Palabras Que Nunca Te Dije
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Sara giró la cabeza sobre la almohada y miró el despertador. Faltaban tres minutos para
las seis de la mañana. Cerró los ojos y resopló. Era un hecho: odiaba los lunes. No
tenía ningún motivo especial para hacerlo. En realidad, era un día como cualquier otro:
un martes, un jueves, un domingo… Sus días eran tan parecidos que solía confundirse y
le costaba recordar la fecha. Pero los lunes tenían algo que la deprimía.
Bostezó. Estaba exhausta y ya había perdido la cuenta de las noches que llevaba sin
dormir. Daniel continuaba teniendo pesadillas y apenas conciliaba el sueño por culpa
de una película de terror que había visto unas semanas antes.
Su marido dormía profundamente al otro lado de la cama. Su pecho subía y bajaba al
ritmo que marcaban sus ronquidos: dos inhalaciones cortas y una larga. Lo miró con
fastidio. No entendía cómo podía caer en la cama como un tronco y no enterarse de
nada.
No recordaba cuándo fue la última vez que Colin se había levantado en su lugar para
consolar a Daniel, darle agua o vigilar su sueño si estaba enfermo y la fiebre no le
bajaba. Quizá no lo recordaba porque nunca lo había hecho, ni siquiera en esas
contadas ocasiones en las que era ella la que enfermaba. En esos casos, Colin se
limitaba a dormir en otro cuarto y a permanecer alejado para no contagiarse, alegando
que no podía permitirse el lujo de faltar al trabajo.
Colin siempre era el primero en llegar a su oficina y el último en abandonarla.
Incluso acudía algunos fines de semana con el pretexto de complacer a sus jefes y
asegurarse de que conseguiría un ascenso cuando estos eligieran al nuevo equipo
directivo. Sara sabía que él llevaba muchos años luchando por ese ascenso y trataba de
ser paciente y comprensiva. Creía firmemente que, cuando por fin lo lograra, las cosas
mejorarían entre ellos. Colin se relajaría, pasaría más tiempo con ella y el niño y
podrían arreglar sus problemas. Era lo que más deseaba.
El despertador comenzó a sonar y ella se levantó tras apagarlo. Se cubrió los brazos
desnudos con una rebeca y se dirigió a la cocina mientras se recogía la larga melena
castaña en una coleta. Puso a calentar la cafetera y rellenó el depósito de agua bajo el
grifo. Arrugó los labios con una mueca de fastidio al ver que las cápsulas de latte
macchiato se habían acabado. Después buscó el café soluble, que guardaba para
emergencias, y calentó un poco de leche en el microondas. Le puso dos cucharadas
colmadas, añadió azúcar y un poco de vainilla en polvo. No era lo mismo, pero se
parecía bastante, y lo importante a esas horas era la doble dosis de cafeína que
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necesitaba para ponerse en marcha.
Tomó la taza caliente y se dirigió al salón, a su pequeño rincón junto a la ventana, y
se sentó en la butaca de segunda mano que meses atrás había comprado en un
mercadillo cerca de Notting Hill. Era perfecta por su tamaño y tan cómoda que se había
convertido en su lugar favorito de la casa. Subió las piernas al asiento, acomodándose
mientras acunaba la bebida entre sus manos. Siempre se levantaba temprano para poder
disfrutar de ese ratito de tranquilidad antes de despertar a Daniel.
Cogió el libro que Christina le había regalado en Navidad y continuó leyendo por
donde lo había dejado el día anterior. Era una lectura preciosa. Le encantaba el
argumento, los personajes, el lugar donde se ambientaba. Lo cierto era que siempre
acababa enamorándose como una idiota de las novelas con una bonita historia de amor.
Pero esta poseía algo especial, y es que tenía como protagonista al hombre perfecto.
Atractivo y muy masculino, divertido, inteligente, impulsivo… Muy apasionado y
seguro de sí mismo, menos cuando mostraba su lado sensible y vulnerable, dejando
entrever que, quizá, no fuese tan seguro. Un hombre capaz de dar espacio, de recorrer
cinco kilómetros a pie para conseguirte un trozo de tarta, de los que se pasan toda una
tarde en la cocina para prepararte una cena maravillosa. Un hombre que, posiblemente,
no fuera tan perfecto si se lo comparaba con otros, pero que para Sara lo era cuando
decía cosas como aquella:
«…si mañana se acaba el mundo, yo moriré feliz solo por haberte conocido.»
Se llevó la mano a sus labios temblorosos y parpadeó para alejar las lágrimas. El
corazón le latía con fuerza y se sintió estúpida por ese atisbo de celos que estaba
sintiendo hacia la protagonista. Estúpida por las mariposas que le recorrían el
estómago cada vez que leía un «Te quiero», como si ella fuese la destinataria de ese
sentimiento. Por Dios, estaba muerta de envidia por una escena de amor entre una
pareja de… ¡ficción! Cerró el libro y se quedó mirando la pared llena de fotografías.
Las de su boda, por llamarla de algún modo, habían desaparecido tras el ficus al igual
que otras muchas cosas.
—Sara, ¿has planchado mi camisa azul? No la encuentro —preguntó Colin desde el
pasillo.
Sara se secó con la manga de la rebeca una lágrima solitaria que se deslizaba por su
mejilla.
—Está en el armario. Y, por favor, no grites. No quiero que Daniel se despierte.
—¡Mamá!
—Estupendo —refunfuñó para sí misma mientras dejaba el libro a un lado y se ponía
de pie—. Media hora para desayunar tranquila, leer un poco… Tampoco pido mucho.
Ayudó a Daniel a vestirse y lo acompañó al baño. Mientras le aplastaba con el peine
Como cada viernes, Sara llamó a su madre por teléfono. Hacía seis años que la mujer
había regresado a España y apenas se habían visto desde entonces. Unos pocos días en
verano y otros pocos durante la Navidad.
Toda su familia materna era española. Generaciones y generaciones de Martell
habían nacido y vivido en Granada, incluida ella. Muchos años atrás, por un guiño del
destino, su madre había conocido a Philip, un joven escocés estudiante de Historia que
viajaba por el sur recorriendo los paisajes que una vez formaron al-Ándalus. Se
enamoraron y él lo abandonó todo para estar con ella. No tardaron mucho en
convertirse en padres de un par de mellizos: Sara y Luis.
Cuando Sara tenía siete años, los cuatro se trasladaron a Enfield, un municipio de
Londres, donde las posibilidades de trabajo eran mucho mayores que en España.
—Daniel parece muy contento —dijo su madre después de hablar con el niño.
—Tenía muchas ganas de que acabara el colegio. Este curso ha sido un poco difícil
para él. —Se apoyó contra la pared e hizo rodar con la punta del pie una pelota de
goma—. ¿Qué tal está Luis?
—Ha roto con Laura —respondió su madre con tristeza.
—¿Por qué? Me caía bien.
—Sí, a mí también. Es una buena chica, pero tu hermano dice que no es la adecuada.
Que las mariposas han desaparecido. Ya sabes cómo es.
Sara sonrió. Por supuesto que sabía cómo era su hermano. Luis y ella eran tan
parecidos que la gente los tomaba por gemelos en lugar de mellizos, y no solo por su
aspecto. Él era un romántico impenitente que creía en el karma y en el destino, al igual
que ella había creído durante un tiempo.
—¿Cómo está Colin?
—Bueno… —Sara suspiró—. Muy ocupado. Tiene una nueva campaña entre manos y
ya sabes cómo es. Pero está bien.
—Me alegro por él. Y ¿tú cómo estás?
—Bien.
—¿De verdad? No lo parece.
Sara guardó silencio. No quería preocuparla con sus problemas ni que se sintiera mal
por encontrarse tan lejos. A su madre le había costado un gran esfuerzo regresar a
España, pero Enfield había dejado de ser su hogar después de que su marido muriera
tras una larga enfermedad.
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Volver a Granada le había devuelto algo de alegría, aunque se sentía culpable por
haber dejado sola a Sara, sin más familia que la que ella misma había creado, ya que
Colin era hijo único y sus padres hacía años que se habían instalado en un pueblecito
de la Riviera italiana para disfrutar de su jubilación.
—Estoy bien, de verdad. Además, Christina ha regresado de Nueva York y nos
veremos esta tarde.
—¡Eso es fantástico!
—Sí. La he echado de menos.
—Es una buena chica y te quiere mucho. —Su madre hizo una pausa y carraspeó—.
¿Le gustó a Colin el maletín que le compraste por vuestro aniversario?
—Sí, le encantó.
—No me has dicho qué te regaló él.
Sara apretó los párpados muy fuerte y se pasó una mano por la mejilla, que deslizó
despacio hasta su cuello. Otro aniversario de boda consecutivo que Colin había
olvidado. Como en todos los anteriores, ella había organizado una cena y le había
comprado un bonito regalo. Después había fingido con una enorme sonrisa que su
descuido no tenía importancia, mientras Colin atendía una llamada tras otra, entre
disculpa y disculpa, y la cena se enfriaba en los platos.
Una hora más tarde, se había despertado hecha un ovillo en su butaca. La mesa seguía
puesta, las velas encendidas y Colin se había encerrado en su despacho. Continuaba al
teléfono, mientras de fondo sonaba la introducción de Breaking Bad. Ni siquiera veía la
televisión en la sala. El despacho se había convertido en un apartamento en el que hacía
casi toda su vida en casa.
—¿Sara? —insistió su madre al ver que no contestaba.
—Unas… unas flores preciosas, mamá.
Se produjo un tenso silencio.
—No se acordó, ¿verdad?
Sara le dio una patada a la pelota y se acercó a la ventana. Apoyó la frente en el
cristal y maldijo en silencio.
—Llegó tarde, su teléfono no dejaba de sonar y tuvo que encerrarse en su estudio
para atender asuntos del trabajo. Cuando me acosté seguía allí. Ya sabes cómo es, lo
primero es lo primero, y tenemos muchos gastos…
—Claro, es normal, no pasa nada. A tu padre también se le olvidó alguna vez.
Sara inspiró hondo y comenzó a juguetear con un hilo suelto de su blusa.
—Papá nunca se olvidó de vuestro aniversario. No tienes que decir esas cosas para
que me sienta mejor. No estoy disgustada, en serio.
Era mentira. Se sentía muy dolida a pesar de que, a esas alturas, ya debería haberse
acostumbrado a sus descuidos. Su aniversario de boda no era la única fecha que se
Sara había quedado con Christina en Neal’s Yard, un bar situado en un pintoresco patio
con el mismo nombre, que se encontraba entre Shorts Garden y Monmouth Street. Le
encantaba ir allí porque cada vez que penetraba en aquel rincón tenía la sensación de
abandonar un mundo donde todo era gris para caer dentro de un arcoíris de sentidos. Y
no solo por el colorido de las fachadas, las ventanas y las puertas, de los toldos de los
comercios y la decoración de las terrazas. La gente que iba hasta allí era especial y a
ella le gustaba observarla e imaginar cómo serían sus vidas.
Christina la esperaba sentada a una de las mesas en la terraza del bar. Se puso de pie
en cuanto la vio y salió a su encuentro con una enorme sonrisa en los labios.
Sara había conocido a Christina cuando solo era una niña, durante su primer día de
colegio en Enfield. Desde entonces nunca habían perdido el contacto, ni siquiera
cuando Christina se fue a vivir a Oxford para estudiar en la universidad. Hacían todo lo
posible para verse y pasar algún tiempo juntas. Se conocían la una a la otra mejor que
nadie y compartían hasta sus secretos más íntimos; también los vergonzosos, y la
aceptación de esos en particular era lo que había consolidado su amistad.
No siempre estaban de acuerdo y eran muy distintas. Christina era una rubia
exuberante, alta y con un aspecto de mujer fría que intimidaba si no la conocías;
impulsiva, segura de sí misma y muy independiente. Sara era todo lo contrario, una
preciosa muñeca de grandes ojos marrones y melena de color chocolate. Era inteligente
y divertida, caía bien a todo el mundo. Pero bajo la superficie se escondía una persona
Esa misma noche, Daniel se durmió temprano. Sara aprovechó ese preciado tiempo
extra para prepararse un baño, dispuesta a sumergirse en agua caliente hasta que su piel
se arrugara como una pasa. Mientras llenaba la bañera, descorchó una botella de vino
tinto y encendió unas velas aromáticas. El baño se transformó en un escenario irreal. La
luz vacilante de las llamas se reflejaba en los azulejos blancos y una ligera nube de
vapor, con olor a canela, se extendió cubriendo las paredes.
Se quitó la ropa, sin prisa, mientras observaba cada uno de sus movimientos en el
espejo. Hacía mucho tiempo que no se detenía a mirarse. Le había crecido el pelo y
ahora le llegaba hasta media espalda. Una melena castaña que en los últimos años tenía
una tendencia preocupante a rizarse y encresparse. Sus ojos marrones ya no brillaban,
un velo mate y nostálgico los cubría.
Había perdido peso y sus pechos, más pequeños que unos años atrás, comenzaban a
rendirse a la ley de la gravedad. Aun así, continuaban siendo bonitos. Los cubrió con
sus manos y los sostuvo notando su peso, la redondez de su forma. Muy despacio, bajó
las manos siguiendo el contorno de su vientre y sus caderas. No tenía la figura perfecta
de las modelos de las revistas, pero estaba bastante bien y siempre se había sentido a
gusto con su cuerpo y su desnudez.
No era su aspecto lo que fallaba en ella.
Se recogió el pelo en un moño y se deslizó dentro de la bañera. Suspiró y disfrutó de
la sensación de que cada músculo de su cuerpo se aflojara poco a poco hasta
convertirse en un trozo de mantequilla, derritiéndose por el calor. Tomó la copa de vino
y se bebió la mitad de un solo trago. Se secó las manos y alcanzó el libro, que había
dejado sobre el taburete. Sonrió con cierta melancolía. Siempre se había conformado
con muy poco: vino, velas y una lectura. No era un mal plan para un viernes por la
noche.
Pasó la siguiente página con un nudo en la garganta. Notaba la falta de aire en sus
pulmones e inspiró hondo. Releyó el mismo párrafo una vez, y luego otra. Tragó saliva
El sábado amaneció con un cielo brillante y despejado. Sara abrió las ventanas y dejó
que el aire refrescara la casa. Después se dirigió a la cocina a preparar la primera
cafetera del día.
Colin apareció tras ella. Con el teléfono apenas sujeto entre el hombro y su oreja,
empezó a prepararse uno de sus batidos vitamínicos. Mientras lo agitaba enérgicamente
con una cucharilla, escuchaba muy concentrado la voz al otro lado del aparato.
Respondía con monosílabos y, de vez en cuando, en su boca se dibujaba una leve
sonrisa.
Sara se sirvió una taza de café y se sentó a la mesa sin dejar de observarlo, intrigada
por la conversación. Colin comenzó a rebuscar en los armarios. Sus cejas se unieron
con un gesto de disgusto y la búsqueda se convirtió en algo compulsivo. Ella se puso de
pie y fue hasta el lavavajillas, lo abrió y sacó una jarra de metal con tapa de plástico.
Él se la arrebató de la mano, con una mirada elocuente que era una clara reprimenda:
«Ese no es su sitio, Sara. Ya sabes que quiero que estas cosas se laven a mano».
Sara soltó un suspiro ahogado, agarró su taza y salió de la cocina. El humor de su
marido era tan variable como el tiempo. Su carácter meticuloso se había convertido en
un problema para ella, sobre todo porque no era adivina y él debía de creer lo
contrario, teniendo en cuenta cómo se enfadaba si la camisa azul no se encontraba junto
a los pantalones grises, o si la camisa gris no estaba planchada para combinarla ese día
con el traje negro.
Se acomodó en su butaca y, entre sorbos de delicioso café, comenzó a leer. Perdió la
noción del tiempo sin darse cuenta. Tenía una facilidad extraordinaria para perderse en
otras vidas. Cuando levantó los ojos, Daniel estaba en el sofá, jugando con su consola y
comiendo chocolate.
—¡Eh! ¿A eso lo llamas tú desayuno?
Se puso de pie y dejó a un lado la taza y el libro. Daniel le dedicó una sonrisa
traviesa, que mostró unos dientes manchados de cacao. Le quitó la chocolatina y la
consola de las manos y tiró de él hasta ponerlo de pie. Le dio un beso en la frente y lo
empujó hacia la cocina mientras él se hacía el remolón.
—¿Quieres tostadas? —le preguntó.
—¿Cereales? —replicó el niño con un inocente parpadeo.
Ella puso los ojos en blanco. Preparó un bol con leche y le añadió una generosa
ración de cereales recubiertos de chocolate. Lo colocó frente a su hijo.
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—Voy a darme una ducha. Cuando salga, espero que te lo hayas comido todo.
Daniel movió la cabeza y se metió una cuchara rebosante en la boca. Ella se lo quedó
mirando unos segundos. Sabía que era una madre demasiado protectora y asustadiza.
Casi nunca se separaba de él. Dejarlo a cargo de otra persona, que asistiera al
cumpleaños de uno de sus amigos o a una excursión del colegio, le suponia una tortura.
Se imaginaba mil y un accidentes posibles. Sabía que su comportamiento era exagerado
e irracional, pero no podía evitarlo. Era madre y la exageración de todos los miedos y
las obsesiones más absurdas iban implícitas en el rol. Daniel era lo único que tenía en
el mundo, lo único realmente suyo, y la persona por la que se sacrificaría sin importarle
el precio. De hecho, ya lo estaba pagando al continuar dentro de aquel matrimonio.
Christina le había preguntado muchas veces por qué aguantaba. Ella sabía la
respuesta a esa pregunta, estaba dentro de su cabeza, pero no era capaz de transformarla
en palabras, solo en emociones.
Colin salió de su despacho y se cruzó con Sara en el pasillo. Aún continuaba en
pijama y apuraba el batido de su vaso.
—Ah, iba a buscarte —dijo al verla—. Esta noche vendrán unas personas a cenar a
casa. Nueve en total.
Los ojos se le abrieron como platos.
—¿Quiénes? —preguntó, y sus cejas comenzaron a unirse con una expresión de
enfado.
—Compañeros de trabajo: Randy, Fedrik y Natasha, Clayton, Wade, Jeroen… y sus
acompañantes —explicó, pasando por su lado de regreso a la cocina.
Sara lo siguió, más molesta a cada segundo que pasaba.
—¿Nueve? ¿Esta noche? —repitió sintiéndose idiota. En su mente aparecieron
montones de recuerdos de cenas pasadas y su corazón se aceleró—. ¿Has organizado
una cena sin consultarlo conmigo primero?
Colin se detuvo y se dio la vuelta.
—Ha surgido así, ¿vale? Es importante. Además, nos vendrá bien relacionarnos con
más gente…
—¡Colin, no puedes organizar una cena para nueve personas sin consultarme primero!
—explotó.
Él resopló bastante irritado y la miró con inquina. Su mandíbula se tensó.
—Siempre estás igual. Nunca quieres que venga nadie a casa. Te molesta que intente
quedar con amigos y con esa actitud empezamos a quedarnos solos. Ya nadie nos visita,
ni nos llaman para salir. Nunca quieres hacer nada… —Extendió ambas manos,
impotente—. ¡Estoy harto!
—¿Cómo puedes decir eso? —Sara intentó mantener la voz serena, pero no pudo.
Llevaba tanto tiempo alterada que la mecha de su paciencia era demasiado corta y
Sara volvió a mirar el reloj. Ya eran las seis y media de la tarde y el día se le había
escapado sin darse cuenta. Entre hacer la compra, limpiar la casa y preparar la cena,
las horas habían pasado como un suspiro. La salsa aún borboteaba en la cazuela; el
pollo terminaba de hacerse en el horno; el fregadero estaba hasta arriba de platos
sucios y el lavavajillas lleno, y ella se había quedado sin tiempo para ducharse y
arreglarse un poco.
Inclinó la cabeza y se olió la ropa. Apestaba a frito, al igual que su pelo. Bajó el
fuego de la cazuela y se dirigió a su alcoba para cambiarse. Daniel jugaba en el salón,
junto a la mesa. Sus figuras de acción ocupaban el borde de las sillas y había usado las
servilletas como tiendas de campaña. No solo eso, sino que dos cajas de juguetes
habían abandonado misteriosamente su habitación y ahora estaban esparcidas por el
suelo.
—Daniel, ¿qué estás haciendo? Me prometiste que ibas a portarte bien —le
recriminó.
—Es que me aburro y en la tele no hay nada.
—Pues juega en tu habitación —le sugirió ella con la voz demasiado aguda por los
nervios—. Mira que desastre, y los amigos de tu padre están a punto de llegar. Quiero
que recojas todo eso ahora mismo, ¿está claro? —masculló mientras volvía a doblar las
servilletas. Resopló al ver una mancha enorme en una de ellas y sacó otra limpia del
aparador.
Daniel se dejó caer en el sofá con las piernas colgando por el reposabrazos.
—Estoy cansado, ¿por qué no lo recoges tú?
—¿Acaso he organizado yo todo este desastre? Lo vas a recoger con las mismas
ganas que lo has sacado. ¡Ya! —gritó al comprobar que no se movía del sofá.
—¿Queréis dejar de gritar? Siempre estáis igual. ¿No podéis hablar como personas
normales? —se quejó Colin al entrar en la sala.
Acababa de ducharse y se había vestido con unos pantalones de lino beis y una
—Daniel, no puedes llevarte todo esto —protestó Sara mientras contemplaba la maleta
abierta sobre la cama del niño. Estaba repleta de juguetes, cómics y videojuegos.
Daniel apareció en el cuarto arrastrando los pies. Masticaba un trozo de regaliz con
desgana.
