Lectura 1
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HORA DE LECTURA
ORIENTACIÓN: MEDICINA/ENFERMERÍA/LABORATORIO
PROF. CESAR AUGUSTO CRUZ SUCUP
He aquí un órgano vital, el corazón, que con tanta frecuencia no atendemos ni sabemos tratar.
Ciertamente, no soy una belleza. Peso 340 gramos, soy de color rojo oscuro y de forma nada
extraordinaria. Soy el esclavo sumiso de… bueno, llamémosle Juan. Juan tiene 45 años, goza de
excelente salud, es casado, tiene tres hijos y un puesto magnifico. Hombre feliz.
Me lleva en el pecho, prendido al centro con ligamentos. Mido unos 15 centímetros de largo por 10
en la parte más ancha, y parezco, más que otra cosa, una pera. Por mucho que digan los poetas, no
soy muy romántico que digamos. No soy más que una bomba de trabajo de cuatro cámaras… mejor
dicho, dos bombas, una para llevar sangre a los pulmones y otra para distribuirla al resto del
organismo. Cada día impulso la sangre a lo largo de 95.000 kilómetros de vasos sanguíneos, o séalo
suficiente para llenar un tanque de 15.000 litros.
Si por casualidad Juan piensa en mí, me imagina tierno y delicado. ¡Delicado yo, que en el curso de
su vida ya he impelido más de 27.000 toneladas métricas de sangre! Trabajo dos veces más que los
músculos de las piernas de un campeón de carreras. O que los de los brazos de un boxeador de
peso completo. Si esos músculos trataran de igualar mi actividad, quedarían desechos en pocos
minutos. Ningún musculo del cuerpo es tan fuerte como yo, excepción hecha de los de la matriz de
la mujer, en el acto de expeler la criatura; pero los músculos uterinos no tienen que trabajar día y
noche durante 70 años, que es lo que se espera de mí.
Desde luego estoy exagerando un poco. Si descanso… entre una y otra pulsación. La contracción en
mi ventrículo izquierdo, que lanza la sangre por todo el cuerpo, dura tres décimas de segundo más o
menos, y en seguida gozo de un descanso de medio segundo. Además, mientras Juan duerme, un
buen tanto por ciento de sus capilares están inactivos, lo que significa que no tengo que enviar
sangre por ellos, y entonces mis pulsaciones disminuyen de 72, que es lo normal, a 55 por minuto.
Juan casi nunca se acuerda de mí, y hace bien. No me gustaría que se convierta en uno de esos
neuróticos que sufren y me hacen sufrir a mí. Las pocas veces que se preocupa, no tiene razón. Por
ejemplo, una noche, antes de dormirse estaba escuchando mi tranquilo palpitar (el abrirse y
cerrarse de mis válvulas), cuando le pareció que me había ‘’saltado’’ una pulsación, y esto le
preocupo muchísimo. Pensó que tal vez le estaba fallando.
Después de una pesadilla se despierta preocupado porque mi marcha está muy acelerada. Eso es
porque, cuando el corre en sueños para salvar la vida, yo también corro. La preocupación de Juan
agrava las cosas, pues tiende a acelerarme más todavía. Si él se calmara me calmaría yo también. Si
no puede hacerlo, hay otras maneras de desacelerarme; un masaje suave detrás de las orejas, en la
articulación de la quijada, por donde pasan los nervios vagos, que actúan como frenos del corazón.
Juan me culpa a mí de todo: de la fatiga, los desvanecimientos y cosas por el estilo; pero es poco lo
que yo tengo que ver con su fatiga, y sus desvanecimientos ocasionales debería atribuirlos más bien
al oído. A veces, cuando está sentado al escritorio, siente un dolor fuerte en el pecho y se imagina
que le va a dar un ataque cardiaco. No hay tal. El dolor proviene del tubo digestivo, y es el castigo
por haber comido demasiado un par de horas antes. Cuando se trata de un desorden cardiaco, yo,
por lo general, doy una señal dolorosa solo después de un ejercicio o trabajo fuerte. Esta señal es
para avisarle que no me está suministrando nutrimento bastante para soportar el esfuerzo que me
impone.
Sin embargo, no extraigo alimento de la sangre que pasa por mis cuatro cavidades, sino que me
nutro por medio de mis dos arterias coronarias, “arboles” pequeños con ramas y troncos apenas
ligeramente más gruesos que una paja de beber limonada. Este es mi punto flaco. Las lesiones
coronarias son la causa principal de muertes.
Nadie sabe como ocurre, pero desde los primeros años de vida (y desde el nacimiento en caso de
algunos Juanes) se empiezan a acumular en las arterias coronarias depósitos grasos que pueden
llegar a obstruir una de ellas; o puede formarse un coagulo que la obstruya súbitamente. Cuando
esto sucede, muere la parte del corazón que la arteria obstruida alimentaba. Eso deja un tejido
cicatrizal, quizá no mayor que una canica pequeña, aunque también puede ser del tamaño de media
pelota de tenis. La gravedad de la lesión depende del tamaño y la posición de la arteria obstruida.
