Una odisea ricotera
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Una odisea ricotera - Ricardo E. Romero Bellizzi
I
En una de las esquinas más sudamericanas del mundo, hay una ciudad muy parecida a todas las demás. Algunos sostienen que la simetría geométrica de su trazado urbano, lleno de misteriosos y esotéricos génesis, es la única particularidad que la vuelve especial. Esto puede ser cierto sólo para el ojo poco avezado o para el visitante casual de un fin de semana cualquiera. Pero hay algo más allí, algo más que este autor ha tenido el lujo de percibir apenas como el susurro de un verso infantil largado al viento, allí donde las cloacas tapadas rebalsan en los desniveles deslomados de sus cuadras, allí entre sus incontables plazas multicolores, primaverales y sus alcantarillas heladas de inviernos grises. Hay algo en la ciudad de La Plata que se esconde justo ahí, detrás del maquillaje atigrado de la aterradora simetría de sus baldosas y que sólo asoma bien entrada la noche. Algo de una crudeza sin igual. Pero me estoy adelantando y es preciso hablar de tantas otras cosas antes.
Si pudiésemos tomar toda la ciudad con una mano y ver así que en verdad es una brújula perfecta, cuyas cuatro esquinas coinciden con los cuatro puntos cardinales, notaríamos que el este se disfraza con otro nombre, uno mucho más crudo para la ocasión, porque allí se encuentra el barrio de El Mondongo. Dejaremos de lado las razones —si es que alguna vez hubo suficientes— para tal visceral bautismo y nos limitaremos a apreciar que —tal cual sabían los herméticos fundadores— como es arriba es abajo, como hay vidas dentro de sueños, y novelas dentro de cuentos, y laberintos dentro de jardines, dentro de esta relegada esquina del universo hay otra esquina que, para esos tiempos, albergaba un edificio que a su vez guardaba un departamento de planta baja con ventanas a la calle.
Los fulgores del sol ya eran sólo vestigios horizontales. Las primeras estrellas se adelantaban a su retirada, simulando una inocencia que no tenían porque, como todos los sabios saben, son ellas las que tejen todo destino humano. Los techos bajos del carnívoro barrio eran los espejos improvisados donde veían su brillo tiritar. Aún más abajo, en la vereda de baldosas todavía cálidas por el paso del día, descansaba aquel que reconocía todo ese mundo como su reinado. Magnánimo y seguro de su poderío, bostezó mostrando las armas feroces que le habían ganado tantas batallas y títulos como el que, por esos tiempos —en ese barrio, frente a esa casa—, sostenía: Diógenes Indómitus.
Percibía el aroma del aire que se enrojecía con la fuga del sol, la oreja se le levantaba con los gritos que venían de adentro del departamento. Ya no lo sorprendían ni le preocupaban. Su mirada a ras del suelo recorrió la vereda de enfrente en busca de movimiento, había un gato intruso al que se la tenía jurada. Y notó algo más, algo que lo sorprendió, una esencia nueva que le recorría el hocico hasta el cerebro, desmenuzándolo en un sinfín de matices. Por un instante recordó el aroma fuerte de su primera presa aún viva. No necesitaba palabras para entender, había captado una verdad en el viento. Era el olor del cambio.
La puerta del edificio se abrió y apareció su compañero, su amigo, su incondicionalmente amado hermano del alma. Pero él estaba demasiado cómodo como para levantarse a lamerle las palmas y buscar sus caricias, así que sólo lo recibió con un clásico movimiento de cola. El pibe sonrió al verlo y envidió su postura desparramada en la vereda. Apoyó la bici contra la pared y cerró la puerta. Se le acercó y le hizo unas caricias. Desde la ventana del departamento que habitaban, el ama de ambos los sorprendió con voz firme.
—Ulises, no seas pendejo. No terminamos de hablar.