—En casa de la abuela me aburro. Necesito mis cosas —dijo con una mueca de
fastidio.
—No vas a aburrirte. Saldremos por ahí. Iremos al cine, incluso a la playa —sugirió
tratando de animarlo—. Además, esta vez estará el tío Luis. Con él te lo pasas bien.
Daniel la miró de reojo y una tímida sonrisa se dibujó en sus labios. Sara sabía que
Daniel adoraba a su tío. Cuando estaban juntos se pasaba todo el tiempo siguiéndolo
por la casa e imitando todos sus gestos. Entonces añadió:
—Mira, haremos una cosa. Llévate los videojuegos y un par de juguetes, y allí
compraremos algunos libros y cómics. El tío Luis conoce una librería donde tienen unas
colecciones estupendas.
Él consideró su propuesta durante un largo segundo. Al final se encogió de hombros y
se limitó a gruñir. Ella suspiró mientras salía del cuarto. La falta de entusiasmo que
Daniel mostraba la mayor parte del tiempo le resultaba exasperante. A veces creía que
había perdido la capacidad para manifestar emociones que no fueran el aburrimiento y
su mal humor. Cuando era más pequeño se pasaba el día a su alrededor, llamando su
atención, parloteando a todas horas. Pero, sin saber cómo, dejó de hacer todas esas
cosas y se volvió más callado, distante, y su modo de responderle a veces le hacía
enfadar.
Esperaba que los días que iban a pasar en Granada suavizaran un poco su actitud. En
realidad, esperaba que la influencia de Luis devolviera algo de alegría al niño. Su
hermano siempre había sabido manejarlo.
Miró su reloj. Colin se retrasaba. Recorrió la casa, asegurándose de que todo estaba
en orden. La nevera desconectada, el gas cerrado… Buscó el juego de llaves que le
dejaría a su vecina, la señora Rossi, para que pudiera entrar a regar las plantas durante
el tiempo que estarían fuera.
La cerradura de la puerta sonó con un ligero chasquido.
—¡Hola! —saludó Colin.
El rostro de Sara se iluminó con una sonrisa. Corrió por el pasillo a su encuentro y se
topó con él en el vestíbulo.
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—¡Hola! —exclamó—. Me tenías preocupada. Empezaba a pensar que no llegarías a
tiempo.
Se fijó en que ese día no se había vestido con uno de sus habituales trajes, sino con
un tejano y una camisa sport que le sentaban de maravilla. Su sonrisa se ensanchó y en
un impulso le pasó una mano por el pelo. Probablemente había elegido el atuendo
pensando en el viaje, para no perder tiempo cambiándose de ropa. Él la miró,
sorprendido por la caricia, y le devolvió la sonrisa.
Sara le quitó el maletín de las manos con un gesto apremiante. Volvió a mirar su reloj.
En una hora debían estar en el aeropuerto.
—Lo tengo todo preparado. Solo necesito saber qué chaqueta quieres llevarte. Mi
madre dice que por las noches refresca bastante… ¿Te parece bien la azul? —Se
dirigió hacia su dormitorio.
—Sara… —empezó a decir Colin.
—Quizá no quepa en la maleta. No importa, puedo llevarla yo en…
—Sara, yo tengo que quedarme. No podré ir con vosotros.
Ella se quedó inmóvil en medio del pasillo. Muy despacio se dio la vuelta. Su
respiración se aceleró al ritmo de su corazón.
—¿No vienes con nosotros? ¡Pero si son tus vacaciones de verano! Hace meses que
compramos los billetes. Me dijiste que lo tenías todo arreglado. —Poco a poco fue
elevando el tono de voz—. Le prometiste a Daniel que este año pasarías las vacaciones
con él, que… que las pasaríamos los tres juntos. Le prometiste que le enseñarías a
montar en bici…
—Puedes hacerlo tú.
—¡Ya sé que puedo hacerlo yo! —le espetó enfadada—. Pero no es esa la cuestión,
sino que siempre soy yo, y estaría bien que de vez en cuando fueses tú el que ejerciera
de padre. Por Dios, Colin, son tres semanas, nada más. Coge solo dos. Haz un esfuerzo
por esta vez.
Él cerró los ojos y respiró hondo antes de abrirlos. La miró y se pasó una mano por
la cara mientras apoyaba la espalda contra la pared del pasillo. Movió la cabeza de un
lado a otro.
—Lo he intentado, de verdad. Pero tenemos un cliente muy importante que quiere
lanzar una campaña promocional para el próximo mes. Es mucho dinero el que nos
jugamos, y también una oportunidad para mí. Voy a convertirme en socio, tengo que
sacrificarme un poco.
Sara se plantó delante de él, buscando su mirada. Una parte de ella se había hecho
ilusiones con aquellas vacaciones. Creía que lejos de Londres, del trabajo y de la
rutina, podrían recuperar algo de tiempo perdido. Pensó que el cambio de aires
ayudaría a que su relación mejorara. Había planeado salidas en familia y algunas
El avión aterrizó en el aeropuerto de Málaga a las seis y media de la tarde, casi tres
horas después. Mientras esperaba junto a la cinta transportadora, inspiró hondo para
deshacerse de esa losa de enfado y tristeza que la aplastaba.
—¿Sabes? Creo que en el fondo esto es lo mejor que te podía pasar —dijo Christina
a su lado.
Sara la miró de reojo, sin entender muy bien de qué estaba hablando.
—Me refiero a que hayas venido sola —aclaró su amiga, y añadió—: La única
persona con la que te relacionas, sin contarme a mí, es tu marido. Necesitas
desintoxicarte de Colin y olvidarte por unos días de tu matrimonio.
—¿Desintoxicarme? —se extrañó Sara.
—Sí. ¿Nunca has oído hablar de la gente tóxica?
—Claro que sí.
—Bueno, pues tu marido es un claro ejemplo de persona tóxica. Para ti es como
veneno… o ácido… o radiactividad.
Sara puso los ojos en blanco y lanzó una rápida mirada a Daniel. El niño estaba
distraído y no les prestaba atención.
—Nunca te ha caído bien —le hizo notar Sara.
—En eso te equivocas —replicó Christina—. En realidad no es que no me caiga
bien, es que no lo soporto. Es un cretino que te está utilizando, que te ha engañado y que
no tiene ni idea de la suerte que tuvo el día que te conoció. Solo se preocupa de sí
mismo y te dio la espalda ya hace mucho. Sí, creo que dejarte sola durante estas
semanas es el mejor regalo que te ha hecho en mucho tiempo. —Cogió su maleta de la
cinta y se encaminó a la puerta de salida.
Sara se la quedó mirando y, por un momento, desapareció el ligero frunce entre sus
cejas. Las palabras de Christina eran como una pastilla amarga difícil de tragar, porque
tenía razón, y ella lo sabía mejor que nadie. Pero era una debilucha que se había
acostumbrado a aguantar sin quejarse y que se sentía incapaz de cambiar el rumbo de su
vida.
Entonces vio a Luis antes de que él la viera a ella. Miraba al torrente de pasajeros
con cara de despiste y al final sus ojos acabaron posándose en su rostro. Una sonrisa le
iluminó la cara mientras alzaba la mano. Él se había empeñado en cambiar su turno en
el trabajo para poder ir a recogerles al aeropuerto y después llevarles a casa. Se había
negado rotundamente a que cogieran un autobús hasta Granada.
Sara dio media vuelta y salió de la cocina. Subió a su habitación y se vistió sin fijarse
mucho en lo que se ponía. Dios, necesitaba estar un rato a solas. Resopló al darse
cuenta de la clase de persona en la que se estaba convirtiendo, cada vez más solitaria,
más huraña. La puerta se abrió y Luis apareció en el umbral. Se acercó a ella y le
tendió la mano.
—Ven.
—¿Adónde?
—¿Y qué importa adónde? Hace mucho que no pasamos un rato a solas. Vamos.
—No puedo, son más de las doce. Tengo que preparar algo para comer. Daniel está
acostumbrado a almorzar a la una y…
—Mamá ya está preparando algo —le dijo en tono condescendiente.
—Pero… a Daniel no le gusta como…
Luis gruñó.
—Joder, Sara, ¿qué coño te pasa? Da un paseo conmigo. Salgamos a tomar algo los
dos solos.
Ella lo miró de hito en hito, sorprendida por su arrebato.
—Yo… —empezó a decir.
Luis torció el gesto y apretó los dientes. No dijo nada, pero estiró el brazo hacia ella
con la palma de la mano hacia arriba. Lentamente ella alzó la suya y cubrió sus dedos
morenos.
—Vale —accedió.
Sin soltarla de la mano, Luis la condujo hasta la calle a través del patio. El sol caía
inmisericorde sobre el asfalto. Luis parecía saber a donde iba y Sara se dejó guiar en
silencio, mirándolo de reojo de vez en cuando. Llegaron hasta la plaza del Carmen y
enfilaron una calle peatonal cubierta de toldos y sombrillas multicolores bajo los que
se sucedían una terraza tras otra. La gente ocupaba las mesas y el volumen de las voces
casi era ensordecedor.
Encontraron una mesa que acababa de quedar libre y se sentaron sin mediar palabra.
Un camarero se les acercó y Luis pidió dos cervezas. Minutos después regresaba con la
bebida y un par de platos con algo para picar.
—¿Qué te está pasando, Sara? —preguntó de repente su hermano.
—¿Qué quieres decir? No me pasa nada.
Luis se inclinó sobre la mesa y sus ojos la estudiaron sin ningún disimulo. El
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minucioso examen empezó a ponerla nerviosa y se echó hacia atrás en la silla poniendo
distancia entre ellos.
—No consigo verte. Sé que estás ahí, en alguna parte, pero no logro verte. ¿Dónde
estás, hermanita?
Sara se quedó sin palabras. Percibió verdadera preocupación en su hermano y no
pudo evitar ponerse a la defensiva. Era capaz de hablar con él de cualquier cosa salvo
de sí misma. Su verdad solo le pertenecía a ella. Luis jamás entendería ciertas cosas.
Era dramático, impulsivo, sentimental… Y creía firmemente en los dictados del
corazón por encima de cualquier otra cosa. No, de ningún modo entendería que ella…
—¿Es una pregunta con trampa? Porque, la verdad, no sé…
—¡Oh, cállate! —le espetó él.
Sorprendida por su salida de tono, se puso tensa y fijó la vista al frente. Empezó a
temblar sin darse cuenta.
—¿No vas a decir nada?
—Me has dicho que me calle —respondió Sara con un tono frío y calmado.
Empezó a leer el menú garabateado sobre una pizarra junto a la puerta del
establecimiento. Necesitaba centrar su atención en algo que no fuera la mirada de su
hermano sobre ella. Apretó los dientes para calmar el temblor de su labio inferior. Luis
nunca le había hablado de ese modo. ¿Qué le pasaba?
Él apoyó los codos en la mesa y se masajeó las mejillas.
—Cuando te he preguntado qué te pasaba, me refería a esto. —La señaló con una
mano—. Si te hubiese hablado así hace unos años, me habrías mandado a la mierda.
Incluso me habrías atizado por comportarme como un imbécil. Pero te falto al respeto y
te quedas callada sin más. Pareces cansada, triste, siempre estás nerviosa. Tu actitud
con Daniel es casi obsesiva. ¿Qué demonios te pasa, Sara? Tú no eres así.
Ella hizo girar la jarra de cerveza entre sus manos. Miró a su hermano y la tensión de
sus hombros remitió y las arrugas en torno a sus ojos se suavizaron. Él no había
pretendido herirla, solo estaba rascando sobre la pintura para encontrar la siguiente
capa. Siempre había sido bueno en eso. Daba un pequeño tirón a la madeja, casi un
tanteo, pero con la fuerza suficiente como para que esta se deshiciera por completo.
—Soy yo, Luis. Solo que con diez años más, un niño y un matrimonio. —Suspiró y
miró a su hermano con cautela. Sonrió para dar más credibilidad a sus palabras, aunque
ni ella misma acababa de creérselas—. Facturas, obligaciones, problemas… Es lo que
le ocurre a las personas cuando crecen y maduran.
Él sacudió la cabeza y emitió un sonido a medio camino entre la burla y la pena.
—¿Cuándo te divertiste por última vez? —preguntó de repente.
—Anoche —respondió Sara, y alzó su jarra intentando relajar el ambiente. Él gruñó
por lo bajo—. Vale, hace una semana. Preparé una cena en casa y vinieron unos amigos.
Jayden abrió los ojos de golpe con el corazón latiendo muy deprisa. La respiración se
le atascaba en la garganta, mientras las imágenes de la pesadilla se iban diluyendo en su
cabeza. Se quedó mirando el techo un buen rato, con la mano reposando en su abdomen
desnudo. Esos sueños iban a acabar con él, si no lo hacía antes la comida.
Llevaba siete meses viviendo en Tullia y seguía sin acostumbrarse a la gastronomía
local. Se moría por volver a probar una hamburguesa de medio kilo con todo: beicon,
queso, huevo, cebolla crujiente y salsa picante. En ningún sitio las preparaban como en
Chaps, el mejor restaurante de todo Baltimore. También echaba de menos ver un partido
de los Baltimore Ravens, su equipo favorito. El año anterior había logrado unos días de
permiso, que coincidieron con la final de la Super Bowl. Los Ravens se enfrentaban a
los San Francisco 49ers y ganaron por treinta y cuatro a treinta y uno. Fue uno de los
mejores días de toda su vida. Casi tanto como el día que logró entrar a formar parte del
DEVGRU, la puta élite de la élite de la armada estadounidense. Su verdadero hogar, su
auténtica familia.
Saltó de la cama y comenzó con su rutina diaria. Se vistió con un pantalón corto y una
sudadera sin mangas. Llenó su botella de agua en la cocina, tratando de no hacer ruido
para no despertar a Jeanne, y salió afuera. El sol despuntaba en el cielo y los primeros
rayos le calentaron la cara de forma agradable. Echó a correr, primero despacio, para
calentar; a los pocos minutos volaba sobre los caminos de tierra como si se entrenara
para volver a enfrentarse a la «Semana del infierno». ¡Hooya!
Cuando regresó a casa, dos horas más tarde, el sol brillaba implacable en un cielo
completamente despejado y azul. Por suerte, el mistral se había levantado con fuerza,
bajando un par de grados la sofocante temperatura. No le gustaba que el aire soplara de
ese modo. Le ponía nervioso porque le recordaba demasiado las tormentas de arena
que había vivido en el desierto. Pero el maldito viento era el responsable de esa
luminosidad que hacía tan hermosa la Provenza, y debía reconocer que era
espectacular.
Con los pulmones ardiendo, se tiró al suelo y continuó machacándose con dos series
de flexiones y otras dos de abdominales. No había una sola parte de su cuerpo que no le
quemara y estaba a punto de alcanzar el agotamiento físico total. Se desplomó de
espaldas en el suelo con los brazos abiertos en cruz, resoplando, y pensó que se estaba
haciendo mayor para darse esas palizas. Se quedó contemplando el emparrado y las
pequeñas uvas que maduraban en las parras.
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—¿Has muerto por fin?
Jayden sonrió y miró de reojo a Jeanne. La mujer lo observaba desde su escaso metro
cincuenta, con el pelo canoso revoloteando por su cara de mejillas sonrosadas. Unas
arrugas, que apenas dejaban determinar su avanzada edad, enmarcaban unos ojos
brillantes y sinceros.
—Aún no, pero estoy en ello —respondió él con una risita.
Jeanne meneó la cabeza y pasó las manos por el delantal negro que llevaba anudado a
la cintura, sacudiendo unas manchas de harina. Jayden sabía que lo llevaba como
muestra del luto que aún vestía por su nieto. Unos días era una falda, otros una blusa o
un pañuelo. Se le encogió el estómago y la culpa asomó su fea cara, como siempre le
ocurría al pensar en Olivier.
Un maravilloso olor salió de la cocina a través de la puerta, al tiempo que la alarma
del horno comenzaba a sonar.
—El bizcocho está listo —anunció Jeanne.
—¿Bizcocho? —Los ojos se le iluminaron. Estaba muerto de hambre y Jeanne hacía
los mejores dulces del mundo.
—Sí, con pasas y nueces. Así que, si quieres un poco, será mejor que entres y te des
una ducha. Apestas.
Él se puso en pie de un salto y abrió los brazos recuperando la sonrisa.
Ella dio un grito, como si fuera una chiquilla.
—¡Ni se te ocurra abrazarme con todo ese sudor!
Jayden le tomó el rostro entre las manos y le dio un sonoro beso en la frente. Le había
cogido mucho cariño en muy poco tiempo. Jeanne era una mujer encantadora, inteligente
y divertida. Encima, compartía su gusto por la música. Le encantaba el jazz, el blues, el
rock… Cuando la oyó tararear Dust in the wind de Kansas pensó que, si él tuviera
cuarenta años más, se enamoraría de ella sin poder evitarlo.
—¿Cuándo vas a casarte conmigo, Jeanne? —propuso con tono coqueto.
Ella puso los ojos en blanco y le dio un ligero empujón hacia la puerta.
—Un día de estos diré que sí y te daré un susto de muerte.
Él rió con ganas y entró a la casa.
Se duchó con agua fría para desentumecer los músculos. Una vez frente al espejo,
unos ojos verdes y un poco cansados le devolvieron la mirada. Se pasó una mano por la
cara decidiendo si se afeitaba o no. Cuatro días sin usar la maquinilla, ¡bah!, aún podía
sumar otros dos. Se peinó con los dedos su pelo rubio, aunque lo único que logró fue
que pareciera más despeinado. Acostumbrado a llevarlo mucho más largo, el corte que
lucía ahora suponía todo un reto, porque se ponía de punta con vida propia. Pero debía
admitir que le sentaba mucho mejor.
Con las caderas envueltas en una toalla, fue hasta su habitación. Se encontró la cama
Margot Leduc era una mujer de unos cincuenta años, encantadora, de grandes ojos
marrones y una sonrisa pícara pintada de rojo. Lucía una melena negra, corta y rizada,
más larga por delante que por detrás, que enmarcaba su cara con unos mechones hasta
la barbilla. Era alta, con las caderas anchas y un busto muy generoso. Ese día iba
vestida con unos pantalones pirata bastante ceñidos y una blusa rosa anudada bajo el
ombligo. Parecía una actriz de cine de los años cincuenta; de hecho, tenía cierto aire a
Sofía Loren.
A Sara le cayó bien de inmediato. Era una mujer muy simpática, de risa fácil y con un
buen humor contagioso. Margot no había dejado de hablar en ningún momento. Mientras
la acompañaba al château en su coche, le había explicado que llevaba muchos años
guardando las llaves de Lussac. Incluso había tenido una copia durante el tiempo en que
el padre de Christina había vivido allí tras abandonar Londres, cuando su matrimonio
se rompió unos años después de que naciera su única hija.
Él la había contratado para que una vez a la semana limpiara la casa e hiciera la
compra, y al final habían acabado siendo buenos amigos. Habían compartido secretos y
confidencias, y muchas botellas de vino acompañadas de largas conversaciones.
Durante los últimos meses de su vida, Margot y su marido casi se habían instalado en el
château para cuidar de él.
Sara pensó que Margot tenía un gran corazón. Sabía por propia experiencia lo que
suponía cuidar durante mucho tiempo de un enfermo crónico. Volcarse de ese modo con
un hombre que ni siquiera pertenecía a su familia era generoso y altruista, y decía
mucho sobre la clase de persona que era ella.
—Ya hemos llegado —anunció Margot mientras abandonaba la carretera y tomaba un
estrecho camino de tierra, flanqueado por dos hileras de árboles.
Segundos después, se detenían entre una nube de polvo. Sara se bajó del coche con
los ojos abiertos como platos. Frente a ella se alzaba una imponente casa de dos
plantas, enorme y preciosa. Estaba construida en piedra, de un ligero tono amarillo que
se fundía con el gris en algunos puntos de la pared. La hiedra trepaba por un lateral y
cubría la esquina hasta el tejado. Enormes ventanales, con las contraventanas de madera
pintadas de un azul ceniza descolorido, se sucedían a lo ancho de ambas plantas. La
puerta principal era de madera maciza, con un aspecto tan antiguo como la propia casa.
Las dos hojas apenas encajaban coronando tres escalones desgastados por el uso y la
intemperie.
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—Es precioso. No… no imaginaba que sería así. Es como un palacio —susurró.
Margot se paró a su lado y contempló el edificio.
—Sí que lo es, aunque ha conocido tiempos mejores. Fue construido a finales del
siglo XVII y han pasado largas temporadas sin que nadie lo habite. Me alegré mucho
cuando Hakab empezó a restaurarlo. Ven, te enseñaré el interior y te explicaré todo lo
que debes saber.
Sara siguió a Margot dentro de la casa. El cambio de temperatura la sorprendió al
cruzar el umbral. El aire era fresco y seco y olía a flores y madera.
—¡Madre mía! —exclamó al penetrar en el vestíbulo.
Con la boca abierta, giró sobre sí misma intentando asimilar todo lo que veía. Los
techos eran increíblemente altos, con vigas de madera que habían sido restauradas hasta
recuperar la capa original. Las paredes eran de cal y tenían un color blanco perla
envejecido. A la derecha de la entrada, una escalera monumental ascendía hasta la
segunda planta.
Casi en un estado de trance, Sara siguió a Margot por todo el château, incapaz de
absorber mucha de la información que la mujer le estaba dando sobre su construcción,
los materiales y las constantes remodelaciones.
En la planta baja había dos grandes salones y un inmenso comedor que se abría a los
jardines. También una pequeña sala de estar, mucho más acogedora, a la que se accedía
bajo la escalera. La cocina era imponente, con el suelo de piedra y unas alacenas
antiguas que ocupaban casi toda la pared. También había una despensa, repleta de
estantes y arcones de madera.
