Signos de Vitalidad
Signos de Vitalidad
Signos de Vitalidad
Con frecuencia nos preguntamos qué será de la vida religiosa en los próximos
cincuenta años. A mí no me preocupa especialmente cómo será la vida consagrada en los
próximos años; me preocupa, y mucho, cómo está siendo la vida consagrada de hoy y cómo
afrontamos los desafíos del momento presente. Porque la vida consagrada de los próximos
años se está gestando en las apuestas de nuestro presente. La vida consagrada no nace en el
laboratorio, aunque estemos empezando a ver algunas iniciativas de laboratorio. Si nace del
Espíritu tenemos que pensar que será Él quien nos vaya marcando la pauta, las exigencias y
el estilo de vida consagrada que más conviene en este momento a la Iglesia, que no siempre
coincide con el que nosotros creemos y alentamos.
Esbozo aquí algunos apuntes sobre lo que me parecen signos inequívocos de vitalidad
y signos certeros de decrepitud.
Cuando en una provincia o congregación hay una fuerte señal de pertenencia en sus
miembros hay, sin duda, una gran vitalidad aunque las circunstancias coyunturales sean
adversas. Uno de los peores síntomas de gripe vocacional que puede aparecer en una
congregación es la pérdida de señal de pertenencia en sus miembros.
Si se va debilitando en los miembros la señal de pertenencia y no sólo no provoca
adhesiones nuevas sino que se va despojando de vocaciones hechas y en muchos casos
jóvenes, se ha encendido el semáforo rojo y la situación requiere una urgente etiología para
hacer un diagnóstico valiente y poner un torniquete a la situación. Es curioso cómo en estas
circunstancias, que se dan muchas veces, preferimos mirar para otro lado, echar la culpa a
los que se van o a lo flojos que son los jóvenes, para no enfrentamos a la situación y buscar
soluciones valientes aunque sean costosas.
Una comunidad que no se toma en serio una reflexión profunda y compartida cuando
algunos de sus miembros se desaniman o se marchan está en serio itinerario de decadencia.
2. INQUIETUD MISIONERA
Las comunidades inquietas y vivas sienten el compromiso de contar cómo les va, de
hablar de aquello que les desborda el corazón. Por eso me atrevo a decir que el espíritu
misionero de una comunidad es un buen indicador de su salud espiritual y evangélica. Las
comunidades vivas nunca son cerradas, preocupadas sólo de sí mismas, retroalimentándose y
mirándose el ombligo permanentemente por muy espiritual que sea. Una comunidad de
gente madura sale al encuentro, se hace cercana a la gente, se lanza a la calle a la aventura de
compartir todo lo bueno que la inunda. Por eso, en su itinerario histórico todas las
congregaciones han terminado, antes o después, siendo misioneras. La misión es un síntoma
de vitalidad y de amor encarnado. El auténtico consagrado se siente enviado y nunca
recluido. Hasta la vida más contemplativa, mal llamada de clausura, es sustancialmente
misionera. Teresita de Lisieux fue nombrada patrona de las misiones sin haber salido nunca
de su monasterio. Toda vida cristiana auténtica es misionera. Y la vida consagrada no quiere
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ser otra cosa que vida cristiana a tope. Alguien ha dicho que la vida consagrada es recuerdo
vivo del Evangelio. Evangelio es Buena Nueva, noticia que quiere ser anunciada y gritada
desde las azoteas y en las ágoras para quien quiera escuchar: el que tenga oídos para oír que
oiga.
En una sociedad cada vez más técnica y mejor preparada, los consagrados tenemos el
peligro de vivir de rentas en lo que se refiere a la formación. Hemos disfrutado, sin duda, en
los últimos años del privilegio de estar entre los más cultos. En los últimos tiempos nos
estamos encontrando con muchos consagrados y consagradas que hace años que no leen un
libro y se han despreocupado severamente de su propia formación humana y espiritual. En
nuestras congregaciones siempre hubo un grupo numeroso de hermanos 'cultos' que
publicaban libros, impartían clases, daban conferencias y mantenían alto el listón intelectual.
Hoy son cada vez menos y en algunas congregaciones apenas existen o son minoría. Con
frecuencia, los provinciales comentan que no es fácil encontrar religiosos o religiosas
preparados y disponibles con los que contar para animar una asamblea, asesorar en un
capítulo, impartir ejercicios espirituales o simplemente animar una jornada de reflexión.