Lupe vociferaba iracunda, largando verdades que el pibe prefería esquivar. La miraba y se perdía distraído en el huequito que se le formaba entre el cuello y el pecho. Recorrió esa zona hasta reencontrar el bretel rojo que esa mañana lo había saludado desde el hombro, pidiéndole a gritos que lo arrancara con los dientes. Sintió que el hilo tironeaba de él, recordándole el amor puro que lo había despertado al alba, el deseo insaciable de pertenecer a algo que nunca había tenido, vivir siendo más de uno. Notó con el mismo extrañamiento de otras veces cómo le gustaba verla enojada, buscando un pleito estúpido para que el tironeo de ese hilo se tensara, a ver cuánto podía aguantar. La mayoría de los días la amaba. Ahora, el sentimiento se le escapaba. La calentura del desayuno se había apagado hacía rato, las estrellas empezaban a pispear sobre los techos de El Mondongo y su otrora apasionada novia lo puteaba desde la ventana. Con la desmesurada inteligencia que lo agraciaba, pero con la incapacidad de destinarla a entender las verdaderas motivaciones de un corazón, razonó como un idiota equivocado, simplificando la ecuación con lo más retrógrado de su ser. Pensó que, otra vez, la razón era el fútbol.
La piba se acomodó la remera que con la sensualidad inusitada de lo cotidiano le descubría el hombro, tapando el hilito rojo como llamado de atención para el varón de enfrente. Se acomodó el pelo tras la oreja y pensó en elegir muy bien sus palabras, conociendo la capacidad del otro de hacerla presa de sus discursos. Hizo un esfuerzo por que aflorase un sentimiento verdadero, por recordar que en verdad tenía un niño asustado enfrente al que las situaciones familiares le generaban un escozor desmesurado por serle tan ajenas. Estratega, empezó descartando que aquel fuese otro intento de romperle las pelotas por el torneo: sabía cuánto significaba para él y no menospreciaba su importancia. Ulises tragó con la defensa desarticulada. Pero esa noche era importante por otras razones, al menos vista desde el mundo diurno que ella conocía. La fiesta de la campaña de su padre se celebraba en unas horas; no sólo era imperativo que ella estuviese, sino que era una oportunidad para ellos, para extender una red de contactos que les abriría puertas a un futuro juntos.
El pibe casi mira a los costados para saber a quién se refería con ese juntos
. El eco de una risa lejana en su interior le recordó la aristocracia a la que Lupe pertenecía, la vida que llevaba con él en El Mondongo era un oxímoron al que no podía dejar de verle una temida fecha de vencimiento. Los cabellos rubios de Lupe, frío acero del norte, remarcaban el linaje de una estirpe a la que el pibe sólo podía contaminar, porque sabía que eso pensaban ellos de él, el carnero negro que había seducido a una de los suyos. Cuánto más les duraría la aventurita juntos. La idea de estar en ese evento, vestido con las correas de un monigote de torta y apretando las manos mientras sonreía como idiota, casi le revolvía el estómago. Un contraste insoportable con lo que se venía, vestir el diez en la cancha y saber que le rogarían misericordia antes de que arrebatara la gloria a sus rivales. El combate en esa arena lo reclamaba colosal e inmemorial, era una oportunidad verdadera de robar el fuego de los dioses, si movía los pies con suficiente rapidez.
—No te estoy pidiendo que no vayas al partido… —aseguró la mina—. Sólo te pido que termines y vuelvas para que vayamos juntos a la fiesta. No pasa nada con que lleguemos más tarde, pero tenemos que ir. Es importante para papá… Y para nosotros…
La palabra ya le molestaba de por sí, pero mucho más que la usara sin un adjetivo posesivo, haciéndolo hijo a él también de un operador político al que despreciaba. Porque el evento no era por la candidatura del padre de su novia, ese lugar se lo dejaba a cualquier payaso que pudiera sostener la sonrisa. El patriarca de la familia de Lupe estaba mucho más cómodo entre bambalinas. Algo que Ulises respetaba un poco más. Pensó que quizás ella se sentía atraída por ese rasgo compartido. No era así, pero así lo creía. Sin embargo, sabía bien lo que significaba ese nosotros
.
—Lupe, no quiero cambiar de laburo —adelantó el pibe—. Estoy bien en el astillero.
