Via Crucis
Via Crucis
Via Crucis
O CRUX FIDELIS
“Oh cruz fiel, el más noble entre todos los árboles!
Ningún bosque produjo otro igual: Ni en hoja, ni en flor ni en fruto.
Oh dulce leño, dulces clavos que sostuvieron tan dulce peso.
Canta, la victoria que se ha dado en el combate más glorioso, y celebra el noble triunfo
de la cruz, y cómo el Redentor del mundo venció, inmolado en ella.
.....
Gloria eterna a la Trinidad soberana; gloria igual al Padre y al Hijo; honor también al
Espíritu Consolador. El universo alabe el nombre del que es Uno y Trino. Amén”
PRIMERA ESTACIÓN
JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“Estaba como manso cordero al matadero” (Jeremías XI, 19). La Pasión y Muerte de
Cristo constituye el acto de su Misa, de aquella única – que hasta la consumación de los
tiempos – se actualiza – en la singularidad e identidad de un mismo acto – hasta la
conclusión del último instante del tiempo, hasta que el instante último sea ofrecido en su
eterna Misa sacerdotal a la Gloria del Padre.
Venerable misterio aquel, que al realizarse en el seno de la libertad absoluta de Dios,
idéntica con su Naturaleza Divina, causa la única ofrenda de suave fragancia que
satisfizo al Amor e Inteligencia del Eterno Padre. Enseña Santo Tomás de Aquino que
la Pasión del Señor no fue realizada en razón de coacción alguna, sino en razón del fin,
y esto en un triple sentido: ya para causarnos la salud que la antigua rebeldía destruyó,
ya para que Cristo – en razón de su Sacrificio – sea enaltecido, ya para que las
antiguas figuras se realizaran en la verdad de las imágenes, esto es, en la unidad de la
Sustancia del Sumo y Eterno Sacerdote. (S.Th. III q. 46 a. 1).
Pero la asunción de la Pasión no concluyó en la radicalidad del dolor, sino en el
atravesamiento de su Santa Humanidad por el dardo de la Muerte. Sólo por ella el
Sacerdocio de Cristo alcanza, no sólo la satisfacción perfecta – que ya una sola gota de
su Preciosa Sangre hubiera podido cumplir – sino también la única forma en que el
sacerdocio había de realizarse, esto es, en el seno de la misa asumida y totalmente
consumada, al punto, que si en el Señor, no hubo nada que no fuera Pasión porque no
hubo nada que no fuera Amor, así tampoco en el sacerdocio, y en las almas, puede
existir algo que no sea Pasión, pues nada puede haber que no sea sustancialmente
asumido en la Misa. Mas la Pasión del Señor se realiza al modo de la mansedumbre,
pues la ira justa del Padre para con la antigua rebelión, es refrenada por la bella
fragancia del Señor; fragancia que es su propia substancia hecha altar, hostia, sacerdote,
y misa.
¡Oh Señor, cuya mansedumbre manifiesta tu voluntaria asunción de la Pasión,
muéstranos el misterio del silencio substancial de tu Misa; silencio – no por privación –
sino en razón de que el amor ha tocado el colmo de la sustancia; colmo, en que la
libertad, se realiza en la unidad de la amante y sacerdotal obediencia!.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
SEGUNDA ESTACIÓN
JESÚS CARGA CON LA CRUZ
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“Pero fue Él, ciertamente, quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros
dolores, mientras que nosotros le tuvimos por castigado, herido por Dios y abatido”.
(Isaías LIII, 4-5)
La Pasión de Cristo, así como consuma y expresa la perfección de la Caridad, realiza
plenamente el misterio de la Obediencia. Hecho obediente hasta la muerte por cuanto –
en razón de su Sacerdocio Regio – restaura – en Sí mismo y por Sí mismo – el daño
causado por la rebeldía primera, abierta por la desobediencia diabólica.
Así como por la desobediencia ingresó la muerte en el tiempo, así el tiempo fue liberado
de la muerte por la perfecta Obediencia del Señor. Pero tal Obediencia, que en Cristo no
es virtud, sino efecto de su Sacerdocio Eterno, y acto de su misma naturaleza de Hostia
de Salvación, expresa – no sólo el misterio por el cual libremente se ofrece en razón de
Altar y Víctima – pues no podría haber obediencia sin libertad, sino que además
profiere el misterio eterno por el cual el Padre – a fin de que la obediencia libre de su
Hijo colmara la satisfacción divina y descendiera hasta el colmo metafísico de la nada –
“no sólo que no lo pone a cubierto de la Pasión, sino que lo expone a los
perseguidores” (S.Th. III q. 47 a. 3).