Creo que estamos descuidando la formación inicial y permanente y esto es un verdadero
drama para la vida consagrada.
Necesitamos abordar una formación permanente de calidad, capaz de generar procesos
y de provocar en nosotros y en nuestras instituciones deseos vivos de cambio, de renovación,
de búsqueda.
Del mismo modo que sería inaceptable un médico sin una formación suficiente, es
inaceptable un consagrado sin una formación teológica y de vida consagrada que le permita
dar razón de su esperanza a quien se la pida. Y además una formación que esté abierta a la
vida y no encerrada en la propia Teología que no sale de las aulas. Una Teología vivencial y
no sólo académica, para potenciar la vida y no el adoctrinamiento. Si siempre fue peligroso
el hombre de un solo libro, lo es mucho más el consagrado sin libros, atrapado por los
periódicos deportivos o las revistas del corazón. Hay mucho y bueno para leer en la vida
consagrada de hoy. Propuestas frescas y renovadoras que hemos de aprovechar para engrasar
nuestro motor y mantener un ritmo fresco y ágil.
Yo creo que la gran desgracia de este momento en la vida consagrada es la falta de
formación; mucho más que la carencia vocacional.
Los consagrados hemos de apostar sin dudarlo por una formación teológica y de vida
consagrada de calidad y, si es posible, impartida por consagrados. Nadie como los
consagrados entiende y ama la vida consagrada y puede enseñarla con pasión y con
autoridad. Hay quienes se empeñan en ser maestros de la vida consagrada sin ser ellos
mismos consagrados y probablemente pueden hacerlo bien, pero siempre les faltará la
narración en primera persona que es la de los testigos, la mejor.
Muchos de los problemas que nos encontramos en el caminar cotidiano de la vida
consagrada en las Iglesias locales tienen que ver con el desconocimiento a veces manifiesto
de la vida consagrada y de sus carismas en muchos pastores.
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4. CONCIENCIA CRECIENTE DE CORRESPONSABILIDAD
Una congregación y un instituto son una familia que se siente llamada a compartir la
vida y la fe y el compromiso de seguir a Jesús y de imitarle en la radicalidad de su ser.
Cuando los miembros de un grupo humano se sienten corresponsables, afectados por lo que
sucede a los otros, y comparten los éxitos de un miembro como si fuera de todos, y lamentan
el fracaso de un miembro como si fuera un fracaso general, puede decirse que hay espíritu de
familia y corresponsabilidad. Exactamente igual que sucede en las familias. ¿Qué familia no
celebra los éxitos de sus miembros y no lamenta los fracasos de cada uno de ellos?
Cuando se pierde este sentido de familia y de corresponsabilidad empieza a emerger
un individualismo terrible que provoca una verdadera metástasis en el cuerpo común hasta
dejar a ese cuerpo sin defensas. Se ha dicho, no sin cierta razón, que el individualismo es el
cáncer de la vida religiosa de hoy. Tal vez estemos viviendo simplemente la fuerza de la
inercia que nos lleva de un polo al otro como reacción instintiva. De aquel "borreguismo"
-con perdón- del pasado que no tenía en cuenta la individualidad y la libertad personal,
hemos podido pasar a esta desbandada individualista que no cuenta con nadie y provoca
profundas amarguras y decepciones.
Hemos de cuidar una educación corresponsable y sentimos implicados en la tarea
común de ser comunidad, provincia, congregación, Iglesia. Aquí tiene un papel esencial la
autoridad que ha de ser muy cercana e informar permanentemente de todo cuanto sucede en
el ámbito de la congregación para crear conciencia de misión compartida.
De vez en cuando la vida nos sorprende de manera insospechada. A mí casi todos los
días. Y en el seno de nuestras instituciones en ocasiones las sorpresas no son agradables. Un
hermano preparado y audaz que de repente se va, una muerte que nos descoloca, una mala
gestión que nos obliga a cerrar una casa o a clausurar una obra, un escándalo que nos
descoloca. En esos momentos un grupo humano con sentido de familia sabe acudir en
tromba para tapar un agujero, regenerar una situación o desdramatizar un momento puntual.