En la segunda planta se encontraban los dormitorios. Cada uno tenía su propio baño,
de un tamaño casi obsceno. Una escalera de piedra conducía a un ático, con dormitorios
más pequeños, y un trastero.
Los sentidos de Sara estaban al límite de su capacidad. La casa era hermosa. Una
paleta de tonalidades cambiante: ocre, arena, gris, rosa… Azulejos blancos, suelos de
terracota, muebles de madera lavada y chimeneas en cada estancia, que eran auténticas
obras de arte. Era perfecta en todo: la luz, el color, el espacio, la proporción; incluso el
sabor añejo que se paladeaba en el aire.
Salieron al exterior por la puerta trasera.
—Es precioso —musitó Sara.
Sus ojos volaron al horizonte, donde se extendía un campo de viñas y olivos. Poco a
poco fue asimilando la explosión de color que había a su alrededor. El jardín estaba un
poco descuidado, pero continuaba siendo una maravilla que parecía salida del catálogo
de un paisajista. Las moreras y las mimosas daban sombra a la mayor parte del terreno.
Los arbustos creaban rincones ocultos junto a los muros de piedra, cubiertos de hiedra
y otras plantas trepadoras. Había maceteros con azaleas, rosas, verbena y plantas
Sara pensaba que iba a sentirse muy sola en una casa tan grande, pero las horas del
domingo habían volado casi sin darse cuenta. Logró hacer una lista muy detallada de
todas las tareas que debía de llevar a cabo en los próximos días. Organizó los teléfonos
y direcciones de las tiendas que tendría que visitar e hizo un presupuesto bastante
minucioso de lo que invertiría en cada habitación. Si conseguía mantenerse dentro de
los límites de aquellas cuentas, Christina no tendría que echar mano de sus ahorros y
bastaría con el dinero que su padre le había dejado.
Pasó la tarde limpiando las paredes de piedra de los baños con un cepillo de alambre
y, al llegar la noche, apenas tuvo fuerzas para darse una ducha y arrastrarse hasta la
cama. Leyó durante un rato, mientras hacía girar entre los dedos la bochornosa lista
que, de algún modo, se había convertido en un improvisado marcador.
Desdobló el papel y deslizó la punta del dedo por las palabras escritas. Sentía como
si hubiera pasado un siglo desde aquella tarde de total aburrimiento en la que a
Christina se le había ocurrido que sería divertido hacer una lista con las cualidades que
debería tener el hombre perfecto. Christina acababa de romper con el primer chico con
el que había tenido una relación seria, y ella aún arrastraba la vergüenza de haber
perdido la virginidad con un cretino que la había dejado tirada al día siguiente, sin tan
siquiera dirigirle la palabra.
Esa lista había sido una especie de venganza.
La colocó dentro del libro y apagó la luz. Se quedó a oscuras mirando el techo, con
una sensación de vacío demasiado familiar. Poco tiempo después de aquella tarde, su
padre enfermó, y haber perdido la virginidad con un idiota fue el menor de sus
problemas.
Suspiró con tristeza. No le gustaban los derroteros que estaba tomando su mente.
Pensar en el pasado era doloroso y deprimente para ella. Volvió a suspirar y miró el
reloj digital que parpadeaba sobre la mesita. Estaba muy cansada, pero su cuerpo era
reacio a dejarse acunar por los brazos de Morfeo. Se levantó de la cama, se acercó a la
ventana y la abrió, buscando un soplo de brisa que la refrescara. El jardín estaba en
silencio y se percibía la humedad en el ambiente.
Las hojas de los árboles se estremecieron con un suave susurro. Un rumor que se fue
extendiendo y cobró fuerza. Sara cerró los ojos y sintió el roce del aire fresco en la
cara. Se inclinó hacia afuera con las manos apoyadas en la repisa de la ventana,
dejando que la brisa la envolviera. Era una sensación agradable e inspiró hondo,
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llenando los pulmones del olor dulce que desprendían las flores nocturnas del jardín.
Amparada en la oscuridad, se quitó la camiseta y se apartó el pelo del cuello. La
brisa le acarició el cuerpo, erizándole la piel y los pechos. Esa pequeña contracción
provocó un ligero ardor en su interior, que se extendió como un escalofrío a lo largo de
su vientre. Sintió una ansiedad familiar o tal vez fuese un ansia aprendida. Reaccionaba
así, con angustia, cada vez que su cuerpo tenía ese tipo de sensaciones. Era
desconcertante cómo podía anhelar lo que no conocía.
No sabía lo que era un beso caliente y apasionado, ni un abrazo cargado de tensión y
ardor. No lograba recordar lo que era sentir el cuerpo desnudo de un hombre sobre el
suyo, notarlo muy dentro, vivo y tan hambriento como ella. No lo recordaba porque eso
tampoco lo había sentido, no de verdad. No sabía qué se sentía al estar con alguien que
la deseara con una necesidad visceral. Y necesitaba todas esas cosas de una forma
dolorosa, cada vez mayor. Emociones, sensaciones, sangre corriendo por sus venas.
Quizá por eso fantaseaba con los libros, imaginando que ella era la protagonista de
cada una de esas novelas, en las que un hombre maravilloso la adoraba y la deseaba
hasta acabar enamorándose perdidamente de ella.
Regresó a la cama y se tumbó de lado, abrazándose el estómago para calmar la
inquietud de su interior. Se encogió hasta notar las rodillas en el pecho y cerró los ojos,
imaginando que sus brazos pertenecían a otra persona y, poco a poco, se durmió.
Estaba frente al espejo del baño, secándose con una toalla después de haber salido de
la ducha. Lo vio acercarse, despacio, con una sonrisita maliciosa en la cara. Se colocó
tras ella y enterró la boca en la curva de su cuello mientras con sus fuertes brazos le
rodeaba la cintura. La apretó contra su pecho y notó la firmeza de su estómago y sus
caderas contra la espalda y el trasero. Se estremeció cuando empezó a mordisquearle el
lóbulo y notó su mano acariciándole el estómago. Cerró los ojos, a punto de derretirse.
—¿Ves lo que has conseguido? Has dejado el cielo sin ángeles —susurró él con voz
ronca.
Sara sonrió y miró su reflejo en el espejo. Unos ojos verdes le devolvieron la
mirada. Eran preciosos y la observaban con una mezcla de afecto y deseo. Inclinó la
cabeza y su aliento le acarició la oreja, al tiempo que notaba sus dedos entrelazándose
con los suyos. Un cosquilleo ascendió por su brazo, como si unas patitas recorrieran su
piel muy deprisa. Abrió los ojos de golpe y giró la cabeza. El grito resonó en cada
rincón de la habitación. Se levantó de un bote y empezó a saltar mientras se sacudía el
brazo.
El pequeño alacrán caminó por encima de la sábana. Sara se estremeció sin quitarle
la vista de encima, mientras el corazón le aporreaba las costillas. Tomó aire y, con
decisión, empezó a recoger la sábana como si se tratara de una red. La llevó hasta la
—No tienes por qué irte —discutió Jeanne. Agarró el montón de ropa que Jayden
acababa de guardar en su bolsa y lo sacó sin ningún cuidado.
Él la miró un segundo y le arrebató la ropa de las manos. Volvió a guardarla en su
petate, junto con el resto de sus cosas.
—Es tu familia, Jeanne, y ha venido a verte. No puedes echarla para que yo me
quede. Necesitan esta habitación.
—Sí que puedo —gruñó ella—. Ni siquiera sé qué hacen aquí.
—Son tus sobrinos. Se preocupan por ti y han venido a pasar algo de tiempo contigo.
Deberías ser un poco más amable con ellos —le reprochó.
Cuando Jeanne había abierto la puerta de casa esa misma mañana y se había
encontrado con sus dos sobrinos, sus respectivas familias y un montón de maletas, su
primer impulso había sido cerrársela en las narices. De hecho, lo había hecho. La había
empujado sin más y permanecido al otro lado, respirando con dificultad y fingiendo que
allí no había nadie.
Jayden sabía que Jeanne no mantenía una relación muy estrecha con los hijos de su
difunta hermana. Para ella, su única familia había sido su nieto, del que se había hecho
cargo cuando el niño quedó huérfano con solo catorce años. Había cuidado de él como
si de una madre se tratara y lo había querido con todo su corazón. Algunas noches
todavía la oía llorar. Y su dolor le destrozaba el alma.
—Inténtalo al menos —insistió.
Ella se cruzó de brazos.
—Seguro que han venido a asegurarse de que me queda poco. Están deseando que me
muera para quedarse con estas tierras, lo sé. Pues ya verás la sorpresa que se van a
llevar cuando lean el testamento.
Jayden se echó a reír.
—Eres un poco bruja cuando quieres.
Una sonrisita maliciosa se dibujó en el rostro de Jeanne, pero de inmediato volvió a
ponerse seria.
—¿Adónde vas a ir? —quiso saber ella.
—No te preocupes por eso, ya me las arreglaré.
Se acercó a la cómoda y sacó las camisetas que guardaba en el primer cajón. Jeanne
se sentó en la cama. Cerró sus cansados ojos un momento y respiró hondo antes de
abrirlos.
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—No quiero que te vayas. Me he acostumbrado a tenerte aquí y eres el único que de
verdad sabe jugar al póquer en este pueblucho.
—Y yo que creía que solo me querías por mi atractivo —bromeó él.
—Oh, cariño, créeme, si tuviera unos cuantos años menos… —dejó la frase
suspendida en el aire y alzó las cejas con un gesto elocuente.
Él soltó una carcajada. Se sentó a su lado y la abrazó con fuerza.
—Tienes mi número. Llámame si me necesitas. No andaré muy lejos.
Terminó de recoger sus cosas y se marchó sin tener muy claro a donde ir. Caminó
hacia el pueblo, mientras le daba vueltas a la cabeza barajando qué opciones tenía. Se
planteó alquilar una habitación en el hostal, aunque cambió de idea al recordar a la
mujer que lo regentaba. El hotel tampoco era una posibilidad, muy caro. Además, no le
apetecía estar solo, porque en esos momentos era incapaz de distraerse y acababa
pensando demasiado en el pasado.
En el pueblo tenía amigos y sabía que cualquiera de ellos lo acogería, pero solo
había una persona con la que de verdad se sentiría cómodo: Violette. Estaba seguro de
que podría quedarse con ella unos días, hasta que decidiera qué hacer.
Miró la hora y se dio cuenta de que aún era temprano para ir al viñedo.
Probablemente Frank estaría durmiendo su siesta, así que se dirigió a la plaza y buscó
una mesa tranquila en el bar de Gaspard, donde pasar un rato. Pidió un café bien
cargado y le echó un vistazo al periódico. Casi todos los titulares hacían referencia a la
crisis que se había desatado por el contagio masivo del virus Ébola. Una especie de
histeria colectiva se estaba apoderando de todos los países, que comenzaban a blindar
sus aeropuertos.
Su atención se centró en las noticias que hablaban de Oriente Medio. Hacía unos
días, unos terroristas habían asaltado la base aérea del Campamento Speicher. Él sabía
que las cosas iban a ponerse muy feas en esa zona. Conocía demasiado bien lo que allí
ocurría, y las noticias comenzaban a darle la razón. El ISIS estaba dispuesto a sembrar
el terror y sabía cómo hacerlo. Se preguntó cuánto tiempo tardaría su país en verse
envuelto en esa guerra. No mucho.
Apuró el café y se despidió de Gaspard. Eran casi las cinco de la tarde y tomó el
camino hacia la propiedad de los Chavanel, con la guitarra colgando de un hombro y el
petate del otro. Al doblar una esquina se dio de bruces con Sara. Sus cuerpos chocaron
con tal fuerza que ella rebotó hacia atrás. Jayden apenas tuvo tiempo de alargar la mano
y sujetarla por el brazo para que no cayera. Por instinto tiró hacia delante y la atrajo
hacia su cuerpo.
Sara se descubrió pegada al pecho musculoso de él. Tenía la nariz aplastada contra su
camiseta y olía tan bien que cerró los ojos sin darse cuenta e inspiró.
—Lo siento mucho. ¿Estás bien? —le preguntó, aún sosteniéndola entre sus brazos.
Cuando Sara detuvo el coche frente al château Lussac, la lluvia caía como una cortina
oscura y espesa. Ríos de agua serpenteaban sobre la tierra, formando grandes charcos.
Un trueno estalló sobre sus cabezas y en el horizonte los relámpagos centelleaban y
encendían las nubes.
—¿Sacas tus cosas del maletero mientras voy abriendo la puerta?
Jayden echó un vistazo fuera, a través de la ventanilla. El viento soplaba, doblando
las ramas de los árboles en una misma dirección. La lluvia caía de lado azotando con
fuerza los cristales. Negó con la cabeza.
—Está diluviando, nos calaríamos. Yo voto por salir corriendo hasta la casa y ya
cogeré después mis cosas.
—Vale.
Él le guiñó un ojo mientras asía la manecilla.
—¿Lista? —Ella asintió con una sonrisa tonta asomando en su cara. Jayden gritó—:
¡Vamos!
Los dos saltaron del coche y corrieron hasta la entrada como alma que lleva el
diablo. La lluvia caía fría, con fuerza por el viento que la agitaba, azotando sus cuerpos
sin compasión. Sara metió la llave en la cerradura y la giró. Nada, parecía atascada. Lo
intentó de nuevo, tirando con fuerza hacia ella. La lluvia se le metía en los ojos y
apenas podía ver lo que hacía.
—Creo que se ha atascado —gritó.
Jayden ocupó su lugar. Pegó un tirón al tiempo que giraba la llave y la puerta se
abrió. Entraron a toda prisa en el vestíbulo. Ella no paraba de dar saltitos. Soltó una
risa divertida, que acabó transformándose en una carcajada mientras se sacudía como
un perrito.
La miró con ojos brillantes y la repasó de arriba abajo. Tenía las trenzas caladas y
los mechones sueltos pegados a la frente y al cuello. La camisa se le había adherido al
cuerpo y se le trasparentaba un sencillo sujetador de algodón. Apartó la vista y se
obligó a concentrarse en otra cosa. Se quedó con la boca abierta al contemplar el
vestíbulo.
—¡Vaya, este sitio es la hostia! —exclamó, impresionado por lo que veía.
—Sí, algo parecido dije yo cuando entré por primera vez.
Jayden bajó la cabeza, avergonzado. Un ligero rubor cubría sus mejillas cuando la
miró a los ojos.
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—Perdona, me paso el día diciendo tacos. Es lo que ocurre cuando llevas casi una
década conviviendo con una veintena de tíos, a cual más animal —comentó con timidez.
Se quitó la gorra mojada y se pasó una mano por el pelo. Se le quedó de punta y
desordenado.
Sara tragó saliva. Cuanto más desaliñado era su aspecto, más guapo le parecía.
—No pasa nada. Estoy acostumbrada. Mi hermano podría escribir un libro solo con
las palabrotas que suelta por esa bocaza que tiene.
Él sonrió. La miró durante unos segundos y volvió a dirigir la vista a la escalera que
conducía a la planta superior.
—Parece buen tío.
—Lo es. Te caería bien. ¿Sabes? Creo que vosotros dos haríais buenas migas. No sé,
pero os parecéis bastante. Y también es un friki obseso de los cómics y los
videojuegos. Tiene una auténtica fortuna invertida en figuritas originales.
A Jayden se le escapó un sonido de admiración.
—¡Ya empieza a caerme bien! —Hizo una pausa cargada de intención—. Aunque tú
más.
Sara se fijó en sus ojos alegres un momento y tuvo que apartar la mirada al sentir
aquel revoloteo en el estómago que empezaba a ser familiar. Se estremeció y comenzó a
tiritar de nuevo.
—Deberíamos quitarnos toda esta ropa —sugirió—. Ven, te enseñaré dónde vas a
dormir. Solo hay dos habitaciones terminadas. Yo he cogido una, la otra será para ti. El
agua caliente está dando problemas, así que no te aseguro que puedas ducharte bien. A
veces sale condenadamente fría —explicó mientras subía la escalera. Se detuvo al ver
que él no la seguía—. ¿Pasa algo?
Jayden se encogió de hombros y unas gotitas de agua se deslizaron desde su pelo
hasta el cuello. La camiseta blanca se le había pegado al torso y marcaba cada contorno
de su pecho y su vientre, haciendo visibles los trazos de tinta en su piel.
—Mi ropa sigue en el coche y, a no ser que no te importe que haga nudismo, debería
cogerla primero.
Con mucho disimulo, Sara respiró hondo y, poco a poco, dejó escapar un hilo de aire.
La imagen de un Jayden completamente desnudo había acudido a su mente en toda su
gloriosa plenitud. Se ruborizó hasta las orejas. Entornó los ojos y negó con la cabeza.
—Claro. He dejado las llaves puestas.
Un trueno retumbó sobre el tejado y la lluvia golpeó con más furia las paredes,
haciendo que toda la casa vibrara con el eco. La corriente eléctrica comenzó a emitir un
zumbido a través de la pared y sonó un ruidoso clic.
—Han saltado los fusibles —anunció Jayden—. Pero así, mojado, no puedo tocarlos.
Afuera, un ruido ensordecedor cobró fuerza. Él se acercó a la ventana y vio cómo un
Jayden apareció poco después, con los mismos vaqueros desgastados y la camiseta
blanca que había llevado todo el día.
Sara intentó no mirarlo embobada, pero era incapaz de apartar la vista de él y se
descubrió siguiendo sus movimientos. Había algo hipnótico en sus gestos, en la forma
que tenía de morderse el labio inferior o de frotarse la nuca. Se reprendió mentalmente,
mirarlo de ese modo no era apropiado.
Se distrajo poniendo la mesa y, cuando hubo terminado, bajó a la bodega a buscar una
botella de vino. Al regresar, él ya había servido la cena y colocado los platos sobre un
mantel que había encontrado en uno de los armarios. Le quitó la botella de las manos y
la descorchó mientras ella se sentaba en un cómodo silencio.
Sirvió el vino en las copas y le dedicó una sonrisa antes de coger el tenedor.
—Huele de maravilla —dijo Sara, cerrando los ojos con expresión de deleite
mientras acercaba la nariz al plato.
—Pues espero que sepa mucho mejor.
Aguardó a que ella cortara un trocito de pollo y se lo llevara a la boca.
—Hummm… Está… Hummm… Está buenísimo —gimoteó al tiempo que tragaba y
respiraba hondo para paladear el sabor.
Jayden atacó su plato con ganas. Se miraron entre bocado y bocado. Parecía que
llevaran días sin comer. Desde luego, esa era la sensación que Sara tenía. Desde que
había llegado a Tullia se había alimentado a base de bocadillos, ensaladas y fruta. Un
poco de salsa le bajó por la barbilla. La limpió con un dedo y después lo lamió.
Él se detuvo con el tenedor a medio camino de su boca. El gesto le había parecido tan
espontáneo y sexy que no pudo evitar sonreír. Verla comer de ese modo, sin complejos,
le encantó. Ella se dio cuenta de que la estaba observando y se puso roja.
—Adoro verte comer —comentó con entusiasmo.
—Quizás esté exagerando para que no te des cuenta de que me sabe a suela de zapato
y no te sientas mal —replicó con un tonito mordaz.
Jayden lanzó un suspiro atribulado.
—Eso me ha dolido, y si no fuera por los cinco minutos de gemidos que llevas, te
creería. Distingo perfectamente uno de verdad de uno fingido.
Sara casi se atragantó y el rubor de sus mejillas se acentuó. El asombro la dejó
clavada en la silla, sin saber qué contestar a eso. Era cierto, no había parado de gemir
desde el primer bocado. Con un gesto demasiado infantil, le arrojó un trozo de pan que
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estaba a punto de llevarse a la boca. Él lo esquivó sin apenas moverse y la recompensó
con una carcajada arrogante que dibujó unos hoyuelos deliciosos en su cara.
Lo observó reírse y negó con un gesto de resignación. Trató de no quedarse prendada,
pero era difícil no hacerlo cuando se sentía tan cómoda a su lado. Y pensar que le había
preocupado tener que convivir durante tanto tiempo con él sintiéndose rara.
—Sé lo que estás pensando —le dijo de repente. Ella dejó de masticar—. Yo también
creo que esto va a funcionar. Lo de vivir juntos.
Sara dejó de respirar, convencida de que le había leído la mente.
—Me preocupaba mucho que fuese raro —continuó él. Suspiró hondo y pasó una
mano por su cabello desordenado—. Pero me siento a gusto contigo. Gracias de nuevo,
de verdad. Me has salvado dejando que me quede aquí.
—Yo también me siento a gusto —susurró ella. Bajó la vista al plato, demasiado
alterada. Pensó en algo que Jayden le había dicho esa misma tarde y decidió preguntar
—. Y ¿no crees que tu amiga podría molestarse cuando sepa que estás aquí?
—¿Quién, Jeanne? No, al contrario. Se sentía fatal por dejar que me fuera.
—¿Es algo así como una novia? —curioseó Sara.
Jayden soltó una risita.
—No. Es algo así como una abuela. De hecho, creo que es mayor que mi abuela. Le
echaba una mano a cambio de poder dormir en su casa y de la comida.
—¿Como ahora conmigo?
—Tú vas a pagarme un sueldo.
Ella emitió un ruidito ahogado.
—No creo que pueda llamarse sueldo. Te voy a pagar una miseria, no bromeaba —
repuso con malestar. Se echó hacia atrás en la silla y estiró los brazos para recogerse el
pelo en un moño que aseguró con un nudo.
