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Ritos
entre los otomíes de la Sierra Madre Oriental
Federica Rainelli • 49
La configuración de la identidad
fúnebres
de los difuntos mediante epitafios y cartas
Itzi Deni Palomares Ávila • 67
11
Los muertos de la tierra:
los difuntos destinados al Mictlán y al Tlalocan
Ignacio de la Garza Gálvez • 174
Corrección
César Molar
vita brevis. revista electrónica de estudios de la muerte, primera época, año 6, núm. 11, julio-diciembre de 2017,
es una publicación semestral editada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, Secretaría de Cultura,
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Ritos fúnebres en la fiesta
de los Fieles Difuntos del distrito
de Kunturkanki, Cusco
Yasmani Esquivel Caballero
Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco
Resumen
La muerte, como una necesidad, ha sido siempre para los seres humanos de todas las edades y cul-
turas una incógnita permanente, un fenómeno poco explicado —sobre todo en el área andina—,
el cual varía según cada sociedad. Una de estas formas de entender el mundo de los muertos a tra-
vés de los vivos se manifiesta en el distrito de Kunturkanki, durante la fiesta de los Fieles Difuntos:
allí se entiende a la muerte como una celebración, la tumba como huaca, donde se manifiesta lo
sagrado con lo profano; la muerte es comprendida como la continuación de la vida y no como un
estado terminal donde la vida ya no es más. Las representaciones simbólicas de la muerte por par-
te de los vivos generan un equilibrio entre éstos y aquellos que físicamente ya no están. Tales com-
portamientos formales se entienden como una reinterpretación sincrética e híbrida de dos mundos
que perviven en el contexto.
Palabras clave: ritos fúnebres, muerte, fiesta de los fieles difuntos, phisqasqa, kacharpari, Kunturkanki.
Abstract
Death as a vital necessity has always been a permanent mystery for men of all ages and cultures,
a phenomenon little explained, especially in the Andean region, varying in each culture and soci-
ety. One of these ways of understanding the world of the dead through the living is manifested in
the Kunturkanki district on the feast of All Souls’ Day; they understand death as a celebration; the
tomb as huaca, where the sacred manifests with the profane; death is understood as the continua-
tion of life, and not as a terminal state where life is no more. Symbolic representations of death by
the living can generate a balance between the living and those who are physically no longer pres-
ent. These formal behaviors may be understood as a syncretic and hybrid reinterpretation of two
worlds that endure in this context.
Keywords: funeral rites, death, All Soul’s Day, phisqasqa, kacharpari, Kunturkanki.
L
a Tierra tiene unos 4 600 millones de años, y los primeros homínidos la ocu-
paron hace 3.5 millones. Los pasos del ser humano son cortos, pero significa-
tivos; su naturaleza es la misma entre todas las personas, pues compartimos
un pasado remoto que nos hizo únicos entre la naturaleza, si bien lo que nos dife-
rencia es nuestra cultura, las manifestaciones formales aprendidas, los actos y los
artefactos.
Una de las manifestaciones culturales remotas del ser humano es la muerte: mis-
teriosa, significativa, incierta y verídica. Desde nuestros orígenes hasta la actualidad
simbolizan la muerte. No hemos cambiado en mucho, porque nuestros rituales vincu-
ladas con la muerte se mantienen con mayor relevancia en comunidades tradiciona-
les, donde ésta sigue siendo “domesticada” (Ariès, 2007: 75). En algún momento, la
certeza de la muerte generó una serie de preguntas, porque no se conocía su verdade-
ra dimensión. Por eso la muerte era muy traumática y dolorosa, aunque para generar
cierto consuelo, además de buscar la tranquilidad y que el fin de la vida no fuera tan
salvaje, el ser humano creó los rituales, los cuales están simbolizados. Esto permitió
que todas las sociedades simbolicen “comportamientos restaurados en relación con la
muerte, como ritos de paso” (Shechner, 2011: 3).
Una de esas manifestaciones culturales aisladas en torno a la muerte ocurre en
Kunturkanki, uno de los distritos bajos de la provincia de Canas, en la región del
Cusco, donde los rituales fúnebres guardan cierta particularidad debido a que los
pobladores mantienen patrones culturales muy antiguos en relación con la muerte.
Cuando un familiar muere, practican rituales que son originarios del tawantinsuyu y
del encuentro con los españoles, claro está, con algunas nuevas incorporaciones pro-
pias de procesos culturales, como el sincretismo y el hibridismo. Por eso, cuando falle-
ce un pariente, se realiza el velatorio como ritual católico, en medio del cual se lleva
a cabo el phisqasqa, un ritual andino que se ejecuta en dos procesos diferentes vincu-
lados con la muerte: el velatorio y la fiesta de los fieles difuntos. Al día siguiente de
los funerales se realiza un ritual que surgió en la época de los incas y hatunrunas, el
cual consiste en el lavado de la ropa del difunto.
La antesala al Día de los Difuntos se da en algunos casos hasta un mes antes de ce-
lebrarse los rituales correspondientes; para esto, los familiares participan de ma-
nera voluntaria y colaboran con los gastos para esta ocasión especial en función del
1 de noviembre: llevar el alma del difunto hacia la casa de los parientes (alma pusay)
El día previo a la fecha principal en honor a los fieles difuntos se organizan varias
actividades. Desde muy temprano los familiares se desplazan al cementerio del Des-
canso, en Kunturkanki, con herramientas que serán usadas para preparar la tumba;
mayor frecuencia, sobre todo en las zonas altoandinas del Cusco, en cuya concepción
simboliza al animal de carga: por su utilidad en la vida real en estas zonas desde tiem-
pos ancestrales, llevará los alimentos, herramientas e instrumentos del finado para su
vida en el upamarca.
En la mesada también se encuentran las t’antawawas y los caballos, hechas con
turkos o “cabecitas” de diversas figuras. Las t’antawawas son para las mujeres, mien-
tras que los caballos están hechos para los finados varones. Sin embargo, hoy en día
se aprecian ambos elementos incluidos para ambos géneros. La t’antawawa represen-
ta al linaje del finado, ya que la muerte se relaciona con la fertilidad y cada finado es
el origen o la continuación del árbol genealógico (Eliade, 1974: 130). En cuanto al
caballo de harina, se conoce que es un elemento simbólico y característico particular
en la zona, debido a que la población lo utiliza para el transporte de sí misma, o bien,
para carga en todas las actividades que se requiera.
Las cebollas con toqoro son otro elemento característico de las tómbolas y peculia-
res de la zona, debido a que en otros lugares no se les encuentra. Su producción es
especial para la festividad de los difuntos, ya que para esta época poseen el elemen-
to conocido como toqoro —una especie de campanillas—, el cual representa, según
indagaciones con los pobladores, el recipiente donde el muerto lleva su agua, que es
fundamental para la vida.
Debido a lo anterior, en la noche previa al día principal de la fiesta de los fieles di-
funtos los miembros de la comunidad visitan a los que guardan luto. Por lo general
se acude con todos los dolientes, y la visita se realiza durante la noche para estar en
posibilidades de pasar por varias casas y recibir en reciprocidad, por parte de los do-
lientes, comida, bebida y otros elementos.
Se trata de un ritual de origen andino en forma de juego (Gentile, 1998: 75-80), el cual se
desarrolla hoy en día en el distrito de Kunturkanki con algunas variaciones y caracte-
rísticas. Éste se lleva a cabo en tres oportunidades: durante el velatorio, el 1 de noviem-
bre y durante el kacharpari o ritual de “despedida”. En cuanto a la noche previa al día
de los Fieles Difuntos, a continuación se describen dos casos estudiados.
Todo empieza a las nueve de la noche, aproximadamente, cuando llegan los vi-
sitantes y se colocan en sus espacios respectivos. El espacio ritual es la mitad de los
dos grupos. Este lugar se halla al pie del altar, constituido por un q’epe o “bulto” en el
cual se ubica la ofrenda, e integrado por una khipucha —pequeño retazo de manta para
llevar la coca y el fiambre, en el caso de las mujeres; es una especie de cartera andina que
puede contener otros enseres—. Dentro de ésta se encuentran la coca, el maíz amari-
llo o blanco, el phisqa —una especie de dado, conocido en la zona como “burrito”, que
toma ese nombre en razón de que en la época de los incas y hatunrunas los funerales
duraba cinco días—, que en quechua equivale al número “cinco” (Arriaga, 2010: 34).
Los participantes sólo son visitantes, pues está prohibida la presencia de familiares
y dolientes, debido a que ellos permanecen en duelo y deben guardar luto: el juego
no está hecho para ellos, ya que no están en la posibilidad de expresar alegría ni jú-
bilo. Para llevar a cabo la actividad es importante contar con personas que conozcan
el ritual y con la experiencia para dirigirlo, cuya destreza y habilidad permitirá que el
juego tenga la debida importancia y sea más fiable y entretenido. Así, se debe contar
con los siguientes integrantes:
El qollana, que en quechua refiere a la persona con la experiencia en diversas activi-
dades, y que en castellano significa “jefe” o “maestro. Esta persona no sólo dirige el ri-
tual durante el velatorio, sino que también se encuentra en actividades agrícolas, donde
es el especialistas en las diversas etapas del ciclo. En cuanto al ritual del phisqasqa, el qo-
llana es la persona contratada para la celebración. No sólo dirige el phisqasqa, sino que
también estará en los otros días. Por lo general son personas mayores de edad, que ade-
Figura 3 La khipucha, pequeña “cartera” andina donde la Figura 4 Integrantes del phisqasqa arreando el burrito en
mujer lleva su fiambre, enseres y coca. Aquí se ve al final de el día del kacharpari de doña Escolástica Chino Ayma. En el
la tómbola, durante el tercer día de kacharpari de doña Escolásti- otro extremo se aprecia al qollana y el qawaya, así como a los
ca Chino Ayma. Elementos como la coca, el phisqa o burrito y el demás participantes de cada uno de los grupos.
maíz son objetos rituales esenciales para el phisqasqa.
más de conocer el ritual saben el arte de rezar. Ellos son los mediadores entre vivos y
muertos, de modo que su actividad resulta primordial. Como retribución a los servicios
prestados durante los días festivos, estas personas llevan a casa todo lo que la familia ha
ofrecido como ofrenda al muerto. Así, estas personas recogen durante esas fechas va-
rios quintales de comida.
El qawaya o “contramaestro” es la persona adjunta al qollana, cuya función es co-
laborar con el maestro, junto con quien se encargan de llevar la contabilidad de los
granos de maíz y del progreso del juego. Este personaje cumple el papel de contador,
siempre y cuando no exista una persona a la que se le haya asignado ya esa función.
También cuenta con mucha pericia y es contratado bajo las mismas condiciones que
el maestro, aunque siempre bajo la tutela del qollana.
El “servicio” es la persona designada entre los participantes aptos, cuya función es
ayudar y permitir la fluidez del juego, de modo que ha de tener gracia para que re-
sulte ameno, jocoso y el público se divierta. Sus palabras llenas de humor ayudan a
que los participantes pasen la noche sin desvelo. El “servicio” es el encargado de pa-
sar el phisqa o “dados” a cada uno de los participantes.
Cuanto más grande sea el escenario, resulta mucho más entretenido y significativo,
pues se trata de un ritual colectivo sin límite de participantes. Debido a que el muerto
está con ellos socialmente, y los amigos y vecinos se encuentran con él de nuevo, se
vuelven a comunicar y comparten juntos la comida y la bebida. Por ese motivo, ser
bueno en vida significa ser bueno de muerto: si la casa está llena es porque el muer-
to se halla en el corazón de los presentes y sus recuerdos yacen en la memoria colec-
de los valores representados. Se hace el conteo general y gana quien haya obtenido
la mayor cantidad de puntos, según como se haya comportado el “burrito” o phisqa.
Al terminar la primera rueda de seis juegos cada uno, por cada uno de los parientes
que guardan el luto se viene la apacheta, “descanso”. Entonces todos los presentes, diri-
gidos por el qollana y el qawaya, deben rezar varios padres nuestros, avemarías, credos y
algunos responsos que no son concretados más que quienes se encuentran dirigiendo,
ya que estos cánticos sólo son conocidos por ellos.
Y tras los rezos viene el ponche, pues soportar el frío de noviembre es complicado,
sobre todo a poco menos de 4 000 msnm. Por eso la coca, el ponche, el aguardien-
te y el tabaco ayudan a pasar la velada y acompañamiento del difunto. En cada
apacheta los jugadores hacen diversas bromas a los familiares que están durmiendo y
no acompañan al difunto; en reprimenda a su actitud, éstos son cazados en brazos
de Morfeo: la cara se les pinta con diversos dibujos y se les corta el cabello. A quie-
nes duermen profundo se les amarra a la cama, de modo que al levantarse son obje-
to de risa y bromas.
Con el mismo procedimiento que el descrito arriba se juegan otras ruedas más, y al
final se sabe cuál equipo ganó: el que está a la diestra o la siniestra del altar. Durante
algunas veladas se acostumbra jugar por dinero: se asigna el valor a aportar por cada
rueda y, en función del equipo, al finalizar se entrega lo recaudado a los familiares del
difunto, para que esa suma sirva como un aporte de los jugadores para los gastos co-
rrientes, como la compra de ron, cerveza, pisco y aguardiente para los visitantes.
Pasada la noche, los presentes se retiran para descansar un poco, ya que, con la
aurora, el día continuará para seguir acompañando, comiendo y bebiendo junto al
muerto que volvió entre los vivos.
La fiesta de Todos los Santos, una denominación que ahora comprende el Día de To-
dos los Difuntos, es una fecha en el calendario litúrgico que se confunde mucho en
cuanto a sus aproximaciones, debido a que las sociedades actuales, incluyendo la que
estudiamos, consideran que se trata de una misma celebración. Acaso con el tiem-
po estas dos celebraciones fueron combinadas porque guardan cierta relación, ya que
ambas fueron constituidas para ritualizar a los difuntos, unos santos y los otros fieles.
No hay muerto que tras expirar fisiológicamente no se convierta en santo, sobre todo
en sociedades muy simbolizadas, pues no hay muerto malo: todos los que se van ter-
minan como buenos padres, esposos, ciudadanos e hijos, por ejemplo. Acaso por esta
concepción los muertos también sean considerados como santos, porque viven en
la gloria del señor, desde donde permanecen vigilantes de las cosas terrenales. Tal vez
por eso algunas sociedades, como la boliviana, se guardan las ñatitas y, para venerar-
los, se construye en la misma casa un altar discreto que permita relacionar a los vivos
con los muertos, ya que cumplen la misión de un santo.
Ahora se cree que durante los primeros días de noviembre se conmemora la fies-
ta de Todos los Santos, cuando en origen se trataba de fiestas diferentes. La primera
surgió en el siglo xiii, con el papa Gregorio III, quien mandó construir en la Basílica
de San Pedro una capilla para los santos de la Iglesia y determinó como su aniver-
sario festivo el 1 de noviembre. Un siglo después el papa Gregorio IV extendió la ce-
lebración a toda la Iglesia católica, en una conmemoración para todos los santos que
no tienen un día festivo en el calendario litúrgico.
En cuanto a la fecha de los Fieles Difuntos, Día de los Muertos o Día de las Ánimas,
quedó constituida el 2 de noviembre, un día después del Día de los Santos. Esta festi-
vidad data del año 998, instituida por san Odilón, abad de Cluny, quien formalizó la
costumbre de dedicar un día a conmemorar a los difuntos. ¿Habrá sido porque un día
antes se celebraba a los santos o porque la costumbre romana de festejar en febrero,
entre el 13 y el 21, estaba vigente y era mejor determinar una fecha en el calendario li-
túrgico católico para erradicar el paganismo? No lo sabemos con certeza.
Después de unos siglos de celebrar la fiesta de los fieles difuntos, aún no era legítima
en toda la Iglesia, hasta que en 1311 quedó reconocida por el Vaticano. Este ritual
fue establecido con el objetivo de ayudar con oraciones y misas para que aquellos en
el purgatorio sean absueltos de culpa y pasen a una mejor vida. De modo que estas
dos festividades católicas que perviven entre los cristianos pasaron a América junto
con los conquistadores espirituales del continente (Millones, 1999: 240).
La fiesta de los fieles difuntos es la más importante en el calendario litúrgico cris-
tiano en relación con los muertos, por lo que en Kunturkanki el día central de ésta co-
mienza a media mañana, cuando los familiares llevan a cabo un ritual cristiano para
ellos muertos, como la misa de los difuntos. Allí encomiendan el alma de sus fallecidos
para que estén libres de pecado, dejen el purgatorio y alcancen el cielo. Además se si-
gue creyendo en el pensamiento escatológico, pues así se instituyó en estas tierras. Las
familias pagan para la misa, porque sus almas serán encaminadas y recomendadas a
las sendas de Cristo, quien simboliza la resurrección y la libertad del pecado original.
Al concluir la misa, cada familia que guarda memoria y duelo por su seres queri-
dos pasa al cementerio principal. Ese espacio de margen donde los difuntos regresan
para estar con sus familias resulta fundamental, pues busca generar consuelo, hacer
que la muerte sea menos dolorosa, más asequible, y que el dolor no se convierta en
el punto principal, sino que reinen la fiesta, el buen vivir y el recuerdo. Por eso cada
familia llega al cementerio con lo mejor que puede dar y servir. Se hallan agrupadas
porque allí la muerte aún es “amaestrada”, “domesticada”: se vive en comunidad y
se muere en comunidad; el sentido de pertenencia hacia el grupo social es latente.
Pasado el mediodía se realiza el responso o “hacer rezar”, donde el maestro o re-
zador cumple la función de mediador entre los familiares y el difunto, ya que es el
único que puede comunicarse con el Dios de los cristianos, al utilizar todo sus instru-
mentos de catequesis. Los rezos son llevados en quechua, castellano y latín. Para esto
los rezadores tienen un manual que casi nadie entiende, debido a que ellos pretenden
hablar en latín cuando lo único que consiguen es balbucear algunas palabras. “Ha-
cer rezar” es el ritual más importante del día central, en el que se trasunta lo prepa-
rado con anterioridad. Además, es el espacio visible: cumple la función económica
porque allí se encuentran los familiares, desplegando su suntuosidad, y algunos su co-
modidad y poder adquisitivo —por eso no todos somos iguales ante la muerte.
El rezador es la persona conocedora del catolicismo; más aún, debe ser alguien
que haya recibido catequesis en la parroquia, ya que no cualquiera encomienda el
alma de los difuntos. Con el objetivo de que todo lo ofrendado sea muy bien recibido
por el fallecido, resulta fundamental la participación del rezador, quien toma parte de
lo que se encuentra en el altar a cambio de sus servicios. Estos señores deciden a quién
servir durante esos días, con base en la posición económica de los familiares y la religio-
sidad con que representan la muerte en favor de sus familiares.
grupo social como personas que están libres de la muerte, pues ya no tienen que su-
frir. Ahora pueden dejar la ropa negra que los absorbía; pueden cantar, bailar y ex-
presar cierto consuelo. Durante los tres años previos ya asimilaron la ausencia de
quien no está.
Como toda despedida en los Andes, el kacharpari conlleva al jolgorio, porque dejar
el luto, la nostalgia y despedir al ser amado implicará que se celebre con mucho trago,
música y baile. Quizá el duelo sea eterno, porque perder a un ser querido lo genera. Al
durar tres años el luto en Kunturkanki, después de este ritual no lo será más.
El ritual se inicia a media mañana, cuando la casa, preparada para la ocasión,
se encuentra lista: cada espacio ritual es asignado, así como cada participante. Los
miembros del grupo social, entre vecinos, amigos y familiares, llegan a la casa don-
de se realizará el kacharpari, y siempre se les recibe con una chicha de jora con hari-
na de qañiwa, para sopesar el hambre.
Quienes van al kacharpari no llegan con las manos vacías: en señal de reciprocidad
y ayuda mutua con los dolientes, acuden con enseres que van desde coca hasta trago y
cerveza. Una vez más se arma la tómbola. El qollana y el qawaya son los encargados de
organizarla, con los mismos elementos que constituyen la mesada. Entonces se repite
el phisqasqa. Después de este ritual, llegada la tarde hay personas graciosas encarga-
das de crear elementos rituales de arcilla. Estos alfareros provisionales y espontáneos
elaboran caballos, burros, llamas y perros, además de modelar y representar al difun-
to, a quien deben ensillar porque ya se va. Y no se va solo, sino acompañado de ele-
mentos simbólicos como el perro, que desde la época de los incas y hatunrunas tiene
una connotación simbólica.
Los participantes se desplazan a una apacheta, que siempre es uno de los cerros
más altos del lugar. Después de eso los animales representados, junto con el difunto
muerto, bien vestido y ensillado en un caballo, son llevados a un camino, donde se
colocan los objetos rituales, transportados por las personas designadas, quienes llevan
también una khipucha. No pueden faltar la coca, el maíz, el aguardiente ni el cigarro.
Además, las personas encargadas serán las mismas que hagan la función de cartero.
Una vez depositados en el camino estos elementos, son dejados junto con aquellos que
contiene la khipucha, en dirección a la ciudad blanca de Arequipa, pues según los pobla-
dores de Kunturkanki el muerto se va hacia el volcán Misti —un lugar asociado con la
morada del muerto—, desde donde enviará las cartas de consuelo.
Las mismas personas que llevaron al finado ensillado para su viaje al Misti se en-
cargan de escribir las cartas de consuelo, supuestamente enviadas y escritas por el
difunto. Estas misivas poseen todas las características formales de redacción, y se es-
Figura 6 La finada doña Escolástica Chino Ayma viajando Figura 7 Carta de doña Escolástica Chino Ayma tras su
hacia el volcán Misti, en Arequipa. Con este objetivo va viaje a la ciudad blanca de Arequipa, desde donde la envía a
acompañada de su perro y de sus llamas. Estas últimas su nuera Alicia Moscoso, le recomienda cuidar de su hijo Ju-
cargan tanto los alimentos como las vituallas para los 12 me- lián, señala que le llegaron noticias de que está enflaquecien-
ses del año. do —a falta de carne fresca— y le sugiere acompañarlo en su
campaña política, pues de ganar será como Nadine Heredia.
cribe una para cada doliente, sea viudo, viuda, hijos o hermanos, entre otros. El con-
tenido de las mismas tiene un argumento muy expresivo, además de ir acompañado de
palabras jocosas, cargadas de humor, con el objetivo de que, al ser leídas por los des-
tinatarios, despierten la risa y el jolgorio.
Las cartas son de consuelo, mediante las cuales el muerto manda saludos, dice que
se encuentra bien, que no se preocupen y que la está pasando bien en Arequipa. Es
más, que se encuentra trabajando, haciendo su vida con normalidad. Junto con las
cartas envía dinero en dólares, pan de Arequipa, vinos y aguardiente de Majes.
Los viajeros que llevan la encomienda y las cartas son los designados para escribir-
las y simular el viaje, pero en el camino de retorno son asaltados: personas malvivien-
tes los interceptan porque pretenden quitarles las misivas y las encomiendas. Todo esto
se da en un ambiente de juego, risa y diversión.
Algunos viajeros son robados, aunque otros logran eludir a los malhechores. Por
lo tanto, la cartas y encomiendas quedan a buen recaudo y llegan a la apacheta, don-
de esperan los familiares. Entonces son entregadas a sus destinatarios y leídas en voz
alta por cada uno. La risa y el humor se apoderan del escenario. Es común escuchar
el consejo de que el viudo se consiga otra mujer e incluso se dan nombres de algunas
candidatas. También se lee que envían plata para comprar haciendas y otros más son
propuestos como candidatos del pueblo.
Después, en el mismo lugar, los familiares se quitan las ropas de luto. La ropa de
color se apodera de ellos, pues el negro y la tristeza no serán más el sentimiento que
los caracterice, hasta que se produzca otra pérdida. La música suena, se canta, se bai-
la y se toma hasta las últimas consecuencias. El corazón de los familiares vuelve a re-
gocijarse y se concluye así con los rituales relacionados con los difuntos.
Conclusiones
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Resumen
Abstract
L
a muerte es un tema central en el budismo, un sistema religioso que por más
de dos mil años ha tenido una enorme influencia en el pensamiento, la vida
cotidiana y las instituciones de distintas sociedades asiáticas. Esta religión
surgió en la zona del río Ganges, muy cerca de la frontera entre las naciones que hoy
conocemos como la India y Nepal, y en pocos siglos se expandió desde allí por dis-
tintas regiones del sur, el sureste y el centro de Asia, así como el Oriente extremo.
Todas las corrientes del budismo reconocen la figura del Buddha como el fundador
de este sistema religioso. Aunque no existe un consenso definitivo acerca de la épo-
ca exacta en que este personaje vivió y plantó las semillas de lo que se convertiría en
uno de los fenómenos asiáticos más influyentes, algunos académicos modernos la si-
túan entre los siglos vi y v antes de la era común.1
La vida del Buddha, expresada en numerosos relatos hagiográficos que aparecen
aquí y allá en la literatura religiosa, ha constituido el modelo a seguir para muchos
practicantes budistas, laicos y monásticos. Así, las ideas y conductas budistas relacio-
nadas con la muerte tienen su modelo en algunos pasajes de la biografía sagrada de
este personaje. Uno de los más característicos nos lleva a una época de su existencia
en que aún no era “el Buddha”, sino un príncipe de nombre Siddhārtha, entregado
a una vida de placeres.
El relato, el cual aparece en numerosas fuentes,2 revela que el príncipe tuvo cua-
tro encuentros contundentes. En uno de ellos, el joven de diecinueve años contempló
un cadáver en plena calle y comprendió que él mismo moriría algún día. La ansie-
dad que le produjo el reconocimiento de su propia mortalidad lo impulsó a retirarse
de su vida mundana y relajada, y a convertirse en un renunciante religioso que bus-
caba obtener el estado inmortal.
En el budismo la muerte representa un recordatorio constante de la impermanen-
cia de todos los fenómenos, incluida la vida humana, y por lo tanto es una fuente de
angustia. En contraposición, el llamado “despertar”, la experiencia inefable que con-
virtió a Siddhārtha en el Buddha —literalmente “el Despierto”—, se concibe como
un estado que lo liberó por completo del acecho de la muerte. En efecto, según el
pensamiento budista, ya nunca más renació, por lo que tras esa vida tampoco volvió
a morir, sino que trascendió en definitiva a la muerte.
1
Las fechas de nacimiento y muerte del Buddha siguen siendo un tema de debate académico. Véase
Hirakawa (1990: 22-24).
2
Este relato aparece en fuentes de distintas escuelas del budismo indio, tanto en sánscrito como en pali.
Algunas de ellas son Nidānakathā (Davids, 1880: 166-168), Mahāvastu (Jones, 1952: 134-161) y Buddhacarita
(Olivelle, 2008: 59-84).
Esto nos lleva a una de las ideas más importantes de la doctrina budista: el rena-
cimiento y la remuerte. En los textos que relatan la experiencia del “despertar” del
Buddha, se cuenta que él adquirió la prodigiosa capacidad de recordar todas sus vi-
das pasadas, así como las existencias pasadas de todos los seres vivientes en el mun-
do; en consecuencia, comprendió que la muerte no se experimenta una sola vez, sino
un número infinito de ocasiones.3
Los seres vivientes, explica el budismo, nacen y mueren dentro de la llamada “rue-
da de la existencia”, un gran sistema impersonal al que se encuentran encadenados
y que se caracteriza por la transitoriedad, por la ausencia de sustancias eternas, por
la aflicción y por la insatisfacción. De acuerdo con la doctrina budista, en esta gran
rueda existen seis ámbitos de renacimiento, y todos los seres vivientes ya han renaci-
do y fallecido en ellos y lo seguirán haciendo de manera indefinida.4
Ante esta perspectiva tan angustiante no sorprende que los antiguos budistas desarro-
llaran múltiples estrategias para enfrentar la inminencia de la muerte, entre las que
podemos incluir la práctica de generar mérito para asegurar un renacimiento afortuna-
do. En cuanto a las meditaciones sobre la muerte, tenían el objetivo de eliminar el miedo
y preparar al individuo para esa experiencia inevitable. En este tipo de prácticas, vigen-
tes en nuestra época, el meditador, por lo común un monje o monja, debe concentrar-
se mentalmente en las etapas de descomposición por las que pasa un cadáver. Se afirma
que esto le permitirá entender que su cuerpo es insustancial y perecedero, de modo que
eliminará el aferramiento hacia sus componentes materiales. En los casos más extremos,
el ejercicio de concentración no era mental, sino que se llevaba a cabo en el carnero, en
presencia de cadáveres reales en distintos estados de descomposición.5
Ahora bien, más allá de servir como recordatorio de la propia mortalidad, para el bu-
dismo monástico el cadáver carecía de importancia, pues en su pensamiento los factores
mentales y físicos que componen a la persona se separan tras la muerte, la conciencia
adopta un nuevo cuerpo y queda desligada del anterior. En consecuencia, cuando un ser
3
Para un recuento breve de esta experiencia, véase Penner (2009: 33-37).
4
Este tema es demasiado complejo e involucra diferentes estratos de la doctrina budista; por ejemplo, la
cosmología, la teoría del karma y el proceso de muerte. El nacimiento en alguno de los seis ámbitos de
renacimiento depende del karma y del mérito acumulado por la persona. La duración de la vida en cada
uno de ellos es radicalmente distinta. Mientras que se considera que un humano puede vivir un siglo, la
vida de otros seres se extiende durante millones de años. Una explicación breve se puede consultar en
López (2009: 53-78).
5
La meditación acerca de la muerte se conoce técnicamente como “meditación sobre lo asqueroso”. Es
una práctica que se recomienda para personas cuyo temperamento tienda hacia el deseo sensual y sexual.
Una explicación detallada de esta práctica y sus etapas se encuentra en Shaw (2006: 101-108).
6
En su forma completa, el texto se encuentra en varias fuentes tibetanas, específicamente en los Kanjurs
o cánones de Derge, Pekín, y del Palacio de Tog; también se conocen algunos fragmentos en los manus-
critos de Gilgit. Para referencias más precisas, véase Schopen (1997: 204-237).