No implica esto que el Verbo de Dios, esto es la Hipóstasis Divina, haya abandonado la
gloria que le es connatural y que es propiedad metafísica de su Naturaleza Impasible,
sino que su Santa Humanidad, debía realizar en sí misma toda la radicalidad aniquilante
que el Demonio había intentado realizar para con Dios.
Así se comprende que no sólo Cristo carga libremente con la Cruz – altar fragante de
Justicia, Obediencia y Paz – sino que además ésta expresa el modo perfecto en que la
Justicia Divina es perfectamente satisfecha. Así como una víctima sólo guarda razón de
ofrenda cuando no cabe más en ella una sola gota de sangre, así en Cristo, la Obediencia
– propiedad perfecta de su Sacerdocio Perfecto – exigía que nada de su Humanidad
Sacramental y Perfecta quedara exenta del misterio de ser hostia de suave perfume.
No existe amor sin obediencia, tal que en Cristo la Obediencia realiza perfectamente la
Caridad, y por ende, la unidad entre su Libertad, su Amor satisfactorio al Padre y su
Obediencia; y así se realiza – de una vez y para siempre – su propiedad sacerdotal de
Altar, Víctima y Ofrenda.
Toda la belleza de la Obediencia es – en Cristo – una misma realidad con la belleza de
su Amor Sustancial al Padre, todo es una unidad indivisa de naturaleza en la distinción
personal y oferente del Verbo para con el Eterno Padre.
¡Oh Cristo, plenitud sustancial de la Obediencia por cuanto has sido hecho
sustancialmente obediente hasta el extremo que nada de tu Santa Humanidad fue librada
y exenta de la propiciación, haznos obedientes en razón de tu Obediencia, haznos
obedientes en tu misma Obediencia, haznos obedientes en virtud de la belleza de tu
Obediencia!.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
TERCERA ESTACIÓN
JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“He dado mis espaldas a los que me herían, y mis mejillas a los que mesaban mi barba.
Y no escondí mi rostro ante las injurias y los salivazos” (San Juan XII, 24).
La caída de Nuestro Señor Jesucristo no expresa la debilidad de su Humanidad, por
cuanto su Humanidad – metafísicamente íntegra – conserva la integridad perfecta, no
sólo en razón de su perfección, sino también de su inocencia, y en virtud de ello, aun en
el expolio de sus radicales sufrimientos, dio un gran grito en el punto en que todo otro
mortal no hubiera podido proferir palabra alguna, sino que la Caída de Nuestro Señor
afirma, que en Él, se realiza la totalidad de los sufrimientos humanos en cuanto al
género mismo del dolor, y no en cuanto a la especie del mismo.
Si en el hombre los dolores – en cuanto a su especie – pueden ser causados exterior o
interiormente, en Cristo, era de suyo imposible todo dolor fundado en la propiedad
interior de su Humanidad, no sólo en virtud de la perfección de la misma, sino también
en razón de su unidad sustancial para con la Hipóstasis Divina. Todos los dolores de
Cristo – en cuanto a su especie – han sido causados por la exterioridad, al punto que se
realiza en Él algo ignoto a su natural y sustancial perfección.
Pero en cuanto al género – enseña Santo Tomás de Aquino – Nuestro Señor padeció
todos los sufrimientos humanos, y esto en tres maneras: “Una, por parte de los
hombres. Padeció tanto de los gentiles como de los judíos; de los hombres y de las
mujeres, como es evidente por las sirvientas que acusan a Pedro. Padeció también de
los jefes y de sus ministros, e incluso de la plebe, según las palabras de Samuel 2,1-
2: ¿Por qué se amotinan las naciones, y los pueblos planean un fracaso? Se alían los
reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías. Padeció
también de los familiares y conocidos, como es claro en el caso de Judas, que
le traicionó, y en el de Pedro, que le negó.
Otra, por parte de todo aquello en que el hombre puede padecer. Cristo padeció,
efectivamente, en sus amigos, que le abandonaron; en la fama, por las blasfemias
proferidas contra él; en el honor y en la gloria, por las burlas y las afrentas que le
hicieron; en los bienes, puesto que fue despojado hasta de los vestidos; en el alma, por
la tristeza, el tedio y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes.
La tercera, por lo que atañe a los miembros del cuerpo. Cristo padeció en la cabeza la
corona de punzantes espinas; en las manos y pies, el taladro de los clavos; en la cara,
las bofetadas y salivazos; y en todo el cuerpo, los azotes. Padeció también en todos los
sentidos del cuerpo: en el tacto, por haber sido flagelado y atravesado con clavos; en el
gusto, porque le dieron a beber hiel y vinagre; en el olfato, porque fue colgado en el
patíbulo en un lugar maloliente, llamado lugar de la calavera, a causa de los cadáveres
allí existentes; en el oído, al ser herido por las voces de los blasfemos y burlones; en la
vista, al ver llorar a su madre y al discípulo amado” (S.Th. III q. 46 a. 5).
