El Masajista Negro de Tennessee Williams

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EL MASAJISTA NEGRO (Desire and the Black Masseur)

De Tennessee Williams (Relato)

(Traduccin libre de Eduardo Nabal)


(De la traduccin al francs de Maurice Pons, One Arm, Nouvelles. T.W.
Editorial Domine Etranger)

(Relato primerizo, estremecedor, crudo y potico, una controvertida joya de la narrativa


breve pre-Stonewall indita en castellano, con el sello absolutamente inconfundible de
su autor) (Este cuento, morboso y polmico dio origen a principios de los ochenta a un
filme en B/N de la directora francesa Claire Devers) (Un filme hoy de dificil visionado)

Desde su nacimiento, este hombre: Anthony Burns, manifest una


inclinacin instintiva hacia dejarse influir y envolver por aquellos entornos en los
que viva. Perteneca a una familia de quince hijos y era de todos los hermanos
al que menos atencin prestaban. Despus de acabar sus clases en
secundaria, haba empezado a trabajar como empleado en el centro de la
ciudad. All donde fuera, se senta como desdibujado pero no seguro, en
absoluto. El lugar donde ms cmodo poda encontrarse era en el interior de un
cine. Adoraba sentarse en la sala (desvanecindose lentamente en la butaca,
como si fuera un terrn de azcar en una gran boca golosa)

La pelcula suavizaba su espritu con su lametn tierno y vacilante, lo que


llegaba a adormecerlo. Si, un gran lecho maternal no lo hubiera acogido mejor
ni lo hubiera proporcionado un descanso tan dulce que aquel que le
proporcionaba el cine cuando abandonaba su trabajo y atravesaba la ciudad.
La saliva se acumulaba en su boca y, en ocasiones, caa por sus labios. Todo
su ser se encontraba en reposo, tan en reposo que las tensiones de todo un
da de angustia se apartaban. No segua la historia que se desarrollaba ante
sus ojos en la gran pantalla, pero miraba a los personajes moverse. Para l, lo
que hacan o decan era completamente irreal; no se trataba mas que
personajes que lo reconfortaban como si lo mantuvieran en sus brazos, como si
lo acunaran en la sala oscura, y el amaba a todos ellos- salvo cuando gritaban
con una voz estridente. Anthony Burns era un ser extremadamente tmido,
siempre buscando una proteccin nueva, y algunas de ellas no duraban lo
suficiente para satisfacerlo.

Ahora, al cumplir los treinta aos, a fuerza de haber estado tan protegido, haba
conservado el aire y el cuerpo informe de un nio: en presencia de personas de
ms edad, que pudieran criticarlo, se comportaba como un chiquillo asustadizo.
En cada movimiento de su cuerpo, en cada inflexin de su voz, en cada
expresin de su fisonoma, haba una excusa tmida destinada al mundo, una
excusa por el espacio que pudiera llegar a ocupar, por pequeo que fuera. No
pareca alguien curioso. Poco se saba sobre l, y el mismo poco saba contar.
No conoca o era consciente de sus verdaderos deseos. Desear, consiste en
querer ocupar un espacio mayor del que a uno de le ofrece- y eso era
especialmente claro en el caso de Anthony Burns. Sus deseos- o ms bien su
deseo fundamental era demasiado grande para l, que lo engulleran por
completo o, al menos, lo cubrieran con un abrigo que el pudiera cortar en diez
trozos an ms pequeos. O ms concretamente: haran falta muchos Burns
para llenar un manto as.

Porque todos los pecados del mundo no son en realidad mas que cosas
incompletas, sin acabar, todo el sufrimiento del mundo viene a ser una suerte

de expiacin. Como una casa con tres muros porque no quedaban piedras para
construir el cuarto muro, la pared que falta; una sala que queda sin muebles
porque el propietario no tiene el dinero suficiente, se encuentra siempre alguna
forma artificial para paliar esta alguna carencia de esta clase. El que se las
arregla para disimular su lado incompleto. Sienten esa pared, ese mueble que
falta y saben como remediar esa ausencia. El uso de la imaginacin, el
ejercicio de los sueos o de las ambiciones artsticas, es una de las mscaras
que uno se fabrica para disimular esas partes vacas. Tambin existen la
violencia y la guerra, que suceden entre dos hombres o dos naciones,
apareciendo tambin como una ciega y ms insensata compensacin a todo
lo que no se ha llegado a acabar en la naturaleza humana.

