacer trabajo de misionero para la iglesia bautista. Yo
buscaba el dinero y arrinconé a Jesús en los estantes por el momento. (Se interrumpe bruscamente
para mirar su reloj, en guardia.) Pero ya no me queda mucho tiempo para seguir hablando sobre
tonterías con usted. Me voy ahora mismo. (Meie la mano debajo del trono y saca un costoso sombrero
de Panamá con una cinta multicolor y se lo pone garbosamente en la cabeza.) ¡Hasta luego, hombre
blanco! (Con una sonrisa sarcàstica.) ¡Quizás lo vea algún día en la cárcel!
SMITHERS: A mí no, por cierto. Y lo que es a mí no me gustaría estar en su pellejo por todo el oro
del mundo, pero le deseo buena suerte de todos modos.
JONES: (Desdeñosamente.) ¡Es usted el hombre más asustadizo que se haya visto! Le digo que
estoy tan a salvo como si me hallase en Nueva York. Los negros sólo habrán juntado coraje suficiente
para hacer algo al anochecer. Y, a esa hora, les habré sacado una ventaja que no podrán descontar.
SMITHERS:(Maligno.) Dele recuerdos míos a todos los fantasmas que encuentre.
JONES: (Sonriendo. ) Si alguno de esos fantasmas tiene dinero, le diré que lo rehúya a usted si no
quiere perderlo.
SMITHERS: (Halagado.) ¡Vamos, hombre! (Con curiosidad.) ¿No lleva usted equipaje?
JONES: Voy liviano cuando quiero avanzar con rapidez. Y en la entrada del bosque tengo enterradas
unas latas de conservas. (Jactanciosamente.) ¡Ahora no dirá usted que soy poco previsor y no sé usar
mi cerebro! (Con gesto amplio y generoso. ) Le dejo todo lo que queda en el palacio... y más vale que
se lleve lo que pueda sin llamar la atención, antes de que lleguen ellos.
SMITHERS: (Agradecido.) Perfectamente... y gracias. (Al ver que Jones se encamina hacia la puerta
de foro, con tono de advertencia.) ¡Oiga! No pensará usted salir por ahí... ¿verdad?
JONES: ¿Cree que me avendría a salir por la puerta de los fondos, como un negro cualquiera?
¿Acaso no soy aún el emperador? Y el emperador Jones sale por donde entró y esa basura negra no se
atreverá a detenerlo... por ahora, al menos. (Se detiene por un instante en el umbral, escuchando el
redoble lejano pero insistente del tam-tam.) Escuche esa diana... Debe ser un tambor muy grande para
oírse desde tan lejos. ( Riendo. ) Bueno... Ya que no acude toda una charanga a despedirme, por lo
menos está el tambor. Hasta luego, hombre blanco. (Se mete las manos en los bolsillos y con
estudiada negligencia, silbando una canción, sale con pausado andar y se va hacia la izquierda. )
SMITHERS: (Siguiéndolo con una mirada perpleja de admiración.) ¡Tiene bríos, qué diablos!
(Irritado.) ¡Bah! ¡Maldito negro. . . con sus ínfulas! ¡Ojalá lo atrapen y le ajusten las cuentas!
TELÓN
ESCENA II
El fin de la llanura, donde comienza el Gran Bosque. El primer término está formado por terreno
liso y arenoso punteado con unas piedras y grupos de árboles enanos, que se inclinan hasta muy
cerca de la tierra para eludir los embates del viento alisto. A foro, el bosque es un muro de tiniebla
que divide el mundo. Sólo cuando el ojo se habitúa a la oscuridad pueden distinguirse los contornos
de los árboles más próximos, enormes pilares de más intensa negrura. Una lúgubre monotonía de
viento perdido en las hojas, gime en el aire. Con todo, este sonido sólo intensifica la impresión de la
implacable inmovilidad del bosque, sólo forma un fondo que destaca su caviloso y despiadado
silencio.
Jones entra por izquierda, con rápidos pasos. Se detiene al acercarse a la entrada del bosque y
mira a su alrededor, escudriñando la tiniebla, como si buscara algún mojón familiar. Luego,
convencido al parecer de que está donde debe estar, se deja caer en el suelo, mortalmente cansado.
JONES: Bueno... Aquí estoy. ¡A tiempo, por cierto! ¡Un poco más y esto habría sido más negro que
el as de espadas! (Saca un pañuelo de colores del bolsillo trasero del pantalón y se seca el sudoroso
rostro.) ¡Ya lo creo! ¡Necesito aire! Estoy cansadísimo, vaya si lo estoy... Ese cómodo empleo de
emperador no ha sido un buen adiestramiento para una larga caminata por esta llanura, bajo los
rigores del sol. (Con una risita.) Animo, negro. Falta aún lo peor. (Alza la cabeza y mira fijamente el
bosque. Su risita se extingue de improviso. Con terror.) Dios mío... ¡Qué bosque, éste! Ese
despreciable Smithers dijo que era negro y por cierto que no se equivocó. ( Les vuelve la espalda a
los árboles y al mirar sus pies aferra al vuelo la oportunidad de cambiar de tema y dice, con aire
solícito.) Pies míos, os portáis bien y confío en no veros ampollados. Es hora ya de que os dé un
descanso. (Se quita los zapatos, mientras sus ojos rehúyen insistentemente el bosque. Tantea con
cautela sus talones. ) Todavía estáis en magníficas condiciones... sólo que un poco afiebrados.
