Aproximaciones A La Vida y Obra de Antonio Gramsci
Aproximaciones A La Vida y Obra de Antonio Gramsci
Aproximaciones A La Vida y Obra de Antonio Gramsci
Hernán Ouviña
Antes de abordar la obra de Antonio Gramsci, resulta pertinente reseñar el contexto histórico
y social en el cual se enmarcan tanto sus textos como su praxis política militante. Para ello,
quizás vale la pena retomar una consigna lanzada por el reconocido filósofo francés Lucien
Goldmann, quien -retomando a Hegel y a Lukacs- solía expresar que “la historia del problema
es el problema de la historia, y viceversa” (Goldamnn, 1975: 17). Con esta encriptada frase lo
que estaba intentando postular es que existe una íntima relación entre todo texto producido y
su contexto especifico. En nuestro caso concreto, podríamos afirmar que la historia de la
problemática gramsciana se vincula de manera directa con el problema de la historia italiana
y, en un sentido más restringido, con la propia vivencia de Antonio Gramsci como un
meridional que descubre el norte industrial de Italia y comienza a pensar en la complejidad de
las sociedades modernas -como veremos, teniendo como “espejo” contrastante especialmente
a la Rusia soviética- y en sus posibilidades de transformación desde una perspectiva
emancipatoria.
Hay, por lo tanto, un primer acercamiento a Gramsci que nos obliga a no disociar sus
reflexiones y su militancia con el momento epocal en el cual escribe y actúa como periodista
y dirigente político. Esto nos obligará a estructurar los Capítulos abocados al análisis de su
obra a partir de un criterio cronológico ineludible (lo que no ocurrirá con la producción
bassiana). No obstante, como reconociera Antonio Santucci, retomando al propio Palmiro
Togliatti, hay además un “segundo” Gramsci, que trasciende las vicisitudes históricas de su
praxis directa, y que supone una obra de “indudables características de universalidad.
Destinada, en suma, a proyectarse más allá de la breve existencia de su autor” (Santucci,
2005: 22). Desde ya que distinguir dos Gramsci no implica, siguiendo nuevamente a Santucci,
contraposición alguna entre el hombre de acción y el pensador crítico, sino más bien poder
rastrear y reconstruir aquellos elementos y propuestas teórico-prácticas que permanecen
invariantes y nos interpelan hoy en día, más allá de la coyuntura en la que fueron formuladas.
Precisamente en este sentido creemos pertinente la definición que Norberto Bobbio propone
para caracterizar a un autor clásico: a. es un intérprete auténtico y único de su tiempo, para
cuya comprensión se utilizan sus obras; b. siempre es actual y cada generación lo relee; c. ha
construido teorías-modelo o conceptos clave que se emplean en la actualidad para comprender
la realidad (Bobbio, 1991). Porque aunque no cabe duda de que el capitalismo de nuestros
días se presenta en una forma diferente del capitalismo que estudió y contra el cual luchó
Gramsci, ¿es diferente su sustancia? O, más aún, ¿ha sido superada por la historia toda la
diversidad de formas de su existencia y de vías posibles para su superación revolucionaria
examinadas o propuestas por Gramsci? Consideramos que es desde esta óptica que cabe
caracterizar a la obra gramsciana como clásica, debido a que si bien es expresión de un
momento histórico determinado, resulta sumamente actual para que las nuevas generaciones
puedan (re)pensar la realidad contemporánea, en particular la Latinoamericana.
1
Fragmento de la Tesis Doctoral titulada “La noción de ‘política prefigurativa’. Un análisis a partir de su
productividad teórica a partir de los aportes de Antonio Gramsci y Lelio Basso”, Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de Buenos Aires, marzo 2011.
Nuestra propuesta de lectura es, entonces, doble: por un lado, tratar de ser lo más fiel posible
al propio autor, teniendo en cuenta tanto la letra como el particular contexto de su producción
y su pertenencia teórico-política a la tradición marxista. Rescatar esta dimensión histórica nos
permitirá no perder de vista el origen de las preocupaciones de Gramsci -arraigadas
profundamente en la praxis-, a la vez que evitar extensiones improcedentes de sus conceptos y
categorías de análisis. Por otro lado, intentaremos rescatar la fecundidad explicativa de los
conceptos más sustantivos que él desarrolla, aquellos cuya riqueza teórica otorga pistas
interesantes para analizar la realidad presente de sociedades como las nuestras, teniendo como
eje transversal la noción de “política prefigurativa”. Así pues, el objetivo último es que a
partir de un análisis exhaustivo y directo de su producción teórica pre-carcelaria y carcelaria,
indagar en las posibilidades de ordenar críticamente los nudos centrales de su pensamiento, en
función del mencionado concepto.
1917/1921 Período de ofensiva revolucionaria (que abarca desde los inicios de la revolución
rusa, en febrero de 1917, hasta la derrota del “bienio rojo” italiano, a finales de 1920).
1921/1926 Período de reflujo insurreccional (desde la creación, en enero de 1921, del Partido
Comunista Italiano hasta su detención en 1926, siendo diputado electo por Venecia y
Secretario General del PCI).
1926/1937 Período de reflexión a partir de la derrota (desde su forzado encierro, pasando por
su producción teórico-política a partir de 1929, plasmada en sus Cuadernos, hasta su muerte
en un casi total aislamiento político y afectivo, en 1937).
Desde ya, estos períodos no deben leerse en clave “etapista”, sino más bien sobre la base de
una dialéctica del cambio, problematizando tanto las continuidades como las posibles rupturas
y reformulaciones del pensamiento y la práctica política de Gramsci. Nuestro propósito, por
lo tanto, es trabajar cada período “en sí”, adentrándonos en su análisis concreto, y
confrontando los textos, cartas, tesis y manuscritos redactados por Gramsci durante esos años,
con su contexto histórico, intentando no caer en una estructuración lineal ni “evolutiva” de su
obra (que implicaría un punto de partida y un supuesto punto de llegada, por definición
superador del anterior), aunque tampoco menospreciando las enseñanzas y aportes que la
cruda realidad le impone a su pensamiento y acción en tanto marxista creativo.
Antonio Gramsci nace el 22 de enero de 1891 en Ales, un pequeño pueblo ubicado en la isla
de Cerdeña (perteneciente al sur de Italia conocido como el Mezzogiorno) en el seno de una
familia pequeñoburguesa. Siete hermanos eran en total. A los dieciocho meses se le manifiesta
el “mal de Pott”, una enfermedad tuberculosa que le deformará la columna vertebral de por
vida y le impedirá superar el metro cincuenta de altura en su periodo de adultez.
Para tener una idea de la situación en la que vivía Gramsci junto con su familia, vale la pena
reproducir un comentario realizado por su hermana menor en la biografía escrita por Giussepe
Fiori:
“vivíamos con una gran pobreza. Mamá era una mujer tenaz, llena de energía y decidida a luchar
contra la mala suerte. En el trabajo era incansable. Pero siete hijos son siete hijos y, en casa, a medida
en que se gastaba el dinero obtenido con la venta de la poca tierra de la herencia Marsias [se refiere a
la herencia de la familia materna], seguir adelante era cada vez más complicado. Ahorrábamos hasta lo
increíble. Recuerdo que siendo todavía criaturas, Gracietta, Emma y yo, recogíamos la cera de las
velas ya consumidas y fabricábamos otras velas más pequeñas para que Nino [Antonio Gramsci]
pudiese seguir leyendo al anochecer” (Fiori, 2008: 25)
Antonio Gramsci vive, por tanto, una infancia sumida en un contexto extremadamente pobre,
de un sur agrario de predominancia campesina, “atrasado” con respecto al norte industrial del
país, que expoliaba buena parte de sus recursos imponiendo una política proteccionista en la
región. Este hecho resulta central para entender lo que luego muchos autores denominarán
colonialismo interno, noción que Gramsci dejará traslucir en textos inconclusos como
“Algunos temas acerca de la cuestión meridional”, redactado días antes de su encarcelamiento
en 1926.
Gramsci, decíamos, retomará los estudios de 1905 a 1908, conviviendo con una campesina, a
una distancia considerable de su hogar. Para culminarlos, en su última etapa se trasladará a
Cagliari, la capital de Cerdeña, donde convivirá con su hermano mayor Gennaro, el mismo
que lo introdujo en la lectura de la prensa socialista. Este hermano trabajaba como tesorero en
la “Cámara del Trabajo”, órgano que oficiaba de sindicato municipal. Nino comienza a
frecuentar este ámbito, y allí presencia -si bien en carácter de espectador- los debates y
polémicas al interior de los gremios y en el propio Partido Socialista. Sin embargo, algo
importante para tener en cuenta es que las primeras lecturas de Gramsci, así como los breves
textos redactados por él en este momento, no son marxistas, sino más bien Sardistas. Es decir,
las primeras inquietudes que tiene Gramsci en términos políticos se vinculan a lo que es el
regionalismo meridional. Este movimiento tenía que ver con una activación política en
Cerdeña (de ahí el sardismo, por su alusión a “Sardegna”), en contra de los que consideraban
que era la opresión continental, el sometimiento constante de parte del norte de Italia. Es así
como, a mediados de 1910, publica su primer artículo en el diario de Cagliari, la Unión Sarda,
que curiosamente constituye una defensa enconada de la autonomía soberana de la isla con
respecto al “continente” italiano. No obstante, poco a poco su “sardismo de izquierda” se irá
impregnando de la teoría socialista, hasta hacerle tomar conciencia de que el problema real no
lo producía la dicotomía abstracta entre un sur agrario y un norte industrialista, aunque ello no
implicara desentenderse de este profundo desfasaje.
Es interesante reproducir el fragmento de una de las tantas cartas escritas por él en el período
inmediatamente previo a su encarcelamiento, para ver el itinerario que hace desde este
regionalismo hasta la recepción del marxismo, en buena medida, como consecuencia de la
influencia de su hermano mayor y de otros allegados que por ese entonces militaban o estaban
en contacto con el Partido Socialista Italiano, pero también por las condiciones materiales en
la que se crió. Dice allí:
“El instinto de rebelión desde el primer momento se dirigió contra los ricos, porque yo que había
conseguido 10 en todas las materias de la Escuela no podía seguir estudiando, mientras que podía
hacerlo el hijo del carnicero, el del farmacéutico, el del negociante. Luego se extendió a todos los hijos
de los ricos que oprimían a los campesinos de Cerdeña. Y yo pensaba entonces, que había que luchar
por la independencia nacional de la región ¡Al mar los continentales! ¡Cuántas veces he repetido esa
frase!” (Gramsci, 1998t: 154).
Desde esa Cerdeña rural, Gramsci partirá en 1911 hacia Turín. Luego de terminado el
secundario, obtendrá a través de un concurso una beca para estudiantes pobres y se radicará
en la “capital industrial” de Italia. Por aquel entonces, Turín era la ciudad de la FIAT, el
epicentro de la industrialización del país. De ahí que exprese en la carta antes mencionada:
“luego conocí la clase obrera de una ciudad industrial, y comprendí lo que realmente
significaban las cosas de Marx, que había leído antes por curiosidad intelectual” (Gramsci,
1998t: 154)2. Y concluye: “Así me he apasionado por la vida a través de la lucha de la clase
obrera”.
Tal como hemos comentado, Gramsci llega con la esperanza de estudiar Letras en la
Universidad de Turín. Y si bien se inscribirá y cursará algunas materias, no logrará concluir su
carrera, debido a fuertes dificultades económicas y, sobre todo, a que al poco tiempo
empezará a activar políticamente, no sólo como militante, sino también como periodista en los
diferentes periódicos socialistas, fundamentalmente en el Avanti!, que en ese entonces estaba
dirigido por el joven maximalista Benito Mussolini. En 1914, se afilia y participa en el
Partido Socialista Italiano, intensificando su actividad periodística y militante. En octubre de
ese año interviene en la discusión sobre la posición del PSI frente a la guerra, mediante la
publicación de un artículo en II Grido del Popolo, denominado “Neutralidad Activa y
Operante”. En él debate las posiciones de varios compañeros, entre los que se destaca el
propio Mussolini. Poco a poco la práctica política lo irá envolviendo, hasta que en 1915 deje
definitivamente trunco sus estudios y se vuelque de lleno a la praxis política.
Quizás pueda mencionarse como evento fundante de este período el hecho de que a
comienzos de 1917, a pedido de los compañeros de la Federación Socialista Juvenil, Gramsci
redacta el número único de la revista La Cittá Futura (La Ciudad Futura), donde dejará
traslucir el enorme influjo que en aquel entonces tenía en él la corriente cultural idealista,
liderada por Benedetto Croce y Giovani Gentile, la cual operará como antídoto frente al
positivismo hegemónico en el PSI. En agosto del mismo año participará en los preparativos
de la Sección Socialista por la visita a Turín de un grupo de delegados de los Soviet, que
habían resurgido con fuerza en Rusia tras la revolución de febrero. Después de un motín
popular y del arresto de casi todos los representantes socialistas de Turín, Gramsci se
convertirá en Secretario de la Comisión Ejecutiva Provisional de la Sección de la ciudad,
asumiendo la dirección del periódico II Grido del Popolo (El Grito del Pueblo), que
conservará hasta octubre de 1918.
Es importante aclarar que, tal como afirma Carlos Nelson Coutihno (1999), en la actividad
socialista desplegada por Gramsci durante su juventud, el trabajo cultural y educativo tiene un
lugar de excepcional importancia, entendido como aquel que apunta a preparar las
condiciones subjetivas de la praxis revolucionaria. En efecto, retomando ciertas posiciones de
Antonio Labriola -quien fuera el primer exponente del comunismo crítico, a la vez que un
prolífico traductor de algunos de los textos fundamentales de Marx y Engels en Italia- en su
juventud Gramsci le otorga una relevancia sustancial a la disputa en estos dos planos de la
vida social. De hecho, durante 1916 y 1917 dictará conferencias y lecciones en diferentes
círculos socialistas del norte del país, sobre temas tan diversos como la Comuna de París, el
pensamiento de Roman Rolland, la Revolución Francesa y la emancipación de la mujer. Este
tipo de activismo intelectual será complementado con la redacción de una gran cantidad de
artículos periodísticos donde, pondrá en debate las concepciones predominantes de cultura en
la Italia de entreguerras.
Si bien Gramsci deja inconclusa su carrera universitaria, su paso por las aulas deja profundas
huellas teórico-políticas. Por aquellos años, en la universidad tenía mucha influencia la
corriente neo-hegeliana del idealismo cultural. Benedetto Croce y Giovanni Gentile eran sus
máximos referentes. Gramsci recupera de estos dos intelectuales, sobre todo, el papel activo
de la voluntad, el elemento de la libertad como emancipadora y constructora de la historia, y
el rol de la cultura en la transformación social. En ese entonces, lo que predominaba en el
Partido Socialista Italiano era una concepción sumamente determinista de la historia.
Pensemos que la Segunda Internacional estaba presidida por Karl Kautsky, quien intentó
generar durante años una mimesis entre darwinismo y marxismo. Frente a este fatalismo tan
acérrimo por parte de la dirección del PSI, Gramsci va a responder con una interpretación de
la historia en clave mucho más subjetiva, otorgándole un rol relevante a la voluntad colectiva
como constructora y transformadora de la realidad.
Es así como va a plantear, durante 1917 y 1918, una lectura sumamente original de la
revolución rusa, que irá generando un distanciamiento teórico-político cada vez mayor con
respecto al PSI, en artículos polémicos como “La revolución contra el capital”. Asimismo, los
años 1919 y 1920 son conocidos en Italia como el bienio rojo, en tanto expresaron un proceso
de ascenso insurreccional que implicó la toma de fábricas por parte del proletariado, sobre
todo en el norte industrial (más específicamente en Turín) y, en menor medida, la toma de
tierras en la zona central (en Roma, por ejemplo). En los comienzos de esta etapa de
efervescencia política, el 1 de mayo de 1919 saldrá a la calle L’ Ordine Nuovo (El Nuevo
Orden), un periódico semanal que editará el joven Gramsci junto con sus compañeros
Umberto Terracini, Palmiro Togliatti y Angelo Tasca, ninguno de los cuales superaba los
treinta años. Su subtítulo será reseña semanal de cultura socialista, e intentará oficiar como
un espacio de reflexión que articulará la teoría crítica con la práctica revolucionaria. En esta
coyuntura de toma de empresas surgirán los famosos consejos de fábrica, que Gramsci va a
leer como el germen del “Estado nuevo”. Como veremos, sus reflexiones periodísticas
evidenciarán durante estos años una concepción del marxismo por demás sugestiva, dejando
traslucir algunos ejes que luego serán retomados durante su forzado encierro, en particular en
lo atinente a la problemática del Estado y de la revolución como proceso de largo aliento.
La derrota del “bienio rojo”, la creación del Partido Comunista Italiano y el replanteo
estratégico desde el exterior
Finalmente, el bienio rojo de 1919 y 1920 fracasa, debido a su aislamiento con respecto al
resto del país y especialmente a la actitud ambigua y claudicante de los sindicatos y del propio
PSI. Es así como Gramsci, en enero de 1921, junto con un grupo de compañeros
“maximalistas”, decide romper con su antigua organización, constituyendo el Partido
Comunista Italiano. Se retiran junto con un importante número de delegados del histórico
congreso realizado en la ciudad de Livorno, y conforman, en un teatro ubicado a pocas
cuadras del lugar, el flamante PCI. Sin embargo, el nuevo partido tendrá una mayoría
“bordiguista”. Amadeo Bordiga era un ingeniero napolitano, editor en los años previos del
periódico Il Soviet, que concebía al partido político como una organización de revolucionarios
profesionales al estilo del ¿Qué hacer? de Lenin -es decir, un partido semiclandestino, de
“pocos pero buenos”- y defendía el abstencionismo como precepto estratégico. Seguía
pensando en un contexto de ofensiva insurreccional cuando, a partir del año 1921, lo que se
empieza a percibir es un considerable reflujo y la necesidad de pasar de la estrategia de la
toma del poder por asalto a una toma del poder por asedio. Esta frase, que a veces se le
adjudica al propio Gramsci, es Lenin quien la pronuncia en un contexto inmediatamente
previo a 1921, año en el cual Rusia se verá obligada a implementar la Nueva Política
Económica, en paralelo al fracaso del último intento insurreccional en Alemania. A partir de
este momento se torna necesario establecer el por qué de los sucesivos fracasos
insurreccionales en Europa occidental, así como de la relativa estabilización del capitalismo a
escala mundial. Será éste el puntapié inicial que más tarde le permitirá a Gramsci realizar una
tajante distinción entre las sociedades llamadas “orientales” y las consideradas “occidentales”.