Pues bien, hay otra compensacin, esa que se puede encontrar en el


principio de la expiacin: el sometimiento de uno mismo a la violencia de otro,
con la idea, en ocasiones, de lavar todas sus faltas. Este ltimo camino pudiera
ser el que escogi Anthony Burns inconscientemente. Ahora, a los treinta aos,
estaba a punto de descubrir cul sera el elemento, el instrumento de esa
expiacin. Y como, todos los sucesos en la vida, llegara sin grandes
intenciones ni esfuerzos.

Una tarde, un sbado despus de noviembre por la tarde, el volva de ese


enorme edificio en el que trabajaba. Se par frente a un establecimiento
sealizado por un cartel donde se lea en un letrero nen rojo: Baos turcos y
masajes. Sufra desde hace algn tiempo una suerte de dolor en la parte baja
de la columna vertebral y un compaero de trabajo le haba mencionado
casualmente que unos masajes le vendran bien. Puede pensar que la
sugestin hace mella fcilmente en alguien como Burns. Pero cuando el deseo
vive constantemente junto al miedo y sin un muro de separacin, el deseo se
convierte en algo verdaderamente astuto. Eso ocurra en casa de Burns, el
deseo se haba convertido en un enemigo bajo su propio techo. Con la sola
mencin de la palabra Masaje el deseo se revelaba y exhalaba una suerte de
vapor anestsico que se reparta por todos los nervios de Burns y le permita

escapar del miedo que lo atenazaba realmente, ese sbado por la tarde, al
encontrarse frente a la luz del letrero Baos turcos y masajes.

El establecimiento se encontraba en los bajos de un hotel, cerca del


hipermercado de la ciudad. En cierto sentido, estos baos eran un mundillo
aparte. Reinaba una atmsfera de clandestinidad que constitua su razn de
ser. La puerta de entrada tena forma ovalada, era de un cristal esmerilado, a
travs del cual se perciba un resplandor confuso. Y, desde que el cliente
entraba, se encontraba en un laberinto de corredores y de cabinas separadas
por cortinas, de habitaciones cerradas y de puertas opacas; nubes de vapor
lechoso brillaban en el interior. Los clientes, desnudos, se envolvan en toallas
blancas, como espesas tiendas de campaa, que flotaban a su alrededor. Iban
descalzos sobre a lo largo del piso de azulejos hmedos, como fantasmas
blancos y silenciosos, fantasmas que respiraban y sudaban pero con una
expresin vaca. Parecan a la deriva, como si ninguno supiera donde dirigirse.

De vez en cuando, atravesando el corredor central pasaba un masajista.


Estos masajistas eran todos negros. Negros autnticos-poda decirse que el
polo opuesto de la blancura de las cortinas blancas que colgaban por todas
partes en el interior de los baos. No llevaban mas que unas toallas al hombro,
unos pantaloncillos de deporte de algodn y avanzaban por el lugar con vigor y
resolucin. Solo ellos parecan tener algn tipo de autoridad. Sus voces
sonaban con fuerza. No como aquellas de los clientes que se perdan como
pidiendo excusas sin direccin alguna. Los baos eran su dominio legtimo y
desde que, con sus grandes manos negras, ellos movan las cortinas blancas,
poda pensarse que podan provocar un relmpago y, con su aplomo, enviar
un rayo desde las nubes de vapor.

Anthony permaneca en la entrada de los baos, algo ms indeciso que


el resto de los clientes. Pero desde el momento en el que atraves la puerta
acristalada, su destin qued marcado: ni su voluntad, ni sus gestos eran ya
suyos. Pagaba dos dlares y medio, que era el precio de un bao con masaje
y, a partir de ese momento, el no haca mas que seguir las instrucciones y
someterse a los cuidados que se le ofrecan.

En un momento, un masajista negro lleg a su lado, se puso frente suyo,


le hizo darse la vuelta y recorrer el pasillo entrando en un compartimento
cerrado por cortinas blancas.

-Desndate.- Le dijo, el negro.


El masajista ya haba notado cierta actitud poco habitual en este cliente. Tal
vez fue por aquello que no sali de la pequea cabina acortinada sino que
permaneci all, apoyado en una pared mientras Burns se desnudaba? Le hizo
falta un rato para desnudarse pero no de forma voluntaria sino porque esa
lentitud se desprenda de su estado de ensoacin. Sus manos estaban

sudorosas y mojadas, tena la impresin de que no le pertenecan, pero que


eran movidas por otro que se encontraba detrss de l y llegaba a
reemplazarlo.
Estaba desnudo, y cada vez que lo giraba el masajista vea en los ojos una luz
lquida que no haba visto antes y que sugera algo en el espritu cercano a
trozos de carbn en una hoguera pero mojados por la lluvia.
-Toma esto, -dijo el masajista, alcanzndole a Burns una toalla blanca.