Enfriaos. Recordad que os espera un largo viaje. (Se sienta en actitud fatigada, escuchando el rítmico
redoble del tam-tam. Gruñe en voz alta, para disimular un creciente desasosiego.) ¡Despreciables
negros del bosque! ¿No se cansarán de redoblar en ese tambor? Se diría que suena con más fuerza.
¿Habrán empezado a perseguirme, ya? (Se levanta trabajosamente, volviendo los ojos hacia la
llanura y abarcándola.) Ahora, no podría verlos, por cierto que no, aunque estuviesen a cien pasos.
(Luego, sacudiéndose como un perro mojado, para liberarse de estos deprimentes pensamientos. )
Claro... Están a kilómetros y kilómetros y más kilómetros de distancia. ¿A qué viene eso de sentirte
nervioso? (Pero se sienta y comienza a atarse presurosamente los cordones de los zapatos,
murmurando mientras tanto con tono tranquilizador.) ¿Sabes qué sucede? ¡Pues que tienes la panza
vacía, eso es lo que hay! ¡Es hora de comer! Con sólo viento en el estómago, se explica que estés
nervioso. Bueno, comeremos ahora mismo, apenas estén atados estos fastidiosos zapatos. ( Termina
de atarlos.) ¡Eso es! ¡Ahora, veamos! (Se hinca de rodillas y apoya en el suelo las manos,
registrando con los ojos la tierra, a su alrededor.) Piedra blanca, piedra blanca... ¿Dónde estás? (Ve la
primera piedra blanca, se le acerca arrastrándose y dice, con tono satisfecho.) ¡Aquí estás! Ya sabía
yo que el sitio era éste. Lata de provisiones, ven a mí. (Levanta la piedra, tantea debajo de ella y
dice, consternado.) ¡No está! ¡Santo Dios! ¿Es este el sitio o no? Hay otra piedra. Debe ser ésa. (Se
arrastra hasta la otra piedra y la invierte.) ¡Tampoco está aquí! ¡Comida! ¿Dónde estás? No está
aquí. ¡Dios mío! ¿Tendré que pasar hambre en ese bosque... durante toda la noche? (Mientras habla,
se arrastra de una piedra a otra, invirtiéndolas todas con frenética prisa. Finalmente, se levanta de
un salto, con aire excitado.) ¿Será que no encuentro el sitio? ¡Eso debe ser! Pero... ¿cómo se explica,
después de haber seguido la huella por la llanura a plena luz del día? (Con tono casi quejumbroso.)
¡Tengo hambre, eso es lo que hay! ¡Necesito encontrar mi comida! ¿De dónde obtendré fuerzas si no
como? ¡Tengo que dar con esas provisiones en alguna parte, suceda lo que suceda! ¿Por qué oscurece
tan pronto? ¡No veo ni pizca! (Enciende un fósforo frotándolo contra sus pantalones y lo escudriña
todo a su alrededor. El ritmo del lejano tam-tam aumenta perceptiblemente en ese momento. Jones
murmura, con tono perplejo.) ¿Cómo se explica que estén aquí todas estas piedras blancas, cuando yo
sólo recuerdo una? (Repentinamente, con entrecortada exclamación de terror, arroja el fósforo al
suelo y lo pisotea.) ¡Negro! ¿Te has vuelto loco? ¿Estás encendiendo fósforos para mostrarles dónde
estás? ¡Usa tu cabeza, por amor de Dios! ¡Caramba, tengo que ser cuidadoso! (Mira fijamente la
llanura que está a sus espaldas, con aire aprensivo, la mano apoyada sobre el revólver.) Pero...
¿cómo están aquí estas piedras blancas? ¿Y dónde está la lata con las provisiones, envuelta en hule,
que escondí aquí?
(Mientras está de espaldas, Los Pequeños Miedos Informes salen arrastrándose de la cerrada
tiniebla del bosque. Son negros, carecen de forma y sólo se ven sus fulgurantes ojillos. Si tienen
alguna forma susceptible de descripción, es la de una lombriz del tamaño de un niño que se arrastra.
Se mueven silenciosamente, pero con esfuerzo pausado y penoso, tratando de incorporarse,
fracasando en su intento y volviendo a caer de bruces. Jones se vuelve de cara al bosque. Mira
fijamente las copas de los árboles, tratando en vano de descubrir el lugar donde está por la confor-
mación de aquéllas.)
¡Los árboles no me dicen ni pizca! ¡Dios mío! ¡Nada de lo que veo se parece a lo que he visto ya!
¡Me he extraviado, no hay duda! (Con sombrío presentimiento.) ¡Esto es muy extraño! ¡Muy extraño!
(Con repentino y forzado desafío y poseído de irritación.) ¡Bosque! ¿Estás tratando de engañarme?