En esta disponibilidad especial para momentos especiales yo encuentro una profunda
vitalidad. Hay situaciones que nos hacen juntamos como una piña porque nos sentimos
afectados todos. Donde esto sucede hay vitalidad institucional y posibilidades de enfrentarse
a grandes desafíos con un cierto éxito.
Allí donde prevalecen la insolidaridad y el individualismo, donde dejamos tirados a
nuestros hermanos porque ése es su problema, donde cargamos sobre uno las
responsabilidades que nos corresponden a todos, hay un peligro real de fractura, de pérdida
de pertenencia y de fracaso a corto plazo.
Una institución llena de vitalidad sabe salir al paso de emergencias, unir fuerzas en la
debilidad y arrimar el hombro en situaciones estrechas. Y esta cualidad es generadora de
vida y esperanza para toda la comunidad.
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6. APOYO A LA DIMENSIÓN INTELECTUAL, CREATIVA Y REFLEXIVA DE LOS
MIEMBROS
Toda institución tiene una fachada y un interior. Hay muchas dimensiones de un grupo
humano que salen a la calle, llegan, venden, comunican. Otras dimensiones permanecen más
en la penumbra de nuestros adentros y en el silencio necesario de nuestros claustros. Sin
duda ninguna la dimensión intelectual y cultural de un grupo humano es muy importante
para transmitir una imagen positiva y atractiva de él. Esto tiene mucho que ver con la
visibilidad positiva u oscurantista, con la imagen que todos proyectamos hacia fuera.
Cuando un miembro de una comunidad destaca en lo artístico, intelectual y cultural y
es apoyado por sus hermanos hay un potencial precioso y valioso para exportar que
enriquece notablemente la imagen de la comunidad. A mí me emociona ver en distintas
congregaciones cómo parece que los hermanos están todos a una a la hora de apoyar a
algunos de sus miembros; si uno presenta un libro, allí están todos los hermanos para
expresar su apoyo; si uno monta una exposición de pintura, todos se hacen presentes y se
hacen eco del acontecimiento. Hay un espíritu grupal de solidaridad interna admirable que es
un síntoma de gran vitalidad institucional.
Lo contrario es penoso y desalentador. Un hermano que se sacrifica durante muchos
años para hacer algo valioso que ofrecer a los demás y que valora todo el mundo menos sus
hermanos; algo de lo que se hacen eco muchos de fuera menos su congregación, es
profundamente desmotivador y genera pérdidas de pertenencia muy preocupantes.
Y esta valoración se demuestra con hechos concretos, no solamente en el mundo de
los deseos.
A mí me preocupa especialmente la aportación que la vida consagrada debe hacer
desde el arte a la vida de la Iglesia, de la evangelización, de la pastoral y de nuestro pueblo.
El Congreso de vida consagrada de Roma alentó a descubrir nuevos lenguajes, crear nuevas
narraciones, buscar nuevos iconos. Hay mucho potencial artístico en la vida consagrada que
podemos poner al servicio de la evangelización. Además el arte es un lenguaje universal que
todos entienden, un puente magnífico para poder llegar a la otra orilla de los jóvenes y los
indiferentes.
En los últimos tiempos hemos perdido capacidad de conexión con los jóvenes. La
Iglesia y los jóvenes caminan por senderos paralelos que difícilmente se encuentran. La vida
consagrada tiene que hacer una opción preferencial por los pobres y por los jóvenes. Eso
significa estar dispuestos a cambiar de mentalidad. Hay que salir al encuentro. Para eso
necesitamos renovar nuestro lenguaje, nuestras apuestas, ofertas, presencias, visibilidad,
nuestras ideas excesivamente seguras. Para empezar, hemos de poner mucho tiempo a
disposición de los jóvenes y no sé si estamos realmente dispuestos. Y no sólo los jóvenes.
Todos somos mediación valiosa de la llamada y acompañantes de camino. Tenemos que
empezar a cursar masters de diálogo y presencia entre los jóvenes.
La primera barrera y tal vez la más importante que nos separa de los jóvenes es la
ideológica. No acabamos de empapamos de la manera y del estilo de ser de la modernidad.
Estamos excesivamente seguros de nuestros esquemas morales, políticos y culturales, pero
no son los de los jóvenes. Hoy nos identifican de una manera muy generalizada con
propuestas trasnochadas, valores caducos, ideas políticas muy conservadoras; nos sienten
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más jueces que acompañantes y perciben que tenemos siempre el semáforo rojo y el no por
delante. Bostezan en nuestra liturgia, desconectan en nuestros sermones, les interesamos
cada día menos. Como mucho nos valoran como museos vivientes.