Él dejó de masticar y la miró fijamente desde el otro lado de la mesa.
—Bueno, ya buscaré la forma de que me des algún extra. —Sus ojos destellaron con
humor, pero no era eso lo que sentía. Verla recogerse el pelo y la forma en la que su
camiseta se había ceñido sobre su pecho, remarcando la forma de sus senos y la
evidencia de que no llevaba sujetador… Necesitaba una distracción—. Bueno,
cuéntame algo sobre ti.
Ella bebió un poco de vino y se encogió de hombros.
—No hay mucho que contar. Nací en España, en Granada, y pasé allí mi infancia.
Cuando yo tenía siete años, mi padre perdió su trabajo y no nos quedó más remedio que
abandonarlo todo y trasladarnos a Enfield, un pueblecito al norte de Londres, donde un
amigo le había conseguido un puesto de mantenimiento en un hotel.
—Vaya, debió de ser duro un cambio tan drástico siendo tan pequeña.
Sara suspiró.
Los días pasaron volando y el fin de semana aterrizó de golpe. Sara se estiró bajo las
sábanas y su rostro se contrajo con una mueca. No había un solo centímetro de su
cuerpo que no le doliera. Para intentar recuperar todo el tiempo perdido, habían estado
trabajando desde que amanecía hasta que el sol se ponía. Tristan y sus hombres
cumplían con su horario bajo las órdenes de Jayden, que había asumido su papel con
una rigidez casi militar.
Los resultados de tanto esfuerzo eran visibles. El muro de la propiedad estaba
completamente reconstruido. La casita junto a la piscina ya tenía un tejado nuevo y el
problema del agua caliente se había resuelto cambiando la caldera y un tramo de las
antiguas tuberías. El jardín ya no parecía una selva. Lo habían limpiado de malas
hierbas y podado los árboles y arbustos. Ahora se podía pasear por todos sus rincones.
Invitaba a perderse en él.
Sara se miró las palmas de las manos, estaban rojas y le habían salido ampollas de
tanto mover tierra con un rastrillo. Pero se sentía feliz y sonrió para sus adentros,
orgullosa de sí misma.
Sonaron unos golpes en la puerta.
—¿Sí?
—¿Estás despierta? —preguntó Jayden desde el pasillo.
—No. Es mi subconsciente el que habla —respondió con una sonrisa adormilada.
Oyó una risita ronca que le aceleró el pulso.
—Estupendo, pues tu subconsciente y tú tenéis cinco minutos para bajar. Nos vamos.
—¿Qué? ¿Adónde? —inquirió mientras saltaba de la cama y corría hasta la puerta.
La abrió y lo vio alejarse por el pasillo, mientras se ponía una camiseta de color verde
—. ¿Adónde?
Él se volvió sin dejar de caminar. La miró de arriba abajo de un modo que hizo que a
Sara se le encogiera el estómago.
—Bonito pijama.
Se ruborizó y le dio un ligero tirón a sus pantaloncitos estampados con corazones
rojos. Con la otra mano alisó el dibujo de Hello Kitty que llevaba la camiseta.
—Es un regalo… De Christina, mi amiga —dijo con timidez.
—Cinco minutos, gatita —replicó él mientras desaparecía por la escalera.
Sara sonrió al escuchar el apelativo. En los pocos días que habían pasado desde que
se instalara con ella, apenas habían tenido tiempo de hablar de nada salvo de temas
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relacionados con la casa. Cenaban cualquier cosa y se iban a dormir rendidos. Jayden
se había mostrado como siempre, atento y simpático, pero había dejado de flirtear y
mantenía las distancias físicas. Y ella se había descubierto echando de menos sus
coqueteos.
Regresó a la habitación y se plantó delante del armario sin saber qué ponerse. Ni
siquiera sabía a donde iban. Él no se había vestido de forma especial: unos tejanos y
una camiseta. Bien, pues ella se pondría lo mismo. Sacó unos vaqueros y una camiseta
blanca sin mangas. Corrió al baño y se cepilló los dientes.
El claxon del coche sonó abajo.
—Venga ya, aún no han pasado los cinco minutos —masculló.
Se lavó la cara y se arregló el pelo lo mejor que pudo. La noche anterior se había
quedado frita nada más ducharse y ahora su melena era una cortina incontrolada de
ondas encrespadas. De nuevo el claxon, esta vez más insistente. Desodorante, perfume y
un poco de crema hidratante. Abandonó la habitación corriendo y regresó un segundo
después. A la calle no se salía sin un poco de rímel, primer mandamiento. «Buena
chica.» Oyó la voz de Christina en su mente y le sacó la lengua a su reflejo en el espejo.
Estaba contenta, y nerviosa.
Agarró sus gafas de sol al paso y bajó a toda prisa. Jayden la esperaba con el coche
en marcha, frente a la puerta. Subió al monovolumen de un salto.
—¿Qué se quema? —le espetó gruñona.
Él se echó a reír. Soltó el volante para ajustarse la gorra y se puso en marcha. La
miró por encima de sus gafas de sol.
—Se dice «Dónde está el fuego» —la corrigió.
—Es lo mismo.
Jayden frenó al llegar a la carretera. Comprobó ambos sentidos y se incorporó al
tráfico en dirección contraria a Tullia.
—No, no lo es —replicó.
—Sí lo es.
—No.
—Sí —insistió ella con un tono tajante y un mohín en los labios.
Jayden la miró de reojo y se enamoró de inmediato de su carita disgustada. Hasta el
punto de desear cogérsela entre las manos y estrujarle las mejillas para después
comérselas a besos. Los últimos días había hecho todo lo que estaba en su mano para
mantenerse alejado de ella, trabajando hasta caer rendido y evitando coincidir todo lo
posible. Pero se descubría mirándola cada vez que ella no estaba pendiente de él, o
pensando en la forma en la que lo miraba o le sonreía.
—Vaya, te gusta decir la última palabra.
—No es cierto.
Abandonaron el café pocos minutos después. Sara no dejaba de hacer fotografías con su
teléfono móvil, encantada con el paisaje de la ciudad, con sus tejados oscuros, el
carmín claro de los palacios y los comercios protegidos del sol por toldos
multicolores. Durante una hora, serpentearon por un buen número de calles plagadas de
rincones preciosos.
Jayden caminaba a su lado, esperando con paciencia cada vez que Sara se detenía
frente a un escaparate o entraba en una de las muchas librerías que iba encontrando a su
paso. Era incapaz de apartar la vista de ella. Sus ojos se veían atraídos por el contorno
de sus caderas enfundadas en esos vaqueros ajustados. Fascinado, la observaba
caminar unos pasos por delante de él, volviéndose continuamente para asegurarse de
que la seguía entre la marea de turistas que atestaba las calles. Había merecido la pena
llevarla hasta allí solo para poder verle la cara. Le costaba creer que algo tan sencillo,
como pasear con un calor insoportable entre un montón de cuerpos sudorosos, pudiera
hacerle tanta ilusión. Pero solo había que ver su expresión para darse cuenta de que
estaba disfrutando de cada minuto.
Avanzar se hizo más difícil cuando se dieron de bruces con un mercadillo de ropa que
se extendía por varias callejuelas. En uno de los puestos, un vestido rojo llamó la
atención de Sara. Era muy corto, con vuelo en la falda, escote palabra de honor y un
enorme lazo negro a modo de cinturón. Se acercó despacio y lo rozó con los dedos. La
tela era suave y emitía un ligero frufrú.
No sabía cuánto tiempo llevaba mirándolo, cuando notó que Jayden se había detenido
tras ella, tan cerca que podía sentir el roce de su ropa. Sabía que era él porque había
captado su olor antes que su presencia. Ese aroma dulce y un poco almizclado que le
licuaba las entrañas.
—Es muy bonito —susurró él junto a su oído.
Sara sonrió y se estremeció al notar su aliento haciéndole cosquillas en el cuello.
—¿Te gusta?
—Mucho. Tanto que prefiero no empezar a imaginarte con él.
Ella se volvió y le dio un golpe en el estómago, aunque solo logró que él se echara a
reír con ganas. Volvió a contemplar el vestido. No sabía muy bien por qué, pero le
gustaba mucho y sentía que lo necesitaba como si se tratara de algo vital. Quizá porque
siempre había querido tener uno así, sugerente y llamativo, pero nunca se había
atrevido a ponérselo.
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—Cómpratelo. Estarás preciosa —le dijo.
Enganchó un mechón de su pelo con el dedo y lo acercó a su nariz, aprovechando que
ella no podía verle. Olía muy bien. Después lo enrolló, dándole forma a un tirabuzón, y
se lo llevó a los labios. Era como seda.
Sara podía notarlo a su espalda, jugueteando con su pelo. No se movió y contuvo el
aliento. Era agradable sentirlo tan cerca, tentándola con su calidez. Sabía que no
debería sentirse así, porque ese tipo de confianza no era adecuada, pero no podía evitar
disfrutar de aquel gesto íntimo que nunca nadie había tenido con ella.
—No, no lo quiero —respondió al fin con un suspiro.
—¿Por qué?
—A Colin le daría un infarto si me viera con él.
Jayden sonrió para sí mismo.
—Eso es cierto. Caería fulminado, pero sería un muerto feliz —replicó.
Ella lo miró por encima del hombro. Tardó un segundo en comprender lo que él había
querido decir. Se puso colorada y un millón de mariposas revolotearon en su estómago.
—Gracias. Pero no me refería a eso. —Lo miró y vio su confusión—. A Colin no le
gustaría. Diría que parezco vulgar con un vestido tan llamativo. Si me pusiera algo así,
lo avergonzaría.
Se obligó a apartar los ojos de él, con la sensación de que había hablado demasiado.
La expresión de Jayden era una mezcla de asombro e incredulidad. Ella le dio la
espalda, sintiendo su mirada en la nuca y esa tensión que no dejaba de vibrar entre
ellos. Debía tener más cuidado con las cosas que decía.
—¿Te he entendido bien? ¿Has dicho que se avergonzaría de ti?
—En su trabajo la imagen es muy importante y debe cuidarla en todos los aspectos.
Se preocupa por ese tipo de cosas —lo justificó ella.
—Y decide qué es apropiado y qué no lo es para ti.
Ella se encogió de hombros con timidez.
—Lo estás malinterpretando. Trabaja en publicidad, tiene un puesto de gran
responsabilidad y por ese motivo debe cuidar hasta el último detalle. Sus clientes no
verían bien que un hombre de negocios como él, maduro y con éxito, llevara a su lado a
una chiquilla alocada en lugar de a una mujer más mayor y sofisticada.
Los ojos de Jayden la perforaron con un mosqueo apenas controlado. No era la Sara
que él empezaba a conocer quien hablaba, sino una especie de muñeca con unas cuantas
frases aprendidas. Pero ¡qué coño!
—¡Menudo capullo! —soltó de repente.
Sara dio un respingo y lo miró.
—¡Eh, que te he oído!
—Estupendo, así no tendré que repetirte que tu marido es un capullo.
Gaspard me ha llamado. Me ha pedido que me ocupe de su bar por él durante todo el día.
He cogido el coche, espero que no te importe. No regresaré hasta la noche, pero si necesitas algo no
dudes en llamarme. Vendré a rescatarte.
Por si tienes alguna duda, el desayuno es para ti. La cafetera está preparada. Sí, he descubierto tu
secreto: te pones muy gruñona sin café.
Pasa un buen día, y aunque sé que te resultará difícil, intenta no echarme mucho de menos.
Jayden
Durante los tres días siguientes, Sara evitó escuchar sus propios pensamientos. Le
resultaba más fácil mientras trabajaba y se mantenía ocupada, pero al llegar la noche se
quedaba desvelada hasta muy tarde, pensando en Jayden y en la forma en que la miraba
o le sonreía.
Él se había mantenido a distancia desde lo ocurrido junto a la piscina, pero a menudo
lo descubría observándola con una expresión abatida y a la vez ansiosa. Ella evitaba
incluso su mirada, porque sabía que él tenía algo que decirle al respecto, que estaba
buscando las palabras adecuadas y el momento para hacerlo; y no quería oírlo.
Ese día iba a resultar un poco más difícil evitarlo, ya que estarían completamente
solos. Tristan y sus hombres por fin habían terminado con su parte del trabajo la tarde
anterior. Aún quedaban cosas por hacer, como pintar, reparar muebles, terminar el
jardín… Pero Jayden la había convencido de que esas cosas podía hacerlas él y que así
se ahorraría un dinero que podría invertir en la decoración del interior. A ella le gustó
esa idea y accedió convencida de que era lo mejor. Hasta ahora él había sido mucho
más que eficiente, no había nada que no supiera hacer. Además, no soportaba a Tristan
ni sus aires de sabelotodo prepotente.
Sin embargo, y a pesar de lo preocupada que se sentía por su situación con Jayden,
esa mañana estaba más agobiada por otro detalle. Era jueves, y no un jueves cualquiera;
era el último día de julio y, por lo tanto, su cumpleaños. Sentada en la cama, llevaba un
buen rato con la mirada clavada en la pared y tenía ganas de llorar. Se dejó caer de
espaldas y suspiró.
—Treinta —musitó. Tomó aire—. Treinta. ¡Dios, me estoy haciendo vieja! —gruñó
exasperada.
En algún momento, el calendario había iniciado un sprint imparable y otro año se le
había escurrido de entre los dedos como la arena de un reloj. Cumplir años no era un
problema, lo era la sensación de vacío que se instalaba en su interior y que le
recordaba que su vida seguía sin ella.
Se levantó y se dirigió al baño arrastrando los pies. Tras una ducha y diez minutos
ensayando muecas y caras de felicidad frente al espejo, bajó a la cocina. Como cada
mañana, su desayuno estaba preparado sobre la mesa. Destapó un plato y encontró una
apetitosa torre de tortitas. Soltó un suspiro, que se asemejaba más al maullido lastimero
de un gato moribundo. ¿Por qué era tan adorablemente encantador ese hombre?
Engulló las tortitas entre sorbos de café, sin apartar la mirada de su reloj. Había
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quedado con la mujer del taller de costura y llegaba tarde. Dejó una nota para Jayden,
explicándole a donde iba y que ella se encargaría de comprar la comida.
Tres horas después, abandonaba el pueblo con una sonrisa de oreja a oreja. Había
visto el resultado final de las cortinas y eran preciosas. También había tenido tiempo de
ver al tapicero y comprobó asombrada que llevaba el trabajo bastante adelantado.
Pensó que todo iba sobre ruedas y que acabaría consiguiéndolo. A veces, ni ella misma
lograba creer que se hubiera embarcado en esa aventura y que, además, estuviera
saliendo bien.
Iba tan distraída, que a punto estuvo de salirse del camino cuando se encontró de
frente con un camión que abandonaba el château. Saludó con la mano al conductor, un
chico agradable que trabajaba en el vivero. Aparcó bajo los plataneros, junto a un
montón de sacos de tierra fertilizada.
—Hola.
Sara se volvió y se encontró con Jayden, que venía a su encuentro. Estaba todo
sudado y el pelo se le pegaba a la frente y al cuello. Vestía unos pantalones cargo de
color verde oscuro y una camiseta que debía de haber sido blanca cuando se la puso
esa mañana. Ahora estaba sucia y húmeda.
—Ya ha llegado la tierra —añadió él, deteniéndose junto a ella con las manos en las
caderas.
Resopló y se secó la cara con la parte inferior de la camiseta, y los ojos de ella se
vieron atraídos por aquella porción de piel que quedó a la vista.
—Sí, ya lo veo —respondió mientras esbozaba una sonrisa despreocupada. Lo miró a
los ojos y se le cortó el aliento. Bajo el sol eran de un verde muy vivo y estaban
clavados en ella con una intensidad que le resultó incómoda—. He traído tallarines al
pesto y pollo —continuó, agitando la bolsa que colgaba de su mano.
—Genial, me muero de hambre. Llevo los sacos al jardín, me lavo un poco y
comemos.
—Vale, iré preparando una ensalada.
Y se encaminó a la casa.
Jayden se quedó inmóvil, observándola. Los últimos tres días habían sido una
auténtica mierda. No había dejado de darle vueltas a la cabeza y empezaba a
disgustarle sentirse así. Tenían que hablar o aquella situación sería cada vez más rara.
—Sara… —la llamó.
Ella se detuvo y lentamente empezó a darse la vuelta. Percibió miedo y cautela en sus
ojos. Comenzó a sonar un teléfono móvil y ella se apresuró a abrir el bolso. Miró la
pantalla y sonrió con una disculpa.
—Es Christina.
Corrió a la casa y descolgó nada más entrar:
El último acorde vibró bajo la púa de su guitarra y los gritos y los aplausos resonaron
por todo el local. Jayden se llevó la mano a la frente y saludó al público que atestaba el
bar a esas horas de la noche.
Cuando se unió al grupo, lo hizo solo como guitarrista. Cantar era algo que ni
siquiera se había planteado; siempre lo había hecho en privado, para sí mismo. Es más,
siempre había pensado que no lo hacía bien. Pero Kip lo había pillado tarareando un
tema de Pearl Jam durante uno de los descansos, y luego lo había obligado a repetirlo
en voz alta, nota a nota, palabra a palabra. Tras escucharlo con la boca abierta, le había
asegurado que había nacido para ser vocalista.
La primera vez que se subió al escenario y se colocó frente al micrófono, pensó que
acabaría vomitando. Sin embargo, la experiencia acabó gustándole y poco a poco
reunió la confianza suficiente como para incluir unos cuantos temas en el repertorio. A
la gente parecía gustarle su timbre blusero con aires de country, y él disfrutaba como un
niño.
—Han quedado bien los nuevos temas —comentó Kip mientras dejaba su bajo en el
soporte.
Jayden le dedicó una sonrisa de oreja a oreja. Incluir esos dos temas había sido idea
suya y estaba contento con el resultado. Empezó a guardar la guitarra en la funda. Eran
casi las dos de la madrugada y por esa noche habían terminado su actuación.
—¿Una cerveza? —les preguntó Gerrit, el otro guitarrista.
—Claro —dijo Jayden. No estaba de humor para quedarse a charlar, pero una
cerveza fría, en un bar ruidoso donde no pudiera comerse la cabeza, le parecía el cielo
en ese momento.
Había pasado toda la tarde pensando en Sara y ni el concierto había logrado que se
olvidara de ella. Al contrario, algunas letras solo habían alimentado su recuerdo y unos
sentimientos que se moría por desterrar de su interior. Quedarse a tomar algo, divertirse
un rato, era lo que necesitaba. Solo debía intentarlo.
Se sentaron en una esquina de la barra y enseguida se vieron rodeados por un grupo
de chicas con ganas de pasarlo bien. Jayden bajó la mirada y le dedicó una sonrisa a la
rubia que se le había acoplado en las rodillas. Ella le devolvió la sonrisa, mucho más
insinuante, mientras le deslizaba un dedo por la cinturilla de los vaqueros.
La miró con atención. Era guapa, con el pelo corto y unos enormes ojos que bajo las
luces del bar parecían violetas. Sabía que no tendría que esforzarse mucho para acabar
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la noche en un lugar más íntimo y entre sus piernas, y se estaba planteando seriamente
salir de allí con ella. Hacía tiempo que no se acostaba con una mujer y enfriarse un
poco le vendría bien; al menos como antídoto para dejar de pensar en Sara.
La poca excitación que sentía desapareció de un plumazo cuando la chica se inclinó y
le dio un mordisquito en el lóbulo de la oreja. Cuanto más lo provocaba, más pensaba
él en la mujer morena que dormía todas las noches al otro lado de la pared. Las únicas
piernas entre las que quería estar eran las de ella.
Maldijo en silencio. Tenía un problema, y de los gordos.
—Me encantaría pasar la noche contigo, pero no puedo quedarme —le dijo pocos
minutos después.
Ella gimoteó con un mohín.
—Es una pena. ¿La próxima vez?
Jayden sonrió y se encogió de hombros sin estar seguro de qué contestar. Desde que
se había divorciado, los rollos de una noche habían sido habituales para él. Disfrutar de
un poco de sexo sin complicaciones no le parecía mal. En ocasiones era su única vía de
escape al estado de tensión constante con el que vivía. Pero ahora su cuerpo necesitaba
ese escape, lo tenía delante y no era capaz de tomarlo, porque tenía la sensación de
estar traicionando a una persona que ni siquiera era suya. ¡Era una puta locura!
Se despidió de los miembros del grupo y abandonó el local. Cuarenta y cinco minutos
después detenía el motor frente al château. Se quedó dentro del vehículo en silencio,
mirando a través del parabrisas la enorme casa que se alzaba ante él. La oscuridad de
la noche de repente era la compañía perfecta para su estado de ánimo.
Entró en la casa al cabo de un rato. Se dirigió a la escalera y al llegar al primer
escalón se detuvo. Un ligero resplandor se extendía por el suelo del pasillo desde la
cocina. Se dirigió allí y la encontró desierta, con las luces que iluminaban la encimera
encendidas. Pensó que Sara había olvidado apagarlas. Llenó un vaso de agua en el grifo
y lo bebió a pequeños sorbos con la vista perdida en la ventana.
Entornó los ojos y se fijó en el diván que estaba en medio del jardín, el mismo diván
que solía estar en la terraza, pegado a la pared. Algo se balanceaba por uno de los
extremos. Dejó el vaso en la pila y salió afuera. Sin hacer ruido se acercó al sillón y
encontró a Sara recostada sobre los cojines con una copa en la mano y una botella de
vino en la otra. Perplejo, vio cómo daba un buen trago directamente de la botella.
—¿Sara? —dijo con cautela.
Ella se enderezó con un respingo y volvió la cabeza por encima del respaldo.
