Por Qué Tengo Razón en Todo - Kolakowski PDF

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POR QUÉ TENGO RAZÓN EN TODO1

Lescek Kolakowski

Estimado Edward Thompson:


El hecho de que tu carta se refiera en la misma medida (por lo me-nos) a
actitudes personales que a ideas es responsable de que no me sienta particu-
larmente feliz de mantener contigo una correspondencia pública.
Además, hoy ya no tengo cuentas pendientes con la ideología comunista
ni con el año 1956; las saldé hace mucho. Pero si insistes...
(…)
En la reseña de Raymond Williams publicada en el último tomo del So-
cialist Register leí que tu carta es uno de los mejores textos escritos por un hom-
bre de izquierdas durante el último decenio, lo cual implica directamente que
todos o casi todos los demás son peores. Williams sabrá lo que dice, y yo le
creo. Debería sentirme orgulloso de haber contribuido en cierto modo al naci-
miento de tamaño texto, aun cuando se dé la coincidencia de que vaya dirigi-
do contra mí. De ahí que mi primera reacción sea de gratitud.
¡Embarras de richesse! –ésta es mi segunda reacción–. Te ruego, pues, que
me disculpes por seleccionar y plantear en mi réplica sólo algunos temas de los
muchos que tienen cabida en las cien páginas de tu –admítelo, algo caótica–
carta abierta. Intentaré limitarme a los más controvertidos. Creo que sería una
imprudencia opinar sobre los fragmentos autobiográficos de tu misiva, por
más interesantes que éstos sean. Cuando afirmas, por ejemplo, que nunca vas

1. Extracto de la carta publicada en 1974 en el anuario The Socialist Register como res-
puesta a la carta abierta de cien páginas dirigida a Leszek Kolakowski, escrita por Edward
Thompson y publicada en el número anterior (1973). Tomado de KOLAKOWSKI, Leszek.:
Por qué tengo razón en todo, Barcelona, Melusina, 2007, 309-335.

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de vacaciones a España, que participas en congresos socialistas sólo a condi-


ción de que una parte de los gastos corra a tu cuenta, que rechazas las invita-
ciones a los simposios de la Fundación Ford, que eres como los cuáqueros de
antaño que se negaban a agachar la cabeza ante cualquier autoridad, etcétera,
no creo que deba obsequiarte a cambio con una lista de mis virtudes; no dudo
de que sería menos imponente. Tampoco contaré cómo te apartaron de la New
Left Review sólo porque tú hayas relatado cómo me expulsaron de las re-
dacciones de varias revistas –serían historias más bien banales–.
Mi tercera reacción es la tristeza, y lo digo en serio. Aunque sea incom-
petente en la disciplina que cultivas, no me resulta ajena tu reputación de sabio
y de gran historiador, por lo que me duele encontrar en tu artículo una canti-
dad tan inmensa de tópicos izquierdistas. Estos tópicos suelen usarse de viva
voz y por escrito con tres finalidades: primero, hacen caso omiso del significa-
do de las palabras y forman mezcolanzas verbales idóneas para oscurecer el
problema; segundo, en algunos casos remiten a criterios morales o sentimen-
tales y en otros, muy semejantes, a criterios políticos o históricos; tercero, no
tienen en cuenta los hechos históricos.
(…)
Doy por supuesto que los dos vemos las cosas como son y no deducimos
nuestro saber sobre las sociedades existentes de ninguna teoría general. (Llega-
dos a este punto, te relataré la conversación que mantuve con un maoísta hindú.
Me dijo: «La revolución cultural china es la lucha de clases entre los pobres y los
campesinos ricos». Le pregunté: «¿Y cómo sabe usted eso?». A lo que me con-
testó: «Lo dice la teoría marxista-leninista». «Me lo temía» fue mi respuesta, y mi
interlocutor no la comprendió, pero espero que tú sí que la comprendas.) Como
sin duda sabes, toda ideología, con tal de que sea lo bastante confusa, es capaz
de asimilar (es decir, rechazar) cualquier hecho real sin tener que renunciar a
ninguno de sus elementos. Pero el problema es que los seres humanos en su
mayoría no son ideólogos apasionados. Funcionan como si ninguno de ellos no
hubiera visto nunca el capitalismo ni el socialismo, sino únicamente una cadena
de hechos nimios que sus mentes toscas no son capaces de interpretar en tér-
minos teóricos. Se limitan a advertir que en algunos países la gente vive mejor
que en otros, que en algunos países la producción, la distribución de bienes y los
servicios funcionan mejor que en otros, que hay países cuyos habitantes gozan
de libertad y de derechos humanos y civiles, y otros, don-de estos derechos están
ausentes (debería haber escrito «libertad» entre comillas, como lo haces tú. Soy
consciente de que esto forma parte de la obligada ortografía izquierdista: en
referencia a la Europa occidental, la palabra «libertad» debe usarse sólo entre
comillas; porque, realmente, ¡vaya libertad! ¡Es para morirse de risa! Y sólo no-
sotros, gente sin senti-do del humor, no nos reímos).

