Be Re Nice
Be Re Nice
Be Re Nice
PEDRO LEMEBEL
Él nunca pensó llamarse Berenice, y menos ponerse ropa de mujer. Solamente huir lejos,
escapar de todos esos huasos molestándolo, diciéndole cochinadas. Porque él era un
chiquillo raro, feíto, pero con un cuerpo de ninfa que sauceaba entre los cañaverales. Un
cuerpo de venus nativa que aunque trataba de ocultarlo entre las ropas enormes que le
dejaba su abuelo, siempre había algún peón espiando su baño egipcio en las ciénagas del
estero. Apenas asomaba su pubertad, y ya se le notaba demasiado su vaivén colibrí en el
mimbre de esclava nubla perdida entre las pataguas. Por detrás era una verdadera
chiquilla, una tentación para tanto gañán temporero que no veía mujer hacía meses.
Hileras de inquilinos que pasaban en la tarde gritándole: Mijito tome esta frutita. Mijito
cómase esto, cabrito vamos pa' los yuyos. Por eso al cumplir los dieciocho años se fue,
cansado que lo jodieran tanto. Se juntó con un grupo de mujeres que iban a la corta de uva
y partió entre ellas riéndose y haciendo. chistes. Se despidió de su tía y del abuelo, que eran
su única familia, y dijo que se iba con ellas porque no lo molestaban, que cortar uva no era
difícil, y con lo que ganara se iba a comprar un pasaje a Santiago.
Así desapareció de esos tierrales, de ese paisaje alborotado por las chiquillas, las cabras
vecinas, sus amigas que lo convencieron que se fuera con ellas más allá de los cerros,
donde el campo azulado de viñas congregaba a las temporeras de la zona. Todas esas
mujeres de brazos fuertes, señoras de manos verrugosas por el amasijo de tierras y
enjundias campestres. Obreras de sol a sol, desmigadas por los surcos de las parras.
Hormigas con sombreros de paja, soportando la gota del sopor a las tres de la tarde.
Cuando el astro amarillo clava en la frente su espada fogosa. Cuando no, hay ni una
sombrita que refresque la brasa laboral, recolectando vides en los parronales enanos.
Cuando el sol es el capataz mayor que despelleja la piel con su látigo quemante. Allí
solamente una pequeña ilusión es el reparo que amortigua la fatiga. Quizás, un bluyín
nuevo para el Luchín que lo tiene hecho pedazos. Tal vez ese mantel colorinche, colgado en
la tienda del pueblo, para avivar la mesa. A lo mejor, si alcanza la paga, una blusita, una
faldita floreada, un rouge barato, una Crema Lechuga para humedecer los pómulos
llagados de amapolas por la irritación solar. Y mucho más, tantas cosas pendientes, tanto
milagro de cortinas nuevas y vestiditos para la niña chica. Tanta. ensoñación colgando de
unos pocos pesos, del resumen de canastos y canastos que no se alcanzan a llenar en un
solo día. Que las cabras más jóvenes lo hacen rápido, corriendo, apresuradas por llenar las
javas para juntar la plata y comprarse esa parka de la ropa americana, y esas zapatillas
Bata, o las Adidas.
Y entre las muchachas frescas como gajos verdes, casi confundido entre sus ademanes
coquetos, el marucho riéndose a toda perla contenta, tirándose agua, alivianando el duro
oficio con sus mariguancias de loca, diciéndole a las señoras que no se encorvaran tanto.
As¡ no mamita, que va a terminar como un camello. Míreme a mi. Así, sin gibarse, con el
espinazo bien derecho. Usted se agacha solamente doblando las rodillas, como si recogiera
una flor tirada en el camino. Entonces, las mujeres copiaban sus lecciones muertas de risa,
entre aplausos, gritos y besos que se tiraban jilguereando la tarde.