7
Las “tres joyas” son los tres objetos de mayor veneración en el budismo: el Buddha, quien representa al
maestro que enseña el camino a la liberación; el Dharma o cuerpo de enseñanzas, y el Saṅgha, que es la
comunidad de monjes. La transferencia del mérito es una práctica central en casi todas las formas de bu-
dismo. Ésta consiste en dedicar el mérito que uno recibe por alguna acción virtuosa en beneficio de otros.
sin embargo, logró conciliar sus intereses con los de otros sectores de la sociedad. Por
un lado buscaba acallar las críticas de sus detractores, quienes ya no estaban en po-
sición de difamarlos por no realizar los ritos correspondientes; por otro, la preocupa-
ción de los laicos ante el vacío de ritos funerarios se vio tranquilizada por medio de
la prescripción de prácticas precisas y detalladas, las cuales les indicaban que, si se
unían a la orden budista, recibirían las honras fúnebres adecuadas.
Pese a que el texto indica que en este caso la presión era externa, no hay que de-
jar de lado la posibilidad de que existiera cierto interés tanto de los miembros de la
comunidad monástica como de los adherentes laicos, quienes tendrían preocupacio-
nes similares sobre sus propias experiencias tras la muerte. En suma, al ceder ante la
presión externa la comunidad elaboró una propaganda efectiva en cuanto a los bene-
ficios de pertenecer a ella, y al flexibilizarse ante una posible presión interna,cubrió
las necesidades rituales de sus propios miembros.
Es posible concluir que la prescripción de reglas y prohibiciones en torno a este y
otros temas obedeció en algunos casos a la necesidad de la orden budista de amol-
darse a la sociedad en la cual se desarrollaba, y no por necesidad a preceptos doctri-
nales vinculados con los principios éticos o la pureza ritual. La comunidad de monjes
se vio precisada a mantenerse flexible ante las presiones de la sociedad, la cual de-
mandaba ciertas concesiones, y durante ese proceso fue domesticada socialmente al
adoptar prácticas exigidas por sectores fuera de ella.
Bibliografía
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Hirakawa, Akira, “Birthdate of the Buddha”, en A History of Indian Buddhism: from Śākyamuni to Early
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López, Donald, “El Universo”, en El Buddhismo. Introducción a su historia y enseñanzas, Barcelona,
Kairós, 2009, pp. 53-78.
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York University Press, 2008, pp. 59-84.
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Their Interpretation, Nueva York, Oxford University Press, 2009, pp. 33-37.
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Canon, Londres, Routledge, 2006, pp. 101-108.
Schopen, Gregory, “On Avoiding Ghosts and Social Censure. Monastic Funerals in the Mūlasarvāstivāda-
vinaya”, en Bones, Stones, and Buddhist Monks, Honolulú, University of Hawaii Press, 1997, pp. 204-237.
Resumen
En esta investigación se describe quiénes son los animeros de las parroquias de Guanando y La
Providencia, en la zona rural de la provincia de Chimborazo, Ecuador; en qué consiste su práctica
ritual, su devoción por las almas de los muertos y cómo opera su mediación entre los vivos y los di-
funtos. La metodología empleada en la presente etnografía —realizada como parte de una tesis de
maestría en estudios de la cultura— consistió en la recopilación de testimonios de tales personajes,
de los habitantes de las localidades y la documentación audiovisual registrada. Aunque los animeros
se definen a sí mismos como “servidores de almas”, es factible pensar en ellos como una autoridad
espiritual en torno a la devoción a las almas, pues en la práctica guían procesiones, rezos y cánti-
cos para los muertos sin la intervención de un religioso.
Palabras clave: animero, muerte, ritual, etnografía, Día de los Difuntos, cementerio, devoción, almas.
Abstract
This research aims to describe the animeros in the rural communities of Guanando and La Provi-
dencia (Chimborazo, Ecuador), their practice and their role in mediation between the living and
the dead. The methodology used in this ethnographic research—which is part of a master’s the-
sis in Cultural Studies—was to compile testimonies from these men and the inhabitants of the lo-
calities, as well as audiovisual documentation of the practice. Although animeros define themselves
as “servants” of souls, it is possible to think of them as spiritual authorities operating around the
devotion to souls, because they lead processions and prayers for the dead, without the interven-
tion of a priest.
Keywords: animero, death, ritual, ethnography, Day of the Dead, cemetery, devotion, souls.
L
a víspera del Día de los Difuntos, los animeros, hombres encargados de pedir a
los vivos un rezo por las almas de los muertos, se preparan para cumplir con un
ritual que se lleva a cabo durante noviembre en las parroquias de Guanando y
La Providencia, provincia de Chimborazo, en el centro andino de Ecuador.
A la medianoche del 1 de noviembre caminan hacia el cementerio de su comuni-
dad, se colocan una túnica blanca y toman una bandeja en la que reposa una calave-
ra. Con la mano libre sujetan una campanilla y la agitan para despertar a los muertos
y hacer un pedido para los vivos: “Recordad, almas dormidas de ese profundo sue-
ño,/ rezarás un padrenuestro y un avemaría/ por las benditas almas del santo pur-
gatorio/ y por amor a Dios”.
Con tales versos empiezan sus recorridos en ambas parroquias. Se detienen en cada
esquina, repiten el canto y esperan a que los habitantes de las localidades salgan de
sus casas a rezar por los difuntos y a depositar una limosna con la que al final del mes
pagarán una misa por la salvación de las almas del purgatorio.
Hasta 1944, Guanando y La Providencia fueron un solo territorio. A partir de en-
tonces La Providencia quedó considerada como parroquia y dejó de llamarse Calle
Pata. Aunque ahora son territorios distintos, comparten la práctica ritual de los animeros,
sujetos que transitan por la frontera entre los vivos y los muertos mediante la devoción
por las almas de los difuntos, a las cuales les atribuyen protección en momentos difíciles.
El canto de los animeros, cuya distribución geográfica en el territorio ecuatoriano ex-
plico adelante, se divide en dos llamados. El primero es una invocación a las almas que
reposan en el camposanto. Al decir: “Recordad, almas dormidas de ese profundo
sueño”, el animero despierta a los espíritus para iniciar un recorrido durante el cual
recoge rezos u oraciones para el descanso y la salvación de las almas, sobre todo de
aquellas que, según creen, están en el purgatorio o han sido olvidadas por sus familia-
res. La segunda parte del canto está dirigida a los vivos: “Rezarás un padrenuestro y
un avemaría/ por las benditas almas del santo purgatorio/ y por amor a Dios”. El
pedido es claro y evidencia una relación con el catolicismo, del cual los animeros que
fueron entrevistados se declaran practicantes.
Ambas partes del canto denotan la intermediación de estos personajes entre la
vida y la muerte. Es posible considerar su figura, la cual porta elementos de ambos es-
pacios, como un punto de unión entre ellos. Por una parte, según la creencia de los
animeros una procesión de almas camina detrás de ellos. Por otra, frente a estos hom-
bres se detienen los vivos para entregar una limosna —reunida para pagar una misa por
las almas de los fieles difuntos, el último domingo de noviembre—, además de besar el
crucifijo y la calavera que ellos llevan en una señal de que su clamor ha sido escuchado.
[…] la forma como estos sectores de población expresan sus creencias y comportamientos
ante lo sagrado están más acordes con las costumbres, las tradiciones, los modos de vida y
las condiciones socioeconómicas de los grupos humanos rurales y urbanos, donde estas de-
vociones se manifiestan colectivamente […]
La religiosidad popular pertenece al pueblo, tiene sus raíces en el pasado aborigen de
religiones cósmicas (como Mircea Eliade denomina la religiosidad de los grupos huma-
nos que viven inmersos en la naturaleza) y constituye un conjunto organizado de creencias
mágico-religiosas, transmitidas por tradición oral, aunque influidas de todos modos por el
proceso histórico seguido por las creencias y prácticas de la religión oficial. Por su misma
naturaleza la religión popular es de carácter sincrético [Villa, 1993: 67].
Enrique Dussel va un poco más lejos en esa categoría, la cual es transversal a esta in-
vestigación, y plantea que la religiosidad popular es un campo en conflicto donde se
disputan intereses de una cultura popular y prácticas hegemónicas. Él señala que los
sujetos constituyen un mundo religioso o un sistema de creencias que dan sentido a
la vida cotidiana, al dolor, a la muerte y al trabajo, entre otros aspectos. El deseo de
alimentar al espíritu con oraciones son formas de aliviar entre los vivos la ruptura
que genera la muerte por la separación física. De acuerdo con Villa, éste es el punto
de partida para el culto a los muertos.
La importancia cultural del culto a los muertos reside en que las relaciones afectivas de los
vivos con sus muertos no se rompen con la muerte, sino que, desprendiéndose de la creen-
cia en la existencia de otra vida y la esperanza del futuro reencuentro, los lazos entre unos
y otros no sólo se mantienen, sino que se estrechan de un modo especial gracias al víncu-
lo sagrado que los consolida [Villa, 1993: 123].
Ahí hay unos que seguramente rezarán, otros que van sólo por la curiosidad de ver pasar un
hombre vestido de blanco. Entonces no estoy convencido de que sea tan eficiente y tan efi-
caz como oración [para las almas]. También un alcalde en Riobamba [capital de la provincia
trabajo. El miedo, el susto, el frío, no sé cuántas cosas: es algo especial, algo único en este sec-
tor del Ecuador el ser animero. Ser animero es ser un apóstol. Por eso agradecemos en esta
eucaristía ese carácter, esa fuerza, esa voluntad con que realizan esta misión que Dios les ha
dado. No es una afición, un hobby. Así ellos han escogido. Es una misión sagrada.
Discusión
Los animeros de Guanando y La Providencia, los sitios escogidos para este trabajo, no
son los únicos que realizan ese ritual en Ecuador. Durante un breve rastreo de la prác-
tica se encontró que se lleva a cabo en otras zonas de la sierra ecuatoriana: en la misma
provincia de Chimborazo, en Quimiag, Bayushig, Cubijíes, Yaruquíes, Riobamba y Pe-
nipe; además ocurre en el cantón Patate, de la provincia de Tungurahua, y en la parro-
quia Puéllaro de la provincia de Pichincha, todas ellas con población mestiza.
Un caso particular y más estudiado es el del animero de Caldera, en el valle del
Chota, ubicado en los límites entre las provincias de Imbabura y Carchi. La población
de esa zona es afroecuatoriana y la práctica posee algunas variantes, descritas por la
antropóloga Daniela Peña (2012). Otra autora que ha trabajado este caso es Federi-
ca Peters (2015). Ambos estudios son un aporte valioso debido a la falta de documen-
tación académica en cuanto al caso del centro andino, y una guía fundamental en
la presente investigación, además de los registros de prensa localizados sobre los ani-
meros, los cuales han permitido hacer un mapa de los lugares donde se realiza el ritual.
La comparación con el caso afrochoteño es un camino para identificar pistas
sobre el origen de la práctica. Aunque el presente texto tiene como objetivo descri-
bir el ritual de los animeros de Guanando y La Providencia, de igual modo preten-
de abrir preguntas acerca de estos personajes. Una de ellas es cuál es el origen de la
práctica y cómo ha cambiado con el tiempo, si es que lo ha hecho.
Peña apunta que en la zona del valle del Chota el ritual es conocido como el “sa-
que de almas”, que ocurre a lo largo de octubre. Cubierto con un poncho de lana y
llevando en sus manos un palo que hace las veces de bastón y una campanilla, el ani-
mero inicia su recorrido en el cementerio. Peters (2005: 28) señala que en la cuenca
del río Mira, en particular en San Juan de Lachas, el animero busca a las almas en el
cementerio y las lleva en procesión: “Después de la una de la mañana, junto con el ani-
mero, las almas regresan al cementerio, donde él las encierra. Regresan al encuentro
con Dios y el animero, protegiéndose otra vez con unas oraciones, regresa a su casa”.
El canto del animero afrochoteño de la localidad de Caldera es diferente al del
centro andino y lleva por nombre Grito de las almas. Los versos dicen:
Oíd gritos, oíd ayees/ y escucha tristes gemidos/ de tus parientes y hermanos/ que en fue-
go viven cautivos./ Vengan todos, aliviemos/ a nuestros padres y hermanos/ de esas pe-
nas, de ese fuego,/ de esos terribles tormentos./ Levanten, hermanos míos,/ a rezar un
padrenuestro/ y un avemaría/ con las benditas ánimas,/ las del purgatorio,/ por el amor
de Dios [Peña, 2012: 9-10].
En el caso del animero afro, éste canta tres estrofas, compuestas de cuatro y seis ver-
sos, mientras que el chimboracense canta una estrofa de cuatro versos. Si bien la ex-
tensión es diferente, se evidencia que la última estrofa del canto afro es similar a la
andina. Palabras como “levanten” y “recordad” componen el inicio y son un llama-
do para que los espíritus salgan de los cementerios y despierten del sueño de la muer-
te. También en ambos casos está el pedido de rezar “un padrenuestro y un avemaría
[por las] benditas almas/ánimas del santo purgatorio”. El ruego se hace en los dos
cantos “por amor a Dios”.
Otra diferencia es que los animeros afrochoteños reciben una contestación en for-
ma de salve por parte de los habitantes. En este caso las personas esperan en sus ca-
sas y responden detrás de la puerta, mientras que en las parroquias estudiadas los
pobladores esperan al animero fuera de sus hogares, y algunos se congregan cerca
de la iglesia para, una vez terminado el recorrido, entrar al cementerio y orar jun-
to a las tumbas.
En ambos animeros reside la creencia de que una procesión de almas camina de-
trás de ellos para recibir los rezos de los vivos, por lo que tienen como regla nunca
volverse para mirar porque, según dicen, verían a los espíritus.
Peña indica que “[…] los animeros no pueden regresar a ver porque atrás de
ellos van las almas. Tampoco pueden llegar a las puertas de las casas de frente, tie-
nen que hacerlo de costado. En cada casa se detienen para rezar y cantar el Grito,
que en su letra católica describe el dolor de la Virgen por la muerte de su Hijo”
(Peña, 2012: 14-15).
El señor animero ha tenido un enemigo, y aprovechando que él anda solo así, la noche con
las almas ha salido pues a pegarle detrás, pero no le ha sabido, el animero no le ha hecho
nada a la persona que anda, pero dicen que las almas le han dado demás, cosa que era en-
fermo, oiga, pero sin hacerle nada al señor, sólo las almas decían, por eso nadie se atreve a
enfrentarle al señor cuando está así cantando [Peña, 2012: 14].
En el caso de Guanando, Francisco Ocaña, habitante de esa parroquia, dice que las
almas “les acompañan. Uno no oye, pero cuando está una persona que le vaya a ha-
cer daño no les deja; la bulla viene atrás y el que va a hacer daño cree que hay rumor
de gente”. El propio Ocaña relata que, en una ocasión, un grupo de jóvenes intentó
asustar a un animero. Cuando él estaba por pasar, uno de los muchachos se cubrió con
una sábana y se acostó en medio del camino. El animero siguió por un lado. Cuan-
do los amigos del joven fueron a verlo, el otro había muerto.
Estos relatos dan cuenta del reconocimiento de los animeros entre la comunidad, lo
cual refuerza el planteamiento de que ellos hacen las veces de guías cuando se trata de
la devoción a las almas y como un nexo entre la vida y la muerte al ofrecer oraciones a
los difuntos.
Los habitantes de las parroquias cuentan de manera repetida esas historias cuan-
do se les pregunta acerca del animero y la devoción a las almas. Ellos atribuyen tal
acontecimiento a la “protección” que este personaje recibe de los espíritus por ser
quien se ocupa de orar por ellos.
De acuerdo con Villa, en ese intercambio de doble vía con las almas subyace un
temor que hace que los vivos procuren darles a los muertos paz en sus tumbas. Ci-
tando a Vincent Thomas, la autora señala:
Existe un temor adicional que ha echado raíces en la idea de que el alma de los muer-
tos influye en los vivos:
Ese miedo a la influencia de los muertos sobre los vivos, el cual deviene acciones para
reconfortar a los espíritus, también puede pensarse como una práctica para evitar el
olvido. Los muertos, dice Villa, sobreviven por su descendencia —hijos, nietos— y
por la intención de mantener vivo su recuerdo.
Conclusiones
tienen poca población. Estos espacios de convivencia invitan a pensar en los anime-
ros como en una autoridad espiritual paralela en torno a la devoción de las almas.
El reconocimiento que obtienen por parte de la comunidad y los relatos en que
resultan protegidos por las almas dan pie para considerarlos más que unos “servi-
dores”, como ellos mismos se nombran.
La figura de los animeros puede considerarse como un nexo entre los vivos y los
muertos, pues, de acuerdo con la tradición, ellos llevan tras sí a las almas que des-
pertaron del cementerio para reencontrarse con los vivos, los cuales les ofrecen una
oración por su descanso. Es decir, se trata de personajes fronterizos en quienes la re-
ligiosidad popular ha encontrado un mecanismo para evitar el olvido de los muertos.
Bibliografía
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_____, entrevista con Nahin Mazón, Guanando, 1 de noviembre de 2014 y 1 de noviembre de 2015.
_____, entrevista con Vicente Montero, La Providencia, 28 de noviembre de 2015.
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Villa Posse, Eugenia, Muerte, cultos y cementerios, Bogotá, Disloque, 1993.
Resumen
Este artículo se enfoca en atender el fenómeno de la muerte con base en la otredad cultural. Las dis-
tintas percepciones entre pueblos del continente africano, el noroeste de Siberia y el norte del conti-
nente americano gestan una prolífica imagen en torno a la muerte, ya que la idea acerca de ésta no se
concibe de igual forma en todos los pueblos. El objetivo es considerar la otredad cultural como una
experiencia donde la diversidad de pensamientos, interpretaciones y categorías que dan los distintos
grupos humanos significa acercarse a comprender con mayor sensatez el fenómeno de la muerte, el
cual es universal, aunque por fortuna no es un hecho que la interpretación simbólica, mítica o ritual
tenga que ser un objeto universalizable u homogéneo en las ciencias humanas.
Abstract
This presentation focuses on the phenomenon of death based on cultural otherness. Different per-
ceptions among peoples living on the African continent, northwestern Siberia, and the northern
part of the American continent offer a rich picture of life and death, confirming the idea that death
is not conceived in the same way by different peoples. The objective is to consider cultural other-
ness as an experience in which the diversity of thoughts, interpretations and categories attributed
by different human groups implies a more discerning approach to understand the phenomenon of
death. Although death is a universal phenomenon, fortunately the symbolic, mythical and ritual in-
terpretation need not be a universalizing or homogeneous subject in the human sciences.
Marco teórico
P
resento la siguiente exposición inscrita en un marco teórico que va de lo gene-
ral a lo particular, en su díada diversidad/semejanza,1 la cual propone como
objeto de estudio la diversidad cultural.
En esta tesitura, la otredad cultural es fundamental para la compresión del pen-
samiento humano en torno al concepto y naturaleza de la muerte. Asimismo, el
género anthropos, con sus distintas explicaciones, gesta un conocimiento de rique-
za infinita.
Objetivo
1
“El estudio desde la perspectiva de la díada permite la aproximación a la diversidad en cuanto a sus
magnitudes, sus calidades, sus trayectorias históricas, su valor en la transformación y construcción de las
culturas […] Como es fácil de comprender, este estudio conduce al desarrollo de los estudios compara-
tivos, ya en su aspecto diacrónico para entender el proceso permanente de formación de una tradición,
ya en su aspecto sincrónico que permite apreciar la especificidad de las distintas formaciones culturales
dentro de un panorama contextual amplio y significativo” (Gámez y López, 2015: 12).
Las obras de arte más antiguas surgieron, como sabemos, al servicio de un ritual que pri-
mero fue mágico y después religioso. Ahora bien, es de importancia decisiva el hecho de
que esta existencia aurática de la obra de arte no llega nunca a separarse del todo de su
función ritual. En otras palabras: el valor único e insustituible de la obra de arte “auténti-
ca” tiene siempre su fundamento en el ritual [Benjamin, 2003: 49-50].
vecinos a través de los ojos del nkisi y castigar. Cuando un habitante comete alguna
infracción moral ante la comunidad, se gesta un pacto con el nkisi. Entre las funcio-
nes que cumple en la estructura de la sociedad kongo está la de ser juez y sancionar
los delitos que lleguen a acaecer en la comunidad; el infractor debe cerrar ese pacto
al colocar un clavo o pieza metálica en el cuerpo del nkisi, y cada pieza metálica indi-
ca una relación estrecha con la figura antropomorfa. Por otro lado, vigila de posibles
pestes, enfermedades o catástrofes climáticas que se avecinen contra la aldea. Inmer-
sos en esta lógica, existen casos donde la comunicación con los muertos a través de
nkisi se manifiesta con un fin particular, como crear daño espiritual a algún enemigo
y causar su muerte.
Para provocar el daño hacia alguna persona de la comunidad, se consulta al espí-
ritu del muerto depositado en la figura. Por lo común, la noción occidental lo deno-
mina como “brujería”. Dentro de la polisemia del término, también se asocia con la
idea de daño a una persona por parte del nkisi.
El solicitante busca al nganga, quien indica los elementos que debe llevar el cuer-
po del nkisi; por ejemplo, los cabellos de la persona a quien se le ocasionará la acción
negativa contra su espíritu, o bien, uñas, tierra de la huella de un elefante, pedazos
de hierro, cuernos de antílope, testículos de cocodrilo, fragmentos de ropa, fibras ve-
getales, cortezas de árbol, reliquias o talismanes de algún muerto asociado con una
persona con epilepsia o relacionados con gemelos, o de quien haya sido un podero-
so nganga en vida.
Ante este hecho cultural, la lógica bantú justifica la muerte de las personas, pues el
poder magnánimo del muerto se conjuga con la preparación y activación de las cargas
medicinales en un complejo conocimiento para formar parte de los elementos fundamen-
tales para el éxito de las acciones que produce el muerto contra algún individuo.
En otros casos el paciente puede requerir la ayuda del antepasado muerto; así, en
el ethos bantú el ancestro acompaña la fortuna del solicitante; además, puede causar la
muerte de alguna víctima mediante una solicitud concedida por el poder del nkisi.
Esta construcción cultural es la concepción por excelencia y la causa de muerte
natural entre los bantúes; de hecho, para nuestra construcción occidental parecería
algo “sobrenatural”. Sin embargo, en este sentido acudo a esclarecer el concepto de
“sobrenatural” como bien lo plantea el antropólogo británico Evans-Pritchard:
Tenemos la idea de la ley natural, y la palabra “sobrenatural” apunta, para nosotros a algo
que excede las habituales operaciones causales, pero bien puede ser […] algo muy distin-
to en todo esto. Por ejemplo, muchos pueblos están convencidos de que la muerte se debe
a la brujería. Decir que la brujería constituye para ellos algo sobrenatural corresponde
poquísimo a lo que ellos piensan, pues a su juicio no hay nada más natural […] En ver-
dad, para ellos, si alguien no muriera por embrujos, lo exacto sería decir que no había
muerto de muerte natural: el embrujo es la causa natural de la muerte [Evans-Pritchard,
1991: 175-176].
Bajo la misma perspectiva presento otro fenómeno de bellas tallas plásticas. Las estatua-
relicarios del grupo fang se diseminan a lo ancho de Guinea Ecuatorial y el noroeste
de Gabón, y son un ejemplo exquisito para concentrarnos en el tema de la expiración
humana (figura 2).
Portadoras del linaje familiar, en el interior de las mismas se guardan las reliquias
del antepasado fallecido. Secciones de osamentas, amuletos e indumentarias se ocul-
tan en una caja —el soporte de los relicarios— con otros objetos de culto, sobre la
cual prácticamente se deposita y guarda el poder del antepasado común, a modo de
concentrar su fuerza vital, que aún deambula entre la familia.
El culto y el ritual son vigilados por un anciano, quien imprime y provee de la fuer-
za a la estatua y los restos óseos que contiene. A estos últimos se les ofrece y rocía la
sangre de una cabra. El cráneo, partido a la mitad, recibe el líquido vital, que tam-
bién es depositado sobre otros huesos, como el fémur y la mandíbula. Así los restos
adquieren mayor poder, para que el muerto se alimente en el interior de la caja en la
estatua-relicario de los fang en Gabón y Guinea Ecuatorial. En este sentido, François
Neyt comenta con acierto:
Figura 2
Porque en el momento en que la carne, los músculos y hasta los huesos desaparecían, ellos
conservaron en receptáculos cilíndricos de corteza, del tamaño aproximado del cráneo, algu-
nos restos humanos, soportes de rituales y de sus cultos. Los ancianos guardianes de las reli-
quias debían reconocerlos: tal forma del cráneo, tales huesos largos, tal mandíbula y hasta los
dientes solos, semejantes a piedras inalterables que resisten al desgaste por el paso el tiempo.
Poder nombrar al ancestro volvía su recuerdo presente, activo y operativo [Neyt, 2015: 138].
A las esfinges esculpidas se les honra con un rito durante el cual se manipulan las imá-
genes al estilo de una marioneta; delante de una cortina de bambú se exponen los
restos óseos y los cráneos a utilizar. Se agita a las esfinges con frenesí, se les habla e
invoca, se entabla la comunicación con la entidad que cohabita en el interior e inclu-
so se les amenaza. La presencia de la música de xilófono, flauta y el tambor resultan
esenciales, pues mediante el sonido los espíritus pueden viajar con mayor placer. Ta-
les rituales iniciáticos se ejecutan durante varios días, y niños y mujeres tiene prohi-
bido observarlos. Más tarde, esas figuras pueden servir como soporte de unas de las
columnas de las casas, tal como se aprecia en la figura 3.
Figura 3
Al respecto, Neyt comenta: “Las esfinges […] muestran […] la necesidad innata de
las familias y de los linajes de perpetuar el culto ancestral y manifestar el hecho de que
esos ancestros vinieran a reencarnar en las generaciones actuales” (2015: 138).
Esta aseveración es una sensata aproximación a la lógica de la creación de las es-
tatua-esfinges y los guardianes del relicario, quienes son fundamentales para la efigie,
pues se encargan de cuidar el relicario de intrusos malintencionados, con el linaje de
una familia en específico.
Ahora daré un “salto cuántico” para demostrar otra noción “similar” en la cosmovi-
sión, aunque distinta en relación con las prácticas culturales relacionadas con la muerte.
Entre los pueblos cazadores del bosque siberiano se encuentran los tunguses, los obio-
grio y los samoyedos. El pensamiento que comparten contiene semejanzas destaca-
das en torno a la muerte y la práctica de la caza (figura 4).
Partimos del hecho de que la negación de la muerte impera entre estos grupos hu-
manos. La idea o concepto de muerte no existe como un suceso ordinario en el voca-
bulario locativo en relación con el deceso de humanos ordinarios y animales muertos
durante la cacería. Tal noción sólo aparece en dos casos: 1) para referirse a un enemi-
2
“Se constata la existencia de otros seres humanos, es decir, seres de la misma especie, pero pertenecientes
a una colectividad diferente a la propia, por lo que se acepta como otra la existencia de otros seres huma-
nos, de sus usos y costumbres, sus formas de vida y expresión, sus instituciones y conocimientos y sus
Desde el depósito de sus restos un interdicto total involucra al lugar funerario. No se debe
voltear a él al abandonarlo, ni regresar a éste posteriormente. “Es más, con el fin de extra-
viar el alma del muerto que, según se teme, está tentada a regresar con los vivos, se toman
diversas precauciones para borrar o poner trabas al trayecto que se utiliza para llegar a ese
opiniones y sueños. Así pues la alteridad emerge del contacto cultural y es, en cierta forma, uno de sus ele-
mentos constitutivos, pero sin que sea idéntica a él ni tampoco su consecuencia inevitable” (Krotz, 2002: 378).
depósito.” Éste debe permanecer en el medio forestal, pues es desde ese lugar que el alma
debe renacer [Hamayon, 2011: 47].
La finitud de la vida entre los pueblos siberianos se concibe con exactitud como una
existencia de cantidades infinitas en el mundo. La relación de intercambio respec-
to a los espíritus de animales en el bosque significa así un pensamiento simbólico de
eternidad cósmica.
Por otro lado —para seguir con los pueblos del norte de Siberia—, el aprendizaje
de técnicas y saberes se gesta desde un plano muy lejano. Ese espacio es custodiado
por los espíritus de los muertos y antepasados jefes del clan o el linaje.
El ilustre Mircea Eliade, en su erudita y magna obra El chamanismo y las técnicas ar-
caicas del éxtasis (1986), relata un acontecimiento entre los avam-samoyedos, donde se
muestra la enfermedad sufrida por un joven que cae moribundo por la viruela. Tras
caer inconsciente por siete días con sus noches, sobreviene la etapa de iniciación, y a
través de esta enfermedad inicia el aprendizaje de las técnicas médicas. En este sen-
tido cabe destacar que cuando una persona queda inconsciente por algún motivo de
enfermedad, esa condición es considerada como una etapa de sueño prolongado,
proceso de una muerte temporal, periodo en que se da comienzo a la iniciación. Es
decir, entre la travesía del espacio sagrado del reino de la muerte, donde se adquiere
un gran poder, se dan las instrucciones, los instrumentos y el tratamiento de las en-
fermedades a enfrentar con la nueva condición de médico y consejero.
Entre diversas culturas los instrumentos para erradicar las enfermedades son de vi-
tal importancia. Los tambores, las sonajas y los amuletos son algunos elementos de la
indumentaria y parafernalia que ayudan en la cura de las enfermedades entre los pue-
blos yakutes, tunguses, siberianos y esquimales.
El arte de los indios de Norteamérica resulta extraordinario —no existe otro adjetivo
para denominar su producción artística—. Los pueblos del noroeste de Canadá go-
zan de una tradición donde el chamanismo impera en sus prácticas cotidianas, y el
arte no se encuentra exento de esta condición. La muerte es una experiencia donde
precisamente se gesta la actividad sagrada.
En la bella talla de la costa noroccidental del Canadá mostrada en la figura 5 se
observa una grulla y los tentáculos de un pulpo, elementos que remiten al espacio de
Figura 5
las aguas primordiales del mar, lugar donde se obtienen tanto los dones para curar las
enfermedades provistas por la dueña de los animales marinos, así como los diseños a
elaborar en las finas esculturas de madera de cedro, modelos que se aprenden gra-
cias a la intervención de los espíritus auxiliares de los animales, las plantas y, por
supuesto, la energía vital de los espíritus en el mundo de la muerte. Los difuntos pro-
veen los instrumentos y regalan los dones para la cura de las enfermedades. La relación
objeto-salud es intrínseca e inevitable.
