Por Qué Tengo Razón en Todo - Kolakowski PDF
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Lescek Kolakowski
1. Extracto de la carta publicada en 1974 en el anuario The Socialist Register como res-
puesta a la carta abierta de cien páginas dirigida a Leszek Kolakowski, escrita por Edward
Thompson y publicada en el número anterior (1973). Tomado de KOLAKOWSKI, Leszek.:
Por qué tengo razón en todo, Barcelona, Melusina, 2007, 309-335.
tario puede funcionar con las fronteras abiertas. Los españoles no tienen cen-
sura preventiva, allí la censura interviene después de la publicación del libro (se
publicó un libro que a continuación fue confiscado, pero entretanto se habían
vendido mil ejemplares; ya nos gustaría tener en Polonia tales limitaciones), en
las librerías españolas pueden comprarse las obras de Marx, Trotsky, Freud,
Marcuse, etcétera. Igual que nosotros, los españoles no tienen elecciones ni
partidos políticos legales pero, a diferencia de nosotros, disfrutan de muchas
organizaciones independientes del Estado y del partido gobernante.Y viven en
un país soberano.
Probablemente me dirás que escribiendo estas cosas gasto tinta en vano,
porque ya has declarado que estás lejos de tomar como modelo a los países
socialistas existentes y que piensas en términos de un socialismo democrático.
Es verdad. No te acuso de ser un incondicional de la policía secreta socialista.
Sin embargo, lo que intento decirte me parece fundamental para tu artículo
por dos motivos. El primero: tú ves en los países socialistas existentes los ini-
cios (imperfectos, todo hay que decirlo) de un orden social nuevo y mejor, unas
formas transitorias que superan al capitalismo y se dirigen hacia la utopía. No
te discuto que sean formas nuevas, pero niego rotundamente que superen en
cualquier aspecto a las que funcionan en los países democráticos de Europa, y
te conmino a demostrar lo contrario, es decir, a señalar un solo punto en el que
los países socialistas puedan presumir de esta superioridad, excepto en lo que
todos los regímenes despóticos aventajan a los democráticos (tienen menos
problemas con la población). El segundo, aunque no menos importante: alar-
deas de saber lo que significa el socialismo democrático, mientras que todo
parece indicar que no es así. Dices: «De aquí a dos centenares de años, mi uto-
pía no será la época de descanso de Morris. Será un mundo (así lo quería D.
H. Lawrence), donde el dinero habrá cedido paso a la vida y donde (como que-
ría W. Blake) las guerras intelectuales habrán sustituido a las guerras físicas.
Unas fuentes de energía fácilmente accesibles harán que algunos hombres y
algunas mujeres puedan elegir vivir en comunidades semejantes a un monas-
terio cisterciense donde, rodeados de belleza y vegetación, compaginarán las
labores del campo con el trabajo intelectual. Otros preferirán la diversidad y el
ritmo de la vida urbana, que recuperará algunos de los valores de la ciudad-
estado. Otros más escogerán la vida solitaria, y muchos pasarán el tiempo
alternando todos los estilos. Los científicos estarán al día de las disputas que
mantendrán las escuelas de París,Yakarta y Bogotá».
