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.

1988

Va.

Á7
EL CRISTO INVISIBLE
JOSE M. PONCE DE LEON, S. J.

EL CRISTO INVISIBLE
DE

RICARDO ROJAS
Tó cpóog év Tf\ (r/,oxía cpaívei,
xai 1] oxoTÍa avxb ov KOiéXa^ev.
La luz se manifiesta ai las tinieblas,
y las tinieblas tw pudieron envolverla.
Ev. San Juan, 1, 5.

SEGUNDA EDICION

DISPUESTA CON LOS ARTICULOS DE «ESTUDIOS»

BUENOS AIR s SEP 7 1S38

EDITORIAL SKl^.Q ^cíV.

ALSINA, 840
1928
•mUOTFCA AMERICANA
ENRIQUE TQMASICK
Nihil obstat

Herm. Joseph Rinsche, S. j.


Censor.

Imprimí potest
Bueno3 Aires, 27 de febrero de 1928
Raimundus IvLOBEROLA, s. j.
Praep. Prov. Argent.-Chil.

Imprimatur
Buenos Aires, 7 martii 1928

Dr. Antonio Rocca,


Vic. Gen.

Imprenta de Amorrortu, Ayacucho, 774


I

POR VIA DE INTRODUCCION

1. Idea general de la obra.

Doy comienzo a una tarea muy enojosa, la de juzgar,


bajo el aspecto meramente teológico, «El Cristo Invisi-
ble», obra de Ricardo Rojas. Siempre me fué ingrato
el juzgar obras ajenas, y mucho más cuando hay que

poner reparo e impugnar las ideas del autor. Añádase


ahora que la obra presente no puede manejarse sin repug-
nancia e indignación por toda persona que no haya rene-
gado de la fe en Cristo. Tendré, no obstante ante los ojos,
la norma de Marcial : Parcere personis, dicere de vitiis.

«El Cristo Invisible» es una obra de doctrina y de ten-


dencias teosóficas, en cuya trama de negaciones dog-
máticas y de afirmaciones erróneas, se van engarzando
las objecciones que el deísmo, el racionalismo modernis-
ta y la neocrítica han acumulado contra la persona de
Jesucristo, contra sus obras y su doctrina y contra su
reino visible, la Iglesia católica. Ultrajes afrentosos al
divino Maestro se van esparciendo acá y allá, como quien
refiere sentencias ajenas sin hacerse solidario de ellas,
o por alarde de erudición.
Muchas cosas se afirman en este libro, pero sin prue-
bas ; y el fruto que cosechará, no será por cierto el per-
suadir las ideas del autor a ninguna persona sensata y
reflexiva, pero sí el suscitar la duda religiosa en las

— —5
personas menos cultas, acrecentar en el vulgo la indife-
rencia para con toda religión positiva, y extenuar en las
conciencias débiles y en los corazones maleados, el amor,
la reverencia y estima a Nuestro Señor Jesucristo.
Difícil es asir con exactitud las ideas del señor Rojas,
no por su profundidad, ni por la mayor libertad de ex-
posición que admite la forma dialogada, sino porque pue-
de hacerse extensivo a mayor parte del libro y a sus
la

lectores, lo que en un lugar dice


el Huésped a su inter-

locutor: «Hay entre nosotros un equívoco que impide


entendernos del todo, o mejor dicho, que os impide en-
tenderme.» Impídenlo la forma ambigua y fragmentaria

y paradójica en que expone sus ideas anticristianas y el


uso de voces corrientes en un sentido diverso y, a veces,
contrario al que se les atribuye comúnmente.
Si ciertamente el señor Rojas, en alguna ocasión, fué
huésped del señor obispo que interviene en estos diálo-
gos, muy mal le paga ahora aquella hospitalidad, po-
niendo en su boca —cuando aquél no puede volver por
síy por su fe —
explicaciones dogmáticas tan disparata-
das y heréticas; haciéndole callar o asentir cuando de-
biera protestar, manejándole como un muñeco de resor-
tes. Sería de desear que quien haya conocido ese buen
obispo escribiera en su defensa. ¿Acaso no hay que de-
fender el honor de los muertos? Tanto más que sería
defensa también del honor de la religión.

2. División y principales cuestiones dogmáticas de


cada parte.

El libro consta de tres diálogos que tienen lugar en-


tre el Huésped (Ricardo Rojas) y Monseñor (un
obispo de provincia). El primero versa sobre la efigie

—6—
!

de Cristo. En él sostiene el autor que «no ha existido


comprobada por la historia o consagrada por la religión

una figura corporal de Jesús, auténtica, inmutable, ca-

nónica ;
pero si una figura cambiante, libre como la vida
del Espíritu, que Jesús encarnó, pasajeramente, en su
cuerpo de carne.»
Prescindamos por ahora del concepto herético acerca
de la Encarnación, insinuado al final. Del valor arbi-
trario que el autor atribuye a la falta de un retrato au-
téntico de Cristo deduce dos consecuencias falsísimas:
1) la fe en la existencia de Cristo, como personaje his-

tórico, carece de fundamento; 2) el Cristo de la fe, el

de los Evangelios, es un mito. Su figura corporal sim-


boliza al hombre con los brazos extendidos para el sa-
crificio del amor. Tanta importancia da Rojas a la falta
de un retrato auténtico del cuerpo de Cristo, que al dar-
se cuenta de ella, ha naufragado en la fe

Trata el segundo diálogo acerca de la palabra de Cris-


to, de su imagen espiritual, como ella resulta de su doc-
trina. (Entiéndase bien, de su doctrina interpretada por
Rojas!) Es otro símbolo, el Maestro del Hombre; y sig-

nifica la conciencia elevada a maestro invisible, y guía del


hombre carnal. Toda la doctrina de Cristo la reduce el

autor, al simple precepto del amor mutuo. Para llegar


a esta reducción homeopática de la doctrina evangélica,
después de suscitar varias dudas sobre la autenticidad de
los Evangelios, los mutila a su capricho para que no que-
de más que el texto «del Buen Mensaje» (así, con ma-
yúscula, para autorizar la exégesis). Todo lo demás que
se contiene en los libros sagrados, no pertenece al Cris-
to Invisible. En este mismo diálogo niégase el valor de
los milagros como argumento apologético, recházanse las
profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, y se pone
en tela de juicio que Cristo hubiera afirmado que El era
el Mesías.
El tercer diálogo se ocupa en darnos a conocer el es-

píritu de Cristo, la misión espiritual del Mesías conside-


rado como Salvador de todo el género humano. Esta
misión se reduce a inculcarnos la cultura espiritual, a
despertar en el alma el ideal de perfección humana que
se realiza por el amor, la justicia y el trabajo. Aquí toca
la peor parte al culto externo y a la Iglesia como insti-

tución social, religión viviente de Cristo, arca única de


salvación.
Las cuestiones indicadas son las que principalmente
vamos a tratar en el análisis de cada diálogo. Es impo-
sible deshacer directamente todas las afirmaciones hete-
rodoxas que se contienen en esta obra, porque van sem-
brándose a granel ;
pero tampoco es esto necesario, por-
que, como hemos insinuado, no se aducen pruebas cien-
tíficas de esas afirmaciones.

3. Concepto absurdo de los principales dogmas.

Antes de comenzar el análisis dicho, paréceme opor-


tuno justificar el juicio de conjunto, dado al comenzar;
para lo cual bastará poner de relieve lo que el autor pien-
sa acerca de los dogmas más fundamentales del Catoli-
cismo, y el fin a que ordena su libro. Esto además nos
servirá de guía para recorrer el dédalo de estos diálogos.
a) Trinidad. — Rechazar o pervertir el concepto de
este dogma, es arruinar por su base el edificio de la re-

ligión cristiana. Pues para explicar un cuadro de la Tri-

nidad, en el que tres personajes de idéntica figura coro-


nan a la Santísima Virgen, se pone en boca de Monseñor

—8—
! :

esta declaración: «Dios Padre es Cristo en El; Dios


Hijo, Cristo por El; Dios Espíritu Santo, Cristo con
El ... » Y más adelante : «El Mesías fué el Padre ma-
nifestado en el Hijo ... El Padre y el Espíritu son lo
Inefable en sí; aunque Cristo es Aquello manifestado
en Jesús ...»
«¿Entiendes, Fahio, lo que voy diciendo?-»
Si esta jerga tiene por finalidad poner en ridículo el
misterio de la Santísima Trinidad (y tal vez por eso se
pone en labios de un obispo), lógralo a maravilla; si algo
significa, es la negación del misterio, la negación de la
distinción real entre las divinas personas ;
negación muy
natural en un partidario del panteísmo teosófico.
En otro lugar distingue en los Evangelios tres zonas
o esferas espirituales, y añade : «La primera zona corres-
ponde al Padre, que es el Creador en su poder infinito
el Tiempo; la segunda, al Hijo, que es la creación en
su aspecto más elevado: el Hombre; la tercera, al Es-
píritu, que se vislumbra en la razón humana, capaz del
conocimiento y de la perfección divina.» Esto ya no ne-
cesita comentarios, es la negación misma de la divinidad,

la divinización del hombre !

El dogma católico propone a nuestra fe la existencia

real de Dios-Uno, porque una es su esencia, entidad ac-


tualísima y plenitud del ser; —Trino, porque esa esen-
cia una subsiste en tres personas realmente distintas en-

tre sí : Padre, Hijo y Espíritu Santo. Misterio inefable,


incomprensible, que excede la capacidad de toda mente
creada ;
pero que no pugna con los principios racionales
de eterna verdad. El Unigénito del Padre, hecho hombre
por haber unido a su persona divina la naturaleza hu-
mana, en el seno purísimo de la Virgen María, nos re-
— — 9
veló la existencia de esas realidades divinas. Sabemos lo
que significan, aunque no alcanzamos la razón intrínseca
de lo que significan ;
pero creemos que son verdad, por-
que la Sabiduría eterna que no puede errar, nos da tes-
timonio de su verdad.
b) Jesucristo. — Siendo Dios y hombre verdadero,
no puede comprendérsele si se rechaza la divinidad. De
aquí proviene el que los racionalistas, que nada aborrecen
tanto como la divinidad de Cristo, al describirnos su ima-
gen vacía y mútila, como que cada uno la forja a su ta-
lante, unos borren o atenúen en ella aquellos rasgos que

otros acentúan ; unos presenten como primor y elegancia


en el gesto y en la acción, lo que otros tachan como vul-
garidad y afectaciónunos atribuyan a alteza de miras y
;

a generosidad de corazón en las obras y en las empre-


sas, loque otros achacan a impulsos nerviosos y ambi-
ciosas aspiraciones. Así se ha formado ese nuevo vía
crucis que comenzaron a trazar las plumas de Strauss y
Renán, continuaron lasde Loisy, Harnack y Bousset,
y van ultimando las blasfemas caricaturas de Jülicher,
O. Holtzmann y otros predecesores de Binet Sanglé,
cuyo odio brutal a Cristo les ha arrastrado a negarle las
hermosas prendas intelectuales y morales, que aún hoy
le reconocen las inteligencias cumbres del racionalismo.

A estos ultrarradicales se asocia el señor Rojas con la


fogosidad y audacia de un recién llegado. ¿Quién reco-
noce a Jesucristo tal como en estos diálogos nos lo pre-
senta ? Hace de él un mito, un símbolo y un símbolo ex-
céntricoy repugnante por los elementos mitológicos y
absurdos que en él combina: deja caer sobre su vida
sospechas inicuas y afrentosas (pág. 67) : atribúyele de-
sordenadas pasiones (págs. 166, 167) ; al describir sus
!

imágenes, usa un lenguaje insultante y depresivo: las


blasfemias más atroces las eleva a la dignidad de tesis,
sostenida con aparato cientifico y abundancia de textos
(págs. 219-221).
El doctor Mantegazza incrédulo y epicúreo rematado,
los que tratan de histérica a Santa
moteja de insensatos a
Teresa. Después de haber considerado «la alteza de con-
ceptos, la generosidad de sentimientos, la nobleza de afec-
tos, el sosiegoy gravedad de estilo, el razonar profundo
y concertado», que encierran sus escritos, se maravilla de
que escritorzuelos livianos y burlones la apoden histé-
rica! (Cf. /. Mir. El milagro, tom. III, c. 8.)

Y si a Jesús Nazareno, que pasó su vida haciendo bien,


iniciando con su ejemplo y estimulando con su palabra
ese río de caridad cristiana que ha cubierto la tierra de
instituciones benéficas; si al gran Profeta de Israel,

Maestro del mundo, que enseñó la más profunda y ar-


moniosa doctrina acerca de Dios y del hombre, sobre la
cual los sabios cuanto más meditan más ricos veneros
descubren de verdades sublimes; si a Jesús, Redentor
del linaje humano, que por medio de su Iglesia, sobre las

ruinas de la idolatría, de la esclavitud y del vicio hace


surgir el reino de Dios, que es reino de verdad y de sa-
biduría, de santidad y de gracia, de justicia y de paz, a
cuyo influjo se ha desarrollado la más grande y gloriosa
civilización que registran los anales del mundo ; si a este
Jesús lo apoda demente un desgraciado neurópata, ¿qué
dirá el mundo sensato? Pues dirá que Cristo es verda-
deramente de Dios y la sabiduría de Dios, y
la virtud

que Binet Sanglé es un blasfemo rezagado al repetir las


blasfemias que de tiempo en tiempo resuenan allende el

Rin desde los días del infeliz Reimarus.


Estos cristófobos de última hora deben tener muy
menguada opinión de la cultura del público a quien des-
tinan sus libros. Como si hoy ya no hubiera sabios en
todos los ramos del humano saber, que adoran a Cristo
como a Dios y Redentor del mundo, después de estudios
profundos acerca de la revelación cristiana! Como si en
esa misma Francia, adonde tantos van a beber impieda-
des y manidos errores, no fueran legión los hombres de
valer, de vasta erudición y sólida ciencia que lidian por
la fe de Cristo! ¿Quién, si no, mantiene allí los fueros

de Cristo y de la Iglesia católica, a pesar del sectarismo


oficialque tanto envalentona los odios sectarios? Hom-
bres como Fillión, Lagrange, Lepin, Grandmaison, Ba-
tiffol y cien otros que corren parejas con los mejores
ingenios del campo racionalista, por hablar con modestia.
«El Cristo Invisible» es el Cristo de la Teosofía, no
es el Cristo del Nuevo Testamento, el de la tradición

cristiana, a quien adoramos, en quien esperamos, a quien


amamos, los que tenemos la dicha de creer en él.

Y para que no parezca calumnia lo que afirmamos,


juzgamos necesario anticipar una síntesis de la doctrina
teosófica acerca del Cristianismo. Así también se cono-
cerán las principales fuentes de «El Cristo Invisible».

4. Filiación teosófica de «El Cristo Invisible».

A. — La Teosofía pretende ser la religión de la sabi-


duría, origen y base de todas las religiones; pero pro-
piamente es una amalgama de neoplatonismo y gnosti-
cismo, de cábala y ocultismo, de las doctrinas védicas,
de los delirios de Swedenborg, con algunas doctrinas del
protestantismo y ciertas caricaturas de la doctrina cris-
tiana.

— 12 ^
B. — Rechaza la idea de un Dios personal y extra-
cósmico, y sobre todo el Dios de la teología católica.
Su Dios es el principio universal de donde procede todo
y adonde todo retorna, identificándose la Deidad con la

Naturaleza eterna, increada; deidad que está en cada


átomo del Cosmos, porque Ello es misterioso poder,
fuerza constructora del Universo, no por creación sino
por evolución constante — el eterno Devenir ! ! ! De Dios
procede, por evolución, la materia; por emanación, el

hombre ; el hombre que se endiosa por medio de la unión


con el ser divino, el todo único.
C. — Que Dios sea la inteligencia universal difundida
en todas las cosas, es doctrina común, según la Teosofía,

a las antiguas filosofías o creencias : budismo, brahma-


nismo y primitivo cristianismo.
¿También el Cristianismo? Los teósofos reconocen la

irreductible oposición que existe entre su doctrina y la

del Cristianismo actual; pero sostienen: P que cada


culto religioso o filosófico antiguo comprendía una en-
señanza esotérica (oculta), y un culto exotérico (pú-
blico) 2^ que anteriormente a la condenación del gnos-
;

ticismo, la tradición cristiana era esotérica, idéntica a la


que encerraban las antiguas creencias ; y que aun después
de condenado el gnosticismo, esta tradición esotérica sub-
sistió, con la complicidad secreta de la misma Iglesia.

(Cf. H. P. B., págs. 37-39. Etudes, t. 136, pág. 612.)


D. — Para la Teosofía, todas las religiones son bue-
nas ; en todas existe la verdad, aunque expresada parcial
y distintamente. Por esto quiere armonizar, fundir en
una todas las religiones. Cada religión ha traído un men-
saje especial para la humanidad.
Siempre que la humanidad está a punto de hundirse
!;

en el materialismo y en la degradación moral, un Espíritu


Supremo se encarna en su criatura, escogida para el ob-
jeto y del Mensajero del Altísimo nace un salvador que
;

ayuda a la humanidad a volver al sendero de la verdad


y de la virtud. Krishna, Sakya-muni y Jesús representan
tres encarnaciones del Espíritu Supremo ;
personajes, sin
duda históricos, divinizados por sus respectivos pueblos.

Con los rayos que proyectaron los dos primeros redento-


res, fué dibujándose la figura del místico Jesús; y de
las enseñanzas de aquéllos, tomáronse las del Cristo his-

tórico. Así tenemos que bajo un mismo ropaje de poé-


ticas leyendas, han vivido y alentado tres figuras huma-
nas reales. Las tres religiones que fundaron esos tres
Logos encarnados, se han adulterado con el correr de los
siglos ; la fe cristiana, en especial, ha llegado a nosotros
completamente desfigurada por los clérigos, que se lla-

man a sí mismos cultivadores de la «Viña del Señor».


(H. P. B., págs. 100-102.) Delirios de f ebricientos

Aegri somnia!
E. — A. Besant, una de las pitonisas de la teosofía,
distingue el Cristo histórico, el Cristo mítico y el Cristo
místico ;
pues, según ella, la historia, la leyenda y el mis-
ticismo son los tres hilos de que se teje la narración
evangélica.
El Cristo histórico. Los anales ocultos del pasado
a)
descubrieron a H. P. Blavatsky (en la teosofía siempre
son hembras las que dirigen la danza!) la siguiente su-

perchería. El niño, cuyo nombre judío se trocó en el de

Jesús, nació en Palestina 105 años antes de nuestra era


fué educado en el conocimiento de las Escrituras y dedi-
cado a la vida religiosa y ascética en Jerusalén. A los

diez y nueve años entró en un monasterio esenio situado


en el monte Serbal, donde existía una magnífica biblio-

teca de obras ocultas, y aquí conoció la sabiduría de la


India. Más tarde pasó al Egipto donde fué iniciado como
discípulo de esa sublime Logia de donde salen los funda-
dores de todas las grandes religiones. Jesús no era Dios
al nacer; pero había sonado la hora de que se realizase
una de esas Manifestaciones Divinas que de tiempo en
tiempo vienen en auxilio de la humanidad, para dar nue-
vo impulso a la evolución espiritual : un poderoso Hijo
de Dios debía encarnar en la tierra, y para ello necesi-

taba un tabernáculo terrestre, el cuerpo de un hombre.


Esta encarnación tuvo lugar en Jesús, el día de su bau-
tismo en las riberas del Jordán. Sus hermanos, los ese-
nios, le odiaron porque comunicaba a las gentes la sabi-

duría espiritual ; los príncipes de su pueblo le persiguie-


ron y le dieron muerte porque enseñaba la increada di-
vinidad de sí mismo y de todos los hombres.
b) El Cristo mítico, el Cristo de los Misterios, es
el Logos que desciende a la materia, siendo el gran Mito
del Sol la enseñanza popular de esta encarnación del
Logos en la materia virgen del Cosmos.
c) El concepto del Cristo místico es doble: 1) el

Logos, Segunda Persona de la Trinidad en su des-


la

censo a la materia; 2) el Amor, o el segundo aspecto


del Espíritu Divino desarrollándose en el hombre. El
uno representa procesos cósmicos que han tenido lugar
en el pasado: es la raíz del mito solar. El otro repre-
senta un proceso que se realiza en el individuo : la etapa

final de su evolución humana. Ambos contribuyeron a


lasnarraciones evangélicas, y juntos constituyen la Ima-
gen del Cristo místico. (El Crist. Esot.)
Estos disparates y patrañas, que la fe condena y re-
prueba la recta razón, hallan acogida en muchas inteli-

gencias enemistadas con Dios.


Veamos ahora qué nos dice el señor Rojas.

5. Idea panteística de la Divinidad. Errores cristo-


lógicos.

Si al hablar de la Trinidad el lenguaje del señor Rojas


semeja de los judaizantes, sabelianos y otros rancios
el

antitrinitarios, al hablar de la divinidad tiene, cuando

menos, dejos de panteísmo teosófico. Ya en sus moceda-


des «poseía por sentimiento estético, más que religioso,
la intuición natural del Dios único in fundido en el mun-
do» ; después, la lectura del Bhagavad-Gita le iluminó
«en las sucesivas yogas . . . hasta ver la Forma Universal,
el sendero de ascensión hasta el Principio Supremo ...»
Algo, sin embargo, le quedaba que aprender en la lec-

tura de los Evangelios; el saber «lo que hay de común


en todas las religiones, bajo la aparente diversidad de
las alegorías y de los nombres. . .» (309-311).