Las sonajas empleadas por los médicos en el noroeste del Canadá son el medio
para extraer la enfermedad. La música y el sonido que emiten las sonajas eliminan
la enfermedad. El espíritu del antepasado muerto dirige hacia la cura de la enferme-
dad, pues él sabe extraer el mal depositado en el cuerpo del paciente. Sin embargo,
es el chamán quien puede eliminarla al sacarlo del cuerpo, lo cual ocurre siempre y
cuando el médico y el muerto sean aliados.
El muerto guía y el vivo sana; el muerto sabe y el vivo pone en práctica ese co-
nocimiento. Esta relación se concreta en el mundo de los muertos. Tal etapa iniciá-
tica es una realidad imperativa entre los mecanismos de la lógica entre los pueblos
del norte de América. Su ethos, su visión del mundo está empapada por la interven-
ción de la muerte.
Aquí la muerte cumple un papel preponderante en la constitución del arte de los
chamanes; la muerte y los elementos estéticos que han alcanzado alto renombre en
el mundo de las colecciones de arte y museos del mundo provienen del “mundo tan
temido y terrorífico de la muerte”, aquel espacio e idea que ha construido en forma
tajante la idea occidental. El terror y el miedo son sus principales verbalizaciones.
A modo de conclusión
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Resumen
Este trabajo ilustra las peculiaridades e implicaciones socioculturales del culto a los muertos entre los
otomíes orientales del estado de Hidalgo. En particular se analiza el culto a las “animitas”: muer-
tos prototípicos cuya adoración se lleva a cabo a lo largo del año con base en un complejo sistema de
mayordomías. Destaca la presencia constante de los muertos en la vida cotidiana y el papel desempe-
ñado por el culto a los difuntos en la construcción y consolidación de las relaciones sociales entre los
vivos. Por último, se señala cómo esta práctica ritual se fundamenta en un proceso de abstracción des-
de lo particular hasta lo general, mostrado por la “deificación” o, más bien, la “hipostatización” de
los muertos, donde éstos pierden su identidad individual para unirse al conjunto de los ancestros no
sólo como progenitores del linaje, sino del grupo étnico entero y responsables de su sustento.
Palabras clave: otomíes orientales, antropología social, culto a los muertos, ancestros, sistema de car-
go, intercambio.
Abstract
The aim of this paper is to show the distinctive features and the socio-cultural implications of the
eastern highland Otomí cult of the dead. Specifically, it analyzes the veneration of the so-called
animitas, prototypical dead worshipped throughout the year in a complex system of mayordomías
or ritual obligations. In this study, the dead are a constant presence in everyday life and the pro-
nounced repercussions of this cult shape the construction and consolidation of social relations
among the living. Finally, the article explores how this ritual practice rests on a process of abstraction
from the particular to the general, shown through the “deification,” or rather the “hypostatiza-
tion,” of the dead, in which the deceased lose their individual identity to merge with the collective of
ancestors, not only as progenitors of the lineage, but also of the entire ethnic group, and as such, it is
responsible for the group’s sustenance.
Keywords: Eastern Otomí, social anthropology, cult of the dead, ancestors, cargo system, exchange.
L
a idea central que dirige y justifica este estudio y el análisis de los datos de
campo expuestos aquí1 es que “los difuntos son portadores de vida” (Gali-
nier, 1990: 226); es decir, que su regreso al mundo de los vivos tenga como
objetivo principal fertilizarlo y regenerarlo, una idea recurrente tanto en Todos San-
tos como durante el carnaval, lo cual hace a estas dos festividades momentos de un
mismo ciclo2 (Sevilla, 2011).
Con este breve escrito no pretendo abordar de manera exhaustiva la compleja rela-
ción que une a los otomíes orientales con sus difuntos y el mundo de los ancestros en ge-
neral, ni dar cuenta a plenitud de la amplia simbología que éste proporciona.3 Más bien
tengo la intención de ilustrar una práctica de culto a los muertos muy extendida en el
municipio de San Bartolo Tutotepec, Hidalgo, localmente conocida como “mayordo-
mía de las animitas” (en otomí Maka Mbánza4 o Maka Santo Ánima), a fin de explorar sus
repercusiones tanto a nivel socioeconómico como desde un punto de vista ideológico.5
1
Los datos etnográficos que presento fueron recogidos en el municipio de San Bartolo Tutotepec, Hi-
dalgo, a lo largo de un trabajo de campo empezado en el ámbito de un proyecto doctoral codirigido y
financiado por la Universidad de Padua y la École des Haute Études en Science Sociales (ehess).
2
Al respecto, véanse las concepciones nativas acerca del tiempo y, en particular, la partición del año: en efecto,
este último puede dividirse en temporadas de seca y de lluvia, pero también, como destaca Galinier (1990:
125), en función de las fases equinocciales. En este segundo caso adquiere especial importancia el periodo que
va del equinoccio de otoño —asociado con Todos Santos— al equinoccio de primavera —asociado con el
carnaval—; es decir, un tiempo considerado como nocturno y marcado por la llegada de los muertos.
3
Por estudios de amplio alcance que, entre otros, abordan este tema, remito a las obras de James Dow
(1974), Jacques Galinier (1990) y al reciente trabajo acerca de la ancestralidad otomí de Domingo
España Soto (2015).
4
Por la transcripción fonética de términos otomíes, remito al Diccionario yuhú, elaborado por Artemisa
Echegoyen y Katherine Voigtlander (2007).
5
Antes que nada, debo señalar que, hasta la fecha, en el municipio de San Bartolo Tutotepec se realizan tres
diferentes mayordomías a las ánimas, pertenecientes, respectivamente, a los poblados de San Bartolo, Santiago
y Tutotepec. Los datos presentados en este contexto se refieren en exclusiva a la mayordomía de Tutotepec,
considerada por unanimidad la más antigua y, por supuesto, la que tiene mayor seguimiento de las tres.
Materialmente, las imágenes veneradas por esta mayordomía, es decir, las propias
animitas, consisten en tres platos petitorios de diferentes épocas —1821, 1895 y otra
desconocida—,6 adornados con rosarios y telas de colores a modo de vestimenta, los
cuales se considera que representan a los difuntos en su conjunto, identificados en un
sentido católico con las almas del purgatorio.
Junto a los limosneros, también son objeto de culto, aunque en menor medida,
una estatua de madera de la Virgen con el Niño, así como una pintura de la Virgen
del Carmen, ambos adornados.
El culto se desarrolla a lo largo del año, cuya fecha de inicio y conclusión es el
2 de noviembre, Día de Muertos. Durante ese periodo los mayordomos guardan las
animitas en su altar doméstico durante un mes cada uno, rindiéndoles un culto diario
mediante ofrendas alimenticias, ceras y oraciones. Además, cada 15 días se organi-
za una celebración mayor, constituida por un auténtico velorio: una multitud se jun-
ta en la casa del mayordomo, el cual contrata a un rezandero y una banda de viento
para tocar alabanzas y marchas fúnebres. Las animitas son veladas toda la noche
como parte del duelo general.
Llegado el fin del mes, el velorio termina al amanecer con una procesión —acom-
pañada por la banda que toca Las mañanitas— que lleva las imágenes hasta la casa del
siguiente mayordomo. Con las primeras luces del día se realiza la entrega, con base
en modalidades muy ceremoniosas y rígidamente coreografiadas, las cuales prevén el
“desvestimiento” de las imágenes por parte del mayordomo saliente, quien las entre-
ga así, “desadornadas”, al mayordomo entrante, quien a su vez las “viste” con rosa-
rios y varias prendas antes de colocarlas en el altar.
Mientras tanto, los participantes deben permanecer bailando la música de cos-
tumbre que la banda toca, además de dejar una pequeña ofrenda, por lo general
compuesta por una vela y una rama de flor de coyul.
Al aproximarse el Todos Santos, por lo general entre el 27 y el 29 de octubre, las animi-
tas son llevadas a Tutotepec, centro espiritual de suma importancia en la región y para
esta mayordomía en particular, donde el grupo de mayordomos salientes encuentra a
los entrantes. Durante varios días las dos cofradías actúan en un gran número de proce-
siones, cruzándose o evitándose, en una especie de larga danza cuyo centro es la antigua
iglesia de Tutotepec —un monasterio agustino del siglo xvi— y su cementerio histórico.7
6
Para informaciones más detalladas, véase España Soto (2015: 311).
7
La iglesia de “Tuto”, junto con su panteón, es a menudo definida por los habitantes de la región como
“el centro” o “el ombligo” del mundo (ra Mbʉi Ximhoi): un lugar sumamente sagrado no sólo en relación
con el culto a los muertos, sino también por tratarse del lugar donde se encuentra una campana sagrada
Al llegar a “Tuto”, los mayordomos a cargo desfilan en procesión por el centro del
poblado y dan cuatro vueltas8 alrededor de la iglesia y su panteón, antes de presen-
tarse en la casa donde se levantará el oratorio en que estarán guardadas las animitas
durante el transcurso del ciclo ceremonial. Los primeros dos o tres días se dedican a
los preparativos por los días de fiesta venideros, de acuerdo con una rígida división
del trabajo: mientras las mujeres se ocupan de la laboriosa preparación de la comida
—mole, tamales y atole de chocolate— que será ofrendada y luego repartida entre
todos en los días subsiguientes, los hombres se encargan de adornar el altar, así como
de recoger y arreglar la flor.
El 31 de octubre llega en “Tuto” el grupo de los mayordomos entrantes. Éste es
considerado propiamente el primer día de fiesta, pues es durante la noche cuando se
cree que llegarán las almas de “los angelitos”; es decir, de los niños: las ofrendas en el
altar se multiplican de manera exponencial —suelen pasar de cuatro a 12 o 16 por-
ciones de cada alimento ofrecido—, y a lo largo de la noche las imágenes son vela-
das alternando rezos y marchas fúnebres.
Aquí es conveniente detenernos un momento para enfatizar la clara diferencia
entre los difuntos celebrados el Día de Muertos y los angelitos. De hecho, estos últi-
mos no sólo se festejan un día antes respecto a los muertos “mayores”, sino que tam-
bién gozan de un trato diferente en todos sus aspectos: la comida que se le ofrenda es
específica para niños —por ejemplo, sin chile ni carne—, no se pide por sus almas en
la misa y se les rezan alabanzas especiales en las que se le pide a ellos más que por
ellos (véase el anexo al final de este artículo).
Estas distinciones prácticas descansan en consideraciones de carácter escatológico
y funcional: por un lado, como los angelitos son niños, se les considera “almas puras”,
sin pecado, por las cuales no es necesario pedir ni mediante rezos ni en la misa; por el
otro, como señala Galinier (1990: 229-230), si los difuntos se encuentran estrechamente
vinculados con la esfera de la reproducción y la sexualidad, los angelitos serían muertos
“improductivos”, porque fallecieron antes de llegar a la madurez reproductiva y, por lo
tanto, son incapaces de cumplir con tal función; es decir, fertilizar el mundo de los vivos.
conocida con el nombre de María Magdalena, objeto de importantes celebraciones durante mayo (Pérez,
2011: 86-91).
8
Subrayo aquí la gran importancia simbólica del numeral 4, el cual remite a la idea de completitud. Entre
las varias ocurrencias de tal cifra cabe destacar algunos ejemplos en particular significativos: en la música,
por costumbre se debe tocar cuatro veces el adagio para que el son se considere completo; las ofrendas, en
especial las de carácter alimenticio, se colocan en series de cuatro o sus múltiplos —12, 24, 36…—; cada
quien debe ser mayordomo de la misma imagen al menos cuatro veces en la vida para “cumplir” con ésta.
9
Cabe señalar que hasta la década de 1970, durante la noche entre el 1 y el 2 de noviembre, se realizaba
la llamada “llorada de huesos” (s’oni to’yo), un ritual de aflicción donde se velaban los restos de los ancestros,
guardados en un osario ubicado a un lado de la iglesia. Al amanecer, a cada mayordomo se le entregaba una
calavera envuelta en un trapo negro, la cual era llevada en procesión en las jornadas siguientes. El último día
se enterraba en una fosa cavada en el centro de cementerio, marcando así el final del mandado. Al respecto, y
de acuerdo con el principio por el cual los muertos son agentes fertilizadores del mundo de los vivos, Galinier
(1990: 226) explica que los huesos son objeto de culto en cuanto generadores de líquido seminal y, por lo
tanto, propone interpretar el ritual que a ellos se dirige como representación metafórica de la eyaculación.
El 3 de noviembre se sigue a grandes rasgos el mismo patrón del día anterior: las
animitas son llevadas a la iglesia para la misa, donde las alcanzan los mayordomos
entrantes. Finalizado el servicio, se les lleva en procesión alrededor del cementerio y
luego, una vez más, al oratorio.
Mientras tanto, los mayordomos entrantes colocan su propia ofrenda a las entida-
des extrahumanas en los alrededores de la iglesia, del panteón y en el cerro sagrado:
ha llegado el día de la entrega y es necesario ganarse los favores de todas las potencias
presentes.
Por último, en la noche los mayordomos entrantes van por las animitas, siguien-
do la misma ritualidad de la jornada anterior. Sin embargo, en este caso la procesión
termina en el oratorio montado por la nueva mayordomía, y ahora son los viejos ma-
yordomos quienes bailan y dejan flores y velas en el nuevo altar.
La entrega propiamente dicha constituye un momento muy solemne en que el pri-
mer mayordomo saliente desviste uno por uno los platos petitorios para ponerlos en
manos del primer mayordomo entrante, quien vuelve a “vestirlos” y a colocarlos en el
altar. De manera paralela, las mujeres mayordomas hacen lo propio con las otras dos
imágenes —la estatua y la pintura—, mientras los demás bailan al ritmo lento de la
música de costumbre.
Al terminar la ceremonia de entrega, ambos grupos vuelven a separarse: los
nuevos mayordomos se quedan velando las ánimas hasta el amanecer, mientras
los viejos regresan por última vez al oratorio, donde se reparten las sobras, ya sea co-
mida, cohetes, flores y, sobre todo, los listones y las prendas que vestían las imágenes,
particularmente requeridos porque se les considera impregnados de la “fuerza” de
las ánimas10 (cuadro 1).
10
En años anteriores se acostumbraba sepultar estos “vestuarios” y otros objetos de uso ritual —como la
bandera y los incensarios— en una fosa en medio del panteón. Al analizar esta práctica, Galinier (1990:
125) afirma que el “entierro de los objetos ceremoniales de los antiguos mayordomos se vuelve, en este
contexto, una forma particular no de sustitución, sino de revitalización de la ‘llorada del hueso’”. Cuando
les pregunté, mis informantes no supieron explicar por qué se dejó esta práctica, y cuando mucho aducen
razones económicas: “Es una lástima que se echen a perder, ¡costa caro!” (E. S. A., Pueblo Nuevo, 30 de
octubre de 2016). Soy reacia a aceptar tal explicación, ya que, salvo los incensarios, se trata de objetos
que no tendrán otro uso, sino que serán guardados con cuidado en el altar doméstico. Por lo tanto, más
bien propongo destacar el valor simbólico y, en particular, las implicaciones a nivel de identidad que aca-
rrean por estos objetos. Por todo lo anterior sugiero que se entienda esta nueva práctica de repartición y
custodia como una acción destinada a perpetrar el vínculo que une a los mayordomos, incluso una vez
concluido el mandando.
Cuadro 1
Dimensión ideológico-moral
En concreto, se considera que dos veces al año, con ocasión del carnaval y de Todos
Santos, los ancestros regresan al mundo de los vivos para fertilizarlo; sin embargo, no
debe pensarse que la relación que une a vivos y muertos sea unívoca, por el contra-
rio, así como los difuntos son de alguna manera responsables por el sustento de los
vivos, estos últimos tienen obligaciones hacia los primeros.
Es a través del culto que se les rinde como los vivos mantienen a la comunidad de los
ancestros. Tal hecho resulta de la máxima evidencia en la mayordomía a las animitas y,
sobre todo, en la fiesta de Todos Santos. En efecto, estas prácticas pueden ser interpre-
tadas bajo la lógica de la reciprocidad, como actos dirigidos a garantizar el sustento y, a
la vez, agradecer y fortalecer al conjunto de los muertos. En este marco se aclara el sig-
nificado de la ofrenda, en especial en cuanto se refiere a la ofrenda alimenticia: como
bien señala Catharine Good Eshelman (2004: 317), “la finalidad de toda la acción ritual
es estimular la circulación de la fuerza como energía vital entre la comunidad viva y otras
entidades” y, de manera específica, la “comida en sí nutre y fortalece; al ofrecer alimen-
tos se ofrece lo que transmite e imparte fuerza y energía vital” (2004: 316).
Por lo tanto, la ofrenda alimenticia puede ser interpretada, en un sentido bastante
literal, como nutrimento para los difuntos.11 Así queda entendido que el mismo dis-
curso acerca de la estimulación de la energía vital puede extenderse en forma legíti-
ma a los demás elementos ofrendados, como la flor —estrechamente relacionada con
la noción de nzaki, la energía cósmica que anima el mundo (Dow, 1974: 95-96, Gali-
11
Al respecto, véase la interesante exégesis de las ofrendas rituales propuesta en por Danièle Dehouve
(2013): según esta autora, las ofrendas rituales pueden ser interpretadas como “difrasismos materiales”,
remitiendo a las nociones de metáfora y metonimia. En concreto, los alimentos ofrendados durante
Todos Santos —mole, tamales, pan y chocolate— constituyen un “superdifrasismo” compuesto por los
pares pan/chocolate = comida de la mañana y mole/tamales = comida de la tarde, que en conjunto
devuelven el sentido de la “comida completa” (Dehouve, 2013: 8).
nier, 1979: 441)— y las velas —que con sus llamas remiten a una idea de “exaltación
de la vida” (Galinier, 1990: 145).
En segundo lugar, destaco aquí la dimensión temporal implicada por el culto a los
muertos. Al respecto también es posible distinguir varios niveles de análisis. En un
primer nivel, el culto a los muertos es, en esencia, un culto a los ancestros; por lo tan-
to, es un marcador de una continuidad genealógica que legitima la existencia misma
del grupo social, al dilatar de modo hipertrófico sus confines en el tiempo (eternidad)
y en el espacio (más allá) (Galinier, 1990: 124; Pitrou, 2014). En un segundo nivel, como
apunta Galinier (1990: 123), en la perspectiva indígena el sistema de cargo constitu-
ye un marcador temporal fundamental: en este caso concreto, cada año se identifi-
ca con base en el primer mayordomo a cargo y se encuentra marcado por 12 meses
—conjuntos de 30 días no necesariamente coincidentes con los del calendario grego-
riano—, divididos a su vez en quincenas. En un nivel ulterior, debemos considerar que
los difuntos se caracterizan por una profunda ambigüedad, ya que pueden represen-
tar tanto a entidades benignas relacionadas con la fertilidad agraria como a potencias
nefastas y peligrosas.
La distinción entre tales propiedades, en apariencia antitéticas, descansa propia-
mente en la esfera temporal: presencias por lo general amenazadoras, los muertos de-
vienen “portadores de vida” en el tiempo prescrito de la celebración ritual.12 En este
sentido, las prácticas culturales hacia los difuntos serían una forma de acercamiento
controlado, destinado a garantizar la perpetua distancia —ontológica ante todo—
que los separa de los vivos (Van Gennep, 1981: 150-168).
Los relatos más comunes destinados a justificar la obligación de festejar Todos San-
tos nos proporcionan un claro testimonio acerca de la importancia otorgada a la es-
fera temporal. Si bien en sus múltiples versiones estos cuentos mantienen de manera
efectiva una trama común —la cual podemos resumir así: un hombre se niega a poner
la ofrenda por Todos Santos porque no cree que en verdad los difuntos vayan a regre-
sar—, en algún momento, y en las circunstancias más variadas, se da cuenta de que los
muertos han vuelto en realidad al mundo de los vivos; arrepentidos, regresan a la casa
12
En regiones limítrofes a la examinada, tan clara discrasia entre tiempo profano y tiempo ritual es
atestiguada, entre otros, por Sandstorm (1991: 181), quien afirma que entre los nahuas de la Huasteca
sur no poner la ofrenda convierte a las ánimas en aires malos, responsables de enfermedades y varias
desventuras, y por Ichon (1969: 195), quien interpreta el Todos Santos celebrado por los totonacas de
la sierra como un ritual profiláctico destinado a prevenir la peligrosa presencia de los muertos a lo largo
del año. Al mismo tiempo, cabe señalar cómo, en el caso específico de la mayordomía de las animitas, tal
amenaza sea exorcizada en el culto diario.
Dimensión socioeconómica
13
“Tal vez es Diosito que va a buscar […] Porque a la mera hora no vayan a decir que no van a recibir
[…] No se siente como va a cumplir uno, no se siente como van a comprar todas las cosas, lo que se
necesita. A poco a poquito y ya de repente ya está todo. No se siente uno cómo se va a juntar todo, a
comprar todo. Por eso te dije, Diosito sabe a dónde va a salir el dinero o dónde van a conseguir dinero:
ahí va adelante. Si van a conseguir, si van a pedir favor a conseguir pa’ el otro lado, antes que van a llegar
unas personas, sueña la gente dónde va a llegar a pedir favor […] ya lo sueña, dicen. Ya va adelante
Diosito” (L. T. G., El Hongo, 18 de octubre de 2016).
como frente a la de los vivos, quienes se benefician del culto en la medida que ase-
gura su sustento.
Para finalizar, cabe destacar como esta movilización de capital económico y social
activa un círculo virtuoso en el que ambos se convierten en capital simbólico (Bour-
dieu, 1994), ya que ser mayordomo implica una forma de reconocimiento social direc-
tamente proporcional a lo invertido en términos de recursos materiales y lo adquirido
en términos de construcción y consolidación de relaciones interpersonales (Dow, 1974:
199-248).
Conclusiones
Con este breve testimonio quise ilustrar el culto a los muertos practicado por los
otomíes orientales, en un intento de destacar algunas de las lógicas y retóricas que
lo dirigen, así como las simbologías y prácticas derivadas de esto. Hemos visto
cómo las animitas sirven como “aglutinadores simbólicos” (Bartolomé, 2006: 104)
que dan razón del trágico fenómeno de la muerte, al ponerlo en resonancia con las
concepciones acerca de los ancestros y la representación de las figuras de culto de
matriz católica.
En definitiva, se trata de una forma de deshistorificación del evento luctuoso —con-
tinuamente reiterada por la práctica ritual— a través de su inscripción en un marco
ideológico-moral (De Martino, 1958) que lo justifica en cuanto necesidad existencial;
un proceso de abstracción que da cuenta de la muerte como fenómeno individual al
encajarlo en una lógica universal de reproducción cósmica.
Al principio declaré que la idea central en que se fundamentan estas prácticas ritua-
les es aquella que ve en los muertos a los garantes de la regeneración de la vida. Lle-
gados a este punto, podemos retomar tal argumento y subrayar cómo este mecanismo
de palingénesis no sólo tiene que ver con la perpetración del ciclo agrícola ni con la
reproducción material en el sentido amplio, ya que además implica la producción
y reproducción de capital social y simbólico mediante la reestructuración y la consoli-
dación de las redes sociales involucradas.
Por lo tanto, la participación en la mayordomía de las animitas se configura como
una responsabilidad ética, justificada por una lógica de la reciprocidad que se ma-
nifiesta como una obligación de la comunidad de los vivos hacia la de los muertos,
además de una obligación interna de algunos integrantes frente a la comunidad en
su conjunto.
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Coro
Dichoso de ti, angelito,
en el día que naciste.
Dichoso tu padre y madre
y padrino que tuviste.
Coro
Coro
Coro
Ahora sí ya me despido.
Me despido muy atento.
No siento más que a mis padres
que les dejo un sentimiento.
Coro
Coro
Coro
Coro
No apartes de tu memoria
el bien que te deseamos.
Muy contentos nos estamos
que vas a cantar victoria.
Coro
La Virgen te da la gracia.
Cuando llegues a las glorias,
ángel bello, en este instante
acuérdate de tus padres.
Coro
Coro
Coro
Coro
Coro
En el nombre de Dios Padre,
cantemos esto, alabado.
En el nombre de Jesús
y las ánimas benditas.
Coro
En el nombre de Jesús
y sus santas manitas,
por las ánimas benditas
reciba esta oración.
Coro
Coro
Rezaremos el rosario,
Con cincuenta avemaría,
y cincuenta Dios te salve,
recibiera en tu gloria.
Coro
Coro
Coro
En el nombre de Jesús
rezaremos el rosario.
Y con tu infinito poder,
todos digamos amén.
Coro
Coro
Coro
Coro
Resumen
Aquí se analizan algunos textos escritos por familiares y amigos de difuntos para reflexionar sobre
las intenciones de sus emisores. El estudio se llevó a cabo con una muestra conformada por epitafios,
pintas, cartas y notas recopilada en el Panteón Civil Municipal de Morelia, Michoacán de Ocampo.
Se indaga cómo los discursos escritos generan un contexto, ya que el significado de los elementos de
la tumba —cruces, lápidas, epitafios y flores— cambia mediante las palabras dejadas por los deudos, las
cuales varían conforme a su pertenencia a determinados grupos sociales, además de que las prácti-
cas se transforman a partir de las brechas generacionales. La intención de comparar estos factores es
explicar el modo en que agregan significado, pues al observar cómo se organiza el espacio se confir-
ma que la identidad de los sujetos es performativa. Así, los ritos funerarios reconfiguran nuestros re-
cuerdos sobre la identidad de los demás.
Palabras clave: epitafio, construcción discursiva, cementerio, ritos funerarios, culto a los ancestros.
Abstract
The objective of this work is to analyze texts written by friends and relatives of the deceased to re-
flect on the intentions of the sources of these messages. The study was carried out on a sample com-
posed of epitaphs, paintings, letters and notes, compiled in the cemetery known as the Pantheon
Civil Municipal de Morelia, Michoacán. From the analysis of the epitaphs and the letters in the cem-
etery, an inquiry was made into how written speech creates context, because the meaning of the el-
ements of the tomb (crosses, tombstones, epitaphs, and flowers) change by means of the words left
by the mourners. The words of the loved ones of the deceased vary according to their belonging to
certain social groups and reflect shifts in practices by generation. The purpose of comparing these
factors is to explain how they add meaning. By observing how space is organized, it is possible to re-
alize that the identity of the subjects is performative. Funerary rituals reconfigure our memories of
the identity of others.
U
n cementerio ofrece información acerca de la forma en que un grupo so-
cial reacciona ante el tema de la muerte. Los valores y creencias se ven re-
flejados tanto en la disposición de las lápidas como en el cuidado que se les
da; también en los objetos que las personas dejan a sus difuntos: los adornos, los ju-
guetes, las flores, la comida y las cartas. Mediante estos elementos es posible hacernos
una idea de las aficiones, las creencias religiosas, la posición social y el tipo de edu-
cación del fallecido. Sin embargo, a menos que el muerto haya redactado su propio
epitafio con anticipación, lo que observamos no son testimonios propios de las per-
sonas enterradas en el panteón: la impresión que tenemos de ellas es la que le atri-
buyen sus parientes.
En este trabajo estudio los textos escritos por los familiares y amigos de los falle-
cidos, y reflexiono sobre las intenciones, metas y propósitos de los emisores de este
tipo de mensajes para identificar los factores que influyen en estos discursos. La línea
principal de análisis son los epitafios, las pintas y las notas o cartas. El estudio de es-
tos productos culturales puede aportar a la revaloración de tales expresiones popu-
lares, que son un ejercicio de memoria y conservación de tradiciones. La redacción
de estos mensajes literarios se está perdiendo en este contexto específico: en las lápi-
das se emplean expresiones estandarizadas, y los nuevos discursos van a parar a otro
tipo de soportes.
Presentó así el estudio de los textos recopilados en el Panteón Civil Municipal de
Morelia, Michoacán de Ocampo, y señalo cómo los propósitos de los seres queridos
de los difuntos varían de acuerdo con su pertenencia a determinados grupos sociales,
a la espera de que se vean nuevos significados en estas prácticas.
Contexto histórico
El Panteón Civil Municipal de Morelia se ubica en la calle De la Paz sin número, co-
lonia Morelos. Construido en 1882, consta de 16 ha. En la entrada se encuentra la
siguiente frase: “¡Postraos! Aquí la eternidad empieza y es polvo aquí la mun-
danal grandeza”, atribuida al poeta José Trinidad Pérez. El estilo del cementerio es
neoclásico, y su construcción estuvo a cargo de Guillermo Wodon de Sorinne, un in-
geniero de origen belga. En 1885 abrió sus puertas, pero fue en 1895 cuando se dio
la primera sepultura (figura 1).
La capilla, diseñada por el arquitecto Luis de Silva y que hoy en día brinda el ser-
vicio de misas para los difuntos, en un inicio fue construida como mausoleo para
resguardar el cuerpo del arzobispo José Ignacio Árciga. El panteón cuenta con 18 se-
pulcros considerados obras de arte funerario, elaborados por los artistas italianos Al-
fonso Ponzarelli y Juan Brachin, además de una escultura de san José cuya autoría
se le atribuye a E. Piccini.
También cuenta con una rotonda de hombres ilustres, en la que se reconoce a
grandes personajes de diversos ámbitos de la historia michoacana, como el político
Melchor Ocampo, el literato Mariano de Jesús Torres Reyes, el poeta fray Manuel
Navarrete, el general Epitacio Huerta, los gobernadores Rafael Carrillo y Bruno Pa-
tiño, entre otros. El paradero de los restos de estos personajes se desconoce, debido a
que se los archivos se perdieron.
Trabajo de campo
El presente estudio se deriva del interés y las preguntas surgidas a partir de un traba-
jo previo. La finalidad de aquél era recopilar epitafios, cuyo resultado fue una clasifi-
cación de los mismos de acuerdo con su temática: los amorosos, los descriptivos, los
1
Las fotografías empleadas para ilustrar este trabajo son de mi autoría, captadas durante el transcurso
de las visitas al cementerio con motivo de la recolección de datos.
dolorosos, los elegiacos, los epidícticos, las fórmulas religiosas, aquellos que invocan a
Dios, las reflexiones sobre la vida y los de trascendencia. Además se incluyó un apar-
tado para los monumentos sepulcrales sin inscripciones.