En 1922 viaja a Rusia, más específicamente a Moscú, para participar como representante del
PCI de los sucesivos encuentros enmarcados en la Internacional Comunista creada en 1919.
En esta coyuntura, resultan de especial relevancia los III y IV Congresos de la Internacional,
debido a que Gramsci va a recuperar e intentar “traducir” a la realidad italiana varias de sus
consignas y tesis. En particular, la tesis del Frente Unico (III Congreso), y las referidas a la
necesidad de plantear la “hegemonía” del proletariado (si bien entendida aún como dirección
y liderazgo político) respecto de los restantes sectores populares de una nación, así como la
tarea de “adaptar la estrategia revolucionaria internacional, a las condiciones particulares de
cada sociedad” (IV Congreso), los cuales serán ejes de movilización puestos en práctica en los
años posteriores por Gramsci. Durante su estancia en el país soviético conocerá a quien poco
después se convertiría en su compañera y madre de sus dos hijos (Delio y Giuliano), la
violinista Giulia Schucht.
En función de esta influencia teórica y política, será a finales de 1923 y durante 1924 cuando
Gramsci dé una disputa muy fuerte al interior del Partido Comunista Italiano, ya desde la
ciudad de Viena3 (donde arriba el 4 de diciembre de 1923, luego de un año y medio de
estancia ininterrumpida en Rusia), con el objetivo de conquistar la mayoría y desplazar de la
dirección a Bordiga, obteniendo finalmente, en agosto de 1924, la Secretaría General del PCI.
Meses antes de lograr ese giro estratégico, propondrá la edición de un periódico acorde a su
propuesta política no sectaria, titulado precisamente L’Unità (La Unidad). Cabe destacar que
ese mismo año también se convocan elecciones generales en Italia, y Gramsci es electo
diputado por Venecia. Pero su ingreso al parlamento se ve opacado por el triunfo rotundo que
obtiene el bloque de ultraderecha en las urnas, con más de 4.600.000 votos, por contraste con
los comunistas, que apenas arañan los 260.000.
3
Al respecto, retomaremos en uno de nuestros capítulos el debate epistolar que realiza con el resto de la
dirección del partido, en especial la Carta enviada a Togliatti, Tasca, Terracini y otros compañeros el 9 de
febrero de 1924, debido a que consideramos que brinda elementos para pensar el problema de la organización
política en términos prefigurativos.
El período de encierro y la escritura de los Cuadernos de la Cárcel
Los Cuadernos, cartas, libros y materiales que tenía en su poder serán secretamente salvados
por Tania, quien se encargará de resguardarlos en la Embajada de la URSS en Roma. Desde
allí partirán hacia Moscú, recalando a finales de la década del ’30 en la casa de Giulia, la
compañera de Gramsci. Será ella quien entregue los originales tanto de los Cuadernos como
de las cartas al Komintern. Compuestos por veintinueve cuadernos de escritos y cuatro que
tienen que ver con traducciones del ruso y el alemán, los Cuadernos (al igual que el
epistolario) permanecerán durante el transcurso de la segunda guerra mundial en Rusia.
Luego, con la caída del fascismo, los reingresan en 1945 al territorio italiano, y se constituirá
una comisión en el Partido Comunista a los efectos de “ordenar” estos manuscritos, debido a
que Palmiro Togliatti (como Secretario General) decide publicarlos, pero no en función de un
orden cronológico, tal cual fueron redactados, sino en términos temáticos. Nacen así los
famosos “libros de Gramsci”.
Con respecto a este punto, vale la pena retomar un fragmento de los propios Cuadernos, en
los cuales Gramsci advierte sobre aquellos escritos que no fueron revisados para su
publicación. En su nota está hablando de Marx y de Engels, pero es posible hacerlo extensivo
a su escritura carcelaria:
“Entre las obras del pensador estudiado, hay que distinguir, además, las que él mismo ha terminado y
explicado, de las que ha dejado inéditas por no estar consumadas y luego han sido publicadas por
algún amigo o discípulo, no sin revisiones, reconstrucciones, cortes, etc. O sea, no sin una
intervención activa de editor. Es evidente, que el contenido de estas obras póstumas tiene que tomarse
con mucha discreción y cautela, que no puede considerarse definitivo, sino sólo como material todavía
en elaboración, todavía provisional. No se puede incluir esas obras, especialmente si ha pasado mucho
tiempo en período de elaboración sin que el autor se decidiera nunca a terminarlas, habría parcial o
totalmente repudiadas por el autor mismo, y consideradas no satisfechas” (Gramsci, 1999: 249).
¿Significa esto que no podemos leer a los Cuadernos? Todo lo contrario. Lo que sí es preciso
tener en cuenta son las condiciones adversas en las cuales fueron escritos, es decir, en un
contexto de aislamiento prácticamente total, con escaso acceso a fuentes contemporáneas, y
especialmente sin revisión alguna. De ahí que ese lenguaje obtuso y encriptado que uno
percibe al leer las notas carcelarias tenga que ver con la necesidad de burlar la censura
fascista. Por ello, cuando uno lee “los dos amigos”, posiblemente tenga que traducirlo como
Marx y Engels. Cuando se alude a “Ilich”, seguramente haya que entender ese término como
Lenin. Y como veremos al profundizar en el análisis de los Cuadernos, al momento de
abordar metáforas como las de “oriente” y “occidente”, es factible que esté refiriéndose no
tanto Rusia e Italia, respectivamente, sino sobre todo a sociedades en las cuales la formación
económico/social es diferenciada (debido, por ejemplo, a que el peso que tiene la sociedad
civil es mucho mayor en una que en otra vís a vís la sociedad política). Pero también podrían
interpretarse estos y otros términos, como el de “filosofía de la praxis” que irá sustituyendo
progresivamente al de “materialismo histórico”, en el marco de un intento general de crear
conceptos que permitan otorgar una mayor coherencia a una nueva problemática fundante, por
que se sabe que cuando se está en un momento de transición y resignificación de un corpus
teórico, necesariamente se apela a metáforas. Más allá de las interpretaciones posibles, el
debate en torno a esto sigue aún hoy abierto entre los especialistas gramscianos.
*********
Luego de haber planteado en nuestro primer una reseña introductoria, así como algunos
posibles abordajes de lectura de la vida y obra de Antonio Gramsci, en este apartado
intentaremos adentrarnos en el análisis de sus primeros artículos periodísticos, así como de las
iniciativas que desplegará como militante socialista entre 1916 y 1918 en Turín. Este
temprano momento intelectual y político ha sido en general descuidado por buena parte de los
estudiosos de la obra gramsciana, a pesar de que constituye un eslabón fundamental para
entender tanto su posterior derrotero revolucionario, como ciertos ejes y problemáticas (tales
como la centralidad de la disputa cultural y educativa en la lucha socialista, o su concepción
anti-determinista del devenir histórico) que serán desarrollados y complejizados durante su
etapa carcelaria.
Nuestro propósito entonces estriba en dar cuenta de ciertos aportes teóricos que, si bien no
están exentos de elementos contradictorios, constituyen un material sumamente sugestivo para
repensar y enriquecer el corpus marxiano hoy. Haremos alusión a una serie de artículos de
prensa e intercambios epistolares generados por el joven Gramsci con el propósito de incidir
en los acontecimientos que se desenvolvían frente a sus ojos con tanto dramatismo. Teniendo
en cuenta su copiosa producción periodística (a modo de ejemplo, en 1916 escribirá casi una
nota diaria), hemos realizado una selección de los que consideramos resultan más interesantes
para nuestro objeto de estudio, e incluso ofrecemos por primera vez una versión en castellano
de algunos párrafos de varios de ellos. La intención es mostrar cómo estos años implican para
Gramsci un aprendizaje intelectual y político que lo marcará a fuego, permitiéndole sentar las
bases para la renovación del marxismo desde una perspectiva crítica, aunque sin desestimar la
necesidad de postular alternativas prácticas frente a la profunda crisis que se abre con la
guerra imperialista y el ascenso de la lucha de clases a partir de 1917.
Habíamos expresado en nuestras primeras páginas que, siguiendo a Lucien Goldmann, “la
historia del problema es el problema de la historia, y viceversa”. No es posible, por tanto,
entender el rol que Gramsci le asigna en su juventud a la voluntad y al factor subjetivo en la
transformación social, sin analizar el particular contexto en el cual se inscriben sus primeras
reflexiones teóricas. A comienzos de siglo, la Segunda Internacional4 estaba hegemonizada
por los argumentos positivistas de Karl Kautsky y Eduard Bernstein, quienes pretendían
realizar un paralelismo entre la teoría darwiniana de las especies y el “materialismo histórico”
esbozado por el viejo Engels en sus últimos años de vida, postulando que la posibilidad de un
quiebre revolucionario dependía de la evolución y el desarrollo exclusivo de las fuerzas
productivas (entendidas, además, como meras innovaciones tecnológicas), lo cual redundaba
en una pasividad extrema en términos políticos, en la medida en que la crisis se asociaba a
una especie de colapso económico que, ineluctablemente, se generaría como consecuencia de
las contradicciones inherentes a la sociedad burguesa. Sin duda, este derrotismo respondía,
entre otros factores, a la relativa estabilización capitalista que sobrevino luego de la cruenta
derrota de la Comuna de París en 1871. La belle epoque y el expansionismo imperialista
significaron, para muchos marxistas, una refutación de las (malentendidas) tesis de Marx
acerca de la inevitabilidad de la crisis y la creciente pauperización de la clase obrera.
Como vimos, ni bien arriba a Torino en 1911, el joven Gramsci se apasiona por el estudio de
la lingüística, que dejará trunco en abril de 1915, cuando se presente al último examen de su
inconclusa carrera. Es en este contexto en el cual tomará contacto en el ámbito universitario
con el movimiento cultural idealista, fuertemente anti-positivista. De Giovani Gentile y
Benedetto Croce, sus máximos referentes, recuperará el rol del elemento liberador, así como
el papel de la voluntad y la cultura para lograr la emancipación, con el objetivo de fortalecer
un planteo crítico con respecto al economicismo vulgar y al fetichismo empirista de los
hechos6. Nelson Coutinho (1999) dirá que los dos rasgos específicos del marxismo de
Gramsci en esta etapa eran su fuerte anti-positivismo y un voluntarismo que, si bien hacía
foco en la necesidad de no perder jamás la iniciativa política, intentaba distanciarse del
maximalismo vacío que caía en la eterna espera del “gran día” del asalto al cielo.
A contrapelo de esta postura, el determinismo era por tanto la concepción oficial del PSI, en
consonancia con los planteos de Kaustky y Bernstein. La revolución, según ellos, estaba
condicionada estrictamente por el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, entendiendo
a la crisis en un sentido catastrofista. Esto generaba una expectativa inmovilista y una
pasividad extrema en las filas del movimiento. Así, Gramsci será, al decir de André Tossel, el
filósofo de la vida y de la rebelión contra el dato, entendiendo que el comunismo crítico
-noción que recuperará de Antonio Labriola- no tiene nada en común con el positivismo ni
con la concepción evolucionista de la historia. De ahí que, adscribiendo a ciertas
postulaciones de Henry Bergson y Georg Sorel, propugne la sustitución de la rígida ley
natural, por la voluntad colectiva como motor del devenir histórico.
En consonancia con este intento de generar un tajante distanciamiento con respecto a esta
caracterización del acontecer histórico tan esquemática al interior del PSI, a pedido de los
compañeros de la Federación Juvenil Socialista del Piamonte, que se encontraban realizando
una campaña de reclutamiento, Gramsci editará el 11 de febrero de 1917 el número único de
la revista La Cittá Futura, donde dejará traslucir el enorme influjo que en aquel entonces tenía
en él la corriente cultural neo-idealista, que operará como antídoto frente al positivismo
hegemónico en el partido. Con la excepción de algunos fragmentos selectos de Benedetto
Croce (a quien llega a definir en aquel entonces como “el más grande pensador de Europa”),
6
El propio Gramsci reconocerá posteriormente, en una de las tantas notas autobiográficas de sus Cuadernos de
la Cárcel, que por aquel entonces era “tendencialmente más bien croceano”. La pareja Croce-Gentile, antes de la
guerra, constituía según él “un gran centro de vida intelectual nacional” (Gramsci, 1986: 147). Podría pensarse
que esta influencia primigenia resultó una notable limitación para la formación marxista del joven sardo. Sin
embargo, como él mismo se encarga de aclarar, participaba “en todo o en parte en el movimiento de reforma
moral e intelectual promovido en Italia por Benedetto Croce, cuyo primer punto era éste, que el hombre moderno
puede y debe vivir sin religión”, salvo la de la libertad. También Lukacs admitirá, en una entrevista posterior, no
arrepentirse “en absoluto de haber tenido como primeros maestros en sociología a Simmel y Max Weber en lugar
de a Kautsky”. Al respecto, véase Holz, Kofler y Abendroth (1969) Conversaciones con Lukacs, Editorial
Alianza, Madrid. Cabe destacar que aquel “croceanismo” de Gramsci irá siendo superado en el curso del “bienio
rojo”, del mismo modo que el autor de Historia y conciencia de clase dejará atrás su “fichteismo” tras la
revolución húngara de los consejos.
Armando Carlini y Gaetano Salvemini, prácticamente la totalidad de los artículos que se
publican en este opúsculo de cuatro páginas son de su autoría, y entre ellos se destacan “Tres
principios, tres órdenes”, “Indiferentes” y “Márgenes”.
“una cantidad cada vez más grande de jóvenes sienten la necesidad de formarse, de dotarse de
una conciencia que sepa comprender y resolver adecuadamente todos los problemas que la vida
propone. Se siente olor a novedad en el aire. El mundo ha dado un giro decisivo. Todos sienten
que es necesario estar bien firmes, en pie, para resistir el sacudón y estar preparados para
sustituir al viejo edificio con el nuevo” (Gramsci, 2002b: 76)
Sin saberlo, faltaban apenas unos días para que, en territorio ruso, la realidad diera un vuelco
decisivo y ese olor a novedad invadiese el aire de aquel convulsionado país. Y aunque
lamentablemente no prospera, este proyecto intelectual de La Ciudad Futura, que fugazmente
aunó “empuje y reflexión”, resultará ser un estímulo para el pensamiento y la acción de la
juventud más activa de Turín, que poco a poco confluirá en la corriente maximalista, teniendo
como acicate de la transformación revolucionaria la iniciativa constante de los de abajo.
El artículo “Notas sobre la revolución rusa”, publicado por Gramsci en el periódico Il Grido
del Popolo a finales de abril de 1917, constituye el primer escrito en el cual realiza una
apreciación respecto de la insurrección de febrero que terminó con la autocracia zarista e hizo
emerger una situación, por definición transitoria, de dualidad de poderes. En él se pregunta si
basta que una revolución haya sido hecha por proletarios para que se la caracterice como
“proletaria”. Responde que no, argumentando que también la guerra es hecha por trabajadores
y sin embargo no puede ser definida en esos términos. Para que así sea, dirá, es preciso que
intervengan a su vez otros factores, de carácter moral. La revolución había creado en Rusia
“una nueva forma de ser”, instaurando la libertad del espíritu además de la corporal. Y en
última instancia, es esto lo que le permite expresar que los sucesos vividos en Oriente
anuncian “el advenimiento de un nuevo orden” (Gramsci, 1974a: 12-14).
No hay, por lo tanto, una identificación entre esta revolución y la francesa: los socialistas, de
acuerdo con Gramsci, han ignorado el jacobinismo (fenómeno puramente burgués),
sustituyendo el autoritarismo por la libertad. Subyace aquí una equiparación del jacobinismo
con la experiencia abierta en 1789 en París, así como una vocación por desmarcar la
revolución popular iniciada en Rusia, con aquella lógica fanática y sectaria, alejada de las
masas. Además, en el proceso vivido en Francia
“la burguesía, cuando hizo la revolución, no tenía un programa universal; servía intereses
particulares, los de su clase y los seguía con la mentalidad cerrada y mezquina de cuantos
siguen fines particulares. El hecho violento de las revoluciones burguesas es doblemente
violento: destruye el viejo orden, impone el nuevo. La burguesía impone su fuerza y sus ideas
no sólo a la casta anteriormente dominante, sino también al pueblo al que se dispone dominar”
(Gramsci, 1974: 12)
Si bien no podemos extendernos en este punto, es interesar hacer notar que este fragmento
puede ser leído como una primera anticipación, aunque embrionaria, de la noción de
hegemonía, entendida como aquel proyecto ético-político en el cual una clase se despoja de
sus intereses corporativos y construye a través del consenso un liderazgo de carácter nacional.