Juan sufrió un ataque cardiaco hace 5 años, sin saberlo. Estaba demasiado ocupado para advertir el
dolorcillo en el pecho. La arteria que se cerró era una de las pequeñas, situada en mi pared
posterior. Tarde dos semanas en expulsar el tejido muerto y reparar esa área con una cicatriz poco
mayor que un guisante.
En la familia de Juan ha habido casos frecuentes de enfermedades del corazón, y, si nos fiamos de
las estadísticas, el también sufrirá por mi causa. Desde luego nadie puede hacer en lo que se refiere
a la herencia, pero si hay muchas cosas que puede hacer para disminuir el riesgo.
Empecemos por el exceso de peso. Juan nota que se le está ensanchando mucho la cintura y hace
chistes de ello, pero no es cosa para tomar a broma. Cada kilo de exceso de grasa contiene unos 700
kilómetros de vasos capilares por los cuales yo tengo que impeler sangre. Y esto sin contar el
esfuerzo de transportar cada kilo más de peso.
Veamos ahora la tensión arterial de Juan. Es 140/90, el límite superior de lo normal para su edad. El
140 mide la presión contra la cual tengo que trabajar yo en las contracciones, y el 90 indica la
presión mientras descanso entre pulsaciones. Esta última cifra es más importante, pues cuanta más
alta sea, menos descanso yo; y sin descanso adecuado, el corazón sencillamente se muere.
Hay muchas cosas que puede hacer Juan para bajar la tensión arterial a niveles menos peligrosos. Lo
primero es despojarse del exceso de peso. Le sorprenderá ver cuánto baja entonces la tensión.
El vicio del tabaco es otro problema. Juan se fuma dos cajetillas de cigarro al día, lo cual significa
que está absorbiendo de 80 a 120 miligramos de nicotina cada 24 horas. Esta es una sustancia muy
violenta. Constriñe las arterias especialmente de las manos y de los pies, lo cual aumenta la presión
que yo tengo que vencer. También me estimula a mí directamente, de modo que tengo que palpitar
con más rapidez: un cigarrillo me hace pasar de 72 (que es normal) a más de 80 pulsaciones por
minuto. Juan se dice que ya es tarde para dejar el vicio, que el daño ya está hecho. Pero si pudiera
liberarme de ese estimulo constante de la nicotina todo sería más fácil para mí.
Juan podría ayudarme en otras formas. Es un luchador, hombre de acción que se preocupa por su
trabajo, en fin un hombre de negocios que ha triunfado. Pero no comprende que esa inquietud
constante le estimula las glándulas suprarrenales, que producen más adrenalina y noradrenalina,
cuyo efecto es el mismo de la nicotina: estrechamiento de las arterias, alza de la tensión arterial,
mayor aceleración del corazón.
Lo que hay que tener en cuenta es esto: si Juan descansa, yo descanso. Al fin y al cabo, no tiene
ninguna necesidad de pasarse la vida corriendo de la Ceca a la Meca. De vez en cuando le
convendría echar una siesta, y alguna lectura amena en lugar de los mamotretos que trae a casa en
su cartera de negocios
También es muy importante el ejercicio. Juan es uno de esos atletas de fin de semana que hacen
ejercicio en grandes dosis. Todavía le gusta aquel desplante de correr hasta la red en el tenis, como
si fuera un muchacho de veinte años. Cuando hace esto me impone a mí un esfuerzo de hasta cinco
veces superior a lo normal.
Lo que debe hacer Juan es ejercicio moderado y con regularidad. Una caminata de dos a tres
kilómetros por día es muy provechosa. Y tampoco le haría daño subir un par de tramos de escaleras
para llegar a su oficina. Su oficina está en un décimo piso, pero puede adquirir la costumbre de subir
siempre los primeros pisos por las escaleras, y tomar después el ascensor. Estas cosas, en apariencia
pequeñas, ayudan mucho. Como he dicho ya los depósitos de grasa empiezan a obstruir mis
arterias, pero este ejercicio, si se hace con regularidad, logra abrir nuevos caminos para la sangre,
de modo que si una de las arterias se cierra, habrá otras para alimentarme.
Finalmente, tenemos el problema del régimen de alimentación. No le pido a Juan que se vuelva un
esclavo de su estómago; pero parece ser que las grasas son un factor importante de las
acumulaciones que obstruyeron mis arterias. Juan obtiene de las grasas el 45 por ciento de las
calorías que consume y lo mismo que otras personas en los países que comen en igual forma, tiene
50 por ciento de probabilidades de morir por una obstrucción de las arterias.
¡Ojala Juan pudiera ver lo que pasa después de una comida fuerte, recargada de grasas! Aparecen
en la sangre diminutos glóbulos grasos, y se diría que aglutinan los glóbulos rojos unos con otros
para formar una mezcla espesa, que yo debo impeler a lo largo de los vasos capilares. Esto no es
fácil.
No soy exigente. Hare todo lo que pueda a favor de Juan en cualquier circunstancia; pero él podría
facilitarme la tarea como he dicho: bajando un poco de peso, haciendo ejercicio regularmente,
descansando un poco más, disminuyendo las grasas y el cigarrillo. Si hiciera estas cosas yo podría
seguir trabajando para él durante mucho tiempo.