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No intento convencerte de que vives en un paraíso mientras que nosotros


vivimos en un infierno. En mi país, Polonia, no pasamos hambre, hoy en día ya
no se sufren torturas en las cárceles, no existen los campos de concentración (a
diferencia de Rusia), en los últimos años ha habido pocos presos políticos (a
diferencia de Rusia) y muchos viajan al extranjero con relativa facilidad (tam-
bién a diferencia de Rusia). Y, sin embargo, somos un país privado de sobera-
nía, y no precisamente de la soberanía por la que los señores Foot y Powell
temen después del ingreso de Inglaterra en el Mercado Común; nuestra caren-
cia es palpable y dolorosa. Todas las esferas clave de nuestra vida, incluidos el
ejército, la política exterior, el comercio internacional, los sectores importantes
de la industria y la ideología están bajo el control de una potencia extranjera
que ejerce su poder con considerable meticulosidad (prohibiendo, por ejem-
plo, la publicación de algunos libros y la difusión de algunas informaciones,
por no decir nada de asuntos más importantes). No obstante, sabemos valorar
nuestros vestigios de libertad, de cuya dimensión nos percatamos al comparar
nuestra situación con la de países totalmente liberados como Ucrania o Litua-
nia que, en cuanto al derecho de autogobierno, están mucho peor de lo que
nunca estuvieron las antiguas colonias del Imperio Británico. Y, por lo que
atañe a nuestro margen de libertad, el problema es que, por muy grandes que
sean sus dimensiones (podemos decir y escribir más cosas que los habitantes
de cualquier país de la zona del rublo excepto Hungría), no está garantizado
por ninguna ley y puede suprimirse (como de hecho ya ocurrió una vez) en
cualquier momento por decisión de la cúpula del partido residente en Varsovia
o en Moscú.Y si esto nos ha tocado en suerte es porque nos hemos deshecho
de aquella falaz institución burguesa que es la separación de poderes y hemos
puesto en práctica el sueño socialista de la unidad, lo cual significa que un solo
aparato, además de regir la totalidad de los medios de producción, concentra
en sus manos el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial; los que dictan las
leyes, las interpretan y las ejecutan son la misma gente: el rey, el parlamento,
el comandante en jefe de los ejércitos, el juez, el fiscal y (un invento socialista)
el propietario de todos los bienes públicos y único patrono se sientan junto a
un solo escritorio. ¿Es imaginable una cohesión social más perfecta?
Te enorgulleces de no ir de vacaciones a España por razones políticas.Yo,
un hombre carente de principios, he estado allí dos veces. Me sabe mal decir-
lo, pero aquel régimen, sin duda opresor y antidemocrático, ofrece a sus ciu-
dadanos más libertad que cualquier país socialista (tal vez excepto Yugoslavia).
Al decirlo, no siento ningún tipo de Schadenfreude, sino vergüenza, porque aún
recuerdo el dramatismo de la guerra civil española. Los españoles tienen las
fronteras abiertas (no importa por qué motivo, que en este caso son los trein-
ta millones de turistas que cada año visitan el país), y ningún régimen totali-