—¡Hola! —saludó casi a gritos con un entusiasmo sospechoso. Y añadió arrastrando
las palabras—: Pero si ya has vuelto. ¿Qué tal el concierto?
Estaba bebida. En realidad, borracha definía mejor su estado.
—Bien. ¿Qué haces aquí?
No podía seguir con aquello. Esa era la única cosa de la que Jayden estaba seguro
cuando despertó el sábado por la mañana. Era un temerario y un suicida por haber
dejado que Sara se acercara tanto a él.
Desde el primer momento había notado una conexión con ella, una extraña química
que le encendía el cuerpo como si fuera un árbol de Navidad, aún sabiendo que esa
mujer era la fruta prohibida de la que hablaban los libros. La manzana por la que todo
se puede ir a la mierda si te empeñas en probarla, y él no hacía otra cosa que pensar en
qué sabor tendría.
Lo único que había evitado el desastre hasta ahora era que, a pesar de la evidente
atracción que sentía por él, ella no se había dejado llevar. Era una mujer íntegra,
consecuente con su compromiso y fiel. Eso le gustaba de ella, lo respetaba, porque
jamás se sentiría atraído por alguien en quien no pudiera confiar. Sin embargo, no
estaba muy seguro de qué acabaría pasando si seguían juntos en la misma casa mucho
más tiempo.
No podía hacerle eso, Sara no era de esas mujeres que tienen aventuras. Si acababa
claudicando, lo haría porque, además de la atracción, habría otro tipo de sentimientos y
esas emociones podrían complicarlo todo aún más. Él ni siquiera estaba seguro de
hasta dónde podría llegar con ella si eso pasaba.
Debía largarse cuanto antes de allí, pero no quería hacerlo.
Entró en la despensa y movió la puerta varias veces para comprobar qué bisagra era
la que chirriaba. Destapó el bote de lubricante y trató de colocar la cánula larga y
estrecha que llevaba para acceder a sitios difíciles.
—No podemos hacer esto, meternos aquí como si su vida fuese asunto nuestro.
—Es nuestra amiga y las amigas se preocupan y hacen estas cosas para evitar
problemas mayores.
Jayden pegó un respingo al oír las voces adentrándose en la cocina. La primera
pertenecía a Violette y la segunda a Margot. Julieta las seguía y gritó para hacerse oír:
—¡Sara!
Nadie contestó.
—Puede que no esté.
—Quizás esté ocupada —dijo Fanny con tono sugerente—. Según Sofía, ayer estaba
de lo más atareada.
Margot resopló y se sentó a la mesa de la cocina.
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—Y por eso estamos aquí. Sofía es una arpía y Sara debe enterarse de lo que está
diciendo por el pueblo sobre ella, para que pueda ponerle remedio. Si esos rumores se
extienden, a saber hasta dónde pueden llegar.
Jayden se había quedado inmóvil tras la puerta de la despensa. Sabía que debía
moverse y salir de allí, pero se quedó donde estaba, escuchando con un revoloteo en el
estómago.
—Sara —gritó de nuevo Julieta.
—¡Venga ya! —exclamó Violette—. Sara no está haciendo nada malo, y mucho menos
lo que dice Sofía. ¡¿Liada con Jayden?! Eso no hay quien se lo crea. Pero ojalá lo
hiciera.
—¡Violette! —replicó Margot con tono acusatorio.
—Sé por qué lo digo. Si algo necesita esa chica, es un hombre con el que liarse. ¿Y
sabéis qué? Jayden es un buen candidato a amante. Es muy follable.
—¿Es necesario que te expreses de ese modo? —intervino Julieta con las mejillas
encendidas.
Violette la miró con un gesto burlón.
—Sí, porque eso es justo lo que quiero decir. Follable. —Puso los ojos en blanco—.
Sara se merece una alegría y él es perfecto para eso. Un buen polvo hace maravillas.
—¿Qué estás intentando decir? —quiso saber Fanny—. ¿Qué sabes tú que nosotras
no sepamos?
—Es algo que me dijo de un modo confidencial. No puedo contarlo.
—Seguro que esa confidencialidad no se aplica a nosotras —intervino Margot.
Se produjo un largo silencio en el que Jayden dejó de respirar. El bote de lubricante
empezaba a ceder por la presión de sus dedos. «¿De qué coño va todo esto?», pensó.
—Vale, os lo cuento, pero porque creo que la estáis juzgando de un modo injusto. —
Violette tomó aire, antes de añadir—: Su matrimonio es un asco y su marido un idiota
infiel, que en lugar de una esposa cree que tiene una criada.
—¡¿Qué?! —exclamaron todas a la vez.
—¿Estáis sordas? Se casó con él cuando solo era una niña, pero el tío pronto se
aburrió y empezó a acostarse con otra. Puede que lo siga haciendo, parece que siguen
trabajando juntos. El caso es que, desde entonces, aunque Sara y su marido siguen
juntos, su matrimonio no funciona. Se limitan a aguantarse y nada más. Y no solo eso.
Su relación está tan acabada, que llevan cuatro años usando la cama solo para dormir.
—¿Cuatro años? —inquirió Julieta sin poder disimular su sorpresa.
—O quizá sean seis. No estoy segura.
—¿Y por qué sigue con él? —se interesó Margot, atónita.
Violette se encogió de hombros.
—Es complicado. Tiene miedo de perder a su hijo, su casa… Ella lo dejó todo por
Jayden salió de la despensa en cuanto la cocina quedó desierta y estuvo seguro de que
nadie podía pillarle. ¡Cabronazo! No podía dejar de pensar en el tío que estaba casado
con Sara. ¿De qué planeta se había escapado? Porque debía de ser alienígena para
tratarla como la estaba tratando. No la merecía. De acuerdo, puede que él tampoco,
pero le llevaba ventaja a ese cretino porque jamás haría nada que pudiera herirla.
Merecía un hombre que besara el suelo que ella pisaba. Y él estaba seguro de que
besaría ese suelo y cada centímetro de su piel si lo dejaba.
Se sentía tan cabreado que no estaba de humor para quedarse allí. Necesitaba un
trago, pero un trago de verdad. De esos que te tomas en la barra de un bar, a solas,
pensando en lo bien que te sentirías si una bomba atómica acabara con todos los
gilipollas sobre la faz de la tierra.
Se llevó el coche sin pedir permiso ni despedirse. En aquellos momentos se sentía
incapaz de enfrentarse a ella. Condujo hasta el pueblo y fue directamente al bar de
Gaspard. Saludó de pasada a los clientes que se encontraban en las mesas y se sentó a
la barra en uno de los incómodos taburetes.
—¡Vaya, qué sorpresa! ¿Qué haces tú por aquí y a estas horas?
Jayden arrugó la nariz, mientras se inclinaba hacia un lado para poder ver las botellas
que había en los estantes.
—Ponme un bourbon.
—¿Cuál quieres?
—Me da igual, pero americano.
Gaspard se encogió de hombros y tomó del expositor una botella de Jim Beam. La
puso sobre la barra y sirvió un poco en un vaso ancho.
—No te la lleves —dijo él cuando Gaspard fue a guardarla, y se la quitó de la mano.
Hacía ya un tiempo que se conocían y Gaspard comprendió que le ocurría algo. Iba a
Eran las cuatro de la tarde cuando Violette y las chicas se despidieron de Sara y
abandonaron el château. Tras la improvisada sesión de terapia en la cocina, habían
acabado en el jardín, junto a la piscina, bebiendo vino y comiendo queso con nueces.
Sara les había contado lo que en realidad había pasado con Jayden el día anterior.
Ninguna de ellas entendía por qué Sofía había hecho correr esos rumores estúpidos
cuando no había visto absolutamente nada.
Mientras colocaba los platos en el lavavajillas, cayó en la cuenta de que no había
visto a Jayden desde la noche anterior. Después del incidente en la piscina, apenas
habían cruzado unas palabras, como si en un acuerdo tácito hubieran decidido poner
algo de distancia entre ellos. Llevaban días con esas idas y venidas. Cuando parecía
que habían logrado alcanzar una normalidad en su relación, siempre pasaba algo que
hacía que poco a poco se acercaran el uno al otro hasta rozar la línea prohibida y, a
continuación, salían despedidos como dos imanes que se repelen.
Como si sus pensamientos lo hubieran invocado, el sonido familiar del coche llegó
hasta ella al detenerse en la entrada. Después sonó un portazo, luego la puerta principal
al abrirse con aquel quejido que no había forma de quitar. Se asomó al vestíbulo y lo
vio inmóvil junto a la escalera. Estaba serio y se pellizcaba el caballete de la nariz. Iba
a saludarlo cuando él se lanzó escaleras arriba como una bala.
Tuvo la sensación de que le ocurría algo. Durante un momento dudó, luchando contra
la razón que le decía que debía mantenerse alejada. Pero solo quería ver si estaba bien,
como amiga. Haría lo mismo por cualquier otra persona. Subió tras él y llamó a la
puerta con suavidad.
—Pasa —dijo Jayden tras un largo silencio.
Ella entró en la habitación y dejó la puerta abierta. Sonrió mientras se frotaba las
manos en los pantalones.
—Te he visto llegar. No parecías estar bien. ¿Te ocurre algo?
Jayden estaba sentado en la cama, con los brazos apoyados en las piernas y el cuerpo
inclinado hacia delante. Contemplaba fijamente el petate que tenía en el suelo, junto a la
pared. La miró y trató de devolverle la sonrisa. Pensó en cómo decirle que se
marchaba, aunque no sabía si sería capaz de hacerlo, porque al verla allí, de pie, con su
bonita sonrisa, largarse era lo que menos le apetecía.
—Sí, estoy bien. Gracias por preocuparte —respondió, y cerró los ojos un segundo.
El bourbon se le había subido a la cabeza y, con el estómago vacío, estaba haciendo
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estragos en él.
—¿Seguro que estás bien? Porque no lo parece —insistió Sara.
Él abrió la boca como si fuera a replicar y una oleada de tristeza cambió sus
facciones. Negó con la cabeza.
—La verdad es que estoy pensando en largarme, Sara. Aquí ya no queda mucho que
hacer, cosas de decoración y algo de pintura, y todo eso puedes hacerlo tú.
Ella se puso pálida y sintió que el calor se desvanecía de su rostro mientras lo
miraba atónita. Algo se le estaba clavando en el pecho y le dolía muchísimo. Casi miró
hacia abajo, esperando ver la hoja de un cuchillo.
—Eso no es cierto. Queda mucho por hacer: el jardín, las ventanas de la casita junto
a la piscina, rescatar ese antiguo cenador… Aún quedan cosas.
Él apartó la mirada.
—Buscaré a alguien que lo haga. No te preocupes.
—Pero yo no quiero a otro, quiero que lo hagas tú. Tenemos un acuerdo. —Alzó las
manos nerviosa y, de repente, enfadada—. No lo entiendo. ¿Qué ha cambiado desde
ayer para que quieras irte así?
Se creó un silencio que casi se podía cortar. Sara aguardó sin moverse, estudiando su
tensa expresión, intentando reprimir la clara atracción que sentía por él. No quería que
se fuera. No quería. Tragó saliva para aliviar el nudo que tenía en la garganta y que
parecía proyectar unas estúpidas lágrimas hacia sus ojos.
«No te vayas», pensó.
Jayden seguía sin decir nada y la miraba con una expresión consternada.
Sara no soportaba más ese silencio. Necesitaba sacar de su pecho lo que sentía, pero
sabía que él había decidido marcharse y que no había nada que pudiera decir para que
cambiara de opinión. Podía verlo en su cara.
Respiró hondo. De acuerdo, era lo mejor. Él solo era alguien de paso. Ella tenía una
vida y no estaba allí, sino en Londres. Jayden había sido una mala idea desde el primer
día, una tentación que no podía permitirse.
—Está bien. Prepararé el dinero y mañana mismo podrás irte. Si de verdad es lo que
quieres, yo no soy quien para pedirte que te quedes más tiempo. Unos días más que
menos tampoco importan tanto —musitó; y conforme lo decía, se sintió morir por
dentro.
«Mentirosa», apuntó una voz en su cabeza.
Dio media vuelta y, con los puños cerrados, desapareció sin volver la vista atrás.
Jayden se quedó mirando la puerta por la que acababa de salir Sara y su expresión se
endureció. A lo largo de su vida, sus deseos irracionales se habían impuesto a la razón
en infinidad de ocasiones. Unas veces para meterlo en problemas y otras para activar el
detonador que cambiaría su vida para siempre. Esa era una de las segundas.
Arrebujada en el sofá, con la vista perdida en la pantalla del televisor, Sara dejó que su
teléfono sonara de nuevo hasta que la persona que llamaba se aburriera de intentarlo.
No se sentía con fuerzas para nada. El corazón le latía con furia y no dejaba de pensar
en lo que había ocurrido un rato antes. Cada palabra de Jayden se había convertido en
un eco sordo que no dejaba de repetirse en su cabeza. Tampoco podía borrar aquel beso
ardiente y codicioso; ni sus manos sobre ella ciñéndola de ese modo posesivo; ni su
cuerpo tembloroso aplastado contra el de él. Las sensaciones que le había provocado
jamás podría olvidarlas. ¿Cómo iba a vivir ahora sabiendo lo que podía tener pero que
nunca sería suyo?
Se moría por llamar a Christina y hablar con ella de todo lo que le estaba sucediendo,
de cómo las cosas se habían descontrolado sin apenas darse cuenta. Necesitaba que le
dijera que había hecho lo correcto, que había tomado la decisión adecuada, porque una
mujer casada que se acuesta con otro hombre es una zorra, una putilla que no merece
ningún respeto. Necesitaba que le dijera que su elección era correcta, porque debía
pensar en el padre de su hijo mucho más que en sí misma, por el bien del niño. Que no
podía arriesgarse a que algo así acabara sabiéndose y que por ello pudiera perderlo
todo.
Sin embargo, sabía que su amiga no le diría ninguna de esas cosas.
«Déjate llevar y vive. Tírate a ese tío y disfruta de todo lo que pueda darte mientras
A la mañana siguiente, Sara se despertó temprano. Lo supo sin mirar el reloj, porque la
luz que entraba por la ventana tenía todavía ese tono violeta que acompaña al amanecer.
Bostezó y se desperezó, y su cuerpo tropezó con otro cuerpo cálido en la cama. Giró la
cabeza en la almohada y se encontró con el rostro de Jayden a pocos centímetros del
suyo. Dormía con un aspecto muy apacible, incluso sus labios insinuaban una leve
sonrisa.
Se puso de lado y se apoyó en el codo. Sintió una dicha extraña y placentera al
haberse despertado junto a él. Se quedó mirándolo un buen rato. Le encantaban sus
pestañas rubias y la forma en que rozaban sus mejillas al cerrar los ojos, el perfil de su
nariz y el contorno de sus labios. Una leve sombra le oscurecía la mandíbula que, junto
con el pelo revuelto, le daba un aspecto de chico malo que le encogía el estómago y
despertaba un cosquilleo en su interior.
Se alzó un poco y lo contempló de arriba abajo. Su cuerpo hacía que aquella cama
gigantesca pareciera pequeña; y era un cuerpo hermoso y sexy. Sintió el impulso de
deslizar la mano por toda esa piel dorada y suave, pero se contuvo porque no quería
despertarlo. Se fijó en las cicatrices que tenía a lo largo del torso; algunas debían de
tener muchos años, otras, como la del hombro, aún lucían un aspecto rosado y se
apreciaban las marcas de unos puntos.
Estudió el tatuaje que tenía bajo la clavícula: la calavera con un seis en números
romanos. No tenía ni idea de qué podía significar, pero le quedaba bien. Ladeó la
cabeza para poder ver la frase que llevaba en el costado.
«El único día fácil fue ayer», leyó.
Suspiró, y una sonrisa boba se extendió por su cara.
Procurando no despertarlo, se levantó y buscó la ropa. El vestido estaba en el suelo,
demasiado arrugado, y no había ni rastro de sus bragas. Cogió una de las camisetas de
Jayden que había sobre la cómoda y se la puso mientras volvía a contemplarlo.
Completamente desnudo, con la sábana apenas cubriéndole las caderas, era una visión
adorable y excitante.
Salió al pasillo y bajó a la cocina. Moverse por aquellas habitaciones empezaba a
ser cómodo y familiar. Tenía la sensación de encontrarse más en casa que en cualquier
otra parte. Cogió un vaso y se acercó al grifo. Lo llenó de agua y empezó a beber
pequeños sorbos con la mirada perdida en la ventana. Una risita floja escapó de entre
sus labios. Se sentía como una adolescente tras su primer beso. Ese beso que hace que
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estires los dedos de los pies y que se te ponga la piel de gallina.
—He hecho el amor con Jayden —susurró atónita—. Y no solo una vez.
Una leve incomodidad entre sus piernas se lo recordaba cada vez que se movía.
Oyó un ruido y se giró sobre los talones. Jayden apareció en la puerta completamente
desnudo, frotándose los ojos entornados con aire soñoliento. Se detuvo, la miró, y una
sonrisa maravillosa se extendió por su cara a la vez que se rascaba la coronilla.
Ella lo miró perpleja y alzó las cejas. Le encantó su falta de recato y la naturalidad
con la que se paseaba en cueros. Se puso colorada mientras él se acercaba con ese
gesto de pirata creído que tanto le gustaba.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él con un ligero tono de reproche.
—No tengo sueño.
Jayden empezó a mover la cabeza de un lado a otro, con un mohín de fastidio.
—Esto no va a funcionar si no sentamos unas bases —dijo con las manos en las
caderas. La expresión de Sara cambió y el estómago le dio un vuelco—. Tengo una
petición y es necesario que la cumplas. —Hizo una larga pausada cargada de efecto—.
Tu cara y este cuerpo es lo primero que quiero ver al despertarme, ¿está claro?
La cogió de la camiseta y tiró para acercarla a él. El rubor de su cara se acentuó al
captar lo que le estaba diciendo. Asintió y se mordió el labio sin apartar sus ojos de los
suyos. Eso había sido bonito. Tenía un don para decir cosas bonitas sin que sonaran
cursis y artificiales.
—Vale, entonces tendremos que volver a dormirnos —replicó él.
Y sin darle tiempo a protestar, la cogió por la cintura y se la echó sobre el hombro
como una muñequita, arrancándole un grito de sorpresa. Dio media vuelta y se dirigió
hacia la segunda planta.
—Pero no tengo sueño. No estoy cansada —protestó ella entre risas, colgando como
un saco.
Jayden le dio un azote en el trasero y empezó a subir la escalera.
—Eso puedo solucionarlo. Voy a dejarte exhausta —ronroneó con un tono ronco que
era puro sexo.
—No creo que pueda. ¡Si apenas consigo andar!
Jayden se echó a reír y no pudo evitar que su ego se hinchara un poco. Entró en la
habitación y la dejó con cuidado en el suelo, después le quitó la camiseta y la tiró al
suelo. La contempló de arriba abajo. Con la luz que entraba por la ventana,
iluminándola desde la espalda como un halo, era mucho más bonita.
—Te prometo que voy a ser muy… —Un besito—. Muy… —Otro beso, un poco más
profundo—. Muy cuidadoso.
Pasaron casi todo el domingo en la cama salvo para tomar un almuerzo ligero y darse
Sara estaba segura de que había más agua dentro de su cuerpo que fuera. Sentía los
músculos agarrotados y unos calambres en el estómago que empezaban a ser bastante
molestos. Jayden decía que era por los nervios y la tensión, pero que desaparecerían en
cuanto lograra relajarse. Ella no sabía cuándo sería eso, porque llevaban tres horas con
aquella tortura y se sentía con la misma agilidad y fluidez que cuando empezaron, la de
una piedra. Agarrada al borde de la piscina, lo observó alejarse nadando hasta el otro
extremo.
—Vamos, te toca. Respira hondo y ven hacia mí —la animó él.
Ella puso morritos.
—Me voy a hundir.
—No te vas a hundir —le dijo entre risas—. Escucha, ya hemos descubierto que no
tienes ninguna fobia, solo el miedo natural de alguien que no sabe nadar. Además,
también hemos comprobado que flotas, ¿no? La mayor parte del tiempo. —Se le escapó
una risotada al ver el gesto de burla que ella le dedicó—. Vamos, cariño, estoy aquí.
No dejaré que te pase nada.
Cada vez que la llamaba así, Sara se derretía como chocolate fundido. El tono de su
voz, la intimidad con la que pronunciaba esa palabra, eran nefastos para su corazón.
—Vale —accedió.
Inspiró hondo y se impulsó hacia delante sin pensarlo más. Comenzó a mover los
brazos y las piernas y, para su sorpresa, ¡estaba nadando! Sintió un millón de mariposas
en el estómago y sonrió. Brazada a brazada, metro a metro, fue acortando la distancia
que lo separaba de él.
—¡Mírala, si parece una sirena! —exclamó él orgulloso.
—¿Te estás… burlando de mí? —le espetó ella entre bocanadas de aire.
Jayden se mordió el labio para no echarse a reír.
—Vale, quizá te parezcas más al perrito de la sirena…
—¡Jayden!
—Peeeero… cuando acabe contigo hasta los delfines van a sentir envidia. —La
abrazó en cuanto llegó a su lado, colorada y jadeando—. Te tengo, pececito. ¿Lo ves?
Tú solita has llegado hasta aquí.
Sara se volvió para comprobar la distancia que había recorrido. Una enorme sonrisa
se extendió por su cara. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó, presionando su
boca contra la suya con fuerza.
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—Mañana más.
—Mañana más —repitió él con el tono solemne de una promesa.