¿ Qué es esto sino la ciencia esotérica descubierta por


las pitonisas de la teosofía H. P. Blawastky y A. Besant?
Como ellas, el señor Rojas tiene por seguro que «hay
sin duda un Cristianismo esotérico» (298), y cree que
«la enseñanza esotérica de los Evangelios empieza ahora
a revelársenos en todo su poder (a saber en Isis sin velo
de H. Blawastky; en el Cristianismo esotérico de A.
Besant y en El Cristo Invisible) ;
que Jesús fué una
realidad histórica,como Hombre, como Maestro, como
Dios {pero a la manera de Buda, de Krishna) y que ;

Cristo {es decir, el Espíritu Supremo que encarnó en


Jesús) no es una alegoría, sino un espíritu vivo y di-
námico que desde hace veinte siglos trabaja en las en-

— 16 —
trañas de la especie para su redención» (324). Las aco-
taciones son nuestras, pero en conformidad con la doc-
trina del autor.
Acerca del verdadero Cristo, recojamos en un pequeño
haz sus principales negaciones.
1) Niega el verdadero misterio de la Encarnación.
Cristo no es sino el Espíritu que encarnó pasajeramente
en Jesús ... La personalidad divina encarnada en la per-
sona de Jesús (págs. 70-75). Esto es, el compuesto de
Jesús, el hombre segúnla carne, y de Cristo, Dios según

el espíritu, que soñó A. Besant. La madre de Jesús es


la materia virgen y fecunda del Cosmos (pág. 8).
Son inverosímiles las ideas descabelladas que se ha
formado el señor Rojas acerca de los misterios de nues-
tra religión. Ya hemos visto qué concepto tan absurdo
tiene del misterio de la Trinidad ; pues no le van en zaga
los que manifiesta acerca de la Inmaculada Concepción,

de la Resurrección y de la Transubstanciación. La In-

maculada Concepción de la Virgen confúndela con la


Encarnación del Verbo, y de ésta y de la Resurrección,
dice: Jesús entró en la vida mediante la Inmaculada
Concepción, y sale de ella mediante la Resurrección.
«Dos misterios de la carne — el sexo abolido y la muerte
abolida» (pág. 59). No puede darse mayor ignorancia
de estos misterios, como puede comprobarlo quien sepa
no más que el catecismo.
Define la Transubstanciación: «El gran misterio de
la Transubstanciación consiste, pues, en convertir unas
especies materiales en otras igualmente materiales, aun-
que divinas» (pág. 293). Esta burda herejía la estampa
Rojas como secuela lógica de la doctrina que Dom Gué-
ranger enseña sobre el Santo Sacrificio, en el cual «des-

— 17 —
. !

aparecen el pan y el vino para convertirse en la carne

y la sangre de Cristo.» Desaparecen para convertirse


Y ¿ a dónde van cuando desaparecen ? Y una vez desapa-
recidas ¿cómo pueden convertirse? Esto no lo escribe
quien sabe algo de Filosofía Natural y menos quien co-
noce la doctrina de la Iglesia sobre la Transubstancia-
ción. Pues, ¿y confundir las substancias del pan y del
vino, del cuerpo y de la sangre de Cristo, con las espe-
cies materiales? En buena filosofía es un dislate supino;

y si a las especies materiales se las llama divinas, el dis-

late no tiene nombre Basta conocer


! el Astete, señor Ro-
jas, para saber que, en la Transubstanciación la substan-
cia del pan y del vino se convierten en la substancia del
cuerpo y de la sangre de Cristo respectivamente, perma-
neciendo los accidentes o especies del pan y del vino.
2) Niega la genealogía de Cristo (pág. 8).
El señor Rojas desconoce por completo el valor y la
significación de las genealogías de Jesucristo que traen
los Evangelios, y aún dudo que las haya leído. Menciona
«la genealogía bíblica que San Marcos le atribuye al
carpintero José» y en San Marcos no hay ni rastro
;

de semejante genealogía. Afirma que «hay dos genea-


logías diversas de la madre (de Jesús) en el libro de
Didón, publicado con el nihil obstat» ; y con esto da in-

dicios de desconocer las genealogías de San Mateo y de


San Lucas, que son las que Didón analiza y de las que
sostiene lo que sigue : «On est forcé de convenir, en tou-
te rigueur d'exégése, que les deux généalogies sont, en
effet. Tune généalogies davidiques de Jé-
et l'autre, les

sus, par Joseph, son pére présumé. Toutes les généalo-

gies juives se font par les aíeux máles. .

Néanmoins, et tout en reconnaissant ce fait, il me


— 18 —
semble fácil d'etablir que les deux généalogies vont au
but, et prouvent réellement la filiation davidique de Jé-
sus.» (Appendice C.)
El P. Didóii continúa demostrando sólidamente su
sentencia, antítesis de las afirmaciones gratuitas del se-
ñor Rojas y de su proceder anticientífico.
3) Niega los milagros de Cristo, como veremos des-
pués, y su resurrección gloriosa (págs. 87-92).
Los testimonios evangélicos sobre la Resurrección no
tienen fuerza para el señor Rojas. 1") porque «si Cristo
resucitó en su primitiva figura, ¿cómo se explica que
quienes lo vieron no lo reconocieron de pronto»; 2") por-
que María Magdalena al ver a Cristo no lo reconoció,
lo reconoció al oírlo; así también Tomás no se conven-
ció de la resurrección por la vista, sino por el tacto; 3'^)

porque Apóstoles sólo creyeron cuando vieron y pal-


los

paron las llagas que abrieron los clavos y la herida del


costado. De estas observaciones infernales, como las ca-

lifica inocentemente su mismo autor, deduce «que Cris-


to no resucitó con su rostro primitivo», que «Cristo se
habría mostrado, no en su misma substancia carnal, si-
no en vagas formas astrales, como en los ectoplasmas
espiritistas.»

En todo este discurso aparece el señor Rojas algo


supersticioso, y aun y no poco extraño a la Psi-
algos,
cología y a la Lógica. Niega su asentimiento a la narra-
ción evangélica, y da fe a las formas astrales y a los
ectoplasmas espiritistas ! Rechaza el testimonio del sen-
tido del tacto cuando testifica acerca de las cualidades

sensibles que constituyen su propio objeto, y cuando su


testimonio vale tanto o más que el de la vista para cons-
tatar la existencia real de un cuerpo material orgánico.
— 19 —
No acierta a explicar la duda transitoria de algunos dis-
cípulos, cuando así debía suceder naturalmente tratán-
dose de sucesos tan insólitos y maravillosos. Por últi-
mo, omite decirnos, porque quizás él mismo no ha pues-
to mientes en ello, que todos los discípulos creyeron en
la verdad de la resurrección, convencidos a vista de ojos

y por haberlo tocado y palpado con sus propias manos,


como nos habla San Juan; y que la incredulidad que
mostraron al principio, es garantía de la verdad del he-
cho que predicaron después, sellando con su sangre su
testimonio. No eran tan crédulos los discípulos como
los supone cierta ciencia superficial e incrédula.
4) Niega la divinidad de Cristo. Los hebreos llama-
ban «hijos de Dios» a los hombres espiritualizados; por

eso Jesús adoptó ese nombre (página 206).


Nada quiere con el Cristo de los cristianos, porque
es «un Hombre triste y un Dios inmóvil, demasiado ale-
jado de nosotros en el espacio infinito». Quiere un Cris-
to que sea norma de vida intelectual, inherente a cada
conciencia (una especie de ídolo baconiano) ;
pero no
acepta a Jesús, Dios y Hombre verdadero, con su culto
externo y sus dogmas fijos ... Su Cristo no es el Me-
sías de los hebreos fanáticos ... ni el de los católicos
fanáticos. . . sino el Hijo de Dios, por encarnación en
la materia humana, fecunda y virgen; esto es el Mesías
místico de A. Besant.
Cada raza, dice Rojas, cada siglo, cada cultura ha
tenido su Cristo, en lo físico y en lo moral. Así cada
hombre concibe el suyo por fatalidad psicológica. De
esta variedad de caricaturas de Cristo, insinúa, en otro
lugar esta razón : Acaso la mentalidad religiosa de cada
raza sea diferente, y la Divinidad envía a cada una de

— 20 —
;

ellas los instructores que le son necesarios. Jesucristo


es el más cercano a los pueblos europeos y americanos,
el que mejor puede ser comprendido, si se le despoja de
la bruma oriental que todavía lo envuelve (261). Como
si hasta ahora, replicamos nosotros, Europa y América
y otros pueblos no hubieran comprendido a Cristo y no
lo hubieran aceptado con todos sus atributos** divinos y

no hubieran vivido y vivieran de su propia vida!


No insistimos más en este punto, que volveremos a
tratar al hablar del mesianismo.

6. La religión única.

«La unidad de todas las creencias que aman a Dios


y que sirvenal hombre; he ahí el mensaje enviado al

mundo como el propósito íntimo del movimiento teosó-


f ico. Unir todas las creencias . . . todas las religiones en
una cadena áurea de amor divino y de servicio humano
he ahí el propósito de nuestro movimiento por la tie-
rra.» (A. Besant.)
Esta es también la aspiración del señor Rojas, per-
suadido de que «la humanidad necesita una sola reli-

gión para crear la Unidad Espiritual del género hu-


mano».
Con esta aspiración nació la Iglesia católica, la de
procurar que todos los hombres tuviésemos un solo
Dios, el y una sola fe, la fe cristiana
único verdadero ;

y que todos formásemos un solo redil bajo un solo


Pastor. Unidad hermosa y sublime. ¿ Por qué no la
acepta el señor Rojas y se decide a trabajar por ella?
La que él pretende, es un absurdo, como es absurda la
que pretende la teosofía. El señor Rojas quiere la «fu-
sión de todas las sectas en una emoción -cristiana ; crea-

— 21 —
ción, no de carácter disciplinario, sino espiritual, esoté-
rico, invisible ... en templo que es cada hombre, y
el

en las conciencias capaces de esta elevada iniciación»


(pág. 302). Esto es querer un cristianismo sin Cristo,
una religión sin culto externo, sin sacramentos, sin sa-
crificio, sin templos, sin dogmas, es decir, una religión
que no es religión.

El pretender semejante fusión implica además des-


conocimiento completo de la naturaleza de la religión
y de su finalidad intrínseca.
Comencemos por definir estos dos términos, sin cu-
3'a inteligencia recta es ocioso aspirar a la unión de las
creencias : Qué cosa es religión y a qué fin se ordena
por su propia naturaleza.
La religión, nos dice el señor Rojas, «es una fuerza
biológica que trasciende las esferas de lo groseramente
orgánico para crear en el mundo astral de los espíritus»
(pág. 206). «La religión verdadera debe tomar las for-

mas de la sabiduría ... es una actividad del genio de la


especie; nombre que los materialistas dan al Espíritu
Santo... es una potencia espiritual, autónoma y crea-
dora que ayuda al hombre en su evolución, adecuándose
a las necesidades humanas en cada período de la his-

toria» (275, 276).


Ese concepto de la religión podrá admitirlo, quien ad-
mita con los teósofos, que Dios es el hombre. Pero co-
mo la inmensa mayoría del género humano rechaza ese
absurdo, fracasará el señor Rojas en su empresa, como
fracasó en la su>^ semejante A. Comte, al querer esta-
blecer la religión de la Humanidad.
Pues ¿qué cosa es religión? El conjunto de verdades
que expresan las relaciones esenciales que nos unen con
Dios, primer Principio y último Fin nuestro; y el con-
junto de los deberes morales que de esas relaciones se
derivan. En esa dependencia esencial que tenemos de
Dios, como de nuestro primer principio y fin supremo,
consiste el fundamento ontológico de la religión. Y la

religión consiste formalmente en la obligación moral que


tenemos de tributar a Dios honor y la sumisión debi-
el

das, porque El es nuestro Señor, de quien hemos recibi-


do el ser que tenemos y de quien esperamos alcanzar la
felicidad que apetecemos. El ejercicio de estos deberes
constituye lo que llamamos culto ; el cual debe ser inter-
no y externo, porque el hombre debe a Dios sumisión
y honor en todos los órdenes de su ser y en todos los
estados de su vida.
No se crea que esta doctrina es de procedencia so-
brenatural; la alcanza la razón humana con su fuerza
ingénita. El más grande orador entre los filósofos que
produjo el paganismo, viene a decir lo mismo cuando
define la religión : Religio est, quae superioris cuiusdam
natnrae, quam divinuni vocanf, curam ceremoniumque
affert.
Esta doctrina la admiten cuantos admiten la existen-

cia de un Dios personal, distinto del mundo y superior


a él, creador, legislador y remunerador del hombre; y
éstos por dicha son la totalidad casi de los europeos y
americanos. Estos no entrarán en comunión con los
teósofos.
Filosofando con su propia razón, el hombre puede
llegar al conocimiento evidente de estas verdades:

1) Que Dios puede comunicarse con su criatura


racional y manifestarle sus designios. Esto es lo que lla-

man revelación sobrenatural.

— 23
2) Que si Dios se digna hablar al hombre y mani-

festarle la forma en que quiere ser honrado por él, éste


tiene el deber de dar fe a la palabra divina y de some-
terse a sus preceptos.

3) Valiéndose después de testimonios fidedignos y


de argumentos irrefragables, puede y debe llegar al con-
vencimiento de este hecho histórico: Dios ha hablado
al hombre por medio de su Hijo hecho hombre.
Los que a este conocimiento han llegado son muchí-
simos millones, todos los católicos del mundo y la in-
mensa mayoría de los cristianos. Tampoco con éstos
puede contar el señor Rojas.
Para terminar este pesado artículo, pregunto yo :
¿ qué
ventajas traería la unión que pretende el señor Rojas?
¿La restauración moral de la sociedad? Para esta res-
tauración se requiere un ideal verdadero de perfección
y una ley eficaz que ordene al hombre hacia ese ideal.
Pues, nótese bien, fuera de la filosofía cristiana es inú-
til buscar ese ideal y esa ley. Ideal que desconozca la
naturaleza del hombre y de sus relaciones esenciales, de
su destino supremo, no es verdadero ideal. Y para que
haya verdadera ley se requiere un superior capaz de im-
poner verdadera obligación a la voluntad humana. Los
imperativos categóricos de Kant son expedientes exco-
gitados para subsanar los extravíos de una razón sin
razón; pero no son buenos para dar impulso eficaz a
las acciones de la vida. En la ley cristiana, sí se halla

esa eficacia. Es decir, que en la religión cristiana tene-

mos todos el ideal de nuestra perfección, el derrotero


que a él conduce, y la eficacia necesaria que nos mue-
va a recorrerle con brío.

— 24 —
;

II

LA EFIGIE DE CRISTO

Síntesis del diálogo : Eii la iconografía del culto ca-


tólico 1) los cambios en las representaciones de la di-

vinidad arguyen cambios en las creencias dogmáticas


2) las multiformes imágenes de Cristo a) echan por
tierra el fundamento principal de la fe en Cristo como
personaje histórico y b) nos dan la clave para desci-
frar la significación mística del Cristo de la fe : esas
imágenes son la expresión del Cristo de los Misterios.
De aquí resulta una nueva interpretación del Cristia-
nismo.

1. Las representaciones de la divinidad y el dogma


católico.

Comienza su primer diálogo el señor Rojas afirman-


do con aire de triunfo, que la imagen de Dios, o las re-

presentaciones de la divinidad, han cambiado en la ico-


nografía del culto católico, dando a entender con esta
afirmación que ha habido mudanza en la fe de la Igle-

sia con respecto a las verdades dogmáticas que simbo-


lizan esas imágenes. Pero su proposición es falsa; y la

demostración que aduce de ella no alcanza ni visos de


probabilidad.
De la divinidad precisamente, más que de ningún otro

— 25 —
ser, pueden darse varias y diferentes representaciones y
todas verdaderas. Como enseña profunda y galanamen-
te fray Luis de León y en sus diálogos Los nombres de
Cristo, las cosas además del ser real que tienen en si,

en el entendimiento de quien las conoce, reciben otro


ser, semejante al primero y que nace en cierto modo de
él ; y del entendimiento, por semejante manera, salen y
se reproducen en la palabra o en cualquier otro signo
externo. En si tienen ser real; en nuestra mente, ser
ideal ouna imagen natural en los signos externos, una
;

imagen material o artificial. Estas imágenes serán ver-


daderas si hay adecuación entre ellas y los objetos que
representan. Ejemplo: Jesucristo, además de su ser real,
al ser reconocido por sus discipulos como Dios y hom-
bre verdadero, adquiría en el entendimiento de ellos otro
ser ideal, el cual era verdadero porque estaba en con-
formidad con el ser real que representaba. Y cuando
el discípulo amado Juan tomó la pluma y escribió: «El
Verbo era Dios, y el Verbo se hizo carne, y habitó en-
tre nosotros, lleno de gracia y de verdad», en estas pa-
labras nos dió otra imagen verdadera de Cristo, porque
son expresión exacta de la verdad ideal, estampada en
su mente.
Cuando el objeto de la mente es inmaterial y rico en
perfecciones, no podemos concebirle, ni menos expre-
sarle, sino por partes y valiéndonos de analogías, se-

mejanzas y comparaciones tomadas de los objetos ma-


teriales. Por esta razón de esos objetos podemos formar

muchas imágenes y artificiales, las cuales serán


ideales
verdaderas, si existe semejanza eiitre ellas y aquella per-
fección determinada que representan, aunque en todo
lo demás haya desemejanza. Así sucede con las metáfo-

— 26 —
ras y comparaciones del lenguaje, signos reconocidos
por verdaderos.
Esto supuesto, ¿cómo demuestra Rojas que las imá-
genes de la divinidad han cambiado con cambios que
arguyan mudanza en la fe de la Iglesia? Con una tela

del tiempo colonial, donde la Santísima Trinidad está


representada por tres jóvenes barbados de idéntica fi-

gura. ¿Qué fuerza tiene este hecho? En buena lógica,

absolutamente ninguna. Para que una inducción sea per-


fecta y fluya de ella una consecuencia legítima, no bas-
ta un hecho aislado y de tan cortas proporciones come
es, en el caso presente, media docena de estampas, pro-

cedentes de la inspiración privada de un obscuro pintor.


Por esta razón, aun dando de barato que ese cuadro
revele una falsa concepción religiosa en su autor, ¿cómo
argüir de él cambio dogmático de la fe cristiana? Ni
adelanta Rojas nada con calificar esa obra de litúrgica,

y asegurar que decoraba las paredes de un templo, y


mucho menos de una capilla privada, para presentarla
como documento histórico de algún valor; sino que pa-
ra ésto se requieren pruebas fehacientes de que ha sido
expuesta al culto público con aprobación de la autoridad
a quien compete velar por la integridad y pureza de
la fe.

No conozco el cuadro de la Trinidad criolla sino por


un mal grabado y por la descripción que de él hace Ro-
jas. Pero esto basta para sostener que su autor o ins-

pirador pudo tener tan cabal concepto de la Trinidad,


como el que tenía el autor del símbolo Atanasiano. En
la Trinidad hay tres personas, entendiendo la persona,

no en el sentido teosófico de máscara o disfraz mudable


de una realidad permanente, sino en el sentido aristo-
télico-escolástico de subsistencia perfectísima e incomu-
nicable de una substancia intelectual. Las tres personas
de la Trinidad, por poseer plenamente cada una la mis-
ma e idéntica naturaleza divina con todos sus atributos

y perfecciones absolutas, son perfectisimamente iguales,


sin que haya más diferencia entre ellas que la propie-
dad relativa que las constituye y las distingue. Pues si
yo quiero sensibilizar de alguna manera este misterio,
puesto que no conozco más persona sensible que el hom-
bre, ¿por qué no valerme de tres personas humanas se-
mejantes entre si? Su número declara la distinción real

de las personas divinas; su semejanza, la igualdad per-


fectísima que reina entre ellas por ser consubstancia-
les. La identificación de «las tres personas en la tra-
dicional figura de los Cristos litúrgicos» o el tomar
la imagen del Hijo por la del Padre y del Espíritu
Santo, esto depende de la cultura teológica del arqueó-
logo o del color del cristal con que el teósofo examina
el cuadro.
Donoso resulta el aplomo con que Rojas, que se pre-

cia de conocer bien los orígenes cristianos (pág. 39),


afirma que Dios Padre fué siempre representado por
una figura patriarcal; y el Espíritu Santo, bajo la fi-
gura de la paloma que descendió sobre Cristo el día de
su bautismo en el Jordán. Los hombres que saben dicen
todo lo contrario y lo comprueban con hechos, argumen-
to único que en esta materia vale.
Las miniaturas que ilustran el Génesis de Cot-
ton, procedente del siglo v o vi, representan al Padre
Eterno bajo la figura de un personaje joven, imber-
be,con blonda cabellera y un nimbo dorado en forma
de cruz, vestido de blanco y llevando en la mano un
— 28 —
cetro rematado por una cruz. (Dict. d'Archeol. Chret.
Genes.)
En el Sarcófago de San Pablo, llamado por J. B. Ros-
si Sarcófago Teológico, represéntase la creación del hom-
bre por la Santísima Trinidad, y la Santísima Trinidad
(¡quién lo diría) está representada por tres personajes
barbudos (Cf. Marucchi, Archeol. Chret. I, páginas
335, 336.)
En el siglo v, dice H. Leclerq, es cuando la iconogra-
fía religiosa adopta ciertas simplificaciones que substi-
tuye a las figuras. Así el Padre y el Espíritu Santo,
representados antes bajo la forma humana, vienen sim-
bolizados, el Padre por una mano que bendice; el Es-
píritu Santo por una paloma. Pero este cambio tiene lu-

gar sólo en el arte monumental, porque tratándose de


ilustrar manuscritos, se rechazan por lo común esas sim-
plificaciones, y se conservan las antiguas representacio-
nes (Dict. d'Archeol. Iconographie).
En tiempos posteriores aparecen nuevos símbolos. Una
circunferencia, por ejemplo, y en ella inscrito un trián-
gulo y dentro del triángulo, un ojo. La circunferencia,
sin principio ni fin, representa la eternidad de Dios; el

triángulo simboliza la Unidad que comprende la Tri-


nidad ; el ojo, la Providencia que ve y ordena suave y
fuertemente de un confín a otro confín todos los hechos
humanos. Y sin embargo, señor Rojas, tan diversas re-
presentaciones de la divinidad, no sólo no arguyen di-
versidad de creencias, sino que son expresiones de una
misma fe.

Para precaver a los fieles de toda falsa inteligencia


al ver representada la divinidad bajo formas sensibles,
adviértenles los maestros de la fe que en Dios no hay
ni puede haber miembros, ni figura, ni limitación alguna
corporal, y que todos esos signos externos son pálida
expresión de atributos y perfecciones inmateriales, de
las cuales no podemos alcanzar idea propia mientras

peregrinamos por la tierra.

