En EL CAFÉ - Juan Manuel Roca
En EL CAFÉ - Juan Manuel Roca
En EL CAFÉ - Juan Manuel Roca
Un cuadro colgado en un museo es, posiblemente, lo que tiene que escuchar más tonterías en todo el mundo.
Hermanos Goncourt
Cautiva de mí, presa de mí, exiliada de mí por artes de un hechizo, vivo en un cuadro, en un café desvelado.
Sé que Gauguin en su lucha con el ángel ganó el duelo y que en su lucha con el diablo lo perdió, pero en esa
guerra aprendió a vivir tras el claroscuro del tiempo. Como yo, Madame Ginoux, que soy parte inmortal de
su progenie.
Ahora sale el sol, un sol vendimiero y picante que nos invita a levantar de la mesa del café. No es el sol
hipócrita que se anuncia entre la niebla parisina de otros días y que crispaba al pelirrojo pintor obseso de
amarillo. El señor Gauguin lo llamaba el Zuavo, tal vez porque Van Gogh había hecho un retrato de un zuavo
peregrino.
La verdad es que yo, Madame Ginoux, no conozco en detalle lo que rodea la escena, pues estoy de espaldas
al suceso. Sólo tengo por delante una mesa de mármol más fría que esta galería del museo en que reposo, y
en ella una botella de grifo, una copa esmerilada y a medio llenar, un pequeño plato con restos de una
mantequilla que aún, en este año de desgracias de 1999, no se hace rancia. Corre, y no deja de correr ya
nunca más, el año de 1888 en el que fui cautiva del pincel de Gauguin, como si hubiera pinchado mi dedo en
la rueca del sueño.
No sé qué ocurre tras de mí, pero por tanto profesor que desliza su mirada y por tanto visitante del museo
que se detiene ante mi eterna sonrisa, he oído que hay una mesa de billar que algunos comparan con la
del Café nocturno, de Van Gogh.
El señor Gauguin, que ya no va a la Bolsa de valores pues ha renunciado a la vida burguesa, ha raptado al
zuavo del cuadro de su amigo y lo ha invitado a sentarse junto a un hombre que dormita, quizá, un sueño de
alcohol donde chapalea el olvido. Yo misma posé alguna vez para Van Gogh. Creo que Gauguin y Van Gogh
intercambiaban fantasmas porque acá está, dicen algunos críticos con caras de velorio, el cartero Roulin con
su gorra imperdible charlando con tres damas de ocasión, prostitutas, aldeanas, como todas las chicas de
los burdeles de Arles. ¿Eran Blanche, Monelle, Solange? No recuerdo si alguna de ellas recibió de Van Gogh
el caracol de su oreja. Ni si el cartero les trajo algún mensaje, pero allí está, tras la jornada de nomadeo por
calles empedradas donde reparte cartas, trozos de lejanía. Hay una modorra similar al nirvana de un gato y
tres bolas de billar quietas sobre la verde sabana de la mesa, lo que agrega –dice el hombre de boina ladeada
parado frente a mí como ante un espejo– una atmósfera de mayor quietud al óleo, a las figuras convocadas.
–Creo que en los rostros he alcanzado una gran simplicidad rústica y supersticiosa–, le dijo un día Gauguin a
su amigo.
Y yo no sé, no puedo verme, ignoro si tengo un rostro rústico y algo agorero en mi semblante. Vivo en un
cuadro y esto es como vivir en cuatro esquinas a la vez. Es extraño que mi antiguo local, que mi Café de la
Gare, del cual soy propietaria, ya no quede en Arles, sino en este rincón de un museo parisino.
El cuadro en el que vivo es un homenaje de Gauguin a Van Gogh. Tiene, según dicen, rojos, verdes y ocres,
semejantes a los del Café nocturno del impaciente pintor. Muchas veces los vi llegar a mi dulce abrevadero,
ruidosos, levantiscos, pendencieros. Gauguin, arrogante, levantando su perfil de águila e impostando ser
descendiente de incas o nieto de un tal Simón Bolívar, era terco como el mar. Un año antes de que lograra
el hechizo de fijarme en el tiempo, había estado paleando en el canal de Panamá y paseando su “ojo
ejercitado” de pintor por Martinica, la isla lamida por un mar que mecía su recuerdo como una inmensa cuna.