(De los informes seres que están en el suelo ante él, brota una leve ráfaga de burlona risa que
semeja un susurro de hojas. Los Pequeños Miedos Informes se arrastran hacia Jones incorporándose
un poco. Jones mira abajo, da un salto atrás con un alarido de terror y sacando de un tirón el
revólver dice con trémula voz.) ¿Qué es eso? ¿Quién está ahí? ¿Qué eres? ¡Aléjate de mí antes de que
te mate! ¿No te vas...?
(Dispara. Un fulgor, una sonora detonación y luego el silencio, interrumpido solamente por el
lejano y acelerado latido del tam-tam. Los informes seres han vuelto a deslizarse al interior del
bosque. Jones permanece inmóvil, escuchando atentamente. El sonido de la detonación, el
tranquilizador contacto del revólver que tiene en la mano, le han permitido recobrar en parte su
valor desfallecido. Vuelve a hablarse a sí mismo, con renovada confianza.)
Se han ido. Ese tiro les ajustó las cuentas. Sólo eran unos animalitos... pequeños cerdos salvajes,
supongo. Quizás hayan desenterrado mis provisiones, comiéndoselas. Claro está, negro tonto... ¿Y qué
te habías imaginado? ¿Que eran fantasmas? (Con excitación.) ¡Santo Dios! Te has delatado al disparar
ese tiro. ¡Los negros lo habrán oído, sin la menor duda! Es hora de que huyas al bosque, sin más
demora. (Se dispone a entrar en el bosque, vacila antes de internarse y, luego, se incita a sí mismo,
con varonil decisión.) ¡Entra, negro! ¿Qué temes? ¡Ahí no hay más que árboles! ¡Entra! (Se interna
audazmente en el bosque.)
ESCENA III
En el bosque. Acaba de salir la luna. Sus rayos, al filtrarse por entre el dosel de hojas, crean un
resplandor apenas perceptible, imponente, que lo baña todo. En primer término, un denso y bajo
muro de maleza y enredaderas, que cerca a un pequeño claro triangular. Más allá del claro está la
negra masa del bosque, como una valla que todo lo rodea. Se distingue vagamente un sendero que
lleva al claro desde la izquierda, foro, y que vuelve a alejarse de él, serpenteando, hacia la derecha.
Al levantarse el telón, nada se distingue nítidamente. Salvo el redoble del tam-tam, algo más sonoro y
rápido que al terminar la escena anterior, reina el silencio, interrumpido con intervalos de pocos
segundos por unos extraños golpes secos. Luego, gradualmente, puede distinguirse la figura del
negro Jeff, agazapado en cuclillas a foro del triángulo. Es un hombre de edad madura, flaco, moreno
y viste uniforme y gorra de camarero del pullman. Echa un par de dados al suelo, los recoge, los
agita, vuelve a echarlos, con los movimientos regulares, rígidos, mecánicos de un autómata. Se oyen
los pesados y trabajosos pasos de alguien que se acerca a izquierda, por el sendero, y resuena la voz
de Jones, algo más aguda, en un brioso esfuerzo por vencer sus temblores.
JONES: Ha salido la luna. ¿Oyes, negro? Ahora tienes más luz. Ya no te darás topetazos contra los
árboles ni te arañarás el pellejo en la maleza. Ahora ves por donde caminas. ¡Animo, pues! A partir de
aquí, esto es una ganga. (Aparece exactamente a foro del claro triangular y se seca el rostro con la
manga. Ha perdido su sombrero de Panamá. Su rostro está cubierto de arañazos y su vistoso
uniforme exhibe varias grandes desgarraduras. ) ¿ Qué hora será? No encenderé un fósforo para
averiguarlo. ¡Oh! Hace calor, no hay duda. (Con voz exhausta.) ¿Cuánto tiempo hará que me estoy
abriendo camino a través de este bosque? Horas y horas, seguramente. ¡Se diría que he estado aquí
toda mi vida! Pero eso no puede ser, ya que la luna acaba de salir. ¡Larga noche ésta para ti, Majestad!
(Con triste risita.) ¡Majestad! Ya no le queda mucha Majestad a este niño, ahora. ( Con forzada
jovialidad. ) No te preocupes. Todo eso forma parte del juego. Terminará esta noche, como todo lo
demás. Y cuando estés allí, sano y salvo y con el paco en las manos, te reirás de todo esto. (Empieza a
silbar, pero se interrumpe con irritación.) ¿Qué es eso de silbar, imbécil? ¿Quieres que todos te oigan?
(Calla, para escuchar.) ¡Siempre ese tambor! A juzgar por el ruido, se está acercando. Ellos lo llevan
consigo. Es hora de que me mueva. (Da un paso adelante y luego se detiene y dice con aire inquieto.)