2. El retrato de Jesucristo.

Con insistencia pregunta Rojas a su interlocutor: ¿ha


habido una imagen, un retrato auténtico de Jesús, es de-
cir, que reprodujera su cuerpo físico, su rostro, su fren-

te, sus ojos, su cabeza, su talle y talla, y que hubiera


servido de modelo a las subsiguientes imágenes de Cris-
to? Y pone en boca de su mitrado engendro esta vacie-
dad : «Graves cuestiones me proponéis, y no de fácil
respuesta» (pág. 24).
¿Dónde está la importancia de esta cuestión? ¿dónde
la dificultad de darle satisfactoria respuesta? En la ig-

norancia que Rojas tiene o afecta tener de la iconogra-


fía cristiana, y de los fundamentos de nuestra fe en la

existencia histórica de Cristo. Ignora o afecta ignorar


que los católicos saben cuanto deba saberse acerca del
verdadero retrato de Jesús, y que nuestra fe, ni en todo
ni en parte, se funda en ese retrato.

Argumento de esa ignorancia real o afectada, es la


siguiente proposición, cuyo énfasis y dogmatismo corre
parejas con su falsedad : «La efigie de Jesús ha dado a
las gentes, mejor que la simple evocación oral, la cer-
tidumbre de verdad histórica y de realidad humana que
es fundamento del cristianismo en sus orígenes.» O en
términos más claros : Las imágenes de Jesús que apa-
recieron en los orígenes del cristianismo, se tuvieron por
representaciones auténticas de un hombre real, de un
personaje histórico, y en esas imágenes, más que en la

predicación apostólica, tuvo su fundamento la fe de la


Iglesia en el Cristo histórico y real.

Continúa el señor Rojas: «Pero se me ocurre decir


que si se ha discutido largamente sobre la autenticidad

de los testimonios escritos que forman el Nuevo Testa-


mento, no se podría disputar menos sobre el valor de la
iconografía cristiana» (página 23). Esto equivale a de-
cir que la fe en la existencia histórica de Cristo carece
de fundamento, puesto que estriba mayormente en los
retratos de Cristo, y el valor de esos retratos anda en
tela de juicio.
En el discurso precedente, la primera proposición es
completamente falsa, pero Rojas se contenta con enun-
ciarla como quien enuncia un axioma, sin añadir una
palabra en su confirmación. En cambio, es un hecho
cierto para toda persona culta en literatura eclesiástica,
que no existe «comprobada por la historia o consagrada
por una figura corporal de Jesús auténtica,
la religión,

inmutable, canónica»: ¿por qué, sin embargo, presentar


a Monseñor ignorase este hecho, y empeñado
como si

con necia terquedad en defender la autenticidad del su-


dario de la Verónica, como quien defiende la piedra si-
llar del edificio de la fe cristiana? ¿Es artificio para
hacer creer a la gente indocta, que el catolicismo vive
de leyendas o fábulas, y alcanzar triunfos fáciles del

adversario? Pues con artificio tan poco nol)le el se-


ñor Rojas gana batallas parecidas a la que obtuvo don
Quijote en la venta, de los descomunales gigantes, es
decir, de adversarios quiméricos, abortos de la imagi-
nación.
La opinión más fundada entre los escritores católi-

— 31 —
eos es que la Iglesia primitiva no poseyó el verdadero re-
trato de Cristo. En cuanto hombre verdadero, su cuerpo
fué substancialmente igual al nuestro, aunque libre de
las miserias eimpurezas que provienen del pecado y de
toda tendencia y movimiento que arguya desorden o in-
duzca al pecado. Podemos rastrear por la actividad que
desplegó en su vida pública, que fué sano y vigoroso,
ajeno a las enfermedades y a los achaques comunes.
Pasible si, y de exquisita sensibilidad como víctima mo-
delada por el Espíritu Santo para expiar con el sacrifi-

cio de su vida los pecados del mundo. Pero su retrato


auténtico, su verdadera fisonomía, la imagen exacta de
su cuerpo, ni la poseemos ni podremos reconstruirla por
carecer de datos auténticos en los libros del Nuevo Tes-
tamento y en los monumentos de la antigüedad ecle-
siástica.

Ya en los albores del cristianismo aparecen dos sen-


tencias contrarias acerca de la hermosura corporal de
Jesucristo. Unos la niegan, apoyados en la descripción
que hace Isaías del Siervo de Jehová, del Cristo pacien-
te. «No hay parecer en él ni hermosura; hémosle visto,

mas sin atractivo que inspire afecto. Vímosle despre-


ciado y el desecho de los hombres, varón de dolores, ex-
perimentado en trabajos.» Otros, en cambio, con mejor
acuerdo sostienen que poseyó aquella hermosura perfec-
ta que es propiedad de un cuerpo varonil, bien formado,
y en este sentido interpretan lo que David dijo del Me-
sías «Es el más hermoso de los hijos de los hombres.»
:

Este parecer prevaleció después entre los teólogos, y


puede verse expuesto y razonado en el eximio P. Suá-
rez, quien termina con esta reflexión: «La belleza na-
tural y viril, unida a eximia virtud y santidad, cae bien

— 32 —
y sumo decoro en cualquier varón santo, y le con-
es de
ciliaamor y reverencia, sobre todo cuando moderada
por los trabajos y aflicciones corporales, por sí misma
muestra proceder de natural y perfecta conformación,
y no de curiosidad vana o afectación.»
Consérvanse tres descripciones del cuerpo del Señor.
Una se contiene en la carta que San Juan Damasceno
dirigió al Emperador Teófilo sobre las sagradas imá-
genes; otra, en la Historia Eclesiástica de Nicéforo Ca-
lixto ; la tercera es la atribuida a Publio Léntulo, la más
completa y conocida. [Cf. Migne P. G. 95, 350; 145,
747, 748; Fillion, Vida de J. C. II, 69.]
La primera de estas descripciones es del siglo viii;
la segunda, del xiv ; la tercera no es anterior al xii. Por
su semejanza denuncian una fuente común más anti-
gua, hoy desconocida. San Juan Damasceno alude a des-
cripciones de antiguos historiadores, pero sin designar
sus nombres.
En las catacumbas, ya desde el primer siglo, aparecen
pintadas o esculpidas imágenes variadísimas de Cristo;
pero son producto de la imaginación, conformes al ideal

que el artista se formaba sin pretender reproducir la


verdadera fisonomía de Jesucristo. El antiguo arte cris-

tiano, dice Marucchi, cuando representa al Salvador co-


mo Buen Pastor o como Maestro, se complace en dar-
le un tipo ideal, el tipo clásico romano.
También los gnósticos, especialmente los discípulos de
Carpócrates, adoraron imágenes de Jesús, a quien colo-
caban entre los grandes filósofos de la antigüedad.
(Dict. d'Archeol., tomo 7, pág. 15.)
Ensebio (H. E. VII, 18) habla de una estatua que
existía aún en su tiempo en Palestina, la cual una ve-
— 33 —
tusta tradición decía haber sido erigida por la hemorroi-
sa del Evangelio. Su autenticidad anda en litigio.

De fecha más reciente son los retratos que piadosas


leyendas hacen remontar al tiempo de Nuestro Señor:
los atribuidos a Nicodemos y a San Lucas; el que se
dice enviado por el mismo Cristo a Abgar, rey de Edes-
sa, y el que habría dejado impreso en el santo Sudario.
¿Y el lienzo de la Verónica? De ser auténtico no nos
daría sino una imagen borrosa y desfigurada por los
tormentos de la pasión. Pero ¿es auténtica? Rojas ha-
bla de ella como si los católicos le diéramos importan-
cia igual o mayor que la que atribuímos a los Evange-
lios; pero todo es pura fantasía suya.
Sin haber abierto el insospechable libro de Meille (?),
que para Rojas ha sido una revelación saben los cató-
licos que «eruditísimos escritores dudan mucho que ha-
ya existido mujer de ese nombre. Opinan que el nombre
de Verónica está formado de las palabras vera icón,
verdadera imagen, debido a un antiguo sudario que se
creía reproducir la verdadera imagen de Cristo. De aquí
el vulgo formó el nombre Verónica o Berenice) (Cal-
met, in Le. 23, 36). Esta versión es algo diferente de
la que Meille ha revelado a Rojas; pero es más racio-
nal y explica mejor la leyenda.

Estas noticias que tiempo ha corren estampadas en li-

bros de escritores católicos, ¿cómo podía ignorarlas un


obispo argentino? Pero Rojas necesitaba un pretexto
para endosarnos esa enumeración descriptiva, enojosa
e impertinente, de los Cristos que ha visto y ha dejado
de ver, y sin percatarse que pone al descubierto su po-
bre y averiada erudición cristiana, se aplica a demostrar
prolijamente un hecho notum lippis!

— 34 —
3. Fundamento de la fe en Cristo como personaje
histórico.

Colígase de lo dicho en el número precedente, que el

retrato de Cristo no ha podido influir en la fe de la


Iglesia acerca de la existencia real e histórica de su di-
vino fundador. Esta es una verdad evidente para cuan-
tos conocen los orígenes del Cristianismo, o han salu-

dado siquiera un libro de teología fundamental. La pro-


posición contraria de Rojas es tan peregrina, que in-
mediatamente provoca un gesto de extrañeza y la cu-
riosidad de conocer sus pruebas. ¿ Por qué Rojas las
ha omitido? En una obra seria debe darse cuenta de lo

que se afirma, sobre todo si atañe a hechos de trascen-


dencia como el' presente. Pero Rojas afirma sin pro-
bar, porque los hechos históricos se demuestran con tes-
timonios fidedignos, y Rojas carece de esos testimonios.
Los pueblos que formaron la primitiva Iglesia ad-
quirieron la convicción firme de la existencia real de
Cristo, fundados en el testimonio de los Apóstoles, que
«predicaron en todas partes, cooperando el Señor, y
confirmando su doctrina con los milagros que la acom-
pañaban.» (Me. 16, 20). Y en ese mismo testimonio,
conservado en documentos auténticos y en la tradición
cristiana, se fundaron las sucesivas generaciones, y nos

fundamos nosotros, para admitir el hecho histórico, fun-


damento de nuestra y de la religión cristiana,
fe divina

a saber : la Encarnación del Hijo de Dios y la fundación


de su y defensora de toda su doc-
Iglesia, depositaría

trina. Después de su resurrección, confió Cristo a sus


Apóstoles la misión de enseñar a todas las gentes, y
poco antes de su ascensión a los cielos, les dijo : «Reci-

— 35 —
biréis la virtud del Espíritu Santo que descenderá sobre
vosotros y me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda
la Judea y Samaria y hasta los confines del mundo.»
(Act. 1, 8.)
Esta fué la misión de los Apóstoles: dar testimonio
de la resurrección de Jesucristo, de su doctrina y de sus
obras, para fundar su Iglesia. Por esta razón, cuando
San Pedro quiere un nuevo apóstol, que substi-
elegir
tuya al traidor Judas, dice a los hermanos congregados
en el Cenáculo: «Es menester que de los varones que
anduvieron en nuestra compañía todo el tiempo que en-
tró y salió entre nosotros el Señor Jesús uno sea . . .

hecho testigo con nosotros de su resurrección.» (Act.


1, 21-22.)
Y el día de Pentecostés, al dar comienzo a su emba-
jada, no salieron por las calles de Jerusalén mostrando
el retrato de Cristo, sino dando testimonio de su resu-
rrección : «Disteis la muerte al autor de la vida, díceles
San Pedro, pero Dios le ha resucitado de entre los muer-
tos y nosotros somos testigos de su resurrección.» (Act.
3, 15,) Y este testimonio confirmado con el don de len-
guas que les había infundido el Espíritu Santo, redujo
a la fe unas tres mil almas, y a los pocos días otras
cinco mil.
La predicación de Felipe, scquentibiis signis, convir-
tió a los primeros idólatras (Act. 8) y la de Pedro y
;

Pablo rindió a los pies de Cristo a Atenas, madre de


las ciencias y de las artes, y a Roma, la soberana del
mundo.
Brillaba ya en el cielo griego y bárbaro la luz del
Evangelio, cuando Constancia, hija del Emperador Cons-
tantino, escribía a Ensebio de Cesárea pidiéndole una
— 36 —
imagen de Cristo. Y el padre de la Historia Eclesiástica
le «En Cristo hay dos
responde : naturalezas, ¿ cuya ima-
gen quieres? ¿La imagen de la naturaleza divina? No
olvides lo que dice Cristo : Nadie conoce al Padre sino
el Hijo; ni al Hijo lo conoce nadie sino el Padre. ¿La
imagen de la naturaleza humana? Es imposible repro-
ducir en colores esa naturaleza cual ahora se halla a la
diestra del Padre, transfigurada y gloriosa ; y cual mo-
ró entre los hombres, pasible y mortal, ni la conocemos
ni podremos conocerla.»
Lo dicho prueba que mundo creyó en Cristo sin
el

conocer su retrato verdadero. ¿Qué inconveniente ve en


ello el señor Rojas? Infinitas son las personas de cuya
existencia real no podemos dudar, sin haberlas conocido

ni en si mismas, ni en sus propias imágenes. ¿Duda el

señor Rojas de la existencia de sus abuelos o tatarabue-


los por no haber visto un retrato que los represente con
todos sus rasgos individuales?
Digámoslo de una vez : lo del retrato de Jesús como
fundamento de la fe, es una puerilidad. Por esta razón
cuando más adelante escribe Rojas que la libertad filo-

sófica le ha apartado del Catolicismo, y que la falta de


un retrato auténtico de Cristo le ha inducido a renegar
de la fe, murmura el lector con cierta sorna : Estos ra-
cionalistas deben llamarse filósofos por mote o por me-
ra antífrasis.
Se mofa Valera de que Renán hubiera ahorcado los
hábitos y hasta renegado del agua del bautismo, porque
descubrió o creyó descubrir que ciertos capítulos de Da-
niel no eran auténticos. ¿Quién no se ríe, dice, de la
engreída simplicidad filológica de Ernesto Renán en
esta ocasión ? Pues el caso de Rojas, su aposta sí a, es más

— 37 —
singular, porque no se funda en puntillos de filologías
semíticas, ni de exégesis bíblica, ni de crítica histórica,
sino en una ilusión pueril que padeció siendo niño, y no
ha logrado disipar siendo artista romántico, y místico
teosófico.Su caso tiene más parecido con el de Eduardo
von Hartmann, racionalista blasfemo que denigró fu-
riosamente la dignidad moral de Jesucristo. Hartmann
tuvo fe en Cristo, pero renegó de ella porque en un via-
je a la Palestina observóque las calles y caminos esta-
ban mal trazados y peor conservados. Este hecho le de-
mostró con evidencia ( !) que Jesús no había sido un
hombre eminente, pues no había ideado medios de con-
servar en su patria las vías de comunicación ! ! ! En es-
tos abismos de necedad permite Dios que se hunda la

razón humana que se constituye en medida de toda


verdad.
Con misma mano con que arrancaba de la frente
la

de Cristo aureola de la divinidad, trabajó Renán por


la

rehabilitar la figura repugnante de Judas. Señor Ro-


jas, ¿por qué ha imitado usted al apóstata Renán? En

un momento de reflexión vió Judas su alma tan infa-


me, que, asqueado de ella, se suspendió de un árbol y
ahorcado, crepuif incdius! Y Renán trabaja por enno-
blecer a ese traidor suicida, y Rojas le imita! La con-
ducta de Renán se explicaría, si fuera verdad, como se

dijo, que había vendido su pluma al oro judío. Pero


usted, tan artista, tan sentimental, ¿cómo ha podido sen-
tir simpatía por un corazón tan feo?

4. Origen y significación falsas de la iconografía


cristiana.

A) Explicación teosófica de Rojas. — Para Rojas la


iconografía de Cristo no es más que una continuación
de la mitología pagana. En las catacumbas «empezó el

cristianismo, pero a la nueva fe se mezclaron resabios


de la vieja fe, leyendas del judaismo y símbolos de la

gentilidad romana» (pág. 39).


«Una estatuita del Buen Pastor, proveniente del si-

glo III, que se conserva en el museo de Letrán, es con-


cluyente prueba del viejo mito subsistente en el nue-
vo» (pág. 46).
Hasta «el presunto San Pedro de bronce, que se ado-
ra en Roma, fué una estatua de Júpiter, cuyo pie besan
hoy los católicos» (pág. 45).
Toda esta variedad fué creada «por el genio del arte
y subsiste bajo la autoridad de la religión, porque todo
eso tiene una significación más profunda» (pág. 50).
Si las imágenes de Cristo son una nueva modalidad de
los antiguos mitos, por natural consecuencia deberán
tener idéntica significación. ¿Cuál es esa significación?
Con verdadera repugnancia vamos a exponer esta que
pudiéramos llamar idea central del diálogo, en la cual

lo absurdo y lo sacrilego andan a competencia. ¿Y no


podría llamarse cinismo el empeño en persuadirnos que
el simbolismo quimérico y asqueroso que en esas imá-
genes descubre Rojas, lo ha creado el arte con la per-

misión y aun aprobación positiva de la Iglesia; la cual


dejó al arte litúrgico en una completa libertad de crea-
ción y de interpretación? (pág. 27).
En la iconografía de Jesús descubre Rojas las figu-
ras de Orfeo y de Hermes crióforo; de adolescentes
pulcros como los Apolos del paganismo, y dolientes y
varonilescomo los Dionisios; y paralela a estas repre-
sentaciones, ve desarrollarse otra serie de figuras am-
— 39 —
biguas, sin edad y sin sexo» (pág. 53). Represéntasele
además «niño y adulto, bajo y alto, feo y hermoso, mo-
reno y rubio, manso y rebelde, como un judío y como
un gentil. Así nos lo da la Iglesia» (pág. 119). «La fi-
gura de Cristo es una contradicción envuelta en contor-
nos irisados y movedizos. Cada raza, cada escuela, cada
época, ha aportado algo a la revelación de su figura»
(pág. 104).
En la verificación de este hecho ha empleado Rojas
nada menos que veinte años. Qué tiempo tan mal em- ¡

pleado ! No le costó tanto a aquel escritor francés, des-


cubrir el Mediterráneo hacia el año 1850.
Explicación sucinta de la multiforme iconografía de
Cristo, según Rojas : Todas esas imágenes son símbolos
para una iniciación más alta; simbolizan el Cristo eso-
tórico de la Teosofía. Por eso son tan varias y a veces
tan repugnantes!
No olvidemos lo indicado en el primer artículo ;
que
«El Cristo Invisible» es libro de propaganda teosófica.
Y por vemos ya anunciado por la
cierto, lo revista cos-
mosófica de Buenos Aires, «La Estrella de Occidente»,,
en la lista de obras nuevas de Teosofía y Ocultismo.
El Cristo esotérico, como hemos dicho ya, se mani-
un doble aspecto cósmico
fiesta bajo : e individual,
gos y Hombre. El Cristo Cósmico es el Logos que se
encierra en la materia para modelarla y crear nuevas
formas, y a este materializarse de la divinidad, llaman
Logos, el Dios hecho car-
los teósofos la encarnación del

ne, y describen como el nacimiento del Cristo de una


Virgen. El mito del Sol fué, según A. Besant, la ense-
ñanza popular de este misterio teosófico, y los aconte-
cimientos salientes referidos en el mito del dios Sol,

— 40 —
vinieron a ser los acontecimientos salientes del Jesús de
las Iglesias, por habérsele considerado como una divi-
nidad encarnada.
Ahora bien, como Cristo es un mito del dios Sol,
asi también lo es el Apolo de la Mitología; y esta con-
veniencia explicaría las creaciones de los Cristos apolí-
neos, las cuales perduran en el arte cristiano hasta la so-
berbia creación del Cristo-Apolo en el Juicio Final de
Miguel Angel. Rojas nos despacha este descubrimiento
como visión suya, alcanzada en una contemplación de
la misa, donde se le revelaron profundos significados
místicos. La hostia, redonda como un sol, le trajo a las
mientes mito solar que simbolizan Apolo y Cristo,
el

aunque en distintos planos. Pero lo más sutil y profun-


do de esos significados místicos se encierran sin duda
en esta amonestación insensata: «No olvidemos que
Cristo dijo : YO soy la luz del mundo, como podría ha-
berlo dicho Apolo; y esto puede explicar la creación
miguelangelesca . . . » (pág. 52).
Las otras imágenes de Cristo representan el segundo
aspecto del Espíritu desarrollándose en el hombre, eta-
pa final de la evolución humana de Logos. «Durante
esta evolución, el Cristo del Espíritu humano, el Cristo
que está en todos hombres, nace y vive y es cruci-
los

ficado y resucita de entre los muertos y sube a los cie-


los en cada «Hijo del hombre» sufrido y triunfante»

(A. Besant, El Crist. Esot.).


En conformidad con esta doctrina de su maestra e
instructora, A. Besant, nos dice Rojas que Jesucristo,
símbolo de ese Cristo invisible, no es un hombre, sino
«el hombre» o para entenderlo mejor, todos los hom-
bres . . . Cristo es el ser humano en todas sus formas
(pág. 119). Y como el ser humano arranca en Adam,
asexual o andrógino, antes de la creación de Eva (se-

gún la disparatada y burda exégesis de H. P. Blavatsky)


y se multiplica por tanta diferencia de razas y de indi-
viduos ; la iconografía de Cristo tenía que revestir todas
esas diferencias y variedades.
B) Refutación. — Basta la lógica natural, el buen
sentido común para poner de manifiesto la argumenta-
ción viciosa de Rojas. Tiene por fundamento que las
imágenes de Cristo son mitos, y que esos mitos son con-
tinuación de los añejos mitos del paganismo. ¿Cómo
demuestra que son mitos? De ninguna manera. ¿Cómo
demuestra que reproducen mitos paganos? Por un pro-
cedimiento muy sencillo : acomodando caprichosamente
a las imágenes de Cristo las figuras paganas con las que
¿ Es una imagen esbelta y pulcra ?
quiere emparentarías.
Pues representa un Apolo. ¿Es una imagen varonil y
doliente ? Pues representa un Baco. No sabemos qué pue-
da haber de varonil y doliente en esas figuras carnosas
y sensuales del beodo Baco.
No lo que exige la Lógica y la sana razón, es de-
;

mostrar primero que esas imágenes son mitos, y después,


señalar la correspondencia que hay entre ellas y los mi-
tos de la gentilidad. Pero pasarán los cielos y la tierra

y eso no se demostrará.