Este es un tema que tiene que cuestionamos fuertemente, que tiene que espabilamos y
movilizamos porque está en juego que los jóvenes puedan acercarse al Evangelio.
Hemos hecho un valioso recorrido carismático en los últimos años, sobre todo desde
el Concilio Vaticano II y su llamada a volver a las fuentes originarias de nuestro ser. No hay
una sola congregación que no haya llevado esta reflexión a su vida y no haya tomado
decisiones prácticas y encarnadas.
Ya en Caminar desde Cristo se afirma que uno de los pilares sobre los que se apoya la
renovación de la vida consagrada es el ímpetu carismático junto a la formación permanente:
He aquí porqué todo intento de renovación se traduce en un nuevo ímpetu por la misión
evangelizadora. Aprenden a elegir con la ayuda de una formación permanente marcada por
intensas experiencias espirituales que conducen a decisiones valientes (cf. 9, 32-33). Sin
duda un signo de vitalidad de una congregación es el entusiasmo y compromiso carismático
que hace posible una espiritualidad auténtica y encamada.
Cuando la apuesta por la santidad es una propuesta puramente formal, de ideas y de
esquemas, que no llega a encamarse de manera real en las pobrezas del mundo, podemos
encontramos con una versión actualizada del opio del pueblo que yo creo va a interesar cada
día menos a nuestra gente. Donde hay apuestas firmes de compromiso carismático hay
signos evidentes de vitalidad.
La vida religiosa tiene que estar alerta y vivir asomada a la vanguardia. Siempre ha
sido muy vital y renovadora. Si se ha mantenido tantos siglos con una vitalidad enorme ha
sido porque ha sabido adaptarse, renovarse y sobre todo escuchar los signos de los tiempos.
En algún momento ha llegado a ser motor de renovación de toda la Iglesia; bastaría pensar
en San Francisco de Asís.
Hoy hay cierto consenso a la hora de afirmar que el estilo de vida consagrada clásico
se está agotando; hemos dado de nosotros mismos lo que teníamos que dar en ese esquema
tradicional. Urge, pues, abrir caminos nuevos, renovar propuestas, iniciar experiencias
nuevas. Necesitamos invertir en investigación y desarrollo, como hacen las empresas para no
quedarse estancadas.
Pero esto no resulta fácil porque nos condicionan las estructuras, las obras, las casas,
la historia, y nos cuesta mucho dar un paso al frente y romper moldes para experimentar
nuevas presencias y, sobre todo, nuevas formas de vivir la vida consagrada sin tantas
normas, sin tantas estructuras y esquemas hechos. Yo sueño con nuevas comunidades, más
espontáneas y libres, más rurales, convocadas en tomo a una misión concreta, que rompan
los condicionantes de siempre: de la misma congregación, del mismo sexo, con laicos. Estas
nuevas iniciativas de vida consagrada, que aún no contempla el Derecho, pueden aportar una
cierta novedad que sea atractiva para los jóvenes, provoque y convoque.
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Si todo lo que ofrecemos es lo de siempre no esperemos novedades sustanciales en la
respuesta vocacional. Lo que hay ya está visto y muy visto.
Pudiera dar la impresión de que la vida consagrada, y mucho más estas experiencias
innovadoras de vida consagrada, se situaran más allá de la Iglesia institucional. Pero ésa no
es mi propuesta. Creo que la vida consagrada ha de ser y sentirse siempre Iglesia en
comunión con los pastores y con los laicos. Lo que sucede es que hay muchas maneras de
sentirse Iglesia, incluso en el disenso, a la hora de analizar y abordar los problemas sociales
y humanos.
Esto significa cuidar el espíritu de comunión, como un gran deseo de Jesús, pero no
decir a todo que sí y mucho menos renunciar al profetismo que le corresponde a la vida
religiosa y que la misma Iglesia le pide con insistencia. Comunión no puede significar en
modo alguno uniformidad. La Iglesia se ha posicionado siempre contra la clonación y esta
clonación tiene que ver también con las ideas, las formas de vivir hoy la consagración en el
mundo y con las posturas sociales y políticas que van emergiendo en el caminar social.
