Este documento analiza la relación entre la economía política y las maneras en Venezuela a lo largo de la historia. Comienza discutiendo el modelo original de un agricultor virtuoso y cómo este modelo fracasó debido a las desigualdades sociales. Luego, describe cómo la economía petrolera trajo nuevos modos de vida opuestos a la virtud, basados en el consumo conspicuo. El documento concluye sugiriendo que una vuelta a la vida sencilla y el trabajo honesto podría generar una sociedad más civilizada.
0 calificaciones0% encontró este documento útil (0 votos)
45 vistas5 páginas
Este documento analiza la relación entre la economía política y las maneras en Venezuela a lo largo de la historia. Comienza discutiendo el modelo original de un agricultor virtuoso y cómo este modelo fracasó debido a las desigualdades sociales. Luego, describe cómo la economía petrolera trajo nuevos modos de vida opuestos a la virtud, basados en el consumo conspicuo. El documento concluye sugiriendo que una vuelta a la vida sencilla y el trabajo honesto podría generar una sociedad más civilizada.
Este documento analiza la relación entre la economía política y las maneras en Venezuela a lo largo de la historia. Comienza discutiendo el modelo original de un agricultor virtuoso y cómo este modelo fracasó debido a las desigualdades sociales. Luego, describe cómo la economía petrolera trajo nuevos modos de vida opuestos a la virtud, basados en el consumo conspicuo. El documento concluye sugiriendo que una vuelta a la vida sencilla y el trabajo honesto podría generar una sociedad más civilizada.
Este documento analiza la relación entre la economía política y las maneras en Venezuela a lo largo de la historia. Comienza discutiendo el modelo original de un agricultor virtuoso y cómo este modelo fracasó debido a las desigualdades sociales. Luego, describe cómo la economía petrolera trajo nuevos modos de vida opuestos a la virtud, basados en el consumo conspicuo. El documento concluye sugiriendo que una vuelta a la vida sencilla y el trabajo honesto podría generar una sociedad más civilizada.
Descargue como DOCX, PDF, TXT o lea en línea desde Scribd
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 5
Economía Política de las Maneras
(Brevísimas notas de perspectiva venezolana)
Guillermo T. Aveledo Coll
¿Existe una relación entre la economía política y las maneras? La
ilustración política que dio origen a nuestro experimento republicanos –y que seguía el camino de tres siglos de civilidad indiana- parecía indicar a cada turno que sí. Con los diversos modelos político-económicos que se desplegaban en la sociedad venía aparejada un ideal de ciudadano, de habitante, de modos de vida. Desde nuestra economía rural (desigual, improductiva, letárgica y explotadora) pasamos a nuestra dependencia de la economía petrolera (extractiva, dinamizadora y distribuidora de renta), y con ello modificamos los patrones de vida y costumbres, así como nuestras instituciones políticas.
El primer modelo de esa civilidad, que podemos ver en la extensa
literatura liberal ilustrada del XVIII, y entre nosotros en las décadas siguientes a 1820, es el del “padre de familia agricultor” que alababa Lander en sus artículos de prensa y cuyas virtudes exclamaba en el “Manual del Colombiano”: hombre productivo, moderado en sus hábitos, austero en el hogar, generoso con los débiles, cortés, puntual, tolerante… Es el hombre de trabajo que exalta Vargas en sus palabras a la Sociedad Económica de Amigos del país, y el hombre de “economía” (ahorro) que reclamaba Michelena. Era, pues, el arquetipo sobre el cual se construyó nuestro clásico “Manual de Urbanidad y Buenas Maneras” de Manuel Antonio Carreño, que correctamente desplegaba sus costumbres, manifestando “benevolencia, atención y respeto” sin esperar una definición de lo correcto “en los códigos de las naciones”, ya que ésta emanaba de sus deberes morales (Carreño: §§1-3).
Como sabemos, este modelo fracasó. Por una parte, porque la
expectativa de una sociedad de hombres “industriosos y libres” era imposible en una sociedad no liberalizada (que mantenía profundas desigualdades raciales, sexuales y económicas, y que no se estabilizaba políticamente). El virtuoso agricultor (a veces comerciante) de los primeros venezolanos dio paso a “la realidad fatal” que anotaron los positivistas criollos: nuestra rudeza en costumbres –insistirán Vallenilla, Arcaya, Zumeta, Salas…- sería consecuencia científicamente determinada del medio y de la raza. Así, sólo la intervención de una élite que sí tenía acceso a los patrones de la civilización, pero siempre teniendo como medio a la fuerza del caudillo ordenador, podía mantener en calma –que no necesariamente hacer “progresar”- esta sociedad feral e igualitaria. Las maneras civilizadas eran una impostura para las masas, sólo disponibles –como así la ciencia y los recursos- para unos pocos.