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tario puede funcionar con las fronteras abiertas. Los españoles no tienen cen-
sura preventiva, allí la censura interviene después de la publicación del libro (se
publicó un libro que a continuación fue confiscado, pero entretanto se habían
vendido mil ejemplares; ya nos gustaría tener en Polonia tales limitaciones), en
las librerías españolas pueden comprarse las obras de Marx, Trotsky, Freud,
Marcuse, etcétera. Igual que nosotros, los españoles no tienen elecciones ni
partidos políticos legales pero, a diferencia de nosotros, disfrutan de muchas
organizaciones independientes del Estado y del partido gobernante.Y viven en
un país soberano.
Probablemente me dirás que escribiendo estas cosas gasto tinta en vano,
porque ya has declarado que estás lejos de tomar como modelo a los países
socialistas existentes y que piensas en términos de un socialismo democrático.
Es verdad. No te acuso de ser un incondicional de la policía secreta socialista.
Sin embargo, lo que intento decirte me parece fundamental para tu artículo
por dos motivos. El primero: tú ves en los países socialistas existentes los ini-
cios (imperfectos, todo hay que decirlo) de un orden social nuevo y mejor, unas
formas transitorias que superan al capitalismo y se dirigen hacia la utopía. No
te discuto que sean formas nuevas, pero niego rotundamente que superen en
cualquier aspecto a las que funcionan en los países democráticos de Europa, y
te conmino a demostrar lo contrario, es decir, a señalar un solo punto en el que
los países socialistas puedan presumir de esta superioridad, excepto en lo que
todos los regímenes despóticos aventajan a los democráticos (tienen menos
problemas con la población). El segundo, aunque no menos importante: alar-
deas de saber lo que significa el socialismo democrático, mientras que todo
parece indicar que no es así. Dices: «De aquí a dos centenares de años, mi uto-
pía no será la época de descanso de Morris. Será un mundo (así lo quería D.
H. Lawrence), donde el dinero habrá cedido paso a la vida y donde (como que-
ría W. Blake) las guerras intelectuales habrán sustituido a las guerras físicas.
Unas fuentes de energía fácilmente accesibles harán que algunos hombres y
algunas mujeres puedan elegir vivir en comunidades semejantes a un monas-
terio cisterciense donde, rodeados de belleza y vegetación, compaginarán las
labores del campo con el trabajo intelectual. Otros preferirán la diversidad y el
ritmo de la vida urbana, que recuperará algunos de los valores de la ciudad-
estado. Otros más escogerán la vida solitaria, y muchos pasarán el tiempo
alternando todos los estilos. Los científicos estarán al día de las disputas que
mantendrán las escuelas de París,Yakarta y Bogotá».
He aquí un buen ejemplo de la literatura socialista. Se resume en que el
mundo debería ser bueno y no malo, y en esto puedes contar conmigo sin con-
diciones. También comparto sin ningún pero tu opinión (y también la de Marx
y de Shakespeare), según la cual es lamentable que el pensamiento humano

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esté ocupado por la interminable búsqueda de dinero, que las necesidades ten-
gan la extraña propiedad de crecer hasta el infinito y que el afán de lucro y no
un criterio de utilidad rija la producción de los bienes. La ventaja que me lle-
vas consiste en que sabes perfectamente qué hacer para acabar con todo eso,
y yo no. Si los problemas de los regímenes comunistas de carne y hueso –los
ideólogos izquierdistas se los quitan de encima con gran facilidad («de acuer-
do, pero las circunstancias eran muy especiales, nosotros no vamos a repetir
aquel modelo, lo haremos mejor, etcétera»)– son tan fundamentales para el
pensamiento socialista es porque las vivencias de la «nueva sociedad alterna-
tiva» demuestran sin dejar lugar a dudas que la panacea izquierdista contra
todas las dolencias sociales –la propiedad estatal de los medios de producción–
no sólo es perfectamente compatible con todas las plagas imaginables del
mundo capitalista como por ejemplo la explotación del hombre, el imperialis-
mo, la destrucción de la biosfera, la miseria, el despilfarro de los medios eco-
nómicos, el chauvinismo y la persecución de las minorías étnicas, sino que
además las complementa con un puñado de plagas de producción propia: el
bajo rendimiento, la falta de estímulos económicos y, sobre todo, la autoridad
ilimitada de una burocracia todopoderosa y la mayor concentración de poder
que jamás se haya visto en la historia de la humanidad. ¿Todo esto es resulta-
do de un golpe de mala suerte? No lo sugieres abiertamente, prefieres no ver
el problema. Y tienes razón, porque todas las tentativas de analizar aquellas
experiencias nos remiten no tanto a una coincidencia de circunstancias histó-
ricas como al núcleo mismo de la idea socialista. Dichos análisis revelan las
incoherencias de los postulados que derivan de la idea en cuestión (o, en todos
caso, demuestran que existen postulados cuya coherencia está por probar).
Queremos una sociedad con una amplia autonomía de las pequeñas comuni-
dades, ¿verdad? Y reclamamos una planificación económica centralizada. Pien-
sa un poco, ¿cómo casas lo uno con lo otro? Exigimos el progreso tecnológico
y deseamos una población totalmente protegida; mirémoslo con lupa, ¿cómo
conciliar las dos demandas? Postulamos una democracia industrial y queremos
una gestión eficaz de las empresas; ¿no tienen que colisionar por fuerza nues-
tras exigencias? ¡Claro que no! En el cielo izquierdista nada colisiona con nada
y todo tiene arreglo. El lobo y el cordero duermen sobre la misma yacija. Basta
con echar una mirada a las atrocidades que sacuden este mundo para enten-
der lo fácil que será eliminarlas una vez llevemos a cabo la revolución pacífica
que instaurará una lógica nueva, la lógica socialista. ¿La guerra en el Oriente
Medio y las reclamaciones de los palestinos? ¡Pero si es fruto del capitalismo!
¡Dejadnos hacer la revolución y el asunto se solucionará solo! ¿La contamina-
ción del medio ambiente? ¡¿Cuál es el problema?! ¡Dejad que el nuevo Estado
proletario se haga cargo de las fábricas y no habrá contaminación! A los capi-