Ese verano de uvas febriles y sudores de mujer le puso el nombre a la Berenice. Ocurrió sin
quererlo, sin saber que los treinta y cinco grados de aquel febrero que achicharraba los
sesos, se cobrarían una víctima. Un desahucio entre las trabajadoras que caían
desvanecidas sobre las matas. Y luego, después de tomar agua y reponerse un rato, volvían
a la agotadora corva de recoger. Pero una de ellas, casi una mocosa de frágil corazón, no
despertó. Y aunque trataron de reanimarla tirándole agua y echándole viento con hojas de
parra, ella pareció hundirse más en el ahogo. Se quedó tan muerta entre los racimos, tan
ovalada y mora su cara desafiando al sol. Casi orgullosa de morir así, amortiguada por los
algodones jugosos de aquel colchón, vinagre. Entonces, sus compañeras pararon el trabajo
y se quedaron tiesas un minuto resistiendo el impacto. Y luego, el estampido de gritos y
carreras y averiguaciones de quién era, quién la conocía, quién avisaba a la familia. Qué
dirían los patrones, allá en la oficina tomando agua mineral. Esos explotadores de mierda
tenían que hacerse cargo de este crimen. Y partieron todas juntas, enrabiadas, empuñando
las tijeras de podar abiertas en el aire. Tú no, le dijeron al coliza, tú no eres mujer. Tú te
quedas cuidando a la finada para que no se la coman las hormigas. Y lo dejaron de custodio
tembloroso junto a la muerta. Porque él nunca había cuidado a una muerta. Menos a ésta,
que mirándola bien era bonita. Parece una virgen, se dijo, cerrándole los ojos. Pero para
ser virgen tiene que tener un nombre, algún papel de identificación. Y comenzó a
hurguetearle los bolsillos del delantal hasta encontrar un carnet agrietado y mohoso. Y en
ese momento, al mirar la foto y leer el nombre, nació la Berenice. Se vio reflejado en esa
identidad como en un espejo. Y con un poco de imaginación, quizás depilándose las cejas...
Podría ser, por qué no. Y no lo pensó dos veces, bautizándose de nuevo con la identidad de
la muerta, que agradeció con un beso en la frente aún tibia del cadáver. El resto fue
desaparecer de esos lugares, viajar y viajar hasta encontrarse bajo el cielo ahumado de la
capital. Su parecido con la fotocarnet lo complementó dejándose el pelo largo y aindiado;
un poco de pintura, relleno para el busto y un susurro de voz. Así, como un clavel injertado
con rosa, salió a la vida derramando los candores pirateados de su nueva identidad
Berenice, la resucitada.
El tiempo en la ciudad es trapo que se gasta rápido, más aún para el forastero que
multiplica su pasar en las volteretas de la sobrevivencia. Así repartido, las mañanas
desfilan mirando caras famosas en las revistas de los kioscos, leyendo titulares de prensa
donde él nunca será protagonista. Pero éste no fue el caso de la Berenice, que saltó a la
fama de loca raptora, al aparecer a toda página en las portadas de los diarios. A toda
pantalla en la tele, exhibiendo una maternidad eunuca de Virgen María o Madre del Año.
Toda concha o tinaja para acunar el niño que se robó de esa casa de ricos, donde trabajaba
como nurse en el único laburo decente que encontró en la capital, después de tantos años
de pelar el ajo puteando la calle al rumbeo travesti. Porque ella nunca quiso terminar su
vida como las otras maracas de nacimiento. Nunca olvidó el sur, ni su cielo nublado, como
la cola de un zorro gris enredándose en sus sueños. Por eso le hizo asco a tanto maquillaje,
a tanta pintura que se echaban sus compañeras, a tanto tacoalto y pelucas y pilchas
brillosas que inútilmente trataban de encajarle. No había forma de quitarle lo campesina,
ni siquiera un arito, ni una pestaña postiza para alegrarle los ojos secos de tanto cemento.
Ni una sombrita, ni un colorete para avivarle su cara lavada de monja mañanera. Por eso
no te pescan los buenos clientes, solamente los pacos de civil y esos mapuches que te
confunden con empleada doméstica, le decían los otros travestis. Y al parecer, ése era su
futuro. Y no le costó pasar por india trabajadora, de esas que ya no quedan, de esas que
nunca piden feriado ni imposiciones para la libreta. De esas que son como brutas para el
aseo, que no usan minifalda y no le andan meneando el culo al patrón. Esas indias sanas
que se conforman con tan poco, solamente una limosna de sueldo, un cuartucho y la
comida. Solamente eso, y todo el tiempo del mundo para amononar a la guagua de la
patrona que la Berenice quería tanto. El bebito de rizos dorados que se robó en un arrebato
sentimental cuando el crío le dijo mamá. Y ella no lo pudo soportar, no encontró recuerdo
donde anidara esa palabrita, y sintió en el estómago una ebullición de ternura, como si la
palabra la inflara de capullos que reventaron en rosas por cada uno de sus poros. Ese
nombre una vez más le desordenó el mate ya desordenado por tanta mudanza de sexo. Ese
mamá le fragilizó al máximo su corazoncito de tenca y no lo pensó dos veces, arrancando
con la guagua como si se robara una muñeca de una tienda de lujo. Sólo por amor, sólo por
equivocación de teta el bebé le había balbuceado mamá, a ella que jamás cantó ese bolero.