En razón de ello la primera caída expone a todos los sentidos a la totalidad del dolor,
más aún, todos los sentidos quedan abiertos para que en ellos se realice – metafísica y
misteriosamente – la totalidad del género del sufrimiento. Dicho esto, la Obediencia de
Cristo irrumpe de forma radical – al punto – que ningún sentido de sus Santos
Miembros fue exonerado de la llaga, de la sangre y del dolor extremo; extremo, no sólo
en razón de su inocencia, sino extremo por cuanto sus miembros – todos y cada uno de
ellos – esparcía la fragancia de su Divinidad hecha exhalación a través de cada llaga
abierta, de cada llaga sacerdotalmente expuesta.
¡Oh Venerables Miembros de Cristo, oh mansos extremos carnados del Señor, que
abiertos por la culpa de los hombres, difunden las fragancias propias de Dios! ¡Oh
miembros hechos cardenales en razón de Obediencia, en razón del Sacerdocio, que mi
inteligencia sea capaz de abrazar cada herida hecha Hostia de Salvación, y que al
besarlas adore la Sangre Sacrosanta que la Obediencia abrió en razón de Redención!.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
CUARTA ESTACIÓN
JESÚS ENCUENTRA A SU SANTÍSIMA MADRE
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“Et tuam ipsius animam pertransiet gladius” (San Lucas II, 35). ¡Y a ti una espada
atravesará tu alma!. La voz latina no deja lugar a dudas acerca del misterio de la
Maternidad Divina. La preposición de acusativo “per”, del verbo “pertransire” no
implica solamente que la espada la atravesó de un extremo a otro, esto es, del cuerpo al
alma, y de un extremo del cuerpo y del alma, al otro extremo del cuerpo y del alma, sino
además que todo su cuerpo intacto y toda su alma inmaculada – en razón de los méritos
de Cristo – fueron totalmente dispuestos y atravesados por el dolor que brotó de las
fuentes de la Redención, esto es, de las fuentes del Sacerdocio de Cristo.
Enseña Santo Tomás de Aquino: “al hablar de los defectos que Cristo asumió, cuando
padeció se dio en Él el verdadero dolor: lo mismo sensible, causado por algo
perjudicial corpóreo, que interior, proveniente de la aprehensión de algo nocivo, y que
se llama tristeza. Ambos dolores fueron en Cristo los mayores entre los dolores de la
vida presente” (S.Th. III q. 46 a. 6). Pero tal como se ha afirmado, los dolores interiores
de Cristo no expresan que su misma interioridad humana haya sido causa eficiente de
los mismos, sino que Cristo asume toda la deficiencia operativa del dolor, no sólo en sus
miembros, sino también en su alma humana. El Doctor Angélico bien lo enseña, cuando
afirma: “En consecuencia, hay que decir que, si la totalidad del alma la entendemos
por razón de su esencia, resulta evidente que padeció el alma entera de Cristo, porque
toda la esencia de su alma está unida al cuerpo, de manera que toda estaba en el todo,
y toda en cada una de sus partes. Y por eso, cuando padecía el cuerpo y estaba
dispuesto a separarse del alma, ésta padecía en su totalidad” (S.Th. III q. 46 a. 7), de
este modo – si Cristo padeció en la totalidad de su Santa Humanidad por cuanto era
hombre en la radicalidad que comporta la naturaleza, así también la Santísima Madre,
en tanto Madre de la unidad de la Persona Divina – y ante el pasmo angélico – padeció
en la totalidad de su alma, y por ende, en cuanto aquello que fue liberado de la culpa
originaria, al punto que toda ella – en razón del principio formal que la constituye en
persona humana – quedó asemejada al dolor extremo de la Pasión, pues el amor hace
semejante a sí a todo lo que asume.
San Gregorio de Nacianzo en su obra “La Pasión de Cristo” pone en boca de la
Santísima Madre estas palabras: “¡oh, dulce voz que me traía un dulce regocijo! ¡Oh,
rostro amadísimo, belleza deseada, inefable, por encima de todo linaje, indescriptible
imagen de una imagen indescriptible!. No soporto mirarte. ¿Por qué, por qué ahora
callas, por qué no abres tu boca? ¡Dime una palabra, dame, dame algún consuelo!
¡Pronuncia siquiera algo para tu bienaventurada madre, Hijo mío! Sí, te tengo por mi
Hijo y por mi Dios, bien que hayas padecido una muerte miserable para hacerme a mí
inmortal. Una muerte portadora de una fama inmortal y de una gran alegría para todo
el linaje de los mortales”.