La vida religiosa que cuida la comunión y la hace compatible con la libertad y el sano
espíritu crítico, con la gloriosa libertad de los Hijos de Dios, puede presentar signos de
evidente vitalidad frente a una vida religiosa callada, sumisa, asustada, incapaz de ser ella
misma y manifestarse desde su propia originalidad.
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12. MIRADA ABIERTA Y ENCARNADA
Cuando prevalecen la nostalgia y las formas e ideas del pasado se va perdiendo poco a
poco la vitalidad. Hay una vida consagrada que se resiste a avanzar, a renovarse, a pisar la
calle de la pluralidad. Podría resumirlo en la frase tantas veces oída en nuestros pasillos:
siempre se ha hecho así. Hay incluso, lo que es aún peor, una vida consagrada que quiere
promocionar un estilo de vida del pasado, cerrado a la vida, encorsetado en las formas, con
una espiritualidad incólume y desencarnada. Una vida consagrada que está de vuelta, pero de
vuelta atrás, tal vez decepcionada por los frutos alcanzados en los últimos años. Y se vende
la idea equivocada de que las formas clásicas de vida consagrada tienen abundantes
vocaciones. Pero esa constatación es puramente puntual y anecdótica. La crisis de
vocaciones afecta a todos por igual y no creo que tenga nada que ver con las formas y
mentalidades.
No creo ni apuesto por una vida consagrada nostálgica; creo que no tiene futuro y que
es pan para hoy y hambre para mañana. La vida consagrada del presente tiene que sentirse a
gusto en el presente, tiene que tener mentalidad de presente y que responder con soluciones
de hoy a los problemas de hoy. No puede quedarse fuera de juego en la vida del
pensamiento, de la cultura, de la actualidad, porque entonces no interesará a nadie.
Creo que un signo de vitalidad puede y debe ser, en una congregación, situarse con los
pies en la tierra y en el momento presente. Auscultar el ritmo y el latido de la vida y de la
gente para responder a los signos de los tiempos, como nos ha pedido el Concilio. El vino
nuevo necesita odres nuevos.
Hoy hay una conciencia creciente entre los consagrados de que el elemento afectivo es
sustancial a la hora de sentimos convocados y realizados en nuestra vocación. Y parece que
aquí la Psicología no falla. Desde luego para los jóvenes lo afectivo es esencial, y también
para los adultos aunque lo disimulamos mejor mientras podemos.
Cuando lo afectivo y relacional no está presente en un grupo humano, cuando las
relaciones interpersonales son pobres, cuando no hay argamasa afectiva que una a las
personas, se produce una desazón creciente, un malestar continuo y buscamos maneras de
sobrellevar la tempestad que no son las mejores para un grupo humano.
Es verdad que las relaciones humanas y afectivas no son siempre fáciles y requieren
una madurez personal suficiente. Pero no podemos renunciar a trabajar una madurez humana
afectiva y relacional si queremos conseguir metas apetecibles y gozosas. Y la gran queja de
la vida consagrada de hoy tiene que ver con esta dimensión relacional y afectiva.
Comunidades poco acogedoras, muy frías afectivamente hablando, poco humanas y
excesivamente oficiales.
Si una institución se deja arrastrar por la bola de nieve de las divisiones, las envidias,
las rivalidades, las luchas de poder... está condenada a la muerte. Cuando crecen las
divisiones, las envidias y las luchas intestinas, la congregación se desintegra paulatinamente.
Por el contrario una comunidad o congregación asentada afectivamente, donde los miembros
se valoran, se apoyan, se ayudan, está llamada a más. La cohesión afectiva de un grupo
humano es sin duda un signo claro de vitalidad al que no debemos renunciar los
consagrados.
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14. ACOGER LOS DESAFÍOS
Decir esto es lo mismo que decir estar atentos a la vida que pasa. ¿Cómo ser signos de
vitalidad si estamos desconectados de la vida, en periodo de hibernación? Las comunidades
cerradas a los desafíos de la modernidad son como llamadas perdidas en el móvil. Y cada
tiempo y cada etapa tiene sus propios desafíos. Ser humano es un desafío y querer ser
humano con otros es hacer frente a un conjunto de desafíos impresionantes. Renunciar a ser
humanos es morir. Y la vida consagrada lo que desea es vivir y apostar por la vida.