No son nuevas las afirmaciones de Rojas y ya han


tenido cumplida refutación. Acerca de la estatua de San
Pedro, sábese que a Júpiter representábasele desnudo y
vibrando a veces el rayo con su encrispada diestra. ¿ Có-
mo de semejante estatua ha resultado un San Pedro cu-
bierto de manto, con la mano derecha en actitud de ben-
decir, y la izquierda con las simbólicas llaves sobre el

— 42 —
:

pecho ? ¿ Fundiendo de nuevo el bronce ? Entonces ¿ dón-


de está el Júpiter convertido en San Pedro ? Además esa
estatua según el parecer de ilustres arqueólogos, es obra
del tiempo de San León el Grande. ¿Ignoraba el señor
Rojas estas cosas ? Y si las sabía, ¿ por qué no se ha mo-
lestado en refutarlas ?

La estatuíta del Buen Pastor que se conserva en el


museo de Letrán deberá tal vez su inspiración a estatuas
crióforas; pero no puede ponerse en duda su carácter
pues su actitud y la dulzura de su rostro, como
cristiano,
observa Marucchi, hacen de ella un modelo nuevo, en
todo diferente de las estatuas paganas.
En el Cristo del Juicio final ve Rojas un Apolo ; en
cambio Ludovico Pastor, que no es un pobre dilettante
en estas materias, nos hace de él la siguiente descripción
«Figura juvenil de hercúlea constitución, muy poco ves-
tida, sin barba y con los cabellos agitados por el viento,
con la izquierda señala en ademán de reproche la llaga
de su costado, y alza la diestra apartando y castigando,
con gesto propio del rey de tremenda majestad, del Juez
de la justa venganza, como le llamó en su Dies irae el

franciscano Tomás de Celano ; es el Omnipotente que se


levanta de su trono de nubes, para pronunciar, como
justo juez, el fallo valedero para la eternidad : «Apar-
taos de mí, malditos, al fuego eterno!» Pero a Rojas le
convenía más ver en esa imponente figura un Apolo
citarista.

5. Origen y significación verdadera de la iconogra-


fía cristiana.

La primitiva iconografía cristiana, nacida en las cata-


cumbas, utilizó varios elementos del arte pagano, unos

— 43 —
como adorno, otros como símbolos. Las figuras huma-
nas, las de seres irracionales, y aun las de objetos ina-
nimados, se convierten en puros signos ideográficos.
El arte pagano había representado ciertos animales, pero
sin atribuirles significación precisa, exceptuando el pavo
real, símbolo de la inmortalidad; mientras que el arte
cristiano conservó este mismo símbolo e introdujo otros
nuevos, como el pez, la paloma, el cordero, el ancla y
la cruz.

Para averiguar el significado de estos signos, es ne-


cesario tener presente la ideología, las creencias de los
artistas y de las personas a quienes dedicaban sus obras.
Pues ¿ quién que no esté completamente ayuno en historia
eclesiástica, puede ignorar que aquellos artistas y los fie-

lespara quienes trabajaban, abominaban de Apolo y de


Mercurio y de Baco, como de ídolos vanos y falsos dio-
ses, y que por no darles culto se sometían a los tormen-
tos y a la muerte? Y ¿vamos a creer que los símbolos
que construían, eran representaciones de esas mentidas
deidades ? Sería señal de demencia.
El arte cristiano hasta fines del siglo iii, fué sobre
todo arte funerario; y su tema predilecto, expresar la
línica preocupación de la conciencia cristiana : el destino
del alma y la salvación eterna, la vida futura y la resu-
rrección, que decía Tertuliano Fiducia christianorum
:

resurte dio mortuorum. A la vez fué trabando relaciones


más íntimas con la literatura eclesiástica y con la litur-
gia, desarrollándose un simbolismo completamente teo-

lógico. Las pinturas de los sacramentos, en las catacum-


bas de San Calixto, dice Marucchi, han sido inspiradas
por un doctor cristiano ;
hay en un encadenamiento
ellas

lógico que conduce desde la Piedra simbólica de donde

— 44 —
brota el agua de la gracia hasta el Bautismo, y la Peni-
tencia, y la Eucaristía. Para explicar este simbolismo,
Wilpert recurrió a su confrontación con las oraciones

litúrgicas; porque el pintor expresa con colores las ideas


que la liturgia expresa con palabras. El color y la pala-

bra eran signos distintos de una misma fe. (Cf. Dict.


d'Archeol. 7,19; Marucchi, Archeol. Cret. I, 266-269.)
Lainspiración original y profundamente religiosa de
los artistas cristianos utilizó los modelos del arte greco-

romano, como vemos a poetas eminentemente cristia-

nos, por ejemplo fray Luis de León, servirse de la for-


ma clásica horaciana para expresar ideales sublimes de
neta inspiración cristiana. La figura de Cristo cual apa-
rece en el cementerio de Pretextato y en épocas poste-
riores, créese inspirada por el tipo del orador romano,
cuyos ejemplares más célebres son la estatua de Sófo-
cles del museo de Letrán, y la de Esquines del museo de
Nápoles. Al Buen Pastor muchos le creen inspirado por
el pastor Aristeo conduciendo su rebaño.
Entre las más antiguas alegorías cristianas se en-
cuentran :

La vid, que representa a Jesucristo y la Eucaristía.

El pez, cuyo nombre griego cómponese de letras que


corresponden a las iniciales de los principales atributos
de Cristo: I(esous) X(ristós) Z(eoü) Y(iós) S(otér),
o sea, Jesucristo, hijo de Dios, Salvador.
La única alegoría que puede llamarse mitológica, es
la de Orfeo. Se la encuentra poco en las catacumbas,
y significa el poder de la palabra de Cristo. Como Orfeo
con el canto de su lira había domesticado las bestias sal-
vajes ; así Cristo con su doctrina había transformado las
costumbres del mundo pagano.

— 45 —
6. Proceder de la Iglesia con respecto a las imáge-
nes de Cristo.

¿Por qué la Iglesia, pregunta Rojas, ha adoptado un


canon para los Evangelios, y no adoptó un canon para
la figura corporal de Cristo? La respuesta es obvia y
sencilla: porque los Evangelios son escritos auténticos
y una de las principales fuentes de la revelación cristia-
na, cuyo depósito confió Cristo a su Iglesia y de la fi- ;

gura corporal de Cristo no existe retrato auténtico, y


para verdad del culto y custodia de la fe bastaba no
la

permitir, como la Iglesia no permitió jamás, que se ex-


pusieran al culto público imágenes que estuvieran en
pugna con la doctrina revelada.
Cuando queremos representar objetos materiales que
no hemos visto ni en sí mismos, ni en su propia figura,
las imágenes que de ellos formamos no podrán expresar

sino sus caracteres específicos, y apenas alguno que otro


rasgo individual, según el documento en que se inspire
el artista, su genio y su habilidad técnica. Pero en seme-
jantes figuras nadie busca la reproducción exacta del
objeto, su verdadero retrato; sino una imagen verdade-
ra en los elementos esenciales, y aproximada, en cuanto
sea posible, al ideal que nos proporciona el documento
escrito o la tradición donde se contiene la noticia del ob-

jeto. Y esto basta para los fines a que se destina la

imagen.
San Agustín, en su libro acerca de la Trinidad, trae
una explicación que viene como anillo al dedo para ilus-
trar lo que vamos Cuando nuestra fe, dice, se
diciendo.
relaciona con objetos corporales que no hemos visto con
nuestros ojos, por necesidad psicológica forjamos en

— 46 —
nuestra imaginación una imagen sensible de los mismos.
Esta imagen podrá no ser exacta y real y aun cuando ;

lo sea, lo que raras veces sucederá, nada nos servirá


para nuestro acto de fe, la cual no tiene por objeto la

figura corporal de aquellos seres, sino lo que acerca


de ellos se nos enseña. Así la figura del cuerpo del
Señor represéntase bajo variadísimas formas, aunque en
realidad era de una sola, cualquiera que ella fuese. Pero
ni en la fe que tenemos de Cristo es de provecho para
la salvación, la imagen que la fantasía se forja, tal vez
muy distinta de lo que era en realidad ; sino lo que pen-
samos acerca de su naturaleza humana y concuerda con
hombre que llevamos grabada en el
la idea específica del

alma. Así creemos firmemente, y esto nos es de prove-


cho, que Dios se hizo hombre y nació de mujer, dándonos
ejemplo de humildad para sanar la hinchazón de nuestra
soberbia y librarnos del pecado. No conocemos la figura

exterior de la Virgen María de quien nació Jesucristo,


conservándola virgen antes y después del parto pero . . .
;

tampoco hacemos acto de fe sobre la figura externa bajo


la cual nos representamos a María. Por esta razón, sin
error en la fe puede decirse: tal vez tenía esta figura,
tal vez tenía otra ; pero nadie puede decir salva la fe : tal

vez Cristo nació de Madre Virgen. (De Trini. 8, 5.)


Para Rojas las imágenes de Cristo son ídolos, y el
culto que les rendimos, idolatría (págs. 77, 118). ¿Por
qué causa? Admírese el lector! porque son obra de la

mano del hombre. Si querría que fuesen obra de ángeles


o que el mismo Cristo nos hubiera impreso su imagen !...

Nosotros los católicos tenemos por ídolo el simulacro


que representa una falsa divinidad; y por idolatría, el
culto vicioso que se rinde a una criatura o a una falsa

— 47 —
divinidad.Luego las imágenes que representan a Cris-
to,Dios y hombre verdadero, no son ídolos; ni el culto
con que las honramos, puede calificarse de idolatría.
Ya Padres del Concilio Niceno II decían a los ico-
los

noclastas «¿ Cómo nos llamáis idólatras a nosotros que


:

veneramos las reliquias de los mártires porque no sacri-


ficaron a los ídolos?» Observemos con los mismos Pa-
dres, que el culto tributado a las imágenes, es un culto
relativo : no las veneramos por creer que en ellas se en-
cierra la divinidad, ni alguna virtud singular ; sino por-
que representan a Cristo o a un santo digno de nuestra
veneración. Es una cosa parecida al culto civil que tri-

butamos a las estatuas de los héroes de la patria ; en ellas


honramos la persona que representan.

7. Conclusión.

Si el Cristo visible de las imágenes representa el Cris-


to invisibleque vive y muere y resucita en cada hombre,
cuando éste, por medio de las iniciaciones, que A. Besant
describe parodiando la vida de Cristo, se transforma en
un Cristo ; si el Cristo del Catolicismo es el mito de la

teosofía, tendremos una nueva interpretación del cris-

tianismo, nos dice Rojas. La Cruz será el símbolo reli-

gioso del hombre visible, y de la carne que crucifica al

espíritu invisible (pág. 120). Esta crucifixión no es de


la carne, sino del espíritu en la carne. Es una expresión
que tomándola a la letra, y no en sentido teosófico, sig-
nifica maravillosamente lo que Rojas hace en su nueva
interpretación del cristianismo : crucificarlo, torturarlo y
destrozarlo en el lecho de Procusto de la doctrina teo-
sófica.

— 48 —
III

LA PALABRA DE CRISTO

1. Fin del diálogo.


Propónese el señor Rojas darnos la imagen espiritual
de Jesús, o su personalidad, tal como ella resulta de su
doctrina (pág. 125).
Más adelante determina mejor su pensamiento. En los

cuatro Evangelios le parece encontrar «sendas imágenes


de Jesús». En el diálogo anterior ha intentado reducir
(por cierto con muy mala gracia y peor acierto) las

varias figuras corporales a solo una : la del Hombre y


su cruz ! En éste desearía reducir las varias figuras es-
pirituales a solo una : la del Maestro y su doctrina
(pág. 159). Y en otro lugar: «Quiero, al hablar de los
Evangelios, reducir los diversos testimonios de su vida
a un solo símbolo en la palabra del Maestro, para re-
montarme desde sus enseñanzas hasta el Cristo invisible,
subjetivándole en mi conciencia» (pág. 163).

2. Método que ha debido seguir.

Reducir los cuatro Evangelios a un solo argumento


biográfico; separar los elementos que directamente vie-
nen del profetismo judío a través de Mateo, de la meta-
física griega a través de Juan, de la política romana a
través de Marcos y de Lucas ; confrontar los testimonios
de lo que el Maestro dijo cuando oraba, cuando exor-
cisaba, cuando curaba, y reducir la Verdad evangélica
— 49 —
;

al texto del Buen Mensaje en su expresión más pura


(pág. 168).
Este trabajo debe haber quedado en proyecto; y el

descubrimiento, en los Evangelios, de esos elementos ex-


traños, —de la metafisica griega y de la politica roma-
na (el profetismo no lo es, aunque lo contrario griten,
hasta enronquecer, los incrédulos hipercriticos y sus hu-
mildes pedíseciws) —
el descubrimiento, digo, de esos

elementos extraños, debe ser efecto de alguna revelación


dispensada al señor Rojas en esas suspensiones místicas
de las que habla con grande reserva. —¿Qué no? ¿Qué
es fruto de sus trabajos de crítica y exégesis — Ese
? es-
tudio no aparece por ninguna parte: no en lo que pre-
cede, que se reduce todo a un ataque solapado a la au-
toridad de la Iglesia y al valor histórico de los Evange-
lios, y a unos arañazos a la dignidad moral de Jesucris-
to : no en lo que sigue, consagrado todo a mutilar, des-
figurar y cubrir de oprobios la verdadera imagen de
Cristo, tal como se revela en los Evangelios bajo el tri-
ple aspecto de Legado divino, de Mesías e Hijo de Dios.
Sin embargo, como quien llega al término de un pro-
lijo y profundo estudio analítico, estampa con más de-
cisión que un rabino encanecido en la meditación de la
Escritura: «Refundidos los cuatro Evangelios en un
solo argumento, distingo en él tres zonas o esferas espi-
rituales : la primera metafísica, es la tradición prof ética
la segunda realista, es la tradición histórica; la tercera

filosófica, es la tradición de las enseñanzas cristianas.»


Y los elementos de la metafísica griega y de la polí-
tica romana, señor Rojas, ¿adónde han ido a parar? Sin
duda para usted es lo mismo metafísica griega y vati-
cinio profético, tradición histórica y política romana;
— so —
! !

porque la tradición de las enseñanzas cristianas debe


contener los testimonios .de lo que el Maestro dijo ; si

no ¿de dónde saca usted la doctrina de Cristo? ¿De su


caletre? —Rompamos y digamos
el velo, señor Rector,

sin ambajes y sin equívocos que su Cristo Invisible es


obra de pura fantasía más o menos descabellada. ¿Es
verdad que hace rato que nos vamos entendiendo?
Sigamos con las zonas : «La primera zona correspon-
de al Padre, que es el Creador en su poder infinito: el

Tiempo; la segunda, al Hijo, que es la creación en su


aspecto más elevado : el Hombre ; la tercera, al Espí-
ritu, que se vislumbra en la razón humana, capaz del
conocimiento y de la perfección divina.»
Tenemos, pues, en los Evangelios un tiempo metafí-
sico que da origen a la tradición pro f ética ; un hombre
irracional (la razón pertenece a la tercera zona), de
quien procede la tradición histórica; la razón humana
de donde nace la tradición de las enseñanzas cristianas
— Como parto científico, nada más ridículo ; como doc-
trina religiosa, nada más blasfemo. Las tres personas
reales de la Santísima Trinidad, realmente distintas y
subsistentes en la divina naturaleza; son para Rojas el
tiempo, una cosa llamadahombre y la razón humana!
Los Evangelios son documentos históricos en todo el
rigor del término, con valor propio y objetivo; y Rojas
los maneja como enigmas entregados a las interpreta-

ciones caprichosas del hombre

3. División del diálogo.

Podemos distinguir en él dos partes : en la primera


considera el señor Rojas los Evangelios como fuentes
de la doctrina de Cristo ; en la segunda, el testimonio
que en ellos se contiene acerca de la persona de Cristo.
La primera parte es un escarceo crítico sobre la au-
tenticidad de los Evangelios: mezcla en él algunas ver-
dades con muchas inexactitudes y aun graves errores;
refiere algunos hechos ciertos, pero los presenta como
opuestos a la doctrina católica y saca de ellos absurdas
consecuencias, sin percatarse de lo ilógico de su discur-
so y como quien camina a tientas por terreno descono-
;

cido, vuelve y revuelve sobre una misma dificultad sin


atinar a expresarla con precisión y claridad.
En obsequio de la brevedad y de la claridad, antici-
paremos una exposición sucinta de la doctrina tradicio-
nal sobre el valor histórico de los Evangelios, y a con-
tinuación examinaremos las -dificultades que ha recogi-
do el señor Rojas.

4. Los Evangelios: su origen y naturaleza.


La palabra «Evangelio» significó, en su origen, albri-
cias o la recompensa que se da al portador de una bue-
na noticia; después se extendió a significar la buena
nueva o el anuncio feliz. En el Nuevo Testamento, sig-

nifica siempre la buena nueva por excelencia, la sal-

vación del hombre por Cristo, y consiguientemente la

doctrina de la revelación cristiana.


En un principio los Apóstoles propagaron el Evan-
gelio de viva voz; más tarde, por disposición divina y
bajo la inspiración del Espíritu Santo, consignaron por
escrito la doctrina que predicaban : «No por otros he-
mos conocido lo que atañe a nuestra salvación, sino por
aquellos que nos trajeron el Evangelio; el cual prime-
ramente predicaron, y después, por disposición de Dios,
nos entregaron por escrito.» Esto escribía San Ireneo

— 52 —
(Adv. haer. 3, 11) en el siglo ii; y desde entonces se
generalizó el uso de la palabra Evangelio para signifi-
car también los escritos que nos han conservado el anun-
cio dichoso de nuestra salvación por Cristo.
Aun en vida de los Apóstoles, muchos fieles pusieron
por escrito la catcquesis de sus maestros (Le. 1, 1) ;

pero sólo cuatro trabajos fueron reconocidos y acepta-


dos por la primitiva Iglesia. Los Evangelios de San Ma-
teo, de San Marcos, de San Lucas, de San Juan; dos
de ellos Apóstoles : San Mateo y San Juan dos, dis- ;

cípulos de los Apóstoles San Marcos y San Lucas.


:

Los Evangelios son libros históricos y también dog-


máticos, puesto que los Evangelistas, al tejer la narra-
ción de los hechos y dichos de Nuestro Señor, no se
propusieron satisfacer nuestra curiosidad; sino que ca-
da uno tenía por mira especial la confirmación de una
verdad, de utilidad singular para las personas a quie-
nes destinaba su obra, y, en conformidad con esta in-
tención, escogió de los hechos y enseñanzas del Salva-
dor, las que juzgó más oportunas y aptas para obtener
eficazmente su fin. San Mateo dirige su Evangelio a
los convertidos, de la circuncisión, para mostrarles que
Jesús es el Mesías prometido, y la Iglesia, por él fun-
dada, el reino mesiánico anunciado por los Profetas.
San Marcos recoge en el suyo la catcquesis de San Pe-
dro a los gentiles romanos, y parece preocuparse sólo
en demostrar que Jesucristo es el Hijo omnipotente de
Dios, a cuyo imperio todo se doblega, aun las potesta-
des infernales ;
por esto se fija especialmente en los mi-
lagros,argumento eficaz para demostrar la naturaleza
divina de Cristo. San Lucas escri1)e la predicación de
San Pablo a judíos y gentiles, entre los que tuvo el

— 53 —
Apóstol que inculcar, por razón de los judaizantes, que
Cristo era igualmente Salvador de todos, circuncisos e
incircuncisos, y que en el Evangelio todos igualmente
tenían el camino abierto para la vida eterna. Este mismo
propósito se refleja en Lucas, y por eso añade nuevos
actos y enseñanzas que ponen de manifiesto la infinita
misericordia de Cristo para con todos los hombres. San
Juan escribió su Evangelio a ruegos de los obispos de
Asia, contra Cerinto y los herejes ebionitas que negaban
la preexistencia eterna de Cristo. Los tres primeros
Evangelistas tuvieron el propósito de confirmar en la
fe recibida a los catecúmenos recién convertidos; San
Juan, armar a las Iglesias adultas de Asia contra los
errores que las cercaban, los cuales, aunque muy opues-
tos entre sí, convenían en negar la divinidad de Cristo.
Por esta razón insiste el apóstol en inculcar esta ver-
dad valiéndose de las palabras del Señor, y de las pro-
fesiones de fe de los Apóstoles y de otros fieles.
Ningún Evangelista se propuso componer una bio-
grafía propiamente dicha, o la narración completa de la
vida de Jesús. De San Juan consta esto por confesión
explícita del mismo; de los otros tres, colígese de las

fórmulas generales que usan. Aun ordenados los cua-

tro en forma de armonía o de concordia, no dan por re-


sultado sino un resumen o compendio de la vida del Re-
dentor; pero resumen que basta para proporcionarnos
lo que nos es necesario saber de la persona de Jesucris-
to y de la obra que llevó a cabo por nuestra salvación.
«Si un Evangelista, observa Grimm, me refiere una se-

rie de hechos, en que se revela un poder superior y ocul-


to ; esto me basta. Cien milagros no me probarían más
que diez o que uno solo, desde que se prueba históri-

— 54 —
camente esa aparición de una fuerza divina. Y en cuanto
a las enseñanzas del Mesías, pudieron ciertamente los
Evangelistas ser más explicitos; pero una exposición
más minuciosa no hubiera agotado la sustancia de la
nueva doctrina, ni su carácter divino.»
El título que llevan los Evangelios —según San Ma-
teo, según San Marcos, etc. — no es de los Evangelis-
tas; pero aparece ya en el fragmento de Muratori, de
mediados del siglo ii, en San Ireneo (Adv. haer. 3, 11),
y en más antiguos códices de donde críticos racio-
los ;

nalistas como Harnack deducen, que debieron escribir-


se al comenzar el siglo ii. Son buena prueba de la au-
tenticidad de los Evangelios.

