De Una A Otra Venezuela
De Una A Otra Venezuela
De Una A Otra Venezuela
Ante los venezolanos de hoy está planteada la cuestión petrolera con un dramatismo, una intensidad y una trascendencia como
nunca tuvo ninguna cuestión del pasado. Verdadera y definitiva cuestión de vida o muerte, de Independencia o de esclavitud, de ser
o no ser. No se exagera diciendo que la pérdida de la Guerra de Independencia no hubiera sido tan grave, tan preñada de
consecuencias irrectificables, como una Venezuela irremediable y definitivamente derrotada en la crisis petrolera.
La Venezuela por donde está pasando el aluvión deformador de esta riqueza incontrolada no tiene sino dos alternativas extremas.
Utilizar sabiamente la riqueza petrolera para financiar su transformación en una nación moderna, próspera y estable en lo político,
en lo económico y en lo social; o quedar, cuando el petróleo pase, como el abandonado Potosí de los españoles de la conquista,
como la Cubagua que fue de las perlas y donde ya ni las aves marinas paran, como todos los sitios por donde una riqueza azarienta
pasa, sin arraigar, dejándolos más pobres y más tristes que antes.
A veces me pregunto qué será de esas ciudades nuevas de lucientes casas y asfaltadas calles que se están alzando ahora en los
arenales de Paraguaná, el día en que el petróleo no siga fluyendo por los oleoductos. Sin duda quedarán abandonadas, abiertas las
puertas y las ventanas al viento, habitada por alguno que otro pescador, deshaciéndose en polvo y regresando a la uniforme
desnudez de la tierra. Serán ruinas rápidas, ruinas sin grandeza, que hablarán de la pequeñez, de la mezquindad, de la ceguedad de
los venezolanos de hoy, a los desesperanzados y hambrientos venezolanos de mañana.
Y eso que habrá de pasar un día con los campamentos de Paraguaná o de Pedernales hay mucho riesgo, mucha trágica posibilidad
de que pase .con toda esta Venezuela fingida, artificial, superpuesta, que es lo único que hemos sabido construir con el petróleo.
Tan transitoria es todavía, y tan amenazada está como el artificial campamento petrolero en el arenal estéril.
Esta noción es la que debe dirigir y determinar todos los actos de nuestra vida nacional. Todo cuanto hagamos o dejemos de hacer,
todo cuanto intenten gobernantes o gobernados debe partir de la consideración de esa situación fundamental. Habría que decirlo a
todas horas, habría que repetirlo en toda ocasión. Todo lo que tenemos es petróleo, todo lo que disfrutamos no es sino petróleo casi
nada de lo que tenemos hasta ahora puede sobrevivir al petróleo, lo poco que pueda sobrevivir al petróleo es la única Venezuela con
que podrán contar nuestros hijos.
Eso habría que convertirlo casi en una especie de ejercicio espiritual como los que los místicos usaban para acercarse a Dios, para
llenar sus vidas de la emoción de Dios. Así deberíamos nosotros llenar nuestras vidas de la emoción del destino venezolano. Porque
de esa convicción repetida en la escuela, en el taller, en el arte, en la plaza pública, en junta de negociantes, en el consejo del
gobierno, tendría que salir la incontenible ansia de la acción. De la acción para construir en la Venezuela real y para la Venezuela
real. De construir la Venezuela que pueda sobrevivir al petróleo.
Porque desgraciadamente hay una manera de construir en la Venezuela fingida que casi nada ayuda a la Venezuela real. En la
Venezuela fingida están los rascacielos de Caracas. En la Venezuela real están algunas carreteras, los canales de irrigación, las
terrazas de conservación de suelos. En la Venezuela fingida están los aviones internacionales de la AeropostaJ. En la Venezuela real
están los tractores, los arados, los silos.
Podríamos seguir enumerando así hasta el infinito. Y hasta podríamos hacer un balance. Y el balance nos revelaría el tremendo
hecho de que mucho más hemos invertido en la Venezuela fingida que en la real.
Todo lo que no puede continuar existiendo sin el petróleo está en la Venezuela fingida. En la que pudiéramos llamar la Venezuela
condenada a muerte petrolera. Todo lo que pueda seguir viviendo, y acaso con más vigor. Cuando el petróleo desaparezca, está en
la Venezuela real.