Su abuela se llamaba Flora, Flora Tristán. Era paria como él, revolucionaria como él, arisca como él. Y su
padre, Clovis Gauguin, periodista al fin y al cabo, habría de morir en Puerto del Hambre, cuando iba con toda
su familia hacia Perú, es decir, hacia el mito o el olvido.
Es 1888 en el cuadro y en la vida. Un trágico año en el que Van Gogh esgrime una navaja contra su amigo, el
mismo año en que Van Gogh se cercena una oreja (alguien dice que lo hizo para no escuchar el canto idiota
de la época) y la envía, como quien entrega un souvenir, a una prostituta. Es un año negro, aunque el negro
no exista según las palabras de Gauguin: “rechacen el negro, y esa mezcla de blanco y de negro que se llama
gris. Nada es negro, nada es gris. Lo que parece gris es un compuesto de matices claros que puede adivinar
un ojo ejercitado”. Pero si no hay negro, si no hay gris, no sé cómo llamar este febril año de 1888, me digo,
y no borro mi sonrisa ni bajo mi puño acodado a la mesa desde la que veo cruzar el mundo, el lento mundo.
Es 1888 y mi pintor martilla tres clavos de óleo a un Cristo amarillo. Ebrio de color, da de beber a su soledad,
a su sombra y a su hastío, habla solo y se dice que una paleta embrujada está hecha de ocres rojos, de
bermellón y amarillo de cadmio, de verde esmeralda, azul de cobalto y azul de Prusia, todos mezclados en
una marmita, la pasión.
Ama a la mujer como a un país desconocido y a la bebida como a una estación para el festejo. Un día Van
Gogh dijo algo así: Paul es un ser en el que la sangre y el sexo prevalecen sobre la ambición.
Ahora cruza un pedante frente a mí y atomiza mis recuerdos: “Al pintor que hizo este engendro de colores,
no le adjudicarían hoy una plaza de profesor en ninguna escuela de Bellas Artes.” Y sigue de largo. A cada
tanto aparecen por acá los artistas del desdén: son dioses sin Olimpo.
Hay otros que se aproximan a mi rostro y me examinan como a un mapa. Quieren encontrar el truco, la
pincelada de la eterna juventud, pero sólo me dejan un rancio olor a vino. Muchos de ellos, parisinos
malolientes, parece que llevaran en la boca algún muerto insepulto.
Pero nada tan parecido como un museo y una sesión de espiritismo. En torno de los cuadros, el médium, con
los ojos en blanco, habla. Tiene una voz distinta para cada cuadro, describe el mobiliario de una pintura como
si él lo hubiera fabricado, e invoca a los espíritus. Sabe que soy Madame Ginoux, mesonera, dueña de burdel,
dama de café, amiga de dos pintores salvajes, los locos de Arlés a los que llama por medio de mi oído. Tiene
el vicio de la historia. Por eso me pregunta qué se siente viviendo más allá de un simple cuerpo, qué se siente
atrapado en un espejo, mientras el cuerpo es, hace ya muchos soles, un suave pasto de olvidos.
Mis ojos sólo parpadean cuando se prenden y apagan las luces del museo. No se cierran mis ojos aun cuando
la noche echa a andar por los pasillos con pasos de bailarina, con pies de musgo o de gamo. El viejo guardián
duerme en su rústica silla, a veces lo hace bajo el cuadro en el que vivo. Y es como si su figura silente se
sumara al zuavo y al durmiente, al cartero Roulin y a las tres mujeres. En realidad, duerme bajo mi mesa de
mármol, más fría que esta galería del museo.
Ahora sale el sol, un sol vendimiero y picante que nos invita a levantarnos de la mesa del café. Pero él único
que lo hace es el guardián. Él abre sus ojos para envidia de nosotros, que nunca los cerramos.