¿Qué extraño chasquido es ése? ¡Ahí está! ¡Se oye cerca! Suena como... como... ¡Dios mío, suena
como si un negro echara los dados jugando al paso inglés! (Asustado.) Más vale que huya antes de
que se me ocurran esas ideas. (Penetra rápidamente en el claro, se detiene petrificado al ver a Jeff y
dice, con una exclamación entrecortada de terror.) ¿Quién está ahí? ¿Qué es eso? ¿Eres tú, Jeff? (Se
adelanta hacia él. Ha olvidado por un momento todo lo que lo rodea y cree realmente ver a un
hombre vivo, de modo que dice con tono de satisfecho alivio.) ¡Jeff! ¡Por cierto que me alegro
muchísimo de verte! Me dijeron que habías muerto a causa del navajazo que te di. (Deteniéndose, de
pronto, con aire perplejo.) Pero... ¿cómo se explica que estés aquí, negro? (Contempla con aire
fascinado a Jeff, que continúa jugando mecánicamente con los dados. Jones pone los ojos en blanco,
desatinadamente, y balbucea.) ¿No vas... a mirar... no puedes hablarme? ¿Eres un... un... fantasma?
(Saca de un tirón el revólver, en un frenesí de aterrorizada ira) Negro, te maté en otros tiempos.
¿Tendré que volver a matarte? Toma, pues. (Dispara. Al disiparse el humo, Jeff se ha desvanecido.
Jones permanece inmóvil y trémulo y luego dice, algo tranquilizado.) Sea como fuere, ha
desaparecido. Fantasma o no, ese tiro le ha ajustado las cuentas. (El redoble del lejano tam-tam se
vuelve perceptiblemente más sonoro y rápido. Jones lo advierte y dice con un sobresalto, volviendo
los ojos.) ¡Se están acercando! ¡Apuran el paso! ¡Y yo disparo balazos para indicarles donde estoy!
¡Oh, Dios mío! Tengo que correr. (Olvidando el sendero, se interna desatinadamente en la maleza de
foro y desaparece en la sombra.)
ESCENA IV
JONES: ¡El calor me está derritiendo! ¡Corro y corro y corro! ¡Maldita sea esta chaqueta! ¡Parece
una camisa de fuerza! (Se arranca la chaqueta y la tira, mostrando el cuerpo desnudo hasta la
cintura.) ¡Eso es! ¡Así estoy mejor! ¡Ahora puedo respirar! (Mira sus pies y sus ojos se fijan en sus
espuelas.) Y al diablo con estas malditas espuelas. Son ellas las que me han estado haciendo tropezar
y dar de golpes. ( Las desprende y arroja a un lado, con gesto de desagrado.) ¡Eso es! Me despojo de
estos adornos baratos de emperador y viajo con mayor rapidez. ¡Dios mío! ¡Qué cansado estoy!
(Después de una pausa, escuchando el insistente redoble del tam-tam a lo lejos.) Debo haber puesto
alguna distancia entre ellos y yo... corriendo así... y con todo eso... ese maldito tambor suena del
mismo modo que antes... hasta parece más próximo. Bueno, de todos modos, creo llevarles la
delantera. No me alcanzarán. (Con un suspiro.) Con tal de que aguanten mis estúpidas piernas... Oh ...
Lamento haber empezado todo esto. Es difícil zafarse de este empleo de emperador. (Mira en torno
suyo, con aire receloso.) ¿Cómo vino a parar aquí este camino? Un buen camino nivelado, por cierto.
No recuerdo haberlo visto antes. (Meneando la cabeza, con aprensión.) Este bosque, ciertamente, se
llena al llegar la noche de cosas extrañas. (Con súbito terror.) ¡Dios mío, no me hagas ver más
espíritus, te lo suplico! ¡Me enloquecen! (Tratando de convencerse a sí mismo.) ¡Espíritus! ¡No hay
tal cosa, negro imbécil! ¿No te lo dijo muchas veces el párroco bautista? ¿Eres un individuo civilizado
o eres igual a cualquiera de estos ignorantes negros de la selva? ¡Claro! Todas esas fueron visiones
tuyas. Allí nada había. ¡Aquel no era Jeff! ¿Sabes qué pasa? Simplemente, que estás viendo cosas
porque tienes vacía la panza y estás enfermo de hambre. El hambre influye sobre tu cabeza y tus ojos.
Cualquier tonto lo comprende. (Suplicando fervorosamente.) ¡Pero ojalá no vuelva a encontrarme con
ellos, Dios mío, sean lo que sean! (Cautelosamente.) ¡Descansa! ¡No hables! ¡Descansa! Lo necesitas.
Luego, seguirás tu camino. (Mirando la luna.) Ha pasado ya casi la mitad de la noche. ¡Por la mañana
llegarás a la costa! Allí estarás a salvo.
(Por derecha, entra una pequeña cuadrilla de negros. Visten trajes listados de presidiarios, tienen
la cabeza rapada y arrastran una cadena. Algunos, llevan picos, otros, palas. Los sigue un hombre
blanco, que viste el uniforme de guardián de la cárcel. Tiene atravesado al hombro un Winchester y
lleva un pesado látigo. A una señal del guardián, los negros se detienen en el camino, del lado
opuesto a aquel en que se ha sentado Jones. Éste, que ha estado contemplando el cielo sin advertir la
silenciosa llegada del grupo, baja los ojos bruscamente y los ve. Los ojos se le salen de las órbitas,
trata de levantarse y de huir, pero vuelve a dejarse caer, harto petrificado por el miedo para moverse.