El planteo de Gramsci, además, se acerca profundamente al del viejo Engels, quien desde
Inglaterra realizó en sus últimos escritos una implacable crítica al jacobinismo como
deformación autoritaria y profundamente elitista de la organización política de los
trabajadores. La superación de esta concepción “putchista” de la revolución (que como
veremos con Lelio Basso, fue algo a lo que adscribieron Marx y Engels al menos hasta 1850)
era la base para avanzar en la construcción de una organización de masas, profundamente
enraizada con los sectores subalternos y no ubicada por encima de ellos. Así, en su conocida
“Introducción” de 1895 al libro de Marx La lucha de clases en Francia, Engels expresará que:
“la época de las revoluciones por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías
conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado. Allí donde se trate de una
transformación completa de la organización social, tienen que intervenir directamente las
masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y
su vida (...) Y para que las masas comprendan lo que hay que hacer, hace falta una labor larga y
perseverante” (Engels, 2004: 50)7.
De manera análoga, Gramsci afirmará sin ambages que la clase trabajadora tiene que
comprender en toda su plenitud el ideal por el cual lucha y se sacrifica. Y esto involucra tanto
a los sectores de la ciudad como del campo: “el proletariado industrial está preparado para el
cambio incluso culturalmente; el proletariado agrícola, que conoce las formas tradicionales de
comunismo comunal, está igualmente preparado para el paso a una nueva forma de sociedad”,
rematará (Gramsci, 1974a: 13).
“los hechos económicos en bruto, sino siempre el hombre, la sociedad de los hombres, de los
hombres que se reúnen, se comprenden, desarrollan a través de esos contactos (cultura) una
voluntad social, colectiva, y entienden los hechos económicos, los juzgan, y los adaptan a su
voluntad hasta que esta se convierte en motor de la economía, en plasmadora de la realidad
objetiva”9 (Gramsci, 1998a: 35)
Vale la pena destacar, por último, que esta original lectura del proceso insurreccional ruso, por
parte de Gramsci, tiene notables similitudes con la caracterización efectuada por el Marx
“tardío”, en su fraternal polémica epistolar con Vera Zasúlich y los populistas rusos
integrantes del grupo Anales de la Patria. Los últimos escritos redactados por él entre 1977 y
1882 dan cuenta de una ruptura con respecto a las concepciones evolucionistas y unilineales
8
Esta fase de efervescencia político-filosófica no es una excepción italiana. La revolución rusa generó un
quiebre a nivel europeo y mundial. Producto de ella son, en buena medida, las teorizaciones del Lukács de
Historia y conciencia de clase, del Korsch de Marxismo y filosofía, o del Bloch de Tomas Muntzer, por nombrar
sólo algunas de las producciones del llamado “marxismo cálido”.
9
En otro texto escrito unos meses más tarde, señalará en tono irónico que “la historia no es un calculo
matemático: no existe en ella un sistema métrico decimal, una numeración progresiva de cantidades iguales que
permita las cuatro operaciones, las ecuaciones y la extracción de raíces. La cantidad (estructura económica) se
convierte en ella en cualidad porque se hace instrumento de acción en manos de los hombres, de los hombres,
que no valen solo por el peso, la estatura y la energía mecánica desarrollable por los músculos y los nervios, sino
que valen especialmente en cuanto son espíritu, en cuanto sufren, comprenden, gozan, quieren o niegan. En una
revolución proletaria la incógnita ‘humanidad’ es más oscura que en cualquier otro acontecimiento”. En dicho
artículo agrega que “el filisteo no ve salvación al margen de los esquemas preestablecidos; no comprende la
historia más que como un organismo natural que atraviesa momentos fijados y previsibles de desarrollo. Si
siembras bellota puedes estar segura de que no obtendrás más que un germen de castaño, que crecerá lentamente
y únicamente tras cierto número de años dará fruto. Pero la historia no es un castaño ni los hombres son
bellotas”. (Gramsci, 1998b: 45-48).
del devenir histórico, que tienden erróneamente a identificar “progreso” con avance de las
fuerzas productivas. Lejos de condenar las formas comunales existentes en el campo ruso, el
autor de El Capital dirá a lo largo de estos textos que su método consiste en estudiar en su
especificidad los diferentes medios históricos para luego compararlos entre sí, no en la
aplicación de la “clave universal de una teoría general de filosofía de la historia, cuya mayor
ventaja reside precisamente en el hecho de ser una teoría suprahistórica”, por lo que cabe la
posibilidad de que ese tipo de propiedad común de la tierra pueda “servir de punto de partida
a una evolución comunista”, siempre y cuando el triunfo del socialismo en Rusia se
complemente con una revolución proletaria en el Occidente” (Marx y Engels, 1980: 64). Los
borradores redactados a modo de respuesta para Vera Zasúlich, la carta al periódico populista,
así como el Prólogo escrito junto con Engels en 1882 para la reedición del Manifiesto
Comunista en territorio ruso, dan cuenta de un Marx que concibe como más cercana la
revolución en la “atrasada” Rusia que en la “avanzada” Inglaterra 10. Y si bien varios de estos
materiales póstumos no pudieron ser leídos por Gramsci, se evidencia una afinidad electiva a
la hora de interpretar el devenir histórico en términos más dinámicas y dotando de mayor
relevancia al accionar político de las masas en lucha, tal como en los años veinte ocurrirá con
José Carlos Mariátegui en Nuestra América.
Este tipo de activismo intelectual será complementado con la redacción de una gran cantidad
de artículos periodísticos donde pondrá en debate las concepciones predominantes de cultura
en la Italia de entre-guerra. Así, a comienzos de 1916, en una nota titulada precisamente
“Socialismo y Cultura”, confrontará contra las interpretaciones burguesas que conciben a la
cultura como
10
Para una lectura crítica de estos planteos “tardíos” de Marx, pueden consultarse, entre otros, los siguientes
textos: Marx, Karl y Engels, Friedrich (1980) El porvenir de la comuna rural rusa, Cuadernos de Pasado y
Presente, México; Aricó, José Maria (1983) Marx y América Latina, Catalogos Editora, Buenos Aires;
Shanin, Theodor comp. (1990) El Marx tardío y la vía rusa, Editorial Revolución, Madrid; Tarcus, Horacio
(2008) “¿Es el marxismo una Filosofía de la Historia?: Marx, la teoría del progreso y la ‘cuestión rusa’”, en
Revista Andamios, Nº 8 México.
A contrapelo de esta forma de cultura que “sólo sirve para producir desorientados, gente que
se cree superior al resto de la humanidad porque ha amontonado en la memoria cierta cantidad
de datos y fechas que desgrana en cada ocasión para levantar una barrera entre sí mismo y los
demás”, propugna la creación de una cultura que, retomando los preceptos filosóficos de
Georg Novalis y Giambattista Vico, suponga organización y asunción consciente del hombre
como “creación histórica”. Gestar una nueva cultura significa, de acuerdo con él, renegar de
la civilización capitalista y apostar a la autoformación, en la medida en que “crítica quiere
decir cultura, y no ya evolución espontánea y naturalista” (Gramsci, 1998c: 17).11
Esta visión conlleva, tal como nos recuerda Rafael Diaz-Salazar en su interesante libro El
proyecto de Gramsci, una embrionaria concepción de la organización “muy alejada del
jacobinismo, y muy centrada en la autonomía y autodirección de las masas” (Diaz-Salazar,
1991: 175). Se esbozan en este y otros escritos contemporáneos, además, algunos de los
planteos desarrollados luego en los Cuadernos de la Cárcel, donde la conquista del poder
debe ser consecuencia de una “reforma intelectual y moral” desplegada ya desde ahora en el
conjunto de la sociedad. Así, el joven Gramsci llega a expresar en el artículo mencionado que
“toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de
permeación de ideas a través de agregados humanos al principio refractarios y sólo atentos a
resolver día a día, hora por hora y para ellos mismos, su problema económico y político”
(Gramsci, 1998c: 16; cursivas nuestras).
Para ejemplificar esto, establece una conexión entre la labor subterránea realizada por la
Ilustración, gracias a la cual se logró conformar una “conciencia unitaria”, y la revolución
iniciada en Francia en 1789:
“las bayonetas del ejercito de Napoleón -dirá- encontraron el camino ya allanado por un ejército
invisible de libros, de opúsculos, derramados desde París a partir de la primera mitad del siglo
XVIII y que habían preparado a los hombres y las instituciones para la necesaria renovación”
(Gramsci, 1998c: 16)
Tal fue el influjo de ese trabajo de topo, que las rebeliones detonadas en buena parte de
Europa tras los acontecimientos franceses resultarían incomprensibles “si no se conocieran los
factores de cultura que contribuyen a crear aquellos estados de ánimo dispuestos a estallar por
una causa que se considera común” (Gramsci, 1998c: 16).
“para realizarse completamente quiere que todos los ciudadanos sepan controlar lo que sus
mandatarios de vez en vez deciden y hacen. Si los sabios, si los técnicos, si aquellos que pueden
11
Gramsci tendrá en los años siguientes una fuerte disputa con Angelo Tasca (representante del ala “reformista”
del PSI) sobre qué es la cultura. Para el joven sardo, ella constituía un modo de pensar y transformar la realidad
concreta de la vida cotidiana, y no algo estático que haya que rememorar en función de un pasado remoto.
imprimir a la producción y al intercambio una vida más ardiente y rica de posibilidad, son una
exigua minoría, no controlada, por la lógica misma de las cosas, esta minoría devendrá
privilegiada, impondrá su dictadura” (Gramsci, 1982a: 394)
Gramsci concluye afirmando que en esta labor colectiva de emancipación ningún trabajador
deberá ser absolutamente indispensable: “el problema de educación de los proletarios es un
problema de libertad. Los proletarios mismos deben resolverlo” (Gramsci, 1982a: 394).
Es así como en otro interesante artículo titulado “Por una asociación de cultura”, Gramsci
levanta el guante arrojado por el compañero Pellegrino en el diario Avanti!, quien había
impulsado la propuesta de constituir una organización de cultura a partir de las inquietudes y
anhelos de los propios trabajadores. Luego de realizar una crítica furibunda a la experiencia
educativa de la Universidad Popular12, debido a que en tanto establecimiento filantrópico de
origen burgués “responde a un criterio vago y confuso de humanitarismo espiritual”, por lo
que “tiene la misma eficacia que los institutos de beneficencia”, Gramsci expresa que lo que
hace falta es “integrar la actividad política y económica con un órgano de actividad cultural”
(Gramsci, 1982b: 497-498).
Una semana más tarde, en una nueva e incisiva nota periodística publicada en Avanti! como
respuesta a un artículo de Mario Guarnieri -quien se había mostrado contrario a la creación de
una organización de cultura proletaria-, insistirá con la propuesta y opondrá la solidaridad de
clase al espíritu filantrópico propio de las Universidades Populares. De acuerdo con Gramsci,
Guarnieri manejaba un concepto de cultura por demás equívoco: “cultura igual a saber un
poco de todo, esto es, igual a universidad popular”. Por el contrario, dirá, “yo doy a la cultura
este significado: ejercicio de pensamiento, adquisición de ideas generales, habituarse a
conectar causas y efectos”. La cuestión cultural emerge por tanto en el joven Gramsci como
un problema de organización de las energías sociales sobre la base de la autoconciencia
proletaria práctica, y no solo en los términos de una confrontación de ideas. De ahí que
advierta que “no es la conferencia la que nos debe importar, sino el trabajo minuto a minuto
12
Fundadas a finales del siglo XIX en Italia a instancias del Partido Socialista y de los sindicatos, eran
instituciones educativas a las que podían acceder estudiantes sin distinción de edad, sexo, religión o
nacionalidad. Como se encargará de denunciar más tarde en uno de sus Editoriales el periódico L’Ordine Nuovo,
“los cursos de las universidades populares se reducen a una serie de conferencias, de exposiciones doctas y a
veces magistrales, pero separadas unas de las otras, disgregadas, a menudo discordes. El principio unificador es
exterior, no es el interés y la necesidad del alumno, sino un programa preestablecido, cuando no simplemente la
vanidad de quien enseña” (L’Ordine Nuovo, 1976: 289).
de discusión y de investigación de los problemas, en el cual todos participan, todos
contribuyen, en el cual todos son contemporáneamente maestros y discípulos”. Respecto de la
metodología impulsada, expresará a modo de cierre que “nada es más eficaz
pedagógicamente que el ejemplo activo a revelar a los otros las necesidades, a hacerle sentir
punzantemente” (Gramsci, 1982c: 519-520).
“no basta con la proclamación verbal de los principios y de las máximas morales que,
necesariamente deberán instaurarse con el advenimiento de la civilización socialista.
Buscamos organizar esa proclamación: dar ejemplos nuevos (para Italia) de
asociacionismo” (Gramsci, 1992a: 92)
La dinámica desplegada en él, con claras reminiscencias a la mayéutica socrática 13, apuntaba a
romper con la lógica pasiva de la mera memorización, predominante en las instituciones
educativas tradicionales, cultivando la capacidad crítica y el pensamiento autónomo de sus
miembros. De acuerdo con Gramsci, enseñar no equivalía a “transferir” conocimiento, sino
que implicaba construir -sobre la base de una “comunión intelectual y moral”- las
posibilidades para que de manera dialógica y sin perder rigurosidad, se pudiesen fortalecer
relaciones pedagógicas que estimulasen la elevación cultural a través de la lectura y el debate
colectivo, casi siempre al aire libre. Como relatará tiempo después en la biografía de
Giuseppe Fiori uno de los integrantes del Club (que en aquel entonces no superaba los
diecisiete años): “nuestra ignorancia era proporcional a la edad y la presunción a la edad y a la
ignorancia. Pero Gramsci no se impacientaba; nunca adoptaba la actitud del teórico
depositario de toda la sabiduría; le gustaba recoger las ideas de los demás y escuchaba de
buena gana” (Fiori, 1976: 94).
13
De origen médico, el término mayéutica es retomado por Sócrates para postular un nuevo método de
conocimiento basado en el diálogo entre el maestro y el estudiante. Su punto de partida radica en rechazar la idea
de que el educando opera como “recipiente vacío” que el educador debe llenar. Antes bien, éste ayuda al
estudiante a conocer la verdad que él tiene, a través de un proceso de autoaprendizaje que lo concibe como
protagonista.
Se trasluce aquí un precepto que décadas más tarde será un eje directriz de la educación
popular en Nuestra América: el vínculo de reciprocidad entre maestro y estudiante, entendido
siempre como bilateralidad y aprendizaje mutuo.
Si bien el Club de vida moral tiene escasa repercusión en los ámbitos socialistas, y se ve
obligado a desmembrarse en marzo de 1918 producto de que sus integrantes son convocados
al frente como consecuencia de la intervención de Italia en la guerra, esta primera experiencia
de autoeducación dejará una enorme marca en la formación cultural y política del joven
Gramsci. Pero como veremos en el próximo Capítulo, será especialmente el influjo de la
revolución rusa y en particular la creciente efervescencia obrera en Turín la que lo obligará a
postular un proyecto pedagógico-político integral, que lejos de acotarse a la crítica de las
instituciones educativas clásicas, demande simultáneamente el esfuerzo de formular una
propuesta alternativa que tenga encarnadura real en la vida cotidiana de las masas trabajadoras
y anticipe en el hoy los gérmenes de la sociedad futura.
“Para ser fáciles habríamos tenido que desnaturalizar y empobrecer una discusión que se
refería a conceptos de la mayor importancia, a la sustancia más íntima y preciosa de
nuestro espíritu. Hacer eso no es ser fáciles: es ser tramposos, como el tabernero que
vende agua teñida dándola por barolo o lambrusco. Un concepto difícil en sí mismo no
puede dar en fácil por la expresión sin convertirse en torpe caricatura. Y, por lo demás,
fingir que la aguada torpeza sigue siendo el concepto es propio de bajos demagogos, de
tramposos de la lógica y de la propaganda” (Gramsci, 1998d: 42; cursivas en el original)
Aquí podemos vislumbrar por primera vez ciertos argumentos que luego serán profundizados
en sus Cuadernos de la Cárcel, entre los que se destaca la crítica a la práctica de instituciones
como la Iglesia, que mantienen y agudizan la situación de separación existente entre los
llamados “simples” y los “especialistas”, sin realizar ningún esfuerzo por sacarlos de su
condición subalterna. De ahí que a pesar de esta furibunda crítica a los planteos de
vulgarización de las notas periodísticas, no deja de reconocer la necesidad de realizar un
ejercicio de traducción a la hora de editar materiales para los sectores populares, aunque sin
subestimarlos un mínimo:
“Los semanarios socialistas se adaptan al nivel medio de las capas regionales a las que se
dirigen; el tono de los escritos y de la propaganda tiene que ser siempre, sin embargo, un tantito
superior a esa media, para que haya un estímulo para el progreso intelectual, para que al menos
cierto número de trabajadores salga de la genérica indistinción de los opúsculos reiteradamente
rumiados y consolide el espíritu en una superior visión crítica de la historia y del mundo en el
que vive y lucha” (Gramsci, 1998d: 42).
Por eso, en otro párrafo del artículo demuestra una vez más su confianza en los espacios
autónomos de educación socialista, gestados por los propios obreros, afirmando que
“el proletariado es menos complicado de lo que puede parecer. Se formula una jerarquía
espiritual e intelectual espontáneamente, y la educación intercambiable opera allí donde no
puede llegar la actividad de los escritores y de los propagandistas. En los círculos, en los
encuentros, en las conversaciones frente a los talleres se analiza y se propaga, tornada dúctil y
plástica a todos los cerebros, a todas la culturas, la palabra de la crítica socialista” (Gramsci,
1998d: 43).
En esta última parte, recuperamos de forma sucinta la polémica entablada por Antonio
Gramsci alrededor del artículo “Primero libres”, escrito por el redactor del Avanti! Alfonso
Leonetti, y publicado en Il Grido del Popolo el 31 de agosto de 1918. En particular, porque en
ella se pone en evidencia una de las mayores aficiones de Gramsci: la necesidad de anticipar
en el hoy, a través del despliegue de una conjunción de prácticas de nuevo tipo, los gérmenes
o embriones de la sociedad por la cual se lucha.