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talistas no les importa la calidad de vida del hombre sencillo –¡dadnos el


poder!– (efectivamente, en los países socialistas hay muchos menos coches y,
por lo tanto, el problema de los atascos es proporcionalmente menor). ¿En la
India, la gente muere de hambre? ¡¿Y cómo puede ser de otra manera si sus
alimentos desaparecen en los estómagos de los imperialistas americanos?!
¡Pero cuando hagamos la revolución...! Etcétera. ¿La Irlanda del Norte? ¿Los
problemas demográficos de México? ¿El odio racial? ¿Las guerras tribales? ¿La
inflación? ¿La delincuencia? ¿La corrupción? ¿El deterioro del sistema educa-
tivo? ¡Existe una respuesta simple y, para colmo, única para todo!
Esto no es ninguna caricatura, no tiene nada de caricaturesco. Es el pen-
samiento estándar de quienes han superado las miserables ilusiones del refor-
mismo para inventar una máquina portentosa que solucionará todos los pro-
blemas de la humanidad. Esta máquina se compone de unas cuantas palabras
que, repetidas hasta la saciedad, parecen tener algún significado: revolución,
sociedad alternativa, etcétera. Además, disponemos de un cierto número de
términos peyorativos que siembran el horror, por ejemplo, «anticomunismo» o
«liberal». Tú, Edward, también los usas sin ninguna aclaración, aunque segu-
ramente sabes que su objetivo es confundir las cosas y crear una aura de aso-
ciaciones borrosas y negativas. ¿Qué es aquel anticomunismo que tú no pro-
fesas? Es cierto, hay quienes creen que Occidente no tiene ningún problema
social serio excepto la amenaza comunista, que todos los conflictos sociales
son fruto de las intrigas comunistas, que el mundo sería un paraíso si no fuera
por los oscuros tejemanejes de las fuerzas comunistas y que incluso la dicta-
dura militar más abominable es digna de elogios si liquida el movimiento
comunista. ¿No eres anticomunista en este sentido? Yo tampoco. Pero te tacha-
rán de anticomunista si no compartes la profunda fe en que el régimen sovié-
tico (o chino) actual es el más perfecto de todos los que jamás se hayan inven-
tado o si escribes un simple estudio académico de historia del comunismo sin
recurrir a mentiras.Y el repertorio de posibles causas no se agota con estas dos
situaciones hipotéticas. «Anticomunismo» –el espantajo de la jerigonza
izquierdista– es una palabra muy útil porque permite meter en el mismo saco
actitudes de lo más diversas sin explicar nunca de qué se trata. Lo mismo ocu-
rre con la palabra «liberal». ¿Quién es un «liberal»? ¿Tal vez el librecambista
decimonónico que afirmaba que el Estado no debe intervenir en los «contratos
libres» pactados entre el patrono y los obreros y que la existencia de los sindi-
catos sería incompatible con el principio de libre contratación? ¿Sugieres que
no eres liberal en este sentido? Te honra no serlo. Pero, de acuerdo con el Webs-
ter o el Larousse revolucionarios que nunca se han escrito, eres «liberal» cuan-
do partes de la premisa general de que la libertad es mejor que la esclavitud
(no me refiero a la libertad verdadera y profunda de la que gozan los habitan-

