La Balandra Isabel Llegó Esta Tarde
La Balandra Isabel Llegó Esta Tarde
La Balandra Isabel Llegó Esta Tarde
La balandra Isabel llegó esta tarde a La Guaira, desde Boca de Uchire, diez mil kilos de
carbón y unos bultos de casabe. Al entrar en el puerto agilizó más su elegancia blanca; pasó junto
al trasatlántico alemán y fue hacia sus compañeros; la goleta Blanca María, la balandrilla Misterios
del mar. Al lado de ellas se aquieto mientras las velas, antes de morir, recogían en su blancura la
última luz de sol. La mayor, que tiene una cruz azul pintada como un tatuaje y que desde Boca de
Uchire viene llena de viento, esponjada y redonda –pintada de luna- se aflojó despacio en los
mástiles, desgonzándose entre la brisa delgada del puerto.
Una calle, acostada al pie del caserío guaireño, blanquea en la primera oscuridad de la
noche. Serenamente se mueve la masa de las aguas, verde aún por una vaga vibración luminosa,
haciendo sus ruidos bajo las maderas del atracadero. En los potes sostenedores se forman
espumas y por las barbas verdes de las algas caen luego gruesas gotas de agua mansa.
El palo mayor de la balandra Isabel marca sobre cielo el tardo vaivén del puerto
adormilándose en la penumbra del atardecer.
Un marinero, cansado y alegre, se apoya en la barandilla mohosa, rota por las olas, y silba
una canción que oyó hace mucho tiempo.
Segundo Mendoza, marinero de la Isabel –nariz chata, anchas espaldas, blancas la risa
amplia- , paseó un rato por las calles guaireñas. Con el paltó azul arrollado en el brazo, estirada la
franela por la respiración calmosa y fuerte, agiles y recios las paso, caminó bajo los focos de luz
eléctrica un buen poco de tiempo mirando las cosas.
Bajo la cachucha, tirada hacia el cógete, viven sus pensamientos: sabe que terminará
buscando a Esperanza para pasar la noche, pero retarda ese momento en el que ella vendrá
apresurada hacia el (¿Cómo estas mi amor?, ¿Cómo hiciste el viaje?) por el solo gusto de gozar
antes representándose la escena, pensando cómo va la mujer a recibirlo. Aunque, al fin y al cabo,
da lo mismo: esquiva, o triste, o desdeñosa, o alocada, siempre es igual con él. Tenga ariscos y
temblones los labios pintados, o entreabiertos por la sonrisa; bajos los párpado, o abiertos los
ojotes negros; ardorosa o tranquila la nabicita de aleta gruesas; fruncidas o no las cejas; de todos
modos, sabe el que lo que quiere es Esperanza. Y, como goza con esa confianza, retarda el
momento de encontrar a la mujer mientras piensa en ella.
Al fin, dejo las calles de cemento cercanas al muelle, llenas de ruido y de gentes y al fin
comenzó a subir la calleja empinada sobre el cerro, metida entre las casas severas, altas, mudas,
de La Guaira vieja.
Ahora, el doblar el recodo más oscuro, en hedor de la casa más severa, más muda y más
alta, la calle cambia de caracteres, se hace casi camino, y entra en el barrio pobre de las
prostitutas.
Un poco más allá no hay casas por el lado del mar. Por eso ``El cuervo de la abundancia``,
botiquín del negrito José de la Trinidad, está siempre lleno de las brisas del mar, que se ve
cercano, frente a frente
Al borde del barranco sostiene su equilibrio una gran piedra negra. Segundo se sentó en
esa piedra, y abrió los brazos para recibir la brisa fresca sobre el cuerpo sudado.
Miro un momento al mar y tuvo que volver la cabeza atendiendo al siseo de María, la
negra loca de El Cardonal.
Segundo se acercó:
-Estás loca, negra María. Ahora y que negro verde. Yo me llamo segundo.