He aquí un buen ejemplo de la literatura socialista. Se resume en que el
mundo debería ser bueno y no malo, y en esto puedes contar conmigo sin con-
diciones. También comparto sin ningún pero tu opinión (y también la de Marx
y de Shakespeare), según la cual es lamentable que el pensamiento humano
esté ocupado por la interminable búsqueda de dinero, que las necesidades ten-
gan la extraña propiedad de crecer hasta el infinito y que el afán de lucro y no
un criterio de utilidad rija la producción de los bienes. La ventaja que me lle-
vas consiste en que sabes perfectamente qué hacer para acabar con todo eso,
y yo no. Si los problemas de los regímenes comunistas de carne y hueso –los
ideólogos izquierdistas se los quitan de encima con gran facilidad («de acuer-
do, pero las circunstancias eran muy especiales, nosotros no vamos a repetir
aquel modelo, lo haremos mejor, etcétera»)– son tan fundamentales para el
pensamiento socialista es porque las vivencias de la «nueva sociedad alterna-
tiva» demuestran sin dejar lugar a dudas que la panacea izquierdista contra
todas las dolencias sociales –la propiedad estatal de los medios de producción–
no sólo es perfectamente compatible con todas las plagas imaginables del
mundo capitalista como por ejemplo la explotación del hombre, el imperialis-
mo, la destrucción de la biosfera, la miseria, el despilfarro de los medios eco-
nómicos, el chauvinismo y la persecución de las minorías étnicas, sino que
además las complementa con un puñado de plagas de producción propia: el
bajo rendimiento, la falta de estímulos económicos y, sobre todo, la autoridad
ilimitada de una burocracia todopoderosa y la mayor concentración de poder
que jamás se haya visto en la historia de la humanidad. ¿Todo esto es resulta-
do de un golpe de mala suerte? No lo sugieres abiertamente, prefieres no ver
el problema. Y tienes razón, porque todas las tentativas de analizar aquellas
experiencias nos remiten no tanto a una coincidencia de circunstancias histó-
ricas como al núcleo mismo de la idea socialista. Dichos análisis revelan las
incoherencias de los postulados que derivan de la idea en cuestión (o, en todos
caso, demuestran que existen postulados cuya coherencia está por probar).
Queremos una sociedad con una amplia autonomía de las pequeñas comuni-
dades, ¿verdad? Y reclamamos una planificación económica centralizada. Pien-
sa un poco, ¿cómo casas lo uno con lo otro? Exigimos el progreso tecnológico
y deseamos una población totalmente protegida; mirémoslo con lupa, ¿cómo
conciliar las dos demandas? Postulamos una democracia industrial y queremos
una gestión eficaz de las empresas; ¿no tienen que colisionar por fuerza nues-
tras exigencias? ¡Claro que no! En el cielo izquierdista nada colisiona con nada
y todo tiene arreglo. El lobo y el cordero duermen sobre la misma yacija. Basta
con echar una mirada a las atrocidades que sacuden este mundo para enten-
der lo fácil que será eliminarlas una vez llevemos a cabo la revolución pacífica
que instaurará una lógica nueva, la lógica socialista. ¿La guerra en el Oriente
Medio y las reclamaciones de los palestinos? ¡Pero si es fruto del capitalismo!
¡Dejadnos hacer la revolución y el asunto se solucionará solo! ¿La contamina-
ción del medio ambiente? ¡¿Cuál es el problema?! ¡Dejad que el nuevo Estado
proletario se haga cargo de las fábricas y no habrá contaminación! A los capi-
tes de los países socialistas, sino a la miserable libertad formal inventada por la
burguesía para engañar a las masas populares). La tarea fácil del término «libe-
ral» es confundir éstos y muchos otros significados. ¡Anunciemos en voz alta
nuestro rechazo lleno de desprecio al liberalismo, pero no expliquemos nunca
a qué nos referimos!
¿Debo continuar? Una palabra más, que tú –todo hay que decirlo– no uti-
lizas según dicta esta moda: «fascista». «Fascista» es alguien con quien no
estoy de acuerdo, pero no me veo capaz de polemizar por culpa de mi igno-
rancia, de modo que le asesto un puntapié. Tras cosechar una amplia expe-
riencia, me di cuenta de que «fascista» puede ser cualquier persona que opine:
1) que el hombre debe lavarse más bien que andar guarro; 2) que la libertad de
prensa es mejor que la concentración monopolista de todos los medios de
comunicación en manos de un solo partido gobernante; 3) que ni los comu-
nistas ni los anticomunistas deberían ir a la cárcel por sus convicciones; 4) que
la admisión en la universidad no debería estar supeditada a criterios que favo-
rezcan ni a los blancos ni a los negros; 5) que la tortura es condenable, la apli-
que quien la aplique. (A bulto, «fascista» es lo mismo que «liberal».) En vigor
de esta definición, es fascista cualquier persona que alguna vez ha sido encar-
celada en algún país comunista. En 1968, los refugiados de Checoslovaquia
fueron recibidos en Alemania por izquierdistas muy progresistas y absoluta-
mente revolucionarios que blandían pancartas con la inscripción: «¡El fascismo
no pasará!».