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tes de los países socialistas, sino a la miserable libertad formal inventada por la
burguesía para engañar a las masas populares). La tarea fácil del término «libe-
ral» es confundir éstos y muchos otros significados. ¡Anunciemos en voz alta
nuestro rechazo lleno de desprecio al liberalismo, pero no expliquemos nunca
a qué nos referimos!
¿Debo continuar? Una palabra más, que tú –todo hay que decirlo– no uti-
lizas según dicta esta moda: «fascista». «Fascista» es alguien con quien no
estoy de acuerdo, pero no me veo capaz de polemizar por culpa de mi igno-
rancia, de modo que le asesto un puntapié. Tras cosechar una amplia expe-
riencia, me di cuenta de que «fascista» puede ser cualquier persona que opine:
1) que el hombre debe lavarse más bien que andar guarro; 2) que la libertad de
prensa es mejor que la concentración monopolista de todos los medios de
comunicación en manos de un solo partido gobernante; 3) que ni los comu-
nistas ni los anticomunistas deberían ir a la cárcel por sus convicciones; 4) que
la admisión en la universidad no debería estar supeditada a criterios que favo-
rezcan ni a los blancos ni a los negros; 5) que la tortura es condenable, la apli-
que quien la aplique. (A bulto, «fascista» es lo mismo que «liberal».) En vigor
de esta definición, es fascista cualquier persona que alguna vez ha sido encar-
celada en algún país comunista. En 1968, los refugiados de Checoslovaquia
fueron recibidos en Alemania por izquierdistas muy progresistas y absoluta-
mente revolucionarios que blandían pancartas con la inscripción: «¡El fascismo
no pasará!».
Y tú me reprochas que caricaturice a la Nueva Izquierda. Me gustaría que
alguien me dijera qué queda aún por caricaturizar. Sin embargo, tu indigna-
ción es comprensible (éste es uno de los pocos fragmentos del texto donde tu
pluma se enciende de ira). Citas la entrevista que di a una emisora de radio
alemana y que, a continuación, fue traducida al inglés y publicada en el
Encounter. Allí, en dos o tres frases imprecisas, manifesté el asco que me pro-
ducen los movimientos de la Nueva Izquierda con los que tropecé en Améri-
ca y en Alemania. No dije a qué movimientos en concreto me refería, en cam-
bio mencioné a «alguna gente», sin precisar de quién se trataba. Y esto
significa que no excluí al New Left Review de los años 1960-1963, la época en
que tú dirigías aquella revista. Con esta omisión te incluí en mi descripción.
¡Me has pillado! No sólo no insistí en que no me refería al New Left Review de
los años 1960-1963, sino que –lo admito– no pensé en ella ni una vez duran-
te toda la conversación que mantuve con el periodista alemán. Me pareció
que decir «alguna gente de la Nueva Izquierda», etcétera, es como decir
«algunos universitarios ingleses empinan el codo». ¿Crees que muchos cien-
tíficos se sentirían ultrajados por esta afirmación (admito que muy poco ori-
ginal)? Y si así fuera, ¿quiénes serían? Me he consolado recordando que, todas