Desde esa primera etapa de investigación se decidió hacer la recopilación en el
Panteón Municipal de Morelia, pues en los otros cementerios de la ciudad no hay
tantas expresiones de la cultura popular. El panteón Gayosso tiene prohibido reali-
zar en las lápidas inscripciones adicionales al nombre y las fechas de nacimiento y
defunción.
En la oficina de administración y la del archivo los empleados sólo pueden pro-
porcionar folletos, ya que desconocen los registros acerca del panteón, o bien, éstos
no existen. Durante el recorrido de superficie fue posible notar que probablemente el
lado este se destinó a la población más humilde. En esa zona la mayoría de las tum-
bas pertenece a niños y se encuentran muy descuidadas: las inscripciones están des-
pintadas, carecen de flores y algunas se hallan destruidas. Del lado oeste está la gente
con mayores posibilidades económicas: allí se encuentran las capillas y tumbas más
ostentosas. La división anterior se refiere a las lápidas, porque el área de gavetas no
cuenta con esa misma división (figura 2).
Afuera del panteón municipal hay puestos de flores y varios talleres donde se ela-
boran monumentos sepulcrales. A fin de conocer sobre la construcción de lápidas y
capillas, se entrevistó a dos trabajadores de los mismos: Jorge Ramírez y Jorge Medi-
na Herrera. Ellos explicaron que sus clientes eligen de un catálogo la frase que se ta-
llará en la lápida. Los mismos artesanos copian los epitafios que están en el panteón
y hacen esas listas; por eso las inscripciones son las mismas en su mayoría.
La composición —o más bien la copia del epitafio— se lleva a cabo en los talleres
de elaboración de lápidas, como parte de un servicio comercial, por lo que no se tra-
ta precisamente de un ejercicio de retórica. Al revisar el material recopilado, se per-
cibe que la mayoría de la gente elige tales fórmulas; sin embargo, algunas personas
—por lo general de las clases más humildes— redactan por sí mismas el mensaje fi-
nal a sus seres queridos.
En El lenguaje de los epitafios, Eliecer Crespo Fernández (2014: 16) afirma que “los ce-
menterios constituyen un catálogo de la arquitectura, el arte, la lengua, los usos socia-
les y la historia de una comunidad”. Es posible rastrear los cambios en el imaginario
de una sociedad en los ornamentos, la forma de las lápidas, las ofrendas y las inscrip-
ciones que dedican a sus difuntos.
De la información obtenida durante el trabajo de campo, me referiré a nueve ca-
sos en concreto, los cuales muestran cómo el texto también genera contexto. El sig-
nificado que adquieren los elementos de la tumba —cruz, lápida, epitafio (si lo hay)
y las flores— se complementa con las palabras que dejaron los familiares al difunto.2
La teoría de la relevancia de Sperber y Wilson indica que la comunicación hu-
mana no es sólo cuestión de codificar y decodificar información, pues también hay
que hacer inferencias. Los enunciados suscitan expectativas de relevancia, la cual es
una característica fundamental del conocimiento humano. Cuando un receptor se
encuentra frente a un nuevo enunciado, lo pone en relación con la información pre-
via que posee.
Por el contexto que nos brinda el epitafio del caso 1 (figura 3), supondríamos que la
difunta es hija de quien mandó a hacer el monumento sepulcral. Gracias al recorrido
2
Los epitafios y notas se transcribieron tal como están en su soporte original, incluidos los errores
ortográficos.
No hay noche que termine sin recordarte fue tu debil corazon, tu apasible aliento que guiaba mi sentir
ni dia que inicie sin evocarte. [y serenaba mi mente…
No hay pensamiento que logre sin recurrir a tu logica, Fue al amanecer… y se hizo el silencio en tu cuerpo…
ni actuar bajo razonamiento que no hayas recomendado. fue la tibieza de tu regazo la que enturbio mis pensamientos,
Intento sonreir con el recuerdo de tu espontanea sonrisa por [confundiendo mis sentidos…
[las cosas simples de la vida, Fueron sus miradas… su callado llanto…
me aferro a la vida para hacer lo que tu hacias y asi poderme fue mi apego a tu lecho lo que advirtió el momento en
[sentir digna tuya. [nuestro existir…
Fue tu existencia una leccion de vida para inspirar nuestro
Dificil es mirar por doquier y no encontrarte, difícil es cerrar [vivir…
[los ojos y solo asi verte,
difícil negarse a los sentidos y usar solo a la mente para tenerte 12 marzo 2011
Dificil recurrir a la memoria para vivir contigo…
Fueron tus palabras las que me hacían sentir protegida y el Francisco Alcaraz Figueroa
[tono de tu voz… acariciaba. 4 octubre 1920-12 marzo 2007
de superficie sabemos que del lado oeste del panteón —donde se ubica esta lápida—
se hallan sepultados adultos en su mayoría, lo cual se confirma al observar las dimen-
siones de la tumba.
Para la teoría de la relevancia, el receptor espera aumentar su conocimiento acer-
ca de determinado asunto, resolver una duda, confirmar una sospecha o corregir una
primera impresión. Sin embargo, también indica que otros tipos de efecto cognitivos
podrán ser la revisión o el abandono de ciertos supuestos de los que se disponía con
anterioridad. A pesar de que en la lápida no existe concordancia entre el mensaje —des-
tinado a una mujer— y el nombre del difunto, es una práctica usual aprovechar el
mismo espacio para enterrar a los miembros de una misma familia.
En la comunicación ostensivo-inferencial se supone el uso de un estímulo osten-
sivo, producido para atraer la atención del receptor y guiar hacia el significado del
emisor. Este elemento es la urna que se encuentra sobre la lápida, la cual no sólo sir-
ve para conmemorar a la fallecida, sino también para que los demás la vean.
El epitafio del caso 2 (figura 4) es mucho más extenso de lo que se acostumbra ver
en el panteón; el monumento sepulcral resulta ostentoso y se ubica en la parte oes-
te. El escudo de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo proporcio-
na información acerca de la clase de familia a la que pertenecía Raquel Rodríguez
Ponce. Sus padres redactaron o buscaron a alguien para que escribiera un acróstico
y no se conformaron con las fórmulas que los artesanos ofrecen en sus talleres. Esta
tumba llama la atención en forma deliberada: es única y destaca entre las demás.
A diferencia del caso 1, donde el emisor se dirige al difunto, en este sepulcro los
padres hablan de sí mismos. Cabe destacar que en los dos casos se enfatiza en los sen-
timientos de los vivos, sin que haya mucha referencia a la vida después de la muerte:
aunque está a cargo del Estado, este panteón es católico en su mayoría.
Figura 7 Caso 5: tumbas de niños. Transcripción de los epitafios (de izq. a der.):
p p p
r r r
d d d
hellas 23 abril ‘06 23 abril 06 Mi hija querida
Señor tu me dijiste q’ una vez que para los q ame, Me Amaron Cuando doy gracias a Dios por las
[decidiera Cuando me vaya, duerme i […] Nose bendiciones de la vida, siempre pienso
seguirte tu caminarias conmigo, pero [y en a mi en ti y le pido al señor que te
he notado que los momentos mas con lagrimas por los hermosos años Bendiga con la misma felicidad que
dificiles de mi vida hay un solo par d’ [vividos […] tu me has dado.
huellas en la arena. El señor me cont- Si tienen q llorar dejen q […] fe en Osmara Yayeiy Joaquin Salto. Dios mio
esta querido hijo mio yo te amo [Dios confiar te es- Fuiste una niña muy felis muy ruisueña
y nunca te he dejado en medio pera la vida sigue adelante […] tiene el Pero siempre te llevare en mi mente
de tus sufrimientos. olor de mi amor en sus corazones …
[y cuando atte tus padres hermana
ustedes tengan q viajar […] yo
los recibire con… y les dire sean
bienvenidos nunca […] nos separaremos
Aaron […] Satio
El primero se dirige a una deidad y pasa de primera persona a tercera para que pue-
da responder. El segundo es diferente, porque simula ser la voz del difunto que con-
suela a los vivos. El tercero es un mensaje de los padres, quienes presumiblemente
escribieron los tres textos a sus hijos. En un solo caso se aprecian ejemplos de los ti-
pos de discursos más recurrentes en el panteón, cuando son compuestos por los do-
lientes, dejando de lado las frases prefabricadas.
En el caso 6 (figura 8), la transformación de los recursos lingüísticos empleados,
tales como eufemismos, metáforas, interpelaciones, fórmulas estandarizadas, formas
de tratamiento y voces encomiásticas, dan cuenta del cambio en la sociedad. En
el mensaje que la hermana escribió a su difunto podemos percatarnos de cómo un
nuevo sistema de comunicación permea en esta especie de misiva. Al final recurre
a los hashtags o etiquetas, muy frecuentes en redes sociales como Twitter, Facebook
e Instagram.
La ausencia dura, y nos es necesario soportarla. Entonces tenemos que tocarla: transfor-
mar la distorsión del tiempo en vaivén, producir ritmo, razonar sobre esa pausa, entrar
con comas y puntos para conjurar el vacío y entonces volver a intentar abrir la escena del
lenguaje para nombrar todo aquello que nos habla desde lo incomprensible [Constante,
2008: 40].
Uno mismo crea su identidad a través de narraciones, y para establecer una rela-
ción con los demás hay que hilar recuerdos y contarlos. Somos aquello que rememo-
ramos y elegimos decir. Cuando nuestro interlocutor ya no está, necesitamos llenar
el silencio. Éste también tiene un significado, y muchas veces seguimos respondien-
do ese diálogo en apariencia interrumpido por la muerte. Por medio de nuestras pa-
labras invocamos la presencia del otro. Cada vez se ha vuelto más recurrente ver en
los sitios web mensajes para o acerca de personas fallecidas, como el de la figura 9.
Se encontraron además varios ejemplos donde la composición de los mensa-
jes imita el estilo de las redes sociales, con un intercambio generacional (figura 10).
Figura 9 Ejemplo de una publicación en Facebook a una amiga fallecida: De Ana Paola Pérez Mejía para
Yareli Luviano (28 de mayo de 2015)
¿Para qué dejar una carta, una pinta en una gaveta, una lápida con un epitafio o
un mausoleo? Para que los demás los vean y sepan quiénes fueron. Al observar cómo
configuramos el espacio, nos percatamos de que la identidad es performativa. Las
tumbas de los niños tienen juguetes y sus gavetas cuentan con figuras hechas de fomi.
Las de los adultos tienen cervezas o coca-colas. A través de los objetos ofrendados co-
nocemos el imaginario de una comunidad y sus transformaciones: la llegada de nuevos
elementos, como las calabazas de Halloween, son una prueba de esto.
Todas las palabras presentan ambigüedades que se pierden mediante el contexto.
En el caso 7 (figura 11), las iniciales “t. q. m.”, que significan “te quiero mucho”, no
resultan inusuales para los niños. Al revisar el material recopilado, me percaté de que
la mayoría de las notas fueron escritas por jóvenes, quienes recurren a un vocabulario
más informal y a recursos como los hashtags o a la supresión de letras.
Respecto a las dos inscripciones verticales en la gaveta del caso 8 (figura 12), para
la teoría de la relevancia la metáfora tiene la posibilidad de verbalizar, ya que el sím-
bolo no podría hacerlo por sí solo; no obstante, éste rebasa a la metáfora, porque sí
tiene correspondencia con el mundo. Este símbolo —la cruz— nos conduce a la di-
mensión de lo sagrado y a la correspondencia del mundo de lo natural con el de lo
sobrenatural. El símbolo requiere una hermenéutica mínima, incluso para quien cree
en él. “Con la muerte se abre la negatividad, la cesura, el corte, la incisión, el tajo, la
llaga que emponzoña el cuerpo y nos muestra el sentido de la ausencia. ¿Ausencia de
qué? La ausencia de nosotros mismos, no del otro que se ha muerto sino de eso que
se fue de nosotros en el otro” (Constante, 2008: 33)
Las relaciones de parentesco son importantes porque ayudan a conformar nuestra
identidad, explican de dónde venimos y, en cierta medida, por qué somos así.
El epitafio en la lápida del caso 9 (figura 13) está compuesto a manera de elegía. Se
conforma de metáforas, presume de un vocabulario más rico, es extenso y se encuentra
cerca del área de los mausoleos. Asimismo se ubica en el lado oeste del panteón, en la
parte donde se distinguen los límites de las tumbas de cada familia. A pesar de estas
características, esa lápida resulta más im-
personal que la anterior, pues carece de
nombre, en tanto la otra define en for-
ma clara la relación de los dolientes con
los difuntos.
Conclusión
sión acerca del otro. Las últimas frases tienen más que ver con la manera en que de-
seamos recordar a un ser querido y cómo queremos que lo vean los demás.
Cada vez menos personas son enterradas en el Panteón Municipal de Morelia, y
en los nuevos cementerios no se permiten estas expresiones tan variadas de la cul-
tura. Aquello que se ofrenda y la forma de hacerlo se encuentran reglamentados, lo
cual influye en gran medida en la transformación de estas prácticas sociales. Lo pro-
pio del individuo es su peculiaridad, y si no se puede expresar, ya no existe.
¿Qué nos vuelve eternos? La memoria. Las personas son construcciones discursi-
vas, lingüísticas o socioculturales. Los recuerdos de los vivos configuran la identidad
de quienes fallecen: “Vencer el anonimato del olvido es la operación imaginaria me-
diante la cual se mata a la muerte” (Flores, 2008: 66).
El tema material es importante. Los familiares se esmeran en construir grandes
mausoleos o en decorar lo mejor posible las gavetas de sus difuntos. Están muertos,
pero siguen aquí. Las ofrendas y las cartas son la manera en que seguimos interac-
tuando con ellos.
Es importante valorar este tipo de discursos, porque mediante el diálogo con los
demás es cómo nos definimos a nosotros mismos. Las anécdotas, las historias, las en-
señanzas y los valores que se transmiten de una generación a otra llegan a nosotros
porque honramos la sabiduría de aquellos que nos precedieron. Mantener la vía de
comunicación abierta entre los vivos y los muertos es también una manera de pre-
servarnos a nosotros mismos.
Bibliografía
Resumen
El convento de Corpus Christi, fundado en 1724, fue el primero destinado para indias nobles en la
Nueva España. La muerte era significativa, pues simbolizaba el encuentro definitivo de las monjas
con Cristo. Por ser un suceso tan importante, existían instrucciones precisas acerca de cómo hacer
los rituales funerarios, desde la manera de tomar los santos óleos y qué debía rezarse ante el cuerpo
fallecido hasta dónde sepultarlo. Estas indicaciones se obtuvieron de dos textos: la Primera regla de san-
ta Clara y las Constituciones de santa Coleta, donde aquéllas hallaron una guía para el “bien morir”. Me-
diante el estudio de estos escritos y siete biografías de monjas que habitaron el monasterio, en este
artículo se analiza la forma en que las religiosas indias vivieron la muerte.
Abstract
Corpus Christi convent, founded in 1724, was the first convent dedicated to noble Indian women
in New Spain. For them death was particularly significant for it symbolized the definitive encoun-
ter of nuns with Christ. As such an important event, there were precise instructions on how to per-
form funeral rituals, from how to employ the holy oils, what to pray to the deceased’s body, and
where to bury her. These indications were drawn from two texts: The First Rule of Santa Clara and
the Constitutions of Saint Colette, where they found a guide to “the good death.” Through the study
of these writings and seven biographies of nuns who inhabited the monastery, the article analyzes
how the indigenous nuns experienced death.
E
n toda la historia de la humanidad la muerte ha sido un tema inevitable. Ya
sea porque se teme o porque no se sabe a ciencia cierta qué ocurre después
de ella, los seres humanos la encuentran atrayente e inquietante.
En la Nueva España, la Iglesia católica planteó la idea de la inmortalidad; es decir,
la vida terrenal era transitoria y la existencia plena comenzaba después de la muer-
te. Se decía que el ser humano estaba conformado por cuerpo y alma, dos entidades
distintas que se separaban al momento del deceso. Mientras que el alma se conside-
raba como un ente espiritual, el cuerpo era impuro, corrupto y perecedero. Cuando
ocurría el fallecimiento, el alma se trasladaba al más allá, uno de los sitios asigna-
dos por Dios, ya fueran el cielo, el infierno o el purgatorio, según el comportamien-
to de cada individuo.
De manera constante se recordaba que Cristo prometió la eternidad a sus segui-
dores en compañía de él y de Dios, por lo que se reforzó el pensamiento de que era
en vida cuando se debía preparar la salvación del alma, con la meta de llegar al cie-
lo. Vivir se tradujo en una lucha individual y diaria que había que entablar contra el
pecado y las tentaciones para mantener el espíritu puro; fomentar la fe, las prácticas
religiosas piadosas, el desprecio por las cosas terrenales, etcétera, garantizaban pro-
tección divina y la salvación eterna.
Sin embargo, para llegar a esto era necesario pasar por la muerte, ya que en ese
momento se llevaba a cabo el juicio individual y se dictaminaba en qué lugar mora-
ría el alma. Pensadores como Juan de Palafox sostuvieron que este juicio se llevaba a
cabo en la Tierra y que el tribunal era invisible, y sugirieron que el escenario consis-
tía en el aposento del moribundo o la iglesia donde lo enterraban. En los últimos mi-
nutos de vida el agonizante estaba acompañado de ángeles y demonios —fuerzas del
bien y el mal—, que incluso en esos instantes trataban de inclinarlo hacia la salva-
ción o la perdición (Von Wobeser, 2011: 28).
Al transformarse en un momento decisivo para la vida de los novohispanos, la
muerte fue cobrando una importancia cada vez mayor hasta invadir todos los aspectos
de la cotidianidad. Se hallaba presente y se hacía mención a la misma en misas, cele-
braciones de honras fúnebres, ofrendas, procesiones, sermones, toques de campanas,
conmemoraciones del Día de los Fieles Difuntos o santorales, pláticas familiares, entre
otras (Bazarte, 1991: 68), lo cual hacía recordar al individuo la fragilidad de la vida y
el deber de ser un buen cristiano. Algunos pobladores pedían que se les sepultara ves-
tidos con el hábito de alguna orden religiosa; muchos querían ser enterrados en el in-
terior de las parroquias de su devoción —o, en su defecto, en los atrios—, en las capillas
de los conventos o en catedrales, pues se creía que, al conservar los restos mortales lo
más cerca posible del lugar donde se realizaba cada día el sacramento de la eucaris-
tía, se aseguraba la salvación del alma (Béligand, 2007: 20-26). En suma, todos que-
rían asegurar un lugar en el cielo.
Las monjas que se encontraban dentro de los muros conventuales también lo de-
seaban, por lo que se preparaban en vida para recibir a la muerte. El objetivo de
este trabajo es explorar ese aspecto poco estudiado de los conventos femeninos a par-
tir de un caso: el del monasterio de Corpus Christi de indias nobles durante el si-
glo xviii.
Figura 1 Fray José de Castro, Primera regla de la fecunda madre santa Clara… Así mismo las constituciones de Santa Coleta,
México, 1756, Archivo particular del monasterio autónomo de Clarisas de Corpus Christi.
fiestas, e incluían aspectos como los castigos en caso de que una religiosa infringiera
algún precepto, entre otros aspectos (Loreto, 2000: 74-75). Por lo general estos linea-
mientos fueron tomados de recomendaciones o escritos de santos.
En el caso de esta regla, fue escrita por Clara de Asís, quien fundó la rama feme-
nina de los franciscanos en 1212. En un principio, a sus seguidoras se les denominó
clarisas, si bien con el tiempo surgió una división, pues algunas no quisieron guar-
dar una pobreza tan extrema; de ahí que el papa Urbano IV emitiera una dispen-
sa en 1263 en la que se les permitía poseer bienes, pero no en forma particular, sino
para el convento entero. A quienes acogieron la dispensa se les denominó “clarisas
urbanistas” o “de la segunda regla”; en cuanto a las religiosas que no lo aceptaron,
se les llamó “clarisas de la primera regla” porque vivieron la pobreza del modo que
lo había hecho su fundadora (Omaechevarria, 1972: 59-70). Casi dos siglos después,
santa Coleta decidió acentuar el espíritu original de pobreza a la orden y en 1434 la
reformó (figura 1).
Así, el convento de Corpus Christi siguió la primera regla de santa Clara y las cons-
tituciones de santa Coleta, documentos que de igual modo regularon los pasos a seguir
tras el fallecimiento de las religiosas. Veamos qué hemos averiguado respecto del tema.
La muerte en el convento
Se pueden distinguir con claridad dos maneras en que las religiosas indias concibie-
ron y tuvieron contacto con la muerte: 1) cuando vieron seres que ya habían falleci-
do, y 2) cuando ellas mismas u otra religiosa moría.
Respecto al primer aspecto, lo analizaremos a partir de siete biografías de monjas
que habitaron el convento en sus primeros años, halladas en un texto anónimo titu-
lado Apuntes de varias vidas de las religiosas que han florecido en virtudes en este convento de Cor-
pus Christi de indias caciques, que la historiadora Josefina Muriel transcribió y publicó
en 1963. En lo concerniente al segundo, también se estudiará qué establecían sus re-
glas y constituciones.
Durante el periodo virreinal se percibía a las monjas como protectoras contra la
ira de Dios e intercesoras ante lo sobrenatural a favor de la sociedad novohispana o
de ellas mismas. Esto ocurría cuando rescataban a las ánimas del purgatorio, cuan-
do viajaban en espíritu hacía el “más allá” y cuando atestiguaban una intervención
sobrenatural (Bieñko, 2009: 203). En las biografías de las indias encontramos al me-
nos dos de estos casos.
Tenía mucha compasión de las benditas ánimas del purgatorio y […] eran sus diligencias en
favorecerlas y aliviarlas. Para este efecto hacía muchos ejercicios y oraciones. Ni omitía
en cuanto le era posible el poner todas sus diligencias para ganar indulgencias que aplicaba
con mucha compasión y ternura para su descanso. Había muerto en México cierta señora
rica de mucho honor […] y ésta se le representó vestida de negro y con el rostro triste,
cuando aún no había cumplido dos años de difunta y le dijo con mucho agrado: “Has de
creer, Felipa, que ya no hay en México quien se acuerde de mí, pues así es, pero tú y las
demás religiosas no se olviden de hacer sufragios por mi alma, mira que las quise mucho
cuando estaba en esta miserable vida” [Muriel, 2001: 389].
Para tener este tipo de experiencias era necesario que la monja se preparara al pu-
rificar su alma mediante la penitencia, la mortificación y una vida que imitara la de
algún santo o del propio Jesucristo, de modo que fuera merecedora de la presencia
de figuras del más allá. Por eso se menciona que sor Felipa hacía muchos ejercicios
y oraciones. Llama la atención que estos eventos no les causaran ningún temor. Al
contrario, la muerte se convirtió en algo normal en su vida cotidiana e incluso mu-
chas deseaban la visita de seres fallecidos, porque las convertían en mujeres especia-
les: como lo ha explicado Asunción Lavrin (2009: 186), se trataba de una gracia que
a pocos se les concedía.
La segunda forma en que las religiosas entraban en contacto con la muerte fue, como
es lógico, cuando ocurría un fallecimiento. Entre las causas, se registran la natural
o accidental, aunque por lo común alguna enfermedad era el paso previo hacia el
deceso. En una suma de males registrados como “dolorosas y continuas enfermedades”,
se incluían fiebres, catarros, llagas, gangrena y dolores intensos de cabeza, entre otros.
Ante esta situación, se consideraba que la monja se hallaba en un estado delicado, por
lo que se mandaba que recibiera cuidados especiales. En el capítulo viii de la prime-
ra regla de santa Clara se ordenó que se atendiera con caridad y misericordia, y que se
le proveyera de lo que necesitara, “[…] porque todas son obligadas a servir a sus her-
manas enfermas” (De Castro, 1756: 11). Las “clarisas indias” estaban obligadas a vivir
en pobreza; sin embargo, en los momentos de dolencia se les permitía el uso de almo-
hadas de pluma y colchones, así como ingerir comida especial.
Para la atención de las dolientes, en todos los conventos existía el cargo de enfer-
mera y un espacio exclusivo para ellas. Josefina Muriel (2001: 53-54) refiere que la
enfermería del convento de Corpus Christi se encontraba en el piso alto, donde tam-
bién se hallaban el coro alto, el antecoro, la sala de labor, el noviciado, las celdas y
los servicios sanitarios. Otro beneficio de las moribundas fue que les era lícito comul-
gar en ese espacio.
Los remedios más eficaces en la enfermería fueron la confesión, la oración, la devo-
ción a los santos médicos, la ingestión de agua o de tierra santa que hubiera estado en
contacto con una tumba sagrada, las reliquias, las mandas y las ofrendas. Las creencias
religiosas siempre fueron un consuelo ante la muerte y tuvieron un impacto impresio-
nante en la enferma, quien por lo regular se sentía animada con esos medicamentos
espirituales. Entre los métodos terapéuticos más comunes estaban las sangrías, la in-
gestión bajo prescripción médica de remedios elaborados por el boticario, además de
infusiones y polvos purgantes que muchas veces eran preparados por las propias mon-
jas (Salazar, 2005: 242-243).
Con base en lo que nos percatamos a partir de las biografías de las religiosas, éstas
se esmeraban en cumplir lo dispuesto en su regla. Sor Antonia Pérez de los Santos,
quien en sus últimos instantes sufrió un “fastidioso hedor de gangrena”, fue cuida-
Figura 3 Anónimo, Pira funeraria del Carmen (detalle), siglo xviii. Monja hilando con la muerte.
Así, en el registro de sor Antonia Pérez de los Santos encontramos que esperaba
el final con una alegre tranquilidad. Algunas religiosas la observaron haciendo ade-
manes como si viera alguna cosa con respetuosa admiración. Al preguntarle, ella les
respondió: “[…] ‘¿Pues no oyen a los ángeles que están cantando la Tota Pulcra?’, ‘No
oímos nada’, le decían las religiosas, respondía ella: ‘Y aquí está mi señora la Virgen
María y su dulcísimo niño en sus brazos’ ” (Muriel, 2001: 133-135).
A sor Gertrudis del Señor San José, el propio Jesucristo le avisó la hora de su muer-
te: “[…] Ha estado aquí el esposo vestido de pastor y me dijo que iba a ver a sus ovejas
y que a las cuatro vendría por mí para llevarme”. Según el texto así sucedió, pues a esa
hora expiró con tranquilidad, el 3 de abril de 1769 (Muriel, 2001: 239).
Asunción Lavrin (2009: 189) explica que ha sido una constante encontrar mencio-
nes de visiones antes del fallecimiento de una monja, cuyos principales actores eran
la Virgen María y Jesús. Por lo tanto, las religiosas indias concordaron con el imagi-
nario religioso del siglo xviii (figura 3).
Ahora bien, la postura de los novohispanos ante la muerte resultaba ambivalente.
Por un lado era un momento muy esperado, en el cual el alma podía llegar a la vida
plena, en la gloria; por el otro, se temía y se esperaba con dolor y angustia, porque se
sabía que llegaría la hora del juicio individual (Von Wobeser, 2011: 36). Esta dicoto-
mía también se observa en el convento de Corpus Christi y muestra las distintas re-
acciones ante el fallecimiento.
Sor Rosa de Loreto engendró un gran temor a la muerte y al momento de ren-
dirle cuentas a Dios, por lo que siempre que sonaba la campana del reloj rezaba un
avemaría para pedirle al Creador que le diera una “buena muerte”, y ponía como
intercesora a la Virgen María. Cuando tenía oportunidad, les pedía a las demás reli-
giosas que rezaran por ella para que se fuera en paz de esta vida. Al parecer funcio-
nó, ya que en el momento de su deceso se le notó con una gran tranquilidad y paz
(Muriel, 2001: 201-203).
En el otro extremo encontramos a sor Gertrudis del Señor San José, de quien se dice
que no la asustaba la muerte; al contrario, la esperaba muy alegre por tratarse del mo-
mento en que se reuniría con su esposo, lo cual celebraba cantando alabanzas a Dios.
Las demás monjas se admiraron tanto por su entereza y alegría que lo único que
pudieron hacer fue imitarla y cantar con ella (Muriel, 2001: 237-239).
Ya entrados en el tema de las religiosas que veían morir a alguna de sus hermanas,
veamos cómo reaccionaban ante este suceso. Para quienes atestiguaban una muerte
dichosa, el hecho se convertía en un espectáculo hermoso. Sin embargo, es obvio que
seguían existiendo el dolor e incluso el temor a la muerte (Viqueira, 1981: 48). Tras
el fallecimiento de sor Magdalena de Jesús las religiosas derramaron muchas lágri-
mas, porque perdieron a quienes las consolaban, además de un ejemplo de virtudes.
Sin embargo, se confortaron al pensar que imitarían su vida llena de mortificación
y que así tendrían una “feliz muerte como ella la había tenido” (Muriel, 2001: 239).
Vemos así que estar presentes en el deceso podía tener una función edificante, mo-
ralizante y reguladora de conducta, ya que fortalecía la idea de que, si en vida se se-
guían los preceptos cristianos, la muerte resultaría gloriosa. La vida del creyente —en
este caso de las monjas— experimentaba cambios al presenciar un fallecimiento, al
saber que existía una recompensa eterna.
¿Qué ocurría después de que la monja fallecía? El cadáver no debía ser tocado y era
velado por las enfermeras. Pasado cierto tiempo, era amortajado y vestido con el hábito
de la orden; la regla y las constituciones contenían las instrucciones precisas para con-
feccionarlo, de tal manera que la túnica superior no debía ser muy negra ni muy blan-
ca, sino color ceniza. Las túnicas interiores necesitaban ser de un paño común, sin que
se tratara de pieles especiales.
Para el manto se requería del mismo tipo de tela y “vil”, de igual color al del há-
bito, sin que estuviera plegado alrededor del cuello ni fuera tan largo. La cuerda que
ceñía la cintura debía ser gruesa, sin lujos; los velos de la cabeza, negros y de lien-
zo común, “para que en ellos reluzca la santa pobreza, aspereza y humildad de su
santa profesión”. Así, se disponía la compra de telas de muy bajos precios (De Cas-
tro, 1756: 31). En las constituciones generales de las clarisas se agregó que de ningu-
na manera el velo podía ser de seda ni de alguna tela de lino: todo debía ser de paño
barato (Las constituciones…, 1720: cap. iii). Además, se colocaba una palma en las
Conclusiones
Como se observa, para este grupo de mujeres la muerte era una parte importante de
sus vidas, cuya legislación religiosa hacía que estuviera presente. La atención de las
enfermas, el cuidado de su comportamiento diario para ser mejores cristianas y, so-
bre todo, su anhelo de unirse a Jesús —su esposo— las hizo desear la muerte, ya que
era la única manera de encontrarse con Él. De seguro les causaba cierto miedo o in-
certidumbre, pero al final el imaginario religioso y la espiritualidad de la época ha-
cían que la muerte se aceptara con paz e incluso con alegría.