5. Autenticidad de los Evangelios.

Nuestros cuatro Evangelios son libros auténticos e


inspirados por el Espíritu Santo. La inspiración (por
cuya virtud Dios es el autor principal de estos libros)
es un hecho sobrenatural, que sólo pudo conocerse por
revelación divina; la autenticidad se prueba con el ar-
gumento histórico de los testimonios.
Libro auténtico es el libro digno de fe. Tres propie-
dades deben concurrir en un libro para que sea fidedig-
no : 1 ) la genuinidad=que pertenezca al autor o a la épo-
ca a que se atribuye; 2) la integridad=que se conserve
como salió de las manos de su autor, sin interpolaciones,
mutilaciones, ni corrupción del sentido, por lo menos
en lo substancial; 3) la veracidad=que sus narraciones
sean verdaderas, lo cual depende de la ciencia y vera-
cidad del autor.
¿Poseen nuestros Evangelios estas cualidades? Sin
duda ninguna.
— 55 —
a) Que los Evangelios sean de los autores a quie-
nes se atribuyen, consta por una tradición perpetua, uni-
versal, unánime que, de siglo en siglo, sube hasta la
misma cuna del Cristianismo. La composición de los
tres primeros, llamados sinópticos, suele fijarse entre los
años 40-64 del siglo i; la del cuarto, hacia el final del
mismo siglo. La critica racionalista, cansada de su labor
de Penélope, viene -acercándose a la sentencia tradicio-
nal. «Nos creemos autorizados, escribe Tischendorf, pa-
ra colocar hacia el fin del siglo i, no sólo el nacimiento
o composición de los Evangelios, sino su compilación
en un cuerpo canónico.» Y Harnack declara que todos
los hombres competentes acabarán por reconocer que «el
cuadro cronológico, según el cual ha dispuesto la tradi-
ción los antiguos monumentos cristianos, es exacto en
todas sus lineas principales, y, por consiguiente, obliga
al historiador a rechazar toda hipótesis que esté en opo-

sición con él.» Y las fechas que asigna a la composición


de los Evangelios se diferencian poco de las que seña-
lan los católicos. (Cf. Lepin, Jésus Messie et fils de
Dieu, 2 edic. Introd. XXXI, nota.)
b) Por lo que atañe a la integridad, baste decir:
consérvanse unos quinientos manuscritos de los Evan-
gelios, que se suceden desde el siglo iv al xvi^ y todos
concuerdan substancialmente entre si. Además del tex-

to griego, existen las versiones siríaca y latina, hechas


a mediados del siglo y también estas versiones con-
ii^

cuerdan entre sí. Añádase por fin, que toda corrupción


substancial del texto hubiera sido imposible. En su tiem-
po los Apóstoles no la hubieran tolerado y después de ;

su muerte, las copias eran numerosas y estaba tan di-


fundidas, que toda alteración hubiera provocado innu-

— 56 --
merables quejas y reclamaciones de amigos y enemigos,
como sucedería en nuestros tiempos.
c) Los Evangelistas narran lo que vieron o lo que
oyeron a testigos oculares, completamente dignos de fe.

Refieren hechos sensibles, públicos, de notoria impor-


y a veces extraordinarios y maravillosos, realiza-
tancia,

dos en presencia de grandes muchedumbres luego pu- :

dieron tener conocimiento cierto de lo que afirmaban.


Su honradez y candor se reflejan en cada línea, y nin-
gún interés pudo inducirlos a ocultar la verdad o adul-
terarla luego escribieron la verdad. Los Evangelios apa-
:

recieron cuando aún vivían innumerables personas inte-


resadas en los sucesos que en ellos se narraban, y que
no hubieran dejado de protestar contra la impostura o
falsedad de los Evangelistas: luego no pudieron enga-
ñar. Luego su testimonio tiene todas las garantías que
pueden imaginarse para que se le tenga por fidedigno.
Omitimos los argumentos de crítica interna. Baste
añadir las palabras siguientes de un notable racionalis-
ta: «Los Evangelios no son escritos de partido ni se ;

nota en ellos el dominio decisivo del espíritu griego. En


su contenido esencial, pertenecen al período primitivo
del cristianismo, a su período judaico, a aquella corta
época que podríamos llamar época paleontológica. . . La
lengua griega parece que se ha dejado caer sobre estos
escritos como un velo trasparente a través del cual se
percibe sin trabajo la forma hebraica o aramea del pen-
samiento. Es indiscutible que, en lo esencial, nos halla-
mos en presencia de una tradición primitiva.» (Har-
nack, La Esencia del Crist. 2 Conf.)
Qué cambios en el campo racionalista, desde los tiem-
pos de Strauss y del jefe de la escuela de Tubinga. To-
— 57 —
do esto ha pasado desapercibido para el autor del Cris-
to Invisible. El se contenta con los relieves de la mesa
de Renán, y de la exégesis tenebrosa de algún teósofo.

6. Dificultades del señor Rojas contra la preceden-


te doctrina.

P) Toca la conducta, al parecer, inconsecuente de


la Iglesia: «Si consiente la lectura de textos autoriza-
dos por ella ¿cómo impedir que el lector, según su pro-
pio entendimiento, discierna lo que lee?»
La Iglesia, señor Rojas, no impide que apliquemos
nuestra inteligencia a conocer y profundizar en el co-
nocimiento de la Escritura, ni que nos valgamos de nues-
tra razón para discernir y examinar lo que leemos; de
lo contrario, ¿cómo podrían dar cuenta y
los católicos
razón de lo que creen, y rebatir las dificultades de la
herejía e incredulidad? Lo que la Iglesia reprueba, es
el que nos valgamos de nuestra inteligencia como de re-
gla suprema para juzgar e interpretar las verdades re-
veladas, y esto por varias razones : a) porque contiénen-
se entre aquéllas, misterios que exceden el alcance de
toda inteligencia creada, y sería absurdo quererlos com-
prender con nuestra chata razón; b) porque entregar
las Escrituras a la libre interpretación o al examen pri-

vado de los hombres, sería lo mismo que destruir la


verdad revelada y sustituirla por las opiniones mudables
de los hombres, y tendríamos quot capita, tot sententiae,
como sucede entre los racionalistas. Por eso Cristo, para
conservar perpetuamente su doctrina sin alteración ni
error, y comunicarla pura a todas las gentes, instituyó
en su Iglesia un Magisterio vivo, auténtico, perenne, que
comenzando en el episcopado petro-apostólico, como
— 58 —
se expresa Van Xoort, se continúa en el episcopado ro-
mano-católico. A este Magisterio corresponde la inter-
pretación auténtica de la Escritura, como a él corres-
ponde el mandato y la promesa de Cristo : «Enseñad a
todas las gentes . . . enseñándolas a guardar las cosas
todas que yo os he mandado; y he aquí que con voso-
tros estoy todos los días hasta la consumación de los

siglos.» (Mat. 28, 19-20).


2^) Fa contra la autoridad de la Iglesia y de recha-
co contra la genidnidad de los Evangelios : «En los pri-
meros siglos de la Era, circulaban con el nombre de Me-
morias de los xVpóstoles, numerosas versiones de la

vida y la palabra de Cristo, pero la Iglesia consagró a


cuatro de ellas como dignas de fe, rechazando a las

otras». Algo más preciso y concreto debía saber ya


nuestro Huésped. Lo que dice, induce a creer que, du-
rante siglos, la Iglesia desconoció el valor de nuestros
Evangelios ; lo cual es contra la verdad histórica.
Pero donde latet anguis, es en lo siguiente : «Ningu-
no de los cuatro evangelistas da testimonio, sin embar-
go, de algunos hechos que la Iglesia acepta o aceptó en
otro tiempo, y que provienen de las desechadas fuentes
apócrifas... El episodio de la Verónica, por ejemplo,
y el de la bajada del Redentor a los infiernos, después
de la resurrección, para libertar a Adán y a los pro-
fetas ... así como otras leyendas análogas que entraron
en el común acervo de las creencias cristianas» (pági-
nas 128, 129.)
Cuentan de un mal predicador que para dar impor-
tancia a sus parrafadas de lirismo vacío, solía terminar
con esta muletilla«Hermanos, cargad aquí \n.iestra con-
:

sideración.» Cuando el señor Rojas hace una afirma-

— 59 —

ción en la que cree haber dado un golpe de segur a la
raíz misma de la fe, el testaferro de su interlocutor se
desata en ponderaciones como la siguiente : «Las cues-
tiones que planteáis son intrincadas y de muy prolija
solución» (129).
Aquí no hay cuestión intrincada, ni cosa que se le pa-
rezca. Sino hay mala fe (juicio que dejo a Dios, es-
cudriñador de los corazones), hay sí, ignorancia ma-
yúscula de documentos que debía haber estudiado el se-

ñor Rojas antes de hacer a la Iglesia imputaciones tan


graves.
Dejemos lo de la Verónica que —peor es meneallo
después de lo dicho en el artículo anterior. La bajada de
Cristo a los infiernos después de su muerte (no des-
pués de su resurrección, que aun en esto yerra), es un
dogma de fe, y es un hecho que se contiene en la Es-
critura y en la Tradición cristiana. San Pedro, en su
primera epístola, nos dice que el alma de Cristo, mien-
tras el cuerpo quedaba en el sepulcro, fué a anunciar la
buena nueva de la redención — his, qui in carcere erant,
spiritibus —a los espíritus encarcelados, a las almas de
los difuntos detenidas en el í/í^o/=morada de los muer-
tos en aquella parte que llamamos seno de Abraham.
Y en el Libro de los Actos (2, 24-27) enseña el mis-
mo hecho, explicando las palabras en que David lo te-

nía predicho : «No abandonarás mi alma en el infierno,

ni consentirás que el santo tuyo vea corrupción . . . Pre-


viendo lo futuro afirmó de la resurrección del Mesías,
que ni fué abandonado en el abismo tenebroso, ni la

carne de él vió corrupción.»


Omito otros testimonios de los Evangelios que Padres

y Teólogos interpretan en el mismo sentido.

— 60 —
En favor de la Tradición, baste citar:
A
San Ignacio mártir, en su epístola Ad Trallianos
(Funck Patr. Apost. I pg. 249). A Tertuliano (Migne,
P. L. 2, 743). A San Ireneo (Migne, P. G. 7, 1208).
La exposición teológica de este dogma puede verse
en Suárez, In III Divi Thomae, q. 52, disp. 43, s. 2.

Aunque esta verdad no se contuviera explícitamente


en la Escritura, y los escritores eclesiásticos, al ense-
ñarla, no mencionaran los libros de la Escritura de don-
de la toman; todavía, un conocimiento mediano de los

evangelios apócrifos basta para convencer de falsa la


afirmación del señor Rojas. La razón y apo-
es sencilla
díctica: los testimonios de la Tradición cristiana son
anteriores a las desechadas fuentes apócrifas que refie-
ren la bajada de Cristo a los infiernos. ¿Ignoraba esto
el señor Rojas? ¿Es que su saber en estas materias se
reduce a erudición de pacotilla y de segunda mano ?

7. Los Evangelios apócrifos.

Deben su origen a dos causas muy diferentes: a la

herejía y a la falsa piedad.


Los herejes, para acreditarse entre los fieles, com-
pusieron evangelios bajo los nombres de Apóstoles o
Patriarcas, vertiendo hábilmente en ellos sus propias
herejías. A veces se reducían a alterar o corromper al-
guno de los Evangelios canónicos, como hicieron Ce-
rinto, Basílides, Marción y otros.
Como nuestros Evangelios canónicos hablan poco de
la infancia de Jesús y de otros grandes sucesos de su
vida, para satisfacer la curiosidad del vulgo, ansioso de
saber aun lo omitido por los Evangelistas, no faltaron
escritores nada escrupulosos que se consagraron a re-

— 61 —
coger tradiciones inciertas e inventar prodigios y mi-
lagros de todo género, de donde nacieron nuevos Evan-
gelios apócrifos. Todos estos pueden distribuirse en dos
grupos: 1) los que refieren el nacimiento e infancia de
Cristo, entre los cuales pueden figurar los que narran
la historia Santísima Virgen y de San José; 2)
de la

los que pretenden completar la historia de la pasión y

de la resurrección. Aunque ortodoxos en gran parte de


sus narraciones, reflejan de vez en cuando los errores
contemporáneos, y aun se sirven de frases tomadas al

vocabulario gnóstico.
Entre las obras más importantes del último grupo,
está el llamado Evangelio de Nicodemus, compuesto de
dos libros muy diferentes : Hechos de Pilatos, Bajada
de Cristo a los infiernos. Los códices griegos más an-
tiguos no contienen sino el primer libro; los códices la-

tinos más recientes contienen ambos bajo el solo título


de Evangelio de Nicodemus. En el segundo libro se ha-
lla la narración que hacen de la bajada de Cristo a los
infiernos, los dos hijos del anciano Simeón, Lucio y
Carino, que abandonaron sus tumbas milagrosamente
al resucitar Cristo.
¿Cuándo se compuso este libro? Es muy incierta la

época de su composición: entre los siglos v-xiii. (Cf.


Cornely, Intr. Gen. I, pg. 240; Fillion, Intr. aux Evang.
pg. 118).
3*) Primer ataque directo a la veracidad de los
Evangelios. Hay en ellos grandes diferencias : a) en el

asunto: unos refieren hechos y enseñanzas de Cristo,


que omiten otros; b) en la redacción y estilo: cada uno
tiene su manera de expresarse y de referir las palabras

del Salvador; c) en el plan y en el fin a que se desti-


na cada evangelio; d) en la inspiración y en el espíritu

(pág. 133-159).
Sin duda el señor Rojas habla de inspiración artís-
tica, la cual aquí no monta nada. La inspiración sobre-
natural, el impulso y asistencia del Espíritu Santo para
que el Evangelista escribiera, sin error ni falsedad, to-
do y sólo aquello que Dios quería que escribiese; esta
inspiración en todos fué igual.
¿Qué deduce usted de todas esas diferencias, siglos
ha puestas de manifiesto por los católicos?
«
— Que el texto canónico actual autorizado por la
Iglesia, nos ofrece cuatro interpretaciones de Cristo que
difieren entre sí» (pág. 145).
«Los cuatro difieren fundamentalmente» (pág. 146).
— Permítame negarle la consecuencia, señor Rector.
Los Evangelios son narraciones históricas, donde usted
no ha podido notar sino diferencias accidentales —de
orden, plan, estilo, propósito — ¿con qué lógica conclu-
ye usted : luego son interpretaciones que difieren fun-
damentalmente?
—Replicará usted : según Renán difieren.
—Renán dijo un atajo de necedades en su ya muerta
teoría acerca del origen de los Evangelios. Y para que
no me acuse usted, como diría Valera, de irrespetuoso
con los hombres de fama, y para que usted se emancipe
de la tutela del exseminarista francés, oiga como le juz-
gan sus maestros, los racionalistas alemanes. De la Vi-
da de Jesús dice Ewald: «La obra tal como está com-
puesta, hace poco honor al país que la ha producido.» Y
Keim «El : libro del señor Renán es ante todo un libro
parisién, un producto superficial, una nulidad para el

sabio que nada utilizable podrá encontrar en él.» Con


— 63 —
razón dice Fillion que no han sido los católicos los que
han juzgado a Renán con más aspereza.
—Replicará de nuevo el señor Rojas: «Requiere un
verdadero trabajo de creación personal la definición del

protagonista único, a través de los cuatro testimo-


nios. Por de pronto, es heterodoxa la manera cómo
los lectores modernos entienden esas narraciones (pá-
gina 147).
—Cualquiera diría que los lectores modernos de los
Evangelios, se reducen a un puñado de teósofos y ra-
cionalistas! La necesidad de ese trabajo de creación pro-
cede del empeño absurdo del racionalismo en rechazar
lo sobrenatural, y no querer ver en Cristo sino un puro
hombre más o menos extraordinario. Admitida la divi-

nidad de Cristo, todo se explica con claridad meridiana


sin necesidad de esas creaciones canijas del racionalis-
mo ;
negada la divinidad de Cristo, la revelación cris-

tiana resulta un enigma indescifrable, como prueban ese

y teorías para explicar la per-


tejer y destejer sistemas
sona de Cristo y su doctrina, cuya existencia y valor
histórico sólo niega la despreocupación vulgar o la cie-
ga pasión. ¿Qué remedio? Basta una pequeña dosis de
humildad cristiana, señor Rojas.

8. El testimonio del P. Didón.

No difiere, en lo substancial, de la sentencia tradi-

cional; pero el señor Rojas lo aduce sin exactitud. Ya


en el diálogo anterior le cuelga el siguiente dislate : «Se-
gún el Jesús Christ del Padre Didón, María Magdalena
es la mujer adúltera, yque ungió a Jesús con sus
la

perfumes, y la que fué a buscar su cadáver en la tumba,


identificadas hoy las tres en una sola por el dictamen

— 64 --
definitivo de la Iglesia, aunque antes se las creyó tres

mujeres distintas» (pág. 61).


¿Dónde ha visto usted, señor Rector, ese fallo defi-

nitivo de la Iglesia? la Iglesia no falla sobre cuestiones


de tan escasa importancia. Además, lo que usted ha es-
crito, ni el P. Didón, ni nadie que haya leído con aten-
ción los Evangelios, puede afirmarlo. Usted ha confun-
didola mujer adúltera con la pecadora de quien habla

San Lucas (7, 37-50) sin decir su nombre. De ésta, y


de la pecadora de quien salieron siete demonios, llamada
María Magdalena, y de María de Betania, se ha discu-
tido, y se discute aún, si son tres mujeres distintas o

una sola, aunque la opinión más corriente siempre iden-


tificó a las tres.

La sentencia del P. Didón sobre el origen de los


Evangelios, refiérela el señor Rojas en esta forma, ha-
blando del Evangelio de San Lucas : «Más tarde apa-
reció el Evangelio de Lucas, probablemente un discípulo
de San Pablo, un judío converso que acaso conoció a
la madre de Jesús, que utilizó una fuente hebrea, que
introdujo algún orden cronológico en la biografía del
Maestro, y que recogió las últimas tradiciones, llenando
lagunas de las dos memorias anteriores, hasta el extre-
mo de que él introduce, como aporte nuevo, cinco mila-
gros, doce parábolas y algunas intimidades relativas a los
últimos días del Maestro, especialmente sobre la entrada
en Jcrusalén y la resurrección, acerca de las cuales na-
da dicen los otros evangelios. ¿No es así?» (pág. 143).
No señor, no es así ! Y para que aparezcan claro las
diferencias nos hemos permitido subrayar ciertas fra-
ses. Transcribamos el texto del P. Didón: «Saint Luc...

disciple de Paul, compagnon de ses voyages, coUégue de


!

Barnabé, l'un des soixante-douze, venu á Jérusa-


il est
lem, il a interrogó les apotres Fierre, Jacques le Mineur,
qu'on appelait le frére du Seigneur, et Jean, le disciple
aimé, il a connu certainement la famille de Jésus et sa
mere, et la parenté de Jean-Baptiste. II a eu sous les
yeux les divers écrits auxquels il fait allusion dans la

préface de son oeuvre, et súrement les Evangiles de Mat-


thieu et de Marc ... II les a évidemment complétés par
ses récits de la naissance de Jean et de l'enfance de
Jésus.
«II les compute encoré dans ees riches épisodes dont
la vie errante de Jésus a été semée, pendant une periode
de quatre ou cinq mois, du jour oü il quitte la Golilée,
nayant plus oü reposer sa tete, jusqu'á son entrée triom-
phále á Jérusalem.
«Les deux premiers Evangiles sont muets sur cette

phase importante, II les enrichit encoré dans son récit de


la Resurrection et dans celui de l'Ascension par lequel
il ouvre son livre des Actes.»
Es decir, señor Rojas 1) con sus omisiones y
que el

expresiones dudosas, desvirtúa el testimonio del P. Bi-


dón; 2) aplica a la entrada de nuestro Señor en Jeru-
salén y a la Resurrección, lo que se refiere a la narra-
ción del último viaje de Jesucristo desde la Galilea a
la Judea ; y de esta manera le atribuye al Padre la dis-

paratada afirmación de que los dos primeros Evange-


lios nada dicen de la entrada de Cristo en la ciudad
santa, ni de la resurrección
4^) Ultima dificultad. Los Evangelios son testimo-
nios mediatos y, por ende, sometidos a todos los peli-
gros que debe correr un documento al pasar de gene-
ración en generación y de una lengua a otra.
«Ni Marcos ni Lucas fueron discípulos inmediatos
de Jesús, y además sus memorias nos han llegado en
griego, con todo el riesgo que para la palabra del Maes-
tro significan la tradición mediata y la traducción de
sus ideas a diversas lenguas» (página 144).
«Su Evangelio (el de Juan) también nos ha llegado
en griego.» Ibíd.
«El manuscrito original hoy no existe.»
Más chuscas, si cabe, son las observaciones siguien-
tes «Los evangelistas no publicaron su relato como un
:

autor moderno que compone, corrige e imprime su libro.»


«No hay prueba de que estos documentos hayan sido co-
piados el uno del otro, sucesivamente, o que todos pro-
vengan de una matriz común.»
¿Y bien? Quien hace un viaje por el mar corre todo
los riesgos de escollos, bajíos, tempestades propios del
mar. Luego ¿qué?
El dilema es sencillo : o se han salvado esos riesgos,
o no: si se han salvado, ¿a qué hacer mención de ellos

con ese tono de duda, sino para insinuarla entre el vul-


go ignorante? Si no se han salvado, muéstrelo con bue-
nas razones, que es lo único científico y leal.