Desde una perspectiva intransigente, este joven que había sido años atrás colaborador de
Amadeo Bordiga en el periódico Socialista de Nápoles (pero que poco tiempo después de esta
polémica se convertiría en uno de los compañeros más cercanos al propio Gramsci), impugna
la posibilidad -insinuada por éste en las notas antes mencionadas- de “educar, a través de una
obra cultural e ideológica, al proletariado en las condiciones existentes” (Romano, 1965: 234).
La estrategia correcta, según su caracterización de la revolución, consistía en instigar a la
acción directa e inmediata en pos de la conquista del poder, debido a que la nueva forma de
consciencia, de la cual el proletariado es portador, no podrá desarrollarse sino cuando éste sea
“libre” a raíz de haber instaurado su dictadura de clase.
“Sin duda se cae en el más mezquino reformismo -dirá- si del socialismo nosotros hiciéramos un
problema de cultura y de educación. Esperar que la transformación de la sociedad se cumpla
sobre los bancos de la escuela manteniendo el orden social presente sería como esperar ver salir
el sol con la cabeza en el saco” (Leonetti, 1918: 2)
Como sabemos, Gramsci era en ese entonces el director de Il Grido del Popolo, por lo que si
bien acuerda en incorporar el artículo “anticulturalista” de Leonetti en el periódico, lo publica
a continuación de un texto que expresa una perspectiva opuesta: “¡Libera tu voluntad!”,
redactado por Attilio Carena, un joven que ha formado parte de la intensa experiencia del
Club de vida moral y deja entrever en su nota un profundo influjo gramsciano. A su vez,
acompaña al artículo de Leonetti con una aguda apostilla de su autoría, en la cual cuestiona su
posición.
En ella, tras manifestar que el planteo expresado en el artículo de Leonetti resulta extraño a
las tesis que Il Grido del popolo siempre ha sostenido, Gramsci acusa al joven socialista de
tener una concepción abstracta de la organización, ya que a lo largo de su argumentación no
da cuenta de que ésta “es, al fin de cuentas, un modo de ser que determina una forma de
consciencia; aquella forma de consciencia que Leonetti supone que no podrá desarrollarse
hasta tanto seamos ‘libres’, hasta tanto hayamos conquistado los poderes del Estado e
instaurado la dictadura del proletariado”. El problema estriba en que Leonetti
“habla de ‘nosotros’ y de ‘pueblo’, como de dos entidades escindidas: nosotros (quien sino),
partido de acción; el pueblo, grey de ciegos y de ignorantes. Y entiende partido de acción como
lo entendían los carbonarios del ’48, no cómo es actualmente, como lo forma la lucha política
moderna, llena de publicidad, de la que participan innumerables multitudes y no un faccioso
grupo de choque de cuatro conjurados con cuatro policías” (Gramsci, 1984a: 274).
Solo mediante esta ardua batalla cultural que debe comenzar hoy, podrán las clases dominadas
desarticular su condición subalterna que las compele a una situación de disgregación y
constante dependencia respecto de lo más tarde se conocerá como “hegemonía ideológica” de
los grupos dominantes.
Hasta aquí nuestra exposición de los tempranos planteos de Gramsci entre 1916 y 1918. En el
próximo Capítulo abordaremos la experiencia del llamado “bienio rojo” (1919 y 1920), que
dio lugar a la conformación de los consejos de fábrica, y que tuvo al periódico L’Ordine
Nuovo como una instancia privilegiada de producción cultural y política, cuyo horizonte era la
conquista de la autonomía plena de la clase trabajadora. Estos años de ascenso de masas, así
como los próximos que analizaremos, están signados por un férreo “optimismo de la
voluntad”, que recién a partir de la segunda mitad de la década de veinte, y en particular
durante su forzado encierro, Gramsci matizará con el necesario “pesimismo de la
inteligencia”.
**************
En los apartados anteriores habíamos visto cómo durante sus primeros años de militancia
Gramsci intenta distanciarse de la concepción esquemática del marxismo predominante en el
PSI, y para ello se vale tanto de diversas fuentes filosóficas heterodoxas (e incluso ajenas al
propio marxismo), como del análisis de procesos revolucionarios que ponen en cuestión la
estrategia política defendida por los sectores reformistas a escala europea. El ejemplo de la
Rusia soviética, analizado en las páginas anteriores, marcará entonces un quiebre al interior de
las filas socialistas, generando una situación de creciente enfrentamiento.
En función de una coyuntura signada por el ascenso de masas a escala europea, durante el mes
de abril de 1919 Gramsci decide fundar, junto con tres jóvenes socialistas de Turín (Umberto
Terracini, Palmiro Togliatti y Angelo Tasca), el periódico L’ Ordine Nuovo, cuyo subtitulo
será “reseña semanal de cultura socialista”. El nombre aludía, con una clara influencia del
proceso abierto en Rusia, a la reorganización del “nuevo orden” que sobrevendría tras el
derrumbe de la decadente civilización burguesa. El 1º de mayo de ese mismo año, en ocasión
de la jornada histórica de lucha del proletariado mundial, editan el primer número bajo el
siguiente lema: “Instruíos, porque necesitaremos toda vuestra inteligencia. Agitaos, porque
necesitaremos todo vuestro entusiasmo. Organizaos, porque necesitaremos toda vuestra
14
“Democracia obrera”, artículo escrito en colaboración con Palmiro Togliatti y publicado en el periódico
L’Ordine Nuovo el 21 de junio de 1919.
fuerza”15. Como relatará tiempo después Gramsci, los obreros se apropiaron inmediatamente
de este periódico debido a que
“sus artículos no eran estructuras frías e intelectuales, sino que brotaban de nuestras discusiones
con los mejores obreros; elaboraban los verdaderos sentimientos, metas y pasiones de la clase
obrera de Turín, los cuales nosotros mismos habíamos provocado y puesto a prueba. Porque sus
artículos eran, prácticamente, un ‘tomar nota’ de los eventos reales, vistos como momentos de
un proceso de liberación interior y de auto-expresión por parte de la clase obrera” (Gramsci,
1998e: 100).
La investigación cultural y la lucha política se amalgamaban así en cada uno de los números
del periódico, publicando textos y documentos que intentaban fomentar el debate y la
reflexión sobre las propias prácticas de los trabajadores, sin desmerecer la difusión de
artículos de gran valor artístico y literario. De esta forma, se reproducían desde las
teorizaciones de Georg Lukacs, Daniel De León o Karl Korsch en torno a las experiencias
consejistas, hasta los aportes de intelectuales como Henry Barbusse, Roman Rolland, Max
Eastman o Máximo Gorki para la renovación de la cultura social.
Por aquel entonces -inmediata posguerra- existían dentro de las fábricas las Comisiones
Internas, las cuales eran débilmente representativas, ya que sus miembros debían ser afiliados
al sindicato y su organización no estaba ligada por completo a la estructura productiva de cada
empresa. Si bien en sus comienzos habían constituido una conquista arrancada a la patronal
como producto de la agudización de la lucha de clases en el contexto bélico, al poco tiempo
terminaron cumpliendo la función de “correa de transmisión” entre el sindicato y los dueños
del capital, facilitando el disciplinamiento de los obreros.
Por su parte, los Sindicatos expresaban -al decir de Gramsci- la organización del trabajador en
tanto fuerza de trabajo asalariada. Eran el instrumento a través del cual los obreros (o mejor
dicho, sus “representantes”) negociaban mejores precios de la única mercancía que tenían
para ofrecer. Por ello, según Gramsci, en tanto estructuras burocratizadas terminaban siendo
parte integrante de la sociedad capitalista, y su función era inherente al régimen de propiedad
privada. En suma: llevaban en germen el reformismo. Además, tendían a pactar y a negociar,
obligando al empresario a aceptar una legalidad en las relaciones con el trabajador, llegando a
expresar que “el burócrata sindical concibe la legalidad industrial como una permanente
cuestión de negocios”, debido a que su fin es comercial. Los sindicatos, concluirá Gramsci
“constituyen el tipo de organización proletaria específico del periodo de historia dominado por
el capital (...) En tal periodo, en el que los individuos valen tanto más cuanto mayor sea la
cantidad de mercancías que posean y mayor sea el tráfico que con ellas hagan, también los
obreros se han visto constreñidos a obedecer las férreas leyes de la necesidad general y se han
convertido en comerciantes de su única propiedad, de su fuerza de trabajo (...) han creado ese
enorme aparato de concentración de carne y fatiga, han fijado precios y horarios, y han
organizado el mercado (...) La naturaleza esencial del sindicato es competitiva; no es, en manera
alguna, comunista. El sindicato no puede ser, pues, un instrumento de renovación radical de la
sociedad” (Gramsci, 1973a: 36-37).
A su vez, el Partido, si bien al igual que el sindicato nace en el seno de la estructura burguesa,
cierto es que oficia como ámbito aglutinador de los núcleos más activos de la clase
15
La fecha elegida para salir a la calle distaba de ser tribial. Exactamente un año atrás, en un artículo publicado
en Il Grido del Popolo, Gramsci había expresado que lejos de ser un día de “protesta por la ocho horas”,
constituía un momento de la vida mundial, “una anticipación, en la actualidad, de lo que deberá ser la vida de la
sociedad futura”. Véase “Primo maggio 1918”, en La Citta Futura. 1917-1918, Einaudi, Torino, 1982.
trabajadora en el plano político, aunque dista de poder operar como la instancia cohesionadora
del conjunto del proletariado en lucha. Ambas organizaciones, por tanto, “no abarcan ni
pueden abarcar toda la múltiple agitación de fuerzas revolucionarias que desencadena el
capitalismo con su proceder implacable de máquina de explotación y opresión”, por lo que
“no han de situarse como tutores o sobre-estructuras ya constituidas de esa nueva institución en
la que cobra forma histórica controlable el proceso histórico de la revolución, sino que deben
ponerse como agentes conscientes de su liberación respecto de las fuerzas de compresión que se
concentran en el Estado burgués” (Gramsci, 1998f: 81-82).
“Ya desde hoy los obreros deberían proceder a elegir amplias asambleas de delegados -dirá
tempranamente en un artículo redactado en colaboración con el joven Palmiro Togliatti-,
seleccionados entre los compañeros mejores y más conscientes, en torno a la consigna: ‘Todo el
poder de la fábrica a los comités de fábrica’, coordinada con esta otra: ‘Todo el poder del
Estado a los consejos de obreros y campesinos’” (Gramsci, 1998g: 60; cursivas nuestras)
En sintonía con esta lectura, en una de las tantas Apostillas redactadas para L’ Ordine Nuovo,
Gramsci reconoce que si bien la propaganda socialista desarrollada históricamente por los
socialistas no podía sino ser en gran parte negativa y crítica, luego de la experiencia positiva
de los revolucionarios rusos debe ser de otra manera:
“Críticamente debemos elaborar estas experiencias; delimitar cuanto hay en ellas de meramente
ruso, y dependiendo de las particulares condiciones en las cuales en la República de los Soviet
encontró la sociedad rusa su advenimiento; discernir y fijar cuanto en ellas es permanente
necesidad de la sociedad comunista, dependiente de las necesidades y de las aspiraciones de la
clase de los obreros y campesinos explotada de igual modo bajo todas las latitudes” (Gramsci,
1987b: 98).
Así, propone discernir aquello que puede pensarse como potencialmente universal, y por lo
tanto plausible de resignificar -ejercicio de traducción mediante- en el territorio italiano. Pero
sobre todo, plantea la necesidad de concebir al proceso revolucionario de manera bifacética,
es decir, simultáneamente en términos de impugnación y autoafirmación propositiva. La
creación de gérmenes de poder obrero y popular tiene que realizarse, de acuerdo con Gramsci,
ya en el hoy, pasando de una inevitable lógica “luddista” centrada en la impugnación del
orden dominante, a una que ceda paso a la edificación prefigurativa, sin esperar para ello la
“conquista del poder”. Esto nos reenvía a la dialéctica entre reforma y revolución que
intentaremos abordar más adelante, y que remite a problematizar cómo engarzar la lucha por
necesidades concretas y cotidianas, con la constitución ya desde ahora del horizonte
estratégico anhelado. Lúcidamente, el joven Gramsci es consciente de este enorme desafío y
de lo tortuoso que significa esta labor propositiva:
“Para la revolución, son necesarios hombres de mente sobria, hombres que no dejen sin pan las
panaderías, que hagan marchar los trenes, que surtan las fábricas con materias primas y
consigan cambiar los productos industriales por productos agrícolas, que aseguren la integridad
y la libertad personal contra las agresiones de los malhechores, que hagan funcionar el complejo
de servicios sociales y no reduzcan al pueblo a la desesperación y a la demencial matanza
interna. El entusiasmo verbal y la fraseología desenfrenada hace reír (o llorar) cuando uno sólo
de esos problemas tiene que ser resuelto aunque sólo sea en una aldea de cien habitantes”
(Gramsci, 1974c: 84)
A tal punto cobra centralidad esta tarea de (re)construcción durante el período transicional
-anclada en una praxis educativa de auto-aprendizaje colectivo y socialización creciente de
saberes técnico-políticos ineludibles-, que Gramsci llega a expresar sin tapujos que
“en el Estado de los Consejos, la escuela representará una de las más importantes y esenciales
actividades públicas. Digamos más: al desarrollo y al éxito de la escuela comunista esta ligado
el desarrollo del Estado comunista, el advenimiento de una democracia en la cual sea absorbida
la dictadura del proletariado” (Gramsci, 1987b: 99) 16.
Si en octubre de 1919, casi cincuenta mil trabajadores estaban representados en una asamblea
de “comités ejecutivos de los Consejos de Fábrica”, y para finales de ese año la cifra ascendía
a alrededor de 150 mil, durante abril de 1920 se amplía la base social y productiva del
movimiento, producto de una huelga general de los obreros turineses en respuesta a un lock
out empresarial y a la voluntad de los industriales de limitar los poderes de las desbordadas
Comisiones Internas. Es así como se gesta un intenso proceso de toma de fábricas en Génova,
Milán y especialmente Turín, que será acompañado por una ocupación de tierras por parte del
campesino, en particular en la región de Roma. A mediados de 1920 el movimiento se
radicaliza, extendiéndose a gran parte del norte de Italia e iniciando, a finales de agosto, una
huelga con ocupaciones masivas, poniendo en marcha la producción bajo su control absoluto
(Reisel, 1979)17. En las fábricas ocupadas se prohíbe el consumo de alcohol y se reprime
cualquier intento de hurto, y para pagar los salarios se llega a distribuir entre los trabajadores
cédulas de 10 y 20 liras, con una estampa distintiva de una hoz y un martillo. En paralelo, los
núcleos más activos conformarán escuadras de “guardias rojos” para garantizar la defensa de
la ocupación e incluso en algunos establecimientos metalúrgicos producirán armas de diverso
tipo.
De acuerdo con Gramsci, durante las tomas de fábricas, los Consejos mostraban la viabilidad
de la autogestión popular en las empresas, así como la inutilidad económica de los capitalistas
en tanto organizadores de la producción. El “bienio rojo” revelaba, además, la posibilidad real
-en la praxis misma- del autogobierno de las masas trabajadoras. El control obrero de la
producción y la distribución, el desarme de los cuerpos armados mercenarios y el manejo
pleno de los ayuntamientos por las organizaciones revolucionarias, son las principales
respuestas que da Gramsci (1998h) frente a los problemas acuciantes de la Italia de posguerra.
Su propuesta se enmarca en el intento de construir toda la sociedad partiendo inmediatamente
de los núcleos del cuerpo social más productivo. La fábrica -verdadero centro de la
“civilización” contemporánea- es visualizada como el ámbito desde donde debe emerger la
iniciativa de la clase trabajadora, en la medida en que condensa de manera más directa la
16
Podríamos incluso aventurar que Gramsci esboza aquí por primera vez la función educativa de lo que en los
Cuadernos de la Cárcel denominará el “Estado ético”.
17
Si bien no hay un total acuerdo en torno a las cifras alcanzadas por la producción autogestiva, varios autores
aseveran que en algunas fábricas, como en las oficinas mecánicas de Savigliano, la producción llegó a ser
superior a la existente en tiempos normales, y la gran empresa FIAT-Centro produjo durante el período de
ocupación una media de 37 automóviles por día. Al respecto, véase Del Carria (1970) Spriano (1964) y Cammett
(1974).
dictadura del capital y el control privado de su organización, con el carácter colectivo del
trabajo.
En este período se percibe una fuerte influencia de Lenin (más aún a nivel general, del
bolchevismo) y su concepción de los Soviets como democracia proletaria 18. Sin embargo, de
acuerdo con Jean-Marc Piotte (1973), pueden destacarse dos diferencias con respecto a su
planteo: 1) la gran importancia concedida a los Consejos en tanto órganos de manejo técnico
de la producción; 2) el hincapié en los Consejos como espacios de auto-liberación política y
económica de los propios productores, vale decir, de emancipación por parte de los
trabajadores mismos. La fábrica, de acuerdo con el joven Gramsci, es el lugar en donde el
obrero no es nada y quiere llegar a serlo todo, por lo que allí su poder tiende a ser ilimitado.
Esta capacidad de enorme auto-aprendizaje pone asimismo en entredicho el prejuicio
kaustkiano, reificado incluso por el Lenin del ¿Qué hacer?, de la imposibilidad de los
sectores subalternos de realizar sin tutela alguna su liberación, y con ella la de toda la
sociedad.