El hombrecillo, agradecido, se envolvi en esa par l inmensa toalla y,


levantando delicadamente sus pequeos piececillos huesudos, algo femeninos,
sigui al masajista a travs de otro corredor cubierto de cortinas blancas y
penetr en una amplia cabina de cristal opaco: la habitacin del vapor. Su gua
lo dej all. Los tabiques de cortinas blancas suspiraban en torno al vapor que
se filtraba. El vapor se arremolinaba en torno al cuerpo desnudo de Burns,
envolvindolo en su calor hmedo, como si se encontrara en el interior de una
enorme boca, titubeante bajo el efecto de una droga, y casi disuelto en ese
mismo vapor lechoso y ardiente que silababa por los muros invisibles.

En un momento, volvi el masajista. Murmur una orden y recondujo a


Burns que temblaba en la cabina en la que se encontraba sin ropa: una tabla
desnuda y blanca haba aparecido durante su ausencia.
-Acustate ah,-exclam el negro.
Burns obedeci. El masajista lo volte y lo unt de alcohol en el pecho,
despus en el vientre y los muslos. El alcohol recorra todo el cuerpo desnudo
como la picadura de un insecto. Burns sofocado cruzaba las piernas para
ocultar la parte salvaje de su sexo. Pero, sin el menor aviso, el masajista negro
levant la palma de su mano y le aplic una terrible palmada en medio del
vientre. El hombrecillo tembl y, durante dos o tres minutos, no pudo recuperar
el aliento. Pero, despus de pasado el primer golpe, un sentimiento de placer
recorri su cuerpo. Pasaba como un lquido de un extremo al otro de su cuerpo

y en la cruz de su vientre, se formaba un hormigueo. No se atreva a mirar pero


el saba que el negro deba verlo. Y el gigante negro sonrea.
-Espero no haber golpeado muy fuerte-dijo
-No, respondi Burns
-Date la vuelta, dijo el negro.
Burns intent en vano volverse pero la fatiga voluptuosa lo volvi incapaz.
El negro ri, lo agarr por el talle y le dio la vuelta tan fcilmente como a un
cojn. Entonces comenz a trabajarle la espalda y las nalgas con golpes que
ganaban cada vez en intensidad y crecan en violencia, el dolor aumentaba, el
hombrecillo se senta arder: el encontraba por primera vez una satisfaccin
autntica, verdadera, en tanto que, un golpe, unos nudillos se hincaban en su
vientre, liberando oleadas clidas de placer.
As, lleg el punto en que Burns descubri el placer sin esperarlo- y una
vez descubierto, son necesidad de someterse, de preguntar por aquello que se
le ofreca: era lo que realmente anidaba en el interior de Anthony Burns. Era l
mismo.

De vez en cuando, el pequeo empleado blanco haca visitas para ver al


masajista negro. Ellos comprendieron enseguida uno y otro el deseo profundo
de Burns: Burns tena un hondo deseo de castigo y el masajista era el
instrumento natural de esta expiacin. Odiaba los cuerpos blancos que se
exhiban con orgullo- no le gustaban mas que los cuerpos esas pieles plidas
que se extendan pasivamente delante suyo, y golpearlas con el puo o con la
palma de la mano abierta. Ya no era capaz de retener su deseo de golpear, no
era capaz de controlar su voluntad secreta, esa que lo conduca a golpear ms
fuerte cada vez y aprovechar plenamente el poder que se le otorgaba. Con este
pequeo empleado blanco, haba encontrado el objeto ideal de todos sus
deseos.
Mientras el gigante negro descansaba, apoyado en el fondo del
establecimiento, fumando un cigarrillo o mordisqueando una chocolatina la

imagen de Burns surga en su mente: vea su cuerpo plido con las marcas
moradas o rojizas de los golpes recibidos. Entonces la barra de chocolate se le
derreta en los labios y se le formaba una sonrisa soadora. El gigante amaba
a Burns, y Burns estaba loco por el gigante. En su trabajo, empezaba a
mostrarse algo distrado. Mientras mecanografiaba y haca los recados, se
revolva en su asiento y se imaginaba a su gigante surgiendo frente a l por los
aires. Sonera y dejaba caer sus dedos hinchados por el trabajo,
abandonndolos sobre la mesa. En ocasiones, el patrn se paraba delante
suyo y le llamaba por su nombre de un modo desagradable: Burns, Burns
Deja de soar! En qu piensas?