La llama de fósforo saltó entre las manos gruesas del marinero y en su luz vivieron los
rasgos de la negra María, sus pómulos hinchados, toda su cara aventajada, pintada rota por la
miseria, por locura y por la vida.
Ella sonrió con colmillo orificado, mientras rozaba las piernas de Segundo.
-¿Te vas a quedar conmigo, negro verde? Pareces un diablo caliente ¿Oíste?
El amo, José de la Trinidad, negrito fino, bostezaba mirando en el mar la vagas manchitas
de los botes pesqueros. Segundo lo saludó. Viejos compadres, se sonrieron alegremente y se
preguntaron las cosas de siempre: que si la balandra llegó hoy, que si el negocio está bueno.
-¿Descargaron ya?
Aunque al entrar oyó Segundo la voz de Esperanza hablando dentro, le pregunto al negrito
si estaba ella en el botiquín. El otro contesto afirmando con la cabeza de perfiles brillantes por el
sudor del día.
-¿Acompañada?
-Sí. Pero si quieres te la llamo.
-¡Gua! Llámala
En ese momento la voz de Esperanza repetía la canción que dejo la radio en todos los
oídos: una canción desmayada, las largas notas sentimentales. Segundo sonrió al sentir como
rompían la tonada unas palabras alegres de la mujer: ``¿Cuándo llego? ¿Esta tarde? Con tu
permiso, chico, ya vengo``
Repiquetearon los talones de ella tras el tabique de madera y apareció al cabo en el marco
de la puerta.
(Ella: regordeta, pintada, con sus curvas marcadas en el brillo de la tela barata. Ella: alegre,
gritona, simpática.)
-¿Te esperas un momento y le digo al que está ahí que no me voy a ir con él?
-Anda pues.
Eso lo dijo deteniéndose un momento en la puerta. Luego, repiquetearon sus pasos tras el
tabique, mientras. Segundo, acodado en la ventana, miraba hacia el mar oscuro, enorme y cercano
en la lejanía.
Lleno de sombra, lleno de rumores, vibrando con bordoneo de panal gigante, está allí el
mar: eso oscuro. En altamar va un barco grande, con sus luces encendidas. En esos barcos
alemanes se divierten las gentes como en tierra. Ahorita la luz del faro le dio la barco haciéndolo
saltar de lo oscuro. Luego marcó un camino de reflejos a lo largo del agua.
El mar. Se siente cercano; como si fuera ya a inundar todo. Como si estuviera volteando en
lo oscuro de sus ruidos.
….
-Te tengo que decir un sinfín de cosas: no quiero seguir esta vida
Ella dijo esto suavísima, como si lo estuviera sosteniendo su canción, y Segundo, al mirarla
así, le beso despacio los labios brotados, rojos y brillantes por la pintura.
...
“Lo grande “ no sabe ella decirlo en una frase. Son muchas cosas que le han venido
pasando: que no quiere seguir esta vida; que no quiere estar obligada a buscar hombre todas las
noches; que no quiere tener que aceptar a cualquiera que se le presente…
Habla apresurada y tranquila; pero Segundo comprende la tristeza de ella en la voz opaca
y en la cabeza vencida de la muchacha. Entristece el también un poco y le sonríe a Esperanza:
Llena de grasa la cara reidora se chancea al marinero exponiendo sus razones a la hembra
huilona.
-Así me gustan las mujeres: Limpiecitas. Ahora, que si el negro no me presta jabón, vas a
tener que aguantarme esté como esté.
Sabia el que en este cuarto bañando en luz rosada entraban muchos hombres con sus
deseos vivos; le gustaba saberlo. Y a Esperanza, en cambio, le dolía esto como un castigo.
¿Y esta? ¿Y Esperanza? También tiene su derecho. Aprieta dentro del cuerpo sus dolores
como cualquiera otra. Sólo que nadie se preocupa más que por el cuerpo repleto de dulzura.
Avanzan hacia ella deseosos y alternos –barcos de velas infladas- y, cuando llega el tiempo de
mirarla despacio, se duermen a su lado, como duermen al lado de los muelles las balandras que
terminaron viaje.