“Las asambleas -ironizará Gramsci en otro texto contemporáneo-, las discusiones para la
preparación de los Consejos de fábrica, han dado a la educación de la clase obrera más que diez
años de lectura de los opúsculos y los artículos escritos por los propietarios de la lámpara del
duende. La clase obrera se ha comunicado las experiencias reales de sus diversos componentes
y ha hecho de ellas un patrimonio colectivo: la clase obrera se ha educado comunísticamente,
con sus propios medios y con sus propios sistemas” (Gramsci, 1998i: 68)
El Consejo -que Gramsci define como las propias masas organizadas de forma autónoma- a
diferencia de los sindicatos y el partido (en esta intensa coyuntura, medios tácticos más que
estratégicos), tiende a salirse de la legalidad, a desbordarla y romperla, superando además la
fragmentación que el capital impone. Emerge, pues, como un organismo de carácter público y
no privado como aquellos. Ya no lo conforman “asalariados” ni “ciudadanos”, sino
productores que en conjunto constituyen al “trabajador colectivo”. Así, en agosto de 1920,
inmerso en una fuerte discusión con la posición anticonsejista de Angelo Tasca, Gramsci
expresa que
“el Consejo de fábrica es una institución de carácter ‘público’, mientras que el partido y el
sindicato son instituciones de carácter ‘privado’. En el Consejo de fábrica el obrero interviene
como productor, a consecuencia de su posición y de su función en la sociedad, del mismo modo
que el ciudadano interviene en el Estado democrático parlamentario. En cambio, en el partido y
en el sindicato el obrero está ‘voluntariamente’, firmando un compromiso escrito, firmando un
contrato que puede romper en cualquier momento: por ese carácter de ‘voluntariedad’, por ese
carácter ‘contractual’, el partido y el sindicato no pueden confundirse en modo alguno con el
Consejo, institución representativa que no se desarrolla aritméticamente, sino
morfológicamente, y que en sus formas superiores tiende a dar el perfil proletario del aparato de
producción y cambio creado por el capitalismo con fines de beneficio” (Gramsci, 1998e: 101-
102; cursivas en el original)
19
Cercano a las tesis de Rosa Luxemburgo, Gramsci manifestará que “la organización se construye por
espontaneidad, no por la arbitrariedad de un ‘héroe’ que se impone con la violencia” (Gramsci, 1998b: 50).
20
Esta posición era contraria a la de Amadeo Bordiga, dirigente del ala “abstencionista” del PSI y editor del
periódico Il Soviet, para quien tal como analizaremos en el siguiente apartado, los consejos de fábrica, en tanto
que órganos técnico-económicos de gestión de la producción, sólo serían útiles después de la toma del poder.
estrategia prefigurativa. En su original lectura de los Consejos como “germen” o embrión del
futuro Estado proletario deja traslucir a qué nos referimos:
“El Estado socialista existe ya potencialmente en las instituciones de vida social características
de la clase obrera explotada. Relacionar esos institutos entre ellos, coordinarlos y subordinarlos
en una jerarquía de competencias y de poderes, concentrarlos intensamente, aun respetando las
necesarias autonomías y articulaciones, significa crear ya desde ahora una verdadera y propia
democracia obrera en contraposición eficiente y activa con el Estado burgués, preparada ya
desde ahora para sustituir al Estado burgués en todas sus funciones esenciales de gestión y de
dominio del patrimonio nacional” (Gramsci, 1998g: 59; cursivas nuestras).
“hay que conciliar las exigencias del momento actual con las exigencias del futuro, el problema
del ‘pan y la manteca’ con el problema de la revolución, convencidos de que en el uno está el
otro, que en el más está el menos, que las instituciones tradicionales se refuerzan en las nuevas
instituciones, solamente en las cuales, sin embargo, se encuentra el resorte para desarrollar la
lucha de clases que debe alcanzar su fase máxima en la dictadura proletaria que debe
suprimirla” (Gramsci, 1991b: 61).
Como hemos visto, el “bienio rojo” constituyó un momento de profunda activación política y
de gran elaboración teórica en el joven Antonio Gramsci. Esto implica que no solamente
produjo una inmensa cantidad de notas periodísticas en el marco de L’Ordine Nuovo, sino que
buena parte de ellas tenían por propósito intervenir en -e interpretar a- los acontecimientos de
la época. No obstante, el suyo distaba de ser un periodismo puramente “doctrinario”, en la
medida en que la vocación de análisis crítico y la rigurosidad conceptual constituían dos
preceptos ineludibles de su escritura militante. De ahí que varios autores (Papuzzi, 1998;
D’Orsi, 2004) hayan hablado de periodismo integral para dar cuenta de esa particular forma
de praxis política e intelectual.
Precisamente este rasgo distintivo se evidencia en la manera en que aborda la cuestión del
Estado y la problemática de la transición al socialismo, dos desafíos que, lejos de concebirse
como meramente teóricos, estaban al orden del día en la Europa de entreguerras, y en
particular en la convulsionada Italia. La triunfante revolución rusa y la culminación del
21
En sintonía con este planteo, Gramsci indicará en otras de sus notas de L’Ordine Nuovo que los obreros y
campesinos “han intuido que las conquistas alcanzadas pueden ser mantenidas solamente si se sigue avanzando:
si las ocho horas se convierten en ley de los obreros y campesinos, en ‘costumbre’ difundida por la sociedad
comunista; si los salarios mínimos se convierten en una ley que reconozca a los obreros y campesinos el derecho
de poder satisfacer, con el fruto de su trabajo, todas las necesidades de un determinado tenor de la vida civilizada
e intelectual, ley, ésa, que emane del poder de los obreros y campesinos, poder que, a su vez, sea el reflejo
político de un renovado orden del proceso de producción industrial y agrícola” (Gramsci, 1973b: 59). Asimismo,
cabe señalar que esta apreciación continuará siendo defendida incluso en sus últimos meses previos a ser
detenido, cuando sostenga que “todas las conquistas e instituciones que las clases trabajadoras logran realizar en
el período de desarrollo relativamente pacífico del régimen capitalista, están destinadas a desaparecer si en un
momento determinado la clase obrera no se apodera del poder del Estado con medios revolucionarios” (Gramsci,
1974d: 130).
22
Estas tres dimensiones pueden distinguirse analíticamente, aunque no deben asumirse como “objetos de
reflexión” ni de una forma escindida: las características de las organizaciones, las acciones y los sujetos
políticos, puestas en juego en cualquier proceso revolucionario se median mutuamente. En este punto, retomo la
definición elaborada junto a mis compañeros del Seminario Teoría de la práctica política en la tradición
revolucionaria, dictado en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
conflicto bélico imperialista, asimismo, operaban como catalizadores del descontento de las
masas obreras y campesinas. Y el PSI había salido relativamente fortalecido de la guerra,
como consecuencia de la posición de neutralidad asumida frente a ella. Así pues, una consigna
guía de los sectores socialistas nucleados en torno a L’Ordine Nuovo era “hacer como en
Rusia”. Y para ello, las enseñanzas de Lenin y los bolcheviques requerían ser difundidas en el
territorio italiano, aunque sin descuidar un necesario ejercicio de traducción.
Los acontecimientos vividos fervientemente en buena parte de Europa, pero sobre todo en la
región oriental, le sirven al joven Gramsci para plantear una crítica radical a aquellas posturas
al interior del PSI que pregonaban la posibilidad de realizar un tránsito hacia el socialismo de
manera meramente democrática y a través de una práctica que absolutizara al Parlamento
como ámbito de construcción política:
“Estamos persuadidos -expresará a contrapelo de esta lectura en su artículo “La conquista del
Estado”-, después de las experiencias revolucionarias de Rusia, Hungría y Alemania, que el
Estado socialista no puede encarnarse en las instituciones del Estado capitalista, sino que es
una creación fundamentalmente nueva con respecto a éstas, con respecto a la historia del
proletariado. Las instituciones del Estado capitalista están organizadas para los fines de la
libre competencia: no basta cambiar el personal para orientar en otro sentido su actividad”
(Gramsci, 1998p: 93; cursivas nuestras).
Sin duda, Gramsci se vale no solamente de los acontecimientos históricos inmediatos para
afirmar que el Estado no puede usarse como mero “instrumento” (la desarticulación del
aparato estatal capitalista en Rusia y en Hungría, así como la simultánea emergencia de soviet
y consejos en éstos y otros países en ebullición), sino también de determinadas obras teóricas
de Marx y Lenin, que denuncian el carácter ilusorio de ciertas propuestas políticas que
apuestan a “tomar el poder estatal” con el objetivo de simplemente valerse de él para sentar
las bases de una sociedad socialista. No casualmente, en las páginas de L’Ordine Nuovo se
reproducirán, a mediados de 1920, bajo el sugestivo título de “La Comuna: Estado
proletario”, diversos fragmentos de La guerra civil en Francia -el clásico manifiesto de la
Asociación Internacional de los Trabajadores redactado por Marx en 1871-, en donde la
necesidad de destruir el aparato estatal capitalista emerge como una de las enseñanzas claves
de la experiencia de la Comuna de París.
Aquel opúsculo de Marx, junto con El Estado y la revolución, libro inconcluso escrito por
Lenin semanas antes de la insurrección de octubre, constituirán dos materiales teóricos que le
permiten al joven Gramsci enriquecer la interpretación de lo que acontece en Hungría, Rusia y
Alemania, donde el fenómeno soviético (esto es, la creación y proliferación de Consejos de
obreros, soldados y campesinos) se presenta, si bien con diversos grados de desarrollo, como
un proceso invariante. Y como llegará a expresar en una de sus notas periodísticas, “los
comunistas rusos, tras las huellas de Marx, relacionan estrechamente el soviet, el sistema de
soviets, con la Comuna de París” (Gramsci-Bordiga, 1975: 62).
Pero además de ser imposible la utilización del Estado capitalista para fines socialistas (como
vimos, enseñanza ésta señalada ya por Marx en su clásico texto sobre la Comuna de París, y
retomada luego por el Lenin de El Estado y la revolución), debido a que en forma y contenido
oficia como instancia de dominación de clase, Gramsci lo concibe no bajo la metáfora de una
simple maquinaria -tan monolítica como coercitiva- al servicio de una burguesía “exterior” a
él, sino como un espacio en el cual la clase capitalista se constituye en tanto tal:
“El Estado fue siempre el protagonista de la historia -dirá en otra parte de esa misma nota
periodística- porque en sus organismos se concentra la potencia de la clase propietaria; en el
Estado la clase propietaria se disciplina y se unifica, por sobre las disidencias y los choques de
la competencia, para mantener intacta la condición de privilegio en la faz suprema de la
competencia misma: la lucha de clases por el poder, por la preeminencia en la dirección y el
ordenamiento de la sociedad” (Gramsci, 1998p: 93; cursivas nuestras)
Desde esta óptica, las luchas políticas no serían exteriores al Estado, sino que estarían
inscritas en su propio armazón institucional. Así, a lo largo de sus textos, el joven Gramsci
demuestra que las clases no son fuerzas meramente económicas, preconstituidas al margen del
Estado, sino que por el contrario, tienden a unificarse en su seno, al punto de que la
configuración e influencia de ellas depende, en buena medida, de la estructura jurídico-
política material del mismo. Podemos entonces afirmar que ya tempranamente Gramsci
concibe al Estado no como mero “instrumento” de la clase dominante, que lo toma y usa como
tal, sino como el lugar donde la burguesía se constituye y cohesiona para materializar su
dominación no solamente mediante la fuerza, sino por una complejidad de mecanismos que
-como desarrollará años más tarde a lo largo de sus póstumos Cuadernos de la Cárcel- garan-
tizan el consentimiento de las clases subalternas.
Gramsci advierte que, dado que la clase burguesa se divide en una infinidad de capas con
intereses eventualmente contradictorios, signadas por la competencia que impone el
capitalismo, necesita de un Estado unificador que recomponga jurídica y políticamente su
propia unidad. El Estado, lejos de poder ser manipulado a voluntad por la clase dominante
como una maquinaria exterior a ella, juega por tanto un papel central en su unificación-
constitución. Los rasgos de una concepción más “estructural” del Estado están presentes en
este momento de teorización gramsciana, y es interesante destacar como esta original
concepción anti-instrumentalista del Estado será posteriormente desarrollada por el marxista
greco-francés Nikos Poulantzas en varios de sus trabajos.
De ahí que cuando plantee que las instituciones del Estado capitalista están organizadas para
los fines de la libre competencia, afirmando que no basta cambiar el personal para orientar en
otro sentido su actividad, la cuestión central no esté solo -ni principalmente- en identificar la
pertenencia de clase de aquellos que ocupan los puestos claves de la cúspide del poder estatal,
ni puedan cifrarse esperanzas en su remoción para cambiar el carácter capitalista del Estado
(aunque esto no equivale, como hemos visto en los apartados anteriores, desestimar la disputa
política en estos ámbitos constitutivamente adversos, ni rechazar de cuajo el logro de ciertas
conquistas parciales obtenidas en el seno del Estado). Para Gramsci se trata, entonces, de tener
como horizonte estratégico la destrucción del aparato de Estado, así como de las relaciones
sociales que en un plano general le dan sustento.
Ahora bien, si la imposibilidad de utilizar al Estado capitalista para avanzar hacia una
sociedad sin clases sociales era un elemento que distanciaba al ordinovismo de los sectores
reformistas dentro del PSI, la necesidad de construir un semi-Estado de “nuevo tipo” (que en
el caso de Italia, existe embrionariamente en la experiencia concreta de los Consejos de
fábrica), en condiciones de asumir las tareas propias de la difícil etapa de transición al
comunismo que sobrevendría tras la conquista del poder y la destrucción del aparato estatal
burgués, constituía un rasgo distintivo del marxismo soviético que alejaba al joven Gramsci
de ciertos planteamientos anarquistas. Aquí cabe realizar una aclaración. La discusión de
Gramsci con determinados teóricos libertarios, y con la actitud asumida por algunos
sindicatos de dirección anarquista durante el “bienio rojo”, fue siempre fraterna, entendiendo
que debía concebírselos como compañeros de lucha anti-capitalista, más allá de las
diferencias políticas, que sin duda existían y no eran menores. Por ello, no es casualidad que
dentro de la redacción de L’Ordine Nuovo haya habido un comunista libertario, Carlo Petri
(cuyo nombre verdadero era Pietro Mosso), ni que se hayan publicado en sus páginas diversos
artículos escritos desde una óptica anarquista23.
23
A modo de ejemplo, en uno de sus artículos de polémica en contra del anarquista For Ever (seudónimo de
Conrado Quaglino), Gramsci aclara que “For Ever, pese a ser un tipo característico no representa a todos los
libertarios. En la redacción del Ordine Nuovo contamos con un comunista libertario, Carlo Petri. Con Petri la
discusión se sitúa en un plano superior; con comunistas libertarios como Petri el trabajo en común es necesario e
indispensable; son una fuerza de la revolución” (Gramsci, 1974c: 84).
Esta estricta consideración doctrinaria encontraba en el terreno del movimiento socialista
europeo dos principales adversarios. En primer término, los llamados “oportunistas” (Edouard
Bernstein en Alemania, así como los mencheviques y eseristas en Rusia) y el más sutil
“radicalismo pasivo” de Karl Kautsky, quienes al margen de sus diferencias, argumentaban a
favor de la posibilidad lisa y llana de la extinción del Estado burgués, omitiendo la necesidad
de una revolución violenta y la consecuente destrucción de esta “fuerza especial de
represión”. En cuanto a los anarquistas, que contaban con un peso relativamente importante
en varias regiones de Rusia y los países aledaños, el debate -de tono más fraternal- giraba en
torno a la abolición del Estado y a la necesidad o no de una forma política de transición. En
este caso, frente a los proyectos “inmediatistas” de las tendencias libertarias, Lenin emprende
una férrea defensa de la dictadura del proletariado como forma transicional previa al
advenimiento del comunismo24.
Precisamente, Gramsci retomará estas enseñanzas para impugnar los planteos de ciertos grupos
anarquistas en Italia que, al fomentar una praxis “antiestatista” en abstracto, terminaban
coincidiendo con la tradición liberal. De todas maneras, a pesar de este notable
distanciamiento, cabe insistir en una diferencia sustancial entre todo Estado burgués y el
Estado de “nuevo tipo”, que acerca al ordinovismo no solamente al marxismo de raigambre
soviética, sino también a ciertas corrientes anarquistas no sectarias 25: la necesidad de que sean
las propias masas obreras y campesinas las que protagonicen este proceso transicional
autoemancipatorio.
La emergencia y proliferación de los Consejos de fábrica al calor del “bienio rojo” ponía en
cuestión, según Gramsci, el prejuicio difundido por ciertos núcleos del marxismo ortodoxo,
de que los trabajadores debían esperar hasta el día de la “toma del poder” para gestar las
nuevas instituciones que darían forma a aquel Estado de “nuevo tipo” (denominado también
dictadura proletaria). Uno de los principales representantes de esta concepción anti-
prefigurativa era sin duda Amadeo Bordiga, para quien “mientras se llega al triunfo” de la
revolución política, el activismo se debía negar “a darse otra tarea que no sea la de preparar a
las masas proletarias para la misma” (Bordiga, 1975a: 72). En efecto, el director de Il Soviet
se pregunta “si es posible y conveniente ya hoy ir a la constitución de los consejos de obreros
y campesinos cuando todavía está en pie el poder de la burguesía” (Bordiga, 1975b: 89), a lo
que responde que hasta tanto y cuanto exista el poder burgués, “el órgano de la revolución es
el partido; después de la liquidación del poder burgués, es la red de los consejos obreros”
(Bordiga, 1975b: 93). A tal punto establece una separación tajante entre un momento y otro,
que llega a postular que
“los soviets del futuro deben tener su génesis en las secciones locales del partido comunista.
Estos tendrán dispuestos los elementos que, inmediatamente después de la victoria
revolucionaria, han de ser propuestos a la elección de las masas electorales proletarias para
constituir los consejos de delegados obreros locales” (Bordiga, 1975b: 92; cursivas nuestras).
