Siempre El Mismo Primerasp PDF
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David Nicholls
SIEMPRE EL
MISMO DÍA
Una historia de amor
sin fecha de caducidad
Traducción:
JOFRE HOMEDES BEUTNAGEL
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Primera parte
1988-1992
Veintipocos
Capítulo 1
El futuro
S
– upongo que lo importante es aportar algo –dijo ella–. Cam-
biar las cosas, vaya.
–¿En qué sentido, el de «cambiar el mundo»?
–No, todo el mundo no, sólo la pequeña parte que te rodea.
Estuvieron un momento sin decirse nada, con los cuerpos
abrazados en la cama individual. Después les dio la risa, una risa
ronca, de final de madrugada.
–Me parece mentira haberlo dicho –gimió ella–. ¿A que sue-
na un poco cursi?
–Un poco.
–¡Intento ser estimulante! Intento elevar tu alma ramplona
para la gran aventura que te espera. –Se giró a mirarle–. Aunque
tampoco es que lo necesites. Me imagino que ya tendrás per-
fectamente planeado todo tu futuro. Seguro que te has hecho
un esquema cronológico, o algo por el estilo.
–Qué va.
–Bueno, ¿qué, qué vas a hacer? ¿Cuál es el gran plan?
–Pues... mis padres pasarán a recoger mis cosas, lo dejarán
todo en su casa, y yo estaré un par de días en su piso de Londres,
viendo a algunos amigos. Luego Francia...
–Muy bonito...
–Después puede que a China, para ver qué tal, y luego igual
doy un salto a la India y viajo un poco por la zona...
–Viajar –suspiró ella–. Qué previsible.
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padres a hijos, junto con las acciones y los muebles buenos. Apues-
to, pues, incluso bello, con sus bóxers de paramecios bajados has-
ta las caderas, compartiendo por alguna razón la cama individual
del cuartito alquilado de Emma, después de cuatro años de uni-
versidad. ¿«Apuesto»? Pero ¿de qué vas, de Jane Eyre? No seas in-
fantil. Ten cabeza. No te dejes llevar.
Le quitó el cigarrillo de la boca.
–Yo te imagino a los cuarenta –dijo, con un toque malévolo
en la voz–. Como si lo viera.
Él sonrió sin abrir los ojos.
–Pues venga, dilo.
–Vale. –Emma se incorporó en la cama, con el edredón deba-
jo de los brazos–. Vas en un deportivo descapotado por Kensing-
ton, Chelsea o algún sitio de ésos, y lo increíble del coche es que
no hace ruido, como todos los coches en..., no sé..., ¿cuándo, 2006?
Dexter contrajo los párpados para hacer la suma.
–2004.
–El coche va flotando por King’s Road, a quince centíme-
tros del suelo. Tú tienes una barriguita embutida debajo del vo-
lante de cuero, como un cojín. Llevas guantes abiertos por detrás.
Poco pelo y papada. Eres un tío grande en un coche pequeño,
tan moreno que pareces adobado...
–Bueno, ¿qué, cambiamos de tema?
–Al lado hay una mujer con gafas de sol: tu tercera... no, tu
cuarta esposa, muy guapa, modelo... no, ex modelo, veintitrés
años, la conociste echada en el capó de un coche, en una feria
en Niza, o algo así. Es guapísima, y tonta del culo...
–Muy bonito. ¿Hijos?
–No, ninguno, sólo tres divorcios; es un viernes de julio, vais
a una casa de campo, y en el minimaletero del coche flotante
llevas raquetas de tenis, mazos de croquet y una cesta grande llena
de vinos buenos, uvas de Sudáfrica, codornices (¡pobres!), espá-
rragos... El viento te marca las entradas. Estás requetesatisfecho
de ti mismo. Tu mujer número tres, o cuatro, o lo que sea, te son-
ríe con unos doscientos dientes blanquísimos y relucientes, y tú
le sonríes a ella, intentando no pensar en que no tenéis nada,
pero nada de nada, que deciros.
Se calló de golpe. Pareces una loca, se dijo. Intenta no hablar
como una loca.
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pega de esas individualistas tan feroces era que parecían todas exac-
tamente iguales. Otro libro: El hombre que confundió a su mujer con
un sombrero. Qué tío más tonto, pensó, con la seguridad de que
ese error él no lo cometería nunca.