—¡No te estoy pidiendo que cambies de laburo! —ya harta, perdía la paciencia y cambiaba de táctica; lo importante era llegar a la fiesta—. Mirá, al margen de eso… —esquivaba una discusión repetida que sabía que no ganaría tan fácil—, es importante para mi familia. Tenemos que ir. Punto.
Ulises no sabía lo que era eso, sin padres ni hermanos ni más que un puñado de lazos con gente que le había demostrado que él valía la pena. Entre ellos estaba Lupe, pero también los pibes.
—Ellos son mi familia… —dijo, y señaló con la cabeza en la dirección que pronto pedalearía—. No les puedo fallar, no es mi culpa que hayan puesto la final hoy.
Era la final del torneo interbarrial que disputaba el diez del equipo de El Mondongo, el desenlace de un conflicto de meses entre los distintos barrios de La Plata y las zonas aledañas.
—Pero, la puta madre… —susurró Lupe en un suspiro, exhausta—. Me importa un carajo el partido. Me preocupa lo que viene después. Me preocupa que hoy, de todas las putas noches que no tengo idea qué mierda hacés y no te digo nada, caigas acá a las siete de la mañana, totalmente en pedo, todo tajeado y cagado a palos, pidiéndome perdón como un pelotudo y esperando que te sonría y garchemos en la mesada de la cocina. Hoy no, Ulises, eso te estoy pidiendo. Hoy necesito que cumplas conmigo y vayamos a la fiesta.
Se sintió chiquito ante la catarata de verdades. Se mordisqueó el labio con rabia, pasó su mano por la cabellera de rulos negros y buscó consejo en la mirada de su perro. Diógenes, que observaba la escena como quien mira un programa hartamente repetido, se desperezó estirando sus patas delanteras primero y dejándose caer luego como si se hubiese aburrido a mitad de camino. Resopló el aire dos veces y recostó el hocico sobre sus patas, alertando de reojo que nada de eso olía bien para él. No sería la última vez en toda la noche. El varón casi optó por un tono dulzón y conquistador que no sentía propio, buscando sonar razonable una vez más. Pero de nuevo esa voz en su interior le despertó una amalgama de imágenes rebuscadas que lo herían más que las palabras de la tipa.
—¿Tu amiguito va a estar ahí? —dijo, dejándose llevar por su peor parte.
Lupe pareció sorprendida.
—¿Milton? —respondió, sabiendo que el nombre le resultaba tan insoportable como cuando uno patea la pata de la mesa con el dedo chiquito del pie—. ¿Me estás preguntando en serio? —añadió, descreyendo que, de todo lo dicho, hubiera saltado con eso.
—Quiero saber…
—Sí, seguramente vaya a estar… —por lo menos que sean esos celos pelotudos los que lo motiven, pensaba—. Es amigo de toda mi familia y trabaja para papá.
El rugbier que había noviado con Lupe antes de conocerlo le resultaba una parodia intolerable de civilidad. Se preguntó si ella esperaba que se convirtiera en eso.
—Bueno… —sonrió irónico y tomó la bici apoyada—, tenés con quien ir, entonces.
—Sos un tarado… Hacé lo que quieras, me tenés podrida —largó la mina, fastidiada. Juntó fuerzas, haciendo a un lado las pendejadas—. Mirá, tenés hasta la medianoche. Si no, voy sola. Y te juro, Ulises…, si voy sola…
No tuvo que terminar de decirlo. Lacerante y certera, Lupe puso fin a la discusión. A Ulises el ultimátum le resultó exagerado, pero una parte de él entendía que uno solo puede tirar de un hilo tantas veces como las que se corta. Las cosas no eran como él quería, sabía que no había forma de arreglar esto con un beso y llegar a tiempo al partido. Diógenes se incorporó y le lamió la mano para llamarlo. Parecía vital de repente, la mirada jadeante cargada de una energía que contagiaba. El pibe sonrió. No sabía si el can comprendía que comenzaba una cuenta regresiva, pero siempre lograba inspirarle un buen humor esperanzador. Borró de un plumazo las iras que lo atormentaban.