Es importante entender que detrás de este planteo anti-prefigurativo, subyace una concepción
de la práctica política que no sólo tiende a desacoplar medios y fines, sino que sobre todo
“instrumentaliza” a los primeros en función de alcanzar a los segundos, a partir del trazado de
24
Para un desarrollo del pensamiento de Lenin en este aspecto, véase Ouviña y Cortés (2008).
25
Entre ellas, merecen destacarse las lideradas dentro de la Federación Italiana de Obreros Metalúrgicos (FIOM)
por Maurizio Garino y Pietro Ferrero.
una línea divisoria entre el antes de la revolución, y su momento posterior. ¿A qué nos
referimos exactamente? En esencia, a que de acuerdo con Bordiga, toda práctica o instancia
militante en la sociedad actual, debe servir como medio apropiado para (esto es, ser
“instrumentalizada” en pos de) lograr el objetivo final de la revolución. Esta trágica
disociación entre medios y fines ya había sido explicitada por Bordiga años atrás, a propósito
de una polémica desatada alrededor de un atentado cometido por un activista socialista contra
un conde en Alemania. En aquel entonces, llegó a reivindicar el hecho argumentando que “el
socialismo es necesariamente humano en el fin, pero anti-humano en los medios” (Bordiga,
1964: 312), de lo cual se infiere que el vínculo entre medios y fines jamás pueden llegar a
tener, como pregona insistentemente el joven Gramsci, un carácter prefigurativo.
En el caso específico de los Consejos de fábrica, de lo que se trataba en último término para
Bordiga era de operar sobre ellos, a partir de una absoluta diferenciación entre lo que
consideraba era una lucha económica (librada centralmente por los sindicatos y, en menor
rango, por las comisiones internas), y una política (obviamente liderada por el partido de
vanguardia):
Esta interpretación de los Consejos de fábrica adolecía, según los ordinovistas, de una serie de
errores con profundas consecuencias políticas. En primer lugar, reificaba la escisión entre lo
político y lo económico propia de la sociedad capitalista 26, algo que precisamente -como
hemos analizado en los apartados anteriores- los Consejos impugnaban de hecho (en tanto
fusionaban en sí ambas dimensiones de la vida social). A tal punto establece una “división de
tareas” entre el partido y los organismos “económicos”, que llega a afirmar que la conquista
de determinadas reivindicaciones y demandas -que indudablemente permiten satisfacer las
necesidades concretas de la clase trabajadora en el momento actual- es algo de lo cual no
deben ocuparse los militantes partidarios:
“la conquista de esas soluciones -dirá- no es asunto de los comunistas. Esas tareas la asumen
espontáneamente otros organismos proletarios, como los sindicatos, las cooperativas, etc. El
partido interviene en esas limitadas conquistas solamente con el fin de llamar la atención de las
masas sobre el problema más grave y más general: el verdadero resultado de esas luchas no es
el éxito inmediato, sino la organización cada vez más extensa de los trabajadores” (Bordiga,
1975d: 131)
26
En un texto anterior a este, Bordiga se declaraba partidario “de una sistema de representación diferenciado
claramente en dos redes: económica y política”, lo que redundaba a la vez en dos funciones distintas como eran
“la tarea económico-técnica y la tarea política de la representación soviética. Para las funciones económicas cada
fábrica tendrá su consejo de fábrica elegido por los obreros”, mientras que “en cuanto a la función política, es
decir, para la formación de los órganos de poder centrales y locales, las elecciones de los consejos proletarios se
harán sobre listas en las cuales -excluidos rigurosamente los burgueses, o sea, aquellos que de algún modo viven
del trabajo ajeno- figurarán todos los proletarios con el mismo derecho” (Bordiga, 1975b: 90-91).
En este punto, además de desechar la imprescindible lucha por reformas, oponiéndola al
objetivo final de engrosar la propia organización (que parece devenir un fin en sí mismo),
desconoce un rasgo específico del movimiento consejista turinés, que está dado por haber
surgido en un ámbito productivo y no genéricamente territorial, lo que le permite a Gramsci
hablar de una democracia o autogobierno industrial que no sólo prefigura al Estado de
“nuevo tipo”, sino que también cuestiona, como bien ha indicado Alfonso Leonetti,
“el viejo sistema de representación burgués con sus sedes electorales divididas territorialmente
(circunscripciones por ciudades y provincias)”, sustituyéndolas por unidades de trabajo
(fábricas y comunas) que es “naturalmente donde tiene lugar la separación entre la ‘clase que
produce’ (el proletariado) y ‘la clase que se apropia del producto’ (los capitalistas) y donde, por
tanto, es consecuente y sencilla la privación del derecho de voto a aquéllos que no son
trabajadores” (Leonetti, 1975: 64).
A contrapelo de esta lectura, cabe aclarar que el joven Gramsci no desestimaba la necesidad
de la “conquista del Estado”, aunque sí reinterpretaba esta fórmula de una manera original: no
como la mera “captura” de su aparato burocrático-represivo por parte de una reducida
vanguardia, sino en tanto creación ya desde ahora de un nuevo sistema de instituciones semi-
estatales, originado en la experiencia asociativa de la clase proletaria, y la sustitución por éste
del Estado democrático-parlamentario (Gramsci, 1970: 266)27.
Pero previamente a aquel momento de “asalto” y desarticulación del aparato estatal burgués,
es preciso edificar este tipo de organismos prefigurativos. Y en Italia, el germen de este
“nuevo Estado” se encuentra en la experiencia asociativa de los Consejos de fábrica: “el
Consejo de fábrica es el modelo del Estado proletario. Todos los problemas que son
inherentes a la organización del Estado proletario, son inherentes a la organización del Con-
sejo”, manifestará Gramsci (1998r: 114). Teniendo en cuenta esta relación de inmanencia
27
“hemos demostrado que la conquista del Estado, por parte de los proletarios, ocurrirá solo cuando los obreros y
campesinos hayan creado un sistema de instituciones estatales capaces de sustituir las instituciones del Estado
democrático-parlamentario” (Gramsci, 1970: 266).
entre medio y fin (es decir, entre el Consejo por un lado, y el Estado de “nuevo tipo” por el
otro), resulta interesante reproducir in extenso un fragmento del Informe elaborado por el
propio Gramsci para el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista en julio de 1920, en
donde detalla las características distintivas de los Consejos de fábrica y toma distancia de la
propuesta bordiguista antes mencionada:
“La organización de los Consejos de fábrica se basa en los siguientes principios: en cada
fábrica, en cada taller, se constituye un organismo sobre la base de la representación (y no sobre
la base del antiguo sistema burocrático), el cual realiza la fuerza del proletariado, lucha contra
el orden capitalista o ejerce el control de la producción, educando a toda la masa obrera para la
lucha revolucionaria y para la creación del Estado obrero. El Consejo de fábrica tiene que
constituirse según el principio de la organización por industria; tiene que representar para la
clase obrera el modelo de la sociedad comunista, a la cual se llegará por la dictadura del
proletariado; en esa sociedad no habrá ya división en clases, todas las relaciones humanas
estarán reguladas según las exigencias técnicas de la producción y de la organización
correspondiente y no estarán subordinadas a un poder estatal organizado. La clase obrera tiene
que comprender toda la hermosura y nobleza del ideal por el cual lucha y se sacrifica; tiene que
darse cuenta de que para llegar a ese ideal hay que pasar por algunas etapas; debe reconocer la
necesidad de la disciplina revolucionaria y de la dictadura” (Gramsci, 1998s: 123)
En consonancia con esta lectura, es importante además establecer una diferencia central entre
el Estado de “nuevo tipo” y el Estado capitalista, que reenvía a la necesidad de que en los
medios de construcción se prefiguren, embrionariamente, los fines que se persiguen. Por su
naturaleza, dirá Gramsci,
“el Estado socialista reclama una lealtad y una disciplina diferentes y opuestas a las que reclama
el Estado burgués. A diferencia del Estado burgués, que es tanto más fuerte en el interior como
en el exterior cuanto los ciudadanos menos controlan y siguen las actividades del poder, el
Estado socialista requiere la participación activa y permanente de los camaradas en la
actividad de sus instituciones. Preciso es recordar, además, que si el Estado socialista es el
medio para radicales cambios, no se cambia de Estado con la facilidad con que se cambia de
gobierno” (Gramsci, 1974c: 90; cursivas nuestras).
Claro está que para llevar a cabo esta tarea prefigurativa tan ardua, es preciso también
entender que la disciplina colectiva y la responsabilidad individual no pueden ser pensadas
como características propias de la sociedad capitalista, sino que deben ser cualidades a
construir subjetivamente durante el proceso transicional, aunque desde ya a partir de una
perspectiva contraria a la lógica de imposición externa inherente al orden burgués dominante.
Esta labor constructiva que abarca todas las dimensiones de la vida social, nos dice Gramsci,
debe ser efectuada desde el presente, desde la realidad concreta en la que se piensa y actúa, de
forma tal que se puedan ir prefigurando, en el día a día y de manera progresiva, las relaciones
sociales propias de la sociedad futura. Porque como nos recuerda Thwaites Rey, lejos de
configurar una forma introducida desde “afuera” y desde “arriba”, los Consejos eran en la
convulsionada Italia de posguerra una realidad efectiva, creada por los trabajadores mismos en
sus fábricas. Constituían formas prácticas, reales, de organización democrática y de base, ya
existentes, y no un invento o un deseo a materializar. En este sentido, su propuesta de crear “ya
desde ahora” una democracia obrera y popular, de disputar en el seno mismo del orden burgués
la dirección de la sociedad, construyendo instituciones más aptas para el desarrollo pleno de las
fuerzas productivas, tiene profundos puntos de contacto con la idea del Gramsci carcelario de
que la clase obrera debe conquistar la hegemonía aún antes de la toma del poder (Thwaites
Rey, 1994: 24).
Por otra parte, esta vocación por descubrir y desarrollar en el propio seno de la sociedad
burguesa las instituciones de “nuevo tipo” que sustituirán al orden estatal dominante, refuerza
la visión anti-instrumental del Estado ya mencionada, pero también toma distancia del puro
voluntarismo, poniendo de manifiesto la complejidad de relaciones que se expresan en todo
fenómeno estatal, y los límites materiales para la construcción de la sociedad futura.
Recapitulando, podemos afirmar que el problema del Estado es una de las cuestiones más
importantes para el joven Gramsci, tanto si nos referimos al Estado capitalista como si
pensamos en el Estado de “nuevo tipo” durante el proceso de transición al comunismo. Como
vimos, en la sociedad burguesa cumple un rol fundamental en la medida en que opera como
instancia de unificación de los sectores dominantes y garantiza la opresión de clase en el
conjunto de la sociedad. Por ello resulta imposible imprimirle una lógica inversa y utilizar sus
instituciones para avanzar hacia el comunismo. No obstante, esta definición no implica
concebir a lo estatal como un bloque monolítico y homogéneo, sino en tanto ámbito de
disputa política donde impactan sin duda las luchas y reivindicaciones de las luchas
populares, aunque de manera refractaria.
De ahí que una tarea ineludible de la clase trabajadora sea el ir configurando una nueva
institucionalidad no capitalista, que permita prefigurar en el hoy el futuro Estado socialista,
aunque sin desestimar a los aparatos estatales como ámbitos relevantes de la lucha de clases.
En el caso de Gramsci, esos gérmenes de la nueva realidad emergente no tenían que ver con la
mera voluntad política de ciertos núcleos militantes, sino también con relaciones sociales y
formas de articulación que brotaban de una realidad material como era la de la Turín
proletaria, donde los Consejos de fábrica supieron proliferar y fortalecerse en una coyuntura
global de ascenso de masas, y a partir de la democratización y metamorfosis de una instancia
previa como eran las Comisiones internas.
Los Cuadernos de la Cárcel: filosofía de la praxis, reinvención de la política y estrategia
prefigurativa
Con este capítulo damos inicio al análisis de un tercer período por demás relevante en la vida
y obra de Antonio Gramsci: el de su forzado encierro en las cárceles del fascismo. Será
durante estos años de prisión que redacte sus famosos Cuadernos y Cartas de la Cárcel, en
donde (re)elaborará una serie de categorías fundamentales del marxismo clásico, así como una
nueva estrategia revolucionaria acorde a las profundas transformaciones sufridas por las
sociedades occidentales durante las primeras décadas del siglo XX.
Durante esos trágicos años en los que se vio imposibilitado de escribir, logró volcar en
numerosas epístolas sus inquietudes intelectuales y afectivas. En una de ellas, redactada en la
cárcel de Milán en marzo de 1927, explicitará su obsesión filosófico-política: escribir algo
que pueda perdurar en el tiempo; que trascienda la coyuntura inmediata. Allí dirá:
“Mi vida siempre transcurre con la misma monotonía. Hasta el estudio resulta muchísimo más difícil
de lo que parece. Recibí algunos libros y realmente leo mucho -más de un volumen por día, además de
los diarios- pero no es a esto que quiero referirme. Es a otra cosa: me obsesiona -supongo que es éste
un fenómeno propio de los presos- la idea de que debería hacer algo für ewig, para la eternidad, de
acuerdo con un concepto goethiano que según recuerdo atormentó mucho a nuestro Pascoli. En una
palabra: quisiera ocuparme intensa y sistemáticamente, de acuerdo con un plan preconcebido, de
alguna materia que me absorba y centralice mi vida interior” (Gramsci, 2003: 70-71).
Este detallado plan (que contemplaba originariamente “una investigación sobre la formación
del espíritu público en Italia durante el siglo pasado”, “un estudio de lingüística comparada”,
uno sobre “el teatro de Pirandello y sobre la transformación del gusto teatral italiano que él
representó”, y “un ensayo sobre folletines y el gusto popular en literatura”) será reformulado
con el transcurso de los meses y años, aunque varios de los temas reseñados en él aparecerán
tangencialmente en diversas notas de sus Cuadernos. De hecho, el Primer cuaderno escolar
que da comienzo a su tortuosa escritura de encierro (fechado el 8 de febrero de 1929), se
inicia con la descripción de 16 “Temas principales”28.
28
Según detalla en dicho Cuaderno, los temas eran los siguientes: “1) Teoría de la historia y de la historiografía;
2) Desarrollo de la burguesía italiana hasta 1870; 3) Formación de los grupos intelectuales italianos: desarrollo,
actitudes; 4) La literatura popular de las “novelas por entrega” y las razones de su persistente fortuna; 5)
Cavalcante Cavalcanti: su posición en la estructura y en el arte de la Divina Comedia; 6) Orígenes y evolución
de la Acción Católica en Italia y en Europa; 7) El concepto de folklore; 8) Experiencia de la vida en la cárcel; 9)
La “cuestión meridional” y la cuestión de las islas; 10) Observaciones sobre la población italiana: su
composición, función de la emigración; 11) Americanismo y fordismo; 12) La cuestión de la lengua en Italia:
Mazconi y G. I. Ascoli; 13) El “sentido común” (cfr. 7); 14) Revista tipo: teórica, crítico-histórica, de cultura
general (divulgación); 15) Neo-gramáticos y neo-lingüistas (“esta mesa redonda es cuadrada”); 16) Los
Algunas aclaraciones sobre las ediciones y lecturas de los Cuadernos de la Cárcel
Ya hemos comentado el denso itinerario de estos 33 Cuadernos escritos entre 1929 y 1935 (29
compuestos por notas y apuntes varios, y 4 dedicados exclusivamente a ejercicios de
traducciones). Tras la solitaria muerte de Gramsci en Roma el 27 de abril de 1937, estos
borradores son llevados clandestinamente a la capital de Rusia, en donde al poco tiempo una
comisión coordinada por Palmiro Togliatti (en aquel entonces Secretario General del PCI)
comenzará a ordenarlos para su publicación. Será recién a partir de 1948 que se den a conocer
sus dispersas notas, compiladas en un total de seis “libros”. Pero lejos de difundirlas en el
orden cronológico en el que fueron redactadas, se las agrupará “temáticamente”,
incorporándole incluso diferentes subtítulos para su mejor comprensión. Los nombres de los
libros serán los siguientes: Notas sobre Maquiavelo, la política y el Estado moderno; El
materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce; Los intelectuales y la organización
de la cultura; Il Risorgimento; Literatura y vida nacional; y por último Pasado y Presente (es
sintomático que, en este último volumen, se haya decidido meter, como en “cajón de sastre”,
todos los fragmentos restantes considerados “residuales”).
Este criterio de sistematización por “argumento”, si bien permitió en un principio lograr una
mayor difusión de los textos gramscianos (porque sin duda se los tornó más “comprensibles”
al dotarlos de una coherencia inexistente en su redacción original), obturó sin embargo una
lectura crítica anclada tanto en el desarrollo de su producción teórico-política desde una óptica
encadenada y cronológica, como atendiendo al contexto histórico específico que, mes a mes y
de manera constante, signó la escritura de los Cuadernos. Basta comentar, a modo de ejemplo,
que esta primera edición que circuló tanto en territorio italiano como en el resto del mundo
(dicho sea de paso, la más conocida y reimpresa hasta el día de hoy) no contempla las notas
llamadas de “primera hechura”, es decir, aquellas elaboradas durante los primeros años de
encierro y que luego fueron reformuladas o bien revisadas por Gramsci en un segundo
momento. Esta decidida omisión impide, entre otros ejercicios, analizar la metamorfosis -para
no hablar de “evolución”- del pensamiento gramsciano en sus sucesivos años, así como la
posibilidad de contrastar categorías y reflexiones, vertidas en sus Cuadernos y luego
desechadas, o bien repensadas en función de las inquietudes que fueron surgiendo producto de
nuevas lecturas teóricas y de acontecimientos históricos no previstos inicialmente.