Segundo despierta a Esperanza. Con sus manos callosas la levanta del sueño.
-Negrita. Atiende. Si tú quieres nos vamos a vivir juntos. Trabajare de pescador aquí en La
Guaira. ¿Quieres?
Segundo piensa esto apoyando en un poste del muelle guaireño. Le ha dicho a Esperanza
que venía a despedirse de sus compañeros. Y así es la verdad. Ha venido a eso: a decirle:
-¡Adiós, mis hermanos! ¡Algún día nos veremos! ¡Que lleguen con bien…!
La madrugada se insinúa en la claridad tenue del cielo; en la Isabel trabajan todavía bajo la
luz débil de un farol. Hay un vago olor de comida entre los olores del puerto; y las luces de los
faroles sobre la cubierta de goletas y balandra, hacen creer que, en cada barco, un marinero,
sombrío de calor, esta calentado del cafecito para los demás. Hace un momento se apagó el faro.
Bajo los muelles el agua oscura no ha despertado todavía: copia sobre sus ondas pequeñas los
reflejos de todas las luces.
Como si hubiera sentido algo, el negro se vuelve y sonríe a Segundo. Luego grita:
-¡Heiii! ¡Segundo Mendoza! ¡A que todavía haces con nosotros este viaje!
-¡Veremos!
Y aunque Segundo contesta con ademán de hombre resuelto, siente una íntima
desconfianza. ¿El pescador, matarse sudando agachado en una canoa, para luego apenas ganar?
En la balandra, siquiera no gasta comida, sino que los reales son para los que quiera. Esperanza le
pedirá dinero siempre. Dirá sus temores que no habrá nada para el siguiente día. La figura de meje
se va desvaneciendo. Será dura y fastidiosa la vida.
Ahora se va acercando a la borda Martinote. Todos han dejado el trabajo un momento y,
desde la balandra, le grite chanzas a Segundo Mendoza.
Martinote también es de La Guaira. Cuando pequeño se pasaba los días –baños, carreras,
algazara- junto a Segundo. Es un bien amigo; seguro siempre para cuando hay necesidad. Él es
quien grita más:
-¡Enamorado!, da lo mismo una mujer que otra. ¿Vas a dejar esperando en Carenero a la
negra Socorro? Seguro va a llorar. (Martinote se ríe con risa grande)
-¿Y Adelita? ¿la vas a dejar morir solita a lado de su botella de poncige?... ¡Enamorado! ¿A
la vejez viruela?
-¡Segundo, ahorita nos vamos! ¿No vas a venir? Ahí está el bote.
Ya estaba la mañana reventona de luz amarilla, cuando la balandra Isabel despego, había
salido.
El viejo afirmo.
-Bueno gracias.
Y se fue hacia su casa subiendo despaciosa las calles empinadas de La Guaira vieja. Sin
pensar, siguió hacia el botiquín de José la Trinidad, hacia “El cuerno de la Abundancia”.
Llamo a Esperanza. (Así era la negra, que todo el que pasaba tenía que decir algo)
-¿Te dejo el marinero? Espera, que a ti te llaman Esperanza. La otra noche dijiste, yo te oi,
que no querías seguir con esta vida, ¿Te dijo que te iba a sostener?... Le gusta más su balandra que
tu.
-Menos juicio y más bemba tienes tu que María, y no te dicen negra loca. Sin embargo, es
lo mismo. Como ya te veras, naciste para esta vida. No te pongas brava, somos para que los amos
pueda tener señoritas.
-¿Y la barriga? Pásate la vida sin comer y te diré reina. Esperanza entro en el botiquín
mientras la negra hablaba sola frente al mar luminoso del medio día.
-¡Reina!, y no tiene ni hombre a quien querer. ¡Mira esperanza, aquella vela en altamar es
la balandra de tu negro caliente. Estas solita en alta mar.
Esperanza volvió a tiempo de oír las últimas palabras de la negra. Miro. Parecía querer
tocar con la mirada cariñosa aquella inútil mancha de blancura que corría por medio del mar azul.