—Antes de las doce me vas a encontrar bañado, peinado, listo para la fiesta y con la copa en la mano —respondió, pateando la pelota de los problemas afuera. Largó un te quiero
mientras pisaba el pedal de la bici y Diógenes corría a la par—. ¡Te voy a dedicar un gol! —gritó mientras se alejaba.
—Andate a la puta que te parió.
Lupe cerró la ventana.
II
Otro tiro libre al área interceptado por Los Duros de Stud, el equipo del barrio de las caballerizas. Los contrincantes del equipo de Ulises eran famosos por tener una defensa impasable. Un pase largo a uno de sus delanteros dejó a Boris pidiendo aire y el pelotazo certero al ángulo dañó la red y la moral de Pedro, el arquero. Uno a uno. El equipo de El Mondongo ni se buscó con la mirada. Antes de que pudieran tomar la pelota y sacar, el silbatazo del árbitro resonó en toda la arena. Los Duros, que jugaban de locales en esa canchita perdida en algún lugar entre el hipódromo y la estación de trenes, se apresuraron a salir del campo techado, con el buen sabor de boca de haber terminado el primer tiempo con un gol. Los pibes de El Mondongo caminaron despacio hasta el lateral, donde Diógenes descansaba desinteresado del encuentro beligerante.
—La defensa que tienen es una muralla —atestiguó Boris,defensor, secándose el sudor con las mangas de la camiseta albiazul del equipo de su barrio, que emulaba los colores triperos de Gimnasia y Esgrima de La Plata.
—Y qué querés, si los cagones juegan con tres defensores —agregó Martín, el otro defensor. Los equipos eran de seis jugadores y la superpoblación en el área contraria le parecía exagerada.
Ulises se mantenía de pie, rascándose la cabellera y murmurando esbozos de pensamientos que pronto serían un plan.
—Son bajos, son los tres bajos… —aseguró con el semblante serio, como si las ideas se le ordenasen de repente en la cabeza—. Por abajo nos cortan las jugadas siempre. Hay que jugarla de arriba… Un poco de suerte y alguna van a cabecear Pelón o Arias —dijo, con la seguridad soberbia de haber vislumbrado la debilidad de sus contrincantes.
—Bueh… —rio Pedro. El arquero enorme se acomodaba los huevos y se arremangaba el viejo buzo negro que usaba para atajar—. Pelón puede ser, pero si esperamos a que Arias cabecee alguna, estamos al horno… —aludía a la baja estatura de su compañero—. Algún pupo puede cabecear, a lo sumo…
—¿Qué pasa, gordo? ¿Estás caliente porque no la ves? Tratá de no escabiar tanto antes de los partidos, viste… Aunque sea para la final… —contestó el delantero, petiso pero morrudo y sonriente, siempre de un buen humor que contagiaba.
—Arias…, tranqui. A mí no me pega tanto como a vos el alcohol. Es una cuestión de contextura física —retribuía Pedro, con su humor insoportablemente irónico.
—De panza, querrás decir —concluyó rápido el otro.
—Chicos, chicos… —interrumpió Pelón, el otro delantero, aniñándolos burlonamente—. Nos concentramos en el partido, ¿les parece?
—Lo único que te pido, Ulises… —rogó Martín—, es que no la pudras. Ya vi cómo le fuiste al cuatro cuando te la sacó en la última.
—Sí, por favor… —adhirió Boris.
El diez de El Mondongo los miró con la indignación de haber sido falsamente acusado.
—Viejo, les estoy diciendo de poner pelotazos en el área, de jugadas preparadas, de…
—Sí, mucha estrategia, pero después te agarra la locura, nos suspenden el partido, nos dejan afuera del campeonato y la copa se la llevan ellos… —anticipó Boris.
—Pero, muchachos… —saltó Pedro, otra vez irónico—. No le pidamos peras al olmo. Uli hará lo que pueda.
—Gordo, si me peleo es para hacerte el aguante a vos —saltó Ulises a la defensiva—. ¿Ya te olvidaste que el dos de ellos te cagó a esa minita de Villa Elisa el verano pasado?
—Uh… —rio Pelón—. Durísimo.