9. Testimonio de los Evangelios.

En los Evangelios aparece Cristo, desde los comien-


zos de su vida pública, como enviado o Legado de Dios,
y obrando estupendos milagros en confirmación de su
misión divina; llevando la convicción de esta verdad a
las inteligencias amantes de la luz, como se verificó en
Nicodemus : «Maestro, sabemos que has venido de par-
te de Dios para enseñarnos; porque nadie puede hacer
estas señales que tú haces, si no estuviere Dios con él.
(Jo. 3, 2). Y a los incrédulos decía : «Si a mi no me que-
réis creer, dad fe a mis obras.» (Jo. 10, 38). al re- Y
sucitar a Lázaro lo hace Propter populum, qui circums-
tat, ut credant quía tu me misisti. (Jo. 11, 42).

Además, entre las predicciones mesiánicas del An-


tiguo Testamento y la vida de Jesús como la describen
los Evangelistas, se descubre una maravillosa analogía,
la cual, dada la índole real e histórica de las narraciones
evangélicas y de las profecías mesiánicas, manifiesta con
toda evidencia que Jesús es el verdadero Mesías pro-
metido en la Ley y anunciado por los Profetas. «La
historia evangélica, dice Murillo, va ordenada a hacer
ver cómo cada uno de los pasos del Salvador es el cum-
plimiento de vaticinios detallados sobre la procedencia
genealógica, tiempo, lugar del nacimiento, vida pública

y muerte del Mesías; como cada uno de los oficios va-


rios que Jesús desempeña de Rey, Sacerdote, Víctima

expiatoria etc., es la realización de numerosas y solem-


nes predicciones sobre cada uno de esos oficios, descu-
briéndose así la armonía más perfecta, el paralelismo
más admirable entre la Sabiduría y la Providencia de
Dios que predice y prepara, y su Omnipotencia que rea-
liza un plan vastísimo y asombroso, un plan que él solo

hace concebir una idea altísima de la divinidad de la

Religión cristiana.» (Jesucristo, I, pág. 7).


¿Qué nos dice el señor Rojas de este mensaje, que
ha cambiado la faz del mundo, y que, por olvidarlo, pa-

recen volver al caos del paganismo individuos y so-


ciedades ?

10. Imagen de Cristo.

En el diálogo anterior nos ha dicho que no cree en la


existencia de Jesucristo como personaje histórico, y en
este nos dice: «Aun cuando se considere a Jesús como
personaje histórico, debemos recordar que, según los
documentos evangélicos, el Nazareno fué, para algunos

de sus contemporáneos, el Rey de los Judíos ... y fué


para otros un loco» (pág. 218). aunque él dice re- Y
pudiar esta opinión, se pone a fundamentarla con cavi-
laciones fantásticas, como estas: «Los Evangelios di-

cen que muchos contemporáneos de Jesús lo creyeron


loco, y si a esto se agrega sus vagabundajes, sus aluci-
naciones, sus ensimismamientos, las alternativas de su
conducta entre las soledades del desierto o las fiestas de
la ciudad, sus trasportes de furor o de misticismo, sus
frases enigmáticas, su misión grandiosa, y tantos otros
rasgos comunes a la santidad, al genio y a la locura»,
tenemos los hechos en que se apoya esa opinión (pá-
gina 213).
No es malo el fruto que el señor Rojas ha sacado de
sus piadosas lecturas de los Evangelios en la versión de
Binet Sanglé ! Y es que para blasfemar en grande era
necesario contemplar la vida de Cristo con los anteojos
de un rematado materialista.
Respóndame usted, señor Rojas. Los Evangelios ca-
recen para usted de valor histórico; el Cristo de los
Evangelios, o no ha existido, o fué un loco; pues ¿de
qué personaje nos quiere usted dar la imagen espiritual

y de qué documentos se vale usted? ¿Es de un Cristo


de su propia cosecha? Y ¿por qué no lo ha dicho usted
paladinamente en el prólogo de su libro y nos hubiera
evitado la molestia de leerlo, y el pesar de ver cómo de-
nigra usted la más hermosa figura del más hermoso hijo
de los hombres?

— 69 —
i

11. Parecer del señor Rojas sobre los milagros de


Cristo.

El milagro es un hecho sensible que, en sí mismo o


en la manera de producirse, excede las energías de la

naturaleza creada, y, por lo tanto, supone la intervención


extraordinaria del poder divino. La posibilidad del mi-
lagro se prueba en Cosmología, y es evidente para quien
reconozca el dominio supremo que Dios tiene sobre la
naturaleza, obra de su omnipotencia. Cuando Dios quie-
re confirmar una doctrina o la misión de un delegado
suyo, el milagro es como el sello con que acredita la

verdad de aquella doctrina o la misión de su delegado


especial. Tales fueron los milagros que hizo para con-
firmar la misión que había confiado a Cristo de redi-
mir al hombre. La verdad histórica de los milagros de
Cristo se prueba por los Evangelios, documentos his-
tóricos dignísimos de fe.
No rechaza el señor Rojas la posibilidad de los mi-
lagros; conténtase con dar unos rasguños a la verdad
filosófica de los milagros de Cristo y a su fuerza pro-
bativa, terminando por negar su verdad histórica.
A) Carecen los milagros, según Rojas, de valor pro-
bativo de misión de Cristo: 1) porque ninguna in-
la

fluencia pueden ejercer sobre nosotros a la distancia de


veinte siglos; 2) porque otros han hecho milagros sin
pretender ser dioses; 3) porque fueron obra de magia
y de fuerzas ocultas. El hombre es un almacén de fuer-
zas prodigiosas y basta un alto desarrollo espiritual para
despertar esas fuerzas en un cuerpo adelgazado por la

penitencia (págs. 176, 178).


El milagro, en los Evangelios, es un signo de la in-

— 70 —
tervención de la omnipotencia de Dios en confirmación
de la misión de su Hijo. Si yo después de veinte o vein-
te mil siglos alcanzo conocimiento cierto de la existen-
cia, de ese signo, el mismo valor tiene para mi, que el

que tuvo para los que lo presenciaron. ¿Por qué no?


Como si pudiera nunca dejar de ser verdad lo que Dios
afirma que es verdad; o la afirmación divina perdiera
su valor con el correr del tiempo. La segunda razón, se-
ñor Rojas, es más propia de un doctrino que de un filó-

sofo. Los milagros de que hablamos son aquellos que


se ejecutan en confirmación de una misión divina o de
una verdad determinada, y decimos que prueban aque-
llo en cuya confirmación se realizan. Así los de Moisés

probaron que era enviado de Jehová; y los de Cristo,


que era enviado de Dios e Hijo de Dios. A la tercera
razón le respondo sencillamente: Diz que usted desea
fundar una nueva religión, y que los iniciados en la teo-
sofía adquieren el dominio de esas fuerzas ocultas, y
también, como usted acaba de decirnos, los que alcan-
zan un alto desarrollo espiritual y adelgazan por la pe-
nitencia. Ese desarrollo supongo que usted lo posee;
dése, pues, a la penitencia hasta adelgazar lo suficiente,

y échese por esos hospitales, leproserías y albergues del


dolor, y ejecute usted las obras de Cristo; y desde ahora
le juro que yo seré su primer apóstol. Si no lo hace
usted, es, o porque su explicación es falsísima, o por-
que la lección de altruismo quijotesco que nos da en el

mensaje de su Cristo, es pura retórica.


B) Los milagros son parábolas en acción. «Muestra
en las dolencias del cuerpo los misterios del alma» (pá-
gina 201).
«En los enfermos curados por Jesús noto una coin-
— 71 —
cidencia significativa, dice Rojas : son todos ciegos, pa-
ralíticos o leprosos» (pág. 201).
—Permítame, señor Rector, confirmar su aserto con
algunos ejemplos. La suegra de Simón a quien Jesús
curó de una fiebre que la tenía clavada en el lecho. El
hidrópico que sanó en casa de un fariseo principal. La
hemorroisa, aquella infeliz que padecía flujo de sangre
hacía doce años, y que había gastado en médicos su
hacienda sin hallar remedio. También sordos y sordo-
mudos. Siga usted, pues.
« — Sus ciegos son los hombres sin fe ; sus paralíticos,
los hombres sin esperanzas ; sus leprosos, los pecadores.»
Ibíd.
—¿Y los febricientos, hidrópicos, sordos, etc.? Ten-
ga usted en cuenta estas omisiones para que la segunda
edición de su Cristo salga corregida y aumentada.

12. Las Profecías.


Las profecías son prenuncios ciertos, claros y deter-
minados de sucesos futuros en los que interviene la ac-
ción libre de los seres racionales. Dios sólo tiene pres-
ciencia infalible de las determinaciones de las causas li-

bres, y por lo mismo sólo Dios puede predecirlas. Estas


predicciones son verdaderos milagros del orden intelec-
tual, y, como los milagros del orden físico, sirven a
Dios de sello para confirmar la verdad de la revela-

ción sobrenatural o de la misión especial de algún de-


legado suyo; aunque toda la eficacia de la profecía de-
pende de su fiel cumplimiento. Tales fueron las pro-
fecías con que Dios, por medio de los Videntes de Is-
rael, anunció la venida del Mesías, su genealogía, su
concepción sobrenatural, su nacimiento en Belén, su vida,

— 72 —
:

pasión y muerte, su resurrección gloriosa, la fundación


de su reino espiritual, y sus oficios de Rey, Profeta y
Pontífice; todas las cuales tuvieron su cabal cumpli-
miento en Cristo Jesús.
Cuanto nos dice el señor Rojas acerca de las Profe-
cías, tienemenos enjundia, si cabe, que las dificultades
contra los milagros. Veámoslo brevemente.
a) Pone en duda que Cristo hubiera enseñado algu-
na vez que él era el Mesías.
Tan claro aparece en los Evangelios que Cristo hubie-
ra enseñado esto, que ni los mismos racionalistas lo nie-
gan hoy. Las razones en que Rojas funda su duda, no
pueden ser más superficiales : 1 ) que Cristo mandó a sus
discípulos que a nadie dijesen que él era el Mesías; 2)
que empleó casi siempre sobre este asunto fórmulas eva-
sivas. Esta segunda razón es falsa, ni vienen al caso los
textos que refiere. Cristo debió usar mucha prudencia en
el declararse al pueblo por Mesías porque, por interpre-
taciones falsas de algunas profecías, esperaban un Cristo
terreno, conquistador y dominador de reyes; y era ne-
cesario irlos preparando a recibir el verdadero Mesías,
Redentor de pecadores y Rey espiritual de las almas.
los

Rechaza Rojas el testimonio de Cristo a Pilatos, cuan-


do preguntándole si era el rey de los judíos respondió
«Tú lo dices». Para Rojas esta respuesta es ambigua.
No comprende el buen señor, que es una manera de res-
ponder afirmativamente, pero con modestia y sin ofen-
sión del que pregunta, como observa el insigne Maldo-
nado. La misma respuesta da a Caif ás
y prueba de que ;

era afirmativa, es que inmediatamente añade razones


para confirmar la afirmación, y que por ello es conde-
nado a muerte.
— 73 —
b) Rechaza algunas profecías porque se encuentran
en libros que Renán reputa apócrifos, o dice que fue-
ron interpolados.
A esta razón respondo con aquel epigramático : «Pues
si lo dijo Blas, punto redondo.» Pero sobre todo recha-
zo, como calumnia indigna, la que el señor Rojas inter-
cala diciendo que la Iglesia reconoce la interpolación de
muchos libros apócrifos en la Biblia (pág. 215). ¿Por
qué no cita documentos ?

c) Para un racionalista el Mesías implica una viola-


ción de las leyes naturales.
A este reparo diremos, que para los hombres de jui-
cio, que tienen de la divinidad el concepto que deben
tener, las profecias como los milagros nada envuelven
de repugnante o absurdo, ni se oponen en nada a los
atributos de Dios ni al orden establecido en la natu-
raleza.

d) Las profecías no bastan como argumentos: 1)


porque en nombre de ellas, los judíos siguen esperando
a su Mesías; 2) porque el Mesías del Viejo Testamento
es el Cristo de Israel, mientras el Cristo del Nuevo
Testamento es el Mesías de toda la humanidad; 3)
para Mateo, Cristo es el Mesías de los hebreos, para
San Marcos y San Lucas, es el Salvador del mundo;
para San Juan, Dios mismo (pág. 218).
Los judíos siguen esperando la venida del Mesías, por
ceguedad voluntaria ante el cumplimiento de las profe-

cías; como los racionalistas rechazan la divinidad de


Cristo por ceguedad voluntaria ante los milagros que la
evidencian. Ambas ceguedades prueban, no la falsedad
de los milagros y de las profecías, sino la rebeldía de
voluntades torcidas que aborrecen lo sobrenatural. Esas

— 74 —
mismas profecías han servido de faro para conducir a
muchos judíos al puerto de la Iglesia.
El resto de la dificultad, es una prueba más de la falta
de preparación del señor Rojas en estas materias. Los
profetas anuncian un Mesías Rey que dominará de mar
a mar, cuyo reino, por confines, tendrá los confines de
la tierra; Rey a quien prestarán vasallaje todos los pue-
blos, y que colmará de paz y de abundancia de bienes
espirituales a todas las gentes. Así nos lo describe Jacob
al bendecir a Judá ; así lo celebra el real profeta en los
salmos 2 y 71. Y
Daniel nos dibuja el reino del Mesías
levantándose sobre las ruinas de los tronos que erigiera
la soberbia humana, como reino que subsistirá eterna-
mente. Todo lo cual significa un Mesías universal.
Con los mismos caracteres nos presentan los Evange-
listas a Cristo. Dios Padre lo ha mandado al mundo para

salvar a todos los que en él crean, dice San Juan. Y en


los sinópticos aparece mandando a sus Apóstoles a pre-

dicar el Evangelio por todo el mundo, a todas las gentes,

y prometiéndoles su asistencia hasta el fin de los siglos.

Otras dificultades son señal manifiesta de que el tex-


to original es libro sellado para el señor Rojas : v. gr.

en la página 217, afirma que los profetas anunciaron


que de Israel nacería el Redentor, y que por este pri-
vilegio lo bendecirían todos los pueblos de la tierra.
— ¿ Qué profetas, señor Rojas, anunciaron esas bendicio-
nes ? Seguro que usted lo ignora ; y sin embargo . . . !

Dos, solamente dos racionalistas que tengan derecho a


hablar entre varones doctos, han dado una interpretación
errónea a la promesa hecha por Dios a Abrahán, Isaac
y Jacob. La promesa dice: En tu descendencia serán
bendecidas todas las gentes. Y los racionalistas aludidos
;

traducen: Las gentes se bendecirán, esto es, desearán


para sí los bienes que gozará Israel. Pero ¿qué valen
dos autoridades de ayer, contra el unánime sentir de to-
dos los intérpretes antiguos, los Alejandrinos, el Siró,
Onkelos, Aquila, Teodoción, Símaco, que conocían la
fuerza del lenguaje mejor que nuestros más flamantes
racionalistas ?

13. Conclusión.

¿Dónde está la imagen espiritual de Cristo que pro-


metió darnos el señor Rojas? ¿Dónde está el Buen Men-
saje del Maestro?
El Maestro (que aún no sabemos con claridad quién
es) reduce su buen mensaje al precepto del amor mutuo.
Señor Rojas, el verdadero Maestro Cristo Jesús, Dios
y hombre verdadero, el buen mensaje que nos trajo,

fué el de habernos librado del pecado, reconciliado con


Dios, y conferido el derecho a la filiación divina. Pero
nos puso por condición la fe, principio de la justifica-
ción; la penitencia, sin la cual no hay remisión de pe-
cados, y la confesión sincera de nuestras culpas a los
ministros que instituyó jueces en la causa de los peca-
dos. Estableció en su Iglesia un ministerio perpetuo pa-
ra enseñar infaliblemente la doctrina de la fe, para san-
tificar las almas por la administración de los sacramen-
tos, y para regirlas en todo cuanto se refiere al culto

y a la santificación propio en todos los órdenes de la


vida! Señor Rojas, si usted no ha encontrado esto, y
otras cosas más en los Evangelios, permítame que le

diga que ni conoce a Cristo, ni su doctrina, ni sus obras

y que hubiera hecho usted muy bien en no olvidar aquel


consejo de Horacio: Ne, sutor, ultra crepidam.
:

IV

EL ESPIRITU DE CRISTO

1. El Catolicismo en la América española-


Comienza su diálogo el señor Rojas haciéndonos una
descripción del Catolicismo sudamericano, que pone gri-
ma en el alma. Aquí el pueblo yace en un nuevo paga-
nismo : el alcohol y la superstición para los indígenas de
tierra adentro, el lucro y el lujo para la gente de los
puertos (pág. 243). La tradición católica está viva, co-
mo forma externa; pero no asi el sentimiento cristiano,
como inspiración de la vida (pág. 244). La plebe es feti-
chista ;
gazmoña, la aristocracia. Se practica el culto, pe-
ro se ignora su significado. La caridad no es aquí sino
instinto egoísta o vanidad mundana (pág. 247).
Me apesadumbra de veras cuadro tan desolador, por-
que yo amo a la América española, y sé cierto que la su-

perstición y el vicio son la ruina de las sociedades

^Que cuando un pueblo la virtud olvida

Lleva en sus propios vicios su tirano.»

Señor Rojas : usted que con retórico estoicismo alza


de vez en cuando el estilo para proclamar verdades que
juzga redentoras, ¿ por qué no señala las causas que han

arrojado a la sociedad en brazos del alcohol y de la su-


perstición, de la molicie y del lujo? ¿Las ignora? Son
los escritores que, más o menos conscientemente, han
cooperado con los traficantes en vicios, apagando en las
inteligencias la fe, matando en las voluntades la esperan-
za de bienes eternos, azuzando los instintos depravados
de la carne, latentes en el corazón del hombre.
¿Cómo sanear y ennoblecer la vida de la sociedad?
Ya lo dijo Dios: La justicia eleva a los pueblos, así
como el vicio los hace miserables (Prov. 14). Hay que
iluminar las inteligencias con la verdad indefectible del
Evangelio, y rendir los corazones al imperio de la Ley
cristiana. No hay otro camino.
Para rectificar la vida no basta, señor Rojas, la lec-

tura privada de las Escrituras, aunque la acompañen las


«leyes secas» y otras represiones constitucionales, como
puede usted probarlo por el escaso fruto que tales me-
dios producen en los Estados Unidos y en otras regio-
nes. El proponernos a Wilson como modelo de cris-
tianos, es una simpleza; Rector de Universidad y Pre-
sidente de República, no pasó de ser un adocenado racio-
nalista. El sillón rectoral y la silla presidencial podrán
servir de escabel para dar cierto relieve a la figurilla
humana; pero no aumentan la vista intelectual. Wilson
ante la excelsa figura del Hombre-Dios, abrió los ojos,
pero no llegó a conocer lo que veía. Usted, señor Rojas,

tampoco lo ha conocido ; antes ha hecho de él una horri-


ble quimera. Vamos a verlo, o a continuar viéndolo.

2. Propósito del señor Rojas en este diálogo.

Desearía hablarnos sobre la misión espiritual del Me-


sías, considerado como salvador de todo el género hu-
mano (pág. 238). En realidad, parece no preocuparse
sino de combatir la Iglesia católica. Acúsala de intole-
rancia : le canta la malaventura prediciéndole su fin, arro-

— 78 —
:

liada por el protestantismo y por el empuje del laicismo


social: combate su culto externo como opuesto al espí-
ritu y a la doctrina de Cristo aboga por un cristianismo
:

individual y libre, por una iglesia invisible de las almas


atribuye la doctrina de la Iglesia a la filosofía griega;
y a influencias extrínsecas del Imperio romano, la orga-
nización social de la Iglesia con su jerarquía, su sacer-
docio, sus ritos, sus leyes : afirma (y en esto no ve opo-
sición con lo precedente!) que la Iglesia de Roma es
continuación de la Sinagoga ; y Cristo = Mesías, crea-
ción del profetismo hebreo y del sentimiento exaltado
de los primeros discípulos, etc., etc. Sería tarea larga
sólo enumerar los errores que el señor Rojas ha cazado
en el campo racionalista, sin más criterio que el de haci-
narlos en su libro. Porque, dicho sea de paso, Rojas no
está afiliado a escuela crítica determinada, ni tiene sis-
tema propio; su bagaje científico, en cuestiones religio-

sas^ se reduce a un vago panteísmo teosóf ico ;


pero como
buen iniciado, siente la necesidad, la comezón de des-
acreditar por todos los medios la verdadera religión
cristiana.

El mismo embrollo en las ideas y la misma falta de


disciplina dialéctica que en el diálogo anterior, se nota
en el presente : avanza el discurso como los saltamontes,

y se engarzan las cuestiones método de Sancho.


por el

Para ahorrarnos fatiga y repeticiones, examinaremos


primero lo que nos dice sobre el Espíritu de Cristo, y
después nos haremos cargo de los principales ataques
a la Iglesia.

3. Misión del Espíritu de Cristo según Rojas.

«La humanidad, dice, necesita una sola religión para


crear la Unidad Espiritual del género humano. Esa es
la misión del Espíritu de Cristo ; crear en los individuos
elAmor, y en la especie la Fraternidad.» (pág. 312).

¿Cuándo tendrá lugar esta creación filantrópica?
«Cuando Cristo sea una realidad en la conciencia de
cada hombre, como lo he explicado en los diálogos an-
teriores, su Espíritu trascenderá al pensamiento, a las

costumbres y a las instituciones» (pág. 314).


Más adelante declara el mismo pensamiento, pero con
diferentes modalidades. «El mundo, escribe, necesita
nuevamente la venida del Mesías ; y si hace veinte siglos
vino a la tierra, como hombre de carne, el Cristo de los
ritosy de los templos, hoy esperamos al Cristo social,

que vendrá en Espíritu como El lo anunció, para la ele-

vación de las almas y lapaz de los pueblos» (pág. 323).


Este Cristo social de Rojas será un Cristo vaciado en
troqueles constitucionales, una especie de mandatario
del pueblo soberano ;
porque la sociedad de nuestro tiem-
po es la que ha de formular «la nueva consigna cris-

tiana», a saber: Justicia, Trabajo y Amor, y confiará


a Cristo la misión de propagarla entre los hombres

(pág. 326).
Esa consigna «el Espíritu de Cristo la propagará, y
la definiremos los hombres mismos, cuando hayamos
definido a Cristo según las necesidades de nuestra épo-
ca» (pág. 327). Risum teneatis, amici!