Sus reglas y constituciones desempeñaron un papel clave en esta imagen positiva
que se tenía de la muerte, en vista de que proporcionaron instrucciones precisas a se-
guir ante un fallecimiento. Tal vez la más importante haya sido el apoyo y consuelo
que se establecía que debían recibir de su confesor en esos momentos tan difíciles,
ya que tener a un religioso que las ayudara al “bien morir” era una garantía de llegar
a su meta: el cielo.
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Resumen
Palabras clave: emblemática, túmulos, Isabel de Borbón, exequias reales, iconografía, costumbres
funerarias.
Abstract
The death of Isabel de Borbón (Elisabeth of France) in 1645 prompted the publication of various
panegyric and funeral honors both in Spain as in the New World colonies. In this text, I analyze
three emblems in the work Pompa funeral. Honras y exequias de la alta y católica señora doña Isabel de Bor-
bón. The importance of the emblems analyzed here is that they reflect the moral and political val-
ues of this figure; while also referring to her death.
Keywords: emblematic, burial mounds, Isabel de Borbón, royal funerals, iconography, funerary
customs.
H
oy en día es muy común que existan documentos desconocidos en los re-
positorios de archivos digitales de bibliotecas; por ejemplo, en portales
electrónicos como Google, que han digitalizado una serie de documentos
antiguos muy importantes. Aunque el tema de los emblemas en asociación con diver-
sos túmulos ha sido muy trabajado, encontré un documento que es la crónica de las
honras fúnebres de la reina Isabel de Borbón, titulado Pompa funeral. Honras y exequias
de la alta y católica señora doña Isabel de Borbón, de 1645. Digitalizado por la compañía
Google, es con probabilidad un ejemplar perteneciente a la Biblioteca de la Univer-
sidad Complutense de Madrid.1
El documento presenta una crónica detallada de la organización de las honras fú-
nebres de este personaje; muestra además una serie de emblemas particulares, co-
locados en el túmulo, la cual presenta en todo momento a la imagen de la muerte
interactuando con esta figura real. Hay otros elementos presentes que simbolizan a
la reina: de manera obvia se incluyen los símbolos de su realeza, como la corona y el
cetro, pero existen otros grabados que la exponen como un barco que se hunde, como li-
rio o bien como un eclipse. Por eso es preciso mencionar que los emblemas que ador-
naron el túmulo real de Isabel de Borbón, ubicado en el templo de los jerónimos, en
Madrid, no son unitarios en el sentido de que a la reina no se le figura con un solo ele-
mento iconográfico, tal como sucede con otros emblemas dedicados a diversos mo-
narcas hispanos.
Como es sabido, existe una serie de documentos —entre otros, oraciones fúnebres
y panegíricos— que en varios casos nada más describen a los emblemas utilizados,
pero que no se muestran ni fueron impresos; respecto al texto aludido, se tiene la for-
tuna de que los contenga.
Este artículo no tiene la intención de ser —por el momento— exhaustivo, dada la
cantidad y riqueza de cada emblema, que en sí mismos requieren una revisión pro-
longada. Aquí presento la disertación de tres emblemas que, por su contenido sim-
bólico, me parece imprescindible comentar.
Quiero distinguir como emblema a una serie de imágenes que “[…] consistía en
poner en relación la imagen y la palabra —generalmente en latín— por medio de
la reproducción de una imagen —conocida como emblema, empresa o jeroglífico—
1
Infiero este dato, pues el texto digitalizado sólo permite ver un detalle del sello perteneciente a esta
biblioteca. Aunque con problemas de digitalización, el libro es legible en lo que respecta al cuerpo del
texto; por desgracia, al original le faltan las cuatro primeras hojas, incluyendo la portada. Sin embargo,
lo referente a la descripción de las honras fúnebres, el túmulo y los emblemas está completo.
Isabel de Borbón
Después de tantos frutos (aunque no bien logrados) quiso Dios dar a la reina el premio de
los que su piedad y religión habían merecido, enviándole una enfermedad de erisipela […]
su muerte fue el día 6 de octubre por la tarde en el año de 1644, a los 41 no cumplidos de
edad y en los 23 de reinado. […] El cuerpo fue llevado al Escorial con la pompa acostum-
brada, pero con dolor extraordinario [Flores, 1770: 948].
Aunque por no ser posible esperarla, para lo que iba pidiendo el tiempo, se dispuso el salón
grande con aparato Real, para la colocación del cuerpo. Colgóse de las tapicerías más pre-
ciosas del palacio. En la cabecera se puso un dosel rico, y debajo de él se levantó un estrado
con cuatro gradas, y doce pies en cuadro, en que se armó una cama de plata con la colgadura
bordada de oro. Algo apartado estuvo el Altar principal en la frente, y a lo largo del Salón
otros cuatro Altares, que se compusieron por el Monasterio Real de las Descalzas Francis-
canas, y por el Real de la Encarnación de Agustinas. […] Viernes a las tres de la mañana
dieron principio las Misas en los cinco Altares del Salón [Pompa funeral, 1645: 9-9v].3
2
Para mayor comodidad adapté las citas del texto a la ortografía actual de la lengua castellana. Invito al
lector a remitirse al texto para enterarse de las personalidades que se encargaron de ataviar el cuerpo de
la reina. De igual modo quiero comentar que la costumbre de embalsamar no se estiló en la monarquía
hispana; según Inmaculada Rodríguez, este proceso se inició muy tardíamente, con la muerte de Felipe IV
de España, el 17 de septiembre de 1665.
3
Es interesante anotar diferentes aspectos de las honras fúnebres de las personas regias; en este caso
acudieron a ofertar sus oraciones numerosas órdenes religiosas, entre las que se contaban las siguientes:
año 6, núm. 11, julio-diciembre de 2017 • 99
José Alejandro Vega Torres
Y el Prior vino en ello; y así el Convento le cantó el Responso. Luego la recibieron los Gen-
tiles hombres de la Boca, y la llevaron hasta el Túmulo, que estaba prevenido en medio de
la Capilla mayor; cuya Tumba cubría un rico paño, que por tres o cuatro gradas bajaba,
hasta envolver mucha parte en el suelo que adornaban alfombras de seda negra y blanca.
Encima de la Tumba fue colocado el Cuerpo, y puesto el paño de brocado, que traía en
las Andas y una almohada de lo mismo con la Corona Real y un Santo Cristo. A los lados
había doce blandones de plata con hachas y mucho número de luces. Los ornamentos que
para entierros de Reinas están diputados, son de brocado negro, bordado de plata: y todo
el servicio del Altar, de Cruz, de candeleros, vinagreras, incensarios y navetas, es de plata,
con embutidos de ébano negro. Para los entierros de Reyes hay otros ornamentos, y servi-
cio semejante, sin más diferencia que ser la bordadura de oro, y la plata dorada [Pompa fu-
neral, 1645: 13-14].
benitos, bernardos, basilios, dominicos, franciscanos, agustinos, trinitarios, carmelitas, mercedarios, jeróni-
mos y jesuitas, entre otras. También es importante comentar que, dentro de la disposición de los cadáveres,
mediante documentos como éste podemos saber que el cuerpo de la reina —como los de muchos otros
personajes— eran dispuestos en primer lugar en una caja de plomo y luego ésta se colocaba dentro de otra
de madera.
4
Es interesante mencionar que el cortejo fúnebre respeta lo asentado en diversas pragmáticas que se
fueron ratificando en los siguientes años; por ejemplo, en la pragmática del 9 de octubre de 1684 se men-
ciona que en funerales regios, los dolientes deben portar ropas largas y cubiertas las cabezas, sin usar telas
costosas, sino una llamada “bayeta”, considerada en su tiempo muy barata y acorde con la sencillez que
se buscaba en los funerales, burda y hecha de lana (Pragmática…, 1684).
5
Este religioso exigió una carta del rey a fin de recibir el cuerpo de la reina. En el documento se men-
ciona que era costumbre que el monarca enviara primero una carta, de modo que se pudieran recibir los
cuerpos para inhumar. Ante esto, el conde de Puebla menciona que el rey no se encontraba en Madrid y
que las exequias debían continuar, además de que prometía entregar la carta solicitada en el transcurso
de ocho días.
Finalmente se trasladó al cuerpo debajo del altar mayor, espacio designado a las per-
sonas reales, y luego de un reconocimiento por parte del prior de El Escorial y otras
personalidades fue enterrada:
Quedó, pues, en su bóveda, cerca del Cuerpo de la Serenísima Reina doña Margarita de Aus-
tria. Viéndose en los dos simbolizado, que de los grandes edificios, son más durables las ruinas,
que ellos mismos; como de los Reyes los Cuerpos, que aseguran mayor duración muertos, que
vivos. Y dentro de la Caja se puso un escrito de este tenor: En esta Caja yace el Cuerpo de la
Serenísima, y Católica Reina Doña Isabel de Borbón, mujer del Rey Católico de las Españas
don Felipe IV nuestro señor. […] Fue hija de Enrique IV, Rey Cristianísimo de Francia y de
la Reina, su mujer, doña María de Medicis. Nació en Fontainebleau […] a 22 de Noviembre
en el año de 1602. […] Falleció en el Palacio Real de la Villa de Madrid, jueves seis de Octu-
bre a las cuatro y media de la tarde, año de 1644, en edad de 41 años […] estando el Rey en
Aragón. Fue traído a esta casa el sábado siguiente. Descanse en paz [Pompa funeral, 1645: 15].
Como a todos los monarcas fallecidos, sin duda a la reina se le dedicó una serie de
túmulos en las diversas regiones del Imperio español, tanto en la península ibérica
como en las colonias americanas, cuyo resultado fue un corpus literario impreso.
Gracias a los trabajos de Pedro José Pradillo y Esteban tenemos noticias de diver-
sos túmulos dedicados a Isabel de Borbón, si bien el autor menciona que son pocas las
referencias de estos monumentos efímeros, pues poco se han estudiado para este caso:
Sabemos que en la iglesia de los Jerónimos en Madrid se erigió uno el año de su muerte y
otro en la Seo de Zaragoza. En 1645 se levantaron dos en Granada, uno en la Capilla Real
y otro en la Catedral, estudiados ambos por Moreno Cuadro. El primero constaba de un zó-
calo con jeroglíficos alegóricos de la Misericordia, un primer cuerpo con ocho columnas, las
armas de España y Francia y las Virtudes Cardinales, y un segundo cuerpo con estatuas seu-
dobroncíneas de las Bienaventuranzas. Remataba el edificio una granada en la que se apoyaba
la Fama, con cuatro rostros y sus respectivos clarines en dirección a los puntos cardinales. El
de la Catedral se decoró con jeroglíficos y alegorías del Desengaño de la vida, y lo formaban
dos cuerpos, uno soporte del otro, en los que estaban representadas las prefiguras bíblicas de
María, las Virtudes, y San Luis, rey de Francia. Excepcionalmente conocemos el túmulo levan-
tado en la iglesia de Santa María la Mayor de Milán [Pradillo, 1989: 239].
No profundizaré en estos túmulos por no formar parte de nuestro tema central; de-
jaré la comparación entre unos y otros como una posibilidad para una investigación
futura. Sin embargo, cabe mencionar el túmulo dedicado a la reina en Guadalajara,
España, que es el tema central del estudio de Pradillo, registrado en un documento
fechado el 19 de octubre de 1644. Allí se menciona la planta y la manera de reali-
zar el túmulo.
En otro documento mencionado por el autor (Pradillo, 1989: 240) se asientan los
colores y elementos que debía llevar este aparato fúnebre. Ambos textos son firma-
dos por Francisco de la Cerda, caballero de Santiago, y Juan de Moya.
El túmulo de Guadalajara se levantó en la capilla mayor de la iglesia de Santa Ma-
ría, la cual, según los cálculos del autor, era de dimensiones destacables: “Se puede
estimar las medidas del túmulo en unos diez metros cuadrados de base y nueve de al-
tura […]” (Pradillo, 1989: 242, nota 48).
El túmulo como tal era de tres cuerpos sobre gradas, dos cuerpos de columnas y
pilastras, y un remate en una cúpula semiesférica que remataba en una figura de la
fama (Pradillo, 1989: 243).
El autor refiere que se adosaron papeles con jeroglíficos y “poesías de buenas tar-
jetas”, lo cual es probable que nos hable del uso de emblemas, los cuales por desgra-
cia son desconocidas en sus particularidades (Pradillo, 1989: 245).
También quiero mencionar el trabajo más completo en cuanto a la recopilación
de impresos dedicados a las honras fúnebres de Isabel de Borbón: “Poesía femenil en
las exequias por Isabel de Borbón: los casos de Leonor de la Cueva y Silvia y María
Nieto de Aragón”, cuya autora, Nieves Romero Díaz, recopila 18 impresos dedica-
dos a esta reina entre 1644 y 1645 en España, entre oraciones y sermones fúnebres;
para conocer los nombres de los impresos, véase Romero (2010).
Por su parte, en su texto Los reyes distantes, Víctor Mínguez (1995: 110) mencio-
na otros túmulos dedicados a Isabel de Borbón en la Nueva España, como las exe-
quias dedicadas a ella en la ciudad de Puebla de los Ángeles en 1645, referidas en
Exequias funerales y pompa lúgubre, que la ilustre augusta, y muy leal ciudad de los Ángeles cele-
bró a la muerte de la Sacra Majestad de la Reyna nuestra señora Doña Ysabel de Borbón…
De igual modo se celebraron otras exequias en la ciudad de Valladolid —la actual
Michoacán—, organizadas por el cabildo catedralicio. Mínguez menciona otras
honras fúnebres celebradas por la Inquisición en el convento de Santo Domingo,
Ciudad de México, recopiladas en Oración panegírica en las honras, que el Santo Tribu-
nal de la Inquisición de México hizo a la augustísima reyna Doña Isabel de Borbón… (1995:
112-113).
Como relata Inmaculada Rodríguez (2012), debemos tener en cuenta que, en casi to-
dos los túmulos españoles levantados en la península ibérica y América, los símbolos
que representan al rey son el cetro y la corona, a diferencia de las otras cortes euro-
peas, que incluso incorporaban la imagen en cera de sus reyes.6 Además, los personajes
reales aparecen, como refiere Mínguez, en los propios emblemas, ya sea de manera ya-
cente o bien con elementos alegóricos que los definen: “I siguiendo el Cuerpo, salieron
las Condesas de Salvatierra, i de Paredes, las Dueñas de honor, i Damas, hasta el Salón gran-
de donde fue colocado en el Estrado, i cama Real, i cubierto con un paño de brocado,
se puso encima la almohada con el Cetro, i Corona” (Pompa funeral, 1645: 10v).
A la reina se le representa yacente, pero también usando diversas analogías, al compa-
rarla con un eclipse, con el sol que muere, con un barco que se hunde, o bien, con los ele-
mentos del poder real: el cetro y la corona. Hay emblemas con un fuerte acercamiento al
tema del vanitas, en el que no abundaremos aquí. En total hay 24 emblemas presentados
en el túmulo de la reina. Esta pira funeraria fue la segunda construcción efímera que se
levantó; sin embargo, se realizó una vez que la reina había sido enterrada, por lo que
los emblemas y las analogías contenidas allí hicieron las veces de sustituto corporal de la
monarca y a la vez la personificaron. Al ser el encargado de las honras post mortem de la rei-
na, durante las cuales se elaboró el túmulo, el conde de Castrillo consultó al rey en cuan-
to a la manera y el lugar donde debían llevarse a cabo. El rey señaló la sede en la iglesia
de San Jerónimo y estableció la fecha para el 18 de noviembre (Pompa funeral, 1645: 17).
En el documento se menciona que les tomó 35 días concluir el túmulo (17v).7
El túmulo
Los dibujos o “jeroglíficos” que adornaron el túmulo fueron revisados por el conde de
Castrillo y ejecutados por Juan Gómez de Mora: “Éste, i los demás dibujos, o plan-
tas pertenecientes a la forma del Túmulo que se irán poniendo, son de mano de Iuan
6
Sabemos que, por lo general, el cuerpo de un monarca llegaba a representarse pocas veces en una es-
cultura o mediante la colocación de una pintura en un túmulo; sin embargo, era mucho más común la
representación del monarca por medio de los símbolos de la realeza, la corona y el cetro, así como se le
representaba o se le hacía presente a partir de los emblemas que “adornaban” la construcción funeraria.
7
Remitimos al lector a que lea los detalles del decorado de la iglesia de San Jerónimo para este acto
fúnebre; yo sólo me remitiré a la descripción del túmulo.
Gómez de Mora, Maestro mayor de las Reales Obras, que fue quien trazó, i delineó
ésta, con la superintendencia, i parecer del Conde de Castrillo; a quien se comunica-
ba todo, antes de executarse” (Pompa funeral, 1645: 18v).
En el atrio, cubriendo la fachada del templo, se levantó un arco de orden compuesto. En-
tre otros elementos que la adornaban se encontraban ocho emblemas que aquí no descri-
biremos, si bien más adelante analizaremos el que representa a un barco hundiéndose. El
texto se refiere a esos elementos gráficos como “jeroglíficos”.8
En medio del Crucero o Capilla mayor, se levantó el Túmulo más ostentoso, lucido, y bien
fabricado, que supo trazar el arte, y adornar el ingenio. Su arquitectura era del orden Co-
rintio, y su forma cuadrada. Tuvo la primera planta veinte y siete pies por lado, y setenta
y uno de alto, hasta su remate, que fue todo lo que permitió la capacidad del sitio. Y por-
que le goce la vista, como le puede mostrar el dibujo, se pone aquí su perspectiva, y facha-
da [Pompa funeral, 1645: 22-22v].
Por desgracia, el plano del túmulo fue extraído del documento. De igual modo se co-
menta que el túmulo tuvo siete cuerpos en total; como el ejemplar fue mutilado en varias
de sus láminas, sólo quedó la descripción del primer cuerpo y falta la de los seis restantes.
En total, los emblemas que acompañaron al túmulo fueron 16 —todos están completos y
comentados—. Aunque no se incluye la planta ni el grabado del túmulo, se intuye que
debió formar una especie de pirámide escalonada, con los cuerpos truncados, donde es
probable que se hayan adosado los emblemas, quizá pintados al óleo.
8
Desde el surgimiento de la emblemática, en el siglo xvi, tanto los conceptos de “emblema”, “jeroglífico”
y “empresa” se tomaban como sinónimos; es decir, imágenes que conceptualizan un vicio o una virtud y
que van acompañadas de un lema o poema explicativo, aunque a veces podía no incluirse.
La luna eclipsada. Quiero destacar que estos “jeroglíficos”, como los describe el propio
texto, no tienen un común denominador; es decir, que se haga referencia a la reina
en una sola imagen alegórica, ya sea como luna, azucena, águila o cualquier elemen-
to común en el uso de las exequias reales. En este caso Isabel de Borbón es la alego-
ría de todos los anteriores elementos enumerados.
Víctor Mínguez menciona que muchos de los elementos emblemáticos usados en
las exequias fueron comunes tanto para los reyes como para las reinas: “[…] no surgen
motivos femeninos en el corpus emblemático, sino que el mismo repertorio de imáge-
nes simbólicas es aprovechado para metaforizar indistintamente al rey y a la reina —el
fénix, el lirio, coronas, calaveras, etc.—, apreciándose si acaso, en este último caso, una
preferencia por los motivos florales” (Mínguez, 1995: 111-112).
El emblema de la luna eclipsada se ubicaba en la fachada del templo de los jeróni-
mos y en algún sentido hacía referencia a la reina. Como menciona Mínguez (1995:
11), las reinas debían ser la representación de la virtud, garantes de la sucesión al tro-
no, además de asumir su papel político como regentes en ausencia del rey, así como
una imagen cercana a la santidad y paradigma para otras mujeres.9
Si la imagen del rey es comparada con el sol, a las reinas se les suele equiparar
con la luna —y en el texto descrito Isabel de Borbón aparece como analogía de
la luna—. Ya vimos cómo la reina aparece como luna regente sobre los pueblos,
y también eclipsada. Mínguez escribió acerca de estos emblemas en particular en
“La metáfora lunar: la imagen de la reina en la emblemática española”, donde co-
menta que si el rey es el sol, se debe a que su luz es propia, mientras que la rei-
na, como luna, sólo recibe el reflejo de aquel astro; es decir, se trata de un poder
subordinado:
Por el contrario, el sol será siempre el astro determinante y la luna el astro subordi-
nado, pues la luz de esta última es prestada, no propia, y con ella sustituye al sol en su
ausencia —noche, eclipse, ocaso—. Así, invariablemente, la Luna adopta el papel en el
vocabulario emblemático de sustituta, colaboradora, representante, delegada, etc. (Mín-
guez, 1993: 31).
9
Cécile Vincent-Cassay (2007) comenta cómo la idea de que la reina debía ser un espejo de ejemplos
para otras mujeres y para las reinas subsiguientes estaba en verdad presente como una figura moral a
transmitirse dentro del pensamiento de Isabel de Borbón, quien trató de imitar a santa Isabel de Portugal.
Aunque en este caso se hace referencia a la reina como una luna, también he encon-
trado que se le compara con el sol. En el documento Nenia. Poema acróstico a la clarísima
reina de España doña Isabel de Borbón, Manuel de Faria (1644: 150) la equipara con ese as-
tro en el verso cxlviii (donde respeto la ortografía original para la primera palabra):
10
No olvidemos que la reina Isabel de Borbón ostentó la regencia durante la Guerra de Cataluña, ini-
ciada en 1640.
Figura 1 Emblema 41, siglo ii (Covarrubias, 1610). Figura 2 Túmulo de Isabel de Borbón, emble-
ma 7: “Luna eclipsada”.
El barco. Otro elemento con el que se compara a la reina es un barco. Allí es presen-
tada como una nave en naufragio, con el mástil roto. Por lo general el barco es un
símbolo político que representa la buena marcha del príncipe en su vida y la recti-
tud con que ha obrado; por supuesto, el significado del barco varía entre los diferen-
tes emblemistas, como Covarrubias, Saavedra Fajardo y Alciato. Al respecto, en su
texto “La nave, imagen y alegoría del Estado en la emblemática borbónica”, Mín-
guez comenta: “El recurrir a los navíos en la emblemática responde a una imagen
muy barroca; el mar infinito como símbolo del mundo en el que habitan los hombres,
representados obviamente por la nave. Una nave que ha de luchar contra vientos y
maremotos y a la que acechan en su singladura toda clase de peligros” (Mínguez,
1986-1987: 31).11
Si bien el barco representa el camino del hombre hacia el buen puerto o término
de su vida, también puede representar el desvío de ese camino; por ejemplo, en Al-
ciato, su emblema 82 habla acerca de un barco al que se le ha pegado una rémora,
lo cual significa que el camino del hombre se puede desviar de su devenir como ser
virtuoso (Mínguez, 1986-1987: 128).
Otros significados de este emblema son los que el propio Mínguez refiere:
Es Borja, sin lugar a dudas, el emblemista que más recurre a la metáfora del navío, y tam-
bién, el que más riqueza de significados aporta: la nave puede ser tanto una alegoría del
riesgo, como de la entereza. También Covarrubias identifica la nave con determinados
conceptos: la huida —de la carne, del mundo y del diablo o la prudencia— [Mínguez,
1986-1987: 128-129].
11
En el ex convento de Actopan, Hidalgo, México, se encuentra representado un barco que se dirige al
paraíso celeste, comandado por san Agustín; sin duda remite al concepto de llevar en forma correcta el
ministerio religioso y a los fieles por el buen camino.
Figura 3 Túmulo de Isabel de Borbón, emble- Figura 4 Emblema 32 (Covarrubias, 1610: 232).
ma 11: “Barco hundiéndose”.
El lema de este emblema dice: Et tempestas demersit me, frase proveniente del Salmo 68,
versículo 2, traducida como: “Venido en alta mar, la tempestad me ha ahondado”
(Sánchez, 1789: 258). Sin duda se escogió para aludir al deceso de la reina. Si bien
ella es caracterizada como soporte del bajel del Estado —como se describe en el ver-
so de De Faria—, con su muerte el barco se hunde.
Considero que un emblema de Sebastián de Covarrubias, comentado por Mín-
guez (figura 4), es el más cercano al concepto que hemos detallado para el significa-
do del ubicado en el túmulo de Isabel de Borbón:
con fealdad, y peligro: y ésta es la razón porque no debemos tener por dichoso a ninguno
de los vivos hasta ver cuál es el fin que hacen, cuando se cuentan entre los muertos [Mín-
guez, 1986-1987: 31].
De ese mismo emblema, Sergi Doménech, en su texto “El faro y la historia visual de
la obras públicas”, comenta que si bien Sebastián de Covarrubias se refiere al bar-
co hundido y el puerto como símbolos del descuido, también lo son de la vida
que se fuga: “Este emblema parece estar inspirado en el soneto La Vita Fugge, et non
s’arresta una hora (‘la vida huye sin frenar su apuro’) del cancionero de Petrarca (soneto
cclxxii)” (Doménech, 2014: 182). Hay otro emblema donde se representa una nave
naufragando, aunque sin el significado tratado aquí. Se trata del de Pérez de Herre-
ra, que equivale a la paciencia y la constancia (figura 5). En el epigrama que acom-
paña a la imagen destaca la importancia de despojarse de la soberbia y de ser capaz
de escuchar consejo en la vida. Al respecto Mínguez comenta:
Pérez de Herrera en su tercer emblema y bajo el lema patientia & constantia muestra un
navío a merced de agitados vientos. El epigrama no puede ser más revelador:
Es posible que también la lírica popular anónima, en este caso la española, haya in-
fluido en la manera de concebirse la vida como un tránsito por el mar. Leonor Fer-
nández Guillermo, en su texto “El mar y el barco como símbolos en la antigua lírica
popular española”, apoyándose en el Corpus de la antigua lírica popular hispánica de Mar-
git Frenk, incluye un estudio de ejemplos donde el mar es un símbolo de separación
entre personas y amantes, así como del tránsito peligroso de la vida:
Y agrega:
Figura 5 “Barco hundiéndose”, Pérez de Herrera (tomado Figura 6 Emblema 11: “Túmulo de Isabel de Borbón”.
de Mínguez, 1986-1987: 135).
El mar es un símbolo de la dinámica de la vida. Todo sale del mar y todo vuelve a él. Es
el lugar de los nacimientos, de las transformaciones […]. Pero si el agua-mar ha represen-
tado la vida, la fecundación, la unión con el amado, también puede tener otro aspecto en
el que se descubren fases negativas, como el amor desdichado, la pérdida, la tristeza y la
muerte [Fernández, 2001: 542, 545].
Además, junto con el simbolismo desafortunado del mar, el barco también repre-
senta el infortunio del hombre ante la posibilidad del naufragio o bien de la partida:
Estar frente al mar o dentro de él es una situación que parece conservar un pavor asocia-
do con la muerte y con la entrega física, como en estos versos:
Aguas de la mar
Miedo he
Que en vosotras moriré [Fernández, 2001: 547].
El emblema del hombre que se autoinmola y la reina yacente. A continuación describo otro
emblema del túmulo de Isabel de Borbón, identificado con el número 11 (figura 6),
donde se le muestra agonizante en su lecho de muerte, mientras una paloma sale con
una rama de olivo en el pico.
Hay allí una figura muy peculiar que llamó mi atención: se trata de un hombre que,
con su propia espada dispuesta con el filo hacia su cuerpo, se traspasa a sí mismo. El
emblema contiene el siguiente lema: Hostem repell[a]s longius pacemque dones protinus, verso
atribuido al teólogo alemán Rábano Mauro, dirigido al Espíritu Santo, en su obra
Veni Creator, fechada hacia el siglo ix. El texto se traduce así: “Aleja de nosotros al ene-
migo, danos pronto tu paz”.
La asociación de Isabel de Borbón con la paloma de la paz no es fortuita, pues se
sabe que ella ejerció un papel fundamental para establecer la paz entre Francia y Es-
paña. Tampoco es casual que la reina le rindiera devoción a santa Isabel de Portugal,
considerada la abogada de la paz: “Desde 1625 y con el modelo de santa Isabel de
Portugal presente, la reina se significó como principal mediadora en los principales
conflictos que enfrentaron a España y Francia: la Valtelina y la guerra de Mantua”
(Oliván, 2012: 205). En su profundo estudio sobre la acción pacificadora de Isabel
de Borbón, Laura Oliván agrega:
“Paloma medianera de la paz”, así calificó a Isabel de Borbón Micheli Márquez en su obra:
El Cristal más puro representado en imágenes de divina y humana política, labrado de acciones heroicas de
doña Isabel de Borbón, reina de España, publicada en 1644 con motivo de la muerte de la sobe-
rana. No fue ésta la única alusión a las funciones pacificadoras de la reina que manifesta-
ron sus contemporáneos: “Gloriosa Palas en la paz de España” fue otra expresión que, entre
otras tantas, apareció en panegíricos y oraciones fúnebres [Oliván, 2012: 191].12
La reina tuvo otra imagen en contrapartida: la de una soberana guerrera, comparada con las amazo-
12
Figura 7 Emblema 73, siglo ii (Covarrubias, 1610). Figura 8 Emblema 35, siglo iii (Covarrubias, 1610).
En cuanto al emblema del túmulo de la reina, allí no vemos al hombre que apresura
la muerte del otro ni mucho menos al ejército que lo acompaña, sino que el perso-
naje que se traspasa con la espada se encuentra solo. Ciertamente ni la composición
empata con la presentada en el túmulo referido ni el mensaje del mismo parece ser
el que se buscaba transmitir. Tomando en cuenta que estos emblemas fúnebres de-
bían hablar de las virtudes de la reina como medio de propaganda, este emblema no
parece el más adecuado.
13
De este emblema su autor nos dice que el personaje que se mata a sí mismo con su espada es el rey Saúl.