—Pará, pará, pará… —bajó los humos el arquero—. Me chupa dos huevos. No uno, ¿eh? Dos. Pero si te querés agarrar de eso, no tengo ningún problema con que la pudramos. Los sacamos en camilla a estos giles.
Boris se refregó la cara, las palabras le resonaron en una jaqueca que siempre lo acompañaba.
—No es así, viejo… —cortó Arias las bromas—. Ojo, a mí me gusta la idea tanto como a cualquiera…, pero afuera de la cancha. ¿Nos bancamos todo el campeonato para pudrirla ahora? No, vamos a salir a la cancha y jugar al fútbol, que es lo que nos trajo hasta acá. No seamos cagones, llevémonos la copa al barrio. Y después, si seguimos con ganas, nos los comemos crudos…
Lo miró a Ulises, los dos sabían que era para él. Este mostró las palmas para evidenciar sus buenas intenciones.
—Obvio… Yo siempre juego con el reglamento en la mano… —sonrió.
El juez los llamó de vuelta a la cancha y los dos equipos tomaron posiciones. Arias pasó cerca de Ulises y le susurró con seguridad.
—Tranqui… Vos ponela en el área y yo me encargo.
Arrancó el segundo tiempo. Sacaron Los Duros de Stud y mantuvieron el control de la pelota. Ulises salió a meter presión. Un pase largo y uno de ellos ya estaba en las puertas del área. Marcándolo con determinación, Martín lo obligó a avanzar por el carril izquierdo. El otro llegó a mandar el centro y uno de sus compañeros ya estaba en el área para recibirlo. Boris y él saltaron en pugna por el cabezazo, pero Pedro fue veloz y cortó el pase con el puño cerrado. El balón salió volando y Pelón lo ganó con el pecho. Lo bajó con suavidad hasta sus pies y ya se daba vuelta para encarar el arco contrario, pero dos le estaban encima. Un grito le llamó la atención desde atrás. La mandó y siguió adelante, abriéndose paso entre los defensores. Ulises la recibió y, desoyendo el pedido de sus compañeros, le dio un bombazo al arco. La pelota pegó un metro por encima de los palos. Pidió perdón con la mano y Arias rio. Sabía bien cuándo la impaciencia le ganaba a su amigo.
La contienda siguió con la misma crudeza. Los Duros se mantenían bien armados y jugaban fuerte, medían las reacciones del árbitro y metían cuanta falta podían. El equipo de El Mondongo no parecía encontrarle la vuelta. Comenzaron a sentirse superados por el control del balón en pies rivales y alguno llegó a pensar que el gol del primer tiempo les había caído de pura suerte.
Pero Arias seguía metiéndose entre las líneas enemigas. Cada vez que recibía el balón se mandaba veloz, pasando entre los defensores. Infructuosamente, le cortaban los pases, el arquero brillaba en una atajada o, cuando lo tenían todavía fuera del área, lo barrían sin cuidado del juez, un gordo sudado que parecía no moverse de la línea del lateral y miraba reiteradamente el reloj, probablemente no por el partido.
Saque de arco de Pedro. La pelota voló directo hasta los pies de Arias en la mitad de la cancha. El petiso se sacudió al mediocampista a su espalda y encaró velozmente al arco. Era el momento. Percibió la fuerza del destino, armándose en una jugada que cambiaría la historia. Gambeteó al defensor derecho y se perfiló para patear. El arquero enemigo sintió la aceleración que le subía desde la boca del estómago. Lo iban a clavar. Arias, la derecha en el aire, el pie izquierdo como único apoyo, la mirada fija en el balón. Y el botín del dos de Stud, surcando el suelo como una flecha a ras del piso, directo a partir su talón izquierdo. Falta. Pitazo del árbitro. Arias cayó de bruces al suelo.
La visión se le nubló. Las ideas le sonaban como monedas que caían por una escalera, cada vez más lejanas. El diez de El Mondongo corrió enceguecido a devorarse al dos de Stud. Lo tomaría del cuello, lo partiría como a una rama. Ni la copa, ni el árbitro, ni nada le importaba. El otro lo veía venir en milésimas de segundos como esperándolo, dejándolo caer y llevándose consigo a los suyos. Pero no, de un salto y en una pata, Arias se interpuso, un manotazo en el pecho y un grito firme. Ulises era tironeado lejos del dos por sus amigos, mientras largaba puteadas bien ornamentadas. Amarilla para ambos.