Pero, señor Rector, ¿qué concepto tiene de Dios, de


Cristo, de moral, de religión? ¿Cree, usted, que esos
términos son palabras hueras o signos convencionales,
a los que podemos dar un valor arbitrario, para arreglar
a nuestro capricho la vida privada y social, la moral y
la religión?¿A discurrir tan absurdo llama usted preo-
— 80 —
: ;

cupación religiosa? Pues si ello es así, los pueblos his-


panoamericanos que carecen de ella, muestran tener jui-

cio y sensatez.
Estamos casi al final de la obra, y aún le queda al

señor Rojas el definir la consigna que nos ha de salvar,

y a Cristo que la ha de propagar. Y si esa definición ha


de ser obra de un plebiscito, adiós para siempre, misión
¡

del Cristo invisible!

4. Definición del Cristo invisible.

He aquí una síntesis, en la cual el señor Rojas nos


define su Cristo para ahorrarnos quebraderos de cabe-
za: «La efigie de Cristo concentra la liturgia católica
que empieza con San Pedro; la palabra de Cristo con-
centra la dialéctica protestante que empieza con Lutero
el Espíritu de Cristo concentra la nueva revelación que
empieza con Swedenborg. La primera se fundó en la

autoridad; la segunda, en la inteligencia (¿habrá dialéc-


ticas que se funden en el olfato, v. gr.f) ; la tercera, en
la intuición. El sueño individualista de un Cristo invi-
sible, concentra a los tres, en una visión integral del
Hombre» (pág. 314, 315).
Yo, aun a trueque de pasar por hombre de cortas lu-

ces,confieso que no entiendo esas concentraciones; y


tengo la convicción de que, si dijera lo contrario, el señor
Rojas susurraría por lo bajo
<íMientes Fahio,
Que soy yo quien lo digo y no lo entiendo.^

Sustituyendo conceptos equipolentes en la ideología


del señor Rojas, tendríamos la versión siguiente: El ri-

tualismo católico converge a expresar la imagen corporal


del hombre; el ergotismo protestante, el precepto del

— 81 —
;

amor mutuo; los delirios de Swedenborg y los sueños


de los adventistas, la misión social de Cristo . . . j No me
lisonjeo de haber dado en el clavo!
Pues ¿cómo clasificar el parto antroposófico del señor
Rojas, «el sueño individualista de un Cristo invisible,
que concentra a los tres (San Pedro, Lutero, Sweden-
borg?) en una visión integral del Hombre?» La liturgia
católica, la dialéctica protestante y las pesadillas sweden-
borgianas se mezclan, revuelven y exprimen, y tenemos
el Cristo invisible; monstruo que dará quince
y raya al
que describe Horacio en su carta a los Pisones.
Por si algún lector perezoso o de corto vuelo, no ha
entendido aún la definición del Cristo invisible, o se re-
siste a creer que sea tan disparatada como la precedente
ahí va otra, en la cual se trasparenta el pensamiento del
señor Rojas : «El arte litúrgico nos ha mostrado su cuer-
po; la palabra evangélica nos ha descubierto su alma.
Jesucristo es el hombre en la plenitud de sus posibili-

dades espirituales» (pág. 327). Y como en el Nuevo


Testamento se nos revela Cristo y su religión, por esto
afirma en otro lugar: «Si el Viejo Testamento reveló
la religión del Dios único, el Nuevo Testamento reveló
la religión del Hombre único» (pág. 330).

5. El Cristo invisible es el hombre invisible.

Ya nadie podrá llamarse a engaño de lo que significa


el Cristo invisible de Ricardo Rojas. Es el hombre según
la explicación que nos da de él la antropología teosófica
con su panteísmo emanatista hombre uno, porque todos
;

los individuos tienen una misma y única esencia, llámese

Dios a Naturaleza porque una es el alma de la humani-


;

dad, aunque sea múltiple la vestidura externa del cuerpo


!

físico. «El hombre, dice Giordano, en su ser verdadero,


es un rayo de la conciencia divina, una unidad de la sus-
tancia del Primer Logos, un germen que contiene po-
tencialmente todas las perfecciones del Manantial de don-
de procede.» (Busnelli, IV, cap. 4.)
Así podemos explicarnos que, para Rojas la religión

consista en el cultivo de las facultades superiores del


hombre; que su Cristo invisible se manifieste mayor-
mente en las obras de la mística, de la música y de las

ciencias; que en su panteón puedan levantarse igual-


mente altares a San Francisco, a Cervantes y Beethoven
(y aún se queda corto en la enumeración) y que, al ;

querer fundamentar en la Escritura y en la tradición


cristiana, tanto dislate, tanto absurdo, tanta impiedad;
pervierta y corrompa el sentido de la Escritura, desfi-
gure y falsee la tradición y calumnie a santos de pri-
mera magnitud.
La Argentina es, para Rojas, la tierra predestinada
para servir de vehículo político a la realización del nue-
vo ideal cristiano ... ¡La asociación cívica de una demo-
cracia como la nuestra, podrá ser entonces una herman-
dad religiosa, y su capellán mayor . . . don Ricardo

tParturient montes, nascetur ridiculus mus.»

Ha habido ya algún escritor racionalista, admirador


del señor Rojas, que ha puesto de manifiesto el desen-
y ridículo del Cristo Invisible. A los tremen-
lace pueril

dos problemas que entraña la religión; si hay una pri-


mera causa, un Dios eterno y qué relaciones nos ligan
con él ; de dónde venimos y a dónde vamos ; si hay una
vida eterna ultraterrenal, y cuál será nuestro destino fu-
turo ; si hay una providencia divina que nos gobierna, y
— 83 —
!

qué leyes nos ha impuesto, y cuál es la sanción de esas


leyes si hay una religión sobrenatural, y cuál es su na-
;

turaleza, etc., etc., etc., a la discusión de estos tremendos


problemas, el señor Rojas no consagra en su libro ni un
solo pensamiento. Y precisamente estas cuestiones son
las que han preocupado y deben preocupar a todo hom-
bre. Sólo la idea de que en todo tiempo y lugar hubo

hombres de espíritu elevado y de gran saber que han


creído en lo sobrenatural, conturbó a Renán en su deís-
mo, e hizo estremecerse a Heine y Littré en presencia
de la muerte. (Schanz, Apolog., I, cap. 3.)
Téngalo en cuenta, señor Rojas, a ver si se apodera
de usted la verdadera preocupación religiosa, antes que
suene la hora de rendir cuentas

6. La misión de Jesucristo según los Evangelios.

Como el señor Rojas pretende hacer creer que su doc-


trina se contiene en la revelación cristiana, conviene po-
ner de manifiesto que yerra miserablemente. Comence-
mos por la misión de Cristo.
En el Evangelio de San Juan (quien según Rojas
nos da la clave para interpretar a los Sinópticos) el

mismo Jesucristo nos declara la misión que trajo al mun-


do: «Para que todo el que cree en él, no perezca, sino
tenga vida eterna. Porque no envió Dios al mundo al

hijo suyo para que juzgue almundo, sino para que por
él mundo. Quien cree en él, no es condena-
sea salvo el

do; pero quien no cree, ya está condenado, porque no


ha creído en el nombre del unigénito hijo de Dios.
(3, 16-18.)
Quien no abraza la fe cristiana ya está condenado.
San Pablo nos da la explicación de esta sentencia (Rom.
5, 12-21) : Cuando Cristo vino al mundo halló a los
hombres bajo la esclavitud del pecado y el imperio de la
muerte introducidos en el mundo por la desobediencia
del primer hombre. Con la obediencia redentora de Cris-
to, la justicia entró en mundo, y por la justicia la vida,
el

las cuales no se comunican sino por medio de la fe en


el mismo Cristo. Por esta razón, quien rechaza la fe
cristiana, permanece esclavo del pecado y bajo el impe-
rio de la muerte. Esta fué la misión de Cristo : acabar
con el pecado y con la muerte, y sobre sus ruinas levan-
tar el reino de la justicia y de la vida, el cual empieza
en con
la tierra regeneración espiritual del hombre y
la

tiene su perfección consumada en la visión beatífica de


la gloria.

Esta regeneración espiritual, por ser renovación in-

terna de las energías superiores del alma, e infusión de


realidades sobrehumanas, acrecienta el valer del hombre
y le comunica un doble poder, necesario para el recto vi-
vir y para el progreso y elevación de la vida 1 ) el do- :

minio de los instintos perversos del corazón, que abaten


y extravían las energías intelectuales y morales, y aun
empobrecen la vida física; 2) la capacidad de elevarse
al conocimiento de la verdadera sabiduría, y a la pose-
sión del sumo bien, por el ejercicio de la fe y la práctica
de la virtud.

7. La misión de Cristo perpetuada en su Iglesia.

Para continuar esta obra redentora, durante la per-


manencia del hombre sobre la tierra, fundó Cristo su
Iglesia; y en ella, el Ministerio apostólico, antes men-
cionado, con la triple potestad 1 ) de enseñar a los hom-
bres la doctrina revelada por Cristo; 2) de santificarlos
con la aplicación de los ritos sagrados instituidos por
Cristo; 3) de regirlos por el camino de la verdad y del
bien, por medio de sabias leyes, dadas con la autoridad

recibida del mismo Cristo.


Triunfador Cristo del pecado y de la muerte por su
pasión y resurrección gloriosa, se presenta en medio de
sus discípulos y les dice: «Así como me envió a mí el

Padre, así os envío yo a vosotros. Recibid el Espíritu


Santo: a quien perdonareis los pecados, perdonados le

son; a quien los retuviereis, retenidos le son.» (Jo., 20,


21-23).
«Y di joles : Id por el universo mundo, predicad el

evangelio a toda criatura, quien creyere y fuere bauti-


zado, se salvará; mas quien no creyere, se condenará.»
(Me. 16, 15. 16.)

«Toda potestad me ha sido dada en los cielos y sobre


la tierra. Id, pues, y amaestrad todas las gentes, bauti-

zándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Es-

píritu Santo enseñándoles a cumplir todas cuantas cosas


:

os he mandado. Y he aquí, Yo estoy con vosotros todos


los días hasta la consumación del siglo.» (Mt., 28, 18-20.)

Ya antes les había prometido amplia potestad legisla-


tiva para gobernar la Iglesia : «En verdad os digo, cuan-
to atareis sobre la tierra, atado será en el cielo ; y cuan-
to desatareis sobre la tierra, desatado será en el cielo.»

(Mt. 18, 18.)

Es decir : Cristo confía a sus Apóstoles la misión que


él trajo del cielo a la tierra : les infunde el Espíritu San-
to para que en su nombre y con su autoridad, santifi-
quen las almas les otorga plenos poderes para amaestrar
:

a todas las gentes en la doctrina revelada, santificarlas


con ritos sagrados, y regirlas en la vida del alma: y a

todos los hombres impone el deber, bajo pena de conde-
nación eterna, de someterse a este ministerio apostólico.
Que el sobredicho ministerio haya de ser una institu-
ción permanente para regir, enseñar y santificar perpe-
tuamente a los discípulos de Cristo; sigúese de la mi-
sión que le confía, y de la promesa que le hace: «Yo
estaré con vosotros hasta la consumación del mundo.»

8. La Iglesia, su origen y naturaleza.

Puesto que la índole de este trabajo, no da lugar a


una refutación amplia de las falsas afirmaciones, ano-
tadasal comenzar este articulo; indiquemos por lo me-

nos su oposición con las enseñanzas fundamentales de


la doctrina evangélica, comenzando por el origen y la
naturaleza de la Iglesia.
A) Lo que dice el señor Rojas sobre el origen del
Cristianismo.
«La Iglesia cristiana nació de una excelsa iniciación
que no todos comprenden.» (pág. 298). Vamos, señor
Rector, que a los humildes dió el Padre a conocer los
misterios del reino de los cielos. La doctrina que usted
va a revelarnos, ni vino del cielo, ni pudo concebirla
mente sana.
Opina Rojas que las explicaciones antagónicas sobre
el origen de las religiones — ^la evolución y la revelación
se complementan. ¿Cómo así? La razón, búsquela un
galgo. En su explicación nos dice que todas las religio-
nes son, en el fondo, una misma cosa en : el naturalismo
incaico, en el panteísmo hindú, en el politeísmo griego
hay dejos de monoteísmo; así como en el monoteísmo
actual, se descubren restos de aquellas otras formas re-
ligiosas ... El Dios único adorado por los hebreos, al
principio sin imagen, se personaliza en el Viejo Testa-
mento bajo el nombre de Jehová, que quiere decir el
Tiempo, el Eterno, el Anciano de días, y que prepara
durante siglos la aparición del Dios-hombre, que funda
una religión humanista (como quien dice una escuela de
literatos o una asociación protectora de. . . la humani-
dad) (pág. 278).
Al leer estos disparates se sienten impulsos de arro-
jar el libro de las manos. Que tales afirmaciones proce-
dan de pluma de A. Besant, ya es mucho pero que las
la ;

escriba el Rector de una ilustre Universidad, que ha


debido estudiar algo por lo menos de filosofía y de teo-
logía cristiana, algo de historia de los dogmas, es una
cosa increíble.
Señor Rojas : el Dios que adoramos los cristianos es

el mismo ser subsistente por sí, ser necesario, acto pu-


rísimo, infinito en todo orden de perfecciones; quien
conozca el valor de estos términos y tenga sana la ra-
zón, ¿cómo puede descubrir en el fondo de esta noción
de la divinidad, restos de fetichismo, panteísmo y poli-
teísmo? En la unidad simplicísima, en la actualidad rea-

lísima, en la omniperf ección infinita, ¿ cómo pueden des-


cubrirse restos de multiplicidad, de potencialidad, de li-

mitación e imperfección grosera?


Y no es menos noble y sublime la idea de la divinidad,
que desde su origen tuvieron los hebreos; como que a
ellos se reveló primero elmismo Dios, y les dió la de-
finición de su propio ser Yahvé
: ó oSv =
qui est. =
Esto significa el nombre Jehová, el nombre tetragram-
rnaton, que hoy los doctos escriben Yahvé: el ser sub-

sistente por sí, el ser realísimo, la plenitud del ser.


Pero todavía falta el trueno gordo. El cristianismo,

— 88 —
dice Rojas, «comienza por crear un Dios vivo, afirman-
do en su ser la individualidad divina y universal del
hombre, desvinculado {¿quién? el hombre, el Dios vivo,
o el cristianismo?) desvinculado de accidentes físicos o
sociales, aunque al difundirse en la humanidad, no pu-
diese prescindir del paisaje ni de la historia. Así tomó
de los hebreos el profetismo y el mesianismo; de los

griegos, la filosofía y el arte; de los romanos, el ponti-


ficado, la disciplina, las armas, la ley, la política ...»

(pág. 280).
Este parra fito debería someterse primero al juicio

crítico de Hermosilla, para fijar su sentido. En cuanto


a la doctrina teológica, bastan unas preguntas para po-
ner de manifiesto que es un ciempiés.
¿Quién es, señor Rojas, el Dios vivo, creación del
cristianismo? Por de pronto debe ser un ente de razón,
porque —Dios creado — repugna in terminis. Ese ente
de razón ¿es Jesucristo? Pero Jesucristo ¿no es el fun-
dador del cristianismo, de la religión humanista, que us-
ted dice? ¿Qué cosa es un Dios vivo, que recibe la in-
dividualidad divina y universal del hombre ? ¿ No se per-
cata usted del cúmulo de contradicciones que envuelven
esas palabras ? Lo individuo no puede ser universal y ;

quien participa la individualidad humana, no puede ser


Dios, porque, por mucho que el hombre se estire, siem-
pre será un pobrete.
Otra razón más para que usted se convenza que su
Cristo invisible es una monstruosidad, puesto que no
es sino ese Dios con la personalidad divina y universal
del hombre.
Las demás afirmaciones se convencen de falsas con
lo siguiente.

— 89 —
;

B) Origen verdadero de la Iglesia.


Cristo había prometido a Pedro hacerle fundamento
de su Iglesia, entregarle las llaves del reino de los cielos
y comunicarle el poder de atar y desatar las conciencias
metáforas que significan la suprema potestad de la Igle-
sia. Cumplióle esta promesa cuando le confió el oficio

de apacentar todo su rebaño : agnos et oves, otra metá-


fora que significa la misma Iglesia.

Pues bien; con la fundación de la jerarquía eclesiás-


tica, cuyo supremo poder corresponde a Pedro por de-
recho divino, quedaba fundada la Iglesia en forma de
sociedad y de sociedad visible. Esto quiere decir que la
organización social de la Iglesia con su jerarquía, su
sacerdocio, su potestad legislativa, ejecutiva y judicial,
procede inmediatamente de Cristo.
Cristo, Maestro infalible. Pontífice supremo, Rey in-

mortal de los siglos, 1) instituyó a sus Apóstoles maes-


tros de todas las gentes, y Ies prometió su asistencia
para que fuesen maestros infalibles; 2) consagrólos
sacerdotes para que pudieran ofrecer el santo Sacrificio,
y santificar a los hombres; 3) hízolos participantes de
su poder soberano para el gobierno espiritual de las al-

mas; 4) enviólos por el mundo, como delegados suyos,


imponiendo a todas las gentes la obligación de recibirlos
como si fuesen el mismo Cristo, y someterse a su mi-
nisterio sagrado, para poder alcanzar la vida eterna. Re-
chazarlos, es condenarse al suplicio eterno. Esta es la
voluntad absoluta de aquél que tiene todo poder en los
cielos y sobre la tierra. Con tal institución quedaban los

discípulos de Cristo unidos entre sí con la obligación de


profesar una misma doctrina religiosa, de participar de
unos mismos sacramentos, bajo el gobierno de una mis-

— 90 —
ma autoridad, para la consecución de la bienaventuranza
eterna. Es decir, quedaban constituidos en sociedad pues :

sociedad no es sino la unión estable de muchos, ordenada


a la consecución de un fin común.
Antes, pues, que la Iglesia salvase los confines de la
Judea, tenía su constitución social, su pontificado, sus
ritos;y a medida que fué viviendo y desarrollando su
propia actividad, fué creando su legislación y formando
su disciplina, hasta adquirir su pleno desenvolvimiento.
Por lo que atañe a la filosofía y a las artes de los
griegos, los cristianos se apoderaron de ellas para po-
nerlas al servicio de la teología y del culto, haciendo la
razón sierva de la fe, como continúan haciéndola a des-
pecho del racionalismo.
La religión mosaica fué, por voluntad de Dios que la

inspiró, preparación a la venida del Redentor, anunciado


por los profetas con el nombre de Mesías para signifi-

car los principales oficios que debía ejercer, de Rey,


Pontífice y Profeta. El cristianismo no tuvo que tomar
de los hebreos el profetismo, ni el mesianismo (decir
esto, es una necedad) ; sino que en su divino fundador
se cumplieron las profecías porque Jesucristo fué el

Redentor prometido, el Mesías anunciado.

9. Cristianismo individualista de Rojas.

La idea de un cristianismo individualista, puramente


interno, sin ritos sensibles, sin culto externo, es contra-
ria a la institución de Cristo.
Observemos, en primer lugar, la relación que hay en-
tre el cristianismo o religión cristiana y la Iglesia de
Cristo : son, en realidad una misma cosa, aunque puedan
distinguirse con la razón. La Iglesia es la sociedad en la

— 91 —
cual vive como incorporada la religión, y por medio de
la cual se conserva y pone en ejercicio.
La religión de Cristo comprende: 1) la doctrina que
hemos de creer; 2) los ritos sagrados que hemos de
Dios y para santificarnos.
practicar, para glorificar a
Pues por voluntad expresa de Cristo, sólo a los pastores
de la Iglesia corresponde la potestad de enseñar la doc-
y de administrar los ritos sagrados con
trina de la fe,
que honramos a Dios y nos santificamos.
Al ejercicio de la religión corresponde : la predicación
y la profesión de la doctrina de Cristo; la celebración
del santo sacrificio, la administración de los sacramen-
tos, la conformación de la vida a las leyes divinas y a
la perfección evangélica. Pues este ejercicio, por volun-
tad expresa de Cristo, procede del influjo activo del mi-
nisterio eclesiástico, y tiene por término la santificación
de los miembros de la Iglesia. No podemos alcanzar la
vida sobrenatural de la fe y de la gracia, y permanecer
en ella, sino profesando la doctrina que enseña el ma-
gisterio eclesiástico, participando de los sacramentos que
celebra el sacerdocio eclesiástico, y obedeciendo a las
leyes que dicta la autoridad eclesiástica.
Si, pues, el cristianismo verdadero, en concreto, no es
y ésta fué instituida por Cristo
sino la Iglesia de Cristo,
en forma de verdadera sociedad, externa y sensible, co-
mo son sensibles los vínculos que unen sus miembros, y
el ministerio social que los rige; la idea de un cristia-

nismo individualista y sin culto externo, es uno de tantos


delirios de Rojas.

Sostiene Rojas que hay en la Iglesia conflicto entre


la disciplina eclesiástica y la intuición individual, entre

la mística y la fe (entiéndase pseudomística y pseudofe


!

o sentimiento religioso individual) y la teología, el dog-


ma y la autoridad de la Iglesia. (Rojas dice «autoridad
colectiva», que es un disparate más).
Este conflicto no me maravilla; lo que me extraña es
que ponga Rojas entre los individualistas rebeldes a
Santo Tomás de Aquino, San Vicente de Paul, San Pe-
dro de Alcántara, Santa Teresa y otros santos e insignes
católicos. Todos, según Rojas individualistas religiosos,
a quienes la Iglesia, después de censurarlos, los ha cano-
nizado. Todos llegaron a Dios, sin mediación de la Igle-

sia y eso es lo grave para la Iglesia (págs. 318 y 319).