Su voz murmura, en estrangulada plegaria. )
¡Dios mío!
(El guardián de la cárcel hace restallar su látigo, silenciosamente, y ante esta señal todos los
presidiarios comienzan a trabajar en el camino. Blanden sus picos y manejan la pala, pero su labor
no causa el menor ruido. Sus movimientos, como los de Jeff en la escena anterior, son propios de
autómatas, rígidos, lentos y mecánicos. El guardián de la cárcel señala severamente a Jones con su
látigo y le ordena que ocupe su sitio entre los demás paleadores. Jones se pone de pie, presa de un
hipnotizado estupor. Murmura, con aire dócil.)
¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Ya voy!
(Mientras se dirige, arrastrando uno de los pies, a su sitio, maldice en voz baja con ira y odio.)
¡Maldito seas! Ya te ajustaré las cuentas, algún día.
(Como si tuviese una pala en las manos, ejecuta fatigados y mecánicos ademanes propios de quien
cava la tierra y la arroja al borde de la carretera. Súbitamente, el guardián se le acerca enojado, con
aire amenazador. Alza el látigo y le cruza con él malignamente los hombros. Jones se estremece de
dolor y se agacha, con abyecto gesto. El guardián le vuelve la espalda y se aleja desdeñosamente. De
inmediato, Jones se yergue. Los brazos levantados, como si esgrimiera la pala a guisa de porra, salta
con ímpetu sanguinario hacia el guardián, que nada sospecha. Cuando va a dejar caer su pala sobre
el cráneo del hombre blanco, aplastándolo, Jones nota de pronto que sus manos están vacías. Grita,
con desesperación.)
¿Dónde está mi pala? ¡Denme mi pala para destrozarle la cabeza! (Dirigiéndose a sus camaradas
de presidio.) ¡Denme una pala, cualquiera de ustedes, por amor de Dios!
(Todos permanecen petrificados en la mayor inmovilidad, los ojos fijos en el suelo. El guardián
parece esperar con aire de expectación, vuelta la espalda al atacante. Jones brama con perpleja y
aterrorizada ira, tratando frenéticamente de sacar su revólver.)
¡Te mataré, demonio blanco, aunque ese sea el último acto de mi vida! ¡Fantasma o demonio, te
mataré!
(Libera el revólver y hace fuego a quemarropa sobre la espalda del guardián. De inmediato, los
muros del bosque se cierran desde ambos lados y el camino y las figuras de la cuadrilla de
presidiarios se borran en una tiniebla que lo amortaja todo. Los únicos sonidos que se perciben son
un crujido en la maleza cuando Jones se aleja a saltos en loca fuga y el latir del tam-tam, muy lejano
aún, pero cuyo volumen sonoro y rapidez de ritmo han aumentado.)
ESCENA V
Un gran claro circular, rodeado por apretadas hileras de gigantescos árboles, cuyas copas no
alcanza a divisar la vista. En el centro, un gran tocón al cual la acción del tiempo ha dado una
curiosa semejanza con el estrado de una subasta pública. La luna baña el claro con diáfana luz.
Entra Jones, abriéndose camino a través del bosque, por izquierda. Mira nerviosamente el claro, con
ojos temerosos y acosados. Sus pantalones están hechos jirones, sus zapatos destrozados y
deformados tienen desprendidas las suelas. Se desliza cautelosamente hacia el tocón y se sienta, en
una posición tensa, pronto a huir de inmediato. Luego, oprimiéndose la cabeza con las manos, se
balancea hacia adelante y hacia atrás, gimiendo lastimeramente.
JONES: ¡Oh, Señor, Señor! ¡Oh, Señor, Señor! (Súbitamente, se deja caer de rodillas y alza las
manos unidas al cielo, con atormentada súplica.) ¡Señor Jesús, escucha mi plegaria! ¡Soy un pobre
pecador, un pobre pecador! ¡Sé que he hecho mal, lo sé! ¡Al sorprender a Jeff haciendo trampa con
dados cargados, me venció la ira y lo maté! ¡Hice mal, Señor! Cuando ese guardia me golpeó con el
látigo, me venció la ira y lo maté. ¡Hice mal, Señor! Y aquí, donde esos estúpidos negros de la selva
me elevaron al sitial de los poderosos, robé todo lo que pude. ¡Hice mal, Señor! ¡Lo sé! ¡Lo siento!
¡Perdóname, Señor! ¡Perdona a este pecador! (Suplicando, con tono aterrorizado.) ¡Y apártalos de mí,
Señor! ¡Apártalos de mí! ¡Y que ese tambor deje de resonar en mis oídos! También eso está
empezando a parecerme cosa de los espíritus. (Se pone de pie, algo tranquilizado evidentemente por
su plegaria, con forzada confianza.) Que el Señor me proteja de los aparecidos después de esto.