Conclusiones
La santidad no hacía olvidar sin embargo las virtudes políticas que practicó Isabel —la
grandeza, la prudencia, la fortaleza, la justicia, etc.—. […] Hay que tener en cuenta, por
otra parte, que la imagen de la reina santa, aunque encierra un elogio a la piedad de la di-
funta, es una imagen política en sí misma […] la reina se configura como modelo de las
mujeres del reino, y su lealtad, religiosidad y virtud son una referencia de la concepción de
las mujeres en el difícil siglo xvii [Mínguez, 1986-1987: 111].
Son varios los elementos emblemáticos que describen de modo alegórico a Isabel
de Borbón, entre ellos la flor de lis, por ser descendiente de la monarquía francesa.
Otros la refieren como un águila: un emblema solar por antonomasia donde la rei-
na, en forma de esta ave, deja en un nido a dos de sus polluelos para remontarse al
sol. Sin duda este elemento describe la tarea de toda monarca de dejar herederos que
conduzcan los destinos de su nación. Lo mismo ocurrió con los emblemas de Isabel
Covarrubias (1610) explica que el personaje representado es Áyax Telamonio, quien recogería sobre sus
14
de Farnesio, donde también se alude a un águila que enseña a sus aguiluchos a vo-
lar (Mínguez, 1986-1987: 117).15 Ruego al lector que mire los emblemas incluidos al
final de este texto.
Los emblemas también son diseñados para aludir a determinados pasajes de vi-
da o devociones de la persona real. Por ejemplo, en el del barco hundiéndose, éste
no llega a puerto, sino que se hunde en altamar, en referencia a la muerte intem-
pestiva de la reina; o bien, donde se representa a los personajes reales Felipe iv
e Isabel, y sobre ellos un par de ángeles custodian la sagrada forma. Como infor-
ma Mínguez, esto indica la devoción que la reina tenía por la eucaristía. El mis-
mo asunto ocurre con el túmulo levantado en Valladolid —hoy Michoacán—, en
el que el tema aparece en el segundo cuerpo del catafalco michoacano: “El segun-
do cuerpo se componía […] de menor tamaño, y escoltándola, aparecían las ale-
gorías de la esperanza y la caridad. Se destacaba así la devoción de la reina a la
eucaristía, culto por otra parte que compartía con los varones de la casa de Aus-
tria” (Mínguez, 1986-1987: 112).
Los emblemas dedicados a Isabel de Borbón comparten una riqueza simbólica en-
tre muchos catafalcos que se levantaron tanto en México como en España; sin em-
bargo, debemos observar su particularidad y originalidad, que estribaron en referir
a los momentos de vida específicos de la reina. De esta forma el barco hundido, que
alegoriza a la monarca, alude a la pérdida de un pilar en la conducción de un Es-
tado en medio del mar, que es la vida misma. Por otro lado, su muerte se concibe
como un eclipse: el ensombrecimiento de una regente que promovió la paz. Por úl-
timo, su deceso se presenta como un ejemplo para otras mujeres —al aceptarla sin
desesperación—: un concepto incluido con la figura del hombre que se autoinmola,
en una muerte aceptada con paciencia.
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Resumen
Al asumir el papel de Horus —el dios vivo—, el faraón recibía un rito funerario acorde con su estatus,
pues al pasar al otro mundo adoptaba el rol de Osiris —el dios muerto—. Así, debía contar con la
preparación adecuada para que el ba o fuerza anímica del difunto tuviera un sitio de retorno. De
ahí una parte de la importancia de la momificación y los textos sagrados que acompañaban a los
muertos para que el ba no terminara como un ente errante y les ofreciera la protección adecuada
en el juicio final. Con la Revolución osiriaca, tras el primer periodo intermedio, estos ritos pasaron
al colectivo común para asegurar el tránsito al más allá. Desde entonces no sólo a los faraones
se les adscribieron textos sagrados y se prepararon sus restos, sino también a sus subordinados y ci-
viles sin títulos. De esto surgen dos preguntas: ¿cómo se modificaron los ritos funerarios al no ser
ya exclusivos de los dioses y qué consecuencias implicaron?
Palabras clave: muerte, ritos funerarios, arquitectura funeraria, literatura funeraria, momificación,
amuletos.
Abstract
By assuming the role of Horus—the living god—the Pharaoh was given funeral rites in accord with
his status, for by passing to the Afterlife he became Osiris (the dead god). He had to receive the proper
preparation so that the ba or power of his soul would have a place to return. Hence the importance of
mummification and the sacred texts that accompany the dead was to ensure that the ba not become an
errant entity and instead offer adequate protection at the moment of the final judgment. With the
Revolution of Osiris, after the First Intermediate Period, those rites spread to the common people to
ensure their passage to the Afterlife. The Pharaohs were not the only ones to be ascribed sacred texts
and to receive special preparation of their mortal remains; now, their subordinates and those without
titles could as well. This leads to the questions: how were funerary rites modified when they were no
longer exclusive to the elite and what were the consequences of these changes?
Keywords: death, funerary rites, funerary architecture, funerary literature, mummification, amulets.
U
n tema central presente en toda la historia del Egipto faraónico fue la muer-
te. Al abarcar un periodo tan extenso, ésta se enriqueció con un misticismo
y simbolismo singular. Para los egipcios, la defunción no fue vista en forma
aterradora; antes bien se tenía la posibilidad de una continuación de la vida, siem-
pre y cuando se tuvieran los conocimientos adecuados. Aunque es inevitable, puede
considerarse como un cambio físico y de ninguna forma representa el final definitivo
—en especial para el ba—. Esta perspectiva concuerda con los testimonios dejados
por los griegos acerca de los egipcios: “La muerte llega a causa de la debilidad y la
disolución de los miembros del cuerpo; el cuerpo muere porque ya no puede seguir
soportando el ser: lo que llamamos muerte, no es más que la disolución de los miem-
bros y los sentidos del cuerpo (el ba no muere)” (Champollion, 1975: 68-69).
La muerte se veía como algo temporal, un lapso en el cual “aquel que posee un
nombre”1 —es decir, el difunto— aguarda su resurrección en el más allá. La muer-
te era entonces la espera para un segundo nacimiento; “la muerte en la tierra no era
sino el signo natural del nacimiento en el más allá” (Champdor, 1982: 49). Esto ge-
neraba una preocupación por los ritos funerarios adecuados, y desde periodos muy
tempranos se reflejó un interés por el depósito de los restos mortales y aquello que
debía acompañarlos, lo cual fue evolucionando.
Al comprender la importancia de la muerte en la cosmovisión del egipcio, los di-
funtos asumieron un papel adicional en el mundo de los vivos. En este sentido, los
muertos tenían influencia en la vida terrenal. Debido a ello existía una preocupación
constante por el culto a los difuntos.
De forma directa o indirecta, la vida del egipcio estaba inmersa en la muerte. Inclu-
so se tenía la creencia de que los fallecidos podían favorecer o perjudicar a los vivos, fa-
cilitándoles respuestas o ayudándolos a enfrentar enfermedades, por lo que buscaban su
interferencia; esto lo demuestran un sinnúmero de cartas encontradas entre las ofren-
das presentadas en las necrópolis.
En este contexto se encuentra una explicación a la creación de todo un compen-
dio de fórmulas y rituales para trascender y lograr ese segundo nacimiento, a modo de
perpetuar la existencia del difunto. Lamentablemente, para los primeros individuos del
Egipto unificado este acceso a los campos de Ilalu en el más allá no era para todos,
sino un privilegio exclusivo para el faraón.
1
El nombre era de gran valor; con éste se aseveraba la existencia de las cosas.
1. El nombre de Horus lo identificaba como una encarnación del dios, heredero
legítimo de Osiris. Fue usado desde el periodo predinástico en el Alto Egipto.
El faraón se convertía en la personificación terrenal del dios Horus.
2. El nombre de “las Dos Señoras” (nebty) refería a la dualidad, al identificarlo con
la diosa Nekhbet —la diosa Buitre— y la diosa Wadjet —la diosa Cobra—, ti-
tulares de las ciudades El-Kab y Buto —del Alto y Bajo Egipto—. Se trata de
una nomenclatura presente desde la dinastía I.
3. El nombre de Horus de oro (Hor-nub) simbolizaba la divinidad del faraón. In-
dicaba que la encarnación de su divinidad estaba hecha de la carne de los dio-
ses: el oro. Este epígrafe se instauró desde la dinastía III.
4. El nombre del “junco y la abeja” (nesut-bity), entendido a veces como “el Se-
ñor del Alto y Bajo Egipto”. Algunos autores suponen que el junco (nesut) hacía
una referencia al sur, mientras que la abeja (bity) se correlacionaba con el nor-
te, encontrando así un significado como “soberano del Alto y Bajo Egipto”. Éste
adquirió mayor importancia durante la dinastía III, aunque aparece desde la di-
nastía I.
5. El nombre de Ra lo recalcaba como hijo de Ra (sa-Ra), y el nombre del faraón
estaba precedido por este título. Así se legitimó su conexión con la deidad so-
lar. Esta denominación se instauró durante la dinastía IV (por ejemplo, Khefren
hijo de Ra).
Con el monarca asimilado como el hijo de la deidad solar Ra, éste era visto con fun-
ciones similares a las del gran disco solar. El faraón fungiría como el vivificador y la
fuente de todos los recursos necesarios para sus habitantes; es decir, como el sol, que
propiciaba la germinación y la vida en su transición diaria, mientras que en su oca-
so, tras su deceso, descendía hacía el hemisferio inferior, el cual debía recorrer para
apoyar al dios solar en su lucha contra la serpiente Apofis y de este modo renacer en
el Oriente y dar vida y luz al mundo superior (Beltrán, 1973: 170.)
Por su parte, al agregar el nombre de Horus en su titulatura se le reconocía como
hijo de Osiris: “Siendo el faraón ya plenamente identificado con Horus, dios local del
protorreino del Alto Egipto que terminó por unificar al país del Nilo, se creó una ge-
nealogía inversa (desde el resultado, Horus, hasta el origen, Atum-Ra) que legitimó
la posición del faraón” (Parra, 1997: 281).2
Con esta idea, Horus, hijo de Osiris —dios resucitado—, y el faraón como su en-
carnación, estaba facultado para regir y renacer en el más allá. Bajo esta concepción
el faraón vivo sería representado como Horus en la Tierra, mientras el faraón muer-
to sería identificado con Osiris (Parra, 1997: 282, 350).
Dada la presencia de una omnipotencia en la Tierra —ya fuera como Horus en-
carnado o hijo de Ra—, una vez que su cuerpo muriera sus restos debían recibir los
respetos adecuados antes de su partida en la barca de Amón-Ra y su vida futura en
el más allá, y se encontró la forma perfecta para el descanso de sus restos en la pirá-
mide —al menos durante el Reino Antiguo—, que pese a irse modificando no per-
dió majestuosidad en la suntuosidad de su ajuar funerario.
Anterior al Egipto unificado se han encontrado evidencias acerca de la diferen-
ciación de los entierros de la clase alta en los nomos.3 Para el año 3300 a.C., durante
el periodo denominado Naqada III —o Gerzeense Tardío—, en ciertas necrópolis —en
particular del Alto Egipto, Hieracómpolis— se han hallado tumbas de mayores propor-
ciones y con ofrendas más destacadas, las cuales no consisten en simples fosas en la
tierra que los individuos de menor rango excavaron para sus despojos mortales. Es
tal la diferenciación que incluso se nota el caso de un sepulcro con escenas pictóricas
en los muros, que más tarde mostrarían similitud con las escenas murales de las tum-
bas de los faraones (Parra, 1997: 45).
Una vez lograda la unificación, se hizo visible la modificación en las tumbas reales.
Las dinastías tinitas —I y II— demuestran una mayor complejidad en sus inhuma-
2
Atum-Ra procrea a Geb, quien engendra a Osiris, quien procrea a Horus. Este último es el faraón del
Alto y Bajo Egipto (Parra, 1997: 281).
3
Subdivisiones territoriales que conformaron al Egipto faraónico.
ciones. A partir de los túmulos de la época predinástica se evolucionó hacia algo más
obtuso, con mayores implicaciones de trabajo y fuerza humana invertidos en ellas. Hay
excavaciones con paredes adosadas de ladrillo y una presencia de ofrendas más nota-
ble. Las tumbas de estas primeras dinastías fueron denominadas como “mastabas”;
éstas presentan en la superficie una superestructura que semeja la forma de un gran
banco de piedra.
Las mastabas se constituyeron durante esa fase temprana como un clásico fune-
rario, al tiempo que sumaron símbolos y acrecentaron los medios de subsistencia
para llegar al más allá. Estaban integradas por la cámara funeraria, habitaciones
suplementarias a fin de resguardar el ajuar y habitaciones con la función de alma-
cenes para las ofrendas, además de estar rodeadas por murallas que delimitaban el
territorio del muerto.
Para ese periodo se hace referencia a “sacrificios humanos”4 que acompañaban a
los restos del monarca, ya que se han encontrado tumbas subsidiarias cuya función
sería acoger a los servidores que lo acompañarían durante su tránsito al más allá,
donde habrían de desempeñar las mismas actividades que cumplían en vida (Grimal,
2004: 115-116; Parra, 1997: 45-49).
4
Se consideran sacrificios pues, según Parra (1997: 49), al estudiar sus restos, no presentaban patologías
y mostraban permanencia en un rango de edad joven.
Con la llegada del Reino Antiguo cambió la tradición real funeraria. La apari-
ción de la dinastía III, con el faraón Djoser, marcó un hito en la arquitectura fu-
neraria real. Surgió un cambio radical: de una mastaba se pasó a una forma más
compleja: la pirámide. Djoser, así como Imhotep —el arquitecto a cargo— se instauró
en la historia egipcia como el precursor de las pirámides. En un primer caso se trató
de una pirámide escalonada (figura 1): un primer intento que consistió en la super-
posición de seis mastabas, sin que las modificaciones se detuvieran ahí, pues se dejó
atrás la práctica de sacrificar a servidores (Parra, 1997: 81).
La construcción de las pirámides siguió practicándose hasta finales del Reino
Medio. La arquitectura se hizo más compleja y reveló experimentos tales como la
pirámide romboidal (figura 2) del faraón Senefru, de la dinastía IV, y encontró su
forma más sofisticada en la pirámide clásica; es decir, de caras planas (Pérez, 2006:
170; Urruela, 2012: 150). Las pirámides monumentales fungirían como una gran
demostración del poder faraónico, incluso en tiempos posteriores a su construcción
y aún más en periodos de crisis. Su presencia rememoraba a la compleja y pode-
rosa administración que fue capaz de edificarlas, y eran “un recordatorio de tiem-
pos mejores, de orden y estabilidad” (Parra, 1997: 275-276): “Mediante la creación
de una reliquia real, la tumba, se reforzaban las tendencias centrípetas del reino”
(Parra, 1997: 57).
¡Despierta, oh Grande!, dame tu mano para que pueda ayudarte a levantarte. Yo he veni-
do [para poder abrazarte] he [venido] para poder protegerte […] ¡Vive! ¡Vive, oh padre
mío!, Osiris Rey, porque yo he puesto el Ojo de Horus sobre ti […] permitirle sortear los
peligros topográficos o de los animales dispuestos a acecharle, además de rituales de incen-
sación, ofrendas de comida, bebida y vestuario, etc. [Moro, 2010: 30-31].
En esta última se observa cómo se espera la resurrección del faraón-Osiris y además de-
talla ciertas medidas tomadas para su resurrección: en primer lugar, la constancia de un
amuleto, el ojo de Horus —al que me refiero más adelante—, que le permitirá sanar; en
segundo lugar, se ruega para que se le permita evitar obstáculos y bestias devorado-
ras de almas, y finalmente se toman precauciones sobre su continuidad y se mues-
tran escenas donde los materiales y alimentos que llegue a necesitar se encuentren
representados.
La sacralización del faraón no sólo es observable en la titulatura y en su residencia
final, ya que también se aprecia en sus representaciones, principalmente en las estatuas.
La estatuaria monárquica no representa a un hombre, y si bien nunca pierde la función
de retrato singular, no está exenta de una idealización. Al faraón se le muestra solem-
ne, altivo, hierático, alejado de un contexto terrenal y sólo cercano a lo supraterreno.
El halo de tabú que se había ido conformando en torno a la figura real durante el
Reino Antiguo hizo que se les reflejara alejados de la sociedad, aislados, como si su
carácter divino los obligara a mantener oculta su apariencia física. Sin embargo, a
finales del Reino Antiguo ese tabú comenzó a desaparecer (Iniesta, 2001: 13; Pérez,
2006: 167; Urruela, 2012: 137-138, 151).
5
La fuerza vital.
6
Considerada como una descripción del periodo de crisis acontecido tras el colapso de la monarquía
durante el Primer Periodo Intermedio, que comenzó desde finales del Reino Antiguo. Presenta un
cuadro pesimista motivado por la ausencia del orden. Señala la falta de comercio exterior, que impedía
la disposición de los productos necesarios para los ritos. Se refiere a un saqueo de tumbas y a la divul-
gación de secretos relativos a la religión y los ritos funerarios (Pérez, 2006: 197-198; Moreno, 2011:
182; Urruela, 2012: 158).
7
Texto similar al anterior, el cual trata de un hombre que habla con su ba acerca de la inutilidad de
continuar en un caos, rodeado por miserias. También describe la permanencia del caos imperante en la
época y el sentido pesimista, que trae consigo una añoranza por el pasado. Describe injusticias suscitadas
en ese contexto. Aunque algunos autores lo refieren al Primer Periodo Intermedio, cabe destacar que es
conocido por un papiro fechado hacia la dinastía XII (Pérez, 2006: 201).
8
Perteneciente a la tumba del nomarca Intef, supuestamente escrito durante el Primer Periodo Inter-
medio. Éste habla sobre el estado de ruina de los monumentos funerarios pasados y la crisis nunca antes
vista (Pérez, 2006: 202).
Esta permeabilidad en los ritos funerarios hacia la elite y otros estratos sociales
—ya no sólo como un mero privilegio real— sería conocida como la Revolución
osiriaca, la cual se refiere a un cambio social donde la inmortalidad exclusivamente
faraónica se generalizó. Llegó así la democratización de los ritos funerarios y el ac-
ceso al más allá.
Tras el Primer Periodo Intermedio se adaptaron determinados elementos del proto-
colo faraónico al nuevo contexto local, y se volvió factible para sectores más amplios de
la población la adquisición de elementos antes sólo permitidos para miembros de la cor-
te o sus allegados, tales como los ritos funerarios de gran envergadura. La difusión de
objetos rituales fue la continuación de un proceso iniciado desde la dinastía VI, cuando
las elites locales comenzaron a utilizar los símbolos de estatus funerario: tumbas deco-
radas, estatuas (figura 4) y estelas (figura 5) (Iniesta, 2001: 67; Moreno, 2011: 195-199).
Figura 4 Funerario y esposa, dinastía VI. Fuente Cham- Figura 5 Estela de gral. Fuente Beltrán, 1973: 49.
pollion, 1975: 12.
Figura 6 Textos en los sarcófagos. Fuente Moro, 2010: 33. Figura 7 Apertura de la boca. Fuente Sala, 2006: 178.
procesos a llevar a cabo durante los rituales. Otros textos sobre el más allá fueron
el Libro del Am-Duat, que explicaba aquello que había en el otro mundo y descri-
bía el viaje de Ra en su barca solar por la Duat —el más allá— durante las horas
nocturnas y los obstáculos que debía vencer; el Libro de las cavernas, el Libro de los dos ca-
minos, el Libro de las puertas y el ya mencionado Libro del Am-Duat, donde se detallaba la
geografía del inframundo egipcio, con lo que se aportaba información al Libro de los
muertos (Cimmino, 2002: 102; Parra, 1997: 11-12; Sanmartín, 1998: 306, 329; Taylor,
2010: 57-58).
El Libro de los muertos, conocido como Rw Nw Prt M Hrw, que significa “libro de la
salida al día” (Allen, 2000: 316; Moro, 2010: 27), fue enriquecido con nuevas fórmulas
además de las ya preestablecidas en los Textos de las pirámides y en los de los sarcó-
fagos. Éste mostró variaciones, pues fue presentado para individuos de distintos estra-
tos sociales —y cuyas versiones más completas eran las relativas a la elite—.9 Al igual
que los textos funerarios previos, confirió a su dueño la ayuda necesaria para sortear
los peligros que acecharían a los no preparados en el más allá.
9
A partir del Tercer Periodo Intermedio se simplificó y economizó más, reproduciéndolo con escritura
hierática y no jeroglífica (Taylor, 2010: 35).
Que Ptah abra mi boca. Que el dios de mi ciudad desanude las bandas que amordazaban
mi boca. Que Thot, armado con la palabra de poder, aparte esas vendas nefastas, heren-
cia de Seth. Que Atum las lance a la cara de los enemigos que quieren, con ellas, hacer-
me impotente para siempre.
Que Shu abra mi boca con el cuchillo de hierro celeste que abre la boca de los dioses.
Pues soy la diosa Sekhmet-Uadjet, que vive en el país de los grandes vientos del cielo. Soy
el genio de la constelación Sahyt, que está entre los espíritus divinos de Heliópolis.
¡Que los dioses rechacen cuantos sortilegios y conjuros mágicos se hagan contra mí!
¡Que se opongan a ellos todos y cada uno de los dioses de la Enéada! [López y Tabuyo,
2006: 48].
10
De acuerdo con las creencias egipcias, cada individuo estaba compuesto por cinco elementos (Grimal,
2004: 118), los cuales eran: sombra: doble inmaterial de cada una de las formas que el individuo tomará
a lo largo de su vida; akh: es un principio solar, que le permite al difunto acceder a las estrellas durante su
viaje al más allá; ka: la fuerza vital, que necesita alimento y soporte, por lo cual se le proporcionaban
sustitutos al cuerpo; ba: fuerza anímica, principio inmaterial que contiene la potencia del difunto, su
doble —a veces asimilado con el alma, aunque no es del todo correcto—, representada mediante un ave
con cabeza humana, y, por último, nombre: éste representa para el egipcio una segunda creación del
individuo; nombrar algo le da vida.
ción a diosas protectoras, además de fórmulas para salir al día y llegar al “otro mundo”;
después se le enseña cómo acercarse a distintas deidades y se le otorgan conocimientos
acerca de los misterios de distintas regiones. Por último, se le revelan los nombres secre-
tos pertinentes de la puerta y las bisagras para entrar a la Sala de las Dos Verdades y ser
juzgado. De este modo Anubis —“El que abre las puertas del más allá”— lo dejará entrar
a esa sala y lo guiará ante Osiris para llevar a cabo el “pesaje del corazón” ante el Gran
Tribunal, compuesto por 42 dioses, uno por cada “nomo” (López y Tabuyo, 2006).
Una vez ante Osiris y las 42 deidades, el difunto debía presentarse (figura 8):
¡Homenaje a vos, Señor de Verdad y Justicia! ¡Homenaje a ti, Dios grande; Señor de Verdad y
de Justicia! ¡He venido a ti!, ¡oh dueño mío!; ¡me presento a ti para contemplar tus perfeccio-
nes! Porque te conozco, conozco tu nombre y los nombres de las 42 divinidades que contigo
están en la Sala de la Verdad y la Justicia, viviendo de los restos de los pecados y anegándose
en su sangre, el día en que se pesan las palabras ante Osiris, el de la voz justa. ¡Espíritu do-
ble, Señor de la Verdad y de la Justicia es tu nombre! Yo, ciertamente, os conozco, Señores de
la Verdad y de la Justicia; os he traído la verdad, por vosotros he destruido la mentira [Bel-
trán, 1973: 91-92].
Tras esto, el difunto recitaba una confesión negativa de aspectos impropios e injustos:
¡No he cometido ningún fraude contra los hombres! ¡No he atormentado a la viuda! ¡No
he mentido en el tribunal! ¡No conozco la mala fe! ¡No he hecho cosa alguna prohibida!
¡No he hecho ejecutar a un capataz de trabajadores, ni he dado cada día más trabajo que
el debido! […] ¡No he estado ocioso! ¡No he quebrado! ¡No he desfallecido! ¡No he hecho
lo que era abominable a los dioses! ¡No he desacreditado al esclavo cerca de su dueño! ¡No
he causado hambre! ¡No he hecho llorar! ¡No he matado! ¡No he ordenado el asesinato a
traición! ¡No he cometido fraude con nadie! ¡No he escamoteado los panes de los templos!
¡No he quitado las tortas de ofrenda a los dioses! ¡No he robado las provisiones y las fajas
de los muertos! […] ¡No he falsificado las medidas del grano! ¡No he quitado un dedo en
un palmo! ¡No he usurpado en los campos! ¡No he realizado ganancias fraudulentas, va-
liéndome de las pesas en el platillo de la balanza! ¡No he arrebatado la leche de la boca de
los niños! ¡No he echado a los animales sagrados de sus pastos! ¡No he cazado con red las
aves divinas! ¡No he rechazado el agua en su tiempo! ¡No he cortado el paso de un brazo
de agua! ¡No he extinguido el fuego sagrado a su hora! ¡No he violado el ciclo divino en
sus ofrendas escogidas! ¡No he expulsado a los bueyes de las propiedades divinas! ¡Soy pu-
ro! ¡Soy puro! ¡Soy puro! [Beltrán, 1973: 92].
Terminada su confesión, el corazón del fallecido era puesto en una balanza junto con
una pluma, en representación de Maat, diosa de la justicia, el equilibrio y la verdad (fi-
gura 9). Thot se hallaba a un costado de la balanza, evaluando, mientras Ammit (figu-
ra 10), la Gran Devoradora —un ser híbrido con cabeza de cocodrilo, en parte felino y
en parte hipopótamo—, esperaba el fallo.
Si el corazón se mostraba en equilibrio o más ligero que la pluma, significaba que
el difunto era justo y podía vivir en el más allá: era un maa-kheru reivindicado o jus-
to de voz. En caso contrario su corazón no era justo, por lo que sería devorado por
Ammit (Grimal, 2004: 169; Taylor, 2010: 208-215).
He aquí a Horus que ha sido justificado; las dos Capillas están satisfechas y el corazón de
Osiris está contento. Es realmente Thot quien me ha proclamado justo contra mis enemi-
gos en el tribunal de Osiris.
Aquel que conozca esto puede transformarse en halcón, hijo de Ra. Aquel que conozca
esto sobre la tierra […] su alma no perecerá jamás, sino que perecerá la de su enemigo; él,
en cambio, comerá pan en la morada de Osiris y entrará en el templo del dios todopodero-
so y allí recibirá ofrendas; no comerá excrementos [Parra, 1997: 169].
Figura 9 Pesaje del corazón. Fuente López y Tabuyo, 2006: portada. Figura 10 Ammit. Fuente Sala, 2006: 175.
11
Anubis —representado con cabeza de chacal— era considerado el dios de los embalsamadores; quizá
eso explique los hallazgos de máscaras con forma de cabeza de chacal, posiblemente usadas durante el
proceso. Él enseñó a los hombres el arte de la momificación (Cimmino, 2002: 122).
Primero, sacaban los sesos por la nariz, en parte utilizando un hierro curvo, en parte por
medio de ciertas drogas que introducían en la cabeza. Luego, utilizando una piedra cortan-
te de Etiopía, hacían una incisión en el vientre, cerca de las ingles, para poder extraer los
intestinos y otros órganos. Guardando éstos después de limpios en una vasija llena de acei-
te de palma (vasos canopos). A continuación, llenaban el vientre con polvos de timiama,
mirra pura machacada, canela, casia, semillas de flor de loto, esencias aromáticas, bolas de
lino y otras sustancias aromáticas exceptuando el incienso; hecho esto, lo cosían cuidado-
samente. Una vez finalizada esta operación, desecaban el cadáver con natrón durante se-
tenta días. Pasando los setenta días, lavaban el cuerpo y lo envolvían por completo en tiras
de tela de algodón impregnadas con commi (goma) [Beltrán, 1973: 94-95].
Se combatía el ennegrecimiento de la carne por el uso del natrón tiñéndolo con alheña
(Grimal, 2004: 144).
Los órganos extraídos se lavaban con vino de palmera o sustancias aromáticas y se seca-
ban con polvo de éstos; tras lo cual eran colocados en vasos canopos (cuyas tapas, para el
Imperio Nuevo, tendrían la forma de la cabeza de los hijos de Horus: Qebehsenuf (ca-
beza de halcón, protegía los intestinos), Hapy (babuino, protegía los pulmones), Imsety
(cabeza humana, protegía el hígado) y Duamutef (chacal, protegía el estómago) [Cham-
pollion, 1975: 141].
El de la clase media:
Se inyectaba en el cadáver un licor extraído del cedro en el vientre, tapando cada orificio,
para impedir que saliera el líquido, sin hacer ninguna incisión ni sacar los intestinos. Lue-
go ponían el cuerpo en natrón durante el tiempo prescrito. El último día se hacía salir del
vientre el líquido inyectado, que lo hacía con tal fuerza que arrastraba tras de sí las entra-
ñas; pues el aceite las disolvía [Beltrán, 1973: 94-95].
Figura 12 Escarabeo. Fuente Sala, 2006: 174. Figura 13 Escarabeo. Fuente Hagen, 2005: 176.
Por sí solo, el escarabajo pelotero era divinizado bajo la divinidad solar naciente como
Khepri, dotándolo como símbolo de la resurrección y de la vida eterna; de ahí su im-
portancia. Este amuleto se hallaba destinado para representar al difunto, en especial
durante el trance del juicio osiriaco y el pesaje del corazón, por lo cual solía dotárse-
le con la siguiente inscripción del Libro de los muertos (cap. xxx):
¡Oh, corazón que mi madre me dio! ¡Oh, corazón que forma parte de mi carne! No te al-
ces contra mí en las tinieblas, en calidad de testigo; no seas el enemigo de mi palabra ante
Anubis, ante Thot y ante Osiris. […] Sé como yo delante de la Balanza de los Jueces y no
permitas de ningún modo que el olor de mi nombre sea semejante al hediondo olor del
chacal [López y Tabuyo, 2006: 52].