La gente versada en las obras de estos santos, mís-
ticos y teólogos, se harán cruces al oír estas cosas. Pero
como Rojas tiene el arte de calmar el escándalo que
produce una barbaridad suya, espetando a continuación
otra barbaridad mayor, ahí va esa para los escandali-
zados : Jesucristo, afirma Rojas, da la razón a esos disi-
dentes, porque él tuvo en poco los cultos externos, por-
que estimó más la moral que el rito (págs. 282 a 287).
Las razones de su aserto, proceden, como todas las
suyas, de falta de inteligencia de las cuestiones que tra-
ta: 1) reprende Cristo a los fariseos porque anteponen
sus tradiciones humanas a los preceptos divinos. Con-
cluye Rojas : luego Cristo prefiere la moral al culto

¡ Como si la moral y el culto divino no estuvieran pres-


critos en la ley de Dios! 2) Arroja Cristo del templo a
los mercaderes que lo profanan. Concluye Rojas: luego
Cristo quiere un culto sin sacrificios! 3) Dice Cristo a
la Samaritana : es llegado el tiempo de que los verdade-
ros adoradores adoren a Dios, no con ritos falsos como
lo hacen los samaritanos, no con ritos figurativos como
lo hacen los judíos, sino con un culto verdadero y espi-

— 93 —
!

ritual como el que venía a enseñarnos él. Creyendo Ro-


jas que aquí se condena el culto externo, concluye: El
significado de esta respuesta me parece bien claro
Otras veces calumnia a los escritores católicos atri-

buyéndoles doctrinas o sentimientos heterodoxos, como


hace con San Agustín (pág. 247) a quien presenta como
solapado individualista; con Santa Teresa (pág. 291) y
Calderón (pág. 296) a quienes achaca ideas panteísticas.

10. Intolerancia de la Iglesia.

Es sentencia del señor Rojas que la Iglesia católica


subsiste como institución histórica gracias a su disciplina
litúrgica, a su intransigencia dogmática, a sus severos
principios tradicionales ;
pero también es de parecer que
la civilización actual reclama de ella más tolerancia fi-

losófica, y más adecuación a las necesidades concretas

de la vida ; que no debe rechazar a los que creen en Cris-


to, aunque no crean en ella; que debe salvar al hombre,
aunque ella deba cambiar (págs. 244 a 246).
Prescindamos por ahora de las causas a que atribuye
la duración de la y vamos a la intolerancia.
Iglesia,

¿Cree el señor Rojas que fuera de la Iglesia hay salva-


ción; que hay un cristianismo libre, donde vive Cristo
como vive en la Iglesia? Entonces ¿qué le importa a él

la intolerancia de la Iglesia ? ¿ Cree que fuera de la Igle-

sia no hay salvación? Entonces lo juicioso, es aceptarla

como Cristo la ha instituido, y no pretender modificarla


a capricho de los hombres.
Desde los tiempos del deísmo inglés, puede calificar-
se la obra de los filósofos, como calificó el Conde de
Maistre la historia, de conjuración contra la verdad. De
esa conjuración contra la verdad católica, han salido sis-
temas filosóficos tan absurdos y opuestos entre si como
el Criticismo kantiano, el Idealismo trascendental, el

Materialismo universal, el Positivismo y el Modernis-


mo, los cuales niegan, pervierten o declaran incognos-
cibles los primeros principios de la razón natural y la
misma noción de Dios. ¿Y quiere el señor Rojas que
la Iglesia católica, custodio de la verdad, transija con
semejante filosofía? Por lo demás, para salvarse, no
basta vivir en buenas relaciones diplomáticas con la Igle-
sia, es necesario creer y practicar la religión como la ha
revelado Jesucristo ; de suerte que los mismos cristianos
que dentro de la Iglesia viven como infieles, perecerán
irremediablemente, si mueren impenitentes.

11. ¿Ocaso de la Iglesia católica?

Sarcasmo parece pedir a la Iglesia católica más tole-

rancia con la civilización actual, y a renglón seguido, em-


pezar a extenderla la partida de defunción, como hace
el señor Rojas. Oigámosle.
«Un vasto movimiento cristiano se ha realizado fuera
de la Iglesia» (pág. 245). «La Europa no católica do-
mina hoy sobre el resto del mundo». «En el seno de to-
das las sociedades, aun de las que se cuentan entre las
católicas como Francia y los pueblos hispanoamericanos,
triunfa el laicismo en el gobierno y la educación. La ex-
pansión del cristianismo en los países orientales o aus-
trales, que en el siglo xvi . . . estuvo a cargo de los mi-
sioneros católicos, ha pasado a ser una actividad de los
misioneros protestantes».
«Catolicidad quiere decir universalidad, y la univer-
salidad es hoy disidente, puesto que hay un cristianis-

mo libre.»

— 95 —
!

«En Australia, el obispo Leadbether ha fundado una


Iglesia católica ocultista...» (pág. 256, 257.)
Señor Rojas: fuera de la Iglesia católica se ha reali-

zado un vasto movimiento anticristiano, y aun ateo, si


pone usted en la danza el movimiento teosófico, donde
figura el obispo Leadbether. Este señor, digámoslo en-
tre paréntesis, es un apóstata del protestantismo y del
cristianismo, acusado ante el Congreso teosófico de Pa-
rís y expulsado de la Sociedad, por su conducta perversa
entre los jóvenes budistas de Madrás. Admitido de nue-
vo en la sociedad teosófica por su presidenta A. Besant,

y consagrado obispo por un obispo herético, se sirve de


una parodia del ceremonial católico para impresionar los
espíritus de sus adeptos australianos. (Cf. Razón y Fe,
tom. 56, 426; tom. 57, 175). Podemos decir remedando
a Tertuliano: También las avispas hacen panales, como
los teósofos hacen iglesias

El movimiento anticatólico que señala el señor Rojas


como indicio de decadencia o ruina de la Iglesia católi-
ca, no significa otra cosa sino que la lid perpetua, sos-
tenida por la misma Iglesia contra los poderes del aver-

no, pasa hoy por uno de esos periodos de recrudescencia


y mayor extensión, que de vez en cuando se registran en
la historia eclesiástica. La Iglesia combate, segura del

triunfo, porque promesa firme, comprobada en sus


tiene

lides de veinte siglos, de que las puertas del infierno no

prevalecerán contra ella.

Lord Macaulay, en un estudio sobre el pontificado,


dice con cierta amargura que delata al escritor protes-
tante: «Ningún signo indica que se halle cercano el
término de tan prolongada soberanía (la del Pontifica-
do). Si era grande y respetada antes de que los sajones

— 96 —
hubieran pisado las playas de Inglaterra, antes de que
los francos hubieran pasado el Rhin, cuando la elocuen-
cia griega estaba floreciente aún en Antioquía. bien . .

puede continuar siendo grande y respetada cuando los


viajeros de Nueva Zelanda se detengan en medio de vasta
soledad,y apoyados en los arcos rotos del puente de
Londres dibujen las ruinas de la catedral de San Pablo.
» Oyese decir a cada momento que la humanidad va
progresando sin cesar en ilustración, y que debe ser
necesariamente funesta al catolicismo y favorable al
protestantismo la difusión de las luces. Se nos antoja
que carece de fundamento esta esperanza.»
Esto escribía Macaulay por los años 1840. ¿Qué di-

ría hoy si, a pesar de las vejaciones y aun persecuciones


sangrientas que, desde entonces acá, ha padecido la Igle-
sia, viese que se agiganta por momentos la autoridad
moral del Romano Pontífice (1) ; se aviva la fe entre

(1) Prueba palmaria de ello nos suministran los siguientes


datos, tomados del Mensajero de Bilbao, febrero 1928:
Antes de la gran guerra el Vaticano tenía dos Embajadas : la

de España y la de Austria-Hungría, y 14 Legaciones.


En 1918, el año del armisticio, casi todos los Estados habían
establecido o pensado establecer relaciones diplomáticas con la
Santa Sede. Inglaterra, durante la guerra, envió un ministro con
carácter provisional. Hoy su representación es de carácter per-
manente.
En la actualidad son nueve las Embajadas acreditadas cerca
del Vaticano: España, Argentina, Brasil, Bélgica, Chile, Fran-
cia,Alemania, Perú y Polonia. El número de Legaciones ha au-
mentado también. Son 19: Austria, Baviera, Bolivia, Checoes-
lovaquia, Colombia, Costa Rica, Inglaterra, Haití, Yugoeslavia,
Letonia, Lituania, Mónaco, Nicaragua, Portugal, Prusia, Ruma-
nia, San Marino, Hungría y Venezuela.

— 97 —
los católicos (una muestra de ello son los Congresos
eucarísticos internacionales) ;
y propaga por
se enciende
los pueblos civilizados el espíritu misional, con tan her-
mosos frutos como han podido apreciarse en la Exposi-
ción misional Vaticana; ocupan ambos cleros, el secular
y el regular, puestos distinguidos en la república de las

y de las ciencias, y luchan con éxito por la hege-


letras

monía en los estudios filosóficos, teológicos y escritu-


rísticos? Y con este movimiento vital del Catolicismo,
coincide la descomposición del protestantismo, cadáver
hoy, como religión cristiana, en los imperios donde se

En el año 1914, la Santa Sede estaba representada por medio


de Nunciaturas en Austria-Hungría, Baviera, Bélgica, Brasil y
España. Y
existían 10 misiones diplomáticas, internuncios y de-
legaciones apostólicas con representación diplomática. Hoy la

Santa Sede está representada en 32 Estados, y las delegaciones


apostólicas tienen solamente carácter eclesiástico. Estas últimas
suman 18, cinco de ellas dependen de la Congregación Consis-
torial; ocho de la de Propaganda Fide, y cinco de la Congre-
gación Pro Iglesia Oriental.
Además de este gran movimiento diplomático, la Santa Sede
ha desarrollado una gran actividad para la conclusión de Con-
cordatos. Y éstos, firmados en gran número, se han acordado
después de la advertencia del Vaticano a las distintas naciones
que querían entrar en negociaciones, que no regirían las mismas
normas que antes de la guerra, sino que se discutirían sobre
nuevas bases para garantizar la libertad e independencia de la
Iglesia.
El primer Concordato que se firmó después de la guerra fué
con Letonia, en 1922; después, con Baviera, en 1924, y con Po-
lonia, en 1925. El último ha sido con Lituania, en septiembre

de 1927, y en diciembre se ha llegado a un modus vivendi con


Checoeslovaquia. Actualmente se está estudiando un Concordato
con Albania y dándose los primeros pasos para el que, segura-

mente, se firmará con Alemania.

— 98 —
;

meció su cuna. ¿Quién llamará cristiano el protestan-


tismo liberal de Alemania, que niega lo sobrenatural
y es el que domina en los países vecinos? En los desti-

nos futuros de Alemania pesan hoy más sus 24 millones


de católicos que los 40 de protestantes, desconcertados
y enflaquecidos desde que les falta el apoyo del Káiser
luterano.
Pero en estos asuntos, las cifras hablan con mayor
elocuencia. Veamos algunos datos tomados de las esta-
dísticas religiosas, publicadas con ocasión de la Expo-
sición misional Vaticana.

Estadística religiosa del mundo en 1923


Católicos 305 millones
Confucianos 270 »
Mahometanos 240 »
Protestantes 220 »
Hindúes 200 ».

Cismáticos 158 »
Animistas 158 »
Budistas 138 »
Shintoistas 24 »

Judíos 13 »

La cifra mayor corresponde a la Iglesia católica:


305 millones.
En 1926, el número de católicos era, según el Catholic
Directory inglés de 1927: 334.664.791. El P. H. Gil sos-
tiene con muy buenas razones que «el número de cató-
licos eshoy en día no menos de trescientos cuarenta y
cinco millones.» (Razón y Fe, tomo 81, 268.)
Según la estadística que trae Schanz en su Apología,
eran los católicos a principios de este siglo, 264 millo-
— 99 —
nes. Tendríamos, por consiguiente, que en 26 años, ha
habido un aumento de 81 millones de católicos.
Sobre el movimiento misional católico, basten los da-
tos siguientes:

Eran en 1918 en 1922


Sacerdotes . . . 11.000 12.712
Hermanos laicos 2.976 4.456
Hermanas . . . 24.784 30.756
Cooperadores . 43.439 73.829

Conversiones de paganos en el mismo quinquenio.


en 1918 en 1923
Católicos 10.645.558 12.964.147
Catecúmenos .... 1.105.961 1.534.466

En las misiones de Asia:

Cismáticos y protestantes tienen de prosélitos:


2.357.197.

Los católicos tienen:

Católicos 6.687.829
Catecúmenos 700.000

Señor Rojas:
Los muertos que vos matáis
Gozan de buena salud.
Bastan estas cifras para comprobar que la Iglesia Ro-
mana continúa siendo católica. Está ampliamente di-
fundida por todo el orbe; en ambos hemisferios cuenta
con una multitud copiosa y brillante de miembros, de
modo que se la pueda distinguir de todas las sectas y
falsas religiones. No significa otra cosa la catolicidad
de la Iglesia.

— 100 —
: .

12. Manifiesto origen divino de la Iglesia Católica.

La conservación de la Iglesia es un argumento pode-


roso de su origen divino y nada prueban contra él, las
;

salidas de pie de banco con que el señor Rojas quiere


desvirtuarlo, diciendo que también ha permanecido el

error, y permanecen otras religiones más antiguas que


el catolicismo.
La permanencia de una institución que deja amplia
libertad de pensamiento y de acción, nada tiene de ex-
traordinario. Pero si una institución que exige de sus
miembros fe sincera a doctrinas que encierran dogmas
incomprensibles, y obediencia a leyes que ponen freno
a todos los desórdenes de la voluntad y del corazón, se

propaga y permanece pujante a través de los siglos; es


señal evidente de que lleva en sus entrañas una virtud
divina, de la que no participan las instituciones creadas
por el hombre.
Sólo la unidad de creencias, que existe en la Iglesia

Católica, ha sugerido a Balmes (1) una brillante prue-


ba de su origen divino, y que deseamos compendiar aqui
para cerrar con broche de oro este desmazalado estudio.
Es como sigue
«No se ha notado bastante, que atendida la índole del

espíritu humano, uno de los grandes prodigios que pre-


senta sin cesar la Iglesia, es la unidad de doctrina en
medio de toda clase de enseñanzas y abrigando siempre
en su seno un número considerable de sabios . .

«Nadie que haya saludado la historia de las letras me


podrá negar, que en todos tiempos haya tenido la Igle-

(1) El Protestantismo comparado con el Catolicismo, cap. III.

— 101 —
sia en su seno hombres ilustres por su sabiduría. En los
primeros siglos, la historia de los Padres de la Iglesia
es la historia de los sabios de primer orden, en Europa,
en Africa y en Asia después de la irrupción de los bár-
;

baros el catálogo de los hombres que conservan algo del


antiguo saber, no es más que un catálogo de eclesiásti-
cos; y por lo que toca a los tiempos modernos, no es
dable señalar un solo ramo en los conocimientos huma-
nos, en que no figuren en primera línea un número con-
siderable de católicos. Es decir que de diez y ocho siglos
a esta parte hay una serie no interrumpida de sabios que
son católicos o que están acordes en un cuerpo de doc-
trina formado de la reunión de las verdades enseñadas
por la Iglesia Católica.

» Seguramente que no es nuevo en la historia del espí-

ritu humano, el que una doctrina más o menos razona-


ble, haya sido profesada algún tiempo por cierto número
de hombres ilustrados y sabios: este espectáculo lo he-
mos presenciado en las sectas filosóficas antiguas y mo-
dernas ;
pero que una doctrina se haya sostenido por es-
pacio de muchos siglos, conservando adictos a ella a sa-

bios de todos tiempos y países, y sabios por otra parte


muy discordes en sus opiniones particulares, muy dife-

rentes en costumbres, muy opuestos tal vez en intereses,

y muy divididos por sus rivalidades, este fenómeno es

nuevo, es único, sólo se encuentra en la Iglesia Católica.

Exigir fe, unidad en la doctrina, y fomentar de conti-


nuo la enseñanza y provocar la discusión sobre toda
clase de materias; incitar y estimular el examen de los

mismos cimientos en que estriba la Fe, preguntando


para ello a las lenguas antiguas, a los monumentos de

los tiempos más remotos, a los documentos de la histo-


— 102 —
ria, a los descubrimientos de las ciencias observadoras,
a las lecciones de las más elevadas y analíticas ;
presen-
tarse siempre con generosa confianza en medio de esos
grandes liceos donde una sociedad rica de talento y de
saber, reúne como en focos de luz todo cuanto le han
legado los tiempos anteriores, y lo demás que ella ha
podido reunir con sus trabajos, he aquí lo que ha hecho
siempre, y está haciendo todavía la Iglesia; y sin em-
bargo la vemos perseverar firme en su Fe, en su unidad
de doctrina, rodeada de hombres ilustres cuyas frentes
ceñidas de los laureles literarios ganados en cien pales-
humillan serenas y tranquilas, sin que lo ten-
tras, se le

gan a mengua, sin que crean que deslustren las brillantes


aureolas que resplandecen sobre sus cabezas.
»Los que miran el catolicismo como una de tantas sec-
tas .. . será menester que nos expliquen cómo la Iglesia
puede de continuo presentarnos ese fenómeno, que tan
en oposición se encuentra con la innata volubilidad del

espíritu humano . . .
¿ Qué imán secreto tiene en sus ma-
nos el Sumo Pontífice para que él pueda hacer lo que
no ha podido otro hombre? Los que inclinan respetuo-
samente su frente al oír la palabra salida del Vaticano,
los que abandonan su propio parecer para sujetarse a lo

que les dicta un hombre que se apellida Papa, no son


tan sólo los sencillos e ignorantes : miradlos bien : en sus
frentes altivas descubriréis el sentimiento de sus propias
fuerzas, y en sus ojos vivos y penetrantes veréis que se
trasluce la llama del genio que oscila en su mente. En
ellos reconoceréis a los mismos que han ocupado los

primeros puestos en las academias europeas, que han


llenado el mundo con la fama de sus nombres, nombres
trasmitidos a las generaciones venideras entre corrien-

— 103 —
.

tes de oro. Recorred la historia de todos los tiempos,


viajad por todos los paises del orbe, y si encontráis en
ninguna parte un conjunto tan extraordinario, el saber
unido con la fe, el genio sumiso a la autoridad, la dis-
cusión hermanada con la unidad, presentadle: habréis
hecho un descubrimiento importante: habréis ofrecido
a la ciencia un nuevo fenómeno que explicar : ¡ ah ! esto
os será imposible, bien lo sabéis; y por esto apelaréis
a nuevos efugios, por esto procuraréis oscurecer con ca-
vilaciones la luz de una observación que sugiere a una
razón imparcial, y hasta el sentido común, la legitima
consecuencia de que en la Iglesia Católica hay algo que
no se encuentra en otra parte.

»Estos hechos, dirán los adversarios . . . sólo prueban


que en la Iglesia se ha conocido que el origen de la
fuerza está en la unión, que para esta unión era necesa-
rio establecer unidad en la doctrina, y que para conser-
var esta unidad era necesaria la sumisión a la autoridad.
Esto una vez conocido, se ha establecido el principio de
sumisión, y se le ha conservado invariablemente: he
aquí explicado el fenómeno . .

»Es lo único que se puede responder ;


pero fácil es de
notar, que la dificultad queda en todo su vigor. . . ¿Có-
mo es que la Iglesia ha tenido este principio? ¿Cómo es

que a sólo ella se le haya ocurrido tal pensamiento?


¿Cómo es que si ha ocurrido a otra secta, ninguna lo

haya podido poner en planta?


»No basta decir que hay un sistema, un plan : la difi-

cultad está en la misma existencia de ese sistema, de ese


plan; la dificultad está en explicar cómo se ha podido
concebir y ejecutar. Si no es más que un sistema, un
. .

plan humano, ¿qué hay de misterioso en esa ciudad de


»

Roma que así reúne en torno suyo a tantos hombres


ilustres de todos tiempos y países? Si el Pontífice de
Roma no es más que el jefe de una secta, ¿cómo es que
de tal modo alcanza a fascinar el mundo ? ¿ No hace ya

mucho tiempo que se declama contra su despotismo re-


ligioso? ¿Por qué, pues, no ha habido otro hombre que
le arrebate el cetro ? ¿ Por qué no se ha erigido otra cá-
tedra que disputase a la suya la preeminencia, y se man-
tuviese en igual esplendor y poderío ? . . .

Este hecho histórico no tiene explicación racional, si

no se admite que el Pontífice Romano es la piedra in-


conmovible sobre la cual Jesucristo fundó su Iglesia;

y que, por ende, la Iglesia Católica, Apostólica, Romana,


es la verdadera Iglesia de Cristo, que debe durar hasta
la consumación del mundo.

— 105 —
— :

INDICE

I. Por vía de introducción.



Idea general de la obra. División y principales cues-
tiones dogmáticas de cada parte. —
Concepto absurdo de
los principales dogmas. —
Filiación "eosófica de «El Cris-
to Invisible». —
La idea panteística de la Divinidad. La —
religión única 5

II. La efigie de Cristo.

Las representaciones de la Divinidad y el dogma cató-


— El retrato de Jesucristo. — Fundamento de
lico. en la fe
Cristo como personaje histórico. — Origen y significa-
ción falsos de iconografía
la — Proceder de
cristiana. la
Iglesia respecto a imágenes de Cristo. — Conclusión
las 25

IIL La palabra de Cristo.

Fin del diálogo, método y división, Los Evangelios —



su origen y naturaleza. Autenticidad de los mismos.
Dificultades de Rojas contra la precedente doctrina.

Los Evangelios apócrifos. El testimonio del P. Didón.
— Testimonio de los Evangelios. Imagen de Cristo. —
Parecer de Rojas sobre los milagros de Cristo. Las —
profecías. — Conclusión 49

IV. El espíritu de Cristo.

El Catolicismo en la América española. — Propósito del



Señor Rojas en este diálogo. Misión del Espíritu de

Cristo según Rojas. Definición del Cristo Invisible.
El Cristo invisible, es el hombre invisible. — La misión de
Jesucristo según los Evangelios. —
La misma perpetuada

en su Iglesia. Origen de ésta y su naturaleza. Cris- —
tianismo individualista de Rojas. Intolerancia de la —
Iglesia. — —
¿Ocaso de la Iglesia? Manifiesto origen di-
vino de la Iglesia Católica 77

— 107 —

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