Pero así como la Obediencia de Cristo exige el Silencio, por cuanto sólo habla la
eficacia de su Sacerdocio, así la Santísima Madre “conservabat omnia verba haec
conferens in corde suo” (San Lucas II, 19) – “conservaba todas estas palabras
rodeándolas en su corazón como huerto cerrado e íntegro”. El amor llevado al extremo
es semejanza, y la semejanza llevada al extremo importa ser una sola cosa, con y en lo
Amado, por cuanto toda otra realidad que no sea lo amado, huelga por innecesaria. El
Amor florece en el silencio, y de la Sangre Sacrosanta del Sacerdocio de Cristo, brota el
silencio adorante de la Santísima Madre, cuya alma – hecha semejante al Corazón de
Cristo – es transida de los Dolores Sacerdotales y Redentores de su Hijo.
¡Oh Señora, que has sido hecha semejante al Sacerdote de los Dolores Eficaces, Tú, en
quien cada Llaga de Cristo se imprimió perfectamente, dinos el nombre fragante – desde
la cátedra del silencio – de aquella belleza misteriosa y eficaz que brota de cada gota de
la Sangre Sacrosanta de los Miembros bellos de Cristo!...¡Dinos qué se esconde en los
silencios de la Obediencia de Cristo, dinos la virtud perfecta contenida en los Silencios
Redentores de tu Hijo!.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
QUINTA ESTACIÓN
EL CIRINEO AYUDA A NUESTRO SEÑOR A LLEVAR SU CRUZ
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (San
Marcos VIII, 34).
Lo semejante ama a lo semejante, pues sólo en la semejanza se realiza la integridad de
la unidad. No se trata tan simplemente de la condición histórica de que el Cireneo haya
sido asociado al tránsito de la Cruz, sino de la participación metafísica y misteriosa de
ser hecho perfecto – por participación – de la justificación perfecta que brota de la
Cruz. Sólo ascendiendo al altar, y en el silencio del altar, la hostia es transubstanciada
en el Cuerpo del Varón Bello y del Dios Verdadero, y así, sólo callando de sí mismo,
sólo enmudeciendo a la propia substancia, se consuma lo que implica la potencia
obediencial a la Redención. Sólo callando de sí, somos hechos semejantes al En Sí de
Dios. Sólo siendo nada de sí, conservando la plenitud del ser, somos perfectamente ser
en la intimidad gloriosa del Ser de Dios.
Pero nadie puede hacerse a la Cruz del Señor si antes no ha sido invadido –
radicalmente – por las Llagas de su Sacerdocio, esto es, por la irrupción de su naturaleza
de Hostia en la poquedad de nuestra hostia humana. Sólo por el basta de Cristo, esto es,
por el colmo de la Pasión de Cristo, a la cual le era conveniente la Cruz, el hombre
queda hecho semejante al que es de Naturaleza Divina y Perfecta. Enseña Santo Tomás
de Aquino: “porque este género de muerte – esto es la muerte en Cruz - era el más
conveniente para satisfacer por el pecado del primer hombre, que consistió en tomar la
manzana del árbol prohibido, en contra del mandato de Dios. Y por eso fue conveniente
que Cristo, a fin de satisfacer por aquel pecado, tolerase ser clavado en un madero,
como si restituyese lo que Adán había robado, según aquellas palabras del Salmo
68,5: Pagaba entonces lo que nunca había robado. Por lo cual dice Agustín en un
Sermón De Passione: Adán despreció el precepto, tomando del árbol; pero lo que Adán
perdió, lo encontró Cristo en la cruz. O como dice el Crisóstomo, en un Sermón De
Passione, padeció en un alto madero, y no bajo techado, para que hasta la condición
del aire fuera purificada. Pero también la tierra experimentaba semejante beneficio al
ser purificada por la destilación de la sangre que corría del costado. Y sobre las
palabras de Juan 3,14: Es preciso que el Hijo del hombre sea
levantado, comenta: Cuando oigas lo de «ser levantado», entiende la suspensión en
alto, a fin de que santificase el aire quien había santificado la tierra caminando por
ella” (S.Th. III q. 46 a. 4).
De esta manera, así como convenía que lo robado del árbol fuera reintegrado por la
eficacia del único y perfecto Árbol, así conviene que los secos y enjutos troncos de
nuestra humanidad herida y desobediente – en razón de la fecundidad del Árbol de Cruz
y sólo asociados y asumidos por Ella y en Ella – florezcan en obediencia de santidad,
pues sólo quien no reserva nada de sí, es capaz de recibir al que es En Sí, sólo quien se
confunde, sin disgregarse, en la soledad eficaz de la Cruz – única y sola eficacia
perfecta – goza la gloria de rozar la orla de la túnica sacerdotal de Cristo Sacerdote.