Una práctica real más que se extendió hacia otros sectores de la población fue la de
los Ushebti, “los que responden”. Éstas eran figurillas antropomorfas que formaban
parte del ajuar funerario y cuya función era servirle al difunto en el Duat o trabajar
en su lugar, a modo de sustitutos del difunto. En el Reino Antiguo fueron representa-
ciones en las paredes de las tumbas reales, las cuales se sustituyeron por figurillas cuyo
uso se fue expandiendo hacia distintos estratos sociales. Llegaron a estar presentes en
gran número, dependiendo el propietario de la tumba (Sanmartín y Serrano, 1998:
233 y 357). En el capítulo vi del Libro de los muertos se describe una fórmula para que
respondieran en lugar del difunto:
¡Oh, uchebti a mí asignado! Si soy llamado o soy destinado a hacer cualquier trabajo que
ha de ser hecho en el reino de los muertos, si ciertamente además se te ponen obstáculos
como a un hombre en sus obligaciones, debes destacarte a ti mismo por mí en cada oca-
sión de arar los campos, irrigar las orillas, o de transportar arena del este al oeste: “Aquí
estoy”, habrás de decir [Sanmartín y Serrano, 1998: 233].
Por último, cabe mencionar las prácticas que ejecutaban aquellos que no podían cos-
tear la momificación y los otros rituales. Las clases más pobres se limitaban a en-
volver a sus difuntos en una estera y enterrarlos. Del mismo modo, otra solución
modesta consistía en elaborar figurillas momiformes o modelos de sarcófagos en ma-
dera —donde a veces se escribía el nombre—, los cuales eran enterrados en una ne-
crópolis cercana a la tumba de un noble, con la esperanza de compartir los beneficios
de sus ofrendas, ya que éstas eran el sustento del ka (Beltrán, 1973: 95; Sanmartín y
Serrano, 1998: 234).
A modo de conclusión, debo añadir que la primera justificación de los ritos fune-
rarios que recibió el faraón fue debida a su sacralización; en segundo lugar, que con
esto el faraón-Osiris continuaría favoreciéndolos. Preocupados por su continuidad, se
formularon textos funerarios que los protegían, los cuales nos ofrecen un entendimien-
to más asequible y tangible de la divinización real y su evolución y transmutaciones
hacia los siguientes periodos.
Al notar que el faraón no era capaz de perpetuar la Maat y que algunos nomarcas
lo habían intentado tras un primer periodo de crisis, se logró una democratización
de los ritos, ya no sólo como un mero favor del faraón, sino como un mérito propio.
Fue así como aparecieron los textos de los sarcófagos y se democratizaron otros ri-
tuales funerarios. Bajo esta premisa, la pervivencia en el más allá se propicia a través
de una constancia de la justicia y equilibrio en el individuo; es decir, de la perpetua-
ción de la Maat en un rango inferior, evitando la creación del caos por sí mismos.
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Urruela Quesada, Jesús, Egipto faraónico: política, economía y sociedad, Salamanca, Universidad de
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Resumen
Ixtumbú es uno de los 30 sitios arqueológicos ubicados a orillas del río Grijalva, unos 12 km al este
de Chicoasén, en el estado de Chiapas. En la excavación de esta área se identificaron diferentes
costumbres mortuorias, desde entierros de tipo ritual, entierros simples y entierros de personajes de
jerarquía o con una posición diferente a las de los demás individuos. Con el acercamiento a los pa-
trones mortuorios es posible obtener datos acerca de un nivel específico de la cultura de los grupos
humanos que habitaron el sitio. Aun cuando falta realizar estudios osteológicos formales y análisis
más especializados de bioarqueología, aquí pretendemos entender el desarrollo social de esta área
tan poco estudiada con base en distintas líneas de investigación académica.
Palabras clave: Ixtumbú, Chicoasén, Chiapas, río Grijalva, arqueología, excavación, entierros, pa-
trones mortuorios.
Abstract
Ixtumbú is one of thirty archaeological sites on the banks of the Grijalva River, about 12 km east
of the town of Chicoasén, in the state of Chiapas, Mexico. In the excavation of these areas, differ-
ent mortuary customs could be identified, from ritual type burials, simple burials, burials of high-
ranking individuals, and those with a position different from that of other individuals. The study
of mortuary patterns yields data on a specific level of culture of the human groups that inhabited
the site of Ixtumbú. Although formal osteological studies and more specialized bioarchaeological
analysis have not yet been carried out, we make an effort to understand the social development of
this little studied area based on different lines of academic research.
Keywords: Ixtumbú, Chicoasén, Chiapas, Grijalva River, archaeology, excavation, burials, funerary
patterns.
L
a acelerada explosión demográfica, así como el crecimiento que en los últi-
mos 60 años ha tenido México, han provocado una serie de demandas so-
ciales y económicas que el gobierno federal debe resolver. Entre éstas se
encuentra la generación de energía eléctrica como uno de los motores principales de
infraestructura para el desarrollo del mismo o, como refiere de forma más poética el
investigador Carlos Navarrete en el prólogo del libro de Lynneth S. Lowe —parafra-
seando al periodista José Natividad Rosales—: “[…] chispazo que despertará a un
gigante” (Lowe, 1998: 7).
Es así como la Comisión Federal de Electricidad (cfe), aprovechando de nueva
cuenta el gran caudal del río Grijalva, en la Depresión Central del estado de Chia-
pas, construyó una nueva presa hidroeléctrica que se llamará Chicoasén II. Ésta se
encuentra en una zona que abarca los terrenos entre las actuales presas Chicoasén
(“Manuel Moreno Torres”) y Malpaso, en la zona noroeste de la entidad.
Debido a la afectación que provoca este tipo de obras de infraestructura se hizo
necesaria la intervención del inah, en este caso de la Dirección de Salvamento Ar-
queológico (dsa), que por ley federal se aboca a la importante y fundamental tarea
de intervenir de manera inmediata para localizar e investigar exhaustivamente los
aspectos arqueológicos e históricos que existan en el área, así como salvaguardar,
en la medida de lo posible, el patrimonio cultural nacional que se encuentre en vías de
afectación directa o indirecta debido a la construcción de esta obra hidroeléctrica
(Yoma, 2013).
Con este fin se elaboró un proyecto de investigación en el que se planteaban “[…]
los diversos trabajos científicos a desarrollar para recuperar, analizar e interpretar la
mayor cantidad de información sobre los grupos humanos asentados en el área y que
de otra forma su historia se perdería irremediablemente” (Yoma, 2013: 3).
La importancia de este tipo de proyectos es que ofrecen la oportunidad de realizar
trabajos exhaustivos tanto de prospección como de excavación en grandes áreas, los
cuales de otra forma difícilmente se llevarían a cabo. Esto permite investigar acerca
de la forma de vida de los habitantes de la región, el patrón de asentamiento exis-
tente, así como la riqueza arqueológica de aquélla, lo cual repercute en el avance del
conocimiento acerca de los grupos humanos asentados en estos lugares en la época
prehispánica, así como sus relaciones con otras culturas.
En términos geológicos, la región de estudio se sitúa en la región fisiográfica de-
nominada Sierra de Chiapas, dentro del Grijalva medio, que comprende desde la sa-
lida del cañón del Sumidero, río arriba, hasta Raudales de Malpaso, donde se une
con el río La Venta. Se trata de una zona conformada en su mayoría por roca caliza.
hidroeléctrica; al este por el arroyo llamado La Cuevita; al sur por el camino que se
construyó en la margen derecha para la presa, en un camino que corre paralelo al
río Grijalva (figura 1).
Por su gran extensión, se dividió en tres secciones. En total cuenta con 184 estruc-
turas construidas con materiales locales, principalmente cantos de río, además de
conglomerados y rocas de lutita, distribuidas en un espacio de 8.9 ha, donde se locali-
zó un total de 91 entierros. El sitio presenta un patrón de asentamiento adecuado a la
topografía natural del terreno donde se encuentra, tal como se aprecia en la figura 2.
La distribución de sus estructuras parece obedecer a edificios que forman plazas in-
ternas, que probablemente eran las más importantes debido a que allí se localizó una
gran cantidad de entierros. Por lo tanto, podemos suponer que la función principal de
este sitio era ceremonial y de enterramiento, lo cual se corroborará o desechará al lle-
varse a cabo los análisis formales. Los individuos localizados hasta el momento son 91,
de los cuales en la sección 1 se ubicaron 52; 32 en la sección 2, y 5 en la sección 3. Cabe
mencionar que un gran número de estos entierros se encontraron asociados con hor-
nos o fogones y en el interior de plazas.
Centraremos nuestra atención principalmente en la sección 1 del sitio, debido a
que es la que tiene una mayor presencia de entierros. Esta sección cuenta en total
Figura 2 Ixtumbú, sección 1. Fuente María Rebeca Yoma Medina y Fermín Rafael Sánchez Aldana Líbano.
Figura 3 Área de enterramiento 6. Fuente María Rebeca Yoma Medina y Fermín Rafael Sánchez Aldana Líbano.
Figura 4 Área de enterramiento 7. Fuente María Rebeca Yoma Medina y Fermín Rafael Sánchez Aldana Líbano.
Figura 5 Área de enterramiento 10. Fuente María Rebeca Yoma Medina y Fermín Rafael Sánchez Aldana Líbano.
En las tres áreas de enterramiento había una gran variedad en la disposición de los
individuos: extendidos, en decúbito dorsal, decúbito lateral derecho e izquierdo exten-
didos, flexionados en decúbito lateral derecho e izquierdo, orientados hacia los cuatro
rumbos —norte, sur, este y oeste— y en algunos casos dos individuos en un mismo es-
pacio. Es interesante mencionar que hasta el momento no hemos logrado determi-
nar un patrón de enterramiento definido para el área pues, como se aprecia, en un
mismo estrato y espacio los individuos se hallan en posiciones y orientaciones por
completo diferentes, lo cual plantea más interrogantes que respuestas. Esto lo iremos
dilucidando conforme avancemos en los estudios de análisis del proyecto.
Debate
Una de las características culturales más importantes que han dejado los pueblos a
lo largo del tiempo son las costumbres y tradiciones mortuorias, ya que en ellas se re-
fleja parte de su ideología respecto de la vida y la muerte. Mediante sus restos mate-
riales podemos tratar de entender su forma de vida; sin embargo, los restos humanos
localizados son los que nos pueden proporcionar mayor información para obtener
un mejor acercamiento a la relación sociocultural de los diferentes grupos humanos
asentados en la región trabajada.
Para el caso del sitio de Ixtumbú es difícil ubicar un patrón característico de las
costumbres funerarias, pues al parecer se trata de una serie de áreas de enterramien-
to para gente con un tratamiento especial; esto lo inferimos con base, en primer lu-
gar, en las zonas específicas donde se depositaron los cuerpos: al tratarse de plazas
públicas, es difícil suponer que se tratara de gente común, tomando en cuenta que,
en general, los individuos eran enterrados en las zonas habitacionales; así, en este caso
los cuerpos depositados en las plazas y estructuras se interpretan como parte de una
tradición ritual o de ofrenda.
Esto no significa necesariamente que los restos allí depositados formen parte de la
clase gobernante o de alta jerarquía; no obstante, consideramos que sí son entierros
tratados de manera deferente, ya sea por su estatus social, su edad, género o incluso
por las causas y condiciones de su fallecimiento. Martínez y Núñez (2016) hacen una
comparación acerca de las costumbres funerarias entre los mexicas y tarascos según
el tipo de muerte, sexo, edad y otras variables.
De los 52 entierros encontrados en la sección 1 del sitio, observamos que los hay
con distintas orientaciones y posiciones anatómicas. Sin embargo, existen tres que lla-
Figura 6 Individuo 4, con ofrendas cerámicas. Fuente María Rebeca Yoma Medina y Fermín Rafael Sánchez Aldana Líbano.
man la atención, debido a que son los únicos con ofrendas cerámicas y a que además
se trata de vasijas de tipo “maya”, según inferimos por el tipo de decoración, que es
polícroma, y la forma de las mismas (Martin y Grube, 2008). Aun cuando los análi-
sis formales tanto osteológicos como de los materiales cerámicos y líticos todavía no
se realizan, de confirmarse esta hipótesis podrían darnos una pista sobre las filiacio-
nes culturales de los habitantes del sitio, así como de los patrones funerarios, al me-
nos para esos tres individuos. Los entierros se localizan en el área de enterramiento
6 (figuras 6 y 7).
Si consideramos que los 52 individuos de la sección 1 del sitio se dividen en tres di-
ferentes áreas de enterramiento, en distintos niveles de deposición y en diferentes patios
o plazas, apreciamos con claridad que es un área de extensión reducida de tamaño, sólo
para las áreas de enterramiento —en conjunto aproximadamente 3 000 m2—, donde
posiblemente manifiesta una secuencia ocupacional larga, debido a los diversos tipos
de materiales cerámicos localizados al momento de excavar. Así, no se observa un claro
patrón para el proceso mortuorio de los individuos, pues no sólo hablamos de una dife-
Figura 7 Individuos con ofrendas cerámicas. Fuente María Rebeca Yoma Medina y Fermín Rafael Sánchez Aldana Líbano.
Figura 8 Entierro con las piernas cruzadas. Fuente María Rebeca Yoma Medina y Fermín Rafael Sánchez Aldana Líbano.
les mantenían una posición extendida en decúbito dorsal con las piernas cruzadas,
en dos de ellos la extremidad derecha sobre la izquierda y la izquierda sobre la dere-
cha en el tercero (figura 8).
Otro criterio de diferenciación entre unos y otros individuos es la presencia de ob-
jetos asociados a manera de ofrenda: se trata de dos conchas, tres objetos de lítica
pulida, ocho vasijas de varias formas —dos decoradas—, un metate y una cuenta de
piedra. Todos estos objetos se localizaron alrededor de los entierros 4, 5 y 6 del área
de enterramiento 6.
A simple vista, a pesar de mantener una relación espacial, consideramos que se trata
de tipos de enterramiento diferentes, y no sólo en lo referente al patrón mortuorio, sino
incluso al tipo de individuos depositados en cada área. Por un lado, la presencia de
ofrendas y vasijas decoradas —muy pocas encontradas en los sitios cercanos— nos hace
pensar que la práctica mortuoria que se llevó a cabo allí pudo tener un significado ideo-
lógico distinto que el de los individuos encontrados en el área de enterramiento 10
y 7; esto no significa que se tratara de gente perteneciente a una clase social de mayor
rango, sino tan sólo que la práctica funeraria llevada a cabo al parecer tuvo más impor-
tancia que la de los otros individuos, pues no sólo hablamos de los objetos, sino también
de las grandes piedras que cubrían una parte del área de enterramiento 6.
Conclusiones
Bibliografía
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Resumen
La muerte es un tema intrigante, una preocupación inmersa en el pensamiento desde el inicio de los
tiempos, un proceso cotidiano e irreversible cuyos intentos por evitarlo y trascender se han converti-
do en una lucha eterna; nos lleva a pensar en quiénes somos y genera angustia ante la finitud, aun-
que no por el suceso en sí, sino por lo que haya después. La idea de trascender ha creado valores
para calmar la incertidumbre y afrontar el final con sitios para el descanso eterno, como el más allá;
en la cosmovisión nahua había cuatro, tal vez erróneamente llamados “infiernos”, a donde se iba se-
gún la manera de morir: el Chichihualcuahco, el Tlalocan, el Sol y el Mictlán. Aquí me enfoco en el
Mictlán para reconstruir los pasos o “inframundos” que debían librarse para llegar al destino final,
a fin de mostrar la concepción y características del “inframundo” mesoamericano, y sus diferencias
con el “infierno” de la concepción cristiana.
Abstract
Death is an intriguing issue, an immense concern in human thought from the beginning of time,
a daily, irreversible and inevitable process of becoming; man’s attempts to avoid and transcend it
have become a hopelessly eternal struggle. Death leads us to thinking about who we are and cre-
ates distress over finiteness, not as an act feared in itself, but for what comes after it. The idea of
transcending over time has given man values to calm the uncertainty and to come to grips with the
end with places of eternal Rest, The Hereafter, the hope of existence in another place. In the Na-
hua worldview there were four places, perhaps erroneously called “hells,” destinations determined
by the way the individual died: Chichihualcuahco, Tlalocan, the Sun, and Mictlan. Here I will ad-
dress Mictlan to reconstruct the steps or “underworlds” that the deceased had to pass to reach the
final destination in order to show the conception and characteristics of the Mesoamerican “under-
world,” and to highlight the differences with Christian conceptions of “hell.”
L
os estudios más recientes en torno al tema del Mictlán se deben fundamen-
talmente a los aportes de Alfredo López Austin, Eduardo Matos Moctezu-
ma y Patrick Johansson. López Austin (1984, 1994) propuso un modelo para
entender la cosmovisión de la tradición mesoamericana a partir de los conceptos de
vida y muerte y su relación con el tiempo, la materia y la existencia; Matos Mocte-
zuma (1987, 1996, 1997a, 1997b, 1998, 2005) sostiene su trabajo en las dicotomías
y en la diosa Tlaltecuhtli, y Johansson (1992, 1993, 1997, 1998, 2000, 2003, 2012)
arguye que la muerte es un tema concerniente a los vivos, quienes crean una visión
del más allá como necesidad del imaginario del hombre vivo, apoyados en la renova-
ción y el mantenimiento de la vida.
Como todos los estudiosos del tema, me he enfrentado a la misma problemática
en cuanto a las fuentes; a pesar de que en poemas y cantos nahuas se alude de modo
metafórico a los temas de la vida, la muerte y el lugar de los muertos, no hay men-
ción de los niveles de éste. Sólo existen dos fuentes que describen este camino, y
no a detalle —cómo nos gustaría—, aunque gracias a ellas me fue posible plantear
determinadas preguntas para una primera fase de investigación. Estas dos fuentes, el
Códice florentino y el Códice Vaticano A, son de origen virreinal. El primero fue redacta-
do por fray Bernardino de Sahagún, quien recopiló la información por medio de in-
formantes indígenas y nos relata con amplitud diversos aspectos sociales y culturales
de los indígenas; sin embargo, sólo en un breve apartado describe los niveles hacia el
Mictlán. La segunda obra, también conocida como Códice Ríos —ya que fue supervi-
sada por fray Pedro de los Ríos—, presenta aspectos relacionados con la cosmogonía
indígena, y en sus primeras láminas muestra una representación vertical de los nive-
les cósmicos del cielo, la Tierra y el inframundo.
El objetivo principal de este artículo es presentar algunas características del Mic-
tlán, a fin de averiguar si el camino a esa región era en realidad una ruta hacia tor-
mento o al propio origen. Para esto comenzaré por abordar el tema de la muerte, al
rescatar en primera estancia su concepto. Me parece fundamental retomar tres acepcio-
nes que nos ofrece la Real Academia Española: la primera corresponde a la “cesación o
término de la vida”; la segunda, acorde con el “pensamiento tradicional”, corresponde
a “la separación del cuerpo y el alma”; por último, en la quinta acepción se menciona
la “figura del esqueleto humano, a menudo provista de una guadaña” (rae, 2016). Bá-
sicamente esta última definición es como hoy en día se nos muestra el símbolo univer-
sal de la muerte.
La muerte es un tema cotidiano: a diario hay noticias de muertos aquí y allá en
notas periodísticas que nos invitan a reflexionar acerca de quiénes somos y qué he-
mos hecho con nuestra vida, al generar una preocupación sobre nuestra propia exis-
tencia y si el momento de nuestra muerte se encuentra próximo. Más allá del miedo
a la muerte como tal, tememos que nadie advierta nuestra ausencia y desaparezca-
mos sin dejar rastro, por lo que la auténtica preocupación se centra en la idea de la
trascendencia: si es que dejaremos un legado y si iremos a algún otro lugar después
de fallecer.
Esta idea de trascendencia a lo largo del tiempo ha dotado al ser humano de di-
versos valores que lo ayudan a calmar su preocupación y afrontar su final. Para tras-
cender, hemos creado lugares de descanso eterno reconocidos como el “más allá”, lo
cual implica no dar por hecho el término de la vida, sino crear una nueva esperanza
de existencia en otro sitio. Todas las religiones antiguas del mundo han reflejado esta
forma de pensar, y el México prehispánico no queda fuera de esta tradición. Un caso
particular es la cosmovisión de los antiguos nahuas, que les permitió amenizar esta
lucha contra la muerte y la trascendencia.
[…] conjunto estructurado de sistemas ideológicos que emana de los diversos campos de
acción social y que vuelve a ellos dando razón de principios, técnicas y valores. Su racio-
nalidad se enriquece al operar en los distintos campos de acción social. Como la cosmovi-
sión se construye en todas las prácticas cotidianas, la lógica de estas prácticas se traslada a
la cosmovisión, la impregna [López, 1994: 6].
1
Durán (1981) menciona que el Mictlán se encuentra en el Norte; Sigüenza (De la Garza, 2015: 34),
Clavijero (1991) y Orozco y Berra (1978) lo ubican debajo de la Tierra, en el centro. Por otra parte,
Soustelle (1983), Vicente Mendoza (1962) y Matos Moctezuma (1987) arguyen que se ubica al norte y
en el centro, debajo de la Tierra.
Existía una relación íntima entre la muerte y la Tierra, porque se concebía a esta
última como un ser que devoraba carne.2 En las representaciones iconográficas se
le muestra como una cueva con boca, como monstruo con características de saurio
y como una vagina dentada; esta última representación la dota de carácter femeni-
no en el cosmos.
Los antiguos nahuas creían que el ser humano tenía un vínculo con la Tierra y la
región de la muerte, pues los dioses del inframundo lo reclamaban como propio, se-
dientos de su cuerpo, de la misma manera en que el hombre dependía de los pro-
ductos terrestres —es decir, de los alimentos que consumía— (López, 1996: 359). Por
lo tanto, había una deuda por parte del ser humano con la Tierra, la cual debía sal-
darse con la misma muerte, para dar funcionamiento a la idea cíclica del universo.
Para retomar la información de los códices Florentino y Vaticano A, que son los que men-
cionan como tales los niveles verticales para llegar al Mictlán, en el cuadro 1 hago
una comparación de los inframundos.
Aunque varios de los niveles que muestran estas fuentes no coinciden o se presen-
tan en un orden distinto, los nombres arrojan información que puede emplearse
para completar las características e integrarlas en una visión general de lo que exis-
te en el Mictlán.
Como primera diferencia entre las fuentes se debe mencionar el número de nive-
les que muestra cada códice: el Florentino muestra ocho niveles, a diferencia del Va-
ticano A, que presenta nueve. Ahora bien, en comparación con los nombres de cada
nivel, cabe destacar que sólo coinciden cuatro de ellos con tipologías similares, mien-
tras que los otros se encuentran ausentes. Así, para el primer nivel el Códice Vaticano A
muestra a la Tierra, mientras que el Florentino no hace mención alguna —de hecho
no existe este nivel—. En cuanto al río, el Vaticano A lo presenta como “Pasadero de
agua” en el segundo nivel, y el Florentino lo coloca en el octavo nivel como “Río Chi-
conahuapan”. Otra descripción de nivel coincidente son los “Cerros que chocan”,
que en el Florentino literalmente se presenta así, en un segundo nivel; en cambio, en el
Vaticano A se muestra en el tercer nivel, como “Montañas que se juntan”. Para el nivel
que hace referencia a un “Viento de obsidianas”, el Vaticano A lo presenta en el quinto
2
Deidad telúrica conocida como Tlaltecuhtli.
8 Río Chiconahuapan (ayuda de perro) Lugar donde son comidos los corazones
nivel como “Lugar donde sopla el viento de obsidiana”, mientras que el Florentino lo
muestra en el séptimo como “Viento frío de navajas”. La última coincidencia entre
las fuentes corresponde al noveno nivel, el lugar de los muertos, donde moran los dio-
ses Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl: mientras que el Florentino lo muestra como Mic-
tlán, el Vaticano A lo presenta como “Lugar sin orificio para el humo”.
Los niveles que no coinciden en estas fuentes son “Culebra que aguarda el cami-
no”, “Lugar de la lagartija verde”, “Ocho páramos” y “Ocho collados”, mostrados
en el Códice florentino, en tanto que el Vaticano A presenta “Montañas de obsidiana”,
“Lugar donde tremolan las banderas”, “Lugar donde se flecha la gente” y “Lugar
donde son comidos los corazones”.
Figura 1 La Tierra. Ilustración Farid Ramírez Jasso. Figura 2 Pasadero de agua. Ilustración Farid Ramírez Jasso.
al tema. Bajo el sustento del planteamiento de Matos Moctezuma (2010: 137), quien
enfatiza el papel de Tlaltecuhtli como devoradora-partidora, se centra el papel de la
Tierra en un cambio de forma que permite al hombre muerto llegar al lugar de des-
tino mediante el proceso de ser devorado por ella, en este caso al Mictlán. Asimismo,
el autor contextualiza el número de niveles del camino al Mictlán con el carácter fe-
menino de la Tierra, distinguiéndola como una matriz, pues menciona que los nueve
niveles corresponden a los nueves meses en que la menstruación se detiene para crear
la vida; así, en el momento que el hombre muere, éste debe regresar por esos niveles,
pasando por el camino inverso del que le dio vida (Matos, 2010: 138).
Otra característica que fundamenta el camino al Mictlán como ruta al origen se
presenta en el segundo nivel, el “Pasadero de agua”. Bajo el planteamiento de Ló-
pez Austin (1994: 161), dentro de los dominios de lo húmedo, frío y acuoso se aloja-
ban los “mantenimientos” que producían el crecimiento y la reproducción tanto de
hombres como de animales, plantas y riquezas. Uno de los principales mantenimien-
tos era el agua, de suma estima para las sociedades agrícolas como la nahua, pues se
le consideraba fertilizadora de la Tierra.
En la figura 2 se observa un río con un puente en forma de perro xoloitzcuintle, en
alusión a la creencia nahua de que el río se cruzaba con la ayuda de estos animales. Tal
creencia puede basarse en la leyenda del viaje de Quetzalcóatl al inframundo, ayuda-
do por su nahual o doble Xólotl, dios del atardecer, el cual tenía características de pe-
rro y quien además acompañaba al Sol en su recorrido por el inframundo. De ahí la
idea de la réplica de esta leyenda.
El tercer nivel, “Montañas que se juntan”, se puede interpretar siguiendo las im-
portantes dicotomías mesoamericanas: una de las montañas representaría la vida y
la otra, la muerte, y la acción de que choquen o se junten alude a la reflexión que el
hombre muerto debía hacer acerca de su nueva condición de “muerte” y aceptarla,
a fin de seguir avanzando hacia los siguientes niveles del camino al Mictlán, donde
actuaban para descomponer el cuerpo.
Por otro lado, Matos Moctezuma (1987: 29) argumenta que una montaña representa
el “cerro de los mantenimientos” —Tonacatépetl— del dios Tláloc, y el otro el Coate-
pec de Huitzilopochtli, el primero correspondiente a la fertilidad y la vida, y el segundo
a la guerra y al simbolismo de la muerte. El autor indica que el Templo Mayor repre-
senta esos dos cerros sagrados: los altares que se encuentran allí son montañas que
deben cruzarse para emprender el viaje al inframundo. Por eso en la figura 3 se presen-
tan esos cerros, en alusión a los ciclos de la agricultura —uno a la fertilidad y otro a la
sequía—, con base en las dicotomías mesoamericanas.
Figura 3 Montañas que se juntan. Ilustración Farid Ra- Figura 4 Montaña de obsidiana y Lugar donde sopla el
mírez Jasso. viento de obsidiana. Ilustración Farid Ramírez Jasso.
3
Un ejemplo de estas escenas lo observamos en la foja 8 del Códice Laud.
Figura 5 Lugar donde tremolan las banderas. Ilustración Figura 6 Lugar donde se flecha la gente. Ilustración Farid
Farid Ramírez Jasso. Ramírez Jasso.
El séptimo nivel, “Lugar donde se flecha la gente”, era una región a la que llegaban
las flechas perdidas en la guerra para obstruir el paso de los difuntos. En la figura 6 se
presentan, desde una vista lateral, hombres que se van debilitando por la intensidad de
una lluvia de flechas como obstáculo. Sin embargo, esta idea de obstáculo resultaría
contradictoria con el planteamiento inicial del regreso al lugar de origen explicado
para los primeros niveles. Si el hombre quiere aplazar su existencia en otro lugar después
de morir, entonces ¿por qué habrían de existir obstáculos que impidan su trascendencia
durante el camino al Mictlán? Con base en el planteamiento de Matos Moctezuma,
esta ruta es un retorno al útero de la Tierra, el lugar donde nacieron los hombres.
No obstante, como sabemos, las fuentes que nos presentan el camino al Mictlán son de
origen colonial, y resulta evidente la influencia de ideas religiosas españolas; acaso por
eso este sitio se presente como un obstáculo o como un lugar de tortura, equiparado
con el infierno cristiano.
En el octavo nivel, “Lugar donde son comidos los corazones”, existía un enorme
jaguar que devoraba los corazones de los muertos. En primer lugar hay que rescatar
el significado de ese animal para los nahuas, considerado como el señor de los anima-
les —de la misma manera que los gobernantes de los hombres—, por lo que está aso-
ciado con el poder; por otra parte, debido a su valentía y orgullo se le ligaba con los
guerreros; por último, representaba al nagual de Tezcatlipoca, patrono de la realeza
e inventor de los sacrificios humanos (Saunders, 2005: 35), relacionado con los nú-
menes vinculados con la noche y la Tierra (Johansson, 1993: 186). No hay que olvi-
Figura 7 Lugar donde son comidos los corazones. Ilustra- Figura 8 Lugar sin orificio para el humo. Ilustración
ción Farid Ramírez Jasso. Farid Ramírez Jasso.
rado con dos cabezas de ofidios. En la parte central se colocó, a la izquierda, a Mic-
tlantecuhtli, y a la derecha, a Mictecacíhuatl. Arriba de los dioses se presentan búhos
y murciélagos, animales que funcionan como sus mensajeros. La parte superior está
decorada con una banda dentada, en referencia a las fauces de la Tierra, y con otra
banda con corazones, para mostrar que son depositados allí.
Conclusión
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Resumen
En el pensamiento nahua prehispánico la humanidad fue creada para trabajar incluso después de
la muerte. Los difuntos iban a lugares determinados en los cuales se transformaban en seres nue-
vos para cumplir allí con sus labores. Sin embargo, en la cosmovisión prehispánica los sitios donde
moraban los muertos se encontraban en estrecha comunicación con el mundo de los vivos, y mu-
chas veces se confundían entre sí e influían en el mundo humano.
Palabras clave: cosmovisión, cultura nahua, más allá, existencia después de la muerte, Tierra.