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las veces que he dicho algo sobre la Nueva Izquierda, mis amigos socialistas
no se han dado por aludidos, y no han necesitado para ello que los excluyera
por el nombre.
Pero no puedo escurrir el bulto por más tiempo. Declaro y hago constar
que, en 1971, cuando hablé del oscurantismo izquierdista en el transcurso de
la entrevista que di para una radio alemana, no me refería al New Left Review
de los años 1960-1963 dirigida por Edward Thompson. ¿Así está bien?
Tienes razón, Edward, cuando dices que los habitantes de la Europa
oriental tenemos la tendencia de infravalorar los problemas sociales que aque-
jan a las sociedades democráticas, y que esa actitud nuestra es criticable. Pero
nadie nos puede criticar por no tomar en serio a la gente que se muestra inca-
paz de memorizar correctamente un solo suceso de nuestra historia y no sabe
decir qué clase de dialecto bárbaro utilizamos, lo cual no le impide creerse
capacitada para darnos lecciones sobre lo magnífica que es la libertad de la que
disfrutamos en el Este ni sacarse de la manga remedios científicamente proba-
dos contra todas las dolencias de la humanidad, unos remedios que resultan
ser cuatro consignas repetidas hasta la saciedad que llevamos treinta años
escuchando en todas las manifestaciones del uno de mayo y podemos leer en
cualquier folleto de propaganda del partido. (Estoy hablando de la actitud de
los progresistas radicales; la actitud de los conservadores frente a los proble-
mas del Este es distinta y puede resumirse así: «eso sería algo horrible si pasa-
ra en nuestro país, pero parece estar hecho a la medida de aquellas tribus».)
Al abandonar Polonia en 1968 (durante los seis años anteriores no había
viajado a Occidente), yo sólo tenía una vaga idea de lo que pueden llegar a ser
los movimientos estudiantiles radicales y los grupúsculos o partidos izquierdis-
tas. Lo que vi y leí me pareció lamentable y repugnante en casi todos (aunque
no en todos) los casos. No derramé lágrimas al ver cuatro cristales rotos duran-
te las manifestaciones –el capitalismo, esa vieja meretriz, se lo podía permitir–.
Tampoco me escandalizó la ignorancia, algo normal entre los jóvenes. Lo que sí
me impresionó fue la mayor decadencia intelectual que jamás hubiera visto en
ningún movimiento de izquierdas. Vi a una gente joven deseosa de «recons-
truir» las universidades y liberarlas de la salvaje y monstruosa opresión fascis-
ta. La misma lista de demandas, con pocas variaciones, se repetía en todos los
campus universitarios. Los cerdos fascistas del establishment quieren que haga-
mos los exámenes, justo cuando estamos haciendo la revolución; ¡que le pon-
gan a todo el mundo un excelente, y sin ningún examen! Lo que me pareció
interesante fue que aquellos combatientes antifascistas pretendieran obtener
notas y diplomas de matemáticas, sociología o derecho, y no de disciplinas tales
como trajín de pancartas, distribución de octavillas o destrucción de los despa-
chos universitarios. Y a veces conseguían lo que reclamaban –aquellos cerdos

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fascistas del establishment les ponían notas sin examinarlos–. A menudo, se exi-
gía la supresión de algunas asignaturas por innecesarias, por ejemplo, las de
lenguas extranjeras (¡esos fascistas quieren que nosotros, los internacionalistas,
los revolucionarios, perdamos el tiempo estudiando lenguas! ¿Por qué? ¡Porque
quieren apartarnos de nuestro trabajo, que es preparar la revolución mundial!)
En una universidad, los filósofos revolucionarios se declararon en huelga, por-
que entre las lecturas obligatorias encontraron a Platón, Descartes y otros boba-
licones burgueses, y no a filósofos realmente grandes, como el Che Guevara y
Mao. En otro lugar, los matemáticos revolucionarios aprobaron una resolución
donde exigían que se les organizaran clases sobre la función social de las
matemáticas y –la verdadera guinda del pastel– que los estudiantes pudiesen
asistir a las clases sólo cuando les diera la gana sin que ello afectara a su expe-
diente académico, lo cual hacía posible la obtención del diploma a cambio de
nada. En otra parte, los nobles mártires de la revolución mundial exigieron que
los examinaran sus propios colegas elegidos por votación, y no aquellos seudo-
científicos reaccionarios y carcamales. Los profesores tenían que ser nombrados
según criterios políticos, y el mismo principio debía regir la admisión de estu-
diantes. En varios lugares de Estados Unidos, la vanguardia de las explotadas
masas trabajadoras prendió fuego a las bibliotecas universitarias, es decir, inten-
tó destruir la superflua seudo-ciencia del establishment. Huelga añadir que
muchas, muchísimas veces, oí decir que las condiciones de vida en un campus
universitario americano eran exactamente iguales a las de un campo de con-
centración nazi.Y, ¡cómo no!, todos eran marxistas, es decir, conocían tres o cua-
tro frases cuyos autores eran Marx o Lenin, y, en particular, la que reza: «Los
filósofos no han hecho más que interpretar de di-versos modos el mundo, pero
de lo que se trata es de transformarlo». Como adivinarás fácilmente, Marx quiso
decir con eso que no vale la pena estudiar.
Podría llenar varias páginas con esta retahíla, pero ¡basta ya! Los modelos
son siempre los mismos: la gran revolución socialista consiste en primer lugar
en que, como premio a nuestros méritos, se nos entreguen títulos, privilegios
y poder, y también en que se supriman los antiguos valores académicos como
el saber y la capacidad de razonar lógicamente (pero, sobre todo, esos cerdos
fascistas tienen que darnos dinero, dinero y más dinero).
¿Y qué ocurre con los obreros? Hay dos opiniones enfrentadas. Una
(seudo-marcusiana) afirma que esos canallas están tan corrompidos por la
burguesía que no se puede esperar nada de ellos y que ahora nosotros, los
estudiantes, somos la clase social más perseguida y más revolucionaria. La otra
(leninista) sostiene que los obreros tienen una conciencia equivocada y no
comprenden su propia alienación, porque los capitalistas les dan a leer perió-
dicos inapropiados. Pero nosotros, los revolucionarios, hemos almacenado en