La ayudó a salir, pero él se quedó dentro para practicar unos largos. Llevaba un par
de semanas descuidando su entrenamiento físico, demasiado tiempo para alguien como
él y con sus años. Ya no era un niño de veinte, pero con su trabajo tenía que mantenerse
como si lo fuera.
Desde la tumbona en la que se había recostado para secarse, Sara no podía apartar
los ojos del regalo de la naturaleza que había dentro de la piscina. Verlo nadar era todo
un espectáculo. La rapidez con la que se movía, la agilidad y la fuerza de su cuerpo.
Ese cuerpo del que no podía apartar los ojos ni las manos. Se estaba volviendo adicta a
Jayden Dixon, alias Mi Hombre Perfecto.
¡Maldita lista!
Sabía que era absurdo echarle la culpa a un papel escrito hacía catorce años, pero
era la única excusa que tenía para no sentirse tan culpable por lo que sentía por él. Era
como si Jayden se le estuviera metiendo en el corazón y ella no pudiera hacer nada para
impedirlo. ¡Dios mío, enamorarse de él no entraba dentro del plan! No podía.
El teléfono móvil vibró en el suelo. Lo cogió y le echó un vistazo a la pantalla.
Christina:
No me llamas. No me escribes. Empiezo a sentirme ignorada y espero que tengas
una buena excusa.
Sara:
Estoy muy liada con la reforma, pero todo está bien. Tranquila.
Christina:
Vale, te creo. ¿Qué haces?
Sara alzó la vista un momento, al mismo tiempo que Jayden salía de la piscina. El
agua se deslizaba por las líneas y las curvas de su cuerpo, tensas por el ejercicio. Se
mordió el labio inferior y lo contempló embobada, notando que el corazón se le
desbocaba y la piel de gallina. No podía ser sano sentir todas esas emociones al mismo
tiempo. Con disimulo alzó un poco el teléfono y le tomó una fotografía. Inmediatamente
se la envió a Christina. No podía creer que lo hubiera hecho.
Sara:
Estoy admirando las vistas.
Christina:
¡Madre de Dios! Ahora entiendo por qué no me llamas. ¡Serás zorra! Dime que
has visto la luz y que lo has metido en tu cama.
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Se puso colorada como un tomate y miró qué estaba haciendo él. Seguía en el borde
de la piscina, conectando el limpiafondos. Si la pillaba manteniendo aquella
conversación se moriría.
Sara:
Yo duermo en la suya, y no pienso darte detalles por mucho que supliques.
Christina:
Lo harás. Sé que lo harás.
Sara dejó el teléfono a un lado e ignoró todas las alertas sonoras que anunciaban
nuevos mensajes. Entraban sin parar e imaginó a su amiga con los dedos echando humo
y muerta de curiosidad. Intentó disimular la sonrisa maliciosa que pugnaba por aparecer
en sus labios y se concentró en Jayden, que se acercaba con las manos en las caderas
mientras la repasaba descaradamente.
Sin previo aviso, se dejó caer sobre ella, aplastándola. Sara gritó al notar su cuerpo
caliente y mojado empapando el suyo y trató de apartarlo. Pero él solo se movió para
posar la boca en su hombro y darle un beso suave. Al sentir su lengua contra la piel, una
oleada de calor le aceleró el pulso. Jayden movió la mano para introducirla entre sus
muslos, arrancándole un gemido de sorpresa. Le mordió el labio inferior y ella le
devolvió el mordisco. En Jayden la timidez brillaba por su ausencia. Era arrogante,
descarado, inteligente y sexy; y su mera imagen le colmaba el pecho de tanta emoción
que dolía.
Sara entró en la cocina y vio a Jayden muy concentrado en la televisión. Estaba serio
y parecía preocupado. Bostezando se acercó a él y se sentó en su regazo.
—¿Qué pasa? —preguntó a la vez que se acurrucaba contra su pecho.
Él la rodeó con sus brazos.
—Estados Unidos inició ayer una ofensiva contra Estado Islámico en Irak —contestó
con pesar.
El periodista continuaba informando:
Obama explicó que, si bien Estados Unidos no puede resolver todos los problemas y las crisis del planeta, no
puede mirar para otro lado cuando se está fraguando un genocidio y existen recursos para impedirlo.
—¿Y esos recursos siempre tienen que ser violentos? —masculló Sara.
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Jayden suspiró y apagó el televisor con expresión taciturna.
—En estos casos son los únicos que funcionan. Lo veía venir. ¡Joder! Vive y deja
vivir, no es tan difícil. ¡Malditos fanatismos! —masculló. Se pasó la mano por el pelo y
después por la nuca, dejando que su mirada vagara por el techo. Abrió la boca un par
de veces, como para decir algo, pero volvió a cerrarla. Al final resopló—. Es que he
estado allí, ¿sabes? He visto… cosas que no podrías imaginar. La gente muere, es
asesinada como si sus vidas no tuvieran ningún valor… Niños, mujeres… y todo en
nombre… ¿de qué? He perdido amigos que nunca volverán a sus casas. Dios, ¿qué les
dices a esas familias? ¿Cómo le dices a alguien que la única persona que tenía en el
mundo ya no…? Que tú no…
Se le rompió la voz y cerró los ojos al tiempo que se pellizcaba el puente de la nariz.
Su pecho subía y bajaba muy deprisa mientras los últimos minutos de vida de Olivier
pasaban por su mente de nuevo. Aún podía sentir los olores que flotaban en el aire, el
sonido de su voz en la radio que llevaba en el oído, el disparo que acabó con su vida y
la mirada del cabrón que sostenía el arma. Hatim.
Sara se dio cuenta de que él no se encontraba bien, parecía muy afectado, aunque no
estaba segura de que fuera solo por las noticias. De repente, el corazón empezó a
martillearle el pecho, muerto de miedo. Trató de que la mirara.
—Lo que acaban de decir en las noticias significa que… Quiero decir que… ¿Te
llamarán, te pedirán que regreses para incorporarte a… donde sea que tengas que ir?
Jayden abrió los ojos y la miró. Vio preocupación en su bonito rostro y esa sensación
le calentó el cuerpo. Que se preocupara por él era agradable. Tragó saliva y le puso la
mano en la mejilla, con la otra le rodeó la nuca y la atrajo hacia su pecho. La besó en la
sien, apretando los labios contra su piel con fuerza.
—No, de momento no estoy operativo. Además, por lo que han dicho, los ataques
solo serán aéreos. No enviarán tropas sobre el terreno.
—Pero si las envían…
—Si las envían, serán otros los que vayan antes que yo.
No era eso lo que Sara quería oír. Quería que le dijera que no iban a llamarle jamás,
y que si lo hacían, iría a algún otro lugar donde no correría peligro.
—Ya, pero…
—Pero nada. No voy a ir a ninguna parte. Aún tenemos unos días por delante y nada
ni nadie me moverá de aquí, ¿de acuerdo?
Ella asintió. Aunque aquello no la tranquilizaba. Se estaba desmoronando sin darse
cuenta. Solo unos días y todo se acabaría. Ambos se irían en direcciones opuestas y no
volverían a saber el uno del otro. Y dolía. Sus ojos verdes le sostuvieron la mirada con
un brillo de determinación y una expresión honesta.
Jayden volvió a besarla y la cogió por las caderas instándola a que se levantara de su
No sabía cuánto tiempo llevaba en la cocina. Seguía de pie, en el mismo lugar donde la
había dejado Jayden. Un llanto amargo estremecía su cuerpo y se abrazó los codos sin
saber qué hacer. Poco a poco todo el enfado y la rabia se fueron diluyendo y empezó a
dolerle el corazón, arrepentida por lo que había hecho. Se dejó caer en la silla e hipó
con fuerza.
Había sido tan injusta al tratar de culpar a Jayden de… todo. Nadie la había obligado
a adentrarse en aquella peligrosa historia con él, a pesar de las consecuencias
desastrosas que sabía que podía traer. El problema era que las consecuencias estaban
ahí, y dolían. Aquella situación se le había ido de las manos.
Había perdido el control, porque se había dado cuenta de que nunca lo había tenido.
Jayden se le había metido bajo la piel de un modo que nunca imaginó y ahora no sabía
cómo sacarlo para que no la destrozara.
Una aventura, solo iba a ser una aventura para poder sentirse viva por una vez en la
vida. Pero, en algún momento, se había transformado en mucho más. En algo intenso y
hermoso que la llenaba por completo.
«Yo no soy el que se va, Sara… Te duele que haya aceptado que no habrá nada
más…, pero no vas a hacer nada al respecto», recordó las palabras de Jayden y al
instante se sintió demasiado culpable.
Se levantó de la silla sin poder contener las lágrimas, y mucho menos respirar. Subió
las escaleras, sin estar muy segura de si él querría verla, y fue hasta su habitación.
Respiró hondo, abrió la puerta y entró en silencio.
Jayden estaba sentado en el borde la cama, de espaldas a ella, con la cabeza
inclinada hacia delante y los brazos sobre las piernas. Parecía tan abatido. Se acercó
despacio y se subió a la cama. Posó la mano en su espalda y, como él no se movió, la
fue subiendo hasta hundirla en su pelo. Sintió ganas de abandonarse en sus brazos, pero
sabía que no iba a ser tan sencillo. Estaba dolido y enojado, y ella notó la culpa
clavando sus garras de manera más profunda. Posó los labios sobre su piel y los
oprimió con suavidad.
—Lo siento —susurró sin despegar los labios de su espalda. Otro beso, cálido y
doloroso—. Lo siento mucho.
Lo notó estremecerse y suspirar.
—No tenía ningún derecho a decirte esas cosas —continuó, tan bajito que no estaba
segura de si podría oírla.
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Se pegó a él sin dejar de acariciarle el pelo, mientras sentía que las lágrimas se le
escapaban otra vez y le mojaban la piel. Deslizó la otra mano a lo largo de su costado y
lo abrazó por la cintura, extendiendo los dedos sobre su abdomen. Entonces él tembló
bajo ella y soltó otro suspiro, mucho más ahogado que el anterior. Continuaba rígido y
su respiración se aceleró.
—No lo decía en serio. Siento haberte herido —musitó ella, y lo besó en el hombro.
Jayden notaba la mejilla de Sara apretada contra su espalda desnuda, mientras sus
brazos lo rodeaban y las palmas de sus manos reposaban abiertas sobre su estómago y
su torso. Estaba llorando, lo sabía por la forma en la que temblaba y por las lágrimas
que se deslizaban a lo largo de su columna. El dolor que le habían causado sus palabras
se evaporó.
—Lo siento. Perdóname —dijo ella con un leve lloriqueo.
Sara se había convertido en su debilidad, y temía que en mucho más que eso. Se
volvió hacia ella y la miró a los ojos, sin esconder el sufrimiento que le provocaba ver
su cara congestionada por el llanto. Secó una lágrima que resbalaba por su otra mejilla.
Le tomó el rostro y sus labios rozaron los suyos, de una forma tierna y suave. La
estrechó contra él, como si necesitara fundirla con su piel, y acabaron tumbados sobre
las sábanas en silencio.
En algún momento se quedaron dormidos, con las piernas entrelazadas, envueltos en
un abrazo íntimo y necesitado.
La lluvia comenzó a caer. Primero, unas enormes gotas que levantaron polvo del
suelo. Después, el diluvio sobrevino de golpe. El cielo, completamente cubierto por las
nubes, lucía un color gris parecido al del asfalto, iluminado cada pocos segundos por
los relámpagos. La tormenta se acercaba deprisa desde las montañas, fustigada por un
fuerte viento. Un trueno crujió sobre la casa, haciendo que todos los cristales se
sacudieran.
Los dos se despertaron de golpe, sobresaltados. La vibración de otro trueno, más
fuerte que el anterior, hizo estremecerse hasta la última piedra. Él se incorporó sobre
los codos y le echó un vistazo a la ventana. La lluvia aporreaba el cristal y no se podía
ver nada.
—Parece como si el cielo se fuese a derrumbar sobre nuestras cabezas —dijo Sara.
Él la miró divertido.
—¿Te dan miedo las tormentas?
—No me gustan, solo eso.
—Deberíamos bajar y asegurarnos de que todo está cerrado. —Se acercó a la pared
para encender la luz. Nada, no había electricidad—. Necesitamos velas.
Dos horas más tarde seguía lloviendo con la misma intensidad. Habían encendido
unas velas y lograron preparar la cena gracias a que la cocina era de gas. Un relámpago
—Para, para un segundo, por favor —exigió Jayden casi sin voz.
Sara hizo lo que le pedía. Disminuyó la velocidad del coche y acabó deteniéndose a
pocos metros de la casa de Jeanne.
—No creo que pueda hacerlo. Sé que te lo prometí, pero esto es demasiado duro —
comentó él con un asomo de desesperación.
Resoplaba con la cabeza inclinada hacia delante y las manos crispadas sobre los
muslos.
—Puedes hacerlo. Debes hacerlo o te acabará destrozando —lo animó ella.
—He pasado siete meses viviendo con esa mujer. Ya no es solo la abuela de Olivier,
Volvió a mirar la fotografía y vio su rostro junto al de Olivier, en las gradas del
estadio Mercedes-Benz Superdome. Ambos sonreían de oreja a oreja, gesticulando ante
la cámara, luciendo las caras pintadas con los colores de los Ravens. Se pasó la mano
por el pelo y dejó la fotografía sobre la mesa. Miró a Jeanne sin comprender nada. La
cabeza le daba vueltas y empezaba a marearse.
Ella puso la mano sobre la de él y le sonrió con ternura. Muy serena, empezó a
hablar:
—Olivier era cuanto yo tenía en el mundo. Siempre, desde pequeño, me lo contaba
todo, tanto lo bueno como lo malo. Él confiaba en mí y entre nosotros no existían los
Jayden aceleró cuando dejó atrás la carretera y tomó el camino que llevaba hasta el
château. Si se daban prisa, podrían estar en Aix sobre las nueve.
—¿Restaurante francés o italiano? —preguntó, deslizando la mano entre las piernas
de Sara con un gesto cariñoso. Le acarició la rodilla, trazando pequeños círculos.
—Italiano. Lo he intentado, pero la cocina francesa no es lo mío.
Él soltó una risita.
—Yo tampoco he logrado acostumbrarme.
Ella lo miró de reojo y también sonrió. Eran tan parecidos en tantas cosas. De repente
le entraron ganas de decirle que lo quería, que lo quería muchísimo, y que aún no sabía
cómo había sucedido. Apartó la mirada y se concentró en el camino. Entornó los ojos,
creyendo haber visto algo, y se inclinó hacia delante forzando la vista a través del
parabrisas.
—Hay un coche en la entrada —anunció.
—¿Esperas a alguien?
Sara negó con la cabeza.
—No. Solo la visita del ebanista, pero no podía venir hasta el lunes.
—Quizá la haya adelantado. La visita, quiero decir.
Ella se encogió de hombros. De pronto, el aire se le atascó en los pulmones, incapaz
de procesar lo que estaba viendo. El corazón comenzó a golpearle las costillas, tan
fuerte que sentía su pulso desbocado palpitando por todo el cuerpo.
—¡Dios mío, es Colin, y ha traído a Daniel!
Jayden se volvió y la miró con los ojos como platos.
—¿Tu marido? —Ella asintió, muy pálida, como si la vida hubiera abandonado su
rostro. La expresión de él cambió de golpe y se puso serio. Golpeó el volante con un
puño—. Mierda, olvidé decirte que había llamado esta mañana.
Ella lo miró con la boca abierta.
—¿Cuándo?
—No sé, serían las ocho. Joder, siento haberlo olvidado.
—¿Hablaste con él? —inquirió atónita.
—Quería hablar contigo y le dije que no estabas. Fue una reacción infantil, lo sé.
Sara estaba tan nerviosa que ni siquiera pudo enfadarse.
—No pasa nada. —Tragó saliva varias veces, notando la boca muy seca—. ¿Qué está
haciendo aquí?
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—No vamos a tardar en averiguarlo —replicó Jayden. Alargó la mano y cogió la
suya—. ¿Estás bien? Pareces a punto de desmayarte.
—Sí, es solo que… no esperaba verle aquí.
Él paró el coche e inspiró hondo, mientras alargaba la mano para abrir la puerta. Se
detuvo en el último momento.
—Hay algo que necesito decirte —susurró, con la vista clavada en el hombre que los
esperaba apoyado contra un coche de alquiler—. Uno es la suma de sus decisiones. A
veces nos pasamos la vida esperando a que los demás cambien para poder ser felices,
cuando los que debemos cambiar somos nosotros. Nosotros somos quienes decidimos
qué clase de vida queremos tener. Solo nosotros, Sara. Recuérdalo, por favor.
Sin esperar a que ella dijera algo, abrió la puerta y bajó del coche.
—¡Mamá! —gritó Daniel precipitándose entre los brazos de su madre.
—¡Hola, cariño! Madre mía, menuda sorpresa. Estás enorme. ¿Qué te ha dado la
abuela para comer?
El niño la abrazó, pero sus ojos volaban hasta Jayden todo el tiempo. Ella se dio
cuenta y sonrió.
—Dani, él es Jayden.
—¡Vaya, eres muy grande! —exclamó Daniel, mirándolo de arriba abajo.
—Tú tampoco estás nada mal. Menudos brazos.
Daniel se puso colorado, pero la sonrisa de oreja a oreja que le llenaba la cara
demostraba que estaba encantado. Con un gesto solemne, le ofreció su pequeña mano.
Jayden se la estrechó sorprendido.
—Este apretón es el de un hombre. ¿Estás seguro de que solo tienes diez años?
—Sí, estoy seguro —respondió con una risita—. ¿Sabes una cosa? He estado viendo
fútbol americano en la tele por satélite. Y me he comprado un balón. ¿Quieres verlo?
En la tienda me dijeron que es el que usan los profesionales.
—Claro —respondió, intentando dedicarle toda su atención. No pudo evitar mirar a
Sara de reojo. Se la veía muy nerviosa mientras se acercaba a su marido. Él seguía
junto al coche y no les quitaba los ojos de encima—. Y si quieres hacemos unos pases.
Puedo enseñarte a lanzar.
Daniel dio un salto, entusiasmado.
—Eso sería genial. Oye, ¿de verdad eres un SEAL?
—Ajá. Francotirador.
—¡Mola! Oye… ¿y tienes identificaciones o algo?
Jayden se llevó las manos al cuello y sacó sus placas de debajo de la ropa.
—¡Qué chulas! Espero que no te importe, pero… ¿Podrías hacerte una foto conmigo y
con tus placas? Es que mis amigos no se creen que te conozca de verdad. Dicen que soy
un mentiroso.
Sara apenas pudo conciliar el sueño esa noche. Desde la llegada de Colin y el niño,
toda la realidad se había desdibujado. Era como si de repente alguien hubiera
cambiado el decorado y la función alegre y divertida se hubiera tornado un drama con
tintes oscuros.
La cena había sido incómoda. Jayden se había excusado, diciendo que prefería
dejarlos solos para que pudieran ponerse al día. Pero Daniel se había empeñado en que
se quedara y al final habían cenado los cuatro en un ambiente un poco extraño. Después
todos se habían ido a descansar temprano.
Fingió que dormía cuando Colin salió de la ducha. Notó cómo levantaba las sábanas
y se metía debajo, y cómo su cuerpo se acercaba al suyo y trataba de abrazarla por la
cadera. No pudo soportar el tacto de sus manos, así que se dio la vuelta y se alejó de él,
haciéndose un ovillo. Su marido debió pillar la indirecta, porque también le dio la
espalda y cinco minutos después roncaba plácidamente.
Se quedó mirando el techo, sin poder conciliar el sueño. Extrañaba la habitación, la
cama, porque llevaba tanto tiempo durmiendo con Jayden que lo echaba de menos.
Echaba de menos su cuerpo envolviéndola con un dulce abrazo, su respiración tranquila
en el cuello y sus piernas entrelazadas con las suyas. Echaba de menos su olor, el calor
de su piel, y lo deseada y querida que se sentía con él. Apenas llevaban unas horas
separados y ya le dolía su ausencia. ¿Cómo iba a sobrevivir cuando lo perdiera para
siempre?
Unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Había memorizado todos y cada uno de
sus encuentros con Jayden: cada matiz de su expresión, del tono de su voz, cada uno de
Jayden no dio señales de vida durante todo el domingo. Fue como si la tierra se lo
hubiera tragado. Sara lo entendía hasta cierto punto, pero no dejaba de ser doloroso y
no evitaba que cada hora que pasaba se hundiera un poco más en la depresión. Pensar
en él le provocaba un dolor tan profundo que sentía como si le hubieran clavado algo en
el estómago.
Se acercó al pueblo para despedirse de Margot, Julieta y Fanny. Acabó llorando con
ellas y les prometió que regresaría, pero ni siquiera ella estaba segura de que eso fuese
a ocurrir algún día. Hacía mucho que había perdido la esperanza de que las cosas
fueran a cambiar en su vida.
Entonces, ¿por qué regresaba a Londres? ¿Por qué volvía para continuar con su
matrimonio roto? ¿Por qué quería creer las promesas de Colin? Quizá porque esa parte
de ella, pequeña y oculta, esa voz que le hacía albergar una remota posibilidad de
quedarse allí, o de huir en busca de otra vida, se había quedado muda. De repente había
perdido gran parte del valor que había encontrado y se sentía empequeñecer bajo la
dura realidad: tenía un hijo en el que pensar.
Pasó a ver a Violette y a Frank, y se despidió de ellos con el mismo drama que
arrastraba desde la noche anterior. Cuando con la puesta de sol regresó al château,
Jayden seguía sin aparecer. No logró cenar nada, y estuvo hasta la medianoche
revisando cada tarea y asegurándose de que no olvidaba nada. Dejó una lista con los
pequeños detalles que quedaban para la puesta a punto del hotel. Jayden le había
prometido que se encargaría de todo hasta el final.