Era de esperarse que este desvío positivista generara una doble
reacción: la que reiteraba la hipocresía de las “buenas maneras” no por desubicadas, sino como una cadena más de la explotación. Vendría así el discurso popular –o nativista, o populista- que celebraría las virtudes innatas del tosco venezolano: en “nuestro caos promisor” se asomaba el pueblo – ahora no el ciudadano, sino el Juan Bimba-, entrañable y sincero, sin afectaciones: “Es cerril, inadecuado y violento, pero con hermoso apetito creador”, y que buscaría “avanzar a saltos recobrando el tiempo perdido” (Betancourt, en carta a J. García, 1940). El hombre de manera era falso, antinacional, aburguesado, y detestable. Lo vemos en las novelas de Gallegos, en las reflexiones de Picón Salas, y reiteradamente en la poesía de Andrés Eloy Blanco… Como dice el cumanés en su “Presentación mural del hombre honrado” (de 1937): “Te admiro. Eres virtuoso/ Los demás luchan, los demás tienen hambre./ los niños se hacen engrillar,/ los campesinos se hacen matar, / las mujeres se hacen ultrajar,/ y tú/ permaneces mudo,/ solemne,/ espectador,/ honrado,/ honrado,/ abominablemente honrado”. Así, Carreño y sus similares ya no eran modelos, sino símbolo despreciable de la desigualdad. Con esa idea, vino la exaltación (justa, ¿por qué no?) de las manifestaciones tradicionales, del gesto y el trato popular), pero también la exageración. Advierte Briceño-Iragorry en un breve ensayo “Urbanidad y Política” (que aparece en su “El Caballo de Ledesma” de 1950): “Se ha entendido… que urbanidad sea la cursilería de los saludadores y los remilgos y gestos afectados de algunos señoritos y viejos bien. Mientras de otra parte se pregona que la hombradía consiste en escupir por el colmillo y hablar y proceder como hombres guapos y despreocupados. En ser vivos. En jugar vara y tirar cabeza. Con sujetos de esta tónica… no se llegará a hacer una república… El hombre está hecho para la vida social. Y ¿cómo hará esta vida sin modales y sin reglas de conducta? ¿Sabrá comportarse ante la gran masa quien no supo hacerlo ante el pequeño conjunto donde empieza a ejercitar sus actividades?... Se ha hecho una democratización al revés. Se ha descabezado la urbanidad.”
El desvío que advertía se vería agravado: a ese hombre popular e
igualitario, que merecía no “pasar más trabajo” le tocaría la andanza del petróleo y toda la dislocación de nuestras instituciones políticas y económicas. La renta exorbitante del petróleo, que llegaba a una sociedad económicamente letárgica, invadía con aires de consumo que hoy siguen –acaso más fuertes- plenamente vigentes. En lugar de moderarnos y civilizarnos –de “sembrarse”- el petróleo nos inundó –espeso y oscuro- de un modo de vida absolutamente contrario a la virtud de antaño, sin permitirnos corregir sus defectos o rebasar sus limitaciones: el expediente, la fuerza y su contraparte, la viveza, se suman a la expectativa del dinero fácil y el pensamiento mágico. Por eso han insistido los politólogos y sociólogos del petróleo: éste permite el reino de la abundancia Estatal independiente de la sociedad, y con ello las formas más atávicas de autoritarismo coinciden junto con la reproducción inorgánica de modos de ser foráneos. Esto lo habían advertido estadistas desde muy temprano (de Adriani y Uslar, a Betancourt, Caldera y Pérez Alfonzo), aún si los arropaba la inercia del estatismo petrolero y el apetito social siempre insatisfecho. Mal podemos juzgarlos: la sociedad, ahora definitivamente improductiva pero rica, se consideraba (¿se considera?) con méritos para su porción de renta para –ya siendo todas las clases ociosas- consumir conspicuamente cual parvenús. La civilidad que poseímos se manifestaba, donde lo hacía, a pesar del petróleo: lo otro era el país de la afectación y del oropel, de las “misses”, de las ferias y los gastos, de los créditos adicionales y del apoyo estatal. Sólo hay que saber empujar en la cola para acceder a nuestro trozo, y pierde el más tonto (“o algo más subido de tono”)…
Acaso, en esa circunstancia, se nos pida “volver al origen”, y que
regresemos a un estilo de vida frugal y honesto, como el de nuestros aborígenes, al que nos llama la tierra o al que se asoma en un modo comunal “originario”. Pero eso, ante una sociedad compleja con una multitud de modelos sociales a ser evocados, puede ser mucho más restrictivo e intolerante: la privación de unos ocultaría el lujo y lo conspicuo de los socialmente más fuertes. Debemos recordar que hubo un camino desviado y perdido, que hoy se traza como el más subversivo de todos, el de la civilidad derivada del trabajo honesto, de la vida sencilla. El “tacto social” del que hablaba Carreño (§24), que no es otra cosa sino la sensibilidad hacia el otro, el respeto no ordenado coercitivamente: en el auto-control y la moderación hallaríamos el más liberador de los movimientos. Termino así con Briceño Iragorry, si se me permite en esta fecha:
“La política es la suma de los hábitos sociales. Un pueblo no será
políticamente culto si sus componentes no lo son como individuos. Y como nosotros solemos tomar las cosas por las hojas contrarias, hemos dado en la flor de pregonar que para ser demócratas debemos comportarnos como arrieros y que es buena prueba de camaradería social cambiar insultos con el primer patán que nos tropiece en la calle. (…) Hay crisis de virtudes. Y las virtudes políticas son prolongación de esas modestísimas virtudes que crecen al amor del hogar, sobre el limpio mantel, en torno al cual se congrega la familia”…