Aquella institución que se enfrenta a los desafíos, que busca respuestas a los
interrogantes, que se plantea un discernimiento continuo para buscar la voluntad de Dios en
el presente está en condiciones de vitalidad. Porque la vejez es renunciar a querer vivir.
Con la reducción numérica que todas las congregaciones han sufrido en los últimos
años es fácil caer en la trampa de querer mantener a toda costa las estructuras del glorioso
pasado con las fuerzas disminuidas del presente. Y así tenemos el peligro de quemar a los
religiosos, de agotarlos, de que terminen sintiéndose piezas de un engranaje que no hay
quien domine. Religiosos al servicio de las casas y no casas al servicio de los religiosos.
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Es verdad que algunas congregaciones están haciendo un esfuerzo grande por
simplificar estructuras, cerrando casas, contando con los laicos, uniendo provincias para
evitar tantas estructuras de gobierno. Pero también es verdad que otras muchas no lo están
haciendo sino movidas por la necesidad y otras ni siquiera se lo han planteado.
Una comunidad simple en sus estructuras se hace ligera, atractiva, y genera simpatías
y adhesiones por su cercanía y humanidad. El Congreso de vida consagrada de Roma nos
pedía estructuras más ágiles y sencillas: Hace falta una transformación estructural de
nuestras vidas y de nuestras obras. Se necesitan estructuras más ágiles y simples,
comunidades abiertas y acogedoras para globalizar una solidaridad compasiva y una red
de compromisos por la justicia, al servicio de una cultura de la paz, a fin de que los pobres
puedan ser escuchados.
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ese sentido estamos dando pasos impensables hace sólo unas décadas. Una comunidad
abierta a la eclesialidad y a las congregaciones manifiesta signos de vitalidad.
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22. PROPONERNOS SER ESCUELAS DE ESPIRITUALIDAD
Nuestra especialidad a la hora de aportar algo valioso a la sociedad tiene que ver con
la espiritualidad. Eso parece innegable. Una comunidad que cultiva y manifiesta una fuerte
espiritualidad tiene algo original que decir y que compartir; tiene signos de vitalidad o más
bien es un signo de vitalidad. Lo mejor de nuestros sueños tienen que ver con la vida del
Espíritu y es posible tejer juntos esos sueños que nos ayudan a trascender la materialidad de
la vida y hablan a los hombres y mujeres de hoy de Dios.
Tal vez la mejor misión que tenemos hoy los consagrados no sea otra que mantener
viva la pregunta sobre Dios en nuestra generación. Hemos de ser auténticas escuelas de
espiritualidad para el mundo. A medida que el mundo se sacie de materialismo -y ya está a
punto- solicitará ayuda y ofertas de espiritualidad. Y ahí tenemos que estar nosotros siendo
propuestas sólidas y coherentes de espiritualidad. Pero hemos de serlo ya porque una escuela
del Espíritu no se consolida en la improvisación sino en la paciencia serena del tiempo,
como las estalactitas.
El sueño compartido de la vida consagrada es ser oferta desmedida de espiritualidad
para el mundo y demanda de hambre y sed de Dios que puede ser saciada. Esto significa
apostar por el Pan y la Palabra como vida y centro de nuestras comunidades. Buscar juntos,
en discernimiento y diálogo, la voluntad de Dios.
Desde niño me pareció extraña esta sentencia de Jesús: A quien tiene se le dará; a
quien no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Pero después he entendido la sabiduría que
encierra. Relacionada con el tema que nos ocupa parece muy clara y lúcida. En la
comunidad o congregación donde existen varios signos de vitalidad, la capacidad de
renovación y de convocatoria pueden ser importantes. Allí donde los signos de vitalidad
escasean o han desaparecido por completo cabe imaginar un proceso creciente de decrepitud
que conduzca inexorablemente a la desaparición. Porque los signos de vitalidad se llaman y
se convocan entre sí y generan expectativas y deseos de cambio en quienes los perciben
cerca.
No tenemos que temer a la muerte de nuestros institutos sino de nuestros carismas.
Ojalá estuviéramos dispuestos a morir a muchos esquemas mentales y afectivos que nos
neutralizan, para entrar en el paritorio de una nueva vida religiosa. Hoy sentimos los dolores
del parto, y habrá parto y será niña: una nueva vida religiosa, criatura del Espíritu, preferida
y escogida por su Señor.
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