¡Oh Cruz Santa! ¡Oh Árbol – que bajo los signos de muerte causas la perfección de la
vida perfecta y eficaz – quita en mí – por semejanza a Ti – todo lo que sea mío, para que
recubierto de tus fragancias sangrientas y florecidas, sea aceptable a la Misericordia del
Padre que sólo encuentra su gozo en la posesión perfecta y deleitosa de la Hostia de su
Verbo Eterno!.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
SEXTA ESTACIÓN
LA VERÓNICA ENJUGA EL ROSTRO DE JESÚS
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“Speciosus forma es prae filiis hominum” (Salmo XLIV, 3) – “Eres la forma preciosa
ante los hijos de los hombres”. Eres la misma forma de la Belleza en tanto eres el que en
sí mismo es Belleza. Todo íntegro en Sí mismo, todo luminoso y circunscripto por la luz
sin ocaso de la Luz misma, todo uno en la Inmóvil Unidad, te revelas – aun en el
extremo de tu Pasión – como la forma perfecta y preciosa, digna de ser besada por el
silencio fecundo de la adoración.
¡Imagen Perfecta y Sustancial de la Sustancia del Padre, haces visible la Invisible
Belleza de Dios!. Pero para que quede patente que la Belleza sólo puede abrasada por la
admiración adorante y por la adoración admirativa, detienes – sin suspender
metafísicamente – el resplandor difusivo de tu Rostro, a fin de que los rayos luminosos
sean una misma cosa con el rojo de tu Sangre Sacerdotal…¡Único instante en que la
claridad de la Luz asumió el cardenal rojizo de la Sangre!...Todo fue Luz porque todo
fue Sangre ofrecida.
Profiere el lírico poeta Herman Hesse (1877-1962): “la belleza no hace feliz al que la
posee, sino a quien puede amarla y adorarla”. Pero en Cristo la Belleza no constituye
predicado sino propiedad, no es accidente sino sustancia, no es trazo sino esencia, no es
esencia sino existencia, no es existencia sino SER, y en razón de ello, es certísimo, que
el eterno Padre queda extasiado en la circunscripción de Su Belleza que es una sola cosa
con Él en cuanto a naturaleza, y en virtud de ello se compre, que el silencio locuaz del
Espíritu Santo, no imprima, en las almas, sino la inmóvil Belleza de la Inteligencia
Sustancial en quien eternamente el Padre se conoce, y a la cual eternamente ama en la
Persona del Espíritu Santo.
Pero cuando la Verónica se acerca para enjugarle la sangre pacífica de tu Rostro
Precioso, corre el velo rojizo con que los querubines se revisten, y vislumbra – por un
instante – la Belleza que la santificó, la Belleza que la perfeccionó, la Belleza que la
sumergió en la Luz misma. ¡Oh Santo Rostro del Santo Sacerdote, a quien los ángeles
adoran y desean besar mas no pueden, sólo al hombre te has hecho besable; pero al
besarte imprimes en nuestros labios y en nuestras almas la Sangre Sacrosanta – que en
tanto velo sanante – hace pasible la Paz Radiante que tu Rostro difunde!…Sólo la
Sangre nos hace resistible la Luz, pues sólo el amor nos hace resistible la eficacia del
Altar.
Canta líricamente la amistad benévola de Bach en la Pasión según San Mateo, en uno de
sus corales: “¡Oh, cabeza lacerada y herida, llena de dolor y escarnio! ¡Oh, cabeza
rodeada, para burla, de una corona de espinas! ¡Oh, cabeza otrora adornada con
elevados honores y agasajos, y ahora grandemente ultrajada!: ¡yo te saludo! Tú, noble
rostro, ante el que tiembla y teme todo el mundo, ¡de qué forma se escupe sobre Ti!,
¡cuán lívido te hallas!, ¿quién se ha ensañado de forma tan infame con la luz sin par de
tus ojos?”…
Y así se comprende, que el acto de la Verónica, no es tan solo un acto de bondad, sino
ante todo de adoración obediencial a la Belleza de Cristo, a la Belleza de su Eterno
Sacerdocio.
¿Pero era necesario que la Belleza fuera ocultada – más no aniquilada – por la Sangre
del Sacrificio?..SÍ, pues la Belleza sólo se muestra perfecta en la Unidad del Bien
Verdadero y Sustancial. Enseña el Doctor que especula a los ángeles: “Ahora bien,
Cristo, (…), en la pasión se ofreció a sí mismo por nosotros, y el mismo hecho de haber
sufrido voluntariamente la pasión fue una obra acepta a Dios en grado sumo, como que
procedía de la caridad. Por lo que resulta evidente que la pasión de Cristo fue un
verdadero sacrificio. Y, como el propio Agustín añade luego en el mismo libro, de este
verdadero sacrificio fueron muchos y variados signos los antiguos sacrificios de los
santos, estando representado este único sacrificio por muchas figuras, como si se
expresase una misma cosa con diversas palabras, a fin de recomendarla mucho sin
fastidio; y, teniendo en cuenta que en todo sacrificio deben tenerse presentes cuatro
cosas, como escribe Agustín en IV De Trinitate, a saber: a quién se ofrece, quién lo
ofrece, qué se ofrece, por quiénes se ofrece, el mismo único y verdadero mediador que
nos reconcilia con Dios por medio del sacrificio pacífico, permanecía uno con aquel a
quien lo ofrecía, hacia uno en sí mismo a aquellos por quienes lo ofrecía, siendo uno
mismo el que ofrecía y lo que ofrecía” (S.Th. III q. 48 a. 3).