Se sentó durante un rato en la terraza, en el mismo diván que había ocupado la
primera noche que llegó allí. Había pasado un mes, solo un mes, y parecía toda una
vida. Habían cambiado tantas cosas, pero sobre todo había cambiado ella misma. Se
sentía como un Fénix que intentaba resurgir de las cenizas y que no terminaba de
conseguirlo. Se quedó allí mucho tiempo, esperando, anhelando que en cualquier
momento Jayden regresara. Pero no lo hizo y ella acabó acurrucada en su cama,
intentando sobrevivir.
El lunes amaneció nublado. Unas nubes negras cubrían el cielo, arrastradas por un
fuerte viento. El día parecía haberse contagiado de su humor y su tristeza. Pequeñas
gotas comenzaron a caer, convirtiendo el paisaje en una triste postal de despedida.
—Bueno, pues ya está todo —anunció Colin, cerrando el maletero con un golpe.
Ella se giró hacia la casa y la contempló con el corazón en un puño. Estaba haciendo
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un esfuerzo sobrehumano para no derrumbarse y echarse a llorar.
—Mami, ¿Jayden no viene a despedirnos? —se interesó Daniel, un poco triste por
ello.
—No creo, cariño. Tenía que hacer un pequeño viaje —mintió sin dudar y esbozó una
sonrisa despreocupada.
—Deberíamos irnos. Vamos con el tiempo justo. El aeropuerto de Marsella es un
poco caótico y debemos devolver el coche —comentó Colin mientras subía al vehículo.
Daniel gruñó por lo bajo y subió al asiento trasero, abrazado a su balón.
Ella se quedó inmóvil, incapaz de apartar la vista de aquellos muros. Miró a su
alrededor, esperando, rezando para ver a Jayden surgir de cualquier rincón. Sabía que
no se había marchado, porque sus cosas seguían allí, pero estaba claro que había
decidido desaparecer hasta que se hubiera ido. Quizás era lo más sensato. La única
forma de mantener ese último y maravilloso recuerdo intacto: el uno en los brazos del
otro.
—Sara, tenemos que irnos —insistió Colin.
—Voy —dijo ella.
Inspiró hondo y de forma dolorosa. Por enésima vez en ese fin de semana, sintió que
se le partía el corazón. Creía que su cuerpo iba a derrumbarse de un momento a otro,
que se vendría abajo. Las piernas le pesaban y las rodillas le cedían. Se obligó a
moverse, dio media vuelta y subió al coche.
—¿Te has puesto el cinturón? —le preguntó a Daniel. El niño asintió con la vista
clavada en la ventanilla.
Colin puso el coche en marcha. Empezó a llover y accionó el limpiaparabrisas para
despejar el cristal. Pisó el acelerador y comenzaron a alejarse.
Sara experimentó una nueva punzada de dolor al pensar que regresaba a casa y que
todo había acabado. Se sentía confundida, atormentada y enfadada, y trató de no venirse
abajo en ese momento. No habría podido explicarlo. Se negó a volver la cabeza atrás
para mirar por última vez el château, porque estaba segura de que se echaría a llorar
sin remedio. Al final no pudo resistirse y echó un vistazo a través del retrovisor. Se
quedó de piedra cuando vio a Jayden corriendo por el camino.
—¡Para, para el coche!
—¿Qué ocurre? —inquirió Colin.
—¡Para el coche!
Colin pisó el freno.
Sara se bajó a toda prisa y fue al encuentro de Jayden con el corazón desbocado. Al
final había acudido para despedirse, y ella se lo agradecía de todo corazón. Necesitaba
decirle adiós y verle una última vez. Se detuvieron el uno frente al otro, respirando
agitados mientras una leve lluvia caía sobre sus cabezas. Se sorprendió al ver su
Un mes después.
—Sara, ¿has visto mi camisa azul? —inquirió Colin desde el pasillo.
—Sí, está en el cesto de la ropa. Sin planchar —apuntó mientras guardaba en una
fiambrera el desayuno de Daniel—. Termínate esos cereales o llegarás tarde al colegio
—le recordó al niño, que masticaba sin ganas sobre un cómic.
—Pero necesito la azul —replicó su marido, entrando en la cocina.
—Pues tendrás que ponerte la blanca o plancharla tú mismo. Ahora no puedo hacerlo
—le dijo ella con calma.
—Pero…
—Dios, sobreviviste todo un mes sin mí planchándote las camisas. ¿Qué problema
tienes? —exclamó.
Esa mañana estaba más irascible de lo normal. Respiró hondo, porque se había
prometido a sí misma que iba a hacer todo lo posible para que su «nueva» vida
funcionara. Había elegido regresar. Había elegido a su familia y debía ser consecuente.
Pero era tan difícil.
—Yo no planchaba. Le pedía a mi secretaria que las llevara a la tintorería. Necesito
esa camisa, Sara.
—Pues tendrás que plancharla tú. Ya te he dicho que ahora no tengo tiempo.
—Es que desde que has vuelto nunca tienes tiempo para nada.
—¿Te refieres a tiempo para ser tu criada? —preguntó con amargura.
—No quería decir eso —respondió Colin—. No saques las cosas de quicio, ¿vale?
Se alejó enfurruñado por el pasillo.
Ambos llevaban unos días bastante tensos. Desde su regreso a casa, Colin había
intentado que mantuvieran relaciones sexuales en más de una ocasión. Sara había
pasado años soñando con que él volviera a sentir ese interés por ella, pero ahora era
ella la que no soportaba la idea de tener esa intimidad con él. No podía. Se bloqueaba
porque no reconocía esas manos ni ese cuerpo que intentaban despertar en ella algo que
solo sentía por otra persona.
Se detuvo frente a la ventana y se quedó mirando la pared del edificio contiguo.
Añoraba a Jayden, añoraba su risa, sus caricias; añoraba sus tranquilas conversaciones
y sus momentos de pasión. A medida que pasaban los días, en vez de disminuir, el dolor
que sentía en el pecho aumentaba, haciendo que seguir adelante fuera cada vez más
Jayden dejó sus cosas junto a la puerta de la cocina. Se pasó una mano por la cara y
después por el pelo. No había logrado dormir y estaba destrozado. No conseguía pegar
ojo desde que Sara se había marchado. De eso hacía ya un mes. Quedarse en aquella
casa, con todos los recuerdos que encerraba, se había convertido en una pesadilla. No
había un solo rincón que no le susurrara algo, un beso, un abrazo, una sonrisa… Pero
había prometido que se quedaría.
A lo largo de su vida, nunca se había sentido especialmente feliz. Eso no quería decir
que no lo hubiera sido; lo había sido, pero no era el tipo de felicidad que había
conocido al lado de Sara: intensa, segura, tranquila y plena hasta llenarle el pecho de
tal modo que a veces creía que no podría contenerla y que acabaría por reventar. Esa
felicidad se había transformado en un sentimiento amargo y doloroso que no sabía cómo
manejar. Era capaz de entrar en tierra hostil, dar con un objetivo y abatirlo sin
remordimientos, volver a salir y continuar con su vida como si no hubiera pasado nada.
Pero una mujer lo dejaba plantado y todo su mundo se venía abajo.
A lo largo de los años que llevaba en Operaciones Especiales, lo habían herido de
bala en tres ocasiones. En una de ellas, el proyectil le entró por el costado y lo atravesó
de lado a lado hasta salirle por el vientre. El dolor que sintió casi fue agónico, como si
un hierro candente lo estuviera perforando muy despacio. Pues bien, lo que sentía en
ese momento, a la altura del corazón, era muchísimo peor. Se había convertido en un
jodido reo sin esperanza.
Miró el reloj. En pocos minutos podría marcharse de allí. Necesitaba poner tierra de
por medio, puede que hasta un océano. Cuanto más lejos mejor.
Quizá había llegado el momento de volver a casa, de una vez por todas.
Oyó que un coche se acercaba. Debía de ser Christina, la dueña del château, y la
mejor amiga de Sara. Iba a ser un encuentro extraño. Estaba seguro de que ella conocía
hasta el último detalle de lo que había pasado entre aquellos muros, y no dejaba de ser
incómodo. No porque se avergonzara de esa relación prohibida (Sara era lo mejor que
le había pasado en la vida), sino porque sabía que no soportaría cualquier intento de
abordar el tema.
Salió al exterior por la puerta principal, al tiempo que una mujer rubia bajaba de un
coche de alquiler. Ella se quedó mirando la fachada del edificio y una sonrisa se
extendió por sus labios pintados de rojo. Ese gesto dulcificó la frialdad de sus rasgos.
La sonrisa se ensanchó cuando se percató de la presencia de Jayden, apoyado en la
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jamba.
—¡Hola, tú debes de ser Jayden! —exclamó mientras se dirigía a él.
—Y tú debes de ser Christina.
—La misma. Me alegro de conocerte por fin.
—Sí, yo también. ¿Has traído equipaje o algo? Puedo ayudarte a sacarlo del coche.
Christina asintió.
—Sí, lo cierto es que el maletero está lleno. No sabía qué iba a necesitar y, bueno,
pensé que un poco de todo, por si acaso, estaría bien. —Se encogió de hombros como
si se disculpara.
Jayden sonrió. Sin mediar palabra fue hasta el coche y cargó con las maletas. Las
llevó a la casa, consciente de los pasos inseguros de Christina tras él, subida en unos
tacones infinitos. Dejó todo el equipaje junto a la escalera. A partir de allí, ella tendría
que arreglárselas sola. Estaba deseando largarse y no pensaba mirar atrás.
—¡Madre mía! Apenas reconozco este sitio. Ha quedado fantástico —comentó ella,
mientras giraba sobre sí misma, admirando el vestíbulo y la escalera.
—Ha quedado muy bien. Listo para abrir —anunció él.
Christina se obligó a cerrar la boca y se fijó en Jayden con más atención. Era mucho
más guapo en persona, y no era de extrañar que Sara se hubiera sentido tan atraída por
él.
—Gracias. Sé que gran parte del trabajo lo has hecho tú. Te has involucrado mucho y
has logrado que estuviera acabado a tiempo. Y esto me recuerda… —Empezó a
rebuscar en su bolso de diseño. Sacó una billetera, la abrió y tomó un cheque—. Sé que
no es mucho, pero es tuyo. Te has ganado hasta el último céntimo. Gracias otra vez.
Jayden tomó el cheque y le echó un vistazo. No estaba nada mal, con eso podría tirar
unos pocos meses. Lo guardó en el bolsillo de sus pantalones e inspiró hondo.
—No tienes que darme las gracias. Solo he hecho el trabajo para el que se me
contrató.
—Pues me alegro de que Sara te contratara…
Dejó la frase a medias, claramente incómoda. Lo miró, como si tuviera intención de
añadir algo más y estuviera meditando si era prudente.
Jayden no le dio ocasión.
—Bueno, tengo que marcharme. Ha sido un placer conocerte y… Mucha suerte con el
hotel.
Se dirigió a la cocina para coger sus cosas.
Christina lo siguió.
—Gracias por haberte quedado todo este tiempo. Mi trabajo es un asco y no he
podido escaparme hasta hoy.
—No pasa nada. Ha sido un placer —dijo él mientras se ponía la mochila a la
Las cuarenta y ocho horas para practicar el asalto pasaron demasiado rápido. A pesar
de que la incursión iba a llevarse a cabo durante una noche sin luna, los ensayos se
habían repetido sin apenas descanso, día y noche.
La mañana del veintitrés de septiembre, toda la tropa se reunió en la sala del equipo,
en la que un grupo de la Agencia de Seguridad Nacional les esperaba con las últimas
órdenes del gobierno. Volarían de inmediato hacia Incirlik.
Jayden apuró su almuerzo, devorando todo lo que su estómago pudo almacenar. No
tenía ni idea de cuándo volvería a hacer una comida decente. Cogió sus cosas y siguió
al grupo de agentes de intervención hasta los vehículos que los trasladarían al
aeropuerto. A los pocos minutos pisaban la pista de despegue, donde un enorme avión
de transporte militar les esperaba con los rotores encendidos. Un grupo de analistas de
la CIA aguardaban con los teléfonos pegados a las orejas.
—Bonitos trajes —comentó David.
Sara abrió los ojos, sobresaltada. En algún lugar de la casa su teléfono móvil estaba
sonando. Miró el reloj, eran casi las tres de la madrugada. Una persona normal no
llamaba a esas horas a una casa, si no era por algo importante. Inmediatamente pensó en
su madre y en su hermano.
Se levantó a toda prisa y corrió siguiendo el sonido del timbre hasta la cocina. Lo
encontró vibrando sobre la encimera. Miró la pantalla, pero no había ningún número,
solo el mensaje de «Llamada entrante».
—¿Sí? —contestó con el corazón aporreándole el pecho.
—Sara…
Aquella voz ronca hizo que se le doblaran las rodillas y que tuviera que agarrarse a
la encimera para sostenerse de pie. Llevaba sin oírla más de un mes. Un mes en el que
apenas había podido dormir, comer o siquiera respirar. Notó cómo se ahogaba con las
lágrimas que se acumulaban en sus ojos y el dolor en su pecho.
—Sara —repitió él.
—Sí —susurró sin apenas voz.
—Hola, nena —musitó Jayden emocionado. Se pasó una mano por la cara—. Siento
llamarte a estas horas. En realidad siento llamarte, pero tengo que decirte una cosa…
Sara se apoyó contra la nevera y empezó a negar con la cabeza, a sabiendas de que él
no podía verla.
—Jayden, no…
—Mira, no tengo tiempo. Así que, por favor, escucha lo que tengo que decirte.
—No creo que… —«Por favor, no me hagas esto. No me hagas esto», pensó Sara—.
No…
Él apretó el teléfono contra la oreja. La respiración le silbaba en la garganta y le
Había pasado una semana desde la llamada de Jayden y Sara empezaba a estar
preocupada por su falta de noticias. Cerró los ojos y respiró hondo, tratando de
convencerse a sí misma de que no tenía motivos para inquietarse. Al abrirlos, el plato
que estaba secando se le escurrió de entre los dedos. Logró atraparlo al vuelo y lo dejó
sobre la encimera. Se miró las manos, que no dejaban de temblarle, y resopló. Estaba
demasiado nerviosa y era incapaz de relajarse.
Todavía estaba intentado asimilar la decisión que había tomado y sabía que le iba a
costar ser consecuente con ella, pero ya no había vuelta atrás. Por fin había aceptado
que su matrimonio estaba acabado desde hacía mucho tiempo. Fuera de allí podía tener
otra vida, una vida feliz, y merecía la pena correr el riesgo e intentarlo.
Le echó un vistazo al reloj que colgaba de la pared y se volvió para ver cómo iba
Daniel con los deberes.
—Date prisa. Voy a empezar a preparar la cena.
El niño resopló.
—¿Para qué necesito hacer deberes? De mayor voy a ser jugador profesional de
fútbol americano. Y si no, seré un SEAL, como Jayden.
Sara se quedó con la boca abierta. Intentó que no se le notara que la había dejado
atónita y esbozó una sonrisa despreocupada.
—Pensaba que querías ser programador de videojuegos.
—Eso era antes.
—Te cae bien Jayden, ¿verdad? —Se sintió un poco arpía al preguntarle algo así,
cuando su padre estaba en la habitación de al lado.
Daniel asintió sin levantar la vista de su cuaderno, mientras usaba los dedos para
restar en un problema de cálculo.
—Es guay, y le gusta jugar conmigo.
Ella sonrió e inspiró hondo, tratando de aflojar el nudo que tenía en la garganta todo
el día.
—Pues estoy segura de que Jayden te diría que para ser jugador profesional, o un
SEAL, también tienes que estudiar y hacer deberes.
Daniel levantó la vista y la miró. Ella asintió convencida y añadió:
—Fue a la universidad, con una beca importante. Él me lo dijo.
El niño se quedó callado, considerando su respuesta. Se encogió de hombros y
continuó con su tarea. Al cabo de diez minutos había terminado y recogido, y se fue al
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salón para jugar un rato.
Sara comenzó a organizar la cena. Sacó unas verduras de la nevera y las puso en un
cuenco para lavarlas. Encendió una pequeña televisión, que tenía junto a la ventana, y
en la imagen apareció un canal internacional de noticias. Lo dejó puesto para oírlo de
fondo.
Mientras picaba un poco de ajo, echó una ojeada a la pantalla. Siempre que oía
noticias sobre Oriente Medio, su atención se veía atraída como una polilla a la luz, y
desde hacía unos días las seguía con un interés aún mayor.
Al escuchar a la reportera, dejó el cuchillo y, poco a poco, sintió cómo se le encogía
el alma.
…el canal Turco aseguró que la información no era un rumor, y que tenía pruebas de que un grupo de soldados
estadounidenses habría entrado en territorio sirio para llevar a cabo el rescate de un rehén, secuestrado por uno
de los grupos yihadistas liderados por Hatim al-Kadim, antiguo miembro de al-Qaeda.
Las informaciones también aseveran que, durante la incursión de los militares, hubo un fuerte enfrentamiento
en el que perdió la vida Hatim, junto a otros insurgentes cuyo número no se ha podido determinar aún. También
se habla de bajas entre los soldados estadounidenses, aunque estas aún no se han podido cifrar. El secretario de
defensa de Estados Unidos ha negado en un comunicado que dichas informaciones sean ciertas, y que se trata
de un burdo intento de interferir en las negociaciones que se están llevando acabo…
Sara dejó de escuchar, lo único que oía eran los latidos de su corazón golpeándola
por dentro. Tardó un largo segundo en volver a pensar con un poco de coherencia. Esa
información podía ser solo un rumor y, de ser cierta, no tenía por qué estar relacionada
con Jayden. Seguro que no tenía nada que ver y que se estaba preocupando por nada.
Entonces, ¿por qué no había llamado aún?
Intentó no pensar en todos los disparates que se le estaban pasando por la cabeza.
Todo iba bien. Seguro que iba bien. El teléfono sonó y a ella se le escurrió la fuente,
que acabó estrellándose contra el suelo. Alargó la mano, cogió el móvil y descolgó sin
fijarse en quien llamaba.
—¿Sí?
—¿Adivina quién está de vuelta? —canturreó Christina.
—¡Hola! Ya has vuelto.
—Sí, aunque parece que a ti te da igual. ¿Estás bien?
—¿Qué ha pasado? —inquirió Colin al entrar en la cocina. Miró el estropicio que
había en el suelo y arqueó las cejas.
—Se me ha resbalado —dijo Sara a modo de explicación.
—Ya. Pues como sigas así, nos vamos a quedar sin vajilla. Céntrate un poco, ¿vale?
Llevas unos días que…
Sara lo fulminó con la mirada, mientras Colin salía de la cocina.
—¿Qué pasa? —quiso saber Christina.
—Nada, me he sobresaltado y se me ha caído una fuente al suelo.
Sara no sabía cómo había logrado superar los dos primeros días tras saber que Jayden
había muerto. No había salido de la cama en todo ese tiempo. No tenía fuerzas para
nada. Se había quedado vacía, incompleta, porque él se había llevado consigo un gran
pedazo de ella.
Christina no se había movido de su lado en ningún momento, y había logrado
mantener alejados a Colin y al niño. Se lo agradecía, aunque no fuese capaz de abrir la
boca para expresárselo con palabras. También se había quedado sin voz.
Al tercer día, su mundo seguía siendo un pozo de tristeza. El dolor que sentía era tan
intenso como al principio, y la pérdida era ácido corroyéndola por dentro.
A la mañana del cuarto día se puso en pie y se arrastró hasta la ducha. Su cabeza le
decía que debía seguir adelante, que tenía un hijo que cuidar, y trató de hacerle caso.
Así que, poco a poco, retomó su vida, sabiendo que había quedado destrozada para
siempre y que no se recuperaría. Haciendo de tripas corazón, volvió a lucir una leve
sonrisa y trató de mostrarse emocionada con las aventuras que Daniel traía del colegio.
Era todo lo amable y atenta que podía con Colin, aunque él había empezado a evitarla
mucho más, y le estaba agradecida por ello.
Se dijo que podía hacerlo, que podría salir adelante…, pero una pequeña parte de
ella sabía que no sería así. Sin Jayden no había nada excepto silencio. Cuando salía a la
calle, era como si todos sus sentidos se hubieran atrofiado salvo el de la vista. No oía
los sonidos, no paladeaba las palabras, no sentía los sabores ni notaba el tacto de las
cosas. Inconscientemente se estaba protegiendo a sí misma para no crear nuevos
recuerdos que pudieran hacerle olvidar los que de verdad necesitaba conservar. A
Jayden. El sonido de su voz y de su risa; el sabor de sus labios y de su piel; el tacto de
sus manos y las caricias de sus besos.
Habían pasado diez días. Diez días de vacío, de soledad, de echarle de menos
constantemente. Y en contra de lo que había creído, su corazón continuaba latiendo y
sus pulmones respirando. Seguía viva.
Eran las diez de la mañana cuando llamaron a la puerta. Se limpió las manos con un
paño y bajó el fuego de la cocina antes de dirigirse al recibidor. No esperaba a nadie y
Christina ahora tenía llave, cosa que a Colin no le había hecho ninguna gracia. A través
de la mirilla vio a un hombre ataviado con el uniforme de una empresa de mensajería.
—Hola —lo saludó al abrir.
—Buenos días. ¿Sara Gibbs?
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—Eh… Sí, soy yo.
—Traigo un sobre para usted.
—¿Un sobre?
—Sí. ¿Puede firmar aquí, por favor?