Y tú me reprochas que caricaturice a la Nueva Izquierda. Me gustaría que
alguien me dijera qué queda aún por caricaturizar. Sin embargo, tu indigna-
ción es comprensible (éste es uno de los pocos fragmentos del texto donde tu
pluma se enciende de ira). Citas la entrevista que di a una emisora de radio
alemana y que, a continuación, fue traducida al inglés y publicada en el
Encounter. Allí, en dos o tres frases imprecisas, manifesté el asco que me pro-
ducen los movimientos de la Nueva Izquierda con los que tropecé en Améri-
ca y en Alemania. No dije a qué movimientos en concreto me refería, en cam-
bio mencioné a «alguna gente», sin precisar de quién se trataba. Y esto
significa que no excluí al New Left Review de los años 1960-1963, la época en
que tú dirigías aquella revista. Con esta omisión te incluí en mi descripción.
¡Me has pillado! No sólo no insistí en que no me refería al New Left Review de
los años 1960-1963, sino que –lo admito– no pensé en ella ni una vez duran-
te toda la conversación que mantuve con el periodista alemán. Me pareció
que decir «alguna gente de la Nueva Izquierda», etcétera, es como decir
«algunos universitarios ingleses empinan el codo». ¿Crees que muchos cien-
tíficos se sentirían ultrajados por esta afirmación (admito que muy poco ori-
ginal)? Y si así fuera, ¿quiénes serían? Me he consolado recordando que, todas
las veces que he dicho algo sobre la Nueva Izquierda, mis amigos socialistas
no se han dado por aludidos, y no han necesitado para ello que los excluyera
por el nombre.
Pero no puedo escurrir el bulto por más tiempo. Declaro y hago constar
que, en 1971, cuando hablé del oscurantismo izquierdista en el transcurso de
la entrevista que di para una radio alemana, no me refería al New Left Review
de los años 1960-1963 dirigida por Edward Thompson. ¿Así está bien?
Tienes razón, Edward, cuando dices que los habitantes de la Europa
oriental tenemos la tendencia de infravalorar los problemas sociales que aque-
jan a las sociedades democráticas, y que esa actitud nuestra es criticable. Pero
nadie nos puede criticar por no tomar en serio a la gente que se muestra inca-
paz de memorizar correctamente un solo suceso de nuestra historia y no sabe
decir qué clase de dialecto bárbaro utilizamos, lo cual no le impide creerse
capacitada para darnos lecciones sobre lo magnífica que es la libertad de la que
disfrutamos en el Este ni sacarse de la manga remedios científicamente proba-
dos contra todas las dolencias de la humanidad, unos remedios que resultan
ser cuatro consignas repetidas hasta la saciedad que llevamos treinta años
escuchando en todas las manifestaciones del uno de mayo y podemos leer en
cualquier folleto de propaganda del partido. (Estoy hablando de la actitud de
los progresistas radicales; la actitud de los conservadores frente a los proble-
mas del Este es distinta y puede resumirse así: «eso sería algo horrible si pasa-
ra en nuestro país, pero parece estar hecho a la medida de aquellas tribus».)
Al abandonar Polonia en 1968 (durante los seis años anteriores no había
viajado a Occidente), yo sólo tenía una vaga idea de lo que pueden llegar a ser
los movimientos estudiantiles radicales y los grupúsculos o partidos izquierdis-
tas. Lo que vi y leí me pareció lamentable y repugnante en casi todos (aunque
no en todos) los casos. No derramé lágrimas al ver cuatro cristales rotos duran-
te las manifestaciones –el capitalismo, esa vieja meretriz, se lo podía permitir–.