Habrá que esperar hasta 1975 para que finalmente -en idioma italiano al menos- se publique
una edición crítica de las notas carcelarias, esta vez a cargo del notable teórico Valentino
Gerratana, que será difundida en castellano décadas más tarde, por la editorial Era y a
instancias de un núcleo de intelectuales pertenecientes a la Benemérita Universidad Autónoma
de México29. No obstante, esta segunda edición -sin duda mucho más cuidada- dista de haber
cerrado la polémica alrededor de la sistematización y lectura de los Cuadernos. Autores como
el mencionado Gianni Francioni han cuestionado la interpretación de los Cuadernos en una
clave meramente diacrónica, postulando que Gramsci coteja sus ideas y las recrea también
desde un punto de vista simultáneamente sincrónico (Francioni, 1984).
De ahí que a la hora de abordar la lectura de los Cuadernos, además de estas necesarias
advertencias referidas al tipo de edición de las notas de la cárcel (la “temática” y la “crítica”),
“Las notas contenidas en este cuaderno, como en los otros, han sido escritas a vuelapluma, para
apuntar un breve recordatorio. Todas ellas deberán revisarse y controlarse minuciosamente, porque
ciertamente contienen inexactitudes, falsas aproximaciones, anacronismos. Escritas sin tener presentes
los libros a que se alude, es posible que después de la revisión deban ser radicalmente corregidas
porque precisamente lo contrario de lo aquí escrito resulte cierto” (Gramsci, 1986: 237) .
Más allá de cierta exageración y cautela deslizada en su párrafo final, esta aclaración no debe
resultarnos ociosa, aunque tampoco amerite desestimar las reflexiones vertidas en los
Cuadernos por Gramsci, por el simple hecho de pensarse como inacabadas. Debemos tener
presente, simultáneamente, aquella aspiración a elaborar algo für ewig (de mayor
sistematicidad y destinado a perdurar) que no obstante resulta en permanente construcción.
Por ello quizás valga la pena recuperar una definición lanzada provocativamente por José
María “Pancho” Aricó -uno de los primeros traductores de Gramsci tanto a la lengua
castellana como a la particular realidad latinoamericana. Este original pensador autodidacta
calificó a los Cuadernos de la Cárcel como un verdadero “cortaziano modelo para armar”. La
irónica analogía con Rayuela y 62.Modelo para armar -ambos, libros del notable escritor
argentino Julio Cortazar- pretendía dar cuenta del desafío que se nos presenta al momento de
intentar adentrarnos en la compleja y dispersa escritura del Gramsci entre rejas. Buena parte
de los intérpretes de su intrincada obra han planteado la necesidad de identificar una categoría
o concepto-clave que, a la vez que oficie como llave de ingreso a los Cuadernos, permita
“armar” ese mapa conceptual y político profundamente disperso en sus voluminosos apuntes.
Así, Norberto Bobbio (1974) propone como punto de partida ordenador la noción de
“sociedad civil”, Dora Kanoussi y Javier Mena (1985) el de “revolución pasiva”, Perry
Anderson el de “hegemonía” (1987), Buci-Glucksmann el de “Estado ampliado” (1986), Jean
Marc Piotte (1973) el de “intelectual orgánico”, Giussepe Prestipino el par “Estado-sociedad
civil” (2006), y Hughes Portelli (1976) el de “bloque histórico”, por nombrar sólo algunos de
los más destacados.
Al margen de la mayor o menor productividad de cada uno de estos conceptos, creemos que
todos ellos forman parte de una vocación estratégica: recrear el marxismo sobre nuevas bases.
En efecto, consideramos que las diversas nociones que Gramsci despliega, complejiza y
resignifica en sus Cuadernos, pueden ser leídas como parte de un corpus más denso y
universal como es la filosofía de la praxis. No resulta casual que el significante “materialismo
histórico” deje de ser utilizado por Gramsci con el transcurrir de los años y pase a ser
sustituido por el de filosofía de la praxis. No estamos en presencia, por lo tanto, de una mera
modificación semántica. Antes bien, lo que se evidencia en ese laboratorio vivo que son los
Cuadernos es una crítica radical del marxismo ortodoxo y vulgar predominante en la URSS,
así como la necesidad de desarrollar, a partir de un “encadenamiento dialéctico” de conceptos,
una concepción del mundo antagónica a la capitalista, que actualice lo mejor del marxismo,
aunque sin caer en una defensa enconada y mecánica de sus planteamientos teórico-políticos.
“La tesis XI: ‘Los filósofos no han hecho más que interpretar en diversos modos el mundo; pero de lo
que se trata es de transformarlo’, no puede ser interpretada como un gesto de repudio a toda clase de
filosofía, sino sólo de fastidio por los filósofos y su papagayismo y la enérgica afirmación de una
unidad entre teoría y práctica” (Gramsci, 1986: 162).
Es que, para él, no cabía pensar en una disociación -tal como la que proponían en ese entonces
los vulgares manuales sobre “materialismo dialéctico” producidos en Rusia- entre filosofía
por un lado, e historia y política por el otro. Por el contrario, afirmará que “la identidad de
historia y filosofía es inmanente” (Gramsci, 1986: 140). Concebir a la filosofía escindida de la
teoría de la historia y de la política nos hacer caer en la metafísica, rematará. Pero además,
esta nueva concepción implica entender que ninguna filosofía resulta definitiva (ni siquiera la
de la praxis, por si hiciera falta aclararlo), sino que siempre se encuentra históricamente
condicionada. Y ello corre también para la ciencia: ella es “una categoría histórica, un
movimiento en continuo desarrollo”. Es que “si las verdades científicas fuesen definitivas, la
ciencia habría dejado de existir como tal, como investigación, como nuevos experimentos, y
la actividad científica se reduciría a una divulgación de lo ya descubierto”. Gramsci concluye
afirmando que “la ciencia, no obstante todos los esfuerzos de los científicos, no se presenta
nunca como desnuda noción objetiva” (Gramsci, 1986: 308-310). Y en consonancia con los
planteos del joven Lukacs, postulará que no es posible separar -salvo en términos
estrictamente analíticos- sujeto de objeto, o idea de materia:
“Sin el hombre, ¿qué significaría la realidad del universo? Toda la ciencia está ligada a las
necesidades, a la vida, a la actividad del hombre. Sin la actividad del hombre, creadora de todos los
valores, incluso científicos, ¿qué sería la “objetividad”? Un caos, o sea nada, el vacío, si es que así
puede decirse, porque realmente, si se imagina que no existe el hombre, no se puede imaginar la
30
Al respecto, véase Antonio Labriola [1897] (1973) “Discorrendo di socialismo e di filosofia”, en Scritti
filosofici e politici, Einaudi Editore, Torino; y Giovanni Gentile [1899] (2003) “La filosofia della prassi”, en La
filosofia de Marx. Studi Critici, Casa Editrice Le Lettere, Firenze.
31
“Si la realidad es como nosotros la conocemos y nuestro conocimiento cambia continuamente”, entonces
“ninguna filosofía es definitiva sino que es históricamente determinada” (Gramsci, 1986: 178).
32
“Que las vicisitudes de la economía -descubrimientos de materias primas, nuevos métodos de trabajo, inventos
científicos- tengan su importancia, nadie lo niega; pero que éstas basten para explicar la historia humana
excluyendo todos los demás factores, es absurdo” (Gramsci, 1986: 55-56).
lengua ni el pensamiento. Para la filosofía de la praxis el ser no puede ser disociado del pensar, el
hombre de la naturaleza, la actividad de la materia, el sujeto del objeto; si se hace esta disociación se
cae en una de tantas formas de religión o en la abstracción sin sentido” (Gramsci, 1986: 309; cursivas
nuestras)
Por ello buena parte de sus notas referidas a la discusión filosófica las destinará a polemizar
con dos pensadores contemporáneos de gran peso teórico-político: por un lado, Benedetto
Croce (a quien Gramsci llamaba “Papa laico”, por su enorme influjo en Italia) y su
concepción idealista de la realidad y de la historia; por el otro, Nicolai Bujarín y su
rudimentaria idea del marxismo en tanto sistema de pensamiento centrado en el determinismo
económico como único factor explicativo del devenir histórico, el cual será plasmado en su
manual Teoría del materialismo histórico. Manual popular de Sociología marxista 33, al que
Gramsci criticará hondamente en su Cuaderno 11 por alejarse de la dialéctica y reificar la
metodología de la Ciencias Naturales.
“por una nueva concepción que se presente íntimamente fundida con un programa político y una
concepción de la historia que el pueblo reconozca como expresión de sus necesidades vitales . No es
posible -concluirá Gramsci- pensar en la vida y en la difusión de una filosofía que no sea al mismo
tiempo política actual, estrechamente ligada a la actividad preponderante en la vida de las clases
populares, el trabajo, y que no se presente por lo tanto, dentro de ciertos límites, como vinculada
necesariamente a la ciencia” (Gramsci, 1986: 182; cursivas nuestras)
33
Al respecto, puede consultarse la edición en castellano de este libro: Bujarín, Nicolai (1971) Teoría del
materialismo histórico, Cuadernos de Pasado y Presente 31, Córdoba.
Es interesante destacar que Gramsci apela al conocido Prólogo de 1859, escrito por Marx para
su libro Contribución a la Crítica de la Economía Política, aunque -a contrapelo de las
lecturas predominantes, que tienden a interpretarlo esquemáticamente- con el propósito de
reforzar su perspectiva de la sociedad en tanto totalidad. En efecto, su original categoría de
“bloque histórico” implica concebir a la sociedad de manera tal que “contenido económico
social y forma ético política se identifican concretamente en la reconstrucción de los períodos
históricos” (Gramsci, 1986: 137). Lo cual supone tomar distancia de aquellas interpretaciones
que han intentado parangonar el Prólogo con un discurso determinista que se asimila al de las
ciencias naturales, ya que
“la referencia a las ciencias en el materialismo histórico y el hablar de “anatomía” de la sociedad era
sólo una metáfora y un impulso de profundizar las investigaciones metodológicas y filosóficas. En la
historia de los hombres, que no tiene la misión de clasificar de manera naturalista los hechos, el ‘color
de la piel’ hace ‘bloque’ con la estructura anatómica y con todas las funciones fisiológicas; no se puede
pensar un individuo ‘desollado’ como el verdadero individuo, pero tampoco el individuo ‘deshuesado’
y sin esqueleto” (Gramsci, 1999: 137)34
34
En un Cuaderno posterior, retomará esta lectura de la metáfora de Marx, para afirmar irónicamente que “en el
cuerpo humano ciertamente no puede decirse que la piel (e incluso el tipo de belleza física históricamente
prevaleciente) sean simples ilusiones y que el esqueleto y la anatomía sean la única realidad, sin embargo
durante mucho tiempo se dijo algo parecido. Dando valor a la anatomía y a la función del esqueleto nadie ha
querido afirmar que el hombre (y mucho menos la mujer) puedan vivir sin ella. Continuando con la metáfora, se
puede decir que no es el esqueleto (en sentido estricto) lo que nos hacer enamorarnos de una mujer, pero que no
obstante se comprende hasta qué punto el esqueleto contribuye a la gracia de los movimientos” (Gramsci, 1999:
202).
Prefiguración y estructura: las “bases materiales” de la sociedad futura
Hecha estas aclaraciones, cabe entonces afirmar que, de acuerdo a Gramsci, toda “polìtica
prefigurativa” debe tener en cuenta ambas dimensiones de la sociedad, al momento de
proponer una estrategia revolucionaria de superación del capitalismo en cuanto sistema
integral. De ahí que no resulte casual que su conocida nota titulada “Análisis de las
situaciones: relaciones de fuerza”, comience planteando la necesidad de auscultar la realidad
material, en pos de descubrir en ella los núcleos que, en potencia y de forma contradictoria,
esbozan “elementos” de la sociedad futura:
“Es el problema de las relaciones entre estructura y superestructura el que hay que plantear
exactamente y resolver para llegar a un justo análisis de las fuerzas que operan en la historia de un
determinado período y determinar su relación. Hay que moverse en el ámbito de dos principios: 1) el
de que ninguna sociedad se impone tareas para cuya solución no existan ya las condiciones
necesarias y suficientes o que éstas no estén al menos en vías de aparición y desarrollo ; 2) y el de que
ninguna sociedad se disuelve y puede ser sustituida si primero no ha desarrollado todas las formas de
vida que están implícitas en sus relaciones” (Gramsci, 1999: 32; cursivas nuestras)
Luego de ratificar estos dos apotegmas de Marx, aclara que en el estudio de toda estructura es
fundamental distinguir “los movimientos orgánicos (relativamente permanentes) de los
movimientos que se pueden llamar de coyuntura (y se presentan como ocasionales,
inmediatos, casi accidentales)” (Gramsci, 1999: 33). Son los primeros, dirá Gramsci, los que
nos permiten aseverar que existen las “condiciones materiales” que hacen posible una crisis
profunda (que jamás equivale a un derrumbe automático, ni a catástrofes terminales), vale
decir, que en la estructura
“se han revelado (han llegado a su madurez) contradicciones incurables y que las fuerzas políticas
operantes positivamente para la conservación y defensa de la estructura misma se esfuerzan todavía
por sanar dentro de ciertos límites y por superarse” (Gramsci, 1999: 33; cursivas nuestras)
Podemos por lo tanto concluir afirmando que en Gramsci existe una dimensión ineludible de
la estrategia prefigurativa, que reenvía al plano estructural de la sociedad, en el seno del cual
germinan las “condiciones necesarias y suficientes” para su superación. Estos embriones
anticipatorios resultan, al decir de Gramsci, independientes de la voluntad de los hombres, y
se basan en el “grado de desarrollo de las fuerzas materiales de producción”. En última
instancia, concluirá,
“Este planteamiento fundamental permite estudiar si en la sociedad existen las condiciones necesarias
y suficientes para su transformación, es decir, permite controlar el grado de realismo y de
practicabilidad de las diversas ideologías que han nacido en su mismo terreno, en el terreno de las
contradicciones que aquélla ha generado durante su desarrollo” (Gramsci, 1999: 36; cursivas
nuestras)
De ahí que las reflexiones e hipótesis elaboradas por Gramsci en sus Cuadernos de la Cárcel
no pueden sustraerse de un tercer momento histórico que signa su militancia política: la
derrota sufrida a manos de las fuerzas fascistas en territorio italiano, y el creciente
predominio de una estrategia nuevamente sectaria en las filas del comunismo europeo,
encarnada en el stalinismo, y que tendrá durante la década del treinta resultados
profundamente negativos en el seno de los sectores populares. Sus apuntes de prisión,
entonces, podrían leerse como una contundente y original respuesta teórico-política a estos
flagelos, los cuales ponen en evidencia que tras la crisis de entre-guerra no estamos en
presencia de una mera época de cambios, sino ante un radical e inédito cambio de época, que
Gramsci intenta interpretar y -a no olvidarlo- especialmente transformar, más allá de verse
imposibilitado a actuar físicamente producto de su forzado encierro.
Luego de reseñar las principales características que permiten leer en clave crítica a los
Cuadernos, intentaremos profundizar en ciertas nociones desarrolladas por Antonio Gramsci
durante su período de encierro, que brindan pistas para (re)pensar la práctica política desde
esta perspectiva prefigurativa. En esta clave, confrontaremos las ideas desarrolladas por
Gramsci con los fenómenos políticos de la propia época que condicionaron y/o influyeron en
la reflexión gramsciana, de manera tal que podamos distinguir entre aquellos planteos que
remiten a una particular coyuntura histórica, y los que consideramos pueden ser útiles para
contribuir a la elaboración de la noción de “política prefigurativa” como concepto clave para
reinterpretar su obra.
En este sentido aventurábamos que sus dispersas notas debían ser leídas como una respuesta
contundente e innovadora a las diferentes corrientes deterministas y vulgares de la época, que
reducían al marxismo a un dogma anquilosado cuyo núcleo central radicaba en la primacía
total de lo económico sobre el resto de las esferas sociales. La visión catastrofista de la crisis
del ’30 que tenían sus camaradas, al establecer una relación inmediata entre colapso
económico y político, omitía según él la complejidad que habían adquirido los Estados
modernos, tornando caduca la estrategia revolucionaria que reducía el cambio social a una
abrupta “toma del poder” por parte de una tan reducida como decidida vanguardia
“iluminada”, de “pocos pero buenos”, como solía postular Amadeo Bordiga.
Desde esta perspectiva, el punto de partida de Gramsci en su análisis del Estado y la dominación
es muy distinto al del pensador alemán Max Weber. Sin embargo, como ha señalado Thwaites
Rey, ambos se refieren al mismo problema de la construcción del poder. Porque a Gramsci
también le preocupa desentrañar la naturaleza de la relación de dominación que escinde a
gobernantes y gobernados. Pero el turinés, a diferencia del autor de Economía y Sociedad, no se
contenta con encontrar los mecanismos formales que hacen de una relación de poder, de un
ejercicio de la fuerza, una dominación aceptada o legítima. Lo que le interesa ante todo es “saber
cómo, a través de qué mecanismos, la dominación se convierte en hegemonía, es decir, incluye la
aceptación del dominado, deviniendo en consenso activo” (Thwaites Rey, 2008: 176).
Tal como han hecho notar diversos autores, aquí radica la diferencia principal con respecto a
Marx y Engels: si ellos definían a la sociedad civil como aquel conjunto de relaciones socio-
económicas que conforma la base material o infraestructura, Gramsci la ubicará en el ámbito
superestructural, siendo además la esfera en la cual se difunde -a través de un serie de
instituciones y mecanismos de transmisión ideológico cultural- una determinada concepción
del mundo que, en última instancia, contribuye a la reproducción del sistema de dominación.