(Vuelve a sentarse sobre el tocón.) Los hombres de carne y hueso no me asustan. Que vengan. .. Pero
esos otros. .. (Se estremece, luego se mira los pies, moviendo nerviosamente los dedos dentro de los
zapatos y dice, con un gemido.) ¡Oh, mis pobres pies! Esos zapatos de nada sirven, como no sea para
lastimarme. Estaré mejor sin ellos. (Los desata y se los quita y con los restos de sus zapatos en las
manos los contempla tristemente.) Eran buenos. De charol, además. Mírenlos, ahora. ¡Emperador,
estás decayendo mucho!
(Suspira con abatimiento y permanece con los hombros agobiados, contemplando fijamente los
zapatos que tiene en las manos, como si no quisiera abandonarlos. Mientras su atención está
ocupada así, desde todas partes penetra en el claro una muchedumbre de figuras. Todas visten trajes
del Sur, del período 1830-1860. Hay hombres de edad madura que son, a todas luces, acaudalados
dueños de plantaciones. Hay un individuo garboso y autoritario, el Subastador. Y también una
multitud de espectadores curiosos, en su mayoría jóvenes beldades y petimetres, que han venido a la
subasta de esclavos a divertirse. Todos cambian corteses saludos sin pronunciar palabra y conversan
silenciosamente. En sus movimientos, hay algo de rígido, ceremonioso, irreal, marionetístico. Se
agrupan en torno del tocón. Finalmente, un empleado trae por izquierda una tanda de esclavos: tres
hombres de distintas edades, dos mujeres, una de ellas con una criatura de pecho a quien amamanta.
Estos esclavos son ubicados a la izquierda del tocón, junto a Jones.
Los plantadores blancos miran a los esclavos con aire estimativo, como si fuesen ganado, y
cambian opiniones. Los petimetres los señalan y hacen observaciones ingeniosas. Las beldades ríen
entre dientes, de una manera fascinadora. Todo esto se desarrolla en silencio, oyéndose solamente la
siniestra vibración del tam-tam. El Subastador alza la mano, ocupando su lugar en el tocón. Los
componentes del grupo adelantan la cabeza, con aire atento. El Subastador toca imperativamente el
hombro de Jones, haciéndole señas de que suba sobre el tocón, estrado de la subasta.
Jones alza los ojos, ve las figuras que lo rodean por todas partes, mira con desvarío buscando
alguna brecha por donde huir y salta con frenesí a lo más alto del tocón, para alejarse de ellos todo
lo posible. Allí, queda inmóvil, agachado, paralizado de terror. El Subastador inicia su silenciosa
perorata. Señala a Jones, exhorta a los plantadores a que se cercioren personalmente. He aquí a un
buen peón para tareas rurales, de buen aliento y sanos miembros, como puede verse. Muy robusto
aún, a pesar de ser hombre de edad madura. Miren su espalda. Miren esos hombros. Miren los
músculos de sus brazos y sus recias piernas. Capaz de ejecutar cualquier cantidad de trabajo pesado.
Además, de buen carácter, inteligente y dócil. ¿Quieren iniciar sus ofertas, caballeros? Los planta-
dores alzan los dedos, haciendo sus ofertas. Todos, al parecer, están ansiosos por quedarse con Jones.
La puja es animada, la muchedumbre revela interés por su desenlace. Mientras ocurre todo esto, en
Jones ha aparecido el valor de la desesperación. Se atreve a bajar los ojos y a mirar a su alrededor.
En su rostro, el abyecto terror es substituido por la perplejidad y luego por una gradual comprensión
y balbucea.)
¿Qué están haciendo ustedes, hombres blancos? ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me miran?
¿Qué hacen conmigo, a fin de cuentas? (Repentinamente, convulsionado por un furioso odio y por el
miedo.) ¿Es esto una subasta? ¿Me venden, como solía hacerse antes de la guerra? (Sacando de un
tirón su revólver, en el preciso momento en que el Subastador lo adjudica a uno de los plantadores
con un golpe de martillo, Jones pasea furiosamente la mirada del Subastador al comprador.) ¿Y es
usted quien me vende? ¿Y usted quien me compra? ¡Yo les demostraré que soy un negro libre,
malditos sean! (Dispara contra el Subastador y el Plantador con tal rapidez, que ambos tiros son casi
simultáneos. Como si esto fuera una señal, se cierran los muros del bosque. Sólo quedan las tinieblas
y un silencio interrumpido por Jones cuando éste sale corriendo y gritando de miedo y por el redoble
acelerado y cada vez más sonoro del tam-tam.)
ESCENA VI
Un claro en el bosque. Las ramas de los árboles se unen, formando un bajo cielo raso a unos dos
metros del suelo. Las ramas entrelazadas de las enredaderas suben para abrazar los troncos de los
árboles, dando un aspecto arqueado a los flancos. El espacio así rodeado semeja la oscura y ruidosa
bodega de un navío antiguo. La claridad de la luna es interceptada casi por completo y sólo se filtra
una vaga y descolorida luz. Se oye que alguien se acerca por izquierda, tropezando y arrastrándose
por entre la maleza. Se distingue la voz de Jones, entre gemidos.