-¡Que vuelva con bien!... negra María, dicen que tú sabes hacer brujerías buenas.
-Si tiene
-¿Muchachos?
-También
-Nada. Volverá así… por ratos. Alguna que otra noche, hasta que no le guste. Yo lo llame la
otra noche negro verde. Él es así.
Bocu era un negro cubano alto, flaco, recio, que un día cualquiera llego a la Guaira, alquilo
una casita en la mitad del cerro y se metió en ella con su mujer.
Los chismes del vecindario crecieron más entonces. Se aseguró, mas calladamente, que
desde la llegada del cubano, muchas mujeres sentían por las noches un ansia incontenible de irse
hasta la playa. Dicen también que de ellas se aprovechó Bocu ayudado por el enemigo y por sus
yerbas endemoniadas.
La mujer del negro, a quien también llevaron a la cárcel, murió a poco tiempo más flaquita
y más tímida que nunca. Quedaron los hijos –María y Pedro Martin- solos los jovencitos con la
fama misteriosa y atrayente, que les dejo de herencia a su padre, Bocu el cubano.
El más buscado es el hermano porque, aunque chancero y sonreído, sabe decir de cuando
raras palabras que parecen significar ocultas maravillas. Las mujeres le temen y dicen “que si”
siempre, cuando Pedro Martín le pide algo. (Èl no pidió jamas mucho, ni poco). Por eso, a mas de
brujo, él tiene entre la gente fama de chulo y vividor. El negro sonríe y sigue viviendo alegre y
misterioso.
Esperanza habla con María frente al mar luminoso. Habla y, sin embargo, le molesta
contarle a la negra lo que está contando. ¿Qué le importa a María que ella adore a Segundo…?
-Negra María. Me dijo la otra noche que viviría conmigo; que sería pescador en La Guaira.
El cerebro duro de Esperanza no piensa ya más nada. Dentro de ella sólo hay ansiedad.
Casi odia su propósito de conseguir al hombre por medio de María; esta miedosa de lo que ha
pensado, y ya no le es posible cambiar.
Una mujer desnuda –su única ropa el gran pañuelo blanco de las velas tremolando en los
brazos- era la Isabel al salir esta mañana de La Guaira. Chirriante, alegre y sucia se echó en medio
del viento sobre el mar.
Parecía una mujer. Porque todas las cosas del mar pueden parecerse a la mujer. Se
hinchan las velas como pechos redondos; ene l calor del sol hay un rechazo ardiente y en los
vientos toda una gran caricia amplia. Cuando chocan las olas, dentro de las espumas rotas, viven
brazos desnudos y muslos y suaves torsos de mujer. Las tierras lejanas también son ariscas
muchachitas oscuras dormidas sobre el mar.
Segundo abe pensar estas cosas, las siente. Alguna vez las ha dicho a Martinote cuando
hablan apoyados en la barandilla mohosa de la balandra Isabel.
Esta noche, bajo el regazo de ruidos, bajo el regazo de las velas, entre enorme noche del
mar lleno de ruidos y movimientos, el marinero silba y revive sus últimos días pasados con
Esperanza. No siente tristeza. Ahora que está lejos, ya no es nada Esperanza. Fueron tonterías lo
de la otra noche. Esperanza… ¡Tonterías! Basta con una a quien darle real. Siquiera la de Juan
Griego cuida los hijos. Esta será siempre, al fin y al cabo, su mujer.
A saber si tiene razón Martinote cuando le dice que el, Segundo, tiene cara de marido
serio, de padre de familia. Y a saber si la cara dice la verdad. Porque goza más que con ninguna ,
con su mujer de siempre, allá en su rancho encalado, viendo de lejos el baño de sus hijos e la playa
serena de Juan griego y abrazando con tranquilidad el cuerpo ancho, conocido y querido.
Esperanza llego muy temprano al botiquín. Desde la ventana pregunto a la negra cuando
seria “la cosa”. María le contesto que todavía no había llegado el hermano y que tendría que
esperarlo.