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la mente la conciencia proletaria correcta y sabemos qué deberían pensar los


obreros y qué piensan de hecho sin darse cuenta de ello; por lo tanto, merece-
mos tomar el poder (pero no mediante ese juego idiota llamado elecciones
que, como la ciencia ha demostrado, sólo sirve para engañar al pueblo).
Llamas a aquello con indulgencia «farsa revolucionaria». De acuerdo.
Pero eso no basta. Aquella farsa no fue capaz de poner la sociedad patas arri-
ba, pero sí pudo destruir la educación superior, y por esa razón el espectáculo
tiene que preocuparnos (algunas universidades alemanas parecen ya escuelas
del partido).
Ahora bien, volvamos a algunas cuestiones fundamentales que hemos
planteado en nuestras cartas no abiertas. Dices en defensa del movimiento que
acabo de describir: «Sí, pero por aquel entonces en Vietnam había una guerra».
No te lo pienso discutir.Y sin duda también pasaban muchas otras cosas. Algu-
nas características de las universidades alemanas tradicionales eran insoporta-
bles. Las universidades italianas y francesas tenían también sus peculiaridades,
no menos insoportables. Todas las sociedades y todas las universidades poseen
algunos rasgos que justifican una protesta. ¡Ahí está el busilis! No hay movi-
miento político que no presente alguna reclamación justa y bien fundamentada.
Si te fijas en los reproches mutuos de los partidos políticos rivales, en sus ata-
ques y sus reivindicaciones, encontrarás sin falta algunas consignas acertadas, lo
cual no te bastará sin embargo para que les des tu voto a todos. Nadie se equi-
voca del todo y, observas con razón, que a los que se afiliaron al partido comu-
nista no les faltaban motivos. Si te fijas en la propaganda que los nazis lanzaron
contra la República de Weimar, encontrarás en ella muchas tesis razonables: los
nazis decían que el Tratado de Versalles era un oprobio, y lo era; que la demo-
cracia estaba corrompida, y lo estaba; atacaban la plutocracia, la aristocracia, el
poder de los ban-cos y, de paso, también la seudo-libertad que no servía para
satisfacer las necesidades del pueblo, pero resultaba cómoda para los sucios
periodicuchos judíos. Y, sin embargo, sus razones no eran lo bastante buenas
para que dijéramos: «de acuerdo, no se comportan de manera muy decente y
algunas de sus tesis son más bien estúpidas, pero en muchas cosas están en lo
cierto, de modo que les ofrecemos nuestro apoyo incondicional». Por lo menos,
mucha gente se negó a decir semejante cosa. Pero si la campaña nazi no hubie-
ra acertado en muchas de sus consignas, los nazis jamás habrían ganado y nunca
se habrían producido fenómenos como el transfuguismo masivo, estandartes al
viento, de las filas del Rotfront a las de la sa. Por eso, cuando veo movimientos
que repiten este modelo de conducta y –en parte– coinciden ideológicamente
(me refiero a las críticas a la libertad «formal», a las instituciones democráticas,
la tolerancia y los valores académicos), los argumentos del tipo «pero por aquel
entonces en Vietnam había una guerra» no me causan una gran impresión.

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