JONES: ¡Oh, Señor! ¿Qué puedo hacer, ahora? Sólo me queda la bala de plata. Si me persiguen
otros espíritus... ¿cómo haré para ahuyentarlos? ¡Oh, Señor! Sólo me queda la bala de plata... y la
guardaré para que me traiga suerte. ¡Si la disparo, estoy perdido! ¡Dios mío, qué oscuro es esto!
¿Dónde está la luna? ¡Oh, Señor! ¡Esta noche es interminable! (Avanza, tanteando cautelosamente su
camino.) ¡Aquí! Esto parece un claro. Necesito tenderme y descansar. No me importa el que esos
negros puedan atraparme. Necesito descansar.
(Se ha adelantado ahora lo suficiente para que su figura pueda distinguirse vagamente. Sus
pantalones están desgarrados a tal punto, que sus restos son apenas un taparrabos. Se tiende cuan
largo es, boca abajo, jadeando de cansancio. Gradualmente el espacio cercado parece iluminarse
más y pueden verse detrás de Jones dos filas de figuras sentadas. Éstas se hallan encogidas, en actitu-
des llenas de desesperanza, el cuerpo doblegado, enfrentadas las unas a las otras y con las espaldas
en contacto con los muros del bosque, como si estuviesen encadenadas a éstos. Todas son negras y su
única indumentaria es el taparrabos. Al principio, permanecen en silencio e inmóviles. Luego
comienzan a balancearse lentamente hacia adelante y hacia atrás, a un tiempo, como si se dejaran
llevar con laxitud por el largo mecerse de un barco en el mar. Al mismo tiempo, se eleva entre ellos un
melancólico murmullo, el cual crece gradualmente en etapas rítmicas que parecen dirigidas y
fiscalizadas por la vibración del tam-tam lejano, basta convertirse en un largo y trémulo lamento de
desesperación que alcanza cierto tono insoportablemente agudo y baja luego, en lentas gradaciones
tonales, al silencio y vuelve a subir. Jones se sobresalta, alza los ojos, ve las figuras y se arroja nueva-
mente al suelo para no ver el espectáculo. Todo su cuerpo es convulsionado por un escalofrío de
terror al oír nuevamente el lamento, que vuelve a elevarse en torno suyo. Pero a la vez siguiente, su
voz, como obedeciendo a alguna misteriosa coacción, comienza con los demás. Al elevarse el tono del
coro, Jones se incorpora y adopta la misma posición, balanceándose hacia adelante y hacia atrás. Su
voz alcanza el tono más agudo del dolor, de la desolación. La luz se extingue, cesan las demás voces y
sólo queda la oscuridad. Se oye cómo Jones se pone de pie trabajosamente y se va corriendo, y su voz
baja hasta lo más grave de la escala, oyéndose cada vez menos, a medida que se aleja a través de la
espesura. El tam-tam se oye con creciente sonoridad, rapidez y una pulsación más insistente,
triunfante.)
ESCENA VII
El pie de un árbol gigante, a orillas de un gran río. Junto al árbol, una tosca construcción de
cantos rodados, que parece un altar. En primer plano de foro, la elevada ribera del río. Más allá, la
superficie del río, brillante y plácida bajo la luz de la luna, desdibujada y fundida en un velo de
azulenca niebla a lo lejos. Desde la izquierda llega la voz de Jones, que sube y baja de tono en el
largo y desesperado lamento de los esclavos encadenados, al rítmico redoble del tam-tam. Al
esfumarse la voz de Jones en el silencio, entra en el claro. La expresión de su rostro es impasible y
pétrea, en sus ojos hay un fulgor obsesionado y se mueve con un andar extrañamente pausado, como
un sonámbulo o un hombre en estado de trance. Mira a su alrededor, contempla el árbol, el tosco
altar de piedra, la superficie del río iluminada por la luna que se extiende más allá y se pasa la mano
por la cabeza con vago gesto de intrigado desconcierto. Luego, como obedeciendo a algún oscuro
impulso, se deja caer de rodillas ante el altar, en devota actitud. En ese momento, parece recobrarse
parcialmente y comprender de una manera vaga qué está haciendo, porque se yergue y mira en torno
con horror, murmurando algo incoherente.
JONES: ¿Qué... qué estoy haciendo? ¿Qué... sitio es éste? Me parece conocer ese árbol... y esas
piedras... y el río. Recuerdo... Me parece haber estado antes aquí. (Trémulo.) ¡Oh, tengo miedo en este
sitio! Tengo miedo. ¡Oh, Señor, protege a este pecador!
(Se aleja arrastrándose del altar y se queda agachado, muy cerca del suelo, el rostro oculto, los
hombros estremecidos por sollozos de histérico temor. La figura del hechicero aparece desde atrás del
tronco del árbol, como si surgiera de él. Es un hombre arrugado y viejo, cuya única vestimenta es la
piel de un animal pequeño ceñida a la cintura y cuya peluda cola le pende por delante. Todo su
cuerpo está pintado de un rojo vivo. A ambos lados de la cabeza ostenta cuernos de antílope, que se
bifurcan hacia arriba. En una mano lleva una matraca de hueso; en la otra, una vara para hechizos,
a cuyo extremo está atado un manojo de plumas de cacatúa blanca. Su cuello, como también sus
orejas, muñecas y tobillos, están cubiertos de numerosas cuentas de vidrio y adornos de hueso. Se
pavonea silenciosamente con extrañas cabriolas, hasta ubicarse en el claro, entre Jones y el altar.