Tampoco me escandalizó la ignorancia, algo normal entre los jóvenes. Lo que sí
me impresionó fue la mayor decadencia intelectual que jamás hubiera visto en
ningún movimiento de izquierdas. Vi a una gente joven deseosa de «recons-
truir» las universidades y liberarlas de la salvaje y monstruosa opresión fascis-
ta. La misma lista de demandas, con pocas variaciones, se repetía en todos los
campus universitarios. Los cerdos fascistas del establishment quieren que haga-
mos los exámenes, justo cuando estamos haciendo la revolución; ¡que le pon-
gan a todo el mundo un excelente, y sin ningún examen! Lo que me pareció
interesante fue que aquellos combatientes antifascistas pretendieran obtener
notas y diplomas de matemáticas, sociología o derecho, y no de disciplinas tales
como trajín de pancartas, distribución de octavillas o destrucción de los despa-
chos universitarios. Y a veces conseguían lo que reclamaban –aquellos cerdos
fascistas del establishment les ponían notas sin examinarlos–. A menudo, se exi-
gía la supresión de algunas asignaturas por innecesarias, por ejemplo, las de
lenguas extranjeras (¡esos fascistas quieren que nosotros, los internacionalistas,
los revolucionarios, perdamos el tiempo estudiando lenguas! ¿Por qué? ¡Porque
quieren apartarnos de nuestro trabajo, que es preparar la revolución mundial!)
En una universidad, los filósofos revolucionarios se declararon en huelga, por-
que entre las lecturas obligatorias encontraron a Platón, Descartes y otros boba-
licones burgueses, y no a filósofos realmente grandes, como el Che Guevara y
Mao. En otro lugar, los matemáticos revolucionarios aprobaron una resolución
donde exigían que se les organizaran clases sobre la función social de las
matemáticas y –la verdadera guinda del pastel– que los estudiantes pudiesen
asistir a las clases sólo cuando les diera la gana sin que ello afectara a su expe-
diente académico, lo cual hacía posible la obtención del diploma a cambio de
nada. En otra parte, los nobles mártires de la revolución mundial exigieron que
los examinaran sus propios colegas elegidos por votación, y no aquellos seudo-
científicos reaccionarios y carcamales. Los profesores tenían que ser nombrados
según criterios políticos, y el mismo principio debía regir la admisión de estu-
diantes. En varios lugares de Estados Unidos, la vanguardia de las explotadas
masas trabajadoras prendió fuego a las bibliotecas universitarias, es decir, inten-
tó destruir la superflua seudo-ciencia del establishment. Huelga añadir que
muchas, muchísimas veces, oí decir que las condiciones de vida en un campus
universitario americano eran exactamente iguales a las de un campo de con-
centración nazi.Y, ¡cómo no!, todos eran marxistas, es decir, conocían tres o cua-
tro frases cuyos autores eran Marx o Lenin, y, en particular, la que reza: «Los
filósofos no han hecho más que interpretar de di-versos modos el mundo, pero
de lo que se trata es de transformarlo». Como adivinarás fácilmente, Marx quiso
decir con eso que no vale la pena estudiar.
Podría llenar varias páginas con esta retahíla, pero ¡basta ya! Los modelos
son siempre los mismos: la gran revolución socialista consiste en primer lugar
en que, como premio a nuestros méritos, se nos entreguen títulos, privilegios
y poder, y también en que se supriman los antiguos valores académicos como
el saber y la capacidad de razonar lógicamente (pero, sobre todo, esos cerdos
fascistas tienen que darnos dinero, dinero y más dinero).
¿Y qué ocurre con los obreros? Hay dos opiniones enfrentadas. Una
(seudo-marcusiana) afirma que esos canallas están tan corrompidos por la
burguesía que no se puede esperar nada de ellos y que ahora nosotros, los
estudiantes, somos la clase social más perseguida y más revolucionaria. La otra
(leninista) sostiene que los obreros tienen una conciencia equivocada y no
comprenden su propia alienación, porque los capitalistas les dan a leer perió-
dicos inapropiados. Pero nosotros, los revolucionarios, hemos almacenado en