En efecto, Marx y Engels expresan en La ideología alemana que “la sociedad civil es el
verdadero hogar y escenario de toda la historia” y su anatomía hay que buscarla en la
economía política (Marx y Engels, 1975: 132). La noción alude, por lo tanto, a la producción
e intercambio material de los hombres en una determinada fase de desarrollo de las fuerzas
productivas. Para Gramsci, por el contrario, la sociedad civil no forma parte de la
infraestructura, sino que se ubica en la superestructura, como mediación entre la base
económico-social y el Estado en “sentido estricto” (aparato burocrático-represivo). Estaría
conformada, por tanto, por los organismos e instituciones responsables de la elaboración y/o
difusión de la hegemonía cultural y política de un grupo social fundamental, sobre el conjunto
de la sociedad, ligando de forma subordinada a sus diversos miembros a la clase dominante. A
su vez, la sociedad política (momento coercitivo del Estado), garantizaría de acuerdo a él,
legalmente la disciplina de aquellos que no consienten ni activa ni pasivamente con dicha
dirección.
35
Para un análisis detallado de la metáfora maquiavélica del Centauro y sus derivaciones en el pensamiento de
Antonio Gramsci, reenviamos al artículo de Eduardo Grüner “La astucia del zorro y la fuerza del león”, en
Borón, Atilio (comp.) La filosofía política clásica. De la antigüedad al Renacimiento, CLACSO, 2003, Buenos
Aires.
Por ello, más allá de su carácter inherentemente represivo, el Estado también está constituido
por “el conjunto de actividades prácticas y teóricas con las que la clase dirigente justifica y
perpetúa su dominación y además logra obtener el consenso activo de los gobernados”, tal
como postula en una de sus conocidas notas (Gramsci, 1999: 186). Y es que según detalla en
otra de ellas -apelando una vez más a las metáforas bélicas- en los Estados más avanzados
“la ‘sociedad civil’ se ha vuelto una estructura muy compleja y resistente a las ‘irrupciones’
catastróficas del elemento económico inmediato (crisis, depresiones, etcétera); las superestructuras de
la sociedad civil son como el sistema de trincheras en la guerra moderna” (Gramsci, 1999: 62)
Desde esta óptica, la clase capitalista consigue ser a la vez dominante y hegemónica,
estructurando su primacía a partir de una contradictoria y desigual articulación entre el
ejercicio de violencia física y la persuasión activa de los sectores subalternos. No obstante,
como analizaremos a continuación, esta dinámica dista de ser un hecho consumado. Antes
bien, las formas y modalidades de desarticular este liderazgo de la burguesía sobre el conjunto
de la sociedad, es otro de los ejes sustanciales que signa la escritura autocrítica de Gramsci.
A la hora de analizar las mencionadas transformaciones sufridas por los Estados capitalistas,
en sus apuntes carcelarios Antonio Gramsci se encarga de distinguir entre el período histórico
en el cual no existían todavía “los grandes partidos políticos de masas y los grandes sindicatos
económicos y la sociedad es encontraba todavía, por así decir, en estado de fluidez en muchos
aspectos con un aparato estatal relativamente poco desarrollado”, y la etapa posterior a 1870,
en la cual “las relaciones organizativas internas e internacionales del Estado se hicieron más
complejas y macizas” (Gramsci, 1999: 22). En este último caso, la sociedad civil se convierte
en una estructura resistente a las “irrupciones” catastróficas del elemento económico,
constituyendo una especie de robusta trinchera que, como vimos, resguarda a la institución
propiamente represiva.
Esta es, en palabras de Gramsci, “la cuestión de teoría política más importante que ha
planteado el período de posguerra, y la más difícil de resolver”. La metáfora militar remite a
distintos tipos de estrategias revolucionarias: la guerra de maniobras y la de posiciones. En el
primer caso, el objetivo es “asaltar” de manera imprevista y abrupta el aparato militar del
Estado, mientras que en el segundo, se trata de asediar, de manera lenta pero constante, cada
una de las trincheras que constituyen a la sociedad civil, construyendo una contra-hegemonía
opuesta a la de la clase dominante. Gramsci concluye con una sugestiva propuesta
interpretativa y de acción política:
Según Gramsci, la guerra de maniobras era y es aún factible en Oriente. Con esta metáfora
alude sin duda a Rusia y al resto de las formaciones económico-sociales “atrasadas”, aunque
es importante aclarar que aquel significante no remite a un lugar físico delimitado, sino a una
determinada configuración de los bloques históricos nacionales, donde la sociedad política
(vale decir, el aparato estrictamente coercitivo del Estado) tiende en buena medida a solventar
el orden social existente, resultando la sociedad civil “primitiva y gelatinosa”. De manera
análoga, al hablar de Occidente no se refiere a espacios geográficos, sino a sociedades cuyos
Estados se habían complejizado enormemente: ya no se acotaba su papel al de “guardián
nocturno”, sino que en este tipo de regiones lo estatal era ante todo una combinación
constante de dominación y consenso. De esta forma, si la primera (monopolio de la coerción)
continúa siendo el límite último que garantiza la perpetuación de la opresión de clase, el
segundo (construcción de consenso) se gesta al interior de las organizaciones formalmente
privadas, que difunden todo un sistema de valores, creencias y actitudes, con el objeto de
lograr una incorporación subordinada, mediante una aceptación activa, de las clases populares
al orden social establecido.
Podría pensarse que al hablar de hegemonía, Gramsci reduce la dominación social y política a
la elaboración y difusión por parte de la burguesía de una concepción del mundo opuesta de
cuajo a la de los sectores subalternos. Sin embargo, podemos expresar que este proceso, en
palabras del propio Gramsci,
“presupone indudablemente que se tenga en cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre
los cuales se ejercerá la hegemonía, que se forme un cierto equilibrio de compromiso, es decir, que el
grupo dirigente haga sacrificios de orden económico-corporativo; pero también es indudable que estos
sacrificios y este compromiso no pueden referirse a lo esencial, porque si la hegemonía es ético-
política no puede dejar de ser también económica, no puede dejar de tener su fundamento en la
función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo decisivo de la actividad económica”
(Gramsci, 1999: 138).
En este sentido, para que los intereses particulares de la clase dominante puedan confundirse
con el interés general -y el Estado se presente, por consiguiente, como un organismo “del
pueblo”- es preciso que la burguesía fomente, en el seno de la estructura económica, el
desarrollo de la fuerzas productivas y la elevación (por cierto parcial y mediatizada) del nivel
de vida de las masas populares. Asegurar la “incorporación” de los estratos subalternos, más
allá del plano simbólico o de las ideas, implica dos procesos convergentes: por un lado, la
asunción de un cúmulo de demandas de los sectores dominados, como propias, por parte del
Estado. Por el otro, generar el consenso en éstos últimos de que la clase capitalista es la más
idónea para garantizar el desarrollo de la sociedad.
Ahora bien, decíamos al comienzo que el interés de Gramsci no es meramente teórico, sino
que se encuentra anclado en la necesidad de modificar una correlación de fuerzas adversa.
Dotar de una matriz de intelección a los sectores subalternos, que pueda dar cuenta tanto de
las transformaciones sustanciales producidas en las sociedades capitalistas occidentales, como
de las nuevas formas de organización y construcción política que resultan pertinentes en esta
nueva coyuntura histórica (sintetizadas en la metáfora de la “guerra de posiciones”), es una de
las tareas prioritarias de Gramsci en sus años de encierro. Y si bien jamás utiliza la noción de
“contra-hegemonía” (serán sus intérpretes quienes la difundan), consideramos que es un
potente significante político para caracterizar a la estrategia, prefigurativa y de largo aliento,
acorde a este cambio de época que se termina de definir durante la década del ’30.
Por lo tanto, podemos concluir que lo que Gramsci nos propone es un necesario ejercicio de
“des-universalización” de la experiencia bolchevique en Rusia. Y como ha señalado
certeramente Coutinho, su concepción innovadora del Estado implica también una nueva
teoría de la revolución, que hace foco en el carácter procesual y molecular de la transición al
socialismo en las sociedades occidentales. Nuevamente está presente una definición de la
revolución como proceso simultáneamente dual: rechazo del orden social dominante,
impugnación de la hegemonía ideológico-cultural burguesa, y creación de una nueva
concepción del mundo, así como de instancias de progresivo autogobierno popular. Porque
“no puede haber destrucción, negación, sin una implícita construcción, afirmación, y no en
sentido ‘metafísico’, sino prácticamente, o se políticamente” (Gramsci, 1999: 15). Este
carácter bifacético de la estrategia prefigurativa es sintetizado por Gramsci en los siguientes
términos:
“No es verdad que ‘destruya’ todo el que quiere destruir. Destruir es muy difícil, exactamente tan
difícil como crear. Puesto que no se trata de destruir cosas materiales, se trata de destruir ‘relaciones’
invisibles, impalpables, aunque se oculten en las cosas materiales. Es destructor-creador quien
destruye lo viejo para sacar a la luz, para hacer aflorar lo nuevo que se ha hecho ‘necesario’ y urge
implacablemente para el devenir de la historia. Por eso puede decirse que se destruye en cuanto se
crea. Muchos supuestos destructores no son más que ‘procuradores de abortos fallidos’, merecedores
del código penal de la historia (Gramsci, 1984: 32; cursivas nuestras)
En efecto, se trata de desarticular los antiguos valores, normas y relaciones que estructuran y
sostienen el orden social en todas sus dimensiones, tanto como de gestar otros alternativos
que sirvan de base y prefiguren el horizonte emancipatorio por el que se lucha 36. Esta batalla
que es al mismo tiempo ideológica y política, debe preceder al momento más estrictamente
“militar” de asalto al poder (entendido éste en su faceta restringida, como conjunto de
aparatos burocrático-represivos). Por ello para Gramsci la clase trabajadora debe poder ser
dirigente antes de lograr ser dominante. Esta capacidad de dirección remite en esencia a la
conformación de un proyecto civilizatorio de nuevo tipo, que en palabras de Carl Boggs
arraigue de forma concreta en la cotidianeidad de los sectores populares:
“Gramsci insistió en que sería preciso construir ‘formas nuevas de vida para el estado’, capaces de
transformar orgánicamente las relaciones sociales y de la autoridad como parte de la ‘guerra
posicional’, más bien que producir otro ‘gobierno de funcionarios’. La aparición de semejantes
instituciones populares disminuiría el peligro de que, bajo una nueva bandera política, se reprodujeran
las ideologías hegemónicas y las antiguas relaciones sociales, en la medida en que dichas instituciones
pudiera, o al menos anticipar, los principios socialistas de la ‘sociedad colectiva’ futura” (Boggs, 1985:
78)
36
“Se debe hablar de lucha por una nueva cultura, o sea por una nueva vida moral, que no puede dejar de estar
íntimamente ligada a una nueva intuición de la vida, hasta que ésta se convierta en un nuevo modo de sentir y de
ver la realidad” (Gramsci, 2000: 105).
La relectura de Maquiavelo: el Príncipe Moderno y el problema de la articulación de las
clases subalternas
Otra dimensión fundamental de aquella lucha prefigurativa es sin duda la organizativa. Para
intentar responder a este desafío, en sus Notas sobre Maquiavelo Gramsci recuperará la figura
intelectual y política de Nicolás Maquiavelo (1467-1529), como un pensador clásico que logra
amalgamar teoría y práctica transformadora, esto es, análisis riguroso de la realidad y
proposición apasionada de cómo trascenderla. De ahí que -curiosamente- sea considerado por
él como el verdadero padre de la filosofía de la praxis. Es que para Gramsci El Principe
(escrito por Maquiavelo en 1513) no constituía un frío tratado escolástico, sino un “libro
viviente” que fusionaba originalmente sentir y saber, pasión febril y reflexión crítica, ciencia
y política, mito movilizador y conceptualización. Por las paradojas de la historia, Maquiavelo
terminó siendo leído en una clave contraria: como el fundador de la “ciencia política”
descontaminada, que rompe definitivamente con el “deber ser” y se restringe a teorizar sólo lo
que acontece en la realidad.
Por eso a Gramsci le parece fundamental no omitir su faceta militante y crítica, su crudo
realismo que permitía caracterizar a la política como una relación de dominio fundada tanto
en la violencia como en la astucia (apelando a la conocida metáfora del león y el zorro).
Porque la obra de Maquiavelo, a contrapelo de las erróneas lecturas de su época, no constituía
un inmoral recetario de consejos para Príncipes gobernantes, sino un discurso crítico con
respecto a estas prácticas. Irónicamente, se podría afirmar que Maquiavelo es “anti-
maquiavélico”: da a conocer los artilugios y secretos de cómo dominan y construyen su poder
los sectores gobernantes. Entonces la pregunta que cabe hacer es ¿para quién escribe
Maquiavelo? Gramsci responderá que le habla y escribe a los que “no saben”, es decir, al
pueblo emergente en aquella coyuntura histórica tan particular. Su propósito último era lograr
la unidad territorial y política de su país, a través de la formación de un Estado secular
moderno, que discipline tanto a los nobles feudales como a la Iglesia, conformando en
paralelo un ejército no mercenario y de tipo nacional. Y la figura que debía realizar tamaña
tarea (unificar a un pueblo disperso y pulverizado) se encarnaba en el “Príncipe”.
Ahora bien, Gramsci postula que más allá de los siglos transcurridos, el dotar de cohesión
nacional a los sectores populares constituía una tarea aún pendiente, sobre todo a modo de
balance autocrítico respectos de los sucesos del “bienio rojo”. Sin embargo, dirá, esta labor ya
no puede realizarla una persona o individuo (el Príncipe), sino que debía ser encarada por una
organización colectiva. Y en el contexto contemporáneo en el que él escribe, y desde la
perspectiva emancipatoria a la que adscribe, los grupos subalternos a los que se debía unificar
eran fundamentalmente la clase obrera del norte de Italia, y los campesinos del mezzogiorno.
Así pues, el rol prioritario de este Príncipe Moderno (que según Gramsci podía encarnar en el
partido político, aunque también en ciertas ocasiones en un periódico u otra instancia
organizativa similar) era romper el aislamiento en el que se encontraban sumidos los sectores
populares a lo largo y ancho de Italia, dotándolos de cohesión y fortaleza ideológica y
política. Y dentro de él, los “intelectuales orgánicos” están llamados a cumplir una función
importantísima, articulando sus conocimientos teóricos (en tanto especialistas) con su
capacidad organizativa (de dirección política y cultural). Pero este tipo de intelectual debe
poder combinar dialécticamente este saber con el sentir popular, de manera tal que se vaya
prefigurando una nueva concepción del mundo, opuesta a la dominante. En última instancia,
para Gramsci de lo que se trata es de articular la sana espontaneidad de las masas, con la
dirección consciente que aporta esta intelectualidad crítica, que desde ya no opera como un
agente “externo” a los sectores en lucha, sino en tanto núcleo inmanente y de avanzada que
contribuye a dotar de mayor coherencia y organicidad a los diversos grupos que pugnan por
trascender el orden social capitalista.
Decíamos en un párrafo anterior que Gramsci resignifica la concepción tradicional del poder.
Este deja de ser concebido como una mera propiedad o “cosa” a asaltar, y pasa a ser analizado
en los términos de una correlación de fuerzas, dinámica y en constante metamorfosis, que
debe modificarse en todos los planos de la vida social a partir de una compleja disputa
prefigurativa, que él caracteriza como “intelectual y moral”, y que se dirime a diario en cada
una de las “trincheras” que conforman la sociedad civil. En este sentido, su conocida nota
carcelaria titulada “Análisis de situación. Relaciones de fuerza”, puede ser leída como una
puerta de entrada a su original conceptualización del poder.
Hecha esta aclaración, consideramos que la propuesta de lectura crítica de la obra gramsciana
que formula el intelectual italo-mexicano Massimo Modonesi en su libro Subalternidad,
antagonismo, autonomía, brinda algunos elementos teóricos interesantes para (re)pensar la
construcción política contra-hegemónica esbozada por Gramsci en sus Cuadernos. A modo de
síntesis, podemos afirmar que ella requiere pensar en una tríada conceptual en tensión y
complementariedad permanente: subalternidad, antagonismo y autonomía. Estas categorías no
son escalas “puras” de un camino prefijado hacia la plena emancipación humana, sino
dimensiones agregadas y contradictorias de la lucha colectiva por constituir nuevas relaciones
sociales y fundar un nuevo bloque histórico, que constituya una alternativa civilizatoria
respecto del orden social dominante (Modonesi, 2010).
Ahora bien, ¿cómo se entronca esta lectura con la noción de política prefigurativa?
Entendemos que el contradictorio derrotero que va de la relación de dominio (condición de
subalternidad) a la plena emancipación (autonomía integral) debe tener como acicate
constante la construcción, desde el inicio mismo del proceso de construcción contra-
hegemónica, de formas de vinculación y ejercicio de la participación que prefiguren el
horizonte comunista anhelado. Desde esta perspectiva, el fin debería estar, al menos
tendencialmente, contenido en los medios mismos. O mejor aún: los medios no serían
concebidos como meros medios instrumentalizables, sino que -como hemos detallado en los
Capítulos referidos al joven Gramsci- contendrían en su seno, en potencia, los objetivos
perseguidos. En última instancia, la pregunta clave que se formuló Gramsci durante su
forzado encierro cobra centralidad en esta propuesta innovadora: “¿Se quiere que existan
siempre gobernantes y gobernados o se quieren crear las condiciones en que desaparezca la
necesidad de la existencia de esta división?” (Gramsci, 1999: 175).
38
A modo de síntesis, podemos recordar que por bloque histórico Antonio Gramsci entiende: 1. La dialéctica
articulación entre la estructura socio-económica y la superestructura política, ideológica y cultural, que se logra a
través de una capa social diferenciada como son los intelectuales; 2. La alianza de un conjunto de grupos
sociales, bajo la hegemonía de una clase fundamental, cuyo objetivo es perpetuar, o bien revolucionar, una
determinada organización de la sociedad.