—¡Así no! —le ordenó Arias—. Hay que ganar, ¿escuchaste?
Ulises asintió con rabia y se calmó.
—¿Podés jugar?
El delantero apoyó el botín un instante y lo levantó con dolor, como si hubiese tanteado aguas demasiado heladas. Salió de la cancha rengueando y con la cabeza gacha. Se sentó junto a Diógenes. El can movió la cola al sentirlo cerca.
A pesar de la amarilla a Ulises, el árbitro cobró falta para los pibes de El Mondongo. El diez se disponía a patear. Bombazo al arco y otra volada del arquero que les cortó la alegría. Con uno menos, las esperanzas de los pibes de llevarse la copa de vuelta a El Mondongo mermaban.
Contraataque de Los Duros de Stud, pase largo por el corredor izquierdo. Boris no llegó, su rival avanzaba con el balón y disparó al ángulo. Pedro saltó descomunalmente y la palma abierta calzó justo en la pelota, que voló hasta fuera del área y recogió Pelón con maestría. Ya se daba vuelta cuando el grito de Ulises le pidió el pase. La pelota golpeó en seco contra el pecho del diez de El Mondongo, justo en la mitad de la cancha. La rabia se disipaba. Una caricia al llegar al suelo y ya encaraba para el arco enemigo. Una idea se enarbolaba en el vacío de su mente. Dejó un rival en el camino. El plan se clarificaba, pero todavía estaba lejos. Otra gambeta, otro más que quedó desparramado por el suelo. Sólo un poco más cerca. El dos de Stud se le abalanzaba encima, el hachazo se acercaba certero directo a derribarlo. Una chispa, un instante de luz donde todo se ordenó, todas las piezas del intrincado dominó celestial se mostraron ante sus ojos y Ulises, dotado de la divina capacidad para las estratagemas más veloces, saltó por el aire justo antes de que el botín enemigo lo impactara con actitud lacerante. Cayó de bruces ileso, pero aullando de dolor, fingiendo una falta justo en las puertas del área rival. El silbato del árbitro cortó tajante el aire. El diez de El Mondongo hizo un esfuerzo por no sonreír. Falta, tiro libre para el equipo albiazul.
Las quejas de los locales de Stud no cesaban. Era inútil, el juez ya había impartido su decisión. Ulises apoyó la pelota en el suelo. Dio marcha atrás. Todos sus compañeros, menos Pedro, se apiñaban en el área enemiga forcejeando y tironeándose con los rivales. Por un instante el pibe sintió algo dentro, un retorcijón en la boca del estómago, un deseo reprimido por cometer una atrocidad egoísta, clavarla en el ángulo y ahogarse en la gloria solitaria como quien se inflama las narices con un perfume prohibido. La idea le produjo vértigo, el vértigo le recordó la altura, la altura era la ventaja sobre sus rivales. Entre sus amigos y los defensores de Stud, como una especie de garza desgarbada, despuntaba la cabeza de Pelón, más alto que todos los demás. Una mirada cómplice y entendió todo. Se lanzó veloz y pateó con precisión quirúrgica. La pelota voló aunando voluntades. El destino era uno. Pelón saltó y su marcador quedó debajo. Cabezazo, palo y adentro.
Al día de hoy, hay vecinos del barrio de El Mondongo que atestiguan haber escuchado el grito de gol desde el otro lado de la ciudad. Diógenes se incorporó de un salto ladrando a la par de sus amigos, más que por alegría, ofuscado por que lo hubieran sobresaltado.
Pero el partido no había terminado. Llenos de ira, Los Duros de Stud sacaron enseguida y ya encaraban para el campo de los pibes de El Mondongo. La defensa aguerrida resistía los embates cortando cada jugada como podían. Pedro brillaba en el arco cuando sus compañeros no lo hacían en el área. Cada segundo se dilataba con crueldad. Arias,