Estampó su firma y cogió el sobre. Lo estudió mientras volvía a cerrar la puerta y se
lo llevó a la cocina. Era de plástico, con los colores y el logotipo de la empresa de
mensajería. No tenía remitente, solo su nombre y la dirección escrita a mano en una
pegatina blanca. Se sentó a la mesa y lo abrió. Dentro había otro sobre, esta vez de
papel, completamente blanco y con algo pesado y duro en su interior.
Lo abrió, rasgándolo por un lateral, y volcó el contenido sobre su mano. El gemido
que escapó de su garganta ni siquiera sonó humano. Pensaba que su corazón estaba tan
quebrado que no podría volver a romperse. Se equivocaba. Lo notó hacerse añicos y se
le desencajó el gesto. Eran las placas identificativas de Jayden y las de Olivier. Su
cuerpo comenzó a temblar, movido por las lágrimas. Las apretó en un puño y las
oprimió contra su pecho durante un rato.
Le tomó un tiempo recuperar un poco la compostura. Se sonó la nariz y respiró
hondo, antes de sacar el resto del contenido. Encontró un papel cuidadosamente
doblado. Uno de los márgenes era irregular, como si lo hubieran arrancado de un
cuaderno.
Se quedó mirando el papel, intentando reunir el valor suficiente para leerlo,
imaginando lo que podría ser. Tenía miedo de averiguarlo, tanto como necesidad de
descubrir lo que era. Ni siquiera supo cuánto tiempo permaneció inmóvil hasta que, con
decisión, lo desdobló y posó la vista en él. Era una carta y comenzó a leer.
Hola, pececito:
Supongo que si estás leyendo esto, es porque al final no he podido cumplir mi promesa e ir a buscarte.
Lo siento mucho, lo siento de veras, y ojalá todo fuese distinto. Te conozco desde hace poco, pero es
como si te conociera de toda la vida.
Me enamoré de tus piernas la primera vez que te vi, cuando aquel estúpido viento arrastró mi gorra
por toda la plaza. Ahora sé que me estaba llevando hasta ti. Me enamoré de tu rostro aquella noche en la
verbena, mientras hablabas de cómics y superhéroes. ¡Dios, fue tan excitante que necesité una ducha
fría después! Y me enamoré de tu interior en aquella carretera, cuando me ofreciste tu casa y el peor
trato que nadie me ha ofrecido jamás. ¿Sabes? Podrían haberte detenido por contratación ilegal y
explotación…
Sara soltó una risita y se limpió las lágrimas que le nublaban la vista.
Pero acepté. Acepté porque lo que de verdad quería era conocerte y pasar tiempo contigo; y eso mismo
es lo único que quiero hacer en este momento. Quiero volver contigo al mejor verano de mi vida, al más
feliz. Quiero abrazarte y perderme en esa cama contigo. Quiero amarte como te mereces y hacerte feliz. Y
siento no poder hacerlo. Me mata no poder hacerlo y me da miedo que, después de esto, te olvides de la
maravillosa mujer que yo he tenido la suerte de conocer. No lo hagas, no vuelvas a ocultarla. Prométeme
que no lo harás.
Jayden H. Dixon
Volvió a doblar la carta y la abrazó contra su pecho. Las lágrimas cayeron sobre la
mesa, mojando el sobre. Tardó unos minutos en volver a ver con claridad.
—Sara, huele a quemado —gritó Christina desde el pasillo. Se oyó el tintineo de las
llaves y el sonido de sus tacones en el pasillo. Entró en la cocina.
—¡Sara! —exclamó mientras se acercaba a los fogones y apagaba el fuego—.
¿Qué… qué te ocurre?
Sara alargó el brazo con la carta colgando de entre sus dedos y su amiga la tomó. La
cerró tras echarle un vistazo y la miró a los ojos, preocupada.
—¿De verdad quieres que la lea? Es demasiado personal.
Ella asintió con una leve sonrisa y apretó los labios con fuerza para no echarse a
llorar de nuevo.
Christina leyó en silencio y sus propios ojos se llenaron de lágrimas. Mientras
repasaba las palabras, su mirada volaba hasta su amiga y después regresaba a aquel
trozo de papel manuscrito.
—Lo echo tanto de menos —susurró—. Quiero que vuelva. Necesito que vuelva. No
se merecía lo que le ha pasado.
—Lo sé. Alguien capaz de escribir esto no debería morir nunca. Tiene razón en todo.
Eres fuerte y te mereces mucho más —musitó Christina con vehemencia. Sara alzó los
ojos y ella le dedicó una sonrisa, mientras cogía las placas que apretaba en su mano y
se inclinaba para ponérselas alrededor del cuello—. No estás sola, Sara, me tienes a
mí. Déjame ayudarte. No podemos hacerlo todo solos. Confía en mí y déjame ayudarte.
—¿Cómo?
—El cómo es cosa mía, no te preocupes por eso. Pero no podré ayudarte hasta que tú
des el primer paso.
—Me he pasado toda la vida actuando como si no ocurriera nada y ahora soy incapaz
de hacer otra cosa.
—Tampoco te creías capaz de pasar unas semanas en ese viejo château. Ni te creías
capaz de arriesgarte y hacer caso a tu corazón, pero lo hiciste… Puedes con esto.
Sara tomó la carta y la dobló cuidadosamente, después la guardó en el sobre.
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—Quiero que se sienta orgulloso de mí.
Christina sonrió.
—Créeme, ya lo está.
Sara interiorizó esas palabras con los ojos cerrados. Vio la cara de Jayden. Su
preciosa sonrisa y sus bonitos ojos verdes, de los que se había enamorado la primera
vez que los vio. Llevaba toda la vida equivocándose, corriendo en dirección contraria,
y ya era hora de arreglarlo.
—¿Podrías recoger a Daniel del colegio y pasar la tarde con él? Yo tengo que hacer
algo.
—Claro —respondió Christina, sin apartar la vista de ella—. ¿Estás bien?
—Sí —contestó mientras se ponía de pie y se secaba las lágrimas con las palmas de
las manos. Y añadió convencida—: Quiero que me ayudes. Quiero que me ayudes a
construir una vida nueva. Sé… sé lo que quiero, pero no cómo hacerlo.
Christina solo pudo asentir, porque el nudo que tenía en la garganta no la dejaba
hablar
—Voy a salir. Tengo que ir a un sitio —susurró Sara.
Hizo todo el camino a pie. Sentía la necesidad de respirar y de hacerlo al aire libre,
bajo la luz del sol. Se habían acabado las paredes.
Cuando llegó al edificio donde se encontraba la agencia en la que trabajaba Colin,
entró sin vacilar. No estaba preocupada por si llegaba en un mal momento o por si su
presencia lo incomodaba. Llevaba toda la vida pasando de puntillas por la de él y
ahora necesitaba sentir el suelo bajo sus pies. Un lugar seguro en el que apoyarse. Tomó
el ascensor y subió los cuatro pisos con la mano en el pecho, notando a través de la
ropa las placas de metal. Su tacto era reconfortante.
Cruzó las puertas de cristal, decoradas con el logotipo de la agencia. El diseño del
lugar era sencillo, de líneas puras, y predominaba el cristal y el color blanco. Enfiló el
pasillo, intentando recordar dónde se encontraba la oficina de Colin. Giró a la derecha
y el pasillo se ensanchó formando una especie de antesala en la que solo había un
enorme cuadro en la pared con el fondo blanco y una mancha negra en el centro, un
arbolito de plástico y una mesa, tras la cual se encontraba Elizabeth, la secretaria de su
marido.
—Buenos días, Eli.
La chica levantó la vista de los papeles que estaba revisando y sus ojos se abrieron
como platos.
—¡Sara, qué sorpresa! Colin no me ha dicho que vendrías.
—No sabe que estoy aquí.
Elizabeth parecía nerviosa y se ruborizó.
—Bueno, pues no sé si vas a poder verle. Tiene la agenda hasta arriba de reuniones,
Dolor, eso era lo único que sentía. Intentó abrir los ojos, o quizá ya los tenía abiertos,
pero no podía ver nada salvo oscuridad. Gimió al sentir un golpe en las costillas y se le
revolvió el estómago.
Su mente luchaba contra la marea de la inconsciencia, que lo engullía casi todo el
tiempo. Cuando volvía en sí y todos sus sentidos comenzaban a funcionar, podía darse
cuenta de que lo estaban arrastrando. Notaba bajo la espalda una superficie, dura e
irregular, que no dejaba de moverse provocando en su cuerpo un tormento agonizante.
Apenas podía respirar. La presión que sentía en el pecho lo ahogaba. Trató de mover
la mano. Le resultó imposible ya que la tenía pegada al costado. Todo su brazo yacía
paralelo a su cuerpo, envuelto en algún tipo de tela que olía a cabra.
Volvió a gemir, y una voz siseó pidiéndole que guardara silencio. Otra respondió en
un susurro y hubo un intercambio rápido de frases. No estaba seguro, pero parecía que
hablaban en sirio. ¡Mierda, continuaba vivo y lo habían capturado! Empezó a sacudirse.
Intentó hablar, pero tenía la boca seca y la lengua espesa. Unas manos presionaron
sobre su pecho para que no se moviera, y alguien le habló en voz baja. No entendía
nada, pero captó la fonética de dos palabras.
Americani amigo.
Y no dejó de repetirlo.
Americani amigo. Americani amigo.
Perdió el conocimiento de nuevo. Su mente recuperaba la consciencia de forma
intermitente. Durante unos minutos no se daba cuenta de nada, pero un segundo después,
todas sus neuronas empezaban a funcionar de nuevo. Aprovechaba esos momentos para
hacer una rápida exploración de su cuerpo e intentar averiguar dónde se encontraba.
Pero lo único que pudo constatar fue que estaba hecho una mierda y que no tenía ni puta
idea de dónde estaba.
Notó algo fresco en los labios, que se colaba dentro de su boca y que resbalaba por
su garganta. El sabor era asqueroso, pero tenía la lengua tan seca que no le importó.
Abrió la boca y sacó la lengua, pidiendo más. Notó un paño áspero empapado en ese
líquido y lo chupó con avidez. Gimió al notar que se lo quitaban, aunque poco después
volvió a sentir cómo se deslizaba dentro de su boca, esta vez desde un cuenco. Alguien
le sostenía la cabeza para que pudiera beber.
Poco a poco comenzó a recordar y un terror frío inundó sus venas. Su cuerpo
dolorido protestó cuando trató de moverse y la cabeza le dio vueltas. Estuvo a punto de
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vomitar lo poco que había ingerido, pero necesitaba moverse. Tenía que escapar. Unas
manos lo sujetaron, impidiendo que se sentara, y de nuevo esas palabras. Americani
amigo. Oyó que llamaban a alguien en voz alta y que una voz más joven respondía a
poca distancia de allí.
Se obligó a abrir los ojos y vio un cielo cubierto de estrellas sobre su cabeza. Miró a
los lados y se encontró con el rostro de un hombre, un anciano con la piel arrugada y el
pelo oculto bajo un turbante. Tenía los ojos pequeños y oscuros clavados en él, y
sonreía con una boca desdentada.
—Americani amigo.
Jayden lo examinó con atención. No parecía una amenaza, más bien todo lo contrario.
—¿Quién es usted?
—Es mi abuelo.
Un hombre mucho más joven se arrodilló a su lado. Él se encogió y trató de alejarse,
al ver que se inclinaba para tocarlo.
—¿Hablas mi idioma? —le preguntó con voz ronca.
—Sí. Hablo tu idioma —respondió arrastrando un fuerte acento.
Jayden le apartó la mano cuando intentó retirarle la ropa. Entonces se percató de que
no llevaba su uniforme, sino una especie de chilaba con unos pantalones debajo.
—Tengo que mirar tus heridas para asegurarme de que no se infectan. Ya no me
quedan antibióticos, así que es importante que las vigile —dijo el hombre joven.
—¿Antibióticos?
—Sí. Amoxicilina. Era lo único que me quedaba, y quería intentar cambiarla por algo
de comida y un lugar donde escondernos, pero tú la necesitabas más.
Jayden tardó un rato en asumir su explicación. Esos dos tipos habían estado cuidando
de él y le habían administrado medicinas para curarlo.
Nada de aquello tenía sentido.
—¿Quién eres?
—Me llamo Abdullah. Él es mi abuelo, Yalal. ¿Puedo? —le pidió, señalando su
cuerpo.
Asintió y se quedó muy quieto, mientras el hombre apartaba la ropa que le cubría el
pecho y oprimía algunos puntos sobre su esternón. Después hizo lo mismo en su
abdomen y en el costado derecho, y la presión de sus manos le arrancó un gemido de
dolor.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó con recelo.
Abdullah sonrió, mostrando unos dientes blanquísimos.
—Mi título en Medicina asegura que sí. ¿Eso te reconforta? —Rió por lo bajo al ver
la expresión de su cara.
—Depende de si te creo o no.
Jayden no sabía cuánto tiempo había pasado desde que había abierto los ojos por
última vez, pero debía de ser bastante porque estaba anocheciendo de nuevo. Notó que
le alzaban la cabeza y que acercaban a su boca un cuenco. Percibió otra vez ese sabor
asqueroso y apartó la cara sintiendo náuseas.
—¿Qué es eso? —masculló.
—Leche de cabra con grasa de camello —contestó Abdullah.
—¡Joder!
—No maldigas. Es lo que te está dando fuerzas.
—Eso no hace que sepa mejor.
Abdullah se echó a reír.
—Sí, tienes razón. Un buen filete de buey, con patatas y aros de cebolla crujientes,
estaría mucho mejor.
Esta vez fue Jayden quien rompió a reír.
—Eso ha sido cruel. Demasiado cruel incluso para ti.
—Sí. Un poco. —Abdullah lo miró atentamente—. ¿Te encuentras mejor?
—Me sigue doliendo todo y la pierna casi no puedo moverla, pero me siento un poco
más fuerte.
—Bien, eso es bueno. —Hizo una pausa y le ofreció un trozo de pan reblandecido
con agua—. Hablas en sueños. Sueles llamar a una mujer. Sara. ¿Es tu esposa?
Jayden sintió que se le cortaba la respiración. Cada vez que estaba consciente, no
hacía otra cosa que pensar en ella; y cuando su consciencia era engullida por la
oscuridad, soñaba con ella. Era su obsesión.
—No, no es mi esposa —respondió, mientras se llevaba un poco de pan a la boca.
—Pero es importante para ti.
—Lo más importante.
—Volverás a verla —susurró Abdullah, convencido—. Trata de descansar,
aprovecharemos la noche para avanzar un poco.
Lo tapó con una manta y empezó a chistar y a dar órdenes en su dialecto. La
improvisada camilla, fabricada con palos, empezó a moverse y a traquetear cuando el
pequeño burro tiró de ella.
Jayden cerró los ojos y trató de no pensar en el lío en el que se encontraba. No tenía
ni idea de dónde se hallaba y apenas podía moverse por sí mismo. Dependía por
Dos días después, Niccole recibió los resultados de todas las pruebas neurológicas que
le habían hecho a Jayden, y no podían ser mejores. Había llegado el momento de
intentar levantarlo de la cama y ver cómo reaccionaba su cuerpo. El primer intento fue
un fracaso. No lograba mantenerse de pie.
Él miró las muletas con inquina.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé. Hasta que recuperes las fuerzas.
Maldijo por lo bajo, enfadado.
—Vale, pues dámelas. —Las tomó cuando su hermana se las ofreció y trató de no
sentirse como un bebé al que se lo tienen que hacer todo—. ¿Cuándo vas a darme el
alta?
—Dos semanas, ni un día antes, Jay, y me sigue pareciendo muy poco tiempo.
—Una.
—Dos.
—Si sigo aquí, me volveré loco. La echo de menos. Quiero verla.
—Eso puede solucionarse. Llámala.
Jayden miró la carpeta marrón que había sobre la cama. Había pedido un par de
favores y había averiguado todo lo que debía saber sobre Sara. Seguía viviendo en su
casa de Londres, pero ahora lo hacía sola, con Daniel. Su marido ya no vivía con ellos
y habían puesto a la venta el apartamento.
Se sentía orgulloso de ella. Lo había hecho; a pesar de que ya no contaba con él, de
que estaba convencida de que había muerto, había decidido buscar una nueva vida. Era
una mujer fuerte, siempre lo había sabido; solo necesitaba ese pequeño empujón que le
demostrara que podía hacer cualquier cosa que se propusiera.
Se moría por verla, por abrazarla y sentirla. Soñaba con su cara y con las cosas que
le diría cuando volvieran a encontrarse. Y lo haría, pero cuando llegara el momento. Al
menos quería sostenerse erguido cuando ella lo viera de nuevo.
—No. Voy a cumplir mi promesa e iré a buscarla. Iré yo por mis propios medios.
—Dios, eres el hombre más cabezota del mundo. ¿Sabes una cosa? Es tu vida, haz lo
que te dé la gana.
Jayden y Niccole se adoraban, pero siempre estaban discutiendo. Lo hacían por todo,
Sara no pensó que sería tan duro regresar a aquel lugar. Solo habían pasado unas pocas
semanas desde su nueva realidad y las heridas dolían tanto como el primer día. No,
dolían mucho más, porque estar allí era en sí un recuerdo viviente de todo lo que había
pasado.
Sentada en la cama que había compartido tantas noches con Jayden, se limpió las
lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Estaba cansada de llorar y, aun así, era
incapaz de no hacerlo. Día tras día se repetía que seguiría adelante, tal como le había
prometido a él, y lo intentaba con todas sus fuerzas. Pero eso no mitigaba el dolor y el
pesar que sentía. El mes que había pasado entre aquellas paredes había cambiado su
vida. Conocer a Jayden la había cambiado por completo hasta convertirla en una
persona distinta.
Pasó el día vagando por la casa, incapaz de permanecer en un mismo lugar. Moverse
parecía el único modo de mantener a raya la marea de emociones que la desbordaba.
Cada habitación tenía sus propios recuerdos. En aquella casa se había sentido
realmente viva por primera vez. Había reído, soñado y amado como jamás pensó que
sería capaz. Su mente no dejaba de evocar infinidad de momentos: conversaciones
hasta la madrugada, confidencias…, besos, caricias y sus cuerpos unidos.
Salió al jardín cuando el atardecer teñía el cielo de colores rojos y anaranjados y
pálidas sombras bailaban sobre la tierra. Paseó en dirección a la piscina, contemplando
los árboles y el viñedo que tantos recuerdos guardaban. Estaba segura de que recordaba
cada instante con Jayden, desde el primer día hasta el último, y también que nadie
podría arrebatárselos.
Una muda angustia inundó sus ojos. Resopló, intentando contener el llanto, tratando
en vano de detener las lágrimas. Su única esperanza era que esa sensación se iría
suavizando. Algún día despertaría y se daría cuenta de que le dolía un poco menos, y
así hasta lograr que fuese soportable.
Con suerte dejaría de buscarlo entre la gente, pese a que sabía que ya no se
encontraba en ese mundo.
Con suerte dejaría de verlo en todas partes, subiendo a un autobús, paseando por la
calle o sentado en un parque, tan real que, en alguna ocasión, a punto había estado de
salir corriendo y lanzarse a sus brazos. Pero al final no era más que el anhelo que sentía
Ha sido mucho tiempo viviendo con Jayden y Sara, y sé que los echaré de menos. El
momento de la despedida ha sido duro, pero se suman a esta familia que poco a poco he
ido creando y podré reencontrarme con ellos siempre que los necesite. Gracias por
cada segundo con vosotros.
Gracias a todo el equipo de Titania y, especialmente, a Esther Sanz, por creer en mis
historias y cuidarlas con tanto mimo. Me encanta que piense que tengo talento y el
empeño que pone para que yo lo crea. Gracias por ser una editora maravillosa y
también una amiga.
A Inés, por hacer que mis palabras suenen mucho mejor y saber qué quiero decir en
cada momento.
Gracias a toda esa gente que me rodea y que me quiere. Vivo de vuestra fe cuando
pierdo la mía.
A Cristina, por creer en Jayden desde el principio y darle vida a la mejor amiga que
Sara podía desear.
A Nazareth, Yuliss, Tamara y Victoria, por los consejos, la paciencia infinita para
escuchar mis agonías y salvarme de mí misma cuando todo se vuelve negro. Ellas me
demuestran cada día que existen las amigas de verdad, incluso cuando meto la pata
hasta el fondo.
A Silvia, por cambiar mi percepción del tiempo: la magia de las dos horas. Siempre
que me necesites, siempre. Eres una amiga.
A Daniel y Eva, porque no importa cuánto tiempo pase sin veros, siempre será como
si acabáramos de despedirnos.
A May, Josu, Patricia y Esme. Existen personas de las que te enamoras sin más.
A mis padres, mis mejores amigos.
A mi marido, por entenderme cuando ni yo misma lo hago y soportar que me enamore
de mis personajes.
A mis hijas, el mejor regalo.
A mis lectores. Me habéis cambiado la vida, y por eso os estaré eternamente
agradecida. Valoro cada mensaje y palabra de ánimo. Todo el cariño y el apoyo que me
dais a diario. Todo el ruido y la publicidad que hacéis con el boca a boca,
recomendando mis libros. A todos y cada uno de vosotros GRACIAS por hacer que los
personajes cobren vida con vuestra lectura.
A Chris Pratt, sí, a él. Gracias por ser un actor maravilloso y enamorarme con tu
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talento desde que te vi por primera vez dando vida a Bright Abbott; también por ser el
hombre más guapo del universo y prestarle tu aspecto al mejor protagonista que he
creado hasta ahora. Si algún día ves esto, sé que me moriré de vergüenza.
Y a ti, que lees esto, gracias por acompañarme. Espero que nos reencontremos en la
siguiente historia.