Si aplicáramos este criterio a todo cuanto en lo público y en lo privado hemos venido haciendo en los últimos treinta años,
hallaríamos que muy pocas cosas no están, siquiera parcialmente, en el estéril y movedizo territorio de la Venezuela fingida.
Preguntémonos por ejemplo si podríamos, sin petróleo, mantener siquiera un semestre nuestro actual sistema educativo.
¿Tendríamos recursos, acaso para sostener los costosos servicios y los grandes edificios suntuosos que hemos levantado?
¿Tendríamos para sostener una ciudad universitaria? ¿Tendríamos para sostener sin restricciones la gratuidad de la enseñanza
desde la escuela primaria hasta la Universidad? Si nos hiciéramos con sinceridad estas preguntas tendríamos que convenir que la
mayor parte de nuestro actual sistema educacional no podría sobrevivir al petróleo. Sin asomarnos, por el momento, a la más
ardua cuestión, de si ese costoso y artificial sistema está encaminado a iluminar el camino para que Venezuela se salve de la crisis
petrolera, está orientado hacia la creación de una nación real, y está concebido para producir los hombres que semejante empresa
requiere.
Parecida cuestión podríamos planteamos en relación con las cuestiones sanitarias. ¿Todos esos flamantes hospitales, todos esos
variados y eficientes servicios asistenciales y curativos, pueden sobrevivir al petróleo? Yo no lo creo.
La tremenda y triste verdad es que la capacidad actual de producir riquezas de la Venezuela real está infinitamente por debajo del
volumen de necesidades que se ha ido creando la Venezuela artificial. Esta es escuetamente la terrible realidad, que todos
parecemos empeñados en querer ignorar. Por eso la cuestión primordial, la primera y la básica de todas las cuestiones venezolanas,
la que está en la raíz de todas las otras, y la que ha de ser resuelta antes si las otras han de ser resueltas algún día, es la de ir
construyendo una nación a salvo de la muerte petrolera. Una nación que haya resuelto victoriosamente su crisis petrolera que es
su verdadera crisis nacional.
Hay que construir en la Venezuela real y para la Venezuela permanente y no en la Venezuela artificial y para la Venezuela transitoria.
Hay que poner en la Venezuela real los hospitales, las escuelas, los servicios públicos y hasta los rascacielos, cuando la Venezuela
real tenga para rascacielos. De lo contrario estaremos agravando el mal de nuestra dependencia, de nuestro parasitismo, de nuestra
artificialidad. Utilizar el petróleo para hacer cada día más grande y sólida la Venezuela real y más pequeña, marginal e insignificante
la Venezuela artificial.
¿Quién se ocuparía de curar o educar a un condenado a muerte? ¿No sería una impertinente e inútil ocupación? Lo primero es
asegurar la vida. Después vendrá la ocasión de los problemas sanitarios, educacionales, asistenciales. ¿De qué valen los grandes
hospitales y las grandes escuelas si nadie está seguro de que el día en que se acabe el petróleo no hayan de quedar tan vacíos, tan
muertos, tan ruinosos, como los campamentos petroleros de Paraguaná o de Pedernales?
Lo primero es asegurar la vida de Venezuela. Saber que Venezuela o la mayor parte de ella, ya no está condenada a morir de muerte
petrolera. Hacer todo para ello. Subordinar todo a ello. Ponernos todos en ello.
Sembrar el petróleo
Cuando se considera con algún detenimiento el panorama económico y financiero de Venezuela se hace angustiosa la noción de la
gran parte de economía destructiva que hay en la producción de nuestra riqueza, es decir, de aquella que consume sin preocuparse
de mantener ni de reconstituir las cantidades existentes de materia y energía. En otras palabras la economía destructiva es aquella
que sacrifica el futuro al presente, la que llevando las cosas a los términos del fabulista se asemeja a la cigarra y no a la hormiga.