A los veintitrés años, la visión de su futuro que tenía Dexter
Mayhew no estaba más clara que la de Emma Morley. Esperaba
triunfar, dar motivos de orgullo a sus padres, y acostarse con más
de una mujer a la vez, pero ¿cómo compatibilizar las tres cosas?
Quería salir en artículos de revista, y albergaba la esperanza de
merecer tarde o temprano una retrospectiva de su obra, sin tener
una idea clara de cuál podía ser la obra en cuestión. Quería vi-
vir a tope, pero sin líos ni complicaciones. Quería vivir de tal
manera que si le hicieran una foto al azar, fuera una foto atracti-
va. Todo tenía que quedar bien. Diversión. Tenía que haber
mucha diversión, y no más tristeza de la estrictamente necesaria.
Como plan no era ninguna maravilla, y Dexter ya había
cometido algún desliz. Estaba claro, por ejemplo, que esa no-
che tendría repercusiones: lágrimas, llamadas incómodas, repro-
ches... Probablemente lo mejor fuera irse cuanto antes. Miró su
ropa, preparando la huida. En el lavabo se oyó el traqueteo de ad-
vertencia de una cisterna vetusta. Dejó rápidamente el libro en
su sitio, y encontró debajo de la cama una latita amarilla de mos-
taza Colman’s, que, según confirmó al abrirla, contenía condo-
nes, efectivamente, así como los restos grises de un porro, con
pinta de caca de ratón. La posibilidad conjunta de sexo y droga
en una latita amarilla alentó nuevas esperanzas. Decidió que-
darse un poco más, como mínimo.
–¿El qué?
–Algo de lo que te arrepientas.
–¿Esto, dices? –Emma le apretó la mano–. Bueno, supongo.
Todavía no lo sé. Pregúntamelo por la mañana. ¿Por qué? ¿Tú sí?
Él le puso la boca en la coronilla.
–Pues claro que no –dijo, pensando: esto no se tiene que re-
petir.
Ella se arrimó un poco más, contenta de la respuesta.
–Deberíamos dormir un poco.
–¿Para qué? Mañana no tenemos nada. No hay que entregar
nada, no hay que estudiar...
–Sólo tenemos toda la vida por delante –dijo ella, medio dor-
mida, respirando el delicioso olor de Dexter, cálido y rancio, a
la vez que sentía un estremecimiento de ansiedad en los hombros
al pensarlo: vida adulta independiente. Ella no se sentía adulta.
No estaba preparada, en ningún sentido. Era como si se hubiera
disparado una alarma antiincendios en plena noche, y ella estu-
viera en la calle, con la ropa en las manos. ¿Qué iba a hacer, si
no estudiaba? ¿Cómo llenaría los días? No tenía ni idea.
El truco, se dijo, es ser valiente, audaz, y aportar algo; no exac-
tamente cambiar el mundo, sino sólo la pequeña parte que te
rodea. Echarse a la calle con su doble cum laude, su pasión y su
nueva máquina de escribir eléctrica Smith Corona, y trabajar du-
ro... en algo. Cambiar vidas a través del arte, tal vez. Escribir bien.
Cuidar las amistades, ser fiel a los principios, vivir apasionada-
mente, bien, con plenitud... Experimentar cosas nuevas. Querer,
y ser querida, si fuera posible. Comer con sensatez. Cosas así.
Como filosofía de vida no era ninguna maravilla; tampoco se
podía compartir, y menos con un hombre como Dexter, pero era
en lo que creía Emma. De momento, las primeras horas de vida
adulta independiente habían estado bien. Por la mañana, después
del té y de una aspirina, quizá hasta se armara de valor para pe-
dirle que volvieran a la cama. Entonces estarían los dos sobrios,
lo cual no facilitaría las cosas, pero cabía la posibilidad, incluso,
de que disfrutase. Las pocas veces que se había ido a la cama con
un chico siempre habían acabado en risitas o llanto. Podía estar
bien probar un punto medio. Se preguntó si había condones en
la lata de mostaza. No tenía por qué no haberlos, ya que la últi-
ma vez que había mirado, estaban: febrero de 1987, Vince, un
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