Porque allá en el sur, nunca su tia ni el abuelo le dijeron su procedencia. Solamente podía
escuchar en el ayer el "maricón huacho" que le gritaban los demás chiquillos. Por eso
agarró una ropita, unos ahorros, y se largó con el niñito diciéndole "Que iban de paseo, pip,
pip, pip, en un auto feo, pip, pip, pip, pero no me importa, pip, pip, pip, porque como
torta". Que iban a comprar dulces, globos, juguetes y todo lo que quisiera. Que lo iban a
pasar muy bien en el bus que tomaron rumbo al sur, lejos de Santiago, lejos de los radios
dando la noticia del rapto. Lejos de la policía tomando sus huellas, averiguando que la
Berenice era hombre. Lejos de la familia del nene llorando, suplicándole al homosexual
que no le hiciera daño. Todo Chile pensando lo peor, las aberraciones sexuales más, atroces
en manos de ese degenerado. Toda la policía buscándolo, repartiendo por fax a todo el país
la cara inocente y sin expresión de una Berenice ausente. Más bien, la fotocarnet de una
identidad sepultada allá en el sur, tantos años lejos. Ese rostro muerto de la Berenice
original, fotocopiada bajo tierra, perseguida más allí de su desaparición en los doblajes del
travesti Quizás rescatada de su anónima fosa, exhumada en la versión maricueca que burló
la ficha del documento. Tal vez, revivida, reinventada en la noticia amarilla, por el "loco
afán" de una maternidad en la aventura urbana.
Así, ese rostro sureño tensó el cotidiano nacional alarmando las buenas costumbres.
Fueron horas y horas bombardeadas por la bulla del rapto que cacarearon los noticieros.
En tanto la Berenice, doblemente travestido de mamá, jugaba con su niño en una plaza de
provincia. Ambos reían corriendo, persiguiéndose, gritando cascabeleados por la agitación
del "Corre que te pillo", llenos de remolinos y pajaritos de papel, pegajosos de nubes
azucaradas de rosado sentimiento. Se hartaron de golosinas, merengues y confites,
gastándose toda la plata en puros embelecos para la dicha. Le compró un sombrerito de
huaso, una capa de Batman, una espada de Ultramán y un gran conejo de peluche que le
sirvió al mocoso de almohada cuando agotado se quedó dormido. Cuando cayó la tarde
sobre ellos, acurrucados en el banco, perseguidos, sin poder ir a un hotel ni pedir
alojamiento en la iglesia. Por eso ahí mismo, anidados en el asiento florecido de juguetes,
le cantó el arroró y le susurró el arrurú con su ronquera de mami marica. Chocha como una
polla, lo envolvió. de arrumacos tarareándole el «Duérmase mi niño porque viene la vaca a
comerle el popó». Y como por encanto, el pequeño parque se detuvo en una campana de
silencio, para dejarlos seguir soñando juntos el mismo juego. Así, tumbados de cansancio,
la penumbra llegó en puntas de pies y la noche provinciana los arropó con su velo azul en
la gran plaza vacía.
Así mismo los encontró la policía, ovillados en la noche del desamparado amor. Apenitas
empezado el cuento, apenitas recién cerrados los ojos, cayó el telón para la Berenice
apresada en el sobresalto de su captura. Pero casi ni se inmutó, como si despertara a un
final de fiesta conocido. Congelada para la foto del diario, entregó al baby como si
devolviera un juguete prestado. No hizo teatro, le echó los dulces en los bolsillos,
envolviéndole su capa de Batman, su espada de Ultramán y el sombrerito de huaso. No
derramó ni una lágrima, le dijo adiós levemente, sin drama. Y solamente se guardó el
conejo de trapo, llevándose el olor de su sueño en la piel mojada del peluche.