Durante el invierno las sesiones de masaje se mantuvieron con un grado de


violencia ms o menos razonable. Pero cuando lleg marzo lleg tambin la
desmesura. Un da, Burns dej el lugar con dos costillas rotas.
El sala de all cada maana con dificultad y se incorporaba a su trabajo
mutilado. Pero poda an explicar su estado con la excusa del reumatismo. Su
patrn le pregunt un da si haca algo por mejorar. El le cont que acuda a
una sala de masajes.
--Pues no parece sentaros demasiado bien, dijo el jefe.
-Oh si-dijo Burns. Me siento mucho mejor.

Entonces, lleg su ltima visita a la sala de masajes.


Tena la pierna derecha desencajada. El golpe que le rompi el hueso haba
sido tan terrible que le haba que Burns haba sido incapaz de contener un
grito. El gerente del establecimiento lo oy y entr en la cabina: Burns vomitaba
sobre un lado de la camilla.

-En nombre de Dios! Qu est pasando aqu?

El negro se encogi de hombros.


-Me pidi que le diera ms fuerte
El gerente examin a Burns y vi todos los moratones sobre su cuerpo.
Dnde crees que estas? En la jungla? Le pregunt airado al masajista.
De nuevo, el negro, se encogi de hombros.
-Sal de mi casa ahora mismo, fuera de aqu-grit el gerente. Llvate a ese
pequeo monstruo pervertido Y no volvis a poner aqu los pies. Ni el uno ni el
otro.
El gigante negro, con ternura, cogi en sus brazos a su compaero inerte. Lo
dej en un cuarto en la ciudad. All vivieron una semana apasionada.
Todo esto suceda a finales de a Cuaresma. Justo frente a la habitacin donde
vivan Burns y el masajista negro, haba una Iglesia, y, por sus ventanas
semiabiertas se oan las violentas exhortaciones de un predicador. Cada tarde,
se repeta una y otra vez el cntico furioso de la crucifixin. Ni el predicador ni
sus fieles eran verdaderamente conscientes de lo que queran. Todos geman y
lloraban, confundidos en la misma expiacin colectiva.
De vez en cuando, el oficio llegaba a convertirse en una autntica
manifestacin. Una mujer se disfrazaba para mostrar una llaga en el pecho.
Otro se cortaba una arteria en el puo.

-Sufrid!, sufrid!, sufrid!, gritaba el predicador, sin descanso. Nuestro seor a


sido crucificado para expiar los pecados del mundo! Ellos lo arrastraron hasta
las afueras de la ciudad, al calvario, a la montaa de la muerte. Ellos mojaron
sus labios con vinagre en una esponja. Y ellos le dieron quince latigazos en la
espalda! La Flor de este Mundo! El sangr sobre la cruz!

Los miembros de la Congregacin no podan permanecer en el interior de la


Iglesia. Se lanzaron a la calle en una procesin enloquecida, rasgando sus
vestiduras.
-Todos los pecados del mundo sern perdonados!-gritaban al unsono
Durante el tiempo que dur la celebracin, el masajista negro y Burns
continuaron sus designios prefijados. En la habitacin de la muerte, las
ventanas permanecan abiertas, las cortinas flotaban como pequeas lenguas
blancas sedientas. La calle desprenda un insoportable olor dulzn. Detrs de
la Iglesia, se incendi una casa. Los muros se carbonizaron y las cenizas se
esparcieron por la atmsfera dorada. Frente al ardor de las llamas, los coches
rojos de los bomberos, las escaleras y las potentes mangueras no fueron
suficiente.

El masajista negro permaneca inclinado sobre su victoria, que ahora


saboreaba.
Burns murmuraba algo. El gigante le hizo una seal con la cabeza.
-T sabes que tienes que hacer?- dijo la vctima, y el gigante negro asinti.

Cogi el cuerpo que tena apenas junturas y lo puso con delicadeza sobre una
tabla limpia. El gigante comenz a devorar el cuerpo de Burns. Rebaaba los
huesos y le hicieron falta veinticuatro horas rebaar todas las costillas. Cuando
hubo acabado, el cielo tena un color azul sereno. El brillo del oficio religioso
haba acabado, las cenizas del incendio estaban repartidas, los coches de
bomberos repartan el olor a miel habiendo liberado la atmsfera.

La calma haba vuelto, reinaba un aire de victoria.

El masajista puso en un saco los huesos ms duros que quedaban despus del
sacrificio de Burns y, con este fardo, se puso en el terminal de una lnea de
autobs.
Despus el camin por un barrio desierto y vaci su cargamento en las aguas
inmviles del lago. Volvi a su casa y se dijo:-S, todo est perfecto, todo ha
acabado.
Una vez en su hogar, en el saco donde haba llevado los huesos, hacin todas
las cosas de Burns: un traje azul, algunos botones esmerilados y una vieja foto
de Anthony a los siete aos.

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