En efecto, en un presupuesto de efectivos ingresos rentísticos de 180 millones, las minas figuran con 58 millones, o sea casi la
tercera parte del ingreso total, sin numerosas formas hacer estimación de otras numerosas formas indirectas e importantes de
contribución que pueden imputarse igualmente a las minas. La riqueza pública venezolana reposa en la actualidad, en más de un
tercio, sobre el aprovechamiento destructor de los yacimientos del subsuelo, cuya vida no es solamente limitada por razones
naturales, sino cuya productividad depende por entero de factores y voluntades ajenos a la economía nacional. Esta gran proporción
de riqueza de origen destructivo crecerá sin duda alguna el día en que los impuestos mineros se hagan más justos y remunerativos,
hasta acercarse al sueño suicida de algunos ingenuos que ven como el ideal de la hacienda venezolana llegar a pagar la totalidad del
Presupuesto con la sola renta de minas, lo que habría de traducir más simplemente así: llegar a hacer de Venezuela un país
improductivo y ocioso, un inmenso parásito del petróleo, nadando en una abundancia momentánea y corruptora y abocado a una
catástrofe inminente e inevitable.
Pero no sólo llega a esta grave proporción el carácter destructivo de nuestra economía, sino que va aún más lejos alcanzando
magnitud trágica. La riqueza del suelo entre nosotros no sólo no aumenta, sino tiende a desaparecer. Nuestra producción agrícola
decae en cantidad y calidad de modo alarmante. Nuestros escasos frutos de exportación se han visto arrebatar el sitio en los
mercados internacionales por competidores más activos y hábiles. Nuestra ganadería degenera y empobrece con las epizootias, la
garrapata y la falta de cruce adecuado. Se esterilizan las tierras sin abonos, se cultiva con los métodos más anticuados, se destruyen
bosques enormes sin replantarlos para ser convertidos en leña y carbón vegetal. De un libro recién publicado tomamos este dato
ejemplar: «En la región del Cuyuní trabajaban más o menos tres mil hombres que tumbaban por término medio nueve mil árboles
por día, que totalizaban en el mes 270 mil, y en los siete meses, inclusive los Nortes, un millón ochocientos noventa mil árboles.
Multiplicando esta última suma por el número de años que se trabajó el balatá, se obtendrá una cantidad exorbitante de árboles
derribados y se formará una idea de lo lejos que está el purguo». Estas frases son el brutal epitafio del balatá, que, bajo otros
procedimientos, hubiera podido ser una de las mayores riquezas venezolanas.
La lección de este cuadro amenazador es simple: urge crear sólidamente en Venezuela una economía reproductiva y progresiva.
Urge aprovechar la riqueza transitoria de la actual economía destructiva para crear las bases sanas y amplias y coordinadas de esa
futura economía progresiva que será nuestra verdadera acta de independencia. Es menester sacar la mayor renta de las minas para
invertirla totalmente en ayudas, facilidades y estímulos a la agricultura, la cría y las industrias nacionales. Que en lugar de ser el
petróleo una maldición que haya de convertirnos en un pueblo parásito e inútil, sea la afortunada coyuntura que permita con su
súbita riqueza acelerar y fortificar la evolución productora del pueblo venezolano en condiciones excepcionales.
La parte que en nuestros presupuestos actuales se dedica a este verdadero fomento y creación de riquezas es todavía pequeña y
acaso no pase de la séptima parte del monto total de los gastos. Es necesario que estos egresos destinados a crear y garantizar el
desarrollo inicial de una economía progresiva alcance por lo menos hasta concurrencia de la renta minera.
La única política económica sabia y salvadora que debemos practicar, es la de transformar la renta minera en crédito agrícola,
estimular la agricultura científica y moderna, importar sementales y pastos, repoblar los bosques, construir todas las represas y
canalizaciones necesarias para regularizar la irrigación y el defectuoso régimen de las aguas, mecanizar e industrializar el campo,
crear cooperativas para ciertos cultivos y pequeños propietarios para otros.
Esa sería la verdadera acción de construcción nacional, el verdadero aprovechamiento de la riqueza patria y tal debe ser el empeño
de todos los venezolanos conscientes.
Si hubiéramos de proponer una divisa para nuestra política económica lanzaríamos la siguiente, que nos parece resumir
dramáticamente esa necesidad de invertir la riqueza producida por el sistema destructivo de la mina, en crear riqueza agrícola,
reproductiva y progresiva: sembrar el petróleo.