Y Esperanza, acodada en la ventana, mira al mar. Otra noche era Segundo quien estaba
aquí, mirando. La mujer siente dentro del cuerpo mil culebrillas de su ansiedad y de su desespero.
Pide ron a José la Trinidad y el negro viene al momento, con el vasito lleno entre los dedos
oscuros, de uñas rosadas. Curioso, serio, cariñosa, hace sus preguntas.
-¿Nerviosa?
-Sí, Oh.
-¿Por qué?
-Segundo se fue.
-Sí.
-¿Por eso?
-¡Quien sabe!
-Bueno. Trae.
En ese momento llego el mocito que, la otra noche, bebía con Esperanza.
Tirando hacia atrás el sombrero, se vino hasta la ventana y rozó el brazo redondo de la
mujer. Ella casi grito al volverse, pero sonrió al muchacho. El comenzó hablar; que si estaba sola,
que si iría con él.
-Déjame sola mi amo. Tengo que hacer ahora, y se fue hacia la casa de la negra María
sintiendo sobre sus espaldas las miradas melosa e patiquín.
El negrito se rió:
-Anda. Vente.
Esperanza entro temerosa, temblona. En este momento le pareció que efectivamente no
necesitaba a Segundo; que todo esto lo hacia así, como obligada. La negra cerró la puerta. Ya
estaba echando la suerte.
La negra, silenciosa, busco bajo la cama y saco una vela mohosa. Sonó la caja de los
fósforos en su mano y, dando vuelta al foco, dejo el cuarto oscuras. Entre las sombras se acerco
Esperanza.
Luego, la luz del fosforo hizo saltar los perfiles de las cosas pintándolas de un amarillo
descarnado. La negra, lenta, cogió la vela y apago el fosforo con un soplo suave mirando como
moría la llama pequeña.
Despacio, camino hacia el fondo del cuarto y corrió una cortinilla de tela basta. Tras la
cortina estaba el “El altar”: sobre una mesa negruzca con Cristo boca abajo; dentro de una totuma,
granos de maíz y caraotas rojas; una mazorca de maíz colgada de la pared junto a un par de
maracas redondas y, sujeto a un cromo de la Viren del Carmen, chorreaban collares rojos y
blancos y unas plumas de gallo negro. Bajo la imagen estaba otra totuma vacía y manchada.
Esperanza temblaba más. Enseñando la tapara manchada pregunto a la negra para que
servía.
-Esta muchacha de sangre. Ahí Bocu dejaba la sangre de los gallos. Yo no lo toco. Es santa.
Solamente los hombres la pueden tocar. Por eso viene Pedro Martin.
-¿Hermano?
-Espera.
-Los reales.
La monedas –plateadas como lunas a la luz de la vela- sonaron al caer en las manos de
María.
-Está bien.
María abrió la puerta. Un negro –alto, flaco, recio- sonrió al entrar.
Decía sus frases sonriendo siempre. Parecía muy joven y se quedó mirando a Esperanza
complacido.
-No encontré gallo negro en el mercado. Por eso compre este pollito.
Este pollito servirá muy bien para el caso. Señorita. Tú. La que viene a que hagan el
ensalmo. No hable, no se mueva, sienta lo que sienta, mientras yo no la mande, Bocu nos
acompaña. María, la negra cumbamba, mi hermana. Apaga la luz. Ya te diré cuando debes
alumbrar.
-Verdad.
-Por el mar.
Las voces se hunden por las rendijas de las puertas desniveladas. Como mariposas oscuras
irán volando entre la negra noche, sobre las aguas del océano. Se en sedaran en los mástiles de la
balandra Isabel. Se harán pensamientos del marinero oscuro que silba una canción.
-Por el mar va, el mar lo atraerá. Enciende, María, negra cumbamba, mi hermana.
La vela broto su luz entre las manos de la negra. Ante al altarcillo escondido. Pedro Martin
se adelantaba desnudo.