Luego, tras de un golpe preliminar en el suelo con el pie, que parece un llamado, comienza a bailar y
a salmodiar. Como en respuesta a su llamado, el redoble del tam-tam crece hasta convertirse en un
salvaje y jubiloso estrépito, cuyas vibraciones parecen llenar el aire de trepidante ritmo. Jones alza
los ojos, va a levantarse de un salto, pero cuando ya está a medias arrodillado, a medias en cuclillas,
se queda rígidamente inmóvil, paralizado por una fascinación plena de terror ante la nueva
aparición. El hechicero se balancea, golpeando el suelo con el pie y marcando el ritmo con su
matraca de hueso. Su voz se eleva y desciende en misterioso y monótono canturreo, sin divisiones
claras en palabras. Gradualmente su danza se convierte a todas luces en la de quien narra con una
pantomima, su canturreo es un encantamiento, un hechizo para mitigar la ferocidad de alguna
divinidad implacable que exige un sacrificio. Huye, es perseguido por los demonios, se oculta, vuelve
a huir. Su fuga se vuelve cada vez más desenfrenada, el demonio perseguidor está cada vez más
próximo y el espíritu del terror se posesiona de él cada vez más. Su canturreo, al crecer en intensidad,
es subrayado por penetrantes gritos. Jones está totalmente hipnotizado. Su voz se une al
encantamiento, a los gritos, marca el compás con las manos y el cuerpo de un lado a otro, de cintura
para arriba. Todo el espíritu y sentido de la danza han penetrado en él, se han convertido en su
espíritu. Finalmente, el tema de la pantomima se detiene en un aullido de desesperación y es recogido
en una nota de salvaje esperanza. Hay una salvación. Las fuerzas del mal exigen un sacrificio. Deben
ser apaciguadas. El hechicero señala con su vara mágica el árbol sagrado, el río, el altar y
finalmente a Jones, con ademán ferozmente imperativo. Jones parece adivinar el sentido de esto. Es él
quien debe ofrecerse al sacrificio. Golpea la tierra abyectamente con la frente, gimiendo de manera
histérica.)
¡Piedad, oh, Señor! ¡Piedad! Piedad de este pobre pecador.
(El hechicero salta hacia la margen del río. Tiende los brazos y llama a algún dios que está en las
profundidades de éste. Luego, empieza a retroceder lentamente, los brazos siempre tendidos. Sobre la
orilla aparece la enorme cabeza de un cocodrilo y sus ojos, de un brillo verdoso, se fijan en Jones.
Éste los mira, absorto y fascinado. El hechicero se acerca a Jones dando cabriolas, lo toca con su
vara mágica, le hace un abominable gesto imperativo señalándole al monstruo que espera. Jones se
acerca más y más, arrastrándose sobre el vientre y gimiendo sin cesar.)
¡Piedad, Señor! ¡Piedad!
(El cocodrilo iza a la orilla un poco más de su enorme mole. Jones se arrastra hacia él,
retorciéndose. La voz del hechicero chilla presa de furiosa exaltación, el tam-tam redobla
frenéticamente. Jones grita, con salvaje y agotado espasmo de acongojada súplica.)
¡Señor, sálvame! ¡Señor Jesús, escucha mi plegaria!
(De inmediato, en respuesta a ésta, acude el recuerdo de la única bala que le queda. Jones echa
mano a su pistolera, gritando con tono desafiante.)
¡La bala de plata! ¡Todavía no me habéis atrapado!
(Dispara contra los verdes ojos que están frente a él. La cabeza del cocodrilo se sumerge detrás de
la orilla del río, el hechicero salta hacia atrás del árbol sagrado y desaparece. Jones permanece boca
abajo, los brazos tendidos en cruz, lloriqueando de miedo, mientras el redoble del tam-tam llena el
silencio a su alrededor de una sombría pulsación, de una frustrada pero vengativa fuerza.)
ESCENA VIII
El alba. El mismo escenario de la escena segunda, la línea divisoria entre el bosque y la llanura.
Los árboles más próximos se distinguen vagamente, pero el bosque, detrás de ellos, sigue siendo una
masa de tenebrosas sombras. El tam-tam parece estar presente, tan sonoros e incesantemente
vibrantes son sus sonidos. Lem entra por izquierda, seguido por un pequeño pelotón de soldados a sus
órdenes y por el comerciante cockney, Smithers. Lem es un viejo salvaje de tipo ultraafricano, de
físico recio y rostro simiesco, cuya sola indumentaria es un taparrabos. Una cartuchera, con un
revólver, ciñe su cintura. Sus soldados ostentan diversos grados de una desnudez disimulada con
harapos. Todos ellos están tocados con anchos sombreros de hojas de palma y llevan sendos fusiles.
TELÓN