Abstract
In pre-Hispanic Nahua thought, humankind was created to work, even after death. Those who
passed away went to certain places where they were transformed into new beings so they could car-
ry out the new tasks they had in the place where they had arrived. However, in pre-Hispanic world-
view, the places where the dead go were in a close communication with each other as well as with
the world of the living, so the dead could influence the human world.
Keywords: worldview, Nahua culture, great beyond, existence after death, Earth.
E
n las concepciones de los antiguos nahuas la muerte no era el final de la vida,
sino una parte indispensable de la existencia sin la cual no podía haber nada
en el mundo. En palabras del investigador Patrick Johansson (2016: 20-22),
“de manera metafórica, digamos que la existencia (nemiliztli) y la muerte (miquiztli) son
respectivamente la sístole y la diástole del latido de la vida indígena (yoliztli)”. Para Al-
fredo López Austin (1994: 223-225), los individuos eran creados en el ámbito donde
habitaban los dioses, alcanzaban su desarrollo pleno en el mundo y, tras la muerte, se
iban disgregando los componentes anímicos y corporales hasta una desaparición to-
tal en los ámbitos divinos. Las energías vitales, “la semilla” que cada ser tenía, era lim-
piada en el más allá, depositada y reenviada a la tierra para volver a iniciar el ciclo de
la vida y la muerte. Por su parte, respecto a la vida y la muerte entre los antiguos na-
huas, Michel Graulich (1990: 68-75) decía que aquéllos tenían una deuda con los
dioses. Ésta había surgido en el momento mismo en que los dioses crearon a la huma-
nidad por medio de su propio sacrificio, y que se mantenía por los dones que las divi-
nidades brindaban constantemente a sus creaciones.
Tales creencias se veían plasmadas en las narraciones míticas. Así, se contaba que
la Tierra había sido creada a partir del sacrificio de una deidad, quien a su vez de-
mandaba la sangre de las personas para entregar sus dones (Garibay, 2005: 108); los
hombres actuales habían nacido a partir de los huesos y cenizas de las humanidades
anteriores (Códice Chimalpopoca, 1945: 120-121; Garibay, 2005: 105-106; Torquemada,
1975: iii, 120-121), y el Sol demandaba el sacrificio de los dioses y ser alimentado con
los corazones de la gente para mantenerse en movimiento (Códice Chimalpopoca, 1945:
121-122; Mendieta, 1956: 85; Sahagún, 1999: 433-434).
La humanidad era una pieza fundamental en el funcionamiento del cosmos: ha-
bía sido creada a la par que el tiempo, el espacio, el fuego, el agua y la tierra (Gari-
bay, 2005: 25-27); había existido, muerto y sufrido transformaciones en las distintas
eras o soles cosmogónicos (Garibay, 2005: 27-32); había sido creada de nuevo a par-
tir de los restos depositados en el Mictlán, nutrida por los dioses e impulsada a hacer
la guerra para crear al quinto sol (Garibay, 2005: 27-35, 106, 110). De este modo, el
hombre había nacido para trabajar y servir a los dioses, y esto debía hacerlo tanto en
vida como después de la muerte.
El mundo en que vivían los nahuas había sido creado por los dioses. Todo tenía
dentro de sí una parte de las divinidades, y era debido a la acción de éstas que exis-
tía el movimiento en el cosmos. Tiempo y espacio eran también obra de los dio-
ses. De acuerdo con López Austin (1994: 21-23), las deidades se componían de una
materia sutil, ligera y casi imperceptible, así como de otra pesada, que condenaba
1. Podía dividirse;
2. podía reintegrarse a su fuente;
3. podía separar sus componentes;
4. podía agruparse para formar un nuevo ser divino (López, 1994: 25).
La aparición del Sol había provocado que la materia sutil de los dioses quedara atra-
pada por una especie de cobertura “pesada”, que era la que los hombres percibían
con normalidad mediante sus sentidos, la cual limitaba el movimiento y la transfor-
mación de aquella otra sustancia sutil y liviana (López, 1994: 23-25).
La acción del Sol ocurría sobre la Tierra. Los dioses generaban el tiempo al pa-
sar por el mundo desde otros lugares del cosmos, llevando así la influencia que cada
divinidad tenía y del sitio del cual provenían (López, 2008: I, 70-75). En aquellos lu-
gares la dinámica de existencia era distinta y el tiempo corría a un ritmo diferente.
Esto repercutía de distintas formas en la tierra: los curanderos se remitían a aquellos
sitios para realizar sus curaciones, los hechiceros intentaban actuar con ayuda de lo
que pasara en esos lugares y los hombres debían morir o transformarse para acceder
a ellos. Los dioses/tiempo —es decir, los días, las trecenas, las veintenas y los años—
seguían un orden por medio del cual era posible saber qué influencias actuaban en
el mundo a partir de un registro: el tonalpohualli, “la cuenta de los días”.
El mundo había sido creado a partir de la división de una deidad telúrica conoci-
da como Cipactli o Tlaltecuhtli (Garibay, 2005: 25-26, 108), en tanto que los dioses
habían nacido de una pareja o dualidad en el punto más alto del cosmos, desde don-
de bajaron a la deidad telúrica hacia las aguas previamente creadas y luego organi-
zaron al mundo. A partir de la separación, aparecieron algunos sitios: por encima de
todo se encontraba el Omeyocan o Tamoanchan, y en el interior de la parte más baja
estaba el Mictlán, “el lugar de los muertos”.
Los hombres moraban en la mitad de la separación, en Tlalticpac, “sobre la tierra”
(figuras 1 y 2). En aquellos sitios donde no habitaba la humanidad viviente se hallaban
los dioses, las fuerzas sobrenaturales y los muertos, siempre en gran actividad. Todos
esos lugares eran recorridos por el Sol, que era el modelo del tiempo y de la existencia
cíclica. Este astro nacía en el amanecer, alcanzaba la plenitud al mediodía, envejecía en
el atardecer, moría en el crepúsculo y transitaba por la parte baja del cosmos para re-
nacer a la mañana siguiente (Graulich, 1990: 281-288).
Figura 1 Niveles superiores del cosmos, Códice Vaticano A 3738. Figura 2 Niveles inferiores del cosmos, Códice Vaticano A 3738.
Fuente http://www.famsi.org/research/graz/vaticanus3738/ Fuente http://www.famsi.org/research/graz/vaticanus3738/
img_page001v.html. img_page002r.html.
Varias de las regiones del cosmos —incluidas algunas o tal vez todas por las cuales
transitaba el Sol— eran sitios a donde iría la gente después de fallecer. Fray Bernar-
dino de Sahagún (1999) es acaso quien más detalles ofrece respecto de aquellos sitios.
En el apéndice del libro iii de su obra Historia general de las cosas de la Nueva España, habla
acerca de los lugares a los que irían los difuntos y escribe “que las ánimas de los difun-
tos iban a una de tres partes” (Sahagún, 1999: 205). Estos sitios eran el Mictlán, “el lu-
gar de los muertos”; el Tlalocan, “el lugar del Tláloc”, y Tonatiuh ichan, “la casa del
Sol” (Sahagún, 1999: 205-208). En el libro vi, que contiene varios discursos indígenas
dirigidos en distintas situaciones de la vida social, hay también menciones a esos sitios;
en aquellos se amplía la información contenida en el apéndice y se agrega un sitio más:
el Tonacaquauhtitlan (Sahagún, 1999: 357).
La manera en que los individuos fallecían marcaba a qué sitio iría cada uno, y
esto era decidido por los dioses desde el momento en que se adquiría un tonalli, es
decir, una fuerza anímica ligada con el individuo desde el momento de la asignación
de su nombre, a los pocos días de nacer. Tal fuerza era una parte del dios/día que
se quedaba en el mundo y en el individuo en la fecha que había pasado por la Tie-
rra; era el “destino” que le tocaba a la gente, marcado por la cuenta del tonalpohualli.
Sin embargo, al parecer ese destino no era inamovible: la última palabra la tenían
los dioses. La carga de los días era muy variada, y el comportamiento de los indivi-
duos inclinaría la balanza hacia un destino u otro. Por ejemplo, para el día con sig-
no ce ocelotl, de acuerdo con los informantes de Sahagún:
Cualquiera que nacía, ora fuese noble, ora fuese plebeyo, en alguna de las dichas casas, de-
cían que había de ser cautivo en la guerra, y en todas sus cosas había de ser desdichado y
vicioso y muy dado a las mujeres, y aunque fuese hombre valiente al fin vendíase él mismo
por esclavo, y esto hacía porque era nacido en tal signo; más decían, que aunque fuese na-
cido en tal signo mal afortunado, remediábase por la destreza y diligencia que hacía por
no dormir mucho, y hacer penitencia de ayunar y punzarse, sacando la sangre de su cuer-
po, y barriendo la casa donde se criaba y poniendo lumbre, y si en despertando iba luego
a buscar la vida, acordándose de lo que adelante había de gastar, si enfermase, o con que
sustentase a sus hijos, y si fuese cauto en las mercaderías que tratase; y también remediá-
base si era entendido y obediente, y si sufría los castigos o injurias que le hacían sin tomar
venganza de ellas [Sahagún, 1999: 225].
¿Qué era aquello que viajaba a los lugares de los muertos? Los seres humanos esta-
ban conformados por varios componentes: el “pesado”, que es lo palpable con los
sentidos, como la carne y los huesos, y las denominadas entidades anímicas. Entre
estas últimas, las más importantes —o al menos las más estudiadas— han sido el tona-
lli, el teyolia, el ihiyotl y el nahualli. Aunque sus características podían variar, éstas eran
las más frecuentes: su ubicación más mencionada estaba en el corazón, el hígado, el
estómago, la cabeza y la sangre; el ánima-corazón o teyolia era responsable de la vi-
talidad, el intelecto, el valor, el destino, y a ésta se le atribuía el viaje al inframundo
tras el deceso; el ánima-aliento o ihiyotl, muy difícil de identificar, permanecería en la
Tierra después de la muerte; el ánima-sombra parece identificarse con la entidad aní-
mica anterior y, tras la muerte, podía tomar la forma del difunto; el ánima-calórica
o tonalli se vinculaba con las funciones vitales, sin la cual el individuo fallecería, pero
con la capacidad de “deambular” fuera del cuerpo —los sueños eran resultado de las
“escapadas” del tonalli, la entidad calórica—. Esta última entidad calórica se insertaba
en la persona desde el inicio de la vida, y sus cualidades variaban “en función de la
influencia que ejercían sobre el individuo las diferentes deidades patronas del día de
Figura 3 La muerte, Códice Laud. Fuente http://www.fam Figura 4 El difunto se presenta junto con un perro ante
si.org/research/graz/laud/img_page44.html. Mictlantecuhtli, Códice Laud. Fuente http://www.famsi.org/
research/graz/laud/img_page26.html.
ñores o principales, o gente baja”, varón o mujer. Era descrito como un “lugar obscurí-
simo”, al que todos irían y del cual no se podría volver (Sahagún, 1999: 205).
Los difuntos debían enfrentar una serie de pasos peligrosos, como “dos sierras
que están encontrándose una con otra”, un camino con “una culebra guardando”,
otro con una lagartija verde conocida como xochitonal, ocho páramos, ocho collados,
y atravesar por donde había un viento, que “era tan recio que llevaba las piedras y
pedazos de navajas”, conocido como itzehecayan (Sahagún, 1999: 206).
En los Primeros memoriales, Sahagún (1997: 177) menciona que el viento también lle-
vaba arena, árboles y pedernales. Además, dice que existía vegetación, aunque ésta
consistía en plantas espinosas como arbustos, cactus y agaves (Sahagún, 1999: 177-
178). Al parecer sus informantes hablaban sobre las condiciones que enfrentarían los
difuntos en el Mictlán, las dificultades que necesitaban atravesar y el proceso por el
cual llegarían ante Mictlantecuhtli.
Los muertos tendrían que llevar consigo a un perro color bermejo que los ayuda-
ría a atravesar por un río llamado Chiconahuapan para llegar ante aquél y presentarle
las ofrendas con que habían sido enterrados, y que en forma periódica les eran envia-
das por los deudos que habían dejado en la Tierra (Sahagún, 1999: 205-207) (figura 4).
Las ofrendas que los vivos hacían a sus muertos también servían para ayudarlos, ya fuera
para alimentarlos, asistirlos o protegerlos.
Por último, de acuerdo con la información del fraile, “en este lugar del infierno que
se llama Chiconaumictlan se acababan y fenecían los difuntos” (Sahagún, 1999: 207).
La existencia en el Mictlán debía ser difícil. Los pasos por los que iba atravesan-
do el difunto lo iban destruyendo y descarnando (López, 1994 y 2008). Era como si
la tierra lo fuera devorando (Matos, 2010: 139-151). Allí los seres eran consumidos,
así como todo lo podrido que había en el mundo, lo cual iba siendo digerido y pu-
rificado (Johansson, 2000): “Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl comían pies, manos y
un fétido estofado de escarabajo; beben pus usando cráneos como vasos. Los tamales
apestan a escarabajos malolientes; se comen corazones y hierbas espinosas” (Saha-
gún, 1997: 177).
Del individuo no quedarían más que los huesos. Este proceso habría sido el que
permitió a Quetzalcóatl descender al Mictlán para obtener los huesos con los cuales
fue creada la humanidad actual, de acuerdo con los relatos míticos (Garibay, 2005:
120-121).
Los difuntos que estaban en ese lugar eran transformados en seres descarnados,
cuyo trabajo consistiría en ir devorando lo podrido, como los restos humanos en des-
composición. También debían acompañar al Sol en su recorrido nocturno. Es posible
que algunos de ellos se transformaran en seres relacionados con la Tierra y la noche.
El fraile Gerónimo de Mendieta relataba acerca de las creencias de los tlaxcaltecas:
“[…] que las almas de los señores y principales se volvían nieblas, y nubes, y pájaros
de pluma rica, y de diversas maneras, y en piedras preciosas de rico valor. Y que las
ánimas de la gente común se volvían en comadrejas, y escarabajos hediondos, y ani-
malejos que echan de sí una orina muy hedionda, y en otros animales rateros” (Men-
dieta, 1956: 105).
A manera de hipótesis, podemos plantear que aquellos que iban al Mictlán también
podrían transformarse en diversos tipos de animales. Estrechamente vinculados con
este sitio estaban las arañas, los alacranes, gusanos, escarabajos, búhos, murciélagos y
las víboras, entre otros, los cuales son considerados “dioses menores” o chaneque —“los
dueños”—, que cuidaban las riquezas y los lugares en que se comunicaban los mun-
dos (Mikulska, 2008: 367-370) (figura 5). Es posible que la gente destinada a este sitio
también se transformara en ciertos tipos de aves. Como se verá adelante, esto ocu-
rría con los guerreros muertos, quienes se convertían en aves bellas. En el caso de
los destinados al “lugar de los muertos”, podrían haberse transformado en aves
nocturnas.
En particular, las labores de la lechuza, el búho y el tecolote se encuentran am-
pliamente documentadas como mensajeros, anunciando la muerte a los hombres
(Durán, 2002: i, 198-199; Sahagún, 1999: 273). De la primera se llega a decir en es-
pecífico que era la mensajera de Mictlantecuhtli y que se llamaba Yaotequihua, “que
Figura 5 Búho representado en el altar de los animales de la noche, en el Museo Nacional de Antropología. En la misma pieza
aparecen una araña, un murciélago y un escorpión. Fotografía Ignacio de la Garza Gálvez.
quiere decir mensajero del dios del infierno que andaba a llamar a los que le man-
daban” (Sahagún, 1999: 273).1
En el apéndice al libro iii, Sahagún escribe: “La otra parte a donde decían que se
iban las ánimas de los difuntos es el paraíso terrenal, que se nombra Tlalocan, en el
cual hay muchos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna; nunca jamás faltan las ma-
zorcas de maíz verdes, y calabazas y ramitas de bledos, y ají verde y jitomates, y fri-
joles verdes en vainas, y flores” (Sahagún, 1999: 207).
Y añade: “Y así decían que en el paraíso terrenal que se llamaba Tlalocan había
siempre jamás verdura y verano” (Sahagún, 1999: 208). A este sitio iban los elegi-
dos por el dios Tláloc: aquellos que morían al ser alcanzados por un rayo, quienes se
ahogaban o eran ahogados por una criatura conocida como Ahuitzotl, así como los
1
La traducción del franciscano es incorrecta. En el diccionario de Siméon (2007) la palabra yaotequihua
aparece como “capitán, jefe, comandante militar”, y en el de Molina (2008), como “capitán de guerra”;
-hua: terminación del posesivo; tequitl: “trabajo”, “tributo”, “cargo”, “deber”; yaotl: “enemigo”. Una
traducción podría ser “el que se encarga del enemigo”; sin embargo, la palabra Yaotl también es uno
de los nombres de Tezcatlipoca, por lo que podría ser, sin perder sentido, “el que tiene a su cargo a
Tezcatlipoca”.
que morían de alguna enfermedad atribuida a la deidad, como los leprosos, gotosos,
sarnosos, bubosos e hidrópicos (Sahagún, 1999: 207-208).
En el Tlalocan tenían su morada los tlaloque, ayudantes de Tláloc, quienes se
encargaban de llevar la lluvia y la fertilidad al mundo de los hombres. En la His-
toria de los mexicanos por sus pinturas se describen los “aposentos” que tenía el dios
de la lluvia:
Figura 6 Las distintas aguas llevadas a la tierra por los tlaloque, Códice Borgia. Fuente http://www.famsi.org/research/graz/
borgia/img_page27.html.
Las aguas mencionadas eran llevadas por Figura 7 La casa del Sol, Códice Laud. Fuente http://www.
famsi.org/research/graz/laud/img_page14.html.
los tlaloque en cántaros para ser distribui-
das en la tierra (figura 6).
Quienes eran elegidos por Tláloc se transformaban en los ayudantes mencionados,
los cuales podían ser nubes o vientos. Su tarea principal era llevar las aguas al mundo,
hacer que los vientos soplaran y, en general, llevar la fertilidad y los dones de la tierra
a la humanidad. También eran una especie de “guardianes” de las riquezas, ya que
podrían negar los dones de la fertilidad a los hombres (Códice Chimalpopoca, 1945: 126)
o matar a aquellos que poseían “piedras verdes” (Sahagún, 1999: 648-649). A su vez,
podían ser caprichosos y matar a los individuos que deseaban para acompañarlos, ya
fuera por sus buenas o sus malas acciones o porque en vida les habían sido muy que-
ridos y deseaban su compañía (Sahagún, 1999: 649). “La otra parte a donde se iban
las ánimas de los difuntos es el cielo, donde vive el sol” (Sahagún, 1999: 208) (figura 7).
Los elegidos para morar allí eran los guerreros que morían en la guerra, así como los
cautivos sacrificados. Sahagún describe este sitio y la existencia en él:
Todos estos dizque están en un llano y que a la hora que sale el sol, alzaban voces y da-
ban grito golpeando las rodelas, y el que tiene rodela horadada de saetas por los agujeros
de la rodela mira al sol, y el que no tiene rodela horadada de saetas no puede mirar al sol.
Y en el cielo hay arboleda y bosque de diversos árboles; y las ofrendas que les daban en
este mundo los vivos, iban a su presencia y allí las recibían; y después de cuatro años pa-
sados las ánimas de estos difuntos, se tornaban en diversos géneros de aves de pluma rica,
y color, y andaban chupando todas las flores así en el cielo como en este mundo, como los
zinzones lo hacen [Sahagún, 1999: 208].
2
La Historia de los mexicanos por sus pinturas nos dice que el Sol llegaba sólo hasta el mediodía, desde donde
regresaba al oriente, y lo que se veía desde el mediodía hasta el ocaso era tan sólo “su claridad y no el
sol”. Esto nos indicaría que el Sol del Cihuatlampa sería un “falso” astro, por lo cual se explicaría la
división entre un ámbito femenino y uno masculino en la casa del Sol (Garibay, 2005: 27). Véase también
Graulich (1997: 59-62).
Figura 10 Individuo devorado desde Figura 11 Individuo entrando de ca- Figura 12 Individuo cayendo de cabeza
la cabeza por Mictecacíhuatl, Códice beza en fauces terrestres, Códice Borgia. en un ámbito oscuro, Códice Borgia. Fuente
Borgia. Fuente http://www.famsi.org/ Fuente http://www.famsi.org/research/ http://www.famsi.org/research/graz/
research/graz/borgia/img_page05.html. graz/borgia/img_page03.html. borgia/img_page08.html.
ciona a uno llamado Tzontemoc, el cual, de acuerdo con Sahagún, es otro de los
nombres de Mictlantecuhtli.
El Códice Ríos refiere que Tzontemoc es el mismo que desciende bocabajo (Anders
y Jansen, 1996: 49). Existen numerosas representaciones iconográficas donde obser-
vamos cómo este descenso de cabeza implica ser devorado por la Tierra o por algún
ser descarnado, o bien entrar en una cueva; es decir, la muerte (figuras 9-12). Así, ten-
dríamos a Mictlantecuhtli entrando a la Tierra, como luego todos aquellos que mo-
rían tendrían que hacerlo, siguiendo el modelo del mito, con la diferencia de que la
entrada del dios de la muerte sería la primera en el mundo de los muertos; es decir,
la fundación del Mictlán, que es el sitio por el cual Tlaltecuhtli devora para saciar su
apetito y después brindar los dones de la Tierra.
Por otra parte, no aparece cómo es fundado el Tlalocan. Al hablarse de aquel sitio
es para describirlo como morada del dios Tláloc. Sin embargo, tomando en cuenta
la relación de esta deidad con el agua, los montes y la tierra, así como una gran can-
tidad de esculturas, podríamos proponer que el Tlalocan es la Tierra misma, aunque
en un aspecto relacionado con las aguas y los montes y con una capacidad generadora
y sustentadora. En otras palabras, es la Tierra ya creada por Tezcatlipoca y Quetzal-
cóatl tras la separación de Cipactli/Tlaltecuhtli, y a la que los dioses dieron forma
al crear las montañas, ojos de agua, cuevas y plantas. El Tlalocan es un sitio creado
y del cual provienen los dones y riquezas.
El Tlalocan llega a confundirse con el Tamoanchan y con la casa del Sol. Una
descripción del Tamoanchan que aparece en la Historia de Tlaxcala de Diego Muñoz
Camargo (2007: 154-155) cuenta que ahí existía una diosa llamada Xochiquetzal, la
cual habitaba “sobre todos los aires y sobre los nueve cielos” en un lugar deleitoso en
el que había un árbol florido, servida por otras mujeres, enanos y corcovados. En el
mismo relato se menciona que Xochiquetzal era esposa de Tláloc, pero fue secuestra-
da por Tezcatlipoca y llevada a los “nueve cielos”. Este mismo árbol florido recuerda
al que se encuentra en el Tonacacuauhtitlan, al que van los niños a su tierna edad.
Sahagún también menciona que en la casa del Sol existía una gran arboleda y que
los guerreros muertos que allí habitaban se transformaban en aves que libaban de las
flores, tanto de las que ahí había como de las que estaban en la Tierra. Así, notamos
que los guerreros difuntos podían habitar tanto en la casa del Sol como en la Tierra.
La confusión se hace aún mayor en los cantares que han llegado hasta nosotros.
Si bien la influencia de la evangelización y las interpolaciones llevadas a cabo por los
españoles en ellos para facilitar la conversión de los indígenas es manifiesta, los ele-
mentos descritos son prehispánicos. Así, por ejemplo, en un canto se dice:
En el Tlalocan se habla de las casas de Tláloc, que a su vez son similares a las que se de-
cía que habitaba Quetzalcóatl en Tula, un sitio descrito de modo muy similar al Tlalocan:
Y tenía unas casas hechas de piedras preciosas, que se llaman chalchihuites, y otras casas hechas de plata
y más otras casas hechas de concha colorada y blanca, y más otras casas hechas todas de
tablas, y más otras casas hechas de turquesas, y más otras casas hechas de plumas ricas […]
Y más dicen que era muy rico y que tenía todo cuanto era menester y necesario de co-
mer y beber, y que el maíz (bajo su reinado) era abundantísimo, y las calabazas muy gordas
y que subían por ellas como por árboles; y que sembraban y cogían algodón de todos colores,
que son colorado y encarnado y amarillo, y morado, blanquecino, verde y azul y prieto, y
pardo y naranjado y leonado, y estos colores de algodón eran naturales, en que así nacían;
y más dicen que en el dicho pueblo de Tulla se criaban muchos y diversos géneros de aves
de pluma rica y colores diversos, que se llaman xiuhtototl y quetzaltototl, y zacuan y tlauhquechol,
y otras aves que cantaban dulce y suavemente.
Y más tenía el dicho Quetzalcóatl todas las riquezas del mundo, de oro y plata y piedras verdes, que
se llaman chalchihuites, y otras cosas preciosas, y mucha abundancia de árboles de cacao de di-
versos colores, que se llaman xochicacaoatl; y los dichos vasallos del dicho Quetzalcóatl estaban muy
ricos y no les faltaba cosa ninguna, ni había hambre ni falta de maíz, ni comían las ma-
zorcas pequeñas sino con ellas alentaban los baños, como leña [Sahagún, 1999: 195-196].
Tal vez las descripciones realizadas por los europeos estuvieran llenas de una confu-
sión respecto a esos “más allá” que les recordaban al paraíso terrenal. Sin embargo,
un mural teotihuacano, muy anterior a los mexicas y a la conquista española, contiene
asimismo todos estos elementos, los cuales podrían ser válidos para pensar en una
concepción anterior similar de un lugar alegre y abundante y el cual podría consi-
derarse análogo tanto al Tlalocan como a la casa del Sol, al Tamoanchan y al To-
nacacuauhtitlan (figura 13).
Para el caso del Mictlán, sabemos que se hallaba en estrecha comunicación con
la casa del Sol, ya fuera como el lugar al que las mujeres llevan al Sol o como desde
el cual salía el astro. Cabe recordar que en algunas versiones del mito de la creación
del Sol y la Luna se dice que el primero, antes de aparecer, pasó cuatro días en ese
lugar (Mendieta, 1956: 84-86). También sabemos que en el Mictlán habitaban aves:
Quetzalcóatl fue asustado por codornices al intentar recuperar los huesos de las hu-
manidades anteriores, y los búhos eran los mensajeros del mismísimo Mictlantecuhtli,
con la tarea de anunciar la muerte.
El Mictlán se hacía sentir en la Tierra de diversas maneras, sobre todo en tiem-
pos de crisis, cuando se anunciaba la muerte y la destrucción de diversas formas, ya
fuera por mediación de los búhos o, como narra Durán (2002: i, 575-577), por me-
dio de mensajeros con apariencia humana pero monstruosa que se decían proceden-
tes del “monte infernal”. La influencia del lugar de los muertos sobre la tierra era tal
que Graulich (1990: 281) llegó a afirmar que la noche era el Mictlán, pues a lo largo
de ésta los seres sobrenaturales actuaban en el mundo, anunciando muerte, revelan-
do los destinos o asustando a la humanidad.
La relación entre lugares era tal que en tiempos actuales, en la Sierra Norte de Pue-
bla, se habla de un lugar llamado Talokan, cuyas características son similares al Mictlán
y sus funciones corresponden tanto a las del lugar de los muertos como a las del Tla-
locan de los tiempos antiguos (Knab, 1991). A su vez, en trabajos etnográficos ha
quedado de manifiesto el papel de los muertos para la vida de los pueblos nahuas ac-
tuales; por ejemplo, en Guerrero, donde se cree que llevan las lluvias, hacen crecer las
plantas y son mediadores entre los humanos y los santos y dioses (Good, 2004).
La creencia antigua parece haber radicado en que la muerte, más que un final o una
transición a otro plano de existencia, era una transformación, en la cual los individuos
iban perdiendo la identidad que habían tenido en la Tierra. Así, los difuntos se trans-
formaban en seres descarnados, vientos, tlaloque o aves. En ese nuevo estado, al ser algo
distinto, aquellos seres continuaban trabajando y cumpliendo con su misión de mante-
ner el cosmos en movimiento. A su vez, las transformaciones se relacionarían con el lu-
gar al que irían, el cual se encontraba en estrecha comunicación con otros “más allá” y
con el mundo habitado por los vivos.
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a) Los artículos deben ser el resultado de investiga- j) La bibliografía sólo debe incluir las obras citadas y
ciones de alto nivel académico, aportar conocimien- presentarse según el siguiente modelo:
to original y ser inéditos en español.
b) La extensión y el formato deben ajustarse a lo si- Libros
guiente: el título debe ser descriptivo y correspon- Foucault, Michel, Vigilar y castigar. Nacimiento de
der con el contenido, con una extensión máxima de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.
65 caracteres. Para las secciones Debate y Varia la ex- Capítulos de libro
tensión máxima es de 8 mil palabras, incluyendo A guilar V illanueva , Luis, “Estudio introduc-
cuadros, notas y bibliografía. Para la sección Reseña, torio”, en El estudio de las políticas públicas, Mé-
la extensión será de entre 5 y 8 cuartillas (1 800 ca- xico, Porrúa, 1994, pp. 59-99.
racteres con espacio por cuartilla). El artículo debe Artículos de revistas
presentarse en archivo electrónico, tamaño carta Oliveira, Francisco, “La economía brasileña: crí-
con interlineado doble, letra Times New Roman de tica a la razón dualista”, El Trimestre Econó-
12 puntos, en procesador de textos Word. Se deben mico, núm. 17, México, 1979, pp. 17-28.
incluir resúmenes en español y en inglés de máxi-
mo 10 renglones cada uno, con entre 6 y 8 pala- k) La bibliografía irá al final del artículo, incluyendo,
bras clave. en orden alfabético, todas las obras citadas en el
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tegrarlas mediante alguna instrucción del procesa- serán sometidas a doble dictaminación por parte de
dor de palabras. especialistas. Durante este proceso, la información
i) Las citas bibliográficas en el texto deben ir en- sobre autores y dictaminadores se guardará en es-
tre paréntesis, indicando el apellido del autor, fecha tricto anonimato.
de publicación y páginas. Por ejemplo: (Habermas, Nota importante: es inútil presentar cualquier colabo-
1987: 361-363). ración si no cumple con los requisitos mencionados.
VITA BREVIS. REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS DE LA MUERTE
es una publicación semestral del Instituto Nacional de
Antropología e Historia, editada a través de la Coordinación
Nacional de Antropología, la Dirección de Antropología Física
y el proyecto institucional Antropología de la Muerte, que
reúne a diversos investigadores que tratan el tema de la muerte.