Entre los dedos largos, huesudos y morenos, de largas uñas amarillas por el tabaco, piaba
el pollito.
-Oricha de Obatala, que la sangre del gallo diga la verdad. María, el cuchillo.
Brillo el cuchillo un momento y termino el pio-pio entre las manos del negro, que se
extendieron para que la sangre cayera en la tapara ennegrecida.
Esperanza, abrió los ojazos, miraba la escena. A cada momento que pasaba se le apretaba
más el miedo en el cuerpo frio. Sobre el negro desnudo la luz temblona de la vela dibujaba sus
brillos.
La culebra se murió.
Sálgala muleque.
La culebra se murió.
El negro movía sus caderas son de una música grave, que repetía continuamente. Cuando
se detenía, miraba fijamente a Esperanza, moribunda en su temblor.
De pronto, la negra María ceso a cantar. Teniendo en el suelo su cuerpo huesudo saltaba
como en el mal de San Vito; apretado en el castañeteo de sus dientes, salía de su boca el rezongo
religioso de la “La culebra murió”.
El negro, apresurado, apago la vela. Su voz alta brinco sobre el miedo de Esperanza.
Esperanza, entre la sombra densa del cartucho, iba buscando al negro con los brazos
delante. Al tocarlo se detuvo. Pedro Martin la atrajo hacia si y, como la muchacha oponía
debidamente, siguió diciendo:
Se oyó el moverse de la negra. Luego de encenderla, ella clavo la vela en el pico verde de
una botella sucia.
La negra busco bajo la mesa y saco un saquito rojo dentro del que sonaba el choque de las
conchas marinas. Sobre el “altar” vació el saquito. Pedro Martin se acercó luego. Detenidamente
miraba el cadáver del pollito, la sangre en la totuma y las conchas de los caracoles. Esperanza,
sentada en el suelo, sin pensar en nada, miraba.
-Vendrá –dijo el negro. Y esperanza, como solo esperaba la palabra de Pedro Martin, cayó
en el suelo desvanecida.
Y le hablo de Segundo: que él lo conocía mucho; que era muy buen tercio; que una vez lo
busco para que le hiciera un tatuaje.
-Yo lo sé hacer muy bien. Así que cuando quieras… a Segundo le pinte el pecho una
culebra con cabeza de mujer.
-Vendrá el negro verde. Para siempre. San Marcos de León lo salve de todo mal. San
Marcos de León.
Esperanza, ansiosa y alegre, mira esta mañana en el mar luminoso de La Guaira. Ella
estaba en botiquín de José de Trinidad, un poco ausente, cuando el grito de María la hizo saltar.
-¡Muchacha! La balandra de tu hombre viene por frente de Macuto. Por ahí viene tu
hombre. A mí me lo debes. Salió bueno el ensalmo. Si no lo quieres perder, sígueme buscando.
-¿Y si no viene?
El tiempo pasa lento. En la luz del sol –en el calor de la hora- sienten las mujeres al latir
despacioso de los segundos. Esperanza mira, con la mirada más firme de sus ojos grandes, la
desembocadura del callejón, mientras la negra María, muerta, dura, las manos de largas uñas
arañando el polvo de la calle, murmura sus lentas palabras de loca.
-Por sobre el agua viene llegando. Negro de agua. Marinero. Por sobre el agua San Marcos
de León lo salva. Ni sierpe, ni fiebre, lo toquen, ni las manos de sus enemigos. Como el señor
nuestro, viene sobre las aguas.
-No lo veras. San Marco de León lo trae, tú lo veras. Esta noche lo podrá abrazar. ¡Negra!
¡A buen momento!
La marcha de unas nubes, sobre la tierra fofa de la calle, marchaba en los ojos de las
mujeres la lentitud del tiempo. La sombra de los aleros –recia- apenas apagaba su ansiedad.
Navega nada más que por Oriente, no volverá. Si me quieres a mí para esta noche…
-Bueno, Martinote. Pero lleva bastante real, ¿Sabes? Nos vamos a emborrachar hasta
dormirnos.