¡Oh Rostro a quien los Ángeles adoran! ¡Oh Rostro deleitable y prisión pacífica de los
Santos! ¡Oh Rostro Sacerdotal en quien el Padre Eterno se complace! ¡Oh Rostro
impreso por el Espíritu Santo en las almas! ¡Oh Rostro de Belleza eminente! ¡Oh Rostro
hecho incienso que asciende del altar de la Cruz! ¡Oh Rostro hecho al rojo de la Sangre
Eficaz! ¡Oh Rostro Venerable, enamórame de ti, aseméjame a ti, confúndeme en ti,
satúrame de ti, invádeme de ti, pues sólo así – poseyéndote en la medida, y en razón de
la medida en que me posees – podré adorar en espíritu, sustancia y verdad!.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
SÉPTIMA ESTACIÓN
JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados”.
(Isaías LIII, 56).
Así como todos los sentidos y potencias de Cristo en nada fueron exentas del dolor, en
razón de que todas ellas – por eficiencia – se conformaban a la perfecta verdad y en
razón de la adecuación a la verdad, así – en el defecto del dolor – todas las potencias de
Cristo padecieron el rigor de la potencia estéril de la Nada. De nada fue exento pues de
nada la Obediencia lo hizo exento. Todo Él, en razón de su Sacerdocio, todo Él, en cada
miembro de su Santa Humanidad, actualizó la perfección de la Redención de la Nueva y
Perfecta Alianza, al punto que toda desobediencia encontró, en cada miembro
acardenalado, la resolución a la obediencia.
Ahora bien, enseña Santo Tomás de Aquino: “El dolor de la Pasión de Cristo fue el
mayor de todos los dolores (…) no sólo por la acerbidad del dolor corporal y la pureza
del dolor, sino también por la capacidad de la percepción del paciente. Porque Cristo
estaba óptimamente complexionado en cuanto al cuerpo, ya que éste fue formado
milagrosamente por obra del Espíritu Santo, así como las demás cosas hechas
milagrosamente son más perfectas que las otras, como comenta el Crisóstomo a
propósito del vino en que Cristo convirtió el agua en las bodas. Por esto en El fue
exquisito el sentido del tacto, de cuya percepción se sigue el dolor. También su alma,
conforme a sus facultades interiores, percibió eficacísimamente todas las causas de
tristeza” (S.Th. III q. 46 a. 6). Si todo el Cuerpo Santo de Cristo fue complexo, por
cuanto fue obrado por el Espíritu Santo y por cuanto está unido a la Hipóstasis Divina,
todo el dolor de cada llaga – saturadas al colmo en la segunda caída – fue también
complexo, esto es, obró eficazmente la totalidad de la Redención.
Tan sólo una gota de sangre de Nuestro Señor bastaba en razón de eficacia, más no
bastaba una sola gota en razón del Sacrificio, y en virtud de que el Sacerdocio de Cristo
realiza la eficacia al modo del Sacrificio, todas las gotas de sangre de su Única y Santa
Humanidad, íntegra y complexa, satisfizo redimiendo, redimió justificando, justificó
adorando, adoró obedeciendo.
Así se comprende, que si la Víctima exige la totalidad de la ofrenda de sí, el Sacerdocio
importa la unidad del Altar y la totalidad del Altar. Todo Altar en cada Llaga Santa,
todo Sacerdote en cada gota de sangre, todo Víctima en cada miembro ofrecido, toda
Propiciación adorante en cada piel destrozada, toda satisfacción deleitable en la unidad
complexiva de su Cuerpo Santo.
Canta la exultante voz del aria de la composición lírica BWV 53 de Bach: “¡Ven ya,
deseada hora! ¡Despunta, bello día!¡Acercaos a mí, ángeles! Abridme las praderas del
Cielo, para que mi alma contemple a Jesús en placentera calma. Lo deseo desde lo más
profundo de mi corazón hasta los últimos latidos”.
¡Oh Cuerpo Santo en razón de Sí mismo y por Sí mismo! ¡Oh Sangre que en tu trama
contienes toda la Redención! ¡Oh Santas Rodillas lastimadas! ¡Oh Pies lacerados por la
rudeza del Altar Sacerdotal, hacedme a vos, invadidme de vos, refugiadme en los
claustros abiertos de tus Llagas, y que allí, siendo uno en el Silencio de tu Precio
Infinito, entienda la infinitud de Dios, la perfección de Dios, la inmovilidad amorosa de
Dios, el Ser Eterno de Dios!.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
OCTAVA ESTACIÓN
JESÚS CONSUELA A LAS MUJERES DE JERUSALÉN
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí: llorad más bien por vosotras y por vuestros
hijos” (San Lucas XXIII, 28).
El extremo de la Caridad Sacerdotal de Cristo queda perfectamente expresado cuando el
Señor – aun en la totalidad de su pasibilidad dolorosa – vela por el consuelo de las
mujeres y sus hijos.
Esta realidad – esta dilección absoluta por las almas – sólo puede entenderse a la luz de
la unidad de la Hipóstasis y Persona Divina a la cual se une substancialmente la
Naturaleza Humana. Enseña Santo Tomás de Aquino: “los católicos defendieron que lo
que se dice de Cristo, sea por su naturaleza divina, sea por su naturaleza humana,
puede predicarse tanto de Dios como del hombre. Por eso dijo Cirilo: Si alguien divide
las expresiones usadas a propósito de Cristo en los escritos evangélicos o apostólicos
entre las dos personas o sustancias, esto es, hipóstasis, o hace lo mismo con los
términos empleados por los santos o por el propio Cristo respecto de sí mismo, y cree
que unas deben aplicarse al hombre, y las otras solamente al Verbo, sea anatema. Y la
razón de esto es que, por tener las dos naturalezas una misma hipóstasis, esa misma
hipóstasis es la que se designa bajo el nombre de una y otra naturaleza. Por
consiguiente, se diga hombre o se diga Dios, se alude a la hipóstasis de la naturaleza
divina y de la naturaleza humana. Y, por tanto, puede atribuirse al hombre lo que
pertenece a la naturaleza divina, y a Dios lo que es propio de la naturaleza humana”
(S.Th. III q. 16 a. 4).
De esta manera se entiende – que aunque en cuanto Dios el Verbo era impasible – en
cuanto a la naturaleza humana y en cuanto a la unidad de la Persona, toda su realidad se
hizo dolor, toda su existencia se hizo víctima, y toda su persona, Sacerdote. Si Cristo,
incluso en la instancia del llanto misericorde de las mujeres, hubiera recibido el
consuelo natural, la Redención se hubiera detenido. Pero la oblación sacerdotal del
Señor, la cual es ofrecida por nosotros en razón de Sacerdote y con nosotros en razón de
Cabeza del Cuerpo – según enseña San Agustín – debía incluso ser exonerada de la
dulzura del consuelo humano, esto es, debía cumplirse hasta el punto, en que toda
potencia del sentido, de la inteligencia y de la voluntad, quedara colmada por el dolor de
la Pasión, pues sólo así se realizaría la unidad de su Sacerdocio Eterno.
Enseña San Máximo el Confesor en su obra “Meditaciones sobre la agonía de Jesús”:
“Más Él se hizo hombre para salvar, no para padecer. Por eso decía: Padre, si es
posible que pase de mí este cáliz. Pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya (…) Esto
revela dos voluntades: la humana, por culpa de la debilidad de la carne, suplica que se
aleje la Pasión; la divina, por el contrario, está dispuesta a aceptarla”. Mas no debe
entenderse que la carne del Señor sea carne de pecado, pues de ser así no podría cumplir
la eficacia propia de la Hostia, cuanto más – si en el Canon Romano – se dice “que sus
Manos son Santas y Venerables”, sino que el consuelo de las santas mujeres indica la
realidad absoluta de la naturaleza humana, y por ende la pasibilidad que a ella le
corresponde ante la muerte. Pero en razón de la unidad de las naturalezas en la unidad
de la Persona Divina, es que todo la unidad personal del Señor es Sacerdote, es Altar, y
es Víctima, y en virtud de ello, su misma Voluntad Humana – perfectamente unida a la
Voluntad Divina – no sólo se le asocia, sino que la obedece, realizando así la eficacia
requerida por su condición de Altar y Sacerdote.
Todas sus voluntades, ya la Humana, ya la Divina, estuvieron dispuestas a la
Redención, y en razón de ello, abiertas a lo absoluto, a lo radical que la Pasión suponía.
Así como en cada llaga se realizó todo el género del dolor, sin encontrar – ni tan
siquiera en una sola – una merma de sufrimiento, así también el Señor – por infinita
caridad a las almas – se niega al natural consuelo de las mujeres a fin – de que toda su
voluntad humana – quedara sujeta a la Voluntad Divina.
¡Oh misterio absoluto de la Redención! ¡Oh caridad sustancial por la cual todo consuelo
es rechazado en virtud de la ofrenda y en orden a la ofrenda! ¡Oh radicalidad del Altar
que no has reservado ni tan siquiera un pensamiento humano por fuera de la obediencia,
dadnos comprender, que sólo ofreciéndolo todo en el altar, todo es gloriosamente
transfigurado!.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
NOVENA ESTACIÓN
JESÚS CAE POR TERCERA VEZ
V. Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo.
“Vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi
dolor” (Lamentaciones I, 12).
¡Ved si hay dolor semejante a mi dolor!..¡Ved si hay Redención alguna fuera de mi
Pasión!...La perfección de la Pasión del Señor debe decirse – entonces – de dos modos:
uno en razón de la unidad en la Hipóstasis Divina que torna eficaz la ofrenda de su
Santa Humanidad, y otra en razón del sufrimiento de todos los dolores posibles, al
punto – que si todo el género del dolor se realizó metafísicamente en cada llaga – no
faltó un solo sufrimiento, real o posible, de ser padecido, y por tanto, en todo el Señor se
realizó – en razón de su Unidad Hipostática – toda la Redención.
Pero ¿acaso podía el Eterno Padre salvar al hombre mediante otro camino que no fuera
por el de la Pasión, la cual realizó todos los dolores reales, posibles e inteligibles
posibles?. Al respecto enseña el Doctor Angélico:
“Se puede decir que una cosa es posible o imposible de dos modos: uno, llana y
absolutamente; otro, hipotéticamente. Hablando, pues, llanamente, y en absoluto, a
Dios le fue posible liberar al hombre por un modo distinto del que supone la pasión de
Cristo, porque para Dios no hay nada imposible, como se dice en Lucas 1,37. Pero,
planteado el problema en una hipótesis concreta, fue imposible. Porque es imposible
que la presciencia de Dios se engañe y que su voluntad o determinación sea anulada;
supuestas, pues, la presciencia y la preordinación divinas sobre la pasión de Cristo, no
era posible a la vez que Cristo no padeciese y que el hombre fuese liberado de otro
modo que por medio de su pasión. Y la misma razón vale para todo lo que de antemano
es conocido y ordenado por Dios” (S.Th. III q. 46 a. 2).
Dicho esto se comprende que Dios podía – en su Eterna Sabiduría – elegir otros medios
de Redención, mas eligió aquel que convino, no sólo a la satisfacción, sino también al
Sacerdocio; y en razón de que éste supone el altar, la víctima y el oferente, no podía el
Señor quedar exento de ser el objeto de la ofrenda, el lugar de la ofrenda, y el Sacerdote
de la ofrenda. Si la Redención se realiza al modo del Sacrificio, esto es al modo eterno
de la Misa, entonces la Misa no es sino el único y perfecto modo en que la Redención se
actualiza, pues es la única realidad en la cual altar, víctima y ofrenda se realizan en la
identidad de la misma sustancia.
Así, la tercera caída de Cristo no indica otra cosa que la triple condición de su
Sacerdocio: altar, víctima y ofrenda. Altar puesto que en Él se ofrece su Santa
Humanidad, víctima en razón de que la unidad de su Persona es la ofrecida en sacrificio,
ofrenda en tanto que satisface y deleita al amor eterno del Padre.
¡Oh Señor, hazme altar en tu Altar, víctima en tu Sacrificio, ofrenda en tu
Sacerdocio!...Canta la meliflua voz de Johann Sebastian Bach en su oratorio BWV 64:
“¡Vete, mundo! Toma todo lo que es tuyo.
No busco y no quiero nada de ti.
El cielo es ahora mío,
allí mi alma logrará reconfortarse.
El oro es un bien pasajero,
las riquezas no son sino préstamos.
Malhayan sus dueños.
Por tanto grito con fuerza en mi corazón:
“Las banderas del Rey avanzan: refulge el misterio de la cruz en que la vida padeció
muerte y con su muerte nos dio vida.
Del costado herido por el hierro cruel de la lanza, para lavar nuestras manchas, manó
agua y sangre.
Cumpliéronse entonces los fieles oráculos de David, cuando dijo a las naciones:
"Reinará Dios desde el madero".
¡Oh árbol hermoso y refulgente, engalanado con la púrpura del Rey! Tú fuiste llamado
en tu noble tronco a tocar miembros tan santos.
Dichosa tú, pues de tus brazos estuvo colgado el precio del mundo. Tú eres la balanza
en la que fue pesado ese cuerpo que arrebató al infierno su presa.
¡Salve, oh cruz, única esperanza nuestra! En este tiempo de pasión aumenta en los
justos la gracia y borra los crímenes de los reos.
¡Oh Trinidad, fuente de toda salvación! Que todo espíritu te alabe. Y Tú, Jesús, que nos
das la victoria por la cruz, añade también tu premio. Amén”.